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Desde los años 70, la lectura ha sido interpretada desde el horizonte de la cultura
escrita. Como señala Kalman (2008) la lectura ha dejado de ser considerada un proceso
puramente cognitivo y técnico para ser abordado como una práctica social y cultural
situada. La sociología, la lingüística y la antropología han mostrado que la lectura, en
lugar de limitarse a la decodificación del mensaje escrito, nos hace parte de una
comunidad comunicativa y nos permite construir una visión propia del mundo.
(Kalman, págs. 107-109).
De este modo, como afirma Delia Lerner (1995) vale la pena cuestionar si las
prácticas escolares (tradicionales) promueven realmente el aprendizaje de la lectura.
Para Lerner, privilegiar una única interpretación de los textos y emplear libros escolares
en lugar de varios tipos de textos resulta contraproducente (1995, págs. 3-6) En las
prácticas sociales situadas, leemos y escribimos no solo para defender o memorizar la
perspectiva del maestro, sino para ser capaces de plantear un punto de vista propio o
para formular una interpretación alternativa de la realidad que experimentamos. Dado
que en la cultura escrita leer es una práctica social situada, es necesario atender a los
múltiples usos que la lectura tiene para el ciudadano, para el niño, para el profesional,
etc. Por esta razón, en lugar de trabajar únicamente con libros diseñados para la
escuela, es importante mostrar a cada estudiante los diferentes escenarios donde la
lectura se hará presente en su vida. Como señala el Módulo 4 (2019), se lee para
informarse, para seguir instrucciones, para adquirir conocimiento, para escribir. Así
pues, en la cultura escrita no existe una única razón para leer, ni un único tipo de texto.
En cada sociedad existen escenarios distintos donde la lectura se transforma en
herramienta de participación, de conocimiento o de entretenimiento.
Ahora bien, las diferencias entre la cultura escrita y el hábito técnico no se limitan
al lugar social y concreto que la lectura llega a ocupar, sino también a la alfabetización
como tal. Posturas como las de Kalman (2008), Freire (1990), Pettit (2015) y Cajiao
(2014) coinciden en considerar que la experiencia de la lectura no se restringe a la
alfabetización entendida como el vínculo entre el sonido y la letra. Cajiao al igual que
Freire, por ejemplo, consideran que la lectura comienza con el desciframiento de los
signos del mundo al que somos expuestos. Pettit, por su parte, afirma que leer, más que
decodificar signos, tiene que ver con la posibilidad de interpretar una realidad y
habitarla. Leemos libros, pero también culturas y formas de vida. (Pettit, 2015).
Por lo tanto, el contraste entre la lectura como cultura escrita y la lectura como hábito
técnico podría concretarse en dos diferencias puntuales. En primer lugar, la serie de
motivaciones y connotaciones sociales y políticas que tiene el hecho de aprender a leer.
En contraste con la lectura como hábito, los autores que trabajan la cultura escrita
sostienen que leer es ante todo una forma de habitar el mundo y de entablar una relación
con una comunidad comunicativa que vincula tanto las tradiciones previas, como a los
textos que circulan en la actualidad. No leemos solo para satisfacer compromisos
académicos, sino para participar, conocer, disfrutar de las culturas a las que
pertenecemos. En segundo lugar, leer es mucho más que una operación cognitiva.
Mucho antes de codificar un texto escrito, nos vemos en la necesidad de elaborar claves
interpretativas y de construir una visión del mundo. En este sentido, leer es mucho más
que alfabetizar: es la posibilidad de trazar claves de interpretación y construir y
participar de una cultura que nos precede.
Bibliografía: