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Presentación
Prof. Dr. José ALVIAR
Asignatura Obligatoria
Primer Ciclo (Bachillerato), Tercer Curso, Segundo semestre
4'5 créditos (45 horas de clase)
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Programa
Bibliografía
Content
PROGRAMA
I. Introducción
1. Objeto de la Escatología. La Escatología, estudio de la consumación y plena realización del
hombre y del mundo en Dios. La virtud de la esperanza como elemento estructurante del
tratado. La centralidad de la escatología cristiana para una completa visión del hombre y de la
historia, y para la moral y la espiritualidad cristianas. Escatología general y escatología
individual: su intrínseca relación.
2. Escatología e historia. Temporalidad e historicidad del hombre. Los mitos del eterno
retorno y la concepción cíclica del tiempo. Los determinismos históricos. La incidencia de la
Revelación sobre los conceptos de tiempo e historia. La noción cristiana de historia salutis.
Sentido y valor últimos del mundo y su historia.
3. Historia breve de la escatología. De los tratados De novissimis al tratado de escatología. La
historia reciente; la contribución del Concilio Vaticano II.
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past. Gaudium et spes, n. 39; Enc. Laborem Exercens, nn. 27 ss.). Valor y sentido del mundo
actual.
18. La muerte eterna. La revelación de la existencia del infierno. Cuestiones históricas sobre
la eternidad del infierno. La muerte eterna como consecuencia del pecado. Realidad perpetua
del infierno en relación con el carácter determinante y radical de la libertad humana fijada en
el pecado. La frustración metafísica del infierno: la alienación de Dios y la resurrección “para
el oprobio eterno”. El infierno en el contexto de la justicia y misericordia divinas.
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© University of Navarra | jalviar@unav.es | SCHOOL OF THEOLOGY Acronym un
DOGMATIC THEOLOGY
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Subject: Escatología [2006/07]
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Bibliografía
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BIBLIOGRAFÍA DE LA ASIGNATURA
1. Manuales
J. ALVIAR, Escatología, EUNSA, Pamplona 2004
C. POZO, La teología del más allá, 2ª edición, BAC, Madrid 1981.
C. POZO, La venida del Señor en la Gloria. Escatología, Edicep, Valencia 1993.
M. SCHMAUS, Teología Dogmática, VII: Los novísimos, Rialp, Madrid, 1961.
2. Lecturas recomendadas
CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen Gentium, nn. 48-51; Const. past. Gaudium
et Spes, nn. 18, 39.
Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 668-682; 988-1060.
CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta sobre algunas cuestiones
referentes a la escatología (17-V-1979).
COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Algunas cuestiones referentes a la
escatología (1990).
COMISIÓN EPISCOPAL PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Esperamos la Resurrección y la
Vida Eterna (26-XI-1995).
3. Obras de consulta
J. L. ILLANES, Teología de la Historia, en “Gran Enciclopedia Rialp” 12 (1975) 27-33.
J. PIEPER, Sobre el fin de los tiempos, Rialp, Madrid 1955.
J. RATZINGER, Entre muerte y resurrección (una aclaración de la Congregación de la Fe a
cuestiones de escatología), en “Revista Católica Internacional (Communio)” 3 (1980) 273-
286.
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Es común que se recurra al texto del Eclesiástico 7,36 para ilustrar el concepto de Esca-
tología, porque dice "En todas tus obras piensa en el fin y nunca pecarás"; sin embargo es
difícil fundamentar un tratado de Escatología en este pasaje bíblico, ya que su texto se refiere
al fin individual de cada persona, y se reduciría mucho el contenido de la Escatología si
solamente se tratara en ella el tema de la muerte de un individuo, pues se dejaría de lado lo
que se llama la Escatología Intermedia —ciencia que estudia la etapa que va desde la muerte
de cada individuo hasta el final de toda la humanidad—, también porque se estaría ignorando
el hecho de que cuando una persona muere muchas más siguen viviendo, y que la oración de
los que sobreviven puede ser valiosa para la salvación de las ya finadas. Por otro lado, el texto
citado resalta la relación que existe entre la vida y el momento de la muerte, pero no trata
sobre la muerte en sí misma ni sobre el enigma de lo que hay posterior a la muerte.
La palabra Escatología es de uso relativamente reciente, apareció por primera vez en la obra
titulada "Sistema Locorum Theologicorum", de A. Calov (+1686). El volumen XII de esa
obra tiene por nombre "Eschatología Sacra" y trata de la muerte, de la resurrección, del juicio
final y de la consumación del mundo, temas todos ellos netamente escatológicos.
La teología que desarrollaron los Padres de los primeros siglos de la Iglesia, y los de la época
Escolástica, no dispuso de una expresión general que agrupara estas últimas realidades. Hugo
de San Victor, teólogo escolástico muerto en 1141, trató los temas escatológicos en su obra
principal titulada "De Sacramentis Christianae Fidei" bajo los títulos de "Fine Saeculi" y "De
Statu Finalis Iudicci"; Santo Tomás de Aquino, por su parte, los incluyó en el suplemento de
su obra "Summa Teológica".
Las obras que resultaron decisivas para que la Escatología pudiera cobrar la importancia que
ahora tiene fueron "La Predicación de Jesús sobre el Reino de Dios" de J. Weiss, publicada en
Tubinga en 1892, y "Esbozo sobre la Vida de Jesús" de Albert Schweitzer, publicada en
Gotinga en 1901. Al investigar estos dos autores la vida de Jesús, tal como está narrada en los
evangelios, descubrieron el fuerte carácter escatológico de su predicación.
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El hombre, y el mundo en su relación con el hombre, fueron considerados no tanto por lo que
son o han sido sino por lo que están llamados a ser; es decir, se valuaron desde el punto de
vista del futuro. Se descubrió así que el hombre no puede cumplir libremente sus decisiones
sino mediante su relación con el mundo y con los otros seres humanos, como tampoco puede
tener conciencia de sí mismo sino mediante sus ligas con el mundo y con los otros hombres;
tampoco puede construirse a sí mismo si no es obrando sobre el mundo, ya que transformando
al mundo es como el hombre se perfecciona a sí mismo y crece en autoconciencia y libertad.
Pero a pesar de todos sus esfuerzos el hombre no logra realizarse plenamente con nin-guna
acción suya en el mundo; ninguna conquista de su acción transformadora del mundo
representa para él la última etapa, porque las supera todas en el momento mismo de
alcanzarlas. Su esperanza va más allá de sus logros, camina delante de ellos, y entre la tensión
de su espíritu que lo impulsa a obrar y los resultados concretos de sus acciones encuentra
siempre un desnivel insuperable. La acción del hombre sobre el mundo lleva pues aparejada la
imposibilidad de quedar plenamente satisfecho, porque su aspiración fundamental de
superarse a sí mismo no puede ser colmada dentro del horizonte de este mundo. Por eso la
esperanza del hombre —que radica en lo ilimitado de su espíritu— debe extenderse hasta el
final de los tiempos.
Son varios los filósofos y teólogos que han contribuido a la reflexión de la dimensión
escatológica del hombre abierto a la esperanza; algunos de ellos y sus obras son los
siguientes:
FILOSOFOS:
H. BERGSON: La Acción.
TEOLOGOS:
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El Experimento Esperanza.
_______________________
* Soteriología es la parte de la Teología que trata sobre la Redención del hombre por
Jesucristo.
Ya en los tiempos actuales, el teólogo suizo Karl Barth (+ 1968) comentando la Carta a los
Romanos ha escrito que la Escatología es el tema principal de la Teología, y aboga por una
escatolización de toda esta ciencia; dice que "Un cristianismo que no es total y absolutamente
escatológico, está totalmente y absolutamente alejado de Cristo".
El 1957 el escritor católico Hans Urs Von Balthasar (1905- ?) intentó hacer un balance de la
Escatología en el catolicismo. Según este autor nos hallábamos todavía ante una investiga-
ción puramente individual, ya que no existe una exposición representativa de los logros y de
las perspectivas actuales.
En nuestros días son ya muchos los autores que han escrito sobre el tema de la Esca-tología,
como lo podremos comprobar con la bibliografía de esta sección; hoy tenemos ya, gracias a
ellos, una verdadera reflexión en el campo escatológico. CAPITULO II
RELACIÓN DE LA ESCATOLOGÍA CON LA CRISTOLOGÍA
La primer consecuencia de esta pérdida progresiva de interés soteriológico en aras del estudio
de la persona de Cristo aparecería en los albores de la Edad Media, pues siempre que la
Iglesia oficial olvida una verdad sucede que dicha verdad reaparece más o menos disfrazada
en forma de secta o herejía fuera de la Iglesia. Así la Soteriología, como instinto mal
reprimido, vino a reaparecer fuera de la Cristología en la forma de un tratado aparte, creando
una separa-ción que duró por siglos y contribuyendo a que la Cristología se orientara cada vez
más hacia la especulación curiosa sobre las posibilidades teológicas de una unión entre Dios y
el hombre.
Durante la época de los primeros Padres de la Iglesia fue bien clara la relación entre la
Soteriología y la Cristología. San Ireneo de Lyon decía hacia el siglo II: "Para esto se hizo
hombre la Palabra e hijo del hombre el Hijo de Dios, para que el hombre, captando la Palabra
y recibiendo la filiación, se convirtiera en Hijo de Dios" (Adv.Haer. III,19,1).
Hasta el final de esa época y debido al enorme esfuerzo de expresar por medio de la filosofía
griega a la persona de Cristo, el dogma cristológico del concilio de Calcedonia (año 451) ya
no presentó el aspecto soteriológico que estaba tan vivo en el Nuevo Testamento y en los
textos de los Padres de los primeros siglos. El concilio definió que en Cristo había dos
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naturalezas, una humana y otra divina, pero en esta fórmula —síntesis y fruto de cuatro siglos
de reflexión— ya no estaba incluido el aspecto salvífico de su vida.
Es evidente que el contexto que llevó al concilio sí había tenido en cuenta a la Sote-riología,
pero la fórmula misma del concilio ya no lo hizo. Más tarde la Teología tomaría solamente la
fórmula sin su contexto, perdiéndose así la función salvadora de Cristo.
La invasión de los bárbaros, el surgimiento del Islam, las continuas divisiones doctri-nales y
la despoblación del imperio romano, fueron los cuatro factores más importantes que acabaron
por sepultar a la Teología griega de los primeros siglos, quedando de ella solamente las
fórmulas dogmáticas emanadas de sus concilios.
Durante los primeros siglos de vida de la Iglesia los Padres se preguntaban sobre la divinidad
de Cristo; para ellos era importante determinarla porque dependía del tipo de divi-nidad que
tuviera la clase de salvación que podía ofrecernos, ya que si era Dios como el Padre su
salvación sería plena y definitiva, pero si no lo era entonces tampoco su salvación tendría por
qué ser la definitiva. De la misma manera se preguntaban sobre su humanidad, ya que si no
era humano como nosotros no podría redimirnos totalmente, pues según un principio
salvífico, formulado por los mismos Padres, lo que no es asumido no puede ser redimido.
Esta nueva posición llevó a distinguir una separación entre la persona de Cristo y la obra de
Cristo; llevó también a encontrar una separación entre su vida y su muerte, alejando de esta
última toda calificación como fracaso de la vida. Pero aislar así la muerte de Jesús de su vida
hace pensar que la salvación es exclusivamente la eliminación o el perdón del pecado, y se
dejan a un lado todos los aspectos positivos de la comunicación de Dios y de la Teología de la
divinización del hombre.
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Cristo es el máximo de comunión que pueda existir entre Dios y el hombre, de ahí que Cristo
sea Eskaton para el hombre, para el mundo y para la historia: Todo fue creado por él; todo
tiene en él su consistencia y todo llegará a su plenitud en él.
La Escatología no hace otra cosa que explicitar lo que está implícito en la Cristología. No
puede haber Escatología sin Cristología, ya que la resurrección de Cristo es el único evento
escatológico que ha sucedido en la historia humana, y precisamente por ella es que podemos
hablar de las realidades últimas o escatológicas. Hablar de estas realidades últimas sin funda-
mentarlas en Cristo es solamente dejar volar la imaginación, pues la única posibilidad que
tiene el hombre de hablar con propiedad de las realidades del más allá es que estén de alguna
manera presentes en esta vida. Ahora bien, la resurrección de Cristo es el único
acontecimiento trascen-dente de la historia de la humanidad; es un acontecimiento histórico,
de allí que sea lo único que nos posibilita hablar de las cosas que están en el más allá de la
muerte, que son trascen-dentes a la muerte.
El hombre es un espíritu encarnado que logra tener conciencia de su existencia sola-mente por
el hecho y en la medida en que se encuentra encarnado. Su espíritu necesita de la materia de
su cuerpo para poder descubrirse y para poder actuar, ya que solamente puede expresarse a
través de realizaciones materiales concretas, de metas y de objetivos. Sin embargo el espíritu
humano nunca quedará satisfecho con las realizaciones logradas ni con las metas alcanzadas;
es que su propia estructura antropológica le crea un dinamismo de búsqueda con-tinua que
viene a terminar con la muerte, ya que al dejar de estar encarnado el espíritu no puede ya tener
conciencia de sí mismo, no puede realizarse ni expresarse. Surge entonces la pregunta de si
este dinamismo humano será un absurdo, ya que lleva al hombre a estar siempre deseando
alcanzar nuevas metas para que al final la muerte acabe con él y con todos sus anhelos.
Si el hombre siente que vive en cuanto que aspira y proyecta, ¿qué sentido tiene esfor-zarse en
una vida que inevitablemente habrá de terminar? No puede el hombre con sus propios
recursos dar el paso a una existencia más allá del mundo en que vive, ni asegurar su vida con
la evidencia de su propia razón; simplemente no puede evitar la muerte, pero precisamente es
en ese hundirse definitivo de la existencia donde la muerte revela que el nucleo íntimo del ser
humano consiste en el anhelo irresistible de sobrevivir.
humana quedaría totalmente privada de sentido y no sería más que una ilusión inútil. Pero no
es así, si el hombre sufre la muerte como experiencia límite de su existencia es porque ahela
seguir viviendo y porque la muerte lo desvincula de ese contacto sensible con el mundo y con
los otros seres humanos, contacto que le es necesario para tener conciencia de sí mismo.
Existe evidencia científica de que los seres humanos desde tiempo inmemorial han tenido la
esperanza se continuar viviendo más allá de la muerte: Cerca de la ciudad de Dussel-dorf, en
Alemania, así como en otros sitios de Europa, se han encontrado restos de un antepa-sado al
que se conoce como "hombre de Neanderthal", los cuales fueron sepultados hace más de
40,000 años junto con alimentos y algunas herramientas de piedra propias de la época; ésto
permite comprender que ya aquellas antiguas gentes creían que el muerto había de aprove-
charlas en su vida futura.
La reflexión sobre el hombre como espíritu encarnado y sobre las condiciones funda-mentales
de su acción en el mundo, muestra la imposibilidad de alcanzar una plenitud definitiva en su
tarea transformadora. El hombre podrá conseguir nuevos porvenires provisionales, los cuales
quedarán superados en el momento mismo de lograrlos; por eso el porvenir definitivo de la
humanidad, si es que existe, no podrá nunca ser una conquista del hombre. El futuro de la
historia —en caso de que lo hubiera— tendría que ser no un futuro histórico sino un futuro
que trascendiera a la historia, algo totalmente diferente anunciado en el nuevo devenir
histórico.
La impotencia de la humanidad para alcanzar por sí misma su futuro definitivo, así como sus
aspiraciones que están siempre más allá de todas sus realizaciones, pone a la comu-nidad
humana ante la opción de conformarse con lo poco que puede alcanzar en el mundo o de
abrirse a la posibilidad de un porvenir absoluto que no podrá alcanzar por su esfuerzo, pero
que tal vez pueda recibir como un regalo.
En la conciencia de su existir como persona relacionada con el mundo, con los otros seres
humanos y con la historia, el hombre está llamado a confiar en la esperanza, y frente a este
dinamismo impreso en la naturaleza humana, tanto a nivel personal como colectivo, sólo son
posibles tres respuestas:
1a.- Ultimum sin novum: Una primera respuesta consistiría en llegar a un máximo de
desarrollo personal, lo que implica bienestar, crecimiento humano, ecológico y cósmico. En
este caso se daría un ultimum pero sin ningún novum. De ser así, la respuesta no sería
trascendente, sino que se encontraría virtualmente ya presente en la propia persona o en toda
la huma-nidad en este mundo, y para hacerla realidad solamente bastaría con desarrollarla al
máximo.
2a.- Dinamismo absurdo: Una segunda respuesta consistiría en pensar que ese dinamismo
impreso en la estructura humana es absurdo, que no llega a ninguna parte, que no tiene
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respuesta. De ser así, resultaría absurdo que el hombre siempre estuviera deseando con-quistar
nuevas metas hasta que la muerte pusiera punto final a sus deseos.
3a.- Ultimum con novum: La solución cristiana es precisamente escatológica y declara que
existe un novum trascendente que da sentido a ese dinamismo; ese novum es Cristo como
Eskaton, como plenitud que da sentido al hombre, a la historia y al mundo. Ese novum no está
dentro de la historia sino que la trasciende, viene de Dios hecho hombre, viene de Cristo.
Dentro de esta tercera opción, el hablar del Eskaton se convierte no sólo en algo útil para el
hombre sino también en algo imprescindible: Si el hombre quiere encontrar respuesta al
dinamismo más profundo de su ser necesita encontrarse con Cristo como Eskaton. La
estructura de espíritu encarnado que se encuentra en cada persona hace posible para el hombre
la realidad del Eskaton y de la Escatología.
En varias de las civilizaciones del mundo antiguo era aceptada la existencia de una nueva vida
después de la muerte, así lo ha verificado la Arqueología, un buen ejemplo de ello lo tenemos
en el descubrimiento de una tumba real de la ciudad de Ur —lugar de donde era originario el
patriarca Abraham—; en ella se encontró el cuerpo de una princesa muerta hace unos 4,500
años, rodeado por los restos de sus criados, hombres y mujeres, que fueron sacri-ficados allí
mismo para que sirvieran a su soberana en la otra vida.
Un pueblo que sobresalió por su culto a la muerte fue el egipcio, que durante muchos siglos
desarrolló técnicas de embalzamamiento para lo conservación de los cuerpos de los muertos
en espera de que resucitaran, que elaboró complicados rituales y conjuros para dar protección
a los muertos en aquella su segunda vida, y que los sepultó rodeados de toda clase de útiles,
armas y tesoros para que pudieran aprovecharlos en el más allá.
Creían los egipcios que todo ser humano estaba compuesto de materia y espíritu; que la
materia formaba el cuerpo perecedero o "khet" y que el espíritu estaba constituido por dos ele-
mentos no materiales: el "ka" como principio divino colocado por los dioses en cada
individuo, siendo inmortal debido a su origen divino, y el "ba" o alma humana que podía
llegar a hacerse inmortal, dependiendo del juicio de los dioses después de la muerte, pues si
ellos encontraban que el difunto había sido justo en vida permitirían que su "ka" se uniera con
su "ba" para subsistir ambos eternamente, y también para que eventualmente pudieran volver
a ocupar el "khet" reanimándolo. De otro modo, si juzgaban que el muerto no había sido justo,
destruirían su "ba" y así dejaría para siempre de existir como persona.
Cabría esperar que el contacto del pueblo de Israel con los egipcios a lo largo de cinco siglos
de cautiverio lo hubiera llevado a adoptar sus creencias sobre una nueva vida que habría de
venir después de la muerte, pero no fue así, principalmente porque consideraban idolátrico el
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culto que se rendía a los muertos. El Antiguo Testamento revela que el pueblo hebreo no creía
que hubiera otra vida que la presente que concluye en la muerte, sin embargo de alguna
manera pensaban los hebreos que se mantendría la existencia del individuo dormido en el
Seol, que era este el nombre que le daban al lugar donde moraban los muertos; así lo dice por
ejemplo en varios de sus pasajes el libro de Job, como en 7,7-9 "Recuerda que mi vida es un
soplo, que mis ojos no volverán a ver la dicha. El ojo que me miraba ya no me verá, pondrás
en mí tus ojos y ya no existiré. Una nube se disipa y pasa, así el que baja al Seol no sube
mas", o en 14,10-12: "Pero el hombre que muere queda inerte, cuando un humano expira
¿dónde está? Podrán agotarse las aguas del mar, sumirse los ríos y secarse, que el hombre que
yace no se levantará, se gastarán los cielos antes que se despierte, antes de que surja de su
sueño".
Para el Antiguo Testamento todo ser humano tenía que morir, y al hacerlo y ser sepul-tado
tendría que permanecer dormido eternamente en ese Seol que era el país de los muertos, pero
seguiría existiendo. Hay, sin embargo, en la Sagrada Escritura algunas excepciones de esta
generalidad, como la de Henoc de Gn 5,24 y la de Elías de II Re 2,11, que no murieron sino
que fueron llevados vivos al cielo, o la de algunos casos de milagrosas resurrecciones, como
las realizadas por Elías en I Re17,17-24 y por Eliseo en II Re 4,18-37, que en realidad no
fueron resurrecciones sino más bien reanimaciones temporales que pronto habrían de terminar
con una segunda muerte ya definitiva.
El concepto de la resurrección de los muertos no deja de estar presente en los textos del
Antiguo Testamento, aunque lo hace en muy contadas ocasiones; una de ellas es el pasaje de
los huesos secos, que en 37,5ss. el profeta Ezequiel escribió haber visto revivir por el soplo de
Yahweh y convertirse en un ejército; otra más precisa se encuentra en Isaías 26,19, donde se
profetiza "Revivirán tus muertos, tus cadáveres resurgirán, despertarán dando gritos de júbilo
los moradores del polvo, porque rocío luminoso es tu rocío, y la tierra echará de su seno las
sombras"; pero la afirmación más contundente de la resurrección de los muertos se encuentra
en el libro de Daniel —obra del siglo II a. C.— que en 12,2-3 dice: "Muchos de los que
duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio,
para el horror eterno. Los doctos brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron
a la multitud la justicia, como las estrellas por toda la eternidad".
La promesa a Abraham se concreta y complementa cuando Dios le ofrece una tierra que mana
leche y miel (Ex 3,8); una Ley: la del Sinaí; un Templo y un Rey. Todo esto implica un
dinamismo hacia su realización futura, pues Dios promete cumplir sus ofrecimientos si el
pueblo le obedece.
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Israel no supo ser fiel a la alianza con Yahweh, desobedeció su Ley y cayó en el pecado de la
idolatría; pero a pesar de la infidelidad del pueblo —narrada por Jue 2,16-19— Dios continuó
protegiéndolo y le ofreció el auxilio de un futuro Rey mesiánico, según lo describe el pasaje
de 2 Sam 7,13ss.
Hasta antes del exilio a Asiria ocurrido en el siglo VIII a.C. no se había presentado en los
libros sagrados de Israel lo que es propiamente una Escatología trascendente; pero en esa
época el profeta Isaías escribió sobre un "resto santo" que conservaría todos los privilegios del
pueblo elegido (4,3; 6,3; 11,11). Sería en ese resto santo en donde se realizaría el plan
salvífico de Dios al final de los tiempos, porque lo liberaría del juicio final (11,16).
Fue durante el exilio en Babilonia, que se inició el año 587 a.C., cuando surgió una verdadera
promesa escatológica en la predicación del profeta Jeremías, y el profeta Ezequiel escribió
sobre una nueva Alianza (36,24-28).
El segundo profeta Isaías, hacia el año 550 a.C., hablaba ya de una nueva creación utilizando
16 veces el verbo hebreo bara (crear). Este es el mismo verbo empleado por el Génesis para
referirse a la creación del mundo, pero aquí se utilizó para anunciar una nueva creación que
habría de realizarse en el futuro. Esa nueva creación la conseguiría el Siervo de Yahweh nó
haciendo gala de su poder, sino mediante su humillación.
Se anuncia en estos escritos que el Siervo logrará reconciliar a muchos miembros del pueblo
elegido con su Dios. De esta manera se dio un giro notable en la espectativa futura de Israel:
ya no se perseguía un objetido político, sino que debía esperarse una realización religiosa (Is
41,20; 44,24; 48,6ss).
Los profetas posteriores al exilio en Babilonia, Ageo y Malaquías, esperaban que la salvación
prometida llegara en un futuro inmediato (Ag 2,15-19), (Ml 3,6-12). Confiaban que con la
reconstrucción del Templo de Jerusalén se harían realidad las antiguas promesas; pero fue el
Deuteroisaías quien realizó un proceso de tansformación de la esperanza escatológica, la cual
fue sacada del universo terreno y transportada fuera de la historia. A partir de ese momento ya
no habría que esperar que la consumación consistiera en el retorno al Paraíso en el que
reinaban la alegría y el deleite, ni se trataba ya de una superación del pueblo de Israel y de la
tierra prometida, sino de la transformación de todo el universo, del sentido y de la finalidad de
la historia.
pasada... como un proceso histórico predicho por Dios", el cual se cerrará con su intervención
decisiva al final de los días. Aquí la expresión profética tiene ya un sentido estrictamente
escatológico: el don de Dios no pertenece a la historia, y aunque se haya comunicado
parcialmente en ella, procede del cielo.
Según san Pablo, el Hijo de Dios se encarna en la plenitud del tiempo (Gal 4,4), y en el himno
de la Carta a los Filipenses (2,6-11) presenta todo el misterio de Cristo como un mismo
acontecimiento que se inicia en la Encarnación como apropiación de nuestra existencia tem-
poral y mortal, que culmina en la cruz y que llega a su plenitud con la glorificación de Cristo,
el Señor. San Pablo subraya también el acto de la potencia divina en su resurrección, en que
tiene lugar la plena divinización de la humanidad de Cristo (Col 1,9; 2,9).
Los términos característicos empleados por san Lucas, "ahora" y "hoy" (nun y semeron),
señalan que la era de la salvación esperada está ya presente en la persona y en la acción de
Jesús. Como la Carta a los Hebreos, san Lucas ve en la muerte y resurrección de Jesús el acto
salvífico definitivo de Dios, pero adelanta el cumplimiento de la salvación prome-tida a la
existencia misma de Jesús en el mundo (Lc 24,7.25-32.44-49).
El evangelio según san Juan presenta la resurrección de Cristo como obra de Dios (12,27-28;
17,1-5) y del mismo Cristo (2,19-22; 10,17-18); esta paradoja pertenece al nucleo mismo de la
Cristología de Juan: como el Padre tiene la vida en sí mismo, así ha dado a su Hijo el tener
también la vida en sí mismo (Jn 5,26).
San Pablo afirma que Cristo resucitó como primicias (aparke) de entre los muertos; esto
significa que en la resurrección de Cristo está incluida nuestra resurrección, porque pri-micias
indica el inicio de una serie. El mismo san Pablo afirma que Cristo es primogénito de entre
muchos hermanos (Rom 8,29), o de entre los muertos (Col 1,18); primogénito es el primer
hijo después del cual vendrán otros, por la misma razón el que se le llame primogénito de
entre los muertos —por su resurrección— indica que otros muertos resucitarán después que
él.
Cristo resucita en función del hombre; resucita para inagurar el camino que seguirá más tarde
toda la humanidad. La resurrección de Cristo significa para el hombre la instauración de la era
nueva y definitiva de la salvación: el hombre puede ahora esperar un destino eterno, al asociar
su destino al de Cristo en su resurrección.
En Cristo se recapitulan todas las cosas, las del cielo y las de la tierra (Ef 1,10); esto significa
que fuera de Cristo la creación carece de lógica y sentido, pues él es el principio expli-cativo
de todo cuanto existe; y Dios resucitándole de entre los muertos lo sentó a su diestra en los
cielos, por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, y Dominación; bajo sus pies sometió
todas las cosas y le constituyó cabeza suprema de su Iglesia. El universo tiene que ver con
Cristo como Eskaton; ya que en sí misma la creación es imperfecta, incompleta, realmente
tiene su plenitud y finalidad en función de Cristo.
3.- De la historia.
Por la Encarnación, Cristo se solidarizó con la comunidad humana. Dios hizo suya la historia,
de tal forma que la historia humana se convirtió en historia salvada, redimida. Más aun, con
su muerte Cristo se solidarizó con nuestra condición mortal; por eso la resurrección de Cristo
trajo como consecuencia que la humanidad quedara totalmente transformada, y que la
creación, el hombre y la historia, no fueran ya los mismos.
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Porque Cristo, levantado sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos; habiendo resucitado de entre
los muertos envió sobre los discípulos a su Espíritu Vivificador y por él hizo a su cuerpo, que
es la Iglesia, sacramento universal de salvación. Estando sentado a la derecha del Padre actúa
sin cesar en el mundo para conducir a los hombres a su Iglesia, y por medio de ella unirlos
más estrechamente y hacerlos partícipes de su vida gloriosa alimentándolos con su cuerpo y
con su sangre.
La restauración prometida que esperamos comenzó en Cristo; es impulsada con la misión del
Espíritu Santo y por él continúa en la Iglesia; Iglesia en la cual, por la fe, somos también
instruidos acerca del sentido de nuestra vida temporal, mientras que con la esperanza de los
bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos encomendó en el mundo y labramos
nuestra propia salvación.
La plenitud de los tiempos ha llegado a nosotros. La renovación del mundo está irre-
vocablemente decretada, y en cierta forma se anticipa realmente en este siglo, pues la Iglesia,
aquí en la tierra, está adornada de verdadera aunque todavía imperfecta santidad. Pero
mientras no lleguen los cielos nuevos y la tierra nueva donde more la justicia, la Iglesia
peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la imagen de
este siglo que pasa; y ella misma vive entre las criaturas que gimen con doloroso parto el
presente en espera de la manifestación de los hijos de Dios.
Por otra parte nos encontramos ante el hecho de que Jesucristo se hizo ya presente en la
historia humana, y que mediante su resurrección de entre los muertos continúa presente en
ella, en su Iglesia y en nuestras personales circunstancias; por eso el tema que ahora nos
ocupa buscará saber qué seguridad podemos tener mientras vivimos de que alcanzaremos el
segundo y el tercer grado de participación de la redención que Jesucrito procuró para
nosotros.
De todo el Nuevo Testamento, el texto que mejor expresa la esperanza cristiana se encuentra
en el capítulo 8 de la Carta de Pablo a los Romanos, y se inicia afirmando que los cristianos
pueden esperar confiados en el futuro, porque:
El versículo 31 del capítulo octavo expresa sorpresa: "Si Dios está con nosotros ¿quién contra
nosotros? y luego, en forma de preguntas que van del versículo 32 al 35, muestra una
confianza sin límites,: "El que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos
nosotros ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?". "Quién acusará a los
elegidos, a los hijos de Dios? Dios es quien justifica". "¿Quién condenará...? ¿Quién nos
separará del amor de Cristo...?".
En los versículos 8,38 y 8,39 el apóstol expresa esta confianza en forma de negaciones: "Pues
estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente,
ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá
separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro".
Particularmente claro es san Pablo cuando en el versículo 38 dice estar seguro y utiliza el
verbo pepeismai para significar más bien que está persuadido o que está convencido. En otros
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textos prefiere utilizar el sustantivo pepoithes que indica confianza, por ejemplo en 2 Cor 1-
15: "Con este convencimiento quería yo ir primero donde vosotros, a fin de procuraros una
segunda gracia".
Otro importante texto sobre este tema lo encontramos en el capítulo 5 de la misma carta a los
Romanos; en el versículo 5,5 san Pablo sostiene que la esperanza no falla, que no engaña (de
ou kataisxynei = no engañar), porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.
El cristiano, afirma san Pablo, puede estar seguro de lo que espera, ya que es el mismo
Espíritu quien interioriza al hombre en la esperanza. Así, con el Nuevo Testamento, el
cristiano llega a tener la certeza de su propia salvación, porque es el Espíritu de Dios el que le
proporciona esa seguridad.
B.- Certeza de la Gracia y certeza de la esperanza según el Concilio de Trento (años del 1543
al 1563).
1.- Introducción.
Uno de los concilios más importantes de la historia ha sido el concilio de Trento; es tan
importante que la vida de la Iglesia durante los últimos cinco siglos se ha visto fuertemente
influenciada por los decretos emanados de él; entre otros por aquellos en los se reconocieron
los sesenta y tres libros canónicos de la Sagrada Escritura, los que decretaron los dogmas de la
existencia de los siete sacramentos y los que implementaron los seminarios como casas de
formación de los sacerdotes.
La Teología sobre la justificación que se predicaba durante los siglos XIV y XV se centraba
en la capacidad del ser humano para disponerse a recibir el don creado de la Gracia. La
justificación era concebida sobre todo como la trasformación interna del pecador para conver-
tirse en hijo de Dios por medio del don creado de la Gracia recibido en el bautismo; como
consecuencia lógica de esta doctrina la fe se entendía como el asentimiento intelectual de las
verdades reveladas, se le despojaba entonces de todo aspecto de confiabilidad desligándola de
la esperanza y de la caridad. Según esta concepción, para llegar a tener la certeza de la propia
salvación era indispensable una intervención especial de Dios, una verdadera revelación
particular, ya que el ser humano con sus propios recursos era incapaz de alcanzar la certeza de
su propia salvación.
confiar en la esperanza y ejercer la caridad. Por ejemplo el obispo Giulio Contarini, basándose
en Rom 3,4 y 8,14-17, sostenía que la justificación por la fe viva y verdadera está unida a la
caridad y a la esperanza.
El cardenal Reginald Pole vio con claridad que la gracia de la justificación divina se recibe
por la fe en cuanto que ésta incluye la confianza, por eso el hombre debe esperar única-mente
en el amor que Dios nos ha manifestado en Cristo. Por su parte J. Chiari consideraba la
certeza de la Gracia como un acto de confianza: No confía de verdad en Cristo quien
desprecia su muerte redentora y sus obras. Otro de los Padres Conciliares, G. Seripando,
sostenía que la función propia de la fe consiste en asentir a lo que está revelado para todos en
general, y también decía que la fe debe estar unida a la esperanza para que todo aquello que se
cree universalmente por todos se espere particularmente para sí mismo.
Según las actas del concilio, los Padres Conciliares entendían los términos "fe" y "creer"
exclusivamente como el asentimiento intelectual acerca de las verdades reveladas por Dios.
Según el concilio, tanto las virtudes de la esperanza como de la caridad son necesarias para la
justificación, pero se les menciona solamente como etapas preparatorias para ella, por lo que
aparecen a un lado de la fe, mientras que para san Pablo es en la respuesta libre del hombre a
las tres virtudes, la fe, la esperanza y la caridad, donde obtiene su justificación.
C.- Conclusión.
22
El binomio Fe-Obras supone una concepción dualista del hombre, de manera que el problema
planteado por Lutero y por el concilio acerca de lo que conduce a la justificación es de
carácter antropológico. Esta concepción dualista del hombre no existe en el Nuevo Testa-
mento sino que fue introducida a la Teología por la filosofía griega —la cual es
eminentemente dualista— cuando con ella se le dio expresión al mensaje evangélico.
En el tema que nos ocupa, el tema de la certeza de la Gracia, la influencia de esta antropología
dualista separa a la fe de la esperanza y la caridad, perdiéndose en consecuencia la certeza de
la salvación en los términos en que san Pablo la afirma, o sea como consecuencia de las tres
virtudes teologales; y es que en la teología de san Pablo subyace la antropología semita que
concibe al hombre como una unidad.
La certeza de la salvación eterna se hace más firme mientras más se actúa en la caridad. El
obrar en la caridad se vuelve necesario para evidenciar, sentir y experimentar esa certeza,
porque solamente al actuar se experimenta la acción salvífica de Cristo resucitado; es así
como crece la esperanza en la salvación plena y la fe en la promesa de alcanzarla.
Cristo posee el Eskaton que adquirió para beneficio del ser humano, pero la humanidad no
posee de momento más que una anticipación leve del Cristo Eskaton; esta participación se
hará más clara y más sentida en la medida en que los hombres confien en Dios y se lancen en
el empeño de la caridad; así al actuar sentirán más a Cristo y su esperanza hará que se lancen
a nuevas tareas y obras.
El concilio Vaticano II nos dice que mientras estamos en esta vida poseemos ya en prenda la
vida futura como una anticipación. De esta anticipación para llegar a Cristo tenemos la
esperanza; mientras mayor sea nuestra esperanza mejor actuaremos en el campo de la caridad,
y entre mejor actuemos en ella mayor fe y esperanza obtendremos.
A.- Introducción.
En este capítulo se estudiará la antiquísima expresión del Credo, nuestro símbolo de la fe, que
dice "y de nuevo vendrá con gloria...".
A diferencia de lo que sucedió con las definiciones de los conceptos fundamentales Trinitarios
y Cristológicos, los dogmas de la doctrina cristiana referentes a la Escatología no suscitaron
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"Hermanos, no queremos que estéis en la ignorancia respecto a los muertos, para que no os
entristezcáis como los que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y que
resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a los que murieron en Jesús. Os decimos
esto como Palabra del Señor: Nosotros, los que vivamos, los que quedemos hasta la Venida
del Señor, no nos adelantaremos a los que murieron. El Señor mismo, a la orden dada por la
voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo
resucitarán en primer lugar. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos
arrebatados en nubes, junto con ellos, al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos
siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras".
3.- La Epifanía
Epifanía es una palabra griega que significa esplendor o manifestación luminosa y se utilizaba
especialmente en referencia a los dioses o a los reyes. En la Escritura aparece esta expresión
enlazada con Parusía en 2 Tes 2,8: "Entonces se manifestará el impío, a quien el Señor
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La impresión de ausencia que podría producir la palabra parusía se borra con el término
epifanía, que nos hace pensar en una luz que ya brilla, aunque nuestros ojos no puedan
percibirla mientras peregrinamos por el mundo, porque no están adaptados a su resplandor.
5.- Conclusión.
Todos estos términos acentúan aspectos de una misma realidad, la segunda venida de Cristo o
su venida gloriosa; sin embargo el más importante de ellos es el de Parusía, porque Parusía es
la manifestación espléndida de la gloria de Cristo y la revelación completa de su misterio,
tanto en el mismo Jesucristo como en quienes esperan y aman la Epifanía del Señor.
La Primera Carta de Juan contiene este texto: "Y ahora, hijitos míos, permaneced en él para
que, cuando se manifieste, tengamos plena confianza y no quedemos avergonzados lejos de él
en su venida" (2,28).
25
Todos los textos bíblicos en que se habla de la Parusía pertenecen al tipo literario llamado
apocalíptico; en dicho estilo los signos son imágenes que evocan lo inaudito, tales como
catástrofes cósmicas, la lucha del bien y el mal, las persecuciones, el hambre universal, en fin,
dramatizaciones; y si bien es cierto que se presentan estos signos en conexión con la historia,
hay que saber identificarlos como signos apocalípticos para poder interpretarlos en su justo
valor: No es que pretendan tener una significación cronológica ni describir el futuro, sino que
su objetivo es captar la atención del lector o del oyente, y son más que todo una especie de
preámbulo en el cual se mencionan hechos dramáticos para que el lector caiga en cuenta de la
importancia de lo que luego se va a exponer. Nada tienen que ver, pues, estos signos con una
crónica fiel de los hechos por venir. Aclarado lo anterior, analisaremos los cuatro signos
mencionados.
El evangelista no dice en este pasaje nada acerca del tiempo en que la venida de Cristo va a
suceder, él tan solo hace resaltar las dificultades que encuentran las personas para creer,
porque esas mismas dificultades existían ya en el tiempo de Jesús.
Desde la época del Medievo hasta la época moderna el Magisterio de la Iglesia sólo ha hecho
dos ligeras menciones a la Parusía: una fue durante el cuarto concilio de Letrán en 1215, y la
otra en la profesión de fe del emperador Miguel Paleólogo el año 1267. Sería hasta el reciente
concilio Vaticano II cuando el Magisterio se volviera a ocupar del tema para darle a la
Escatología un mejor y más claro tratamiento en la constitución dogmática Lumen Gentium
(números 48 y 49).
F.- Conclusión.
Hay que distinguir entre la consumación y el final. Es necesaria una consumación pero ello no
significa que sea necesario también un final. En realidad, a nivel personal debe realizarse una
27
La Parusía o segunda venida de Cristo ocurre cada vez que Cristo regresa con gloria para cada
persona que muere, cuando viene para juzgar los actos de su vida.
La humanidad y el mundo no son todavía lo que llegarán a ser, según la promesa incluida en
la Resurrección. La Parusía, más que ser una segunda venida de Cristo al mundo, será una ida
del mundo y de los hombres a la forma de existencia gloriosa de Cristo resucitado. Las
representaciones espaciales de la venida en poder, con todo el aparato cósmico que las
acompaña, son solamente un ropaje simbólico, y por consiguiente no autorizan a concebir la
Parusía como un movimiento local o temporal.
A.- Introducción.
El tema que ahora nos ocupa, que es el relativo al juicio final y al riesgo de condenación
eterna, fue contemplado ya en la redacción de los primeros símbolos de fe que datan del siglo
II; en ellos se expresó en una forma muy sencilla que se ha conservado en nuestro Credo,
donde dice que Jesucristo " vendrá a juzgar a vivos y muertos".
Al morir una persona deja de tener capacidad para realizar acciones que puedan llevarla a la
salvación o a la condenación eterna; sin embargo en el mundo seguirán actuando sus obras,
28
las buenas y las malas, puesto que su efecto no necesariamente terminará con la vida de su
autor. Por ejemplo, si consideramos únicamente el aspecto material de las acciones, el daño
que puede causar a la humanidad un arma mortífera sigue vigente muchos años después de
que haya muerto su inventor; del mismo modo los efectos de una buena acción pueden
prolongarse a través del tiempo, como es el caso de los descubrimientos de algunos sabios en
el campo de la medicina, los cuales han erradicado enfermedades que antes fueron incurables.
Así ocurre también en el campo espiritual, donde las acciones buenas o malas de una persona
se prolongan y multiplican a lo largo del tiempo, y en nuestro concepto de la justicia es
necesario que su efecto, bueno o malo, se atribuya y afecte precisamente a su autor.
También hay que tomar en cuenta los ruegos, oraciones, sacrificios y sacramentos que los
vivos ofrecen a Dios por intemedio de Jesucristo para la salvación de sus muertos, pues es
necesario recordar que la eficacia de los sacramentos radica en que es Cristo mismo quien
actúa a través de ellos.
En sentido negativo morir implica que ya nadie puede hacer nada por su propia salvación,
pero sí lo pueden hacer las obras que haya dejado detrás, las cuales, como dijimos, seguirán
actuando para llevar a otros hacia el bien o hacia el mal.
Las funciones que forman parte del título de juez aplicado a Yahweh por el Antiguo
Testamento corresponden a la primera y segunda de las acciones que antes mencionamos; en
cambio el título de juez aplicado a Jesucristo en el Nuevo Testamento se refiere a la primera y
con frecuencia a la tercera de ellas. En efecto, como el Nuevo Testamento habla más de la
salvación que de la condenación eterna, la mayoría de los textos en los que aparece Jesús
como juez corresponden a esta tercera forma de actuación. Veamos algunos ejemplos de ello:
"Porque el Padre no juzga a nadie, sino que todo juicio lo ha entregado al Hijo" (Jn 5,22);
"...el que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en
juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida" (Jn5,24); "Y desde ahora me aguarda la
corona de la justicia que aquél día me entregará el Señor, el justo Juez" (2 Tim 4,8); "El que
cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado porque no ha creído" (Jn 3,18);
"Si alguno oye mis palabras y no las guarda, yo no lo juzgo, porque yo no he venido a juzgar
al mundo, sino a salvar al mundo" (Jn 12,47).
Lo que enseña la Santa Madre Iglesia sobre este primer juicio se encuentra contenido en
varios documentos, de los cuales mostraremos a continuación dos fragmentos: el primero
procede de una encíclica Benedictus Deus del Papa Benedicto XII, y el segundo está tomado
de las actas del concilio de Florencia.
