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Presentación
Prof. Dr. José ALVIAR
Asignatura Obligatoria
Primer Ciclo (Bachillerato), Tercer Curso, Segundo semestre
4'5 créditos (45 horas de clase)

La Escatología no sólo es un tratado dogmático junto a los demás que componen la


exposición rigurosa de la doctrina cristiana: es también un aspecto fundamental de la vida de
la Iglesia y del cristiano, que se encuentran por definición abiertos al eschaton, en el que
deberán alcanzar su plenitud. Las clases de esta asignatura analizan las concepciones
escatológicas del Nuevo Testamento, la naturaleza del Reino que llega con Jesús de Nazaret y
las líneas básicas de la Historia de la salvación, para detenerse luego en el examen de la
escatología general (parusía, resurrección, juicio, nuevos cielos y nueva tierra), e individual
(muerte, vida eterna, muerte eterna, purificación ultraterrena).

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Subject: Escatología [2006/07]
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Bibliografía

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PROGRAMA

I. Introducción
1. Objeto de la Escatología. La Escatología, estudio de la consumación y plena realización del
hombre y del mundo en Dios. La virtud de la esperanza como elemento estructurante del
tratado. La centralidad de la escatología cristiana para una completa visión del hombre y de la
historia, y para la moral y la espiritualidad cristianas. Escatología general y escatología
individual: su intrínseca relación.
2. Escatología e historia. Temporalidad e historicidad del hombre. Los mitos del eterno
retorno y la concepción cíclica del tiempo. Los determinismos históricos. La incidencia de la
Revelación sobre los conceptos de tiempo e historia. La noción cristiana de historia salutis.
Sentido y valor últimos del mundo y su historia.
3. Historia breve de la escatología. De los tratados De novissimis al tratado de escatología. La
historia reciente; la contribución del Concilio Vaticano II.
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II. La escatología general


4. La Parusía o segunda venida de Cristo. La Parusía como objeto de la esperanza en la
Sagrada Escritura, en los Símbolos de Fe, y en la Tradición. El carácter público, universal,
definitivo y victorioso del retorno del Señor.
5. Parusía e historia. La progresiva aproximación y presencia de Dios en la historia salutis. La
dimensión parusíaca de la Iglesia, y de la Eucaristía y los demás sacramentos. La parusía,
intervención divina que finaliza y culmina la historia.
6. El momento de la Parusía. Textos escriturísticos sobre el fin del mundo. La llamada
“escatología consecuente”: sus presupuestos cristológicos y eclesiológicos. Sentido de los
textos bíblicos que hablan de la inmediatez o inminencia de la segunda venida de Cristo. La
vigilancia cristiana.
7. Los presagios de la Parusía. La predicación del Evangelio en todo el mundo. La conversión
del pueblo elegido. La venida del Anticristo y la apostasía general. Conexión y significado
teológico de los presagios.
8. El Juicio Final. La doctrina bíblica sobre el juicio escatológico. Cristo como Juez. El Juicio
como objeto de la esperanza cristiana. El Juicio en cuanto triunfo definitivo del bien sobre el
mal. El Juicio en cuanto Revelación definitiva del designio divino.
9. El Reino de Dios. Noción del Reino de Dios en la Escritura: elementos esenciales.
10. Reino de Dios e historia. Cristo como personificación del Reino de Dios. La instauración
del Reino de Dios, su crecimiento y su cumplimiento escatológico. La distinción y la relación
entre el progreso temporal y la edificación del Reino; entre las esperanzas terrenas y la
esperanza escatológica. Utopías y milenarismos.
11. Vida Eterna y Resurrección. La noción de Vida en la Sagrada Escritura y en la doctrina de
la Iglesia. La esperanza en la Resurrección, elemento intrínseco de la concepción cristiana de
Vida Eterna: implicaciones antropológicas.
12. La Vida en la Trinidad. Divinización escatológica del hombre: filiación al Padre;
configuración con Cristo Resucitado; Vida por el Espíritu. La realización plena de la libertad
humana y la eternidad del Cielo. La infinitud relativa y los diversos grados de vida eterna.
13. La “visión de Dios”. La doctrina de la visión de Dios en el Antiguo y en el Nuevo
Testamento: “Ver a Dios” “cara a cara”, expresiones de presencia, proximidad, y unión
interpersonal. Desarrollo teológico de la cuestión. Las teorías de la visión “ndirecta” de Dios
y la Constitución Benedictus Deus sobre la inmediatez de la visión de Dios.
14. La Resurrección de los muertos. La resurrección en el Antiguo Testamento. La
resurrección de los muertos en la doctrina de Jesucristo. La resurrección en la primera
predicación de la Iglesia y en la patrística, frente a las visiones paganas, neo-platónicas y
gnósticas.
15. La resurrección de Jesús y la resurrección de los justos. Dimensión cristológica de la
resurrección. La condición del hombre resucitado. La identidad del cuerpo resucitado con el
cuerpo terreno: el fondo antropológico y ético de la fórmula “resurrección de esta carne”. La
resurrección de los muertos como plenitud humana y consolidación eterna de la propia
historia personal. Algunas cuestiones teológico-pastorales resurrección y práctica de la
cremación; resurrección y errores sobre la reencarnación.
16. La plenitud de vida, cósmica y comunitaria. La vida eterna en el contexto de la plena
realización social y cósmica del hombre. La plenitud de la comunión humana como expresión
de la comunión definitiva con Dios.
17. La renovación del mundo. La recapitulación de todas las cosas en Cristo. La doctrina
neotestamentaria sobre la ruina y renovación del cosmos. La preparación humana para el
advenimiento de “los nuevos cielos y la nueva tierra” en los documentos de la Iglesia (Const.
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past. Gaudium et spes, n. 39; Enc. Laborem Exercens, nn. 27 ss.). Valor y sentido del mundo
actual.
18. La muerte eterna. La revelación de la existencia del infierno. Cuestiones históricas sobre
la eternidad del infierno. La muerte eterna como consecuencia del pecado. Realidad perpetua
del infierno en relación con el carácter determinante y radical de la libertad humana fijada en
el pecado. La frustración metafísica del infierno: la alienación de Dios y la resurrección “para
el oprobio eterno”. El infierno en el contexto de la justicia y misericordia divinas.

III. La escatología individual


19. Articulación entre la escatología individual y la escatología universal. Dimensión
escatológica de la vida terrenal del cristiano: su participación en el Misterio Pascual por el
Bautismo, la Penitencia, la Eucaristía, y los demás sacramentos. Escatología y vida de gracia.
20. La muerte. El peso vital y existencial de la muerte humana. Diversas concepciones de la
muerte y de la inmortalidad en las religiones y filosofías antiguas. La banalización de la
muerte en el pensamiento moderno y la pérdida de su sentido teológico y ético.
21. Doctrina cristiana sobre la muerte. La muerte en la Sagrada Escritura. Las enseñanzas del
Concilio Vaticano II y del Catecismo de la Iglesia Católica. La muerte como fin de la
peregrinación terrena. La muerte como ruina ontológica del hombre; conexión íntima entre la
muerte y el pecado. La muerte del cristiano en Cristo, como participación en el Misterio
Pascual y primer paso hacia la resurrección.
22. La retribución mox post mortem. La retribución sustancial inmediatamente después de la
muerte en la Sagrada Escritura, en la tradición patrística y en la enseñanza magisterial de la
Iglesia. La noción de juicio particular, corolario de la doctrina de retribución inmediata y de la
dilación del juicio general. El sentido del juicio particular; su relación y continuidad con el
juicio general.
23. La escatología intermedia. La doctrina sobre la pervivencia personal en la Sagrada
Escritura, en Santo Tomás, y en los documentos de la Iglesia. Teorías no-cristianas acerca de
la inmortalidad del alma en la antigüedad y en la cultura contemporánea. La problemática
moderna acerca de la escatología intermedia. La negación de la inmortalidad del alma después
de la muerte, o la afirmación de la atemporalidad del espacio entre muerte y resurrección
final. La teoría de la resurrección en el momento de la muerte. El Triduo Pascual (descendit
ad inferos), punto de referencia para la escatología intermedia.
24. El purgatorio. El purgatorio según la Sagrada Escritura (cfr. 2 Mac 12, 40-45; 1 Cor 3, 10-
15). El purgatorio en la patrística y en la tradición litúrgica de la Iglesia: el sentido de la
disciplina penitencial de la Iglesia y la celebración eucarística en sufragio por los difuntos. La
oración por las almas del purgatorio en la tradición cristiana. La comprensión del purgatorio
en Oriente y en el Concilio de Florencia . La doctrina de los protestantes y el Concilio de
Trento. El purgatorio, encuentro de Amor purificador con Cristo. El purgatorio y la santidad
cristiana.

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BIBLIOGRAFÍA DE LA ASIGNATURA

1. Manuales
J. ALVIAR, Escatología, EUNSA, Pamplona 2004
C. POZO, La teología del más allá, 2ª edición, BAC, Madrid 1981.
C. POZO, La venida del Señor en la Gloria. Escatología, Edicep, Valencia 1993.
M. SCHMAUS, Teología Dogmática, VII: Los novísimos, Rialp, Madrid, 1961.

2. Lecturas recomendadas
CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen Gentium, nn. 48-51; Const. past. Gaudium
et Spes, nn. 18, 39.
Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 668-682; 988-1060.
CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta sobre algunas cuestiones
referentes a la escatología (17-V-1979).
COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Algunas cuestiones referentes a la
escatología (1990).
COMISIÓN EPISCOPAL PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Esperamos la Resurrección y la
Vida Eterna (26-XI-1995).

3. Obras de consulta
J. L. ILLANES, Teología de la Historia, en “Gran Enciclopedia Rialp” 12 (1975) 27-33.
J. PIEPER, Sobre el fin de los tiempos, Rialp, Madrid 1955.
J. RATZINGER, Entre muerte y resurrección (una aclaración de la Congregación de la Fe a
cuestiones de escatología), en “Revista Católica Internacional (Communio)” 3 (1980) 273-
286.

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CAPITULO I
INTRODUCCIÓN GENERAL

A.- Significado del término "Escatología".


La palabra "Escatología" deriva del griego ta eskata, que significa "cosas últimas"; fue
traducida al latín en la versión de la Biblia llamada "La Vulgata" como novissima,
significando lo más nuevo, las cosas más recientes; en tiempos pasados se escribió un tratado
teológico relativo a este tema, por lo que se le llamó "De Novissimis" y también "De
Extremiss".

Es común que se recurra al texto del Eclesiástico 7,36 para ilustrar el concepto de Esca-
tología, porque dice "En todas tus obras piensa en el fin y nunca pecarás"; sin embargo es
difícil fundamentar un tratado de Escatología en este pasaje bíblico, ya que su texto se refiere
al fin individual de cada persona, y se reduciría mucho el contenido de la Escatología si
solamente se tratara en ella el tema de la muerte de un individuo, pues se dejaría de lado lo
que se llama la Escatología Intermedia —ciencia que estudia la etapa que va desde la muerte
de cada individuo hasta el final de toda la humanidad—, también porque se estaría ignorando
el hecho de que cuando una persona muere muchas más siguen viviendo, y que la oración de
los que sobreviven puede ser valiosa para la salvación de las ya finadas. Por otro lado, el texto
citado resalta la relación que existe entre la vida y el momento de la muerte, pero no trata
sobre la muerte en sí misma ni sobre el enigma de lo que hay posterior a la muerte.

Lo que ha venido tratando la Escatología tradicional, y lo que le otorga su carácter teológico,


está expresado en la lengua original del Nuevo Testamento, el griego, con la palabra Eskatos,
cuyo significado específico indica que el final ha llegado con la aparición de Jesu-cristo (Hb
1,2; 1 Pe 1,20); en este sentido puede aplicarse también a las realidades temporales como en
Jn 11,24; 12,48; He 2,17; 2 Tim 2,1; St 5,3; 1 Jn 2,18 y 1 Pe 1,5; así como a los fenó-menos
referentes al final de los tiempos como en 1 Cor 15,45-52; He 1,8; 13,47; Ap 1,17; 2,8.

La palabra Escatología es de uso relativamente reciente, apareció por primera vez en la obra
titulada "Sistema Locorum Theologicorum", de A. Calov (+1686). El volumen XII de esa
obra tiene por nombre "Eschatología Sacra" y trata de la muerte, de la resurrección, del juicio
final y de la consumación del mundo, temas todos ellos netamente escatológicos.

La teología que desarrollaron los Padres de los primeros siglos de la Iglesia, y los de la época
Escolástica, no dispuso de una expresión general que agrupara estas últimas realidades. Hugo
de San Victor, teólogo escolástico muerto en 1141, trató los temas escatológicos en su obra
principal titulada "De Sacramentis Christianae Fidei" bajo los títulos de "Fine Saeculi" y "De
Statu Finalis Iudicci"; Santo Tomás de Aquino, por su parte, los incluyó en el suplemento de
su obra "Summa Teológica".

Las obras que resultaron decisivas para que la Escatología pudiera cobrar la importancia que
ahora tiene fueron "La Predicación de Jesús sobre el Reino de Dios" de J. Weiss, publicada en
Tubinga en 1892, y "Esbozo sobre la Vida de Jesús" de Albert Schweitzer, publicada en
Gotinga en 1901. Al investigar estos dos autores la vida de Jesús, tal como está narrada en los
evangelios, descubrieron el fuerte carácter escatológico de su predicación.
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B.- El futuro, como una categoría antropológica


Otro de los factores que influyeron para que la Escatología llegara a ser uno de los temas
centrales de la teología contemporánea fue la reflexión filosófica sobre la esperanza. Resultó
que mientras el progreso científico y técnico amenazaba con absorver al hombre moderno en
el torbellino de las aspiraciones hacia un mejor nivel de vida, el tema de la espe-ranza pasaba
a suscitar un interés creciente en la filosofía y en la teología de nuestro tiempo.

El hombre, y el mundo en su relación con el hombre, fueron considerados no tanto por lo que
son o han sido sino por lo que están llamados a ser; es decir, se valuaron desde el punto de
vista del futuro. Se descubrió así que el hombre no puede cumplir libremente sus decisiones
sino mediante su relación con el mundo y con los otros seres humanos, como tampoco puede
tener conciencia de sí mismo sino mediante sus ligas con el mundo y con los otros hombres;
tampoco puede construirse a sí mismo si no es obrando sobre el mundo, ya que transformando
al mundo es como el hombre se perfecciona a sí mismo y crece en autoconciencia y libertad.

Pero a pesar de todos sus esfuerzos el hombre no logra realizarse plenamente con nin-guna
acción suya en el mundo; ninguna conquista de su acción transformadora del mundo
representa para él la última etapa, porque las supera todas en el momento mismo de
alcanzarlas. Su esperanza va más allá de sus logros, camina delante de ellos, y entre la tensión
de su espíritu que lo impulsa a obrar y los resultados concretos de sus acciones encuentra
siempre un desnivel insuperable. La acción del hombre sobre el mundo lleva pues aparejada la
imposibilidad de quedar plenamente satisfecho, porque su aspiración fundamental de
superarse a sí mismo no puede ser colmada dentro del horizonte de este mundo. Por eso la
esperanza del hombre —que radica en lo ilimitado de su espíritu— debe extenderse hasta el
final de los tiempos.

Son varios los filósofos y teólogos que han contribuido a la reflexión de la dimensión
escatológica del hombre abierto a la esperanza; algunos de ellos y sus obras son los
siguientes:

FILOSOFOS:

E. BLOCH: El Principio Esperanza.

El Hombre Como Posibilidad.

P. LAIN ENTRALGO: La Espera y la Esperanza; Barcelona, 1957.

Antropología de la Esperanza; Barcelona, 1978.

G. MARCEL: Homo Viator.

J. PIEPER: Esperanza e Historia; Salamanca, 1968.

H. BERGSON: La Acción.

Otros: K. Jaspers; Thomas Mann; P. Teilhard de Chardin, etc.

TEOLOGOS:
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E. BUNNER: La Eternidad como Futuro y Presente.

J. ALFARO: Esperanza Cristiana y Liberación del Hombre. Barcelona.

E. SCHILLEBEECKX: Dios, Futuro del Hombre; Salamanca 1971.

J. MOLTMANN: Teología de la Esperanza.

El Experimento Esperanza.

El Futuro como Presencia de una Esperanza Compartida; Santander.

W. PANNENBERG: La Revelación como Historia.

K. RAHNER: Utopía Marxista y Futuro Cristiano, en Escritos de Teología.

C.- El Redescubrimiento de la Escatología y su actual cometido.


La Escatología tiene hoy la conciencia de no confundirse con la Teología de la Creación ni
con la Teología Moral, sino que es Soteriología* en el más amplio sentido del término. Mas
adelante veremos la importancia que tiene que la Escatología sea precisamente soteriológica,
ya que ello es lo que la hace estar íntimamente unida a la Cristología; por lo pronto en este
apartado intentaremos descubrir el surgimiento de la Escatología dentro de la teología
contemporánea.

_______________________

* Soteriología es la parte de la Teología que trata sobre la Redención del hombre por
Jesucristo.

La sorprendente actualidad del tema escatológico se debe en gran parte a un movimiento de


oposición del teólogo protestante Albrecht Ritschl (+ 1889) en contra de la concepción
generalizada del Reino de Dios. Para este autor el Reino de Dios es una realidad universal de
tipo ético; el pecado consiste en un trastorno de la relación entre la libertad y la ley moral; el
Reino de Dios lo que hace es espiritualizar al hombre y de esta manera también moralizarlo.
Estos conceptos de Ritschl están influenciados por la Historia de las Religiones.

Contra la concepción elaborada por Ritschl surgió en la ciencia neotestamentaria la


convicción del carácter radicalmente escatológico de la predicación de Jesús. El teólogo
católico Albert María Weiss (+ 1925) y el filósofo Albert Schweitzer (+ 1965) son los
personajes más representativos de esa nueva corriente que vino a modificar toda la
concepción que tradicionalmente se tenía de la Escatología; a partir de ellos el considerar a la
Escatología como un tema más de la Teología Dogmática resultó ya imposible, a la luz del
cristianismo primitivo.
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El descubrimiento histórico del papel de la Escatología en la predicación de Jesús puso en tela


de juicio la Teología Dogmática que imperaba en ese momento. Se reconoció que la
Escatología tuvo un papel muy importante en el mensaje de Jesús, y que por lo mismo debía
tenerlo también en la Teología.

Ya en los tiempos actuales, el teólogo suizo Karl Barth (+ 1968) comentando la Carta a los
Romanos ha escrito que la Escatología es el tema principal de la Teología, y aboga por una
escatolización de toda esta ciencia; dice que "Un cristianismo que no es total y absolutamente
escatológico, está totalmente y absolutamente alejado de Cristo".

El 1957 el escritor católico Hans Urs Von Balthasar (1905- ?) intentó hacer un balance de la
Escatología en el catolicismo. Según este autor nos hallábamos todavía ante una investiga-
ción puramente individual, ya que no existe una exposición representativa de los logros y de
las perspectivas actuales.

En nuestros días son ya muchos los autores que han escrito sobre el tema de la Esca-tología,
como lo podremos comprobar con la bibliografía de esta sección; hoy tenemos ya, gracias a
ellos, una verdadera reflexión en el campo escatológico. CAPITULO II
RELACIÓN DE LA ESCATOLOGÍA CON LA CRISTOLOGÍA

A.- La ruptura con la síntesis de los primeros Padres de la Iglesia.


Durante los primeros siglos los Padres de la Iglesia le dieron a sus estudios cristológicos un
enfoque fuertemente soteriológico que luego se fue perdiendo poco a poco. Los Padres habían
encontrado que toda la obra y la persona de Cristo tienen sentido porque están dedicadas a la
salvación del hombre, pero después les pareció a los teólogos que lo más importante no era
estudiar el camino de la salvación humana sino esclarecer quién era en esencia Jesucristo. De
esta manera se fue desligando la Cristología —que pasó a centrarse en la naturaleza de Cristo
— de la Soteriología, dedicada al estudio de la salvación humana conseguida por la obra de
Jesucristo.

La primer consecuencia de esta pérdida progresiva de interés soteriológico en aras del estudio
de la persona de Cristo aparecería en los albores de la Edad Media, pues siempre que la
Iglesia oficial olvida una verdad sucede que dicha verdad reaparece más o menos disfrazada
en forma de secta o herejía fuera de la Iglesia. Así la Soteriología, como instinto mal
reprimido, vino a reaparecer fuera de la Cristología en la forma de un tratado aparte, creando
una separa-ción que duró por siglos y contribuyendo a que la Cristología se orientara cada vez
más hacia la especulación curiosa sobre las posibilidades teológicas de una unión entre Dios y
el hombre.

Durante la época de los primeros Padres de la Iglesia fue bien clara la relación entre la
Soteriología y la Cristología. San Ireneo de Lyon decía hacia el siglo II: "Para esto se hizo
hombre la Palabra e hijo del hombre el Hijo de Dios, para que el hombre, captando la Palabra
y recibiendo la filiación, se convirtiera en Hijo de Dios" (Adv.Haer. III,19,1).

Hasta el final de esa época y debido al enorme esfuerzo de expresar por medio de la filosofía
griega a la persona de Cristo, el dogma cristológico del concilio de Calcedonia (año 451) ya
no presentó el aspecto soteriológico que estaba tan vivo en el Nuevo Testamento y en los
textos de los Padres de los primeros siglos. El concilio definió que en Cristo había dos
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naturalezas, una humana y otra divina, pero en esta fórmula —síntesis y fruto de cuatro siglos
de reflexión— ya no estaba incluido el aspecto salvífico de su vida.

Es evidente que el contexto que llevó al concilio sí había tenido en cuenta a la Sote-riología,
pero la fórmula misma del concilio ya no lo hizo. Más tarde la Teología tomaría solamente la
fórmula sin su contexto, perdiéndose así la función salvadora de Cristo.

La invasión de los bárbaros, el surgimiento del Islam, las continuas divisiones doctri-nales y
la despoblación del imperio romano, fueron los cuatro factores más importantes que acabaron
por sepultar a la Teología griega de los primeros siglos, quedando de ella solamente las
fórmulas dogmáticas emanadas de sus concilios.

La pérdida de la teología griega y la ausencia del aspecto soteriológico en la fórmula de


Calcedonia condujeron paulatinamente a la separación de la Soteriología y la Cristología. Una
obra clave del siglo XI lleva a cabo este paso tan importante: "Cur Deus Homo" (Cómo Dios
llegó a ser Hombre), escrita por san Anselmo de Canterbury. Es esta obra el primer tratado de
Soteriología y se le considera también como cuna de la llamada teoría de la satisfacción, o
explicación satisfactoria de la Redención, que durante diez siglos ha influido en la Teología
oficial, aunque sin recibir ninguna definición por parte del Magisterio.

Durante los primeros siglos de vida de la Iglesia los Padres se preguntaban sobre la divinidad
de Cristo; para ellos era importante determinarla porque dependía del tipo de divi-nidad que
tuviera la clase de salvación que podía ofrecernos, ya que si era Dios como el Padre su
salvación sería plena y definitiva, pero si no lo era entonces tampoco su salvación tendría por
qué ser la definitiva. De la misma manera se preguntaban sobre su humanidad, ya que si no
era humano como nosotros no podría redimirnos totalmente, pues según un principio
salvífico, formulado por los mismos Padres, lo que no es asumido no puede ser redimido.

A partir de la obra de san Anselmo, en cambio, el fin de la Encarnación de Dios ya no se vio


en su misma realidad, sino desde una razón posterior a ella y para la cual no se había
realizado. La Encarnación no se presentó ya como salvadora en sí misma sino que pasó a ser
simplemente la constitución de un ser capaz de salvar, y ya no se aceptó como válido aquello
que había escrito san Ireneo, que Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera participar
de Dios. Pero basta encontrar en la introducción de la obra de san Anselmo la intención que
persiguió para darse cuenta de lo alejado que estaba de la tradición de los Padres: Declara en
ella san Anselmo que va a intentar hacer una abstracción de Cristo para después probar, por
medio de la razón, que sin Cristo nadie puede salvarse. Por eso en su obra no hace san
Anselmo referencia a ningún Padre de la Iglesia y escasamente cita algunos pasajes de la
Sagrada Escri-tura; es que toda su argumentación se basa en la pura razón y en la
especulación, sin apoyarse en el pasado.

Esta nueva posición llevó a distinguir una separación entre la persona de Cristo y la obra de
Cristo; llevó también a encontrar una separación entre su vida y su muerte, alejando de esta
última toda calificación como fracaso de la vida. Pero aislar así la muerte de Jesús de su vida
hace pensar que la salvación es exclusivamente la eliminación o el perdón del pecado, y se
dejan a un lado todos los aspectos positivos de la comunicación de Dios y de la Teología de la
divinización del hombre.
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B.- La Escatología, vista como posibilidad de devolver a la Cristología su aspecto


soteriológico.
La Escatología, decíamos, es Soteriología en su sentido más amplio, y en ese sentido se
encuentra unida a la Cristología. La Resurrección de Jesucristo de entre los muertos es el
único acontecimiento definitivo de toda la historia de la Salvación. Nos dice san Pablo que
una vez que Jesús ha resucitado ya no puede morir más; la muerte ya no tiene dominio sobre
él. De esta manera —como veremos más adelante— Cristo es el evento escatológico en sí
mismo; su persona es el Eskaton, el máximo de salvación que Dios puede ofrecer al hombre;
y cuando hablamos de Eskaton no lo entendemos como lo que es opuesto a lo primero, sino
como pleni-tud de lo opuesto a lo provisional: El Eskaton es lo máximo, lo perfecto, lo último
de la salva-ción que Dios pueda ofrecer al hombre.

Cristo es el máximo de comunión que pueda existir entre Dios y el hombre, de ahí que Cristo
sea Eskaton para el hombre, para el mundo y para la historia: Todo fue creado por él; todo
tiene en él su consistencia y todo llegará a su plenitud en él.

Es interesante notar cómo, precisamente cuando se investigaba en los Evangelios tra-tando de


descubrir la figura histórica de Jesús, apartándose en lo posible del modelo demasiado
racionalista que se había hecho en la época medieval y en la moderna a partir del dogma de
Calcedonia, se haya redescubierto la dimensión escatológica del mensaje de Cristo.

La Escatología no hace otra cosa que explicitar lo que está implícito en la Cristología. No
puede haber Escatología sin Cristología, ya que la resurrección de Cristo es el único evento
escatológico que ha sucedido en la historia humana, y precisamente por ella es que podemos
hablar de las realidades últimas o escatológicas. Hablar de estas realidades últimas sin funda-
mentarlas en Cristo es solamente dejar volar la imaginación, pues la única posibilidad que
tiene el hombre de hablar con propiedad de las realidades del más allá es que estén de alguna
manera presentes en esta vida. Ahora bien, la resurrección de Cristo es el único
acontecimiento trascen-dente de la historia de la humanidad; es un acontecimiento histórico,
de allí que sea lo único que nos posibilita hablar de las cosas que están en el más allá de la
muerte, que son trascen-dentes a la muerte.

El acontecimiento de Cristo, desde su encarnación hasta su resurrección, es pues la única base


que tenemos para hablar de las realidades últimas; por eso es impensable que exista una
Escatología desligada de la Cristología. Por otro lado, la Escatología no es más que la
consideración de cómo el ser humano va participando ya desde esta vida, después de su
muerte y al final de los tiempos, de la Resurrección y de la Salvación de Cristo.

La redención o salvación ya se dio objetivamente en Cristo. En él Dios ha dado su máxima


salvación al hombre, pero ella no se ha dado aún para nosotros sino solamente en forma
subjetiva. En la participación subjetiva de la salvación de Cristo hay grados, y esto es lo que
estudia también la Escatología; pues, como lo ha asegurado el concilio Vaticano II, "De sus
discípulos (de Cristo) unos peregrinan en la tierra; otros ya difuntos, se purifican; otros,
finalmente, gozan ya de la Gloria contemplando claramente a Dios, Uno y Trino, tal como
es".

Como decíamos antes, la Cristología perdió su aspecto soteriológico en el desarrollo posterior


al concilio de Calcedonia, pero la Escatología nos permite ahora recuperar ese aspecto
soteriológico perdido, ya que se plantea precisamente las preguntas de cómo es que el hombre
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participa de la resurrección de Cristo, de cómo es que participa en la plenitud de la salvación


de Cristo, de cómo es que participa del Eskaton que es Cristo.

La Escatología es soteriológica en su sentido más amplio porque nos da los parámetros de la


participación del hombre en el Eskaton. Nosotros participamos de Cristo ya en esta vida, pero
nuestra participación será más plena desde el momento de morir, y será definitiva al final de
los tiempos.

El estudio de la Escatología nos ayuda a devolver a la figura de Cristo su aspecto


soteriológico, o sea salvífico; de esta manera la Cristología y la Escatología quedan
íntimamente unidas. La Cristología ve más el aspecto objetivo de la Soteriología, y la
Escatología se fija más en el subjetivo. CAPITULO III
INFRAESTRUCTURAS ANTROPOLÓGICAS Y TEOLÓGICAS DE LA ESPERANZA
CRISTIANA

A.- Fundamento antropológico de la Escatología.


1.- A nivel individual.
El dato primero y absolutamente original que percibe el hombre de su propia existencia es la
conciencia, porque es en la dimensión conciente de sus actos que el hombre capta en forma
inmediata su propio ser como algo real.

El hombre es un espíritu encarnado que logra tener conciencia de su existencia sola-mente por
el hecho y en la medida en que se encuentra encarnado. Su espíritu necesita de la materia de
su cuerpo para poder descubrirse y para poder actuar, ya que solamente puede expresarse a
través de realizaciones materiales concretas, de metas y de objetivos. Sin embargo el espíritu
humano nunca quedará satisfecho con las realizaciones logradas ni con las metas alcanzadas;
es que su propia estructura antropológica le crea un dinamismo de búsqueda con-tinua que
viene a terminar con la muerte, ya que al dejar de estar encarnado el espíritu no puede ya tener
conciencia de sí mismo, no puede realizarse ni expresarse. Surge entonces la pregunta de si
este dinamismo humano será un absurdo, ya que lleva al hombre a estar siempre deseando
alcanzar nuevas metas para que al final la muerte acabe con él y con todos sus anhelos.

El miedo a la muerte radica en pensar que al no tener ya cuerpo tampoco tendremos


conciencia de existir. Necesitamos de nuestro cuerpo para darnos cuenta de que existimos,
pero la muerte hará que el cuerpo deje se servir como soporte de nuestro espíritu. Tenemos
miedo de que con la muerte corporal dejemos de tener un yo conciente; sentimos pavor de
terminar nuestra existencia con la aniquilación de nuestra propia conciencia, de nuestro propio
yo.

Si el hombre siente que vive en cuanto que aspira y proyecta, ¿qué sentido tiene esfor-zarse en
una vida que inevitablemente habrá de terminar? No puede el hombre con sus propios
recursos dar el paso a una existencia más allá del mundo en que vive, ni asegurar su vida con
la evidencia de su propia razón; simplemente no puede evitar la muerte, pero precisamente es
en ese hundirse definitivo de la existencia donde la muerte revela que el nucleo íntimo del ser
humano consiste en el anhelo irresistible de sobrevivir.

El hombre no puede resignarse a desaparecer en la nada porque lleva en su conciencia la


aspiración a continuar siendo él mismo. Si la nada fuera la etapa final de la vida, la existencia
12

humana quedaría totalmente privada de sentido y no sería más que una ilusión inútil. Pero no
es así, si el hombre sufre la muerte como experiencia límite de su existencia es porque ahela
seguir viviendo y porque la muerte lo desvincula de ese contacto sensible con el mundo y con
los otros seres humanos, contacto que le es necesario para tener conciencia de sí mismo.

Existe evidencia científica de que los seres humanos desde tiempo inmemorial han tenido la
esperanza se continuar viviendo más allá de la muerte: Cerca de la ciudad de Dussel-dorf, en
Alemania, así como en otros sitios de Europa, se han encontrado restos de un antepa-sado al
que se conoce como "hombre de Neanderthal", los cuales fueron sepultados hace más de
40,000 años junto con alimentos y algunas herramientas de piedra propias de la época; ésto
permite comprender que ya aquellas antiguas gentes creían que el muerto había de aprove-
charlas en su vida futura.

2.- A nivel colectivo.


E. Bloch, el filósofo que mejor ha estudiado el problema del futuro y de la esperanza de la
humanidad, dice que el hombre vive en cuanto que aspira y proyecta. El hombre aspira
siempre a más de lo que tiene; marcha siempre hacia adelante y solamente así puede vivir,
avanzando; por eso no puede satisfacerle ninguna meta lograda.

La reflexión sobre el hombre como espíritu encarnado y sobre las condiciones funda-mentales
de su acción en el mundo, muestra la imposibilidad de alcanzar una plenitud definitiva en su
tarea transformadora. El hombre podrá conseguir nuevos porvenires provisionales, los cuales
quedarán superados en el momento mismo de lograrlos; por eso el porvenir definitivo de la
humanidad, si es que existe, no podrá nunca ser una conquista del hombre. El futuro de la
historia —en caso de que lo hubiera— tendría que ser no un futuro histórico sino un futuro
que trascendiera a la historia, algo totalmente diferente anunciado en el nuevo devenir
histórico.

La impotencia de la humanidad para alcanzar por sí misma su futuro definitivo, así como sus
aspiraciones que están siempre más allá de todas sus realizaciones, pone a la comu-nidad
humana ante la opción de conformarse con lo poco que puede alcanzar en el mundo o de
abrirse a la posibilidad de un porvenir absoluto que no podrá alcanzar por su esfuerzo, pero
que tal vez pueda recibir como un regalo.

En la conciencia de su existir como persona relacionada con el mundo, con los otros seres
humanos y con la historia, el hombre está llamado a confiar en la esperanza, y frente a este
dinamismo impreso en la naturaleza humana, tanto a nivel personal como colectivo, sólo son
posibles tres respuestas:

1a.- Ultimum sin novum: Una primera respuesta consistiría en llegar a un máximo de
desarrollo personal, lo que implica bienestar, crecimiento humano, ecológico y cósmico. En
este caso se daría un ultimum pero sin ningún novum. De ser así, la respuesta no sería
trascendente, sino que se encontraría virtualmente ya presente en la propia persona o en toda
la huma-nidad en este mundo, y para hacerla realidad solamente bastaría con desarrollarla al
máximo.

2a.- Dinamismo absurdo: Una segunda respuesta consistiría en pensar que ese dinamismo
impreso en la estructura humana es absurdo, que no llega a ninguna parte, que no tiene
13

respuesta. De ser así, resultaría absurdo que el hombre siempre estuviera deseando con-quistar
nuevas metas hasta que la muerte pusiera punto final a sus deseos.

3a.- Ultimum con novum: La solución cristiana es precisamente escatológica y declara que
existe un novum trascendente que da sentido a ese dinamismo; ese novum es Cristo como
Eskaton, como plenitud que da sentido al hombre, a la historia y al mundo. Ese novum no está
dentro de la historia sino que la trasciende, viene de Dios hecho hombre, viene de Cristo.

Dentro de esta tercera opción, el hablar del Eskaton se convierte no sólo en algo útil para el
hombre sino también en algo imprescindible: Si el hombre quiere encontrar respuesta al
dinamismo más profundo de su ser necesita encontrarse con Cristo como Eskaton. La
estructura de espíritu encarnado que se encuentra en cada persona hace posible para el hombre
la realidad del Eskaton y de la Escatología.

B.- Fundamento teológico de la Escatología.


Se trata de buscar dentro del ámbito de la Teología las posibilidades humanas de hablar con
certeza sobre el Eskaton y sobre la Escatología.

1.- A nivel del Antiguo Testamento.


a).- Origen de la Escatología en el Antiguo Testamento.

En varias de las civilizaciones del mundo antiguo era aceptada la existencia de una nueva vida
después de la muerte, así lo ha verificado la Arqueología, un buen ejemplo de ello lo tenemos
en el descubrimiento de una tumba real de la ciudad de Ur —lugar de donde era originario el
patriarca Abraham—; en ella se encontró el cuerpo de una princesa muerta hace unos 4,500
años, rodeado por los restos de sus criados, hombres y mujeres, que fueron sacri-ficados allí
mismo para que sirvieran a su soberana en la otra vida.

Un pueblo que sobresalió por su culto a la muerte fue el egipcio, que durante muchos siglos
desarrolló técnicas de embalzamamiento para lo conservación de los cuerpos de los muertos
en espera de que resucitaran, que elaboró complicados rituales y conjuros para dar protección
a los muertos en aquella su segunda vida, y que los sepultó rodeados de toda clase de útiles,
armas y tesoros para que pudieran aprovecharlos en el más allá.

Creían los egipcios que todo ser humano estaba compuesto de materia y espíritu; que la
materia formaba el cuerpo perecedero o "khet" y que el espíritu estaba constituido por dos ele-
mentos no materiales: el "ka" como principio divino colocado por los dioses en cada
individuo, siendo inmortal debido a su origen divino, y el "ba" o alma humana que podía
llegar a hacerse inmortal, dependiendo del juicio de los dioses después de la muerte, pues si
ellos encontraban que el difunto había sido justo en vida permitirían que su "ka" se uniera con
su "ba" para subsistir ambos eternamente, y también para que eventualmente pudieran volver
a ocupar el "khet" reanimándolo. De otro modo, si juzgaban que el muerto no había sido justo,
destruirían su "ba" y así dejaría para siempre de existir como persona.

Cabría esperar que el contacto del pueblo de Israel con los egipcios a lo largo de cinco siglos
de cautiverio lo hubiera llevado a adoptar sus creencias sobre una nueva vida que habría de
venir después de la muerte, pero no fue así, principalmente porque consideraban idolátrico el
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culto que se rendía a los muertos. El Antiguo Testamento revela que el pueblo hebreo no creía
que hubiera otra vida que la presente que concluye en la muerte, sin embargo de alguna
manera pensaban los hebreos que se mantendría la existencia del individuo dormido en el
Seol, que era este el nombre que le daban al lugar donde moraban los muertos; así lo dice por
ejemplo en varios de sus pasajes el libro de Job, como en 7,7-9 "Recuerda que mi vida es un
soplo, que mis ojos no volverán a ver la dicha. El ojo que me miraba ya no me verá, pondrás
en mí tus ojos y ya no existiré. Una nube se disipa y pasa, así el que baja al Seol no sube
mas", o en 14,10-12: "Pero el hombre que muere queda inerte, cuando un humano expira
¿dónde está? Podrán agotarse las aguas del mar, sumirse los ríos y secarse, que el hombre que
yace no se levantará, se gastarán los cielos antes que se despierte, antes de que surja de su
sueño".

Para el Antiguo Testamento todo ser humano tenía que morir, y al hacerlo y ser sepul-tado
tendría que permanecer dormido eternamente en ese Seol que era el país de los muertos, pero
seguiría existiendo. Hay, sin embargo, en la Sagrada Escritura algunas excepciones de esta
generalidad, como la de Henoc de Gn 5,24 y la de Elías de II Re 2,11, que no murieron sino
que fueron llevados vivos al cielo, o la de algunos casos de milagrosas resurrecciones, como
las realizadas por Elías en I Re17,17-24 y por Eliseo en II Re 4,18-37, que en realidad no
fueron resurrecciones sino más bien reanimaciones temporales que pronto habrían de terminar
con una segunda muerte ya definitiva.

El concepto de la resurrección de los muertos no deja de estar presente en los textos del
Antiguo Testamento, aunque lo hace en muy contadas ocasiones; una de ellas es el pasaje de
los huesos secos, que en 37,5ss. el profeta Ezequiel escribió haber visto revivir por el soplo de
Yahweh y convertirse en un ejército; otra más precisa se encuentra en Isaías 26,19, donde se
profetiza "Revivirán tus muertos, tus cadáveres resurgirán, despertarán dando gritos de júbilo
los moradores del polvo, porque rocío luminoso es tu rocío, y la tierra echará de su seno las
sombras"; pero la afirmación más contundente de la resurrección de los muertos se encuentra
en el libro de Daniel —obra del siglo II a. C.— que en 12,2-3 dice: "Muchos de los que
duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio,
para el horror eterno. Los doctos brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron
a la multitud la justicia, como las estrellas por toda la eternidad".

Es difícil señalar el origen de la dimensión escatológica en el Antiguo Testamento, pero este


es el tema que más evolución ha tenido en la revelación. Ciertamente en los orígenes de la
Escritura no se encuentra una escatológica trascendente, ya que como tal apareció tardíamente
en la historia, sin embargo desde el principio de la Sagrada Escritura se puede encontrar una
visión escatológica en los términos de una promesa; así es como se le encuentra en la fuente
yahvista, donde aparece como una promesa divina orientada hacia el futuro (Gen 12,1-3) en la
ocasión en que Dios bendijo a Abraham y le prometió intervenir para engrandecer su
descendencia.

b).- Forma inicial de la esperanza en el futuro.

La promesa a Abraham se concreta y complementa cuando Dios le ofrece una tierra que mana
leche y miel (Ex 3,8); una Ley: la del Sinaí; un Templo y un Rey. Todo esto implica un
dinamismo hacia su realización futura, pues Dios promete cumplir sus ofrecimientos si el
pueblo le obedece.
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c).- La nueva forma de la promesa.

Israel no supo ser fiel a la alianza con Yahweh, desobedeció su Ley y cayó en el pecado de la
idolatría; pero a pesar de la infidelidad del pueblo —narrada por Jue 2,16-19— Dios continuó
protegiéndolo y le ofreció el auxilio de un futuro Rey mesiánico, según lo describe el pasaje
de 2 Sam 7,13ss.

Hasta antes del exilio a Asiria ocurrido en el siglo VIII a.C. no se había presentado en los
libros sagrados de Israel lo que es propiamente una Escatología trascendente; pero en esa
época el profeta Isaías escribió sobre un "resto santo" que conservaría todos los privilegios del
pueblo elegido (4,3; 6,3; 11,11). Sería en ese resto santo en donde se realizaría el plan
salvífico de Dios al final de los tiempos, porque lo liberaría del juicio final (11,16).

d).- La esperanza de salvación durante el exilio.

Fue durante el exilio en Babilonia, que se inició el año 587 a.C., cuando surgió una verdadera
promesa escatológica en la predicación del profeta Jeremías, y el profeta Ezequiel escribió
sobre una nueva Alianza (36,24-28).

El segundo profeta Isaías, hacia el año 550 a.C., hablaba ya de una nueva creación utilizando
16 veces el verbo hebreo bara (crear). Este es el mismo verbo empleado por el Génesis para
referirse a la creación del mundo, pero aquí se utilizó para anunciar una nueva creación que
habría de realizarse en el futuro. Esa nueva creación la conseguiría el Siervo de Yahweh nó
haciendo gala de su poder, sino mediante su humillación.

Se anuncia en estos escritos que el Siervo logrará reconciliar a muchos miembros del pueblo
elegido con su Dios. De esta manera se dio un giro notable en la espectativa futura de Israel:
ya no se perseguía un objetido político, sino que debía esperarse una realización religiosa (Is
41,20; 44,24; 48,6ss).

c).- Escatología trascendente.

Los profetas posteriores al exilio en Babilonia, Ageo y Malaquías, esperaban que la salvación
prometida llegara en un futuro inmediato (Ag 2,15-19), (Ml 3,6-12). Confiaban que con la
reconstrucción del Templo de Jerusalén se harían realidad las antiguas promesas; pero fue el
Deuteroisaías quien realizó un proceso de tansformación de la esperanza escatológica, la cual
fue sacada del universo terreno y transportada fuera de la historia. A partir de ese momento ya
no habría que esperar que la consumación consistiera en el retorno al Paraíso en el que
reinaban la alegría y el deleite, ni se trataba ya de una superación del pueblo de Israel y de la
tierra prometida, sino de la transformación de todo el universo, del sentido y de la finalidad de
la historia.

La piedra clave de esta última fase de la evolución veterotestamentaria la colocaría el libro de


Daniel, según el cual el curso de la historia terrena y la conducción divina de la historia se
desarrollan en dos planos diferentes, porque tanto la esperanza como su realización se dan en
un plano trascendente. El libro de Daniel recapitula las sucesivas etapas de la esperanza de
Israel en un hermoso cuadro sintético que se cierra con la intervención decisiva de Dios al
final de los días, y reune las sucesivas etapas de la esperanza del pueblo (alianza, Reino de
Dios, mesianismo, oráculos proféticos, etc.) en un relato que contempla "la historia ya
16

pasada... como un proceso histórico predicho por Dios", el cual se cerrará con su intervención
decisiva al final de los días. Aquí la expresión profética tiene ya un sentido estrictamente
escatológico: el don de Dios no pertenece a la historia, y aunque se haya comunicado
parcialmente en ella, procede del cielo.

2.- A nivel del Nuevo Testamento, el sentido escatológico de la existencia de Cristo.


La Escatología cristiana tiene su característica propia en el acontecimiento de Cristo,
considerado como presencia personal de Dios en la tierra, y también como anticipación de la
manifestación futura de Dios.

Desde sus comienzos la fe cristiana consideró a la resurrección de Cristo no solamente con


relación al pasado como cumplimiento de las profecías divinas, sino principalmente en
relación al futuro, como anticipación y garantía de la salvación venidera al final de los
tiempos. El sentido escatológico del misterio total de Cristo, desde su entrada en el mundo
hasta su resurrección, adquiere así una perspectiva nueva: la Teología de la Carta a los
Hebreos, la de san Lucas en sus dos libros y la del cuarto evangelio, nos dan su propia visión
sobre Cristo como presencia personal de Dios en la historia.

Según san Pablo, el Hijo de Dios se encarna en la plenitud del tiempo (Gal 4,4), y en el himno
de la Carta a los Filipenses (2,6-11) presenta todo el misterio de Cristo como un mismo
acontecimiento que se inicia en la Encarnación como apropiación de nuestra existencia tem-
poral y mortal, que culmina en la cruz y que llega a su plenitud con la glorificación de Cristo,
el Señor. San Pablo subraya también el acto de la potencia divina en su resurrección, en que
tiene lugar la plena divinización de la humanidad de Cristo (Col 1,9; 2,9).

La Cristología contenida en la Carta a los Hebreos representa un avance hacia la com-


prensión más profunda de la unidad de lo divino y lo humano en Cristo, así como del sentido
escatológico de la Encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios. El sentido definitivo,
irrevocable e irrepetible del acontecimiento total de Cristo se pone de relieve mediante el uso
de los advervios apaks (una sola vez) y ephapaks (una sola vez y para siempre): Una sola vez
aparecido Cristo en el mundo al final de los tiempos (Heb 9,26); una sola vez y para siempre
se ofreció a sí mismo al morir en la cruz; una sola vez y para siempre entró a través de la
muerte en la morada eterna de Dios (Heb 9,12).

Los términos característicos empleados por san Lucas, "ahora" y "hoy" (nun y semeron),
señalan que la era de la salvación esperada está ya presente en la persona y en la acción de
Jesús. Como la Carta a los Hebreos, san Lucas ve en la muerte y resurrección de Jesús el acto
salvífico definitivo de Dios, pero adelanta el cumplimiento de la salvación prome-tida a la
existencia misma de Jesús en el mundo (Lc 24,7.25-32.44-49).

El evangelio según san Juan presenta la resurrección de Cristo como obra de Dios (12,27-28;
17,1-5) y del mismo Cristo (2,19-22; 10,17-18); esta paradoja pertenece al nucleo mismo de la
Cristología de Juan: como el Padre tiene la vida en sí mismo, así ha dado a su Hijo el tener
también la vida en sí mismo (Jn 5,26).

Ya en su existencia en el mundo Cristo revela la gloria propia de su filiación divina, pero la


plenitud de su glorificación tuvo lugar luego de su resurrección (Jn 12,23.28.31-33).
CAPITULO IV
17

CRISTO, EL ACONTECIMIENTO ESCATOLÓGICO PARA LA HUMANIDAD, EL


MUNDO Y LA HISTORIA

A.- En la Sagrada Escritura.


1.- Del hombre.

El Nuevo Testamento presenta a Cristo como el destino definitivo de la humanidad, quedando


por ello el hombre vinculado al destino de Cristo. Una vez que Cristo hubo resu-citado ya no
morirá nunca más, de forma que su resurrección es definitiva y sin posibilidades de ser
anulada. Cristo ha vuelto a la vida para siempre.

San Pablo afirma que Cristo resucitó como primicias (aparke) de entre los muertos; esto
significa que en la resurrección de Cristo está incluida nuestra resurrección, porque pri-micias
indica el inicio de una serie. El mismo san Pablo afirma que Cristo es primogénito de entre
muchos hermanos (Rom 8,29), o de entre los muertos (Col 1,18); primogénito es el primer
hijo después del cual vendrán otros, por la misma razón el que se le llame primogénito de
entre los muertos —por su resurrección— indica que otros muertos resucitarán después que
él.

Cristo resucita en función del hombre; resucita para inagurar el camino que seguirá más tarde
toda la humanidad. La resurrección de Cristo significa para el hombre la instauración de la era
nueva y definitiva de la salvación: el hombre puede ahora esperar un destino eterno, al asociar
su destino al de Cristo en su resurrección.

2.- Del mundo.

El Nuevo Testamento también presenta a Cristo como fundamento de la creación, pues en el


himno cristológico de la Epístola a los Colosenses se le llama "Primogénito de toda la
creación". Cristo interviene en la creación de todas las cosas, ya que por él fueron creadas
todas las cosas y todo tiene en él su consistencia; además, todo cuanto existe alcanza su
plenitud en Cristo, pues Dios tuvo a bien residir en él toda plenitud (Col 1,16-19).

En Cristo se recapitulan todas las cosas, las del cielo y las de la tierra (Ef 1,10); esto significa
que fuera de Cristo la creación carece de lógica y sentido, pues él es el principio expli-cativo
de todo cuanto existe; y Dios resucitándole de entre los muertos lo sentó a su diestra en los
cielos, por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, y Dominación; bajo sus pies sometió
todas las cosas y le constituyó cabeza suprema de su Iglesia. El universo tiene que ver con
Cristo como Eskaton; ya que en sí misma la creación es imperfecta, incompleta, realmente
tiene su plenitud y finalidad en función de Cristo.

3.- De la historia.

Por la Encarnación, Cristo se solidarizó con la comunidad humana. Dios hizo suya la historia,
de tal forma que la historia humana se convirtió en historia salvada, redimida. Más aun, con
su muerte Cristo se solidarizó con nuestra condición mortal; por eso la resurrección de Cristo
trajo como consecuencia que la humanidad quedara totalmente transformada, y que la
creación, el hombre y la historia, no fueran ya los mismos.
18

La glorificación de la humanidad de Cristo ocurrida en el momento de su resurrección implica


una transformación total del ser humano y de todo lo creado, ya que el hombre está formado
también de materia creada. A partir de la resurrección de Cristo surge entonces un destino
trascendente y eterno para todos nosotros, porque lo sucedido a la humanidad de Cristo es lo
que sucederá a la humanidad de cada uno. La humanidad de Cristo recibió vida inmortal de
Dios y así sucederá también a nuestra propia humanidad, de suerte que la resurrección de
Jesucristo es anticipación y garantía de nuestra futura salvación.

B.- En el Concilio Vaticano II


El concilio Vaticano II trató sobre la consumación escatológica de la obra de Cristo en su
constitución dogmática "Lumen Gentium", capítulo VII, números 48 al 51; de allí se toman
los siguientes párrafos:

La Iglesia a la cual todos estamos llamados en Cristo Jesús, y en la cual conseguimos la


santidad por la gracia de Dios, no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste
cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas, y cuando, junto con género
humano, la creación entera, que está íntimamente unida al hombre y por él alcanza su fin, sea
perfectamente renovada en Cristo.

Porque Cristo, levantado sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos; habiendo resucitado de entre
los muertos envió sobre los discípulos a su Espíritu Vivificador y por él hizo a su cuerpo, que
es la Iglesia, sacramento universal de salvación. Estando sentado a la derecha del Padre actúa
sin cesar en el mundo para conducir a los hombres a su Iglesia, y por medio de ella unirlos
más estrechamente y hacerlos partícipes de su vida gloriosa alimentándolos con su cuerpo y
con su sangre.

La restauración prometida que esperamos comenzó en Cristo; es impulsada con la misión del
Espíritu Santo y por él continúa en la Iglesia; Iglesia en la cual, por la fe, somos también
instruidos acerca del sentido de nuestra vida temporal, mientras que con la esperanza de los
bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos encomendó en el mundo y labramos
nuestra propia salvación.

La plenitud de los tiempos ha llegado a nosotros. La renovación del mundo está irre-
vocablemente decretada, y en cierta forma se anticipa realmente en este siglo, pues la Iglesia,
aquí en la tierra, está adornada de verdadera aunque todavía imperfecta santidad. Pero
mientras no lleguen los cielos nuevos y la tierra nueva donde more la justicia, la Iglesia
peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la imagen de
este siglo que pasa; y ella misma vive entre las criaturas que gimen con doloroso parto el
presente en espera de la manifestación de los hijos de Dios.

"....con verdad recibimos el nombre de hijos de Dios, y lo somos, pero todavía no se ha


realizado nuestra manifestación con Cristo en la Gloria en la cual seremos semejantes a Dios,
pues lo veremos tal cual es. Por tanto, mientras moramos en este cuerpo, vivimos en el
destierro lejos del Señor, y aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro
interior y ansiamos estar con Cristo..." (LG 48). CAPITULO V
CERTEZA DE LA ESPERANZA, CERTEZA DE LA SALVACIÓN
19

A.- La certeza de la esperanza, en la obra de san Pablo.


Este tema trata de la certeza que podemos tener en vida de que es posible nuestra propia
salvación eterna; y de cómo podemos llegar a estar ciertos de encontrarnos en el camino
correcto para alcanzarla. En primer lugar diremos que el proceso de la salvación sigue tres
etapas: La primera ocurre mientras nos encontramos en esta vida y corresponde a un primer
nivel en la participación de la redención de Jesucristo; la segunda etapa se alcanza en el
momento mismo de la muerte, y la tercera ocurrirá hasta el final de los tiempos, en que se
alcanzará la plena participación en la redención cristiana. Esto es lo que nos enseña el concilio
Vaticano II en el número 50 de la constitución Lumen Gentium.

Por otra parte nos encontramos ante el hecho de que Jesucristo se hizo ya presente en la
historia humana, y que mediante su resurrección de entre los muertos continúa presente en
ella, en su Iglesia y en nuestras personales circunstancias; por eso el tema que ahora nos
ocupa buscará saber qué seguridad podemos tener mientras vivimos de que alcanzaremos el
segundo y el tercer grado de participación de la redención que Jesucrito procuró para
nosotros.

De todo el Nuevo Testamento, el texto que mejor expresa la esperanza cristiana se encuentra
en el capítulo 8 de la Carta de Pablo a los Romanos, y se inicia afirmando que los cristianos
pueden esperar confiados en el futuro, porque:

1o.- Son liberados del pecado y de la muerte (8,1-4).

2o.- Recibieron la vida mendiante el Espíritu de Cristo (8,9-11).

3o.- Han sido convertidos en hijos de Dios (8,14-18).

4o.- Por eso esperan la salvación plena (8,18-25).

5o.- El Espíritu los impulsa a la oración (8,26-28).

6o.- Y son llamados a participar de la gloria de Dios (8,29-31).

El versículo 31 del capítulo octavo expresa sorpresa: "Si Dios está con nosotros ¿quién contra
nosotros? y luego, en forma de preguntas que van del versículo 32 al 35, muestra una
confianza sin límites,: "El que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos
nosotros ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?". "Quién acusará a los
elegidos, a los hijos de Dios? Dios es quien justifica". "¿Quién condenará...? ¿Quién nos
separará del amor de Cristo...?".

En los versículos 8,38 y 8,39 el apóstol expresa esta confianza en forma de negaciones: "Pues
estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente,
ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá
separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro".

Particularmente claro es san Pablo cuando en el versículo 38 dice estar seguro y utiliza el
verbo pepeismai para significar más bien que está persuadido o que está convencido. En otros
20

textos prefiere utilizar el sustantivo pepoithes que indica confianza, por ejemplo en 2 Cor 1-
15: "Con este convencimiento quería yo ir primero donde vosotros, a fin de procuraros una
segunda gracia".

Otro importante texto sobre este tema lo encontramos en el capítulo 5 de la misma carta a los
Romanos; en el versículo 5,5 san Pablo sostiene que la esperanza no falla, que no engaña (de
ou kataisxynei = no engañar), porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.

El cristiano, afirma san Pablo, puede estar seguro de lo que espera, ya que es el mismo
Espíritu quien interioriza al hombre en la esperanza. Así, con el Nuevo Testamento, el
cristiano llega a tener la certeza de su propia salvación, porque es el Espíritu de Dios el que le
proporciona esa seguridad.

B.- Certeza de la Gracia y certeza de la esperanza según el Concilio de Trento (años del 1543
al 1563).
1.- Introducción.
Uno de los concilios más importantes de la historia ha sido el concilio de Trento; es tan
importante que la vida de la Iglesia durante los últimos cinco siglos se ha visto fuertemente
influenciada por los decretos emanados de él; entre otros por aquellos en los se reconocieron
los sesenta y tres libros canónicos de la Sagrada Escritura, los que decretaron los dogmas de la
existencia de los siete sacramentos y los que implementaron los seminarios como casas de
formación de los sacerdotes.

Respecto al tema de la certeza de la Gracia, el concilio se definió en contra de las tesis


protestantes, pero no fue su intención simplemente oponerse a ellas, sino más bien la de
expre-sar la doctrina católica de una manera que salvaguardase la pureza de la fe frente a las
nuevas amenazas surgidas del protestantismo, ya que realmente muy pocos de los teólogos
presentes tenían conocimiento directo de los escritos de Lutero.

La justificación es la participación de la salvación de Cristo en el sacramento del bau-tismo,


que quitándonos el pecado original nos hace miembros de su cuerpo místico. Justificar quiere
decir nivelar, y se utiliza esta palabra porque el pecado nos inclina al mal y la gracia del
bautismo nos regenera, nos devuelve al nivel que habíamos perdido por causa del pecado
original.

La Teología sobre la justificación que se predicaba durante los siglos XIV y XV se centraba
en la capacidad del ser humano para disponerse a recibir el don creado de la Gracia. La
justificación era concebida sobre todo como la trasformación interna del pecador para conver-
tirse en hijo de Dios por medio del don creado de la Gracia recibido en el bautismo; como
consecuencia lógica de esta doctrina la fe se entendía como el asentimiento intelectual de las
verdades reveladas, se le despojaba entonces de todo aspecto de confiabilidad desligándola de
la esperanza y de la caridad. Según esta concepción, para llegar a tener la certeza de la propia
salvación era indispensable una intervención especial de Dios, una verdadera revelación
particular, ya que el ser humano con sus propios recursos era incapaz de alcanzar la certeza de
su propia salvación.

Algunos de los Padres Conciliares de Trento vislumbraban la verdadera naturaleza de la


justificación como Gracia de Dios recibida en el ejercicio integral de la fe, lo cual implica
21

confiar en la esperanza y ejercer la caridad. Por ejemplo el obispo Giulio Contarini, basándose
en Rom 3,4 y 8,14-17, sostenía que la justificación por la fe viva y verdadera está unida a la
caridad y a la esperanza.

El cardenal Reginald Pole vio con claridad que la gracia de la justificación divina se recibe
por la fe en cuanto que ésta incluye la confianza, por eso el hombre debe esperar única-mente
en el amor que Dios nos ha manifestado en Cristo. Por su parte J. Chiari consideraba la
certeza de la Gracia como un acto de confianza: No confía de verdad en Cristo quien
desprecia su muerte redentora y sus obras. Otro de los Padres Conciliares, G. Seripando,
sostenía que la función propia de la fe consiste en asentir a lo que está revelado para todos en
general, y también decía que la fe debe estar unida a la esperanza para que todo aquello que se
cree universalmente por todos se espere particularmente para sí mismo.

2.- La doctrina del decreto sobre la justificación.


El decreto sobre la justificación fue aprobado el 13 de enero de 1547, en él se precisa que la
justificación y la salvación —como dones gratuitos de Dios— se reciben en respuesta libre
del hombre a hacia la Gracia divina. Sin su respuesta libremente expresada el hombre no
puede recibir la Gracia de la justificación; en esto se coincide con el Antiguo y con el Nuevo
Testamentos, donde se muestra que el amor salvífico de Dios y la fe del hombre constituyen la
Alianza.

En la sesión VI del concilio de Trento la palabra "justificación" no significó el acto


justificante de Dios sino su efecto creado; esto es, significó la transformación interna del
pecador para convertirse en hijo de Dios, sin embargo al enfocar de esta manera la
justificación se perdió de vista la respuesta integral del hombre dada en la fe, la esperanza y la
caridad, ya que no se contempló el hecho de que Dios en forma interna da esa certeza de la
salvación. Esto se debió precisamente a no haber pensado en la acción justificante de Dios.

Según las actas del concilio, los Padres Conciliares entendían los términos "fe" y "creer"
exclusivamente como el asentimiento intelectual acerca de las verdades reveladas por Dios.
Según el concilio, tanto las virtudes de la esperanza como de la caridad son necesarias para la
justificación, pero se les menciona solamente como etapas preparatorias para ella, por lo que
aparecen a un lado de la fe, mientras que para san Pablo es en la respuesta libre del hombre a
las tres virtudes, la fe, la esperanza y la caridad, donde obtiene su justificación.

El decreto conciliar sobre el sacramento de la penitencia menciona de nuevo "la con-fianza en


la misericordia divina" y la "esperanza del perdón" como requisitos para lograr la
justificación. El concilio afirma que la fe no es lo mismo que la Gracia del perdón divino, sino
la confianza en la verdad revelada de que todo perdón de los pecados nos viene de la mise-
ricordia divina.

El concilio califica como "firmísima confianza en la misericordia divina" a la esperanza que


los hombres justificados deben tener acerca de su salvación eterna, pero sin que esta confianza
firmísima llegue a convertirse en certeza intelectual. La esperanza a que nos referimos tiene
los rasgos fundamentales de la esperanza paulina, pero es vista por el concilio como
disposición previa a la justificación y no como la justificación en sí misma.

C.- Conclusión.
22

El binomio Fe-Obras supone una concepción dualista del hombre, de manera que el problema
planteado por Lutero y por el concilio acerca de lo que conduce a la justificación es de
carácter antropológico. Esta concepción dualista del hombre no existe en el Nuevo Testa-
mento sino que fue introducida a la Teología por la filosofía griega —la cual es
eminentemente dualista— cuando con ella se le dio expresión al mensaje evangélico.

En el tema que nos ocupa, el tema de la certeza de la Gracia, la influencia de esta antropología
dualista separa a la fe de la esperanza y la caridad, perdiéndose en consecuencia la certeza de
la salvación en los términos en que san Pablo la afirma, o sea como consecuencia de las tres
virtudes teologales; y es que en la teología de san Pablo subyace la antropología semita que
concibe al hombre como una unidad.

La certeza de la salvación eterna se hace más firme mientras más se actúa en la caridad. El
obrar en la caridad se vuelve necesario para evidenciar, sentir y experimentar esa certeza,
porque solamente al actuar se experimenta la acción salvífica de Cristo resucitado; es así
como crece la esperanza en la salvación plena y la fe en la promesa de alcanzarla.

Cristo posee el Eskaton que adquirió para beneficio del ser humano, pero la humanidad no
posee de momento más que una anticipación leve del Cristo Eskaton; esta participación se
hará más clara y más sentida en la medida en que los hombres confien en Dios y se lancen en
el empeño de la caridad; así al actuar sentirán más a Cristo y su esperanza hará que se lancen
a nuevas tareas y obras.

El concilio Vaticano II nos dice que mientras estamos en esta vida poseemos ya en prenda la
vida futura como una anticipación. De esta anticipación para llegar a Cristo tenemos la
esperanza; mientras mayor sea nuestra esperanza mejor actuaremos en el campo de la caridad,
y entre mejor actuemos en ella mayor fe y esperanza obtendremos.

En conclusión, en la obra de san Pablo y en el concilio de Trento puede el hombre apoyar la


certeza de su propia salvación futura y definitiva, obtenida en respuesta a la fe, la esperanza y
la caridad de cada uno. CAPÍTULO VI
LA PARUSIA O EL RETORNO GLORIOSO DE CRISTO

A.- Introducción.
En este capítulo se estudiará la antiquísima expresión del Credo, nuestro símbolo de la fe, que
dice "y de nuevo vendrá con gloria...".

La Iglesia primitiva encontró la promesa de la segunda venida de Jesús en el evangelio según


San Juan que dice: "Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré
conmigo" (14,3); y también: "Dentro de poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me
volveréis a ver" (16,16), o un poco más adelante: "También vosotros estáis tristes ahora, pero
volveré a veros y se alegrará vuestro corazón" (16,22).

Se habla de la segunda venida de Cristo para distinguirla de la primera, que ocurrió en la


Encarnación; su primer venida al mundo fue en la carne, la segunda será en su gloria.

A diferencia de lo que sucedió con las definiciones de los conceptos fundamentales Trinitarios
y Cristológicos, los dogmas de la doctrina cristiana referentes a la Escatología no suscitaron
23

herejías, ni siquiera discusiones teológicas, sino que fueron generalmente aceptados en su


formulación primitiva; esto dio lugar a que los planteamientos escatológicos se expre-saran en
formas muy sencillas y explica por qué no se valoraron debidamente los diversos tér-minos
que se utilizaron en el Nuevo Testamento y en los símbolos de fe primitivos, tales como
Parusía, Segunda Venida, Venida en Gloria, Retorno de Cristo, Epifanía, Día del Señor, etc.

B.- Terminología utilizada.


1.- Parusía.
Esta palabra se deriva del griego pareimi que significa estar presente o llegar. Antiguamente el
helenismo utilizó esta palabra para referirse a la manifestación en la tierra de las personas
divinas, así como para designar la entrada triunfal de los reyes o príncipes a las ciudades de
sus dominios; se trata en este segundo caso de una palabra que representa a un despliegue de
poder en un ambiente festivo y a la vez solemne. En la Roma imperial la parusía del César era
un acontecimiento tan importante que podía dar lugar incluso a una nueva era; podía hasta
significar un cambio decisivo en la historia; por eso en su parusía el emperador era saludado
como portador de grandes nuevas para el pueblo, y el pueblo esperaba con espectación su
venida, que seguramente arrojaría beneficios extraordinarios; de allí su carácter festivo y
jubiloso.

En el Nuevo Testamento se utiliza la palabra Parusía en su acepción técnico-religiosa,


designando con ella el advenimiento de Cristo al final de los tiempos; así es como la Parusía
se encuentra asociada con el fin del mundo en Mt 24,3.27.39; 3n 1 Tes 2,19 y 3,13; en 2 Tes
2,1.8 y en 2 Pe 3,4.12. También se la encuentra relacionada con la resurrección en 1 Tes 4,15
y 1 Cor 15,23, y con el juicio final en 1 Tes 5,23; Sant 5,7.8 y en 1 Jn 2,28, pero la mejor
descripción de este término lo da san Pablo en 1 Tes 4,13-18:

"Hermanos, no queremos que estéis en la ignorancia respecto a los muertos, para que no os
entristezcáis como los que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y que
resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a los que murieron en Jesús. Os decimos
esto como Palabra del Señor: Nosotros, los que vivamos, los que quedemos hasta la Venida
del Señor, no nos adelantaremos a los que murieron. El Señor mismo, a la orden dada por la
voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo
resucitarán en primer lugar. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos
arrebatados en nubes, junto con ellos, al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos
siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras".

2.- El día del Señor.


La fórmula "el día del Señor", que aparece en 1 Tes 5,2; 2 Tes 2,2 y 1 Cor 5,5, se encuentra
también, con diferentes variaciones tales como "el día de nuestro Señor Jesucristo", en 1 Cor
1,8 o como "el día de Cristo" en Fil 1,10 y 2,16, o como "el día del Juicio" en 1 Cor 3,13. Esta
expresión, que es la más comunmente utilizada para designar a la Parusía, tiene su origen en
la trasposición cristológica de "el día de Yahweh" del Antiguo Testamento, y es un elemento
que acentúa las raíces de donde proviene la esperanza cristiana.

3.- La Epifanía
Epifanía es una palabra griega que significa esplendor o manifestación luminosa y se utilizaba
especialmente en referencia a los dioses o a los reyes. En la Escritura aparece esta expresión
enlazada con Parusía en 2 Tes 2,8: "Entonces se manifestará el impío, a quien el Señor
24

destruirá con el soplo de su boca, y aniquilará con la manifestación (epifanía) de su venida


(parusía)". La palabra Epifanía se encuentra también en las cartas pastorales de Pablo, en 1
Tim 6,14; 2 Tim 4,1.8 y en Tit 2,13.

La impresión de ausencia que podría producir la palabra parusía se borra con el término
epifanía, que nos hace pensar en una luz que ya brilla, aunque nuestros ojos no puedan
percibirla mientras peregrinamos por el mundo, porque no están adaptados a su resplandor.

4.- Apocalipsis o revelación.


Apocalipsis es un término técnico que designa la manifestación de los misterios sublimes y
ocultos de Dios; se utiliza en 2 Tes 1,7 y 1 Cor 1,7 pero adquiere una profundidad y amplitud
particular en la Carta a los Romanos, donde una sola palabra sirve para entrelazar el misterio
de Cristo en sí mismo y en nosotros: El advenimiento de Cristo será su revelación (Rom 2,5),
así como la nuestra, la de los hijos de Dios (Rom 8,19)

5.- Conclusión.
Todos estos términos acentúan aspectos de una misma realidad, la segunda venida de Cristo o
su venida gloriosa; sin embargo el más importante de ellos es el de Parusía, porque Parusía es
la manifestación espléndida de la gloria de Cristo y la revelación completa de su misterio,
tanto en el mismo Jesucristo como en quienes esperan y aman la Epifanía del Señor.

C.- Datos del Nuevo Testamento.


El libro de los Hechos de los Apóstoles dilata las medidas temporales, y del mismo modo
como separó la Ascención de la Resurrección con un período de cuarenta días separa ahora la
Ascención de la Parusía, haciendo anunciar a los ángeles mensajeros un regreso lejano pero
sin determinar el día ni la hora en que ocurrirá (He 1,3.7.11). Por su parte, los evangelios
sinópticos presentan un discurso en el que Jesús predice la futura venida del Hijo del Hombre
para juzgar a todas las personas y los pueblos de la tierra, y para establecer definitivamente el
Reino de Dios en su dimensión trascendente (Mc 13; Mt 24; Lc 17; 21). Del tiempo que haya
de transcurrir hasta la segunda venida de Cristo ninguno da información detallada, más bien
niegan que pueda alguien dar una fecha, por eso insisten en la necesidad de estar siempre
preparados. Juan es entre todos los escritores del Nuevo Testamento quien mejor presenta una
escatología inaugurada, pero no por eso desconoce la existencia de otra futura; por eso en el
capítulo 5 de su evangelio distingue dos horas: una es la hora presente de la predicación de
Jesucristo, otra posterior es la hora de los apóstoles y de los demás hombres: "En verdad, en
verdad os digo: llega la hora (ya estamos en ella) en que los muertos oirán la voz del Hijo de
Dios, y los que oigan vivirán... No os estrañéis de esto: llega la hora en que todos los que
estén en los sepulcros oirán su voz y saldrán..."(25-29).

En el capítulo 6 se repite por cuatro ocasiones la promesa de la resurrección en el último día


para aquellos que creyeron en Jesucristo, que comieron su carne y bebieron su sangre
(33.40.44.54).

La Primera Carta de Juan contiene este texto: "Y ahora, hijitos míos, permaneced en él para
que, cuando se manifieste, tengamos plena confianza y no quedemos avergonzados lejos de él
en su venida" (2,28).
25

También el libro de Hechos de los Apóstoles presenta a la fe y a la esperanza como ejes de la


predicación de la Iglesia primitiva; así leemos que Pedro, después de proclamar la
resurrección de Jesús, vuelve la atención de sus escuchas sobre los tiempos de la restauración
que están por venir, diciendo: "a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y
envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el
tiempo de la restauración universal" (3,20-21).

D.- Los signos de la Parusía en el Nuevo Testamento.


El Nuevo Testamento ofrece varias señales que indicarán la proximidad de la Parusía, o
segunda venida de Cristo a la tierra; estas señales son las siguientes: a).- El enfriamiento de la
fe; b).- La aparición del Anticristo; c).- La conversión de las naciones paganas; d).- La
conversión de Israel.

Todos los textos bíblicos en que se habla de la Parusía pertenecen al tipo literario llamado
apocalíptico; en dicho estilo los signos son imágenes que evocan lo inaudito, tales como
catástrofes cósmicas, la lucha del bien y el mal, las persecuciones, el hambre universal, en fin,
dramatizaciones; y si bien es cierto que se presentan estos signos en conexión con la historia,
hay que saber identificarlos como signos apocalípticos para poder interpretarlos en su justo
valor: No es que pretendan tener una significación cronológica ni describir el futuro, sino que
su objetivo es captar la atención del lector o del oyente, y son más que todo una especie de
preámbulo en el cual se mencionan hechos dramáticos para que el lector caiga en cuenta de la
importancia de lo que luego se va a exponer. Nada tienen que ver, pues, estos signos con una
crónica fiel de los hechos por venir. Aclarado lo anterior, analisaremos los cuatro signos
mencionados.

1.- El enfriamiento de la fe.


Este signo se encuentra en el evangelio de Lucas al final de la parábola de la viuda inoportuna
y el juez inicuo (18, 1-8), donde la viuda insistió de tal manera que el juez, que ni siquiera
temía a Dios, le concedió justicia con tal que dejara de estarlo molestando con su insistencia.
La viuda es símbolo de los cristianos a quienes acomete la impaciencia y la pérdida de la fe
porque no ven justicia en este mundo, y el evangelista concluye su parábola con las palabras
de Jesús, "Os digo que os hará justicia pronto. Pero, cuando el Hijo del Hombre venga,
¿encontrará fe sobre la tierra?".

El evangelista no dice en este pasaje nada acerca del tiempo en que la venida de Cristo va a
suceder, él tan solo hace resaltar las dificultades que encuentran las personas para creer,
porque esas mismas dificultades existían ya en el tiempo de Jesús.

2.- La aparición del Anticristo.


Este elemento del Anticristo se utiliza en el Nuevo Testamento para simbolizar las fuerzas que
históricamente se han opuesto al Evangelio y que existen desde el comienzo mismo de la
Iglesia, tales como el judaísmo que procuró la crucifixión del Señor, el imperio romano que
perseguía a los cristianos, los herejes que atacaban a la Iglesia, los paganos que se burlaban de
la fe cristiana, etc.; y puesto que las fuerzas contrarias al Reino de Dios existían ya, el hecho
de que se mencionen en el Nuevo Testamento con la señal del Anticristo tiene por objeto
indicar que la Parusía había ya comenzado desde entonces.
26

3.- La conversión de los pueblos paganos y de Israel.


Esta doble conversión, de los paganos y de Israel, tiene que ver con la situación primitiva de
la humanidad: En el episodio de la Torre de Babel mencionado en Génesis 11, se llenaron de
confusión los hombres al confudirse sus lenguas como castigo a su soberbia; pero esa
confusión deberá ser superada en el futuro cuando su falta sea perdonada gracias a la reden-
ción realizada por Jesucristo. Al respecto, san Pablo escribió en Galatas 3,28: "Ya no hay
judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que sois uno en Cristo Jesús",
porque cuando termine la distinción entre los paganos e israelitas, entre esclavos y libres,
entre hombres y mujeres, se terminará la confusión nacida del pecado y se iniciará la nueva
era de la salvación, y esto ocurrirá porque gracias a Cristo todos estaremos unidos.

La unidad de que hablamos ocurrió ya en la Iglesia primitiva, cuando numerosos paganos y


algunos judíos se volvieron cristianos a pesar de la dificultad que representaba para estos
últimos convertirse viniendo del judaísmo. Por otra parte, en el concilio de Jerusalén los
apóstoles acordaron no exigir a los paganos el cumplimiento de la Ley judía como condición
para ser aceptados en la comunidad cristiana, hecho histórico en el que se ve cómo ya desde
los primeros años se comenzó a dar la conversión de paganos y de israelitas.

E.- Los datos del Magisterio.


La espera de la inminente Parusía da un acento escatológico a la Iglesia primitiva, y ese
acento se ve reflejado en su liturgia, en los símbolos de la fe y en los escritos de los Padres,
como puede comprobarse en los documentos más antiguos: La Didajé, escrito del siglo II, se
cierra con una evocación de la venida final del Señor "en las nubes del cielo"; Hermas,
también escritor del siglo II, utiliza el término Parusía en sentido técnico (Sim V,5,3); san
Justino, también del siglo II, distingue entre la primera y la segunda venida de Cristo, la
primera sin gloria y la segunda con gloria (Apol. I,48,2; 54,7); lo mismo ocurre con san
Ireneo, también autor del siglo II, y con otros escritores.

La fe en la segunda venida de Cristo quedó registrada desde los primeros símbolos de la fe


con las palabras "ha de venir a juzgar..."; y fue posteriormente cuando se incluyó el
calificativo "con gloria" para quedar finalmente como hoy lo conocemos: "ha de venir con
gloria a juzgar...". También la perspectiva de la Parusía se ha conservado desde entonces
dentro de las celebraciones religiosas, como puede apreciarse en la liturgia de los sacramentos
del Bautismo, la Eucaristía, el Matrimonio, etc.

Desde la época del Medievo hasta la época moderna el Magisterio de la Iglesia sólo ha hecho
dos ligeras menciones a la Parusía: una fue durante el cuarto concilio de Letrán en 1215, y la
otra en la profesión de fe del emperador Miguel Paleólogo el año 1267. Sería hasta el reciente
concilio Vaticano II cuando el Magisterio se volviera a ocupar del tema para darle a la
Escatología un mejor y más claro tratamiento en la constitución dogmática Lumen Gentium
(números 48 y 49).

F.- Conclusión.
Hay que distinguir entre la consumación y el final. Es necesaria una consumación pero ello no
significa que sea necesario también un final. En realidad, a nivel personal debe realizarse una
27

consumación escatológica en cada hombre que muere, y esa consumación ocurrirá


precisamente en el momento de su muerte sin que para él sea necesario esperar al final de los
tiempos. En esa consumación escatológica individual ya nuestro Señor Jesucristo tendrá que
mostrarse tal como es, y el velo que para los vivos cubre su realeza tendrá que rasgarse para
dar paso a la clara visión de Cristo glorificado.

La Parusía o segunda venida de Cristo ocurre cada vez que Cristo regresa con gloria para cada
persona que muere, cuando viene para juzgar los actos de su vida.

En rigor Cristo nunca se ha marchado del mundo. La resurrección de Jesús no ha inaugurado


un vacío cristológico en la historia de la humanidad, por el contrario, la fe cristiana confiesa
una presencia real y actual de Cristo en el mundo y en la historia, presencia que se ubica
concretamente en los sacramentos. No habrá, pues, dos venidas de Cristo al mundo, sino
solamente una que ya ocurrió en la Encarnación; a partir de ella su presencia se va
desplegando desde su sacrificio como Siervo de Dios hasta su glorificación como Cristo
Resucitado, y luego hasta su manifestación gloriosa o Epifanía en la Parusía. De hecho los
Padres de la Iglesia aplicaron la palabra Parusía tanto a la Encarnación como a la
manifestación de Cristo al final de los tiempos; un ejemplo de ello es la carta de san Ignacio
de Antioquia a los Filadelfios, donde se lee que "el Evangelio se ocupa de la Parusía del
Salvador..., de su pasión y resurrección"; este uso de la palabra Parusía no es ajeno a la idea
de que en el fondo se trata siempre de una misma y única venida del Señor, aunque
diversamente articulada en el tiempo.

La humanidad y el mundo no son todavía lo que llegarán a ser, según la promesa incluida en
la Resurrección. La Parusía, más que ser una segunda venida de Cristo al mundo, será una ida
del mundo y de los hombres a la forma de existencia gloriosa de Cristo resucitado. Las
representaciones espaciales de la venida en poder, con todo el aparato cósmico que las
acompaña, son solamente un ropaje simbólico, y por consiguiente no autorizan a concebir la
Parusía como un movimiento local o temporal.

La Parusía concierne todavía a la historia en cuanto a su clausura, pero es también un paso


intermedio ya que en la Parusía de cada persona no se agota la plenitud de Cristo, sino que de
alguna manera permanece completa hasta el final de los tiempos. CAPÍTULO VII
EL JUICIO, RIESGO DE PERDICIÓN

A.- Introducción.
El tema que ahora nos ocupa, que es el relativo al juicio final y al riesgo de condenación
eterna, fue contemplado ya en la redacción de los primeros símbolos de fe que datan del siglo
II; en ellos se expresó en una forma muy sencilla que se ha conservado en nuestro Credo,
donde dice que Jesucristo " vendrá a juzgar a vivos y muertos".

El fundamento escriturístico por el que se reconoce que la facultad de juzgar a vivos y


muertos corresponde a Jesucristo glorificado se encuentra en la segunda carta de Pablo a
Timo-teo (4,1): "Te conjuro en presencia de Dios y de Cristo Jesús que ha de venir a juzgar a
vivos y muertos".

Al morir una persona deja de tener capacidad para realizar acciones que puedan llevarla a la
salvación o a la condenación eterna; sin embargo en el mundo seguirán actuando sus obras,
28

las buenas y las malas, puesto que su efecto no necesariamente terminará con la vida de su
autor. Por ejemplo, si consideramos únicamente el aspecto material de las acciones, el daño
que puede causar a la humanidad un arma mortífera sigue vigente muchos años después de
que haya muerto su inventor; del mismo modo los efectos de una buena acción pueden
prolongarse a través del tiempo, como es el caso de los descubrimientos de algunos sabios en
el campo de la medicina, los cuales han erradicado enfermedades que antes fueron incurables.
Así ocurre también en el campo espiritual, donde las acciones buenas o malas de una persona
se prolongan y multiplican a lo largo del tiempo, y en nuestro concepto de la justicia es
necesario que su efecto, bueno o malo, se atribuya y afecte precisamente a su autor.

También hay que tomar en cuenta los ruegos, oraciones, sacrificios y sacramentos que los
vivos ofrecen a Dios por intemedio de Jesucristo para la salvación de sus muertos, pues es
necesario recordar que la eficacia de los sacramentos radica en que es Cristo mismo quien
actúa a través de ellos.

En sentido negativo morir implica que ya nadie puede hacer nada por su propia salvación,
pero sí lo pueden hacer las obras que haya dejado detrás, las cuales, como dijimos, seguirán
actuando para llevar a otros hacia el bien o hacia el mal.

De lo que antes hemos mencionado se desprende la necesidad de que exista un juicio


particular que ocurrirá para cada quien en el momento de su muerte, y de un juicio final que
ocurrirá cuando termine toda posible acción de las obras realizadas; este segundo juicio
solamente podrá ocurrir al final de los tiempos.

B.- El Nuevo Testamento.


De manera general los jueces pueden llevar a cabo tres acciones distintas durante el ejercicio
de su profesión, estas son: 1.- Condenar y castigar los delitos cometidos; 2.- Defender los
derechos que se encuentren en litigio; y 3.- Premiar a los participantes que triunfan en los
certámenes.

Las funciones que forman parte del título de juez aplicado a Yahweh por el Antiguo
Testamento corresponden a la primera y segunda de las acciones que antes mencionamos; en
cambio el título de juez aplicado a Jesucristo en el Nuevo Testamento se refiere a la primera y
con frecuencia a la tercera de ellas. En efecto, como el Nuevo Testamento habla más de la
salvación que de la condenación eterna, la mayoría de los textos en los que aparece Jesús
como juez corresponden a esta tercera forma de actuación. Veamos algunos ejemplos de ello:
"Porque el Padre no juzga a nadie, sino que todo juicio lo ha entregado al Hijo" (Jn 5,22);
"...el que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en
juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida" (Jn5,24); "Y desde ahora me aguarda la
corona de la justicia que aquél día me entregará el Señor, el justo Juez" (2 Tim 4,8); "El que
cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado porque no ha creído" (Jn 3,18);
"Si alguno oye mis palabras y no las guarda, yo no lo juzgo, porque yo no he venido a juzgar
al mundo, sino a salvar al mundo" (Jn 12,47).

C.- El Magisterio de la Iglesia.


1.- Sobre el Juicio Particular.
29

Lo que enseña la Santa Madre Iglesia sobre este primer juicio se encuentra contenido en
varios documentos, de los cuales mostraremos a continuación dos fragmentos: el primero
procede de una encíclica Benedictus Deus del Papa Benedicto XII, y el segundo está tomado
de las actas del concilio de Florencia.

"... definimos que, según la común ordenación de Dios, las almas de todos los santos que
salieron de este mundo antes de la pasión de Jesucristo, así como las de los santos apóstoles,
mártires, confesores, vírgenes y de todos los fieles muertos después de recibir el bautismo, en
los que no había nada que purgar al salir de este mundo, ni habrá cuando salgan en lo futuro;
y que las almas de los niños renacidos por el bautismo o de los que han de ser bautizados,
cuando hubieren sido bautizados, que mueren antes del uso del libre albedrío, inmediatamente
después de su muerte, o de la dicha purgación los que necesitaren de ella, aun antes de la
restauración de sus cuerpos y del juicio universal, después de la ascención del Salvador,
estuvieron, estan y estarán en el cielo, en el paraíso celeste de Cristo, y después de la muerte y
pasión de Jesucristo vieron y ven la Divina Esencia con visión intuitiva y también cara a cara,
sin mediación de criatura alguna que tenga razón de objeto visto... verán y gozarán la misma
divina esencia antes del juicio universal".

"Las almas de aquellos que después de recibir el bautismo no incurrieran en mancilla alguna
de pecado, y aquellas que después de contraer mancilla de pecado la han purgado, o mientras
vivían en sus cuerpos o después que salieron de ellos... van al cielo y ven claramente a Dios
mismo, Uno y Trino, tal como es, unos sin embargo con más perfección que otros...".

Estos dos documentos afirman la existencia de un juicio particular y de otro universal y final,
y es importante hacer notar que en lo que se refieren a la contemplación de Dios la describen
como cara a cara, sin mediación alguna. Por otra parte, la existencia del primer juicio
particular se concluye a partir de la presencia de Cristo en nuestro mundo actual, obrando en
las personas que lo reciben a través de los sacramentos, ya que si creyéramos solamente en el
juicio final estaríamos desconociendo o negando el valor de ellos; pero además existen frases
de la Sagrada Escritura que señalan la presencia del juicio inmediato a la muerte, como las
palabras de Jesús al buen ladrón en la cruz, y hay también frases que hablan de un juicio final
como las que del Apocalipsis.

2.- Sobre el Juicio Final o Universal.

La Constitución Benedictus Deus nos dice sobre este juicio lo siguiente: "Definimos además
que, según la común ordenación de Dios, las almas de los que salen de este mundo con
pecado mortal actual, inmediatamente después de su muerte bajan al infierno donde son
atormentadas con penas infernales, y que no obstante en el día del Juicio todos los hombres
comparacerán con sus cuerpos ante el tribunal de Cristo".

D.- Reflexión Teológica.


El Juicio final en realidad será hecho por nosotros mismos, en el sentido de que nosotros solos
libremente aceptamos o rechazamos la salvación que Jesucristo nos ofreció. Esto quiere decir
que no es Cristo quien con su juicio nos vaya a apartar de la salvación, sino que nosotros
mismos nos juzgaremos sobre si en vida aceptamos o rechazamos la salvación que Cristo nos
ofreció. Entendido en esta forma, el Juicio será una demostración más de la libertad de que
siempre ha gozado el ser humano, incluso frente a Cristo. Cristo juzgará a vivos y muertos,
30

pero lo hará basado en los actos derivados del ejercicio de la libertad humana. CAPÍTULO
VIII
EL PURGATORIO

A.- Introducción.
Leonardo Boff en su libro "Hablemos de la otra vida", considera que el purgatorio es un
proceso de plena maduración frente a Dios.

La muerte es el paso del hombre a la eternidad, por ella se puede decir que acaba de nacer
totalmente; si es para bien su nuevo estado se llamará "cielo" y en él alcanzará la plenitud
humana y divina en el amor, en la amistad, en el encuentro y en la participación de Dios.

El purgatorio significa la posibilidad que por gracia de Dios se concede al hombre de madurar
radicalmente luego de morir. El purgatorio es ese proceso, doloroso como todos los procesos
de ascención y educación, por medio del cual el hombre al morir actualiza todas sus
posibilidades y se purifica de todas las marcas con las que el pecado ha ido estigmatizando su
vida, sea mediante la historia del pecado y sus consecuencias o sea por los mecanismos de los
malos hábitos adquiridos a lo largo de la vida.

Ciertamente muchos de nosotros tenemos otras ideas más o menos absurdas acerca del
purgatorio; son indignas de la esperanza liberadora del cristianismo porque se ha presentado
al purgatorio no como una gracia concedida por Dios al hombre para que se purifique con
vistas a un futuro próximo a su lado, sino como un castigo o una venganza divina que
mantiene ante sí el pasado del hombre.

B.- Doctrina de la Sagrada Escritura.


Desde el punto de vista histórico, la base bíblica del purgatorio ha sido un permanente punto
de fricción entre católicos y protestantes, es por eso que desde el inicio del protes-tantismo,
allá por el siglo XVI, los expositores católicos se han esforzado por presentar al purgatorio
dentro de una óptica de defensa de la fe.

De las actas de la llamada Disputa de Leipzig, del año 1519, está tomada la proposición 37 de
las tesis luteranas condenadas por el Papa León X, que dice lo siguiente: "El purgatorio no
puede probarse por la Sagrada Escritura canónica" (Dz 777, Ds 1478). Esta tesis de Lutero se
fundamenta en su negación de la canonicidad de los dos libros de los Macabeos, a los cuales
considera apócrifos.

A lo largo del tiempo han sido frecuentes las discuciones sobre el valor de los pasajes de la
Sagrada Escritura que suelen presentarse a favor de la existencia del purgatorio. Quizás la
discución se deba sobre todo a que más que buscar el fundamento bíblico de la doctrina del
purgatorio lo que se intenta es aquilatar si los textos contienen todos y cada uno de los
elemen-tos que pertenecen a la idea dogmática que se tiene de él, pero que en realidad son
fruto de un lento proceso de desarrollo sobre esta materia.

Dice Leonardo Boff que al echar mano de los textos bíblicos es conveniente hacerse una
reflexión de carácter hermenéutico, ya que en vano buscaremos un pasaje bíblico que hable
31

formalmente del purgatorio. Los textos, dice Boff, "se deben leer y releer en el ambiente en
que fueron escritos, dentro de las coordenadas religiosas y de la fe que reflejan".

1.- Los textos.


1).- 2 Mac 12,40-46.

Uno de los pasajes clásicos en torno al tema que tratamos es el de 2 Mac 12,40-46, que en su
texto griego original dice lo siguiente: "Y habiendo recogido dos mil dracmas por una colecta,
los envió (Judas Macabeo) a Jerusalén para ofrecer un sacrificio por el pecado, obrando muy
bien y pensando noblemente de la resurrección, porque esperaba que resucitaran los caídos,
considerando que a los que habían muerto piadosamente está reservada una magnífica
recompensa; por eso oraba por los difuntos, para que fueran liberados de su pecado".

El contexto de este pasaje bíblico es el siguiente: Cerca del año 160 a. C., los seguidores de
Judas Macabeo se habían enfrentado al ejército invasor del pagano Gorgias, que intentaba
obligarlos a que renegaran de su fe, y algunos de ellos perdieron la vida en el combate; pero
cuando sus compañeros recogieron los cadáveres para sepultarlos entre sus ropas encontraron
amuletos y objetos de culto idolátrico cuya posesión estaba severamente prohibida por la Ley.
Así pues, Judas Macabeo se dio cuenta que los soldados muertos por defender su religión
merecían una magnífica recompensa, pero al mismo tiempo se habían hecho acreedores a un
castigo por su pecado al haber violado la Ley. En estas condiciones fue que decidió que era
conveniente "ofrecer un sacrificio por el pecado" en el Templo de Jerusalén, con la esperanza
de que quienes habían muerto en defensa de la patria y la religión lograrían el perdón de Dios
por su pecado y participarían en la resurrección.

Para la exégesis de este pasaje el autor C. Pozo advierte en su libro titulado "Teología del más
allá" los siguientes elementos: 1.- El redactor de este texto, inspirado por Dios, no solamente
alaba la acción sino también la persuación de Judas, lo que no podría haber hecho si el modo
de pensar de Judas Macabeo hubiera sido equivocado. 2.- Los elementos esenciales del
pensamiento de Judas Macabeo son a).- Que los difuntos no han muerto en estado de
condenación o enemistad con Dios; b).- Que sin embargo les falta todavía algo para ser
salvados; c).- Que todo se hace pensando en su resurrección, para que en ella reciban la
misma suerte que los demás judíos piadosos.

2).- 1 Cor 3,10-15.17

Mucho se ha discutido sobre el valor probativo de la existencia del purgatorio contenido en


los pasajes de la Carta de Pablo a los Corintios en los que se dice que los obreros apostólicos
deben de seleccionar cuidadosamente los materiales que empleen en la edificación de la
Iglesia: "Conforme a la gracia de Dios que me fue dada, yo, como buen arquitecto, puse el
cimiento, y otro construye encima. ¡Mire cada cual cómo construye! Pues nadie puede poner
otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo. Y si uno construye sobre este cimiento con oro,
plata, piedras preciosas, madera, heno, paja, la obra de cada cual quedará al descubierto; la
manifestará el Día que ha de revelarse por el fuego. Aquél, cuya obra, construida sobre el
cimiento, resista, recibirá la recompensa. Mas aquél, cuya obra quede arrasada, sufrirá daño.
El, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego... Si alguno destruye
el santuario de Dios, Dios le destruirá a él; porque el santuario de Dios es sagrado, y vosotros
sois ese santuario".
32

El texto anterior, nos dice el autor Ruiz de la Peña en su libro "La otra dimensión. Escatología
cristiana", parece clasificar a los predicadores del Evangelio en tres categorías: 1.- Los que
han usado buenos materiales y recibirán recompensa; 2.- Los que en vez de edificar han
destruido, serán destruidos ellos mismos; 3.- Aquellos que habiendo edificado, no han sido
suficientemente escrupulosos en la elección de los materiales. A estas tres clases de apóstoles
corresponderían tres diferentes retribuciones: el premio de la vida eterna, el castigo de la
muerte eterna, y la corrección dolorosa (salvarse pasando a través del fuego) que implicaría la
doctrina del purgatorio.

Todo el pasaje anterior está redactado en un estilo alegórico, en donde las epxresiones "el día"
y "el fuego" pertenecen a las bien conocidas imágenes apocalípticas del Juicio Final; entender
"el día" como designación de un supuesto juicio particular o "el fuego" como la expiación de
una pena en el purgatorio es violentar el sentido del texto. Por otra parte, puesto que Pablo
sitúa la escena de su Carta a los Corintios en el último día del mundo, cuando según la
dogmática ya no habrá purgatorio, parece poco fundamentado deducir de este pasaje una
enseñanza sobre un estado purificador situado entre la muerte de la persona y el Juicio Final,
en el que, según el versículo 15, el daño que sufrirá el penado no será tal que implique
condenarse; se salvará, pero con dificultad y angustia.

En resumen, más que hacer hincapié en éste o aquél texto cuestionable, sería preferible fijarse
en ciertas ideas generales que son clara y repetidamente enseñadas en la Biblia y que pueden
considerarse como el núcleo germinal de nuestro dogma, una de ellas es la constante
persuación de que sólo una absoluta pureza es digna de ser admitida en la visión de Dios.

El complicado ceremonial de culto israelita tendía a impedir que compareciesen ante Yahweh
los impuros, incluso si su mancha consistía en meras impurezas legales; por eso el terror de
ver a Dios cara a cara (Ex 20,18ss), tan común entre el pueblo, procedía de una viva
conciencia de indignidad e impreparación. Asímismo, diversos pasajes del Nuevo Testamento
ratifican la exigencia de una total pureza para poder participar de la vida eterna, por ejemplo
"Bienaventurados los límpios de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5,8); "Sed perfectos
como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,48); "Nada profano entrará en ella (en la
Nueva Jerusalén)" (Ap 21,27).

Otra idea, quizá la más importante y el verdadero fundamento teológico de la doctrina del
purgatorio, es la responsabilidad humana en el proceso de justificación, que implica la
necesidad de una participación personal en la reconciliación con Dios así como la aceptación
de las consecuencias penales que se derivan de los propios pecados. Como un ejemplo de
esto, en 2 Sam 12,13ss se recoge un caso típico de separación entre culpa y pena, allí el
perdón de Dios no exime a David de sufrir el castigo de su pecado.

Estas ideas nos descubren la posibilidad de que algún justo que haya muerto sin haber
alcanzado el grado de madurez espiritual requerida para vivir en comunión con Dios, la logre
mediante una complementaria purificación extraterrena, ya que la legitimidad de los sufragios
por los muertos está garantizada por un uso que se remonta al judaísmo precristiano.

C.- La doctrina de los Concilios.


La doctrina católica sobre el purgatorio adquirió su forma eclesiástica definitiva en dos
concilios medievales en los que intentó restablecer su unidad con la Iglesia de Oriente. Los
33

cristianos de oriente no habían tenido ningún punto de controversia con la Iglesia latina sobres
esta doctrina sino hasta el siglo XIII, cuando ocurrieron estos concilios.

1.- Concilio de Lyon, año 1274.


Según el autór Ruiz de la Peña, en su obra antes citada, la oposición de parte de los teólogos
orientales a la doctrina católica sobre el purgatorio se limitó durante el concilio de Lyon a tres
aspectos, que son los siguientes:

1.- El carácter local del purgatorio, al cual los orientales entendían como un estado y no como
un lugar.

2.- La existencia de fuego en el purgatorio, que les recordaba la herejía origenista de un


infierno temporal.

3.- Sobre todo la naturaleza expiatoria, penal, de un estado que ellos consideraban
purificatorio, en el cual los difuntos madurarían gracias a los sufragios de la Iglesia y no por
soportar un castigo.

Este último elemento es el que nos da la clave del desacuerdo doctrinario: se trata en última
instancia de una consecuencia de dos modos diferentes de concebir la redención subjetiva.
Para los orientales la justificación del hombre se entiende como un proceso de divinización
progresiva que lo va devolviendo a la imagen de Dios por un proceso paulatino de
purificación.

2.- El concilio de Florencia, año 1239.


La discrepancia con la Iglesia de Oriente fue abiertamente afrontada durante el concilio de
Florencia, en el que se reconoció la parte de razón que correspondía a la crítica de los orien-
tales, y en consecuencia se omitieron del texto dos componentes que intervinieron en el de
Lyon: que el purgatorio es un lugar y que entre sus penas se encuentra la de soportar el fuego.
Pero el concilio de Florencia también formuló la siguiente definición: "Además, si habiendo
hecho penitencia verdaderamente, murieron en la caridad de Dios antes de haber satisfecho
con frutos dignos de penitencia por los pecados de comisión y de omisión, sus almas, después
de la muerte, son purificadas con penas purgatorias; y para ser librados de estas penas les
aprovechan los sufragios de los fieles vivos, a saber, los sacrificios de la misa, las oraciones y
las limosnas, y otros oficios de piedad que suelen hacerse, según las instituciones de la
Iglesia" (Dz 693).

En suma, las tres notas que integran el concepto dogmático del purgatorio son: 1.- La
existencia de un estado en el que los difuntos no enteramente limpios de culpa son "puri-
ficados"; 2.- El carácter penal de ese estado, y en este punto la Iglesia no ha creído poder
ceder a los requerimientos de los orientales, si bien no llega a precisar en qué consisten
concre-tamente esas penas; 3.- La ayuda que los sufragios de los vivos prestan a los difuntos
que se encuentran en ese estado de purificación.

3.- El Concilio de Trento.


Junto con la Reforma, el siglo XVI trajo otro períoro crítico para la doctrina del purga-torio.
En 1519 Lutero señaló que no se encontraba fundamento alguno para esta doctrina en las
Escrituras canónicas, pero continuó creyendo en su existencia basándose principalmente en la
tradición patrística, sin captar la incoherencia que esto introducía en su sistema; sin embargo
34

cuando poco después compareció ante la Dieta de Augsburgo ya condicionaba su existencia, y


por último sus conclusiones en contra cristalizaron en el manifiesto "Widerruf von Fegfeuer"
(Retractación del Purgatorio) que escribió en 1530.

Por parte del concilio de Trento, es significativo el hecho de que solamente haya aludido al
purgatorio desde el punto de vista doctrinal en uno de sus cánones del Decreto sobre la
Justificación; en él dice lo siguiente:

"Si alguno dijere que después de recibida la gracia de la justificación, de tal manera se le
perdona la culpa y se borra el resto de la pena eterna a cualquier pecador arrepentido, que no
queda resto alguno de pena temporal que haya de pagarse en este mundo o en el otro en el
purgatorio, antes de que pueda abrirse la entrada del Reino de los Cielos, sea anatema" (Secc.
VI, canon 30).

Este canon no representa ninguna novedad respecto a lo definido en Florencia, pero sitúa la
controversia interconfesional en el lugar que le corresponde, o sea en la temática del proceso
de remisión de los pecados y la santificación del hombre. Por lo demás, en el campo
disciplinar Trento emitió un decreto animado por un sano espíritu de autocrítica, en el que
prohibe exponer la doctrina del purgatorio recargándola de aditamentos inútiles. Dice este
decreto lo siguiente:

"Puesto que la Iglesia católica, ilustrada por el Espíritu Santo, apoyada en las Sagradas Letras
y en la antigua tradición de los Padres, ha enseñado en los sagrados concilios, y últimamente
en este ecumúnico concilio, que existe el purgatorio y que las almas allí detenidas son
ayudadas por los sufragios de los fieles, particularmente por el aceptable sacrificio del altar,
manda el santo concilio a los obispos que diligentemente se esfuercen para que la sana
doctrina sobre el purgatorio, enseñada por los santos Padres y por los santos concilios, sea
creída, mantenida, enseñada y en todas partes predicada por los fieles de Cristo. Delante,
empero, del pueblo rudo, exclúyanse de las predicaciones populares las cuestiones demasiado
difíciles y sutiles, y las que no contribuyan a la edificación, y de las que la mayor parte de las
veces no se sigue acrecentamiento alguno de la piedad. Igualmente no permitan que sean
divulgadas y tratadas las materias inciertas y que tienen apariencia de falsedad. Aquellas,
empero, que tocan a cierta curiosidad y superstición, o saben a torpe lucro, prohíbanlas como
escándalos y piedras de tropiezo para los fieles".

4.- El concilio Vaticano II.


En la Constitución Dogmática Lumen Gentium No. 49, el concilio Vaticano II describe la
realidad eclesial en toda su amplitud y coloca al purgatorio como uno de los tres estados
eclesiales al decir "Algunos de sus discípulos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se
purifican, mientras otros son glorificados".

Más adelante, en el número 50, se recuerda la práctica de la Iglesia de orar por los fieles
difuntos —práctica que se remonta hasta los tiempos primitivo— y con las palabras de 2 Mac
12,46 alaba este uso diciendo "porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los
difuntos, para que queden libres de sus pecados". En el número 51 el concilio propone de
nuevo, trayéndolos así a la memoria, los acuerdos de los concilios de Florencia y Trento en las
partes que se refieren al purgatorio y a la oración por los difuntos.
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Con lo que hasta aquí se ha dicho se pone en claro el significado esencialmente cristiano de la
doctrina del purgatorio: Se trata de un proceso radicalmente necesario para la trans-formación
del hombre, gracias al cual se hace apto para recibir a Cristo, apto para recibir a Dios, y en
consecuencia apto para entrar en la comunión de los santos.

5.- Bibliografía específica.


La bibliografía que hace referencia particularmente a los temas tratados en este capítulo es la
siguiente:

Pozo C.: Teología del más allá. Madrid, 1969, pp. 240-254.

Boff L.: Hablemos de la otra vida. Bilbao, 1985, pp. 59-71.

Ratzinger J.: Escatología. Barcelona 1980, pp. 204-216.

Ruiz de la Peña: La otra dimensión. Escatología cristiana. Madrid, 1975, pp. 327-343.
CAPÍTULO IX
EL INFIERNO, LA MUERTE ETERNA

A.- Introducción.
Según la fe cristiana, la historia de la humanidad no tiene dos fines sino solamente uno que es
la salvación; la salvación es por lo tanto el objeto propio de la Escatología.

Mientras que el triunfo de Cristo y de los suyos es una certeza de fe absoluta de la historia y
de la comunidad humanas, la condenación es una posibilidad factible solamente en casos
particulares; de hecho, una de las más fuertes convicciones del Antiguo Testamento es la
bondad de Dios y de sus obras, por eso el Génesis dice, "Dios vio que era bueno todo cuanto
había hecho..." (Gn 1); y el libro de Sabiduría "...no fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea
en la destrucción de los vivientes" (1,13); y en el profeta Ezequiel, que "no quiere la muerte
del pecador, sino que se convierta y viva" (18,23).

El Nuevo Testamento define a Dios como Amor (1 Jn 4,8) y sabe que quiere que todos los
hombres se salven y conozcan la verdad (1 Tim 4,8), que no quiere que alguien perezca sino
que todos se conviertan (2 Pe 3,9). Además, las parábolas del perdón, del hijo pródigo, del
fariseo y el publicano, de la dracma y de la oveja perdidas, son otras tantas expresiones plás-
ticas de que Dios quiere la vida del pecador y busca su salvación. Jesucristo mismo en el
cuarto evangelio se presenta como el Salvador (Jn 3,17; 12,46-47).

B.- La muerte eterna, en la Sagrada Escritura.


La Sagrada Escritura contempla otra posibilidad, la de que el hombre fracase en su destino de
alcanzar la salvación y se hunda en un horror que sobrepasa todo lo imaginado: la
condenación.

1.- En el Antiguo Testamento.


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El Antiguo Testamento no tenía todavía idea de la salvación porque aún no se había dado la
encarnación del Salvador. Para los antiguos judíos, el premio destinado a los justos por su
cumplimiento de la Ley sería recibido en el transcurso de su vida humana. Sí existía el
concepto de una vida después de la muerte, de un sobrevivir a la muerte, pero sin hacer
referencia a la salvación ni la condenación eterna, sino solamente suponiendo la existencia de
un lugar en donde transcurriría esa segunda vida tanto para los justos como para los impíos;
este lugar era el Seol, o lugar de los muertos.

El antecedente más cercano a esta palabra Seol es shoal, que significa "ser profundo". El Seol,
en efecto, a semejanza del hades griego o del arallu sirio-babilónico, era un mundo
subterráneo al cual debían descender los que iban a él (Gn 37,35; Num 16,30-33), de suerte
que a los muertos se les designaba frecuentemente como "los que bajan a la fosa" (Sal 28,1;
30,4; 88,5), y se le ubicaba en lo más profundo del abismo (Sal 63,10; 86,13; 88,7).

El Seol estaba en el extremo opuesto al cielo, lo más lejos posible de la morada de Dios; entre
Dios y los muertos se interponía una distancia insalvable, pero además el regreso al mundo de
los vivos resultaba imposible para los muertos, pues el Seol era el lugar sin retorno (Job 7,9-
10; 10,21; 16,22). El Seol era, pues, el lugar de todos los muertos, fueran pequeños o grandes,
esclavos o señores, necios o sabios, reyes o súbditos, justos o pecadores.

Si la situación de los habitantes del Seol se consideraba siempre penosa, hasta el grado de que
algunos textos lo llaman "lugar de perdición" (Sal 88,12; Job 26,6; 28,22), ello se debe no
tanto a una disposición de la justicia distributiva como a la concepción bíblica de la vida y la
muerte. Conforme al Antiguo Testamento, la vida terrena debía ser considerada como un bien
precioso porque el hombre es un "ser en el mundo" y Dios es quien se la ha otorgado como un
don. La muerte en sí se consideraba como un mal porque privaba al hombre de ese don de
Dios. De cualquier forma, la muerte era un mal, algo no deseado, por eso para los judíos del
Antiguo Testamento la retribución por el comportamiento de una persona tenía que pensarse
en términos de premio o castigo recibidos durante el transcurso de su vida.

La realidad del castigo eterno o de la muerte eterna se insinúan ya desde los Salmos del
Antiguo Testamento, en los que el Seol comienza a delinearse como la morada de los impíos.
Posteriormente el texto del tercer Isaías describió a los pecadores como cadáveres yacentes
fuera de la Jerusalén escatológica, perpetuamente atormentados por el gusano y el fuego (Is
66,24) Esa descipción constituye el antecedente más cercano de las imágenes del infierno
contenidas en el Nuevo Testamento (la gehenna). Daniel 12,2 se refiere a un "oprobio" u
"horror eterno", y el libro de la Sabiduría contiene un largo pasaje sobre el destino de los
impíos (5,14-23).

2.- En el Nuevo Testamento.


a).- Formulación negativa.

En el Nuevo Testamento la condenación eterna se encuentra formulada con una serie de


expresiones que significan, dentro de su variabilidad, la negación de aquella comunión con
Dios que constituye la bienaventuranza de los muertos. Se habla de perder la vida en Mc.
8,35; de que los pecadores son echados fuera de la mesa del banquete en Lc 13,28-29); de que
las vírgenes necias quedan fuera del convite de bodas (Mt 25,10-12). Pablo habla de no
heredar el Reino (1 Cor 6,9-10) y el apóstol Juan de no ver la Vida (3,6). Todas estas fórmulas
tienen en común que presentan al estado de condenación como la exclusión del acceso a la
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compañía de Dios en la que los hombres alcanzan la vida eterna. En estas expresiones el
infierno es presentado como lo opuesto a la gloria.

Es evidente que este estado de la muerte es tan definitivo e irrevocable como el de la vida
eterna. El calificativo de "eterno" tiene la misma significación cuando se aplica a la salvación
que cuando se refiere a la condenación del finado.

b).- Formulación positiva.

Además de las expresiones negativas que acabamos de ver, el Nuevo Testamento se refiere a
la muerte eterna con numerosas descripciones expresadas en términos positivos. Se habla así
de la "gehenna del fuego" (Mc 18,9), del "horno de fuego" (Mt 13,50); del "fuego que no se
apaga" (Mc 9,43.48); del "llanto y rechinar de dientes" (Mt 13,42); del "fuego que arde con
azufre" (Ap 19,20), etc.

La preponderancia de la imagen del fuego se explica mejor en el ambiente palestino, donde el


destino final de la basura y de las cosas inservibles era el fuego; así por ejemplo, el árbol que
no da fruto será echado al fuego (Mt 3,10); lo mismo sucederá con la paja, una vez que haya
sido separada del trigo (Mt 3,12); pero para nosotros el significado más obvio de que alguien
sea echado al fuego es que las quemaduras que reciba le produzcan un dolor sumamente
agudo y penetrante.

c).- Ambas formulaciones juntas.

No hay razones exegéticas para diferenciar el significado de una y otra serie de textos; se trata
en ambas series de lo mismo, de la muerte eterna, aunque expresada con diferentes recursos
de estilo. En unos se la describe como exclusión de la compañía de Dios, en los otros se
prefiere resaltar el dolor intenso que tal exclusión produce en el condenado.

C.- La muerte eterna según la Tradición y el Magisterio.

1.- Durante los siglos del I al III.


Los textos de los primeros años se limitan a seguir de cerca los temas más conocidos del
Nuevo Testamento: "No os hagáis ilusiones, hermanos míos, los que corrompen una familia
no heredarán el Reino de Dios; el corruptor de la fe irá al fuego inextinguible" (Ignacio de
Antioquía a los Efesios 16,1-2). San Justino presentó al infierno como la más eficaz
contribución de la fe cristiana a la juscitia humana, a la convivencia pacífica y al orden social,
ya que la doctrina sobre el infierno hace que no queden impunes los crímenes de los malvados
(Apo Y,12; II,9).

El consenso general de la era Patrística se rompe con Orígenes. Este teólogo de Alejandría se
apartó en dos puntos de lo que venía siendo la interpretación generalizada del dato revelado.
En primer lugar Orígenes puso en duda el carácter eterno de la condenación al opinar que los
textos de la Sagrada Escritura sobre la muerte eterna cumplen con una función conminatoria,
pero que las penas eternas son en realidad temporales y medicinales. Orígenes sostenía la
doctrina de la apocastatasis o restauración universal de todos los seres, según la cual al final
de los tiempos todos serán redimidos, aún los peores pecadores y los mismos demonios o
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ángeles caídos, porque hay un tiempo de purificación o de restauración en el infierno pero al


final todos los seres participarán de la salvación de Jesucristo. No existe por lo tanto el castigo
eterno para Orígenes (ver Peri Arkon I,3; I,6;; 3,6.6), pero su doctrina fue condenada por la
Iglesia en el sínodo de Endemousa el año 543 (Dz 211 canon 9) en los siguientes términos:
"Si alguno dice o siente que el castigo de los demonios o de los hombres impíos es temporal y
que en algún momento tendrá fin, o que se dará la reintegración de los demonios o de los
hombres impíos, sea anatema".

Es importante hacer notar que el mismo Orígenes confesaba que "todas estas cosas las trato
con gran temor y cautela, más teniéndolas por discutibles y revisables que estable-ciéndolas
como ciertas y definitivas" (P. Arkon I,6.1). El mismo Orígenes estaba consciente de que
sobre este punto la Iglesia no se había pronunciado, y él solamente pretendía sugerir una
hipótesis explicativa de aspectos de la doctrina cristiana que aún no estaban definidos en su
tiempo; así lo asentó en el prólogo de su obra. Años después de la muerte de Orígenes san
Jerónimo tradujo su obra del griego al latín, y al hacerlo omitió el prólogo en que el autor
había establecido su posición, y esta omisión no permitió a la posteridad hacer un juicio
correcto sobre la doctrina del teólogo alejandrino.

Otro punto importante del pensamiento de Orígenes es el relativo al fuego del infierno.
Orígenes se opone a que se acepte literalmente el significado de la pena del fuego que
menciona la Sagrada Escritura, y dice lo siguiente: "¿Qué significa la pena del fuego eterno?...
todo pecador enciende para sí mismo la llama del propio fuego. No que sea inmerso en un
fuego encendido por otros y existente antes de él, sino que el alimento y materia de ese fuego
son nuestros pecados... Así, el fuego infernal de la Escritura es símbolo del tormento interior
del condenado, afligido por su propia deformidad y desorden".

2.- Formulación dogmática sobre el infierno.


Mientras que la doctrina sobre la vida eterna fue uno de los primeros artículos tratados por los
documentos del Magisterio de la Iglesia, la doctrina sobre el infierno no apareció en los
primeros símbolos de la fe, sino que se desarrolló posteriormente. La primera primera afirma-
ción dogmática sobre su existencia se encuentra en el "Quicumque", el cual es un documento
redactado a fines del siglo V también conocido como "Símbolo Atanasiano" ; en él dice: "... y
dar cuenta de sus propios actos, y los que obraron bien irán a la vida eterna; los que mal, al
fuego eterno".

El Cuarto concilio de Letrán, celebrado en el año 1215, emitió una profesión de fe contra la
herejía albingense en estos términos: "... para recibir según sus obras, ora fueren malas, ora
buenas; aquellos, con el diablo, castigo eterno, y éstos, con Cristo, gloria sempiterna" (Dz
428). Esta declaración la hizo el concilio en contra de una doctrina que no admitía otro estado
de purificación que el de la encarnación, y al respecto decían sus seguidores que las almas de
los pecadores sufrirían tantas encarnaciones como fueran necesarias para librarse de sus
culpas.

Un siglo después, en el año 1336, la constitución dogmática Benedictus Deus del Papa
Benedicto XII luego de exponer en detalle lo concerniente a la visión de Dios, dijo: "las almas
de los que salen del mundo con pecado mortal actual, inmediatamente después de su muerte
bajan al infierno donde son atormentadas con penas infernales, y no obstante, en el día del
Juicio todos los hombres comparecerán con sus cuerpos ante el tribunal de Cristo, para dar
cuenta de sus propios actos..." (Dz 531). Tomando en cuenta que en un contexto anterior se
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había definido la vida eterna como visión inmediata de Dios, es lícito suponer que las "penas
infernales" a que se refiere esta constitución consisten fundamentalmente en el completo y
definitivo distanciamiento de Dios.

La constitución Lumen Gentium del concilio Vaticano II ha tocado el tema del infierno
transcribiendo diversos textos del Nuevo Testamento, como los siguientes: "es necesario... que
velemos constantemente para que... no se nos mande, como a siervos malos y perezosos (Mt
25,26), ir al fuego eterno (Mt 25,41), a las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y rechinar
de dientes (Mt 22,13; 25,30). Al fin del mundo saldrán...los que obraron el mal para la
resurrección (Jn 5,29)" (LG 46).

D.- Reflexiones teológicas.


1.- El infierno, creación del hombre.
El infierno no es creación de Dios porque la voluntad divina no puede crear ni querer el
pecado, ni su fruto que es la muerte eterna; creer otra cosa equivaldría a pensar que el hombre
estaba predestinado por Dios para condenarse. La Iglesia ha rechazado la doctrina de la
predestinación cuantas veces ha aparecido en la historia; desde el siglo V con Lúcido hasta el
calvinismo y el jansenismo del siglo XVII.

Si la Iglesia ha considerado herética la doctrina que atribuye a Dios la voluntad de condenar al


hombre, habrá que buscar en el hombre la causa por la que existe el infierno; por eso en Jn
3,17ss. se habla de que la muerte eterna brota de las profundidades de la opción humana, de
modo que el juicio de condenación será más bien autojuicio.

Para que el infierno exista no es necesario que Dios lo haya querido, basta con que el hombre
libre y conscientemente haya optado por una vida sin Dios.

2.- El infierno nos enseña la libre responsabilidad del hombre.


El examen de la doctrina del infierno contenida en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la
Iglesia confirma lo dicho al principio de este tema: el único fin de la historia humana es la
salvación, siendo esta por consiguiente el objetivo propio de la Escatología.

Quien compare la promesa del cielo con la amenaza del infierno como si ambas opcio-nes, la
vida y la muerte eternas, gozaran de los mismos privilegios en el ámbito de la fe cristiana,
estaría deformando el sentido del Evangelio. Por eso es que aunque en muchas ocasiones la
Iglesia ha sancionado con su autoridad el testimonio de salvación definitiva de sus fieles,
jamás ha asegurado que una sola persona se haya condenado. Esto, sin embargo, tam-poco
significa que la Iglesia crea que todos han de salvarse, pues como vimos anteriormente
condenó la doctrina de Orígenes porque vió que adolecía de una grave ambigüedad, al
proponer la salvación generalizada haciendo una extrapolación del dato revelado sobre la
salvación; y es que la Iglesia sabe que la salvación eterna está prometida a la humanidad
como a un todo, pero no necesariamente tiene que ser concedida a todos y cada uno de sus
miembros.

La Iglesia también condenó la doctrina propuesta por Orígenes porque menoscaba la libertad
humana. En efecto, si la condenación eterna no existiera, tampoco existiría la libertad humana
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para escoger entre la salvación de vivir al lado de Dios y la condenación de permanecer


eternamente alejado de él. CAPÍTULO X
LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS ES LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE

A.- Introducción.
Lo acontecido en Cristo con su resurrección significó la confirmación categórica de la
esperanza cristiana: Dios no abandonará a sus elegidos en poder de la muerte.

El Nuevo Testamento proclama como esperanza específicamente cristiana la resurrec-ción de


los muertos, doctrina que la Carta a los Hebreos menciona como uno de los temas
fundamentales de la catequesis en los primeros años de vida de la Iglesia (6,1-2). Desafor-
tunadamente con el tiempo la esperanza de la resurrección fue sustituida por la convicción de
que el alma es inmortal. La razón que hubo para ello se encuentra en el desprecio filosófico y
moral que la cultura griega sentía hacia el cuerpo material en comparación con el espíritu que
lo anima; ese desprecio de lo material fue adoptado por el cristianismo cuando comenzó a
utilizar la filosofía griega como medio para expresar el mensaje revelado, y la sustitución de
conceptos resultante vino a convertirse en uno de los más graves malentendidos a que se ha
visto expuesto el cristianismo.

La diferencia entre la inmortalidad del alma y la resurrección de los muertos es dema-siado


significativa para pasarla por alto: Con la inmortalidad del alma se afirma que su misma
existencia actual perdurará viviendo eternamente, mientras que con la resurrección de los
muer-tos lo que se afirma es la divinización o glorificación del ser humano con cuerpo y alma,
que así alcanzará una vida plena semejante a la que recibió la humanidad de Jesucristo al
resucitar.

B.- La doctrina contenida en la Sagrada Escritura.


Aunque los evangelios y el libro de Hechos de los Apóstoles afirman la resurrección de los
muertos (Jn 11,24; Mc 12,18-27; He 23,6-8), enfocan su atención —como es natural— a la
resurrección de Jesús.

Con relación a este tema, entre la obra de san Pablo destaca su primer Carta a los
Tesalonicenses (4,13-17), donde el apóstol tranquiliza a esa comunidad del temor de que sus
hermanos ya muertos quedaran fuera de la salvación de Cristo una vez que se realizara su
parusía o segunda venida. La explicación que Pablo les envía quiere dejar fuera de toda duda
que el hecho de estar vivo cuando llegue el momento del juicio final no implica especiales
ventajas para nadie, porque una posible inferioridad de los muertos respecto a los vivos
quedaría eliminada por la resurrección: "los muertos en Cristo resucitarán primero". Pablo
emplea una palabra griega que da a entender el papel aglutinante que tendrá la resurrección
para hacer que todos, vivos y muertos, participen simultanea y solidariamente de la gloria de
la venida de Cristo, y dice: "nosotros... junto con ellos... seremos arrebatados al encuentro del
Señor"(17).

La primer Carta de Pablo a los Corintios contiene su texto más importante sobre la
resurrección; en ella comienza (1-11) revalidando el significado de que Cristo haya muerto y
se encuentre resucitado, para continuar enumerando a los testigos de ese hecho prodigioso: un
numeroso grupo de personas dignas de todo crédito, algunas de las cuales todavía vivían para
41

confirmarlo, y entre ellas estaba el propio Pablo. Una segunda sección de esta carta (12-19)
aprovecha polémicamente el hecho de la resurrección: Si no es cierto que los muertos
resucitan, si la resurrección es imposible, entonces tampoco Cristo pudo haber resucitado (12-
15), enton-ces no habríamos sido salvados (14.17), no seríamos testigos veraces de Dios (15)
y no habría ninguna esperanza más allá de la muerte (18-19). Pablo inicia a continuación una
tercera sección con dando giro brusco en su argumento: "pero nó: Cristo resucitó de entre los
muertos como primicias de los que durmieron" (20). Pablo dice que Cristo no resucitó solo,
sino que lo hizo como "primicias", y con esta palabra indica una relación solidaria entre la
resurrección de Cristo y la nuestra: Cristo resucita como primero de una serie de
resurrecciones entre la que estará la nuestra.

En la cuarta sección que se distingue de esta carta (29-34), el apóstol desarrolla la idea de la
salvación consumada: el bautismo de los difuntos (29) y la vida de renuncias y de lucha
continua (30-32) muestran la necesidad de confiar en la resurrección, sin la cual esas
renuncias y sacrificios de la vida no tendrían sentido y todo quedaría en la filosofía
existencialista del "comamos y bebamos que mañana moriremos".

Una última sección (35-49) responde a la pregunta que todos se hacían: ¿Cómo resucitarán los
muertos, con qué cuerpo? La imagen de la semilla propuesta por Pablo trata de ilustrar la
necesidad de pasar por la muerte en atención a la trasformación definitiva del ser; Pablo
presenta así al cuerpo actual como el "grano desnudo" que no es todavía el cuerpo defini-tivo;
desde este cuerpo provisional que hoy poseemos no podemos ni siquiera imaginar como será
nuestra corporalidad resucitada.

Cuando Pablo habla del cuerpo resucitado no piensa en la reanimación de un cadáver, ni que
la identidad de la persona se base en la continuidad material entre el cuerpo presente y el
futuro, sino en la permanencia del yo en dos formas diferentes de existencia: la terrestre y la
celeste, la psíquica y la pneumática.

Muchos otros pasajes de Pablo hablan del paralelo entre la resurrección de Cristo y la nuestra,
tales como Rom 8,11; 1 Cor 6,14; 2 Cor 4,14; etc., pero el cristocentrismo absoluto en la
concepción paulina de la resurrección implica otra importante característica, su índole corpo-
rativa: Es el Cuerpo de Cristo quien resucita alcanzando así su plenitud, y los individuos
singulares llegarán a la resurrección en cuanto que se hagan miembros de ese Cuerpo.

Este caracter comunitario de la resurrección de los muertos está sugerido en 1 Tes 4,15-17;
por esta pasaje la esperanza de los cristianos en la resurrección no puede ser la de una
consumación puramente individual, sino que solamente en el "hombre perfecto", en ese nuevo
estatuto corporativo que es el Cuerpo de Cristo, es que el ser humano alcanzará la plenitud de
su existencia ( ver Ef 4,13).

C.- La doctrina del Magisterio.


La parte del Credo que habla de la resurrección de la carne se encuentra ya desde en las más
antiguas versiones de los símbolos de la fe, tanto de los concilios provinciales como de los
ecuménicos; tales expresiones de la fe de la Iglesia incluyen tres precisiones básicas sobre lo
que se cree:
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a).- La resurrección es un evento escatológico que tendrá lugar "el último día", "a la llegada
de Cristo", "el día del juicio", "al fin del mundo", etc.; esto significa que la consu-mación de
la redención no se da para el cristiano en el momento de su bautizo, ni en el de su muerte, sino
que se trata de un proceso que se inicia con el bautismo y que tendrá su consuma-ción más
allá de la muerte de cada persona.

b).- La resurrección será un evento universal: "Resucitarán todos los hombres" incluyendo a
justos y pecadores; al respecto recordemos lo afirmado por el concilio Vaticano II: "Al fin del
mundo saldrán los que obraron el bien para la resurrección de la vida; los que obraron el mal,
para la resurrección de condenación" (Jn 5,29; LG 48).

c).- El concepto de resurrección incluye la identidad somática y psíquica: los muertos


resucitarán "con sus cuerpos", "en esta carne en la que ahora vivimos", "con sus propios
cuerpos, los que ahora poseen"; será una resurrección "de esta carne... y no de otra". El
concilio de Toledo (675) dijo respecto a esto: "Creemos que resucitaremos no en una carne
aerea o de cualquier otro tipo, como algunos deliran, sino en esta en la que vivimos, subsis-
timos y obramos" (Dz 287).

D.- Conclusiones.
1.- Al resucitar, seguiremos existiendo.
El dato más importante de la doctrina sobre el dogma de la resurrección de la carne es el de la
afirmación de la identidad del yo, o de la conciencia que tenemos de nuestra existencia
personal durante nuestra vida física terrena, y del yo o conciencia que seguiremos teniendo
después de resucitar en Cristo. Sobre esto hay que distinguir que son dos cosas el ser yo y el
tener cuerpo; ambas son importantes, pero la afirmación fundamental del dogma es la
identidad de conciencia en las tres etapas de la existencia: en la vida terrena, durante la muerte
física y luego de la resurrección en plenitud. El problema de la permanencia del cuerpo lo
veremos mas adelante, pero no afecta a la enseñanza básica del dogma sobre la resurrección.

Volvamos ahora al tema de la conciencia: Cuando analizamos las infraestructuras


antropológicas nos dimos cuenta que el ser humano es un espíritu encarnado, lo cual implica
que nuestro espíritu y todo lo no material que hay en nosotros queda condicionado por nuestra
corporalidad, o se expresa por medio de nuestra corporalidad, hasta el grado de que en la vida
actual no podemos pensar ni tener ideas o conciencia de la realidad si no es basados en los
sentidos de nuestro cuerpo. Tenemos conciencia de las cosas porque vivimos en un cuerpo
que las siente.

El gran temor que se siente hacia la muerte se debe principalmente al pensamiento de


desaparecer para siempre en la nada. Es el miedo a dejar de ser, dejar de sentir, de dejar de
existir; pero ese miedo se siente por la dependencia que tiene nuestro espíritu del cuerpo
material en el que se aloja, pues según nuestra experiencia sabemos que a medida que se va
debilitando nuestra corporalidad se va desvaneciendo nuestra conciencia de las cosas; por eso
concluimos que si nuestro cuerpo dejara de moverse dejaría al mismo tiempo de existir. Pero
lo que la Iglesia enseña es otra cosa: es que seguiremos existiendo. Si muriéramos hoy, segui-
ríamos dandonos cuenta del día en que vivimos, de las personas que conocemos, de lo que
estamos haciendo y de lo que pensamos hacer en el futuro, aun cuando para ello no
dependamos ya de nuestro cuerpo; de allí que la Iglesia permita la incineración de los cuerpos
43

de los difuntos, porque lo importante no es lo material que se pierde sino la conciencia del yo
que permanece.

Esta es la enseñanza fundamental de la Iglesia, pero nos queda por resolver un problema sobre
la resurrección de la carne: ¿Con qué cuerpo vamos a resucitar?

2.- ¿En qué cuerpo resucitaremos?


Para fin de poder avanzar en este estudio se requiere profundizar en el campo de la
antropología; para ello necesitamos preguntarnos de qué forma le es propio al hombre el
tiempo, y si le puede resultar explicable un modo humano de existencia que no incluya los
condicionamientos físicos propios del cuerpo. La mejor explicación antropológica que puede
ayudarnos en este tema se encuentra en el libro X de las Confesiones de San Agustín, donde el
gran teólogo repasa los niveles del propio ser y se encuentra con la memoria; en ella descubre
reu-nidos de un modo original el pasado, el presente y una esperanza del futuro, lo cual hace
posible, por una parte, lograr una idea de lo que podría ser la eternidad de Dios, y por otra
facilitar el conocimiento de la relación que hay entre el hombre y el tiempo.

Gracias a la memoria podemos liberarnos de nuestro propio ser y tener conciencia de otros
seres y cosas que recordamos. ¿Qué significa esto para nuestro estudio?; significa que el
cuerpo del hombre participa en el tiempo físico y se mide con los parámetros que son propios
de los cuerpos físicos, parámetros tales como el peso, la talla, etc.; pero como el hombre es
tam-bién espíritu, y el espíritu participa del tiempo con parámetros diferentes, no solamente
habrá que reconocer en el hombre un tiempo físico sino también otro antropológico.
Siguiendo a san Agustín en su razonamiento podríamos llamar a este tiempo humano "tiempo
de la memoria", y reconocer que es con ese tiempo de la memoria como el hombre puede
relacionarse con el mundo exterior, pero sin quedar atado a él. Así, cuando el hombre termine
su tiempo en el mundo y salga de la vida terrena, el tiempo de la memoria se desligará del
tiempo físico, que desaparecerá, pero el hombre seguirá viviendo en el tiempo de su propia
memoria.

Este es el único modo de entender la resurrección: Como una nueva posibilidad del hombre
que llega a su plenitud en una nueva relación con la materia.

Podemos acudir también a una reflexión de Orígenes que nos hace ver cómo es que ni
siquiera dentro de los límites de la vida terrena se conserva idéntico nuestro cuerpo. La
identidad, dice Orígenes, entre el cuerpo presente y el futuro resucitado, no se basa en la
continuidad de la misma materia, puesto que ni siquiera en la presente existencia se da esa
identidad. En efecto, nuestra materia carnal de hoy no es la misma de hace algunos años
porque nuestras células están continuamente cambiando, unas mueren mientras que otras
nuevas aparecen, de manera que al cabo de cierto número de años tenemos células que son
totalmente distintas de las anteriores, y nuestra materia ya es otra.

Para Orígenes la identidad del cuerpo resucitado con el anterior que se tenía en vida se funda
más bien en la permanencia sostenida de lo que llama eidos (figura), que es lo que
salvaguarda la posesión de un mismo cuerpo a través de las incesantes mutaciones de su
materia. Orígenes fundamenta esta teoría en san Pablo, quien escribió: "...¿Cómo resucitan los
muertos?... lo que tú siembras no revive si no muere, y lo que siembras no es el cuerpo que va
a brotar, sino un simple grano de trigo, por ejemplo, o de otra planta. Y Dios le da un cuerpo a
su voluntad: a cada semilla un cuerpo peculiar... No toda la carne es igual, sino que una es la
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carne de los hombres, otra la de los animales, otra la de las aves, otra la de los peces. Así
también en la resurrección de los muertos, se siembra corrupción, resucita incorrupción; se
siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo
natural, resucita un cuerpo espiritual..." (1 Cor 15,35-44).

En la reflexión de Orígenes, el misterio de las relaciones entre el cuerpo terrestre y el cuerpo


resucitado se encuentra en la identidad y a la vez en la alternidad, en forma semejante a la
diferencia y la semejanza que hay entre la semilla que se siembra y la planta que nace de ella.
Supone Orígenes que los muertos que son juzgados dignos de la resurrección serán
transformados en cuerpos etéreos como de luz fosforescente; para él lo etéreo es lo
perteneciente a un lugar en el cielo, y es el estado más puro que puede llegar a adoptar la
naturaleza del cuerpo humano; cuando la adopte el cuerpo seguirá siendo el mismo, pero
cambiará su calidad: si en vida el cuerpo poseía las cualidades de mortalidad y corrupción,
resucitado poseerá las de inmortalidad e incorruptibilidad. Por otra parte, considera Orígenes
que ya desde el bautismo poseemos el principio de nuestra resurrección, puesto que recibimos
con él a Cristo que es el Eskaton, el que para nosotros representa la causa de ese algo inmortal
que Origenes llamó eidos y san Pablo semilla.

Si seguimos el razonamiento de san Pablo nos daremos cuenta que al resucitar todos
formaremos parte de un único cuerpo que es el de Cristo, pues por medio del bautismo
ingresamos en la comunidad que está unida por una misma fuente y que tiene una misma
cabeza que es Cristo, siendo su cuerpo todo el conjunto de su Iglesia. Ahora bien, si con
nuestro cuerpo actual tenemos una conciencia que nos parece ilimitada, que sentimos capaz
de elaborar grandes proyectos y de realizarlos, imaginemos por un instante lo que será estar
viviendo en el cuerpo de Cristo...

Este es el misterio de nuestra resurrección. En realidad podemos decir que ya estamos


resucitados, puesto que hay en nosotros algo, sea el eidos de Orígenes o la conciencia o el yo
permanente que nada puede destruir, y ese algo que ahora no es muy preciso va a permanecer
intacto para siempre, pero tomando cada vez mayor materialidad, adquiriendo más conciencia
de sí mismo y alcanzando mayor plenitud.

3.- Resurrección, purgatorio y juicio.


Lo que hemos visto sobre la resurrección de los muertos esclarecerá la doctrina del
purgatorio. La culpa que subsiste después de la muerte, el sufrimiento que sigue pesando en la
conciencia como consecuencia de la culpa, es a lo que la Iglesia da el nombre de purgatorio, y
significa el lugar donde, o la pena que, el culpable ha de sufrir hasta sus últimas
consecuencias por lo que ha dejado tras de sí en la tierra, pero teniendo la certeza de que ya se
encuentra salvado aunque también la tristeza de verse temporalmente privado de la presencia
de Dios. Esto sucederá gracias al amor de Dios que es el poder definitivo y que no permitirá
que se cometa injusticia alguna.

No se puede negar que para los que lleguen al purgatorio el sufrimiento estará ya
anticipadamente suprimido; es cierto que el final venturoso estará asegurado, que se acabarán
las preocupaciones y que todo problema estará resuelto, sin embargo en el purgatorio la tota-
lidad de la salvación no habrá llegado todavía. CAPÍTULO XI
EL CIELO
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A.- Introducción.
La palabra cielo es una de las más conocidas y utilizadas dentro del lenguaje cristiano, pero su
uso se extiende más allá de los límites del cristianismo. Es una palabra universal que no
siempre tiene un mismo significado; es más, dentro del lenguaje cristiano existen diferentes
maneras de entender el significado de la palabra cielo, y esto se debe a que representa una
realidad escatológica, es decir, a que su contenido rebasa la realidad que queda al alcance de
nuestros sentidos, pues hace referencia a algo que aunque ya lo percibamos ahora solamente
vendrá a realizarse en plenitud hasta después de nuestra muerte.

En el lenguaje pagano ordinario el cielo es el firmamento, la bóveda celeste que cubre a la


tierra; así decimos que "el cielo está nublado" o que "las estrellas brillan en el cielo", pero
desde la más remota antigüedad el cielo por su grandeza y altura se tomó como el lugar de
encuentro del hombre con Dios después de la muerte, por eso decimos que en el lenguaje
cristiano el cielo a una realidad escatológica. Los que mueren limpios de pecado mortal,
decimos, se van al cielo.

El tema del cielo es la continuación lógica de los otros temas escatológicos que ya hemos
visto, principalmente los de la resurrección y del purgatorio, así como los de la justicia
retributiva.

B.- El cielo en la Sagrada Escritura


1.- Cumplimiento de las promesas.
En el Antiguo Testamento puede verse que Dios hizo varias promesas a su pueblo elegido, sin
embargo el cumplimiento de ellas no agotó todo su sentido, pues muchas veces se trataba de
promesas que habrían de realizarse en el futuro, más allá de la historia humana.
Efectivamente, como sabemos, Dios prometió a Israel una numerosa descendencia, una tierra
propia, una ley y un templo; todas estas promesas tuvieron su cumplimiento parcial dentro de
la historia de este pueblo, sin embargo su cumplimiento definitivo se llevará a cabo en el
cielo.

En un principio los israelitas no percibieron la dimensión trans-histórica de estas pro-mesas,


pero en la medida en que Dios se fue revelando se abrió para ellos cada vez más el horizante
de la Escatología. De esta manera el cielo como realidad trascendente lo encontramos
implícito en las siguientes citas del Antiguo Testamento:

Sal 16,10: El texto traslada la vida nueva hasta después de la muerte.

Gen 15,1: "Tu premio será muy grande", dice Yahweh.

Dan 12,2: Este versículo habla ya de la resurrección para la vida eterna, dice: "Muchos de los
que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el
orpobio, para el horror eterno".

El Nuevo Testamento hablaría del cielo con mayor claridad.

2.- Del cielo sólo podemos hablar con imágenes.


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Uno de los autores que escriben sobre el tema, Grelot en su obra "De la muerte a la vida
eterna", se hace la siguiente pregunta: "Cómo decir con palabras humanas el contenido de la
vida eterna, sin recurrir a las imágenes suministradas por el lenguaje analógico, figurativo o
mítico?". Bien sabemos que no nos es posible describir las realidades escatológicas tal como
son, sin embargo existen muchas imágenes tomadas de la experiencia humana que pueden
darnos una idea aproximada de lo que es el cielo; en realidad el mismo Jesús nos habló del
cielo utilizando imágenes en su predicación, veamos pues las principales imágenes del cielo
conte-nidas en la Sagrada Escritura.

a).- Cielo.- Por respeto al nombre de Dios, el judaísmo generalmente utilizaba la pala-bra
cielo para referirse a él; debido a eso podemos notar en el Nuevo Testamento una coinci-
dencia de significado entre "ir al cielo" de Lc 24,51 e "ir a Dios" de Jn 16,10. En la cita de
Lucas se explica la Ascención diciendo que Jesús fue llevado al cielo, mientras que en la cita
de Juan es Jesús quien hablando de su próxima partida dice a sus discípulos "porque me voy
al Padre, y ya no me veréis". Estos significados coincidentes nos permiten identificar el ir al
cielo con el ir al Padre.

b).- Boda y banquete.- Jesús utilizó estas dos figuras para hablarnos del Reino de los Cielos
en dos parábolas de Mateo: 22,1-14 y 25,1-13; la primera es la parábola del banquete nupcial
y la segunda la de las diez vírgenes. El motivo por el que Jesús hizo esta comparación es que
el banquete nupcial es una fiesta de amor y de gozo. El encuentro amoroso de un hombre y
una mujer es modelo anticipado, aunque reducido, del encuentro del alma con Dios; es
también modelo del cielo, porque sienten los enamorados que con su amor comienza en la
tierra la dicha celeste.

c).- El paraíso.- En el calvario dijo el buen ladrón: "Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con
tu Reino", y Jesús le contestó "Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso". En esta
pasaje (Lc 23,42) Jesús identifica el Reino de los cielos con el Paraíso que es modelo de
felicidad (Gen 2,8-25), de armonía y de convivencia pacífica, según Isaías 11,7s y 65,25.

d).- Ciudad nueva.- El libro del Apocalipsis (21,9-22,5) describe a la Jerusalén celes-tial como
una ciudad maravillosa en la que hay vida en abundancia, habitación segura en un lugar
hermoso, justicia y paz; en ella se da el encuentro de los pueblos, se consuma y conserva la
propia historia y la presencia de Dios le proporciona luz y calor.

e).- El Reino.- Con frecuencia Jesús utilizó la figura de un reino para referirse al cielo, pues el
centro de su predicación consistió precisamente en el anuncio de la proximidad del Reino,
Reino de los cielos o Reino de Dios. Esta imagen representa la presencia triunfante de Dios,
que llena con su majestad toda la creación.

Habiendo revisado las imágenes más frecuentes del cielo, a continuación trataremos el tema
de la vida eterna que las engloba y les da sentido. La vida eterna viene a ser la plenitud del
don de Dios que ya hemos recibido en el bautismo, pero del cual participarán también todos
aquellos que se encuentran con Cristo, aunque lo hayan hecho fuera de esta institución
eclesial.

3.- La vida eterna.


1.- Sentido bíblico de la palabra vida.
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a).- No se trata de una vida biológica.

Para los judíos la palabra vida tiene un significado más profundo del que por lo general le dan
las demás personas; para ellos la vida no se identifica solamente con la existencia biológica,
sino que implica una forma de existir en plenitud cualitativa y cuantitativamente; implica por
eso la unión de muchos dones especiales, como la salud, el bienestar y la felicidad en grado
máximo, y metafóricamente se le suele comparar con la luz, la verdad, la paz, etc.

b).- Implica una dimensión moral.

El profeta Amós, en el siglo VIII a.C., escribía "Así dice Yahweh a la Casa de Israel:
Búsquenme a mí y vivirán... Busquen a Yahweh y vivirán, no sea que él se extienda como
fuego sobre la casa de Jesé y la consuma sin que haya nadie en Betel para apagarlo" (5,4.6), y
el libro de los Proverbios dice: "Porque el que me halla, ha hallado la vida, ha logrado el favor
de Yahweh" (8,35). Pero estos pasajes bíblicos, tanto el del profeta Amós como el de
Proverbios, deben entenderse en un plano todavía no escatológico, ya que al hacer referencia
a la vida en Dios debe tenerse en cuenta que toda vida proviene de Dios, incluyendo desde
luego a la terrena.

c).- Y culminará escatológicamente.

El autor del Salmo 16, hombre justo, ve más allá de la historia humana y espera ser liberado
del Seol mediante la resurrección de su cuerpo; en los versos 10 y 11 describe la nueva vida
que espera diciendo: "Me enseñarás el camino de la vida, hartura de goces delante de tu
rostro, a tu derecha, delicias para siempre". También el libro de Daniel habla en 12,2 de la
vida eterna a la que resucitarán los justos, y de la eterna ignominia a la que resucitarán los
malvados. La vida que describe Daniel, más que vida después de esta vida en el sentido
temporal, se trata de otra vida que superará en calidad a la presente y que carecerá de toda
limitación respecto al tiempo.

2.- Revelación de la vida en Cristo.

La revelación cristiana nos presenta al mismo Jesucristo como la auténtica vida. Juan el
evangelista es el principal comunicador de esta revelación que podemos encontrar en las
siguientes citas: En Jn 1,4.14 la vida está en la Palabra; en 14,6 Jesús dice: "Yo soy el camino,
la verdad y la vida"; en 3,15, el hombre participará de la vida eterna por su unión con Cristo
en la fe. La primer carta de Juan, en su capítulo 5, versos 11 al 13, presenta una síntesis de la
vida eterna diciendo que ésta procede de Dios, que la vida eterna se encuentra en el Hijo, que
aceptar o rechazar al Hijo implica tener o no tener la vida eterna, y que la aceptación del Hijo
y de la vida eterna se hace gracias a la fe. Por otra parte, el capítulo 6 del evangelio nos dice
que la vida eterna se otorga en este mundo, pero todavía no puede realizarse, sino que lo hará
hasta después de la muerte; así lo señalan los versículos al decir, en el 6,40, que quien tenga
vida eterna (porque ya ha comido del cuerpo del Señor) será resucitado en el último día (en el
6,54).

4.- Elementos de la vida eterna.

El Nuevo Testamento señala varios elementos que caracterizan a la vida eterna; algunos nos
hablan de disfrutar la compañía de Cristo, como Flp 1,23: "...deseo partir y estar con Cristo" o
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1 Tes 4,17: "...y así estaremos siempre con el Señor"; otros de gozar la visión intuitiva de
Dios, como Mt 5,8: "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios", o 1
Cor 13,12: "Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara" (versículo
donde se aprecia la dimensión escatológica en el ‘ya pero mejor después’ de la acción de ver a
Dios), y también en 1 Jn 3,2: "...Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él,
porque le veremos tal cual es". Otros nos dicen que se disfrutará en la vida eterna del amor de
Dios, como 1 Cor 13,8-13, porque la vida eterna es una experiencia de amor permanente y
activo, y después de la muerte el amor es lo que hará que haya vida y dina-mismo, pero en
una forma que no podemos describir ahora mas que diciendo que el amor humano es una
imagen de ella. En la otra vida habrá un gran gozo causado por la visión de Dios, pues así lo
invita Mt 25,21.23: "...entra en el gozo de tu Señor".

5.- El cristocentrismo.

San Pablo llegó a sintetizar la doctrina del cielo, del Reino, de la vida eterna y de la visión de
Dios con la frase cristocéntrina del ser-con-Cristo; este es uno de los elementos determinantes
de la consumación escatológica y lo localizamos en 1 Tes 4,17: "...y estaremos con el Señor",
en 2 Cor 5,8: "preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor" o en Fl 1,23: "...deseo
partir y estar con Cristo".

El apóstol san Juan también tocó el tema de ser uno con Cristo o estar con Cristo, los
siguientes pasajes son prueba de ello: "Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo
esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria" (Jn 17,24); "Y cuando haya ido y
os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis
también vosotros" (Jn 14,3); "...si alguno oye mi voz y me abre la puerta, estraré en su casa y
cenaré con él y él conmigo" (Ap 3,20).

C.- La Tradición y el Magisterio de la Iglesia.


1.- En la Tradición.
Muy importante es la aportación de los Padres de la Iglesia sobre este tema en el que se
refirieron al cielo de muy variadas maneras; san Agustín, por ejemplo, escribió en su libro de
las Confesiones que "Los elegidos participarán contigo en el reino perpetuo de tu santa
ciudad" (11,3), lo que le da al reino de los cielos una concepción comunitaria, idea que
también siguió san Gregorio Magno al decir que el cielo "se construye con la congregación de
los santos ciudadanos". San Ireneo de Lyon, por su parte, en su obra Contra los Herejes dijo
que gracias al amor, benignidad y poder de Dios el hombre tendrá el poder de verlo:
"Pronunciaban los profetas que Dios será visto por los hombres; como también dice el Señor:
Bienaven-turados los de corazón limpio, porque ellos verán a Dios" (4,20).

En el cielo el amor equivale a la visión de Dios, así lo dice san Agustín en el "De moribus
ecclesia cath." (1,14,24): "La bienaventuranza implica adhesión a Dios, la cual se hace por
amor", y en sus "Confesiones" (10,11,32) que Dios es la causa del gozo supremo en el cielo:
"Dios mismo será nuestro gozo", opinión que es compartida por san Jerónimo en su
comentario a Isaías (1,18): "La visión de Dios es causa del gozo supremo". Por otra parte, los
santos padres Ignacio de Antioquía, Bernabé, Ireneo, Cipriano y Agustín atribuyeron a la vida
eterna un carácter netamente cristológico.
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2.- En el Magisterio de la Iglesia.


A lo largo de los siglos algunos teólogos han propuesto teorías contrarias o desviadas del
criterio de la Iglesia; esas propuestas, a las se conoce con el nombre de herejías, han dado
lugar a respuestas bien meditadas y debidamente fundamentadas en la Sagrada Escritura y en
la tradición de los Padres; ellas representan la fiel doctrina cristiana y a su conjunto se le
conoce con el nombre de Magisterio de la Iglesia.

a).- La constitución Benedictus Deus.

Una de estas herejías se debe a Orígenes, el teólogo del siglo IV, y su planteamiento es el
siguiente: Dios, supremo bien del universo, creó en un principio solamente espíritus puros de
igual perfección que habitaban en el cielo. Como algunos de ellos pecaron, Dios creó el
mundo material para que en él se purificaran, y los espíritus pecadores tomaron cuerpo en el
mundo material. Esos espíritus que vinieron al mundo a purificarse, cuando mueran, si ya
quedaron debidamente purificados regresarán al cielo; pero los que al morir aún no hayan
quedado limpios continuarán purificándose en el infierno. Cuando todos los espíritus
pecadores hayan quedado purificados —en el mundo o en el infierno— vendrá la resurrección
final y la restauración de todas las cosas. Pero como los espíritus siguen gozando de libertad,
y como la libertad implica la posibilidad de cambiar, serán eternamente posibles nuevas
separaciones de Dios, y el ciclo de caída y purificación se repetirá eternamente.

En resumen, esta herejía sugirió que la visión de Dios en el cielo no es eterna, sino que se verá
constantemente interrumpida por la acción del pecado.

Otra de las herejías se presentó en Occidente en el siglo XII y se debe a Gregorio Palmas,
quien negó que fuera posible ver la esencia de Dios diciendo: "No veremos la esencia divina,
sino la gloria divina que cubre a esa esencia".

La respuesta del Magisterio de la Iglesia a estas dos herejías se materializó en la cons-titución


dogmática "Benedictus Deus", escrita por el Papa Benedicto XII el año 1336, con el objeto de
definir el estado de las almas desde el momento de la muerte hasta antes de la resu-rrección y
el juicio final.

La constitución define que la vida eterna tiene como esencia la visión de Dios, por lo cual los
bienaventurados "vieron, ven y verán la esencia divina". Esta visión de Dios tiene la
característica de ser inmediata, intuitiva y cara a cara (contra lo que dijo Palmas), y conse-
cuencia de ella será el gozo, la bienaventuranza y la vida eterna, pues la visión de Dios durará
hasta la eternidad (contra lo que dijo Orígenes).

La constitución "Benedictus Deus" tiene el inconveniente de mostrar un carácter dema-siado


intelectual de la visión de Dios, que se presenta en ella como un conocimiento humano. No se
menciona específicamente en ella el amor, aunque parece estar implícito en su cita de 1 Cor
13,13; tampoco está muy claro el aspecto cristológico de la salvación, no recoge todos los
aspectos bíblicos sobre la vida eterna ni incluye la participación de la Iglesia.

La aportación principal de la constitución Benedictus Deus radica en que contiene una firme
declaración sobre la esencia de la bienaventuranza, y si bien no agotó todos los aspectos
contenidos en ella si ofreció al menos un punto de partida seguro para futuros desarrollos
teológicos.
50

b).- La doctrina de los concilios.

La aportación al tema que nos ocupa del concilio de Florencia, celebrado entre los años 1438
y 1445, aunque breve es importante: precisó que la visión de Dios que los bienaventurados
perciben en el cielo es intuitiva y trinitaria: "se ve intiuitivamente al mismo Dios, Trino y
Uno, como es".

Fue hasta el Vaticano II cuando se vino a completar la doctrina expuesta por el Papa
Benedicto XII y el concilio de Florencia, y esto se hizo dentro de un marco muy rico en
cuanto a su fundamento bíblico y patrístico. Los temas tratados por el concilio Vaticano II y
sus definiciones son las siguientes:

Sobre la visión de Dios: "seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal como es" (LG
48); además, los que ya están en la gloria contemplan "claramente a Dios mismo, uno y trino,
tal como es" (LG 49).

Sobre ser-con-Cristo: Los elegidos de Dios, al terminar su vida terrena, "entrarán con él a las
bodas" para "reinar con Cristo glorioso" (LG 48); así pues, los bienaventurados están en el
cielo íntimamente unidos a Cristo.

Sobre el aspecto eclesiástico, éste aparece explícito: "La Iglesia... alcanzará su consu-mada
plenitud... en la gloria celeste" (LG 48). También se habla de la Iglesia en los números 49 y 50
como Iglesia celestial e Iglesia de los santos, y en ellos se utilizan las imágenes de la patria y
de la ciudad futura.

Sobre el aspecto cósmico del cielo dice el concilio que: "También la creación entera... será
perfectamente renovada en Cristo" (LG 48).

D.- Conclusión.
A manera de conclusión de todo lo que se ha dicho se expone aquí una síntesis del
pensamiento del cardenal Karl Ratzinger a cerca del cielo tal como se encuentra expresado en
su obra "Escatología", ya que incluye los principales aspectos derivados de la doctrina bíblica,
patrística y magisterial; estos aspectos son el cristológico, el teológico, el eclesiológico, el
antropológico y el cósmico.

1.- La dimensión cristológica: El cielo "es algo primariamente cristológico". "El hombre está
en el cielo cuando y en la medida en que se encuentra con Cristo".

2.- La dimensión teológica: Dada la unión de los hombres con Cristo en el Espíritu Santo,
cielo es la adoración del Padre; es el culto celestial en plenitud, y este culto implica la visión
intuitiva de Dios.

3.- La dimensión eclesiológica: Cielo es la comunión de los santos en Cristo, pues esta se basa
en el "estar con Cristo". El culto celestial de los hombres en Cristo al Padre se realiza en
comunidad, dentro de una comunión perfecta.
51

4.- La dimensión antropológica: La fusión del yo en el cuerpo de Cristo no equivale a una


disolución del yo, sino a una purificación que lo plenifica; en el cielo no perderemos nuestra
individualidad. Solamente en Cristo se es plenamente hombre.

5.- Dimensión cosmológica: La exaltación de Cristo en la Ascención no significa su ausencia


del mundo, sino un nuevo modo de estar presente en él. Ahora Cristo se encuentra a la
derecha del Padre, con el poder regio de Dios sobre la historia y sobre el mundo, pero no
desvinculado de él sino referido a él; por lo tanto el cielo no se localiza en un sitio o en un
espacio, pero tampoco se le puede desvincular del cosmos como si fuera un mero estado, una
forma de ser, porque el cielo es la nueva tierra de destino de los cristianos

370 ESCATOLOGÍA

10 MUERTE

La muerte no es la última palabra

Resurrección de los muertos

Un minuto después de la muerte

Aportación Antropológica

Aportación Bíblica

Aportación Pastoral

Necesidades espirituales del enfermo terminal

Diferentes modos de vivir el morir. Testimonios

La muerte, el gran fracaso del hombre, en las manos de Dios

La muerte como acontecimiento biológico y personal

La muerte como participación en la muerte de Cristo

Sabiduría, muerte y pobreza. Reflexión sapiencial sobre el seguimiento de Cristo

El problema de la muerte

El morir como acción

La muerte: destino humano y esperanza cristiana


52

La muerte, fracaso y plenitud

Del problema al misterio. Apuntes para una teología renovada de la muerte

Sobre la vida y la muerte. Acercamiento psicológico

La capacidad sanante del duelo

Sobre la muerte

Muerte - Textos

El Tabú de morirse

La agonía como acontecimiento humano-psicológico

Hacia una teología del morir

Función crítica de la Iglesia sobre la muerte ordenada por la sociedad

El marxismo frente al problema de la muerte

Los niños ante la muerte

Vivir la muerte como hermana


El tema del alma en el Catecismo de la Iglesia Católica
La Biblia y la muerte
Concepto pagano y cristiano de la muerte
Efectos que produce la muerte - P. Mariano de Blas
Salida de emergencia - Ayudar a bien morir - P. Jorge Loring
La muerte, maestra de vida 1 - P. Mariano de Blas
La Biblia y la muerte (I)
Qué hay después de la muerte? - André Frossard
El cristiano ante la muerte

20 RESURRECCIÓN - REENCARNACIÓN

Resurrección, Infierno y Cielo


Reencarnación, Resurrección: presupuestos y fundamentos

¿Qué nos dice la Biblia sobre la Reencarnación?

Reencarnación y fe cristiana

Resurrección y reencarnación

Resurrección - Textos
53

Reflexiones y balbuceos sobre el "MÁS ALLÁ"


La vida después de la muerte - Josep Miró i Ardèvol,

30 JUICIO

Esencia del Juicio

El Juicio Final

Juicio - Textos

40 PURGATORIO

El Purgatorio - Padre Jordi Rivero


Las almas del Purgatorio: ¿pueden interceder por nosotros? ¿pueden aparecerse a los vivos?

El infierno y el purgatorio

Sufragios por los Difuntos


Los sufragios por los difuntos
Sufragios por los difuntos en el Judaísmo
Cómo ayudar a los difuntos
En unión con las almas del Purgatorio
Tratado del Purgatorio: Santa Catalina de Génova, San Juan de la Cruz y el Catecismo de la
Iglesia Católica.
Ver FICHERO IDEOLÓGICO

50 INFIERNO

¿Existe realmente un infierno?

¿Quién se podrá salvar?

Jesús, Señor de lo imposible

El Justo, solidario de los pecadores

Los santos van al infierno

El infierno como afirmación antidivina

El infierno y Dios

El condenado hace su infierno


54

La doctrina de la perdición eterna en el ambiente de hoy

El anuncio evangélico sobre salvación y condenación

¿Hay condenados en el infierno? - P. Carlos M. Buela, IVE

60 CIELO - GLORIA

La Jerusalén celeste

La Ciudad sin templo

El Cielo como lugar y como forma de vida

El Cielo en cuanto vida con Cristo

El Cielo como plenitud de la Gracia

Qué es el Cielo
La Nueva Creación

El Cielo como Banquete

El Cielo como Diálogo

El Cielo como Adoración

El Cielo como Bienaventuranza

La unión celestial como plenitud de la terrena

El Cielo como Reencuentro

El Cielo como autoconservación y entrega de sí

Unión de los Bienaventurados con los hombres de esta tierra

El Cielo como plenitud del anhelo humano de vida y como felicidad eterna

Cómo será el Cielo


¿Todavía hay Cielo?

70 PARUSÍA

¿Está próxima la vuelta de Cristo?

Signos de la vuelta de Cristo


55

La Revelación neotestamentaria como Promesa

Reino, Parusía y decepción

Parusía - Textos

LA MUERTE NO ES LA ÚLTIMA PALABRA

por GERHARD LOHFINK

1. ¿Es repetible la experiencia de Pascua?

El fragmento evangélico de los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35),


aun considerándolo sólo desde el punto de vista literario, es uno de
los textos más hermosos del Nuevo Testamento. «Quédate con
nosotros, que está atardeciendo y el día va de caída». ¡Qué
profundidad y sencillez narrativas se aprecian ya en esta breve cita! Y
así de sencilla y profunda es toda la narración.
A pesar de todo, este fragmento evangélico nos plantea un
problema en apariencia difícil. Pienso ahora, por ejemplo, en la
dificultad que puede plantear el que Cristo se aparezca, aquí en la
tierra, como un dios mitológico al estilo de los que aparecen en las
narraciones homéricas, asumiendo la figura de un extraño, dándose a
conocer después de un cierto tiempo y desapareciendo de nuevo
como un dios de las leyendas griegas.
Hoy día resulta relativamente fácil solucionar esta dificultad.
Sabemos mejor que otras generaciones anteriores que las
narraciones bíblicas tienen tras sí una larga tradición: que han podido
ser reelaboradas, readaptadas teológicamente, matizadas y
estilizadas usando los clichés de los distintos géneros literarios y
narrativos que tenían a su alcance. No hay duda de que en la
narración de los discípulos de Emaús se han incorporado elementos
de historias de epifanías de origen griego y veterotestamentario.
Pero, tal y como hemos dicho, no es en ese punto, precisamente,
donde radican hoy las auténticas dificultades. Tenemos derecho a
suponer que en la narración de los discípulos de Emaús, aun con
todos los condicionamientos propios de la época, se narra un
encuentro real con el Resucitado. Dos hombres han experimentado a
Cristo resucitado y han vivido esa experiencia de un modo tan
profundo y real que transformó en ascuas su corazón y les impulsó a
volver inmediatamente a Jerusalén para encontrar a sus amigos y
contarles la experiencia.
56

El problema
PAS/EXPERIENCIAS: El auténtico problema de esta y de todas las restantes historias de
Pascua está en otro lugar. El verdadero problema radica en que nosotros, al parecer, ya no
tenemos, hoy día, experiencias semejantes. Vamos a decirlo con absoluta claridad: ya se han
acabado las experiencias de Pascua. A ninguno de nosotros se nos ha aparecido jamás el
Resucitado. Las experiencias de las apariciones de Pascua que nos narran los Evangelios
parecen irrepetibles. Aquí está el auténtico problema de las narraciones pascuales. Pues si las
experiencias que se esconden tras esas narraciones no son ya accesibles para nosotros, si no
pueden ser descubiertas y alcanzadas de nuevo por nosotros, por nuestra propia experiencia,
entonces sucede que esas narraciones son algo muerto y ni la mejor de las exégesis puede
devolverles la vida. En ese caso, una narración como la de los discípulos de Emaús no tendría
ya nada que ver con nosotros y con nuestra propia existencia.
Por eso tenemos que preguntarnos, ahora, con toda seriedad y
precisión: ¿Es realmente verdad que ya no existen para el hombre
actual experiencias semeJantes a las que recogen los Evangelios al
hablarnos de las historias de Pascua? ¿Es plenamente cierto que ya
no están a nuestro alcance tales experiencias?

El memorial de Pascal
Después de la muerte del matemático y científico francés Blas
Pascal (PASCAL-B/EXPERIENCIA), encontraron en una prenda suya
de vestir un fragmento de papel meticulosamente escrito que sin duda
tenia para él una importancia extraordinaria, ya que lo había llevado
siempre consigo. Este Memorial -así es como se le ha llamado-
contiene la experiencia de un día muy concreto y de una hora
totalmente exacta de la vida de Pascal. El texto es el siguiente:
«Año de gracia de 1654, lunes, 23 de noviembre, día de San
Clemente, Papa y mártir, y de otros Santos del martirologio, vigilia de
San Crisóstomo mártir, y de otros; desde alrededor de las diez y
media de la noche hasta aproximadamente la una de la madrugada,
fuego. El Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, no el
dios de los sabios y filósofos. Seguridad plena, seguridad plena.
Sentimiento. Alegría.. Deum meum et Deum vestrum. Tu Dios debe
ser mi Dios. Olvido del mundo y de todas las cosas, excepto de Dios.
Sólo se encuentra en los caminos que nos muestra el Evangelio.
Grandeza del alma humana. Padre santo a quien el mundo no ha
conocido, pero yo sí que te he conocido. Alegría, alegría, alegría,
lágrimas de alegría. Dereliquerunt me fontes aquae vivae. Dios mío,
¿me abandonarás? Que no me aparte de El jamás. Esta es la vida
eterna, que te conozcan a ti, verdadero y único Dios y al que
enviaste, Jesucristo. Jesucristo. Yo me he separado de El; he huido
de El; le he negado y crucificado. Que no me aparte de El jamás. El
está únicamente en los caminos que se nos enseñan en el Evangelio:
abnegación interior; renuncia total, completa. Sumisión plena a Jesús
y a mis directores espirituales. Una alegría eterna en comparación de
un día de sufrimiento en la tierra. Non obliviscar sermones tuos.
Amen.»

Este Memorial habla de una experiencia auténticamente real. Nos


57

ofrece unos datos exactos, precisos. Pascal la ha recogido casi con la


misma precisión con que se recogen los datos de un experimento
científico. La experiencia que vivió y que plasmó en este Memorial se
puede comparar con la de los discípulos de Emaús. No se trata de
intuiciones teológicas, que se pueden tener cualquier día, sino de la
experiencia estremecedora y transfiguradora de un momento exacto
y preciso, que transforma toda la realidad y que no se puede olvidar
jamás. Tampoco se trata aquí de una experiencia humana común y
corriente, que puede tener cualquier hombre religioso, sino de una
experiencia específicamente cristiana, que tiene una historia anterior;
a saber, la historia de fe de muchas generaciones. Pascal ha
encontrado a Cristo en una hora concreta y precisa y en Cristo ha
encontrado al Dios de Abrahán, al Dios de Isaac y al Dios de Jacob.
Este encuentro le produjo una profundísima alegría y paz.
No podemos interpretar como nos parezca las palabras «Alegría,
alegría, alegría, lágrimas de alegría». Pascal encuentra la paz en esa
alegría. Y encuentra una paz que reorganiza de nuevo la vida, que la
sitúa en un plano distinto, que la hace plenamente clara y
transparente. Pascal descubre repentinamente que hasta entonces
había estado separado de Cristo, aunque ya antes de ese
acontecimiento había admitido la fe. Está convencido de que sólo
ahora ha encontrado a Cristo y con El a Dios. Y tiene una profunda
certeza de todo eso, de modo que lo repite dos veces.

¿Se dan entre nosotros experiencias del Resucitado?


Dejemos ahora el Memorial de Pascal y planteémonos la última y
decisiva pregunta: ¿Tenemos nosotros experiencias semejantes a la
que Pascal vivió aquella noche? ¿O es esto algo tan totalmente
singular que sólo está reservado a determinados hombres a manera
de excepciones absolutas?
Tal y como Pascal la vivió es, sin duda, irrepetible. Experiencias que
están tan vinculadas a la historia de una persona absolutamente
determinada, no pueden repetirse nunca de la misma manera. Y
precisamente este es también el motivo por el que ya no pueden
volver a repetirse las experiencias pascuales de los primeros testigos.
Tales experiencias presuponen una situación histórica totalmente
determinada que ya no vuelve a repetirse.
Y sin embargo, en las apariciones de Pascua, en la experiencia de
Pascal y en Ias experiencias de muchos cristianos de todos los
tiempos, existe algo común que puede volver a repetirse: la
experiencia de que se encuentra uno, de repente, ante la figura de
Cristo Dios y de que uno no puede evadirse de El; la experiencia de
que a uno se le pone en ascuas el corazón; la experiencia de una
alegría tan profunda que hace palidecer a todas las demás alegrías
de este mundo; la experiencia de una profunda paz y de una
seguridad y convencimiento definitivos. Todas estas experiencias
pueden tener matices muy diferentes. Pueden sobrecogernos y
abrumarnos, pero pueden, también, penetrar en el corazón de un
modo tan delicado que pasen desapercibidas. Pero con unos u otros
58

matices, puede tenerlas cualquier cristiano. Puede tenerlas y


experimentarlas, sobre todo, si está dispuesto a seguir a Jesús y a
dejarse guiar por Él.
Pueden tenerse, también, cuando uno está dispuesto a hacer tan
sólo la voluntad de Dios y nada más que su voluntad. Son posibles
esas experiencias si estamos dispuestos a ayudar a los demás con
todas nuestras fuerzas y energías. Quien ha vivido alguna vez
experiencias de este tipo, ya no puede prescindir jamás de ellas. Las
podrá tapar, desplazar y arrinconar, pero vuelven después, otra vez,
en cualquier momento. Puede cuestionarse uno mismo sobre ellas y
puede uno ver con claridad que, en el marco de tales experiencias, no
existe lugar alguno que permanezca inescrutable y oculto a los
medios utilizados por la psicología. Pero, a pesar de todo, sabemos
que no existe psicología alguna que pueda explicar suficientemente la
experiencia de la alegría, de la convicción, del sentido que se ha
captado y vivido en el encuentro oculto y misterioso con Jesús y con
Dios. Como no puede comprenderse adecuadamente una obra de
arte moviéndonos en el plano de un análisis puramente científico,
tampoco se comprenden adecuadamente las experiencias religiosas
con los medios al alcance de la psicología.
Para decirlo una vez más con toda claridad: No puede afirmarse
que tales experiencias, tal como las he intentado describir, sean
objetivamente idénticas, sin más, a las experiencias pascuales de los
primeros testigos. Pero quien ha vivido alguna vez las experiencias
descritas, estará capacitado para creer que en otro tiempo, hace ya
casi dos mil años, dos discípulos experimentaron, en un camino bien
concreto y a una hora exacta y precisa, que Jesús seguía viviendo;
que Jesús está con nosotros; que hace que arda nuestro corazón y
que nos regala su paz pascual. Y también creerá que llegará alguna
vez el momento, del que todas las experiencias pascuales de este
mundo no son más que un preludio, en el que tendrá lugar el
encuentro último y definitivo; el momento de la alegría que todo lo
inunda, en el que nosotros conoceremos de un modo definitivo y en el
que Jesús ya no desaparecerá más de nuestros ojos. Entonces ya no
habrá noche, ni podrá declinar el día. La alegría del banquete no
tendrá fin.

2. ¿Dónde desembocó la Ascensión de Jesús?

Narraciones veterotestamentarias y extrabíblicas semejantes a la


Ascensión
ASC/FORMA-LITERARIA: Él historiador romano Tito Livio cuenta
en su voluminosa historia el final de la vida de Rómulo, el primer rey
de la ciudad de Roma, del modo siguiente: «Rómulo tuvo un día ante
los muros de la ciudad una asamblea con el pueblo. De repente se
desencadenó una tormenta, que envolvió al rey en una nube espesa.
Cuando se disipó la niebla, ya había desaparecido Rómulo de la
tierra. Rómulo había ascendido al cielo. El pueblo estaba
59

desorientado al principio pero pronto algunos comenzaron a venerarlo


y por fin todos le rindieron veneración como al protector de la ciudad
que había sido arrebatado al cielo».
También otros autores célebres de la Antigüedad contaron
historias parecidas de personajes arrebatados al cielo; así, por
ejemplo, la historia de Hércules, la de Empédocles o la de Alejandro
Magno. Historias semejantes las encontramos también en el judaísmo.
Se cuenta que Henoc, Moisés, Ezra y Elías fueron arrebatados al cielo
al final de su vida.
Una característica de todas estas narraciones de personajes
arrebatados al cielo es que el acontecimiento se desarrolla en
presencia de espectadores o testigos ante cuyos ojos desaparece el
correspondiente personaje aludido. A menudo se ve envuelto en una
nube que le arrastra hacia arriba. No pocas veces acontece todo en
un monte o en una colina. Casi siempre, antes de la desaparición, los
personajes confían misiones importantes y pronuncian las últimas
palabras de despedida.
Pienso que no es necesario demostrar con detalle que las dos
narraciones de la Ascensión propuestas por San Lucas (Lc 24,50-43;
Hech 1, 4-12) coinciden, hasta en los detalles, con el estilo de
narraciones de este tipo anteriormente existentes. No hay duda
alguna: Cuando se describe en el Nuevo Testamento el desarrollo
visible y concreto de la marcha de Jesús a Dios, se presenta en la
forma corriente en que se describían historias de otras ascensiones;
es una forma narrativa que era usual y corriente en la Antigüedad y
que, como sucede en nuestra actual narrativa, estaba al alcance de
cualquiera que tuviera que contar el fin de la vida de algún personaje
importante.
Los teólogos que hace cien años se permitían establecer
vinculaciones histórico-religiosas entre este tipo de narraciones eran
privados de sus cátedras. Nosotros, en cambio, no nos horrorizamos
por el reconocimiento de que una narración bíblica se cuenta con
formas y ejemplos narrativos existentes previamente y reelaborados al
efecto. Esos conocimientos nos parecen, más bien, una ayuda para
penetrar más hondamente en el significado de las cosas, pues de esa
manera queda definitivamente aclarado que narraciones de ese tipo
no son relatos documentales, sino que expresan en imágenes, y
manifiestan de un modo cifrado y simbólico, lo que de otra manera
resultaría extremadamente difícil de expresar.

Ascensión: Llegada a Dios


De lo que se trata, en definitiva, en las dos narraciones de San
Lucas que nos hablan de la Ascensión, no es de transmitirnos una
descripción de procesos históricos que acontecen en el tiempo y en el
espacio, sino de explicarnos un acontecimiento que significa,
precisamente, la transcendencia del espacio y el tiempo: el camino del
hombre hacia el último sentido de toda la historia, el camino del
hombre hasta Dios. Lucas quiere demostrar que el camino que Jesús
ha recorrido y dejado tras Él no acaba en el fracaso y el vacío, sino
60

que tiene un sentido que lo llena y plenifica todo. No acaba en la


oscuridad de este mundo, sino en la luz de Dios. No acaba en la nada
absoluta, sino en el corazón de aquel a quien Jesús llamaba su
Padre.
A este respecto, no existe en el Nuevo Testamento ninguna
diferencia real entre la Resurrección y la Ascensión. Ambas
expresiones pretenden, cada una con distintas imágenes y dentro de
un horizonte imaginativo diverso, expresar que Jesús no ha
permanecido en la muerte, sino que precisamente en la muerte ha
alcanzado el último sentido de toda la historia, que es Dios.
Sólo así, en esta perspectiva, tienen sentido nuestras preguntas. Y
ante todo esta pregunta: ¿Todo esto es verdad? ¿Fue la muerte de
Jesús realmente un camino que llevaba desde la oscuridad de este
mundo a la luz eterna de Dios? ¿Encontró Él, realmente, al Padre en
el que había creído y al que había predicado? O expresándonos
gráficamente, ¿encontró Jesús al abrir los ojos después de la muerte
la nada vacía, fría, carente de sentido?

«Discurso de Cristo muerto» del poeta Jean Paul


Jean Paul, un gran poeta alemán casi olvidado, trata precisamente
este problema en uno de sus escritos. El texto que quiero mencionar
lo escribió el año 1795 y lleva el título «Discurso de Cristo muerto,
desde el Edificio del Mundo, en el que afirma que Dios no existe». Es
precisamente un fragmento contrario a la historia bíblica de la
Ascensión. Ya el mismo título anuncia algo inusitado y terrible.
Inusitado y escalofriante es también todo el texto. Jean Paul nos
cuenta un sueño. Ve en este sueño cómo se abre el cielo en la
noche, y nos brinda una mirada al universo infinito. Ve cómo aparece
al descubierto lo más externo y lo más íntimo del mundo, cómo se
resquebrajan los sepulcros y los muertos avanzan temblorosos hacia
la resurrección. Después aparece en el cielo Cristo muerto, una figura
infinitamente noble, estremecida por un indecible dolor. Cuando
aparece, salen a su encuentro, invocándole, los muertos de la tierra,
llenos de un terrible interrogante: Dínoslo, Cristo, ¿existe Dios? Cristo
no tiene más remedio que responderles: ¡No existe Dios! Y después
Cristo cuenta a los muertos de los sepulcros lo que le sucedió a Él en
el momento de su propia muerte: «Atravesé los mundos, subí a los
soles, volé con la vía láctea a través de los desiertos del cielo; pero
no existe Dios. Descendí hasta el límite más apartado en el que el ser
proyecta su sombra, contemplé el abismo y exclamé: Padre, ¿dónde
estás Tú? Pero no pude oír más que el rugido de la tormenta eterna a
la que nadie rige y ver el arco iris protector... que aparecía sin el sol
que lo formó sobre el abismo y dejaba caer las gotas».
Después viene la parte más terrible del texto. Cristo sigue contando
cómo buscó en el espacio inconmensurable los ojos del Padre y no
los encontró. Sólo el cosmos infinito le miraba rígidamente con su
órbita vacía y sin fondo; y la eternidad yacía en el caos y se roía y
rumiaba a sí misma.
El «Discurso de Cristo muerto, desde el Edificio del Mundo, en el
61

que afirma que Dios no existe» es literariamente uno de los textos


más importantes de la literatura alemana; y también, sin duda, uno de
los más espeluznantes. Jean Paul no sólo anticipó con él muchas de
las angustias y soledades del hombre moderno, sino que expresó
también con certeras palabras la tentación que se podría formular así:
¿Qué sucedería después de la muerte si no existiera nada de cuanto
anuncia la fe? ¿Qué pasaría si después llegara la nada, la noche
profunda, el sueño eterno sin fin y sin un nuevo despertar? ¿Y si toda
esperanza y toda fe hubieran sido en vano? ¿Y si nuestra muerte
acabara no en un último sentido, sino en un interrogante eterno, en
un último y definitivo fracaso?
Creo que sólo haciéndolo así, planteamos a las narraciones
bíblicas de la Ascensión las preguntas más auténticas y decisivas.
Quien, todavía hoy, sigue especulando respecto a estas narraciones
sobre si se han desarrollado los acontecimientos, basta en sus más
mínimos detalles, tal como lo cuenta el evangelista, es que no ha
entendido aún de qué se trata realmente. Se trata, en definitiva, de lo
siguiente: «¿Tiene nuestra vida una última meta o no? ¿Tiene
nuestra vida un último sentido, que da significado a todo lo demás, o
no?». La respuesta a estas preguntas no puede darla nadie por
nosotros. Somos nosotros mismos los que tenemos que decidir entre
la perspectiva que esboza Jean Paul y la que dibuja San Lucas; entre
un último sentido y un vacío definitivo; entre un último sentido y un
último sinsentido. Ante esta opción nos sitúa la fiesta de la Ascensión
de Cristo; ante esta opción nos sitúa la Pascua; esta es la opción que
tenemos que hacer durante toda nuestra vida.

3. ¿Qué sucede después de la muerte?

¿«Qué sucede después de la muerte?» ¿Tiene auténtico sentido


esta pregunta? ¿Tenemos derecho a formularla de esta manera?
¿Nos es lícito hablar sobre realidades que trascienden nuestra
existencia? ¿Puede realmente ayudarnos una mirada al más allá?
¿Nos hacemos mejores si reflexionamos sobre una vida
imperecedera? ¿Nos volvemos más nobles, más honrados, más
justos, más sabios, más humanos? ¿No sería mejor encauzar todas
nuestras fuerzas a realizar en este mundo, lo mejor posible, nuestra
existencia? ¿No deberíamos esforzarnos al máximo en llevar la vida,
que se nos. ha dado ahora, lo más decente y humanamente posible y
callarnos respecto a todo lo demás? ¿No es mejor aceptar
silenciosamente el misterio de la vida, su oscuridad y sus enigmas,
con paciencia, valentía y una confianza callada y serena, y dejar el
más allá como un misterio del que nada sabemos? Hace algún tiempo
hablaba yo con un anciano pastoralista al que se le. estimaba y que
gozaba de bastante prestigio en su obispado. Había servido
ejemplarmente a su parroquia y había explicado de modo responsable
el Evangelio, domingo tras domingo, a su comunidad. No se le podía
reprochar, en modo alguno, que hablase a la ligera e irreflexivamente.
62

Me quedé muy pensativo cuando este hombre me dijo en el curso de


nuestra conversación:
«Mire Ud.: nosotros los teólogos hablamos demasiado fácilmente de
la vida después de la muerte, del más allá, de la resurrección. Se nos
escapan las palabras de los labios con demasiada facilidad al tratar
estos temas. Yo he conocido en mi comunidad a muchas gentes y
especialmente a personas humildes y sencillas, como también a
ancianos y enfermos. Y tengo que confesarle que lo que más
preocupaba a estas gentes no era lo que vendría después de la
muerte. Su auténtica preocupación era: ¿Son felices mis hijos? ¿He
hecho yo lo suficiente por ellos? ¿Qué será de mis seres queridos?
¿Cómo se las arreglará mi marido o mi esposa cuando falte yo? O
también: ¡Estoy siendo una carga para los demás con mi enfermedad!
» Estos eran sus problemas y preocupaciones. «¡He conocido a
tantos hombres», me decía este anciano párroco, «que no hablaban
nunca del más allá y que no preguntaban jamás por la vida eterna y
que, sin embargo, habían aprendido a aceptar tranquilamente su vida
y que supieron, en definitiva, vivirla hasta el fin con paciencia y
valentía! ¿No es ésta, realmente, la auténtica postura cristiana? ¿Es
que se puede conseguir más? ¿Debemos hablar nosotros a estos
hombres también del más allá?»
Estas palabras me han hecho reflexionar mucho, precisamente
porque las había pronunciado un párroco que era un pastor ejemplar
y del que yo sé que jamás ha omitido lo más mínimo del mensaje
cristiano. Y sin embargo, yo no podía estar de acuerdo con lo que me
decía. Es verdad, naturalmente, que muchos hombres no viven para
sí mismos, sino también para los demás; que han aceptado su vida
con paciencia y valentía y que apenas preguntan por el más allá, si es
que lo hacen alguna vez, y que no se puede negar que llevan una
verdadera vida cristiana en el fondo, porque dicen sí a esta vida, a su
sentido y a su misterio. En esto estoy plenamente de acuerdo.
Pero pienso que este modo de vivir el cristianismo, de una manera
silenciosa y callada, no puede ser el último objetivo. Así como es
humano aceptar silenciosamente lo inescrutable, no podemos olvidar
que el hombre es, al mismo tiempo, un ser que no deja de
preguntarse y que sigue indagando en la búsqueda de la realidad
total sin cansarse nunca de formular nuevos interrogantes.
Precisamente esa actitud indagadora es la que le distingue del
animal, y cuando se limita a callar y se resigna y no se inquieta
constantemente buscando siempre nuevas preguntas, con la
esperanza de obtener una respuesta, hay que decir que no se realiza
en su plenitud como auténtico ser humano.
Por eso opino que podemos y debemos preguntarnos: ¿Qué viene
después de la muerte? ¿Qué sucede con nuestra vida; con nuestro
yo; con nuestra conciencia; con nuestra existencia, una vez que
hemos muerto? ¿Se acaba todo en ese momento para nosotros?
¿Viene entonces la noche interminable, el sueño eterno, la nada?
¿Nos extinguimos para siempre, o surge en ese instante lo auténtico,
la verdadera vida, que nosotros los cristianos designamos como la
63

bienaventuranza eterna (una expresión un poco desfasada quizá,


pero al fin y al cabo insustituible)? ¿Qué sucede después de la
muerte? Tenemos el derecho y el deber de plantearnos esta
pregunta.
Pero aun admitiendo que tengamos derecho a plantearnos estas
preguntas, ¿existe realmente una respuesta? Cuando hablamos
sobre el aspecto teológico de la muerte, es decir, sobre lo que nos
sucede en la muerte y más allá de la muerte, estamos hablando sobre
una cuestión que ninguno de nosotros ha experimentado aún y sobre
un camino que ninguno de nosotros ha recorrido todavía. ¿Puede
haber una respuesta a semejantes preguntas?
Es claro que no es posible una respuesta fuera del ámbito de la fe.
Lo que nos sucede después de la muerte sólo lo podemos saber por
la fe y, por eso, sólo es posible abordar el tema a partir de la fe. Esto
tiene que quedar bien claro desde el principio. No hablo aquí como
experto en ciencias naturales, ni como médico ni como filósofo, sino
como teólogo, es decir, como un intérprete de la palabra de Dios. Y
por eso recalco, una vez más, que lo que nos sucede después de la
muerte sólo lo podemos saber por la fe.
La expresión «sólo podemos conocerlo por la fe» no hay que
entenderla como algo negativo, como algo a lo que hay que recurrir
cuando no se sabe nada con exactitud. Pues no es eso lo que
significa «creer», considerado desde una perspectiva teológica. La fe
significa un conocimiento personal. Creer significa fiarse totalmente
de otro y llegar a conocer por ese medio. Lo decimos en el mismo
sentido en que nos sucede llegar a conocer las realidades más
importantes de la vida humana, sólo porque creemos y confiamos.
FE/A-RIESGO: Comencemos inmediatamente por la realidad más sublime e importante para
la vida humana: la experiencia del cariño y del amor. Que haya alguien que nos ame de
corazón, sólo podemos creerlo; y sólo podemos fiarnos de que sea verdaderamente así. No
sirven en esto los análisis ni los experimentos. Cuanto más seccionamos e investigamos a un
hombre psicológicamente, tanto más se nos escapa de las manos.
Naturalmente que hay expresiones, signos e incluso pruebas de amor.
Pero ¿cómo podemos saber si tras todas esas expresiones de amor
que nos da una persona no se oculta el más sutil y larvado egoísmo?
Que una persona nos ame verdaderamente, sólo lo podemos creer.
Sólo cuando creemos en el amor del otro y le correspondemos con
nuestro propio amor y sólo cuando somos capaces de asumir el
riesgo de que nos dejen plantados como estúpidos o engañados, es
cuando experimentamos realmente y de un modo definitivo que somos
amados.
Así acontece, tal como hemos dicho, con las realidades más
importantes de nuestra vida humana; y así sucede, por tanto, con
nuestro conocimiento sobre lo que encontraremos en el momento de
la muerte. También en esto tenemos que creer y confiar. Tenemos
que creer que en nuestra muerte están escondidos la meta y el
misterio de nuestra vida; sí, tenemos que creer que en la muerte se
abrirá ante nosotros un horizonte infinito, porque nosotros no morimos
para sumergirnos en la nada, sino en Dios: entonces es cuando
64

encontraremos definitivamente y para siempre a Dios. Pero con esto


no hemos conseguido todavía adentrarnos en el contenido nuclear
del tema, que es el siguiente: ¿Qué viene después de la muerte? Y la
primera respuesta es ésta:

En nuestra muerte encontraremos definitivamente y para siempre a


Dios

Lo decisivo de esta frase es la palabra «definitivamente». Porque,


ya en nuestra vida terrena, encontramos a Dios de muchas maneras.
Le encontramos en los momentos de felicidad y cuando rezamos para
pedir algo que necesitamos. Le encontramos en nuestros actos
litúrgicos, cuando levantamos hacia El nuestra mirada y le damos
gracias por algo. Le encontramos también en cada servicio que
prestamos a otros y en cualquier intercambio positivo que
mantenemos con nuestros semejantes.
Pero en todos estos encuentros Dios permanece oculto para
nosotros. Parece callar. Sí; parece como que se nos escapara
constantemente de nuestra vista. No le podemos retener nunca ni
podemos decir jamás: ahora le he conocido. Constantemente nos
encontramos de camino en su búsqueda y constantemente tenemos
que comenzar a buscarle. Encontramos a Dios de muchas maneras,
pero nunca llegamos a conseguir el fin apetecido del encuentro
pleno.
Sin embargo, en la muerte encontraremos definitivamente a Dios; al
Dios de nuestras oraciones; al Dios de nuestras aspiraciones, de
nuestra esperanza y de nuestra fe. Cuando hablamos del cielo, no
nos referimos a una cierta clase de cosas que allí nos esperan. Sólo
hay cosas en este mundo terreno. Cielo significa exclusivamente
encuentro con Dios mismo. Dios mismo resplandecerá entonces ante
nosotros y no existe hombre alguno que pueda describir cómo será
eso. Lo más que podemos hacer es pensar en momentos de nuestra
vida en los que parecen desprenderse repentinamente las escamas
de nuestros ojos y en los que súbitamente, como sacudidos por un
profundo estremecimiento, descubrimos relaciones y conexiones que
antes no habíamos soñado ni imaginado nunca.
Pero tales comparaciones no son, en el fondo, más que pálidos
reflejos que tienen que difuminarse ante el estremecimiento gozoso y
pleno del encuentro real con Dios. En nuestra muerte encontraremos
a Dios definitivamente. Y entonces comprenderemos que siempre ha
estado enormemente próximo a nosotros, de un modo misterioso;
incluso en los momentos que pensábamos que El estaba lejos.
Entonces conoceremos lo grande y lo santo que es Dios; infinitamente
más grande y más santo que la imagen que de El nos habíamos
formado. Dios aparecerá tan grandioso y santo ante nosotros que
sólo con eso colmará todo nuestro pensamiento y todo nuestro ser.
definitivamente y para siempre.
Desde esta perspectiva, «el descanso-eterno», expresión con
que los cristianos acostumbramos a designar la vida junto a Dios, no
65

me parece a mí una expresión acertada y feliz. El encuentro con Dios


no es un descanso eterno, sino una vida increíble y vertiginosa; un
huracán de dicha que nos arrastra, pero no en un sentido
indeterminado cualquiera, sino cada vez más profundamente hacia el
amor y la bienaventuranza de Dios. En nuestra muerte encontraremos
definitivamente y para siempre a Dios. Y así llego a la segunda
afirmación:

Este encuentro se convertirá para nosotros en juicio

JUICIO/QUE-ES: Cada uno de nosotros ha experimentado ya, sin


duda, algo semejante. Encontramos a un hombre que es pura bondad
y rectitud y entonces se ve uno a sí mismo con otros ojos.
Advertimos, de pronto, que nuestra postura era egoísta y estrecha
hasta en las fibras más profundas del corazón; que el camino que
hemos recorrido ha sido triste y que deberíamos dar un vuelco total a
toda nuestra vida. Precisamente cuando un hombre bueno e
importante tiene confianza en nosotros y nos aprecia y ama, nos
invade -a pesar de toda la inmensa alegría- una profunda turbación;
la turbación por lo poco que hemos merecido la confianza y el amor
de los demás.
Experiencias de este tipo son plenamente necesarias, si queremos
comprender por qué el encuentro con Dios se va a convertir en juicio
para nosotros. Cuando encontremos a Dios en el momento de
nuestra muerte, conoceremos, por primera vez, lo que realmente
hemos sido. Dios no necesita sentarse para ser nuestro juez; no
necesita interrogarnos como interroga el juez humano a sus
acusados; no necesita decirnos: en este y en este punto has fallado
lamentablemente, esto y esto tienes que pagar; aquí está tu culpa, no
tengo más remedio que condenarte. No, Dios no celebrará un juicio
de ese tipo.
Todo será de una manera completamente diferente: precisamente
al experimentar nosotros, en el encuentro definitivo con Dios, la plena
dimensión de la bondad y del amor con que Dios nos amó durante
nuestra vida terrena, se nos abrirán los ojos sobre nosotros mismos.
Y reconoceremos, sumidos en una terrible turbación, nuestra
autosuficiencia; nuestra dureza de corazón; nuestra falta de amor y
nuestro egoísmo. Todos nuestros autoengaños y las ilusiones vanas
que hemos ido forjando en nosotros a lo largo de nuestra vida se
derrumbarán de golpe. Caerán también todas las máscaras tras las
cuales nos. hemos escondido. Tenemos que abandonar también
todos los papeles que hemos desempeñado ante nosotros mismos y
ante los demás. Esto será infinitamente doloroso y nos quemará como
el fuego. Cuando Dios resplandezca con toda su luz ante nosotros,
comprenderemos de golpe lo que nosotros habríamos podido ser y lo
que hemos sido en realidad.
PURGATORIO/QUE-ES: Eso es también, y al mismo tiempo,
nuestro «purgatorio». La palabra «purgatorio» es ciertamente una
palabra totalmente desafortunada y equívoca que sólo de muy mala
66

gana sale hoy en nuestras conversaciones. Es una palabra lastrada.


No aclara las cosas, sino que las hace aún más difíciles. Pero el
núcleo medular que esta palabra realmente expresa es una realidad
que también la teología moderna sabe tomarse muy en serio. Su
contenido fundamental consiste en que a nosotros se nos abrirán los
ojos sobre nosotros mismos en el encuentro con el Dios santo; que el
conocimiento de lo que somos en realidad, será para nosotros
terriblemente doloroso; que este dolor va a ser precisamente el que
nos va a purificar y nos va a capacitar, en última instancia, para
realizar el encuentro con Dios. Pero todo esto no como un proceso
que se nos impone como castigo temporal o como un estado, sino
como un acontecimiento que se realiza inmediatamente en el
encuentro con Dios; como un acontecimiento que es el que realmente
posibilita ese encuentro con Dios. Lo mejor sería afirmar
sencillamente: El encuentro con Dios en el momento de nuestra
muerte se va a convertir para nosotros en juicio; en JUiCio que nos va
a quemar como fuego. Quizá todo esto serían afirmaciones
unilaterales si no añadiéramos inmediatamente una tercera
afirmación:

En este encuentro experimentamos nosotros a Dios no sólo como


nuestro juez; sino que experimentamos, al mismo tiempo y para
siempre, su misericordia y su amor.

Permítaseme, también en este punto, tomar el agua desde más


arriba. Una de las exigencias más claras y apremiantes propuestas
por Jesús es la obligación que tenemos siempre de perdonarnos unos
a otros. No sólo siete veces, sino setenta veces siete; es decir,
siempre. Y no sólo debemos perdonar a aquellos que nos aman y son
buenos con nosotros, sino justamente también a aquellos que nos
odian. Dios exige, por tanto, de nosotros una ilimitada disponibilidad al
perdón, sin medidas ni condiciones previas. Esto significa, así mismo,
que Dios perdona de la misma manera. De otro modo, nos exigiría a
nosotros algo que El mismo no hace. Eso no puede ser. El perdona
siempre y sin ninguna excepción. Su misericordia no conoce limites. Si
no, ¿cómo podría haber dicho Jesús que nosotros teníamos que ser
misericordiosos como lo es nuestro Padre del cielo?
Podemos confiar, pues, en que encontraremos a la hora de la
muerte a un Dios bueno y misericordioso. La bondad y el amor de
Dios no sólo nos acompañan durante la vida, sino que solamente se
nos revelarán en toda su plenitud cuando encontremos
definitivamente a Dios; cuando se nos abran los ojos y conozcamos
nuestra dureza de corazón y nuestra falta de misericordia.
Precisamente entonces saldrá Dios a nuestro encuentro como el
padre bondadoso de la parábola; no nos interrogará sobre nuestras
culpas y nuestra justicia, sino que nos apretará contra su corazón
animado por una alegría infinita. Esta será la auténtica experiencia de
nuestra muerte: el amor, la bondad y la misericordia de Dios.
Ya he dicho anteriormente que sólo por fe podemos creer que la
67

meta y el misterio de nuestra vida están escondidos en nuestra


muerte. Y ahora deseo añadir también que sólo por la fe podemos
esperar que Dios saldrá entonces a nuestro encuentro lleno de amor
y misericordia. Es claro y evidente que esto no se puede demostrar
en modo alguno. Pero ya lo hemos dicho también antes: el amor
nunca se puede probar. Sólo se puede creer en él. Sólo se puede
responder a él arriesgando nuestro propio amor. El que está
dispuesto a asumir el riesgo de creer en el amor de Dios, al final no
pertenecerá al grupo de los estúpidos ni de los desengañados. Al que
cree en el amor de Dios, la muerte le conducirá al misterio
incomprensible e inefable de ese mismo amor de Dios.
Hasta ahora hemos hablado bastante extensamente de Dios; de
Dios tal como saldrá al encuentro del hombre en el momento de la
muerte; del Dios que resplandecerá ante nosotros; del Dios justo y
perdonador. Ha llegado el momento de ocuparnos algo más
detalladamente del hombre al que va a salir a recibir ese Dios. Habrá
podido notarse, sin duda, que hasta ahora he hablado siempre del
«hombre», y nunca de su alma. Hasta ahora no he dicho nunca: el
alma del hombre va al encuentro de Dios en la muerte, sino siempre:
el hombre encuentra a Dios. Esto lo he dicho conscientemente y muy
en consonancia con una amplia corriente dentro de la teología
actual.
En los siglos pasados era muy frecuente encontrar esta
formulación: En la muerte, el alma del hombre se separa del cuerpo;
el alma llega a Dios y es juzgada por El. Si Dios concede la
bienaventuranza eterna al alma, ésta goza de la visión beatífica de
Dios hasta que le sea asignado el cuerpo transfigurado por Dios el
día del Juicio final, cuando resuciten los muertos. Esta concepción se
impuso pronto en la teología, durante los primeros siglos y sigue aún
viva dentro de amplios sectores cristianos.
Pero tiene que quedar bien claro que esta explicación no es sino
una imagen auxiliar; un tipo de representación ligada a un momento
cultural determinado. Este modelo imaginativo intentaba explicar que
el Nuevo Testamento habla de la resurrección del hombre completo al
final de los tiempos; a la vez tenía que tener en cuenta que ya
inmediatamente, en el mismo momento de la muerte, tiene el hombre
que encontrarse con Dios. No es posible eliminar de la fe cristiana
ninguno de estos elementos: la resurrección corporal en el juicio final
y el encuentro de cada hombre con Dios ya en el momento de la
muerte. Se pretendía mantener ambos elementos y se pensaba que
sólo era posible mantenerlos imaginando que el alma, inmediatamente
después de la muerte, iba al encuentro con Dios y que el cuerpo, por
el contrario, sólo al fin del mundo sería resucitado por Dios.
Todo este modo de entender las cosas va siendo abandonado hoy
cada vez más por la teología, pues esta concepción parte de unos
presupuestos que no provienen, en modo alguno, de la Biblia, sino de
la filosofía griega; presupuestos que le resultan cada vez más
discutibles a la teología moderna; a saber: que el hombre pueda
descomponerse limpiamente en cuerpo y alma; que, además, el alma
68

sea la parte mejor y más importante del hombre y que el alma pueda
ir, incluso sin el cuerpo, al encuentro con Dios. Pero ¿puede
hablarse de alma entendida en ese sentido?; ¿es lícito imaginar el
cuerpo y el alma como dos elementos que pueden disociarse y
separarse y a los que también se les puede unir de nuevo?
Evidentemente hoy no es posible hablar así.
ALMA/CUERPO: El cuerpo y el alma no son dos partes del
hombre, sino dos modos diversos de una realidad única e indivisible
que es el hombre. El hombre es alma y cuerpo. Pero es ambas cosas
en una unidad indisoluble. Por eso la muerte afecta, también, a todo
el hombre. Quien sostenga que la muerte sólo afecta al cuerpo, no
toma en serio la realidad de la muerte. Parece entonces como si el
alma, en la muerte, liberada del cuerpo como de una cárcel, se
dirigiese al encuentro con Dios. No; la muerte alcanza a todo el
hombre, a toda su existencia. Nosotros tenemos que morir, nosotros y
todo lo que es nuestro.
Quien se represente las cosas de otra manera, tiene que
preguntarse si hace realmente justicia a la pavorosa importancia y
seriedad de la muerte. Sí; tiene que preguntarse si no considera al
cuerpo como algo superfluo, quizá, incluso, como algo negativo. Pues
si el alma halla su plena y perfecta felicidad en la contemplación
intuitiva de Dios, prescindiendo del cuerpo, entonces la resurrección
de la carne es algo sencillamente superfluo. ¿No se habrá deslizado
en esta concepción del hombre un oculto desprecio y desestima del
cuerpo?
También es válida entonces esta otra formulación: si se afirma que
el hombre constituye una unidad, que es todo el hombre el que debe
experimentar la muerte, entonces será más fácil y más inequívoco
mantener que, en la muerte, es también todo el hombre, en cuerpo y
alma, el que llega a Dios. Pues cuando morimos no nos sumergimos
en la nada, sino en la vida eterna junto a Dios. La muerte nos afecta
como totalidad, pero nos sitúa también en lo que será nuestro
permanente estado definitivo, frente a Dios. Nosotros y todo lo que es
nuestro tiene que morir. Eso es cierto. Pero también esto otro es
igualmente cierto: nosotros llegaremos a Dios, nosotros y todo lo
nuestro. Si afirmáramos solamente que nuestra alma llega a Dios en
Ia muerte y entendiéramos el alma como una realidad distinta de
nuestro cuerpo, entonces no podríamos mantener la afirmación de
que somos nosotros, con todo lo que constituye nuestro ser humano,
los que llegamos a Dios. Pues el hombre no es sólo un alma
abstracta. El hombre es también cuerpo; más aún, el hombre es todo
un mundo. Al hombre le pertenecen sus alegrías y sus sufrimientos,
sus gozos y sus tristezas, sus acciones buenas y malas, todas las
obras que ha llevado a cabo en su vida, todas las cosas que ha
creado, todas las ideas y proyectos para los que ha vivido, todos los
momentos que ha soportado, todas las lágrimas que ha derramado,
todas las sonrisas que han alegrado y vivificado su rostro, su larga y
personal historia que ha recorrido: todo esto es el hombre. Y todo
esto no lo es sólo en cuanto alma; esto lo es también, y precisamente,
69

en cuanto cuerpo. Si no llegara todo el hombre con alma y cuerpo a


Dios, no podría tampoco presentar toda la historia de su vida ante
El.
Hace muy poco llegó a mis manos una poesía del poeta ruso
Jewgenij Jewtuschenko que me impresionó mucho. Había sido capaz
de explicar, de un modo intuitivo, lo que quiero decir. La poesía es
como sigue:

Cada uno tiene su mundo propio, secreto, personal.


Se dan en este mundo los mejores momentos,
hay en este mundo horas terribles;
pero todo esto permanece oculto a nuestros ojos .

Y cuando muere un hombre,


muere también con él su primera nieve
y su primer beso y su primera lucha...
todo se lo lleva él consigo.

¿Qué sabemos nosotros sobre los amigos, los hermanos?


¿Qué sabemos nosotros de nuestros seres más queridos?
Y sobre nuestro propio padre
nosotros, que todo lo sabemos, no sabemos nada.

Los hombres se van...


Ya no es posibIe el regreso.
Sus secretos mundos no pueden reaparecer.
Continuamente desearía yo gritar de nuevo
esta irreversibilidad.

Cada hombre, dice Jewtuschenko, es un mundo para sí, un mundo


propio, incambiable. En cada hombre palpitan las vivencias y
experiencias de su pasado. Sumidas en lo profundo del inconsciente
descansan la experiencia de nuestro primer amor, la experiencia de
nuestro primer dolor, la vivencia de nuestra primera nieve. Y porque
cada uno tiene sus experiencias totalmente propias, que sólo puede
tener él y que sólo a él le pertenecen, por eso es cada hombre un
misterio infinitamente valioso e incomprensible y exactamente por eso
es la muerte algo terrible. Cuando un hombre muere, mueren con él,
al mismo tiempo, su primer beso y su primera nieve, todo su amor y
todo su sufrimiento, su alegría y su dolor. Cuando muere un hombre,
desaparece un mundo plenamente personal, un mundo original y
único, distinto a todos los demás que le habían precedido y que le
seguirán.
Yo opino que esta perplejidad ante el mundo misterioso e
incambiable que es propio de cada hombre, es un presupuesto
incondicionalmente necesario para poder comprender, de alguna
manera, lo que se quiere decir cuando hablamos de la resurrección
de los muertos desde una perspectiva de fe. Pues la resurrección
significa que es todo el hombre el que llega a Dios; todo el hombre
70

con todas sus experiencias y con todo su pasado, con su primer beso
y con su primera nieve, con todas las palabras que ha pronunciado y
con todos los hechos que ha realizado. Pues bien: todo esto es
infinitamente más que un alma abstracta y, por eso, no es imaginable
que sea sólo el alma la que llegue a Dios en el momento de la muerte.
Por tanto me gustaría añadir esta cuarta afirmación:

En el momento de la muerte se presenta ante Dios todo el hombre


en «cuerpo y alma»; es decir, con toda su vida, con todo su mundo
personal y con toda la historia incambiable de su vida.

H/RELACION: Ahora tenemos que dar un paso más. Es uno de los


conocimientos básicos de la antropología actual que el hombre no
puede realizarse a sí mismo sin el encuentro con los demás hombres.
Existencia significa vivir en contacto con los demás. Existir significa
recoger experiencias en contacto con los demás. Sólo el que de niño
ha experimentado la bondad de sus padres puede ser más tarde, él
mismo, bondadoso y bueno. Sólo aquel que ha sido amado
profundamente es capaz de amar, él mismo, más adelante. Sólo el
que ha conocido y admitido a otros hombres en su rica y multiforme
diversidad puede conocerse a sI mismo. El hombre se realiza
realmente como hombre en relación con los demás, en una vivencia
común del mundo.
He dicho anteriormente que cada hombre posee su mundo propio y
personal y que lleva consigo ese mundo a Dios. Y ahora tengo que
añadir: A este mundo propio y personal pertenecen también los
demás hombres con los que cada uno ha convivido durante su vida. A
este mundo pertenecen el padre y la madre, la hermana y el
hermano, la esposa y el esposo, los hijos, los parientes, los amigos,
aquellos por quienes se asumió una responsabilidad y otros muchos
hombres más. Todos ellos han dejado su impronta en nosotros; todos
ellos pertenecen a la historia de nuestra vida. Nuestra realización
humana no es ni siquiera pensable sin los múltiples vínculos que nos
ligan a los hombres que viven en nuestro entorno.
Si es verdad que nosotros nos presentamos ante Dios con todo
nuestro mundo, es verdad también que nos presentamos ante El con
todos estos hombres. Y si pensamos ahora que los hombres con
quienes estamos vinculados nosotros están ellos, a su vez, vinculados
con otros muchos más y así sucesivamente, entonces
comprenderemos que no sólo se puede hablar del encuentro de cada
hombre con Dios, sino que se tiene que hablar también y al mismo
tiempo del encuentro de todos los hombres con Dios; sí, del
encuentro de toda la historia con Dios. Por eso formulo esta quinta
afirmación:

El resto del mundo y toda la historia están indisolublemente


vinculados con nuestro propio mundo personal. Por eso, en el
momento de la muerte, se presenta juntamente con nosotros, ante
Dios, todo el resto de la historia.
71

También la Iglesia ha creído siempre que toda la historia se


presentará ante Dios; que Dios aparecerá ante todos los hombres y
ante la historia toda; que El juzgará a todos los hombres y a toda la
historia; y finalmente, que no participaremos de la vida de Dios como
individuos particulares, sino en la comunidad de los santos. La
teología dogmática tradicional desplazó naturalmente este encuentro
de toda la humanidad con Dios a un determinado momento, en el Fin
del Mundo. Desde el momento en que se admite en serio que es el
hombre entero el que comparece ante Dios en el momento de la
muerte, y se acepta, al mismo tiempo, que a cada hombre particular le
pertenece su cuerpo y toda una parte del mundo, y que ese mundo lo
constituyen otros muchos hombres, desde ese mismo instante hay
que admitir necesariamente que yo y cada uno de los hombres
tendremos que presentarnos ante Dios, en el momento de la muerte,
con todos los hombres que tienen vinculación conmigo y con mi
propio mundo; es decir, que tendremos que comparecer cada uno de
nosotros ante Dios con todo el resto de la humanidad.
Pero ¿cómo va a ser eso posible? ¿No es todo esto absurdo? Yo
vivo, pero muchos de mis amigos han muerto ya. ¿Cómo van a
presentarse ellos al mismo tiempo que yo ante Dios? Y otra dificultad:
yo muero, pero otros siguen viviendo. Y también: yo y los hombres
con los que he convivido hemos muerto; pero la historia sigue su
curso milenio tras milenio. ¿Cómo puede afirmarse que toda la
historia, que todos los hombres, comparecerán juntamente conmigo
ante la presencia de Dios en el momento de mi muerte? Pienso que
es imprescindible, en este momento, decir algo respecto al concepto
de tiempo.
TIEMPO/QUE-ES: El tiempo aparece ante nosotros, sin duda, como
algo sumamente real. El tiempo dentro del cual queda enmarcada
nuestra vida se nos presenta como algo férreo e inmodificable.
Vivimos en el tiempo, tenemos que adaptarnos a él y no podemos
saltárnoslo. Y sin embargo, el tiempo es algo mucho más irreal y
quebradizo de lo que pudiera parecer en un primer momento. Pues el
tiempo no es una cosa como las demás cosas de este mundo. El
tiempo en sí mismo no es una realidad. El tiempo es una forma de
captación de nuestra conciencia. Es un esquema en el que nos otros
vivimos la duración de las cosas. Ya en la microfísica se le asesta un
duro golpe a nuestro concepto del tiempo. Los fenómenos
parapsicológicos muestran bien claramente la relatividad del tiempo.
Más allá de nuestro mundo, ¿existe aún tiempo? Nosotros suponemos
esto con frecuencia como algo evidente. El que distingue entre el
juicio personal después de la muerte y el Juicio U1timo al Fin del
Mundo, presupone que existe tiempo en el más allá. Quien admite que
la purificación del hombre después de la muerte exige un determinado
tiempo, presupone que existe tiempo en el más allá. Quien admite que
el alma humana está, en primer lugar, junto a Dios sin el cuerpo y que
el cuerpo sólo se une a ella más adelante, presupone que existe el
tiempo en el más allá. Sin embargo, en realidad, el tiempo,
72

exactamente lo mismo que el espacio, es una función de nuestro


mundo terreno. El espacio y el tiempo son formas de captación con
las que nosotros experimentamos la existencia terrena. Tienen
consistencia o caen con la experiencia de este mundo nuestro. En el
mundo de Dios ya no existe nuestro espacio ni tampoco nuestro
tiempo.
Esto significa, por tanto, que el hombre, desde el momento en que
muere y penetra en el mundo de Dios, no existe ya en el tiempo, sino
más allá de todo tipo de tiempo terreno. Sólo tiene algo que ver con el
tiempo terreno en cuanto que todos los momentos de su existencia
están refundidos en su nueva existencia junto a Dios. Su nueva
existencia junto a Dios es el compendio y el fruto de todo su tiempo
terreno, ciertamente transfigurado y sublimado por Dios; pero su
nueva existencia, en sí misma, ya no es una existencia en el tiempo.
Si estas reflexiones son válidas, entonces no podemos decir que un
hombre concreto esté junto a Dios antes que otro cualquiera. Eso
supondría, sin duda, que en el más allá sigue existiendo el tiempo
terreno; que allí transcurren los días, los meses y los años igual que
en este mundo. Pero, más bien, tenemos que decir lo siguiente: Como
junto a Dios ya no sigue existiendo ningún tipo de tiempo terreno,
entonces todos los hombres, aunque hayan muerto en épocas e
instantes diversos, encontrarán a Dios «al mismo tiempo», en el único
y eterno «momento» de la eternidad. Como junto a Dios ya no existe
ninguna clase de tiempo terreno, entonces ha pasado ya la historia
en el momento en que yo muero, y mi encuentro con Dios coincide
con el encuentro de toda la humanidad con El. Como junto a Dios ya
no hay ninguna clase de tiempo terreno, entonces mi muerte es ya el
Ultimo Día e igualmente ha llegado con mi muerte la resurrección de
la carne. Es posible también formular todo esto del modo siguiente: Al
morir un hombre y dejar, por eso, el tiempo tras sí, llega a un «punto»
en el que todo el resto de la historia llega con él «al mismo tiempo» a
su fin Y todo esto, a pesar de que esta historia, «dentro» de la
dimensión del tiempo terreno, haya dejado atrás tramos inmensos e
inconmensurables.
Ahora puede comprenderse por qué parto con tal confianza de que
no sólo es mi alma la que encuentra a Dios, sino toda mi existencia y
juntamente con ella toda la humanidad. Y ahora es posible
comprender, también, por qué los novísimos, es decir, las realidades
más transcendentales de este mundo, que se vislumbran tan lejanas
en la teología dogmática tradicional que no parecen llamar
especialmente la atención de nadie, adquieren una gran actualidad y
una diáfana cercanía. El Fin del Mundo está llamando ya a mi puerta.
El momento del Juicio no está lejano. Todos nosotros vivimos en los
últimos tiempos; estamos ya próximos al fin. Y ahora la sexta
afirmación:

En la muerte se desvanece todo tiempo. Por eso, al traspasar la


muerte, experimenta el hombre no sólo su propia plenitud, sino, al
mismo tiempo, la plenitud y consumación del mundo.
73

Y llego a un último punto que, entendido correctamente, es el más


importante. Hasta ahora he estado hablando sólo de Dios y del
hombre, pero no había introducido a Cristo en la reflexión. Esto
significa, por tanto, que todavía no había abordado la dimensión
auténticamente cristiana de Ia muerte y la eternidad. Ha llegado ahora
el momento más propicio para hacerlo con toda claridad.
Cuando el Nuevo Testamento habla de la vida eterna, es decir, de
aquello que acontece en la muerte y al Fin del Mundo, no habla jamás
sólo de Dios, sino siempre conjuntamente de Jesucristo. Y lo mismo
hace toda la tradición cristiana. Todo lo que he dicho hasta ahora del
encuentro definitivo del hombre con Dios se explica en el Nuevo
Testamento, de la misma manera, como encuentro con Cristo.
Nuestra muerte es el gran y definitivo encuentro con Cristo; El
aparecerá ante nosotros; El es nuestro juez y salvador; El
transformará nuestro pobre cuerpo asemejándolo a la figura de su
cuerpo resucitado; El juzgará al mundo y otorgará la vida eterna:
Todo esto lo afirma de Jesucristo el Nuevo Testamento.
Esta presencia conjunta de Dios y de Jesucristo en los
acontecimientos finales no es mera yuxtaposición de dos presencias.
Si somos exactos, tenemos que decir: Nosotros encontraremos a Dios
en Jesucristo. En El resplandecerá Dios ante nosotros. En su
presencia contemplaremos nosotros la presencia de Dios. En el
encuentro con El experimentaremos el Juicio de Dios. En El nos
concederá Dios su misericordia. En El encontraremos la vida eterna
de Dios. En una palabra:

Nuestro definitivo encuentro con Dios acontece en Jesucristo

Si queremos profundizar en las afirmaciones mantenidas por el


Nuevo Testamento y la Tradición, cabe preguntarse por qué es esto
así; por qué encontraremos definitivamente a Dios en Jesucristo. Y la
respuesta no puede ser más que ésta: Porque así ha sido también en
la historia. Dios nos ha hablado en muchas ocasiones y de muchas
maneras; pero su última, definitiva e insuperable palabra nos la ha
dicho en Jesucristo. En El, Dios se ha convertido en la definitiva
revelación y en la definitiva presencia en este mundo. En El se ha
vinculado Dios definitivamente a este mundo. En El se ha revelado el
sí amoroso de Dios al mundo y al hombre de un modo definitivo y
para siempre. Quien desde ahora desee saber quién es Dios, tiene
que contemplar a Jesús. El que le ve a El, ve también al Padre. Jesús
es el lugar en el que la acción liberadora y redentora de Dios para
con el mundo ha alcanzado su máxima profundidad.
Ahora bien, si Jesús es el lugar en el que se ha instituido de ese
modo la manifestación y la acción definitiva de Dios en nuestra
historia y si la historia terrena no tiene sencillamente una
proIongación en el más allá, sino que encuentra allí su definitivo
estado permanente en el que queda inmerso todo lo que ha sido
esencial alguna vez en la historia terrena, entonces será también
74

Jesucristo, más allá de toda la historia, el auténtico lugar de nuestro


encuentro con Dios. El será, ya para toda la eternidad, lo que ha sido
ya aquí en la tierra: Aquel en quien Dios nos comunica la palabra
eterna de su amor.
Permítaseme acabar en este momento, porque hemos llegado al
misterio más profundo y más hermoso de nuestra fe: Dios nos ha
aceptado a los hombres tan profundamente, y nos ama tan
entrañablemente, que solo nos quiere encontrar, por toda la
eternidad, en el hombre Jesús; sí: encontraremos, para siempre y
eternamente, a Dios mismo en el corazón de un Hombre y allí nos
veremos envueltos en el amor infinito de Dios.

PASCUA Y EL HOMBRE NUEVO


ALCANCE 29. Págs. 11-54

RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS

JOSÉ A. PAGOLA ELORZA

Introducción

ANTES QUE NADA, hemos de preguntamos si realmente tiene


algún interés para el hombre de hoy interrogarse por lo que puede
suceder después de la muerte. Probablemente, G. LOHFINK expresa
el sentir de muchos contemporáneos cuando formula estas preguntas:
«¿No seria mejor encauzar todas nuestras fuerzas a realizar lo mejor
posible nuestra existencia en este mundo? ¿No deberíamos
esforzarnos al máximo en llevar la vida que se nos ha dado ahora, lo
más decente y humanamente posible y callamos respecto a todo lo
demás? ¿No es mejor aceptar silenciosamente el misterio de la vida,
su oscuridad y sus enigmas, con paciencia, valentía y una confianza
callada y serena y dejar el más allá como un misterio del que nada
sabemos» .
En realidad, estamos demasiado cogidos por el «más acá» para
preocupamos del «más allá». Sometidos a un ritmo de vida que nos
aturde y esclaviza, abrumados por una información asfixiante de datos
y noticias, fascinados por mil atractivos objetos que el desarrollo
técnico ha puesto en nuestras manos, sostenidos en nuestro vivir
diario por un sinfin de pequeñas e inmediatas esperanzas, no parece
que necesitemos un horizonte más amplio que «este mundo» en el
que vivimos encerrados.
De hecho, y a pesar de algunos síntomas de signo contrario, el
mensaje de una vida más allá de la muerte no parece lograr, por lo
general, un interés o una credibilidad especial. Incluso se diría que
verdades como la resurrección de los muertos que, según Hebreos 6,
1, tiene una importancia fundamental para los creyentes, apenas
75

merece hoy la atención de muchos cristianos. Personalmente, he


podido comprobar que no son pocos los que aun confesando su fe en
Dios y su adhesión a Jesucristo, expresan sus dudas o profundas
reservas ante la propia resurrección después de la muerte. Se trata,
sin duda, de una de esas verdades de la revelación que «están en
constante peligro de perder su "existencialidad' en la práctica de la
vida cotidiana del hombre»2.
Y, sin embargo, tarde o temprano, surge el interrogante. La muerte
de un ser querido, el sufrimiento de una enfermedad inexorable, la
amenaza de una vejez cada vez más cercana, la experiencia del
fracaso o la soledad, el mismo aburrimiento de una vida rutinaria y sin
problemas.... nos empujan a preguntamos de muchas maneras: La
vida, ¿es sólo «esta vida»?
La muerte sigue siendo nuestro gran drama, el desafío principal a
todos nuestros logros, la más drástica «anti-utopía» de todas
nuestras aspiraciones, «el gran fallo del sistema». La realidad que
destruye de raíz todos nuestros proyectos individuales y colectivos.
El hombre contemporáneo, como el de todas las épocas, sabe que
en el fondo de su corazón está latente siempre la pregunta más seria
y difícil de responder. ¿qué va a ser de todos y cada uno de
nosotros?
Cualquiera que sea nuestra ideología, nuestra fe o nuestra postura
ante la vida, el verdadero problema al que estamos enfrentados todos
es nuestro futuro. ¿En qué van a terminar los esfuerzos, luchas y
aspiraciones de tantas generaciones de hombres? ¿Cuál es el final
que le espera a la historia dolorosa pero apasionante de la
humanidad?
Si la vida de¡ hombre es un breve paréntesis entre dos nadas, si lo
único que espera a cada hombre y, por lo tanto, a todos los hombres
es el vacío final, ¿qué sentido último pueden tener todas nuestras
luchas, esfuerzos y combates? «¿Qué significan la historia de la
humanidad, la historia de la civilización, si tanto los individuos como
los pueblos no cesan de extinguirse y desaparecer?»3.
Pero ¿podemos hablar con sentido y responsablemente del futuro
que nos espera más allá de la muerte? Podemos hablar ciertamente
de la realidad actual que controlamos y verificamos. Podemos también
hablar del futuro cuando ese futuro es una mera repetición o
continuación del presente que conocemos y podemos observar. Pero,
¿qué se puede decir de un futuro totalmente nuevo que queda más
allá de la muerte, fuera de todas nuestras posibilidades de
observación y verificación?
Nosotros no tenemos una experiencia inmediata de lo que sucede
en el interior mismo de la muerte y menos aún de lo que nos espera
más allá de nuestro morir. Las experiencias que se nos describen hoy
de personas que han "vívido» la muerte no prueban nada a favor de
una posible vida después de la muerte. Estas personas han
experimentado unos procesos psico-físicos, inmediatamente
anteriores a la muerte, pero no han traspasado el umbral mismo de la
muerte4.
76

En realidad, nadie puede demostrar de manera puramente racional


la existencia de la vida eterna ni podemos deducirla a partir de la
experiencia de nuestra realidad mundana actual. El único lenguaje
que podemos emplear al hablar de nuestro futuro último es el
lenguaje de la esperanza. Y la única manera de esperar, no de
manera arbitraria e irracional, sino con una confianza responsable y
del todo razonable es descubrir que ese futuro nuestro se ha iniciado
ya de alguna manera y está actuando en nuestra propia existencia.
El presente trabajo tiene como objetivo clarificar qué es lo que los
cristianos confesamos cuando decimos: «Esperamos en la
resurrección de los muertos». En primer lugar, tomaremos conciencia
más clara de que esta esperanza de los cristianos se apoya en el
acontecimiento de la Resurrección de Jesucristo. En segundo lugar,
trataremos de delimitar mejor el contenido de esa esperanza,
definiendo cuál es la vida y la salvación final hacia la que se orienta
nuestra fe. Por último, reflexionaremos sobre el dinamismo que la fe
en la resurrección de los muertos introduce ya en nuestra actual
existencia y sobre algunas consecuencias que implica para nuestro
vivir de hoy.

1
La Resurrección de Jesucristo
fundamento de nuestra esperanza

EL ACONTECIMIENTO que constituye la garantía y la promesa de


nuestra propia resurrección es la Resurrección de Jesús. Esta es la fe
que anima a las primeras comunidades cristianas: «Aquel que resucitó
al Señor Jesús nos resucitará también a nosotros con él» (2 Co
4,14).

1 La fe en la resurrección en la tradición bíblica

DURANTE MUCHOS siglos los israelitas han pensado que la muerte


es el destino definitivo de los hombres. Generaciones de judíos
creyentes han vivido apoyados en una fe inconmovible en «Yahveh»,
pero sin creer ni sospechar una resurrección de los muertos.
Al morir los hombres descienden al sheol que es un lugar
subterráneo, de oscuridad, silencio y olvido total donde los muertos
llevan una existencia de sombras (refaim) que no merece el nombre
de vida. Allí no existe la alegría de la comunicación ni la posibilidad de
alabar a «Yahveh-. Es el país de los muertos, lugar sin retorno ni
esperanza, del que no se puede volver ya a la vida. Como señala W.
EICHRODT, para el israelita la muerte es una radical separación de
Dios que hunde al muerto en el olvido.
El motivo último que subyace a esta concepción de la muerte
parece ser la idea de que los muertos quedan fuera de la historia de
salvación en la que Dios actúa. «Yahveh» sólo interviene en la
77

historia terrestre y, por lo tanto, no hay esperanza alguna para los


que han muerto 6. El «sheol» está bajo el poder de Dios, pero no es
objeto de su acción salvadera.
No es éste el momento de describir el largo camino que ha
recorrido el pueblo judío hasta llegar a la fe en la resurrección de
esos muertos que habitan el «sheol». Solamente señalaremos los
motivos principales que animan su búsqueda.
«Yahveh» es para Israel un Dios único, que no depende de nadie,
Señor de la historia y de la creación entera. El es Señor de la vida y
de la muerte. «Yahveh da muerte y da vida, hace bajar al "sheol» y
retornar» (1S 2,6). La experiencia humana de la muerte y de la vida
no están sometidas a ningún otro poder sino a la Palabra de
«Yahveh». «La vida como don y bendición de Dios y la muerte corno
castigo y maldición de Dios constituyen los dos ejes entre los que
oscila el destino de una humanidad que Dios ha creado libre y
responsable».
Por otra parte, aparece en los salmos la experiencia de creyentes
que viven con tal profundidad su comunión con Dios que no parece
poder admitir una ruptura. No es que afirmen que Dios resucita a los
muertos, pero su anhelo de amistad y comunión eterna con Dios les
hace esperar que permanecerán para siempre ante Él o junto a Él.
Así canta el Salmo 16: «No me entregarás a la muerte ni dejarás al
que te es fiel conocer la fosa. Me enseñarás el sendero de la vida, me
colmarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha»
(Sal 16, 10-11. Conf. también Sal 49, 73, etc.).
Por otra parte, Israel cree en la justa retribución de Yahveh a los
hombres. Al comienzo y desde una visión colectiva del clan como
responsable, se hablará de una retribución colectiva. Luego, a medida
que se va descubriendo el valor del individuo y su responsabilidad en
el propio destino, se dirá que Dios hace justicia a cada uno según sus
obras a lo largo de su vida terrestre (DT 24, 16; Jr 31, 29-30; Ez 18,
2-4), La literatura sapiencial trata de demostrar que es así, a pesar de
las evidentes contradicciones que se pueden observar en la realidad.
Se comprenden las reacciones exasperadas del libro de Job y del
Qohelet que protestan contra la doctrina tradicional, pues no siempre
los justos reciben de Dios lo que merecen en esta vida. La fe de
Israel, celosa de salvaguardar la justicia de su Dios, irá apuntando
entonces hacia una retribución que se ha de dar después de la
muerte.
Pero será la gran persecución bajo Antíoco Epífanes (167-164 a.C.)
la que pondrá en crisis la fe tradicional y empujará decisivamente a
Israel a espera para sus mártires una vida más allá de la muerte.
¿Cómo va a abandonar «Yahveh» a sus hijos más fieles que,
perseguidos injustamente, han muerto por su causa? Dios los
vengará resucitándolos a una nueva vida y abandonando para
siempre en la muerte a sus perseguidores (2 M 7).
De manera global podemos decir que lo que unifica todos estos
datos es «la incapacidad radical de Israel, como individuos y como
pueblo, para alcanzar la vida prometida por Dios e intuida mediante la
78

experiencia de fe, sin una intervención nueva y radical de 'Yahveh.


El primer texto que habla explícitamente de la resurrección es con
bastante probabilidad el Apocalipsis de Isaías 24-27 (s. 111 a.C.).
«Vivirán tus muertos, tus cadáveres se alzarán, despertarán jubilosos
los que habitan en el polvo. Porque tu rocío es rocío de luz y la tierra
de las sombras los dará a luz(ls 26, 19). Pero los dos pasajes
indiscutidos que nos hablan expresamente de la resurrección de los
muertos son del tiempo de los Macabeos. Así, podemos leer en el
libro de Daniel (ca. 165/164): «Muchos de los que duermen en el
polvo despertarán: unos para vida eterna, otros para ignominia
perpetua» (Dn 12, 1-2). Por su parte, el relato del martirio de los siete
hermanos macabeos nos ofrece una teología explícita y firme de esta
misma resurrección (2 M 7).
Esta fe en la resurrección va a ir transformando el pensamiento
tradicional de Israel. El «sheol» ya no será el país definitivo de la
muerte, sino el lugar de espera donde los muertos aguardan el juicio y
la resurrección final. En tiempos de Jesús estaba ya muy extendida la
fe en la resurrección, aunque no es fácil describir las creencias del
judaísmo en esta época, pues «las concepciones de la vida futura no
son uniformes, sino variadas y algunas veces incoherentes»9.
En los ambientes saduceos de línea tradicional se rechazaba la
idea de una resurrección como una innovación intolerable y en
desacuerdo con la Tora.
En Qumran no parece que la doctrina de la resurrección haya
preocupado demasiado a la comunidad. No se han encontrado textos
que hablen de ella, aunque estudiosos como K. SHUBERT, J. VAN
DER PLOEG opinan que algunos pasajes hablan probablemente de
una entrada en un universo transformado,
En los ambientes fariseos y en la mentalidad popular se cree en la
resurrección, aunque de maneras muy variadas y a veces confusas.
Lo mismo observamos en la literatura apocalíptica donde todas las
combinaciones y variaciones son posibles. A veces, se nos dice que
todos resucitarán antes del juicio para recibir la salvación o la
condenación. Otras veces, que resucitarán únicamente los justos para
participar de la vida eterna. Se nos describe la resurrección como
algo que sucederá en esta tierra, en esta tierra transformada en el
paraíso. Será con un cuerpo restaurado, transformado, sin cuerpo....

2 La fe cristiana en la resurrección de los muertos

PERO LA FE de las primeras comunidades cristianas no ha surgido


como desarrollo o articulación de ninguna de estas especulaciones
apocalípticas del judaísmo tardío.
No es tampoco una certeza de orden metafísico que se deduce
racionalmente de la antropología semita o de la concepción que
podían tener aquellos hombres del universo y las leyes cósmicas. «Un
cristiano no cree en la resurrección de los muertos como un griego
podía creer en la inmortalidad del alma 10.
79

No proviene tampoco de una especie de revelación que Jesús


habría descubierto a sus discípulos sobre la suerte del hombre
después de la muerte. «El creyente no está mejor "informado» sobre
los acontecimientos, los lugares y las situaciones del futuro, como
equivocadamente solía presuponer la escatología tradicional» 11.
Tampoco se trata de un optimismo sin fundamento alguno o de una
rebelión irracional contra el destino brutal del hombre que parece
acabar definitivamente en la muerte.
La fe cristiana en la resurrección se funda en la resurrección de
Cristo de entre los muertos. Es una actitud de confianza y esperanza
gozosa que ha nacido de la experiencia vivida por los primeros
discípulos que han creído en la acción resucitadora de Dios que ha
levantado al muerto Jesús a la Vida definitiva. El punto de partida de
la fe cristiana es Jesús experimentado y reconocido como viviente
después de su muerte. En esto concuerdan todos los testimonios de
las primeras comunidades, por encima de divergencias y diferencias:
«El Crucificado vive para siempre junto a Dios como compromiso y
esperanza para nosotros». 12
Los primeros creyentes nunca han considerado la resurrección de
Jesús como un hecho aislado que sólo le afectara a Él, sino como un
acontecimiento que nos concierne a nosotros, porque constituye la
garantía de nuestra propia resurrección.
Si Dios ha resucitado a Jesús, esto significa que no solamente es el
Creador que pone en marcha la vida. Dios es un Padre, lleno de
amor, capaz de superar el poder destructor de la muerte y dar vida a
lo muerto. Si Dios ha resucitado a Jesús, esto significa que la
resurrección que los judíos esperaban para el final de los tiempos ya
se ha hecho realidad en Él.
Pero Jesús sólo es el primero que ha resucitado de entre los
muertos. El primero que ha nacido a la vida. «El primogénito de entre
los muertos» (Col 1, 18). El que ha abierto el seno de la muerte y se
nos ha anticipado a todos para alcanzar esa Vida definitiva que nos
está reservada también a nosotros. Su resurrección no es sino la
primera y decisiva fase de la resurrección de la humanidad.
Porque Jesús no sólo resucita cronológicamente el primero. Dios lo
resucita como «el iniciador de un nuevo mundo» 13, las primicias de
una cosecha que con él comienza ya a recogerse: «Cristo resucitó de
entre los muertos como primicias de los que durmieron. Porque
habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre
viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en
Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero cada
cual en su rango: Cristo como primicias; luego, los de Cristo en su
venida» (1 Co 15, 20-23; cfr. 1 Ts 4, 14).
Uno de los nuestros, un hermano nuestro, Jesucristo, ha resucitado
ya abriéndonos una salida a esta vida nuestra que termina fatalmente
en la muerte. En él reviviremos también nosotros. Es su resurrección
la que nos abre la posibilidad de alcanzar la nuestra. Si vivimos desde
Cristo, un día resucitaremos con Él. «Dios que resucitó al Señor,
también nos resucitará a nosotros por su fuerza(1 Co 6, 14).
80

Por eso, la meta de nuestra esperanza no es simplemente nuestra


resurrección, sino la comunión con el Señor resucitado. Cuando los
cristianos confesamos nuestra esperanza, vinculamos nuestro destino
al de Cristo resucitado por el Padre 14. Él es para nosotros «el último
Adán, espíritu que da vida» (1 Co 15, 45). En Él alcanzará la
humanidad su verdadera plenitud. «Si el Espíritu de aquel que
resucitó a Cristo de entre los muertos vive en vosotros, el que resucitó
a Cristo de entre los muertos vivificará también nuestros cuerpos
mortales por el Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8, 11).
«La resurrección de Jesucristo es, por consiguiente, el
fundamento, núcleo y eje de toda esperanza cristiana» 15. Él es quien
«tiene las llaves de la muerte» (Ap 1, 18). Ciertamente, como decía S.
Pablo, «si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe» (1 Co 15,
17).

2
El contenido de nuestra fe
en la resurrección de los muertos

PERO, ¿QUÉ SIGNIFICA, en concreto, creer en la resurrección de


los muertos? ¿Qué es lo que realmente esperamos cuando hablamos
de nuestra resurrección? ¿Cuál ha sido la fe de los primeros
creyentes?
Naturalmente, la nueva vida después de la muerte resulta
inaccesible a todo lenguaje que pretenda describirlo. Los primeros
cristianos no hacen sino sugerirla por contraste y en oposición a
nuestra condición actual. Sin embargo, su lenguaje es muy clarificador
para captar mejor el contenido de nuestra esperanza.

1 Vida más allá de la muerte

UNA CERTEZA anima la fe de todas las comunidades cristianas. Si


Dios ha resucitado a Jesús, esto significa que Dios no abandonará
nunca a los hombres, no permitirá su fracaso final. Dios está
dispuesto a salvar al hombre, incluso por encima y más allá de la
muerte.
La muerte no tiene la última palabra. La Vida es mucho más que
esta vida. La historia de los hombres no es algo enigmático, oscuro,
sin meta ni salida alguna. No es un breve paréntesis entre dos vacíos
silenciosos. En el resucitado se nos descubre ya el final, el horizonte
de vida que da sentido a toda nuestra historia. «Bendito sea el Dios y
Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien, por su gran misericordia,
mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos nos ha
reengendrado a una esperanza viva» (1 Pe 1, 3).
Esta esperanza en una «vida eterna» no es algo inútil y sin sentido.
Y cuando se desvanece entre los hombres, el mundo no se
enriquece, sino que queda vacío de sentido y pierde su verdadero
81

horizonte.
Si lo reducimos todo a las esperanzas internas de la historia, «¿qué
clase de esperanza en el más acá puede haber aquí y ahora, para
quienes sufren, para los débiles, los vencidos, los viejos, para todos
cuantos no forman parte de la élite de quienes empujan la historia
hacia un futuro de salvación» 16. ¿Qué esperanza podremos tener
nosotros mismos, que no tardaremos en formar parte del número de
quienes no han visto cumplidos sus anhelos, esperanzas y
aspiraciones? ¿Qué sentido puede tener nuestra vida eternamente
inacabada y sin posibilidad alguna de realización definitiva?
Pero hay que decir algo más. La humanidad necesita una
esperanza no sólo para las generaciones futuras, como pretende
ofrecer el marxismo, sino también para los que han muerto ya en el
pasado, para todos aquellos que, a lo largo de los siglos, han sido
vencidos, humillados, oprimidos, y hoy están ya olvidados. Si no hay
otra vida, ¿cuándo podrá triunfar la víctima inocente sobre su
verdugo?
RS/REVOLUCION:REVOLUCION/RS: K. MARX olvida demasiado
ligeramente el carácter alienante de la muerte. Si todo termina en la
muerte, ¿quién hará verdadera justicia a tantos hombres y mujeres
que han luchado y luchan hoy por construir una sociedad mejor que
ellos nunca disfrutarán? Si el revolucionario tiene que morir y terminar
en la nada, en definitiva, se le niega el fruto de su trabajo
revolucionario, que será capitalizado y disfrutado por otros que un día
vivirán a su costa. Y, entonces, queda sin solución última
precisamente el problema que Marx quería resolver: que no haya
nadie que viva a costa de otros. "Con la muerte, el revolucionario
queda desposeído del fruto de su trabajo en-la-historia, del que, en el
mejor de los casos, sólo disfrutará una casta de privilegiados que no
tienen más mérito para ello que el haber nacido en otro tiempo: el
esquema de "unos a costa de otros' se mantiene» 17.
R. GARAUDY ha captado perfectamente el problema:
«¿Cómo podría yo hablar de un proyecto global para la humanidad,
de un sentido para la historia, mientras que millares de millones de
hombres en el pasado han sido excluidos de él, han vivido y han
muerto... sin que su vida y su muerte hayan tenido un sentido?
¿Cómo podría yo proponer que otras existencias se sacrificaran para
que nazca esta realidad nueva, si no creyera que esa realidad nueva
las contiene a todas y las prolonga, o sea, que ellos viven y resucitan
en ella? 0 mi ideal de socialismo futuro es una abstracción, que deja a
los elegidos futuros una posible victoria hecha a base del
aniquilamiento de las multitudes, o todo sucede como si mi acción se
fundara sobre la fe en la resurrección de los muertos» 18.

Como apuntaba E. BLOCH, nadie sabe científicamente si esta vida


contiene o no algo que sea susceptible de ser totalmente
transformado, pero la fe cristiana apoyada en la resurrección de
Jesús lo afirma dando así un sentido último a toda nuestra historia.
82

2 Radical transformación en Cristo resucitado

CUANDO los primeros cristianos confiesan su fe en la resurrección


de los muertos, no piensan nunca en una prolongación indefinida de
lo que ha sido la vida en la tierra. Se alejan así, decisivamente, de
ciertas corrientes de¡ judaísmo tardío.
Nosotros no creemos en la reanimación de unos cadáveres que
retornan a esta vida para continuar indefinidamente nuestra existencia
actual. «El hombre resucita no a la vida biológica, sino a la vida eterna
que ya no se ve amenazada por la muerte» 19. La resurrección
significa para nosotros la asunción en la realidad última de Dios,
Origen y Meta última de nuestra existencia.
La resurrección inaugura para nosotros una era nueva y definitiva
en un cosmos renovado. Supone, por consiguiente, una radical
transformación a un estado nuevo y definitivo que designamos con el
término de vida eterna. Una transformación del hombre entero,
recreado por la acción vivificadora de ese Dios que ha resucitado a
Jesús. «Un ingreso en el más hondo y originario fundamento y sentido
del mundo y del hombre, en el inefable secreto de nuestra realidad:
un arribo de la muerte a la vida, de lo visible a lo invisible, de la
oscuridad mortal a la luz eterna de Dios» 20.
RS/COMO-SERÁ: Pero esta radical transformación no es una
ruptura con nuestra realidad actual. La resurrección no es una
creación a partir de la nada, sino la transformación radical de un
muerto al que Dios introduce en la vida eterna. Seré yo mismo el que
resucite aunque no sea el mismo. La resurrección implica, pues, una
continuidad de la persona, pero una transformación radical de su
condición terrestre.
San Pablo utiliza una analogía muy sencilla para tratar de expresar
su pensamiento. De la misma manera que Dios hace surgir una planta
nueva de una semilla, así también puede hacer surgir un hombre
nuevo a partir de aquél que ha caído en la muerte. «Alguno
preguntará: ¿Y cómo resucitan los muertos? ¿Qué clase de cuerpo
tendrán? Necio, lo que tú siembras no cobra vida si antes no muere.
Y, además, ¿qué siembras? No siembras lo mismo que va a brotar
después, siembras un simple grano de trigo, por ejemplo, o de alguna
otra semilla. Es Dios quien le da la forma que a él le parece, a cada
semilla la suya propia» (1 Co 15, 35-38).
Pero también nosotros tenemos derecho a preguntar como los
corintios. ¿Es que vamos a resucitar con un cuerpo? ¿Con qué
cuerpo?
Antes que nada, hemos de entender correctamente el lenguaje de
los primeros cristianos. San Pablo no puede ni imaginar una existencia
sin cuerpo después de la muerte. Es que para él, como para todo
semita, el cuerpo (soma) indica al hombre entero y no esa realidad
física, biológica en la que nosotros habitualmente pensamos cuando
empleamos ese término.
En la mentalidad semita, el cuerpo no es la parte material que tiene
el hombre, como contrapuesta a su parte espiritual. No es, como en la
83

concepción griega, la cárcel o el sepulcro donde queda encerrada el


alma. El cuerpo es el hombre entero en cuanto que es un ser que se
manifiesta, se relaciona y entra en comunión con Dios, con los
hombres y con los demás seres. En realidad, para un hebreo, el
hombre no «tiene cuerpo» sino que «es» cuerpo, es decir, comunión,
apertura, relación 21.
Supuesto esto, ¿cómo conciben los primeros cristianos nuestra
resurrección? Antes que nada afirman que nuestra condición futura
será la que corresponde al modo de existencia de Cristo resucitado.
Seremos configurados y conformados con el cuerpo de su gloria. Esta
es la esperanza de San Pablo: «Nosotros somos ciudadanos de¡ cielo,
de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual
transfigurará nuestro cuerpo de miseria en un cuerpo de gloria como
el suyo, con esa energía que le permite incluso someterse todas las
cosas» (Flp 3, 20-21).
La resurrección significa que Dios lleva a su plenitud esa vida que
ha empezado ya a crear en nosotros por medio de Cristo resucitado.
Incluso, podemos decir, que la resurrección no es otra cosa sino
«Jesucristo mismo, en cuanto que penetra en la vida individual de los
hombres y se convierte en la fuerza de una vida nueva que llega a su
plenitud por el acto creador de Dios en la resurrección de los
muertos» 22.
Pero, ¿no podemos decir nada más de nuestra condición futura de
vida plena en Cristo resucitado? San Pablo se limita a expresarse en
un lenguaje de contraste con nuestra actual condición. «Así pasa con
la resurrección de los muertos: se siembra lo corruptible, resucita
incorruptible; se siembra lo miserable, resucita glorioso; se siembra lo
débil, resucita fuerte; se siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo
espiritual» (1 Co 15, 42-44).
San Pablo habla de nuestra transformación futura en la
resurrección trazando una oposición entre nuestra condición actual y
la que viviremos una vez resucitados en Cristo 23.
Nuestra condición actual está marcada por la corrupción, es decir,
por un proceso de destrucción y deterioro que va arruinando nuestra
vida y alienando nuestra existencia. Somos mortales no porque al
término de nuestra vida biológica hay un final, sino porque
constantemente nuestra vida se va vaciando desde dentro, se va
desgastando y va «muriendo». La incorruptibilidad de los resucitados
significa la plenitud de la vida, la eliminación de la muerte en todas
sus formas, la libertad plenamente realizada. «Cuando esto
corruptible sea vestido de incorruptibilidad y esto mortal sea vestido
de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra escrita: «Se aniquiló
la muerte para siempre(/1Co/15/54-55).
Actualmente, vivimos en una condición de miseria, rota la relación
viva de comunión que nos podía unir con Dios. Pero, resucitados,
viviremos con un «cuerpo de gloria», es decir, vivificados por la fuerza
creadora de Dios, transfigurados por su gloria, en total comunión,
apertura y comunicación con Él. «Los sufrimientos de¡ tiempo
presente son cosa de nada comparados con la gloria que va a
84

revelarse reflejada en nosotros» (Rm 8, 18). Por eso, los creyentes


«se sienten seguros en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios(Rm
5, 2).
Apartados de Dios, nuestra situación actual es de fragilidad,
debilidad e impotencia. Resucitados, será la misma fuerza de Dios que
la transformará todo nuestro ser. Los cristianos esperan ser
resucitados después de la muerte por esa «fuerza poderosa que
desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos(Ef 1, 19-20).
Actualmente, nuestro cuerpo es «síquico». Para San Pablo, el
hombre «síquico» es el hombre dejado a sí mismo, a sus propios
recursos, cerrado a Dios. Pero los resucitados tendrán un «cuerpo
espiritual», es decir, una personalidad vivificada por el Espíritu mismo
de Dios, transformada y penetrada por el Aliento vital del Creador. El
resucitado es un hombre determinado totalmente por el Espíritu de
Dios. Alguien "que se halla definitivamente en la dimensión de Dios,
que se ha adentrado total y absolutamente en el señorío de Dios»
24.
En resumen, lo que Pablo quiere expresar es que el resucitado es
un hombre lleno de la realidad divina, alguien «en quien la vida de
Jesús se ha manifestado» (2 Co 4, 10), Como dice P. N. WAGGETT,
«no se nos pide que creamos en la reconstrucción del cuerpo según
un modelo que pertenece al reino de la muerte, sino creer que tanto
la muerte del cuerpo como la muerte del espíritu han sido vencidos
por Cristo»

3 Salvación integral

CON EL FIN de entender mejor lo que significa creer en la


resurrección de los muertos vamos a contraponer la fe cristiana con
otras dos concepciones: la inmortalidad del alma y la reencarnación.

1 SEGÚN la filosofía platónica, en el hombre hay un alma inmortal


que no se ve afectada por la muerte de¡ cuerpo. Al contrario, cuando
el cuerpo muere, el alma queda liberada de las ataduras de la materia
y regresa al reino de la vida divina y eterna.
De esta concepción se derivan una serie de consecuencias
importantes. En primer lugar, parece que la muerte del hombre no se
toma con la debida seriedad. No es una muerte total. Es el cuerpo lo
único que muere, como si el núcleo más ínfimo de la persona quedase
indemne, sin ser afectado por la muerte.
Consiguientemente, tampoco se toma en serio la superación de la
muerte. No hay resurrección total. Lo que tiene futuro y alcanza su
plena realización no es el hombre en su totalidad, sino tan sólo una
parte: su alma. Además, como advierte oportunamente E. KÄSEMANN:
«No es tan seguro que la simple supervivencia garantice sin más la
felicidad» 26.
Pero, sobre todo, lo que hay que señalar es que, según esta
concepción griega, el principio que asegura la supervivencia del
hombre está en el mismo hombre y no en la acción de Dios. Se trata
85

de una concepción antropológica que se quiere basar en la


naturaleza misma de¡ hombre y no de una esperanza que se apoya
en la intervención salvadora de Dios.
Pues bien, aunque durante muchos años se ha predicado casi más
sobre la inmortalidad del alma que sobre la resurrección de los
muertos, y aunque son bastantes los cristianos que creen más en la
inmortalidad del alma que en la acción resucitadora de Dios, hemos
de decir que en todo el Nuevo Testamento no encontramos el más
mínimo rastro de una esperanza de vida eterna que se apoye en la
naturaleza inmortal del alma. La esperanza de los cristianos se funda
exclusivamente en la intervención poderosa de Dios que ha
resucitado a Jesús de entre los muertos. Cristo es nuestra esperanza.
Los hombres no alcanzamos nuestra realización definitiva por
nosotros mismos, en virtud de un alma indestructible que hay en
nosotros, sino por la acción salvadera de Dios que nos con-resucita
con Cristo.
Por otra parte, la esperanza de los cristianos no piensa sólo en el
futuro para una parte de la persona. No es sólo el alma la que alcanza
su plena realización, sino también el cuerpo, es decir, todo el hombre.
La fe cristiana excluye cualquier visión de la vida eterna que
menosprecie el cuerpo como algo sin futuro. No creemos en una
continuidad material de nuestra actual condición corporal, pero sí en
una transformación de nuestra actual corporal¡dad. Como dice R.
GUARDINI: «El cristianismo es el único que se atreve a situar un
cuerpo de hombre en pleno corazón de Dios» 27.
Pero hemos de ser conscientes de todo lo que esto significa. Según
nuestra fe, el hombre no alcanza su realización plena como un «yo»
espiritual ajeno al mundo y a la historia, sino que, por el contrario,
regresa a Dios como hombre entero, incluso con su corporalidad y,
por lo tanto, con su mundo, su historia y su vida entera. La
resurrección del cuerpo arrastra consigo la del mundo y la de la
historia en la que el hombre está inserto gracias a su corporalidad.
Creemos en la resurrección de la persona total y concreta, que ha
llegado a ser lo que es por su relación con el mundo y su actuación
corpórea en la historia mundana. No esperamos un futuro para almas
que emigran de este mundo, sino para personas en las que están
inscritas y conservadas las huellas de nuestra historia y nuestro
mundo.
Es el hombre entero y, por tanto, su mundo concreto y su historia,
los que recibirán de Dios un nuevo futuro. Por consiguiente, este
mundo no es para nosotros un lugar material perecedero cuyo único
objetivo es producir espíritus puros para el otro mundo. En realidad,
los cristianos no deberíamos hablar de otro mundo, de otra vida, sino
de este mundo y de esta vida nuestra que serán transformados y
serán «otros» por la acción resucitadora de Dios inaugurada en
Jesucristo.
Con estas expresivas palabras recoge W. BREUNING el sentido de
la fe cristiana en la resurrección total del hombre: «Dios ama algo más
que las moléculas que en el momento de la muerte se encuentran en
86

el cuerpo. Ama a un cuerpo marcado por el cansancio, pero también


por la nostalgia insatisfecha de un peregrinar, a lo largo del cual ha
dejado muchas huellas tras de sí en un mundo que se ha hecho
humano en virtud de dichas huellas... Resurrección del cuerpo
significa que, para Dios, nada de todo ello ha sido en vano, porque Él
ama al hombre. Él ha recogido todas las lágrimas, y ni la más mínima
sonrisa le ha pasado inadvertida. Resurrección del cuerpo significa
que el hombre no recupera en Dios únicamente su último momento,
sino toda su historia» 28.

2 HEMOS de distinguir también con suficiente claridad nuestra fe en


la resurrección de los muertos de la creencia en la reencarnación o la
transmigración de las almas. Esta cosmovisión que aparece por vez
primera en la literatura religiosa hindú y más tarde en el budismo y en
la doctrina de la metempsícosis de diversas escuelas
filosófico-religiosas de Grecia, es aceptada hoy ampliamente en
Oriente y suscita un interés no despreciable en algunos ambientes
occidentales.
Según esta creencia, el hombre para alcanzar su purificación y
liberación definitivas tiene que peregrinar por varias vidas terrenas.
La muerte no es, por tanto, una partida definitiva, sino que se nos
ofrece de nuevo la posibilidad de otra vida que recomienza desde el
principio.
Todo este proceso de evolución o involución está dirigido por la ley
del Karma, es decir, toda acción (karma) buena o mala tiene un efecto
que automáticamente determina el destino del hombre y la índole de
la próxima reencarnación. Las acciones buenas llevan
automáticamente a una reencarnación de orden superior y más feliz,
mientras las acciones malas conducen, inevitablemente, a una
reencarnación de rango inferior y más infeliz. En el budismo, esta
serie de reencarnaciones pueden culminar en el nirvana y la fusión
con el Absoluto.
No carece esta visión de aspectos sugestivos para más de uno. Se
explica satisfactoriamente la diferencia de condiciones y destinos de
los individuos. Se ofrece a todos la posibilidad de purificación. Se
entiende mejor la brevedad de nuestra vida individual en contraste
con la inconmensurabilidad del tiempo cósmico.
Sin embargo, quizá sus principales limitaciones se detectan al
cotejarlo con la fe en la resurrección.
Los individuos no tienen cada uno verdadero valor. Lo importante
es la eterna génesis del Uno, del Absoluto. Los individuos van
circulando y transmigrando como una necesidad de esa génesis del
Todo. «La realidad se despliega en una sucesión indefinida y
recurrente de nacimientos y muertes, de evolución e involución, sobre
el fondo inmutable de la rigurosa unicidad del Ser. Sólo existe de
verdad el Uno, el Absoluto. La multiplicidad es ilusión o tragedia
metafísica propiciada por la encarnación» 29.
Por el contrario, desde una perspectiva cristiana, Dios crea por
amor a cada individuo como un ser único y singular que nunca deberá
87

ser sacrificado al Todo divino, pues Dios mismo quiere entablar con él
un diálogo personal.
Además, en la visión reencarnacionista, el mal se concibe como una
realidad física y, consiguientemente, la salvación aparece como un
proceso mecánico dirigido por la ley inflexible del «Karma» y donde el
amor está ausente. Para los cristianos, el mal es moral y consiste en
la ruptura personal con ese Dios que es Amor. Por eso, la salvación
no es algo mecánico, sino fruto del amor salvador de Dios y de la
conversión personal del hombre que se va madurando en el espacio
de su existencia temporal. La muerte puede finalizar su tiempo, pero
no destruir su vida, pues el Amor creador de Dios lleva a su plenitud
aquella vida que empezó a crear en nosotros como individuos aquí en
la tierra.
Por todo ello, para los cristianos esa vida futura después de la
muerte sólo puede llevar un nombre que no es el de inmortalidad o
reencarnación, sino el de resurrección.

4 ¿Cuándo resucitaremos?

SIN DUDA, son muchas las preguntas que nos podemos hacer en
tomo a esta resurrección. ¿Cuándo sucederá? ¿Hemos de esperar
hasta «el final de los tiempos» o podemos esperar una resurrección
inmediata en el momento en que morimos cada uno? ¿Qué pensar de
ese «estado intermedio» entre la muerte y la resurrección final?
¿Cómo imaginar la situación del hombre durante esa larga espera?
San Pablo mantiene firme su esperanza en Cristo, pero su
pensamiento permanece indeciso al hablarnos de ese estado
intermedio entre la muerte individual de cada uno y la resurrección
final.
Ciertamente, nuestra transformación gloriosa tendrá lugar cuando
venga el Señor. Entonces seremos «revestidos» de su gloria (Flp 3,
20-21). Pablo preferiría llegar a ese momento vivo, es decir, «vestido»
con su cuerpo. Pero ve cada vez con más claridad la probabilidad de
morir antes de la venida del Señor.
Lo único que nos afirma de este estado intermedio entre la muerte y
la resurrección final es lo que sigue. El hombre está «desnudo», es
decir, sin cuerpo. Pero «vive con el Señor» (2 Co 5, 8), está con el
Señor. Este «vivir con el Señor», sin el cuerpo, es más deseable que
vivir en la tierra con cuerpo pero lejos del Señor. Pablo lo prefiere.
«Mientras habitamos en el cuerpo, vivimos lejos del Señor.... y
preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor» (2 Co 5,
6-8).
La convicción que parece subyacer en todo su planteamiento es
que el creyente está tan unido al Señor desde esta vida, que la
muerte no puede interrumpir esa comunión, sino que prosigue y se
hace más real, aun sin alcanzar todavía la plenitud final de la
resurrección.
San Pablo no sabe probablemente explicar cómo es que el muerto
puede vivir con el Señor sin que haya sucedido todavía la
88

resurrección final. Pero su fe es firme y clara: «Si vivimos, para el


Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya
vivamos, ya muramos, del Señor somos» (Rm 14, 8). No duda de su
fe: «Estoy plenamente seguro, ahora como siempre, de que Cristo
será glorificado en mi cuerpo, por mi vida o por mi muerte, pues, para
mí, la vida es Cristo y, morir, una ganancia» (Flp 1,20-21).
¿Qué podemos decir nosotros? En primer lugar, la muerte no nos
podrá separar de Cristo que es «Señor de vivos y muertos» (Rm 14,
9). El hombre sigue viviendo en el Señor antes de la resurrección
final.
Pero esta «vida-en el Señor» no es todavía la resurrección gloriosa
del fin cuando irrumpa en plenitud el poder de Dios sobre el mundo.
No es fácil explicar ese -estado intermedio». HOY son bastantes los
que, abandonando la doctrina de un alma inmortal, hablan de una
resurrección que acontece en la muerte misma del individuo 30.
Según esto, al morir, el hombre sale del tiempo y penetra ya en la
eternidad. Pero en ese mundo eterno de Dios ya no existe nuestro
espacio ni nuestro tiempo. Por eso, el muerto deja tras de sí el tiempo
histórico y penetra en el final del mundo. Ya no existe estado
intermedio. Los hombres van muriendo en distintos momentos de la
historia, pero todos van encontrando a Dios en el único y eterno
punto de la «vida eterna».
Posición sugestiva que, sin embargo, ofrece sus dificultades.
«¿Cómo puede propiamente finalizar ya la historia en algún sitio
(¡fuera de Dios mismo!) mientras que en realidad se encuentra
todavía de camino?» 31. ¿Qué ocurre con la dimensión universal de
la resurrección? ¿Llegará alguna vez la consumación final del
cosmos?
Con fecha de 17 de mayo de 1979, la Congregación de la Fe
publicaba una «Carta referente a algunas cuestiones de escatología».
En ella se dice que «la Iglesia afirma la continuidad y la existencia
autónoma del elemento espiritual en el hombre tras la muerte». Y, sin
pretender limitar la investigación teológica, afirma que no hay
fundamentos sólidos para prescindir del término «alma», sino que, por
el contrario, ve en él «un instrumento verbalmente necesario para
asegurar la fe de la Iglesia».
Lo que sí debemos decir es que no se trata de «canonizar» una
determinada metafísica ni una teoría del «alma separada» . Se trata
más bien de afirmar la continuidad de nuestro «yo» más allá de la
muerte, cuando ya no posee un cerebro como sustrato fisiológico e
instrumento de actuación. No es propiamente «un alma separada»,
sino un «yo» que ha «interiorizado» la materia a lo largo de la vida y
ha llegado a ser lo que es por su actuación a través de la
corporalidad. Tampoco se trata de la parte indestructible del hombre
que por su misma esencia exige pervivencia, sino del yo del hombre
que recibe la vida de quien es el Amor.
Algunos como P. BENOIT 33 piensan que ese «YO» del hombre
muerto es vivificado por su unión vital con el cuerpo de Cristo
resucitado. El Espíritu que vivifica al hombre más allá de su muerte
89

sería el Espíritu de Cristo resucitado que, al final de los tiempos,


llevará a sus elegidos a la plenitud.

3
Dinamismo de la fe en la resurrección

LA FE EN LA RESURRECCIÓN final introduce un dinamismo nuevo


en nuestra existencia actual e implica ya unas exigencias en nuestro
modo de vivir «el más acá».
Antes que nada, hemos de decir que la comunión final con Cristo
resucitado en la plenitud de su gloria, exige ya desde ahora una
comunión de vida y de actuación durante nuestra vida terrestre. Para
decirlo gráficamente con JON SOBRINO: «Sería un error pretender
apuntarse a la resurrección de Jesús en su último estadio, sin recorrer
las mismas etapas históricas que El recorrió» 34.
Vivimos ya como hombres «resucitados», en camino hacia la Vida
definitiva, en la medida en que recorremos el camino de Jesús.
Resucitaremos en la medida en que hayamos vivido animados por el
Espíritu que lo resucitó a Él. No todo resucitará. De todos nuestros
esfuerzos, luchas, trabajos y sudores, permanecerá lo que haya sido
vivido en el Espíritu de Jesús, lo que haya estado animado por el
amor. «Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los
muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo Jesús de
entre los muertos, dará también la vida a vuestros cuerpos mortales
por su Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8, 11; cfr. Ga 6, 7-8).
Tenemos que vivir como San Pablo, «tratando de llegar a la
resurrección de entre los muertos» (Flp 3, 11).

1 Fe radical en el Dios de Jesucristo

LA FE EN LA RESURRECCIÓN implica una radicalización de nuestra


fe en el Dios que ha resucitado a Jesucristo.
Nosotros creemos que Dios no es sólo el Creador de la vida que, en
los orígenes, llama de la nada al ser, sino el Resucitador que, al final,
es capaz de llamar de la muerte a la vida. Él está al comienzo y al final
de la vida. Es Alfa y Omega.
Nosotros «no ponemos nuestra confianza en nosotros mismos, sino
en Dios que resucita a los muertos» (2 Co 1, 9). Creemos que más
allá de la muerte, más allá de los límites de todo lo que en esta vida
experimentamos, Dios tiene la última palabra. Palabra que crea una
vida que ni la misma muerte puede detener, pues es vida que procede
del amor infinito de Dios y, por tanto, más fuerte incluso que la
muerte.

2 Amor a la vida
90

QUIEN ha creído en la resurrección comienza a creer en Dios de


manera nueva, como un «Dios de vivos», como un Padre
«apasionado por la vida» y, en consecuencia, comienza a amar la
vida de manera radicalmente nueva, con un amor total: amor a la vida
antes de la muerte y amor a la vida después de la muerte.
Quien vive desde la dinámica de la resurrección afirma la vida y la
ama ya desde ahora. Vive creciendo como hombre, liberándose de
toda servidumbre, esclavitud o alienación que nos esteriliza y mata,
acrecentando la capacidad de amar, desarrollando todas las
posibilidades creativas.
Pero, al mismo tiempo, quien cree en la resurrección afirma la vida
eterna, la ama y la busca frente a «una absolutización de la vida
vivida aquí y ahora» 35. Frente a ese grito que, de diversas maneras
se escucha en nuestra sociedad: «Lo queremos todo y lo queremos
ahora», frente a ese afán de estrujar la vida y reducirla al disfrute del
presente, frente «al hedonismo como ideología del goce irreflexivo de
la vida, el consumismo como ideología de la disponibilidad ilimitada
sobre los bienes de consumo de la sociedad de la opulencia» 36,
nosotros afirmamos que este mundo no es lo definitivo, la realidad
última en la que debemos enraizar nuestra felicidad. Somos
peregrinos que arrastramos esta tierra hacia su plenitud.
Probablemente, muchos suscribirían también hoy las palabras
apasionadas de NIETZSCHE: «Yo os conjuro, hermanos míos,
permaneced fieles a la tierra y no creáis en los que os hablan de
experiencias supraterrenas. Consciente o inconscientemente, son
unos envenenadores.... La tierra está cansada de ellos; ¡que se
vayan de una vez!» Pero ¿qué es ser fiel a esta tierra que clama por
una plenitud y reconciliación total? ¿Qué es ser fiel al hombre y a toda
la sed de felicidad que se encierra en su ser?
Los cristianos hemos sido acusados de haber puesto nuestros ojos
en la otra vida y habernos olvidado de ésta. Y, sin duda, es cierto que
una esperanza mal entendida ha conducido a bastantes cristianos a
abandonar la construcción de la tierra e, incluso, a sospechar de casi
toda felicidad o logro terrestre disfrutado por los hombres.
Y, sin embargo, la esperanza en la resurrección consiste
precisamente en buscar y esperar la plenitud y realización total de
esta tierra. Ser fiel a este mundo hasta el final, sin defraudar ni
desesperar de ningún anhelo o aspiración verdaderamente
humanos.

3 Nueva actitud ante el morir

MU/DESHUMANIZADA: EN LA SOCIEDAD moderna existe una


verdadera crisis sobre el sentido que hemos de dar a la muerte. «No
podemos conservar ya la actitud antigua cara a la muerte y todavía no
hemos descubierto una actitud nueva respecto a ella» 37,
Se está imponiendo una nueva manera de morir. La muerte
repentina, antes rara, se ha convertido en algo frecuente en nuestros
91

días. Por otra parte, los enfermos no mueren en el entorno familiar del
hogar, sino en un centro médico, rodeados de los más modernos
adelantos técnicos, pero donde «la agonía se convierte en un
proceso mecánico, despersonalizado y, a menudo, deshumanizado-
38.
La muerte se ha convertido para muchos en un acontecimiento
solitario, aislado, confinado al mundo de los técnicos sanitarios. En
ese «aislamiento de la muerte», el hombre apenas recibe algo que lo
ayude a vivir más humanamente ese momento transcendental de su
vida. Una de las situaciones más crueles de nuestra sociedad es la
soledad en la que queda abandonado el moribundo con sus dudas,
sus miedos y angustias, privado de su derecho a conocer, preparar y
vivir humanamente su propio morir.
P. L. BERGER ha dicho que «toda sociedad humana es, en última
instancia, una congregación de hombres frente a la muerte». Por ello,
precisamente es ante la muerte donde aparece con más claridad la
«verdad» de la civilización contemporánea que no sabe exactamente
qué hacer con ella si no es ocultarla asépticamente y evitar al máximo
su trágico desafío. ¿Qué es lo que puede aportar la esperanza
cristiana?
El creyente no acepta el nihilismo de quienes se acercan a su
muerte como a la definitiva extinción en la nada. El morir no es para
los cristianos ese hecho brutal y absurdo del que nos habla J. P.
SARTRE y que nos convierte en puro despojo para los otros 39.
No entendemos tampoco nuestra existencia como un
«ser-para-la-muerte» en el sentido en que habla M. HEIDEGGER.
Tampoco nos acercamos a nuestro morir en esa actitud hecha de
impaciencia, curiosidad y anhelo de la que nos habla E. BLOCH
recogiendo la famosa frase de Rabelais ya moribundo: «Me voy a
buscar un gran "quizá».
Quien cree en la resurrección, adopta una actitud nueva ante el
morir. Su muerte es un «con-morir con Cristo» hacia la vida, la libertad
y la plenitud 40. «No morimos hacia una oscuridad, un vacío, una
nada, sino morimos hacia un nuevo ser, hacia la plenitud, el pleroma,
la luz de un día del todo distinto» 41.

4 Lucha contra la muerte

MU/LUCHAR-CONTRA: V/A: CUANDO uno vive desde la fe en la


resurrección, adopta una actitud radical de lucha por la vida y
combate contra la muerte. La razón es sencilla. La fe en la
resurrección de Jesús y en la nuestra propia nos descubre que Dios
es alguien que pone vida donde los hombres ponen muerte, alguien
que genera vida donde nosotros la destruimos.
Esta lucha contra la muerte debemos iniciarla en nuestro propio
corazón «campo de batalla en el que dos tendencias se disputan la
primacía: el amor a la vida y el amor a la muerte» (E. FROMM). Desde
el interior mismo de nuestra libertad vamos decidiendo el sentido de
92

nuestra existencia. O nos orientamos hacia la vida, por los caminos de


un amor creador, una entrega generosa al servicio de la vida, una
solidaridad generadora de vida. O nos adentramos por caminos de
muerte, instalándonos en un egoísmo estéril y decadente, una
utilización parasitaria de los otros, una apatía e indiferencia total ante
el sufrimiento ajeno.
La fe en la resurrección ha de impulsar al creyente a hacerse
presente allí donde «se produce muerte», para luchar contra todo lo
que ataque la vida. Hemos de testimoniar con hechos que la vida del
Resucitado ha roto el dominio universal de la muerte. Hemos de tomar
partido por la vida dondequiera que la vida sea lesionada, ultrajada,
secuestrada, destruida.
Esta lucha del cristiano contra la muerte, no nace sólo de unos
imperativos éticos, sino de su fe en la resurrección y en la vida. Y
debe ser firme y coherente en todos los frentes: muertes provocadas
por la violencia, genocidio de tantos pueblos del tercer mundo, aborto,
eutanasia activa, exterminio lento por hambre y miseria, destrucción
por tortura, amenaza de la vida por la implantación de armas
nucleares, destrucción de la naturaleza...
Naturalmente, no todo debe ser juzgado de la misma manera. Pero
es en esta situación que K. MARTI ha llamado de «mutuo asesinato»,
donde los creyentes hemos de demostrar que nuestra esperanza en
la resurrección es algo más que «cultivar un optimismo barato en la
esperanza de un final feliz» (H. KÜNG).
El creyente sabe que desde ahora y aquí mismo se nos llama a la
resurrección y a la vida. «La resurrección se hace presente y se
manifiesta allí donde se lucha y hasta se muere por evitar la muerte
que está a nuestro alcance» 42.

5 Defensa de los crucificados

LOS CRISTIANOS hemos olvidado con frecuencia algo que los


primeros creyentes subrayaban con fuerza: Dios ha resucitado
precisamente al crucificado por los hombres (Hch 2, 23-34; 3, 13-15;
4, 10, etc.). El resucitado lleva las llagas del crucificado (Lc 24, 40; Jn
20, 20).
Esto significa que la resurrección de Jesús ha sido la reacción de
Dios ante la injusticia de los que han crucificado a Jesús. El gesto
resucitador de Dios nos descubre no sólo el triunfo de la omnipotencia
de Dios, sino también la victoria de su justicia sobre las injusticias de
los hombres.
Por eso, la resurrección de Jesús es esperanza de resurrección, en
primer lugar, para los crucificados. No le espera resurrección a
cualquier vida, sino a una existencia crucificada y vivida con el espíritu
de¡ crucificado. Caminamos hacia la resurrección cuando nuestro vivir
diario no es una cómoda evasión de los problemas y sufrimientos de
las gentes, sino una entrega constante y crucificada a los demás.
Cuando nuestra vida no es la búsqueda de un confortable
93

«bien-estar», sino un desvivirse sacrificado por una vida más humana


para todos. Sólo desde esa participación humilde de la crucifixión de
Jesús podemos esperar con confianza la resurrección. "Llevamos
siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin
de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2
Co 4, 10).
Pero, además, entrar en la dinámica de la resurrección del
Crucificado, es ponerse de parte de todos los que sufren crucificados
de tantas maneras. No es esperanza cristiana la que nos conduce a
desentendemos del sufrimiento ajeno. Precisamente, porque cree y
espera un mundo nuevo y definitivo, el creyente no puede tolerar ni
conformarse con este mundo lleno de lágrimas, sangre, violencia,
injusticia y extorsión.
Quien no hace nada por cambiar este mundo, no cree en otro
mejor. Quien no hace nada por desterrar la violencia, no cree ni
busca una sociedad más fraterna. Quien no lucha contra la injusticia,
no cree en un mundo más justo. Quien no trabaja por liberar al
hombre del sufrimiento, no cree en un mundo nuevo y feliz. Quien no
hace nada por cambiar y transformar la tierra, no cree en el cielo.
¿Estamos del lado de los que crucifican o de aquellos que son
crucificados? ¿Estamos de parte de los que destruyen la vida de los
hombres o de aquellos que defienden a los crucificados aun con
riesgo de su propia crucifixión? La fe en la resurrección daba a los
primeros creyentes capacidad de vivir sin reservas y de manera
incondicional el amor al hermano. Quien cree desde su corazón en la
resurrección es un hombre libre que no puede ser detenido en su
amor liberador con nada ni por nadie. «La libertad comienza allí
donde súbitamente se deja de tener miedo. Todo acaba con la muerte
y, por tanto, la vida es, de alguna manera, todo; tal es el pilar más
firme de las ideologías de poder.... Todos los movimientos liberadores
comienzan con un par de hombres que pierden el miedo y se
comportan de modo distinto a como esperaban de ellos sus
dominadores» 43.

Conclusión

ES/QUE-ES: TERMINAMOS con unas palabras de R. H. ALVES que


pueden ser interpeladoras para todo hombre que busca
honradamente un sentido último al misterio del hombre: ¿Qué es la
esperanza? «Es el presentimiento de que la imaginación es más real y
la realidad menos real de lo que parece. Es la sensación de que la
última palabra no es para la brutal¡dad de los hechos que oprimen y
reprimen. Es la sospecha de que la realidad es mucho más compleja
de lo que nos quiere hacer creer el realismo, que las fronteras de lo
posible no están determinadas por los límites del presente y que, de
un modo milagroso e inesperado, la vida está preparando un evento
creativo que abrirá el camino hacía la libertad y hacia la resurrección»
44.
94

Para los cristianos, este presentimiento y esta sospecha se hace fe


firme y esperanzada en el encuentro con el Resucitado. Dios nos ha
aceptado a los hombres tan profundamente, y nos ama tan
entrañablemente que nos quiere encontrar por toda la eternidad en
su Hijo Jesucristo, nuestro Salvador.

JOSÉ A. PAGOLA ELORZA


RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS
Cátedra de Teología Contemporánea
Colegio Mayor CHAMINADE Madrid 1983. Págs. 9-66

....................
1 G. LOHFINK, La muerte no es la última palabra en Pascua y el hombre nuevo,
Santander, 1983, p. 27.
2 K. RAHNER, La resurrección de la carne en Escritos de Teología, Madrid, 1961, II,
p. 209.
3 E. BLOCH, Geist der Utopie, Frankfurt a. M, p. 318 (citado por J. L. Ruiz de la Peña
en ¿Resurrección o reencarnación? en Communio, mayo-junio 1980, p. 292.
4 R. A. MOODY, Reflexiones sobre vida después de la muerte, Madrid, 1981.
5 W. EICHRODT, Theologie des Alten Testaments, Stuttgart (1961). 2,3, p. 151.
6 F. FESTORAZZI, Speranza e risurrezione nell'Antico Testamento, en Resurrexit
(Actes du Symposium Inter- national sur la Résurrection de Jésus), Roma, 1974,
p. 11.
7 P. GRELOT, La Résurrection de Jésus et son arriére-plan biblique et juif en La
Résurrection du Christ et I'exégése modeme, París, 1969, pp. 25-26.
8 F. FESTORAZZI, Speranza e risurrezione nell'Antico Testamento, en Resurrexit
(Actes du Symposium Intemational sur la Résurrection de Jésus), Roma, 1974,
pp. 15-16.
9 C. F. EVANS, Resurrection and the New Testament, Londres, 1970, p. 19.
10 M. GOURGEs, El más allá en el Nuevo Testamento, Estella, 1983, p. 48.
11 G. GRESHAKE, Más fuertes que la muerte. Lectura esperanzada de los
novísimos, Santander, 1981, pp. 35-36.
12 H. KONG, ¿Vida etema? Madrid, 1983, p. 182.
13 R. BLÁZQUEZ, Resucitado para nuestra justiflcación, en Communio,
Enero-Febrero, 1982, p. 710.
14 San Pablo ha expresado esta vinculación utilizando una serie de verbos
compuestos de la partícula «syn»: sufrir con (Rm 8, 17); crucificados con (Ga 2,
19; Rm 6, 6); morir con (2 Tm 2, 1 l); sepultados con (Rm 6, 4; Col 2, 12);
resucitados con (Ef 2, 6; Col 2, 12; 3, l); vivificar con (Ef 2, 5; Col 2, 13); vivir con
(Rm 6, 8; 2 Tm 2, ll); heredar con (Rm 8, 17). hacer sentar con (Ef 2, 6); glorificar
con (Rm 8, 17), reinar con (2 Tm 2, 12).
15 G. GRESHAKE, Más fuertes que la muerte. Lectura experanzada de los
Novísimos, Santander 1981, p. 35.
16 G. GRESHAKE, Más fuertes que la muerte. Lectura esperanzada de los
Novísimos, Santander 1981, pp, 47-48.
17 J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad Nueva, Madrid, 1974, I, pp. 172-173.
18 R. GARAUDY, Palabra de hombre, Madrid, 1976, pp. 219 y ss.
19 L. BOFF, La resurrección de Cristo. Nuestra Resurrección en la muerte,
Santander, 1980, p. 113.
95

20 H. KÜNG, ¿Vida eterna?, Madrid 1983, p. 193.


21 La moderna antropología se acerca claramente a esta perspecbva semita. Cfr.
F. P. FIORENZA-J. B. METZ, El hombre como unidad de cuerpo y alma, en
Mysterium Salutis, Madrid, 1969, 11/2, pp. 661-714, con amplia bibliografia; J. B.
METZ, Corporalidad en Conceptos fundamentales de la Teología, Madrid, 1966, I,
pp. 317-326, y la correspondiente bibliografia.
22 E. SCHWEIZER, La resurrección, ¿realidad o ilusión?, en Sel. de Teol., 81, 1982,
p. 12.
23 Para lo que sigue, ver sobre todo, M. CARREZ, ¿Con qué cuerpo resucitan los
muertos?, en Concilium 60, 1970, pp. 88-98.
24 W. KASPER, Jesús el Cristo, Salamanca, 1976, p. 185.
25 Citado por A. M. RAMSEy en La resurrección de Cristo, Bilbao, 1971, pp.
155-156.
26 E. KÄSEMANN, citado por J. GNILKA en La resurrección corporal en la exégesis
moderna, en Concilium 60, 1970, p. 134.
27 Citado por F. VARILLON en Joie de croire, joi de vivre, París, 1981, p. 186.
28 Citado por G. GRESHAKE, Más fuertes que la muerte. Lectura esperanzada de
los Novísimos, Santander 1981, pp. 97-98.
29 J. L. RUIZ DE LA PEÑA, ¿Resurrección o reencarnación? en Communio III, 1980,
p. 288. Ver, sin embargo, nuevas actitudes en algunas corrientes actuales del
hinduismo. S. RAYAN, La esperanza escatológica del hinduismo en Concilium
41, 1969, pp. 121-123.
30 Vgr. G. Lohfink, G. Greshake, etc. Véase también el catecismo holandés.
31 J. RATZINGER, Entre muerte y resurrección, en Communio, 111, 1980, p. 281.
32 Cfr. J. M. GONZÁLEZ-RUIZ, ¿Hacia una desmitologización del «alma
separada»? en Concilium 41, 1979, pp. 83-96.
33 P. BENOIT, ¿Resurrección al final de los tiempos o inmediatamente después de
la muerte? en Concilium, 60, 1970, pp. 99-111, sobre todo 109-111.
34 JON SOBRINO, Jesús en Amériica Latina. Su significado para la fe y la
cristología, Santander, 1982, p. 245.
35 H. KÜNG, ¿Vida eterna?, Madrid 1983, p. 309.
36 H. KÜNG, ¿Vida etema?, Madrid 1983, p. 309.
37 Ver Ph. ARiEs, La mort inversée: la changement des attitudes devant la mort
dans les societés occiden- tales en La Maison-Dieu 101, 1970, pp. 57-89. E.
MORIN, L'homme et la mort, París, 1970.
38 Ver E. KÜBLER.ROSS, On Death and Dying, Nueva York, 1969.
39 J. P. SARTRE, L'étre et le néant, París, 1946, p. 617.
40 K. RAHNER, Sentido teológico de la muerte, Barcelona, 1969, pp. 75-80.
41 H. KÜNG, ¿Vida etema?, Madrid 1983, p. 284.
42 J. M. CASTILLO, ¿Cómo, dónde y en quién está presente y actúa el Señor
resucitado? en Sal Terrae 3, 1982, p. 212.
43 J. MOLTMANN, Sobre la libertad, la alegría y el juego, Salamanca, 1972, pp,
27-28. Gentileza de http://espanol.leaderu.com/docs/teologia/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL

Un minuto después de la muerte


por Rusty Wright
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Rusty Wright es autor y orador itinerante. Tiene su B.S. y M.A. en Psicología y Religión de la
Duke University y de la International School of Theology, respectivamente. Es miembro de la
Lambda Chi lpha Fraternity, es autor de cuatro libros y habla cada año a miles de estudiantes
universitarios y profesores a lo largo de los Estados Unidos. El y su esposa Linda, son
invitados frecuentemente a dar charlas en TV.

Este artículo apareció en la revista Pursuit, Vol. V, Nro. 2

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"Me estaba muriendo. Escuché cuando doctor me declaró muerto. Mientras estaba acostado
en la mesa de operaciones del hospital grande, un zumbido fuerte y rudo comenzó a retumbar
en mi cabeza. Al mismo tiempo, sentí que me estaba moviendo a lo largo de un túnel largo y
oscuro. Entonces, de pronto, ¡me encontré fuera de mi cuerpo físico! Como un espectador,
observé los intentos desesperados del doctor por revivir mi cadáver.

"Pronto... me encontré con un "ser" de luz que me mostró una recapitulación instantánea de
mi vida y me ayudó a evaluar mis hechos pasados.

"Finalmente entendí que mi tiempo de morir no había llegado aún y que tenía que regresar a
mi cuerpo. Me resistí, porque había encontrado que mi experiencia después de la muerte había
sido bastante placentera. Pero, sin embargo, de alguna forma me reuní con mi cuerpo físico y
viví"{1} Muchas personas han informado de experiencias cercanas a la muerte (ECM). ¿Qué
quieren decir? ¿Qué ocurre cuando nos morimos?

Mientras escribía un libro sobre este tema, entrevisté a gente con historias fascinantes. Una
mujer en Kansas desarrolló complicaciones luego de una cirugía mayor. Sintió que se
levantaba del cuerpo, volando a través del espacio, y oyó voces celestiales antes de volver a
su cuerpo.

Un hombre de Arizona, en coma cinco, meses después de un accidente de motocicleta, dijo


que había visto a su padre muerto y había hablado con él.

Varias teorías tratan de explicar estas ECM. Las explicaciones fisiológicas sugieren una causa
física - tal vez un golpe en la cabeza o falta de oxígeno en el cerebro. Las explicaciones
farmacológicas apuntan a las drogas o a la anestesia. Las explicaciones psicológicas proponen
causas mentales, tales como mecanismos de defensa o cumplimiento de deseos. Las
explicaciones espirituales citan a las ECM como preludios de la vida posterior, ya sea
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genuinos (si son divinos) o distorsionados (si son demoníacos). Las aplicaciones de estas
teorías pueden ser complejas.{2} Durante mis años de estudiante en la Universidad de Duke,
el estudiante en la pieza al lado de la mía fue alcanzado por un rayo y murió en forma
instantánea. Durante cuatro días nuestro grupo estuvo en un estado de conmoción. La gente
estuvo haciéndose preguntas como, "¿Dónde está Mike ahora?", "¿Hay vida después de la
muerte?", "Si la hay, ¿cómo será?"

¿Vida Después de la Muerte?


¿Podemos saber si hay vida después de la muerte? ¿Qué método usaríamos para averiguarlo?

El método experimental, utilizado para cuestiones científicas, no es adecuado para evaluar


ECM. Es imposible en emergencias médicas establecer las condiciones controladas y la
repetibilidad requeridas. Los científicos tampoco tienen máquinas que lean la mente para
evaluar las experiencias mentales/espirituales. Y encontrar voluntarios para experimentos de
ECM sería difícil.

El método de las experiencias tiene distintas opiniones. Las ECM pueden proveer información
útil, pero la mente nos puede engañar. Sueños, fantasías, alucinaciones, viajes de drogas,
ebriedad, estados de conmoción - todos pueden evocar imágenes mentales que parecen reales
pero no lo son.

Algunos sugieren un método espiritual para evaluar estos fenómenos. ¿Y si pudiéramos


encontrar una autoridad espiritual, alguien con credenciales confiables, que nos diga la verdad
acerca de los temas referidos a la vida después de la muerte?

Después de la muerte de Mike, les expliqué a los hombres en nuestro grupo que una cantidad
cada vez mayor de hombres y mujeres instruidos cree que Jesucristo es una autoridad
espiritual confiable. Hace un tiempo, yo mismo era escéptico con relación al cristianismo,
pero examinando las evidencia de la resurrección de Jesús me convenció que Él podía ser
confiado. Encontré que la resurrección de Cristo era uno de los hechos de la historia mejor
comprobados.{3} Si Jesús murió y volvió de la muerte, Él podría decirnos con precisión
cómo era la muerte y la vida después de la muerte. El hecho que Él había predicho con
exactitud Su propia resurrección nos ayuda a creer que Él nos dirá la verdad acerca de la vida
después de la muerte. ¿Qué dijeron Jesús y aquellos a quienes Él enseñó acerca de este tema?

¿Cómo es la Vida Después de la Muerte?


1. Jesús indicó que la vida después de la muerte será personal
Nuestras personalidades no serán aniquiladas. No nos fundiremos en el gran océano
impersonal de la conciencia cósmica, como algunos proponen. Seguiremos existiendo. No nos
volveremos ángeles, como sugieren otros. Los ángeles son "espíritus ministradores" enviados
para servir a los creyentes en Cristo.{4} Son seres espirituales ya creados, distintos de los
humanos.{5} En el momento en que Jesús murió en la cruz Él exclamó, "Padre, en tus manos
encomiendo tu espíritu" (Lucas 23:46).

Antes de esto, un ladrón que colgaba de una cruz al lado de la Suya le dijo, "Acuérdate de mí
cuando vengas en tu reino." Jesús le contestó, "De cierto te digo que hoy estarás conmigo en
el paraíso" (Lucas 23:42-43).
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Jesús creyó que Su propio espíritu iba a ir con Dios. Él también creía que el ladrón
(aparentemente el alma o el espíritu del ladrón) estaría con Él en el cielo el mismo día.
Claramente, Jesús no estaba pensando en la muerte como aniquilación sino como separación
del cuerpo físico.

En otra parte, Jesús implicó que nuestras personalidades de alguna forma permanecen intactas
después de la muerte. Una vez dijo, "Vendrán muchos... y se sentarán con Abraham e Isaac y
Jacob en el reino de los cielos" (Mateo 8:11).

Abraham, Isaac y Jacob - los antepasados de la nación judía - habían muerto siglos antes. Sin
embargo, Jesús, hablando de un hecho futuro, los mencionó por nombre. Implicó que sus
personalidades se mantendrían.

¿Alguna vez se preguntó si usted podrá ver a sus seres queridos que han partido cuando se
muera? Aparentemente, aquellos que participan de la vida eterna podrán reconocerse unos a
otros. El Rey David, quien reinó sobre la antigua nación de Israel alrededor del año 1000 a.C.,
habló de estar con su hijo muerto otra vez.{6} Los discípulos de Jesús tuvieron un vistazo de
Moisés y Elías, dos héroes de Israel que habían muerto un tiempo atrás, y los reconocieron.
{7}

2. Jesús enseñó que la vida eterna sería relacional


La vida en el cielo estará enfocada en una relación personal con Él y en relaciones
significativas entre nosotros. Estas serán las relaciones más cálidas y enriquecedoras que
podríamos tener jamás.

Antes de morir, Jesús les prometió a Sus discípulos que un día estarían con Él nuevamente:
"Voy... a preparar un lugar para vosotros. Y... vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para
que donde yo estoy, vosotros también estéis" (Juan 14:2-3).

Pablo, un creyente en Jesús del primer siglo, escribió acerca de su "deseo de partir y estar con
Cristo" (Filipenses 1:23).

Jesús definió la vida en el cielo cuando dijo, "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el
único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado" (Juan 17:3). En otras palabras, la
vida eterna involucrará llegar a conocer mejor a Dios y el sentido de la vida.

3. La vida eterna será agradable


Pablo también escribió, "Cosas que ojo no vio, ni oído oyó... son las que Dios ha preparado
para los que le aman" (1 Corintios 2:9).

Juan, el discípulo de Jesús, escribió, "Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no
habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor" (Apocalipsis 21:4). Otro escritor del
Nuevo Testamento nos alienta a "[poner] los ojos en Jesús... el cual por el gozo puesto delante
de él sufrió la cruz... y se sentó a la diestra del trono de Dios" (Hebreos 12:2). La vida eterna
con Dios será un gozo que desafía una descripción y excede nuestra imaginación.

4. La vida después de la muerte será eterna


No terminará nunca. ¿Alguna vez miró una película que era tan buena que no quería que
terminara jamás?
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¿Alguna vez saboreó un postre tan dulce que quería que durara y durara? ¿Tuvo alguna vez
una relación tan gratificante que deseó que continuara para siempre? La vida eterna será así de
buena, ¡y mejor! Nunca terminará. "Dios nos ha dado vida eterna;" escribió Juan, "y esta vida
está en su Hijo" (1 Juan 5:11).

Jesús enseñó que la vida eterna involucra todo lo positivo y nada de lo negativo. Dios nos ama
y desea lo mejor para nosotros, ahora y por la eternidad.

Qué triste que algunas personas no aprovechan todo lo que Él ha provisto.

No se detenga
El cardiólogo de Chattanooga, Maurice Rawlings, M.D., cuenta de un paciente que tuvo un
ataque cardíaco en la oficina del Dr. Rawlings. A lo largo del intento de resucitación, el
paciente se desvanecía y volvía en sí. Cada vez que el doctor interrumpía el masaje cardíaco,
el paciente parecía que se moría de nuevo.

Cuando el hombre recobró el conocimiento gritó, "¡Estoy en el infierno!" Una mirada de


completo terror nublaba su rostro. "¡No se detenga!" rogó. "¿No entiende? Estoy en el
infierno. ¡Cada vez que usted se detiene me vuelvo al infierno! ¡No me deje volver al
infierno!" El paciente sobrevivió y puso su fe en Cristo para quitar sus pecados y asegurarse
un lugar en el cielo.{8} El lugar que la Biblia llama infierno, o hades, es el hogar actual de
aquellos que no aceptan el regalo del perdón de Jesús. Es un lugar de tormento constante y
consciente.{9} El hades no es la morada final de aquellos que mueren sin una relación
personal con Cristo. Juan dice que éstos serán juzgados en el juicio del "gran trono blanco".
Como las obras de ninguna persona son suficientes como para ganarse la vida eterna, aquellos
que no tienen el perdón de Cristo serán arrojados en el "lago de fuego"{10} Jesús dijo que "el
fuego eterno [ha sido] preparado para el diablo y los ángeles" (Mateo 25:41).

No es un tema agradable. Pero recuerde, Dios no quiere que usted perezca en el infierno. Lo
ama a usted y quiere que pase la eternidad con Él. No sin Él.{11} Pablo escribió que Dios
nuestro Salvador quiere que todos sean salvos (o sean salvados de las consecuencias del
pecado, que es la separación de Dios). Él quiere que nosotros lo conozcamos porque Él es la
verdad.{12} Dios envió a Jesucristo, Su Hijo, para pagar el castigo de nuestros pecados (las
actitudes y acciones que no alcanzan la perfección de Dios). Jesús literalmente pasó por el
infierno por nosotros. Nosotros simplemente necesitamos recibir Su regalo gratuito de perdón
- nunca lo podremos ganar - para tener la garantía de la vida eterna. "El que oye mi palabra, y
cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte
a vida" (Juan 5:24).

¿Y Qué de Usted?
De acuerdo con las últimas cifras, la tasa de mortalidad en este país sigue siendo del 100 por
ciento. Cada día, en este planeta, mueren unas 140.000 personas.

Lo que a la mayoría de nosotros nos interesa no es "¿Qué le pasa a la gente cuando se


muere?" sino "¿Qué me pasará a mí cuando me muera?"

Algunos tratan de evitar el tema de la muerte o aislarse de la preocupación a través de la


popularidad, las posesiones, las ocupaciones o el poder. Muchos sienten que cualquier
100

creencia que los haga sentir cómodos está bien. ¿Encaja usted en alguna de estas
descripciones?

Un club nocturno cerca de Cincinnati estaba repleto una noche. De pronto, un camarero se
subió al escenario, interrumpió el programa y anunció que el edificio se estaba prendiendo
fuego. Tal vez porque no vieron nada de humo, muchos de los asistentes se quedaron
sentados. Tal vez pensaron que era un chiste, parte del espectáculo. Cuando finalmente vieron
el humo, era demasiado tarde. Más de 150 personas murieron cuando se quemó ese club
nocturno.

Cuando piensa en la muerte, ¿está creyendo lo que usted quiere creer o lo que la evidencia
demuestra que es verdadero? Jesús dijo, "Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí,
aunque esté muerto, vivirá" (Juan 11:25)

Ponga su fe en Jesucristo como su Salvador y usted, también, vivirá aunque muera.

Notas
{1} Adaptado de Raymond A. Mosdy, Jr., M.D., Life After Life (La Vida Después de la Vida),
New York: Bantam, 1976), pp. 21-22.

{2} Para una discusión más completa, vea el libro de donde se adaptó este artículo: Rusty
Wright, The Other Side of Life (El Otro Lado de la Vida) (Singapore: Campus Crusade Asia
Limited, 1979, 1994).

{3} Ver, por ejemplo, Josh McDowell, Evidence That Demands a Verdict (Evidencia que
Exige un Veredicto) (San Bernardino, CA: Campus Crusade for Christ, 1972).

{4} Hebreos 1:14.

{5} Hebreos 2:16.

{6} 2 Samuel 12:23.

{7} Mateo 17:14.

{8} Maurice Rawlings, M.D., Beyond Death's Door (Más Allá de la Puerta de la Muerte
(Nashville: Thomas Nelson, 1978), pp. 19-20.

{9} Lucas 16:23-24.

{10} Apocalipsis 20:11-15.

{11} Juan 3:16.

{12} I Timoteo 2:3-4

APORTACIÓN ANTROPOLÓGICA

FELISA ELIZONDO
101

UNA CUESTIÓN SILENCIADA Y VIVA


Si tenemos en cuenta la sensibilidad más abundante en nuestras
sociedades, los asistentes a encuentros como este incurrimos, si no
en la morbosidad, sí en el mal gusto de hablar de un tema altamente
desagradable para ser aireado en foro abierto. Tratamos al aire libre
una cuestión privadísima, quizá el último de los tabúes que, como
veremos, persisten en nuestro mundo al fin desinhibido.
Con todo, no estaríamos aquí si se pudiera ladear la gran
cuestión que es el morir. Si se la pudiera disociar del todo de nuestra
misma existencia personal y de la vida de las personas con quienes
tratamos a diario. Posiblemente, detrás de la antimoda, del
desprestigio que un término como muerte tiene en una facilona cultura
del buen vivir y del disfrute (que no es exactamente cultura de vida y
de calidad de vida), algo se elude. Y sospechamos que, pese a que el
abordar un tema así puede resultar antiestético, antisocial --y
anticuado-- para una percepción bastante común, está en juego una
verdad vital: una verdad demasiado afectante para que pueda ser
abandonada. El morir es un problema demasiado humano para que
quede relegado, o tan sólo aplazado en nuestros días.
De hecho, el tema del morir ha merecido atención en muy
diversos campos, y desde luego encuentra su lugar en la antropología
contemporánea. No en vano es el tema irreductible de las filosofías, el
nudo de las religiones de salvación: (una herida abierta por la que
amenaza sangrar la fe en los dioses» (Thielicke).
La muerte es, por supuesto, un asunto capital para todos, y se
vincula al centro de la fe cristiana que confiesa lo decisivo de la
resurrección, como se encarga de señalar Pablo. Y sigue siendo, se
quiera o no tomar conciencia de ello, el gran escollo; el muro
impenetrable con el que se topa cada existencia también en la era
postmoderna, secular y planetaria: «el mayor enigma hereditario»
(Heine).

EL SABER ACERCA DEL MORIR


Sabemos que morimos, y este saber es privativo del género
humano. A diferencia de otros seres que padecen el cese biológico,
los humanos sabemos de nuestra constitutiva caducidad. Aunque
nunca accedamos a un saber del todo consciente, articulado, que
llegue a agotar la profundidad de esa certeza nativa, fundamental. La
certeza del morir es un saber de niño que no se satisface con las
respuestas que a lo largo de la vida pueda ir hallando.
Así, el saber del morir sigue siendo un saber no sabido, pese a ser
un saber de siempre, tan propio del hombre como el pensar. Y la
conciencia del tener que morir sigue generando angustia, sigue
interrogando aunque ni tal interrogación ni aquel temor asomen al
plano de las conversaciones usuales.
Porque la muerte, de la que Guardini decía que es nada menos que
«el honor ontológico del hombre», participa de la cualidad personal
102

del propio sujeto y comparte su impenetrabilidad. De ahí que haya


escrito Gadamer:
«A diferencia de todos los otros seres vivientes, poseemos este
distintivo: que para nosotros la muerte sea algo. El honor ontológico
del hombre, lo que le alcanza de un modo absoluto y le preserva, por
así decirlo, del peligro de perder también su propio poder ser libre,
consiste en que no se le oculta a sí mismo el carácter inconcebible de
la muerte» 1

Unida a nuestro ser proyectivo, a la cultura, al futuro y al sentido del


vivir, la muerte es la otra cara de la vida. La muerte sombrea la vida, y
fue quizá esta convicción la que llevó a escribir paradójicamente a
Goethe que «estamos rodeados por el ensueño de la vida». Tan
entrañado está el morir en nuestra vida y en la conciencia del vivir
que «nuestra definición es también estar siempre definidos por la
muerte»2.
Reconocerlo no es caer en un oscurantismo sino respetar el drama
del vivir y su seriedad o, lo que es lo mismo, ser coherentes con la
calidad además de con la condición humana de nuestra existencia.
Sólo mirándola sin velos llegamos a apropiarnos, en el sentido de
hacer que algo llegue a ser propio y personal, de la muerte (y de la
vida). Así podemos, de algún modo, tomar posesión del destino: algo
que es privilegio y tarea de la libertad que al actuarse nos
personaliza. Sólo así vencemos, siquiera parcialmente, esta pasividad
o pasión que es el morir que nos afecta sin remedio.
Hemos hablado a propósito de un vencer parcialmente, porque la
muerte no entrega del todo su secreto, y nuestro saber acerca de ella
es clarividencia y ceguera al mismo tiempo. No deja de presentarse
«como un enigma que la niebla cubre». Y nuestra toma de conciencia
trae consigo, al mismo tiempo, la llamada a aceptar su verdad cruda y
una cierta necesidad de defendernos de su sombra: «Nada es tan
ajeno y tenebroso como el golpe que (la muerte) descarga sobre cada
uno», ha escrito Bloch en El principio esperanza.
Ya dos antiquísimos textos homéricos muestran esta extraña mezcla
de aceptación de la verdad y del inevitable horror al morir:
«Como las hojas del bosque son las generaciones humanas;
hojas el viento se lleva, y nuevos capullos
echa de nuevo el bosque cuando renace la primavera.
Son así las generaciones humanas, ésta crece
y aquélla se va»
(Iliada Vl, 147-149

«No me alabes ahora la muerte por consuelo,


esclarecido Ulises,
Más quisiera ser labrador y servir a otro,
un indigente, carente de recursos,
que dominar sobre todas las sombras».
(Odisea Xl, 488-491)
103

Una extraña mezcla que hallaríamos en otros siglos y en otros


ambientes culturales; que dura hasta nosotros mismos, puesto que
sentimos la imposibilidad de acceder a ese salto sin puentes del ser al
no ser y nos estremecemos ante la posibilidad de caer en ese vacío,
nosotros que anhelamos seguir siendo.
El saber que se mueren de los humanos -y el saber que me muero,
que representa el paso de las afirmaciones generales al
acontecimiento personal- es un signo de humanidad. Encara a cada
uno a la tarea indelegable, a la responsabilidad de hacer algo de sí
mismo. Ante esa realidad reconocemos ese excedente de vida que es
la humana, que no puede proyectarse en un futuro al tiempo que
reconoce los límites de ese proyecto. Excedidos, desmedidos, los
mortales reconocemos en nosotros una natural resistencia a morir y
asistimos al despertar de anhelos de más vida.
Y la historia de esta certeza imborrable y rehuida, las expresiones
que ha ido teniendo esa naturalidad y extrañeza a la vez con que se
nos presenta el morir, muestran que ni la ignorancia o el
desentendimiento de la muerte, ni la aceptación sin más del morir
como caída en el no ser, en el vacío absoluto, han sido las únicas
posturas. Desde antiguo los humanos han cuidado la sepultura de
modo llamativo. Y han ensayado un lenguaje y una simbología para
interpretar y vivir el morir que constituyen una larga sabiduría. Son
patrimonio del que haríamos muy mal en desembarazarnos
inconsideradamente.
Ya en siglos muy lejanos se daban razones para restar hierro al
pensamiento de la muerte. Y es bien conocida una posición como la
del ilustrado Epicuro que escribía así a Menoico: «Acostúmbrate al
pensamiento de que la muerte no nos atañe... La muerte es la pérdida
de la percepción (y justamente por eso una forma de no ser)... Por
tanto el más horrible de los males no nos atañe».
Pero en ese modo de paliar lo inquietante de la cuestión
descubrimos la trampa de una verdad a medias en la medida que, al
afirmar lo irrepresentable de la propia muerte, se quiere dejar de
saber algo que no es posible ignorar y algo que no podemos no temer
al menos en algún grado. Negar que la muerte sea una cuestión tan
afectante y recurrir a la distracción (la que lleva tan cerca de la
inautenticidad) han venido a ser en nuestro tiempo las formas de
defensa más frecuentes. De ahí que resulte ya muy lejano, arrumbado
con el viejo latín, el memento mori tan presente y familiar a otros
siglos y mentalidades.
Al señalar esto no añoramos, por supuesto, los excesos de una
obsesiva presencia de lo tremendo y la negrura del morir que ha
afectado a etapas pretéritas; que ha conducido a cierto abuso del
tema en algunas etapas de la propia predicación cristiana. Nos
referimos al engaño de pensar la vida como si la muerte no existiera.
Algo que es posible en medio de una abundante visualización de
imágenes de muerte como las que recibimos a diario.
Aceptar hoy el pensamiento de la muerte supone afrontar una
realidad grave, no del todo imaginable y a contracorriente de una
104

cultura vitalista. Pero ese saber sigue alumbrando, y en la sinceridad


de muchas conciencias sigue apareciendo la verdad entera,
reconocida en estos u otros términos
«Muerto. Esto quiere decir: no acabaré mi obra, no volveré a ver
más a los que amé, no experimentaré más belleza o dolor. En mis
oídos no resonará más la música irrepetible de este mundo; nunca
más iré a ninguna parte, en ninguna dirección más allá de mí mismo.
Sólo me queda esto último»3.

O tal como la expresan los conocidos versos de Juan Ramón


Jiménez:
Y yo me iré / y se quedarán los pájaros cantando»...

