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Robert. O.

Paxton: «El
fascismo no se apoya(ba)
explícitamente en un sistema
filosófico elaborado, sino
más bien en sentimientos
populares»
Catalunya Press » 22.08.2019
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El apelativo «fascista» se utiliza en la actualidad de forma indiscriminada al
punto de que bien puede colegirse que se aplica como una mera forma de
descalificar a cualquiera que sea adversario. El resultado es una evidente
banalización del término y de su verdadero significado, que el profesor
estadounidense Robert O. Paxton estudia en su auténtico valor en su Anatomía
del fascismo (Capitán Swing) y se lamenta que «el término ‘fascista’ ha sido
utilizado de forma tan imprecisa que prácticamente todo el que ostenta o
esgrime autoridad ha sido fascista para alguien».
Su origen lo sitúa en Milán el 23 de marzo de 1919 en una «mezcla curiosa de
veteranos y de experimento social radical, una especie de socialismo nacional»
y que, poco a poco se erigió en un «fenómeno que parecía surgir de la nada,
adoptó formas múltiples y variadas, exaltó el odio y la violencia en nombre de la
gloria nacional y consiguió atraer a estadistas, empresarios, profesionales,
artistas e intelectuales cultos y prestigiosos», del mismo modo que fue ambigua
su relación con la modernidad. En todo caso, «el fascismo no se apoya(ba)
explícitamente en un sistema filosófico elaborado, sino más bien en
sentimientos populares».
Atribuye a una serie de pensadores –Nietzsche, Sorel, Le Bon, Bergson, Freud,
Le Maistre…- la condición de precursores de este fenómeno, que adquirió su
caldo en cultivo en las frustraciones producidas por la primera guerra mundial,
sobre todo en Italia y Alemania, aunque recuerda que hubo movimientos
fascistas en muchos otros países, desde Gran Bretaña y Francia a Estados
Unidos, Noruega e Islandia.
Subraya que las bases de cualquier movimiento fascista fueron un sentimiento
de crisis no superable con soluciones tradicionales, la primacía del grupo y la
subordinación del individuo, el victimismo, los supuestos efectos corrosivos del
liberalismo, la lucha de clases y la influencia extranjera, el etnocentrismo, la
necesidad de una autoridad fuerte en la que prime el instinto sobre la razón, la
belleza de la violencia, la eficacia de la voluntad, el derecho al dominio sobre
otros pueblos y la existencia de un enemigo común (judíos, eslavos o gitanos
para los nazis; negros, hispanos y católicos para los fascistas de EEUU;
etíopes, libios, eslavos del sur para los italianos, etc).
Estudia los diferentes movimientos fascistas para centrarse luego en Alemania
e Italia y sus respectivos líderes. En el primer caso, recuerda que el ascenso
de Hitler no hubiera sido posible sin la ingenuidad de Von Papen, Hindenburg y
muchos de sus coetáneos y que la fuerza electoral nazi fue siempre muy
discutible, mientras que, en el segundo caso, pone en tela de juicio la fuerza
coactiva de la famosa «marcha sobre Roma», que considera fue más bien una
mera operación propagandística. Y sugiere que ni Hitler, ni Mussolini llevaron a
cabo un golpe de Estado, ni se hicieron con el gobierno por la fuerza, sino más
bien fueron invitados a asumir el mando por quienes ejercían legítimamente el
poder del Estado.
Examina la actuación de ambos regímenes y destaca que, si bien
el nazismo duplicó los organismos del Estado en el Partido, adjudicando a éste
un cada vez mayor protagonismo, el fascismo acabó subordinando el partido el
Estado. También resalta otro hecho que distinguió a ambos dictadores:
mientras Hitler nunca abandonó su modo de vida bohemia y fue perezoso y
despreocupado en el ejercicio del gobierno, Mussolini fue, en cambio, un
trabajador compulsivo.
«El régimen nazi no estaba organizado -dice- sobre principios racionales de
eficiencia burocrática y su asombrosa explosión de energía asesina no se
produjo por la diligencia de Hitler» cuyo éxito radicó en la audacia, el empuje, la
habilidad manipuladora, la recurrencia a la amenaza del peligro comunista, y el
ánimo resuelto de matar, mientras que Mussolini, que derramó más sangre
para llegar al poder, fue relativamente suave en su ejercicio después de
alcanzarlo.

Paxton concluye que el fascismo «aún es visible hoy» puesto que «basta con
decisiones aparentemente anodinas de tolerar un tratamiento ilegal de
‘enemigos’ de la nación», aunque todo depende de la gravedad de una posible
situación de crisis y de la capacidad decisión de los poderes reales, pese a que
el mundo contemporáneo estará mejor protegido contra este peligro cuanto
mejor sepa lo que fue en realidad el fascismo.

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