"... definimos que, según la común ordenación de Dios, las almas de todos los santos que
salieron de este mundo antes de la pasión de Jesucristo, así como las de los santos apóstoles,
mártires, confesores, vírgenes y de todos los fieles muertos después de recibir el bautismo, en
los que no había nada que purgar al salir de este mundo, ni habrá cuando salgan en lo futuro;
y que las almas de los niños renacidos por el bautismo o de los que han de ser bautizados,
cuando hubieren sido bautizados, que mueren antes del uso del libre albedrío, inmediatamente
después de su muerte, o de la dicha purgación los que necesitaren de ella, aun antes de la
restauración de sus cuerpos y del juicio universal, después de la ascención del Salvador,
estuvieron, estan y estarán en el cielo, en el paraíso celeste de Cristo, y después de la muerte y
pasión de Jesucristo vieron y ven la Divina Esencia con visión intuitiva y también cara a cara,
sin mediación de criatura alguna que tenga razón de objeto visto... verán y gozarán la misma
divina esencia antes del juicio universal".
"Las almas de aquellos que después de recibir el bautismo no incurrieran en mancilla alguna
de pecado, y aquellas que después de contraer mancilla de pecado la han purgado, o mientras
vivían en sus cuerpos o después que salieron de ellos... van al cielo y ven claramente a Dios
mismo, Uno y Trino, tal como es, unos sin embargo con más perfección que otros...".
Estos dos documentos afirman la existencia de un juicio particular y de otro universal y final,
y es importante hacer notar que en lo que se refieren a la contemplación de Dios la describen
como cara a cara, sin mediación alguna. Por otra parte, la existencia del primer juicio
particular se concluye a partir de la presencia de Cristo en nuestro mundo actual, obrando en
las personas que lo reciben a través de los sacramentos, ya que si creyéramos solamente en el
juicio final estaríamos desconociendo o negando el valor de ellos; pero además existen frases
de la Sagrada Escritura que señalan la presencia del juicio inmediato a la muerte, como las
palabras de Jesús al buen ladrón en la cruz, y hay también frases que hablan de un juicio final
como las que del Apocalipsis.
La Constitución Benedictus Deus nos dice sobre este juicio lo siguiente: "Definimos además
que, según la común ordenación de Dios, las almas de los que salen de este mundo con
pecado mortal actual, inmediatamente después de su muerte bajan al infierno donde son
atormentadas con penas infernales, y que no obstante en el día del Juicio todos los hombres
comparacerán con sus cuerpos ante el tribunal de Cristo".
pero lo hará basado en los actos derivados del ejercicio de la libertad humana. CAPÍTULO
VIII
EL PURGATORIO
A.- Introducción.
Leonardo Boff en su libro "Hablemos de la otra vida", considera que el purgatorio es un
proceso de plena maduración frente a Dios.
La muerte es el paso del hombre a la eternidad, por ella se puede decir que acaba de nacer
totalmente; si es para bien su nuevo estado se llamará "cielo" y en él alcanzará la plenitud
humana y divina en el amor, en la amistad, en el encuentro y en la participación de Dios.
El purgatorio significa la posibilidad que por gracia de Dios se concede al hombre de madurar
radicalmente luego de morir. El purgatorio es ese proceso, doloroso como todos los procesos
de ascención y educación, por medio del cual el hombre al morir actualiza todas sus
posibilidades y se purifica de todas las marcas con las que el pecado ha ido estigmatizando su
vida, sea mediante la historia del pecado y sus consecuencias o sea por los mecanismos de los
malos hábitos adquiridos a lo largo de la vida.
Ciertamente muchos de nosotros tenemos otras ideas más o menos absurdas acerca del
purgatorio; son indignas de la esperanza liberadora del cristianismo porque se ha presentado
al purgatorio no como una gracia concedida por Dios al hombre para que se purifique con
vistas a un futuro próximo a su lado, sino como un castigo o una venganza divina que
mantiene ante sí el pasado del hombre.
De las actas de la llamada Disputa de Leipzig, del año 1519, está tomada la proposición 37 de
las tesis luteranas condenadas por el Papa León X, que dice lo siguiente: "El purgatorio no
puede probarse por la Sagrada Escritura canónica" (Dz 777, Ds 1478). Esta tesis de Lutero se
fundamenta en su negación de la canonicidad de los dos libros de los Macabeos, a los cuales
considera apócrifos.
A lo largo del tiempo han sido frecuentes las discuciones sobre el valor de los pasajes de la
Sagrada Escritura que suelen presentarse a favor de la existencia del purgatorio. Quizás la
discución se deba sobre todo a que más que buscar el fundamento bíblico de la doctrina del
purgatorio lo que se intenta es aquilatar si los textos contienen todos y cada uno de los
elemen-tos que pertenecen a la idea dogmática que se tiene de él, pero que en realidad son
fruto de un lento proceso de desarrollo sobre esta materia.
Dice Leonardo Boff que al echar mano de los textos bíblicos es conveniente hacerse una
reflexión de carácter hermenéutico, ya que en vano buscaremos un pasaje bíblico que hable
31
formalmente del purgatorio. Los textos, dice Boff, "se deben leer y releer en el ambiente en
que fueron escritos, dentro de las coordenadas religiosas y de la fe que reflejan".
Uno de los pasajes clásicos en torno al tema que tratamos es el de 2 Mac 12,40-46, que en su
texto griego original dice lo siguiente: "Y habiendo recogido dos mil dracmas por una colecta,
los envió (Judas Macabeo) a Jerusalén para ofrecer un sacrificio por el pecado, obrando muy
bien y pensando noblemente de la resurrección, porque esperaba que resucitaran los caídos,
considerando que a los que habían muerto piadosamente está reservada una magnífica
recompensa; por eso oraba por los difuntos, para que fueran liberados de su pecado".
El contexto de este pasaje bíblico es el siguiente: Cerca del año 160 a. C., los seguidores de
Judas Macabeo se habían enfrentado al ejército invasor del pagano Gorgias, que intentaba
obligarlos a que renegaran de su fe, y algunos de ellos perdieron la vida en el combate; pero
cuando sus compañeros recogieron los cadáveres para sepultarlos entre sus ropas encontraron
amuletos y objetos de culto idolátrico cuya posesión estaba severamente prohibida por la Ley.
Así pues, Judas Macabeo se dio cuenta que los soldados muertos por defender su religión
merecían una magnífica recompensa, pero al mismo tiempo se habían hecho acreedores a un
castigo por su pecado al haber violado la Ley. En estas condiciones fue que decidió que era
conveniente "ofrecer un sacrificio por el pecado" en el Templo de Jerusalén, con la esperanza
de que quienes habían muerto en defensa de la patria y la religión lograrían el perdón de Dios
por su pecado y participarían en la resurrección.
Para la exégesis de este pasaje el autor C. Pozo advierte en su libro titulado "Teología del más
allá" los siguientes elementos: 1.- El redactor de este texto, inspirado por Dios, no solamente
alaba la acción sino también la persuación de Judas, lo que no podría haber hecho si el modo
de pensar de Judas Macabeo hubiera sido equivocado. 2.- Los elementos esenciales del
pensamiento de Judas Macabeo son a).- Que los difuntos no han muerto en estado de
condenación o enemistad con Dios; b).- Que sin embargo les falta todavía algo para ser
salvados; c).- Que todo se hace pensando en su resurrección, para que en ella reciban la
misma suerte que los demás judíos piadosos.
El texto anterior, nos dice el autor Ruiz de la Peña en su libro "La otra dimensión. Escatología
cristiana", parece clasificar a los predicadores del Evangelio en tres categorías: 1.- Los que
han usado buenos materiales y recibirán recompensa; 2.- Los que en vez de edificar han
destruido, serán destruidos ellos mismos; 3.- Aquellos que habiendo edificado, no han sido
suficientemente escrupulosos en la elección de los materiales. A estas tres clases de apóstoles
corresponderían tres diferentes retribuciones: el premio de la vida eterna, el castigo de la
muerte eterna, y la corrección dolorosa (salvarse pasando a través del fuego) que implicaría la
doctrina del purgatorio.
Todo el pasaje anterior está redactado en un estilo alegórico, en donde las epxresiones "el día"
y "el fuego" pertenecen a las bien conocidas imágenes apocalípticas del Juicio Final; entender
"el día" como designación de un supuesto juicio particular o "el fuego" como la expiación de
una pena en el purgatorio es violentar el sentido del texto. Por otra parte, puesto que Pablo
sitúa la escena de su Carta a los Corintios en el último día del mundo, cuando según la
dogmática ya no habrá purgatorio, parece poco fundamentado deducir de este pasaje una
enseñanza sobre un estado purificador situado entre la muerte de la persona y el Juicio Final,
en el que, según el versículo 15, el daño que sufrirá el penado no será tal que implique
condenarse; se salvará, pero con dificultad y angustia.
En resumen, más que hacer hincapié en éste o aquél texto cuestionable, sería preferible fijarse
en ciertas ideas generales que son clara y repetidamente enseñadas en la Biblia y que pueden
considerarse como el núcleo germinal de nuestro dogma, una de ellas es la constante
persuación de que sólo una absoluta pureza es digna de ser admitida en la visión de Dios.
El complicado ceremonial de culto israelita tendía a impedir que compareciesen ante Yahweh
los impuros, incluso si su mancha consistía en meras impurezas legales; por eso el terror de
ver a Dios cara a cara (Ex 20,18ss), tan común entre el pueblo, procedía de una viva
conciencia de indignidad e impreparación. Asímismo, diversos pasajes del Nuevo Testamento
ratifican la exigencia de una total pureza para poder participar de la vida eterna, por ejemplo
"Bienaventurados los límpios de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5,8); "Sed perfectos
como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,48); "Nada profano entrará en ella (en la
Nueva Jerusalén)" (Ap 21,27).
Otra idea, quizá la más importante y el verdadero fundamento teológico de la doctrina del
purgatorio, es la responsabilidad humana en el proceso de justificación, que implica la
necesidad de una participación personal en la reconciliación con Dios así como la aceptación
de las consecuencias penales que se derivan de los propios pecados. Como un ejemplo de
esto, en 2 Sam 12,13ss se recoge un caso típico de separación entre culpa y pena, allí el
perdón de Dios no exime a David de sufrir el castigo de su pecado.
Estas ideas nos descubren la posibilidad de que algún justo que haya muerto sin haber
alcanzado el grado de madurez espiritual requerida para vivir en comunión con Dios, la logre
mediante una complementaria purificación extraterrena, ya que la legitimidad de los sufragios
por los muertos está garantizada por un uso que se remonta al judaísmo precristiano.
cristianos de oriente no habían tenido ningún punto de controversia con la Iglesia latina sobres
esta doctrina sino hasta el siglo XIII, cuando ocurrieron estos concilios.
1.- El carácter local del purgatorio, al cual los orientales entendían como un estado y no como
un lugar.
3.- Sobre todo la naturaleza expiatoria, penal, de un estado que ellos consideraban
purificatorio, en el cual los difuntos madurarían gracias a los sufragios de la Iglesia y no por
soportar un castigo.
Este último elemento es el que nos da la clave del desacuerdo doctrinario: se trata en última
instancia de una consecuencia de dos modos diferentes de concebir la redención subjetiva.
Para los orientales la justificación del hombre se entiende como un proceso de divinización
progresiva que lo va devolviendo a la imagen de Dios por un proceso paulatino de
purificación.
En suma, las tres notas que integran el concepto dogmático del purgatorio son: 1.- La
existencia de un estado en el que los difuntos no enteramente limpios de culpa son "puri-
ficados"; 2.- El carácter penal de ese estado, y en este punto la Iglesia no ha creído poder
ceder a los requerimientos de los orientales, si bien no llega a precisar en qué consisten
concre-tamente esas penas; 3.- La ayuda que los sufragios de los vivos prestan a los difuntos
que se encuentran en ese estado de purificación.
Por parte del concilio de Trento, es significativo el hecho de que solamente haya aludido al
purgatorio desde el punto de vista doctrinal en uno de sus cánones del Decreto sobre la
Justificación; en él dice lo siguiente:
"Si alguno dijere que después de recibida la gracia de la justificación, de tal manera se le
perdona la culpa y se borra el resto de la pena eterna a cualquier pecador arrepentido, que no
queda resto alguno de pena temporal que haya de pagarse en este mundo o en el otro en el
purgatorio, antes de que pueda abrirse la entrada del Reino de los Cielos, sea anatema" (Secc.
VI, canon 30).
Este canon no representa ninguna novedad respecto a lo definido en Florencia, pero sitúa la
controversia interconfesional en el lugar que le corresponde, o sea en la temática del proceso
de remisión de los pecados y la santificación del hombre. Por lo demás, en el campo
disciplinar Trento emitió un decreto animado por un sano espíritu de autocrítica, en el que
prohibe exponer la doctrina del purgatorio recargándola de aditamentos inútiles. Dice este
decreto lo siguiente:
"Puesto que la Iglesia católica, ilustrada por el Espíritu Santo, apoyada en las Sagradas Letras
y en la antigua tradición de los Padres, ha enseñado en los sagrados concilios, y últimamente
en este ecumúnico concilio, que existe el purgatorio y que las almas allí detenidas son
ayudadas por los sufragios de los fieles, particularmente por el aceptable sacrificio del altar,
manda el santo concilio a los obispos que diligentemente se esfuercen para que la sana
doctrina sobre el purgatorio, enseñada por los santos Padres y por los santos concilios, sea
creída, mantenida, enseñada y en todas partes predicada por los fieles de Cristo. Delante,
empero, del pueblo rudo, exclúyanse de las predicaciones populares las cuestiones demasiado
difíciles y sutiles, y las que no contribuyan a la edificación, y de las que la mayor parte de las
veces no se sigue acrecentamiento alguno de la piedad. Igualmente no permitan que sean
divulgadas y tratadas las materias inciertas y que tienen apariencia de falsedad. Aquellas,
empero, que tocan a cierta curiosidad y superstición, o saben a torpe lucro, prohíbanlas como
escándalos y piedras de tropiezo para los fieles".
Más adelante, en el número 50, se recuerda la práctica de la Iglesia de orar por los fieles
difuntos —práctica que se remonta hasta los tiempos primitivo— y con las palabras de 2 Mac
12,46 alaba este uso diciendo "porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los
difuntos, para que queden libres de sus pecados". En el número 51 el concilio propone de
nuevo, trayéndolos así a la memoria, los acuerdos de los concilios de Florencia y Trento en las
partes que se refieren al purgatorio y a la oración por los difuntos.
35
Con lo que hasta aquí se ha dicho se pone en claro el significado esencialmente cristiano de la
doctrina del purgatorio: Se trata de un proceso radicalmente necesario para la trans-formación
del hombre, gracias al cual se hace apto para recibir a Cristo, apto para recibir a Dios, y en
consecuencia apto para entrar en la comunión de los santos.
Pozo C.: Teología del más allá. Madrid, 1969, pp. 240-254.
Ruiz de la Peña: La otra dimensión. Escatología cristiana. Madrid, 1975, pp. 327-343.
CAPÍTULO IX
EL INFIERNO, LA MUERTE ETERNA
A.- Introducción.
Según la fe cristiana, la historia de la humanidad no tiene dos fines sino solamente uno que es
la salvación; la salvación es por lo tanto el objeto propio de la Escatología.
Mientras que el triunfo de Cristo y de los suyos es una certeza de fe absoluta de la historia y
de la comunidad humanas, la condenación es una posibilidad factible solamente en casos
particulares; de hecho, una de las más fuertes convicciones del Antiguo Testamento es la
bondad de Dios y de sus obras, por eso el Génesis dice, "Dios vio que era bueno todo cuanto
había hecho..." (Gn 1); y el libro de Sabiduría "...no fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea
en la destrucción de los vivientes" (1,13); y en el profeta Ezequiel, que "no quiere la muerte
del pecador, sino que se convierta y viva" (18,23).
El Nuevo Testamento define a Dios como Amor (1 Jn 4,8) y sabe que quiere que todos los
hombres se salven y conozcan la verdad (1 Tim 4,8), que no quiere que alguien perezca sino
que todos se conviertan (2 Pe 3,9). Además, las parábolas del perdón, del hijo pródigo, del
fariseo y el publicano, de la dracma y de la oveja perdidas, son otras tantas expresiones plás-
ticas de que Dios quiere la vida del pecador y busca su salvación. Jesucristo mismo en el
cuarto evangelio se presenta como el Salvador (Jn 3,17; 12,46-47).
El Antiguo Testamento no tenía todavía idea de la salvación porque aún no se había dado la
encarnación del Salvador. Para los antiguos judíos, el premio destinado a los justos por su
cumplimiento de la Ley sería recibido en el transcurso de su vida humana. Sí existía el
concepto de una vida después de la muerte, de un sobrevivir a la muerte, pero sin hacer
referencia a la salvación ni la condenación eterna, sino solamente suponiendo la existencia de
un lugar en donde transcurriría esa segunda vida tanto para los justos como para los impíos;
este lugar era el Seol, o lugar de los muertos.
El antecedente más cercano a esta palabra Seol es shoal, que significa "ser profundo". El Seol,
en efecto, a semejanza del hades griego o del arallu sirio-babilónico, era un mundo
subterráneo al cual debían descender los que iban a él (Gn 37,35; Num 16,30-33), de suerte
que a los muertos se les designaba frecuentemente como "los que bajan a la fosa" (Sal 28,1;
30,4; 88,5), y se le ubicaba en lo más profundo del abismo (Sal 63,10; 86,13; 88,7).
El Seol estaba en el extremo opuesto al cielo, lo más lejos posible de la morada de Dios; entre
Dios y los muertos se interponía una distancia insalvable, pero además el regreso al mundo de
los vivos resultaba imposible para los muertos, pues el Seol era el lugar sin retorno (Job 7,9-
10; 10,21; 16,22). El Seol era, pues, el lugar de todos los muertos, fueran pequeños o grandes,
esclavos o señores, necios o sabios, reyes o súbditos, justos o pecadores.
Si la situación de los habitantes del Seol se consideraba siempre penosa, hasta el grado de que
algunos textos lo llaman "lugar de perdición" (Sal 88,12; Job 26,6; 28,22), ello se debe no
tanto a una disposición de la justicia distributiva como a la concepción bíblica de la vida y la
muerte. Conforme al Antiguo Testamento, la vida terrena debía ser considerada como un bien
precioso porque el hombre es un "ser en el mundo" y Dios es quien se la ha otorgado como un
don. La muerte en sí se consideraba como un mal porque privaba al hombre de ese don de
Dios. De cualquier forma, la muerte era un mal, algo no deseado, por eso para los judíos del
Antiguo Testamento la retribución por el comportamiento de una persona tenía que pensarse
en términos de premio o castigo recibidos durante el transcurso de su vida.
La realidad del castigo eterno o de la muerte eterna se insinúan ya desde los Salmos del
Antiguo Testamento, en los que el Seol comienza a delinearse como la morada de los impíos.
Posteriormente el texto del tercer Isaías describió a los pecadores como cadáveres yacentes
fuera de la Jerusalén escatológica, perpetuamente atormentados por el gusano y el fuego (Is
66,24) Esa descipción constituye el antecedente más cercano de las imágenes del infierno
contenidas en el Nuevo Testamento (la gehenna). Daniel 12,2 se refiere a un "oprobio" u
"horror eterno", y el libro de la Sabiduría contiene un largo pasaje sobre el destino de los
impíos (5,14-23).
compañía de Dios en la que los hombres alcanzan la vida eterna. En estas expresiones el
infierno es presentado como lo opuesto a la gloria.
Es evidente que este estado de la muerte es tan definitivo e irrevocable como el de la vida
eterna. El calificativo de "eterno" tiene la misma significación cuando se aplica a la salvación
que cuando se refiere a la condenación del finado.
Además de las expresiones negativas que acabamos de ver, el Nuevo Testamento se refiere a
la muerte eterna con numerosas descripciones expresadas en términos positivos. Se habla así
de la "gehenna del fuego" (Mc 18,9), del "horno de fuego" (Mt 13,50); del "fuego que no se
apaga" (Mc 9,43.48); del "llanto y rechinar de dientes" (Mt 13,42); del "fuego que arde con
azufre" (Ap 19,20), etc.
No hay razones exegéticas para diferenciar el significado de una y otra serie de textos; se trata
en ambas series de lo mismo, de la muerte eterna, aunque expresada con diferentes recursos
de estilo. En unos se la describe como exclusión de la compañía de Dios, en los otros se
prefiere resaltar el dolor intenso que tal exclusión produce en el condenado.
El consenso general de la era Patrística se rompe con Orígenes. Este teólogo de Alejandría se
apartó en dos puntos de lo que venía siendo la interpretación generalizada del dato revelado.
En primer lugar Orígenes puso en duda el carácter eterno de la condenación al opinar que los
textos de la Sagrada Escritura sobre la muerte eterna cumplen con una función conminatoria,
pero que las penas eternas son en realidad temporales y medicinales. Orígenes sostenía la
doctrina de la apocastatasis o restauración universal de todos los seres, según la cual al final
de los tiempos todos serán redimidos, aún los peores pecadores y los mismos demonios o
38
Es importante hacer notar que el mismo Orígenes confesaba que "todas estas cosas las trato
con gran temor y cautela, más teniéndolas por discutibles y revisables que estable-ciéndolas
como ciertas y definitivas" (P. Arkon I,6.1). El mismo Orígenes estaba consciente de que
sobre este punto la Iglesia no se había pronunciado, y él solamente pretendía sugerir una
hipótesis explicativa de aspectos de la doctrina cristiana que aún no estaban definidos en su
tiempo; así lo asentó en el prólogo de su obra. Años después de la muerte de Orígenes san
Jerónimo tradujo su obra del griego al latín, y al hacerlo omitió el prólogo en que el autor
había establecido su posición, y esta omisión no permitió a la posteridad hacer un juicio
correcto sobre la doctrina del teólogo alejandrino.
Otro punto importante del pensamiento de Orígenes es el relativo al fuego del infierno.
Orígenes se opone a que se acepte literalmente el significado de la pena del fuego que
menciona la Sagrada Escritura, y dice lo siguiente: "¿Qué significa la pena del fuego eterno?...
todo pecador enciende para sí mismo la llama del propio fuego. No que sea inmerso en un
fuego encendido por otros y existente antes de él, sino que el alimento y materia de ese fuego
son nuestros pecados... Así, el fuego infernal de la Escritura es símbolo del tormento interior
del condenado, afligido por su propia deformidad y desorden".
El Cuarto concilio de Letrán, celebrado en el año 1215, emitió una profesión de fe contra la
herejía albingense en estos términos: "... para recibir según sus obras, ora fueren malas, ora
buenas; aquellos, con el diablo, castigo eterno, y éstos, con Cristo, gloria sempiterna" (Dz
428). Esta declaración la hizo el concilio en contra de una doctrina que no admitía otro estado
de purificación que el de la encarnación, y al respecto decían sus seguidores que las almas de
los pecadores sufrirían tantas encarnaciones como fueran necesarias para librarse de sus
culpas.
Un siglo después, en el año 1336, la constitución dogmática Benedictus Deus del Papa
Benedicto XII luego de exponer en detalle lo concerniente a la visión de Dios, dijo: "las almas
de los que salen del mundo con pecado mortal actual, inmediatamente después de su muerte
bajan al infierno donde son atormentadas con penas infernales, y no obstante, en el día del
Juicio todos los hombres comparecerán con sus cuerpos ante el tribunal de Cristo, para dar
cuenta de sus propios actos..." (Dz 531). Tomando en cuenta que en un contexto anterior se
39
había definido la vida eterna como visión inmediata de Dios, es lícito suponer que las "penas
infernales" a que se refiere esta constitución consisten fundamentalmente en el completo y
definitivo distanciamiento de Dios.
La constitución Lumen Gentium del concilio Vaticano II ha tocado el tema del infierno
transcribiendo diversos textos del Nuevo Testamento, como los siguientes: "es necesario... que
velemos constantemente para que... no se nos mande, como a siervos malos y perezosos (Mt
25,26), ir al fuego eterno (Mt 25,41), a las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y rechinar
de dientes (Mt 22,13; 25,30). Al fin del mundo saldrán...los que obraron el mal para la
resurrección (Jn 5,29)" (LG 46).
Para que el infierno exista no es necesario que Dios lo haya querido, basta con que el hombre
libre y conscientemente haya optado por una vida sin Dios.
Quien compare la promesa del cielo con la amenaza del infierno como si ambas opcio-nes, la
vida y la muerte eternas, gozaran de los mismos privilegios en el ámbito de la fe cristiana,
estaría deformando el sentido del Evangelio. Por eso es que aunque en muchas ocasiones la
Iglesia ha sancionado con su autoridad el testimonio de salvación definitiva de sus fieles,
jamás ha asegurado que una sola persona se haya condenado. Esto, sin embargo, tam-poco
significa que la Iglesia crea que todos han de salvarse, pues como vimos anteriormente
condenó la doctrina de Orígenes porque vió que adolecía de una grave ambigüedad, al
proponer la salvación generalizada haciendo una extrapolación del dato revelado sobre la
salvación; y es que la Iglesia sabe que la salvación eterna está prometida a la humanidad
como a un todo, pero no necesariamente tiene que ser concedida a todos y cada uno de sus
miembros.
La Iglesia también condenó la doctrina propuesta por Orígenes porque menoscaba la libertad
humana. En efecto, si la condenación eterna no existiera, tampoco existiría la libertad humana
40
A.- Introducción.
Lo acontecido en Cristo con su resurrección significó la confirmación categórica de la
esperanza cristiana: Dios no abandonará a sus elegidos en poder de la muerte.
Con relación a este tema, entre la obra de san Pablo destaca su primer Carta a los
Tesalonicenses (4,13-17), donde el apóstol tranquiliza a esa comunidad del temor de que sus
hermanos ya muertos quedaran fuera de la salvación de Cristo una vez que se realizara su
parusía o segunda venida. La explicación que Pablo les envía quiere dejar fuera de toda duda
que el hecho de estar vivo cuando llegue el momento del juicio final no implica especiales
ventajas para nadie, porque una posible inferioridad de los muertos respecto a los vivos
quedaría eliminada por la resurrección: "los muertos en Cristo resucitarán primero". Pablo
emplea una palabra griega que da a entender el papel aglutinante que tendrá la resurrección
para hacer que todos, vivos y muertos, participen simultanea y solidariamente de la gloria de
la venida de Cristo, y dice: "nosotros... junto con ellos... seremos arrebatados al encuentro del
Señor"(17).
La primer Carta de Pablo a los Corintios contiene su texto más importante sobre la
resurrección; en ella comienza (1-11) revalidando el significado de que Cristo haya muerto y
se encuentre resucitado, para continuar enumerando a los testigos de ese hecho prodigioso: un
numeroso grupo de personas dignas de todo crédito, algunas de las cuales todavía vivían para
41
confirmarlo, y entre ellas estaba el propio Pablo. Una segunda sección de esta carta (12-19)
aprovecha polémicamente el hecho de la resurrección: Si no es cierto que los muertos
resucitan, si la resurrección es imposible, entonces tampoco Cristo pudo haber resucitado (12-
15), enton-ces no habríamos sido salvados (14.17), no seríamos testigos veraces de Dios (15)
y no habría ninguna esperanza más allá de la muerte (18-19). Pablo inicia a continuación una
tercera sección con dando giro brusco en su argumento: "pero nó: Cristo resucitó de entre los
muertos como primicias de los que durmieron" (20). Pablo dice que Cristo no resucitó solo,
sino que lo hizo como "primicias", y con esta palabra indica una relación solidaria entre la
resurrección de Cristo y la nuestra: Cristo resucita como primero de una serie de
resurrecciones entre la que estará la nuestra.
En la cuarta sección que se distingue de esta carta (29-34), el apóstol desarrolla la idea de la
salvación consumada: el bautismo de los difuntos (29) y la vida de renuncias y de lucha
continua (30-32) muestran la necesidad de confiar en la resurrección, sin la cual esas
renuncias y sacrificios de la vida no tendrían sentido y todo quedaría en la filosofía
existencialista del "comamos y bebamos que mañana moriremos".
Una última sección (35-49) responde a la pregunta que todos se hacían: ¿Cómo resucitarán los
muertos, con qué cuerpo? La imagen de la semilla propuesta por Pablo trata de ilustrar la
necesidad de pasar por la muerte en atención a la trasformación definitiva del ser; Pablo
presenta así al cuerpo actual como el "grano desnudo" que no es todavía el cuerpo defini-tivo;
desde este cuerpo provisional que hoy poseemos no podemos ni siquiera imaginar como será
nuestra corporalidad resucitada.
Cuando Pablo habla del cuerpo resucitado no piensa en la reanimación de un cadáver, ni que
la identidad de la persona se base en la continuidad material entre el cuerpo presente y el
futuro, sino en la permanencia del yo en dos formas diferentes de existencia: la terrestre y la
celeste, la psíquica y la pneumática.
Muchos otros pasajes de Pablo hablan del paralelo entre la resurrección de Cristo y la nuestra,
tales como Rom 8,11; 1 Cor 6,14; 2 Cor 4,14; etc., pero el cristocentrismo absoluto en la
concepción paulina de la resurrección implica otra importante característica, su índole corpo-
rativa: Es el Cuerpo de Cristo quien resucita alcanzando así su plenitud, y los individuos
singulares llegarán a la resurrección en cuanto que se hagan miembros de ese Cuerpo.
Este caracter comunitario de la resurrección de los muertos está sugerido en 1 Tes 4,15-17;
por esta pasaje la esperanza de los cristianos en la resurrección no puede ser la de una
consumación puramente individual, sino que solamente en el "hombre perfecto", en ese nuevo
estatuto corporativo que es el Cuerpo de Cristo, es que el ser humano alcanzará la plenitud de
su existencia ( ver Ef 4,13).
a).- La resurrección es un evento escatológico que tendrá lugar "el último día", "a la llegada
de Cristo", "el día del juicio", "al fin del mundo", etc.; esto significa que la consu-mación de
la redención no se da para el cristiano en el momento de su bautizo, ni en el de su muerte, sino
que se trata de un proceso que se inicia con el bautismo y que tendrá su consuma-ción más
allá de la muerte de cada persona.
b).- La resurrección será un evento universal: "Resucitarán todos los hombres" incluyendo a
justos y pecadores; al respecto recordemos lo afirmado por el concilio Vaticano II: "Al fin del
mundo saldrán los que obraron el bien para la resurrección de la vida; los que obraron el mal,
para la resurrección de condenación" (Jn 5,29; LG 48).
D.- Conclusiones.
1.- Al resucitar, seguiremos existiendo.
El dato más importante de la doctrina sobre el dogma de la resurrección de la carne es el de la
afirmación de la identidad del yo, o de la conciencia que tenemos de nuestra existencia
personal durante nuestra vida física terrena, y del yo o conciencia que seguiremos teniendo
después de resucitar en Cristo. Sobre esto hay que distinguir que son dos cosas el ser yo y el
tener cuerpo; ambas son importantes, pero la afirmación fundamental del dogma es la
identidad de conciencia en las tres etapas de la existencia: en la vida terrena, durante la muerte
física y luego de la resurrección en plenitud. El problema de la permanencia del cuerpo lo
veremos mas adelante, pero no afecta a la enseñanza básica del dogma sobre la resurrección.
de los difuntos, porque lo importante no es lo material que se pierde sino la conciencia del yo
que permanece.
Esta es la enseñanza fundamental de la Iglesia, pero nos queda por resolver un problema sobre
la resurrección de la carne: ¿Con qué cuerpo vamos a resucitar?
Gracias a la memoria podemos liberarnos de nuestro propio ser y tener conciencia de otros
seres y cosas que recordamos. ¿Qué significa esto para nuestro estudio?; significa que el
cuerpo del hombre participa en el tiempo físico y se mide con los parámetros que son propios
de los cuerpos físicos, parámetros tales como el peso, la talla, etc.; pero como el hombre es
tam-bién espíritu, y el espíritu participa del tiempo con parámetros diferentes, no solamente
habrá que reconocer en el hombre un tiempo físico sino también otro antropológico.
Siguiendo a san Agustín en su razonamiento podríamos llamar a este tiempo humano "tiempo
de la memoria", y reconocer que es con ese tiempo de la memoria como el hombre puede
relacionarse con el mundo exterior, pero sin quedar atado a él. Así, cuando el hombre termine
su tiempo en el mundo y salga de la vida terrena, el tiempo de la memoria se desligará del
tiempo físico, que desaparecerá, pero el hombre seguirá viviendo en el tiempo de su propia
memoria.
Este es el único modo de entender la resurrección: Como una nueva posibilidad del hombre
que llega a su plenitud en una nueva relación con la materia.
Podemos acudir también a una reflexión de Orígenes que nos hace ver cómo es que ni
siquiera dentro de los límites de la vida terrena se conserva idéntico nuestro cuerpo. La
identidad, dice Orígenes, entre el cuerpo presente y el futuro resucitado, no se basa en la
continuidad de la misma materia, puesto que ni siquiera en la presente existencia se da esa
identidad. En efecto, nuestra materia carnal de hoy no es la misma de hace algunos años
porque nuestras células están continuamente cambiando, unas mueren mientras que otras
nuevas aparecen, de manera que al cabo de cierto número de años tenemos células que son
totalmente distintas de las anteriores, y nuestra materia ya es otra.
Para Orígenes la identidad del cuerpo resucitado con el anterior que se tenía en vida se funda
más bien en la permanencia sostenida de lo que llama eidos (figura), que es lo que
salvaguarda la posesión de un mismo cuerpo a través de las incesantes mutaciones de su
materia. Orígenes fundamenta esta teoría en san Pablo, quien escribió: "...¿Cómo resucitan los
muertos?... lo que tú siembras no revive si no muere, y lo que siembras no es el cuerpo que va
a brotar, sino un simple grano de trigo, por ejemplo, o de otra planta. Y Dios le da un cuerpo a
su voluntad: a cada semilla un cuerpo peculiar... No toda la carne es igual, sino que una es la
44
carne de los hombres, otra la de los animales, otra la de las aves, otra la de los peces. Así
también en la resurrección de los muertos, se siembra corrupción, resucita incorrupción; se
siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo
natural, resucita un cuerpo espiritual..." (1 Cor 15,35-44).
Si seguimos el razonamiento de san Pablo nos daremos cuenta que al resucitar todos
formaremos parte de un único cuerpo que es el de Cristo, pues por medio del bautismo
ingresamos en la comunidad que está unida por una misma fuente y que tiene una misma
cabeza que es Cristo, siendo su cuerpo todo el conjunto de su Iglesia. Ahora bien, si con
nuestro cuerpo actual tenemos una conciencia que nos parece ilimitada, que sentimos capaz
de elaborar grandes proyectos y de realizarlos, imaginemos por un instante lo que será estar
viviendo en el cuerpo de Cristo...
No se puede negar que para los que lleguen al purgatorio el sufrimiento estará ya
anticipadamente suprimido; es cierto que el final venturoso estará asegurado, que se acabarán
las preocupaciones y que todo problema estará resuelto, sin embargo en el purgatorio la tota-
lidad de la salvación no habrá llegado todavía. CAPÍTULO XI
EL CIELO
45
A.- Introducción.
La palabra cielo es una de las más conocidas y utilizadas dentro del lenguaje cristiano, pero su
uso se extiende más allá de los límites del cristianismo. Es una palabra universal que no
siempre tiene un mismo significado; es más, dentro del lenguaje cristiano existen diferentes
maneras de entender el significado de la palabra cielo, y esto se debe a que representa una
realidad escatológica, es decir, a que su contenido rebasa la realidad que queda al alcance de
nuestros sentidos, pues hace referencia a algo que aunque ya lo percibamos ahora solamente
vendrá a realizarse en plenitud hasta después de nuestra muerte.
El tema del cielo es la continuación lógica de los otros temas escatológicos que ya hemos
visto, principalmente los de la resurrección y del purgatorio, así como los de la justicia
retributiva.
Dan 12,2: Este versículo habla ya de la resurrección para la vida eterna, dice: "Muchos de los
que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el
orpobio, para el horror eterno".
Uno de los autores que escriben sobre el tema, Grelot en su obra "De la muerte a la vida
eterna", se hace la siguiente pregunta: "Cómo decir con palabras humanas el contenido de la
vida eterna, sin recurrir a las imágenes suministradas por el lenguaje analógico, figurativo o
mítico?". Bien sabemos que no nos es posible describir las realidades escatológicas tal como
son, sin embargo existen muchas imágenes tomadas de la experiencia humana que pueden
darnos una idea aproximada de lo que es el cielo; en realidad el mismo Jesús nos habló del
cielo utilizando imágenes en su predicación, veamos pues las principales imágenes del cielo
conte-nidas en la Sagrada Escritura.
a).- Cielo.- Por respeto al nombre de Dios, el judaísmo generalmente utilizaba la pala-bra
cielo para referirse a él; debido a eso podemos notar en el Nuevo Testamento una coinci-
dencia de significado entre "ir al cielo" de Lc 24,51 e "ir a Dios" de Jn 16,10. En la cita de
Lucas se explica la Ascención diciendo que Jesús fue llevado al cielo, mientras que en la cita
de Juan es Jesús quien hablando de su próxima partida dice a sus discípulos "porque me voy
al Padre, y ya no me veréis". Estos significados coincidentes nos permiten identificar el ir al
cielo con el ir al Padre.
b).- Boda y banquete.- Jesús utilizó estas dos figuras para hablarnos del Reino de los Cielos
en dos parábolas de Mateo: 22,1-14 y 25,1-13; la primera es la parábola del banquete nupcial
y la segunda la de las diez vírgenes. El motivo por el que Jesús hizo esta comparación es que
el banquete nupcial es una fiesta de amor y de gozo. El encuentro amoroso de un hombre y
una mujer es modelo anticipado, aunque reducido, del encuentro del alma con Dios; es
también modelo del cielo, porque sienten los enamorados que con su amor comienza en la
tierra la dicha celeste.
c).- El paraíso.- En el calvario dijo el buen ladrón: "Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con
tu Reino", y Jesús le contestó "Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso". En esta
pasaje (Lc 23,42) Jesús identifica el Reino de los cielos con el Paraíso que es modelo de
felicidad (Gen 2,8-25), de armonía y de convivencia pacífica, según Isaías 11,7s y 65,25.
d).- Ciudad nueva.- El libro del Apocalipsis (21,9-22,5) describe a la Jerusalén celes-tial como
una ciudad maravillosa en la que hay vida en abundancia, habitación segura en un lugar
hermoso, justicia y paz; en ella se da el encuentro de los pueblos, se consuma y conserva la
propia historia y la presencia de Dios le proporciona luz y calor.
e).- El Reino.- Con frecuencia Jesús utilizó la figura de un reino para referirse al cielo, pues el
centro de su predicación consistió precisamente en el anuncio de la proximidad del Reino,
Reino de los cielos o Reino de Dios. Esta imagen representa la presencia triunfante de Dios,
que llena con su majestad toda la creación.
Habiendo revisado las imágenes más frecuentes del cielo, a continuación trataremos el tema
de la vida eterna que las engloba y les da sentido. La vida eterna viene a ser la plenitud del
don de Dios que ya hemos recibido en el bautismo, pero del cual participarán también todos
aquellos que se encuentran con Cristo, aunque lo hayan hecho fuera de esta institución
eclesial.
Para los judíos la palabra vida tiene un significado más profundo del que por lo general le dan
las demás personas; para ellos la vida no se identifica solamente con la existencia biológica,
sino que implica una forma de existir en plenitud cualitativa y cuantitativamente; implica por
eso la unión de muchos dones especiales, como la salud, el bienestar y la felicidad en grado
máximo, y metafóricamente se le suele comparar con la luz, la verdad, la paz, etc.
El profeta Amós, en el siglo VIII a.C., escribía "Así dice Yahweh a la Casa de Israel:
Búsquenme a mí y vivirán... Busquen a Yahweh y vivirán, no sea que él se extienda como
fuego sobre la casa de Jesé y la consuma sin que haya nadie en Betel para apagarlo" (5,4.6), y
el libro de los Proverbios dice: "Porque el que me halla, ha hallado la vida, ha logrado el favor
de Yahweh" (8,35). Pero estos pasajes bíblicos, tanto el del profeta Amós como el de
Proverbios, deben entenderse en un plano todavía no escatológico, ya que al hacer referencia
a la vida en Dios debe tenerse en cuenta que toda vida proviene de Dios, incluyendo desde
luego a la terrena.
El autor del Salmo 16, hombre justo, ve más allá de la historia humana y espera ser liberado
del Seol mediante la resurrección de su cuerpo; en los versos 10 y 11 describe la nueva vida
que espera diciendo: "Me enseñarás el camino de la vida, hartura de goces delante de tu
rostro, a tu derecha, delicias para siempre". También el libro de Daniel habla en 12,2 de la
vida eterna a la que resucitarán los justos, y de la eterna ignominia a la que resucitarán los
malvados. La vida que describe Daniel, más que vida después de esta vida en el sentido
temporal, se trata de otra vida que superará en calidad a la presente y que carecerá de toda
limitación respecto al tiempo.
La revelación cristiana nos presenta al mismo Jesucristo como la auténtica vida. Juan el
evangelista es el principal comunicador de esta revelación que podemos encontrar en las
siguientes citas: En Jn 1,4.14 la vida está en la Palabra; en 14,6 Jesús dice: "Yo soy el camino,
la verdad y la vida"; en 3,15, el hombre participará de la vida eterna por su unión con Cristo
en la fe. La primer carta de Juan, en su capítulo 5, versos 11 al 13, presenta una síntesis de la
vida eterna diciendo que ésta procede de Dios, que la vida eterna se encuentra en el Hijo, que
aceptar o rechazar al Hijo implica tener o no tener la vida eterna, y que la aceptación del Hijo
y de la vida eterna se hace gracias a la fe. Por otra parte, el capítulo 6 del evangelio nos dice
que la vida eterna se otorga en este mundo, pero todavía no puede realizarse, sino que lo hará
hasta después de la muerte; así lo señalan los versículos al decir, en el 6,40, que quien tenga
vida eterna (porque ya ha comido del cuerpo del Señor) será resucitado en el último día (en el
6,54).
El Nuevo Testamento señala varios elementos que caracterizan a la vida eterna; algunos nos
hablan de disfrutar la compañía de Cristo, como Flp 1,23: "...deseo partir y estar con Cristo" o
48
1 Tes 4,17: "...y así estaremos siempre con el Señor"; otros de gozar la visión intuitiva de
Dios, como Mt 5,8: "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios", o 1
Cor 13,12: "Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara" (versículo
donde se aprecia la dimensión escatológica en el ‘ya pero mejor después’ de la acción de ver a
Dios), y también en 1 Jn 3,2: "...Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él,
porque le veremos tal cual es". Otros nos dicen que se disfrutará en la vida eterna del amor de
Dios, como 1 Cor 13,8-13, porque la vida eterna es una experiencia de amor permanente y
activo, y después de la muerte el amor es lo que hará que haya vida y dina-mismo, pero en
una forma que no podemos describir ahora mas que diciendo que el amor humano es una
imagen de ella. En la otra vida habrá un gran gozo causado por la visión de Dios, pues así lo
invita Mt 25,21.23: "...entra en el gozo de tu Señor".
5.- El cristocentrismo.
San Pablo llegó a sintetizar la doctrina del cielo, del Reino, de la vida eterna y de la visión de
Dios con la frase cristocéntrina del ser-con-Cristo; este es uno de los elementos determinantes
de la consumación escatológica y lo localizamos en 1 Tes 4,17: "...y estaremos con el Señor",
en 2 Cor 5,8: "preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor" o en Fl 1,23: "...deseo
partir y estar con Cristo".
El apóstol san Juan también tocó el tema de ser uno con Cristo o estar con Cristo, los
siguientes pasajes son prueba de ello: "Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo
esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria" (Jn 17,24); "Y cuando haya ido y
os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis
también vosotros" (Jn 14,3); "...si alguno oye mi voz y me abre la puerta, estraré en su casa y
cenaré con él y él conmigo" (Ap 3,20).
En el cielo el amor equivale a la visión de Dios, así lo dice san Agustín en el "De moribus
ecclesia cath." (1,14,24): "La bienaventuranza implica adhesión a Dios, la cual se hace por
amor", y en sus "Confesiones" (10,11,32) que Dios es la causa del gozo supremo en el cielo:
"Dios mismo será nuestro gozo", opinión que es compartida por san Jerónimo en su
comentario a Isaías (1,18): "La visión de Dios es causa del gozo supremo". Por otra parte, los
santos padres Ignacio de Antioquía, Bernabé, Ireneo, Cipriano y Agustín atribuyeron a la vida
eterna un carácter netamente cristológico.
49
Una de estas herejías se debe a Orígenes, el teólogo del siglo IV, y su planteamiento es el
siguiente: Dios, supremo bien del universo, creó en un principio solamente espíritus puros de
igual perfección que habitaban en el cielo. Como algunos de ellos pecaron, Dios creó el
mundo material para que en él se purificaran, y los espíritus pecadores tomaron cuerpo en el
mundo material. Esos espíritus que vinieron al mundo a purificarse, cuando mueran, si ya
quedaron debidamente purificados regresarán al cielo; pero los que al morir aún no hayan
quedado limpios continuarán purificándose en el infierno. Cuando todos los espíritus
pecadores hayan quedado purificados —en el mundo o en el infierno— vendrá la resurrección
final y la restauración de todas las cosas. Pero como los espíritus siguen gozando de libertad,
y como la libertad implica la posibilidad de cambiar, serán eternamente posibles nuevas
separaciones de Dios, y el ciclo de caída y purificación se repetirá eternamente.
En resumen, esta herejía sugirió que la visión de Dios en el cielo no es eterna, sino que se verá
constantemente interrumpida por la acción del pecado.
Otra de las herejías se presentó en Occidente en el siglo XII y se debe a Gregorio Palmas,
quien negó que fuera posible ver la esencia de Dios diciendo: "No veremos la esencia divina,
sino la gloria divina que cubre a esa esencia".
La constitución define que la vida eterna tiene como esencia la visión de Dios, por lo cual los
bienaventurados "vieron, ven y verán la esencia divina". Esta visión de Dios tiene la
característica de ser inmediata, intuitiva y cara a cara (contra lo que dijo Palmas), y conse-
cuencia de ella será el gozo, la bienaventuranza y la vida eterna, pues la visión de Dios durará
hasta la eternidad (contra lo que dijo Orígenes).
La aportación principal de la constitución Benedictus Deus radica en que contiene una firme
declaración sobre la esencia de la bienaventuranza, y si bien no agotó todos los aspectos
contenidos en ella si ofreció al menos un punto de partida seguro para futuros desarrollos
teológicos.
50
La aportación al tema que nos ocupa del concilio de Florencia, celebrado entre los años 1438
y 1445, aunque breve es importante: precisó que la visión de Dios que los bienaventurados
perciben en el cielo es intuitiva y trinitaria: "se ve intiuitivamente al mismo Dios, Trino y
Uno, como es".
Fue hasta el Vaticano II cuando se vino a completar la doctrina expuesta por el Papa
Benedicto XII y el concilio de Florencia, y esto se hizo dentro de un marco muy rico en
cuanto a su fundamento bíblico y patrístico. Los temas tratados por el concilio Vaticano II y
sus definiciones son las siguientes:
Sobre la visión de Dios: "seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal como es" (LG
48); además, los que ya están en la gloria contemplan "claramente a Dios mismo, uno y trino,
tal como es" (LG 49).
Sobre ser-con-Cristo: Los elegidos de Dios, al terminar su vida terrena, "entrarán con él a las
bodas" para "reinar con Cristo glorioso" (LG 48); así pues, los bienaventurados están en el
cielo íntimamente unidos a Cristo.
Sobre el aspecto eclesiástico, éste aparece explícito: "La Iglesia... alcanzará su consu-mada
plenitud... en la gloria celeste" (LG 48). También se habla de la Iglesia en los números 49 y 50
como Iglesia celestial e Iglesia de los santos, y en ellos se utilizan las imágenes de la patria y
de la ciudad futura.
Sobre el aspecto cósmico del cielo dice el concilio que: "También la creación entera... será
perfectamente renovada en Cristo" (LG 48).
D.- Conclusión.
A manera de conclusión de todo lo que se ha dicho se expone aquí una síntesis del
pensamiento del cardenal Karl Ratzinger a cerca del cielo tal como se encuentra expresado en
su obra "Escatología", ya que incluye los principales aspectos derivados de la doctrina bíblica,
patrística y magisterial; estos aspectos son el cristológico, el teológico, el eclesiológico, el
antropológico y el cósmico.
1.- La dimensión cristológica: El cielo "es algo primariamente cristológico". "El hombre está
en el cielo cuando y en la medida en que se encuentra con Cristo".
2.- La dimensión teológica: Dada la unión de los hombres con Cristo en el Espíritu Santo,
cielo es la adoración del Padre; es el culto celestial en plenitud, y este culto implica la visión
intuitiva de Dios.
3.- La dimensión eclesiológica: Cielo es la comunión de los santos en Cristo, pues esta se basa
en el "estar con Cristo". El culto celestial de los hombres en Cristo al Padre se realiza en
comunidad, dentro de una comunión perfecta.
51
370 ESCATOLOGÍA
10 MUERTE
Aportación Antropológica
Aportación Bíblica
Aportación Pastoral
El problema de la muerte
Sobre la muerte
Muerte - Textos
El Tabú de morirse
20 RESURRECCIÓN - REENCARNACIÓN
Reencarnación y fe cristiana
Resurrección y reencarnación
Resurrección - Textos
53
30 JUICIO
El Juicio Final
Juicio - Textos
40 PURGATORIO
El infierno y el purgatorio
50 INFIERNO
El infierno y Dios
60 CIELO - GLORIA
La Jerusalén celeste
Qué es el Cielo
La Nueva Creación
El Cielo como plenitud del anhelo humano de vida y como felicidad eterna
70 PARUSÍA
Parusía - Textos
El problema
PAS/EXPERIENCIAS: El auténtico problema de esta y de todas las restantes historias de
Pascua está en otro lugar. El verdadero problema radica en que nosotros, al parecer, ya no
tenemos, hoy día, experiencias semejantes. Vamos a decirlo con absoluta claridad: ya se han
acabado las experiencias de Pascua. A ninguno de nosotros se nos ha aparecido jamás el
Resucitado. Las experiencias de las apariciones de Pascua que nos narran los Evangelios
parecen irrepetibles. Aquí está el auténtico problema de las narraciones pascuales. Pues si las
experiencias que se esconden tras esas narraciones no son ya accesibles para nosotros, si no
pueden ser descubiertas y alcanzadas de nuevo por nosotros, por nuestra propia experiencia,
entonces sucede que esas narraciones son algo muerto y ni la mejor de las exégesis puede
devolverles la vida. En ese caso, una narración como la de los discípulos de Emaús no tendría
ya nada que ver con nosotros y con nuestra propia existencia.
Por eso tenemos que preguntarnos, ahora, con toda seriedad y
precisión: ¿Es realmente verdad que ya no existen para el hombre
actual experiencias semeJantes a las que recogen los Evangelios al
hablarnos de las historias de Pascua? ¿Es plenamente cierto que ya
no están a nuestro alcance tales experiencias?
El memorial de Pascal
Después de la muerte del matemático y científico francés Blas
Pascal (PASCAL-B/EXPERIENCIA), encontraron en una prenda suya
de vestir un fragmento de papel meticulosamente escrito que sin duda
tenia para él una importancia extraordinaria, ya que lo había llevado
siempre consigo. Este Memorial -así es como se le ha llamado-
contiene la experiencia de un día muy concreto y de una hora
totalmente exacta de la vida de Pascal. El texto es el siguiente:
«Año de gracia de 1654, lunes, 23 de noviembre, día de San
Clemente, Papa y mártir, y de otros Santos del martirologio, vigilia de
San Crisóstomo mártir, y de otros; desde alrededor de las diez y
media de la noche hasta aproximadamente la una de la madrugada,
fuego. El Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, no el
dios de los sabios y filósofos. Seguridad plena, seguridad plena.
Sentimiento. Alegría.. Deum meum et Deum vestrum. Tu Dios debe
ser mi Dios. Olvido del mundo y de todas las cosas, excepto de Dios.
Sólo se encuentra en los caminos que nos muestra el Evangelio.
Grandeza del alma humana. Padre santo a quien el mundo no ha
conocido, pero yo sí que te he conocido. Alegría, alegría, alegría,
lágrimas de alegría. Dereliquerunt me fontes aquae vivae. Dios mío,
¿me abandonarás? Que no me aparte de El jamás. Esta es la vida
eterna, que te conozcan a ti, verdadero y único Dios y al que
enviaste, Jesucristo. Jesucristo. Yo me he separado de El; he huido
de El; le he negado y crucificado. Que no me aparte de El jamás. El
está únicamente en los caminos que se nos enseñan en el Evangelio:
abnegación interior; renuncia total, completa. Sumisión plena a Jesús
y a mis directores espirituales. Una alegría eterna en comparación de
un día de sufrimiento en la tierra. Non obliviscar sermones tuos.
Amen.»
sea la parte mejor y más importante del hombre y que el alma pueda
ir, incluso sin el cuerpo, al encuentro con Dios. Pero ¿puede
hablarse de alma entendida en ese sentido?; ¿es lícito imaginar el
cuerpo y el alma como dos elementos que pueden disociarse y
separarse y a los que también se les puede unir de nuevo?
Evidentemente hoy no es posible hablar así.
ALMA/CUERPO: El cuerpo y el alma no son dos partes del
hombre, sino dos modos diversos de una realidad única e indivisible
que es el hombre. El hombre es alma y cuerpo. Pero es ambas cosas
en una unidad indisoluble. Por eso la muerte afecta, también, a todo
el hombre. Quien sostenga que la muerte sólo afecta al cuerpo, no
toma en serio la realidad de la muerte. Parece entonces como si el
alma, en la muerte, liberada del cuerpo como de una cárcel, se
dirigiese al encuentro con Dios. No; la muerte alcanza a todo el
hombre, a toda su existencia. Nosotros tenemos que morir, nosotros y
todo lo que es nuestro.
Quien se represente las cosas de otra manera, tiene que
preguntarse si hace realmente justicia a la pavorosa importancia y
seriedad de la muerte. Sí; tiene que preguntarse si no considera al
cuerpo como algo superfluo, quizá, incluso, como algo negativo. Pues
si el alma halla su plena y perfecta felicidad en la contemplación
intuitiva de Dios, prescindiendo del cuerpo, entonces la resurrección
de la carne es algo sencillamente superfluo. ¿No se habrá deslizado
en esta concepción del hombre un oculto desprecio y desestima del
cuerpo?
También es válida entonces esta otra formulación: si se afirma que
el hombre constituye una unidad, que es todo el hombre el que debe
experimentar la muerte, entonces será más fácil y más inequívoco
mantener que, en la muerte, es también todo el hombre, en cuerpo y
alma, el que llega a Dios. Pues cuando morimos no nos sumergimos
en la nada, sino en la vida eterna junto a Dios. La muerte nos afecta
como totalidad, pero nos sitúa también en lo que será nuestro
permanente estado definitivo, frente a Dios. Nosotros y todo lo que es
nuestro tiene que morir. Eso es cierto. Pero también esto otro es
igualmente cierto: nosotros llegaremos a Dios, nosotros y todo lo
nuestro. Si afirmáramos solamente que nuestra alma llega a Dios en
Ia muerte y entendiéramos el alma como una realidad distinta de
nuestro cuerpo, entonces no podríamos mantener la afirmación de
que somos nosotros, con todo lo que constituye nuestro ser humano,
los que llegamos a Dios. Pues el hombre no es sólo un alma
abstracta. El hombre es también cuerpo; más aún, el hombre es todo
un mundo. Al hombre le pertenecen sus alegrías y sus sufrimientos,
sus gozos y sus tristezas, sus acciones buenas y malas, todas las
obras que ha llevado a cabo en su vida, todas las cosas que ha
creado, todas las ideas y proyectos para los que ha vivido, todos los
momentos que ha soportado, todas las lágrimas que ha derramado,
todas las sonrisas que han alegrado y vivificado su rostro, su larga y
personal historia que ha recorrido: todo esto es el hombre. Y todo
esto no lo es sólo en cuanto alma; esto lo es también, y precisamente,
69
con todas sus experiencias y con todo su pasado, con su primer beso
y con su primera nieve, con todas las palabras que ha pronunciado y
con todos los hechos que ha realizado. Pues bien: todo esto es
infinitamente más que un alma abstracta y, por eso, no es imaginable
que sea sólo el alma la que llegue a Dios en el momento de la muerte.
Por tanto me gustaría añadir esta cuarta afirmación:
Introducción
1
La Resurrección de Jesucristo
fundamento de nuestra esperanza
2
El contenido de nuestra fe
en la resurrección de los muertos
horizonte.
Si lo reducimos todo a las esperanzas internas de la historia, «¿qué
clase de esperanza en el más acá puede haber aquí y ahora, para
quienes sufren, para los débiles, los vencidos, los viejos, para todos
cuantos no forman parte de la élite de quienes empujan la historia
hacia un futuro de salvación» 16. ¿Qué esperanza podremos tener
nosotros mismos, que no tardaremos en formar parte del número de
quienes no han visto cumplidos sus anhelos, esperanzas y
aspiraciones? ¿Qué sentido puede tener nuestra vida eternamente
inacabada y sin posibilidad alguna de realización definitiva?
Pero hay que decir algo más. La humanidad necesita una
esperanza no sólo para las generaciones futuras, como pretende
ofrecer el marxismo, sino también para los que han muerto ya en el
pasado, para todos aquellos que, a lo largo de los siglos, han sido
vencidos, humillados, oprimidos, y hoy están ya olvidados. Si no hay
otra vida, ¿cuándo podrá triunfar la víctima inocente sobre su
verdugo?
RS/REVOLUCION:REVOLUCION/RS: K. MARX olvida demasiado
ligeramente el carácter alienante de la muerte. Si todo termina en la
muerte, ¿quién hará verdadera justicia a tantos hombres y mujeres
que han luchado y luchan hoy por construir una sociedad mejor que
ellos nunca disfrutarán? Si el revolucionario tiene que morir y terminar
en la nada, en definitiva, se le niega el fruto de su trabajo
revolucionario, que será capitalizado y disfrutado por otros que un día
vivirán a su costa. Y, entonces, queda sin solución última
precisamente el problema que Marx quería resolver: que no haya
nadie que viva a costa de otros. "Con la muerte, el revolucionario
queda desposeído del fruto de su trabajo en-la-historia, del que, en el
mejor de los casos, sólo disfrutará una casta de privilegiados que no
tienen más mérito para ello que el haber nacido en otro tiempo: el
esquema de "unos a costa de otros' se mantiene» 17.
R. GARAUDY ha captado perfectamente el problema:
«¿Cómo podría yo hablar de un proyecto global para la humanidad,
de un sentido para la historia, mientras que millares de millones de
hombres en el pasado han sido excluidos de él, han vivido y han
muerto... sin que su vida y su muerte hayan tenido un sentido?
¿Cómo podría yo proponer que otras existencias se sacrificaran para
que nazca esta realidad nueva, si no creyera que esa realidad nueva
las contiene a todas y las prolonga, o sea, que ellos viven y resucitan
en ella? 0 mi ideal de socialismo futuro es una abstracción, que deja a
los elegidos futuros una posible victoria hecha a base del
aniquilamiento de las multitudes, o todo sucede como si mi acción se
fundara sobre la fe en la resurrección de los muertos» 18.
3 Salvación integral
ser sacrificado al Todo divino, pues Dios mismo quiere entablar con él
un diálogo personal.
Además, en la visión reencarnacionista, el mal se concibe como una
realidad física y, consiguientemente, la salvación aparece como un
proceso mecánico dirigido por la ley inflexible del «Karma» y donde el
amor está ausente. Para los cristianos, el mal es moral y consiste en
la ruptura personal con ese Dios que es Amor. Por eso, la salvación
no es algo mecánico, sino fruto del amor salvador de Dios y de la
conversión personal del hombre que se va madurando en el espacio
de su existencia temporal. La muerte puede finalizar su tiempo, pero
no destruir su vida, pues el Amor creador de Dios lleva a su plenitud
aquella vida que empezó a crear en nosotros como individuos aquí en
la tierra.
Por todo ello, para los cristianos esa vida futura después de la
muerte sólo puede llevar un nombre que no es el de inmortalidad o
reencarnación, sino el de resurrección.
4 ¿Cuándo resucitaremos?
SIN DUDA, son muchas las preguntas que nos podemos hacer en
tomo a esta resurrección. ¿Cuándo sucederá? ¿Hemos de esperar
hasta «el final de los tiempos» o podemos esperar una resurrección
inmediata en el momento en que morimos cada uno? ¿Qué pensar de
ese «estado intermedio» entre la muerte y la resurrección final?
¿Cómo imaginar la situación del hombre durante esa larga espera?
San Pablo mantiene firme su esperanza en Cristo, pero su
pensamiento permanece indeciso al hablarnos de ese estado
intermedio entre la muerte individual de cada uno y la resurrección
final.
Ciertamente, nuestra transformación gloriosa tendrá lugar cuando
venga el Señor. Entonces seremos «revestidos» de su gloria (Flp 3,
20-21). Pablo preferiría llegar a ese momento vivo, es decir, «vestido»
con su cuerpo. Pero ve cada vez con más claridad la probabilidad de
morir antes de la venida del Señor.
Lo único que nos afirma de este estado intermedio entre la muerte y
la resurrección final es lo que sigue. El hombre está «desnudo», es
decir, sin cuerpo. Pero «vive con el Señor» (2 Co 5, 8), está con el
Señor. Este «vivir con el Señor», sin el cuerpo, es más deseable que
vivir en la tierra con cuerpo pero lejos del Señor. Pablo lo prefiere.
«Mientras habitamos en el cuerpo, vivimos lejos del Señor.... y
preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor» (2 Co 5,
6-8).
La convicción que parece subyacer en todo su planteamiento es
que el creyente está tan unido al Señor desde esta vida, que la
muerte no puede interrumpir esa comunión, sino que prosigue y se
hace más real, aun sin alcanzar todavía la plenitud final de la
resurrección.
San Pablo no sabe probablemente explicar cómo es que el muerto
puede vivir con el Señor sin que haya sucedido todavía la
88
3
Dinamismo de la fe en la resurrección
2 Amor a la vida
90
días. Por otra parte, los enfermos no mueren en el entorno familiar del
hogar, sino en un centro médico, rodeados de los más modernos
adelantos técnicos, pero donde «la agonía se convierte en un
proceso mecánico, despersonalizado y, a menudo, deshumanizado-
38.
La muerte se ha convertido para muchos en un acontecimiento
solitario, aislado, confinado al mundo de los técnicos sanitarios. En
ese «aislamiento de la muerte», el hombre apenas recibe algo que lo
ayude a vivir más humanamente ese momento transcendental de su
vida. Una de las situaciones más crueles de nuestra sociedad es la
soledad en la que queda abandonado el moribundo con sus dudas,
sus miedos y angustias, privado de su derecho a conocer, preparar y
vivir humanamente su propio morir.
P. L. BERGER ha dicho que «toda sociedad humana es, en última
instancia, una congregación de hombres frente a la muerte». Por ello,
precisamente es ante la muerte donde aparece con más claridad la
«verdad» de la civilización contemporánea que no sabe exactamente
qué hacer con ella si no es ocultarla asépticamente y evitar al máximo
su trágico desafío. ¿Qué es lo que puede aportar la esperanza
cristiana?
El creyente no acepta el nihilismo de quienes se acercan a su
muerte como a la definitiva extinción en la nada. El morir no es para
los cristianos ese hecho brutal y absurdo del que nos habla J. P.
SARTRE y que nos convierte en puro despojo para los otros 39.
No entendemos tampoco nuestra existencia como un
«ser-para-la-muerte» en el sentido en que habla M. HEIDEGGER.
Tampoco nos acercamos a nuestro morir en esa actitud hecha de
impaciencia, curiosidad y anhelo de la que nos habla E. BLOCH
recogiendo la famosa frase de Rabelais ya moribundo: «Me voy a
buscar un gran "quizá».
Quien cree en la resurrección, adopta una actitud nueva ante el
morir. Su muerte es un «con-morir con Cristo» hacia la vida, la libertad
y la plenitud 40. «No morimos hacia una oscuridad, un vacío, una
nada, sino morimos hacia un nuevo ser, hacia la plenitud, el pleroma,
la luz de un día del todo distinto» 41.
Conclusión
....................
1 G. LOHFINK, La muerte no es la última palabra en Pascua y el hombre nuevo,
Santander, 1983, p. 27.
2 K. RAHNER, La resurrección de la carne en Escritos de Teología, Madrid, 1961, II,
p. 209.
3 E. BLOCH, Geist der Utopie, Frankfurt a. M, p. 318 (citado por J. L. Ruiz de la Peña
en ¿Resurrección o reencarnación? en Communio, mayo-junio 1980, p. 292.
4 R. A. MOODY, Reflexiones sobre vida después de la muerte, Madrid, 1981.
5 W. EICHRODT, Theologie des Alten Testaments, Stuttgart (1961). 2,3, p. 151.
6 F. FESTORAZZI, Speranza e risurrezione nell'Antico Testamento, en Resurrexit
(Actes du Symposium Inter- national sur la Résurrection de Jésus), Roma, 1974,
p. 11.
7 P. GRELOT, La Résurrection de Jésus et son arriére-plan biblique et juif en La
Résurrection du Christ et I'exégése modeme, París, 1969, pp. 25-26.
8 F. FESTORAZZI, Speranza e risurrezione nell'Antico Testamento, en Resurrexit
(Actes du Symposium Intemational sur la Résurrection de Jésus), Roma, 1974,
pp. 15-16.
9 C. F. EVANS, Resurrection and the New Testament, Londres, 1970, p. 19.
10 M. GOURGEs, El más allá en el Nuevo Testamento, Estella, 1983, p. 48.
11 G. GRESHAKE, Más fuertes que la muerte. Lectura esperanzada de los
novísimos, Santander, 1981, pp. 35-36.
12 H. KONG, ¿Vida etema? Madrid, 1983, p. 182.
13 R. BLÁZQUEZ, Resucitado para nuestra justiflcación, en Communio,
Enero-Febrero, 1982, p. 710.
14 San Pablo ha expresado esta vinculación utilizando una serie de verbos
compuestos de la partícula «syn»: sufrir con (Rm 8, 17); crucificados con (Ga 2,
19; Rm 6, 6); morir con (2 Tm 2, 1 l); sepultados con (Rm 6, 4; Col 2, 12);
resucitados con (Ef 2, 6; Col 2, 12; 3, l); vivificar con (Ef 2, 5; Col 2, 13); vivir con
(Rm 6, 8; 2 Tm 2, ll); heredar con (Rm 8, 17). hacer sentar con (Ef 2, 6); glorificar
con (Rm 8, 17), reinar con (2 Tm 2, 12).
15 G. GRESHAKE, Más fuertes que la muerte. Lectura experanzada de los
Novísimos, Santander 1981, p. 35.
16 G. GRESHAKE, Más fuertes que la muerte. Lectura esperanzada de los
Novísimos, Santander 1981, pp, 47-48.
17 J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad Nueva, Madrid, 1974, I, pp. 172-173.
18 R. GARAUDY, Palabra de hombre, Madrid, 1976, pp. 219 y ss.
19 L. BOFF, La resurrección de Cristo. Nuestra Resurrección en la muerte,
Santander, 1980, p. 113.
95
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Rusty Wright es autor y orador itinerante. Tiene su B.S. y M.A. en Psicología y Religión de la
Duke University y de la International School of Theology, respectivamente. Es miembro de la
Lambda Chi lpha Fraternity, es autor de cuatro libros y habla cada año a miles de estudiantes
universitarios y profesores a lo largo de los Estados Unidos. El y su esposa Linda, son
invitados frecuentemente a dar charlas en TV.
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"Me estaba muriendo. Escuché cuando doctor me declaró muerto. Mientras estaba acostado
en la mesa de operaciones del hospital grande, un zumbido fuerte y rudo comenzó a retumbar
en mi cabeza. Al mismo tiempo, sentí que me estaba moviendo a lo largo de un túnel largo y
oscuro. Entonces, de pronto, ¡me encontré fuera de mi cuerpo físico! Como un espectador,
observé los intentos desesperados del doctor por revivir mi cadáver.
"Pronto... me encontré con un "ser" de luz que me mostró una recapitulación instantánea de
mi vida y me ayudó a evaluar mis hechos pasados.
"Finalmente entendí que mi tiempo de morir no había llegado aún y que tenía que regresar a
mi cuerpo. Me resistí, porque había encontrado que mi experiencia después de la muerte había
sido bastante placentera. Pero, sin embargo, de alguna forma me reuní con mi cuerpo físico y
viví"{1} Muchas personas han informado de experiencias cercanas a la muerte (ECM). ¿Qué
quieren decir? ¿Qué ocurre cuando nos morimos?
Mientras escribía un libro sobre este tema, entrevisté a gente con historias fascinantes. Una
mujer en Kansas desarrolló complicaciones luego de una cirugía mayor. Sintió que se
levantaba del cuerpo, volando a través del espacio, y oyó voces celestiales antes de volver a
su cuerpo.
Varias teorías tratan de explicar estas ECM. Las explicaciones fisiológicas sugieren una causa
física - tal vez un golpe en la cabeza o falta de oxígeno en el cerebro. Las explicaciones
farmacológicas apuntan a las drogas o a la anestesia. Las explicaciones psicológicas proponen
causas mentales, tales como mecanismos de defensa o cumplimiento de deseos. Las
explicaciones espirituales citan a las ECM como preludios de la vida posterior, ya sea
97
genuinos (si son divinos) o distorsionados (si son demoníacos). Las aplicaciones de estas
teorías pueden ser complejas.{2} Durante mis años de estudiante en la Universidad de Duke,
el estudiante en la pieza al lado de la mía fue alcanzado por un rayo y murió en forma
instantánea. Durante cuatro días nuestro grupo estuvo en un estado de conmoción. La gente
estuvo haciéndose preguntas como, "¿Dónde está Mike ahora?", "¿Hay vida después de la
muerte?", "Si la hay, ¿cómo será?"
El método de las experiencias tiene distintas opiniones. Las ECM pueden proveer información
útil, pero la mente nos puede engañar. Sueños, fantasías, alucinaciones, viajes de drogas,
ebriedad, estados de conmoción - todos pueden evocar imágenes mentales que parecen reales
pero no lo son.
Después de la muerte de Mike, les expliqué a los hombres en nuestro grupo que una cantidad
cada vez mayor de hombres y mujeres instruidos cree que Jesucristo es una autoridad
espiritual confiable. Hace un tiempo, yo mismo era escéptico con relación al cristianismo,
pero examinando las evidencia de la resurrección de Jesús me convenció que Él podía ser
confiado. Encontré que la resurrección de Cristo era uno de los hechos de la historia mejor
comprobados.{3} Si Jesús murió y volvió de la muerte, Él podría decirnos con precisión
cómo era la muerte y la vida después de la muerte. El hecho que Él había predicho con
exactitud Su propia resurrección nos ayuda a creer que Él nos dirá la verdad acerca de la vida
después de la muerte. ¿Qué dijeron Jesús y aquellos a quienes Él enseñó acerca de este tema?
Antes de esto, un ladrón que colgaba de una cruz al lado de la Suya le dijo, "Acuérdate de mí
cuando vengas en tu reino." Jesús le contestó, "De cierto te digo que hoy estarás conmigo en
el paraíso" (Lucas 23:42-43).
98
Jesús creyó que Su propio espíritu iba a ir con Dios. Él también creía que el ladrón
(aparentemente el alma o el espíritu del ladrón) estaría con Él en el cielo el mismo día.
Claramente, Jesús no estaba pensando en la muerte como aniquilación sino como separación
del cuerpo físico.
En otra parte, Jesús implicó que nuestras personalidades de alguna forma permanecen intactas
después de la muerte. Una vez dijo, "Vendrán muchos... y se sentarán con Abraham e Isaac y
Jacob en el reino de los cielos" (Mateo 8:11).
Abraham, Isaac y Jacob - los antepasados de la nación judía - habían muerto siglos antes. Sin
embargo, Jesús, hablando de un hecho futuro, los mencionó por nombre. Implicó que sus
personalidades se mantendrían.
¿Alguna vez se preguntó si usted podrá ver a sus seres queridos que han partido cuando se
muera? Aparentemente, aquellos que participan de la vida eterna podrán reconocerse unos a
otros. El Rey David, quien reinó sobre la antigua nación de Israel alrededor del año 1000 a.C.,
habló de estar con su hijo muerto otra vez.{6} Los discípulos de Jesús tuvieron un vistazo de
Moisés y Elías, dos héroes de Israel que habían muerto un tiempo atrás, y los reconocieron.
{7}
Antes de morir, Jesús les prometió a Sus discípulos que un día estarían con Él nuevamente:
"Voy... a preparar un lugar para vosotros. Y... vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para
que donde yo estoy, vosotros también estéis" (Juan 14:2-3).
Pablo, un creyente en Jesús del primer siglo, escribió acerca de su "deseo de partir y estar con
Cristo" (Filipenses 1:23).
Jesús definió la vida en el cielo cuando dijo, "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el
único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado" (Juan 17:3). En otras palabras, la
vida eterna involucrará llegar a conocer mejor a Dios y el sentido de la vida.
Juan, el discípulo de Jesús, escribió, "Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no
habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor" (Apocalipsis 21:4). Otro escritor del
Nuevo Testamento nos alienta a "[poner] los ojos en Jesús... el cual por el gozo puesto delante
de él sufrió la cruz... y se sentó a la diestra del trono de Dios" (Hebreos 12:2). La vida eterna
con Dios será un gozo que desafía una descripción y excede nuestra imaginación.
¿Alguna vez saboreó un postre tan dulce que quería que durara y durara? ¿Tuvo alguna vez
una relación tan gratificante que deseó que continuara para siempre? La vida eterna será así de
buena, ¡y mejor! Nunca terminará. "Dios nos ha dado vida eterna;" escribió Juan, "y esta vida
está en su Hijo" (1 Juan 5:11).
Jesús enseñó que la vida eterna involucra todo lo positivo y nada de lo negativo. Dios nos ama
y desea lo mejor para nosotros, ahora y por la eternidad.
No se detenga
El cardiólogo de Chattanooga, Maurice Rawlings, M.D., cuenta de un paciente que tuvo un
ataque cardíaco en la oficina del Dr. Rawlings. A lo largo del intento de resucitación, el
paciente se desvanecía y volvía en sí. Cada vez que el doctor interrumpía el masaje cardíaco,
el paciente parecía que se moría de nuevo.
No es un tema agradable. Pero recuerde, Dios no quiere que usted perezca en el infierno. Lo
ama a usted y quiere que pase la eternidad con Él. No sin Él.{11} Pablo escribió que Dios
nuestro Salvador quiere que todos sean salvos (o sean salvados de las consecuencias del
pecado, que es la separación de Dios). Él quiere que nosotros lo conozcamos porque Él es la
verdad.{12} Dios envió a Jesucristo, Su Hijo, para pagar el castigo de nuestros pecados (las
actitudes y acciones que no alcanzan la perfección de Dios). Jesús literalmente pasó por el
infierno por nosotros. Nosotros simplemente necesitamos recibir Su regalo gratuito de perdón
- nunca lo podremos ganar - para tener la garantía de la vida eterna. "El que oye mi palabra, y
cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte
a vida" (Juan 5:24).
¿Y Qué de Usted?
De acuerdo con las últimas cifras, la tasa de mortalidad en este país sigue siendo del 100 por
ciento. Cada día, en este planeta, mueren unas 140.000 personas.
creencia que los haga sentir cómodos está bien. ¿Encaja usted en alguna de estas
descripciones?
Un club nocturno cerca de Cincinnati estaba repleto una noche. De pronto, un camarero se
subió al escenario, interrumpió el programa y anunció que el edificio se estaba prendiendo
fuego. Tal vez porque no vieron nada de humo, muchos de los asistentes se quedaron
sentados. Tal vez pensaron que era un chiste, parte del espectáculo. Cuando finalmente vieron
el humo, era demasiado tarde. Más de 150 personas murieron cuando se quemó ese club
nocturno.
Cuando piensa en la muerte, ¿está creyendo lo que usted quiere creer o lo que la evidencia
demuestra que es verdadero? Jesús dijo, "Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí,
aunque esté muerto, vivirá" (Juan 11:25)
Notas
{1} Adaptado de Raymond A. Mosdy, Jr., M.D., Life After Life (La Vida Después de la Vida),
New York: Bantam, 1976), pp. 21-22.
{2} Para una discusión más completa, vea el libro de donde se adaptó este artículo: Rusty
Wright, The Other Side of Life (El Otro Lado de la Vida) (Singapore: Campus Crusade Asia
Limited, 1979, 1994).
{3} Ver, por ejemplo, Josh McDowell, Evidence That Demands a Verdict (Evidencia que
Exige un Veredicto) (San Bernardino, CA: Campus Crusade for Christ, 1972).
{8} Maurice Rawlings, M.D., Beyond Death's Door (Más Allá de la Puerta de la Muerte
(Nashville: Thomas Nelson, 1978), pp. 19-20.
APORTACIÓN ANTROPOLÓGICA
FELISA ELIZONDO
101
LA ACTITUD ESPERANZADA
La esperanza (hablamos de la esperanza del creyente que supera
sin negar la estimable «pasión de esperar») acepta la realidad
negativa del morir como algo que nos afecta personalmente.
Y afronta el cuestionamiento que la muerte plantea al amenazar
dejar sin sentido tantas vidas y muertes olvidadas o inocentes. La
esperanza espera el sentido de cada vida humana, irrepetible e
insustituible para quienes amaron a esa persona, única también para
Dios, decimos los creyentes. La actitud esperanzada no elude las
preguntas: resiste.
La lucidez de la esperanza -que llega a ser «contra toda
esperanza» en la compresión cristiana de la resurrección y
recapitulación final- no es «el sereno equilibrio del creyente que se
funda en el delirio patológico de su religión», según la frase mordaz
de uno de los hombres que, sin embargo, más ha estirado las
posibilidades del esperar intramundano (Bloch).
Quien espera conoce la angustia ante la caída en el vacío que
amenaza con engullir el yo, la perplejidad ante el gran enigma, el
temor a ser desnudado y el temblor por la victoria del último enemigo.
Más aún: la esperanza sabe poco -su conocer es certeza de confianza
entregada- de cómo será esa otra vida en la que ésta se cambia: vita
mutatur non tollitur anuncia con parquedad la Liturgia.
La esperanza no ahorra seriedad al morir -como no priva de
responsabilidad al vivir. Quien espera experimenta que aceptar la
realidad no es lo contrario sino lo requerido por la misma esperanza.
Pero ocurre que la realidad aceptada en la confianza de quien cree y
espera tiene dimensiones que exceden lo medible, lo controlable y
verificable. Porque, fundados en un Dios que crea la vida, fundamos
nuestro no morir para siempre ni del todo en ese mismo Dios de la
vida que ha vencido a la muerte.
En esperanza vivimos el morir incrustado en nuestra vida. Pero
confiados en que será la vida la que ganará espacios a la muerte y se
transfigurará ella misma: «si el pensamiento de morir nos entristece,
nos consuela la certeza de la futura resurrección» dice un texto
antiguo en una celebración cristiana de la muerte que es celebración
de la vida.
Alguien, recientemente, nos ha dejado unos versos llamativos
porque restan pesadez y oscuridad a la muerte sin negarle su peso y
seriedad. Son el testimonio de quien ha vivido el morir
esperanzadamente:
«Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva (...)
Y hallar,
dejando los dolores lejos,
la noche-luz tras tanta noche oscura»7.
..............
1. Cf. B. MADISON (ed.), Sentido y existencia. Estella, 1977, 27.
110
FELISA ELIZONDO
LABOR HOSPITALARIA, 225. Págs. 194-198
APORTACIÓN BÍBLICA
EL TEMA
Sobre la vida y la muerte atesora la Biblia variadas y hondas
experiencias. El tema presenta desafíos, primeramente, por su
extensión. Es uno de sus grandes temas, en los libros narrativos, que,
en sus relatos de tipo biográfico y en las grandes versiones de la
historia humana, nos hace ver sus aspectos más fácticos y externos;
en los libros poéticos y sapienciales, que nos revelan el lado
emocional y el reflexivo; y en los libros visionarios, proféticos y
escatológicos, que orientan la atención a más allá del espacio y del
tiempo. El tema conduce al lector desde la creación hasta la
apocalipsis, de la protología a la escatología. El nuevo testamento gira
enteramente en torno a la resurrección, la victoria definitiva de la vida
sobre la muerte.
Pero, si uno se ve desbordado por la amplitud de los materiales, se
sentirá quizá desconcertado por el modo del tratamiento. Vida y
muerte aparecen enfocados en diversos sentidos o en niveles
diversos. Es la suerte natural del ser viviente, del nacer al morir; es la
realización moral de la persona, que cumple o no con lo que el ideal
humano espera de ella; es el destino y la suerte eterna, de salvación
o de condenación. Esos planos se relacionan de diversas maneras en
los textos: se diferencian o se confunden, colisionan o se armonizan.
A nosotros nos es imprescindible desdoblar los niveles, deslindar
los sentidos, si realmente queremos saber en dónde estamos y qué
valor tiene en cada caso el lenguaje. Establecer un poco de orden en
el maremagnum de los textos es, pues, la operación metódica primera,
contando con que, en muchos casos, los sentidos se imbrican de
modo inseparable, y sin la pretensión de aprehender todas las
ramificaciones de un texto. Distinguiremos, por lo tanto, la vida y
muerte natural, la moral y la escatológica, y las trataremos por
separado. No es nuestra intención afirmar dogmas, sino comentar
experiencias de la vida y de la muerte.
Otros factores de complejidad son todavía la evolución de los
conceptos y los géneros literarios. En los largos siglos que cubre la
literatura de la Biblia hay crecimiento de experiencias y variación de
111
Qué es la muerte
En cambio, tiene sentido dar la vida por otros: hacerlo todo por ellos
y en ellos asegurarse la propia continuidad. Prototipos de esto, el
Siervo de Yavé y Jesús de Nazaret.
Celebración de la muerte
Pero los ritos funerarios no son sólo de obsequio al que muere. Son
también providencia saludable en favor de sus familiares; y son para
todos desahogo del sentir solidario. Vivir un poco la muerte, para
luego volver a la vida. El sabio formula así la filosofía de las exequias:
acompañar al muerto en su paso, desearle el descanso, librarse de la
muerte y seguir viviendo. Conviene hacerlo así por uno mismo y por
él.
La vida plena rebasa los límites del tiempo: tiene dentro eternidad.
La plenitud consiste en la perfecta integración personal, social y
cósmica. El que haya logrado la armonía en todos esos niveles, al fin,
descansará en ella. Cuando la vida alcanza plenitud, la muerte viene
sosegadamente desde fuera y desde dentro.
123
Job conoció a sus hijos, a sus nietos, a sus bisnietos y, al fin, murió
anciano y colmado de días (Job 42, 16 s).
¿En qué medida responde todo esto a la pregunta «a dónde van los
muertos»? En medida pequeña, pero seguramente suficiente para
explicar la relativa tranquilidad ante la muerte y la docilidad del
hombre ante ella. No es ninguna doctrina, pero es más que eso: es
una experiencia, en la que se juntan constataciones, insinuaciones y
atisbos que llevan y anclan la atención más allá de la muerte. Ningún
componente de la persona es inmortal, todos se mueren. Y, sin
embargo, hay algo allí que se resiste a la aniquilación y que no
encuentra suficiente respuesta en la consideración naturalista de la
vida. Aunque nadie se libre de la muerte, el anhelo de vivir permite ver
más allá de ella: hay vivencias que la rebasan. La persona está tan
ligada a la vida, que la muerte no puede imponerle la anulación de
todo lo que fue y de todo lo que hizo.
Aparte la plenitud desbordante que la vida pueda tener, el vínculo
más fuerte que le amarra a ella es la solidaridad con sus seres
125
Yo os pongo delante
el camino de la vida y el camino de la muerte (Jr 21, 8).
Vinculación muerte-pecado
El triunfo de la vida
apertura de los mismos hacia más allá de las coordenadas del espacio
y del tiempo. Allí encontrarán su expansión y su corroboración. Sobre
cómo son esa muerte y esa vida que trasciende lo empírico, la Biblia
no especula. Lo que realmente le interesa es el adelanto de su
experiencia, lo que supone contar con ellas para la humana
existencia.
El orden de los conceptos debe ahora invertirse: muerte-vida, en
lugar de vida-muerte. Y ello porque la muerte es el punto de partida y
la vida es la meta intencionada. El plano natural y el moral son el
marco en donde se fragua esa nueva creación y orden nuevo. El
protagonismo divino que en ello se manifiesta no pone al hombre
fuera de juego; al contrario, le compromete en la creación de ese
orden definitivo. Se supone que éste tiene que producir frutos
históricos: debe orientar hacia esa meta la vida del hombre en la
tierra. Si el orden moral convierte en historia el orden natural, la
orientación escatológica debe hacer de la historia el Reino. Éste no
implica escapada a otro mundo, sino la transformación de éste en un
mundo nuevo.
114).
Los que mueren por la ley resucitarán para la vida eterna (11 Mac
7, 9).
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15, 34)
Ya véis que vamos camino de Jerusalén. Allí el hijo del hombre será
entregado a los jefes de los sacerdotes y a los maestros de la ley:
ellos le condenarán a muerte y le pondrán en manos de extranjeros,
que se burlarán de él, le escupirán y le matarán (Mc 10, 33 s).
¿Por qué tenía que entrar la muerte en su misión? Se dirá que ésa
era la suerte de un profeta.
Este hombre tiene que ser el profeta que iba a venir al mundo (Jn 6,
14)
Sufrió el castigo para nuestro bien y con sus llagas nos curó...
Mi siervo traerá a muchos la salvación, cargando con sus culpas (Is
53, 5.11).
El hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino para servir y dar
su vida en pago de la libertad de todos los hombres (Mc 10, 45).
triunfo de la vida.
¿Y el final de Jesús?
Dios le ha resucitado,
librándole de las garras de la muerte (Hch 2, 24).
CONCLUSIÓN
Armonización de niveles
Vivir la muerte
BIBLIOGRAFÍA
ALLMEN, J. J. VON: Muerte. En Vocabulario bíblico. Madrid, 1968, 207 ss.
BOISMARD, M. E.: Nuestra victoria sobre la muerte según la Biblia.
148
A. GONZALEZ NUÑEZ
LABOR HOSPITALARIA, 225. Págs. 198-213
APORTACIÓN PASTORAL
está inundado por la presencia del Señor (Gal 2, 20) y el futuro al que
se proyecta y que se espera. Esta estructura comunitaria -eclesial y
consciente de la historicidad supone vivir cristianamente la
enfermedad y la muerte y, por lo tanto, invita a acompañar
pastoralmente a quien se encuentra envuelto por tales misterios 7.
Así, el conocido poeta Rilke, no intentando sustraerse a la
amenaza de lo terrible, sino afirmándolo y traduciéndolo, escribe:
Comunidad cristiana
CON-CELEBRAR
La VIDA Y LA MUERTE
enfermo
PASADO PRESENTE
FUTURO
Reconciliación Expropiación
Abandono
con la propia historia de la vida
esperanzado
y con Dios y de la muerte
en Dios Padre
151
humano» 17.
Difícilmente se puede acompañar al enfermo terminal en este
proceso de autoperdón y de autocuración si antes no se hace un
camino de integración de la propia dimensión negativa
reconociéndose curador herido. Sólo aceptando los propios límites y
con el peso de dolor inherente a la propia condición humana será
capaz de permanecer al lado de la persona que sufre, dejándose
afectar por su tragedia y manteniendo con ella un contacto cargado
de ternura y de comprensión y ayudándole a descubrir las fuerzas
curativas que le permitan pasar de la desesperación y la culpa a la
serenidad y a la esperanza 18. Este reconocimiento de la propia
negatividad hace al agente de pastoral más tolerante y comprensivo y
no tiene por qué ir acompañado, como sucede normalmente, por un
sentimiento de tristeza y de amargura, sino de jovialidad y de
profunda alegría 19.