Tampoco nosotros, al borde del siglo XXI, somos eximidos de


encarar la realidad a que nos conduce el propio vivir, aunque nuestra
época tenga sus tentaciones propias y un modo nuevo de avistar la
muerte.
No es este el momento de recorrer los voluminosos trabajos sobre
la historia de la muerte que han salido a la luz en decenios cercanos.
¡Basta asomarse a páginas como la de E. Morin o Ph. Aries, por citar
dos de los autores más conocidos, para descubrir cómo, sin mirar
demasiado fijamente al morir -no lo consiente- la humanidad ha
querido comprenderla en forma de sueño, viaje, descanso o renacer.
Intentos de los que el lenguaje ha guardado huella hasta hoy.
Es también asimismo bien ilustrativo ver cómo en el pasado se
han asociado a ese trance nombres de dioses, genios o poderes que
han poblado las mitologías, y cómo se le ha representado con
símbolos como el agua, el fuego, la noche o un color adscrito.
Los antropólogos señalan también que la muerte forma
constelación con otros grandes temas: la individualidad que emerge
progresivamente en la historia, el mal, siempre indomable, la religión y
la comprensión de la naturaleza. Y las variaciones en la manera de
hacerse cargo del morir tiene mucho que ver con esos otros filones
del pensamiento y de la experiencia humana4.

LOS CAMBIOS RECIENTES: EL ÚLTIMO TABÚ MU/TABU


Pero si seguimos atendiendo a los estudios, la interpretación del
morir ha conocido variaciones relativamente leves a lo largo de siglos
si se las compara con la mutación que, como más adelante veremos,
ha experimentado en el nuestro.
Efectivamente, las alusiones a la muerte, cada vez más confinada
en lugares especiales -hecha la salvedad de la muerte violenta o por
accidente- son sentidas en algunos contextos, que se presentan como
exponentes de lo que puede hacerse aún más común en el futuro,
como una inteligencia y una casi indecencia. La muerte recibe la
connotación de tabú que le es restada al sexo, según los
observadores.
Ahora bien, el silenciamiento, o el recurso al eufemismo, pueden
volverse contra nosotros. Así se empieza a reconocer que estamos
105

ante la represión de un saber fundamental que no dejará de tener


consecuencias. Y ante el olvido preocupante de una memoria que es
expresión de la experiencia de la humanidad, antes que una
deformación morbosa o macabra de la realidad.
El exceso en el callar y en el ocultar la muerte parece tener relación
con algo que es bien advertible: la impreparación para lo inevitable o
lo doloroso que se manifiesta en el shock desproporcionado que las
dificultades causan en algunos adolescentes o jóvenes, en el
desguace de personalidad ante la primera desgracia o la primera
contrariedad que podría evitarse con un mayor realismo, con una
adecuada advertencia de que hay un lado oscuro en la vida.
Es cierto que la difícil relación con la muerte que experimenta
nuestro pensamiento muestra su alteridad y deja entrever también la
no adaptación al morir que se da en los humanos. Esa dificultad
expresa también que es imposible naturalizar del todo la muerte, y
pone de relieve que el difuso e indefinible temor que el morir provoca
tiene mucho de natural. Por ello se puede prever que, pese a toda
represión psicológica o social, la sombra de la muerte y su gran
cuestión persistirán en nuestras sociedades programadoras del
mínimo detalle en muchos campos y, a la vez, despreocupadas de las
cuestiones que fueron importantes en otros tiempos.
Abundantes testimonios confirman que los hombres y mujeres de
sociedades antiguas no se resignaron a reconocer naturalidad
absoluta al morir. De hecho, son incontables y antiquísimos los datos
que atestiguan una relación con los muertos, la afirmación de un
sobrevivir, de una inmortalidad. Generaciones y culturas muy varias
vivieron en una familiaridad con la muerte explicable por la frecuente
presencia del morir que confirman los datos hallables acerca de la
mortalidad y morbilidad en épocas pasadas. Conocieron también la
muerte como acto social, acto del que participa el entorno cercano y
la familia ensanchada. Se sirvieron de ritos religiosos y usos culturales
y sociales para alejar el maleficio de los muertos, para dominar su
poder sobre los vivos, y controlaron el universal horror al cadáver.
Ahora bien, el emerger de la individualidad y la evolución de las
sociedades junto con su fragmentación, así como ulteriores procesos
de racionalización y laicización del morir, han modulado de diversos
modos el que todavía en el primer medioevo europeo era un morir
previsto, aprovisionado, presentido. Aquel entregarse al morir que
encontramos en muchos personajes de la historia y de la literatura.
De ellos leemos que «sintieron próxima su muerte» y, sin excesivo
dramatismo, se dispusieron a bien morir. Así lo documentan los
testamentos y los relatos de despedidas que aún hoy nos conmueven.
(Basta consultar los testimonios reunidos por algunos estudiosos del
tema como Thomas y Aries, por citar nombres conocidos, para
comprobarlo).
El s. XVIII, a juzgar por las investigaciones de Aries, publicadas en
L'homme devant la mort, había distanciado del morir la problemática
del más allá -al menos en los círculos ilustrados- y, en contraste con
los siglos de anteriores en que tuvieron un marcado acento lo
106

macabro, la culpa y el miedo, había atenuado la presencia del mal y


del infierno en el ámbito de la muerte, progresivamente naturalizada.
El s. XIX marca el acento, más que en el morir de uno mismo, en el
morir del otro/a amado, haciendo prevalecer post-mortem el dolor de
la separación y la ausencia.
Y en el siglo actual se han producido cambios llamativos que, si
bien en parte prolongan tendencias anteriores, en parte afloran con
visos de novedad. Así estamos asistiendo, como tendencia cultural
que se afirma, a un morir desocializado y desacralizado, aséptico por
la creciente preocupación higiénica; un hecho privatizado y discreto
hasta caer en la incomunicación (tanto de quien experimenta la
angustia como de quienes viven el dolor de la pérdida de alguien); y
medicalizado.
Esos son los caracteres que se asocian, por parte de observadores
agudos, a este momento siempre humano y personal, imposible de
eliminar del todo de la preocupación de todos, aunque nos
reconozcamos hombres y mujeres que viven en circunstancias que
han variado manifiestamente.
Condiciones sociales y circunstancias nuevas han hecho variar no
sólo la expectativa de vida, que hace menos habitual que nunca la
visión cercana de un cadáver, o la de un entierro (dado lo invisible de
los cortejos fúnebres y el cuidado en evitar el desagrado del ver morir
de cerca en los centros hospitalarios donde terminan sus días ya la
mayoría de nuestros contemporáneos). Además, hoy por hoy, un
morir discreto, limpio, incoloro, silencioso, parece representar el ideal
cuando se vive tal trance en esas circunstancias y en esos
ambientes.
Y un duelo imperceptible ha sustituido a lo que todavía no hace
muchos decenios subsistía desde tiempo inmemorial en occidente.
Las descripciones de los agentes, empresas, lugares y modos de
hacer de las modernas funerarias contrastan enormemente con lo que
todavía era habitual en Europa hasta la primera guerra mundial, como
lo era hasta hace sólo unos decenios en nuestros mundos rurales y
provinciales. Se ha invertido el sentido del morir -es la conclusión final
de Aries y de Thomas- porque ha variado la percepción del mal,
porque se ha acrecentado hasta hacerse casi incondicional la
confianza en la medicina, y porque han aumentado notablemente las
expectativas de salud.
Junto con lo anterior ha aparecido, y parece cundir desde círculos o
países concretos, cierta vergüenza de lo que rodea al morir, relegado
al más estricto de los ámbitos privados y confinado en los recintos de
las modernas unidades hospitalarias. La muerte, el dolor que produce
su cercanía, lo que la rodea, conoce algo así como el pudor de lo que
sería mejor no pronunciar. Puede advertirse que algo así como un
pudoroso silencio, desconocido en otras áreas y desde luego en otros
tiempos, se va extendiendo como un uso educado. De manera que
socialmente resulta más recomendable que cualquier palabra o gesto
que hable del morir un tiempo de silencio.
Se trata además de un silencio-silencionamiento que afecta a los
107

enfermos puesto que se refiere a la no advertencia o preparación


para la muerte cercana. Un silencio que plantea cuestiones éticas al
personal médico y a los familiares, y cuestiones de humanidad.
Sin embargo, el esfuerzo por negar a la muerte su dramatismo, su
misteriosidad, se encuentra con la roca dura que es la muerte misma,
que sigue siendo el último enemigo, el último muro. Una realidad que
sigue estando presente en forma de temor difuso o con una carga de
angustia que no puede ser negada ni maquillada. Por ello, la
necesidad de humanizar la muerte no habría de contentarse con
reducirla a un tránsito que no trastorna ni conmueve en demasía a
una sociedad que ante la anomalía de la muerte de los individuos ha
previsto como nunca la continuidad y tejido una red de seguridades.
La necesidad de humanizar la muerte reclama que el morir sea
realmente reconocido, como quiere una saludable sabiduría y exige
una sana consciencia, como la otra vertiente del vivir, el otro lado de
nuestra existencia; tan real como la cara oscura de una esfera
iluminada.
Y reclama que nos esforcemos porque los otros, como ha dicho G.
Gutiérrez hablando de los pobres, no «mueran antes de tiempo». O
no mueran «demasiado solos», por parafrasear la profunda verdad de
Pascal.
Además, al ser «componente básica de toda vida humana»
(Heidegger) y estar presente en toda vivencia, unida a nuestra
condición de «apátridas y trashumantes fundamentalmente» (Boros),
la muerte, temida, idealizada, eludida o reprimida, sigue presente
como una consciencia en penumbra, y su presencia está latente en
todo el vivir. De la muerte, inaferrable, se nos dan ciertas
anticipaciones o vislumbres en determinadas situaciones. Ella asoma
en forma de pre-sentimientos o indicios.

INDICIOS DE LA MUERTE INEXPERIMENTABLE


Siendo un «germen innato» y una «enfermedad de origen» (Hegel),
la muerte, unida al misterio del yo humano, al existir en un tiempo
limitado, al ser corporalmente, es inexperimentable en sí misma, como
adelantábamos.
Pero un estremecimiento ante los grandes interrogantes, un
sentimiento de la propia inseguridad, de una impotencia básica para
realizar cumplidamente nuestros propios sueños, o bien la percepción
de lo precario y pasajero de tantas realidades y de nuestro propio
vivir, actúan como anticipaciones de la muerte.
Nuestra reacción ante ellos muestra que una nativa desmesura, un
querer radical, inagotable, nos llevan más allá de nosotros mismos,
como vio Blondel. Ante las señales del morir experimentamos cómo se
da en nosotros un tender «hacia la experiencia todavía no hallada, la
experiencia de lo todavía no experimentado». Y, como también Bloch
ha señalado, ante la posibilidad de morir se alza también nuestra
natural resistencia a morir del todo; junto con la conciencia de lo
inexorable de la muerte se da en nosotros la necesidad de afirmar
una especie de contramuerte, al modo como las notas fúnebres son
108

contrarrestadas en parte por otras llenas de claridad en los requiem


de los grandes compositores. Nuestra resistencia profunda a no ser
aparece así en forma de esperanza de durar, persistente pese a su
debilidad.
Sin detenernos, como hemos hecho en otro lugar5.
Señalaremos éstos entre los presentimientos de muerte:
--La percepción del paso del tiempo, tantas veces simbolizada en
los relojes, en el paso de las estaciones o en las caraclerizaciones de
las edades de la vida.
--El envejecimiento experimentado en la pérdida de vitalidad, en el
encogimiento del espacio vital, en el sentirse ladeado de la vida que
corre por otras generaciones. También como maduración y
profundidad lograda, como interiorización y mayor coincidencia
consigo mismo.
--La enfermedad y otros riesgos, sentidos en los casos graves
como mordedura de muerte; vividos con la angustia del quizá.
--La despedida de paisajes o de rostros, de etapas, de formas de
vida, que anticipa el momento en que la ausencia será sentida.
--La muerte de las personas queridas, vivida como una mutilación
del yo, tan vinculado a las relaciones que teje con él con un tú
verdadero. Una situación en la que quien queda llega a «hacerse un
enigma para sí mismo». Basta recordar el relato de la pérdida del
amigo y la experiencia del dolor en san Agustín: «De dolor se
ensombreció mi corazón, y lo que veía era la imagen de la muerte.
Hasta mi ciudad natal se me convirtió en tormento, y la casa paterna
en innegable pena. Dondequiera le buscaban mis ojos, pero no lo
encontraban. Y todo se me tornó aborrecible, porque las cosas no
eran ya. Yo mismo me volví un enigma ante mis ojos»6

Una confesión semejante de la presencia de la muerte propia a


través de la muerte de otros encontraríamos en cualquier descripción
de la muerte de un ser querido. Así el escueto final de León Felipe,
después de evocar la muerte de una niña:
«...y yo no vi ya más que mis lágrimas».
Podriamos seguir señalando modos de presencia anticipada de la
muerte que, sin embargo, se oculta: mors certa hora incerta, decían
los antiguos concisamente. Pero lo dicho basta para caer en la cuenta
de lo legitimo de la pregunta, del asombro estremecido ante ese lado
de la vida: «Puede decirse que se ha despojado de humanidad aquel
a quien le son indiferentes las preguntas de hacia dónde se dirige la
historia entera, cuál es el último estado reservado a los humanos; ¿o
se trata tan sólo del triste y eterno ciclo de los fenómenos? Se ha
limitado sin duda en exceso -la advertencia es de Schelling en un siglo
desmitizador- la visión de los misterios, al no caer en la idea de que
éstos contenían, por así decirlo, también una revelación sobre el
futuro del género humano».
Y es que la muerte es demasiado importante para el vivir humano,
que no puede pasar sin detenerse ante ella. Sin interrogarse y querer
vencerla: sin esperar.
109

LA ACTITUD ESPERANZADA
La esperanza (hablamos de la esperanza del creyente que supera
sin negar la estimable «pasión de esperar») acepta la realidad
negativa del morir como algo que nos afecta personalmente.
Y afronta el cuestionamiento que la muerte plantea al amenazar
dejar sin sentido tantas vidas y muertes olvidadas o inocentes. La
esperanza espera el sentido de cada vida humana, irrepetible e
insustituible para quienes amaron a esa persona, única también para
Dios, decimos los creyentes. La actitud esperanzada no elude las
preguntas: resiste.
La lucidez de la esperanza -que llega a ser «contra toda
esperanza» en la compresión cristiana de la resurrección y
recapitulación final- no es «el sereno equilibrio del creyente que se
funda en el delirio patológico de su religión», según la frase mordaz
de uno de los hombres que, sin embargo, más ha estirado las
posibilidades del esperar intramundano (Bloch).
Quien espera conoce la angustia ante la caída en el vacío que
amenaza con engullir el yo, la perplejidad ante el gran enigma, el
temor a ser desnudado y el temblor por la victoria del último enemigo.
Más aún: la esperanza sabe poco -su conocer es certeza de confianza
entregada- de cómo será esa otra vida en la que ésta se cambia: vita
mutatur non tollitur anuncia con parquedad la Liturgia.
La esperanza no ahorra seriedad al morir -como no priva de
responsabilidad al vivir. Quien espera experimenta que aceptar la
realidad no es lo contrario sino lo requerido por la misma esperanza.
Pero ocurre que la realidad aceptada en la confianza de quien cree y
espera tiene dimensiones que exceden lo medible, lo controlable y
verificable. Porque, fundados en un Dios que crea la vida, fundamos
nuestro no morir para siempre ni del todo en ese mismo Dios de la
vida que ha vencido a la muerte.
En esperanza vivimos el morir incrustado en nuestra vida. Pero
confiados en que será la vida la que ganará espacios a la muerte y se
transfigurará ella misma: «si el pensamiento de morir nos entristece,
nos consuela la certeza de la futura resurrección» dice un texto
antiguo en una celebración cristiana de la muerte que es celebración
de la vida.
Alguien, recientemente, nos ha dejado unos versos llamativos
porque restan pesadez y oscuridad a la muerte sin negarle su peso y
seriedad. Son el testimonio de quien ha vivido el morir
esperanzadamente:
«Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva (...)
Y hallar,
dejando los dolores lejos,
la noche-luz tras tanta noche oscura»7.
..............
1. Cf. B. MADISON (ed.), Sentido y existencia. Estella, 1977, 27.
110

2. H. THIELICKE, Vivir con la muerte. Barcelona, 1984, 28.


4. Cf. entre otrO-, F. MORIN, El hombre y la muerte. Barcelona, 1973.
5. Cf. La muerte, encrucijada de las antropologías. Moralia, 48, 1990
6. SAN AGUSTÍN, Confesiones. IV, 4, 7-9.
7. J. L. MARTÍN DESCALZO, Testamento del pájaro solitario. Estella, 1977.

FELISA ELIZONDO
LABOR HOSPITALARIA, 225. Págs. 194-198

APORTACIÓN BÍBLICA

por ÁNGEL GONZÁLEZ NÚÑEZ

EL TEMA
Sobre la vida y la muerte atesora la Biblia variadas y hondas
experiencias. El tema presenta desafíos, primeramente, por su
extensión. Es uno de sus grandes temas, en los libros narrativos, que,
en sus relatos de tipo biográfico y en las grandes versiones de la
historia humana, nos hace ver sus aspectos más fácticos y externos;
en los libros poéticos y sapienciales, que nos revelan el lado
emocional y el reflexivo; y en los libros visionarios, proféticos y
escatológicos, que orientan la atención a más allá del espacio y del
tiempo. El tema conduce al lector desde la creación hasta la
apocalipsis, de la protología a la escatología. El nuevo testamento gira
enteramente en torno a la resurrección, la victoria definitiva de la vida
sobre la muerte.
Pero, si uno se ve desbordado por la amplitud de los materiales, se
sentirá quizá desconcertado por el modo del tratamiento. Vida y
muerte aparecen enfocados en diversos sentidos o en niveles
diversos. Es la suerte natural del ser viviente, del nacer al morir; es la
realización moral de la persona, que cumple o no con lo que el ideal
humano espera de ella; es el destino y la suerte eterna, de salvación
o de condenación. Esos planos se relacionan de diversas maneras en
los textos: se diferencian o se confunden, colisionan o se armonizan.
A nosotros nos es imprescindible desdoblar los niveles, deslindar
los sentidos, si realmente queremos saber en dónde estamos y qué
valor tiene en cada caso el lenguaje. Establecer un poco de orden en
el maremagnum de los textos es, pues, la operación metódica primera,
contando con que, en muchos casos, los sentidos se imbrican de
modo inseparable, y sin la pretensión de aprehender todas las
ramificaciones de un texto. Distinguiremos, por lo tanto, la vida y
muerte natural, la moral y la escatológica, y las trataremos por
separado. No es nuestra intención afirmar dogmas, sino comentar
experiencias de la vida y de la muerte.
Otros factores de complejidad son todavía la evolución de los
conceptos y los géneros literarios. En los largos siglos que cubre la
literatura de la Biblia hay crecimiento de experiencias y variación de
111

puntos de vista, cambio de formulaciones y de acentos y


desplazamiento de ideas y creencias. Eso afecta considerablemente al
tratamiento de nuestro tema. Los varios géneros literarios de los
textos presentan diversos talantes, estilos e intenciones: el talante
informativo y el comunitario, el prescriptivo y el didáctico, el
proclamativo y el profético.
Pero la segunda operación, después de diversificar, será volver a
integrar los planos y los sentidos, para así conseguir al fin, la imagen
bíblica de la muerte y la vida. Por lo demás, en la experiencia del
hombre y en su ser, esos niveles se encuentran integrados: el hombre
es un ser natural, moral y abierto al infinito.
En cada uno de los niveles tendremos que preguntarnos qué son
allí la vida y la muerte y cómo se compaginan la una con la otra. En
cada paso dado debemos comprobar cómo se armonizan los diversos
niveles y cómo repercuten los unos en los otros.
Habrá algunos que digan que el tema es muy sencillo: la muerte
como problema tiene la resurrección como respuesta. Pero esa tan
simple sencillez es engañosa: requiere muchos supuestos y sólo es
válida para algunos. Y aun para los que vale, es una respuesta
compleja y misteriosa. Porque ¿qué es la resurrección? El lenguaje
sobre la muerte y la vida, a veces, en lugar de expresar, parece que
oculta. Lo cual se debe seguramente al desafío que esas realidades
plantean al lenguaje. Aun en los planos más sencillos queda algo que
el lenguaje no puede aprehender.
El título de nuestro tema podría concentrarnos en el acto mismo de
vivir el morir. Pero, realmente, la Biblia no abunda en contar agonías.
De lo que verdaderamente se interesa es de la vida y la muerte como
realidades sustantivas, duraderas. Así, la muerte comprende el morir,
a la vez que la condición natural de la persona, su opción moral y su
destino escatológico. La muerte es un componente de la vida, que
debe contar con ella y vivirla como una más de sus muchas vivencias.
Pero ¿cómo vivir una experiencia que es justamente lo opuesto de la
vida? ¿Puede, a su vez, la vida penetrar en los cerrados dominios de
la muerte?

VIDA Y MUERTE NATURALES

Qué es la muerte

En lugar de ofrecernos una explicación teórica del hecho, la Biblia


nos sitúa en presencia del muerto: dejó de respirar; Dios retiró su
aliento y dejó de vivir. La muerte es el cese de la vida natural de la
persona, el final de su existencia. La vida termina en ella, le cede el
puesto, y su implacable contrario la suplanta.
El nacer y el morir son las fronteras de la vida, una al principio y
otra al fin (Ecl 3, 2). La vida se define como la aventura que corre
entre los dos hechos, dos actos esenciales de su definición, como lo
son comprensiblemente los lindes de cada cosa. Se dice que «el amor
112

es más fuerte que la muerte» (/Ct/08/06), seguramente porque el


amor es la vida en plenitud y la muerte su vaciamiento.
Entre las dos es la primera la que tiene la primacía.
El que muere es el hombre, definido de muchas maneras por las
muchas antropologías. En contraste con la definición platónica del
hombre, que le ve como un espíritu encarnado, la Biblia lo conoce
como un cuerpo animado. Sus actividades espirituales emanan del
cuerpo mismo. Con el cese de la animación muere el todo. No hay
nada en él que pueda eludir la muerte, ni el cuerpo ni ese aliento
impersonal que es espíritu. El hombre es todo cuerpo y todo espíritu,
y la muerte lo alcanza todo, acabando con la persona.

El árbol tiene una esperanza:


aunque lo corten vuelve a brotar
y sigue echando renuevos...
Pero muere el hombre y queda inerte,
¿a dónde va cuando expira? (Job 14, 7.10)

¿Qué sucede cuando uno muere? Nadie tiene experiencia directa,


hasta que él mismo llega a ese momento; y entonces pocos habrá que
lo entiendan, lo vivan conscientemente, y, en todo caso, no le será
fácil expresar lo que acontece en el centro de su persona. Morir es
seguramente algo único, inefable, incomunicable. Pero antes que
llegue ese momento, el hombre ya tuvo experiencia de lo que es
desvivir, a lo largo de toda la vida. Desde fuera del trance vienen
datos que intentan decir en qué consiste. La Biblia dirá escuetamente
que, al retirarle Dios el aliento, el hombre se reintegra a la tierra.

Si Dios decidiere recuperar su espíritu y su aliento,


al instante los seres vivientes morirían,
volverían de nuevo al polvo (Job 34, 14 s).

Todos van al mismo lugar:


todos vienen del polvo
y todos vuelven a él (Ecl 3, 20).

Antes que el polvo vuelva a la tierra de donde vino


y el espíritu vuelva a Dios que lo dio (Ecl 12, 7).

Jesús dio otro fuerte grito


y exhaló el espíritu (Mt 28, 50).

Lo sabido sobre la muerte

A la luz de su observación, el hombre bíblico, como todos los


hombres, tuvo buena experiencia de la muerte: hizo constataciones,
consiguió evidencias y sacó conclusiones. Quizá la fundamental de
toda ellas es que el hombre es mortal, un ser vivo inexorablemente
113

avocado a la muerte. La conclusión la confirma, día tras día, el desfile


de los que mueren. Nadie oculta sus muertos; se muere a la vista de
todos, y así se puede observar el hecho y el modo. Consciente de su
finitud, el hombre contempla la muerte como el fin natural de su
proceso biológico y de su aventura biográfica. El que mantenga los
ojos abiertos podrá recorrer con luz el túnel de esa hora.
El capitulo primero de la historia del hombre en la Biblia se escribe
con una lista de descendientes de Adán, en la que se anota de cada
uno los años que vivió, los hijos que engendró y el dato indefectible «y
murió» (Gn 5).

Mi aliento no permanecerá para siempre en el hombre


que es de carne mortal (Gn 6, 3).

Todos hemos de morir:


Somos agua derramada en tierra
que ya no se puede recoger (11 Sm 14, 14).

(Son vanos los que pretenden):


Hemos firmado un pacto con la muerte,
una alianza con el abismo (Is 28, 15).

Ya sé que me devuelves a la muerte,


donde se dan cita todos los vivientes (Job 30, 23).

El hombre no es dueño de su vida


ni puede retener su aliento (Ecl 8, 8).

No presumas ante un muerto,


recuerda que todos moriremos (Eclo 8, 7).

No temas tu sentencia de muerte,


recuerda a los que te precedieron y a los que te seguirán.
Es el destino asignado a todos los vivientes (Eclo 41, 3 s).

Toda carne es como hierba,


como flor del campo su encanto (IS 40, 6).

Es de todos sabido que la muerte tiene su tiempo y su hora. «Hay


un tiempo de nacer y un tiempo de morir» (Ecl 3, 2). Pero esa hora es
incierta: el hombre no es dueño de ella «ni adivina el momento» (Ecl
9,12); lo más seguro es que le pille por sorpresa.
Insensato, esta noche te reclamará la vida (Lc 12, 20). Lo cierto es
que esa hora llegará temprano, en seguida, velozmente: la vida es
efímera.

Mis días corren más que un correo...


se deslizan como lanchas de papiro,
como águila que se lanza sobre la presa (Job 9, 25 s).
114

Mis días corren más que una lanzadera...


Recuerda que mi vida es un soplo (Job 7, 6 s).

El hombre nacido de mujer


tiene la vida corta (Job 14, 1).

Mis días son una sombra que se alarga,


me voy secando como la hierba (Sal 102, 12).

Los días del hombre están contados:


es mucho si llega a cien años (Eclo 18, 9).

El hombre es un soplo fugaz, una sombra que pasa:


se afana por cosas fugaces,
atesora y no sabe quien lo ha de recoger (Sal 39, 8).

Con esas características, el inexorable destino de la muerte pone


en la vida miedo y amargura. El hombre se está preguntando cómo se
enfrentará en su hora con la muerte. En realidad ya lo está haciendo
a lo largo de toda la vida. La muerte se hace vivir adelantada,
haciendo gustar la nada y asistir a la pérdida de la propia identidad.

Prototipo de pesadilla es la espera angustiosa


del día de la muerte» (Eclo 40, 2).

Agag, rey de Amalec, lucha por sobreponerse a su angustia


«Parece que pasó la amargura de la muerte» (I Sm 15, 32).

Uno llega a la muerte sin un achaque....


otro muere lleno de amargura (Job 21, 23.25).

Me envolvían redes de muerte,


me atrapaban los lazos del abismo (Sal 116, 3).

Me han arrojado vivo en un pozo


que taparon con piedras (Lm 3, 53).

(Jesús en Getsemaní:) Padre mío,


si es posible, que pase de mí este trago (Mt 26, 39).

En los días de su vida mortal ofreció sacrificios


y súplicas, a gritos y con lágrimas, al que podía salvarlo
de la muerte (Hbr 5, 7).

Circunstancias más dolorosas

Uno de los aspectos penosos de la muerte es la pérdida de todo lo


que se ha adquirido en la vida.
115

Como salió desnudo del vientre de su madre,


así volverá allí
y nada se llevará del trabajo de sus manos (Ecl 5, 14).

Pero más penosa todavía es la pérdida de las facultades, la idea del


apagamiento, progresivo o repentino, de la conciencia de uno mismo:
lo que fue. Mirando hacia ahí, desde la cercanía de la vejez, el sabio
piensa y sentencia: «No me gusta» (Ecl 12, 1). Y el factor de más
amargura es que ese viaje sea sin retorno.

Pasarán años contados


y emprenderé el viaje sin retorno (Job 16, 22).

Antes de que me vaya para no volver


a la tierra de tinieblas y de sombra (Job 10, 21).

Retira tu mirada para que respire,


antes de que me vaya y ya no exista (Sal 39, 14).

Circunstancia que aumenta la amargura y provoca el rechazo de la


muerte es la de su irrupción «en medio de los días», sin que la vida se
haya consumado ni se haya realizado el proyecto. Su Ilegada a
destiempo priva de la plenitud que la persona alcanza en su vejez, y
es como si viniera desde fuera, sin dar largas a familiarizarse con ella
desde dentro.
El rey Ezequías enfermo se lamenta:

A la mitad de mis días


tengo que franquear las puertas del abismo,
me privan del resto de mis años (Is 38, 10).

Se marchitarán antes de sazón


y no volverán a verdear sus ramas (Job 15, 32).

Los traidores y sanguinarios


no cumplirán la mitad de sus años (Sal 55, 24).

No seas malvado en exceso, no seas insensato,


¿para qué morir antes de su hora? (Ecl 7, 17).

Y otra circunstancia penosa de la muerte es el morir «sin hijos»,


privado del descendiente que consuele en esa hora, que perpetúe el
apellido y que ayude a vivir más allá de la muerte.

Abrahán: Señor, ¿de qué me sirven tus dones,


si me estoy yendo sin hijos? (Gn 15, 2).

Jacob: Mi hijo José no bajará con vosotros.


116

Si le sucede una desgracia en el viaje que emprendéis,


de la pena daréis con mis canas en el sepulcro (Gn 42, 38).

Oíd, en Ramá se escuchan gemidos y llanto amargo:


Es Raquel que llora inconsolable a sus hijos
que ya no están (Jr 31, 15).

(La peor de las maldiciones:)


Que su posteridad sea exterminada
y que en una generación se acabe su nombre (Sal 109, 13).

Actitudes frente a la muerte

¿Hay lugar a hacer algo ante la muerte? ¿Esperarla quizá


pasivamente, con fatalismo y resignación? No es esa la actitud que se
observa en los textos. El hombre es el único ser consciente de su
muerte; su atención a los muertos es una de las señales de su
humanización. Por eso no la mira llegar como algo ajeno o que viene
sólo de fuera, sino que la está aguardando como suya, viviéndola
desde dentro, convirtiéndola en acto humano. El trance le pertenece;
él es su sujeto y ni él puede ignorarlo ni otro puede privarle de él.
Seguramente lo habrá vivido a lo largo de toda la vida y le habrá
sacado partido: le habrá enseñado a calibrar el valor de las cosas.
¿Por que no ha de tener utilidad en la última hora?

Vale más visitar la casa de duelo que la casa de fiesta,


porque en eso acaba todo hombre y el vivo reflexiona...
El sabio piensa en la casa de duelo,
el necio en la casa de fiesta (Ecl 7, 2.4).

Hasta el último trance hay una oportunidad para encontrar o quizá


para conferir un sentido a la vida. La demanda de «conocer la
duración» no es sólo para quejarse de lo efímera que es la vida, sino
para reforzar la decisión de tomarla en la propia mano y defenderla de
la amenaza de la muerte que se avecina.

Señor, dame a conocer mi fin


y cuantos serán aún mis días,
a fin de que me dé cuenta de lo frágil que soy (Sal 39, 5).

Enséñanos a calcular nuestros días,


para que adquiramos un corazón sabio (Sal 90, 12).

La vida es el más valioso de los bienes: por ella el hombre lo hace


todo y lo da todo. Así lo asevera el satán del prólogo de Job.

Por la vida el hombre da todo lo que tiene (Job 2, 4).


¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero,
117

si malogra su vida (Mt 16, 26).

El hombre monta la guardia en su defensa y la lleva hasta la última


instancia en que alguien puede interesarse por su causa. Es lo que
vemos hacer al hombre orante en las súplicas del salterio. Como una
muestra de todas ellas, la antes citada de Ezequías.

Señor, recuerda que me he conducido en tu presencia


con corazón sincero e íntegro
y que he hecho lo que te agrada (11 Re 20, 3).

La solidaridad exige de todos trabajar con él en ese trance.

Libra al que llevan a matar,


no abandones al que está en peligro de muerte (Prv 24, 11).

El más horroroso de los crímenes es el del que atenta contra la


vida, derramando la sangre. La vida seguirá denunciando
eternamente al que la ha destruido.

A Caín: La sangre de tu hermano


grita desde la tierra (Gn 4, 10).

(Rubén, defendiendo a José:)


No derraméis su sangre...
no pongáis vuestras manos sobre el (Gn 37, 22).

Si uno derrama la sangre de un hombre,


otro derramará la suya (Gn 9, 6).

No matarás (Ex 20, 13).

Las comadronas respetaban a Dios


y en vez de hacer lo que les mandaba el rey de Egipto,
dejaban con vida a los recién nacidos (Ex 1, 17).

Sobre vosotros recaerá la sangre inocente,


derramada sobre la tierra,
desde la sangre de Abel el justo hasta la sangre de Zacarías,
al que matasteis entre el santuario y el altar (Mt 23, 35).

Pero, a veces, la vida es tan pobre que el que la vive añora Ia


muerte. La valora como un alivio para su desesperación, un refugio
para evasión.
Elías, camino del Horeb:

Basta, Señor; quítame la vida,


que no soy yo mejor que mis antepasados (I Re 19, 4).
118

Jeremías: ¿Por qué no me hizo morir en el vientre?...


¿Para qué salí del vientre, para ver penas y tormentos?
(Jr 20, 17 s).

Job: ¿Por qué no quedé muerto desde el seno?


¿Por qué no expire recién nacido? (Job 3, 11).

Ojalá quisiera Dios aniquilarme,


dejarme de su mano y aventarme (Job 6, 9).

Consideré a los que ya han muerto


más afortunados que los que todavía viven (Ecl 4, 2).

Mejor la muerte que una vida amargada,


el eterno reposo que enfermedad incurable (Eclo 30, 17).

Oh muerte, que agradable es tu sentencia


para el hombre indigente y desvalido,
para el viejo cargado de años y problemas,
para el que se rebela, perdida la esperanza (Eclo 41, 2).

Pero lo más espantoso de la muerte es cuando uno se quita la vida


por su mano.

Judas arrojó en el templo las monedas,


se marchó y se ahorcó (Mt 27, 5).

En cambio, tiene sentido dar la vida por otros: hacerlo todo por ellos
y en ellos asegurarse la propia continuidad. Prototipos de esto, el
Siervo de Yavé y Jesús de Nazaret.

Por haberse entregado en lugar de los pecadores,


tendrá descendencia, prolongará sus días
y por medio de él tendrán éxito los planes de Yavé (Is 53,10).

Con dificultad se dejaría uno matar por una causa justa,


pero por una buena persona afrontaría uno la muerte.
Pero el Mesías murió por nosotros,
cuando éramos aún pecadores (Rm 5, 7 s). .

Presentándose como simple hombre,


se abajó, obedeciendo hasta la muerte (Flp 2, 8).

Celebración de la muerte

Las exequias, honras fúnebres, son el obsequio que tributan los


vivos al que muere. Es un acto comunitario, porque la muerte es algo
de todos: todos han de morir y el que muere es un miembro de la
comunidad. Pero son los seres queridos los que viven la muerte más
119

cerca. Seguramente no hay experiencia más honda de la muerte que


la que se vive cuando se quiere al que se muere.
Cierto, para los enemigos la muerte puede ser motivo de alegría: es
la inicua caricatura de la fiesta. Y es algo que preocupa ya al que va a
morirse, como si eso reforzara el poder destructivo de la muerte.

Que no se alegren a costa mía mis traicioneros enemigos,


que no se hagan guiños los que me odian sin razón
(Sal 35, 19).

Los que buscan mi muerte me tienden trampas:


¿cuándo morirá y se perderá su apellido? (Sal 41, 6).

No te alegres de la muerte de nadie,


recuerda que todos moriremos (Eclo 8, 7).

¡Cómo han caído los héroes!...


Que no se alegren las hijas de los filisteos,
que no lo celebren las hijas de los incircuncisos
(11 Sm 1, 19 s).

La verdadera celebración del hecho de la muerte es la que hacen


los familiares, los amigos y la misma comunidad. Con el enterramiento
y el luto expresan al que muere su humana solidaridad, prestándole el
obsequio de su acompañamiento y expresando el deseo del eterno
descanso. La Biblia registra sistemáticamente esos sentimientos.

Murió Sara... y Abrahán fue a llorarla


y hacer duelo por ella (Gn 23, 2).

Murió Raquel y fue sepultada en el camino de Efrata, Belén.


Jacob levantó una estela sobre el sepulcro:
es la estela del sepulcro de Raquel que todavía existe hoy
(Gn 36, 19 s).

Los israelitas lloraron a Moisés durante treinta días,


cumpliendo con ello el tiempo del luto por un muerto
(Dt 34, 8).

Samuel había muerto y todo Israel lo había llorado


y lo habían sepultado en Ramá (I Sm 28, 3).

Hicieron duelo, llorando y ayunando hasta la tarde,


por Saúl y por su hijo Jonatán (II Sm 1, 12).

Rasgad vuestras vestiduras,


cubríos de saco y haced duelo por Abner (II Sm 3, 31).

Todo Israel hizo gran duelo por Jonatán


120

y lo lloró durante muchos días (I Mac 13, 26).

Tobit: Si veía a alguno de los de mi raza muerto


y abandonado tras las murallas de Nínive,
lo enterraba (Tob 1, 17).

Llora por un muerto porque perdió la luz...


Siete días dura el duelo por un muerto (Eclo 22, 11 s).

José tomó el cuerpo de Jesús, lo envolvió


en una sábana limpia y lo puso en un sepulcro nuevo
que había hecho excavar en la roca... María Magdalena
y la otra María estaban allí, sentadas frente
al sepulcro (Mt 27, 5961).

Final terrible es el de aquél que queda sin sepultura y que muere


sin ser llorado, sin alguien que le despida y le desee el descanso. La
soledad de esa hora pesa sobre el que muere más allá de la vida. No
ha tenido a quien encomendársela o en quien depositar su última
mirada. Es el encuentro absolutamente a solas con la muerte.

Grandes y pequeños morirán en esta tierra sin ser enterrados ni


llorados; nadie se hará por ellos cortaduras ni se rasurará la cabeza;
nadie partirá el pan con quien está de luto para consolarlo por un
muerto; nadie le ofrecerá la copa de la consolación por el padre o la
madre (Jr 16, 6 s).

Terrible como no ser llorado es no llorar, tener que ahogar dentro


de sí el llanto por el que muere.

A Ezequiel: Hijo de hombre, voy a quitarte de repente a la que


hace tus delicias, pero tú no te lamentes, no llores ni viertas lágrimas.
Suspira en silencio, no hagas luto, ponte el turbante en la cabeza,
cálzate las sandalias, no te tapes la barba, no comas lo que te
ofrezcan los vecinos en día de luto (Ez 24,16 s).

Pero los ritos funerarios no son sólo de obsequio al que muere. Son
también providencia saludable en favor de sus familiares; y son para
todos desahogo del sentir solidario. Vivir un poco la muerte, para
luego volver a la vida. El sabio formula así la filosofía de las exequias:
acompañar al muerto en su paso, desearle el descanso, librarse de la
muerte y seguir viviendo. Conviene hacerlo así por uno mismo y por
él.

Hijo, por un muerto vierte lágrimas,


para expresar tu pena entona lamentaciones;
hazle un entierro como se merece
y no dejes de visitar su tumba.
121

Llora amargamente, da rienda suelta a tu dolor,


guárdale el luto que le corresponde...
pero luego consuélate de su pena.
Porque la pena acarrea la muerte
y un corazón triste quita las fuerzas.
Con los funerales pase también la pena, I
que una vida de tristeza es insoportable.
No abandones tu corazón a la tristeza,
recházala, piensa en el futuro.
Recuerda que no hay retorno;
al muerto no le aprovechará tu tristeza
y te harás daño a ti.
Ten presente que su suerte será también la tuya:
A mí me tocó ayer, a ti te toca hoy.
Con el reposo del muerto deja que repose su memoria,
consuélate de él después de su partida (Eclo 38, 1623).

Muy cerca de esos consejos está la enseñanza de Jesús, que llama


a no quedarse con el muerto en la muerte; por el contrario, tomar
enseguida el camino de la vida.

Señor, deja que vaya primero a enterrar a mi padre.


Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos
(Mt 8, 21 s).

A dónde van los muertos

Hay una respuesta inmediata, pero vaga, que remite también a un


lugar vago, sin contornos: al seol, la morada eterna de los muertos.
Morada sombría de vidas apagadas, más bien sombras de vida. Más
que de un lugar, se trata de una situación, de la cual no conocemos
datos positivos. Sin perderse en especulaciones sobre el tema, la
Biblia describe esa situación supuesta de los muertos como de
inanidad e inactividad, de total incomunicación y eterno olvido. De ese
lugar-situación «no hay retorno» (Eclo 38, 21).
Pero esa respuesta vaga no acalla las preguntas que se hicieron
los sabios. ¿Qué es, realmente, de los muertos? ¿Tiene sentido
preguntarse sobre su suerte y su condición? ¿Es la muerte un final
definitivo y total o, por el contrario, queda algo del que ha muerto?
La respuesta más espontánea sería la más pesimista. Pero lo cierto
es que con ella los sabios infiltran de nuevo la pregunta.

El hombre, cuando muere, queda inerte,


¿a dónde va cuando expira?...
El hombre que yace muerto no se levantará jamás,
se gastarán los cielos y él no despertará,
no volverá a levantarse de su sueño...
¿Puede un hombre muerto revivir? (Job 14, 10.12.14).
122

¿Es realmente la muerte el final absoluto de la vida? La Biblia se


muestra parca al respecto. Pero los moribundos que presenta y la
apreciación general de la muerte por parte de los vivos nos muestran
un panorama de sobria serenidad y una increíble contención de
sentimientos. ¿Significa eso resignación o fatalismo, aceptación o
conformidad?
Los sabios enfocan el tema de manera teórica y lo tratan como
problema. Antes de ellos la muerte es aceptada como suerte
inevitable, que se ve como normal y llevadera, siempre que cumpla
con unas condiciones: que la muerte llegue al final de una vida
cumplida y satisfecha; que de muerto reciba sepultura en la tumba de
sus antepasados, que le quisieron y le esperan; que el moribundo vea
a su lado un descendiente que prolongue su nombre hacia adelante.
En definitiva, es la solidaridad humana la que hace la muerte
llevadera: la deja, de alguna manera, enganchada a la vida.
Las fórmulas con que se pinta la muerte de una persona aluden
sistemáticamente a esas condiciones.

Expiró Abrahán, murió en buena ancianidad


y fue a reunirse con sus antepasados (Gn 25, 8).

Murió Isaac y fue a reunirse con sus antepasados,


anciano y lleno de días (Gn 55, 29).

Jacob a José: Cuando vaya a reunirme con mis antepasados


sácame de Egipto y entiérrame en su sepultura (Gn 47, 30).

A Moisés: Morirás allí en el monte


e irás a reunirte con tus antepasados,
como tu hermano Aarón (Dt 32, 50).

Gedeón murió en buena ancianidad


y fue sepultado en la tumba de su padre (Ju 8, 32).

Murió Josafat y fue sepultado con sus antepasados,


en la ciudad de David (I Re 22, 51).

Bajarás a la tumba sin achaques,


como una gavilla en sazón (Job 5, 26).

Llegará un día en que no habrá anciano


que no colme sus años (Is 52, 20).

La vida plena rebasa los límites del tiempo: tiene dentro eternidad.
La plenitud consiste en la perfecta integración personal, social y
cósmica. El que haya logrado la armonía en todos esos niveles, al fin,
descansará en ella. Cuando la vida alcanza plenitud, la muerte viene
sosegadamente desde fuera y desde dentro.
123

V/EXTENSA-INTENSA: Parece que se la acepta con el comprensible


realismo, con sosiego y en paz. La pérdida de facultades concentra el
interés del que se muere en unas pocas cosas, con lo que la vida
pierde en extensión, pero gana en intensidad. En el instinto para
valorar lo esencial radica la proverbial sabiduría del anciano. Cuando
de alguien se dice que muere con sus facultades y en pleno vigor, se
está describiendo una vida que ha alcanzado su plenitud.

Moisés tenía ciento veinte años cuando murió.


Ni sus ojos se habían apagado
ni se había debilitado en su vigor (Dt 34, 7).

Otra de las condiciones de la muerte tranquila y en paz es la


compañía, al lado del lecho y de la tumba, de un hijo o descendiente,
que garantice la prolongación de su vida hacia adelante. Es lo más
consolador en ese trance, junto con la idea de ir a reunirse con los
suyos, la raíz de la vida hacia atrás. El hombre bíblico vive muy hondo
el componente comunitario: su gente y su pueblo están en él y él en
ellos. En los pocos que le acompañen, en la ruptura de la vida, se
hace presente el amor de todo el pueblo y el de Dios.

En la antes citada lista de patriarcas prediluvianos (Gn 5), con el


dato de que «murió» se deja también asentado cuantos hijos dejó. La
lista no quiere ser una crónica de la muerte, sino una afirmación de la
continuidad de la vida, a pesar de ella.

Jacob a José: No pensaba volver a verte, pero Dios me ha


concedido ver incluso a tus descendientes (Gn 48, 11).

Jacob vio a los hijos de Efraín hasta la tercera generación. También


recibió sobre sus rodillas, al nacer, a los hijos de Maquir (Gn 50, 23).

Job conoció a sus hijos, a sus nietos, a sus bisnietos y, al fin, murió
anciano y colmado de días (Job 42, 16 s).

Cuando un padre tiene la suerte de bendecir a los hijos a la hora de


la muerte, después de enseñarles a vivir, les enseña a morir: «poner
en orden la casa» y transmitir el bien que él creó.

Muere el padre y como si no muriese


pues deja detrás de sí un hijo como él.
Durante su vida se alegra de verlo,
en el momento de la muerte no siente tristeza (Eclo 30, 4 s).

A falta de un hijo, puede valer también un sucesor, alguien que lleve


adelante el proyecto que el muerto no acabó. Es el caso de Moisés
con Josué (Dt 34,9), y de Elías con Eliseo (I Re 19, 20) y de Jesús con
sus discípulos (Mc 16, 20).
Si falta el hijo y el sucesor, están siempre las obras que uno hizo y,
124

eventualmente, un monumento que guarde la memoria.

Absalón se había hecho un monumento en el valle del rey,


pensando: No tengo hijos para conservar el recuerdo de mi nombre, y
había puesto su nombre al monumento. Todavía se le conoce
actualmente como el monumento de Absalón (I Sm 18, 18).

El recuerdo se valoró siempre como un modo de sobrevivencia.

El justo jamás sucumbirá,


siempre será recordado (Sal 112, 6).

Pero, frente a eso está la nota del escéptico, que contrapone al


recurso inseguro el olvido inmediato y cierto.

En el futuro no quedará recuerdo


ni del sabio ni del necio (Ecl 2, 16).

Es la aseveración fría de un sabio, implacable como el Qohelet,


que, vaciando la vida de valores, ve alzarse la muerte en su lugar
como un absoluto. Hay que advertir que el hombre del Qohelet es un
individuo solitario, sin conexión con la familia y con el pueblo. Eso es
raro en la Biblia. Si a él se le agranda la muerte como a nadie, es por
causa de su individualismo. El que en la vida no está obligado a nadie,
al final no encontrará una mano a la que pueda agarrarse. El hombre
muere, pero el pueblo, sustitutivo aquí de la especie, es eterno. Con
él sobrevive el hombre, que lleva marcado en su ser el componente
comunitario.

A David: Su estirpe durará siempre...


El hombre, como la hierba son sus días,
pero el amor de Yavé dura por siempre
para los que le temen (Sal 103, 15.17).

¿En qué medida responde todo esto a la pregunta «a dónde van los
muertos»? En medida pequeña, pero seguramente suficiente para
explicar la relativa tranquilidad ante la muerte y la docilidad del
hombre ante ella. No es ninguna doctrina, pero es más que eso: es
una experiencia, en la que se juntan constataciones, insinuaciones y
atisbos que llevan y anclan la atención más allá de la muerte. Ningún
componente de la persona es inmortal, todos se mueren. Y, sin
embargo, hay algo allí que se resiste a la aniquilación y que no
encuentra suficiente respuesta en la consideración naturalista de la
vida. Aunque nadie se libre de la muerte, el anhelo de vivir permite ver
más allá de ella: hay vivencias que la rebasan. La persona está tan
ligada a la vida, que la muerte no puede imponerle la anulación de
todo lo que fue y de todo lo que hizo.
Aparte la plenitud desbordante que la vida pueda tener, el vínculo
más fuerte que le amarra a ella es la solidaridad con sus seres
125

queridos y su pueblo, con antepasados y descendientes. A los


primeros les dio la mano y prolongó su vida hacia adelante. Ahora le
esperan: al morir, se reúne con ellos. A los segundos les encomienda
la guarda de su recuerdo, depositando en sus manos y en sus vidas
lo que él hizo y fue. Con los suyos, como con él, está el Dios de la
vida, que abre horizonte infinito al anhelo humano. Quizá aquí pueda
calmarse la angustia de soledad que, pese a todo, las compañías,
inevitablemente asalta al que muere. Rodeada de sus doce hijos,
exclama, sobrecogedora, una madre, momentos antes de morir: Sé
que estáis todos aquí, pero ninguno puede valerme.
Para vencer las incertidumbres que conllevan la intuición y la
esperanza de algún modo de sobrevivencia, el hombre de la Biblia,
pertrechado con otras representaciones y otros presupuestos, llegó a
afirmar la sobrevivencia en términos más audaces y con categorías
más contundentes. Pero éstas descansan en la base de las
temblorosas experiencias que hemos analizado. Quizá la respuesta
humilde que en este plano insinúa el hombre de la Biblia, siga siendo
tan significativa como las doctrinas más pretenciosas de la
sobrevivencia.

VIDA Y MUERTE MORALES

La realización moral humana

Los términos vida y muerte que en sentido directo designan


procesos biológicos, aparecen abundantemente en la Biblia en
sentido figurado para dar cuenta de la realización moral humana,
conseguida o malograda. La vida y la muerte se sitúan, así, dentro del
marco de la existencia, en el espacio delimitado por el nacer y el morir,
y están en las manos del hombre. Son categorías morales, que
definen calidades de vida. La vida propiamente dicha será la que
entrañe la realización cabal de la persona, según las exigencias de la
normal condición humana, el ideal marcado por la conciencia
personal y los valores vigentes en su ámbito. Muerte, por el contrario,
sería el modo de existencia que no cumple con esas condiciones, con
lo que no llega al nivel de lo que es propiamente vida humana. La
fidelidad a las normas de la realización ideal de la persona es principio
de vida; la infidelidad, por el contrario, es principio de muerte. Como
categorías morales que son, la muerte es el mal y la vida el bien.

El que actúa según justicia, vivirá,


el que persiga el mal, morirá (Prv 11, 19).

La clave de la vida y de la muerte está en las manos de la persona,


de su conducta moral. El hombre, ser libre y responsable, puede optar
por la una o por la otra. El que siembre el mal recogerá muerte; el que
siembre el bien tendrá frutos de vida.
El espacio hábil para hacer la opción es el de la vida natural. El
hombre hace en ella su opción fundamental y en ella puede también
126

dejar esa opción e irse a la contraria. La decisión para vida o para


muerte no es nunca definitiva: está en dinámico ejercicio a lo largo de
la existencia; ni es tampoco precisa, matemática: vida y muerte se
tocan; la una entra en terreno de la otra. La muerte física es la que
retira a la persona el tiempo de la opción, la que interrumpe el
dinamismo.

Relación del plano moral con el natural y el escatológico

El uso de los mismos términos en el plano moral y en el natural


supone una analogía: es lo que justifica el lenguaje figurado. El plano
natural ofrece al moral el espacio para la opción. La opción libre, por
su parte, es lo que hace decididamente del hecho biológico un hecho
personal, humanizando con ello la vida y la muerte. Lo que sería
destino común de todos los vivientes, se convierte en historia. En
realidad, lo que es experiencia y obra humana tiene siempre categoría
moral; pero ahora esta dimensión es la que prima. Y lo hace
confiriendo a la existencia natural un determinado cariz y un peso
específico. La muerte natural adquiere mayor gravedad con la muerte
moral; la vida, mayor densidad.
En el hombre real lo natural y lo moral se superponen: lo segundo
intensifica y califica lo primero. Pero, aunque se superpongan y se
influyan, no debieran, de manera ninguna, confundirse. Lo natural no
depende del hombre, le es inevitable; lo moral está en sus manos,
puede plasmarlo según su elección. No se puede, por lo tanto, decir
que la muerte moral, el pecado, la culpa del hombre responsable, sea
la causa de la muerte natural. Ésta está decretada por la misma
naturaleza y alcanza a todo hombre, justo o pecador. La muerte moral,
por el contrario, es fruto del hombre que actúa indebidamente y
traiciona el ideal del ser humano. La inmortalidad natural es una idea
extraña al pensar bíblico. El hombre paradisíaco, con la opción entre
vivir y morir, no es una figura natural, sino moral. La vida paradisíaca
es la propia del inocente, y el que la destruye es el hombre pecador.
La confusión entre los dos planos trae consigo aberrantes
concepciones, que crean problemas insolubles, para colmo,
problemas falsos.
La vida y muerte moral tienen también continuidad en el plano
escatológico que luego definiremos. Lo humano y lo trascendente no
tienen fronteras definidas. La moral bíblica no es autónoma, sino
heterónoma: lugar de convergencia de la autoridad humana y la
divina. La ley es considerada como palabra de Dios y es refrendada
desde el cielo. El criterio de la vida moral es Ia
obediencia-desobediencia a la ley y a los principios del evangelio. Con
la vida o la muerte moral el hombre prepara su suerte escatológica.
Pero, aunque las fronteras entre los dos planos sea permeables, no
debieran tampoco confundirse. Por definición, el hombre no puede
controlar el alcance del plano trascendente, terreno de lo gratuito. Por
su parte, el plano moral tiene su propia entidad, como se puede
observar en las motivaciones que acompañan sus normas y sus
127

principios: apelan a la experiencia y a criterios humanos.


El plano es intermedio al natural y al escatológico. Es terreno del
hombre, que desde ahí puede influir en la vida y muerte natural y en
la escatológica, aunque la una le preceda y la otra le sobrepase.

Opción entre la vida y la muerte

Al poseer el privilegio de la opción entre el bien y el mal, el hombre


decide también su vida o su muerte moral, dependientes de aquélla.
La Biblia establece, a su misma entrada, el valor de esa opción.

Del árbol de conocer el bien y el mal no comerás,


porque el día en que comas de él morirás (Gn 2, 17).

P/MU/VINCULACION MU/P/VINCULACION: : Es un principio, una


norma, un test de la obediencia al normador. Pero lo que se sigue
después de la transgresión no es muerte física: Adán y Eva siguen
viviendo y creando nueva vida. Lo que se sigue es la muerte moral,
que consiste en encontrarse con la propia creaturidad, la desnudez, la
conciencia de fallo y de fracaso, la vergüenza y el miedo. La Biblia
abundará luego en la expresión de esa experiencia de vida y de
muerte, dependiendo dE la opción del hombre libre.

Hoy te pongo delante vida y felicidad, muerte y desgracia.


Elige la vida y vivirás, tú y tu descendencia (Dt 30, 15.19)

Yo os pongo delante
el camino de la vida y el camino de la muerte (Jr 21, 8).

El justo vivirá por su fidelidad (Hab 2, 4).

Buscadme y viviréis, buscad el bien y no el mal (Am 5, 4.6).

Delante del hombre están muerte y vida,


se le dará lo que él elija (Eclo 18, 17).

Muerte y vida dependen de la lengua:


según se elija, así se recibirá (Prv 18, 21).

Los orgullosos que guardan su rencor...


y no imploran cuando Dios los encadena,
mueren en plena juventud,
su vida acaba en la adolescencia (Job 36, 13 s).

El hombre que es justo, que observa el derecho y la justicia...


ese hombre es intachable y vivirá (Ez 18, 5.9).

El hombre justo valora su justicia como un título de vida cabal. Las


protestas de inocencia que encontramos en Job y en muchos salmos
128

de súplica, reclaman una vida mejor.

Vinculación muerte-pecado

La muerte de que estamos hablando tiene que ver con el pecado.


Es su consecuencia o se le identifica. «El día en que comas de él
morirás». Insistimos en que no se trata de la muerte natural, que no
está en las manos del hombre. Es la muerte moral, la vinculada con el
pecado. El plano natural se contagia de ella.

Por la mujer entró la muerte en el mundo


y por ella morimos todos (Eclo 25, 24).

La muerte alcanzó a todos los hombres,


porque todos pecaron (Rm 5, 12).

Por la desobediencia de uno, todos pecadores;


por la obediencia de uno, todos justos (Rm 5, 19).

El pecado es ruptura de ligámenes vitales con los demás hombres y


con Dios. Esa ruptura despierta en el hombre la conciencia de culpa, y
la vida en esas condiciones es mísera y solitaria: una vida que es
como muerte. Por eso se habla oportunamente de pecado mortal. Y si
el pecado significa muerte, la inocencia es vida. Es la vida
paradisíaca. El hombre la pierde y la gana.

El temor del Señor alarga la vida,


los años del malvado se acortan (Prv 10, 27).

¿Podemos seguir con vida, si los pecados pesan sobre nosotros?...


Juro que no quiero la muerte del malvado, sino que cambie de
conducta y viva. Convertíos, cambiad de conducta, malvados, y no
moriréis (Ez 33, 10 s).

No os procuréis la muerte con vuestra vida extraviada, ni os


acarreéis la perdición con las obras de vuestras manos (Sab 1, 12).

Si yo digo al malvado que es reo de muerte y tú no le das la


alarma... para que cambie de conducta y conserve la vida, entonces el
malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre
(Ez 3, 18).

En el nuevo testamento es Pablo el que más profundiza en esta


suerte de vida y de muerte. El plano moral es el que predomina en su
lenguaje, aunque indisolublemente vinculado con el plano natural y
con el escatológico. El pecado es muerte, la inocencia es vida. Al
hombre se piden cuentas de su condescendencia con las tendencias
de la carne, que traicionan el ser cristiano. El hombre no puede
suprimirlas, pero puede controlarlas y hacer que prevalezcan las
129

tendencias del espíritu. Él es, por lo tanto, responsable de su vida y


de su muerte.

Las tendencias de la carne son muerte,


las del espíritu, vida (Rm 8, 6).

Del pecado viene a la muerte su venenoso aguijón (I Cor 15, 56).

Por un hombre entró el pecado en el mundo


y por el pecado la muerte,
y la muerte alcanzó a todos los hombres,
porque todos pecaron (Rm 5, 12).

El salario que paga el pecado es la muerte (Rm 6, 23).

Cuando estábamos sujetos a las apetencias desordenadas, las


pasiones pecaminosas, atizadas por la ley, producían frutos de muerte
(Rm 7, 5 s).

El que cultiva los bajos instintos, cosechará frutos de muerte;


el que cultiva el espíritu cosechará vida eterna (al 6, 8).

El pecado, para demostrar que lo era verdaderamente, me causó la


muerte, sirviéndose de la ley que en sí es buena (Rm 7, 13).

Detrás de estos mecanismos de vida y de muerte moral se asoma el


supuesto de un ordenamiento general, como un orden primigenio,
según el cual debería darse una correspondencia entre la conducta y
la suerte y una segura correlación entre la obra y su resultado. En ese
supuesto se basa el principio de la retribución, que daría
indefectiblemente a cada uno su merecido: tal conducta, tal suerte; y
eso debería verse ya en la vida en el mundo.

Muchos de los que duermen en el polvo despertarán, unos para


vida eterna y otros para ignominia perpetua (Dn 12, 2).

Un día el pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de


Abrahán. También murió el rico y fue sepultado. En el abismo, entre
tormentos, levantó el rico los ojos y vio desde lejos a Abrahán y a
Lázaro en su seno (Lc 16, 22 s).

Aquí el lugar de destino no es el anodino seol que iguala a todos,


independientemente de sus conductas: es ya lo que corresponde al
cielo y al infierno. La conducta moral es refrendada desde más allá de
la muerte por suertes diferentes.

RETRIBUCION/GOTERAS: Es verdad que la doctrina de la


retribución tiene muchas goteras. Las dificultades para admitirla
provienen, sobre todo, de que se espera que funcione a la vista, en la
130

historia. Pero la experiencia no puede confirmar que a los malos les


vaya mal (muerte) y a los buenos les vaya bien (vida). Con frecuencia,
lo que se ve es justo lo contrario. La doctrina se desatasca, al
abrírsele como espacio el más allá de la muerte. Quizá el principio no
deba tomarse a la letra, sino como norma de conducta, aunque no se
pueda verificar el resultado.

Una misma suerte toca a todos:


al inocente y al culpable, al puro y al impuro,
al que ofrece sacrificios y al que no,
al justo y al pecador,
al que jura y al que tiene reparo en jurar (Ecl 9, 2).

Con frecuencia el malvado llega a la muerte sin achaques,


del todo tranquilo y en paz,
mientras el justo muere en la amargura,
sin haber conocido nunca el bien;
uno y otro se encuentran juntos en el polvo,
cubiertos de gusanos (Job 21, 23.25).

Experiencia de la muerte moral

No es una entelequia: se la vive como experiencia. En Gn 3, como


ya vimos, la desobediencia a la norma trae consigo la experiencia del
fallo y del fracaso, del miedo y de la vergüenza.
Es la muerte anunciada en el morirás: muerte moral.
En las personas y cosas de su alrededor, Caín percibe voces que le
piden cuentas de la sangre de su hermano. Su tierra le echa fuera y,
por donde quiera que vaya, la muerte le va siguiendo. Y su grito
desesperado: «Mi pena es demasiado grande para poderla soportar»
(Gn 4, 13).
El crimen cometido acarrea una suerte de muerte del culpable: «una
turbación y un remordimiento que inquietan la vida» (1 Sm 25, 3). En
las Lamentaciones, los salmos penitenciales (Sal 6; §1...) y las
grandes confesiones comunitarias de época tardía (Sal 78; Bar 1,
15-2, 10; Neh 9, 5-37), las desgracias y las calamidades de la vida
conducen al hombre y al pueblo a entrar en sí mismos. El examen de
la conducta moral despierta en ellos sentimientos de culpa,
susceptibles de arrancar su confesión y su conversión. La muerte
moral se asocia ahí con los precursores de la muerte natural, las
perturbaciones de la vida.

Señor, no me reprendas en tu ira


ni me corrijas en tu enojo...
Sáname, que mis huesos están descoyuntados...
En la muerte nadie se acuerda de ti,
en el seol ¿quién puede alabarte? (Sal 6, 2s.6).

Mi alma está harta de males,


131

mi vida, al borde del seol,


contado entre los que bajan a la fosa,
como un hombre acabado (Sal 88, 4 s).

Sofocaron mi vida en una fosa


y echaron piedras sobre mí (Lm 3, 53).

Yo callaba y mis huesos se consumían...


mi vigor se debilitaba
como un campo en los ardores del estío.
Reconocí mi pecado, no oculté mi culpa....
y tú me absolviste de mi culpa,
perdonaste mi pecado (Sal 32, 35).

El pecado se ve asociado con la muerte y la muerte con el pecado.


Se trata de la muerte moral, que no puede disociarse de la muerte
natural; pero de aquélla se vuelve a la vida por la conversión y el
cambio de conducta. De esa muerte se puede revivir.

Respetar al Señor es manantial vivo


que aparta de la muerte (Prv 14, 27).

El triunfo de la vida

En esos mismos contextos de experiencia de pecado y de muerte,


se experimenta también, por la conversión, el retorno a la vida. Era
muerte vencible. Está en las manos del hombre, que puede
restablecer los lazos vitales que haya roto: la cabal relación con los
demás hombres y con Dios.

También el corregido por el dolor de su camilla....


si hay junto a él un mensajero
que le diga cuál es su deber....
su carne se renovará con vigor juvenil,
volverá a los días de su adolescencia (Job 33, 19.23.25).

Si yo digo al malvado: Vas a morir,


y él se convierte de su pecado
y practica el derecho y la justicia,
ciertamente vivirá y no morirá (Ez 33, 14 s).

Devuélveme el gozo y la alegría


y exulten estos huesos que tú has quebrantado.
Retira tu vista de mis pecados
y borra todas mis culpas (Sal 51, 10 s).

Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida,


estaba perdido y ha sido hallado (Lc 15, 24).
132

Mantente fiel hasta la muerte


y te daré la corona de la vida (Apc 2, 10).

Convertirse es recuperar la armonía consigo mismo, por la vuelta a


los otros y a Dios. Es un ejercicio en que el hombre estará toda la
vida. El camino de la vuelta está señalado por los valores, las normas
y los principios que buscan la realización cabal de la persona.
Presentan tonalidades y acentos distintos, todos complementarios, en
las leyes y en la sabiduría, en las interpelaciones del hombre
carismático y en los consejos del evangelio. El revivir en el plano
moral despeja el horizonte hacia la vida escatológica. Frente a la
muerte natural, el bien que uno haya puesto en el mundo le da paz y
sosiego; por medio de la bendición lo entrega en herencia, y así
seguirá viviendo el que hace el legado.

Ninguno de los pecados que cometió se le tendrá en cuenta


ha observado el derecho y la justicia
y ciertamente vivirá (Ez 33, 16).

Es preferible no tener hijos y poseer virtud,


porque la virtud se recuerda para siempre:
es conocida por Dios y por los hombres (Sab 4, 1).

El justo, aunque muera prematuramente,


hallará el descanso (Sab 4, 7).

Creyeron los insensatos que habían muerto,


tuvieron por desdichada su salida de este mundo,
pero ellos están en paz...
El final de la gente perversa es, en cambio, cruel (Sab 3, 2.19)

El momento de mi partida es inminente.


He competido en noble competición...
y desde ahora me aguarda
la corona de la justicia (2 Tim 4, 68).

La clarificación de la responsabilidad de la persona en su vida y


muerte moral proyecta una nueva luz sobre la vida y la muerte natural
y también sobre el plano escatológico. En el plano moral decide el
hombre el sentido de su vida y confiere a la existencia la profundidad
y la calidad que corresponden al ser humano. Lo que en esa
realización se haya logrado proyecta su plenitud desbordante hacia
adelante y abre la puerta hacia la vida escatológica, la que rebasa las
categorías del tiempo y del espacio. Con ello la hora de morir la
muerte exigida por la naturaleza, no es ciego ni vacío. Es el momento
de recoger el premio de la vida y de decidir cómo se quiere sobrevivir
a ese trance.
133

MUERTE Y VIDA ESCATOLÓGICAS

Muerte y vida esenciales, universales, escatológicas

Aunque originarias del plano biológico, las categorías vida-muerte


no enfocan ahora entradas, presencias y salidas del hombre de este
mundo, ni tampoco conductas morales, como figurativamente denotan
esos términos, sino suertes definitivas, esenciales, que atañen al
hombre universal. De conceptos existenciales, pasan ahora a ser
símbolos de suertes humanas, fuera de las coordenadas del tiempo y
del espacio; destinos escatológicos, finales, definitivos, en lo que
suele llamarse otro mundo. Aparentemente se alejan de la esfera de
la existencia; pero ello no es porque estén fuera de ella, sino porque
la desbordan por su alcance. En realidad le atañen en su esencia, en
cuanto horizonte de expansión de la condición natural y de la
categoría moral de los seres humanos. No hay, por lo tanto, que
considerar esas acepciones de vida y de muerte como productos de
exportación a otro mundo, sino como bien para consumir en este
mundo. Nosotros no las vamos a enfocar como doctrina, sino como
experiencia. Para hacerla, no hay que esperar a un más allá: es
experiencia que se hace en este mundo.

No temáis a los que matan el cuerpo, pero no el alma,


temed a los que pueden llevar alma y cuerpo
a la perdición (Mt 10, 28).

Los términos vida y muerte en esta acepción reparten la realidad


humana y cósmica en dos campos, exageradamente estereotipados
en su oposición: vida y muerte se enfrentan como categorías
definitivas y en el antagonismo más absoluto. Sus sinónimos y
equivalentes, también absolutizados, son el bien y el mal, el caos y la
creación, la bendición y la maldición, la salvación y la perdición.

Si escuchas atentamente la voz de Yavé tu Dios...


vendrán sobre ti y te alcanzarán todas estas bendiciones...
Si no escuchas la voz de Yavé tu Dios,
vendrán sobre ti y te alcanzarán todas estas maldiciones
(Dt 28, I s.l5).

El sujeto de estas experiencias no es específicamente el hombre


natural ni el moral, sino el hombre religioso, el atento a la presencia
trascendente activa en el mundo. Ése entiende que más allá del
hombre hay quien tiene señorío sobre la vida y la muerte.

Dios creó al hombre para la inmortalidad,


por envidia del diablo entró la muerte en el mundo
(Sab 2, 23 s).

Eso no implica depreciación del plano natural ni del moral, sino


134

apertura de los mismos hacia más allá de las coordenadas del espacio
y del tiempo. Allí encontrarán su expansión y su corroboración. Sobre
cómo son esa muerte y esa vida que trasciende lo empírico, la Biblia
no especula. Lo que realmente le interesa es el adelanto de su
experiencia, lo que supone contar con ellas para la humana
existencia.
El orden de los conceptos debe ahora invertirse: muerte-vida, en
lugar de vida-muerte. Y ello porque la muerte es el punto de partida y
la vida es la meta intencionada. El plano natural y el moral son el
marco en donde se fragua esa nueva creación y orden nuevo. El
protagonismo divino que en ello se manifiesta no pone al hombre
fuera de juego; al contrario, le compromete en la creación de ese
orden definitivo. Se supone que éste tiene que producir frutos
históricos: debe orientar hacia esa meta la vida del hombre en la
tierra. Si el orden moral convierte en historia el orden natural, la
orientación escatológica debe hacer de la historia el Reino. Éste no
implica escapada a otro mundo, sino la transformación de éste en un
mundo nuevo.

Experiencia de la muerte y de la vida escatológica

La muerte y la vida escatológicas no son pura especulación: tienen


su fundamento en la experiencia. Ésta tiene que ver con la experiencia
del mal y del bien en grado incontrolable, desbordante, y de un modo
que sobrecoge. Sobrepasado por esa fuerza tanto del mal como del
bien, de la muerte y de la vida, al hombre se le abren los ojos hacia un
horizonte infinito, desde donde el trascendente, Dios, viene a su
encuentro. La comunión con él confiere a la vida una fuerza, capaz de
desafiar el poder de la muerte.

Tú no abandonarás mi alma en el seol


ni dejarás a tu amigo ver la fosa.
Tú me enseñas el camino de la vida:
en tu presencia hay gozo hasta la hartura,
a tu diestra, delicias eternas (Sal 16, 10 s).

De la soledad impotente ante la muerte se salta así,


milagrosamente, al rapto místico, plenitud de la vida.

Pero tú estás siempre junto a mí:


me tomas de la diestra,
me guías con tu consejo
y al fin me recibes en tu gloria.
¿Qué otro hay para mí en el cielo?
Estando junto a ti, no hallo gusto en la tierra (Sal 73, 2325).

En las súplicas del salterio nos encontramos con verdaderas


vivencias de la muerte. El hombre se siente atrapado por la fuerza del
mal, empujado por todas las miserias hacia las puertas del seol. Un
135

grito hacia la fuente de la vida, un proceso de lucha y,ahí mismo, el


salto milagroso, que conduce al rapto místico. En el curso de una
oración tiene lugar ese milagro, consistente en saltar de la muerte a la
vida.

Olas de muerte me circundan,


las aguas del averno me atropellan,
me rodean los brazos del seol,
delante de mí hay trampas de muerte.

En la angustia clamé hacia Yavé,


hacia mi Dios elevé un grito,
y él escuchó mi voz desde su santuario,
mi clamor alcanzó sus oídos (Sal 18, 57).

Respóndeme, Yavé Dios mío,


ilumina mis ojos,
no me duerma en la muerte (Sal 13, 4).

Pero Dios rescatará mi vida,


me arrancará del poder del seol (Sal 49, 16).

Yo espero que he de gustar la bondad de Yavé


en la tierra de los que viven (Sal 27, 13).

A ti clamo, Yavé, y digo:


Tú eres mi refugio,
tú mi porción en la tierra de los que viven (Sal 142, 6).

Ten piedad de mí, Yavé,


rescátame del poder de la muerte.
Yo cantaré tus alabanzas
a las puertas de la hija de Sión,
celebraré con júbilo tu auxilio (Sal 9, 14 s).

En la muerte nadie se acuerda de ti,


y en el seol ¿quién puede alabarte? (Sal 6, 6).

Tú, Yavé, sacaste mi vida del seol,


me arrebataste de entre los que descienden a la fosa (Sal 30, 4).

A la hora de la vejez no me rechaces,


no me abandones, cuando decae mi vigor (Sal 71, 9).

Le daré bienes a hartura


y le haré gustar mi salvación (Sal 91, 16).

En ti está la fuente de la vida (Sal 36, 10).


136

Del poder del seol nos librará,


de la muerte nos rescatará (Os 13, 14).

La experiencia y la esperanza hablan conjuntamente, en estas


expresiones calientes, de liberación de la muerte y de afianzamiento
de la vida. De la experiencia se pasará, en su momento, a
afirmaciones doctrinales.

Yavé da muerte y da vida,


hace bajar al seol y retornar (I Sm 2, 6).

Bienes y males, vida y muerte,


pobreza y riqueza vienen de Yavé (Eclo 11, 14).

No fue Dios quien hizo la muerte:


él todo lo creó para que subsistiera (Sabe 1, 13 s).

Después de sentirse creados y salvados, tanto el individuo como el


pueblo, después de experimentarlo así en la vida y en la historia,
pasan a reconocer a Yavé Dios como su creador y salvador. Es
justamente lo que proclaman en las grandes versiones de la creación
cósmica y de la historia humana, el eje de toda la Biblia.
La protología conoce las cosas saliendo del no ser a la existencia,
del caos a la creación, para llegar a hacerse todas buenas La historia
de la salvación presenta la humanidad encarnada en un pueblo, en
trance de hacer el camino hacia la realización definitiva. La
escatología dibuja el proyecto protológico perfectamente acabado.
Esas son las coordenadas de la temática de la Biblia. Tan audaz y
halagüeña visión tiene su fundamento en la experiencia, lugar en el
que convergen como agentes el trabajo humano y el poder gratuito
del Eterno.

Expresiones de la victoria de la vida sobre la muerte

Resurrección, inmortalidad. Muchos son los lenguajes con los que


la Biblia expresa la victoria de la vida sobre la muerte. El más
experimental es seguramente el de la vivencia del salto milagroso de
la muerte a la vida, que observamos en las citadas súplicas del
salterio.
En el género narrativo y de tipo más anecdótico, están las leyendas
sobre personas a las que Dios habría preservado arrancándolas del
mundo de la muerte, como Enoc y Elías (Gn 5, 24; Il Re 2,11); y están
también los relatos de reanimación de ciertas personas que, por obra
de un poder taumatúrgico, retornan de la muerte a la vida.

Elías reanimo al hijo de una viuda (I Re 17, 1724).

Ezequiel ve cómo el espíritu de Dios


convierte en seres vivientes los huesos de un cementerio (Ez 37,
137

114).

Jesús reanima a la hija de Jairo (Mt 9, 18.24 s).

Pedro vuelve a la vida a una mujer (Hch 9, 36 ss).