El agente de pastoral que quiera acompañar al enfermo a vivir el
morir de una manera digna, se encuentra con quien está a punto de
perderlo todo: la vida, las cosas que ya no podrá hacer y las cosas
que le disgusta haber hecho y que ya no puede cambiar20. Es la
experiencia del luto anticipatorio por la que pasa el paciente,
equivalente a la que experimentamos cuando nos sentimos ante una
amenaza y elaboramos la frustración consiguiente, la experiencia de
las posibles pérdidas cercanas21. Estamos acostumbrados a pensar
en el luto atribuyendo el proceso sólo a quienes han perdido a un ser
querido; sin embargo es un experiencia que se hace ante toda
pérdida real o previsible.
J/EMPATIA: El luto anticipatorio ayuda a los enfermos y a los familiares «a tomar conciencia
de cuanto está sucediendo, a liberar los propios estados de ánimo, a programar el tiempo en
vista de la muerte inevitable»22. La escucha, el dialogo abierto del agente de pastoral con el
enfermo, sin evitar ni condenar cualquier tipo de sentimientos con actitud empática, le
ayudará a comprender las pérdidas, a semejanza de Jesús, cuando encuentra a la viuda de
Naín
«Madre María:
No merecíamos el gran honor de ser introducidos y asociados por
obra vuestra a lo que en la Santísima Agonía fue ocultado a la mirada
de los hombres... ¡Oh, Madre! ¡No os preocupéis por mi!
Preocuparos ya solamente de Dios.
Priora:
¡Qué soy yo en esta hora, miserable de mí, para preocuparme de
Él! ¡Que se preocupe antes que nada Él de mi!"50.
ABANDONÁNDOSE EN LA ESPERANZA
CELEBRAR LA VIDA,
CELEBRAR LA MUERTE
1. Cfr. TORNOS, A.: Cristo ante los moribundos, en: AAVV., Morir con dignidad.
Madrid, Marova, 1976, págs. 210-211.
2. AAVV: Sociología de la muerte. Madrid, Sala, 1974, pág. 11.
3. Cfr. NOUWEN, H. J. M.: Ministerio creativo. Brescia, Queriniana, 1981, págs.
100-101
4. NOUWEN, H. J. M.: o.c., p. 101.
5. COLOMBERO G.: Dalle parole al dialogo. Aspetti psicologici della
comunicazione interpersonale. Milano, Paoline, 1987, págs. 28-29.
6. COSTA, E.: Celebración. Fiesta, en: AAVV., Diccionario teológico interdisciplinar,
II. Salamanca, Sigueme, 1982, pág. 28.
7. Cfr. MONGUlLLo, D.: La malattia: esperienza da vivere e mistero da ce/ebrare,
en: Camillianum, 1990 (2), pág. 339-341.
8. Citado por ARREGUI J. V.: El horror de morir. Barcelona, Tibidabo, í992, pág.
154.
163
9. Cfr. ELÍAS, N.: La solitudine del morente. Milano, 11 Mulino, 1985, págs. 77-78.
Dice Nigg: «Hay personas que justo poco antes de morir ven pasar por delante
de sus ojos, una vez más, toda la vida, como si estuviese escrita en un texto
desconocido y advierten que de repente, dentro de ellos, la dureza que les ha
inundado hasta entonces, deja espacio a la dulzura y al perdón". NIGG, W.: La
morte dei giusti. Dalla paura alla speranza. Roma, Citta Nuova, 1990, pág. 87.
10. Es la angustia que Alonso-Fernández llama «metafísico-religiosa sentida como
culpa o posible condenación y que ha sido estudiada especialmente por
Kierkegaard y Jaspers. Otro tipo de angustia sería la existencial como amenaza
de la afirmación del ser ante la muerte, estudiada particularmente por Heidegger
y, por último, la angustia espiritual, como amenaza de absurdidad de la
existencia, estudiada especialmente por Tillich. Cfr. ALONSO FERNÁNDEZ, F:
Psicología médica y social. Barcelona, Salvat, 1989 (5), páginas 33 y 668).
11. CENCINI, A.: Vivere riconciliati. Aspetti psicologici. Bologna, Dehoniane, 1986,
pág. 27.
12. OLVIDO/REPRESION REPRESION/OLVIDO: Dice Tillich: «Algo en nosotros nos
impide recordar, cuando el recuerdo resulta demasiado difícil y penoso.
Olvidamos los favores obtenidos porque el fardel de la gratitud es demasiado
pesado para nosotros. Olvidamos nuestros viejos amores, porque el fardel de
las obligaciones supera nuestra capacidades. Olvidamos nuestros viejos odios,
porque el trabajo necesario par alimentarlos turbaría nuestro espíritu. Olvidamos
nuestros viejos dolores, porque son todavía demasiado penosos. Olvidamos la
culpa porque no soportamo el dolor que provoca en nosotros. Pero tal olvido no
es espontáneo; supone nuestra colaboración. Se reprime lo que no se consigue
soportar. Olvidamos enterrando dentro de nosotros. En la vida cotidiana, el olvido
nos libera de forma natural de una cantidad innumerable de pequeñas cosas. El
olvido mediante la represión no es liberador. Parece que nos aleja de lo que nos
hace sufrir, pero no lo consigue del todo, porque el recuerdo permanece
enterrado en nosotros y sigue infiuyendo en cada instante de nuestra vida".
TILLICH, P.: L'eterno presente. Roma, Astrolabio, citado en: LINN, D. e M.: Come
guarire le ferite della vita. Milano, Paoline, 1992, pág. 141
13. NOUWEN, H. J. M.: La memoria viva de Jesucristo. Buenos Aires, Guadalupe,
1987, pág. 21. «Lo que es olvidado no puede ser sanado y lo que no puede ser
curado puede convertirse fácilmente en causa de un mal mayor». Cfr. Ibidem,
pág. 15.
14. Cfr. GRELar, P.: Ne//e angoscie la speranza. Milano, Vita e Pensiero, 1986, pág.
289.
15. Cfr. NIGO: o.c., pág. 134.
16. Cfr. PANGRAZZI, A.: Creatividad pastoral al servicio del enfermo. Santander, Sal
Terrae, 1988, págs. 19-23.
17. Ibidem, pág. 86.
18. Cfr. BRUSCO, A.: El counseling pastoral En: PANGRAZZI, A. (ed.): El mosaico de
la misericordia. Santander, Sal Terrae, 1990, pág. 170. «Si el ayudante
comprometido en actividades paramédicas, médicas o pastorales se da cuenta
de sus propias sombras, ve en todas sus relaciones personales y profesionales
que puede ser también él un herido y que también él necesita de aquél a quien
debe y quiere servir". Cfr. HARING, B.: Proclamare la salvezza e guanre i malati.
Bari, Acquaviva delle Fonti, 1984, pag. 80.
19. Cfr. BOFF, L.: San Francisco de Asis. Ternura y vigor. Santander, Sal Terrae,
164
1976.
43. VORGRIMLER, H.: El cristiano ante la muerte. Barcelona, Herder, 1981, pág.
16.
44. KÜBLER-Ross, E.: Domande e risposte sullo morte e il morire. Como, Ed. di
red. studio redazionale, 1989, pág. 146.
45. Cfn NIGG, W.: o.c., pág. 98.
46. ARREGUI, J. V.: o.c., pág. 85.
47. Cfn CINA G.: La ricerca di senso nella sofferenza negli scritti di Viktor E. Frankl
e le sue sollecitazioni per la recente riflessione teologica. Roma, Gregoriana,
1992, pág. 52.
48. Cfr. CINA G.: o.c., pág. 157.
49. FONDEVILA, J. Mª: Sentido teológico de la muerte. En: Labor Hospitalaria, 1979
(171), pág. 33.
50. BERNANOS, G.: Dialoghi delle carmelitane. Brescia, Morcelliana 1988 (12),
pág. 65.
51. Cfn BRESSANIN, E.: Los sacramentos y la liturgia. En: PANGRAZZI, A. (ed.): El
mosaico..., o.c, pág. 148.
52. Mario Alberton dice al respecto: "En la celebración del sacramento de la
unción, pues, se debería eliminar toda alusión a sus efectos (sacramento hecho
para...) y hablar del encuentro de dos amores, de ese nosotros vivido entre el
enfermo y Cristo-médico-salvador-vida, el que ama siempre primero
gratuitamente, hasta el fondo». Cfr. ALBERTON, M.: Un sacramento per i malati.
Bologna, Dehoniane, 1982, pág. 86.
53. ÁLVAREZ, C.: El sentido teológico de la Unción de los enfermos. Bogotá,
Pontificia Universidad Javierana, 1983, pág. 424.
54. ALBERTON, M.: o.c., pág. 103.
55. Cfr. BRESSANIN, E.: Annunciare e vivere il vangelo nel mondo della salute
oggi. Verona, Quaderni del Centro Camilliano di Pastorale, n. 2,1986, pág. 49.
56. "La Santa Unción no es, de ningún modo, el anuncio de la muerte cuando la
medicina no tiene ya nada que hacer. Más aún, la Unción no es ajena al personal
sanitario y asistencial, pues es expresión del sentido cristiano del esfuerzo
técnico». Cfr. Orientaciones doctrinales y pastorales del episcopado español,
Ritual de la Unción, n. 67.
57. El Concilio intenta timidamente rescatarlo como sacramento de los enfermos y
«no sólo de quienes se encuentran en los últimos momentos de su vida» (SC
73), pero el CIC (c. 1005) indica que se suministre incluso en la duda de si ha
fallecido ya.
58. ORTEMAN, C.: Il sacramento degli infermi. Torino, ElleDiCi, 1971, pág. llO.
59. Cfr. Al BERTON, M.: o.c., pág. 125.
60. Cfr. VIDAL, M.: Moral de la persona. Madrid, PS, 1985, pág. 269
61. LAíN ENTRALGO, P.: oc., pág. 596.
62. BOFF, L.: O.C., págs. 205-206.
63. NOUWEN, H. J. M.: Ministero creativo, o.c., pág. 73. En otra obra el autor afirma:
«Sin una sólida ref;exión teológica, los líderes cristianos del futuro serán poco
más que pseudo-psicólogos y pseudo-asistentes sociales. Creerán tener la
obligación de ayudar y animar al prójimo, de tener que ser modelos a imitar o
hacer el papel de padre o madre, de hermanos o hermanas mayores, uniéndose
así a tantas personas que se ganan la vida intentando ayudar al prójimo a
afrontar las tensiones y las dificultades de la vida cotidiana». NOUWEN, H. J. M.:
166
Nel nome di Gesu. Riflessione sulla lidership cristiana. Brescia, Queriniana, 1990,
pág. 62.
64. Cfr. SODI, M.: Celebración. En: AAVV., Nuevo diccionario de liturgia. Madrid,
Paulinas, 1987, págs. 240-242.
65. Cfr. AAVV.: Por un hospital más humano. Madrid, Paulinas, 1986, pág. lll.
66. Cfr. LAIN ENTRALC;O, P.: o.c., pág. 238.
67. NOUWEN, H. J. M.: ll guaritore ferito. Brescia, Queriniana, 1982, pág. 72.
68. BOFF, L.: Hablemos de la otra vida. Santander, Sal Terra pág. 140.
69. GRESHAKE, C.: Más fuertes que la muerte. Santander, Sal 1981, pág. 28.
70. Cfr. ALFARO, J.: Speranza cristiana e liberazione dell-uomo. Brescia,
Queriniana, 1.973, pág. 53.
71. Cfr. MOLTMANN, J.: Teologia della speranza. Brescia, Queriniana, 1979, pág.
367.
72. Cfr. GRELOT, P.: o.c, pág. 343.
73. BOFF, L.: Hablemos de la otra vida, o.c., pág. 76.
74. NOUWEN, H. J. M.: Ministero creativo, o.c., pág. 26.
75. VORGRIMLER, H.: o.c., pág. 43.
76. «En el acto de esperar hay una radical inconformidad, frente a la situación de
cautividad y privación en que se encuentra el esperanzado". LAíN ENTRALGO, P.:
o.c., pág. 306.
77. Cfr. MOLTMANN, J.: Teologia della speranza, o.c. pág. 371.
78. Cfr. LAIN ENTRALGO, P.: o.c., pág. 570. Cfr. también DELISLE LA PIERRE, I.:
Vivir el morir. Madrid, Paulinas, 1986, pág. 1Ol.
79. Cfr. LAjN ENTRALGO, P.: o.c. pág. 174.
80. MOUMANN, J.: Experiencias de Dios, o.c., pág. 64.
81. ALFARO, J.: Speranza cristiana e liberazione dell'uomo, O.C., pág. 38.
82 LAjN ENTRALGO, P: o.c., pág. 350
83. MOLTMANN, J.: Experiencias de Dios, o.c., pág. 26.
84. Cfr. ROCAMORA, A.: El orientador y el hombre en crisis. En: AAVV., Hombre en
crisis y relación de ayuda. ASETES, Madrid, 1986, pág. 559.
85. MOLTMAN, J.: Experiencias de Dios, o.c., pág. 42.
86. Cfr. MOLTMANN, J.: Teologia della speranza, o.c., pág. 228.
JOSEP GIL
misteriosa de la Iglesia.
JOSEP GIL
PHASE, 63.Págs. 61-72
*****
LEONARDO BOFF
JESUCRISTO Y LA LIBERACIÓN DEL HOMBRE
EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981.Pág. 520-527
SCHMAUS
MU/ETAPAS:
2. La muerte del cristiano como muerte en Cristo.
MU/PARTICIPA-MU-X
El primer llamado a esta transformación es el hombre. Es llamado a
participar libre y responsablemente en el destino de Cristo, es decir,
en su vida, muerte y gloria. En la participación de la vida, muerte y
gloria de Cristo alcanza el hombre la salvación. La participación en la
muerte y resurrección de Cristo es fundamentada en el bautismo. De
ello da un claro testimonio el Apóstol San Pablo (/Rm/06/01-11).
En el bautismo ocurre, por tanto, un morir. El bautizado padece una
muerte. Muere al ser alcanzado por la muerte de Cristo. La muerte de
Cristo ejerce un poder sobre él. Así se da un golpe de muerte contra
su vida perecedera, puesta bajo la ley del pecado. También se puede
decir que la muerte de Cristo se hace presente al imponerse en el
hombre. Es una dynamis presente. A la vez se manifiesta también en
el neófito la resurrección de Cristo. Este cae bajo el campo de acción
de la muerte y de la resurrección de Cristo. En este sentido se puede
decir que el bautizado está injertado en la resurrección y en la muerte
de Cristo.
Cuando San Pablo describe el modo de existencia del cristiano con
la fórmula "Cristo en nosotros, nosotros en Cristo", con ello atestigua
que el cristiano está en la esfera de acción de Cristo, que el yo del
cristiano es dominado por el yo de Cristo. Este ser y vivir de Cristo en
el cristiano significa, así entendido, la penetración del cristiano por el
kyrios que pasó por la muerte, fue sellado por ella para siempre y
ahora vive en la gloria.
El golpe de muerte dado en el bautismo contra la vida perecedera
es corroborado en cada sacramento. Pues todos los sacramentos
185
SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 1961.Pág. 375-386
........................................................................
EL PROBLEMA DE LA MUERTE
1. Experiencias de la muerte
«En medio de la vida, nos hallamos rodeados por la muerte». Así
reza uno de los más antiguos himnos cristianos referidos al tema de la
190
mismo sentido y el mismo significado que tienen para los hombres que
deben morir. De hecho, el mortal -como hace ver Simone de Beauvoir-
en todo lo que hace en su vida da, por así decirlo, un trozo de sí,
aunque sea pequeño; el inmortal, por el contrario, no da de sí
absolutamente nada. Por eso, en su vida sin muerte todo sigue siendo
superficial, no vinculante, un pasatiempo siempre revocable.
De la mencionada novela puede desprenderse con toda claridad lo
que significa la afirmación de que la muerte forma parte de la vida
humana, a fin de que ésta sea verdaderamente humana. Por eso, en
el fondo de poco sirve prolongar ad infinitum la vida humana por
medio de la medicina y diferir la muerte a un futuro remoto: de este
modo, la vida no resulta más plena, sino más pobre. La verdadera
superación de la muerte no se produce eliminando la muerte de
nuestra vida (que, por otra parte, es algo imposible), sino mediante la
esperanza que va más allá de la muerte.
Hay que añadir una última cosa al reflexionar sobre el significado de
la muerte para nuestra vida: sólo por medio de la muerte adquirimos la
experiencia de que la vida no es algo obvio, algo que se imponga
necesariamente, sino que es un don. Y dado que la vida se ve
continuamente amenazada por la muerte, hay que considerarla como
algo de mucho valor, como una aventura arriesgada e irrepetible.
V/MU:MU/V:Vemos, pues, que vida y muerte se compenetran
recíprocamente, que se encuentran en una inevitable relación de
homogeneidad. Y sin embargo, parece en principio que en este
entramado de muerte y vida es la muerte la que tiene la última y
decisiva palabra. Y esta palabra significa fin, destrucción,
aniquilamiento. Parece, pues, que precisamente la muerte convierte
su inseparable unidad con la vida en algo fundamentalmente negativo
y carente de sentido. En suma, la muerte, como gran enemigo de la
vida, parece oponerse a su significado positivo para la vida.
«Un perro
que muere
y que sabe
que muere
como un perro
y que es capaz de decir
que muere
como un perro,
es un hombre»
(·Fried-E, Warngedichte)
Y si un hombre muere,
muere también su primera nevada,
y el primer beso, y el primer combate...
Todo se lo lleva consigo».
«Cuando muera,
Señor, vengo a ti porque he arado el campo
en tu nombre. Tuya es la cosecha.
GISBERT-GRESHAKE
MAS FUERTE QUE LA MUERTE
LECTURA ESPERANZADA DE LOS "NOVISIMOS"
Sal Terrae Col. ALCANCE 21 Santander-1981. .Págs. 75-109
1. Obediencia MU/ADORACION
MU/OBEDIENCIA:MU/ACEPTACION
La actividad humana en el proceso de morir puede ser descrita de
muchos modos. En primer lugar implica la obediencia a Dios, el Señor,
que tiene un poder último e incondicional y un supremo derecho para
disponer de los hombres. Esta obediencia tiene que ser entendida
como participación en la obediencia con que Cristo dijo: Padre, no se
haga mi voluntad, sino la tuya (/Mt/26/39). Quien es obediente de
esta manera se deja aprisionar incondicionalmente por Dios y
renuncia con ello a toda voluntad propia y a toda autonomía.
Entonces es rendido a Dios el honor que le conviene, el honor de ser
el Señor de modo incondicional y radical. Sólo en Cristo y por Cristo
es posible tal honor de Dios (cfr. el final del canon de la misa). Quien
tiene tal disposición de ánimo permite que el reino de Dios se instaure
en él. Deja que nazca en él el reino de Dios. La muerte es, por tanto,
la suprema posibilidad de edificar el reino de Dios. A la suprema y
extrema posibilidad de honrar a Dios por parte do las criaturas la
llamamos adoración. En la muerte ocurre, por tanto, lo que ocurre
siempre que el hombre encuentra a Dios del modo debido: adora a
Dios. En la muerte ello ocurre del modo más puro y fidedigno. La
seriedad de la adoración sufre en ella su más dura prueba. En la
adoración el hombre se somete a Dios no porque frente a él la
opresiva prepotencia de Dios no deje lugar a otra elección, sino
porque la dignidad y santidad de Dios es frente a él equitativa y recta.
Dios no emplea su poder externo contra el hombre, sino que hace
valer en él su voluntad de amor por esencia santa, justa y
omnipotente. Lo hace sin violentar al hombre, de forma que no lo
arroja al polvo, sino que le concede la posibilidad de decidir
libremente. La muerte es la última y más urgente llamada a la
adoración. Como la adoración es el verdadero sentido de la vida, la
210
2. Expiación y satisfacción
El reconocimiento de Dios implica el reconocimiento de su santidad.
A la visión de lo santo se une el conocimiento y confesión de la
humana pecaminosidad. Como el hombre es pecador, es justo que
tenga que morir. Cuando se entiende convenientemente, se acepta la
muerte, por tanto, con disposición de penitencia y expiación. Se
interpreta como participación en la expiación que ocurrió por la Cruz
de Cristo. Ante la Cruz se dice: pertenezco propiamente a la Cruz,
pues yo fuí culpable de lo que fue expiado en la Cruz. Por el pecado
eché a perder la vida. Quien entiende la relación de pecado y muerte,
de santidad divina e impureza humana acepta la muerte como lo que
le corresponde, por haberse rebelado contra Dios que es la vida. En
la muerte se devuelve a Dios el honor que le fue quitado en el
pecado. Este proceso puede verse desde dos puntos de vista: desde
arriba y desde abajo. Por una parte Dios mismo se toma el honor
debido al apoderarse del hombre, poner sobre él su mano, y
revelarse a sí como Señor. Por otra parte, quien resiste la muerte
convenientemente regala a Dios el honor que antes le había quitado
por su pecaminosidad y egoísmo.
En la muerte puede dar honor a Dios en nombre propio y en
nombre de los demás. Su muerte tiene, por tanto, un sentido
individual y otro social. El cristiano debe tener el anhelo de dar a Dios
el honor que le es debido en nombre de los demás. Pues ve en los
demás no extraños y lejanos ante quienes puede pasar indiferente,
sino hermanos y hermanas por quienes Cristo entregó su sangre
como precio de compra. Se sabe, por tanto, solidario de ellos y se
hace responsable de toda la comunidad de los redimidos por Cristo.
Se esforzará, pues, por dar a Dios el honor y el amor que le debe la
comunidad de hermanos y hermanas en que vive. Cuando uno u otro
miembro de esta comunidad se canse de honrar a Dios y se olvide de
ello, en el cristiano vigilante y despierto nacerá con tanta más
urgencia el deseo de hacer él mismo lo que hay que hacer y no se
hace por omisión de los demás. Una posibilidad privilegiada para ello
ofrecen las tribulaciones y dolores de la existencia, en las que siente
la mano de Dios y se somete a El. Por eso puede alegrarse en sus
padecimientos. Sin embargo, la suprema posibilidad es la muerte. Al
reconocer en la muerte a Dios como Señor que tiene derecho a
disponer de la vida humana, rinde homenaje a Dios de la manera más
perfecta y no sólo en propio nombre, sino también
representativamente en nombre de los hermanos y hermanas. Sólo
puede hacerlo cuando en su corazón actúa el amor de Cristo que es
la cabeza de todos.
MÁRTIR:MU/ACTITUD-SOCIAL:La máxima expresión de este
hecho es la muerte del mártir. El mártir muere en nombre de la Iglesia
y honra con ello a Dios en nombre de todos. Su obra expiatoria se
convierte en expiación de todos. Erik Peterson dice en la explicación
211
3. Penitencia
a) La penitencia que hace quien recibe la muerte convenientemente
significa un comportamiento opuesto al pecado. El pecado es siempre
la entrega desordenada al mundo como que fuera Dios. Por tanto, la
penitencia implica siempre un abandono del desordenado amor al
mundo, que no es más que egoísmo.
b) En el morir realiza el hombre la distancia del mundo sin la que no
hay amor al mundo conforme al espíritu de Cristo. Las buenas obras
que conoció la antigua Iglesia, ayuno, vigilia, continencia, son
precursoras del último alejamiento del mundo ocurrido en la muerte.
San Pablo exige crucificar la carne (Gal. 5, 24). Tampoco esta
distancia del mundo, como todas las demás del cristiano, es un
desprecio del mundo, como lo es el distanciamiento de los budistas,
sino que es verdadero amor al mundo, aquel amor que ve el mundo
desde el punto de vista de su figura futura, y considera su figura
actual como algo transitorio. El hombre en la muerte rechaza el
mundo, pero no porque no quiera saber nada de él, sino porque cree
que no vale la pena meterse en el mundo definitivamente. Se despide
de él y de los hombres porque con ello quiere confesarse
incondicionalmente a favor de Dios como último y supremo valor,
como vida verdadera y propia, como supremo tú, a la vez se hace
capaz de un nuevo amor al mundo. Cfr. E. Peterson: Marginalien zur
Theologie, 1956, 65-78.
c) Quien se aparta del mundo se aparta de su figura externa. Pero
esta especie de abandono del mundo no significa ninguna separación
del corazón, pues en el amor con que el hombre se dirige a Dios
dispuesto a todo está también incluido el mundo amado por Dios. Por
tanto, cuando el hombre entra en la muerte entregándose
incondicionalmente a la voluntad de Dios, acoge en el movimiento de
su corazón a las cosas y hombres creados por Dios, especialmente a
los que están unidos a El. Tal movimiento hacia Dios y la ordenación
en él de los hombres y cosas amados es acogido en un movimiento
mayor y más amplio: el que muere entra en el movimiento que Cristo
cumplió en la cruz. Por la entrada en el movimiento del Señor ante el
rostro del Padre adquiere el morir del cristiano significación salvadora
para el mundo. La muerte del cristiano tiene, por tanto, fuerza
cósmica.
212
SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 1961.Pág. 393-412
Introducción
Un perro
que muere
y que sabe
que muere
como un perro
y que puede decir
que sabe
que muere
como un perro
es un hombre.
221
2 La muerte en la Biblia
3 Consideraciones teológicas
1 Un poco de historia
LA IDEA DE RESURRECCIÓN como respuesta al dilema
vida-muerte representa una oferta inédita en el mercado de las
ideologías. Fuera de la Biblia, en efecto, tal dilema se sustancia bien
con la teoría de la reencarnación o metempsícosis (transmigración de
las almas), bien con la doctrina de su inmortalidad. La fe
resurreccionista supone, por tanto, algo nuevo y original, tan nuevo y
original como la teo-logía y la antropo-logía de las que depende y en
cuyo contexto se emplaza.
La transmigración (sam-sára, «pasar a través de») de las almas
constituye una pieza esencial de la religiosidad hindú, que se sirve de
ella además para resolver el problema de la retribución. La acción
(karma) buena o mala repercute en la índole de la próxima
reencarnación. Más aún, el transmigracionismo psíquico se inscribe
en el marco más amplio de una cosmovisión globalmente
transmigracionista; es un mero reflejo del transmigracionismo cósmico.
La realidad se despliega en una sucesión indefinida y recurrente de
nacimientos y muertes, de evolución e involución, sobre el fondo
inmutable de la rigurosa unicidad del Ser. Sólo existe de verdad el
Uno, el Absoluto; la multiplicidad es ilusión o tragedia metafísica
propiciada por la encarnación. Encarnándose, el alma (partícula de
233
3 Credibilidad de la resurrección
237
a) ALMA/INMORTALIDAD
Inmortalidad del principio espiritual del ser humano. En páginas
anteriores hemos denunciado como ajena a la fe cristiana e
insuficiente antropológicamente la tesis dualista de la inmortalidad
desencarnada del alma. Cuando, por tanto, el Concilio Lateranense V
define la inmortalidad del alma (D 738), está refiriéndose a algo
distinto de lo denotado con la misma expresión en el lenguaje
filosófico no cristiano. El alma cuya inmortalidad se afirma en el
concilio no es un espíritu puro, sino «el alma forma del cuerpo», no es
un ser desencarnado en su origen y desencarnable en su término, al
que la encarnación sobreviene como un accidente infeliz o una
condena, sino uno de los principios de ser del hombre. Su
inmortalidad no es, pues, la forma definitiva de su existencia, sino la
condición de posibilidad de la resurrección. Fijémonos más
atentamente en este último punto.
239
2 Ensayos de solución
HASTA AQUÍ, los datos con que toda explicación de nuestro
problema tiene que ajustar cuentas. A tenor de los mismos, no
parecen satisfactorias (puesto que no encajan con alguno de ellos)
las teorías siguientes:
J. L. RUIZ DE LA PEÑA
LA OTRA DIMENSION
ESCATOLOGIA CRISTIANA
Presencia Teológica, 29
SAL TERRE. SANTANDER-1986.Págs. 9-75
...................
1. Cuán difícil resulte garantizar la identidad entre el hombre resucitado y el
histórico sin contar con este supuesto, se manifiesta, por ejemplo, en el libro de
X. LEÓN-DUFOUR. Jesús y Pablo ante la muerte, Madrid 1982, pp. 293 y ss.
Habiendo de explicar «la continuidad... que une al resucitado con el hombre que
vivió en la tierra», el ilustre exégeta francés recurre a «dos factores:: 1) «el mismo
Dios que da la vida y devuelve la vida»; 2) «el amor que a lo largo de mi vida se
ha ido encarnando en mí». En cuanto al factor 1), hay que preguntarse si la
acción divina de devolver la vida es la misma que da la vida; en tal caso, según
ha quedado dicho antes, no hay resurrección, sino creación, y ambas cosas
distan de ser idénticas. En cuanto al factor 2), ¿cuál es el sujeto del amor al que
se alude? Para que el amor sea "factor de continuidad», tiene que tener un
soporte ontológico, ha de pertenecer a alguien: ni hay muecas sin rostro ni hay
amor sin amante.
2. Incluso en el ámbito de la física, el concepto de simultaneidad se ha tornado
problemático. «¿Cuándo podremos decir que dos sucesos que tienen lugar, el
uno en la tierra y el otro a una gran distancia de ella... son simultáneos?... La
palabra simultáneo ha perdido su sentido>, «Nos hemos acostumbrado a
entender siempre (a propuesta de Einstein) la palabra simultáneo con la
245
«Si Dios es quien dice ser, si Dios es el amigo fiel del hombre, si Dios ha
creado al hombre por amor y para la vida, Dios no puede ser vencido por la muerte ni puede
contemplar impasible la muerte de su amigo».
J. L. RUIZ DE LA PEÑA
SAL TERRAE 1997/02. Págs. 91-103
........................
*Transcripción de una conferencia pronunciada por Juan Luis Ruiz de la Peña
en el Colegio Mayor «Santa María de Roncesvalles». Pamplona.
Alberto NUÑEZ*
Un misterio escatológico
La fe de la Iglesia contempla siempre la muerte del cristiano a la luz
de la resurrección de Jesús y en la esperanza de los cielos nuevos y
la tierra nueva, la plenitud del Reino de Dios al final de los tiempos. En
la liturgia eucarística, después de la consagración se aclama así el
misterio de la redención: «Cada vez que comemos de este pan y
bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que
vuelvas»
De este modo, también la teología considera la muerte del hombre
como una parte de la escatología y en conexión con la cristología, de
la que es culminación, pues el último artículo sobre Cristo en el Credo
profesa que él «vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su
reino no tendrá fin». La escatología estudia los éschata (las
realidades últimas), la nueva creación y la nueva humanidad que
esperamos, el reino de Dios en la resurrección. Aunque, estrictamente
hablando, la «última realidad» por excelencia es Dios mismo, que, en
la gloria, será todo en todos (cf. 1 Cor 15,28).
La muerte es una de esas realidades que el cristiano no ve, pero
espera, y sobre las cuales reflexiona la escatología. Porque en
realidad la muerte pertenece en mayor medida al «más allá» que al
«más acá», por lo que tiene de definitivo e irreversible. Lo que
nosotros podemos observar cuando una persona muere es sólo un
proceso fisiológico que concluye con la interrupción de las constantes
vitales; un organismo que deja de funcionar como tal cuando la chispa
vital se apaga4. Pero ¿es eso la muerte? Me temo que sólo podemos
ver una cara de la moneda. La otra, el aspecto personal y subjetivo,
no es accesible a los testigos. Porque la única persona que podía
describirnos por experiencia propia lo que realmente sucedía allí, el
mismo difunto, ya se ha ido. Si para la comprensión integral de
cualquier fenómeno humano es imprescindible la colaboración activa
del sujeto (lo que, obviamente, no se da en el caso de un muerto),
tenemos que concluir que nuestro conocimiento de la muerte será
siempre incompleto mientras no hayamos pasado al otro lado de ella.
Pero sabemos que a Jesucristo el Padre lo levantó de la muerte con el
poder de su Espíritu. Él es el primero que ha despertado a la vida
para no morir más. Y él nos lo ha contado. Ahora podemos en verdad
decir: «Señor Dios, el único que puede dar la vida después de la
muerte...», cuando lo invocamos en nuestra oración por los difuntos.
Afirmar el misterio de la muerte como realidad escatológica significa
reconocer nuestra muerte como un paso adelante (y sin posibilidad de
volver atrás) en un camino que Jesucristo ha abierto para nosotros,
en orden a que podamos participar plenamente de su vida (cf Rm
6,3-9; Flp 3, 10-11). Esta novedad introducida por la resurrección de
Cristo en la muerte del hombre hace que el cristiano, aun
experimentando la muerte con el dolor de la separación que ella
provoca (o sea, sin dejar nunca de constituir un problema para él),
pueda llamarle «pascua», «nacimiento», «bautismo» e incluso, con el
apóstol Pablo, «ganancia» (Flp 1,21).
259
Misterio y profecía
La mirada del cristiano al misterio de la muerte es una mirada
profética. El problema veía la muerte situada «en» el futuro: yo sé que
un día me tengo que morir, y ello tiñe de incertidumbre y de
provisionalidad mis días. Pero el misterio la mira «desde» el futuro,
desde la intervención definitiva de Dios, que es eternamente fiel a su
alianza de amor con la humanidad. Un texto muy conocido de la
Escritura nos puede proporcionar la perspectiva justa:
«La mano del Señor se posó sobre mi, y por su espíritu el Señor me
sacó y me puso en medio de un valle todo lleno de huesos. Me hizo
pasar por entre ellos en todas las direcciones: eran muchisimos los
que había en la cuenca del valle; estaban completamente secos.
Entonces me dijo: 'Hijo de Adán, ¿podrán revivir esos huesos?'
Contesté: 'Señor, tú lo sabes'. Me ordenó: 'Profetiza sobre estos
huesos. Les dirás: Huesos secos, escuchad la palabra del Señor. Así
dice el Señor a estos huesos: He aquí que yo os voy a infundir
espíritu y viviréis. Os cubriré de tendones, haré crecer sobre vosotros
la carne; tensaré sobre vosotros la piel y os infundiré espíritu para
que reviváis. Así sabréis que yo soy el Señor'» (/Ez/37/01-06).
en su verdadero valor.
Una concepción profética de la muerte como misterio de la
salvación de Dios es capaz de reconocer todavía en la vida terrena
del hombre una transformación real por medio del amor. Juan da
testimonio de ello con unas palabras muy simples, pero
tremendamente fuertes: «a nosotros nos consta que hemos pasado
de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Quien no ama
permanece en la muerte» (1 Jn 4,14). En esta óptica cristiana, el «ars
moriendi» consiste no tanto en prepararse a morir píamente habiendo
hecho méritos para el cielo, cuanto en un «ars vivendi» que va
saliendo gradualmente de la muerte a través (y gracias a) el amor de
los hermanos. En el Evangelio, el binomio «vida/muerte» es simétrico
al de «amor/odio», porque el amor de Dios es comunicativo, se aloja
en el corazón del hombre, y donde está él hay vida; pero el odio lo
expulsa del corazón y produce muerte. De modo que -continúa Juan-
«si uno posee bienes del mundo y ve a su hermano necesitado y le
cierra las entrañas y no se compadece de él, ¿cómo puede conservar
el amor de Dios?» (vv .16-17). No nos tiene que extrañar, por
consiguiente, que un padre de la Iglesia caracterizase el proceso de la
conversión como ser transformado en vida por una «primera
resurrección, que es la iluminación destinada a la conversión; por ella
pasamos de la muerte a la vida, del pecado a la justicia, de la
incredulidad a la fe, de las malas acciones a una conducta santa.
Sobre los que así obran no tiene poder alguno la segunda muerte»
(San Fulgencio de Raspe, Tratado sobre el perdón de los pecados,
lib. II, cap. 11).
Al mismo tiempo, cualquier proyecto ético honestamente basado en
la propia (y sana) conciencia, aunque no esté directamente inspirado
por una fe religiosa, se muestra como un salir de la muerte y entrar en
la vida. He aquí, por ejemplo, la convicción de un pensador
contemporáneo tan poco propenso a teologizar como Fernando
Savater:
1. La palabra y el silencio
2. El camino y su consumación
3. La fuerza y la debilidad
Alberto NUÑEZ
SAL TERRAE 1997/02. Págs. 113-129
........................
* Jesuita, prepara el doctorado en Teología. Roma.
1. Sobre estos problemas, consúltese la obra del profesor de Frankfurt M. KEHL,
Escatología, Salamanca 1992, que ofrece un panorama bastante completo y
matizado de lo que se ha escrito últimamente sobre el tema de la muerte. De
reciente publicación también, el libro de J. IBAÑEZ y F. MENDOZA, Dios
Consumador: Escatología, Madrid 1992, desde una perspectiva más escolástica,
escrito al modo de manual de curso, pero que tiene el mérito de integrar en su
estructura la doctrina del Magisterio y la Tradición de la Iglesia hasta hoy sobre la
escatología. Finalmente, y más apto para comunidades populares, está el libro
de dos profesores de teología en Brasil: J.B. LIBANIO y M. Clara BINGEMER,
Escatología cristiana, Madrid 1985.
2. Véase, por ejemplo, el intento renovador de integrar la escatología en la
cristología (y viceversa) de J. MOLTMANN, El camino de Jesucristo. Cristología en
dimensiones mesiánicas, Salamanca 1993.
3. U. VON BALTHASAR, «Escatología», en Ensayos teológicos I, Verbum Caro
Madrid 1964, p. 332.
4. Sobre ese aspecto observable de la muerte, el «más acá» de ella, recomiendo
dos libros escritos por médicos que, uniendo a su competencia científica una
rica experiencia profesional, reflexionan sobre la muerte desde una perspectiva
integral humana: S.B. NULAND, Cómo morimos. Reflexiones sobre el último
capitulo de la vida, Madrid 1995; y J. HINTON, Experiencias sobre el morir,
Barcelona 1996.
5. F. SAVAtER, Ética como amor propio, Madrid 1992, p. 301.
6. K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 1989, p. 1.486.
7. X. ZUBIRl, Sobre el hombre, Madrid 1986, p. 662.
8. Ibid., p. 666.
9. D. BONHOEFFER, Resistencia y sumisión, Salamanca 1983, pp. 252ss.
En los dos últimos decenios se ha publicado una serie de trabajos en torno a la «teología de la
muerte» 1. Bajo la influencia de la filosofía existencial aparecían en primer plano el tema de
la finitud de la existencia humana, tangible en la muerte, y la consideración de la muerte
como momento privilegiado de la libertad humana y como situación excepcional de la
esperanza cristiana. Sin embargo, desde esta perspectiva teológica apenas si se prestaba
atención al hombre concreto que muere. El verdadero interés de estos trabajos no era el morir,
sino la muerte; no el proceso temporal inmediato al fin, sino el instante final.
No cabe la menor duda de que el morir y la muerte están estrechamente ligados entre sí; de
aquí que en los diversos esbozos de una «teología de la muerte» hallemos interesantes pautas
para una teología del morir. Pero es evidente que el morir propiamente dicho ha sido muy
poco abordado por la teología y que la teología del morir necesita todavía una ulterior
elaboración teológica, máxime en nuestros días, cuando el interés de numerosas ciencias
antropológicas se centra en la atención al hombre que muere.
270
Las siguientes reflexiones quieren ser simplemente una pequeña aportación a esa teología del
morir. Primero estudiaremos la denominada hipótesis de la decisión final, que ha tenido gran
aceptación en la teología católica de los últimos años; luego intentaremos abordar los datos
bíblicos referentes al tema del morir y explicar su contenido sistemático; por fin,
procuraremos deducir algunas líneas de conexión en torno a la actual preocupación por el
hombre que muere.
Por muy interesante que parezca esta teoría teológica sobre el morir como decisión
personalísima y libérrima del hombre, y por muy eficazmente que se aplique para solucionar
otros problemas teológicos, se enfrenta irremediablemente con una serie de objeciones que
hablan más bien en contra que a favor de ella:
2. No se puede afirmar la unidad dialéctica del sufrimiento pasivo y del acto libre en el
instante de la muerte basándose simplemente en el dato de que la unidad de libertad y
necesidad, actividad y pasividad constituye esencialmente toda la vida del hombre. Pues,
como E. Jüngel muy bien indica, «hay una pasividad sin la que el hombre no sería humano. A
esta pasividad pertenece el nacer... y el morir» 8. ¿Y quién es capaz de decir que el morir no
nos sitúa en una pasividad exclusiva similar a la del nacer?
4. Esta teoría recarga demasiado el instante de la muerte al considerarlo como único para la
decisión plenamente personal y libre y como el «lugar» privilegiado de la existencia humana.
De esta suerte se desvirtúa la importancia de la vida concreta (incluido el morir como fase
final de la vida) y desaparece la primacía que la experiencia humana y la Sagrada Escritura
han concedido siempre a la vida sobre la muerte 10.
este principio metodológico alude justamente la hipótesis de la decisión final. De igual modo
procede la Sagrada Escritura, cuyas expresiones fundamentales sobre el tema del morir vamos
a estudiar a continuación, ateniéndonos a la exégesis de los últimos tiempos. Si la teología no
quiere perderse en especulaciones inverificables, no tendrá más remedio que ajustarse a la
Escritura. Seguidamente vamos a exponer en forma sistemática el complejo material bíblico.
«El hombre da por su vida todo lo que posee» (Job 2,4). Esta frase expresa la valoración
veterotestamentaria de la vida como el bien sumo por antonomasia 11. Ahora bien, vida no
significa en el Antiguo Testamento mera existencia desnuda y aislada; la vida se da sólo allí
donde se realiza en comunión con otros hombres, en seguridad, salud, paz, felicidad y alegría.
Esta vida en sentido pleno es don inalienable de Dios, comunicado al hombre como bien
salutífero y a modo de bendición. Más aún: como Yahvé es la fuente de la vida (Sal 36,10), el
hombre entra en virtud de esa vida recibida en relación con el dador de la misma vida, ya que
el donante es inseparable de su propia dádiva. Por este motivo, vivir significa esencialmente
estar en relación con Dios.
La vida, sin embargo, no es sólo don, sino también tarea. No extrañará, pues, que la promesa
de la vida aparezca con frecuencia en el Antiguo Testamento unida a la proclamación de la
ley, unión que «podríamos calificar de elemento constitutivo de la fe en Yahvé en general» 12.
En su calidad de don y de misión la vida no depende del hombre ni por su origen ni por su
sentido de dirección; ella le coloca estrictamente en relación hacia Dios. El hombre nunca la
posee con seguridad ni puede disponer de ella; gana la vida únicamente en cuanto la da, para
volver a obtenerla siempre nueva de Dios.
La antigua literatura veterotestamentaria supone como hecho indiscutible que la vida tiene
plazo señalado 13. Rebelarse contra esta realidad de nada sirve: el hombre es «como hierba
que se seca» (Is 40,6 y otros lugares). «Todos debemos morir y somos como aguas
derramadas que no se pueden recoger» (2 Sm 14,14). Precisamente por eso la muerte no es
«el enemigo último», sino que al morir cesa el hálito vital que Dios destinara para el hombre.
Así, pues, la muerte, fin de la vida dada por Yahvé, se halla inserta en la relación a Dios (cf.
Dt 32,39). Dado que el plazo pertenece a la vida, la verdad del salutífero don divino de la vida
tiene que verificarse aquí y ahora entre los dos extremos del nacer y del morir. El Antiguo
Testamento proclama por doquier esta verdad: el que vive en la amistad de Dios, cumpliendo
sus preceptos y secundando sus inspiraciones, tiene de parte de Yahvé una vida larga, rica,
madura y feliz, cuyo final nunca significará desenlace lúgubre, sino consumación, y cuyo cese
definitivo no importará carácter de escalofriante crisis, sino de serena y apacible plenitud. A
Abrahán se le hará la promesa: «Tú irás a reposar en paz con tus padres, siendo sepultado en
buena ancianidad» (Gn 15,15). Y la promesa se cumple, en consecuencia: «Abrahán murió en
florida vejez, anciano y saturado de vida» (Gn 25,8).
En efecto, el elegido de Dios muere «saturado de vida» y «en florida ancianidad» (cf. a este
respecto Gn 35,29; Jue 8,32; Job 42,17; 1 Cr 23,1; 29,28; 2 Cr 24,15). Morir puede ser, pues,
la plenitud dichosa de vida humana; la muerte, cosecha de rica longevidad. «Llegarás en
sazón al sepulcro, como se recogen las gavillas a su tiempo» (Job 5,26).
273
Aunque hay también pasajes en el Antiguo Testamento que expresan toda la amargura del
tener que morir, culminando en la expresión de que «Yahvé ya no se acuerda más de los
muertos» (Sal 83,6), la muerte se acepta, no obstante, como el final natural de la vida. Si el
plazo de la vida lo acuerda Dios, el poder de la muerte es poder de Dios. Al término de la vida
está el Dios viviente y nadie más que él. De esta fe nacerá como una consecuencia lógica,
aunque relativamente tarde, la esperanza de la victoria sobre la muerte mediante la fuerza
divina de la resurrección.
El pecador se salva del poder de la «muerte mala» sólo si se convierte radicalmente a Dios: el
justo «escapa de los lazos de la muerte» (Prov 14,27). Estas y similares expresiones no
quieren decir que los limites de la muerte sean rebasados, sino que el pecador simplemente
escapa de la esfera jurisdiccional de la muerte, que opera aquí y ahora en él, aniquilando y
destruyendo paulatina y prematuramente la riqueza de la vida (terrena).
El justo, por consiguiente, vive y el pecador muere. Sin embargo, esta relación del obrar y del
morir bien pronto debería sufrir una crisis profunda, al comprobarse que la «muerte maligna»
no sólo irrumpe en la vida del pecador, sino también en la vida del justo, y que el pecador, que
pretende vivir por sí mismo, «vive» con frecuencia mejor que el justo, puesto que éste muchas
veces experimenta en su «vida» con muchísima mayor angustia la amenaza terrible de la
muerte.
Con esto se puso de relieve al mismo tiempo que la idea de que el morir venía a ser la natural
consumación y apacible plenitud de la vida, como se solía concebir el morir de los justos del
Antiguo Testamento, representa una posibilidad, pero no abarca toda la realidad. Pues si se
pudiera morir así, sería hermoso morir. Ahora bien, de hecho ocurre de otra manera. De hecho
el hombre muere, aunque no esté del todo realizado; muere demasiado pronto, y muere,
aunque propiamente hablando no puede morir. Por eso el morir es de hecho una maldición,
tanto para justos como para pecadores, pues a ambos alcanza la misma suerte de tener que
morir, sin posibilidad de llegar a la plenitud en la muerte.
Con esto se plantea de nuevo la cuestión de cómo puede consumarse la vida humana, teniendo
en cuenta que siempre se muere prematuramente, y la cuestión sobre el significado que tiene y
encierra en sí la muerte del justo. El Antiguo Testamento sólo pudo resolver periféricamente
estos problemas, avivando la esperanza en la resurrección y atribuyendo al sufrimiento y al
morir del justo una virtud expiatoria y salutífera. Así, el morir en el Antiguo Testamento
ostenta un rostro propiamente jánico: por un lado tiene el aspecto de apacible y serena
autoconsumación vital; y por otro, el carácter de desenlace funesto y absurdo de la vida.
Jesús asume la dolorosa vivencia del morir. Es imposible históricamente determinar con
certeza y seguridad el modo como el Jesús terrenal entendió su muerte y en qué actitud y
disposición murió. Ciertamente, es probable que Jesús sintiera el morir como una oscura y
amarga ruptura de su vida. El no tuvo la «hermosa muerte» de los justos del Antiguo
Testamento, ni tampoco la muerte heroico-serena de Sócrates, de la que nos habla Platón.
Tuvo simplemente la muerte del pecador, y no hay por qué excluir el que muriera en
acibarada desesperación. El, que vivía en la presencia divina y que de modo inaudito había
puesto al alcance de los hombres el reino de Dios, con la promesa de la vida, es rechazado,
traicionado y abandonado por los suyos; su obra queda inacabada; su mensaje parece haber
sido llevado ad absurdum; desamparado, muere horrorosamente ejecutado en la cruz. Su
último grito, que con uniformidad se nos ha transmitido (cf. Mc 15,37; Heb 5,7), puede haber
sido arrancado a la desesperación ante esta divina absurdidad 15. Y las últimas palabras de
Jesús que nos han sido transmitidas, aunque son interpretaciones posteriores, demuestran
275
ciertamente una cosa: «Jesús no murió con una maldición contra Dios en la boca, pero sí
justamente en una actitud de desesperada huida hacia Dios» 16. El salmo 22, que según Mc
15,34 reza Jesús, no exige por amor de Dios ni más ni menos que la testamentaria fidelidad de
Dios hacia los hombres. «El tono recae sobre el apóstrofe: `Dios mío'... El Hijo se mantiene
en la fe, aun cuando la fe parece no tener sentido ninguno, ya que la realidad terrenal pone de
relieve la ausencia de Dios» 17.
Al destruir Jesús la absurda muerte del pecador con su máxima confianza desesperada en
Dios; al entregarse Jesús al abismo de la muerte con la esperanza de hallar igualmente allí a
Dios; al permanecer firme el Hijo, cuando experimenta los confines de la muerte, sin
desconfiar de su Padre como fuente inagotable de vida, Dios da una respuesta confirmando su
fidelidad. Dios le resucita a una vida nueva. Le da identidad y relación nuevas, ya que con la
muerte la identidad se destruye y las relaciones se rompen. Más aún: Dios se identifica con
Jesús, que sufre y muere por nosotros, de suerte que el morir de Jesús, y con el suyo el
nuestro, encuentra libre la senda que conduce a la misma vida de Dios. Con el morir de Cristo
la historia de la pasión y muerte del mundo se inserta en la historia de Dios.
Por consiguiente, todo morir queda liberado de su postrera tenebrosidad y fatalidad; está
redimido de la maldición de ser únicamente confirmación de la egocéntrica y absurda
existencia del pecador. Al morir se le concede nuevamente ser lo que puede ser: consumación
de la vida en Dios.
Es cierto que el morir no deja de ser para el discípulo de Cristo -y con ello recogemos una
idea de la hipótesis de la decisión final- la última y más difícil corroboración y ratificación de
todo lo que siempre ha exigido una auténtica vida de imitación de Cristo, esto es, el
despojamiento de sí mismo y la desapropiación de la vida, sacrificándola, para volver cada
vez a recibirla de manos de Dios.
En medio de la vida de imitación de Cristo aparece, pues, la concreta realidad del morir como
momento intrínseco de la veracidad de tal vida. El Nuevo Testamento lo confirma
expresamente cuando describe la vida de los cristianos como un conmorir con Cristo. Este
conmorir no implica nada negativo; es la liberación de la vida egocéntrica y errada, que, por
ser así, se la denomina propiamente «muerte». El que «conmuere con Cristo», vuelve a recibir
su vida como don divino y como tarea por realizar y toma parte precisamente así en la vida
perenne y verdadera. Conmorir y corresucitar con Cristo constituyen la realidad esencial de la
vida cristiana desde el momento del bautismo y de la aceptación de la fe cristiana (cf. Rom
6,2ss; Jn 5,24). Pablo explica esta doctrina a sus comunidades, poniéndose él mismo como
ejemplo: «Cada día vengo a trance de muerte» (1 Cor 15,30; cf. también 2 Cor 4,7ss; Gál
6,17; Rom 8,36). «Nosotros somos como quienes se están muriendo, y ya veis que vivimos»
(2 Cor 6,9). La ardua y peligrosa labor misionera, el cotidiano consumirse en servicio de las
comunidades, el amor a los hermanos son otras tantas maneras de morir, otras tantas formas
de dar la vida. Con la renuncia a la vida egocéntrica, que en realidad sólo es «muerte», y con
una vida en unión con Cristo y en estrecha relación con Dios, la muerte está
fundamentalmente vencida (cf. Jn 11,25s). El que ama «ha pasado ya de la muerte a la vida»
(1 Jn 1,4) 18.
apartarnos del amor de Dios» (Rom 8,36ss). «Para mí, el vivir es Cristo, y el morir, ganancia»
(Flp 1,20s; cf. también 1 Cor 3,21s).
Al analizar las distintas expresiones de la Biblia sobre el tema del morir, podemos fácilmente
apreciar lo siguiente: el tema del morir aparece íntimamente vinculado con el tema de la vida.
El morir no es ni meta ni horizonte de la vida. Por esta razón no se debe depreciar la vida,
reduciéndola a una mera y simple iniciación en la muerte (ars moriendi), sino al revés:
precisamente la vida como totalidad es la que incluye el morir como momento intrínseco. No
es extraño, pues, que la fe cristiana invite al moribundo a mirar a la vida. Evidentemente, esta
contemplación de la vida será muy diferente en uno o en otro moribundo, de acuerdo con el
doble aspecto que presenta la muerte como consumación de la vida humana en Dios por un
lado o como confirmación de la impotencia de la vida egocéntrica por otro. Por consiguiente,
también serán diferentes las conclusiones teológicas relativas a la pastoral de los moribundos.
La vida larga y plena que acaba con una «muerte natural por ancianidad» (lo que hasta ahora
sólo acontece en una proporción del 1:100.000) y se consuma plácida y serenamente en Dios
pertenece, según el testimonio de la Sagrada Escritura, al ser humano completo y
originariamente querido así por Dios. Por este motivo la Iglesia, que entiende la salvación del
hombre en su aspecto total, incluido, por consiguiente, su mismo morir, mediante la obra
redentora de Jesucristo, debe interesarse de manera especial por las circunstancias sociales e
individuales, que posibiliten y faciliten este poder vivir y morir así, proporcionando al
moribundo los auxilios y requisitos necesarios para ello 20.
277
Estos auxilios pueden ser de índole interna y externa. Por auxilios de índole externa no sólo se
han de entender los de asistencia médica, como lo exige la dignidad personal del moribundo,
sino primordialmente el procurarle unas circunstancias que nada desdigan de la dignidad
personal del hombre que se encuentra en su última etapa de maduración. Desgraciadamente,
muchos mueren, en contra de toda dignidad humana, en la más absoluta soledad, separados de
todo contacto personal con los demás enfermos, enfermeros y médicos, ya sea en esas salas
especializadas extraordinariamente bien equipadas de aparatos e instrumentos técnicos, ya sea
en esas dependencias contiguas o accesorias de los hospitales, las cuales se vienen
caracterizando cada vez más como «estaciones de servicio de salud y óptimo
aprovisionamiento biotécnico» 21. En tales casos, no es tenida en cuenta la dignidad humana
del moribundo, ya que el hombre «llega en sazón al sepulcro, recogido como la gavilla a su
tiempo» (Job 5,26).
A estos auxilios de índole externa hay que añadir otros de carácter más interno. Si el morir es
efectivamente la consumación de la vida humana en la vida de Dios, se debe fortalecer y
alentar al moribundo -por muy paradójico que esto suene- en su ansia de vivir y en su
esperanza y amor a la vida. Únicamente cuando a la vida se le da un sentido, la muerte
también lo tendrá: precisamente en la última fase de la vida debe corroborarse y ratificarse
esta verdad. Esta exigencia teológica concuerda exactamente con las investigaciones y con los
hallazgos de las ciencias profanas, que demuestran que los moribundos, en general, sienten un
ansia enorme de continuar su relación con la vida ordinaria y de seguir viviendo, aunque nada
más sea un trecho cortísimo. Precisamente los que más aman la vida son los que menos temen
los escalofríos de la muerte a. El cántico al hermano sol de san Francisco de Asís fue escrito
en el lecho de la muerte y es sencillamente un cántico a la vida. Esto puede servir de ejemplo
elocuente de lo que acabamos de decir.
Por consiguiente, desde el punto de vista cristiano no se debe mirar con malos ojos, sino, al
contrario, propugnar que el moribundo se preocupe de sus parientes, que en ocasiones siga
dirigiendo los diferentes asuntos prácticos de cada día y que se afane visiblemente porque se
realicen los deseos que durante mucho tiempo acarició en su mente y abrigó en su corazón.
Todo esto dará al moribundo la sensación de terminar y consumar su vida. Además de esto, la
esperanza de la futura vida eterna puede precisamente preservarle de una excesiva
preocupación egoísta por su vivir y por su morir; ella abrirá el corazón del moribundo, para
que se preocupe por última vez y de manera desinteresada de la vida de los demás y se
disponga consciente y voluntariamente a dejar paso a la nueva generación.
278
Aquí radica la razón fundamental que distingue la pastoral cristiana de los moribundos de
cualquier intento unidimensional de explicar la muerte como simple fin natural. Al moribundo
se le comunica la esperanza cristiana no sólo con palabras, sino principalmente con la actitud
personal no amedrentada de los hombres que rodean y circundan su lecho y con muestras de
cariño. Este cariño que se profesa al moribundo hasta el último momento (permanencia junto
al lecho de muerte, caricias) convencerá al moribundo de la manera más contundente de que
la comunidad humana del amor no se destruye ni siquiera con la muerte. «Amar a un hombre
significa decirle: tú no morirás» 24.
La liturgia de difuntos desempeña una función similar. La presencia misma del sacerdote
puede ser ya un signo tácito de la esperanza que se mantiene firme, aun cuando todo parezca
derrumbarse. En la liturgia de difuntos, la Iglesia acompaña al moribundo hasta los confines
de la vida y lo entrega, por así decir, a Dios y a la celestial «comunidad de los santos». Por
eso ella es signo esperanzador de que el morir tampoco destruye la comunidad del amor.
Hasta el presente hemos sacado sólo las consecuencias que se desprenden de la consideración
de una sola «cara» del rostro jánico del morir. Resultaría parcial y falso todo lo dicho si no se
tuviera en cuenta que la redención del morir está realizada, como toda la redención de
Jesucristo, sólo en germen y en principio y, por la misma razón, aguarda todavía su
realización completa y total. Aunque el cristiano haya superado la muerte como
«consecuencia del pecado» y el morir como ratificación de la vida absurda, atea y egoísta del
pecador; aun cuando durante su vida actualizara muchas veces el momento de morir como un
momento de auténtica vida, no se debe olvidar que esto sucede siempre de manera parcial y
fragmentaria. Por este motivo, el morir tampoco es para el redimido la simple consumación
natural de su vida. El redimido también experimentará que su morir es algo que no debe ser,
algo tétrico y escalofriante 25. Puesto que el «conmorir con Cristo» sólo se logró
fragmentariamente y el hombre «murió» demasiado poco durante su vida, el morir definitivo
ya no podrá tener sólo el carácter de consumación, sino que simultáneamente será amargo y
doloroso. Hay que llegar primero a poder renunciar paso a paso, aunque a veces resulte difícil,
a la vida que no haya sido sacrificada anteriormente. En la angustia que se siente en presencia
de la muerte no sólo se oculta el miedo del futuro, sino sobre todo la vivencia de la vanidad de
la vida pretérita. «La vivencia de la vacuidad de este mundo evoca la angustia de la vacuidad
del más allá» 26. En caso de que el hombre haya fundamentado su vida en el deseo de poseer,
producir y consumir, por fuerza «debe» resistirse a morir, debe detestar y negar la muerte 27.
Evidentemente, lo que hay que dominar no es tanto la muerte como la vida pasada que está
ahora a punto de concluir. La hora de la muerte es la hora de la verdad, cuyas diferentes fases,
279
Desde este punto de vista, no sólo es comprensible, sino además teológicamente muy
significativo y loable, el que muchos moribundos se esfuercen en poner «en orden» su vida
anterior, en darle un sentido último, en procurar todavía una solución viable a determinados
conflictos, en hacer las paces, en perdonar las ofensas, en poner en claro lo que no ha quedado
bien en orden. Afirmar el morir como consumación de la vida en Dios -todo lo que hemos
visto en la parte anterior- es tanto como afirmar la vida perecedera y transitoria. Mas como
esto nunca se consigue de forma íntegra y total con nuestras propias fuerzas y como nuestra
vida siempre fue una vida de autoafirmación y de egoísmo, el hombre, a la hora de morir,
necesita el perdón de Dios; necesita la promesa divina de la vida, la seguridad de que «Dios
escribe derecho incluso con líneas torcidas».
Precisamente éste es otro de los aspectos importantes de la liturgia de difuntos: ella asegura al
moribundo la indulgente presencia de Cristo y la incondicional aceptación de Dios.
De la misma manera que la vida moderna no deja vivir a muchos hombres por falta de tiempo,
tampoco la muerte concede a muchos tiempo suficiente para morir 30. Véanse si no los
innumerables accidentes de muerte, las víctimas de la guerra y de la violencia, las muertes
masivas que arrasan con el individuo, las enfermedades que repentina e inesperadamente
provocan la muerte, sin previa maduración interna mediante el proceso del morir. Al igual que
en el Antiguo Testamento, hoy la mayoría de las veces lo que más estremece de la muerte es
que ésta sea repentina y prematura. El morir de Jesús es una respuesta también con respecto a
la muerte de los que mueren sin «morir». Jesús murió desconsolado y desamparado, sin el
calor de unas palabras de cariño y de esperanza, sin poder llevar a cabo internamente su vida
y su obra. Al hacer suya esta muerte absurda y al inaugurar precisamente con esta muerte el
nuevo futuro de la resurrección, Dios puso de manifiesto que él también asiste a la muerte de
todos aquellos que, sin haber logrado su madurez y perfección de vida, tienen que sufrir la
trivial, casual y absurda muerte repentina. Así, la muerte de Jesús da esperanza a toda muerte,
y esperanza es el auténtico mensaje que la fe cristiana presenta con respecto a la muerte y al
morir.
G. GRESHAKE
Concilium 94, Abril 1974
Traducción: Santiago Vidal
_______________
1 Principalmente: K. Rahner, Zur Theologie des Todes (Friburgo-BasileaViena 1958), trad.
española, Sentido teológico de la muerte (Barcelona, 1969); R. Troisfontaine, Ich sterbe
280
2. Los autores más importantes que defienden esta teoría son: H. E. Hengstenberg, Einsamkeit
and Tod (Ratisbona 1938); P. Glorieux, In hora mortis: MelScRel 6 (1949) 185-216; R. W.
Gleason, Toward a Theology of Death: «Thought» (Fordham University Quarterly) 23 (1957)
39-68; Rahner, Troisfontaine, Boros, op. cit.; J. Pieper, Tod and Unsterblichkeit (Munich
1968).
4 Ibíd. 85.
5. Op. cit. 9.
6 Boros, op. cit. 19. Asimismo: Troisfontaine, op. cit. 120, 133; P. Schoonenberg, Und das
Leben der zukünftigen Welt, en H. H. Berger, Leben nach dem Tode (Colonia) 98s.
7. También se han hecho célebres los siguientes argumentos utilizados adicionalmente por
Boros, Troisfontaine y Schoonenberg en favor de la hipótesis: 1) la vida humana sólo alcanza
su auténtica consumación y plenitud si se lleva a cabo una tal decisión final plenamente
personal; 2) sólo con esta hipótesis se puede explicar satisfactoriamente que el estado de
peregrinos se acaba con la muerte, y precisamente en cuanto la postura básica humana,
adoptada libremente con la última decisión, es irrevocable, incluso en el encuentro con Dios
después de la muerte; 3) con esta teoría se les brinda igualmente a los niños pequeños, a los
dementes y a los no evangelizados la posibilidad en la muerte de poderse decidir
personalmente a la fe.
9. Se llega a tanto, que J. Pieper, op. cit. 128, escribe: la muerte es siempre «un acto con el
que intrínsecamente finaliza la existencia..., un efectivo llevar a término, realización total de
la vida. Con ello se reafirma principalmente el consuelo y la evidencia inmediata de que,
propiamente hablando, no existe ni la muerte atemporal ni la prematura. El hombre muere
siempre en un sentido mucho más realista de lo que le suele acontecer `al final de su vida'».
10 Es cierto que todos los autores estudian la decisión final en estrecha conexión con las
decisiones de la vida. La decisión de la muerte, sin embargo, entraña, según ellos, algo
cualitativamente nuevo en virtud de su plena personalidad, integridad y total libertad, de tal
suerte que se ha de contar con una corrección de las precedentes decisiones de la vida.
Sobrecargar de esta manera la decisión de la muerte sería entrar en conflicto con la verdad de
fe que considera la muerte como fin de la peregrinación terrenal. Pues como los defensores de
esta teoría se ven obligados a situar el último acto de la libertad en el instante del tránsito,
porque es entonces cuando el hombre escapa a los condicionamientos de la materialidad y de
la fragmentariedad, la decisión final cae ya fuera de la condition humaine, aunque uno de los
postulados reza que ella aún pertenece a la situación de la peregrinación terrenal.
Precisamente la descripción ontológica de la situación del tránsito delata el carácter ficticio e
irreal de esta hipótesis.
281
11. Para lo que sigue, véase G. Greshake, Auferstehung der Toten (Essen 1969) 175ss.
Consúltese allí también la bibliografía más importante.
12. G. v. Rad, «Gerechtigkeit» und «Leben» in den Psalmen, Hom. a A. Bertholet (Tubinga
1950) 427.
13. Los motivos que fundamentan esta creencia han sido recopilados por G. Greshake, op. cit.
186ss.
14. Consúltese a este respecto a G. Schunack, Das hermeneutische Problem des Todes
(Tubinga 1967); G. Greshake, op. cit. 246ss.
18. Precisamente el amor anticipa tanto la muerte como también la consecución de verdadera
vida. A ello se alude con frecuencia en la literatura. Cf., por ejemplo, Boros, op. cit. 68; F.
Ulrich, Leben in der Einheit von Leben and Tod (Francfort 1973).
20. Aquí se enfrentan, por tanto, las exigencias de la fe cristiana con los propósitos e ideales
extracristianos de una «muerte natural». Esta «reivindica una organización social en la que la
muerte natural sea la norma general o pueda al menos llegar a serlo. A todo el mundo le ha de
ser posible morir al término de sus propias fuerzas, tras agotar plenamente, sin violencias,
enfermedad o muerte prematura, todas sus energías biológicas» (W. Fuchs, Todesbilder in der
modernen Gesellschaft [Francfort 19731 72).
22 «He observado ya repetidas veces que los hombres que viven intensamente y saben por
qué viven, aguardan la vejez y la muerte con grandiosa serenidad. Entienden que forman parte
del proceso natural de su maduración y consumación vitales, y esto independientemente por
completo de una posible fe en la continuación de una vida personal después de la muerte» (I.
Lepp, Der Tod und seine Geheimnisse [Wurzburgo 1967] 184).
25. Por eso la tesis marxista y neopositivista de que la muerte como fin natural podría ser
experimentada en una sociedad libre de represiones mediante la pacífica aceptación de esta
situación (para esto, cf. Fuchs, op. cit. 219) no resuelve el problema. La angustia del morir
radica en algo mucho más profundo que las circunstancias sociales o una aclaración racional
282
sobre la muerte. La ridiculización de esta angustia conducirá a desplazar una y otra vez la
muerte y a provocar y dar origen a numerosas neurosis, si no se da a conocer el verdadero
motivo de esta angustia: es obvio que cualquier concepción que pretenda simplemente
emancipar al hombre de la muerte está llamada al fracaso. También queda claro y evidente
que aquí, junto a la muerte, se demuestra la verdad de que la vida es don gratuito de Dios. Cf.
en relación a este problema G. Schrer, Der Tod als Frage an die Freiheit (Essen 1971).
27. Cf. D. Siolle, Der Tod in der Mitte des Lebens, conferencia pronunciada en el Congreso
de las Iglesias Evangélicas del año 1973: «Herder-Korrespondenz» 27 (1973) 412.
Indice
1.- La resurrección de Cristo, 13. 2.- La resurrección de los hombres, 14. 3. - La existencia del
purgatorio, 17.
a) La antropología bíblica, 17. b) El tiempo más alla de la muerte, 18. c) La retribución plena
del alma, 18.
Conclusión, 19.
283
Notas, 21.
Pero, antes de entrar en el estudio del contenido del Catecismo, examinemos brevemente las
causas y motivaciones de las crisis actual sobre el concepto de alma.
Podríamos señalar tres causas de la crisis actual del concepto del alma: el influjo protestante,
la filosofía trascendental y la llamada antropología unitaria.
Influjo protestante
Es claro que se ha dado un influjo del protestantismo en el tema que nos ocupa. Desde que O.
Cullmann (Inmortalité de l’âme ou résurrection des morts?, Neuchâtel-Paris 1956) lanzara el
eslogan de que la inmortalidad del alma es una idea griega contrapuesta a la idea bíblica de la
resurrección de los muertos, no son pocos los que se han lanzado al intento de olvidar toda
idea de inmortalidad natural. Es curioso que Alhbrecht (Tod und Unsterblichkeit in der
evangelischen Theologie der Gegenwart, Paderborn 1964, 112-120), al hablar del asunto,
confiese que en el rechazo de la inmortalidad natural del alma se verifique el principio
protestante de la justificación por la sola fe: el hombre no podría presentar ante el juicio final
nada propio, y, evidentemente, la inmortalidad sería algo propio y natural. No olvidemos, por
otro lado, que en el mundo protestante todo aquello que presenta el adjetivo de «natural» es
aceptado con recelo a partir del principio luterano de la total corrupción del hombre por el
pecado original (Cf. J. Ratzinger, Escatología, Barcelona 1984, 118-135).
Una tendencia innegable que ha influido en la situación actual es la actitud que constata en el
hombre la existencia de la conciencia; de una conciencia que tiende al infinito, sin deducir de
ello que tiene que existir en el hombre un principio espiritual que explique los actos de la
conciencia. Es el caso, por ejemplo, de Alfaro, que habla del carácter trascendente de la
subjetividad y de la conciencia humana sin que en momento alguno use el término de alma
(De la cuestión del hombre a la cuestión de Dios, Salamanca 1988, 207-209). Y de la misma
manera que se opta por Dios por la vía del postulado sin emplear el principio de causalidad
que nos conduce con certeza a su existencia, se habla también de los actos espirituales del
hombre sin concluir que debe existir un principio espiritual que los cause.
La actitud antidualista
284
Otro factor que ha influido indudablemente en este sentido es la actitud antidualista de cierta
antropología actual: el hombre es una unidad corpóreo-espiritual. Se podría hablar en todo
caso de dos aspectos o dimensiones en él, pero no de dos principios diferentes: cuerpo y alma.
Sin distinguir suficientemente entre dualismo (desprecio del cuerpo, considerado como cárcel
del alma, como aquello que subyuga al alma y que no tiene relevancia para la salvación) y
dualidad (existencia de dos principios en el hombre en una unidad personal), se ataca la
existencia de la dualidad de principios en el hombre.
En este sentido tenemos teólogos que en su antropología hablan y usan el término de alma,
pero lo entienden dentro de un esquema unitario que no permite la subsistencia del alma
separada después de la muerte. Se puede hablar en el hombre de dos dimensiones, la espiritual
y la corporal, pero no de dos principios que permiten la subsistencia separada del alma
después de la muerte (1). Esto sería dualismo; además, una parte del hombre, el alma, no
puede ser sujeto de retribución plena, de una retribución que es definitiva en cuanto que
supone salvación o condenación. (Cf. J. L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión, Santander
1983, 324).
Pues bien, se llega así a la existencia del alma más bien por la vía del postulado, puesto que es
una dimensión que posibilitaría la dignidad del hombre, la existencia de la ética y la
posibilidad de que el hombre sea interpelado por Dios (2). Conocemos la existencia del alma,
dicen, pero no su esencia o naturaleza (3). No se usa el camino de la demostración filosófica.
El concepto de alma se presenta así, más bien, como un concepto funcional, en cuanto que
posibilita la dignidad y la trascendencia del hombre, pero no ha de ser entendido como un
principio diferente de otro principio corporal en una visión dual de principios (4). El alma, en
la perspectiva tomista, es precisamente la forma del cuerpo, es decir, su estructuración, su
sentido pleno y trascendente. Por ello, la visión tomista de la antropología, se nos dice, conoce
un único ser dotado de materia y forma, por lo que es la perspectiva más lograda de todas. La
forma no es un ser aparte o en frente del cuerpo; es forma en cuanto que ejerce la función de
informar y estructurar a la materia, formando un ente con ella (5).
No admiten, pues, estos antropólogos que el alma sea creada inmediatamente por Dios, y así
hay quien se muestra indignado con la Humani Generis, acusándola de haber tomado una
salida salomónica en el problema del evolucionismo: La encíclica habría encontrado este tipo
de solución: «Bien, el cuerpo puede venir por evolución, pero el alma, no; el alma es creada
directamente por Dios» (6). No, dicen los mencionados autores, el alma misma viene por
evolución en el sentido de que Dios mismo ha dado a la materia la capacidad de
autotrascenderse. Es ésta la teoría de K. Rahner (7). Por supuesto que, según esta
antropología, en la muerte es todo el hombre el que muere (8).
Claro que, siendo así, y si no hubiera ningún elemento de continuidad, la resurrección sería
una total recreación. Advierten por ello que ha de darse una continuidad entre el muerto y el
resucitado: un yo que perdura y que constituye la condición de posibilidad de la restauración
íntegra del hombre por parte de Dios en el momento de la muerte. Pero, en todo caso, esto no
implica necesariamente que se afirme la inmortalidad natural del hombre; bien puede ocurrir
que Dios confiera esa inmortalidad al hombre como don (9).
Sabido es que la fe católica sostiene una escatología de doble fase: la escatología del alma
humana que pervive tras la muerte gozando de la unión con Dios, sufriendo la condenación o
completando su purificación en el purgatorio, y la fase de la escatología final que coincide
con la parusía del Señor al fin de los tiempos y con la recuperación por parte del alma de la
unión con el cuerpo resucitado.
Pues bien, fundamentalmente, las teorías que se han desarrollado en esta dirección se han
apoyado en tres supuestos:
1) la antropología bíblica no es una antropología dual. Los términos de basar y nefes indican
no dos principios diferentes en el hombre, sino al hombre todo entero en cuanto débil y
sometido al sufrimiento (basar) y en cuanto viviente (nefes).
2) Se basan también estas antropologías en que en el más allá no hay tiempo, por lo que la
resurrección tiene lugar para cada muerto en el mismo momento de morir. Aquí morimos en la
sucesión del tiempo y del espacio, pero todos resucitamos en el mismo momento, porque los
muertos entran con su yo en un mundo en el que no hay sucesión temporal.
3) Finalmente, se argumenta que una parte del hombre, el alma, no puede ser sujeto de una
retribución plena.
Todo esto ha tenido también como consecuencia que se defienda por parte de algunos que
Cristo resucita en el mismo momento de la muerte con una corporalidad diferente de la
sepultada, privando así de significado al hallazgo del sepulcro vacío y quitando contenido
objetivo a las apariciones. Algunos han afirmado incluso que, si hoy en día se encontrara el
cadáver de Cristo, ello no perjudicaría para nada la fe en la resurrección (Cf. W. Brändle,
Musste das Grab Iesu leer sein?: Orientierung 31, 1967, 108-112).
1) Un poco de historia
-P. Althaus. Uno de los primeros que postuló una nueva visión de la escatología fue P. Althaus
(Die letzten Dingen, Gütersloh 1964). Piensa Althaus que el mantenimiento del estadio
intermedio del alma separada quita significación a la corporeidad humana y a la resurrección.
286
El alma separada gozaría ya de Dios plenamente, con lo que la muerte no habría tenido
ninguna repercusión dramática. La resurrección corporal queda privada ya de relieve. Ello
supone una concepción de la felicidad como algo puramente espiritual al margen del cuerpo y
se introduce por otro lado un duplicado innecesario de juicio (particular tras la muerte y final).
Propone Althaus el caer en la cuenta de que la muerte supone el tránsito al más allá del
tiempo, de modo que, aunque tiene lugar para nosotros en momentos sucesivos de la historia,
al trasladarnos al más allá por la resurrección, nos conduce a la parusía y al juicio definitivos.
Se trata, por lo tanto, de una escatología de fase única y definitiva.
-E. Brunner se expresó en términos análogos (Das Ewige als Zukunft und Gegenwart,
München 1965). Él viene a decir que en el más allá no existe la temporalidad, de modo que
nuestras muertes se realizan en la sucesión del tiempo, pero en virtud de la resurrección
después de la muerte ya no se puede hablar de distancia con respecto a la parusía. En la
presencia de Dios, dice Brunner, mil años son como un día.
-C. Stange, por su lado (Die Unsterblichkeit der Seele, Gutersloh 1925), presentó la idea de
que con la muerte muere todo el hombre (Der Ganztod), sin que nada de él sobreviva, de
modo que la resurrección es interpretada como una nueva recreación del hombre. Por parte
católica, ya Teilhard de Chardin y K. Rahner, en un primer momento, defendieron que, no
pudiendo ser pensada la existencia del alma separada después de la muerte, habría que
concluir que el alma mantiene una relación con el cosmos, de modo que así tuviera una
corporeidad permanente. K. Rahner hablaba de la pancosmicidad del alma, por la que sigue
manteniendo una relación trascendental con la materia.
-L. Boros, más concretamente, fue el que profundizó la idea de que el hombre resucita en el
mismo momento de la muerte, dejando para el eschaton la consumación final como
transformación del cosmos y de la historia. Es decir, la muerte de cada hombre conlleva la
cadena de resurrecciones sucesivas (en el respectivo momento de su muerte), aunque toda esta
cadena de resurrecciones no encontraría su plenitud sino en la parusía final del Señor
(Mysterium mortis. Der Mensch in der letzten Entscheidung, Olgen 1964).
Habría, por lo tanto, un estadio intermedio, de no consumación plena, pero no del alma
separada, sino de la totalidad del hombre en su unidad corpóreo-espiritual que el hombre
alcanza ya por la resurrección en el mismo momento de la muerte.
-G. Greshake, por su lado, sostiene que cada hombre resucita en el mismo momento de morir,
de modo que el eschaton no tiene significado alguno, puesto que la consumación escatológica
y definitiva tiene lugar en los momentos sucesivos de las resurrecciones personales. Tiene
lugar así una serie de consumaciones individuales que hace supérflua la realidad del eschaton
(Auferstehung der Toten, Essen 1969). Se suprime, por lo tanto, toda realidad de estadio
intermedio.
-Ruiz de la Peña, finalmente, parte también como los anteriores de la imposibilidad de admitir
la existencia del alma separada después de la muerte. ¿Cómo puede ser sujeto de retribución
plena el alma, una entidad incompleta a nivel ontológico? (La otra dimensión, Santander
1986, 324). Además, si el alma goza ya plenamente de Dios, ¿qué significado puede tener
para ella el eschaton, la parusía, etc.? Defiende Ruiz de la Peña que ni el Magisterio ni la
Biblia imponen la escatología de doble fase.
Ahora bien, el hombre, al morir, entra por la resurrección en el más allá, rebasando con ello el
continuum de la temporalidad de aquí abajo, de modo que la resurrección coloca al hombre en
otra categoría, en la eternidad participada. No quiere decir esto que el hombre, en el más allá,
no tenga una cierta temporalidad, puesto que si careciera de ella, coincidiría con Dios. La
temporalidad del más allá es un intermedio entre la temporalidad del continuum de aquí y la
eternidad estricta de Dios. Se podría hablar de una duración sucesiva, pero discontinua, y
sobre la base de esa discontinuidad, se podría pensar que el muerto, al trascender el tiempo,
traspasa de golpe la distancia que nos separa a nosotros del final de la historia, del eschaton, y
entra en contacto con él: «Saliendo del tiempo, el muerto llega al final de los tiempos, un final
que, siendo inconmensurable según los parámetros de la temporalidad histórica, equidista de
cada uno de esos momentos. El instante de la muerte es distinto para cada uno de nosotros,
pues se emplaza en la sucesividad cronológica de nuestros calendarios; el instante de la
resurrección, en cambio, es el mismo para todos» (La otra dimensión, 350). Al pasar la barrera
de la muerte, el muerto entra en contacto con el eschaton que, cronológicamente hablando, no
es distinto de la muerte.
Viene a decir Léon Dufour que la resurrección de Cristo se entiende más bien como
exaltación gloriosa; es una realidad metahistórica y a ella sólo se llega por la fe.
Hay, según él, en el Nuevo Testamento un doble lenguaje para hablar del misterio pascual de
Cristo: 1) uno es el lenguaje de exaltación propio de los himnos (Flp 2, 6 ss.) que habla de la
exaltación gloriosa de Jesús sin hacer mención de la recuperación del cadáver, y 2) el lenguaje
de resurrección propio de las confesiones de fe (1 Cor 15, 3-5) que hacen referencia al
sepultado. Entiende Léon Dufour que el más genuino es el lenguaje de exaltación. El lenguaje
de resurrección es un lenguaje inadecuado que tiende a representar la resurrección como un
acontecimiento de la historia que viene cronológicamente después de la muerte de Jesús. Pero
el lenguaje de la resurrección no es el único (ib. 87).
288
Lo mismo ocurre con las apariciones de Jesús: hay un lenguaje tipo Galilea que presenta en
las apariciones dos elementos: la iniciativa de Jesús y la misión a la que envía a los suyos. El
lenguaje Jerusalén incorpora en las apariciones de Jesús un elemento nuevo que es el de
reconocimiento de su cuerpo resucitado. Lógicamente León Dufour privilegia el primer tipo
de lenguaje.
En las apariciones a Pablo (Gal 1, 13-23; Flp 3, 7-14; 1 Cor 9, 1-2; 1 Cor 15, 81-10) falta el
elemento de reconocimiento. Ahora bien, si es verdad que Pablo equipara su aparición a las
demás, ¿pertenece el elemento de reconocimiento a la esencia de la aparición? (ib. 109). Es
claro que el lenguaje de Jerusalén se fue imponiendo, porque mientras el de Galilea
(exaltación de Cristo glorioso) marcaba el fin de la historia, la tradición yeroslimitana
permitía situar en el pasado el acontecimiento pascual y lanzar la historia de la Iglesia hacia la
resurrección final (ib. 159).
No puede negar León Dufour el hecho de que las mujeres encontraron el sepulcro vacío (dado
que él sabe que en la antropología judía la resurrección implica la recuperación del cadáver),
pero puesto que no cuenta con él para la resurrección de Cristo, habría que pensar, dice en la
primera edición francesa, que se volatilizó en el espacio de tres días (Ed. París 1971, 304, nota
43). Conclusión que se vio obligado a cambiar en ediciones posteriores (y entre ellas, la
española), afirmando que al historiador no le compete saber sobre la cuestión del destino del
cuerpo de Jesús (Resurrección y mensaje pascual, 309, nota 43). El hallazgo del sepulcro
vacío que vemos en los evangelios no mira, dice nuestro autor, en primer lugar a señalar el
vacío, la carencia del cadáver (con un pretendido valor de demostración), cuanto a señalar la
victoria de Dios sobre la muerte (ib. 172-173).
Hablar de resurrección corporal, dice Léon Dufour, no consiste en mantener una identidad o
continuidad con el cuerpo terrestre, lo cual responde más bien a una antropología dualista:
alma inmortal que viene a recuperar el cuerpo sepultado. El cadáver ya no tiene relación
alguna con aquel que ha vivido, porque retorna al universo indiferenciado de la materia. En
consecuencia, el «cuerpo de Jesucristo es el universo asumido y transfigurado en él. Según la
expresión de Pablo, Cristo en adelante se expresa por su cuerpo eclesial. El cuerpo de
Jesucristo no puede ser limitado, por tanto, a su cuerpo "individual"» (ib. 320).
Todas estas teorías, a juicio del documento de la Comisión Teológica Internacional sobre
Algunas cuestiones actuales respecto a la escatología (1992; en La civiltà cattolica: 3401, 7-
III-1992, 458-494), han conducido a una «penumbra teológica», de modo que con ellas los
fieles no reciben ningún apoyo para su fe y consiguen poner en duda algunas verdades. Los
289
fieles, dice el documento, oyen discutir sobre la existencia del alma, sobre el significado de la
supervivencia, y presentar la resurrección en términos incomprensibles y contrarios a la
Tradición (ib. 460). El pueblo cristiano oye con perplejidad homilías en las cuales, mientras se
sepulta el cadáver, se afirma que ese muerto ya ha resucitado. «Hay que temer, confiesa el
documento, que tales homilías ejerzan un influjo negativo sobre los fieles, porque pueden
favorecer la actual confusión doctrinal» (ib. 468).
Visto lo cual, vamos a exponer la doctrina del Catecismo. Quede claro que el Catecismo, en
su metodología, emplea una exposición positiva de la doctrina. Es decir, no se dedica a refutar
errores, sino a exponer positivamente la doctrina de la Iglesia, aunque lo hace con tal claridad
que el lector puede comprobar inmediatamente si las teorías mencionadas pueden concordar o
no con su doctrina.
El primer apartado en el que hay que buscar la doctrina del Catecismo (Cathecismus Ecclesiæ
Catholicæ = CEC) es, sin duda alguna, el de la creación de hombre a imagen y semejanza de
Dios. Esta concepción del hombre aparecerá también a la hora de presentar la dignidad de la
persona como fundamento de la ética. Visto así el tema antropológico, estudiaremos a
continuación la resurrección de Cristo, para terminar con el tema de la resurrección del
hombre y de la escatología. Creo que ésta es la exposición más lógica y coherente.
Dice el Catecismo: «De todas las criaturas visibles sólo el hombre es "capaz de conocer y
amar a su Creador" (GS 12, 3); es la "única criatura sobre la tierra que Dios ha querido por sí
misma" (GS 24, 3); él sólo es llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida
de Dios. Para este fin ha sido creado y ésta es la razón fundamental de su dignidad» (CEC
356).
Así comienza el Catecismo hablando del hombre, recogiendo los mejores textos de Gaudium
et Spes, para decir a continuación que el hombre, por ser imagen de Dios, tiene la dignidad de
persona, de modo que no es algo, sino alguien; alguien «capaz de conocerse, de poseerse y de
darse libremente y de entrar en comunión con otras personas», siendo llamado por la gracia a
una alianza con su Creador, y a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro puede
dar en su lugar (CEC 357). Todo ha sido creado para el hombre, y el hombre ha sido creado
para servir y amar a Dios y para ofrecerle toda la creación (CEC 358).
Sigue el Catecismo recogiendo el pensamiento de Gaudium et Spes 22,1, que enseña que el
misterio del hombre sólo se esclarece verdaderamente en el misterio del Verbo encarnado. Y
gracias a la comunidad de origen, dice el Catecismo, todo el género humano forma una unidad
(CEC 360).
Hechas estas afirmaciones sobre el carácter trascendente y personal del hombre, entra el
Catecismo a analizar, más a fondo, la naturaleza humana. Y es así cuando expone una rica y
precisa doctrina al respecto.
El Catecismo subraya que el hombre es a la vez un ser corporal y espiritual (CEC 362). Y
llama la atención la preocupación del mismo por subrayar la unidad personal del hombre al
290
tiempo que la dualidad (no dualismo) de principios que en él se dan. Para subrayar la unidad,
acude al concilio de Vienne (DS 902), considerando al alma como «forma» del cuerpo. Aquí
el término de «forma» va entre comillas, como diciendo con ello que no trata de asumir una
filosofía determinada con sus particulares implicaciones de escuela, cuanto de afirmar el
pensamiento fundamental y básico según el cual «es gracias al alma como el cuerpo
constituido de materia es un cuerpo humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la materia
no son dos naturalezas, sino que su unión forma una única naturaleza» (CEC 365). El concilio
de Vienne pretendía, con su doctrina del alma como forma del cuerpo humano, no canonizar
el hilemorfismo, sino mantener la unidad sustancial del hombre, que quedaba comprometida
si se admite que el hombre tiene varias almas. El cuerpo humano, sigue diciendo el
Catecismo, participa de la dignidad de ser «imagen de Dios», precisamente porque está
animado de un alma espiritual, de modo que es la persona, toda entera, la que está destinada a
llegar a ser, en el Cuerpo de Cristo, templo del Espíritu Santo (CEC 364).