Por medio de una persona, el poder de la vida se impone al poder


de la muerte. Ésta no puede retener al que ha sido su presa.

La tierra devolverá sus muertos


y éstos revivirán (Is 26, 19).

Yo sé que mi redentor está vivo


y que él, al final, se alzará sobre el polvo,
y después que mi piel se haya consumido,
con mi propia carne veré a Dios (Job 19, 25 s).

La apocalíptica, a partir del siglo segundo a. C., intensifica el


antagonismo entre la muerte y la vida y cuanto estos conceptos
representan. La muerte es el mundo malo en que reina el satán; la
vida es la nueva creación en que la muerte no tendrá cabida. Termina
un eón, el del mundo malo, y empieza el eón del mundo redimido. El
categórico dualismo «este mundo otro mundo» se resuelve en la
victoria del segundo sobre el primero. Es la victoria de la vida.
El maravilloso acontecimiento encuentra en esta época tardía dos
términos que lo expresan: resurrección e inmortalidad.
La resurrección, concepto en vigor desde el siglo II a. C., no
consiste en la reanimación que hace volver a una persona de la
muerte a la vida mortal, sujeta de nuevo a la muerte. Es el despertar
del cuerpo animado, la persona con sus facultades, a una vida sin fin
en la nueva creación o en el reino. Es algo que tendrá lugar al final de
los tiempos, en la cima de la historia. Hasta entonces, los muertos la
esperan.

Los muchos que duermen en el polvo de la tierra despertarán,


unos para la vida eterna, otros para el oprobio (Dn 12, 2).

Los que mueren por la ley resucitarán para la vida eterna (11 Mac
7, 9).

Por eso tiene sentido el rezar por los muertos.


Judas Macabeo, al hacerlo, «actuó recta y noblemente,
pensando en la resurrección» (II Mac 12, 43).

En el siglo I a. C. se abre camino en el judaísmo otro término,


inmortalidad, que proviene de la tradición religioso-filosófica griega.
De raíces más débiles en la tradición de Israel, sería complementaría
y eludiría aspectos difíciles de la resurrección de un cuerpo
descompuesto. La inmortalidad no es retorno de un muerto a la vida.
138

Es la misma supresión de la muerte, en cuanto que lo esencial del


hombre, el alma, es inmortal por naturaleza. Si la resurrección
resquebraja el sepulcro, la inmortalidad elimina la muerte. Es la
afirmación mas categórica del triunfo de la vida.
Si el alma es naturalmente inmortal, también lo es el hombre,
porque aquélla es su esencia. La filosofía platónica que concibe al
hombre como un espíritu encarnado, se hizo aceptar por el
cristianismo. Lo que muere es el cuerpo, pero el alma no muere. Vivir
la muerte no tiene sentido, en este caso, porque muerte de lo que es
propiamente el hombre no existe.
Habría, no obstante, que matizar que Platón no dedujo esa verdad
de las luces de su razón, sino de una tradición religiosa basada en los
mitos órficos. Es, por lo tanto, verdad religiosa! antes que filosófica.
En la tradición judía y cristiana, al menos la original, la inmortalidad no
es propiedad congénita del alma espiritual, sino don de Dios al
hombre justo. No se deduce de la razón, sino de la experiencia
religiosa. Si el alma humana fuera por naturaleza inmortal, no tendría
sentido decir que los malvados quedarán en la muerte eterna.

El alma de los justos está en las manos de Dios


y no les alcanzará tormento alguno...
Su esperanza estaba llena de inmortalidad (Sab 3, 1.4).

La inmortalidad acompaña su recuerdo (Sab 4, 1).

Dios lo traslada al cielo (Sab 4,10, con alusión a Gn 5, 24).

La novedad del nuevo testamento

El cristianismo inició su andadura en el marco de la apocalíptica.


Pero su gran novedad es que no vino marcado por el dualismo
óntico-cósmico de aquélla, separando temporal y espacialmente dos
eones, este mundo y el otro mundo. En el cristianismo naciente los
dos mundos se entrecruzan, se enlazan y conviven.
Aunque no del todo, el nuevo eón ya está ahí, en el viejo que
continúa. La resurrección de los muertos, el gran acontecimiento del
final de la historia, se adelantó a esa hora y se hizo ya hecho del
presente en la resurrección de Jesús. Ése es el mensaje central del
nuevo testamento. Jesús es la primicia de ese acontecimiento, en
principio tan distante, que «muchos judíos» rechazan (I Cor 15,12) y
que hace reír a los griegos que oyen hablar a Pablo (Hch 17, 36).
¿Qué hay detrás de ese término que pretende victoria definitiva de
la vida sobre la muerte? ¿Tiene apoyo en alguna experiencia? ¿Cómo
encaja ese eterno futuro en este fugaz presente?

Jesús frente a la muerte

La resurrección de Jesús plantea, de entrada, la pregunta sobre su


actitud frente a la muerte y su actividad en contra de ella. Quizá valga
139

como respuesta que entre las señales que le definen, en la


contestación a los enviados del Bautista, está la de que «los muertos
resucitan» (Mt 11, 5). En la persona y obras de Jesús se nota un
poder taumatúrgico: «actúan en él poderes milagrosos» (Mt 14, 2),
empleados en superar la muerte y dar la vida. El plano en que eso
sucede es indistintamente el natural, el moral y el escatológico,
complementarios los unos de los otros. Jesús reanima en el plano
natural, regenera en el moral y resucita en el escatológico.

Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto...


Éste que dio la vida al ciego ¿no podría haber hecho algo para evitar
la muerte de su amigo?... El que cree en mi, aun que muera, vivirá (Jn
11, 21.25.37).

Y ¿cuál es la actitud de Jesús frente a su propia muerte natural? La


suya es una de las agonías más detalladamente pintadas en la Biblia.
Jesús siente en ese momento el rechazo que sienten todos.

Padre mío, si es posible, aparta de mi esta copa de amargura... Si


no es posible que esta copa de amargura pase sin que yo la beba,
hágase lo que tú quieras (Mt 26, 39.42).

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15, 34)

Y, con todo, la muerte parece un dato integrado en la vocación


misma de Jesús, un componente de su misión. ¿No es eso lo que
significa su decisión de ir a su encuentro en Jerusalén?

Jesús empezó a manifestarles que el hijo del hombre tenia que


sufrir mucho, que había de ser rechazado... y que le matarían (Mc 8,
31).

Ya véis que vamos camino de Jerusalén. Allí el hijo del hombre será
entregado a los jefes de los sacerdotes y a los maestros de la ley:
ellos le condenarán a muerte y le pondrán en manos de extranjeros,
que se burlarán de él, le escupirán y le matarán (Mc 10, 33 s).

¿Por qué tenía que entrar la muerte en su misión? Se dirá que ésa
era la suerte de un profeta.

Os aseguro que Elías ya vino y ellos no le reconocieron, sino que le


maltrataron cuanto quisieron. Y el hijo del hombre va a sufrir de la
misma manera a manos de ellos (Mt 17, 12).

Si nosotros hubiéramos vivido en los tiempos de nuestros


antepasados, no nos habríamos unido a ellos para derramar la sangre
de los profetas (Mt 23, 30).

¿No tenía que sufrir el Mesías todo esto antes de entrar en su


140

gloria? (Lc 24, 26).

Los judíos fueron los que mataron a Jesús, el Señor, y a los


profetas (I Tes 2, 15).

En efecto, la gente reconoce en Jesús la personalidad de un profeta


y él, a su vez, se presenta como tal.

En todas partes es estimado un profeta, menos en su propia tierra y


en su propia casa (Mt 13, 57).

¿Quién es el hijo del hombre?... Unos dicen que es Juan el Bautista,


otros que Elías y otros que Jeremías o algún otro profeta (Mt 16, 14).

Jesús es, seguramente, el profeta escatológico, anunciado en la


persona del primero de los profetas, Moisés (Hch 3, 22, con Dt 18,
15).

Este hombre tiene que ser el profeta que iba a venir al mundo (Jn 6,
14)

Que el Mesías había de sufrir era algo que de antemano habían


anunciado los profetas.

Dios mismo os lo entregó conforme a un plan proyectado y conocido


de antemano, y vosotros... Ie clavasteis en la cruz y le matasteis (Hch
3, 18).

La aceptación de la muerte por parte de Jesús recuerda


concretamente la figura del Siervo de Yavé (Is 52,1353.12). Dos
razones aclaran, en ambos casos, el sentido de la aceptación de la
propia muerte: que es por otros, en su bien, y porque es una muerte
que tiene por delante la perspectiva indudable de la vida.

Sufrió el castigo para nuestro bien y con sus llagas nos curó...
Mi siervo traerá a muchos la salvación, cargando con sus culpas (Is
53, 5.11).

El hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino para servir y dar
su vida en pago de la libertad de todos los hombres (Mc 10, 45).

Si un grano de trigo no cae en tierra y muere, seguirá siendo un


único grano, pero si muere, producirá fruto abundante (Jn 12, 24).

Cristo murió por nuestros pecados, conforme a lo anunciado en las


Escrituras (I Cor 15, 3).

Y la otra razón de la aceptación de la muerte por parte del Siervo de


Yavé es que la muerte no era su final: el final era la elevación, el
141

triunfo de la vida.

Mi siervo va a prosperar, crecerá y llegará muy alto...


Por haberse entregado a la muerte en lugar de los pecadores,
tendrá descendencia, prolongará sus días
y por medio de él tendrán éxito los planes de Yavé (Is 52, 13; 53,
10)

¿Y el final de Jesús?

Dios resucitó a Jesús de entre los muertos

Lo fundamental de la fe cristiana está en saber que Jesús resucitó


o que Dios le elevó de entre los muertos. La resurrección, concepto
en perfecta armonía con la antropología de la Biblia, afirma la
recuperación para la vida de la persona integral, cuerpo y espíritu, no
en una nueva existencia histórica y mortal, sino en una existencia
escatológica, del final de los tiempos. La resurrección de Jesús hace
que ese final futuro sea ya un presente.

Dios le ha resucitado,
librándole de las garras de la muerte (Hch 2, 24).

El crucificado no está aquí:


ha resucitado, tal como había dicho...
Anunciad a los discípulos que Jesús ha resucitado,
que va delante de ellos, camino de Galilea.
Allí le veréis (Mt 28, 6 s).

La muerte no era sino el paso hacia la vida, la cima de la verdadera


esperanza.

El que vive preocupado solamente por su vida, terminará por


perderla; en cambio, el que no se apegue a ella en este mundo, la
conservará para la vida eterna (Jn 12, 25).

El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que dé su vida por


mi causa, ése la salvará (Lc 9, 24).

Con su muerte y su resurrección, Jesús el Cristo derribó el poder


absoluto de la muerte: representaba a todos aquellos que buscan la
vida verdadera.

Estuve muerto, pero ahora, ya ves: mía es la vida y tengo en mi


poder las llaves de la muerte y del abismo (Apc 1, 18).

Y como último enemigo destruirá la muerte (I Cor 15, 26).

RS/EXPERIENCIA: EXP-DE-RS: ¿Cómo se sabe de esa victoria de


142

la vida sobre la muerte? La resurrección de Jesús es una realidad que


tiene su apoyo en la experiencia. Fue vivida por sus discípulos. En un
primer momento, la muerte del Maestro fue para sus seguidores
escándalo y decepción. Habían esperado siempre una victoria; pero
esa muerte física les arrebató a ellos la vida: moral y espiritualmente
estaban muertos. La muerte natural no había hecho con el Maestro
ninguna excepción. Pero discípulos y seguidores se vieron
sorprendidos por su nueva presencia y descubrieron una suerte de
vida que no es destruida por la muerte natural. Esa presencia les hizo
a ellos revivir, y por eso le reconocieron a él vivo. Era la experiencia
de la resurrección ya acontecida. Los relatos de las apariciones se
basan sobre esas experiencias transformadoras, que de esclavos de
la muerte y del pecado hicieron personas libres (Flp 2, 4 s); de
amedrentados, testigos valientes; de personas vencidas, taumaturgos
capaces de hacer milagros (Hch 1, 8).
Sobre esa base entienden los discípulos qué es la resurrección o,
más que entenderla, la viven. Es un encuentro con el Maestro en otra
clave: en sus propias vidas. Su vida no es la de un reanimado que
vuelve a la vida mortal, sino vida total y definitiva, vida escatológica
que desafía la muerte y que anima otras vidas. Es la experiencia que
viven los discípulos en virtud de la poderosa presencia del Maestro.

La muerte en la perspectiva de la resurrección

La solidaria vinculación de los discípulos con la suerte del Señor


muerto y resucitado cambia todas sus vidas. Los cristianos entienden
que ha comenzado el orden nuevo de la escatología iniciada. Si el
Maestro resucitó, resucitarán también los que le siguen. El revivir que
experimentan en sus vidas, antes muertas, es la prueba de la
resurrección del maestro y de la suya.

Jesucristo murió por nosotros, a fin de que, despiertos o dormidos,


vivamos siempre con él (I Tes 5, 10).

Si se proclama que Cristo ha resucitado, venciendo a la muerte,


¿cómo andan diciendo algunos que los muertos no resucitan? Si los
muertos no resucitan es que tampoco Cristo ha resucitado (I Cor 15,
12 s).

Dios que resucitó a Jesús, el Señor, nos resucitará también a


nosotros (11 Cor 4, 14).

Si el espíritu de Dios que resucitó a Jesús vive en vosotros, él


mismo infundirá nueva vida en vuestros cuerpos mortales (Rm 8, 11).

Nosotros creemos que Jesús ha muerto y ha resucitado; y así Dios


ha de llevarse consigo igualmente a quienes han muerto unidos a
Jesús (I Tes 4, 14).
143

Si morimos con Cristo, viviremos con él (11 Tim 2, 11).

Esta perspectiva de vida escatológica plantea requerimiento a la


vida terrena. El discípulo debe hacer suya la suerte de Jesús y vivir
según su evangelio. La vida nueva es para aquellos que muestran
anhelarla en que han hecho algo por ella. La vida eterna produce
frutos en la vida terrena: son las señales y los fruto de la
resurrección.

¿Podréis vosotros beber la misma copa de amargura que yo bebo


o recibir el mismo bautismo que yo recibo? ... Sí, podremos hacerlo
(Mc 10, 38 s).

Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo, quedando asimilados


a su muerte. Por tanto, si Cristo venció a la muerte resucitando por el
glorioso poder del Padre, preciso es que también nosotros
emprendamos una vida nueva (Rm 6, 4).

Habéis resucitado con Cristo. Orientad, pues, vuestra vida hacia el


cielo... Poned el corazón en las realidades celestiales y no en las de la
tierra. Muertos al mundo, vuestra vida está escondida con Cristo en
Dios. Cuando Cristo, vida vuestra, se manifieste, también vosotros
apareceréis, junto a él, llenos de gloria (Col 3, 14).

Ahora vivo para Dios, crucificado juntamente con Cristo. Ya no soy


yo quien vive; es Cristo quien vive en mí (Gal 2,19 s).

Quiero conocer a Cristo, experimentar el poder de su resurrección,


compartir sus padecimientos y morir su misma muerte. Espero así
alcanzar en la resurrección el triunfo sobre la muerte (Flp 3, 10 s).

Amando a nuestros hermanos, hemos pasado de la muerte a la


vida. En cambio, el que no ama sigue muerto (I Jn 3,14).

La efectividad de la vida escatológica -de resucitado- en el hombre


hace que éste no tropiece, ya en su vida mortal, con la muerte-pecado
como barrera infranqueable, pues han sido vencidos. En su lucha
moral, la persona se siente asistida: ahora ya puede enfrentarse con
un poder que ha dejado de ser absoluto.

Así como el pecado trajo el reinado de la muerte, así también será


ahora la gracia la que reine por medio de Jesucristo (Rm 5, 21).

Cuando erais esclavos del pecado, os considerabais libres respecto


al bien... Pero todo aquello venía a parar en muerte. Pero ahora
habéis sido liberados del pecado, sois siervos de Dios... y tenéis por
meta la vida eterna. Porque el salario que ofrece el pecado es la
muerte, mientras que Dios ofrece como regalo la vida eterna por
medio de Cristo Jesús (Rm 6, 2023).
144

La nota de la actualidad de esa vida escatológica es tema insistente


en Juan. Jesús, su vida, su evangelio y sus frutos, están todos
presentes en la comunidad que vive en torno a él. Esa vida es el fruto
palpable de la resurrección: la vida eterna presente en el tiempo. En
éste se puede experimentar su realidad.

Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6).

Yo soy el pan de vida.


El que viene a mí jamás tendrá hambre (Jn 6, 35).

Yo soy el pan bajado del cielo.


El que coma de este pan vivirá para siempre (Jn 6, 51).

Yo soy la resurrección y la vida.


El que cree en mí, aunque muera, vivirá (Jn 11, 25).

El que beba el agua que yo quiero darle


nunca más volverá a tener sed.
Porque el agua que yo quiero darle
se convertirá en su interior
en un manantial capaz de dar vida eterna (Jn 4, 14).

Tanto amó Dios al mundo


que no dudó en entregarle a su hijo único,
para que todo el que crea en él no perezca,
sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16).

Si vivimos, para el Señor vivimos.


Si morimos, para el Señor morimos.
En vida o en muerte, del Señor somos (Rm 14, 8).

En Pablo la vida terrena se ve como tiempo transitorio, anhelante de


vida eterna, la vida verdadera del hombre espiritual. En la vida de este
hombre están juntos lo transitorio y lo eterno. El hombre está a la vez
en los dos polos, que ya dejan de serlo, porque la eternidad se mete
en el tiempo. Con intención a la vez proclamativa y didáctica, Pablo
trabaja así el orden nuevo.

Aunque nuestra condición física va desmoronándose, nuestro ser


interior va recibiendo cada día vida nueva (11 Cor 4, 16).

Se siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual. Pues si


hay cuerpo animal, también lo hay espiritual... El primer hombre
procede de la tierra y es terreno; el segundo viene del cielo... Y así
como hemos incorporado en nosotros la imagen del hombre terreno,
incorporamos también la del celestial (I Cor 15, 44.47.49).
145

A los que vivimos en esta morada corporal nos abruma la aflicción,


pues no queremos quedar desnudos, sino sobrevestidos, de modo
que lo mortal sea absorbido por la vida (11 Cor 5, 4).

Valor del lenguaje escatológico

Muerte y vida son en el plano escatológico términos simbólicos:


desde el nivel natural, analizable, orientan la atención hacia un nivel
profundo, misterioso, no abarcable ni por la ciencia ni por la razón. La
muerte y la vida tienen aquí carácter de absolutos, y el lenguaje no los
comprende. Los símbolos hacen pie sobre una analogía que se
espera que haya entre lo natural-moral, accesible a la comprensión, y
lo escatológico desbordante. Se entiende que las realidades deben
ser homogéneas: lo escatológico sería lo negativo y lo positivo de la
muerte y de la vida en grado sumo. Pero, en definitiva, se trata de un
destino que, si bien preparado por el hombre y en correspondencia
con su opción, le es dado, le espera y le llega, desbordando todas sus
capacidades y sobrepasando su tiempo de acción.
El supuesto escatológico cuenta con la continuidad de la persona
más allá y por encima de la muerte, fuera del régimen de las
categorías del espacio y del tiempo. ¿Es realmente asumible ese
supuesto? ¿Tiene lógica ese lenguaje? ¿Es, de alguna manera,
objeto de vivencia para que se pueda hablar de vivir la muerte y la
vida en ese plano? En cualquier caso, tenemos un sujeto, que ha sido
consciente de sí y del mundo de su alrededor; que ha hecho cosas
que que dan en el mundo; que ha cultivado relaciones por las que ha
entrado en la historia humana y cósmica, y que ha mantenido una
comunión con el Dios trascendente, supuestamente señor de la
muerte y de la vida. Cimentado en lo más profundo de su ser, ese
sujeto sintió siempre una repugnancia irreprimible hacia la aniquilación
y un anhelo irrenunciable de vivir, no acallado ni por la evidencia de
los sentidos ni por las seguridades de la razón en sentido contrario.
Más todavía, ese sujeto entiende que ha saboreado adelantos de lo
que pudieran ser la muerte y la vida absolutas, en los
desbordamientos del mal y del bien que ha conocido a lo largo de su
vida. Y cuenta, incluso, experiencias de haber sobrevivido a muchas
formas de muerte en su vida, lo cual le ha dado pie para anhelar la
victoria definitiva de la vida sobre la muerte. Es lo que se proclama
con los términos resurrección e inmortalidad.
¿Valen algo esos títulos? En el fondo no son razones tan diversas
de las que alimentaban alguna esperanza de vida más allá de la
muerte en el plano natural. Las de ahora se asientan sobre ellas, pero
son más audaces, en cuanto que se hacen soporte de la acción
sobrehumana. Pero de ésta no hay prueba objetiva, porque su objeto
no es racionalmente abarcable ni científicamente analizable. El
lenguaje que habla de ella no es doctrina capaz de comprender, es
símbolo que sugiere, que apunta, que insinúa. Pero hay que decir que
lo que sugiere entra de lleno en la vida, tiene más férrea realidad que
objeto alguno. Ese lenguaje, por lo tanto, no tiene valor de ciencia o
146

de teoría, pero sí de experiencia, que llega a mayor hondura. Cierto,


para que el lenguaje mantenga su valor, la experiencia ha de estar
siempre en activo. Si dejara de haber quien viva esa experiencia, el
lenguaje se quedaría sin apoyo.

CONCLUSIÓN

Armonización de niveles

La Biblia, lo hemos visto, ahonda en el tratamiento de la vida y de la


muerte en sus varios niveles. Distinguirlos era metodológicamente
indispensable para penetrar en los entresijos de esas experiencias
cardinales del sujeto humano, conociendo en cada momento el
sentido y valor del lenguaje. Al verlos individualizados, alguno tal vez
decidirá aceptar como válido un nivel y excluir otro. La verdad es que
se entrecruzan de tal suerte que es casi imposible aislarlos. Quizá el
que excluya alguno, en realidad, lo dejará sumergido en los otros,
pues se trata de componentes que integran el mismo sujeto humano,
que es naturaleza, responsabilidad y esperanza.
Reintegrar otra vez esos niveles es también metodológicamente
necesario, si se quiere enfocar al hombre entero, integrado por lo
biológico, lo moral y lo religioso o, lo que es lo mismo, por la obra de la
naturaleza, la acción personal y el favor del Dios trascendente.
La existencia encuadrada entre el nacer y el morir es el espacio
natural, el campo de oportunidades, para decidir la muerte o la vida
en el plano moral, o para realizarse como persona, conforme a
criterios de conciencia, de valores y de ideales; y esos planos natural
y moral son los espacios dados para preparar la muerte o la vida en el
sentido escatológico y para experimentar ya la una o la otra.
La vida y la muerte en el plano natural vienen ya dadas y no están
en las manos del hombre; en el plano moral el hombre es dueño de
optar entre una u otra, con lo cual se cultiva como ser humano, decide
la calidad de su existencia y prepara su último destino. Desde el plano
moral el hombre controla de alguna manera los restantes. Desde ese
centro humaniza su condición natural y la convierte en historia; y
también desde ahí se abre camino hacia más allá del tiempo y espacio
de la historia, y se asoma al Reino. Aquí la muerte y la vida son
definitivas, intemporales y eternas, cualidades que apuntan a la
resolución sobrehumana de lo humano.
En la vida y la muerte natural cuenta el plano moral: en éste el
hombre trabaja para mejorar el proyecto humano; pero los dos se
orientan al plano escatológico, en el que la muerte o la vida se
consuman. Propiamente sólo la vida es aquí meta: la derrota de todas
las muertes. El Reino es la suprema aspiración, y a ella el hombre no
puede renunciar. Pero el presentismo de la resolución escatológica no
quita a la muerte física su amargo sabor. Éste es un componente de lo
humano que nadie le puede ahorrar. El despliegue de las dimensiones
moral y escatológica lo hacen más soportable.
La plenitud de vida que ya se experimenta en el grado más
147

elemental de la vida humana, se corrobora y se refuerza en los otros


niveles. El hombre cabal, la persona humana, se realiza con la
integración y armonización de las tres dimensiones: ser natural, moral
y religioso. La vida escatológica salta de los esquemas del espacio y
del tiempo; pero es en la mundana existencia en donde se la conoce,
y también allí donde se empieza a vivirla. La eternidad entra por ella
en el tiempo.

Vivir la muerte

MU/QUE-ES-VIVIRLA: Pese a tan amplio tratamiento de la vida y de


la muerte, la Biblia no nos hace asistir a muchas agonías. Y es que allí
la muerte no espera a ser vivida en el trance mismo de morir. Este
momento es generalmente imprevisible, impreciso, con frecuencia
inconsciente. En todo caso, el moribundo es raramente capaz de
hacer giros que aporten algo nuevo, no vivido ya previamente.
Realmente la muerte se vive en el desvivir que se escalona a lo largo
de toda la vida, en el contexto de otras experiencias y con muy
variada incidencia. La muerte esta en la misma vida como un
componente de su definición, como criterio de valoración y como
principio de acción. El hombre la vive cuando asume su condición y
cuando hace su opción por su destino, por su modo de sobrevivir. Es
vivencia que llena el tiempo de la existencia, rebasando sus limites.
Vivir la muerte es tenerla presente en la conciencia y sacarle partido
en favor de la vida. Esto lleva consigo no mirarla pasiva y
resignadamente, como una fatalidad que llega desde fuera, sino como
hecho humanizable que viene desde dentro. Desde aquí se la siente
venir y se la acoge como una vivencia, con una beligerancia frente a
ella que ya tiene carácter de victoria. Hemos visto cómo esto ocurre
en los varios niveles. En vista de ella se adoptan actitudes, se toman
decisiones, se deciden comportamientos, todo eso que constituye el
entramado de la vida. La muerte pregunta a la vida cómo quiere
sobrevivir. Y la vida responde haciéndose sus caminos.
¿Aprender a morir? Un capitulo de la asignatura de aprender a vivir.
La vida sabia es la que se hace cargo de la muerte, ganándole la
delantera para que no sorprenda "como ladrón inesperado». No es el
caso de anticipar la vivencia de ese momento, ni de pretender mirarlo
estoicamente, como algo que no nos afecta. Es el caso de utilizarla
para aquilatar los caminos de la vida. Para el que la tiene presente,
cuando llegue, será en armonía con lo que desde antes le ha
significado, en función de la condición natural, de la opción moral y del
destino escatológico. La vida en su campo de prácticas, en que la
muerte se ha desabsolutizado, es un límite limitado, tratable,
superable por la fuerza de la vida. «El amor es más fuerte que la
muerte» (Ct 8, 6).

BIBLIOGRAFÍA
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A. GONZALEZ NUÑEZ
LABOR HOSPITALARIA, 225. Págs. 198-213

APORTACIÓN PASTORAL

José Carlos Bermejo

Acercarnos desde la fe a quienes están para morir nos sobrecoge y


en muchas ocasiones nos deja como perdidos. Por un lado nos
damos cuenta de que el uso de un lenguaje exhortatorio o la
propuesta sacramental, muchas veces, están fuera de lugar porque
sentimos que puede ser una evasión de nuestra propia angustia o
una violación del respeto al enfermo. Pero a la vez nos parece que
nuestra fe nos tendría que impulsar a decir algo. Numerosos
sentimientos y una compleja situación espiritual puede que nos dejen
sin palabras, frustrados, o que nos lleven a alguna socorrida forma de
salir de la situación1.
Encontrar a enfermos terminales nos hace entrar en contacto
inevitablemente con la precariedad de nuestra existencia, nos pone
ante nuestra miseria, y nos la hace tocar, ver, vivir, sentirnos
impotentes y envueltos en una aureola de absurdidad o de misterio.
¿Qué actitud, de qué medios dispone el agente de pastoral de la
salud para afrontar la necesidad de una asistencia espiritual al
moribundo? ¿Qué aporta la presencia del agente de pastoral para lo
que de modo tan acertado se llama «vivir el morir»? ¿Cuál es lo
específico de la acción del agente de pastoral que le distinga, por
tanto, de los otros profesionales sanitarios que también acompañan al
enfermo en el último tramo de su vida?

"El tema es difícil y hermoso. Sugestivo también, pero en cierto


modo, molesto, porque con excepciones, la muerte es una cuestión
que afecta, como problema, a actitudes humanas esenciales, hondas.
El hombre experimenta ante la idea un inevitable sentimiento que no
es fácilmente cualificable, una mezcla de pudor, miedo, vértigo,
curiosidad, desolación y, también de serenidad".
149

CELEBRAR LA VIDA, CELEBRAR LA MUERTE


CELEBRAR/QUE-ES MU/CELEBRARLA Cuando se habla de
celebración tendemos a imaginar fiestas alegres, movidas, en las que
se olvidan por un momento las dificultades de la vida metiéndonos en
una atmósfera de música, baile, bebidas y conversaciones
agradables. Sin embargo, en el sentido cristiano de la palabra,
celebrar es mucho más que esto. La celebración, como nota Nouwen3
es posible sólo donde amor y temor, alegría y dolor, sonrisas y
lágrimas, puedan coexistir. Celebración es aceptación de la vida en la
conciencia cada vez más clara de su preciosidad, y la vida es
preciosa, valiosa, no sólo porque se puede ver, tocar y gustar, sino
también porque un día ya no la tendremos.

«Cuando se es capaz de celebrar la vida en todos sus momentos


decisivos -en los que ganancia y pérdida, es decir vida y muerte están
siempre presentes- entonces se puede celebrar también la propia
muerte porque se ha aprendido de la vida que quien la pierde la
encuentra (Mt 16, 26)»4.

La actitud que proponemos, pues, desde el punto de vista cristiano,


es la de acompañar a quien vive sus últimos días a celebrar la muerte.
Ciertamente no proponemos una actitud de huida de la dureza de la
realidad.

«Hay una situación en la que el amor celebra su ser-con de forma


dramática: el momento de la agonía y de la muerte. La muerte es la
laceración del ser-con; la agonía es asistir impotentes a esta
laceración. Cuando nos amamos, se agoniza y se muere juntos de
una agonía y de una muerte con frecuencia más dolorosa que la del
enfermo porque se es más consciente. Quizá por primera vez se
descubre que en ciertas ocasiones, incluso el amor es impotente»5.

Celebrar la muerte significa aceptarla como un misterio que hay que


vivir en comunión. Es, pues, concelebrar el misterio de la vida que
llega a su fin y que está invadida del amor de Dios por la realización,
en cada persona que muere, del Misterio Pascual de Jesús. Y es que
el objeto central de toda celebración cristiana es el acontecimiento
Pascual del Señor vivido por la asamblea de los cristianos.
Para celebrar la muerte cristiana es preciso tomar conciencia de
cómo ha vivido Jesús su propia Pascua y tener bien en cuenta que

«la celebración, tanto en su proyecto como en su realización, tiene


precisamente que asumir el pasado, el presente y las tensiones hacia
el porvenir bajo la fuerza enjuiciadora y transformadora de la pascua
del Señor»6.

En la celebración confluyen de modo armónico las tres dimensiones


del tiempo: el pasado que se recapitula, que se recuerda, que se
hace vivo en el presente sintiendo que éste es expropiado porque
150

está inundado por la presencia del Señor (Gal 2, 20) y el futuro al que
se proyecta y que se espera. Esta estructura comunitaria -eclesial y
consciente de la historicidad supone vivir cristianamente la
enfermedad y la muerte y, por lo tanto, invita a acompañar
pastoralmente a quien se encuentra envuelto por tales misterios 7.
Así, el conocido poeta Rilke, no intentando sustraerse a la
amenaza de lo terrible, sino afirmándolo y traduciéndolo, escribe:

«Di, oh poeta, ¿qué haces tú?--Yo celebro.


Pero lo mortífero y lo prodigioso,
¿cómo lo resistes, cómo lo soportas?--Yo celebro.
Pero lo sin nombre, lo anónimo,
¿cómo lo llamas, oh poeta, no obstante?--Yo celebro...
¿Y por que la quietud y la impetuosidad
como la estrella y la tormenta te conocen?
--Porque yo celebro»8.

Jesús, consciente y dueño de la muerte próxima celebra su última


cena. En ella reúne a los suyos, resume y recapitula su vida en pocas
palabras (con el mandamiento del amor), se despide de ellos, crea
una nueva forma de presencia simbólica (sacramental) para el futuro
(la Eucaristía). En una palabra: vive y celebra el misterio de su
Pascua, de su vida y de su muerte, y lo hace en comunión con los
suyos.
Veamos a continuación las implicaciones pastorales de estas
consideraciones. La mirada al pasado permitirá hacer con el enfermo
un camino de reconciliación y de pacificación de la propia historia, la
mirada al presente hará tomar conciencia de la expropiación de la
vida y de la muerte por parte de Cristo que vive en nosotros y la
mirada al futuro llevará a abandonarse en los brazos de Dios en
actitud de esperanza.

Comunidad cristiana

CON-CELEBRAR
La VIDA Y LA MUERTE

enfermo

PASADO PRESENTE
FUTURO
Reconciliación Expropiación
Abandono
con la propia historia de la vida
esperanzado
y con Dios y de la muerte
en Dios Padre
151

RECONCILIÁNDOSE CON LA VIDA


Una de las experiencias más comunes en la etapa final de la vida es
la mirada hacia atrás, que permite tomar conciencia del propio
pasado. Se dice que el modo de morir depende en no poca medida de
lo que una persona siente que ha conseguido en su vida: una vida
llena y sensata o vacía y sin sentido9. Y parece como si al final
pasara por delante de la pantalla de la persona la película de la
propia vida y en ella se hace con frecuencia la experiencia del
sentimiento de culpa que desencadena una de las formas que
adquiere la angustia10. El enfermo se convierte así en juez y acusado
de su propio pasado.

«Es el sentimiento de angustia o autocondena que a veces nos


atenaza y nos hace sentir un nudo en el estómago. Por ejemplo la
angustia por haber transgredido una prohibición y el consiguiente
miedo al castigo. O bien la autoacusación por no haber sido digno de
las expectativas del otro y el consiguiente miedo de perder su amor. O
bien la humillación de aparecer a nuestros ojos con la imagen rota de
nosotros mismos»11.

Parece como si, encontrándose con la verdad de la vida, se nos


anulara la tendencia que tenemos a olvidar sin haber sanado, porque
el recuerdo pudiera hacerse muy pesado en nuestra mochila12.
Emerge entonces el sufrimiento que pide ser sanado mediante el
recuerdo sereno de quien quiere enfrentar su condición de herido (Mc
2, 17). Por eso dice NOUWEN:

"Si los ministros son memoriales, su primera tarea consiste en


ofrecer espacio en el que los recuerdos hirientes del pasado puedan
aflorar y ser traídos a la luz sin miedo. Cuando la tierra no está arada,
la lluvia no puede llegar hasta las semillas. Así también, cuando
nuestros recuerdos permanecen ocultos por el miedo, la ansiedad o la
sospecha, tampoco la palabra de Dios puede fructificar en
nosotros»13.

Es un proceso de pacificación consigo mismo necesario para


serenarse con los demás y con Dios. No se consigue única y
necesariamente mediante el sacramento de la reconciliación que tanto
bien puede acarrear al enfermo terminal ayudándole a descubrir
detrás del sentimiento de culpa una Presencia amorosa que le
trasciende 14. Es necesario un tiempo para poner en orden las
propias experiencias acumuladas en la vida y poder perdonar
interiormente a quien te ha herido y pedir perdón abierta o
simbólicamente a quien se ha ofendido 15.
Difícilmente se puede alcanzar este objetivo si el agente de
pastoral, que cumple un rol privilegiado en este terreno por su
carácter simbólico y su función facilitadora 16, no «se aproxima al
misterio y a la vulnerabilidad de estas historias, ofreciendo a los
protagonistas lo que ellos invocan: la sencillez del respeto y del calor
152

humano» 17.
Difícilmente se puede acompañar al enfermo terminal en este
proceso de autoperdón y de autocuración si antes no se hace un
camino de integración de la propia dimensión negativa
reconociéndose curador herido. Sólo aceptando los propios límites y
con el peso de dolor inherente a la propia condición humana será
capaz de permanecer al lado de la persona que sufre, dejándose
afectar por su tragedia y manteniendo con ella un contacto cargado
de ternura y de comprensión y ayudándole a descubrir las fuerzas
curativas que le permitan pasar de la desesperación y la culpa a la
serenidad y a la esperanza 18. Este reconocimiento de la propia
negatividad hace al agente de pastoral más tolerante y comprensivo y
no tiene por qué ir acompañado, como sucede normalmente, por un
sentimiento de tristeza y de amargura, sino de jovialidad y de
profunda alegría 19.
El agente de pastoral que quiera acompañar al enfermo a vivir el
morir de una manera digna, se encuentra con quien está a punto de
perderlo todo: la vida, las cosas que ya no podrá hacer y las cosas
que le disgusta haber hecho y que ya no puede cambiar20. Es la
experiencia del luto anticipatorio por la que pasa el paciente,
equivalente a la que experimentamos cuando nos sentimos ante una
amenaza y elaboramos la frustración consiguiente, la experiencia de
las posibles pérdidas cercanas21. Estamos acostumbrados a pensar
en el luto atribuyendo el proceso sólo a quienes han perdido a un ser
querido; sin embargo es un experiencia que se hace ante toda
pérdida real o previsible.
J/EMPATIA: El luto anticipatorio ayuda a los enfermos y a los familiares «a tomar conciencia
de cuanto está sucediendo, a liberar los propios estados de ánimo, a programar el tiempo en
vista de la muerte inevitable»22. La escucha, el dialogo abierto del agente de pastoral con el
enfermo, sin evitar ni condenar cualquier tipo de sentimientos con actitud empática, le
ayudará a comprender las pérdidas, a semejanza de Jesús, cuando encuentra a la viuda de
Naín

«En el pueblo de Naín, Jesús no espera a que le hagan petición


alguna. Se conmueve ante la viuda cuyo hijo único va a se enterrado.
Como si se metiera en sus zapatos y calculara lo hondo de su pena y
el significado de la pérdida de su hijo (... Lc 7 11-15). (...) La empatía
de Jesús va mucho más lejos de la simple percepción de los
sentimientos ajenos. Cala en lo más hondo de la integridad personal y
descubre las ansias de liberación que allí palpitan. Eso se manifiesta
siempre que Jesús dice: se te perdonan tus pecados»23.

En el fondo, ayudar al enfermo a hacer las paces con el propio


pasado, con la propia vida, es acompañarle a vivir algunas de las
fases descritas por Kubler-Ross 24, como la ira, cuando ésta es
producida por la angustia experimentada al encontrarse realmente
consigo mismo y no poder huir (negar), o el pacto, cuando de modo
psicológicamente infantil se pretende comprar lo imposible pagando
con algo que anteriormente quizás no se haya vivido (por falta de una
153

verdadera adhesión al bien), o la depresión que nace de la


experiencia de cuanto se ha perdido, de las oportunidades no
aprovechadas25.
La mirada reconciliadora hacia el pasado permite además encontrar
en él el maestro personal que ha ido enseñando en la vida ir
muriendo las pequeñas muertes que se han vivido ante la necesidad
de elaborar cada una de las pérdidas personales26.

CELEBRANDO EL MOMENTO PRESENTE

Celebrar el misterio de la enfermedad y la muerte, el misterio de la


vida, hace mirar al pasado y descubrir en él tanto la presencia de Dios
cuanto los aspectos necesitados de un proceso de asimilación y
aceptación reconciliadora. Pero significa también mirar al presente y
tomar conciencia de la propia condición para no vivir la última etapa
de la vida de espaldas a la muerte, sino entrar en ella «con los ojos
abiertos», es decir, siendo protagonista, consciente, porque eso es
precisamente lo que nos distingue como hombres: la conciencia de
que hemos de morir27.
MU/MORIBUNDO/DIALOGO: Este contacto con la propia muerte
es, por otra parte, ineludible e íntimo, como dice Nigg: «El coloquio
con la muerte es de una intimidad extraordinaria y se lleva adelante
con un estilo reservado que hoy es más bien raro. Lo que el hombre y
la muerte se susurran no lo oye nadie más, sino sólo los dos
interlocutores que saben mantener el secreto de este diálogo»28. Y
encontrándose en diálogo con nuestra condición se plantea de modo
más lúcido el escándalo de la muerte: la razón humana no puede
comprenderlo todo. Ahora bien, incluso cuando no comprende, puede
fijar con exactitud y claridad qué es lo que no se entiende, y por qué
no se entiende. De esta forma, pensar un misterio no es resolverlo,
pero sí fijar exactamente por qué algo nos resulta incomprensible.
D/AUSENCIA-PRESENCIA: La ausencia de una visión clara, de un
Dios que se haga en todo momento visible y palpable, es también
motivo de celebración. Nouwen dice al respecto:

«Aunque el misterio de la presencia es indudablemente muy


valioso, necesita ser balanceado de continuo con el ministerio de la
ausencia. Esto es así porque pertenece a la esencia de un ministerio
creativo el convertir constantemente el sufrimiento por la ausencia del
Señor en una comprensión más profunda de su presencia. Pero para
que la ausencia pueda ser convertida en otra cosa, primero ha de ser
experimentada. Por eso los ministros no cumplen adecuadamente su
cometido cuando testimonian tan sólo la presencia de Dios y se
muestran intolerantes para con la experiencia de la ausencia. Si es
cierto que los ministros son memoriales vivos de Jesucristo, entonces
ellos han de buscar los modos concretos que hagan que no sólo su
presencia sino también su ausencia recuerde a la gente a su
Señor»29.
154

Es necesario, pues, afirmar y celebrar la ausencia, el vacío, la falta


de sentido. La gran tentación del ministerio consiste en celebrar tan
sólo la presencia del Señor, olvidando su ausencia. Dice Nouwen que
con frecuencia lo que más preocupa al ministro es dejar a la gente
contenta y crear una atmósfera de apariencia de estar totalmente
O.K. De este modo, todo queda recubierto y no se deja espacio vacío
en el que se pueda afirmar nuestra básica carencia de plenitud. Se
tiende a una superficial apariencia de felicidad y de sentimientos de
presencia de Dios negando su ausencia, el dolor, la falta de
explicaciones propia de nuestra condición y tan presente en la
experiencia del que trabaja en el mundo de la salud y del
sufrimiento30. De nada serviría cualquier respuesta teórica a la
pregunta sobre el sentido en el orden de las especulaciones
filosóficas cuando la pregunta se plantea en el plano experiencial, de
lo que psicológica y espiritualmente se experimenta ante la
prospectiva de una irremediable partida definitiva.
La lamentación que pueda surgir en los momentos de lucha interior
del enfermo es una ocasión privilegiada, por una parte para acoger el
mundo interior del enfermo, sus sentimientos, hablando abiertamente
de la muerte. La doctora ·Kubler-Ross ha afirmado muy claramente
cómo es verdaderamente liberador el diálogo sobre la muerte con los
pacientes terminales 31. Por parte del agente de pastoral es
importante la disponibilidad a afrontar esta conversación cuando sea
propuesta directa o indirectamente por el enfermo. Muchas veces
basta que sepa que no se evitará la palabra muerte32 y que haya
comprobado que no se censurará el discurso aunque se presente de
forma absurda, emotiva, etc.33, que no se jugará con la mentira,
aunque no se pueda decir toda la verdad34, que se será sincero
respondiendo incluso «no lo sé" si es ésta la única respuesta que se
encuentra al porqué de tal situación35, lo cual no equivale a matar
todo tipo de esperanza en el paciente36.
La lamentación, el grito ante lo incomprensible o ante el miedo,
liberado del freno de la vergüenza que a veces se inflige por el hecho
de experimentarlo37 puede llevar, por otra parte, a que el agente de
pastoral ayude al enfermo a convertirlo en oración a semejanza de
Jesús: «Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué he de decir? ¡Padre,
líbrame de esta hora!». (Jn 12, 27a). En línea con la actitud de Job (c.
3), del salmista (Sal 55, 2-3.5-6), de Jeremías (Jr 20, 7-10.14-18), la
protesta que puede nacer de la angustia es la forma de manifestar la
necesidad de un interlocutor en el diálogo que le permita sentirse
persona, es decir, ser en relación, aún en medio de la miseria
humana. Es la misma actitud de Jesús, que en el Getsemaní pide
ayuda a sus amigos: «Permaneced aquí y velad» (Mc 14, 35b). Y se
verifica que el verdadero interlocutor en esta situación no es otro que
Dios mismo35 que mediado a veces por el agente de pastoral, acoge
abiertamente lo que hay en el corazón del hombre. La comunicación,
la relación de ayuda, es un modo de vencer la «muerte interior» 39
que supone la soledad emotiva impuesta por miedos, tabúes,
defensas, etc.
155

Cuanto venimos diciendo nos hace comprender que en el


acompañamiento espiritual al enfermo grave es necesario respetar al
máximo sus emociones y las fases por las que atraviesa. La
descripción del proceso hecho por Kubler-Ross u otros autores no
significa que la etapa de la aceptación deba pensarse como una fase
feliz en la que el enfermo viva casi un vacío de sentimientos y la lucha
por la vida haya terminado40 porque en el acto de esperar propio del
cristiano «hay una radical inconformidad»41. No se trata, pues, de
promover en el moribundo una actitud de aceptación entendida como
resignación pasiva y de renuncia a la lucha. «Es más bien una actitud
compleja que comprende inseparablemente la tarea de luchar y la de
aceptar cuando y en la medida en que la lucha acusa su
impotencia»47. De hecho, en alguno de los casos, «lo que en una
observación clínica aparece como libre aceptación de la muerte, ¿no
será más bien la lenta extinción de las últimas energías?»43. La
misma Kubler-Ross, a la pregunta «¿Qué significa para usted la
aceptación de su muerte?» responde: «Significa estar dispuesto a
morir cuando me toque; significa que intentaré al menos vivir cada día
como si fuese el último; significa, pero no es necesario decirlo, la
esperanza de tener mil días más como éste»44.
No hay, por tanto, un único modelo proponible de actitud ante la
muerte para que ésta sea vivida de forma humana y digna. De hecho,
Walter Nigg ha descrito bien cómo la muerte de los santos -que quizá
tienda a proponerse muchas veces como modelo- no puede reducirse
a un único denominador, sino que debe ser descrita en su
multiplicidad45. Por eso se habla hoy de «vivir la propia muerte», es
decir, ser protagonista de la propia muerte sin ser arrastrado por
otros en un proceso de expropiación de la misma que lleve a que a
una persona «la mueran los demás».
Desde el punto de vista de la fe no es indiferente, ciertamente, la
actitud tomada, pero la cuestión no es meramente psicológica, como
nota Arregui:

«El problema no es si se muere con resignación o con angustia,


sino si hay motivos para estar angustiado o resignado. Lo que importa
no es morir con resignación, porque ése sea el modo más higienico o
el menos doloroso recomendado por la medicina, sino si la
resignación, la depresión o la angustia, son las actitudes correctas
ante la propia muerte. Y en este punto no caben las generalizaciones,
pues la actitud correcta ante la propia muerte depende esencialmente
de cómo se haya vivido. Sustituir un problema existencial por una
cuestión psicológica es errar absolutamente el tiro»46.

La cuestión es, más bien, teológica. Si es cierto como apunta Frankl


que un comportamiento digno da valor y significado a la vida, aun en
las circunstancias extremas porque con tal actitud el hombre siente la
propia responsabilidad para con los valores y esto hace emerger la
dimensión especifica del ser humano, es decir, la propia conciencia y
responsabilidad47, es cierto también que hemos sido expropiados de
156

nuestra vida y de nuestra muerte por el mismo Cristo que ha asumido


la condición humana. «Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos,
para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor
somos» (Rm 14, 8).
El principio que transforma el sentido del sufrimiento y de la muerte
es el hecho del «ser-en-Cristo» o «con-Cristo» propio del bautizado.
En la persona de Jesús, en su «cuerpo» ya glorioso, tenemos ya una
«morada eterna»: éste es el principio último que hace comprender la
transformación del sentido de nuestras penas y tribulaciones45. Esta
realidad muestra la intimidad que la resurrección ha creado entre
Jesús y los que creen en él y la verdadera superación de la angustia
ante la muerte. «Hay, pues, una verdadera apropiación de nuestra
muerte por parte de Cristo»49.
De aquí se comprende, pues, que pastoralmente no sea el lenguaje
exhortatorio el que en muchas situaciones se manifieste como el más
apropiado, puesto que no se trata de acompañar para que el enfermo
terminal adopte una actitud especifica, cuanto de participar con él en
la experiencia humana y espiritual de sentirse envueltos en el Misterio
de la vida, en el Misterio de la misma fe.
Es interesante la respuesta que Bernanos pone en boca de la
priora en el libro Diálogos de las carmelitas:

«Madre María:
No merecíamos el gran honor de ser introducidos y asociados por
obra vuestra a lo que en la Santísima Agonía fue ocultado a la mirada
de los hombres... ¡Oh, Madre! ¡No os preocupéis por mi!
Preocuparos ya solamente de Dios.
Priora:
¡Qué soy yo en esta hora, miserable de mí, para preocuparme de
Él! ¡Que se preocupe antes que nada Él de mi!"50.

VIATICO/QUÉ-ES: Éste es, quizás, el sentido profundo del Viático:


la identificación con Cristo precisamente en el momento en que se
experimenta la muerte cercana. La Eucaristia-viático transfigura la
muerte, asumiéndola en el misterio Pascual de Cristo, confiriéndole el
sentido de una iniciación a la gloria. Es signo del misterio Pascual
celebrado en la Eucaristía. Pero el verdadero sentido de la
celebración del misterio de la vida y de ia muerte cuando se está
envuelto en el sufrimiento producido por la enfermedad grave tiene su
culmen en el sacramento de la Unción de enfermos.
UNE/QUE-ES: El encuentro de amor misericordioso con Dios,
núcleo central del significado del sacramento de la Unción, hace que
la celebración del mismo tenga como objeto «vivir cristianamente la
enfermedad»51, es decir, reconocer y acoger en comunidad el don de
la gracia de Dios en medio de la dificultad impuesta por la enfermedad
y presentar a Dios el profundo deseo de una curación total (cuyo
núcleo es precisamente la relación con Dios que ya tiene lugar en el
sacramento -de ahí su efecto sobre la salud) 52,
Éste es el núcleo de la celebración:
157

«Un sacramento que, como los demás, actualiza el misterio único y


central de la Pascua, pero que en la situación de enfermedad vivida
por los hermanos, les permite, no tanto sufrir el dolor con paciencia y
resignación, sino luchar contra él y vencerlo con actitud pascual. Pero
un Sacramento también que expresa y testimonia una comunidad que,
con signos y palabras, hace presente el misterio de curación recibido
de su Señor»53.

El sacramento de la Unción se inscribe en el contexto de la


comunidad cristiana que lucha contra la enfermedad mediante todos
los medios posibles. Por eso hay que decir que «el sacramento es el
punto culminante de nuestra preocupación cotidiana por los enfermos;
es la epifanía de las dimensiones y de las motivaciones de esa
preocupación»54. Es la «condensación» de la «sacramentalidad
difusa»55 presente en la actividad sanitaria56.
Es difícil ponerse de acuerdo sobre la práctica pastoral de este
sacramento 57 que sigue temiéndose y reservándose a la decisión de
la familia para cuando «no se moleste» al enfermo y por tanto, cuando
difícilmente pueda ser protagonista del encuentro con la gracia de
Dios. Hay quien opina que es un contrasentido su celebración cuando
uno no puede vivir su significado55 o no está consciente59 y hay
quien prefiere seguir las indicaciones del Derecho. En cualquier caso,
siguiendo ante todo el dictado del máximo respeto y de una fina
sensibilidad humana a la situación del enfermo y de su familia, cabe
siempre preguntarse si se celebra la vida en su precariedad, el
encuentro con el amor y la gracia sanadora y salvadora de Dios o si
se administra cómoda e indistintamente en cualquier situación.
MU/INTEGRARLA: Parece que es requisito importante para
acompañar a los enfermos graves a hacer este camino de vivencia
cristiana de la propia realidad, que el agente de pastoral, además de
las aptitudes especificas de su rol, realice un proceso de integración
de la propia condición mortal. Este requisito viene dado por el hecho
de que para quien se acerca al que debe morir en breve, la muerte
del enfermo prefigura la propia y supone hacer una experiencia del
fracaso en lo que éste tiene de más absoluto y definitivo. Una cosa es
saber que se ha de morir y otra es estar en constante contacto con
quien va muriendo y tener que reflexionar: «todo esto me sucederá
algún día a mí probablemente». Cada uno de nosotros parece que
siente la necesidad de vivir de espaldas a la muerte. Sin embargo,
considerarse criaturas conlleva la aceptación de nuestra condición
mortal y lleva a una catarsis de la propia existencia60 y confiere a
cada momento de la vida un valor último (Mt 25, 31-46) y «nos
descubre la consistencia real de los proyectos que llenan nuestra
vida»61. Integrar el trauma de la muerte en el contexto de la vida es
símbolo de madurez humana y religiosa».

«Entonces la muerte queda destronada de su status de señora de


la vida y última instancia. Triunfa el Eros sobre el Thánatos; y el
158

deseo gana la partida. Pero hay un precio para esta inmortalidad: la


aceptación de la mortalidad de la vida. Aceptar morir, frustrar el deseo
empírico y superficial que pretende vivir eternamente, es condición
indispensable y, de este modo, triunfar de manera absoluta»62.

Integrar la propia muerte significa vivir sabiéndose finito,


reconociéndose limitado, dispuesto a morir las pequeñas muertes de
cada día, poniendo las bases de la propia vida en valores que
trascienden la inmediatez del espacio y del tiempo. Sólo quien es
capaz de hablar de la propia muerte puede ayudar a elaborar el luto
anticipatorio de los enfermos terminales y sus allegados y puede
acoger abiertamente sus miedos.
Si queremos prevenir tanto la frialdad defensiva como el síndrome
del bourn-out hemos de desarrollar una buena capacidad
contemplativa en nuestro hacer ministerial como recurso para
comprender y vivir la especificidad de nuestro ministerio en relación a
la aportación de otros profesionales en ayuda de los enfermos
terminales. Así afirma Nouwen:

«El ministerio es contemplación. Es un descubrir cada día la


realidad y la revelación de Dios, así como la oscuridad del género
humano. En esta perspectiva la pastoral individual no podrá limitarse
nunca a la aplicación de una capacidad o de una técnica porque, en
último término, se trata de una continua búsqueda de Dios en la vida
del pueblo a quien se quiere servir»63.

En esta actitud, el agente de pastoral estará en mejor disposición


de acompañar al moribundo espiritualmente, liberándose, por otra
parte, de ciertos sentimientos de culpa que se experimentan ante
quien sufre por el hecho de poseer una situación de salud muy
distante a la del enfermo, por el hecho de estar bien.

ABANDONÁNDOSE EN LA ESPERANZA

La dimensión histórica, comunitaria y mistérica propias de la


celebración64 hacen que el centro de la celebración de la vida y de la
muerte sea el misterio pascual, el misterio de la muerte y resurrección
de Jesús. Se plantea así el tema de la esperanza humana, de la
esperanza cristiana de la que se dice que el esfuerzo por infundirla es
el factor humano-terapéutico.más importante65. La esperanza es ese
«constitutivum de la existencia humana"66 que trasciende el mero
optimismo en situaciones como la del enfermo terminal y de la que el
autor de la primera carta de Pedro nos invita a dar razón (I P 3, 15).
El agente de pastoral se siente llamado a ser hombre de esperanza
en una encrucijada de sufrimiento y oscuridad, una esperanza que
permite mirar más allá de la satisfacción de los deseos inmediatos, e
incluso más allá del dolor y de la muerte, una esperanza que proviene
de Dios:
159

«Una guía cristiana es un hombre de esperanza, cuya fuerza, en


último término, no está fundada en la confianza en sí mismo que
deriva de la propia personalidad ni de expectativas concretas de
futuro, sino sobre una promesa que le ha sido hecha»67.

En el fondo, se trata de un acto de fe en que la muerte no tendrá la


última palabra. Una esperanza en cosas futuras, por importantes que
sean, no tendrá nunca el valor de la esperanza en Dios, es decir, de
las esperanzas de hombres que se confían a Él sabiendo que «el
futuro no se llama reino de los hombres sino reino de Dios, donde
Dios será todo en todas las cosas"68. La fe cristiana no espera en tal
o en cual cosa que haya de suceder en un futuro más o menos lejano,
sino que confía en una persona y en una definitiva comunión con ella.
De modo sintético, dice Greshake, «quien espera, no espera en el
paraíso como en un mundo feliz, sino que espera en Dios, el cual, en
cuanto que se le conquista y se alcanza, es ya el paraíso, es decir, la
realización de todas las aspiraciones del hombre a la comunicación
personal, al amor y a la perfección»69.
Ahora bien, esta realización total del deseo de comunión y
liberación plena, ¿es una fuga en el futuro ante la dura situación
presente y ante el evidente fracaso por la proximidad de la muerte o
se encarna como un dinamismo actual? La necesidad de mantener
relaciones basadas en el amor en el presente, ¿puede mantenerse
sin futuro? Si por un lado la idea de una vida que va hacia la muerte
es más aceptable mediante la fe en la resurrección70, la espera de la
resurrección, por otro lado, da a la vida el futuro del que necesita
para poder amar71. Por su propia naturaleza, la esperanza dinamiza
el presente, lanza a vivir el amor en las circunstancias concretas de la
vida, hace que las relaciones del ahora sean vividas como la
anticipación de la comunión profunda con Dios.
Más allá de las esperanzas particulares de nuestra vida tiempo, el
Padre nos da una esperanza que va más allá del tiempo, no para
evadirnos de la historia, sino para introducir en el corazón del mundo
una anticipación del «mundo futuro» del que la Iglesia es, de alguna
forma, presencia sacramental72.
La relación pastoral con el enfermo grave, realizada «en el nombre
del Señor» (Hch 4, 10) es anticipación de la deseada relación con
Dios, realización de la misma, porque «el cielo ya ha comenzado en el
interior de este mundo. Vamos gozando de antemano y en pequeñas
dosis las fuerzas del mundo futuro (Hbr 6,5)"73. Cada encuentro,
cada relación significativa, cada diálogo que el agente de pastoral
logra establecer en el amor, es sacramento de la esperanza, es
actuación del compromiso presente y operante al que conduce la
esperanza, bajo la acción del Espíritu. Porque «no habrá motivo de
esperarse mucho del futuro si los signos de la esperanza no se hacen
visibles en el presente»74. Así, Ia relación pastoral de ayuda con el
enfermo terminal es empeño por vencer la muerte y todo lo que ella
significa mediante la vida de comunión y de fraternidad en medio de
los sufrimientos. Se realiza así «el milagro de la fe: la esperanza
160

contra toda esperanza". La esperanza va más allá de la muerte,


«surge de experiencias positivas, de experiencias de sentido, que se
hacen en esta vida»75.
SEGURIDAD/ESPERANZA: La esperanza que dinamiza el momento presente y fundamenta
el encuentro y el diálogo pastoral, se debe concretar en el enfermo terminal en un conjunto de
actitudes que serán fruto de la presencia del Espíritu.
Así, la esperanza, «no se adapta»76, no se queda satisfecha hasta
el cumplimiento de la promesa77, porque no se reduce al mero deseo,
ni al mero optimismo superficial del «todo se arreglará». La esperanza
no está reñida con la inseguridad (la «seguridad insegura» dice Laín
Entralgo)78; más aún, «la seguridad no pertenece a la esperanza»,
dice santo Tomás79. En realidad este carácter de inseguridad tiene
sus beneficios, contrariamente al pensar común:

MIEDO/ESPERANZA: «Cuando miramos al futuro que se abre ante nosotros, oscuro e


indeterminado, es la esperanza la que nos da coraje, pero sólo el miedo o la angustia nos
hacen circunspectos y cautos. Así, pues, ¿puede la esperanza ser prevenida y prudente sin el
miedo? El coraje sin cautela es estúpido. Pero la cautela sin coraje hace a las personas
escrupulosas e indecisas. En este aspecto «el concepto de la "angustia" y el "principio
esperanza" no son opuestos, después de todo, sino que son complementarios y mutuamente
dependientes". 80

-Junto con la inseguridad y el miedo, la esperanza conlleva el


coraje, que no se reduce a la mera vitalidad, al simple instinto por
sobrevivir, sino que supone «el coraje paciente y perseverante que no
cede al desánimo en las tribulaciones»81.
-El coraje, en muchas situaciones se traduce en paciencia, en
«entereza» o «constancia» (gr. «Hypomoné»).

«La paciencia que tan esencialmente pertenece a la esperanza,


expresaría en forma de conducta esa conexión entre el futuro y el
presente.
La esperanza se realiza, cuando es genuina, en la paciencia. La
esperanza es el supuesto de la paciencia. Esperanza y paciencia se
hallan en continua relación" 82.

La esperanza, pues, es fuente de paciencia y quien se ejercita en la


paciencia en medio de las dificultades y a las puertas de la muerte,
acabará sintiendo que su vida se abre hacia una meta consoladora y
esperada. Y la paciencia supone confianza.
Pablo abunda en sus escritos en la exhortación a la paciencia en
medio de las dificultades. A los hebreos les escribe: «Necesitáis
paciencia en el sufrimiento para cumplir la voluntad de Dios y
conseguir lo prometido» (Hbr 10, 36). A los cristianos de Roma les
escribe: «Esperar lo que no vemos es aguardar con paciencia». (Rm
8, 25).
La paciencia, no obstante, no implica la falta de «intranquilidad», en
cierto sentido, de «impaciencia»:
161

«La resurrección de Cristo no sólo es un consuelo en el sufrimiento,


sino también un signo de la oposición de Dios contra el mismo
sufrimiento. Por eso, donde la fe se desarrolla en esperanza no hace
a las personas tranquilas, sino intranquilas, no las hace pacientes
sino impacientes. En vez de amoldarse a la realidad dada, esas
personas comienzan a sufrir por ella y a oponerse a la misma» 83

Incluso la desesperación, en cierto sentido, forma parte de la


dinámica de la esperanza. El desesperado aún espera, siente que
puede esperar aunque no sepa el objeto de su esperanza. «El gran
riesgo de la desesperación es que termine en la desesperanza. En
este estado, el sujeto no solamente no tiene un proyecto, sino que,
además, está seguro de que nunca lo tendrá. Su vida no solamente
no tiene ningún sentido, sino que está seguro de que no lo hay, y no
puede haber, nada capaz de dar a su propia existencia (...) un sentido
verdaderamente satisfactorio»84.

-Moltmann dice también que «la conversión es la práctica de la


esperanza viva85. El que no posee ninguna esperanza no puede
convertirse, puesto que no tiene futuro ante sí para el que «cambiar»
hacia algo mejor.
Pablo dice a los cristianos de Tesalónica: «Hermanos, no queremos
que estéis en la ignorancia respecto a los muertos, para que no os
entristezcáis como los demás, que no tienen esperanza». (I Tes 4,
13).
--En último término, la esperanza se traduce en abandono en Dios,
en quien se deposita el máximo de confianza. Abandonarse en Dios
en total confianza no significa una actitud pasiva de resignación86.
Más bien tiene lugar una dialéctica entre lucha y aceptación. Es una
lucha que acepta que Dios diga la última palabra, una lucha como
expresión de la esperanza y vivida desde la aceptación en la que la
persona es sujeto.
En conclusión, el hacer del agente de pastoral con los enfermos
terminales debe estar embebido de la verdadera esperanza, la que
supera la simple búsqueda de la satisfacción de los deseos y tiene
sus raíces en una Persona. De esta forma podrá dar testimonio de la
propia esperanza (I P 3, 15) en una relación que nutrirá la verdadera
esperanza, «el arte de esperar» del enfermo y dará calidad y salud a
la vida en medio del sufrimiento (Tit 2, 2), una relación basada, pues,
en la esperanza en Dios, sabiendo que «la esperanza no falla porque
el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Rm 5,
5).
Dios es la única fuerza, en el fondo, de la esperanza en medio del
sufrimiento y ante la muerte. Dios, que se manifiesta por medio de las
personas, de signos sacramentales, de su Palabra. El cielo será la
salud plena para el cristiano. Y el testimonio de esta realidad lo dará
el agente de pastoral con su saber estar, en medio de la pobreza
radical experimentada ante los enfermos terminales, en medio del
profundo silencio al que invita la sacralidad de tal situación, en el cual
162

el misterio puede ser concelebrado.

Para la reflexión personal

CELEBRAR LA VIDA,
CELEBRAR LA MUERTE

n ¿Tiendo a celebrar sólo lo positivo en la vida? ¿Cuáles serían


las notas más perso- nales de una actitud de celebración de la
muerte?
n En las celebraciones litúrgicas, en las homilías, en las
oraciones, ¿presento un Dios que llena siempre el vacío» o «dejo
espacio» también a un «Dios escondido y ausente»?
n ¿He hecho con mi pasado un proceso de integración de lo
negativo, de «reconciliación con la vida» y sus límites?
n ¿Y yo, experimento la gracia del perdón mediante la celebración
del sacramento o también para mí está en crisis?
n ¿Tiendo a concebir y calificar de "buena muerte" aquella que es
más higiénica, poniendo el acento en las actitudes o reacciones
psicológicas?
n ¿De qué manera siento que me afecta el misterio Pascual en la
vida cotidiana?
n ¿Reduzco la esperanza a la dimensión moral (actitudes),
psicológica, o siento que me afecta constitutivamente?
n ¿Qué modos y qué dificultades encuentro para "dar razón de mi
esperanza»?
n ¿En qué circunstancias pediría yo la celebración del sacramento
de la unción para mí?
n ¿Cómo vivo mis pérdidas personales? ¿Qué puedo aprender de
las pérdidas de mis seres queridos ya vividas?
n En mi ministerio, ¿me centro en el activismo o vivo la dimensión
contemplativa? ¿Como podría adiestrarme en contemplar en mi
acción pastoral?
========================

1. Cfr. TORNOS, A.: Cristo ante los moribundos, en: AAVV., Morir con dignidad.
Madrid, Marova, 1976, págs. 210-211.
2. AAVV: Sociología de la muerte. Madrid, Sala, 1974, pág. 11.
3. Cfr. NOUWEN, H. J. M.: Ministerio creativo. Brescia, Queriniana, 1981, págs.
100-101
4. NOUWEN, H. J. M.: o.c., p. 101.
5. COLOMBERO G.: Dalle parole al dialogo. Aspetti psicologici della
comunicazione interpersonale. Milano, Paoline, 1987, págs. 28-29.
6. COSTA, E.: Celebración. Fiesta, en: AAVV., Diccionario teológico interdisciplinar,
II. Salamanca, Sigueme, 1982, pág. 28.
7. Cfr. MONGUlLLo, D.: La malattia: esperienza da vivere e mistero da ce/ebrare,
en: Camillianum, 1990 (2), pág. 339-341.
8. Citado por ARREGUI J. V.: El horror de morir. Barcelona, Tibidabo, í992, pág.
154.
163

9. Cfr. ELÍAS, N.: La solitudine del morente. Milano, 11 Mulino, 1985, págs. 77-78.
Dice Nigg: «Hay personas que justo poco antes de morir ven pasar por delante
de sus ojos, una vez más, toda la vida, como si estuviese escrita en un texto
desconocido y advierten que de repente, dentro de ellos, la dureza que les ha
inundado hasta entonces, deja espacio a la dulzura y al perdón". NIGG, W.: La
morte dei giusti. Dalla paura alla speranza. Roma, Citta Nuova, 1990, pág. 87.
10. Es la angustia que Alonso-Fernández llama «metafísico-religiosa sentida como
culpa o posible condenación y que ha sido estudiada especialmente por
Kierkegaard y Jaspers. Otro tipo de angustia sería la existencial como amenaza
de la afirmación del ser ante la muerte, estudiada particularmente por Heidegger
y, por último, la angustia espiritual, como amenaza de absurdidad de la
existencia, estudiada especialmente por Tillich. Cfr. ALONSO FERNÁNDEZ, F:
Psicología médica y social. Barcelona, Salvat, 1989 (5), páginas 33 y 668).
11. CENCINI, A.: Vivere riconciliati. Aspetti psicologici. Bologna, Dehoniane, 1986,
pág. 27.
12. OLVIDO/REPRESION REPRESION/OLVIDO: Dice Tillich: «Algo en nosotros nos
impide recordar, cuando el recuerdo resulta demasiado difícil y penoso.
Olvidamos los favores obtenidos porque el fardel de la gratitud es demasiado
pesado para nosotros. Olvidamos nuestros viejos amores, porque el fardel de
las obligaciones supera nuestra capacidades. Olvidamos nuestros viejos odios,
porque el trabajo necesario par alimentarlos turbaría nuestro espíritu. Olvidamos
nuestros viejos dolores, porque son todavía demasiado penosos. Olvidamos la
culpa porque no soportamo el dolor que provoca en nosotros. Pero tal olvido no
es espontáneo; supone nuestra colaboración. Se reprime lo que no se consigue
soportar. Olvidamos enterrando dentro de nosotros. En la vida cotidiana, el olvido
nos libera de forma natural de una cantidad innumerable de pequeñas cosas. El
olvido mediante la represión no es liberador. Parece que nos aleja de lo que nos
hace sufrir, pero no lo consigue del todo, porque el recuerdo permanece
enterrado en nosotros y sigue infiuyendo en cada instante de nuestra vida".
TILLICH, P.: L'eterno presente. Roma, Astrolabio, citado en: LINN, D. e M.: Come
guarire le ferite della vita. Milano, Paoline, 1992, pág. 141
13. NOUWEN, H. J. M.: La memoria viva de Jesucristo. Buenos Aires, Guadalupe,
1987, pág. 21. «Lo que es olvidado no puede ser sanado y lo que no puede ser
curado puede convertirse fácilmente en causa de un mal mayor». Cfr. Ibidem,
pág. 15.
14. Cfr. GRELar, P.: Ne//e angoscie la speranza. Milano, Vita e Pensiero, 1986, pág.
289.
15. Cfr. NIGO: o.c., pág. 134.
16. Cfr. PANGRAZZI, A.: Creatividad pastoral al servicio del enfermo. Santander, Sal
Terrae, 1988, págs. 19-23.
17. Ibidem, pág. 86.
18. Cfr. BRUSCO, A.: El counseling pastoral En: PANGRAZZI, A. (ed.): El mosaico de
la misericordia. Santander, Sal Terrae, 1990, pág. 170. «Si el ayudante
comprometido en actividades paramédicas, médicas o pastorales se da cuenta
de sus propias sombras, ve en todas sus relaciones personales y profesionales
que puede ser también él un herido y que también él necesita de aquél a quien
debe y quiere servir". Cfr. HARING, B.: Proclamare la salvezza e guanre i malati.
Bari, Acquaviva delle Fonti, 1984, pag. 80.
19. Cfr. BOFF, L.: San Francisco de Asis. Ternura y vigor. Santander, Sal Terrae,
164

1982, pág. 196.