Así afirmada la unidad personal del hombre, el Catecismo subraya asimismo que en el
hombre hay una dualidad de principios que tienen origen diferente. Consciente de que en la
Sagrada Escritura el término de alma puede significar la vida humana (toda la persona
humana), sabe también el Catecismo y recuerda que dicho término designa también en la
Biblia lo que hay de más íntimo en el hombre (cf. Mt 26,38; Jn 12,27) y lo más valioso en él
(cf. Mt 10,28; 2 M. 6,30), aquello por lo que el hombre es más particularmente imagen de
Dios, de modo que «alma significa el principio espiritual del hombre» (CEC 363) (11).
Y, según esto, el cuerpo y el alma tienen un origen diferente. Mientras el cuerpo proviene de
los padres, el alma es creada inmediatamente por Dios. Así lo confiesa el Catecismo católico:
«La Iglesia enseña que cada alma espiritual es directamente creada por Dios (cf. Pío XII, enc.
Humani Generis, 195: DS 3896; Pablo VI, SPF 8) -no es "producida" por los padres-, y que es
inmortal (cf. Cc. de Letrán V, año 1513: Ds 1440): no perece cuando se separa del cuerpo en
la muerte, y se unirá de nuevo al cuerpo en la resurrección final» (CEC 366) (12).
Laterano IV, Humani Generis y Credo del Pueblo de Dios sostienen, de acuerdo con la
inmortalidad natural que siempre ha mantenido la Iglesia respecto del alma, que ésta subsiste
después de la muerte separada del cuerpo, hasta que se junte a él en la resurrección final.
Dejemos que lo diga Sto. Tomás de una forma lapidaria: «El alma, como es substancia
inmaterial, no puede ser producida por generación, sino sólo por creación divina. Decir, pues,
que el alma intelectiva es producida por el que engendra, equivale a negar su subsistencia y a
291
admitir, consecuentemente, que se corrompe con el cuerpo. Es, por consiguiente, herético
decir que el alma intelectiva se propaga por generación» (STh I, q.118,2)
El único origen posible del alma es, por tanto, la creación directa e inmediata por parte de
Dios. El alma no proviene de la evolución. Ni aun con la potenciación de Dios puede surgir lo
simple a partir de lo que tiene partes extensas en el espacio, pues se trata de dimensiones
contrarias.
Por otra parte, es también un contrasentido decir que del alma propiamente conocemos sólo su
existencia, no su naturaleza. Pero ¿cómo es posible decir que existe algo que trasciende a la
materia, a lo que tiene partes extensas en el espacio, y decir también que desconocemos su
naturaleza? ¿No es ésa justamente su naturaleza?
A propósito del conocimiento racional de Dios, creemos que el Catecismo realiza un progreso
respecto de la Tradición. Ha presentado, junto a la vía del mundo para llegar a Dios, la vía del
hombre, pero purificándola de toda connotación propia del postulado y confiriéndole una base
ontológica.
Este párrafo es de una importancia incalculable. Con él se ha evitado el recurso a la vía del
postulado, la de Kant o la que sigue la escuela de Maréchal, para llegar a Dios. En efecto, la
tendencia al Infinito, la apertura a la Verdad y a la Belleza prueban que tendemos a ellas, no
que de hecho existen. Esta tendencia del hombre al Infinito sirve, por supuesto, para plantear
al problema de Dios desde dentro del hombre, pero nunca asegura una respuesta, pues la
realidad no puede ser probada por el deseo (J. A. Sayés, Principios filosóficos... 60-61;
95,99,101; 150-156).
292
Se ha preferido así en el Catecismo dar una base ontológica a la llamada prueba del hombre:
la tendencia al Bien, a la Verdad y al Infinito, la libertad misma del hombre y su conciencia
son signos de un alma espiritual, la cual, siendo irreductible a la materia, sólo en Dios puede
tener su origen. De este modo, del postulado se ha pasado a una prueba de verdadero alcance
ontológico: sencillamente, hay en el hombre un alma espiritual que no puede provenir de la
materia y que, por tanto, sólo en Dios puede tener su origen inmediato. De la irreductibilidad
del alma a la materia, deduce el Catecismo que su origen inmediato es Dios. Yo diría incluso
que, con este procedimiento, se ha recuperado lo bueno de la Tradición agustiniana,
apuntalándolo con una buena ontología del alma. Se da en este párrafo una constatación de la
existencia del alma a partir de sus manifestaciones espirituales, y una prueba de la existencia
de Dios en cuanto que el alma es irreductible a la materia y sólo puede provenir de El.
3. La fundamentación de la moral
Nos interesa ahora solamente el primer elemento, el fundamento natural de la ética. Y dice así
el Catecismo: «Dotada de una alma "espiritual e inmortal" (GS 14), la persona humana es la
"única criatura en la tierra a la que Dios ha amado en sí misma" (GS 24, 3). Desde su
concepción está destinada a la bienaventuranza eterna» (CEC 1703). Es por esto por lo que el
hombre está dotado de razón, voluntad, libertad y conciencia (1704-1706).
Hablando el Catecismo del carácter inviolable de la vida humana, dirá, a propósito del quinto
mandamiento, lo siguiente: «La vida humana es sagrada, porque desde su inicio comporta la
acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su
único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en
ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano
inocente» (Congr. Doctrina Fe, instr. Donum Vitae, introd. 6) (CEC 2258) (14).
1. La resurrección de Cristo
293
En el tema tan traído hoy en día de la resurrección de Cristo llama la atención el tremendo
equilibrio que el Catecismo mantiene entre dos afirmaciones:
b) Pero, por otro lado, esta resurrección de Cristo no ha escapado a la historia, porque se ha
manifestado históricamente mediante el sepulcro vacío y las apariciones. De este modo, el
Catecismo no sólo es fiel a lo que dicen los textos de la S. Escritura, sino que escapa al
fideísmo en el que caen hoy en día tantos teólogos.
Pero fueron sobre todo las apariciones las que condujeron a los apóstoles a la fe: apariciones a
Pedro, los doce, etc., hombres concretos, conocidos por los cristianos, de los que la mayoría
vivían entre ellos, como confiesa Pablo. «Con estos testimonios, afirma el Catecismo , es
imposible interpretar la resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como
un hecho histórico» (643). La fe de los discípulos no se puede explicar por un proceso de
exaltación mística, toda vez que estaban sumidos en el abatimiento y la depresión. Incluso
cuando ven a Jesús, todavía dudan; claro exponente de que estos textos no son producto de la
fe de los apóstoles.
Los apóstoles pudieron constatar que el cuerpo resucitado de Cristo era el mismo que fue
crucificado (CEC 645). Jesús les invita a reconocer que no es un espíritu, si bien su cuerpo
posee las propiedades de un cuerpo glorioso, de modo que su humanidad no podía ser
detenida en la tierra y no pertenecía ya sino al domino del Padre (CEC 645).
La esperanza cristiana en la resurrección está, pues, totalmente marcada por los encuentros
con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como El, con El y para El (CEC 995). Esta fe
en la resurrección, original del cristianismo, fue lo que suscitó la mayor oposición en los
orígenes contra el cristianismo. Lo vemos, por ejemplo, en la predicación de San Pablo a los
atenienses, gente que «no se ocupan en otra cosa que en decir y oir novedades... Cuando
oyeron lo de la resurrección de los muertos, algunos se echaron a reir, y otros dijeron: Ya te
oiremos sobre esto en otra ocasión. Así salió Pablo de en medio de ellos» (Hch 17,21. 32-33).
Ya decía San Agustín que ningún otro punto de la fe ha encontrado mayor contestación que la
resurrección de la carne (Sal 88, 2,5).
Entiende el Catecismo que la muerte es la separación del alma y del cuerpo. Mientras éste va
al sepulcro, el alma va al encuentro con Dios esperando que El dará la vida incorruptible a
nuestros cuerpos sepultados. Esta resurrección de la carne, dirá el Catecismo, tendrá lugar al
final de la historia con la llegada de nuestro Señor. Resucitaremos con los mismos cuerpos
que ahora tenemos (CEC 999) y que serán transformados gloriosamente al final de la historia:
«Cristo resucitó con su propio cuerpo: "Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo" (Lc 24,
39); pero El no volvió a una vida terrena. Del mismo modo, en El, "todos resucitarán con su
propio cuerpo, que tienen ahora" (Conc. de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será
"transfigurado en cuerpo de gloria:" (Flp 3, 21), en "cuerpo espiritual" (1 Cor 15, 44)" (CEC
999), en el último día, en el acontecimiento de la parusía del Señor» (CEC 1001) (15).
295
Es curioso ver cómo se repite la historia del dogma en este punto. La afirmación de la
escatología del alma separada no aparece en la historia del dogma como un influjo de la
filosofía helénica, sino en conexión con el dogma de la resurrección al final de los tiempos.
Nunca la Iglesia o la Biblia han pensado que se resucite con una corporalidad distinta de la
que va al sepulcro y que tenga lugar en el momento de la muerte. La fe de la Iglesia habla,
más bien, de la resurrección final de los cuerpos, los que ahora tenemos, al final de la historia.
Mientras tanto, tiene lugar la escatología de las almas.
-En 1 Tes 4,16-18 responde S. Pablo a la preocupación de los tesalonicenses sobre la suerte de
los que han muerto. Puesto que la parusía se retrasaba, la preocupación de éstos consistía en
saber qué ocurriría con los ya muertos antes de la parusía. San Pablo contesta diciendo que los
muertos resucitarán en primer lugar con Cristo; luego, los que vivimos, dice, seremos
arrebatados al cielo con Cristo. Esto supone, por lo tanto, que los muertos no han resucitado
todavía y que de ellos pervive algo después de la muerte según la creencia judía de que los
muertos perviven en el sheol.
-Flp 1,20-24 dice así: «... espero que en modo alguno seré confundido; antes más bien con
plena seguridad, ahora como siempre, Cristo será glorificado en mi cuerpo, por mi vida o por
mi muerte, pues para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia. Pero si el vivir en la
carne significa para mi trabajo fecundo, no se qué escoger... Me siento apremiado por las dos
partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual ciertamente es con mucho lo
mejor; mas, por otra parte, quedarme en la carne es más necesario para vosotros. Y,
persuadido de esto, sé que me quedaré y permaneceré con todos vosotros para progreso y
gozo de vuestra fe, a fin de que tengáis por mi causa un nuevo motivo de orgullo en Cristo
Jesús cuando ya vuelva a estar entre vosotros».
En este texto Pablo piensa en una reunión con Cristo inmediatamente después de la muerte
individual y antes de la resurrección de los muertos que en toda la carta es colocada al final de
los tiempos (17). Ese partir supone un dejar de vivir en la carne, mientras que la vida en el
mundo es un vivir en la carne.
-2 Cor 5,1-10 (18). En la primera parte de esta perícopa afirma San Pablo que «si la tienda de
nuestra mansión terrena se deshace, tenemos un edificio que procede de Dios, una casa no
hecha por manos humanas, eterna, en los cielos» (5,1). La tienda de nuestra mansión terrena
es sin duda nuestro cuerpo mortal (Flp 1,23; 2 Pe 1,14). El edificio que tenemos en el cielo es
el cuerpo resucitado que, según el pensamiento escatológico de Pablo y por su referencia al
estado de desnudez que supone la muerte, es el cuerpo que se recibe en la parusía (C. Pozo,
op. cit., 259).
La preferencia de Pablo es que la parusía le encuentre con vida (vestido) es decir, sin haber
muerto previamente, de modo que sería revestido de aquella habitación celeste. No quiere que
la muerte le sobrevenga antes de la parusía de modo que se encuentre «desnudo» cuando ésta
296
llegue (5, 3). Es claro que este estar desnudo por la muerte significa un estado de privación
del cuerpo.
Después del v. 8, Pablo expone su deseo de «salir de este cuerpo» para vivir en el Señor,
cuando previamente había expresado el deseo de no morir y ser sobrevestido. Esto se entiende
por un lado por la repugnancia natural a la muerte, y por otro, porque mirando la realidad con
los ojos de la fe, vivir es habitar en el cuerpo estando ausentes del Señor, mientras que morir
es dejar de habitar en el cuerpo para estar con el Señor (Flp 1, 23) (19).
Distinto es el estado de María asunta ya en cuerpo y alma a los cielos. El Catecismo enseña
que la «Asunción de la Santa virgen es una participación singular en la resurrección de su
Hijo y una anticipación de la resurrección de los otros cristianos» (CEC 966). Esta
singularidad de María quedaría rota si todos resucitáramos como ella en el momento de morir.
Por otro lado, el termino de «anticipación» es un término temporal que no puede ser reducido
a «en plenitud».
Señalemos por último, aunque sea brevemente, que el Catecismo vuelve a hablar del alma
separada a propósito del juicio particular: «Cada hombre, después de morir, recibe en su alma
inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través
de una purificación (cf. conc. de Lyon: DS 857-858; conc. de Florencia: DS 1304-1306; conc.
de Trento: DS 1820), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (cf.
Benedicto XII: DS 1000-1001; Juan XXII: DS 990), bien para condenarse inmediatamente
para siempre (cf. Benedicto XII: DS 1002)» (CEC 1022).
Así pues, la liturgia y la piedad del pueblo cristiano acertaban y aciertan al pedir a Dios que
«las almas de los fieles difuntos» descansen en paz.
a) La antropología bíblica
Ahora bien, más allá de esta terminología, no necesariamente perfecta, pues el pueblo hebreo
no tiene una conceptualización desarrollada en campo metafísico, se da una concepción
teológica sobre la resurrección que, en el fondo, es más importante para conocer la
antropología hebrea. De la terminología antropológica hebrea, dice Pozo que «no es un dato
primariamente teológico, aunque consignado en la Escritura. Mucho más directamente
teológica es la doctrina sobre el más allá. Y pienso que fue la progresiva revelación de un
297
mensaje sobre el más allá, lo que impulsó e hizo evolucionar las concepciones antropológicas
hebreas. Con ello quiero decir que no fue el estudio del hombre lo que determinó los límites
de la escatología bíblica, sino ésta la que obligó a una más profunda visión teológica del
hombre». En la antropología hebrea, mientras el núcleo personal (refaim) va al sehol, el
cadáver va al sepulcro. Ambos elementos -he ahí la dualidad- son salvados. Es, pues, una
antropología dual (20).
Por otra parte, el mismo concepto de nefes que en un principio significaba la persona entera
en cuanto viviente, en los salmos místicos va adquiriendo una evolución hasta significar el
alma espiritual, la psiché espiritual en distinción del cuerpo, algo que quedará plenamente
desarrollado en el libro de la Sabiduría, como ya vimos más arriba (III,1; nota 11).
Se ha apelado, como hemos visto, al hecho de que más allá de la muerte no existe el tiempo.
Mientras nuestras muertes se sucederían aquí en el tiempo, en el más allá la resurrección
corporal de todos los muertos coincidiría en un único momento, ya que en él no existiría el
tiempo.
Ante este problema es preciso recordar algo de suma importancia. Cabe distinguir entre
sucesión física (movimiento físico) y sucesión psicológica de los actos del espíritu, y ésta
tendría sin duda alguna en el más allá. Alfaro, por ejemplo, hablando de la visión beatífica,
dice que el hombre no pierde toda sucesión de actos, una transición a actos de la voluntad y
del amor creados, un tránsito de potencia a acto, un movimiento, pues es la movilidad radical
pura de la criatura. Y, sin esta movilidad, el hombre se identificará totalmente con Dios
perdiendo su autonomía de criatura (J. Alfaro, Trascendencia e inmanencia de lo sobrenatural:
Gregorianum, 1957, 43).
El mismo proceso de purificación que implica el purgatorio, implica una sucesión de actos
hasta completar la santidad requerida. En ello se basa la posibilidad de ofrecer sufragios por
los muertos (CEC 1030-1032).
Por otro lado, desde el punto de vista filosófico, es clara la posibilidad de subsistencia de un
yo personal tras la muerte sin el complemento del cuerpo y la posibilidad de actos de
conocimiento y amor. El conocimiento sensible que aquí procura el cuerpo es condición en la
tierra de todo conocimiento intelectual, pero no es causa del mismo. Puede por tanto subsistir
y conocer y amar el sujeto personal que pervive sin el complemento del cuerpo, esperando
que en el gozo de Dios participe también el cuerpo propio tras la victoria final de Cristo sobre
298
la muerte. Volvemos a repetir que la plenitud del gozo en la escatología intermedia se refiere
al objeto contemplado: Dios en sí mismo, no a la plenitud del sujeto que contempla. No ha
llegado todavía la fase final del reino y ello repercute en la salvación misma. Si la salvación
no ha llegado aún a su plenitud es porque el reino no se ha completado en su etapa final. No
podríamos entender además que el hombre gozara de una integridad total y de un triunfo total
sobre la muerte y el cosmos, cuando el triunfo total de Cristo sobre la muerte y el cosmos aún
no ha tenido lugar. Decíamos que, siendo el eschaton una realidad que se manifiesta en la
victoria de Cristo sobre el cosmos y la muerte, no se ha realizado aún. La salvación no es aún
completa y por ello el hombre tras la muerte y antes del triunfo total de Cristo no puede tener
una salvación completa y definitiva.
Pero hablemos ahora de los inconvenientes que encierran las nuevas teorías y que son, a mi
modo de ver, sumamente graves.
1) La llamada antropología unitaria, lejos de ser un esfuerzo que facilita la fe, la desfigura
gravemente, toda vez que cae en el fideísmo en el más allá, al perder la certeza en la
inmortalidad natural del alma y la objetividad de las apariciones de Cristo. Es paradójico, pero
es así: deja a la fe en el más allá totalmente indefensa, de modo que, creyendo en él sin
motivación racional e histórica alguna, apreceríamos ante el agnóstico de hoy como el fideísta
que se refugia fácilmente en su torre de marfil.
Conclusión
El Catecismo para la Iglesia católica ha trazado las líneas fundamentales de la existencia del
alma y sus implicaciones teológicas. Ha mantenido los datos básicos sin los cuales uno no se
puede decir en comunión con la fe católica: El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios,
299
posee una unidad personal en una dualidad de principios: el cuerpo, que proviene de los
padres, y el alma, que es directamente creada por Dios. En su carácter trascendente se basa su
dignidad espiritual y sagrada, base y fundamento de toda ética. Siendo el alma espiritual e
inmortal, subsiste después de la muerte hasta unirse al mismo cuerpo que tenemos y que
resucitará al final de la historia. El hombre resucitará con el mismo cuerpo con el que ha
vivido, a semejanza de Cristo resucitado.
La transfiguración del Cuerpo de Jesús no es sino una situación cualitativa que presupone la
identidad del mismo cuerpo. De igual manera, nuestros cuerpos transformados en gloria,
seguirán siendo los mismos cuerpos con los que hemos vivido. A Dios, creador de todo, le
sobra poder para salvar nuestros cuerpos históricos.
No se puede decir que el Catecismo haya dado preferencia teológica a una línea en contra de
otras, pues el Catecismo metodológicamente no ha querido entrar en cuestiones teológicas; lo
que hace sencillamente es recoger los datos de la Tradición que toda explicación teológica
tiene que tener en cuenta como punto de partida. Tampoco se puede afirmar que el Catecismo
sea simplemente un nivel de afirmación de la fe distinto del teológico, de modo que éste
pudiera contradecir lo que el Catecismo enseña. Es cierto que son dos niveles diferentes: la
regula fidei y la intelligentia fidei. Uno se limita a exponer los datos básicos de la fe y el otro
trata de profundizar teológicamente en ellos; pero no constituyen una doble verdad, como si
uno pudiera contradecir al otro.
El Catecismo deja abierta la posibilidad de una ulterior profundización del tema en aras a
explicar adecuadamente esa unidad personal en la dualidad de principios. Personalmente,
estoy convencido de que la solución teológica al problema deberá inspirarse en la cristología.
En el campo de la cristología ocurría que, mientras la escuela de Antioquía distinguía bien la
naturaleza divina y la humana de Cristo, sin saber unirlas adecuadamente, la escuela de
Alejandría conseguía esta unidad en detrimento siempre de la integridad de la naturaleza
humana. Calcedonia mantiene la integridad de ambas naturalezas en una unidad de persona,
que hace de bisagra de las mismas, como único sujeto gestor de ambas. ¿No podríamos pensar
también en algo análogo en el campo antropológico? ¿Por qué no buscar la solución que trate
de mantener la integridad del cuerpo y del alma en la unidad personal de un único sujeto que
gestione ambos? Ante el dualismo de un cuerpo y alma separados, no vale como solución
conseguir la unidad a base de sacrificar la naturaleza y la integridad del alma espiritual e
inmortal. Aquí, como en cualquier otro problema teológico, es sumamente saludable el uso de
la analogía de la fe.
Pensamos por lo tanto que hay aquí una tarea apasionante que, sabiendo dar cuenta de todos
los datos de la fe, no sacrifique ninguno de ellos.
Notas
1.- Dice Ruiz de la Peña que el alma es la estructura, la morfé, la forma del cuerpo humano
(Las nuevas antropologías, Santander 1983, 211). No se puede hablar en el hombre de dos
sustancias ontológicamente diferentes. La antropología bíblica dice (ib., 220), desconoce el
dualismo alma-cuerpo y describe al hombre indistintamente como carne animada o alma
encarnada, no como composición de dos realidades. No se puede, pues, emplear el sistema
dicotómico de cuerpo y alma, extraño a la antropología bíblica. «Tal lenguaje no sería
utilizable, obviamente, en una interpretación monista del hombre; si lo es en una antropología
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cristiana, será sólo a condición de que los términos alma cuerpo no signifiquen ya lo mismo
que significaban en el ámbito del dualismo» (ib., 221). El alma humana no es un principio que
compone con otro sino, como en la filosofía hilemórfica, un coprincipio que junto con el
coprincipio de la materia forma el único ser del hombre (Id., Imagen de Dios. Antropología
fundamental, Santander 1988, 130).
Por ello son dos realidades inseparables: «La unidad espíritu-materia cobra, pues, su más
estricta verificación; el espíritu finito es impensable a extramuros de la materialidad, que
opera como su expresión y su campo de autorrealización. A su vez, el cuerpo no se limita a ser
instrumento o base del despegue del espíritu; es justamente su modo de ser; a la esencia del
espíritu humano en cuanto espíritu pertenece su corporeidad» (ib., 131). Cuerpo y alma son
momentos estructurales de una misma y única realidad (ib., 132). Cabe distinguirlos, pero no
pueden ser separados (ib., 133).
2.- Dice Ruiz de la Peña que el alma es cuando menos un postulado (Las nuevas
antropologías, 211), y afirma: «La aserción teológica el alma es funcional, está en función de
la dignidad y del valor absoluto del único ser creado que es "imagen de Dios" (ib., 210). No se
plantea el problema de la demostrabilidad del alma. E1 pensamiento cristiano, dice, entiende
el quid del alma teológicamente, es decir, más existencial y soteriológicamente que
ontológicamente: el alma es la capacidad que tiene el hombre de ser interpelado por Dios»
(Imagen de Dios, 140).
4.- La aserción teológica del alma es funcional, dice Ruiz de la Peña. Es verdad que la
diversidad funcional, estructural, cualitativa, del ser cuerpo propia del ser hombre está
demandando una peculiaridad entitativa, ontológica del mismo ser del hombre (Las nuevas
antropologías, 211); pero este autor no fundamenta ese momento ontológico. Nosotros
creemos que no puede fundamentarlo (por vía de demostración) dado que una demostración
del mismo le conduciría a la admisión en el hombre (a partir de sus manifestaciones
espirituales) de un principio espiritual, distinto esencialmente del corporal, conduciéndolo así
a una solución que él ha llamado «dualista».
5.- En Santo Tomás, dice Ruiz de la Peña (Las nuevas antropologías 223), el hombre consiste
en la unión sustancial del alma y de la materia prima, y no del alma y del cuerpo: «lo que
existe realmente es lo único; en el hombre concreto no hay espíritu por un lado y materia por
otro. El espíritu en el hombre deviene alma, que no es un espíritu puro, sino la forma de la
materia. La materia en el hombre deviene cuerpo, que no es una materia bruta, sino informada
por el alma» (ib., 223). El alma es principio de la materia, un factor estructural, y el cuerpo es
la alteridad del alma. A su esencia pertenece la corporeidad. No son pues separables (ib., 224).
Son dos coprincipios y no dos seres.
8.- Ruiz de la Peña, por ejemplo, no admite la inmortalidad natural del alma, y advierte que
muere el hombre entero: «En una antropología unitaria, muerte es, según vimos, el fin del
hombre entero. Si a ese hombre a pesar de la muerte, se le promete un futuro, dicho futuro
sólo puede pensarse adecuadamente como resurrección, a saber, como un recobrar la vida en
todas sus dimensiones, por tanto, también en la corporeidad. Lo que aquí resulta problemático
es el concepto de inmortalidad...» (La imagen de Dios, 144).
9.- Según Ruiz de la Peña, «el aserto definido por Letrán no conlleva necesariamente una
ontología del alma, ni impone el esquema del alma separada (la problemática del estadio
intermedio quedaba fuera de la intención conciliar), ni exige que la inmortalidad enseñada sea
una inmortalidad natural; puede ser ya gracia y no cualidad inmanente» (La imagen de Dios,
151).
10.- En este sentido, Ruiz de la Peña estima que «las teorías alternativas a la doctrina
tradicional quieren mantener esa verdad del hombre, para hacer así creíble no sólo la
afirmación de la unidad psicosomática, sino también la esperanza en la supervivencia del ser
humano en su cabal identidad e integridad» (La otra dimensión, 358).
11.- En los llamados salmos místicos (16; 49; 73) se da una evolución hacia el concepto de
alma separada después de la muerte y presente en el sheol (Cf. C. Pozo, Teología del más allá,
BAC, Madrid 1980, 214 ss).
-El salmo 49,16 dice así: «Pero Dios rescatará mi alma del sheol, puesto que me recogerá». El
término que se utiliza es el de nefes, pero ahora nefes cobra un sentido de mayor sustantividad
e individualidad. Mientras que el término rafaim hace referencia a un plural anónimo, aquí se
habla de mi alma, acentuando la relación de intimidad con Dios. Esto hace pensar, afirma
Coppens, en la convicción que el autor bíblico tiene de la subsistencia del alma separada más
allá de la muerte. Pozo ve en ello una evolución del término de nefes que, de ser usado en el
mundo de la antropología de los vivos, pasa ahora a significar el alma que subsiste después de
la muerte y viene a ser equivalente de psiché (ib., 270). No obsta a ello el que, a veces, al
alma en el sheol se le apliquen propiedades corpóreas, pues eso mismo ocurre en la primera
reflexión griega sobre el alma que es calificada de inmortal, aun cuando no todavía
claramente espiritual. La reflexión filosófica sobre la espiritualidad del alma comienza
fundamentalmente con Platón. Esta mayor sustancialidad e individualidad del alma permite
frente al anonimato de los refaim, entender que la suerte de los justos, después de la muerte,
es diversa de la de los impíos.
-Se subraya también en el salmo 16,10: «pues no abandonarás mi alma en el sheol, ni dejarás
que tu siervo contemple la corrupción», subrayando a continuación la felicidad del alma con
Dios. El justo es liberado ya del sheol y llevado junto a Dios, de modo que el sheol queda
reservado ya para los impíos (cuando, en un primer momento, en el sheol habitaban unos y
otros aunque a diferente nivel). El salmo 16 introduce, pues, la esperanza en la resurrección
corporal. El v 9: «mi cuerpo descansa en seguridad» es una alusión a la paz del sepulcro y la
frase «no permitirás que tu siervo contemple la corrupción» es una esperanza en la
resurrección. Es una esperanza aún imprecisa, confiesa la Biblia de Jerusalén, pero que
preludia la fe en la resurrección (Dan 12,2; 2 Mc 7,11). Las versiones traducen fosa por
corrupción. Que aquí se refiera a una resurrección del sepulcro parece incontrovertible por el
hecho de que no se puede hablar propiamente de corrupción en el sheol. En el sheol hay una
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-Finalmente en Mateo 10,28 encontramos las palabras de Cristo: «No temáis a los que pueden
matar el cuerpo, pero no pueden matar el alma (psiché); temed más bien a los que pueden
echar cuerpo y alma a la gehemna». G. Dautzenberg ha demostrado que aquí el término de
psiché hay que tomarlo como alma y no como vida (Cf. Sein Leben bewahren. Psiché in den
Herrenworten der Evangelien, Munchen 1966, 153). El cuerpo puede ser matado, pero el
alma, no; lo cual corresponde a la dualidad cuerpo-alma. Decir por ello que aquí alma
significa la persona entera es inaceptable, toda vez que va unida a cuerpo como partes que se
distinguen y contraponen.
12.- -El concilio de Letrán (1513) quiso denunciar la teoría averroísta: «condenamos y
reprobamos que el alma intelectiva es mortal o única en todos los hombres, y a los que tales
cosas pongan en duda» (DS 1440). Este texto conciliar muestra que la inmortalidad del alma
es algo básico en el cristianismo y que la razón no puede demostrar lo contrario de lo que
enseña la Iglesia. Afirma la inmortalidad del alma individual, no la del compuesto cuerpo-
alma, si bien presenta el alma como forma del cuerpo. El concilio no se pronunció sobre la
demostrabilidad racional de la inmortalidad del alma. A pesar de la insistencia de León X en
este sentido y de la mayoría de los teólogos, Cayetano influyó en sentido contrario. De todos
modos, afirma el concilio que la inmortalidad del alma es patrimonio de la fe católica. El alma
es inmortal y se da en la multitud de cuerpos en los que se infunde.
-Encíclica Humani Generis (1950): «El magisterio de la Iglesia no se opone a que el tema del
evolucionismo, en el presente desarrollo de las ciencias humanas y de la teología, sea objeto
de investigaciones y discusiones de peritos en uno y otro campo. Siempre, desde luego, que se
investigue sobre el origen del cuerpo humano a partir de una materia ya existente y viva,
porque la fe católica nos obliga a mantener la inmediata creación de las almas por Dios» (DS
3896).
-El Credo del pueblo de Dios (1968) enseña que Dios ha creado en cada hombre un alma
espiritual e inmortal (n. 8). También el documento de la Congregación para la doctrina de la fe
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Donum vitae, sobre la bioética, enseña que «el alma espiritual de cada hombre es
inmediatamente creada por Dios» (Intr. n. 5).
13.- No olvidemos que los partidarios de la llamada antropología unitaria aceptan de buena
gana la teoría tomista del alma como forma del cuerpo, pero silencian a Sto. Tomás cuando,
superando a Aristóteles en este campo (Aristóteles no aceptaba la inmortalidad del alma
individual, creyendo que como forma suya se corrompe con el cuerpo en la muerte), defendía
que el alma, aparte de ser forma, es también substancia, dotada de un propio actus essendi que
le permite poder subsistir separada después de la muerte. Este actus essendi lo comunica el
alma a la materia, de modo que en el hombre hay un solo actus essendi, un solo esse, que
garantiza su unidad. El esquema de Aristóteles no es ya el de Sto. Tomás (Cf. J. A. Sayés,
Principios filosóficos del cristianismo, Edicep, Valencia 1990, 81).
14.- Remitimos también al magnífico artículo de C. Schönborn sobre la cuestión del alma
humana, en cuanto fundamento de la dignidad espiritual del hombre y de la ética: L’homme
creé par Dieu: le fondement de la dignité de l’homme: Gregorianum, 1984, 337-363.
15.- Este realismo de la fe cristiana es el que hacía decir a San Ireneo: «Que nos digan los que
afirman lo contrario, es decir, los que contradicen a su salvación: ¿en qué cuerpo resucitarán
la hija muerta del gran sacerdote, y el hijo de la viuda al que llevaban muerto cerca de la
puerta de la ciudad, y Lázaro que había estado ya en la tumba cuatro días? Evidentemente, en
aquellos mismos cuerpos en que habían muerto; porque si no hubiera sido en aquellos
mismos, no habrían sido ya estos muertos los mismos que resucitaron» (Adv. Haer. 5,13: PG
7,1156).
Ésta es también la Fides Damasi (fines s.V): «Creemos que el último día hemos de ser
resucitados por él en esa misma carne en que ahora vivimos» (DS 70). El concilio XI de
Toledo (675) rechaza que la resurrección tenga lugar «en una carne aérea o en otra
cualquiera». La fe se refiere a la resurrección en «la carne en que vivimos, subsistimos y nos
movemos», según el modelo de la resurrección de Cristo, cabeza nuestra (DS 540). La
Professio fidei de León IX (1053) dice en el mismo sentido: «Creo en la verdadera
resurrección de la misma carne que ahora llevo» (DS 684). Y la profesión de fe prescrita a los
valdenses (1208): «creemos en la resurrección de esta carne que llevamos y no de otra» (DS
797).
16.- En este sentido la bula de Benedicto XII que defiende la escatología de las almas
separadas inmediatamente después de la muerte, lo hace con toda la tradición, partiendo de la
fe de que la resurrección de los cuerpos tiene lugar al final de la historia. Es sabido que se ha
defendido la tesis de que la bula de Benedicto XII define simplemente, contra la posición
mantenida por Juan XXII, que la bienaventuranza del hombre comienza inmediatamente
después de la muerte. Esta doctrina estaría expresada en los esquemas de la cultura de aquel
tiempo (concepción del alma separada tras la muerte), pero eso no sería objeto de definición.
Pozo ha contestado a esto que «el papa Benedicto XII afirma en ella mucho más que lo
estrictamente necesario para una mera refutación negativa (en conceptos de la época) de la
posición de Juan XXIII sobre la dilación de la visión beatífica. Así, p. e., desarrolla el
concepto de juicio universal del mundo para los hombres ya resucitados, y contrapone este
estado al estado previo de la escatología de las almas». Esta aclaración de Pozo nos parece
certera, pero pensamos que lo que decide definitivamente si el tema del alma separada es un
esquema representativo o no, es que es conclusión del dato de fe de que la resurrección de los
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cuerpos tiene lugar al final de la historia. Con otras palabras, para el papa Benedicto XII la
afirmación de la escatología del alma separada es mucho más que un esquema representativo,
pues es una deducción del dato de fe de la resurrección de los cuerpos al final de la historia, y
como tal, la asume en la definición. Es algo que se puede decir no sólo de esta Bula sino de la
tradición toda de la Iglesia. Digamos también, a propósito del Lateranense V (1513), que
definió la inmortalidad del alma individual contra la sentencia de los averroístas que
defendían sólo la inmortalidad del alma común y separada de los hombres, y que ciertamente
el concilio en este momento no pretende hablar del tema del alma separada y prescinde
incluso de la cuestión de la demostrabilidad racional del alma espiritual e inmortal. Ahora
bien, se tergiversa el pensamiento del concilio cuando se afirma que esa inmortalidad se
refiere a la persona y no a una parte del hombre, el alma (aun cuando el concilio presente el
alma como forma del cuerpo). La tradición de la Iglesia había mantenido siempre la
inmortalidad del alma, nunca del cuerpo ni del conjunto corpóreo-espiritual. Santo Tomás, por
otro lado, había abierto para este tiempo la posibilidad filosófica de la subsistencia del alma
separada. Dicho de otro modo, en el concilio nadie piensa que la inmortalidad es una cualidad
de la unidad corpóreo-espiritual del hombre, sino sólo del alma.
Se puede comprobar aquí perfectamente que la afirmación de la esctología del alma separada
va indisolublemente unida a la afirmación de la victoria sobre la muerte el día de la
resurrección. Y recordemos también el documento de la Congregación de la Doctrina de la Fe
(1979) en el que se afirma «la supervivencia y la subsistencia, después de la muerte, de un
elmento espiritual que está dotado de conciencia y de voluntad, de manera que subsiste el yo
humano carente mientras tanto del complemento de su cuerpo». El documento ve en María un
caso único en cuanto que, ascendida al cielo en cuerpo y alma, posee ya por anticipación la
glorificación reservada a todos los elegidos (AAS 73, 1979, 941).
17.- A. Díez Macho, La resurrección de Cristo y del hombre según la Biblia, Valencia 1977,
222-225. Sobre el tema de Flp 1,20-24: B. Rigaux, Dieu l’a ressucité. Exégèse et théologie
biblique, Gembloux 1973, 410ss; A. Díez Macho, op. cit., 220-225; C. POZO, op. cit. 254ss.
18.- A. Díez Macho, op. cit., 207-220; A. Feuillet, La demeure céleste et la doctrine des
chrétiens. Exégèse de II Cor 5,1-10 et contribution à l’étude des fondements de la
eschatologie paulinienne: Rech. Scien. Rel., 1956, 161-192; 360- 402; M. Guerra,
Antropologías y teología, Pamplona 1976; M. Rissi, Studien zum zweiten Korintherbrief,
Zurich 1969, 65-98.
19.- Ruiz de la Peña (cf. La otra dimensión, Santander 1975, 377ss), comentando a H.
Lietzmann, observa que el texto se está refiriendo a una parusía próxima. Así que considerar
los v. 6-8 como una disgresión sobre la muerte antes de la parusía es introducir en la marcha
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de las ideas un corte abrupto. Además Pablo había expresado el deseo de ser revestido y no
hallarse desnudo, ¿cómo entonces ahora parece decidirse por este estado? La respuesta nos
parece encontrarse en lo que dice Rissi (op. cit., 94) cuando explica que mientras Pablo siente
una repugnancia natural a morir, desde los ojos de la fe prefiere morir para estar con Cristo,
de modo que viene a repetir lo dicho en Flp 1,23. Pero Ruiz de la Peña presenta dos
objecciones más:
Pensamos que es cierto que existe una contraposición escatológica, pero esta comunión con
Cristo puede suponer el salir del cuerpo (5,8), un estar fuera de él (5, 9), un estado de
desnudez (5,8), si es que la muerte nos sobreviene antes de la parusía.
Observa Ruiz de la Peña que aun contando con que aquí se hablara de la posibilidad de la
muerte antes de la parusía, nada autoriza a pensar que se entienda como una separación del
cuerpo del alma. Pues bien, pensamos nosotros que si Pablo coloca la resurrección de los
cuerpos al final de la historia (1 Cor 15,23; 1 Tes 4, 16) y confiesa que hay quien muere antes
de ella (1 Cor 15, 51; 1 Tes 4, 16) es lógico que piense en una separación de cuerpo y de alma.
Dice así la Biblia de Jerusalén comentando 2 Cor 5, 8: «Aquí y en Flp 1,23 Pablo piensa en
una unión del cristiano con Cristo inmediatamente después de la muerte individual. Sin ser
contraria a la doctrina bíblica de la resurrección final (Rm 2,6; 1 Cor 14,44), esta esperanza de
una felicidad para el alma separada denota una influencia griega que por lo menos era ya
sensible en el judaísmo primitivo, cf. Lc 16,22; 23,43; 1 Pe 3,10». Que 2 Cor 5,10 se refiera a
la parusía del Señor no obsta a lo dicho, pues ante esta parusía unos serán encontrados en el
cuerpo (los que serán revestidos) y otros fuera de él (5, 9).
Ez 37,1-4 no carece de interés aunque se refiera también a una resurrección nacional. Aunque
la rehabilitación de los huesos (v. 11) se refiere a lo que queda de Israel, no debe extrañar,
recuerda Pozo, que lo que quede en adelante del hombre será cobrado en la resurrección
personal. En concreto 2 Mac 7,11 habla ya claramente de la continuidad personal: «Del cielo
tengo estos miembros; por amor de tus leyes los desdeño esperando recibirlos otra vez de Él».
Lo mismo vemos en 1 Mac 14,46: «Allí [Razias], completamente exangüe, se arrancó las
entrañas, las arrojó con ambas manos contra la tropa, invocando al Señor de la vida y del
espíritu, para que un día se las devolviera de nuevo. Y de esta manera murió».
Israel llegó a la idea de la resurrección corporal del cadáver, como bien dice Mussner,
reflexionando sobre el hecho de que Dios es el Señor de la vida y de la muerte, de tal modo
que en el judaísmo tardío y en tiempos de Jesús la fe en la resurrección escatológica de los
muertos se había convertido en patrimonio común de los israelitas. Incluso a la luz de la
creencia en la resurrección del judaísmo tardío se releyeron los textos antiguos que sólo de un
modo oscuro expresaban tal esperanza. Mussner, tras el estudio que presenta de la
resurrección en el Antiguo Testamento, escribe: «En el judaísmo tardío no se concibe
ciertamente el estar con Yahvé de un modo definitivo, si no es contando con la resurrección de
entre los muertos, perteneciendo el cuerpo, como pertenece, a la esencia del hombre» (F.
Mussner, La resurrección de Jesús, Santander 1971). También Díez Macho llega a una
conclusión parecida después de su estudio: «es indudable que los judíos entendían por
resurrección un hecho que afectaba a lo que nosotros entendemos por "cuerpo", pues hablan
de cuerpos devueltos por la tierra, pedidos al sepulcro, a las fieras. Mt 27, 22 expresamente
dice que "los sepulcros se abrieron y muchos de los santos que descansaban resucitaron y
saliendo de los scpulcros (después de la resurrección de Cristo) entraron en la ciudad y se
aparecieron a muchos» (Cf. op.cit., 252).
Con la mentalidad del judaísmo tardío, no se concibe una salida del sheol que no sea también
una salida del sepulcro (Cf. M. González Gil, Cristo, misterio de Dios II, Madrid 1976, 31),
por lo cual Ramsey reconoce que los apóstoles no habrían creído en la resurrección de Cristo,
si hubieran encontrado su cuerpo corrupto (M. Ramsey, La resurrección de Cristo, Bilbao
1971, 81).
21.- Dice así Ratzinger: «con el planteamiento de estas cuestiones resulta definitivamente
claro que las nuevas teorías, con las que hemos tenido que vérnoslas, por más que su punto de
partida sea distinto, a lo que se oponen no es tanto a la inmortalidad del alma como a la
resurrección, que sigue siendo el verdadero escándalo el pensamiento. En este sentido, la
teología moderna se encuentra más próxima a los griegos de lo que ella misma quiere
reconocer» (Cf. op. cit., 153).
307
INTRODUCCION.
Vivimos normalmente un determinado número de años, habiendo sufrido, como todo mundo,
algunas enfermedades pasajeras. Pero un buen día, descubrimos con pena que tenemos cáncer
y ese cuerpo tan fiel, tan duradero, tan útil, se nos empieza a desmoronar irremediablemente.
Y después de muchos o pocos cuidados, en un plazo más o menos corto, morimos.
O bien puede suceder que estando perfectamente sanos, caemos fulminados por un paro
cardíaco o perecemos víctimas de un accidente fatal.
La muerte es el trance definitivo de la vida. Ante ella cobra todo su realismo la debilidad e
impotencia del hombre. Es un momento sin trampa. Cuando alguien ha muerto, queda el
despojo de un difunto: un cadáver.
Esta situación provoca en los familiares y la comunidad cristiana un clima muy complejo. El
cuerpo del muerto genera preguntas, cuestiones insoportables. Nos enfrenta ante el sentido de
la vida y de todo, causa un dolor agudo ante la separación y el aniquilamiento. Todo el que
haya contemplado la dramática inmovilidad de un cadáver no necesita definiciones de
diccionario para constatar que la muerte es algo terrible.
Ese ser querido, del que tantos recuerdos tenemos, que entrelazó su vida con la nuestra, es
ahora un objeto, una cosa que hay que quitar de en medio, porque a la muerte sigue la
descomposición. Hay que enterrarlo. Y después del funeral, al retirarnos de la tumba, vamos
pensando con Becquer: ¡Qué solos y tristes se quedan los muertos!".
¿QUE ES LA MUERTE?
La definición dada por un diccionario muy en boga es:"La cesación definitiva de la vida". Y
define la vida como "el resultado del juego de los órganos, que concurre al desarrollo y
conservación del sujeto".
Habrá que reconocer que estas u otras definiciones tanto de la vida como de la muerte, no
expresan toda la belleza de la primera y todo el horror de la segunda.
308
La muerte es trágica. El hombre, que es un ser viviente, se topa con la muerte, que es la
contradicción de todo lo que un ser humano anhela: proyectos, futuro, esperanzas, ilusiones,
perspectivas y magníficas realidades.
Tenemos el maravilloso instinto de conservación que nos hace defender y luchar por la vida.
Sabemos que la vida es un don formidable y la humanidad ama la vida, propaga la vida,
defiende la vida, prolonga la vida y odia la muerte. En muchos casos luchamos por la vida
aunque ésta sea un verdadero infierno.
Triste espectáculo el ver a nuestros ser querido lleno de tubos por todos lados y rodeado de
sofisticados aparatos en una sala de terapia intensiva. No nos resignamos a dejarlo morir.
LA MUERTE DIGNA.
Se plantea ahora la cuestión del derecho a una "muerte digna". Debemos entender por esto el
derecho que tiene la persona a decidir por sí misma el tratamiento a su enfermedad. Cuando el
cuerpo ya ha cumplido su ciclo normal de vida, no hay obligación de recurrir "a métodos
extraordinarios" para prolongar la vida, según lo define la Iglesia. El enfermo tiene derecho de
pedir que lo dejen morir en paz.
Puede llegar el momento en que no sea justo mantener artificialmente viva a una persona, a
costa de la misma persona. Los sufrimientos de una agonía prolongada por una idea
equivocada de lo que es la vida o lo que es la muerte, no tienen sentido.
Desde que el hombre es hombre, ha tenido la intuición de que la vida, de alguna manera, no
termina con la muerte. Los más antiguos testimonios arqueológicos de la humanidad son
precisamente las tumbas, en las cuales podemos descubrir la idea que las diferentes culturas
tenían del más allá.
Del mismo modo, el hombre siempre ha intentado de mil maneras, entrar en contacto con los
difuntos. Diversas clases de espiritismo, apariciones, fantasmas, ánimas en pena, han sido un
vano y supersticioso intento de trasponer los dinteles de la muerte y saber algo del más allá.
La realidad es que nuestros esfuerzos por investigar lo que sucede después de la muerte son
por demás frustrantes. Podemos decir que todo queda en especulaciones, algunas totalmente
equivocadas o fraudulentas, que no explican nada ni consuelan a nadie. No sabemos
prácticamente nada.
Sin embargo nuestro Creador, profundo conocedor de nuestra naturaleza humana, no podía
habernos dejado en completas tinieblas acerca de un asunto tan inquietante e importante como
es la muerte y lo que sucede en el más allá.
En su inmenso amor por la humanidad, nos envió a Su Hijo Unigénito, su Segunda Persona
Divina, como Luz del Mundo.
En Jesucristo Nuestro Señor todas las tinieblas quedan disipadas. Su infinita sabiduría nos
ilumina hasta donde Él quiso que viéramos: "Yo soy la Luz del Mundo. Quien me sigue no
andará en tinieblas".
SOMOS INMORTALES.
Toda la Sagrada Escritura nos enseña, pero especialmente el Nuevo Testamento nos descubre
el sentido de la vida y de la muerte y nos hace atisbar lo que Dios tiene preparado para
nosotros en la eternidad.
Lo primero que debería asombrarnos es que Dios, el eterno por antonomasia haya querido
compartir nuestra naturaleza humana hasta el grado de sufrir El también la muerte.
Jesucristo no vino a suprimir la muerte sino a morir por nosotros. "Se hizo obediente hasta la
muerte y muerte de cruz" (Fil.2:8). El misterio de la Cruz nos enseña hasta qué punto el
pecado es enemigo de la humanidad ya que se ensañó hasta en la humanidad santísima del
Verbo Encarnado.
En aquella ocasión en que los Saduceos, que ni creían en la otra vida, le preguntaron
maliciosamente de quién sería una mujer que había tenido siete maridos cuando ésta muriera,
Jesús les contestó: "En este mundo los hombres y las mujeres se casan, Pero los que sean
juzgados dignos de entrar al otro mundo y de resucitar de entre los muertos, ya no se casarán.
Sepan además que no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles. Y son hijos de Dios,
pues El los ha resucitado" (Lc,20:34-36)
Cuando murió su amigo Lázaro, ante la profesión de fe de Marta, el Señor dijo: "Yo soy la
Resurrección. El que cree en Mí, aunque muera vivirá. El que vive por la fe en M í, no morirá
para siempre" (Jn. l1:25)
Hay que tener en cuenta que cuando Jesucristo habla de la vida, en ocasiones se refiere
explícitamente a la vida del cuerpo, que promete será restituida con la resurrección de la
carne: "No se asombren de esto: llega la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán
mi voz. Los que hicieron el bien, resucitarán para la vida; pero los que obraron el mal,
resucitarán para la condenación" (Jn.5:29).
Ejemplo de esto es el sublime discurso del "Pan de Vida "que San Juan nos transcribe en su
capítulo sexto: "yo soy el Pan vivo bajado del Cielo; el que coma de este Pan, vivirá para
siempre" (Jn.6:51). Y más adelante, en el versículo 54 nos hace esta maravillosa promesa: "El
que come mi carne y bebe mi sangre, vive de la vida eterna y yo lo resucitaré en el último
día".
MUERTE Y RESURRECCION.
Así, el cristiano sabe que la muerte no solamente no es el fin, sino que por el contrario es el
principio de la verdadera vida, la vida eterna.
En cierta manera, desde que por los Sacramentos gozamos de la Vida Divina en esta tierra,
estamos viviendo ya la vida eterna. Nuestro cuerpo tendrá que rendir su tributo a la madre
tierra, de la cual salimos, por causa del pecado, pero la Vida Divina de la que ya gozamos, es
por definición eterna como eterno es Dios.
Llevamos en nuestro cuerpo la sentencia de muerte debida al pecado, pero nuestra alma ya
está en la eternidad y al final, hasta este cuerpo de pecado resucitará para la eternidad. San
Pablo (Rom.8:11) lo expresa magníficamente:
"Mas ustedes no son de la carne, sino del Espíritu, pues el Espíritu de Dios habita en ustedes.
El que no tuviera el Espíritu de Cristo, no sería de Cristo. En cambio, si Cristo está en ustedes,
aunque el cuerpo vaya a la muerte a consecuencia del pecado, el espíritu vive por estar en
Gracia de Dios. Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos está en
ustedes, el que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también vida a sus cuerpos mortales;
lo hará por medio de su Espíritu, que ya habita en ustedes".
311
El cristiano iluminado por la fe, ve pues la muerte con ojos muy distintos de los del mundo. Si
sabemos lo que nos espera una vez transpuesto el umbral de la muerte, puede ésta llegar a
hacerse deseable.
El mismo San Pablo, enamorado del Señor, se queja "del cuerpo de pecado" pidiendo ser
liberado ya de él. "Para mí la vida es Cristo y la muerte ganancia" (Fip.1:21) "Cuando se
manifieste el que es nuestra vida, Cristo, ustedes también estarán en gloria y vendrán a la luz
con El" (Col.3,4).
EL CIELO
Por desgracia somos tan carnales, tan terrenales, que nos aferramos a esta vida. Después de
todo, es lo único que conocemos, lo único que hemos experimentado.
A partir del uso de la razón, aprendemos a discernir entre las cosas buenas de la vida y las
malas, entre lo bello y lo feo, entre lo placentero y lo desagradable. Y trabajamos arduamente
para obtener de la vida lo mejor para nosotros. Todos los afanes del hombre están motivados
para acomodarnos en la tierra lo mejor que podamos.
No podernos negar que la vida puede ofrecernos cosas preciosas. Gozar de la belleza del
mundo prodigioso, abrir los sentidos al cosmos entero, la inteligencia a los secretos que la
materia encierra, aprender a amar y ser amados, crear obras de arte, terminar bien un trabajo,
ver el fruto de nuestros afanes, tener lo que llamamos "satisfactores" por que precisamente
satisfacen nuestros gustos, conocer otras culturas, leer un buen libro, etc...
No es fácil relativizar todo ello o restarle importancia. Nuestros parientes y amigos, nuestras
posesiones, nuestros proyectos, son todo lo que tenemos y por lo que hemos trabajado toda la
vida. Nos hemos gastado en ello, invirtiendo todas nuestras fuerzas.
Y por ello, ni pensamos en la otra vida. Ni en el Cielo ni el Infierno. Ni el Cielo nos atrae, ni
el Infierno nos asusta. Vivimos inmersos en el tiempo, como si fueramos inmortales. Hablar
de Cielo o de Infierno hasta puede parecer ridículo. ¡Y sin embargo es, una cosa u otra,
nuestro destino ineludible!
No es el objeto de este Folleto hablar del Infierno, que hemos tratado en el Folleto EVC No.
58 sino de abrir los corazones, pero no podemos dejar de recomendar el No.272 "El Cielo", en
que la EVC reproduce una magistral conferencia dictada por el Padre Monsabré.
Podemos decir que todos los goces o todas las penas de esta vida temporal, no tienen tanta
importancia, no son para tanto. San Pablo, que fue arrebatado en éxtasis para tener un atisbo
de los que nos espera, no puede describir con palabras humanas su experiencia: "Ni el ojo vio,
ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios tiene preparado para los que le
aman" (1 Cor.2:9). Y en 11 Cor. 12:4, nos confía que arrebatado al paraíso, donde oyó
palabras que no se pueden decir; son cosas que el hombre no sabría expresar".
Ante lo efímero de los goces o sufrimientos de esta vida, el mismo Apóstol nos recomienda en
la carta a los Colosenses :
312
3:1-4, "Busquen las cosas de arriba, donde se encuentra Cristo; piensen en las cosas de arriba,
no en las de la tierra"
El CAMINO Y LA META.
Esta manera de pensar puede ser comparada con un viaje: por encantador que sea el paisaje
del camino eso no es lo importante, sino el llegar al lugar de destino. Sería una torpeza desear
que el camino nunca terminara y olvidar que al fin de éste, nos esperan por ejemplo, unas
vacaciones deliciosas a la orilla del mar.
Podría alguien decir que pensar "en las cosas de arriba" como nos aconseja el Apóstol, va en
detrimento del progreso de la humanidad y del desarrollo de todas las posibilidades del ser
humano. Por eso dijo Marx que la religión era el opio de los pueblos. Y no le faltaba razón al
estudiar ciertas religiones, sobre todo orientales, en las que parece que todo el esfuerzo
humano radica en fugarse de la realidad cotidiana.
Vivimos con los pies bien asentados en la tierra, pero con el anhelo de obtener al fin de
nuestros días, la corona de gloria eterna.
ENVEJECER ES MARAVILLOSO
Todas las operaciones de cirugía plástica que sufren, ni preservan la belleza juvenil, ni restan
un sólo día a su avanzada edad. Todos esos intentos vanos por beber en la fuente de la eterna
juventud, no hacen sino evidenciar que hemos perdido el sentido de la vida y de la muerte.
La edad no solamente nos hace poner en su justa medida las cosas temporales (cosa que los
jóvenes no han aprendido todavía) sino que nos acercan más y más a Dios, nuestro último fin.
313
Los ancianos llevan ventaja a los muchachos. Ya van llegando a su realización plena, van
llegando a la meta.
El gran San Pablo nos escribe: "Por eso no nos desanimamos. Al contrario, mientras nuestro
exterior se va destruyendo, nuestro hombre interior se va renovando día a día. La prueba
ligera y que pronto pasa, nos prepara para la eternidad una riqueza de gloria tan grande que no
se puede comparar. Nosotros, pues, no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo invisible, ya que
las cosas visibles duran un momento y las invisibles son para siempre." (II Cor.4:16-18)
Las canas y arrugas son los signos de este gozoso llamado. Y las enfermedades y achaques
nos dicen lo mismo: la meta está ya cerca. Pronto verás a Dios.
El gran San Ignacio de Antioquía, anciano y camino al martirio, avanza gozoso al encuentro
con Dios y escribe a los romanos: "Mi amor está crucificado y ya no queda en mí el fuego de
los deseos terrenos; únicamente siento en mi interior la voz de una agua viva que me habla y
me dice:' Ven al Padre. No encuentro ya deleite en el alimento material ni en los placeres de
este mundo".
¡Qué maravilla llegar a comprender que la muerte es el inicio de la verdadera vida y que todo
esto no ha sido sino un ensayo, un camino, una invitación!
La reforma litúrgica implementada a raíz del Concilio Vaticano II, ha puesto empeño en hacer
resaltar los aspectos positivos del trance de la muerte. Lo primero que nos llama la atención es
el abandono de los ornamentos color negro en las Misas de Difuntos, por ser el negro signo de
duelo sin asomo de consuelo ni esperanza.
Sin ignorar el aspecto trágico de la muerte, lo que sería una falacia, el Ritual de Sacramentos
en la introducción a las Exequias acentúa la esperanza del creyente. "A pesar de todo, la
comunidad celebra la muerte con esperanza. El creyente, contra toda evidencia, muere
confiado: "En tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc.23:26)
"En la celebración de la muerte, la iglesia festeja "el misterio pascual" con el que el difunto ha
vivido identificado, afirmando así la esperanza de la vida recibida en el Bautismo, de la
comunión plena con Dios y con los hombres honrados y justos y, en consecuencia, la posesión
de la bienaventuranza"
314
En un equilibrio notable entre las realidades temporales como son el pecado y la muerte, en la
Oración Colecta de la Misa de Difuntos, asegura la acción salvadora de Jesucristo: "Dios,
Padre Todopoderoso, apoyados en nuestra fe, que proclama la muerte y resurrección de tu
Hijo, te pedimos que concedas a nuestro hermano N. que así como ha participado ya de la
muerte de Cristo, llegue también a participar de la alegría de su gloriosa resurrección".
Al mismo tiempo que se ora por el difunto, pidiendo al Señor se digne perdonar sus culpas,
hay un grito de esperanza en la misericordia infinita del Salvador.
En la oración sobre las Ofrendas, queda expresado perfectamente este sentimiento: "Te
ofrecemos, Señor, este sacrificio de reconciliación por nuestro hermano N. para que pueda
encontrar como juez misericordioso a tu hijo Jesucristo, a quien por medio de la fe reconoció
siempre como su Salvador".
"La muerte, es por tanto, un momento santo: el del amor perfecto, el de la entrega total, en el
cual, con Cristo y en Cristo, podemos plenamente realizar la inocencia bautismal y volver a
encontrar, más allá de los siglos, la vida del Paraíso" (Romano Guardini)
Con el realismo que caracteriza a la Iglesia Católica, toda la liturgia de Difuntos, ofrece a
Dios sufragios por los muertos, sabiendo que todos, en mayor o menor grado, hemos ofendido
a Dios, pero con la plena confianza en la infinita misericordia divina, que garantiza al final el
goce de la bienaventuranza. Por ello el libro del Apocalipsis nos enseña: "Bienaventurados los
que mueren en el Señor" (Ap.21:4).
Repetimos una y otra vez al orar por los nuestros: "Dale Señor el descanso eterno y brille para
él la Luz Perpetua". Descanso de las luchas y fatigas de esta vida; luz para siempre, sin
sombras de muerte, sin tinieblas de angustias, dudas o ignorancias. La luz total de contemplar
la gloria de Dios en todo su esplendor, en la consumación del amor perfecto y eterno.
"La Muerte es la compañera del amor, la que abre la puerta y nos permite llegar a Aquel que
amamos".
San Agustín
"La Vida se nos ha dado para buscar a Dios, la muerte para encontrarlo, la eternidad para
poseerlo".
OPINIÓN
Resurrección, Infierno y Cielo
Josep Miró i Ardèvol.
josepmiro@e-cristians.net 15/04/2004
Contaba hace tiempo en un artículo, titulado La vida después de la muerte, que a pesar de
todo la mayoría de nosotros, al igual que sucedía en el pasado, cree que con la muerte no llega
315
el fin. Es una idea, una sensación teñida de duda, difícil de imaginar ¿Qué será lo que no
muere de mí? La respuesta que da nuestra cultura (herencia de un cristianismo cultural, a su
vez impregnado en exceso de filosofía griega) llama Alma a esa parte que vive sin fin. Un
concepto lo suficientemente abstracto, al menos hoy, como para necesitar de un
acompañamiento más sensitivo. "Alma", como bien explica Julián Marías en su libro La
perspectiva cristiana, puede interpretarse como otra forma de referirse a "yo mismo", es decir,
a mi singularidad, mi conciencia diferenciada como persona. Soy yo quien perduro, no algo o
alguien.
Pero el hecho cristiano, para escándalo de los filósofos griegos, introdujo un elemento
radicalmente nuevo: la resurrección de la carne. Cuando San Pablo predica en Atenas, su
confrontación con el pensamiento helénico no se da en la idea de inmortalidad, sino en la de
resurrección. Ésa es la piedra angular de la fe cristiana: la resurrección. Lo dice a las claras
aquel apóstol en su Carta a los Corintios: Los cristianos seríamos una banda de desgraciados
si la resurrección fuera mentira. Porque la Cruz, sólo la cruz, es la historia de un gran fracaso.
Pero ella se inscribe coherentemente, con preludio de victoria, en esa Resurrección que, a su
vez, se articula con otra ruptura cristiana: la Encarnación.
La plenitud del Génesis, la creación del mundo y el proceso de creación del hombre (que
compartimos con musulmanes y judíos), se alcanza en el Verbum caro factum est et habitavit
in nobis de los cristianos; la Encarnación de Dios, Jesucristo, en la condición humana, porque
"el Verbo se hizo carne y habitó en nosotros". Debería dar que pensar al mundo que, después
de 2.000 años, seamos tanta gente la que continuamos creyendo a morir aquella afirmación de
Juan Evangelista: "El verbo se hizo carne…". Resurrección, Encarnación de Dios, parece
como si el cristianismo acumulara, como tan bien razona Julián Marías, todas las dificultades
inimaginables para la comprensión humana. Pero, a pesar de ello, aquí estamos, más de los
que parece, reconociéndonos (a veces con alegre sorpresa) por la palabra y el testimonio. ¿Y
si esas aparentes dificultades de concepto resultasen inteligibles desde la fe y dotasen a ésta de
una capacidad extraordinaria de razonar el misterio, como lo demuestran personajes de
nuestro tiempo tan diferentes como Newman o Urs von Baltahasar?
Y hablar de resurrección de la carne significa hablar también de Infierno y Cielo. Ambos son
los grandes olvidados de nuestro tiempo, pero su ocultación no niega su existencia. Nuestra
vida ganaría en entidad si la viviéramos a partir de este dato. Es obvio que no son "un lugar",
como algunos periodistas parecen descubrir extrañados en razón de unos comentarios del
Papa. En la Edad Media, incluso en un mundo moderno enmarcado por el paradigma de la
física newtoniana, la tentación de representarlos como "lugar" era quizás normal (aunque esa
nunca ha sido la versión cristiana). Pero una sociedad que vive en la física de la relatividad o
la todavía más compleja de las supercuerdas de N-dimensiones, que está inmersa en una
cultura pop, donde los "agujeros negros" son famosos (aunque un 98 por ciento de la
población no tenga ni idea de qué son y el 100 por 100 no sepa "a dónde" conducen), no
puede extrañarse de que la eternidad, Cielo e Infierno, no se vinculen a un lugar y, por tanto, a
4 dimensiones. Eso sólo refleja la estúpida trivialidad de nuestro tiempo.
El Infierno tiene mala prensa porque significa aceptar juicio y culpa por una parte, mientras
por otra parezca contradecir el Amor infinito de Dios. En realidad, el Infierno es la
consecuencia lógica de nuestra libertad. Es un estado al que sólo las personas pueden acceder,
porque es el fruto de nuestra capacidad de optar. Pocas gentes como una mujer, Adrienne von
Speyer, han sondeado estos abismos. Ella nos acerca a la impresión de lo que no se puede
316
Pienso que el Cielo resultaría más atractivo y políticamente correcto si no fuera porque
también tiende a recordar el juicio, la responsabilidad del ser persona. Por otra parte, las ideas
sobre el Cielo tienden a ser desdibujadas, poco atractivas. Sería una buena tarea presentar en
términos más inteligibles para nuestro tiempo una aproximación sensible de esa vida
perdurable, en la que toda realidad será iluminada y conocida y podremos ser radicalmente
auténticos en nuestra vocación, donde las limitaciones de edad, género, carácter y condición
desaparecerán y sólo quedará nuestra capacidad positiva de ser "a tope" nosotros mismos. El
Cielo puede significar la máxima realización personal en la Plenitud infinita de Dios, la
comprensión definitiva de nuestra semejanza y filiación divinas.
En todo esto, la radicalidad de la ruptura cristiana es tan fuerte que no han bastado 2.000 años
para extenderla y conseguir que impregne la vida de este planeta. De todas formas, para los
cristianos, no existe un problema de tiempo y, si me apuran, ni siquiera de "éxito".
Conocemos el final de la película.
Reencarnación, Resurrección:
presupuestos y fundamentos
Henri BOURGEOIS*
singular diferencia.
Es verdad que ambas creencias se vinculan, por un lado, a
fenómenos extraños y, por otro, a una interpretación global que esos
fenómenos no prueban, sino que actualizan. Igualmente, la fe que
interviene en ambos casos conlleva inevitablemente una cierta
fragilidad, más o menos reconocida, por lo demás, por muchos
creyentes. En efecto, siempre es posible preguntarse si la esperanza a
la que orienta la fe no es simple respuesta a la necesidad de seguridad
ante el miedo a la muerte y ante la angustia respecto al más allá. Toda
fe experimenta en sí misma esa contra-interpretación y necesita entrar
en explicaciones con ella. Se crea en la reencarnación o en la
resurrección, nos encontramos ante un misterio que no se reduce a
nuestra afectividad, pero que está, en mayor o menor grado, en
connivencia con ella.
Ahora bien, dicho esto, ambas creencias no son idénticas. Cuando
uno se adhiere a la reencarnación, tiende a considerar las vidas
sucesivas como una ley cósmica de la que los fenómenos extraños que
hemos mencionado no son más que signos ejemplares. La afirmación
cristiana de la resurrección tiene otro sentido. Lo que ella confiesa se
encuentra efectivamente personalizado en la figura pascual de Cristo.
Lo que a Él le ha sucedido se convierte en la forma del porvenir
universal. Los cristianos dicen que los muertos resucitarán en Él y por
Él, entrando en comunión con su más allá.
¿Hay que decir que la diferencia en cuestión es más aparente que
real? En otros términos, ¿se puede hablar, en cristianismo, de una ley
de resurrección análoga a la ley de reencarnación del budismo? Creo
que no. Es verdad que los cristianos consideran que la resurrección es
vocación común de la humanidad. Pero esa universalidad no pertenece
a una ley de la estructura, sino a un don comunicado por Dios a partir
de su Hijo pascual. Se ve la diferencia: la resurrección expresa un más
que el orden de la creación; manifiesta en ese orden una gratuidad
fundada en Dios mismo e inseparable de la figura de Cristo.
Debido, sin duda, a esta diferencia, las personas que creen en la
reencarnación consideran los fenómenos extraños a que hemos
aludido como hechos objetivos, casi experimentables, mientras que el
cristianismo habla con discreción de las apariciones de Cristo, no para
minimizar su importancia, sino para dejar que se mantengan como
palabras que Dios mismo, en su Espíritu, dirige a la fe. Yo añado a esto
que el régimen de las apariciones pascuales de Cristo quedó
clausurado. Las demás apariciones que de vez en cuando se reseñan
en la Iglesia jamás tienen una autoridad comparable a las de Jesús.
Dicho de otro modo, lo que alimenta la fe cristiana en la resurrección
es, partiendo de ese punto, la vida evangélica y eclesial, en la que se
hace memoria de Cristo, se actualiza sacramentalmente su presencia y
se espera su retorno. Todo esto, que es la forma de la vida histórica de
los cristianos, mantiene viva la esperanza pascual y confiere incesante
significación al testimonio inicial tal y como lo atestigua el Nuevo
Testamento. Yo diría, en consecuencia, que los signos cristianos son
menos los fenómenos extraños, como las apariciones de Cristo, que los
320
encarnaciones.
El mensaje de la reencarnación
En la práctica, en la experiencia de las personas que creen en la
reencarnación, no es seguro que las tres lógicas que acabamos de
presentar sumariaemente estén siempre muy articuladas. La misma
dificultad afecta, por lo demás, a los que creen en la resurrección y que
a veces tienen dificultad en sostener conjuntamente los significados de
su adhesión.
Lo que me parece más importante es percibir el punto de
convergencia de esas lógicas, porque antes de cualquier debate
doctrinal es indispensable comprender.
En nuestro caso, el mensaje de la reencarnación no incide ni sobre
Dios ni siquiera sobre el ser humano en cuanto individuo, sino sobre el
universo y su progresiva coherencia. La reencarnación es un proceso
que se inscribe en el movimiento del cosmos para posibilitar que el ser
humano pueda desprenderse de sus ilusiones y volver espiritualmente
a su principio, que es lo real o la energía del mundo.
En esta perspectiva, Dios no tiene lugar alguno. Si se habla de Él, es
porque todavía se vive en el régimen de la ilusión que magnifica en
una existencia absoluta la realidad impersonal pero espiritual del
mundo. La salvación, por emplear una palabra cristiana, consiste, por
tanto, no en recibir un don de Dios, sino en integrarse en la ordenación
de lo real, comprendiéndolo poco a poco y rompiendo con las
apariencias o las necesidades inmediatas. ¿Hay que hablar de
fatalidad? No me parece un término feliz. En todo caso, el universo es
lo que debe ser; si uno soporta mal sus leyes, es precisamente porque
no ha llegado aún a armonizarse con él y a integrar, hasta la extinción
de las ilusiones y de las densidades superficiales, sus orientaciones
esenciales.
En consecuencia, la antropología que implica la reencarnación está
muy caracterizada. Los valores del sujeto, de la persona, de la libertad,
a los que el cristianismo está tan estrechamente vinculado, quedan
relativizados. El ser humano no es un ser; es un momento o un
aspecto. El cuerpo, por su parte, al que los cristianos contemporáneos
empiezan ya a valorar, no es más que un soporte provisional, una
materialización muchas veces indispensable, pero, a fin de cuentas,
secundaria, y no define de forma constitutiva la existencia humana en
su última verdad.
BOURGEOIS-Henri
SAL TERRAE 1997/01. Págs. 55-66
........................
* Miembro del grupo «Pascal Thomas», Profesor de Teología Dogmática en la
Facultad de Teología de Lyon (Francia).
1. Este artículo, forzosamente breve, no puede aportar la documentación que lo
apoya. Me permito remitir al libro publicado por un grupo al que yo mismo
pertenezco, el grupo «Pascal Thomas», y cuyo título es: La réincarnation, oui ou
non? Centurion, Paris 1987.
2. No puedo entrar aquí en esta cuestión. Diré tan sólo que el modo clásico de
representación del purgatorio, por lo demás puesto en tela de juicio actualmente,
tendía a instaurar en el cristianismo católico la noción de una compensación. Lo
que hay que pensar hoy en día es la relación entre la gratuidad del perdón que
viene de Dios y la recepción de ese don de forma libre y, por tanto, realista y
responsable.
--------------------------------------------------------------------------------
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Una conocida actriz, hace no mucho tiempo, declaraba en el reportaje concedido a una
revista: “Yo soy católica, pero creo en la reencarnación. Ya averigüé que ésta es mi tercera
vida. Primero fui una princesa egipcia. Luego, una matrona del Imperio Romano. Y ahora me
reencarné en actriz”.
Resulta, en verdad, asombroso comprobar cómo cada vez es mayor el número de los que, aún
siendo católicos, aceptan la reencarnación. Una encuesta realizada en la Argentina por la
empresa Gallup reveló que el 33% de los encuestados cree en ella. En Europa, el 40% de la
población se adhiere gustoso a esa creencia. Y en el Brasil, nada menos que el 70% de sus
habitantes son reencarnacionistas.
Por su parte, el 34% de los católicos, el 29% de los protestantes, y el 20% de los no creyentes,
hoy en día la profesan.
Qué es la reencarnación
¿Y por qué el alma necesita reencarnarse? Porque en una nueva existencia debe pagar los
pecados cometidos en la presente vida, o recoger el premio de haber tenido una conducta
honesta. El alma está, dicen, en continua evolución. Y las sucesivas reencarnaciones le
permite progresar hasta alcanzar la perfección. Entonces se convierte en un espíritu puro, ya
no necesita más reencarnaciones, y se sumerge para siempre en el infinito de la eternidad.
Esta ley ciega, que obliga a reencarnarse en un destino inevitable, es llamada la ley del
“karma” (=acto).
Para esta doctrina, el cuerpo no sería más que una túnica caduca y descartable que el alma
inmortal teje por necesidad, y que una vez gastada deja de lado para tejer otra.
Quienes creen en la reencarnación piensan que ésta ofrece ventajas. En primer lugar, nos
concede una segunda (o tercera, o cuarta) oportunidad. Sería injusto arriesgar todo nuestro
futuro de una sola vez. Además, angustiaría tener que conformarnos con una sola existencia, a
veces mayormente triste y dolorosa. La reencarnación, en cambio, permite empezar de nuevo.
Por otra parte, el tiempo de una sola vida humana no es suficiente para lograr la perfección
necesaria. Esta exige un largo aprendizaje, que se va adquiriendo poco a poco. Ni los mejores
hombres se encuentran, al momento de morir, en tal estado de perfección. La reencarnación,
en cambio, permite alcanzar esa perfección en otros cuerpos.
Las más antiguas civilizaciones que existieron, como la sumeria, egipcia, china y persa, no la
conocieron. El enorme esfuerzo que dedicaron a la edificación de pirámides, tumbas y demás
construcciones funerarias, demuestra que creían en una sola existencia terrestre. Si hubieran
pensado que el difunto volvería a reencarnarse en otro, no habrían hecho el colosal derroche
de templos y otros objetos decorativos con que lo preparaban para su vida en el más allá.
La primera vez que aparece la idea de la reencarnación es en la India, en el siglo VII a.C.
Aquellos hombres primitivos, muy ligados aún a la mentalidad agrícola, veían que todas las
cosas en la naturaleza, luego de cumplir su ciclo, retornaban. Así, el sol salía par la mañana,
se ponía en la tarde, y luego volvía a salir. La luna llena decrecía, pero regresaba siempre a su
plena redondez. Las estrellas repetían las mismas fases y etapas cada año. Las estaciones del
verano y el invierno se iban y volvían puntualmente. Los campos, las flores, las inundaciones,
todo tenía un movimiento circular, de eterno retorno. La vida entera parecía hecha de ciclos
que se repetían eternamente.
Esta constatación llevó a pensar que también el hombre, al morir, debía otra vez regresar a la
tierra. Pero como veían que el cuerpo del difundo se descomponía, imaginaron que era el alma
la que volvía a tomar un nuevo cuerpo para seguir viviendo.
328
Con el tiempo, aprovecharon esta creencia para aclarar también ciertas cuestiones vitales
(como las desigualdades humanas, antes mencionadas), que de otro modo les resultaban
inexplicables para la incipiente y precaria mentalidad de aquella época.
Ya Job no lo creía
Pero los judíos jamás quisieron aceptar la idea de una reencarnación, y en sus escritos la
rechazaron absolutamente. Por ejemplo, el Salmo 39, que es una meditación sobre la brevedad
de la vida, dice: “Señor, no me mires con enojo, para que pueda alegrarme, antes de que me
vaya y ya no exista más” (v.14).
También el pobre Job, en medio de su terrible enfermedad, le suplica a Dios, a quien creía
culpable de su sufrimiento: “Apártate de mí. Así podré sonreír un poco, antes de que me vaya
para no volver, a la región de las tinieblas y de las sombras” (10,21.22).
Y un libro más moderno, el de la Sabiduría, enseña : “El hombre, en su maldad, puede quitar
la vida, es cierto; pero no puede hacer volver al espíritu que se fue, ni liberar el alma
arrebatada por la muerte’’ (16,14).
La creencia de que nacemos una sola vez, aparece igualmente en dos episodios de la vida del
rey David. El primero, cuando una mujer, en una audiencia concedida, le hace reflexionar:
“Todos tenemos que morir, y seremos como agua derramada que ya no puede recogerse” (2
Sm 14,14).
El segundo, cuando al morir el hijo del monarca exclama: “Mientras el niño vivía, yo ayunaba
y lloraba. Pero ahora que está muerto ¿para qué voy a ayunar? ¿Acaso podré hacerlo volver?
Yo iré hacia él, pero él no volverá hacia mí” (2 Sm 12,22.23).
La irrupción de la novedad
Pero fue en el año 200 a. C. cuando se iluminó para siempre el tema del más allá. En esa
época entró en el pueblo judío la fe en la resurrección, y quedó definitivamente descartada la
posibilidad de la reencarnación.
Según esta novedosa creencia, al morir una persona, recupera la vida inmediatamente. Pero
no en la tierra, sino en otra dimensión llamada “la eternidad”. Y comienza a vivir una vida
distinta, sin límites de tiempo ni espacio. Una vida que ya no puede morir más. Es la
denominada Vida Eterna.
329
Esta enseñanza aparece por primera vez, en la Biblia, en el libro de Daniel. Allí, un ángel le
revela este gran secreto: “La multitud de los que duermen en la tumba se despertarán, unos
para la vida eterna, y otros para la vergüenza y el horror eterno” (12,2). Por lo tanto, queda
claro que el paso que sigue inmediatamente a la muerte es la Vida Eterna, la cual será dichosa
para los buenos y dolorosa para los pecadores. Pero será eterna.
Para el Antiguo Testamento, pues, resulta imposible volver a la vida terrena después de morir.
Por más breve y dolorosa que haya sido la existencia humana, luego de la muerte comienza la
resurrección.
Jesucristo, con su autoridad de Hijo de Dios, confirmó oficialmente esta doctrina. Con la
parábola del rico Epulón (Lc 16,19.31), contó cómo al morir un pobre mendigo llamado
Lázaro los ángeles lo llevaron inmediatamente al cielo. Por aquellos días murió también un
hombre rico e insensible, y fue llevado al infierno para ser atormentado por el fuego de las
llamas.
No dijo Jesús que a este hombre rico le correspondiera reencarnarse para purgar sus
numerosos pecados en la tierra. Al contrario, la parábola explica que por haber utilizado
injustamente los muchos bienes que había recibido en la tierra, debía “ahora” (es decir, en el
más allá, en la vida eterna, y no en la tierra) pagar sus culpas (v.25). El rico, desesperado,
suplica que le permitan a Lázaro volver a la tierra (o sea, que se reencarne) porque tiene cinco
hermanos tan pecadores como él, a fin de advertirles lo que les espera si no cambian de vida
(v.27.28). Pero le contestan que no es posible, porque entre este mundo y el otro hay un
abismo que nadie puede atravesar (v.26).
La angustia del rico condenado le viene, justamente, al confirmar que sus hermanos también
tienen una sola vida para vivir, una única posibilidad, una única oportunidad para darle
sentido a la existencia.
Cuando Jesús moría en la cruz, cuenta el Evangelio que uno de los ladrones crucificado a su
lado le pidió: “Jesús, acuérdate de mí cuando vayas a tu reino”. Si Jesús hubiera admitido la
posibilidad de la reencarnación, tendría que haberle dicho: “Ten paciencia, tus crímenes son
muchos; debes pasar por varias reencarna-ciones hasta purificarte completamente”. Pero su
respuesta fue: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23,43).
Si “hoy” iba a estar en el Paraíso, es porque nunca más podía volver a nacer en este mundo.
San Pablo también rechaza la reencarnación. En efecto, al escribir a los filipenses les dice:
“Me siento apremiado por los dos lados. Por una parte, quisiera morir para estar ya con Cristo.
Pero por otra, es más necesario para ustedes que yo me quede aún en este mundo” (1,23.24).
330
Si hubiera creído posible la reencarnación, inútiles habrían sido sus deseos de morir, ya que
volvería a encontrarse con la frustración de una nueva vida terrenal. Una total incoherencia
Y explicando a los corintios lo que sucede el día de nuestra muerte, les dice: “En la
resurrección de los muertos, se entierra un cuerpo corruptible y resucita uno incorruptible, se
entierra un cuerpo humillado y resucita uno glorioso, se entierra un cuerpo débil y resucita
uno fuerte, se entierra un cuerpo material y resucita uno espiritual (1 Cor 15,42.44).
¿Puede, entonces, un cristiano creer en la reencarnación? Queda claro que no. La idea de
tomar otro cuerpo y regresar a la tierra después de la muerte es absolutamente incompatible
con las enseñanzas de la Biblia. La afirmación bíblica más contundente y lapidaria de que la
reencarnación es insostenible, la trae la carta a los Hebreos: “Está establecido que los hombres
mueren una sola vez, y después viene el juicio” (9,27).
Invitación a la irresponsabilidad
Pero no sólo las Sagradas Escrituras impiden creer en la reencarnación, sino también el
sentido común. En efecto, que ella explique las simpatías y antipatías entre las personas, los
desentendimientos de los matrimonios, las desigualdades en la inteligencia de la gente, o las
muertes precoces, ya no es aceptado seriamente por nadie. La moderna sicología ha ayudado a
aclarar, de manera científica y concluyente, el porqué de éstas y otras manifestaciones
extrañas de la personalidad humana, sin imponer a nadie la creencia en la reencarnación.
La reencarnación, por lo tanto, es una doctrina estéril, incompatible con la fe cristiana, propia
de una mentalidad primitiva, destructora de la esperanza en la otra vida, inútil para dar
respuestas a los enigmas de la vida, y lo que es peor, peligrosa por ser una invitación a la
irresponsabilidad. En efecto, si uno cree que va a tener varias vidas más, además de ésta, no se
hará mucho problema sobre la vida presente, ni pondrá gran empeño en lo que hace, ni le
importará demasiado su obrar. Total, siempre pensará que le aguardan otras reencarnaciones
para mejorar la desidia de ésta.
Pero si uno sabe que el milagro de existir no se repetirá, que tiene sólo esta vida para cumplir
sus sueños, sólo estos años para realizarse, sólo estos días y estas noches para ser feliz con las
personas que ama, entonces se cuidará muy bien de maltratar el tiempo, de perderlo en
trivialidades, de desperdiciar las oportunidades. Vivirá cada minuto con intensidad, pondrá lo
mejor de sí en cada encuentro, y no permitirá que se le escape ninguna coyuntura que la vida
le ofrezca. Sabe que no retornarán.
Pero absolutamente todo hombre, creyente o no, muere una vez y sólo una vez. Antes de que
caiga el telón de la vida, Dios nos regala el único tiempo que tendremos, para llenarlo con las
mejores obras de amor de cada día.
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para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL
REENCARNACIÓN Y FE CRISTIANA
El objetivo de este trabajo es ofrecer elementos para una confrontación con las creencias
reencarnacionistas desde la perspectiva cristiana; de ahí que no se centre en la exposición
detallada de las distintas modalidades que puede asumir dicha creencia en la reencarnación,
modalidades que, no obstante, es necesario tener en cuenta para que la confrontación sea
doctrinalmente honrada y metodológicamente rigurosa. No puede decirse que escaseen
trabajos de este tipo, lo cual es comprensible a la vista de la fascinación creciente que la
reencarnación parece ejercer hoy día no solamente en los ámbitos geográficos o culturales
donde cuenta con una larga implantación, sino también entre muchos occidentales, incluidos
bastantes cristianos. Al menos así puede deducirse de encuestas de opinión, estadísticas y
testimonios personales. Vivir no solamente una vez, sino contar con la experiencia de vidas
anteriores y tener ante sí la posibilidad abierta de ulteriores vidas, he aquí un tipo de
esperanza que atrae a numerosos contemporáneos. Se comprende, por ello, la necesidad de un
diálogo crítico, en un contexto de acercamiento interreligioso potenciado vertiginosamente
por la movilidad contemporánea y por los medios de comunicación, diálogo que busca la
comprensión recíproca sin tener que renunciar a la propia identidad confesante.
Cuando se habla de "reencarnación" se supone que una entidad permanente [yo, alma,
espíritu, elemento psíquico, factor o factores] entra sucesivamente en diversos cuerpos
visibles, se encarna en un cuerpo determinado y se reencarna después de la desaparición del
mismo. Con el término de "transmigración" se expresa la idea de que determinados factores
pasan de un ser vivo a otro, de un hombre a otro hombre, de un hombre a un animal o
viceversa. El término de "metempsicosis" significa que el alma [psyke] entra en un cuerpo
nuevo y distinto [meta], después de haber abandonado aquel en el que hasta entonces se
encontraba. Con "metensomatosis" se quiere indicar la misma realidad que con
metempsicosis, pero el acento se pone ahora más sobre el cuerpo [soma] que sobre el alma.
Finalmente, la expresión de "palingenesia" tiene el significado de nacer de nuevo o
renacimiento y es una expresión muy antigua para indicar, salvo ligeras diferencias [entre los
estoicos, p.e., la palingensia significaba también el renacimiento del mundo después de un
cierto ciclo], la misma realidad que la metempsicosis.
reencarnación y ley moral: hay sistemas en los que la reencarnación y el nuevo nacimiento
son independientes de las cualidades morales de la vida pasada; hay otros donde la
transmigración se halla determinada por la ley del karma [el acto y sus consecuencias
positivas o negativas], si bien esta ley ofrece matices complejos e importantes que relativizan
su rigurosidad aparentemente despiadada y tiránica; hay otros donde lo decisivo viene dado
por la actitud adoptada frente a una enseñanza o una doctrina bien concreta; hay otros donde
la reencarnación es un proceso creciente de perfeccionamiento sucesivo hasta el logro de
propia madurez o autorrealización.
La reencarnación es una creencia muy antigua y bastante extendida entre las cosmovisiones
religiosas y filosóficas, si bien podrían cuestionarse en cuanto testimonios probatorios de su
difusión universal algunas referencias de propagadores entusiastas, convencidos de hallar por
doquier huellas reencarnacionistas.
Hay una modalidad de reencarnación más propia de las religiones primitivas y de las
sociedades arcaicas, que está directamente relacionada con el culto de los antepasados; en el
más allá se encuentran acumuladas y disponibles las energías ancestrales o fuerzas vitales de
la tribu, la "masa ancestral" de donde proceden y adonde retornan todas las energías vitales.
La idea de reencarnación responde a una concepción de la vida como un círculo de fuerza
inagotable que no conoce término alguno; así se garantiza una cierta estabilidad y seguridad a
la vida social de la tribu en medio de los cambios continuos, el clan pervive en los nuevos
nacimientos, hay un "continuum" familiar o tribal que relativiza la muerte de los miembros
individuales. Es una modalidad de la reencarnación que puede percibirse, p.e., en bastantes
pueblos africanos, donde goza de particular vigencia el culto de los antepasados. La idea de
reencarnación, no obstante, a juicio de los estudiosos, resulta menos obvia y uniforme, pues o
bien se reencarna uno de los múltiples componentes de la persona, o bien el alma colectiva, o
bien tiene sólo una vigencia temporal, o bien se sitúa en la línea fronteriza entre las
generaciones, durante el tiempo en que la vida del recién nacido resulta más vulnerable y
expuesta.
lo malo [Upanishads, 700 a.C.]; la configuración de la ley del karma [acción], según la cual la
condición y la naturaleza del renacer de una persona concreta está determinada por las
acciones que para bien o para mal realiza en su vida previa [el alma que se reencarna quisiera
liberarse de la reencarnación], apareciendo la idea del cielo o infierno como duraciones
temporales [Puranas, 500 - 1000 d.C.]. Todo ello expresado hasta nuestros días en una
multiplicidad de narraciones y mitos sobre los mecanismos y las formas de reencarnación, así
como con notable diversidad de acentos entre las diversas tendencias o escuelas en el interior
de la misma tradición hinduista.
Tal idea parece haber sido compartida ya antes por los Orficos. Empédocles introduce el matiz
de que la reencarnación es un camino doloroso de purificación por culpas cometidas, que dura
hasta que el alma retorne a la patria divina, y extiende la reencarnación también al mundo
vegetal.