20. Cfr. SMITH, C. R.: Vicino alla morte. Guida al laboro sociale con i morenti e i
familiari in lutto. Trento Erickson, 1990, pág. 86.
21. Cfr. BUCKMAN, R.: Cosa dire? Dialogo con il malato grave. Torin Camilliane,
í990, pág. í48.
22. PANGRAZZI, A.: Perder a un ser querido. Madrid, Paulinas, 1992
23. GONZÁLEZ, L. J.: El diálogo liberador. México, Librería Parroquial, 1981, págs.
174-í75.
24. Cfr. KÜBLER-Ross, E.: Sobre la muerte y los moribundos. Barcelona, Grijalbo,
1974.
25. MORIBUNDOS/ETAPAS CURACION-SICOLOGICA: Dennis y Matthew Linn, en su
libro Cómo curar las heridas de la vida, plantean un paralelo entre las fases
descritas por Kubler-Ross y el camino necesario para curar los traumas del
pasado. Dicen: «Según Elisabeth Kuble Ross, quien afronta la herida emotiva de
la muerte inminente normalmente debe superar cinco fases: rechazo, cólera,
pacto, depresión y aceptación. A su parecer, estas cinco fases son el itinerario
normal para curar de cualquier trauma profundo. Se constata que, en la curación
de los recuerdos, normalmente se recorren las mismas cinco fases. Aunque la
curación de un recuerdo puede obtenerse con una sola oración, como la muerte
puede ser aceptada inmediatamente, el método normal para afrontar los
recuerdos y la muerte es pasar poco a poco por las cinco fases». LINN, D. e M.:
o.c., pág. 21.
26. Asi se podrá evitar que suceda que "quien no muere antes de morir se
corrompe cuando muere». Cfr. NIGG, W.: O.C., pág. 116.
27. Cfr. ELIA5, N.: O.C., pág. 23. Esto no significa que haya que pensar unicamente
en la muerte en la fase final de la vida o que no haya muerte digna si no es
consciente. Lo que proponemos es una actitud de muerte apropiada, distinta de
la muerte eludida, negada, buscada o absurda. Cfr. ARREGUI, J. V., O.C., pág.
64.
28. NIGG, W.: O.C., pág. 106.
29. NOUWEN, H. J. M.: La memoria viva de Jesucristo. Buenos Aires, Guadalupe,
1987, págs. 41-42.
30. Cfr Ibldem, págs. 43-44.
31. Cfr. KÜBLER-Ross, E.: o.c., pág. 339.
32. Cfr Ibídem, p. 328.
33. Cfr. CASERA, D.: ll passaggio all 'altra sponda. Varese, Salcom, 1985 pág. 15.
34. Cfr. KÜBLER-Ross, E.: o.c., pág. 50.
35. Cfr Ibldem, págs. 17-18.
36. Cfr. SPINSANTI, S.: Psicologi incontro ai morenti. En: Medicina e morale, 1976
(1.2), pag. 84.
37. Cfr. BUCKMAN, R.: o.c., pag. 65.
38. Cfr. BONORA, A.: Giobbe: il tormento di credere. Padova, Gregoriana, 1991,
pág. 120.
39. Cfr. COLOMBERO, G.: La malattia, una stagione per il coraggio. Roma, Paoline,
1981, págs. 47-49.
40. Cfn SPINSANTI, S.: a.c., pág. 95.
41. Cfn LAjN ENTRALGO, P.: La espera y la esperanza. Madrid, Alianza, 1984, pág.
306.
42. SPINSANTI, S.: Malattia e morte nel popolo delle beatitudini. Varese, Salcom,
165

1976.
43. VORGRIMLER, H.: El cristiano ante la muerte. Barcelona, Herder, 1981, pág.
16.
44. KÜBLER-Ross, E.: Domande e risposte sullo morte e il morire. Como, Ed. di
red. studio redazionale, 1989, pág. 146.
45. Cfn NIGG, W.: o.c., pág. 98.
46. ARREGUI, J. V.: o.c., pág. 85.
47. Cfn CINA G.: La ricerca di senso nella sofferenza negli scritti di Viktor E. Frankl
e le sue sollecitazioni per la recente riflessione teologica. Roma, Gregoriana,
1992, pág. 52.
48. Cfr. CINA G.: o.c., pág. 157.
49. FONDEVILA, J. Mª: Sentido teológico de la muerte. En: Labor Hospitalaria, 1979
(171), pág. 33.
50. BERNANOS, G.: Dialoghi delle carmelitane. Brescia, Morcelliana 1988 (12),
pág. 65.
51. Cfn BRESSANIN, E.: Los sacramentos y la liturgia. En: PANGRAZZI, A. (ed.): El
mosaico..., o.c, pág. 148.
52. Mario Alberton dice al respecto: "En la celebración del sacramento de la
unción, pues, se debería eliminar toda alusión a sus efectos (sacramento hecho
para...) y hablar del encuentro de dos amores, de ese nosotros vivido entre el
enfermo y Cristo-médico-salvador-vida, el que ama siempre primero
gratuitamente, hasta el fondo». Cfr. ALBERTON, M.: Un sacramento per i malati.
Bologna, Dehoniane, 1982, pág. 86.
53. ÁLVAREZ, C.: El sentido teológico de la Unción de los enfermos. Bogotá,
Pontificia Universidad Javierana, 1983, pág. 424.
54. ALBERTON, M.: o.c., pág. 103.
55. Cfr. BRESSANIN, E.: Annunciare e vivere il vangelo nel mondo della salute
oggi. Verona, Quaderni del Centro Camilliano di Pastorale, n. 2,1986, pág. 49.
56. "La Santa Unción no es, de ningún modo, el anuncio de la muerte cuando la
medicina no tiene ya nada que hacer. Más aún, la Unción no es ajena al personal
sanitario y asistencial, pues es expresión del sentido cristiano del esfuerzo
técnico». Cfr. Orientaciones doctrinales y pastorales del episcopado español,
Ritual de la Unción, n. 67.
57. El Concilio intenta timidamente rescatarlo como sacramento de los enfermos y
«no sólo de quienes se encuentran en los últimos momentos de su vida» (SC
73), pero el CIC (c. 1005) indica que se suministre incluso en la duda de si ha
fallecido ya.
58. ORTEMAN, C.: Il sacramento degli infermi. Torino, ElleDiCi, 1971, pág. llO.
59. Cfr. Al BERTON, M.: o.c., pág. 125.
60. Cfr. VIDAL, M.: Moral de la persona. Madrid, PS, 1985, pág. 269
61. LAíN ENTRALGO, P.: oc., pág. 596.
62. BOFF, L.: O.C., págs. 205-206.
63. NOUWEN, H. J. M.: Ministero creativo, o.c., pág. 73. En otra obra el autor afirma:
«Sin una sólida ref;exión teológica, los líderes cristianos del futuro serán poco
más que pseudo-psicólogos y pseudo-asistentes sociales. Creerán tener la
obligación de ayudar y animar al prójimo, de tener que ser modelos a imitar o
hacer el papel de padre o madre, de hermanos o hermanas mayores, uniéndose
así a tantas personas que se ganan la vida intentando ayudar al prójimo a
afrontar las tensiones y las dificultades de la vida cotidiana». NOUWEN, H. J. M.:
166

Nel nome di Gesu. Riflessione sulla lidership cristiana. Brescia, Queriniana, 1990,
pág. 62.
64. Cfr. SODI, M.: Celebración. En: AAVV., Nuevo diccionario de liturgia. Madrid,
Paulinas, 1987, págs. 240-242.
65. Cfr. AAVV.: Por un hospital más humano. Madrid, Paulinas, 1986, pág. lll.
66. Cfr. LAIN ENTRALC;O, P.: o.c., pág. 238.
67. NOUWEN, H. J. M.: ll guaritore ferito. Brescia, Queriniana, 1982, pág. 72.
68. BOFF, L.: Hablemos de la otra vida. Santander, Sal Terra pág. 140.
69. GRESHAKE, C.: Más fuertes que la muerte. Santander, Sal 1981, pág. 28.
70. Cfr. ALFARO, J.: Speranza cristiana e liberazione dell-uomo. Brescia,
Queriniana, 1.973, pág. 53.
71. Cfr. MOLTMANN, J.: Teologia della speranza. Brescia, Queriniana, 1979, pág.
367.
72. Cfr. GRELOT, P.: o.c, pág. 343.
73. BOFF, L.: Hablemos de la otra vida, o.c., pág. 76.
74. NOUWEN, H. J. M.: Ministero creativo, o.c., pág. 26.
75. VORGRIMLER, H.: o.c., pág. 43.
76. «En el acto de esperar hay una radical inconformidad, frente a la situación de
cautividad y privación en que se encuentra el esperanzado". LAíN ENTRALGO, P.:
o.c., pág. 306.
77. Cfr. MOLTMANN, J.: Teologia della speranza, o.c. pág. 371.
78. Cfr. LAIN ENTRALGO, P.: o.c., pág. 570. Cfr. también DELISLE LA PIERRE, I.:
Vivir el morir. Madrid, Paulinas, 1986, pág. 1Ol.
79. Cfr. LAjN ENTRALGO, P.: o.c. pág. 174.
80. MOUMANN, J.: Experiencias de Dios, o.c., pág. 64.
81. ALFARO, J.: Speranza cristiana e liberazione dell'uomo, O.C., pág. 38.
82 LAjN ENTRALGO, P: o.c., pág. 350
83. MOLTMANN, J.: Experiencias de Dios, o.c., pág. 26.
84. Cfr. ROCAMORA, A.: El orientador y el hombre en crisis. En: AAVV., Hombre en
crisis y relación de ayuda. ASETES, Madrid, 1986, pág. 559.
85. MOLTMAN, J.: Experiencias de Dios, o.c., pág. 42.
86. Cfr. MOLTMANN, J.: Teologia della speranza, o.c., pág. 228.

JOSÉ CARLOS BERMEJO


LABOR HOSPITALARIA, 225. Págs. 214-221LA MUERTE, EL GRAN FRACASO DEL
HOMBRE,
EN LAS MANOS DE DIOS

JOSEP GIL

No siempre ocupa la muerte el lugar que debiera en la reflexión


teológica. La muerte en sí misma, quiero decir. Fácilmente se pasa por
encima de ella, y el discurso se centra en el más allá de la muerte.
Quizás ocurre que no se sabe muy bien qué decir de ella. La
predicación cristiana habla ciertamente del hombre que muere: de él
afirma que la vida "mutatur, non tollitur", que hay vida más allá de la
muerte. La predicación cristiana también habla del porqué de la
muerte: el hombre muere porque es pecador. Pero apenas se habla
167

de la muerte si no es para presentarla en relación y en función del


Juicio y de la sentencia que del Juicio se sigue y, en definitiva. como
antesala de la eternidad.
A la muerte tampoco le cabe mejor suerte en los esquemas de la
moderna escatología cristiana, a pesar de que en cualquier manual
figura obligadamente un capítulo dedicado a la teología de la muerte.
Parece como si hubiera demasiadas cuestiones previas y
concomitantes: la cuestión de la inmortalidad del alma, la del llamado
"estado intermedio", la del "momento" de la resurrección, etc. Y no
digo que estas cuestiones no sean importantes e incluso
imprescindibles; digo que con ellas todavía no se responde
directamente a la cuestión de la muerte.
Una correcta teología de la muerte debería ser capaz de responder
a la siguiente pregunta: ¿qué pasa cuando un hombre muere?; una
pregunta que no es exactamente esta otra: ¿qué le pasa al hombre
cuando muere? Se trata, por tanto, de la muerte como acontecimiento,
un acontecimiento que ciertamente le ocurre al hombre, pero que
además pertenece al hombre.
Desde esta perspectiva -la muerte como acontecimiento del
hombre-, la muerte tiene que ser tratada del lado de la vida y como
final de la vida. Cabe entonces la pregunta: ¿es la muerte algo más
que el final de la vida? Al hombre, como organismo vivo, le ocurre la
muerte como el último momento de su vida; y, desde luego, la
muerte no ocurre en la vida del hombre, sino que consiste
precisamente en la cesación de la vida: el hombre, como organismo
vivo, camina hacia la muerte pero nunca podrá encontrarse con ella.
En este sentido, la vida y la muerte son irreconciliables.
Pero el hombre es mucho más que un organismo vivo; o, mejor, el
hombre es un ser vivo-que-vive-su-vida. El hombre es libertad,
generosidad, desamor, mezquindad, deseo, esperanza. El hombre no
sólo es un ser biológico, sino también biográfico; un ser que escribe
su vida para que permanezca siempre. El hombre vive en el tiempo,
pero también produce tiempo, un tiempo que carece de las
limitaciones de aquello-que-pasa, para revestir ]as características de
lo eterno. Lo que el hombre va alcanzando a lo largo de su vida con el
ejercicio de su libertad se resiste a la voracidad del paso del tiempo; y
en su misma libertad el hombre encuentra refugio para permanecer
para siempre.
Desde esta perspectiva, desde la perspectiva de la vida vivida
libremente por el hombre, la muerte ocurre en la vida y es, algo más
que el fina] de la vida. La muerte es, a la vez, catástrofe y plenitud,
aunque en planos muy distintos.
En efecto para la conciencia del hombre, la muerte aparece como la
gran amenaza contra su libertad y contra todo lo que con su libertad
ha llegado a ser; catástrofe y violencia, porque atenta contra la
biografía humana y pretende reducirla al silencio absoluto. Por ello el
hombre vive anticipadamente su muerte y, aunque quisiera olvidarla
se la encuentra por todas partes como su gran situación límite. El
hombre reconoce a la muerte en la misma fragilidad de]
168

tiempo-que-pasa, precisamente por ser lo mas contradictorio de


aquella eternidad que su libertad ha engendrado.
MU/FRACASO-PLENITUD:Pero, para la misma libertad, la muerte
aparece como el lugar más seguro y permanente. La biografía del
hombre no cabe ni puede quedar encerrada en el momento vivido; de
ahí que la libertad del hombre se proyecte siempre hacia adelante, en
busca de un último momento en el que desaparezca la caducidad del
tiempo-que-pasa; y éste es, sin duda, el momento de la muerte. Claro
que, para que el momento de la muerte sea un momento de plenitud,
se requiere que sea un momento no cerrado, sino infinitamente
abierto a la vida: y esto es algo que la libertad del hombre parece que
no puede dejar de postular, pero que el hombre, por sí mismo y por sí
solo, es incapaz de asegurar.
Es evidente que en este momento caben toda clase de hipótesis;
hipótesis que responden a diversos tipos de planteamientos
antropológicos. Hasta ahora nos hemos movido en el terreno de lo
puramente experiencial y vivencial, aunque no hemos podido evitar
unas ciertas opciones de fondo que llevan el marchamo de unas
determinadas coordenadas antropológicas.
Esto no es grave, y además es inevitable. Nunca podemos ponernos
a pensar desde cero, ni siquiera cuando nos ponemos a pensar
"teológicamente". De hecho, la teología ha echado mano de unas
determinadas concepciones antropológicas cuando ha querido
"interpretar" cristianamente el acontecimiento de la muerte; y esto no
es malo, siempre, claro está, que se distingan los planos y los niveles.
Y puede ocurrir -y de hecho ha ocurrido- que una determinada
concepción antropológica haya sido incorporada, más o menos
"oficialmente", a la interpretación cristiana de la muerte, en cuyo caso
la prudencia teológica y, principalmente, pastoral exige cierta
circunspección a la hora de aventurar nuevas explicaciones, quizá
más acordes con la antropología actual.
Sin embargo, el déficit está ahí. Y creo que la preocupación por
"explicar" cristianamente el acontecimiento de la muerte ha hecho
olvidar la verdadera dimensión teológica de la muerte. Por otra parte
comprendo que las urgencias pastorales estén aconsejando dejar las
cosas como están: que la muerte es la separación entre el alma y el
cuerpo, que el cuerpo vuelve a la tierra de donde salió y que el alma
inmortal se apresta a recibir de Dios el premio o el castigo que
mereció. Pero quisiera dejar constancia de que las urgencias
pastorales no siempre dan buenos consejos.
Yo voy a presentar una teología de la muerte centrada en tres
puntos. En primer lugar quisiera insistir en el carácter "kenótico" de la
muerte de acuerdo con la tradición veterotestamentaria y con la
experiencia de la cruz de Jesucristo. En segundo lugar, también de
acuerdo con la tradición veterotestamentaria, recogida en parte por el
Nuevo Testamento, consideraremos la relación entre pecado y
muerte. Finalmente, vamos a contemplar el acontecimiento de la
muerte desde la perspectiva de lo ocurrido en el
Crucificado-resucitado y desde la perspectiva de la temporalidad
169

misteriosa de la Iglesia.

1. La muerte, el gran fracaso


A pesar de los evidentes progresos de la fe judía respecto de los
contenidos teológicos de la muerte, permanece inalterable la
convicción de que la muerte es un gran fracaso. Y lo es no sólo para
el hombre que muere, que se ve alejado de los bienes de la Alianza.
sino, en cierto modo, también para Dios. En ninguna parte suena la
muerte como liberación. La única luz que permanece encendida en la
tiniebla es la seguridad en el poder de Yahvé, el único ante cuya
presencia el poder de la muerte tiene que doblegarse.
A lo largo de la formidable experiencia histórico-religiosa de Israel
aparece un momento que va a abrir nuevos horizontes: la retribución
debida a justos y a pecadores exige espacios de ultratumba. Sin
embargo continúa siendo Yahvé el único que puede y tiene que
arreglárselas con el hombre que ha muerto; y. desde luego la muerte
continúa siendo la gran devoradora del hombre entero.
Por otra parte, los componentes apocalípticos introducidos en la
conciencia histórica de Israel no hicieron sino entenebrecer más el
fondo oscuro de la muerte. Si la esperanza de Israel se dirige
incansablemente a la acción escatológica de Dios, que hará nuevas
todas las cosas, no hay duda que lo "nuevo" esperado es cada vez
más lo "otro", y el abismo que separa el antes y el después apenas
deja llegar para la continuidad de la creación y de la salvación.
Es verdad que este clima de fracaso no aparece en los libros del
Nuevo Testamento,. pero no creo que en la conciencia cristiana
originaria hubieran cambiado demasiado las cosas; más aún, la
muerte del hombre cristiano abre nuevos interrogantes que oscurecen
todavía más el horizonte de la muerte. De hecho la proximidad de la
parusía (que Pablo, por ejemplo en 1 Tes 4.13-18, no afirma, pero
que da por supuesta) hacía prácticamente inconcebible la muerte,
previa a la "transformación gloriosa", propia de la parusía: lo normal
sería que nosotros, los que vivimos fuéramos al encuentro del Señor
después de ser "transformados" (cf. l Cor 15,51). Pero, suponiendo
que la parusía no fuera tan próxima como era previsible y, por tanto,
que la ley biológica de la muerte produjera sus efectos entre los que
esperan el santo Retorno, ¿qué sentido tiene entonces la muerte?
Novedades, en el Nuevo Testamento, las hay muchas e importantes.
En primer lugar, la muerte aparece como "ganancia": ¿es que se trata
de una liberación? Desde luego, tanto 2 Cor 5,1-10 como Flp 1,21-23
quieren iluminar la situación de los difuntos cristianos antes de la
parusía. Y el Nuevo Testamento es taxativo: a pesar de la muerte, y
más allá de la muerte, hay "vida eterna". El cristiano sabe de memoria
lo que dice el evangelio de Juan: "Todo lo que me da el Padre vendrá
a mí, y al que viniere a mí no lo echará fuera, pues he bajado del cielo
para hacer no mi propia voluntad, sino la voluntad del que me envió. Y
ésta es la voluntad del que me envió: que de todo lo que dio no pierda
nada, sino que lo resucite en el último día. Porque ésta es la voluntad
de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna
170

y le resucite yo en el último día" (6,37-40). Y la fe pascual anuncia


gozosa: por la muerte nos viene la vida; en el caso de Jesús es
evidente, y en el caso de los que están asociados a Cristo por el
bautismo también: "En verdad, en verdad os digo, si el grano de trigo
no cae en tierra y muere, queda él solo: mas, si muere, lleva mucho
fruto. Quien ama su vida la pierde; y quien aborrece su vida en este
mundo la guardará para la vida eterna. Quien me sirve. sígame; y
donde estoy yo, allí también estará mí servidor. A quien me sirviere, mi
Padre le honrará" (Jn 12.24-26). El cristiano sabe que ha sido liberado
de la limitación de la muerte y que su vida permanece abierta al
Señor; por eso asume su muerte, porque morir es morir para el Señor:
"Pues ya sea que vivamos, para el Señor vivimos; ya sea que
muramos, para el Señor morimos. Tanto, pues, si vivimos como si
morimos, del Señor somos" (Rom 14,8).
Cuando San Pablo habla de "la existencia en Cristo Jesús" (cf. 1 Cor
1,30), piensa evidentemente en una realidad de orden sobrenatural
que, desde la situación actual "escondida", tiende a su propia
manifestación (cf. 2 Cor 4,17; Col 3,4; Flp 3,20-21). Pero, en cualquier
caso, hay algo en el hombre que, al morir, va a ser recibido en el
regazo del Padre, de acuerdo con las palabras de Jesús: "Padre, en
tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46).
Sin embargo, la muerte continúa siendo negativamente tenebrosa.
La muerte continúa siendo rompimiento, hundimiento, crisis. También
para el cristiano la muerte biológica es la culminación de un proceso
de concienciación de un tiempo y de un mundo, culminación que
incluye realmente la pérdida de este tiempo y de este mundo, tiempo y
mundo que son el espacio vital para la experiencia humana y para la
comunicación humana.
La experiencia pascual es harto elocuente. Es cierto que la cruz de
Jesús es para el cristiano la "spes unica", pero lo es porque la cruz es
el hundimiento de toda esperanza. Jesús murió realmente, y esto hay
que entenderlo también "teológicamente", es decir, como la caída en
el ateísmo radical. Y es que Dios, en su ausencia infinita y desde su
ausencia infinita, hace brotar lo "nuevo". El "descendit ad inferos" del
Credo cristiano no nos permite pensar de otra manera.
La muerte y resurrección de Cristo significan para el creyente la
imposibilidad de continuar viviendo para si mismo (cf. Rm 14,7-9). Y
esto lo sabe el Nuevo Testamento a partir de la experiencia de
Pascua. Pablo, por ejemplo, sabe que su existencia está sometida a
mil muertes (cf. 1 Cor 4,9ss; 15,30: 2 Cor 4.7-16- 6.4, 11,23: 12 10). El
cristiano sabe que, desde el día en que empezó a morir y a resucitar
con Cristo, este proceso de muerte y resurrección durará toda su vida.
Cada vez que muera al egoísmo, resucitará a la generosidad...,
muriendo en su muerte resucitará para la vida. Un día el último de su
existencia terrenal, tendrá que asumir su propia muerte: es lo que le
faltaba, es el sello de su morir día tras día; por eso la muerte, y sólo la
muerte, le da la posibilidad de una resurrección integral con Cristo:
"Por lo cual no desfallecemos, antes bien, aun cuando nuestro hombre
exterior se desmorone, empero, nuestro hombre interior se renueva
171

día tras día" (2 Cor 4.16).


Digámoslo de una vez. No parece que el Antiguo Testamento, ni
siquiera en sus últimas etapas, haya conocido el famoso dualismo que
divide al hombre en alma y cuerpo. Tampoco conoce este dualismo el
Nuevo Testamento. El texto, por ejemplo, que hemos citado, 2 Cor
4,16-18, a pesar de sus referencias "hombre exterior-hombre interior",
"cosas que se ven-cosas que no se ven", no presenta ninguna
alternativa dualista: el "hombre interior" y "aquello que no se ve" son la
resurrección escatológica que, en nuestra situación actual, es "la vida
escondida en Dios junto a Cristo" (Col 3,3). De hecho, los versos
inmediatamente anteriores y posteriores a la cita no admiten otra
alternativa: el apóstol acepta de todo corazón el "peligro de muerte
que amenazó a Jesús" (vv. 10.12), lo que hace que "la vida de Jesús
se manifieste" en su existencia abocada a la muerte (vv. 10-11), ya
que "sabemos que el que resucitó al Señor Jesús, también a nosotros
nos resucitará y pondrá a su lado juntamente con vosotros" (v. 14); la
existencia arriesgada del apóstol y la seguridad de que "esta casa
terrena, en que vivimos como en tienda, se viene abajo" encuentran
su sentido en que "tenemos una construcción puesta a nuestra
disposición por Dios, no hecha por mano de hombre, definitiva, en el
cielo" (5,1).
"Perder el cuerpo", morir, no es algo deseable. San Pablo sabe que
los que vivirán el día de la parusía no pasarán por la muerte, sino que
serán transformados (/1Co/15/51-52), saldrán al encuentro del Señor
(1 Tes 4,15) y serán "sobre-vestidos, a fin de que eso mortal quede
absorbido por la vida" (2 Cor 5,4). Esta sería la mejor solución:
"Porque los que estamos en esta tienda gemimos agobiados, por
cuanto no queremos ser despojados, sino más bien sobrevestidos".
MU/CRISIS:En el proceso de crecimiento del cristiano y de la vida
cristiana, la muerte es una verdadera crisis. El cristiano no quisiera
pasar por esta crisis; pero tampoco se trata de desesperarse: en la
parusía del Señor, "los muertos en Cristo resucitarán primero" (1 Tes
4,16).
Según mi modo de ver, la muerte es, pues, un auténtico momento
"kenótico" en el proceso de la salvación: un momento, por otra parte,
que interpela a todos nosotros los vivos, porque cuando un hombre
muere, se revela la ineficacia de nuestro amor, que no sabe retener
en la vida al que muere. La muerte es realmente el gran fracaso.

2. Morimos, porque somos pecadores


P/MU:MU/P:La reflexión teológica del Antiguo Testamento había
llegado a relacionar profundamente pecado y muerte. San Pablo
recoge esta tradición cuando dice: "Por esto, como por un solo
hombre el pecado entró en el mundo, y por el pecado la muerte, y así
a todos los hombres alcanzó la muerte, por cuanto todos pecaron..."
(/Rm/05/12). El pecado, en este texto, no es el de Adán (v. 14), sino
una fuerza hostil a Dios que se manifiesta victoriosa por la muerte
biológica o, mejor dicho, que se manifiesta victoriosa caso de no haber
intervenido la muerte y resurreción de Cristo. "mas, donde aumentó el
172

delito, sobreabundó la gracia, a fin de que, como reinó el pecado en la


muerte, así también reinase la gracia por la justicia para la vida eterna
por Jesucristo, Señor nuestro" (vv. 20-21).
En el Nuevo Testamento se habla de muchas muertes. Hay una
muerte, que no es la biológica, que ha sido eliminada de la vida del
creyente (Cf. Jn 3,15-16.36; 6,47.51; 8,51; 10,28; 11,26). San Pablo
nos dice: la fe y el bautismo, como sacramento de la fe, producen la
comunión con la muerte de Cristo (cf. Rom 6, 4.fi-8). Esta muerte es la
"muerte al pecado" (Rom 6,2) y la "muerte al mundo" (Gal 6,14), que
produce "la vida para Dios" (Rom 6,11). Pero esta muerte puede
sobrevivir o volver a vivir en el creyente, porque el "pecado" puede
volver a reinar en nuestros "cuerpos mortales" (Rom 6,12), y "el
pecado merece la muerte" (Rom 1.32) y "la muerte es el salario del
pecado" (Rom 6,23).
En cualquier caso, la muerte biológica, a la luz del Nuevo
Testamento, sólo puede ser entendida en relación con esta otra
muerte y con el pecado que perdura de alguna manera en nuestros
cuerpos mortales: o, lo que es lo mismo: la existencia cristiana
continúa sometida a la ley de la muerte, y la muerte biológica continúa
ejerciendo su fuerza en el creyente, en la medida en que permanece
en el creyente una cierta presencia del pecado, presencia que sólo
será eliminada del todo precisamente cuando se produzca la muerte
biológica.
San Pablo afirma: "Ninguna condenación pesa ahora sobre los que
están en Cristo Jesús" (/Rm/08/01). No se puede decir, por tanto, que
la muerte sea un "castigo" por el pecado; si el pecado de verdad ha
sido amnistiado, no puede haber castigo. Naturalmente, esto vale si
caminamos según el Espíritu (Rom 8,9). Lo cierto es que el creyente
que se entrega libremente a Jesucristo es introducido en una
verdadera solidaridad con él, por la que el Espíritu del Resucitado
actúa eficazmente en el creyente en el sentido de una auténtica
regeneración. El pecado no sólo ha sido expiado por la muerte de
Jesucristo, sino que ha sido realmente eliminado del creyente, en la
medida en que éste acepta esta acción redentora de Jesucristo.
Y, sin embargo, el hombre, incluso el creyente, permanece pecador.
El hombre todavía participa de la realidad de este "mundo", es decir,
pertenece a la creación de ahora, la creación "que espera y anhela la
redención de los hijos de Dios" (Rom 8,19-22). El hombre, como dice
San Pablo, está en deuda no con la carne, de tal modo que tenga que
vivir según sus caprichos, sino con el Espíritu; si el hombre vive según
la carne, tendrá que morir; en cambio, si con la abundancia del
Espíritu bloquea las iniciativas de la carne, vivirá (Rom 8,12-13).
En cualquier caso, el pecado que permanece en el hombre
justificado por la redención de Jesucristo se instala, por así decir, en la
periferia del hombre. Antes de ser cristianos, "cuando estábamos en la
carne, las pasiones de los pecados, atizadas por la ley, obraban en
nuestros miembros para llevar fruto en pro de la muerte" (Rom 7,5).
La situación del creyente es diferente, "porque la ley del Espíritu de la
vida en Cristo Jesús me liberó de la ley del pecado y de la muerte"
173

(Rom 8,2). Con todo, el pecado instalado en la periferia humana


continúa amenazando la "vida" del creyente, y esta situación durará
hasta el día de la muerte, cuando la "carne" será sometida al "espíritu"
y la fe "que vence al mundo" habrá alcanzado la perfección propia de
la "visión".
Como puede fácilmente verse, nos encontramos con unas
afirmaciones que deben ser matizadas por una correcta
desmitologización. Sería un absurdo imaginar el pecado como un
elemento físico introducido entre el alma y el cuerpo del hombre,
capaz de producir la muerte biológica. No es esto. Y, sin embargo, con
estas afirmaciones se nos dice que pertenece claramente a la fe
cristiana.
Para un cristiano, la muerte biológica significa la culminación de un
proceso de configuración con la muerte de Cristo que lleva a la
experimentación de la fuerza de su resurrección (cf. Flp 3 10-11); la
muerte es algo así como un sacramento por el cual el hombre
creyente muere definitivamente al pecado. Por otra parte, cuando
Pablo habla de "la redención de nuestro cuerpo", piensa en el
cumplimiento de la esperanza cristiana, de la esperanza escatológica,
de la esperanza que nos salva (cf. Rom 8.24), precisamente porque
uno la recibe en su "conciencia del pecado del mundo", es decir, en la
conciencia de la máxima lejanía que es la muerte biológica.
En efecto, el pecado, según las Escrituras, antes de ser una
infidelidad personal, a escala de conciencia individual, es la afirmación
radical y "original" del hombre frente a Dios: es aquella "lejanía
progresiva", exigida por la misma autonomía de la realidad creada,
que, por otro lado, hace posible el proceso de aproximación al
Dios-que-salva. El hombre, como "conciencia en el mundo", no puede
dejar de reflejar en su existencia personal este pecado, y su signo es
la muerte biológica. Es cierto que el hombre puede añadir a este
"pecado" sus propios "pecados personales", que han sido
radicalmente eliminados por la redención de Cristo; "pecados" que no
son otra cosa que la "conciencia refleja y voluntaria" de una
radicalidad pecadora que se afirma a sí misma como desesperación,
es decir como afirmación consciente del "pecado del mundo". El
aspecto regenerador de la redención de Cristo, muerto y resucitado,
destruye estos "pecados personales", y el hombre por la fe alcanza "la
fuerza de la esperanza", por la cual es salvado; es decir, recibe el
Espíritu que da "vida" a "nuestros cuerpos mortales", como prenda del
segundo efecto de la redención, la "resurrección" (cf. Rom 8.11-23).
Hay que retener, pues, desde la fe, que el hombre muere porque es
pecador, más allá de cualquier representación mítica. El cambio, sin
embargo, que la muerte y la resurrección de Cristo han producido en
la muerte hace que la muerte biológica del creyente sea realmente
"muerte al pecado". El pecado es siempre "mortal"; pero en el mismo
momento en que el pecado produce la muerte, el pecado muere. En
este sentido, la muerte del cristiano significa la consumación de una
etapa de crecimiento en la que el pecado es definitivamente superado.
Como verdadera "crisis" de dicho crecimiento, la muerte nos introduce
174

dolorosamente -con el hundimiento de la parte de cosmos que hay en


nosotros- en el ámbito de la resurrección.

3. El momento «sacramental» de la muerte


El momento de la muerte es el momento privilegiado del encuentro
del hombre justificado por la fe con el Señor resucitado "que vuelve";
en él se cumple la palabra de la Escritura: "...otra vez vuelvo y os
tomaré conmigo. para que donde yo estoy estéis también vosotros"
(Jn 14,3).
En este sentido, el momento de la muerte de un hombre tiene todo
lo que tiene que tener para ser el "momento fronterizo con la parusía".
En este momento, y no "después" de la muerte, tiene lugar la
retribución esencial, en forma de visión beatífica o de castigo eterno,
para cada hombre que muere; en este sentido hay que interpretar el
"mox post mortem" de la "Benedictus Deus" (D. 1000). Es un momento
marcado por la "kénosis" o hundimiento en el ateísmo radical, pero es
también el momento en que se hace presente la acción escatológica
de Dios, a partir de la cual el hombre que muere accede a la visión
beatífica.
MU/JUICIO:En efecto, Dios es Aquel que "hace nuevas" todas las
cosas: Dios tocará con su acción escatológica el momento de la
muerte de un hombre y todo lo que de tiempo humano habrá sido
condensado en este momento. En el hombre que muere, y en el
mismo momento de la muerte, incide la "luz de Dios" que hace posible
la "visión de Dios": la acción escatológica de Dios incide en la
definitividad que el hombre ha alcanzado con su muerte, definitividad
que recoge todo lo que el hombre ha vivido y todo lo que el hombre
"todavía no" ha vivido; a lo que hay que añadir todo lo que, después
de su muerte, irá surgiendo como plenitud de lo que el hombre ha
hecho, ha pensado y ha amado, todo lo que necesita el desarrollo
pleno de la historia humana y que, hasta que dicha historia humana
no llegue a su fin, el hombre no podrá recuperar: todo lo que
pertenece al hombre como miembro de la humanidad histórica.
Esto es lo que la acción escatológica de Dios pone al alcance del
hombre que muere. Y esto quiere decir dos cosas: que el hombre que
muere no necesita ninguna mediación temporal para alcanzarlo; y
también que la recuperación efectiva del auténtico futuro humano,
para cada hombre que muere, no puede ocurrir en el momento de la
muerte, sino en el momento final de la historia de la humanidad. En el
momento de la muerte la acción escatológica de Dios da al hombre
que muere todo lo que necesita para recibir gratuitamente la
"reconstrucción de la persona humana", que en el lenguaje oficial de
la Iglesia se llama "resurrección de la carne" o "de los muertos".
Sin embargo, no es esto lo más importante. El momento de la
muerte, para el hombre que muere, es el último momento de su vida,
en el que, humanamente hablando, queda prisionero. La filosofía tiene
que investigar cómo es posible una vida plenificada en el momento de
la muerte: quizá se le ocurre pensar que el momento de la muerte
pertenece también al tiempo de este mundo; la teología sabe que este
175

momento pertenece al "tiempo de la Iglesia".


La teología sabe que Cristo resucitado inauguró un "tiempo
sagrado" que se clausurará el día de su Retorno glorioso. Es el
"tiempo de la Iglesia peregrina", marcado exteriormente por el ritmo de
las celebraciones litúrgicas, e interiormente por la acción misteriosa
del Espíritu Santo, que promueve la progresiva conversión de los
fieles. Desde la Ascensión de Jesucristo a los cielos, cualquier
hombre, especialmente el creyente, es introducido en este "tiempo
sagrado".
Ahora bien, el "tiempo de la Iglesia peregrina", tiempo de fe y de
esperanza animadas por la caridad, experimenta
quasisacramentalmente la presencia de lo escatológico "en" el
momento de la muerte de un cristiano. Recordémoslo: es el momento
en que Dios se lleva con Jesús a los que se han dormido con él (1 Tes
4.14), es el momento de "ir con el Señor" (2 Cor 5.8), es el momento
de "estar con Cristo" (Flp 1,23). Y la Iglesia recoge con devoción en su
memoria el momento de la muerte de un cristiano, porque en ese
momento ella se ha visto gozosamente sorprendida por la presencia
de su Esposo, que llama a la puerta para recordarle el banquete de
bodas que la aguarda (cf. Ap 22.10-22; Mt 25,1-13).
SUFRAGIOS:Y el momento de la muerte de un hombre es también
el momento en que la Iglesia se autorrealiza y se automanifiesta como
madre. Todos los creyentes son convocados por la madre Iglesia para
que asistan y tomen parte en este momento de la muerte de cada
hombre, para que aporten lo mejor que tienen, su amor, y con él
llenen ese momento, cuando el hombre que muere es despojado de
todas sus posibilidades de ser más. Por eso la Iglesia ofrece oraciones
y sufragios por los difuntos, recordando el gesto antiguo de Judas
Macabeo (/2M/12/43-46), con el convencimiento que la parusía
manifestará no sólo la Gloria de Cristo en él y en nosotros, sino
también nuestras obras y la obra del ministerio (cf. 1 Cor 3.10-17).
El momento de la muerte de un cristiano es ciertamente un momento
de "crisis" para la Iglesia. Pero la experiencia cristiana del momento de
la muerte de un hombre es para ella la experiencia anticipada del gran
día de la resurrección.

JOSEP GIL
PHASE, 63.Págs. 61-72

LA MUERTE COMO ACONTECIMIENTO BIOLÓGICO Y PERSONAL

- La muerte como escisión


- La muerte como decisión
- La muerte, fenómeno natural y consecuencia del pecado.
176

*****

La muerte como acontecimiento biológico y personal


A la luz de esta concepción unitaria del hombre cuerpo-alma, ¿qué
significa la muerte? La definición clásica de muerte como separación
del alma y del cuerpo se caracteriza por una grave indigencia
antropológica, pues presenta la muerte como algo que afecta
solamente a la «corporalidad humana» y deja al «alma»
completamente intacta. Esta descripción considera la muerte como un
hecho biológico: cuando las energías biológicas del hombre llegan al
punto cero, entonces sobreviene la muerte. Esta concepción sugiere
también que la muerte es algo que sobreviene extrínsecamente a la
vida: ambas, muerte y vida, se oponen; no existe entre ellas ninguna
interrelación. Por ello, en la definición clásica, la muerte es un
acontecimiento que aparece sólo al final de la vida biológica. Por el
contrario, en la visión antropológica que hemos expuesto la muerte
surge no como un simple hecho biológico, sino como un fenómeno
específicamente humano. La muerte afecta a la totalidad del hombre y
no únicamente a su cuerpo. Si el cuerpo es afectado y constituye una
parte esencial del alma, entonces también el alma queda envuelta en
el círculo de la muerte. Además, la muerte humana no es algo que
llegue como un ladrón al final de la vida: está presente en la
existencia del hombre, en cada momento y siempre, a partir del
instante en que el hombre aparece en el mundo55. Las fuerzas se
van gastando, y el hombre va muriendo a plazos, hasta acabar de
morir. La vida humana es esencialmente mortal o, como dice san
Agustín, en el hombre hay una muerte vital56. La muerte no existe.
Lo que existe es el hombre moribundo, como un ser para la muerte.
Esta no viene desde fuera, sino que crece y madura en la vida del
hombre mortal. De esta forma, la experiencia de la vida coincide con
la experiencia de la muerte. Prepararse para la muerte significa
prepararse para la vida verdadera, auténtica y plena. De ahí se sigue
que la escatología no está aislada de la vida y proyectada hacia un
futuro distante, sino que es un acontecimiento de cada instante de la
vida mortal. La muerte acontece continuamente, y cada instante
puede ser el último.

La muerte como escisión


MU/NACIMIENTO: MU/CRISIS-BIOLOGICA: El último instante de la
muerte vital o de la vida mortal tiene carácter de ruptura, pero no
entre el alma y el cuerpo (porque éstos no son dos cosas que puedan
separarse, sino únicamente dos principios metafísicos). La ruptura se
da entre un tipo de corporalidad limitado, biológico, restringido a un
pedazo de mundo, esto es, al cuerpo, y otro tipo de corporalidad y
relación con la materia ilimitado, abierto y pancósmico. Con la muerte,
el hombre-alma no pierde su corporalidad, pues ésta le es esencial,
sino que adquiere otro tipo de corporalidad más perfeccionada y
universal. El hombre-cuerpo, como nudo de relaciones con la totalidad
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del universo, puede ahora, al fin, por vez primera en la muerte,


realizar la totalidad, que ya en la situación terrestre podía vislumbrar y
sentir parcialmente. El hombre-alma, por la muerte, es introducido en
la unidad radical del mundo; no deja la materia, ni puede dejarla,
porque el espíritu humano se relaciona esencialmente con ella. Por el
contrario, la penetra mucho más profundamente en una relación
cósmica total, baja al corazón de la tierra (Mt 12,40). La muerte es
semejante al nacimiento. Al nacer, la nueva creatura abandona la
matriz que la alimentaba, pero que poco a poco se había hecho
sofocante. Pasa por la crisis más penosa de su vida fetal, a cuyo
término irrumpe en un mundo nuevo y en una nueva relación con él.
Es empujada por todos lados, apretada, casi sofocada y arrojada
fuera, sin saber que después de este paso la espera el aire libre, el
espacio, la luz y el amor 57. Al morir, el hombre atraviesa una crisis
biológica semejante a la del nacimiento. Se debilita, va perdiendo el
aire, agoniza y es como arrancado del cuerpo. No experimenta aún
cómo va a irrumpir en horizontes más amplios que le hacen comulgar,
de forma esencial, profunda y perfecta, con la totalidad de ese
mundo58. La placenta del recién nacido en la muerte no está ya
constituida por los estrechos límites del hombre-cuerpo, sino por la
globalidad del universo total.
La escisión asume aún otro aspecto: marca el término de la vida
terrestre del hombre, no sólo en su sentido cronológico, sino
principalmente humano. La muerte establece un término al proceso de
personalización dentro de las coordenadas de este mundo biológico y
espacio-temporal. La teología dirá que el último instante de la vida y la
muerte inauguran el fin del status vitae peregrinantis y el encuentro
personal con Dios.
Si la muerte significa un perfeccionamiento del hombre debido a su
relación más íntima con el universo, entonces posibilita también la
plenitud del conocer, del amor, de la conciencia. Como ha señalado
M. Blondel, nuestra voluntad, en su dinamismo interior, no se agota ni
se satisface plenamente en ningún acto concreto: no quiere
simplemente esto o aquello, sino la totalidad. La muerte significa el
nacimiento del verdadero y pleno querer. El hombre conquista por fin
su libertad, desinhibido de los condicionamientos exteriores, de la
propia carga arquetípica inconsciente, del superego social, de las
propias neurosis y mecanismos represivos. La personalidad, con todo
lo que ella construyó en su vida terrestre, puede ejercer su voluntad
en el vastísimo campo operacional del universo.
J. Marechal y H. Bergson descubren la misma estructura del querer
en el conocer, en el sentir y en el recordar. En el hombre reina un
dinamismo insaciable que le lleva a no agotar jamás su capacidad de
conocer, sentir y recordar. Ningún acto concreto resulta adecuado al
impulso interior. La muerte abre la posibilidad a la total reflexión y a la
inmersión en el horizonte infinito del ser. La sensibilidad humana, en
una vida terrestre limitada por la selección natural de los objetos
sensibles, se libera al fin de estas trabas y puede abrirse a una
capacidad inimaginable de perfecciones. La muerte es el momento de
178

la intuición profunda del corazón del universo y de la presencia total


en el mundo y en la vida.
G. Marcel ha llamado la atención sobre el dinamismo inmanente del
amor humano, que se define como donación y entrega, de tal suerte
que sólo en el amor se posee lo que se da. En la condición terrestre,
el amor nunca puede ser donación total debido a la autoconservación
congénita del ser viador. La muerte implica la total entrega de nuestro
modo terrestre de existencia. Este hecho permite a la persona
entregarse completamente con la más pura libertad. En la muerte, el
hombre entra en comunión radical con toda la realidad de la materia.
Los filósofos E. Bloch y G. Marcel han analizado en especial la
dimensión «esperanza» en el hombre, que no debe ser confundida
con la virtud: esta dimensión es un verdadero principio en el hombre
que da cuenta del extraordinario dinamismo de su acción en la
historia, de su capacidad utópica y de su orientación hacia el futuro.
Aparece como verdadero no lo que es, sino lo que vendrá. El hombre
no es nunca una síntesis completa. Su futuro, que vive como
dimensión, no puede ser manipulado ni totalmente agotado en un acto
concreto; sin embargo, pertenece a la misma esencia humana. La
muerte creará la posibilidad de que el ser y el será se conviertan en
un plano es, en un futuro realizado. La muerte como escisión se
revela principalmente en el momento en que la curva de la vida
biológica se cruza con la curva de la vida personal. La primera está
constituida por el hombre exterior, que nace, crece, llega a la
madurez, envejece y va muriendo biológicamente cada momento
hasta acabar de morir. La otra curva está constituida por el hombre
interior: a medida que va envejeciendo biológicamente, crece en él un
núcleo interior y personal: la personalidad. La enfermedad, las
frustraciones y las demás energías del hombre exterior pueden servir
de trampolín para un mayor crecimiento y madurez de la personalidad.
En sentido inverso a la curva biológica que va decreciendo, la curva
de la personalidad va creciendo y abriéndose cada vez más a la
libertad, al amor y a la integración hasta acabar de nacer. La muerte
llega cuando ambas curvas se cruzan y cortan.
MU/DESARROLO-HUMANO: El desarrollo pleno del hombre interior
(personalidad) exige la muerte del hombre exterior (vida biológica)
para poder seguir desarrollándose. Por eso la muerte, para los santos
y los hombres de gran individualización de la personalidad, es como
una hermana, como el paso necesario a otro nivel de vida personal y
libre de mayor plenitud. Como para los antiguos cristianos, la muerte
surge entonces como el vere dies natalis, como el verdadero día del
nacimiento en el que el hombre realiza plenamente su ser auténtico
para siempre. En el decurso de la vida, los actos de nuestra libertad
personal tienen un carácter preparatorio y nos educan para la
verdadera libertad. «Muriendo -decía Franklin- acabamos de
nacer»63.

La muerte como decisión


MU/DECISION: Si el momento de la muerte constituye, por
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excelencia, el instante en que el hombre llega a una completa


madurez espiritual y en el que la inteligencia, la voluntad, el sentir, la
libertad pueden ser ejercidos sin traba alguna y en conformidad con
su dinamismo natural, entonces se da por primera vez la posibilidad
de una decisión totalmente libre que expresa la totalidad del hombre
ante Dios, ante Cristo, ante los demás hombres y el universo. El
momento de la muerte rompe con todos los determinismos; el
verdadero ser del hombre escoge las relaciones con la totalidad que
lo constituirán como personalidad abierta a todos los seres. Inmerso
en el espacio y en el tiempo terrestre, el hombre era incapaz de
expresarse totalmente en un acto definitivo. Todas sus decisiones
eran verdaderas, pero precarias y mudables. Debido a su
ambigüedad constitutiva, ninguna de ellas podía surgir con un
carácter definitivo que implicase por sí solo el cielo o el infierno. En la
muerte (ni antes ni después), es decir, en el momento del paso del
hombre terrestre al hombre pancósmico, libre de todos los
condicionamientos exteriores, en la posesión plena de sí como historia
personal y con todas sus capacidades y relaciones, se da una
decisión radical que implica el destino eterno del hombre. En ese
momento de total conciencia y lucidez, el hombre conoce lo que
significan Dios, Cristo y su autocomunicación, cuál sea el destino del
hombre, sus relaciones de apertura a la totalidad de los seres.
Entonces es cuando, conforme con la personalidad que él se forjó a lo
largo de su vida, totalizando todas las decisiones tomadas, puede
decidirse por la apertura total que implica salvación o por el cerrarse
sobre sí mismo que excluye la comunión con Dios, con Cristo y con la
totalidad de la creación.
La muerte es un penetrar en el corazón de la materia y de la unidad
del cosmos. En ella tiene lugar un encuentro personal con Dios y con
Cristo resucitado, que llena todo con su presencia, el Cristo cósmico.
Ahora, en la mejor oportunidad, puede el hombre decidirse de la
mejor forma, totalmente libre de coacciones exteriores y definitiva. En
ese encuentro con Dios y con la totalidad se da el juicio y también el
purgatorio como proceso de purificación radical. Delante de Dios y de
Cristo, el hombre descubre su ambigüedad, pasa por una última crisis
cuyo desenlace es un acto de total entrega y amor o de cerrazón y
opción por una historia sin otros y sin nadie. Esta decisión produce
una escisión definitiva entre el tiempo y la eternidad, y el hombre pasa
de la vida terrestre a la vida de comunión íntima y facial con Dios o de
total frustración de su personalidad, llamada también infierno.

La muerte, fenómeno natural y consecuencia del pecado.


MU/FENOMENO-NATURAL MU/CASTIGO-P: Hasta aquí hemos
visto que la muerte pertenece al mismo contexto de la vida terrestre.
Esta es siempre vida mortal o muerte vital. Mucho antes de que en la
evolución surgiera el hombre mortal, ya se consumían las plantas y
morían los animales. Este dato tiene su importancia, porque la Biblia y
la teología presentan la muerte como consecuencia del pecado del
hombre. Pablo dice claramente que «la muerte entró en el mundo a
180

través del pecado» (/Rm/05/12; Gn 3). El segundo Concilio de Orange


(529) y después el de Trento (1546) lo subrayan con igual claridad: la
muerte es el precio del pecado (DS 372 y 1511). ¿Cómo se ha de
entender esto ?
Al parecer, la sentencia bíblica y conciliar se opone a lo que hemos
expuesto hasta aquí. Pero una reflexión más atenta sobre el sentido
de esta afirmación nos hará comprender la validez (de las dos
posturas, la que afirma que la muerte es un fenómeno natural y la que
sostiene que la muerte es consecuencia del pecado. La teología
clásica, sobre todo a partir de san Agustín, ha enseñado siempre que
la muerte es un fenómeno natural por cuanto la vida biológica va
desgastándose hasta que el hombre termina sus días. No cabe decir
que el hombre no puede morir (non posse mori). Constitutivamente es
un ser mortal. No obstante, en virtud de su orientación originaria hacia
Dios y en su primera situación, el hombre primitivo (Adán) estaba
destinado a la inmortalidad. El podía no morir (posse non mori).
«Cuando la fe nos enseña esto -como bien dice K. Rahner en su
célebre ensayo sobre el Sentido teológico de la muerte- no nos dice
que el hombre paradisíaco, de no haber pecado, habría prolongado
indefinidamente la vida terrena. Podemos decir, sin ningún reparo,
que el hombre habría terminado su vida temporal. Habría
permanecido en su forma corporal, pero su vida habría llegado a un
punto de consunción y de plena madurez partiendo de dentro... Adán
habría tenido una cierta muerte». Lo cual quiere decir que habría una
escisión entre la vida terrestre y la vida celeste, entre el tiempo y la
eternidad. Habría un paso y, por tanto, muerte en el sentido antes
explicado. Pero tal muerte estaría integrada en la vida. Debido a la
armonía total del hombre, no sería sentida como pérdida, ni vivida
como un asalto, ni sufrida como un despojamiento. Sería un paso
natural, como natural es el paso del niño del seno materno al mundo,
de la infancia a la edad adulta. Alcanzada la madurez interior y
agotadas las posibilidades para el hombre cuerpo-espíritu en el
mundo terrestre, la muerte lo introduciría en el mundo celeste. Adán
habría muerto como el pequeño príncipe de Antoine de Saint-Exupéry,
sin dolor, sin angustia y sin soledad.
Sin embargo, debido al pecado original que afecta a todos los
hombres, y debido también al pecado personal, la muerte ha perdido
su armonía con la vida. Se siente como un elemento que aliena y roba
la existencia. Es miedo, angustia y soledad. La muerte concreta e
histórica, tal como es vivida (vivir la muerte y morir la vida son
sinónimos), es fruto del pecado. De una parte, es natural como
término de la vida. De otra, en la forma alienante en que se sufre, es
antinatural y dramática.
La muerte implica una última soledad. Por eso el hombre la teme y
huye de ella, como huye del vacío. Simboliza y sella nuestra situación
de pecado, que es soledad del hombre que ha roto su comunión con
Dios y con los otros. Cristo asumió esta última soledad humana. La fe
nos dice que él descendió a los infiernos, esto es, pasó los umbrales
del vacío radical existencial, para que ningún mortal pudiese en lo
181

sucesivo sentirse solo.


El hombre puede integrar la muerte en la vida, abrazándola como
total despojo y último acto de amor, como entrega confiada. El santo y
el místico, como la historia demuestra, pueden integrar
paradisíacamente la muerte en el contexto de la vida y no ver en ella
una usurpadora de la vida, sino a la hermana que nos libera y nos
introduce en la casa de la vida y del amor. Entonces el hombre
aparece libre y liberado, como un Francisco de Asís. La muerte no le
hará ningún mal porque es el paso para una vida más plena.
....................
55 Recordemos la conocida frase de Heidegger: «Cuando el hombre comienza a
vivir ya es suficientemente viejo para morir»; Sein und Zeit (Tubinga 1953) 329.
56 Confesiones, 1,6: «dicam mortalem vitam an mortem vitalem nescio».
57 Cf. R. Troisfontaines, op. cit., 109.
58 L. Boros, op. cit., 88; íd.
63 R. Troisfontaines, op. cit., 118-119.

LEONARDO BOFF
JESUCRISTO Y LA LIBERACIÓN DEL HOMBRE
EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981.Pág. 520-527

LA MUERTE COMO PARTICIPACIÓN EN LA MUERTE DE CRISTO

SCHMAUS

1. La muerte de Cristo J/MU:


a) Cristo transformó toda la vida y por tanto también la muerte, que
pertenece a ella. En Cristo, el logos divino tomó sobre sí el destino
humano. Por el hecho de que la persona del logos divino se apropió
de la naturaleza humana hasta el punto de convertirse también en
fundamento de su existencia, el Hijo de Dios asumió el destino mortal
propio de la vida humana. De suyo el Hombre Jesucristo no estaba
obligado como los demás a la muerte, porque no estaba como ellos en
la serie de las generaciones, es decir, en la serie de los pecadores. El
Hombre Jesucristo era en su más íntima sustancia personal
absolutamente viviente, era incluso la vida misma, porque su persona
era divina y era, por tanto, la vida personificada. Pero el yo divino de
Cristo, al ser portador de todas las acciones de la naturaleza humana,
se sometió a la ley de la muerte obligatoria para todo hombre. San
Pablo razona este hecho diciendo que Cristo tomó sobre si los
pecados de los hombres. Hasta no se horroriza de decir que Cristo se
hizo pecado por todos nosotros, es decir, en lugar nuestro, en
representación de nosotros y por nuestro bien (/1Co/05/21). Por eso
permitió que ocurriera también en El la muerte que proviene del
pecado. Se sometió incondicionalmente al juicio de muerte infligido
sobre la humanidad pecadora, al mandato paternal de soportar el
destino humano hasta las últimas consecuencias para transformarlo.
La muerte no le llegó, por tanto, como una contrariedad o como una
inevitable fatalidad. Su muerte fue más bien una acción, la acción de
182

la entrega sin reservas.

b) Si queremos explicarla más exactamente podemos entenderla


desde Dios y desde el hombre. Vista desde Dios, la muerte de Cristo
es un juicio como la muerte de cualquier otro, y, sin embargo,
esencialmente distinta de la muerte de todos los demás. Cristo, que
tomó sobre sí los pecados de todos, fue enviado a la muerte por el
Padre, a una muerte en la que se hacía justicia sobre todos los
pecados de la historia. El horror y la ignominia de su condenación
fueron la expresión externa de la seriedad de su juicio que en su
muerte hacía Dios mismo misteriosamente sobre El convertido en
pecado por todos nosotros, y en El sobre la humanidad. En ella se
revelaba Dios como el santo ante quien el hombre no puede subsistir.
Sin embargo, Dios no es un Dios de tormento y de muerte, sino que
es el amor, y todo lo que hace está por tanto sellado por el amor (1 Jn
4, 7). El juicio que el Padre hace en la muerte de Cristo fue, por tanto,
un juicio de amor. El amor que se manifiesta en ella es un amor al Hijo
y al mundo. El amor al Hijo tendía a que el Padre le introdujera
mediante la muerte en la gloria que había tenido junto a El antes de
que el mundo existiera y de la que se había desposeído (Jn 17, 1-5;
Phil. 2, 7). El amor al mundo se expresa en estas palabras: "Porque
tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo
el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna"
(/Jn/03/16:A-D/MU-J). El amor que Dios es se manifestó de modo que
el Padre no entregó a la muerte a cualquiera, sino a su unigénito Hijo
muy amado, para que en El se cumpliera y agotara toda justicia que el
hombre había merecido. Por eso quien se une a El no será ya
alcanzado por la justicia condenatoria. En la muerte del Hijo se hizo
presente en el mundo el amor del Padre, o mejor el amor que es el
Padre, de forma que quien se entrega a la esfera de influencia de
este muerte -en la fe y en los sacramentos- entra a la vez con ellos en
el campo de acción del amor salvador y plenificador (por ejemplo,
/Rm/06/01-11).
Vista desde el hombre, la muerte de Cristo es obediencia al Padre.
Mientras que los primeros hombres quisieron construir en su
autonomía antidivina y vida apartada de Dios, Cristo al morir se
sometió a Dios Padre hasta la última posibilidad y le dejó que
dispusiera de su vida del modo más radical. Con ello lo reconoció
como Señor absoluto que tiene poder sobre la vida del hombre. A la
vez lo afirmó como el santo ante quien el pecador no puede existir,
sino que tiene que perecer. Así devolvió al Padre el honor que le
habían quitado los hombres y que le era debido como a Señor santo.
La muerte de Cristo fue, por tanto, adoración hecha carne, y por ser
adoración, expiación y satisfacción.
Su muerte, por ser obediencia al amor, fue a la vez una respuesta
de amor. Fue obediencia amorosa y amor obediente. Cristo aceptó la
llamada del amor del Padre y dejó que el Padre lo llevara a la gloria
de Dios. El amor que él realizó en la muerte se dirige también a los
hombres. Se entregó por muchos (Mc. 14, 24; Lc. 22, 19; Mt. 26, 28).
183

Que la muerte fue vuelta a la gloria del Padre y entrega de su


naturaleza humana al Padre, se manifiesta en la Resurrección. En ella
el cuerpo revivido de nuevo se convirtió en expresión de la gloria de
Dios presente en El y, por tanto, en cuerpo humano en el sentido más
pleno. La muerte se revela así como poderoso transformador. Cristo
alcanzó en su muerte el modo de existencia del kyrios, como se dice
repetidamente en las Epístolas paulinas. Fue elevado a una forma de
existencia que está más allá del dominio de la muerte.

c) Resumiendo, podemos decir: en la muerte de Cristo, Dios se


impuso perfectamente como Señor, como el Santo. como el Amor, en
la medida que podría imponerse y revelarse en la creación. La
imposición de Dios en la creación significa la imposición del divino
poder de vida en ella. Para el hombre tiene, por consecuencia, la
salvación, la transformación hacia una vida perfecta, libre del pecado
y de la muerte. La Sagrada Escritura llama a este estado reino de
Dios. En la muerte de Cristo se impuso el reino de Dios en la máxima
forma posible en la creación. En ella fue creada en la creación la vida
en su máxima intensidad.
Como Cristo es el centro y a la vez la culminación de la creación, su
muerte tuvo profundas consecuencias para los hombres e incluso
para todo el mundo. Cristo murió como primogénito de la creación.
Murió como representante de la humanidad e incluso del cosmos. La
creación ofreció a Dios Padre, por medio de Cristo, su cabeza, amor y
adoración incondicionales. Cristo alcanzó la vida corporal en la gloria
de Dios como primogénito entre muchos hermanos (Sant. 1, 18; 1 Cor.
5, 17). El poder de la muerte fue quebrantado por su muerte para
toda la creación. En el futuro no reinará ya la muerte, aunque
pertenezca todavía a la creación, sino la vida (I Cor. 15, 54-56). En
todo el cosmos se infundieron las fuerzas de gloria y resurrección que
partían y se extendían desde el cuerpo glorificado del Señor. Hasta su
segunda vuelta son gérmenes escondidos. Sin embargo, pertenece a
las convicciones fundamentales de la Sagrada Escritura que el actual
mundo sometido a la caducidad experimentará un proceso de
transformación en el que se asemejará al modo de existencia de
Cristo (por ejemplo, /Rm/08/29; /2Co/03/18).
La muerte y resurrección de Cristo causaron, por tanto, una nueva
situación en el mundo. Ya no reina más la muerte, signo de la ira
divina, sino la vida signo de la divina gracia.
Karl ·Rahner-K (Zur Theologie des Todes, en: Synopsis. Studien
aus Medizin und Naturwissenschaft, edit. A. Jores 3 (1949) 8-112),
intenta explicar esta relación de la manera siguiente:
"en la muerto logra el hombre, en cuanto persona espiritual, una
relación abierta con la totalidad del mundo. El alma no se convierte al
ocurrir la muerte en ultraterrena sin más, sino que se hace
"pancósmica", aunque su relación con la creación no es, por
supuesto, la misma que con su cuerpo. El alma que se abre al
universo codetermina la totalidad del mundo, incluso en cuanto
184

fundamento de la vida personal de los demás seres


corpóreo-espirituales. En la muerte se funda como determinación
duradera del mundo en cuanto totalidad la realidad personal total
actuada en la vida y en el morir. El hombre deja tras sí el resultado de
su vida como una duradera contribución al real y radical fundamento
de unidad del mundo y la convierte así en situación previa de la
existencia de los demás. Aplicando estas reflexiones a la muerte de
Cristo, se puede decir: "La realidad que Cristo poseyó desde el
principio y actuó a lo largo de su vida se reveló en su muerte para
todos, fue fundada para la totalidad del mundo, de que viven los
hombres como de previa situación existencial, se convirtió en
existencial de todos los hombres. El hecho de que el mundo fuera
purificado por la sangre de Cristo es verdadero en un sentido mucho
más real de lo que a primera vista pudiéramos sospechar. Por el
hecho de que Cristo llega a plenitud en su muerte, es decir, a la plena
imposición de la gracia divina a su propia humanidad en la
glorificación de su cuerpo, esta gracia se convierte a través de su
humanidad, que al morir se abrió a todo el mundo, en principio interno
del universo y, por tanto, en existencial de toda vida personal" (pág.
110).

MU/ETAPAS:
2. La muerte del cristiano como muerte en Cristo.
MU/PARTICIPA-MU-X
El primer llamado a esta transformación es el hombre. Es llamado a
participar libre y responsablemente en el destino de Cristo, es decir,
en su vida, muerte y gloria. En la participación de la vida, muerte y
gloria de Cristo alcanza el hombre la salvación. La participación en la
muerte y resurrección de Cristo es fundamentada en el bautismo. De
ello da un claro testimonio el Apóstol San Pablo (/Rm/06/01-11).
En el bautismo ocurre, por tanto, un morir. El bautizado padece una
muerte. Muere al ser alcanzado por la muerte de Cristo. La muerte de
Cristo ejerce un poder sobre él. Así se da un golpe de muerte contra
su vida perecedera, puesta bajo la ley del pecado. También se puede
decir que la muerte de Cristo se hace presente al imponerse en el
hombre. Es una dynamis presente. A la vez se manifiesta también en
el neófito la resurrección de Cristo. Este cae bajo el campo de acción
de la muerte y de la resurrección de Cristo. En este sentido se puede
decir que el bautizado está injertado en la resurrección y en la muerte
de Cristo.
Cuando San Pablo describe el modo de existencia del cristiano con
la fórmula "Cristo en nosotros, nosotros en Cristo", con ello atestigua
que el cristiano está en la esfera de acción de Cristo, que el yo del
cristiano es dominado por el yo de Cristo. Este ser y vivir de Cristo en
el cristiano significa, así entendido, la penetración del cristiano por el
kyrios que pasó por la muerte, fue sellado por ella para siempre y
ahora vive en la gloria.
El golpe de muerte dado en el bautismo contra la vida perecedera
es corroborado en cada sacramento. Pues todos los sacramentos
185

viven de la cruz del Señor. Su muerte actúa en todos ellos desde


distintos puntos de vista. Actúa con máxima fuerza en la Eucaristía, ya
que en ella y sólo en ella es actualizado el suceso de la cruz como
acontecer sacrificial.
Lo que en los Sacramentos ocurre en el ámbito del misterio y, por
tanto, en una profundidad misteriosamente escondida, sale hasta el
dominio de la experiencia en los dolores y padecimientos de la vida
(/2Co/04/07-18). Todos los sufrimientos y tormentos se convierten así
en modos renovados de la participación en la muerte de Cristo
fundada en el bautismo.
Estas diversas formas de participar en la muerte de Cristo alcanzan
su plenitud en la muerte corporal. Los Sacramentos y los dolores de la
vida son, por tanto, precursores del morir. Lo comenzado en el
bautismo, continuado en los demás sacramentos y empujado hasta el
ámbito de la historia en los dolores de la vida es llevado a su última
plenitud por la muerte corporal. Esta se manifiesta, por tanto, como la
última y suprema posibilidad de participación en la muerte de Cristo,
posibilidad continuamente anticipada y prenunciada por los
Sacramentos y por los dolores de la vida. No es el punto final casual o
naturalmente ocurrido de la vida caída en caducidad, sino el supremo
desarrollo y maduración de lo que fue fundamentado en el bautismo.
La muerte está, por tanto, siempre en el punto de mira de quien está
unido con Cristo crucificado. Ella es la última posibilidad siempre
presente de su vida. Todo el transcurso de la vida está caracterizado
por ella.
Quien se incorpora a Cristo por la fe participa en su modo celestial
de existencia; para él la muerte pierde su aguijón. Cristo no dio ningún
medio físico contra la muerte; la fe en Cristo no es un medio mágico
para alargar la vida. La exención de la muerte como forma de vida,
que Dios concedió al hombre en el Paraíso, no vuelve, pero gracias a
Cristo la muerte adquiere sentido nuevo; se convierte en tránsito a
una vida nueva e imperecedera. Por la fe y el bautismo el hombre es
incorporado en la Muerte y Resurrección de Cristo y hecho, por tanto,
partícipe del poder de su Muerte y de la gloria de su Resurrección; se
asemejará a Cristo y estará unido a El, que vive como crucificado y
resucitado. Las formas de vida terrenas y caducas reciben en el
bautismo golpe de muerte y es infundida germinalmente al hombre la
vida cristiforme. En la muerte corporal se manifiesta lo que ya desde el
principio estaba en el hombre. MU/BAU: SO BAU/MU:La muerte
corporal es la terminación y culminación de la muerte que el hombre
muere en el bautismo, que es un "morir en el Señor" (Apoc. 14, 13; I
Thess. 4, 16; I Cor. 15, 15), un morir que no es propiamente muerte,
porque quien vive y cree en Cristo no morirá eternamente (Jn 11, 26;
2 Tim. 2, 11; Rom. 6, 8).
Dice Rahner en la pág. 110 del artículo citado:
"Lo que llamamos fe, incorporación a Cristo, participación en su
muerte, etc., no es sólo una conducta ética o un referirse intencional a
Cristo, sino que es un abrirse a la gracia que perdura en el mundo por
la muerte de Cristo y sólo por ella; a la gracia que vence a la muerte y
186

al pecado; a la gracia que justamente por lo que tiene de muerte se


convirtió en realidad, que sólo por la libre afirmación de la persona
espiritual es aceptada y apropiada de forma que se convierte en su
salvación y no en su juicio y justicia reales. Pero como el hombre en
su propia muerte toma inevitablemente posición ante la totalidad de su
realidad -previamente dada y propuesta a decisión-, su muerte en
cuanto acción también es necesariamente postura ante la realidad de
la gracia de Cristo, que fue derramada por todo el mundo al
quebrarse en la muerte el vaso de su cuerpo."
La muerte del cristiano, por ser un morir en Cristo, realiza el mismo
sentido que la muerte de Cristo porque es participación en la muerte
de Cristo, no en la plenitud y poder de ésta, sino sólo débil, aunque
realmente. De ella podemos y tenemos que decir, por tanto, en
sentido aminorado, pero cierto y análogo, todo lo que hemos dicho de
la muerte de Cristo. Del mismo modo que hemos intentado entender la
muerte de Cristo desde Dios y desde el hombre, podemos también
tratar de entender la muerte del cristiano desde Dios y desde el
hombre.
En general, la muerte de Cristo revela que la muerte y todos los
padecimientos del hombre no son fatalidades basadas en leyes
mecánicas o biológicas, sino pruebas de Dios. En los dolores y
tormentos de la enfermedad, en los accidentes y padecimientos de la
vida, Dios prueba al hombre. Es su voluntad la que actúa en los
sucesos de la vida humana ocurridos según leyes mecánicas y
biológicas o causados por libres decisiones de los hombres. En ellos
el hombre es llamado al destino de Cristo, el Primogénito.
Cuando Dios pone la mano sobre el hombre en la muerte se
cumple, como en la muerte de Cristo, un juicio del Santo e Intangible,
del Señor sobre el pecador. Dios no revoca el juicio bajo el que puso
a la historia humana desde el comienzo. No se deja convencer a lo
largo de los siglos y milenios, como un padre bondadoso, para
cambiar su juicio de justicia impuesto al hombre. El hombre tiene que
responder a lo que él mismo ha provocado. Tiene que soportar el
destino que ha invocado. Dios le trata como a un mayor de edad,
como a un adulto que sabe lo que hace. Sin embargo, el hombre
puede liberarse del juicio bajo el que padece como pecador, no de
forma que le sea ahorrado el destino de muerte, sino realizando ésta
con un sentido nuevo. Se concede al hombre que padezca la muerte
en comunidad con Cristo. El juicio cumplido en la muerte se convierte
para él en participación del juicio cumplido en la muerte de Cristo.
Este juicio se extiende sobre los cristianos. El juicio a que el cristiano
se somete en la muerte tiene, por tanto, el mismo carácter que el juicio
a que se sometió el Señor mismo. Dios se manifiesta en él como
Señor absoluto, como el Santo ante quien el hombre pecador tiene
que perecer. La muerte es en la historia humana la inacabable
revelación de la majestad y santidad de Dios y el
desenmascaramiento del pecaminoso orgullo del hombre. Se levanta
como un monumento de Dios en el mundo.
La muerte cumple su tarea manifestando la finitud y limitación, la
187

nadería de la existencia humana. En ella llega al fin la forma de


existencia terrena tan familiar y querida para nosotros. No puede ser
revocada por ningún poder de la tierra. El fin es irrevocable e
ineludible. Por la muerte, el hombre sale para siempre de la historia y
del círculo de la familia y de los amigos. La muerte está llena del dolor
de la despedida, de una despedida definitiva, ya que al morir
desaparecen para siempre las formas terrenas de existencia. Los
separados por la muerte no pueden ya tratarse del modo que
acostumbraban en la tierra. En ello está la amargura de la muerte. Es
aumentada por el pecado. Pues éste da a la muerte su aguijón
(/1Co/15/55). La muerte es una penitencia y expiación impuestas al
hombre. En ella el hombre que quiso ser igual a Dios sufre una
extrema humillación. El que quiso traspasar sus límites es
irresistiblemente revocado a sus límites. Nada puede contra el que le
señala los límites. San Pablo alude a este poder aniquilador de la
muerte, a su carácter de penitencia y castigo cuando llama a la
muerte el enemigo que puede mantener su poder hasta el final (I Cor.
15, 26). Esta caracterización de la muerte está dicha completamente
en serio.
Sin embargo, la muerte tiene otro carácter para quien muere con
Cristo, para aquel en quien se realiza la muerte de Cristo y no muere
la desesperanzada muerte de Adán, sino la muerte de Cristo. Lo
mismo que la sentencia del Padre sobre Cristo es una sentencia de
amor, para quien participa en la muerte de Cristo la sentencia de Dios
cumplida en su muerte es un juicio de amor. Con ello la muerte es
liberada de su desesperanza. En la muerte llama Dios al hombre, a
quien trata como a un adulto y hace sentir, por tanto, las
consecuencias de su acción, desde los padecimientos a la plenitud y
seguridad de vida que Cristo alcanzó en la Resurrección. En el NT la
muerte es interpretada también como vuelta al Padre. En él se
invierten las medidas que nosotros solemos usar en la vida corriente.
Los que viven aquí son los peregrinos y viajeros que han levantado
sus tiendas en tierra extraña para una estancia transitoria (2 Cor. 5,
1); los que han pasado la muerte son los llegados a casa.
PEREGRINO/MU: En la muerte llega Cristo como guía de la vida (Hebr. 2, 10), como
mensajero del Padre, y lleva a los suyos a la gloria en que El mismo vive desde la Ascensión
(lo. 14, 2; Hebr. 3, 6). La muerte sirve, por tanto, a la transformación para una nueva vida (I
Cor. 7, 31; 5, 17; Apoc. 21 y 22). No es por tanto exclusivamente el fin irrevocable, sino
también un comienzo nuevo. Es el fin de los modos de existencia perecederos, desmedrados y
siempre en peligro y el comienzo de la forma de vida para siempre liberada de la caducidad y
dotada de seguridad y plenitud. Entre la forma de vida terrena y la que comienza con la
muerte hay sin duda una fundamental y profunda diferencia, pero hay también una estrecha
relación. Al comienzo iniciado con la muerte no sigue ya ningún fin.
MU/TRANSFORMACION:La muerte en Cristo es la transformación
de una nueva vida. El hombre vive en continua transformación. En la
muerte terminan los continuos cambios del hombre, porque la muerte
da al hombre su figura definitiva. Hasta cierto punto, esa figura
espiritual definitiva aparece también en el aspecto corporal.
Aunque la muerte es el enemigo del hombre (/1Co/15/26), es a la
188

vez su amigo; en Cristo se convierte en hermana. Aunque el hombre


sea derrotado por ese enemigo, sale vencedor, porque en la derrota
gana la plenitud de la vida. El enemigo está al servicio de la vida de
aquel a quien hiere. San Pablo, que la llama enemigo sin ningún
atenuante, puede decir a la vez: "Que para mí la vida es Cristo, y la
muerte, ganancia. Y aunque el vivir en la carne es para mí fruto de
apostolado, todavía no sé qué elegir. Por ambas partes me siento
apretado, pues de un lado deseo morir para estar con Cristo, que es
mucho mejor" (/Flp/01/21-23). Con la misma fe reza la Iglesia en el
prefacio de difuntos: "Digno y justo es, en verdad, debido y saludable,
que en todo tiempo y lugar te demos gracias, Señor Santo, Padre
todopoderoso, Dios eterno, por Cristo nuestro Señor. En el cual brilló
para nosotros la esperanza de feliz resurrección; para que, pues, nos
contrista la inexorable necesidad de morir, nos consuele la promesa
de la inmortalidad venidera. Porque para tus fieles, Señor, la vida no
fenece, se transforma, y al deshacerse la casa de nuestra habitación
terrenal se nos prepara en el cielo eterna morada." En muchos otros
textos se llena también la liturgia de la alegría de la resurrección.
A esta idea de la muerte corresponde el hecho de que la Iglesia
antiguamente llamara bienaventurados a quienes lograban en la
muerte el anhelo de su vida, llamara día natalicio para el cielo al día
de la muerte y cantara el aleluya y vistiera de rojo incluso en las misas
de difuntos. En las iglesias griegas unidas a Roma todavía se usan los
ornamentos rojos. El aspecto sombrío de la muerte se destaca cuando
a principios de la Edad Media empezó a verse la muerte más como
juicio de los pecados, que como entrada al cielo (Dies irae, dies illa).
La fe en Cristo, que murió su acerba muerte y venció a la muerte,
abarca tanto el miedo a la muerte como la alegría de la venida de
Cristo en la muerte.
La concepción cristiana de la muerte se distingue de todas las
demás; fuera de ella la muerte es mal interpretada; o es ensalzada
como punto culminante de la vida o soportada como fin sin salida. En
el primer caso puede ser interpretada naturalísticamente (y hasta con
pasión dionisíaca) como incorporación a la vida total de la naturaleza
(muerte como artificio de la naturaleza para tener más vida) o
espiritualísticamente, como liberación de la persona de Ias ataduras e
impedimentos. En este segundo caso a veces es lamentada como
tragedia inevitable y a veces aceptada con obstinación
pseudoheroica.

LA MUERTE COMO FIN DEFINITIVO DE LA


PEREGRINACIÓN TERRESTRE
Dentro de la historia humana, que tiende, en cuanto totalidad hacia
una meta, que es la segunda venida de Cristo, la vida de cada
hombre se mueve hacia su fin, que es la entrada en el mundo celestial
en que vive Cristo. Es lo que ocurre en la muerte. La muerte es el fin
irrevocable de la vida de peregrinación y el principio de una vida
cualitativamente distinta de la vida empírica. Llamamos status viae a la
fase de vida anterior a la muerte, y status termini a la fase que sigue a
189

la muerte. La vida no puede ser recorrida dos veces, es única e


irrepetible. El símbolo de la vida individual es el mismo de la vida
colectiva y total: la recta y no el círculo. La vida que empieza después
de la muerte no es ni prolongación ni continuación de la vida de
peregrinación, sino que es una vida misteriosa, análoga a la actual,
más desemejante que semejante a ella. Incontenible, sin reposo y sin
pausa corre hacia el fin ineludible de su forma terrena de existencia.
En el Fausto, de Goethe (II 5, 5), se dice acertadamente: "El tiempo se
hace el señor, el anciano yace en la arena, el reloj está parado, está
parado. Calla como la media noche. La manecilla cae." El mismo
hecho está a la base de la estrofa de Michael Franck (Koburg, 152):
"¡Qué fugitivos y qué naderías son los días del hombre! Como una
corriente empieza a correr y en el correr nada retiene, así fluye
nuestro tiempo de aquí abajo."
MU/SOLEDAD: Nadie puede experimentar anticipadamente su propia muerte con toda esta
su implacabilidad en la que la forma de existencia terrena es destruida de una vez para
siempre. Todos tienen que padecerla, pero lo que conocemos son, por decirlo así, las antesalas
de la muerte. Sólo a título de prueba se puede percibir su seriedad en la muerte de los demás.
·Jaspers dice sobre esto: "La muerte de los hombres más próximos y amados con quienes yo
estoy en comunicación es la más profunda ruptura en la vida presente. He quedado solo
cuando dejando solo al que muere en el último momento no he podido seguirlo. Nada se
puede hacer volver. Es el fin para siempre. Jamás se podrá uno dirigir al muerto. Todos
mueren solos. La soledad ante la muerte parece perfecta, lo mismo para el que muere que para
los que quedan. La manifestación de la convivencia mientras existe conciencia, este dolor de
la separación, es la última expresión desvalida de la comunicación" (Philosophie ll:
Existenzerhellung, 221).
La ineludible importancia de la función de la muerte de dar fin
definitivo consiste en que la muerte significa una decisión definitiva.
No sólo es el fin en sentido terminal o cronológico, sino en el sentido
de una fijación definitiva del destino humano. Más allá de la muerte no
se pueden tomar resoluciones que cambien la forma de vida adquirida
en la muerte. Después de la muerte ya no hay posibilidad de adquirir
méritos o deméritos. Esto no significa el fin de la actividad humana.
Sino que el hombre alcanza más allá de la muerte la posibilidad y
capacidad del supremo amor o del supremo odio. Pero ni el uno ni el
otro tendrán jamás carácter de mérito o demérito.