Esta realidad obliga a preguntarse por los motivos de la fascinación actual de una creencia tan
antigua. No es fácil identificarlos a primera vista, pero seguramente tienen que ver con la
situación contemporánea de malestar difuso, asfixia materialista, crisis de los ideales de la
modernidad, pluralismo religioso, revancha de lo reprimido, retorno de lo sagrado al margen
de las iglesias y de las instituciones tradicionales. Hay gente en occidente que cree
estrictamente en la reencarnación y que está convencida de que la vida presente es el resultado
de existencias anteriores y de que el morir no es sino un pasar sucesivo a nuevas vidas
ulteriores. Pero lo que predomina es un interés más o menos de moda, un entretenimiento
experimental, curioso o lúdico con todas estas cuestiones, todo ello unido al fuerte impacto de
culturas o tradiciones religiosas orientales. Lo cual no obsta para que dicho interés termine
transformándose en una convicción personal o en una especie de sincretismo individual,
donde armonizar elementos muy diversos a condición de que satisfagan las propias
necesidades personales.
indios clásicos, pero hoy día abundan los esfuerzos tanto en Oriente como en Occidente por
demostrar su cientificidad. Desde el punto de vista de las ciencias naturales lo intentó ya
Steiner. Trautmann lo ha intentado recurriendo a la ayuda de la física nuclear [la persona
humana equivaldría a una correlación de electrones pensantes]. En el ámbito de la psiquiatría
y de la parapsicología, el profesor I. Stevenson ha investigado cuidadosamente numerosos
casos de personas que, ya en su infancia, recuerdan espontáneamente haber tenido otra
identidad, haber protagonizado otras experiencias, haber conocido otras personas; de ahí el
convencimiento de que la reencarnación constituye la hipótesis científica más aceptable para
explicar tales fenómenos. A pesar de todo, hay diferencias notables entre los recuerdos
aparentemente espontáneos, interpretados en clave reencarnacionista, y las doctrinas
hinduistas y budistas; además, los condicionamientos recíprocos entre imágenes
reencarnacionistas e interpretación de las propias experiencias justifican el escepticismo
frente a la pretensión de que la reencarnación sea científicamente demostrable.
Todas estas aplicaciones se insertan en una sensibilidad cultural en la que diversos factores
contribuyen a su aceptación. Hoy día, en medio de una tabuización social progresiva, ha
surgido el deseo de afrontar la problemática del morir y de la muerte, sobre todo por parte de
médicos y personal sanitario, de una manera humana, que vaya más allá de lo técnico y
medicinal, y que no esté condicionada por presupuestos religiosos confesionales. Para ello el
modelo reencarnacionista se presenta como adecuado, especialmente la metáfora del morir,
propagada por E. Kübler-Ross, como un acontecimiento semejante al de la mariposa que echa
a volar saliendo de la larva. Y se presenta además con la pretensión de ser el resultado de
investigaciones científicas, confirmadas por los testimonios de personas próximas a la muerte
o que han experimentado el trance del morir. Como consuelo para moribundos en un clima
secular, no vinculado confesionalmente, solamente resultaría apropiada una visión positiva del
morir y de la muerte, un mensaje del morir armónico, lo cual se cree poder descubrir en el
modelo reencarnacionista.
respecto a la religión y dan testimonio únicamente sobre experiencias de personas que se han
encontrado en el límite de la vida y de la muerte, pero que en realidad no han muerto. No son
ninguna prueba científica de que exista un más allá de la muerte; una visión armónica y
positiva del morir no garantiza por sí sola la existencia real de un más allá armónico y
positivo.
La actual fascinación de la idea reencarnacionista no puede ser entendida, por tanto, como una
simple recaída en un pensamiento primitivo. Más bien tiene mucho que ver con la misma
conciencia moderna, con sus problemas no solucionados y con sus anhelos no cumplidos. Se
ha necesitado una larga historia y numerosas modificaciones para que la idea de la
reencarnación correspondiese a las necesidades y a los planteamientos del hombre moderno.
Pero tanto en su formulación originaria y primitiva como en su configuración contemporánea
la reencarnación tiene que ver con problemas de su tiempo, con un campo de cuestiones
descuidado en gran parte por las iglesias occidentales en los últimos tiempos y hecho propio
por el ámbito secular.
alegóricamente, eran de uso frecuente, por ejemplo, en la teología gnóstica que profesaba la
reencarnación; pero sí hemos de mencionar los más recurrentes.
En primer lugar todos los relacionados con la esperanza de que el profeta Elías retornase antes
del día definitivo de Yahvé y con la afirmación de que Juan Bautista no es sino Elías que ha
vuelto. El tema nos remite al AT. Y, según los textos respectivos [2Re 2,11; Mal 3, 23-24; Eclo
48, 9-11], Elías fue un personaje que no conoció la muerte, sino que, a semejanza de Henoch
y de otros profetas, fue arrebatado hasta los cielos; por eso, precisamente, podrá retornar de
nuevo, como signo y testimonio del final. Elías es uno de los personajes escatológicos que
volverán a aparecer o a descender del cielo cuando venga el fin. Esta expectativa no se
expresa ni en el esquema de la transmigración de las almas, ni tampoco en el de la
resurrección de los cuerpos en sentido estricto, sino en el esquema de ascenso a los cielos [ser
arrebatado] y descenso de los cielos [reaparición].
En tiempos de Jesús, la idea del retorno de Elías formaba parte de las expectativas
escatológicas. Y dicho retorno se considera ya cumplido en Juan Bautista, cumplimiento que
aparece en varios lugares del NT: en boca del mismo Jesús ["Si queréis aceptarlo, él es Elías,
que ha de venir", Mt 11,14; "Elías ha venido ya... y no lo reconocieron", Mt 17,17], en el
comentario del evangelista ["entendieron que les hablaba de Juan el Bautista", Mt 17,13], o en
la profecía del ángel a Zacarías ["caminará en el espíritu y en el poder de Elías" Lc 1,17].
Hay, pues, una relación clara entre ambos personajes; pero nada obliga a entenderla como una
identidad personal entre Elías y Juan Bautista. Éste viene a ser "otro Elías" en la medida en
que aparece en continuidad con la tradición profética de Elías, con su fuerza y con su espíritu,
en el marco de una determinada tipología bíblica, de modo semejante a como el profeta
Eliseo, discípulo de Elías, prolonga la misma tradición profética de su maestro. Nada habla a
favor del esquema reencarnacionista de almas que abandonan un cuerpo para re-incorporarse
en otro.
Otro pasaje que se suele invocar es el diálogo de Jesús con Nicodemo a propósito de la
necesidad de renacer nuevamente [de arriba] para ver el reino de Dios [Jn 3,3-5].
La idea del renacer [por lo demás común a distintas cosmovisiones religiosas] y el lenguaje
terminológico son coincidentes, pero el contenido y el esquema de la comprensión cristiana
difieren de los esquemas reencarnacionistas.
Igualmente el pasaje sobre la curación del ciego de nacimiento [Jn 9,1-12]. Por una parte está
la pregunta concreta ["¿Quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?"] y, sobre todo,
el trasfondo ideológico desde el que los discípulos plantean la cuestión; e.d., desde una
concepción de la retribución divina en la que los males y las desgracias físicas se interpretan
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como la respuesta de Dios a las culpas colectivas o individuales de los hombres. Concepción
que en parte había sido ya corregida en el mismo AT [cf. Jer 31,29-30 y Ez 18,2-4, como
llamada a la responsabilidad personal y anuncio de la retribución individual] y que no tiene
validez alguna en el NT [Jesús tiene que corregir la impaciencia de quienes pretenden
dilucidar con evidencia prematura lo que sea trigo o cizaña, cf. Mt 13, 24-30]. Por otra parte
está la respuesta de Jesús: "Ni pecó él ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras
de Dios". De esta manera Jesús rompe la lógica que vincula implacablemente culpa moral y
castigo, tanto en la perspectiva de una retribución temporal y colectiva [en el caso de que la
culpa fuera de los padres] como en la hipótesis de una retribución individual [única
posibilidad de que la desgracia actual encajase en un esquema encarnacionista, si es que la
existencia previa fue una existencia encarnada]. Como anota Schnackenburg, de Jn 9,2 no se
desprende ningún apoyo neotestamentario para la creencia en la reencarnación.
También a propósito de la teología patrística nos encontramos con una situación semejante a
la descrita respecto a los textos bíblicos. Mientras que quienes han analizado con detalle el
dossier patrístico sostienen que se produjo un rechazo neto y explícito de la reencarnación por
parte de la teología cristiana de los primeros siglos, continúan afirmando los autores pro-
reencarnacionistas que la reencarnación fue una creencia ampliamente compartida por la
cristiandad de los comienzos.
no ser que alguien le ayude a ir superando las barreras que la aprisionan y a ascender por las
distintas esferas hasta conseguir la reintegración en el pléroma divino. El camino para su
logro es el conocimiento [gnosis] proporcionado por Cristo el Salvador, quien, a través de su
vida y misión, ha deshecho los errores y nos ha revelado nuestra propia verdad: mi alma
proviene del mundo divino y se encamina hacia él, este mundo material constituye un
habitáculo extraño, soy un hijo divino desarraigado y perdido en un mundo de esclavitud, que
añora y busca su origen/término verdadero. Mientras dure tal situación, mi alma peregrinará
por distintos cuerpos. Hasta que se produzca el final del ciclo de reencarnaciones, final que va
ligado con la misión de Cristo. Yo me veré definitivamente libre de esa ley cuando haya
reconocido mi verdadera condición y haya recorrido el camino gnóstico. Es en el marco y en
la lógica de esta cosmovisión donde se interpretan en sentido reencarnacionista textos como
Ex 34, 7, Mt 5, 25-26, Rom 7,9 y donde se hace de la redención llevada a cabo por Cristo una
liberación final del ciclo obligado de las reencarnaciones.
Para S. Ireneo, Dios es creador y el hombre, todo ser humano, es una creatura suya, querida
por Dios en la integridad de su condición, en su identidad corporal y anímica, con este cuerpo
y con esta alma, en su unicidad irrepetible; no es una partícula divina precipitada en la prisión
del mundo material. Este hombre creado por Dios tiene una historia única, iniciada libremente
por un acto creador suyo y llamada a la consumación igualmente por una actuación divina. La
vida humana irrepetible es el lugar donde se decide su destino eterno. El cuerpo no es un mero
vestido de usar y tirar ni el alma es inmortal porque sea increada. La llamada de Dios a la
existencia está en el origen de ambos y en su permanencia.... Éstas son las razones que avalan
la comprensión cristiana. A la cual se habrían de añadir las incoherencias de la doctrina
reencarnacionista de Carpócrates, puestas de manifiesto en la falta de recuerdo de existencias
anteriores, argumento invocado frecuentemente por los autores contrarios a la reencarnación.
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Platón y haber enseñado que el alma se reencarna también en cuerpos de animales; nada
extraño que los partidarios contemporáneos de la reencarnación lo consideren como un firme
aliado de sus posturas. Ahora bien, el texto actual de la traducción latina que Rufino hizo del
"Peri Archôn" de Orígenes no contiene ninguna de las atribuciones hechas por S. Jerónimo;
más aún califica la reencarnación como un dogma perverso. Esta misma postura de rechazo
aparece también en la exégesis origeniana de textos bíblicos invocados ya entonces por
algunos como pruebas bíblicas de la reencarnación.
A propósito de la identidad entre Elías y Juan Bautista [cf. Jn 1,21; Lc 1, 11.17] Orígenes
insiste en la importancia de que el hombre "eclesiástico" [el hombre de Iglesia] sepa llevar a
cabo una lectura eclesial de la Escritura; así comprenderá que la figura de Elías no puede
constituir un argumento a favor de la reencarnación, pues, al ser arrebatado vivo y no muerto,
su retorno no será una nueva metensomatosis, sino la vuelta de alguien que había sido
arrebatado. Igualmente a propósito de Mt 14, 1-2 [Herodes dice de Jesús que es Juan Bautista]
y de Mt 15, 21-28 [los "perros" mencionados por Jesús en la respuesta a la mujer cananea
eran interpretados por algunos como almas reencarnadas en cuerpos de animales] la respuesta
de Orígenes es neta: en el primer caso se trata de un error inverosímil, pues la opinión de
Herodes era que los 'poderes' de Juan habían pasado a Jesús [él y Juan eran además de la
misma edad]; en el segundo caso se trata de conjeturas totalmente extrañas a la doctrina de la
Iglesia.
Esta doctrina de la pre-existencia de las almas es la que fue rechazada en un concilio local de
Constantinopla del a. 543, reunido por el patriarca Menas a petición del emperador Justiniano,
en el cual se aprobó una carta del emperador que contenía una serie de 10 anatematismos
dirigidos contra aspectos radicales de las doctrinas origenianas; carta distinta de la que el
mismo emperador Justiniano enviará más tarde a los padres conciliares del II concilio
ecuménico de Constantinopla [553], conteniendo 15 anatematismos que condenan no tanto la
verdadera doctrina de Orígenes, cuanto su interpretación más extremista del origenismo del s.
VI. La reencarnación tiene, ciertamente, como su presupuesto lógico la preexistencia de las
almas; pero de la afirmación de ésta [que las almas hayan sido creadas por Dios como
preexistentes a su encarnación, tal como sostenía Orígenes] no se deduce necesariamente la
re-encarnación. Por otra parte, es igualmente claro que la reencarnación no ha sido objeto
expreso de condena por parte de ningún concilio [en sí es una doctrina extracristiana]. La
Iglesia rechazó la preexistencia de las almas, mantenida por Orígenes; mas de este rechazo
eclesial no es lícito deducir sin más que Orígenes hubiera creído en la reencarnación.
El dossier patrístico relativo a la reencarnación podría ampliarse en gran manera, sobre todo si
se hiciera un análisis detallado de la antropología cristiana en los primeros siglos; no es éste el
lugar para esta magna tarea. Baste concluir con una referencia al pensamiento luminoso de S.
Agustín como síntesis de ideas fundamentales en el cristianismo antiguo. El motivo central
para rechazar la reencarnación se halla en el acontecimiento Cristo: su muerte y su
resurrección han tenido lugar de una vez por todas [cf. 1Ped 3,18], la muerte ya no tendrá
dominio alguno sobre él [cf. Rom 6,], los resucitados participarán para siempre del mismo
destino que Cristo [cf. 1Tes 4,17]. La resurrección es la alternativa a la creencia de que las
almas vuelvan repetidas veces a cuerpos diversos, creencia que tampoco puede pretender
apoyo alguno en el texto de Mt 17,10, pues Juan Bautista no es sino uno que actúa
simplemente en el poder y en el espíritu de Elías. La lógica interna al acontecimiento Cristo y
a la fe cristiana es la propia de una historia única e irrepetible, no la lógica de un retorno
repetido y de unos ciclos circulares.
Estamos, pues, ante dos formas distintas de articular la pregunta por la muerte y por su
significado, por la valoración de la vida y por el sentido de la existencia humana; ante dos
propuestas de esperanza con su atractividad específica. Ambas son afirmaciones de fe y
ninguna de ellas puede pretender demostrabilidad científica, a pesar de la aureola científica
con que la reencarnación aparece en algunos círculos contemporáneos. Es cierto que no
escasean los intentos por integrar la reencarnación en el sistema cristiano, asegurando que
nada esencial para la fe se perdería en este supuesto. Pero, admitiendo que las distintas
modalidades de la reencarnación obligan a una valoración diferenciada por parte de la
teología, realmente no es así. Y ello no por cuestiones de detalle, sino por razones de fondo.
Es todo un conjunto de cuestiones relativas a la comprensión de Dios, del mundo, del hombre,
de la historia humana, del sentido de la vida y de la muerte, del sufrimiento y del mal, de la
autorrealización propia y de la gratuidad divina, de las realidades presentes y de la escatología
futura, lo que está en juego. La reencarnación aparece como un cuerpo extraño al conjunto y a
la lógica de la fe cristiana, difícil de encajar sin violencias o reducciones respectivas. Por ello
mismo, la confrontación entre ambas resulta necesaria y esclarecedora.
La mayor parte de las teorías reencarnacionistas, excepción hecha de algunas que se han
configurado en suelo cristiano, como por ejemplo el espiritismo, desconocen la idea de que el
conjunto de la realidad existente proceda de Dios en cuanto aquel que ha "creado todo de la
nada". En ellas domina más bien una imagen monista de la realidad entera, en la que Dios y el
cosmos son un único y gigantesco conjunto vital y energético, una única realidad
autodinámica de carácter divino. Como no ha habido un comienzo originario [protología],
tampoco tiene por qué darse un final de plenitud [escatología]. La realidad cósmica global, en
la repetición recurrente de sus propios ciclos, constituye en sí misma lo definitivo. El hombre
aparece como una manifestación del espíritu cósmico englobante; su alma representa lo
verdaderamente esencial en él, constituye una partícula de la misma realidad divina, cuyo
anhelo más profundo radica en la nostalgia de la fuente originaria y cuyo deseo más intenso
apunta a la reintegración en el pléroma divino. Porque no han sido creadas, las almas
preexisten desde siempre a su condición encarnada y reencarnada; porque son de naturaleza
divina, las almas son indestructiblemente inmortales.
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Es cierto que la contraposición más usual entre ambas cosmovisiones [circular y lineal] de la
historia y del tiempo se halla marcada a veces por esquematismos y simplificaciones. Y, así,
en algunas doctrinas reencarnacionistas hay una meta final de maduración plena que consiste
en romper la rueda interminable de las reencarnaciones repetidas. No obstante, el cristianismo
sostiene el carácter único e irrepetible de una sola vida como el espacio de tiempo adecuado
para tomar decisiones responsables. El hombre ha sido llamado por Dios a la existencia, su
alma no es de naturaleza divina, ha sido creada por Dios, es finita. Pero Dios, que ama a todos
los seres a los que ha creado [cf. Sab 11, 24-26], no interrumpe el diálogo iniciado con el
hombre desde la creación, sino que lo prolonga más allá de la muerte. La inmortalidad del
alma en la tradición cristiana no es sino la continuación y culminación de este diálogo, de esta
relación amorosa y de esta comunión vital que no se ve interrumpida ni siquiera por la muerte,
un diálogo y una comunión en la que Dios siempre es el primero y mantiene la iniciativa.
Un Dios así es un Dios escandaloso, desconcertante, que inquieta. La asunción concreta, por
parte suya, de la carne y de la historia, resulta prácticamente imposible en las tradiciones
reencarnacionistas, tan alejadas de una valoración positiva de ambas. Quizás en estas
dificultades de fondo radique también un motivo de la aceptación creciente que la idea de
reencarnación ha experimentado en la sensibilidad contemporánea. Se está dispuesto a aceptar
un Dios que encaja bien en los relatos evolucionistas, en las teologías modernas de la
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Tal comprensión del hombre no resulta compatible con la fe cristiana ni con la esperanza de
una resurrección del hombre individual y completo. Es cierto que en la historia del
cristianismo la influencia platónica ha sido notable y ha estado vigente durante mucho tiempo
una notable aversión al cuerpo; pero nunca se hizo propio el dualismo radical de
contraposición excluyente. El cuerpo siempre formó parte de la verdad íntegra del hombre,
como una realidad buena, querida positivamente por Dios; el cuerpo en cuanto "carne y
huesos" y en cuanto historia vital concreta, mundo de relaciones, sufrimientos y alegrías, en
cuanto conjunto de experiencias con el cosmos circundante.
Sirviéndose del esquema alma-cuerpo, la doctrina cristiana afirmó que el alma es "forma
corporis" para garantizar de esta manera su unidad substancial; y en esta unidad es como el
hombre resulta querido por Dios y llamado a la salvación. Las fórmulas más antiguas de fe
hablan ya de una resurrección de la carne, de una resurrección de los cuerpos, insistiendo en
que se trata de la misma carne y de los mismos cuerpos. Las explicaciones teológicas de las
fórmulas de fe que se han ido elaborando en la historia de la teología [el alma separada del
cuerpo como sujeto de retribución definitiva en un estado intermedio, la distinción entre
cadáver y cuerpo como modo de hacer plausible una corporeidad de los resucitados que no se
identifique necesariamente con la materialidad física o bioquímica] han podido hacer pensar a
alguno que la diferencia con la reencarnación no es tan grande.
Ello obliga ciertamente a un repensamiento más detenido de toda la cuestión. Pero nadie de
los que proponen las respectivas explicaciones considera su propuesta como una versión
cristiana de la idea de reencarnación. Es la comprensión del hombre en su integridad y el
sentido de la vida humana lo que se halla en juego.
Es éste un punto que tiene que ver no tanto con la creencia en la reencarnación, propia de las
configuraciones clásicas, cuanto especialmente con la configuración que ha recibido en las
versiones occidentales más difundidas en la actualidad. La reencarnación se combina aquí con
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Hay en esta representación un núcleo que resulta ajeno a la lógica de la fe cristiana, que es la
lógica de la "gracia". Aquí el logro de la madurez humana y de la plenitud vital es
fundamentalmente don gratuito de Dios, el único que puede otorgar la salvación. Del hombre
se pide que se muestre abierto a la actuación de la gracia, que responda al amor divino, que
corresponda en libertad al don de Dios. Esta respuesta positiva, este sí afirmativo a la oferta
del amor divino, es suficiente para que Dios llene con su plenitud la limitación humana. Y
para una respuesta semejante basta una única vida, pues tampoco la repetición cuantitativa de
existencias humanas es capaz de aportar por sí misma el salto cualitativo de una vida finita a
una plenitud infinita. La oferta del amor de Dios y el sí del hombre es lo que se requiere para
ello.
Importa, ciertamente, evitar simplificaciones demasiado fáciles y cómodas, pues también las
doctrinas reencarnacionistas conocen el equivalente de lo que nosotros llamamos gracia, al
afirmar que es Dios quien posibilita y capacita originariamente para que el hombre alcance su
madurez en el sucederse de las diversas reencarnaciones. Se trata, en este caso, de la gracia
inicial que pone al hombre en movimiento. Pero otros aspectos centrales en la comprensión
cristiana no aparecen: el perdón ilimitado y la misericordia infinita de Dios, su amor ofrecido
al hombre sin ninguna condición previa, la liberación de la "ley" que angustia al hombre
presionándolo para que acumule obras meritorias ante el tribunal de Dios, la participación en
la resurrección de Cristo como don inmerecido, el "salario" como otorgamiento de la bondad
divina tanto para quien ha trabajado unas horas como para quien ha fatigado el día entero [cf.
20, 1-16]. Esta lógica de la gracia es esencial en la fe cristiana y choca con el postulado
reencarnacionista [que algunos califican de "pelagiano", aplicando así categorías cristianas a
una propuesta extracristiana] de alcanzar la madurez y la plenitud mediante el esfuerzo
humano continuamente mantenido. Lo determinante es la gracia de Dios y la respuesta
humana, y para ello basta una vida; repetir las existencias no modificaría en nada la estructura
cualitativa de oferta divina y acogida humana.
No cabe duda de que las doctrinas reencarnacionistas quieren dar una respuesta a problemas
existenciales como el origen del mal, el por qué del sufrimiento, la existencia de
desigualdades, el sentido de la justicia divina; es la cuestión de la teodicea en sus diversas
implicaciones. La ley del karma, con su correlación estrecha entre causa y efecto, se presenta
como la explicación más plausible de tales realidades.
También en este ámbito hay aspectos de la ley del karma convergentes con la fe cristiana,
pero hay otros dificilmente integrables. Lo que el hombre siembra, lo cosechará en el juicio
final, esto es algo que puede sostener la fe cristiana (cf. Gal 6,7). Que en la doctrina del karma
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pueda expresarse de algún modo lo que quiere indicar la tradición cristiana hablando del
"pecado original", esto lo mantienen algunos teólogos: el hombre es concebido y nace en una
situación de no salvación, el pecado de origen obedece a una culpabilidad kármica acumulada,
tiene aspectos solidarios y comunitarios. Es posible que en este ámbito el diálogo entre el
cristianismo y las tradiciones orientales ayude a superar clichés convencionales y ponga de
manifiesto posibilidades ulteriores de acercamiento. Ahora bien, hay aspectos que en la
comprensión cristiana quedan claramente corregidos.
Es cierto que no hay solución fácil y convincente para este problema, tampoco en la tradición
cristiana. La pregunta por la teodicea es una pregunta de permanente actualidad. Pero el
camino recorrido por Dios en Jesucristo, hasta el acontecimiento de la cruz, abre la vía a una
revelación de la justicia divina donde el Hijo de Dios ha cargado sobre sí con las culpas de
todos los hombres y ha roto de esta manera los mecanismos de culpabilización. El mismo
Dios asume solidariamente el dolor y el sufrimiento humano. Como expresión de un amor
desbordante y de una justicia que está más allá de la dinámica propia a toda ley que establezca
una correspondencia estricta entre culpa y castigo, desgracia y pecado, sufrimiento y
responsabilidad personal.
Una convicción profunda de bastantes doctrinas reencarnacionistas, tal como aparece por
ejemplo en la tradición religiosa y en la experiencia mística del hinduismo y del budismo, lo
constituye la necesidad de purificación total como condición previa para la integración
definitiva en la realidad divina. Las sucesivas reencarnaciones no son sino las diversas etapas
de este camino purificatorio, duro y difícil en su largo recorrido, pero beatificante en su
plenitud final.
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Es este un aspecto que, según el parecer acertado de teólogos contemporáneos, ofrece especial
interés para el diálogo con la doctrina católica y ortodoxa (los protestantes rechazan dicha
doctrina) sobre el purgatorio. No hay duda de que la forma tradicional en que se ha
transmitido necesita de una revisión. Sus representaciones topográficas y mitológicas resultan
inviables para la mentalidad actual, su comprensión frecuente hizo del mismo un infierno a
escala reducida [lo que es teológicamente un grave error], en la piedad popular dio origen a
formas más o menos mágicas de entender la salvación y los sufragios por los difuntos, frente
al convencimiento de la misericordia infinita e incondicional de Dios sugería la imagen de
Dios como contable cicatero y quisquilloso. Todo ello se ha revisado en la teología
contemporánea.
Así queda mejor de manifiesto su núcleo central. Con el purgatorio se está hablando de que en
la vida del hombre puede haber al final muchos aspectos no logrados; se está hablando de una
cierta posibilidad de crecimiento y de madurez espiritual para los seres humanos después de la
muerte. Como purificación de la escoria acumulada a lo largo de la existencia terrena y como
condición previa para el encuentro y la visión definitiva de Dios. Como acontecimiento
centrado radicalmente en el amor, que sufre intensamente por el contraste tan enorme entre la
conciencia lúcida de la propia indignidad y la magnitud asombrosa de la bondad divina. Como
dimensión del juicio de Dios, en el que la justicia que sale a la luz no es sino nuestra
justificación en y por medio de Jesucristo. Pero, nuevamente aquí, la lógica cristiana de la
salvación y su plenitud final como acontecimiento de gracia y como don inmerecido. En rigor
no se "madura" espiritualmente por méritos propios, ni por esfuerzos mantenidos de
autorrealización, ni por la cantidad de sufragios y de oraciones, ni por repetición incesante de
reencarnaciones sucesivas. El amor de Dios, que quema como el fuego, es lo que purifica y lo
que nos permite alcanzar nuestra verdadera y propia identidad de hijos de Dios. Dios sale con
su gracia y amor al encuentro de todo hombre, siempre y especialmente allí donde la
respuesta y la apertura han podido ser deficientes y mezquinas. Un encuentro con Dios, un
logro de la madurez espiritual y una identidad que van acompañadas del amor, de la
solidaridad y de la oración de los demás creyentes [comunión de los santos], pues, por así
decirlo, nadie entra sólo en el juicio purificador del amor divino.
4. Conclusión
CIUDAD DEL VATICANO, 24 mayo 2003 (ZENIT.org).- ¿Por qué no cree el cristiano en la
reencarnación? A esta pregunta respondió el teólogo Michael F. Hull de Nueva York al
intervenir en la videoconferencia mundial de teología organizada el 29 de abril de 2003 por la
Congregación vaticana para el Clero. Estas fueron sus palabras.
***
A menudo, aun sin el auxilio de la gracia, la razón humana llega a vislumbrar la inmortalidad
del alma, pero no alcanza a concebir la unidad esencial de la persona humana, creada según la
"imago Dei". Por ello, a menudo, la razón no iluminada y el paganismo han visto «a través de
un cristal, borrosamente» el reflejo de la vida eterna revelada por Cristo y confirmada por su
misma resurrección corporal de los muertos, pero no pueden ver «la dispensación del misterio
escondido desde siglos en Dios, creador del universo» (Ef 3,9). La noción equivocada de la
metempsícosis (Platón y Pitágoras) y la reencarnación (hinduismo y budismo) afirma una
transmigración natural de las almas humanas de un cuerpo a otro. La reencarnación, que es
afirmada por muchas religiones orientales, la teosofía y el espiritismo, es muy distinta de la
resurrección de la fe cristiana, según la cual la persona será reintegrada, cuerpo y alma, el
último día para su salvación o su condena.
Antes de la parusía, el alma del individuo, entra inmediatamente, con el juicio particular, en la
bienaventuranza eterna del cielo (quizá después de un período de purgatorio necesario para las
delicias del cielo) o en el tormento eterno del infierno (Benedicto XII, «Benedictus Deus»).
En el momento de la parusía, el cuerpo se reunirá con su alma en el juicio universal. Cada
cuerpo resucitado será unido entonces con su alma, y todos experimentarán entonces la
identidad, la integridad y la inmortalidad. Los justos seguirán gozando de la visión beatífica
en sus cuerpos y almas unificados y también de la impasibilidad, la gloria, la agilidad y la
sutileza. Los injustos, sin estas últimas características, seguirán en el castigo eterno como
personas totales.
La resurrección del cuerpo niega cualquier idea de reencarnación porque el retorno de Cristo
no fue una vuelta a la vida terrenal ni una migración de su alma a otro cuerpo. La resurrección
del cuerpo es el cumplimiento de las promesas de Dios en el Antiguo y el Nuevo Testamento.
La resurrección del cuerpo del Señor es la primicia de la resurrección. «Porque, habiendo
351
venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos.
Pues del mismo modo que por Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero
cada cual en su rango: Cristo como primicia; luego los de Cristo en su venida» (1 Cor 15,21–
23). La reencarnación nos encierra en un círculo eterno de desarraigo corporal, sin otra
certidumbre más que la renovación del alma. La fe cristiana promete una resurrección de la
persona humana, cuerpo y alma, gracias a la intervención del Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo, para la perpetuidad del paraíso.
En la carta apostólica Tertio millennio adveniente (14 de noviembre de 1994), escribe Juan
Pablo II: «¿Cómo podemos imaginar la vida después de la muerte? Algunos han propuesto
varias formas de reencarnación: según la vida anterior, cada uno recibirá una vida nueva bajo
una forma superior o inferior, hasta alcanzar la purificación. Esta creencia, profundamente
arraigada en algunas religiones orientales, indica de por sí que el hombre se rebela al carácter
definitivo de la muerte, porque está convencido de que su naturaleza es esencialmente
espiritual e inmortal. La revelación cristiana excluye la reencarnación y habla de una
realización que el hombre está llamado a alcanzar durante una sola vida terrenal» (n° 9).
REFLEXIONES Y BALBUCEOS SOBRE “EL MÁS ALLÁ”
O modo de vivir ‘a tope’ la vejez
Primera parte
Así pues, algo se puede decir del “más allá” cuando se ha tomado en serio el resto de la
carrera previa. Laboriosamente en serio: en las primeras etapas, con inevitables pedagogos -a
veces embarazosas andaderas y sumisiones sofocantes- ahora ya aligerado el equipaje de es
excesivo lastre religioso, con tono de liberación. Se nos había enseñado a desconfiar de la
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razón y esperar respuestas externas prefabricadas y caídas del cielo. De tal guisa, se mos había
distraído del silencio clamoroso de nuestra conciencia, de la “soledad sonora” en la que
susurra Dios en lo profundo del ser, desde siempre y a todos. Cuando Pilato preguntó a Jesús
por la verdad, de estar presente, la autoridad religiosa hubiera respondido con una algarabía
de palabras y definiciones; Jesús, en cambio, como mejor maestro, permaneció en silencio.
Con su vida lo había dicho todo. Por mi parte, a ésta prefiero remitirme, pues, en el silencio
de mi conciencia, acompañado de tanta gente honesta que ha escuchado el silencio.
Por ello mismo temo cada día más la palabrería sobre todo si se queda en logomaquia. De tal
modo que no aventuro sin verdadero pudor estas ya viejas reflexiones, algunas más
especulativas de juventud, otras más enjundiosas de la vejez.
Para hablar del “más allá” no parto de ninguna afirmación dogmática. Tampoco puedo
encerrarme, en plan positivista, en la razón instrumental, en lo empíricamente verificable:
nadie ha vuelto a contarnos nada. Pero entiendo que la razón humana ‘integral’, mente y
corazón, afincada en los sentidos, no se agota en ellos, permanece abierta y se interesa
también por los enigmas del ser pese a que, no siendo éste transparente, el buceo en él no
arroje resultados evidentes; es decir, sin ser ‘universalizables’ apodícticamente, tampoco son
rechazables y menos indignos de consideración. Pertenecen a ese ámbito de explicación
sensata y coherente de las cosas que no constriñe a la afirmación aunque serena la búsqueda y
libera el espíritu para la acción.
De qué se trata
Se trata de una tesis muy limitada: es razonable apostar por la permanencia del ser humano
más allá de la muerte (tal vez, precisamente a causa de ella); no de la creencia popular
tradicional en un retorno a la vida o revivificación del cuerpo, ni ahora ni al final de la
historia. Esto sí que choca no sólo con toda verificación empírica, sino con lo sensatamente
razonable e incluso con la teología actual no integrista. Dicho de otro modo, sólo afirmamos
que, pese a la muerte, la persona como tal no tiene porqué quedar abocada a la inexistencia y
que parece más razonable que sea indestructible. La que en la tradición judía tardía y posterior
cristiana se ha denominado ‘resurrección’ no es un retorno a la vida entre los vivos, ni un don
milagroso y sobrenatural después de la muerte, ni es algo nuevo y específico sólo debido a la
resurrección de Jesús. Para el cristiano, ésta no fue un hecho nuevo en la historia y, menos
aún, empíricamente constatado en el sepulcro vacío o las apariciones. Pero en la medida en
que fue vivida por los discípulos como experiencia interior fuerte, como relectura liberadora
del itinerario y fracaso final de Jesús, puede constituir para otros una experiencia recuperable,
dadora de sentido y esperanza. Pero no adelantemos etapas. Entiendo, pues, como afirmación
razonable que, pese a la muerte la persona es indestructible y pervive de modo plenificado.
No sin embargo conforme a la secuencia tradicional: muere lo físico, se libera el alma y se
separa y, al final de los tiempos, volvemos todos a recuperar el cuerpo vuelto a la vida.
Entiendo antes bien la muerte como enigmática metamorfosis de lo orgánico en lo espiritual,
en el mismo instante en que aquella adviene.
Pienso que existe un dato histórico: todas las culturas lo dan por bueno al actuar con sus
difuntos en conformidad con la convicción, o la confianza al menos, de algún modo de
permanencia después de la muerte. Hasta la propia tradición hebrea, más ‘materialista’ que
sus coetáneas, alcanzó aunque muy tarde (tiempo de los Macabeos) la esperanza de la
resurrección. Antes creían en una cierta pervivencia oscura y difusa (el sheol).
Sin duda, tal convicción es un hecho constatable aunque, pudiendo ser ilusoria, no alcanza la
categoría de prueba. Podía simplemente significar una finta del instinto vital exagerado,
simple repugnancia a lo inexorable de la muerte. Ahora bien, de eso precisamente se trata, de
indagar si tal no resignarse a la muerte es pura aspiración ilusoria o si, al contrario, traduce
algún mecanismo estructural profundo del ser inteligente ¿Es simple y pura quimera o más
bien la manifestación de una necesidad innata de sentido? ¿Algo denotativo y específico del
ser inteligente?
En este punto es precisamente donde, en los tanteos de las culturas acerca de lo que ocurre
después de la muerte, muchos pensadores han detectado una aspiración, un anhelo del ser
humano; deseo con frecuencia adormecido aunque jamás superado por cualquier racionalidad,
por ser constitutivo de la felicidad perseguida en su plenitud. Un deseo tan hondo que su
frustración parece atentar a la misma configuración radical del ser y a las condiciones de su
inteligibilidad. En este ámbito es donde reaparece una y otra vez, insoslayable, la pregunta
tenaz de la mente por un ‘mayor sentido’: si el ser humano (o la historia) desaparecerán un día
y se sumirán en la nada, ¿no parece una contradicción de la naturaleza, un fraude existencial
el hecho -no explicable sólo por la cultura- de albergar una ansia irreprimible de
supervivencia? ¿no se da mayor sentido en su satisfacción que en su frustración? El
argumento, que J. A. Marina opone a González Faus contra la valoración supuestamente
engañosa que éste hace de tal deseo, a mi entender yerra manifiestamente el tiro. Marina
arguye: la sed no demuestra la existencia de la fuente. De acuerdo, pero un organismo,
compuesto casi enteramente de agua y que nunca pudiera saciar su sed por no existir el agua
constituiría una contradicción. Estaría tan mal diseñado como un motor de explosión para el
que no existiera carburante alguno. El argumento se vuelve en contra del insigne filósofo que
es J.A. Marina: es precisamente la existencia de carburante lo que explica un semejante motor.
Es Dios, reverso oculto del ‘más allá’, quien no puede hacer emerger dentro de la evolución
cósmica (sería una contradicción, si bien se analiza) una mente inteligente y libre que no esté
abierta por su esencia a la infinitud del deseo. Dios y ‘el más allá’ entran dentro del mismo
paquete de la pregunta existencial por la trascendencia. Se aceptan o se rechazan juntos. (Más
a la raíz de la tensión del deseo habría que remontarse a la dinámica de la evolución: ¿puro
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Lo que sí importa subrayar es que tal ‘deseo innato’ no es igualmente perceptible en todos los
casos: aparte de que se manifiesta de muy diversas maneras, lo hace con acentos más o menos
acusados en cada psicología humana concreta. La conciencia es enormemente modulable:
puede arrastrarse por el suelo de lo trivial, obturar su horizonte y limitarlo a lo estrictamente
empírico o bien afinarse abriéndose a perspectivas altamente altruistas y espirituales. La
conciencia orienta el comportamiento y las opciones de vida pero, a su vez, éstos la
condicionan. Así, por ejemplo, no cabe duda que el consumismo, el afán de lucro o la
ambición ciegan otras muy diversas modulaciones de la vivencia.
¿Se puede afinar más en el porqué coherente del ‘más allá’? Opino afirmativamente, aunque
sean variaciones de la misma melodía.
finitud y, al parecer, necesitado de trascendencia. El “más allá” es la otra cara del salto a la
trascendencia de Dios, pero una transcendencia/inmanencia, un Dios-para-nosotros, sentido
último de nuestro peregrinar, reverso del cosmos y su cálido útero nutricio (ver mi art. “La
Diosa-Madre o el útero tibio del cosmos”, inédito).
Todas las culturas y/o religiones tienen sus buenos maestros. Para los creyentes cristianos uno
de los grandes reveladores del sentido de la historia, personal y colectiva, y por lo mismo
revelador de Dios, es Jesús de Nazaret. A Dios no lo podemos conocer en sí mismo: todo lo
que digamos más allá de la afirmación de ‘lo que no es’ es huera especulación. De Dios sólo
se puede decir ‘lo-que-es-para-alguien’ y, en este ámbito, Jesús ha sido y es como un espejo-
de-Dios-para muchos y, en virtud de ello, un manifestador de sentido en la historia. Jesús
descubre cómo vive a Dios cuando le trata como “papá” (‘abba’, ¡algo inaudito!), el suyo y el
de todos (“mi padre y vuestro padre”) y cómo es justamente esto lo que le empuja a apostar
hasta dejarse la piel a favor de los que no cuentan, los huérfanos, los marginados, los
pecadores, los vencidos, los pobres. Finalmente Jesús de Nazaret manifiesta la mejor forma de
vivir a Dios cuando, mediante nuestro seguimiento de esa su opción de vida, emerge en la
historia un poco más de sentido, de alegría y de esperanza y, sobre todo, la urgencia de una
apuesta samaritana fuerte. Al cristiano le basta esto que es lo único importante. El resto,
teología, liturgias, instituciones, poderes sagrados... más vale mantenerlos a raya y desconfiar,
no sea que perturben y desplacen lo único importante. No sirven más que en la estricta medida
en que en todo ello se trasparenta la vivencia diaria de la experiencia de Jesús a la que el
cristiano suele traicionar demasiado ¿Hemos caído en la cuenta realmente quienes nos
pretendemos cristianos de en qué medida el hecho Jesús iluminó la historia y hoy ayuda a
interpretarla como preñada de sentido?
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La vida después de la muerte
"La mayoría de nosotros creemos que nuestra muerte no es el final, que existe otra vida
consciente"
Por si acaso ... como mínimo La vida nos empuja a una actividad convulsa, llena de deseos y
frustraciones, donde los sentidos y la mente están siempre atareados en prácticas cuanto más
triviales mejor. Por eso el verano –si somos capaces– es una de las ocasiones propicias del año
para marcar nuestro propio punto y a parte, y pensar. Reflexionar por cuenta propia ¿Pero
sobre qué? Uno puede perderse en infinidad de detalles, en los numerosos árboles de toda
condición que reúne el bosque de nuestra vida. Por eso lo esencial es centrar nuestra atención
en los fundamentos. Y la muerte, qué duda cabe, es uno de los más decisivos. Es el dato
inexorable de nuestra existencia ¿Entonces, por qué vivir como si no existiera? Cierto que
para un joven la muerte es, por razones biológicas, un hecho lejano, incierto, aunque posible.
Pero para un adulto tiende a ser cada vez más un elemento que forma parte de lo cotidiano.
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La mejor noticia Y de la opinión actual, al desarrollo histórico de la idea de que existe “otra
vida”. La evolución del pensamiento de los judíos es paradigmática en este sentido. Su
antigua relación con Dios, la Alianza, que se desarrolla en la historia, permite percibir la
evolución del concepto de la muerte: desde las interpretaciones iniciales como un sueño gris
sin memoria, donde las almas vagan por la eternidad; un hecho desgraciado en definitiva, que,
por tanto, convierte en problema el juicio de Dios y la falta de recompensa en vida a los
justos, hasta la alegría de la resurrección en el fin de los tiempos. Conocemos bien la
diferencia en tiempos de Jesús entre los primeros, los saduceos, y quienes creían en la
resurrección, los fariseos. Todo el Antiguo Testamento es un largo proceso de revelación de la
esperanza en la vida eterna, que culmina en Jesucristo y su anuncio rotundo. Porque este
hecho, la muerte con “puerta” a otra vida significa la mejor noticia que nunca recibiremos: el
fin no existe.
Si ahora nuestro momento es de plenitud y esperanza, sabemos que éste –si queremos, si
somos coherentes– se prorrogará y desarrollará más allá del “cambio de estado”. Por el
contrario, si nuestra vida está marcada por la angustia, si la muerte no es una cita a ciegas sino
un dato conocido, ahora sabemos que la liberación, la paz interior, estan ahí, al alcance de la
mano. Basta con extenderla, sin perjuicios, para encontrar la de Dios.
de naturaleza filosófica. Por ejemplo, la concepción del mundo que explica que los cuerpos
materiales están compuestos de partículas elementales idénticas –el atomismo–, es un modelo
surgido en la Grecia Clásica en el ámbito filosófico y religioso. Tuvieron que transcurrir
muchos siglos para que esa idea adoptara una base científica. Lo que hoy aceptamos como
cierto era rechazado como científicamente incierto en su momento de origen. Y es que la
ciencia se mueve lastrada por el conocimiento histórico, que a su vez depende de condiciones
materiales y concretas en las que se desarrolla, y esa es una limitación cuando se reflexiona
sobre cuestiones que transcienden el tiempo. En el pensamiento filosófico esa limitación
existe en menor medida, y todavía afecta menos el pensamiento religioso.
Berglar, en su biografía sobre Tomás Moro, que ya cité en otra ocasión, refiere la importància
del “Cohelet“, el libro treinta y dos de la Biblia, para nuestro personaje, y su significado,
como una de las grandes reflexiones sobre la muerte. Porque, en efecto, la vida era para
nuestros antepasados un escenario donde se desarrollaba el drama de la historia personal y
colectiva, cuyo último acto resultaba perfectamente conocido y dramatizado por la danza.
Pero no era el fin y sí sólo un transitar. Un baile. Transición a Dios, al Gran Amor, al
descanso, al conocimiento compartido del Todo.