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 1961.Pág. 375-386
........................................................................

EL PROBLEMA DE LA MUERTE

1. Experiencias de la muerte
«En medio de la vida, nos hallamos rodeados por la muerte». Así
reza uno de los más antiguos himnos cristianos referidos al tema de la
190

muerte. En esta formulación se expresa una profundísima experiencia


humana, a saber, que la muerte no es tan sólo el final, la conclusión
de la vida, sino que es algo permanentemente introducido dentro de la
misma vida. "En medio de la vida, nos hallamos rodeados por la
muerte". La muerte circunda constantemente nuestra vida y,
consiguientemente, la cuestiona de un modo radical: ¿qué significado,
qué sentido tiene la vida ante el hecho cierto de que ha de concluir en
la muerte? Lo que llamamos «ser hombres» ¿es tan sólo, tal vez, un
momento de lucidez entre el todavía-no-ser y el regresar a la nada?
¿Es acaso producto del azar, que desaparece como la vida de un
insecto, y a cuyas vicisitudes no hay que prestar demasiada atención?

La vida, pues, se encuentra ante la muerte en una crisis


fundamental. La cuestión del sentido y el significado de la vida no
puede ya ignorarse, ante la amenaza que representa la muerte.
Esto supuesto, en el actual mundo secularizado, que no tiene ya
respuesta alguna frente a un cuestionamiento radical de la vida, la
realidad de la muerte es algo que se intenta alejar de la conciencia
social. Dado que la muerte constituye un motivo de inquietud para la
vida, nos negamos a tomarla en consideración. Mientras que, en otro
tiempo, la muerte tenía lugar en medio de una muy acusada
participación de la esfera pública, de la familia, los vecinos y la
comunidad, hoy día se muere en las discretas habitaciones de los
hospitales destinadas a los moribundos. Las estancias mortuorias
hacen que las casas de los vivos puedan permanecer cerradas a los
muertos. Los cementerios se encuentran fuera de la ciudad, mientras
que en otro tiempo estaban ubicados cerca de la iglesia, donde todos
cuantos se reunían para la celebración eucarística de la comunidad
de los vivos entraban también siempre en contacto con los muertos.
Hubo un tiempo, pues, en que se vivía mucho más intensamente con
los muertos y con la realidad de la muerte.
No hace mucho leía que hoy se tiene por lo general a los cuarenta
años una experiencia directa de la muerte que, dos generaciones
atrás, se tenía a la edad de catorce años. Este rechazo de la muerte
ha originado ya en Norteamérica la creación de una nueva rama de la
ciencia, la mortuary science, cuyo objeto es el de preservar a los
familiares y amigos de un difunto (por medio de todas las
consideraciones psicológicas, sociológicas y estéticas posibles, que
se manipulan de mil maneras) de la experiencia real de la muerte.
Pero ¿puede la muerte ser completamente alejada de la vida?
¿Acaso el proceso de la vida no se manifiesta constantemente
entretejido con la muerte? La misma vida, ¿no es siempre en parte un
morir? La muerte incide en la vida de muchas maneras: enfermedad,
sufrimiento, inutilidad, envejecimiento, jubilación, abandono,
separación...; todos éstos no son tan solo signos y premoniciones de
la muerte, sino realidad de la muerte en la vida misma. La vida, la
plenitud de su desarrollo, resulta disminuida por las mencionadas
realidades. La vida no se extingue inopinadamente, sino que el
hombre debe más bien renunciar a ella poco a poco, pedazo a
191

pedazo. Por eso el hombre tiene en los citados fenómenos una


verdadera experiencia de la muerte.
La muerte, por lo tanto, está continuamente presente en la vida.
Vivir significa siempre, al mismo tiempo, morir.
Pero no es sólo la muerte la que está presente en la vida; también
la vida está presente en la vida, por muy absurdo que pueda parecer
a primera vista. Pero del mismo modo que sólo las últimas notas de
una melodía o de un tema musical lo hacen absolutamente presente y
le dan su forma acabada, así también únicamente la muerte lleva a la
vida a su plenitud, le da su forma definitiva. Antes de que intervenga
la muerte, la vida no tiene más que un carácter de provisionalidad, es
susceptible de revisión, es todavía posible darle forma, sigue estando
abierta. Sólo en la muerte se hace definitiva la totalidad de la vida. Por
eso en la muerte se da alcance la vida a si misma; la muerte incluye,
resume en sí la totalidad de la vida. Y por eso únicamente de la
muerte recibe la vida su carácter definitivo. Más aún: de la muerte
recibe también su carácter apremiante e improrrogable. Si no existiese
la muerte, la vida se resolvería en un terrible hastío; todo resultaría
indiferente, porque todo sería arbitrario, recuperable y diferible ad
infinitum.
Es muy digna de tomar en cuenta la observación del filósofo W.
·Kaufmann-W: «Para la mayoría de nosotros la muerte no llega lo
bastante aprisa. Debido a la sensación de que la muerte está lejana y
carece de importancia, la vida se corrompe y se vacía... Se vive más
acertadamente cuando se ha fijado una cita con la muerte. Si uno
espera morir pronto, no sólo el amor puede hacerse mas profundo,
más íntimo y más apasionado, sino que toda la vida resulta
enriquecida». En otras palabras: la proximidad de la muerte confiere
profundidad a la vida. Por eso resulta extremadamente dudoso que el
hombre se haga realmente más humano por el hecho de que la
ciencia médica trate de robar cada vez mas años a la muerte y diferirla
hasta una edad cada vez más avanzada. La vida resulta superficial si
no se tiene ante los ojos la frontera de la muerte, porque entonces
pierde su orientación y desaparece el sentido profundo de la
responsabilidad. Evidentemente, si no existiese la muerte, siempre se
podría volver a comenzar desde el principio, nada quedaría sujeto a la
ley de la unicidad y, por lo tanto, de la absoluta responsabilidad.
En su novela "Todos los hombres son mortales" (1946), Simone de
·Beauvoir-S imagina la posibilidad de un hombre inmortal, ante el que
no se alza el espectro de la muerte: Fosca, el protagonista, es
condenado a vivir eternamente en esta tierra gracias a la ingestión de
un elixir de vida. Y la autora muestra cómo todos los gozos de la vida,
todas las posibilidades experienciales, todo tipo de vínculo y
responsabilidad social, desaparecen cuando la muerte ya no supone
un límite a la vida. Para ese hipotético ser, ya nada tiene importancia;
los sufrimientos y los gozos nunca son definitivos y, por lo tanto, son
aún menos importantes, se reducen a un juego superficial. Ningún
sacrificio que Fosca pueda realizar, ningún sometimiento que sea
capaz de aceptar, ninguna lucha por ideal alguno, tienen para él el
192

mismo sentido y el mismo significado que tienen para los hombres que
deben morir. De hecho, el mortal -como hace ver Simone de Beauvoir-
en todo lo que hace en su vida da, por así decirlo, un trozo de sí,
aunque sea pequeño; el inmortal, por el contrario, no da de sí
absolutamente nada. Por eso, en su vida sin muerte todo sigue siendo
superficial, no vinculante, un pasatiempo siempre revocable.
De la mencionada novela puede desprenderse con toda claridad lo
que significa la afirmación de que la muerte forma parte de la vida
humana, a fin de que ésta sea verdaderamente humana. Por eso, en
el fondo de poco sirve prolongar ad infinitum la vida humana por
medio de la medicina y diferir la muerte a un futuro remoto: de este
modo, la vida no resulta más plena, sino más pobre. La verdadera
superación de la muerte no se produce eliminando la muerte de
nuestra vida (que, por otra parte, es algo imposible), sino mediante la
esperanza que va más allá de la muerte.
Hay que añadir una última cosa al reflexionar sobre el significado de
la muerte para nuestra vida: sólo por medio de la muerte adquirimos la
experiencia de que la vida no es algo obvio, algo que se imponga
necesariamente, sino que es un don. Y dado que la vida se ve
continuamente amenazada por la muerte, hay que considerarla como
algo de mucho valor, como una aventura arriesgada e irrepetible.
V/MU:MU/V:Vemos, pues, que vida y muerte se compenetran
recíprocamente, que se encuentran en una inevitable relación de
homogeneidad. Y sin embargo, parece en principio que en este
entramado de muerte y vida es la muerte la que tiene la última y
decisiva palabra. Y esta palabra significa fin, destrucción,
aniquilamiento. Parece, pues, que precisamente la muerte convierte
su inseparable unidad con la vida en algo fundamentalmente negativo
y carente de sentido. En suma, la muerte, como gran enemigo de la
vida, parece oponerse a su significado positivo para la vida.

2. La muerte, ¿consecuencia del pecado?


MU/P: MU/CAUSA:Por todo lo dicho, la tradición bíblico-cristiana ha creído que la muerte
no proviene de las benéficas y creadoras manos de Dios, sino que es un castigo, consecuencia
del pecado.
La intención que subyace a semejante afirmación es evidente: Dios,
el ser vivo y dispensador de vida, no puede ni debe ser considerado
autor del mal y de todo lo que es contrario a la vida. Debemos
mantener esta idea, si bien no podemos seguir apoyando
indiferenciadamente la tesis de la muerte como consecuencia del
pecado. Hoy sabemos que la muerte es parte necesaria de la
construcción de un mundo evolutivo, del que ha nacido y en el que
también ha sido colocado el hombre. En una creación que responde a
un sentido evolutivo, la vida sin la muerte es algo absolutamente
impensable. En el proceso evolutivo, la transitoriedad de lo que ha
llegado a ser constituye precisamente la primera condición de la
nueva vida y de las nuevas formas de vida. Por eso tampoco la
muerte del hombre, en cuanto que significa delimitación temporal de la
vida terrena, puede ser consecuencia del pecado, que suele ser la
193

manera como el hombre experimenta la muerte.


Con el pecado, el hombre echó por tierra su propia vida. En lugar
de acogerla como don de Dios, de vivirla responsablemente ante Dios
y en el amor al prójimo, el pecador vive tan sólo «para sí mismo» (cfr.
2 Cor 5, 15). En el deseo de una vida de plenitud y de salvación sin
Dios o contra Dios, el pecador pierde su propia vida: Dios le
abandona a sus propias posibilidades "autónomas", en las que el
hombre piensa, evidentemente, que ha de poseer la «vida», pero
cuyo término precisamente pondrá al descubierto su carácter de
vaciamiento en la impotencia, la presunción y la supravaloración. La
vida escindida de Dios como su fuente originaria se manifiesta como
«ser para la muerte», como un campo plenamente poseído por las
fuerzas del mal y de la muerte.
En la búsqueda de una vida que el hombre pretende procurarse por
sí mismo y que, sin embargo, no satisface sus aspiraciones, se
convierte el mismo hombre en víctima del ansia y de la inquietud;
cuando cree poseer la vida, se aferra a ella egoistamente, aunque
este aferrarse constituya una violación del orden, del derecho y de la
justicia.
Por último, este desmedido afán, carente de paz, no aboca sino al
absurdo de la muerte, la cual revela como pasión inútil, como una
excitación sin sentido (J.-P. Sartre), cualquier intento humano de
realización. En realidad, aquello en lo que el pecador cree poseer la
"vida" (el placer, la riqueza, el éxito, el poder), no puede llevárselo
consigo al otro lado del abismo de la muerte. La experiencia que en
ese caso se tiene de la muerte es la de una obscura y absurda
destrucción de la vida. Allí donde la vida ha transcurrido
primordialmente bajo el signo de la apropiación, del aferramiento, del
tener y del poseer (en lugar de caracterizarse por la entrega, la
apertura, el dar y el recibir), aun la misma y desnuda existencia se
convierte en una posesión que se trata de conservar en cualquier
circunstancia, el mayor tiempo posible, porque su pérdida en la
muerte destruye por completo la propia identidad, la cual consistía en
un absoluto querer-tener. De este modo nace el miedo a la muerte. "El
vacío de la experiencia del más acá suscita el miedo al vacío del más
allá» (R. Leuenberger). Dios, con respecto al cual se está cerrado, o
no lo bastante abierto en la vida, deja de ser sentido en la oscuridad
de la muerte como cercanía luminosa, pasando a ser sentido como el
Dios que se sustrae a los hombres, que está lejano y se muestra
reacio; o mejor aún, como el Dios que ha "muerto".
La experiencia de la muerte del pecador, y esto significa la concreta
experiencia de la muerte de todos y cada uno de nosotros, está, pues,
totalmente determinada por el pecado. La muerte ya no se
experimenta sólo de un modo «neutral», es decir, únicamente como
término temporal de la vida terrena y un simple pasar a la vida feliz
con Dios, sino como algo amenazador y angustioso. La vida queda
despedazada sin que siquiera quede la natural seguridad que dan la
fe, la esperanza y el amor de que, con la muerte, uno se introduce en
la vida de Dios, infinitamente más grande. En este sentido, la muerte
194

es, pues, consecuencia del pecado: se experimenta como una


absurda y oscura destrucción de la vida, como una inquietante,
incierta y amenazadora realidad que hunde al hombre en la angustia.
Pero la muerte puede también adoptar otro rostro. Cuando, a lo
largo de su vida, el hombre se ajusta a la actitud del «Padre, en tus
manos encomiendo mi vida»; cuando, en la obediencia a Dios y en la
confianza en su palabra, recibe su vida como un don y una tarea y la
vive en el servicio a los hermanos, entonces la propia muerte
transforma su naturaleza negativa y puede llegar a convertirse en la
«hermana muerte» (Francisco de Asís), lugar de la esperanza y
tránsito dichoso a la gloria de Dios.
Esta «nueva» experiencia de la muerte es, sin embargo, un fruto de
la fe, de la esperanza y del amor, pero especialmente de la esperanza
en que la muerte no es la «realidad última».

3. La esperanza más allá de la muerte


Los hombres de todas las épocas no han podido resignarse,
evidentemente, a la experiencia de que la muerte constituya una
absurda interrupción de la vida. En todas partes podemos hallar
pruebas del convencimiento generalizado de que en la unidad y
totalidad que forman la vida y la muerte, siempre es la vida la que
resulta ser más fuerte. Son muy diversos los modos de representar
cómo es esto posible. En realidad no se sabe cómo puede
presentarse un futuro mas allá de la muerte. Pero la esperanza en él
proyecta innumerables y muy distintas imágenes, imagina diversas
posibilidades y anticipa dichas posibilidades por medio de símbolos,
signos y sueños. Así pues, toda religión, toda visión del mundo esboza
sus propias imágenes de esperanza.
ALMA/BI:ALMA/INMORTAL:Del abundante material que nos ofrece
la historia de las religiones citaremos sólo dos imágenes de esperanza
con las que los hombres han expresado su deseo y su seguridad de
que la muerte no constituye la realidad última. Ambas imágenes de
esperanza tienen una especial significación porque han sido después
asumidas para formular la esperanza cristiana. La primera, que fue
elaborada de manera conceptual por la filosofía platónica, aunque en
sí misma fuera mucho más antigua, se formula diciendo que hay en el
hombre algo inmortal, a saber, su alma imperecedera, que no se ve
afectada por la muerte del cuerpo. Por medio de ella, el hombre
participa de la vida eterna. Cuando el cuerpo muere, el alma, liberada
de las ataduras de la materia, regresa al reino de la vida divina y
eterna. Muy distinta es la segunda imagen de esperanza, la
bíblico-hebraica. Los hebreos no sabían nada de un alma inmortal
que sobreviva a la muerte; no concebían al hombre como compuesto
de alma y cuerpo, sino que tenían de él la idea de un ser uno e
indiviso. Por eso, para ellos, la muerte agarra al hombre en su
totalidad; no hay nada que sobreviva a la muerte. Sólo puede haber
esperanza más allá de la muerte porque se espera que Dios volverá a
infundir su espíritu en el muerto, volverá a darle la vida, lo resucitará.
195

INMORTALIDAD/RS: Inmortalidad del alma y resurrección del cuerpo son en principio,


pues, dos imágenes de esperanza totalmente diversas, que no tienen en realidad nada que ver
entre sí. Es cierto que ambas expresan la esperanza en que ha de haber una vida más allá de la
muerte, pero esta esperanza se formula de muy distinta manera. Para los griegos, el principio
que sobrevive a la muerte se encuentra en el propio hombre: el hombre tiene un alma que es
inmortal y que supera la muerte. Para los hebreos, por el contrario, el "antídoto" contra la
muerte está fuera del hombre, en el poder resucitador de Dios. Más adelante volveremos a
hablar de esta
diferencia. Ahora tan sólo queremos dejar sentado que en la historia
de la humanidad hay innumerables imágenes que constituyen, todas
ellas, un testimonio del hecho de que el hombre no se ha resignado a
la muerte, que hay en el hombre algo que se opone radicalmente a
aceptar la muerte. Si la muerte fuese la realidad última, todo cuanto
de hermoso, de positivo y de satisfactorio existe en la vida carecería
en realidad de sentido. Se hallaría originariamente bajo el signo de la
destrucción, del fracaso, de la nada. Pero, evidentemente, el hombre
no puede vivir (o puede vivir muy difícilmente, o de un modo
superficial) con semejante ausencia de sentido.
Ahora bien, la esperanza de la humanidad en poder superar la
frontera de la muerte, ¿no es tal vez una pura ilusión, una proyección
quimérica de los deseos y las aspiraciones humanas? ¿No será que el
hombre se crea su propio sueño, a fin de no tener que mirar cara a
cara la realidad carente de sentido? Si se observa la ausencia de
sentido de la propia vida y de la vida de los demás, y aún más si se
considera la historia de la humanidad, se puede efectivamente llegar a
la idea de que la muerte no es más que la expresión extrema y el sello
definitivo de la general ausencia de sentido que caracteriza a toda
realidad. Por otra parte, sin embargo, hay en la propia vida y en la
historia fenómenos de sentido e indicios positivos que sugieren la
posibilidad de otra respuesta: ni siquiera la muerte carece de sentido,
porque también ella sigue abierta a un definitivo sentido último. Es de
estas experiencias de donde ha brotado en la humanidad la
esperanza en un futuro más allá de la muerte.
Un cierto número de estos signos indicativos conservan también un
valor para nosotros: el hombre se experimenta a sí mismo como
responsable de su obrar. Sin embargo, ser responsable significa
saber o, al menos, presentir que la vida no es casual, arbitraria,
episódica, sino que tiene algo de definitivo, con respecto a lo cual
debe valorarse cualquier obrar. Y esta realidad definitiva no sería
verdaderamente tal si fuese susceptible de ser cancelada por la
muerte. La experiencia, pues, de la responsabilidad incondicional
permite presagiar que ni siquiera la muerte es la realidad última.
Pero hay más: el hombre se experimenta a sí mismo como un ser
que incondicional y necesariamente anda en búsqueda del sentido,
que en su vida hace ya siempre realidad el sentido, realiza algo que
está dotado de sentido. Pero no buscaríamos un sentido último si no
estuviéramos de antemano «tocados», concernidos por él. Más aún:
hay en el hombre un impulso infinito hacia la libertad, la felicidad, la
vida, el futuro... ¿No evidencia todo esto que el hombre de algún
196

modo se ve afectado por la infinitud, que hay en él algo que se


proyecta más allá de la finitud y supera, por consiguiente, los confines
mismos de la muerte? Quien tiene experiencia de lo que es un límite (y
una experiencia penosa, precisamente porque se trata de un límite),
en el fondo ya ha superado dicho límite. ¿No puede decirse lo mismo
de la muerte? Quien percibe dolorosamente la muerte como límite, ya
está "tocado" por algo que se encuentra más allá de la muerte. Por
eso es una verdadera y profunda sabiduría la que se encierra en
estos versos modernos:

«Un perro
que muere
y que sabe
que muere
como un perro
y que es capaz de decir
que muere
como un perro,
es un hombre»
(·Fried-E, Warngedichte)

Precisamente aquí está la diferencia entre el perecer de un animal y


el morir de un hombre: en que el hombre es consciente de la amenaza
que representa el limite que es la muerte. Pero con ello también
testimonia que, por su propia naturaleza, aspira a trascenderlo.
Podemos afirmar, además, que en la promesa de fidelidad de dos
personas que se aman actúa una fuerza que exige infinitud e
indestructibilidad. Esto es algo que ya sabía el autor del Cantar de los
Cantares cuando proclamaba que «el amor es más fuerte que la
muerte» (8, 6). El amor, observa J. Ratzinger, «es, por así decirlo, un
grito dirigido al infinito. Pero esto supone que dicho grito no puede ser
atendido, que exige el infinito pero que no está en condiciones de
darlo».
Surge así, en el transcurso mismo de la vida, la pregunta de si será
la muerte la que tenga la última palabra. Hay en el hombre realidades
que indican que no es un simple insecto destinado desde un principio
a desaparecer. En el hombre hay algo más. En el hombre hay un
impulso hacia la infinitud, como si estuviera aferrado por ella. Pero de
este modo se manifiesta la profunda ambigüedad de sus experiencias.
De una parte, hay signos que indican el carácter provisional de la
muerte; de otra, sin embargo, frente a la falta de sentido de la muerte,
el hombre ha de reconocer honradamente que no ve con claridad qué
posibilidades pueda tener de superar el poder de la muerte y hacer
realidad el impulso que experimenta hacia la infinitud. Por eso se
plantea el problema de un poder capaz de volver a sacar al hombre
de la nada a la que está destinado, poder que es una libertad divina y
creadora.
Esta exigencia de un poder capaz de hacer realidad las
experiencias y aspiraciones de infinitud del hombre, halla su respuesta
197

en la esperanza cristiana, que se funda en la resurrección de Jesús.


De esto ya hemos hablado. En la vida y en la muerte de Jesús se
manifiesta ejemplarmente toda la vanidad, toda la ausencia de
perspectivas y toda la finitud de nuestro mundo y de la vida humana.
Frente a la cruz no quedan suprimidas, sino que se toman mucho más
en serio la falta de sentido de la realidad, la desesperación que
supone la vida y la oscuridad de la muerte. Pero en Jesucristo se
manifiesta también con toda claridad que esta falta de sentido es
superada por obra y gracia de Dios. La muerte no es verdaderamente
la realidad ultima. Dios es quien despierta a los muertos a una vida
nueva e imperecedera. Según la concepción cristiana, pues, la base
de la superación del poder de la muerte no se encuentra en el hombre
(en la fuerza de su alma inmortal, por ejemplo), sino en el poder de
Dios, en su voluntad de hacer que el hombre viva y en la fidelidad con
la que Dios cumple sus promesas. Por eso el cristiano no espera
porque posea un alma inmortal, es decir, porque el hombre disponga
de un principio imperecedero, sino que espera en la resurrección,
esto es, en el poder que Dios tiene de restaurar la vida.
Los aspectos de la vida humana arriba mencionados, que inducen a
la esperanza en que se ha de hacer realidad el sentido, tienen en
definitiva diversos significados. Pero sólo partiendo del Dios de
Jesucristo, que manifestó su poder resucitando a su hijo, se revela la
posibilidad de que verdaderamente se realice todo lo que en la vida
humana mueve apremiantemente hacia el sentido, la realización y la
totalidad. Por eso no se halla en todo el Nuevo Testamento el más
mínimo rastro de una esperanza puesta en el hombre, en la fuerza de
su alma inmortal. La esperanza, por el contrario, se funda
exclusivamente en la resurrección de Jesús; la esperanza está puesta
en el poder restaurador de Dios.

4. ¿Resurrección del cuerpo y/o inmortalidad del alma?


Se suscita, pues, una nueva pregunta: ¿cómo es que hoy para
muchos cristianos sucede casi exactamente lo contrario, es decir, que
ponen su esperanza en la inmortalidad del alma (que en la muerte se
separa del cuerpo y regresa a Dios) y, por el contrario, la esperanza
en la resurrección, si no completamente, sí al menos en buena parte
ha venido a menos? El complejísimo proceso de modificación de la
imagen cristiana de la esperanza sólo podemos esbozarlo aquí a
grandes rasgos. La transformación ha derivado del hecho de que el
cristianismo, originariamente ambientado en el mundo
hebreo-semítico, tuvo desde sus comienzos que hacerse
comprensible al mundo de la cultura griega para poder realizar su
obra misionera. Pero en el mundo griego, junto a fortísimas
tendencias escépticas y nihilistas, dominaba en aquella época la
imagen platónica de esperanza en el retorno al mundo divino del alma
inmortal, inmediatamente después de la muerte. El cristianismo debía
enfrentarse a esta imagen de esperanza.
Entonces ocurre algo que, posteriormente, habría de repetirse
siempre que el cristianismo entrara en contacto con un mundo cultural
198

que hasta ese momento le fuera desconocido: el cristianismo adopta


algunos elementos de ese nuevo mundo, los asimila, se los hace
propios, al mismo tiempo que rechaza, critica y corrige otros. Por eso
se habla de que el cristianismo, cuando se encuentra con una cultura,
suele observar un principio de «conexión y oposición». Las dos cosas,
entiéndase bien: conexión y oposición.
En este sentido, el cristianismo primero manifiesta su oposición a la
concepción griega, según la cual el hombre vence a la muerte en
virtud de su alma inmortal, la cual se separa del cuerpo en el momento
de morir. La idea de una pura supervivencia del alma en Dios después
de la muerte no toma realmente en serio ni la muerte, ni la superación
de la misma muerte. Esta esperanza no toma en serio la muerte
porque, según ella, el alma en realidad ni siquiera se ve afectada por
la muerte, sino que se separa alegre y feliz de los condicionamientos
materiales del cuerpo y del mundo físico, para, en definitiva, seguir
viviendo, libre de la carga del cuerpo, en el mundo divino. La realidad
catastrófica de la muerte en su extrema radicalidad es algo que no se
percibe ni de lejos.
Pero esta concepción de las cosas tampoco toma en serio la
superación de la muerte, es decir, la esperanza en una consumación
universal de la que nada quede excluido. Según esta concepción,
pues, lo que tiene futuro y alcanza plena realización no es el hombre
en su totalidad, sino tan sólo una parte del hombre: el alma. Por eso el
anuncio cristiano insiste desde un principio en esta idea de que en la
resurrección del cuerpo, es decir, en la resurrección del hombre en su
integridad, la muerte es superada y el hombre obtiene la realización
de su sentido. En el Credo del cristianismo primitivo, por consiguiente,
no se afirma "creo en el alma inmortal", sino «creo en la resurrección
de la carne». Aquí se manifiestan la oposición del cristianismo al
mundo cultural de su tiempo y la nueva esperanza que el mismo
cristianismo anuncia: No sólo una parte del hombre, no sólo el alma
alcanza su plena realización, sino el cuerpo, es decir, todo el hombre
y, consiguientemente, el mundo entero, en el que el hombre está
inserto gracias a su cuerpo. Realización, para el cristiano, no significa
"transmigrar del mundo", sino verificación del sentido del mundo en su
totalidad. Este es, esencialmente, el significado que subyace a la
imagen de esperanza en la resurrección del cuerpo.
Pero, por otra parte, el cristianismo adopta y asimila determinados
elementos del pensamiento griego. Mientras que los creyentes del
Antiguo Testamento daban por supuesto que la resurrección
únicamente tendrá lugar al final de la historia (y hasta entonces los
muertos seguirían existiendo en una especie de sueño, es decir, en
una situación intermedia muy semejante a la nada), el cristianismo
estuvo desde un principio firmemente convencido de que en el
momento de la muerte entramos en contacto directo con Cristo,
entramos al instante en la comunión con él y con el Padre (cfr., por
ejemplo, Flp 1, 21 ss.; 2 Cor 5, 1 ss.). Y para expresar que en el
momento mismo de la muerte tendría lugar el encuentro con Cristo y
con Dios, se podía perfectamente echar mano de las ideas griegas:
199

en la muerte misma, y no sólo al final de la historia, alcanza el hombre


su destino definitivo.
Mediante los argumentos que aquí únicamente hemos insinuado,
llegamos a una especie de "composición" de las imágenes de
esperanza griega y hebrea. En la muerte encuentra ya el hombre su
morada en Cristo; por eso se adopta la imagen platónica del alma
inmortal que, en el momento mismo de la muerte, vuelve a habitar en
el mundo divino. Pero al mismo tiempo se añade que el hombre sólo
alcanza su realización definitiva cuando, en su totalidad y con el
mundo entero, recibe de Dios una nueva vida, es decir, que
únicamente se realiza plena y definitivamente en la resurrección de la
carne. En un proceso que se dilata durante mucho tiempo, y que no
podemos reconstruir ahora en detalle, se unen, pues, una serie de
imágenes griegas y judías para formar el marco representativo que
aun hoy caracteriza a la conciencia cristiana. Pero de este modo se
comprende también cómo en la conciencia de los creyentes la espera
de la resurrección fue pasando a un segundo plano y, en su lugar,
adquirió cada vez mayor relieve el retorno del alma a Dios. En cierto
sentido, la resurrección se convirtió en un apéndice superfluo del
acontecimiento auténticamente decisivo del encuentro del alma con
Dios en la muerte.
También en este punto ha iniciado la teología en los últimos tiempos
una importante tarea de revisión. Nos llevaría demasiado lejos
enumerar aquí todos sus argumentos. Pero sí aduciremos un
importante motivo de las recientes reflexiones teológicas y que es,
concretamente, el problema del cual es el auténtico significado que
hay que atribuir a la resurrección de la carne. Al afirmarla, ¿se
pretende decir que al final de la historia los restos humanos (huesos,
tendones y músculos) serán reintegrados por Dios a una nueva vida,
que se abrirán los sepulcros, que tendrá lugar la formación de un
nuevo cuerpo y que, de algún modo, este cuerpo será unido al alma,
la cual ya está con Dios en el cielo? En el fondo, ¿no son infantiles
estas imágenes, especialmente para nosotros, los hombres de hoy,
que sabemos perfectamente que, ya en nuestra vida terrena, al cabo
de algunos años no queda en nuestro cuerpo un sólo átomo que no
haya sufrido mutación? ¿Qué puede pretender significar la idea del
retorno a la vida de los huesos putrefactos del hombre en la tumba?
Evidentemente, no se puede entender de este modo. Muchos
teólogos se han preguntado por el sentido originario de la esperanza
en la resurrección y por el sentido del rechazo de la respuesta griega,
según la cual tan sólo el alma alcanzaría la plena realización. Como
hemos visto, el sentido era el siguiente:
1. Se pretendía expresar el hecho de que el hombre no alcanza su
realización por sí mismo, en virtud de su alma indestructible, sino
únicamente en virtud de una acción de Dios que, en cierto sentido, le
es dada al hombre «desde fuera».
2. No es un alma sin cuerpo la que emigra del mundo para hallar en
Dios su patria definitiva, sino que es el hombre entero, con todo el
haber de sus acciones, el que puede esperar su propia realización; y
200

el que, en la historia, llega a ser, en libertad, el mismo que al final


resulta ser en la muerte.
Si observamos atentamente esto, que es el verdadero propósito de
la afirmación de fe, veremos que la resurrección del cuerpo no posee
el significado de un milagroso acontecimiento último que afecte a los
restos mortales de huesos, piel y tendones, sino que la imagen de
esperanza que es la «resurrección del cuerpo» pretende expresar que
el hombre no alcanza su plena realización únicamente como «Yo»
espiritual ajeno a la historia, sino que, por el contrario, regresa a Dios
con su mundo y con su historia, con toda su vida.

«Cada cual tiene un mundo secreto, muy suyo,


donde se esconde el mejor instante,
donde se esconde la hora más terrible.
Pero nosotros no sabemos nada.

Y si un hombre muere,
muere también su primera nevada,
y el primer beso, y el primer combate...
Todo se lo lleva consigo».

Lo que el poeta ruso E. -Evtuchenko expresa aquí poéticamente, es


el verdadero contenido de la imagen de esperanza de la resurrección
del cuerpo. Su significado, como dice W. Breuning, es que «Dios ama
algo más que a las moléculas que en el momento de la muerte se
encuentran en el cuerpo. Ama a un cuerpo marcado por el cansancio,
pero también por la nostalgia insatisfecha de un peregrinar, a lo largo
del cual ha dejado muchas huellas tras de sí en un mundo que se ha
hecho humano en virtud de dichas huellas... Resurrección del cuerpo
significa que, para Dios, nada de todo ello ha sido en vano, porque él
ama al hombre. El ha recogido todas las lágrimas, y ni la más mínima
sonrisa le ha pasado inadvertida. Resurrección del cuerpo significa
que el hombre no recupera en Dios únicamente su último momento,
sino toda su historia». ¿Podemos hoy, pues, hacer mejor y más
adecuadamente comprensible el significado de la resurrección de
como pudo hacerlo la tradición anterior a nosotros, con su
representación burdamente sensible del abrirse los sepulcros y la
reanimación de los huesos de los muertos?
Antes de intentar una respuesta, hemos de tener muy claro que
estamos tocando aquí los limites de lo imaginable. Una vida más allá
de la muerte es, sin duda alguna, algo inaccesible a nuestra
experiencia. Supera todas las posibilidades del mundo y,
consiguientemente, también nuestra facultad imaginativa. Ya el mismo
Pablo desestimó (¡Necio!) la escéptica pregunta: «¿Cómo resucitan
los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida?» (1Co 15, 35),
reivindicando la absoluta novedad y, consiguientemente, la
imposibilidad de referirse ni aun analógicamente a lo que ha de venir.
Sin embargo, tal vez se pueda uno aproximar al sentido que se
intenta atrapar, recurriendo al modelo propuesto por L. Boros. Dicho
201

modelo consiste en lo siguiente: nuestro mundo evolutivo se


caracteriza por dos procesos contrarios que siguen dos movimientos
igualmente contrarios:
1. El movimiento de subida y de autosuperación. Es precisamente
característico y específico de un mundo evolutivo el que de un
«menos» resulte constantemente un "más"; de una realidad simple,
una realidad más compleja.
2. Pero el mundo evolutivo se caracteriza, además, por el
movimiento contrario de la entropía, es decir, el movimiento de
descenso, de gasto de energías, de consumición, de limitación.
¡Cuantas fases de la evolución no se habrán concluido, consumado,
antes de la aparición del hombre, en quien el desmedido desarrollo,
por así decirlo, se ha cerrado...!
Ambos movimientos de la evolución se pueden designar, en pocas
palabras, como interiorización ascendente de energía e,
indisolublemente ligado a ésta, como consumo descendente
(«entrópico») de energía externa. Y ambos movimientos se
encuentran también en la vida humana. Así como el mundo evolutivo
se estrecha y se consume y, de este modo, asciende hasta el hombre,
así también el hombre se consume en su vida y, de este modo, se
eleva al rango de persona madura. El hombre adquiere madurez
ampliando el horizonte de su conocimiento, despertando a la amistad,
a la difusión del amor, al dominio del mundo; en suma, conquistando
el mundo en sus múltiples ámbitos de relación. Todo lo cual hace que
nazca continuamente en él un «más»: mientras el hombre crece
realmente en el mundo, este, por su parte, crece en el hombre, se
interioriza en él. Por el hecho de entrar en relación con el mundo, el
hombre adquiere su propia madurez, su forma característica, su
personalidad. El hombre se hace maduro relacionándose con el
mundo, construyéndolo activamente y sufriendo pacientemente en él.
De este modo, el mundo se interioriza en el hombre.
Pero también a este proceso de interiorización del mundo en el
hombre se encuentra dialécticamente contrapuesto el movimiento
contrario: el movimiento de la entropía, del consumo de la energía
exterior. El hombre no se limita a madurar, sino que además envejece
y muere. Acabamos de decir que ambos movimientos, el movimiento
de la interiorización ascendente y el del consumo descendente de
energía exterior, están entre sí íntimamente relacionados. De estas
consideraciones, por lo tanto, puede extraerse ("extrapolarse") un
modelo representativo de la esperanza cristiana: en la muerte, el
hombre sufre la pérdida de la energía exterior, pero en ese mismo
momento su mundo (el mundo en relación con el cual se ha hecho
maduro) se interioriza a la vez totalmente en él; el hombre se ha
apropiado totalmente de un trozo de mundo.
Si esperamos que la muerte no ha de ser la realidad última, sino
que Dios otorga nueva vida mas allá de la muerte, podemos concluir
que esta nueva vida no concierne tan solo a una pura alma, a una
subjetividad puramente espiritual, sino a una persona total y concreta,
que ha llegado a ser lo que es a causa de su relación con el mundo,
202

mediante su vida corpórea en el mundo. Cualquier coyuntura histórica


y cualquier acto del hombre no han dejado su huella únicamente en el
mundo exterior, sino en él mismo, en su interioridad. Por eso, en la
constitución definitiva del hombre, alma y cuerpo están unidos para
siempre en nosotros: un trozo de mundo queda permanentemente
elevado en nosotros. Así como en las arrugas del rostro de un
anciano está inscrita toda su biografía, así también en el sujeto
humano están irrevocablemente impresas «su» historia y «su» mundo.
Cuando el creyente espera que tampoco en la muerte ha de
abandonarle Dios, sino que ha de darle, allí donde todo futuro parece
haber llegado a su fin, un futuro nuevo e inalienable, el futuro objeto
de esta esperanza no se refiere, por lo tanto, a un alma que emigra
del mundo, sino que se refiere a una persona, en cuya huella
concreta ha quedado para siempre inscrito, salvaguardado y
conservado el mundo. El hombre lleva en su muerte la "cosecha del
tiempo". Puesto que en la muerte no quedan cancelados el mundo y la
historia, sino que permanecen para siempre interiormente inscritos en
el hombre, la esperanza en la superación del límite que es la muerte
puede y debe caracterizarse como resurrección de todo el hombre y
no como indestructibilidad del alma.

5. ¿Resurrección en la muerte? RS/QUÉ-ES:


De las anteriores consideraciones se sigue que no tenemos por qué
seguir cargando con el peso de las diversas e ingenuas
representaciones de antaño. Ya no es preciso decir que en la muerte
el alma se separa del cuerpo y se reúne con Dios y que más tarde, al
final de la historia, al alma le seguirá, en cierto sentido, el cuerpo. Hoy,
por el contrario, podemos afirmar con muchos teólogos (tal vez con la
mayoría) que el cristiano espera que en la muerte tenga lugar la
resurrección. Resurrección no en el sentido de que el cuerpo vaya a
ser transformado; en cuanto cadáver carente de vida, el cuerpo es
sepultado en tierra. Resurrección del cuerpo no significa resurrección
del cuerpo físico o del cadáver; resurrección significa, más bien, que
en la muerte el hombre entero, con su mundo concreto y con su
historia, recibe de Dios un nuevo futuro. Este futuro no podemos
representarlo, porque únicamente conocemos las condiciones de este
mundo, que es finito, abocado al fracaso y encerrado en la nada. No
sabemos cómo es el futuro al otro lado de la muerte, pero tampoco
tenemos necesidad de saberlo. Y, sobre todo, no es preciso
considerar preceptivas las representaciones propias de una
concepcion del mundo ya superadas, que en su mayoría son hoy
ciertamente inaceptables.
La idea de que en la muerte tiene lugar la resurrección no sólo la
acepta hoy la mayor parte de los teólogos, sino que incluso se ha
introducido en textos "oficiosos" de la Iglesia. En el Catecismo
Holandés se afirma expresamente que «en la muerte se verifica ya la
resurrección». Lo mismo dice el Neues Glaubensbuch.
Esta misma concepción ha podido ya reflejarse en los nuevos textos
de la liturgia de las exequias, donde es posible observar que se evita
203

en lo posible recurrir a la palabra «alma». Ciertamente no es casual


que no se hable ya de «paz del alma», de «misa de alma», de "día de
las animas", etc.; la Iglesia eleva hoy sus oraciones por el hombre que
ha vivido en la fe y que ahora ha regresado en su integridad a Dios.
Pero, según este modo de entenderlo, ¿no se convierte la
resurrección en un acontecimiento puramente individual que siempre
tiene lugar únicamente en el hombre individual? ¿Qué ocurre con la
dimensión universal de la resurrección, tal como parece expresarse en
las imágenes bíblicas? Para responder a estas preguntas es preciso
no perder de vista dos cosas:
1. Mediante su obrar en la historia, el hombre no adquiere
únicamente para sí una "impronta" y una madurez definitivas; su
acción tiene además un efecto permanente e indeleble sobre la
historia: asume un significado irrevocable para el desarrollo mismo de
la libertad de los demás, de la comunidad humana. De este modo
seguimos viviendo definitivamente e irrevocablemente en la historia,
vinculados a ella, aun cuando hayamos encontrado ya un futuro
definitivo en Dios.
2. Lo que en la muerte del individuo, que ha encontrado forma
concreta en la historia, queda conservado en Dios, es una relación
con el mundo. Así como cada uno de nosotros deja permanentemente
su propia huella en la historia, así también cada historia individual
queda caracterizada, sustentada y totalmente penetrada de una
incalculable serie de factores e impulsos, a cuyo través otros han
impreso en nosotros su huella y, consiguientemente, se conservan
para siempre en nuestra forma concreta.
De donde se deduce que la resurrección no es un acontecimiento
individual que sirva para aliviar al que muere de la realidad histórica y
de la comunidad con los demás, sino que el difunto queda también él
vinculado de la manera más íntima al ulterior curso de la historia. En la
resurrección, por lo tanto, no quedan rotas las relaciones por parte de
ninguno de ambos «lados», sino altamente corroboradas. Para decirlo
mediante una imagen: sucede como con una sábana: se agarra tan
solo de una parte, pero se alza toda ella, porque cada uno de sus más
íntimos puntos está entretejido con todos los demás. Así también,
cada uno de nosotros «reconduce a Dios un fragmento del ser... Con
cada una de nuestras obras cooperamos (con las dimensiones de un
átomo, pero de un modo real) a edificar el pleroma (la consumación
de la realidad)» (·TEILHARD-DE-CHARDIN de Chardin). «Toda la
realidad creada, el mundo, a través de la muerte de las personas,
formadas de cuerpo y espíritu, y de las que el propio mundo es en un
cierto sentido su 'cuerpo', adquiere en un lento proceso su propio
carácter definitivo" (K. Rahner).
La resurrección, por consiguiente, no tiene nada de individual, sino
que forma parte de un proceso universal en el que individuo y
comunidad, historia y consumación, están y permanecen mutuamente
entrelazados; un proceso en el que toda la realidad encuentra su
plena realización en el amor.
204

6. Nada sucede en vano


Sobre la base de todo cuanto hemos dicho, resulta aún más claro lo
que significa «realización» y, sobre todo, lo que pretende decir San
Pablo cuando afirma que el amor es lo que durará eternamente. Todo
hombre, cuando regresa a Dios, no lleva consigo únicamente un alma
sin cuerpo, sino su persona toda, en la que está inscrito para siempre
lo que él ha realizado en el amor. El mismo es, por así decirlo, un
pedazo de amor encarnado. Esto es lo que retorna a Dios y lo que
-así lo esperamos- es acogido por Dios, de manera que por lo que se
refiere a muchas muertes, y por el hecho de que los hombres son
despertados poco a poco a la comunión con Dios, un "plus" cada vez
mayor de amor encarnado, por así decirlo, encuentra el camino para
llegar a Dios. En la muerte de los hombres llega a Dios algo que antes
no era, personas que han madurado abriéndose a la relación con este
mundo y que ahora son acogidas por Dios y están en comunión con él
y entre sí por toda la eternidad. En este sentido puede afirmarse -con
lo que anticipo algo de lo que vendrá a continuación- que el paraíso
no es otra cosa sino el amor, es decir, la relación recíproca entre Dios
y el hombre y entre los propios hombres que en su vida han sido
capaces de amar.
Esto, naturalmente, no se debe malentender: no somos nosotros los
que, con nuestro obrar, "construimos" el paraíso. La vida humana
sigue siendo fragmentaria, inacabada e imposible de completarse en
la historia. La maduración en el amor sólo se realiza, en el mejor de
los casos, de una manera parcial. Cuando llega a su término el tiempo
de nuestra vida, en ninguno de nosotros puede recogerse el fruto
maduro del amor. Por eso la muerte llega siempre demasiado pronto;
mejor dicho: en última instancia, la muerte pone de manifiesto que por
nosotros mismos no somos capaces de completar la vida y darle
plenitud de sentido. Por consiguiente, aquel que en la muerte llega a
Dios no es -por expresarlo mediante una imagen- un «ladrillo» que se
ha formado a lo largo de la historia para servir a la edificación de la
ciudad celeste de Dios, sino que es un preludio ejecutado a través del
amor, un abrirse, un recipiente abierto de par en par, susceptible de
ser colmado por la plenitud de Dios.

«Cuando muera,
Señor, vengo a ti porque he arado el campo
en tu nombre. Tuya es la cosecha.

Yo he creado este cirio. A ti te toca encenderlo.

Yo he construido este templo. A ti te toca habitar su silencio...


Yo he formado un hombre de acuerdo
con tus divinas lineas maestras,
para que pueda caminar.
A ti te toca hacer uso de este vehículo,
si ello sirve para glorificarte».
(A. de ·Saint-Exupéry-A)
205

La plena realización es y sigue siendo, pues, un don de Dios del


que no es posible disponer; un don que tiene ciertamente necesidad
de un "vehículo", y por eso presupone y lleva a su consumación todo
lo que ha sido realizado en la historia.

7. ¿La muerte como última decisión?


Si la muerte llega siempre demasiado pronto, si es propio de la vida
humana el que no pueda hallar plenitud de sentido en la historia
misma, entonces resulta extraordinariamente problemática la idea de
la decisión final, que en los últimos años ha sido afirmada por una
serie de filósofos y teólogos. Dicha hipótesis sostiene que en la
muerte el hombre toma una decisión libre y personal, en la que se
resume toda su vida, en favor o en contra de Dios. Con esta decisión
consigue el hombre su propia realización, toma definitivamente
posesión de sí mismo como persona. Por eso la muerte es «el acto
supremo del hombre, en el que libremente da a su propia existencia el
cumplimiento definitivo» (K. ·Rahner-K). Mientras que en la historia el
hombre siempre se realiza únicamente en la sucesión fragmentaria del
tiempo y en las parciales, ambiguas y oscuras condiciones del
entramado de actividad y pasividad, en la muerte se abre «la
posibilidad del primer acto plenamente personal del hombre; la muerte
es, pues, el lugar ontológicamente privilegiado de la adquisición de la
conciencia, de la libertad, del encuentro con Dios y de la decisión
sobre el destino eterno» (L. ·Boros-L).
Esta hipótesis ha encontrado un fuerte eco en muchos cristianos,
sobre todo porque, dado el presupuesto de que dicha decisión final se
toma en la muerte, ha parecido que ofrece también una plausible
posibilidad de salvación a los niños, a los disminuidos mentales, a las
personas no evangelizadas y a todos cuantos mueren en pecado
mortal.
Sin embargo, yo considero errónea esta hipótesis. No sólo porque
afirma algo que escapa completamente a nuestra experiencia, sino
también, y sobre todo, porque atribuye al hombre algo que se sitúa
más allá de la forma concreta de su vida, a saber, la posibilidad de
una decisión libre que le es escamoteada a la existencia histórica y
lleva a la vida humana a la plenitud de sentido ("decisión plenamente
personal"). De este modo, viene a concentrarse en la muerte el acto
vital decisivo, de manera que, frente a ella, todas las vicisitudes de la
vida pierden su significado. Y al mismo tiempo se pone en entredicho
la certeza de que el hombre jamas encuentra su identidad, la plenitud
de sentido de su vida, en virtud de la libertad, sino única y
exclusivamente como un don de Dios.
Para hacer resaltar la posibilidad de salvación para los niños no
bautizados, para los disminuidos mentales y para los no
evangelizados; para dar aún una posibilidad más en Dios a quien ha
muerto en evidente falta de fe o en pecado mortal; para dar incluso a
nosotros mismos, que por lo general vivimos nuestra existencia
cristiana en una gris mediocridad, la perspectiva de un último y
206

«radical» acto de fe, no es precisa ninguna hipótesis. La salvación de


todos los hombres no depende de una hipótesis, sino de la inequívoca
promesa del Evangelio de que la salvación de Dios es gracia libre y
aun los "obreros de la última hora" recibirán su «salario».
Podemos concluir, pues, que no es en la muerte, sino en la vida
misma, donde el hombre debe alcanzar la madurez del amor, a fin de
que llegue a ser un vehículo capaz de acoger las promesas de Dios,
de las que está escrito: «lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al
corazón del hombre llegó, (es) lo que Dios preparó para los que le
aman» (1 Cor 2, 9).

GISBERT-GRESHAKE
MAS FUERTE QUE LA MUERTE
LECTURA ESPERANZADA DE LOS "NOVISIMOS"
Sal Terrae Col. ALCANCE 21 Santander-1981. .Págs. 75-109

EL MORIR COMO ACCIÓN

1. Carácter personal de la muerte


La muerte es un acontecimiento que afecta al hombre. Ocurre bajo
el imperio de las leyes físico-químicas y biológicas. Es, por tanto, un
proceso natural al que el hombre está entregado sin poder
sustraerse.
PERSONALIDAD/QUE-ES: Pero como todo lo que afecta al hombre
está caracterizado por ser personal, también la muerte está con
máxima intensidad determinada por la personalidad del hombre.
Como hemos visto en anteriores ocasiones, la personalidad implica
dos cosas: autopertenencia, responsabilidad de sí mismo y finalidad
independiente por una parte, trascendencia de sí mismo hacia las
cosas, hacia el tú (comunidad) y hacia Dios, por otra parte. La
personalidad desde el punto de vista ontológico implica un elemento
inmanente y otro trascendente, y desde el punto de vista ético, la
fidelidad a sí mismo y la entrega a la comunidad, a Dios en último
término y definitivamente. Es una tarea continua e imposible de
cumplir perfectamente el realizar la fidelidad a sí mismo, es decir la
autoconservación, entregándose a sí mismo, y la entrega
autoconservándose. Esto significa que la fidelidad a sí mismo no
puede conducir a cerrarse frente al tú, especialmente frente al tú
divino, y que la autoentrega no puede conducir a la pérdida de la
mismidad en el mundo de las cosas o en la realidad personal.
MU/DOMINARLA: La muerte ofrece al hombre una posibilidad
especial de realizar su ser personal. La mortalidad significa, para el
hombre, una especial tarea. En ella hay una llamada a la mismidad
personal del hombre a hacerse consciente de ella y a dominarla
espiritual y anímicamente, es decir, a apoderarse de ella
conscientemente y ordenarla en el conjunto de la realización de la
vida.
Esta tarea le es impuesta al hombre durante toda su vida. Cuando
207

la cumple, se ejercita para el proceso del morir mismo. Este mismo


proceso dirige con gran energía a la mismidad personal del hombre
una llamada a penetrarla y configurarla anímico-espiritualmente.
Aunque el morir es primariamente un padecer que le sobreviene al
hombre, tiene que ser apropiado conscientemente por él si no quiere
abandonar su personalidad. La pasión se convierte así en acción. La
passio moriendi se convierte en actio moriendi.

2. La muerte como autorrealización MU/AUTORREALIZACION:


Además, hay que observar que toda acción humana que cumple el
sentido de lo humano está al servicio del autodesarrollo que ocurre
paso a paso dentro de la vida humana, en la fidelidad a sí mismo y en
la entrega al mundo y a Dios. La muerte representa la suprema
posibilidad intrahistórica para el autodesarrollo del hombre. Como
antes hemos visto, la muerte es el fin de la vida humana no sólo en el
sentido de una fecha, sino en el sentido de una fijación definitiva del
destino humano. Ofrece al hombre alcanzado por ella la última y más
importante posibilidad de determinar para siempre su destino.
Requiere al hombre para que lleve a fin definitivo lo que debió ocurrir
durante toda la vida, a saber, la autorealización en la
autoconservación y entrega de sí. La muerte exige, por tanto, que el
hombre tome postura de modo definitivo ante la totalidad de su vida.
El hombre sólo puede hacerlo cuando se entiende a sí mismo con
sobriedad y verdad, y reúne todas sus fuerzas poniéndose con
decisión concentrada a favor de sí mismo y por tanto de Dios. La
muerte regala, por tanto, al hombre la última y extrema ocasión
intrahistórica de su máxima realización.
Esta tesis se distingue esencialmente de la interpretación de la
muerte, antes citada, de la filosofía existencial. Esta tiene razón, sin
duda, cuando afirma que el hombre alcanza en la muerte la suprema
posibilidad de llegar a sí mismo. Pero comete un error esencial
cuando, como antes vimos, sólo le interesa de ello el cómo y no el
qué de la postura humana. Lo que interesa es precisamente el
contenido. Es de suma importancia saber si el hombre a la hora de la
muerte afirma a Dios o sólo se afirma a sí mismo negando y olvidando
a Dios.
MU/LLAMADA:El hecho de que en la posibilidad de autorrealización
abierta al hombre por la muerte haya la exigencia de ser fieles a sí
entregándose a Dios, se basa en que el hombre procede de Dios y es
por tanto semejante a El. Esta exigencia se profundiza por el hecho
de que en la muerte llega al hombre Dios mismo. Dios mismo se dirige
al hombre cuando se aproxima la muerte. La muerte es el medio por
el que Dios llama al hombre hacia sí. Es una llamada de amor y de
justicia a la vez, una llamada que Dios dirige al hombre en la muerte.
El hombre sólo entiende, por tanto, correctamente la muerte, si la
acepta como encuentro con Dios. Si no se abriera en la muerte con
incondicional disposición a Dios, no realizaría tampoco de modo
apropiado la fidelidad a sí mismo. El cerrarse a Dios le conduciría a la
definitiva pérdida de sí mismo.
208

El encuentro con Dios es un encuentro con el Padre por medio de


Cristo en el Espíritu Santo (Eph. 2, 18), encuentro por medio de
Cristo, que se entregó en su propia muerte al Padre, ofreciendo con
ello un sacrificio configurado por el Espíritu Santo (Heb. 9, 14)

3. Posibilidades ético-religiosas del hombre en la muerte


Aquí surge un problema de gran importancia existencial. Hay que
preguntar, en efecto, si a la hora de la muerte el hombre está en
posesión de las fuerzas espirituales y anímicas que necesita para
poder entregarse con vida concentrada a Dios. La muerte implica
precisamente la debilitación e incluso la paralización de las fuerzas
humanas. El problema se agudiza para los casos en que el hombre es
sorprendido por la muerte. ¿Tiene entonces tiempo de acordarse de
Dios? MU/PREPARACION:
Este problema tiene dos raíces, por así decirlo: una
psicológico-metafísica y otra psicológico-existencial. La primera parte
de la cuestión es si el hombre a la hora de la muerte, es decir, en un
estado en que desaparecen sus fuerzas y se hunde su conciencia,
posee la posibilidad interior de concentrarse una vez más, e incluso
más que en toda su vida, para ofrecerse a Dios con energías
concentradas. La segunda parte de la cuestión se refiere a si el
hombre en el momento de la muerte sólo puede realizar aquello para
lo que está preparado. No se entiende, sin más, que un hombre que
ha pasado su vida frente a Dios se dirija a El en el momento de su
muerte con intenso arrepentimiento y amor. La transformación de la
aversión y odio en amor perduradero sólo se podría entender como
fruto de una intervención especial de la gracia divina. Para que el
hombre pueda esperar que la muerte se le logre tiene que haberse
ejercitado para morir durante toda su vida. Este ejercicio implica una
acción análoga al morir. Puede ser descrita como distanciamiento del
mundo y entrega a Dios. La antigua Iglesia entendió sobre todo esta
distancia del mundo como ayuno, vigilia y continencia sexual. Una
posibilidad especial ofrece la enfermedad, presagio y precursora de la
muerte. En ella obliga y ata Dios al hombre. En su aceptación el
hombre obedece a Dios: renuncia a su movimiento en el mundo y deja
que Dios disponga de él. (ENFERMEDAD/MU:Como la enfermedad
sólo es signo de la muerte en general y no necesita presagiar la
muerte como un acontecimiento inminente, esto no impide que el
hombre no intente apartar la enfermedad como un mal. Corresponde
incluso a su misión en el mundo el hacerlo. Con ello sigue siendo
compatible la incondicional disposición para lo que Dios quiera y para
sus inescrutables designios.) Ya antes vimos que el distanciamiento
del cristiano frente al mundo no puede ser confundido con el odio
budista al mundo.
Por lo que respecta a la posibilidad psicológico-metafísica de
actividad humana en el momento de morir, se puede suponer que la
intensidad del alma humana se hace tan grande bajo la presión de la
situación de la muerte y bajo la iluminación de la gracia divina, que el
espíritu humano adquiere para su actividad una independencia
209

relativamente grande y posee, por tanto, una conciencia despierta a


pesar de la catástrofe de las fuerzas corporales.
El hombre no puede juzgar hasta qué punto llega él mismo a
poseerse en la muerte y elevarse en ella hasta la última y perfecta
figura. Sobre ello dirá la última palabra Dios mismo inmediatamente
después de la muerte. Pero si el hombre queda por detrás de su total
entrega a Dios, Dios mismo le concederá más allá de la muerte la
posibilidad de recuperar lo desperdiciado. El hombre se convierte
definitivamente en ser que ama, si entra en la muerte en el sentido
que Dios quiere. Sin embargo, no puede alcanzar ninguna seguridad
de que el amor alcanzado y realizado por la muerte esté también
completamente purificado. La Extremaunción (UNE) le da
capacidades especiales para ello. Pues le consagra para morir y para
dominar la muerte haciéndole semejante a Cristo, ya que éste fue
consagrado por la muerte para el cielo.

LA ACTITUD HUMANA FRENTE A LA MUERTE EN SUS ACTOS


CONCRETOS: MU/ACTITUDES

1. Obediencia MU/ADORACION
MU/OBEDIENCIA:MU/ACEPTACION
La actividad humana en el proceso de morir puede ser descrita de
muchos modos. En primer lugar implica la obediencia a Dios, el Señor,
que tiene un poder último e incondicional y un supremo derecho para
disponer de los hombres. Esta obediencia tiene que ser entendida
como participación en la obediencia con que Cristo dijo: Padre, no se
haga mi voluntad, sino la tuya (/Mt/26/39). Quien es obediente de
esta manera se deja aprisionar incondicionalmente por Dios y
renuncia con ello a toda voluntad propia y a toda autonomía.
Entonces es rendido a Dios el honor que le conviene, el honor de ser
el Señor de modo incondicional y radical. Sólo en Cristo y por Cristo
es posible tal honor de Dios (cfr. el final del canon de la misa). Quien
tiene tal disposición de ánimo permite que el reino de Dios se instaure
en él. Deja que nazca en él el reino de Dios. La muerte es, por tanto,
la suprema posibilidad de edificar el reino de Dios. A la suprema y
extrema posibilidad de honrar a Dios por parte do las criaturas la
llamamos adoración. En la muerte ocurre, por tanto, lo que ocurre
siempre que el hombre encuentra a Dios del modo debido: adora a
Dios. En la muerte ello ocurre del modo más puro y fidedigno. La
seriedad de la adoración sufre en ella su más dura prueba. En la
adoración el hombre se somete a Dios no porque frente a él la
opresiva prepotencia de Dios no deje lugar a otra elección, sino
porque la dignidad y santidad de Dios es frente a él equitativa y recta.
Dios no emplea su poder externo contra el hombre, sino que hace
valer en él su voluntad de amor por esencia santa, justa y
omnipotente. Lo hace sin violentar al hombre, de forma que no lo
arroja al polvo, sino que le concede la posibilidad de decidir
libremente. La muerte es la última y más urgente llamada a la
adoración. Como la adoración es el verdadero sentido de la vida, la
210

muerte es dentro de la vida de peregrinación una posibilidad


privilegiada de realizar el sentido de la vida.

2. Expiación y satisfacción
El reconocimiento de Dios implica el reconocimiento de su santidad.
A la visión de lo santo se une el conocimiento y confesión de la
humana pecaminosidad. Como el hombre es pecador, es justo que
tenga que morir. Cuando se entiende convenientemente, se acepta la
muerte, por tanto, con disposición de penitencia y expiación. Se
interpreta como participación en la expiación que ocurrió por la Cruz
de Cristo. Ante la Cruz se dice: pertenezco propiamente a la Cruz,
pues yo fuí culpable de lo que fue expiado en la Cruz. Por el pecado
eché a perder la vida. Quien entiende la relación de pecado y muerte,
de santidad divina e impureza humana acepta la muerte como lo que
le corresponde, por haberse rebelado contra Dios que es la vida. En
la muerte se devuelve a Dios el honor que le fue quitado en el
pecado. Este proceso puede verse desde dos puntos de vista: desde
arriba y desde abajo. Por una parte Dios mismo se toma el honor
debido al apoderarse del hombre, poner sobre él su mano, y
revelarse a sí como Señor. Por otra parte, quien resiste la muerte
convenientemente regala a Dios el honor que antes le había quitado
por su pecaminosidad y egoísmo.
En la muerte puede dar honor a Dios en nombre propio y en
nombre de los demás. Su muerte tiene, por tanto, un sentido
individual y otro social. El cristiano debe tener el anhelo de dar a Dios
el honor que le es debido en nombre de los demás. Pues ve en los
demás no extraños y lejanos ante quienes puede pasar indiferente,
sino hermanos y hermanas por quienes Cristo entregó su sangre
como precio de compra. Se sabe, por tanto, solidario de ellos y se
hace responsable de toda la comunidad de los redimidos por Cristo.
Se esforzará, pues, por dar a Dios el honor y el amor que le debe la
comunidad de hermanos y hermanas en que vive. Cuando uno u otro
miembro de esta comunidad se canse de honrar a Dios y se olvide de
ello, en el cristiano vigilante y despierto nacerá con tanta más
urgencia el deseo de hacer él mismo lo que hay que hacer y no se
hace por omisión de los demás. Una posibilidad privilegiada para ello
ofrecen las tribulaciones y dolores de la existencia, en las que siente
la mano de Dios y se somete a El. Por eso puede alegrarse en sus
padecimientos. Sin embargo, la suprema posibilidad es la muerte. Al
reconocer en la muerte a Dios como Señor que tiene derecho a
disponer de la vida humana, rinde homenaje a Dios de la manera más
perfecta y no sólo en propio nombre, sino también
representativamente en nombre de los hermanos y hermanas. Sólo
puede hacerlo cuando en su corazón actúa el amor de Cristo que es
la cabeza de todos.
MÁRTIR:MU/ACTITUD-SOCIAL:La máxima expresión de este
hecho es la muerte del mártir. El mártir muere en nombre de la Iglesia
y honra con ello a Dios en nombre de todos. Su obra expiatoria se
convierte en expiación de todos. Erik Peterson dice en la explicación
211

de la Epístola a los Filipenses (Der Philipperbrief [1940], 30; cfr.


también E. Peterson: Zeuge der Wahrheit, 1937): "La gracia del dolor
concedida a los testigos de Cristo en la hora del martirio es
compartida también por la Iglesia. La Iglesia, que participa en la gracia
del mártir, participa también en el amor del mártir, en el fuego del
Corazón de Jesús, de forma que ocurre una sobreabundancia de
amor en la historia." De modo menor vale esto de toda muerte
cristiana. La muerte tiene, por tanto, alcance no sólo individual, sino
social. Pues quien muere como cristiano muere como miembro de la
comunidad cristiana. Cada muerte individual es una muerte del
organismo.

3. Penitencia
a) La penitencia que hace quien recibe la muerte convenientemente
significa un comportamiento opuesto al pecado. El pecado es siempre
la entrega desordenada al mundo como que fuera Dios. Por tanto, la
penitencia implica siempre un abandono del desordenado amor al
mundo, que no es más que egoísmo.
b) En el morir realiza el hombre la distancia del mundo sin la que no
hay amor al mundo conforme al espíritu de Cristo. Las buenas obras
que conoció la antigua Iglesia, ayuno, vigilia, continencia, son
precursoras del último alejamiento del mundo ocurrido en la muerte.
San Pablo exige crucificar la carne (Gal. 5, 24). Tampoco esta
distancia del mundo, como todas las demás del cristiano, es un
desprecio del mundo, como lo es el distanciamiento de los budistas,
sino que es verdadero amor al mundo, aquel amor que ve el mundo
desde el punto de vista de su figura futura, y considera su figura
actual como algo transitorio. El hombre en la muerte rechaza el
mundo, pero no porque no quiera saber nada de él, sino porque cree
que no vale la pena meterse en el mundo definitivamente. Se despide
de él y de los hombres porque con ello quiere confesarse
incondicionalmente a favor de Dios como último y supremo valor,
como vida verdadera y propia, como supremo tú, a la vez se hace
capaz de un nuevo amor al mundo. Cfr. E. Peterson: Marginalien zur
Theologie, 1956, 65-78.
c) Quien se aparta del mundo se aparta de su figura externa. Pero
esta especie de abandono del mundo no significa ninguna separación
del corazón, pues en el amor con que el hombre se dirige a Dios
dispuesto a todo está también incluido el mundo amado por Dios. Por
tanto, cuando el hombre entra en la muerte entregándose
incondicionalmente a la voluntad de Dios, acoge en el movimiento de
su corazón a las cosas y hombres creados por Dios, especialmente a
los que están unidos a El. Tal movimiento hacia Dios y la ordenación
en él de los hombres y cosas amados es acogido en un movimiento
mayor y más amplio: el que muere entra en el movimiento que Cristo
cumplió en la cruz. Por la entrada en el movimiento del Señor ante el
rostro del Padre adquiere el morir del cristiano significación salvadora
para el mundo. La muerte del cristiano tiene, por tanto, fuerza
cósmica.
212

d) Este hecho se hace todavía más claro si recordamos una idea ya


antes dicha. El mundo es salvado cuando se honra a Dios y perece
cuando se le niega a Dios el honor. Por tanto, si la muerte significa el
máximo honor de Dios, es una acción salvadora. Que la muerte del
cristiano se hace continuamente activa en la historia lo debe a la
acción salvadora que Cristo realizó al morir. Así se entiende que San
Pablo escriba a los Colosenses (1, 24): "Ahora me alegro de mis
padecimientos por vosotros, y suplo en mi carne lo que falta a las
tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia." La muerte se
convierte así en tarea por los hermanos y hermanas, por la Iglesia,
por el mundo. El último servicio al mundo a que todos estamos
llamados se cumple de modo supremo en la hora en que nos
apartamos radicalmente del mundo.

4. La muerte como amor MU/A-D:


Cuando Dios llama al hombre en la muerte lo llama hacia su propia
vida. La llamada es una llamada de amor, del amor que no puede
soportar que el amado siga viviendo pobre y en miseria, en angustia y
preocupación, del amor que anhela la presencia del amado. La
llamada del amor tiene, sin duda, la incondicionalidad obligatoria
propia de todas las palabras de Dios. Pero en esta incondicionalidad
se dirige al hombre el amor salvador y plenificador. La respuesta
verdadera a ella es el amor del llamado. La muerte es, por tanto,
simultáneamente obediencia y amor encarnados. Lo es todo en una
sola cosa: es amor obediente y obediencia amorosa. El amor
encarnado en la muerte tiende a la unión con Dios. La muerte es
sentida como vuelta a la casa del Padre. El amor realizado en ella es,
por tanto, una realización del amor con que Cristo clamó en la cruz:
"Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (/Lc/23/46). Acepta lo
que San Pablo dijo de la muerte: "Anhelo disolverme y estar con
Cristo." Se siente empujado a clamar: "Ven, Señor Jesús" (I Cor. 16,
22; Apoc. 22, 20, Doctrina de los doce Apóstoles 10, 6). Anhela la
manifestación del Señor (I Cor. 11, 26). Tales actitudes ante el morir
sólo son accesibles a quien entiende y quiere su muerte como
participación en la muerte de Cristo.

5. Preparación para la muerte


Para ello se necesita un ejercicio durante toda la vida, pues a la
hora de morir suele faltarle al hombre la fuerza y atención necesarias
para la realización de tales disposiciones de ánimo.
Sólo quien se esfuerza y está dispuesto de antemano y
continuamente a aceptar la muerte como penitencia y expiación en
obediencia y amor tendrá la fuerza necesaria para ella en la hora de
la seriedad, que es una hora de debilidad. La preparación para la
muerte consiste en que el hombre realiza continuamente en su
disposición de ánimo su participación en la muerte de Cristo fundada
en el bautismo. Ello ocurre en el abandono del egoísmo y
mundanidad, en la aceptación de las tribulaciones y sufrimientos, de
las enfermedades y dolores, que son los mensajeros de la muerte.
213

Quien se desprende de las cosas de este mundo entregándose a sí


mismo a Cristo y las confía a Dios realiza un continuo morir. Hace lo
que San Pablo exige a los cristianos: crucifica su carne con sus
placeres (Gal. 5, 24). El apartamiento del mundo se une con la
esperanza en Cristo, con el anhelo de encontrarse con El. Quien
acepta previamente la muerte no huye de las tareas del mundo. Está
entregado al presente y vive, sin embargo, orientado hacia el futuro.
Toma en serio cada momento y su respectiva exigencia y, sin
embargo, está tan lleno del Cristo futuro, que es capaz en cada
momento de bendecir lo temporal, es decir, de entregarlo a Dios y
ponerse a su disposición (H. E. Hengstenberg: Einsamkeit und Tod,
1936).
Para él es la muerte el gran paso de salida de este mundo, para el
que se ha ejercitado ya con muchos pasos pequeños. La hora de
morir es para él una hora feliz porque es el cumplimiento de las
esperanzas y garantías anteriores. Puede, por tanto, repetir la
palabra del Señor y decir con El: Todo está consumado (Jn 19, 30).

6. Angustia y confianza MU/ANGUSTIA:MU/CONFIANZA:


a) La revelación de Cristo da una sobria visión de la muerte. No la
sumerge en el esplendor irreal de un acontecer mágico o fantástico. A
su luz recibe su gravedad y amargura que en último término le viene
del pecado, que fue lo que la causó. El consuelo que la revelación
ofrece en vista de la muerte no oculta lo horrible y terrible de ella, sino
que lo descubre en su desnuda mostruosidad para ayudar después a
soportarlo y superarlo. El cristiano penetra en la muerte
confiadamente, porque más allá de sus dolores ve surgir la vida
eterna. Pero entra en ella con el acorde anímico con que el hombre
se encuentra siempre con lo terrible: el acorde de la angustia. En
cierta manera es el modo objetivo y verdadero de portarse ante la
muerte, ante la aniquilación, ante el no ser, ante el perecer de las
formas terrenas de existencia, ante el inevitable e inexorable final.
La mirada hacia el fin de la existencia vital no es la razón más
profunda de la angustia. También el fin inminente de la vida corporal
puede llenar de horror al hombre. Pero este horror no es el mayor.
Con más fuerza aterroriza al hombre la posibilidad de que detrás de la
muerte se apodere de él la nada, de que la vida se convierta en puro
absurdo. Para los paganos que nada saben de Dios la angustia no
puede calar muy hondo. Ante el cristiano se abre, sin embargo, un
abismo todavía más profundo. La razón última de la angustia que
siente el cristiano ante la muerte está en que la muerte es el sueldo
del pecado. En su horror ve surgir la faz del pecado. La angustia ante
la muerte es, por lo tanto, en definitiva, angustia ante el pecado y
ante la revelación de su terrible figura por el juicio de Dios, que
descubrirá todo lo malo. Es la angustia ante la lejanía de Dios y, por
tanto, ante el absurdo más extremo. A la vista de la muerte le acosa al
hombre esta cuestión: ¿Se revelará mi lejanía de Dios o mi proximidad
a Dios? En la muerte siente el hombre que es un pecador, un
condenado, y le acosa la idea: ¿Estoy en gracia de Dios de nuevo?
214

¿Soy tal que pueda ser agraciado por El?


b) Quien está unido a Cristo en la fe y en el amor no será
atormentado y atribulado por esta cuestión hasta el punto de que
tenga que entrar en la muerte con temor y temblor. En su angustia
están incluidas la esperanza y la confianza y en tanta mayor medida
cuanto mayor sea el amor. Así podrá soportar la angustia.
Pero la angustia sólo puede callar en los corazones abrasados por
el amor de Dios y no alejados de El por ningún resto de egoísmo.
Creemos que María murió la muerte como pura muerte de amor. No
sabemos si aparte de ella hubo algún hombre capaz de tal muerte.
Quien no está totalmente penetrado con el amor a Dios será acosado,
si no ha ensordecido ya, no preguntando nada ni teniendo vivencia
alguna ante la muerte, por la preocupación de que sean descubiertas
sus debilidades, ya que hasta el hombre más perfecto las tiene. Tal
preocupación se mezcla también en el anhelo del cristiano por volver
a la casa del Padre. Cuanto más se aproxima el último paso hacia la
gloria de Dios, tanto más claramente siente el hombre su oposición a
Dios. Pues cuanto más se le acerca Dios, tanto más aprende a
medirse, a medir su insuficiencia e impureza con la medida de Dios.
Entonces puede parecerle terrible y doloroso lo que mientras vivía la
vida humana le pareció mínimo o indiferente. Así se entiende que una
santa con la fuerza de entrega de Teresa de Lisieux
(TEREN/MU) se alegrara cuando sintió el primer signo de la muerte inminente y, sin
embargo, fuera invadida de una profunda y
devoradora angustia cuando vio la muerte junto a sí. En la Edad
Media se expresa perfectamente esta unión de preocupación y
confianza en el himno al sol de Francisco de Asís: "Alabado seas,
Señor mío, por nuestra hermana la muerte. Ningún ser vivo puede
librarse de ella." Pero inmediatamente después dice: "¡Ay de aquellos
que mueren en pecado mortal!" El hombre tiene motivos para
angustiarse ante la muerte en la medida en que sobre él impera el
pecado. Y superará la angustia ante la muerte en la medida en que
haya dado paso al amor (1 Jn 4, 18).

c) El hombre no puede librarse de ella por sus propias fuerzas,


porque de suyo no puede entrar y sumergirse en el fuego del amor
divino. Es pura gracia de Dios que el amor llegue hasta el sentimiento
y disposición de ánimo del hombre e inunde de tal forma ese estrato,
que la angustia apenas tenga en él puntos de apoyo.

d) Al cristiano no le es permitido huir de la angustia de la muerte


más que por el amor y la confianza, y no por el adormecimiento y
olvido de la muerte y de sus signos. Con ello caería en contradicción
con su unión a Cristo. Pues la angustia de la muerte es una parte de
su participación en el destino de Cristo y tiene que soportarla con la
obediencia y confianza con que Cristo la aceptó. Es, en efecto,
participación en la angustia mortal de Cristo. En la angustia de Cristo
ante la muerte se hace visible la razón última de la angustia del
cristiano: es el pecado que Cristo tomó sobre sí para apartarlo en su
215

muerte de la humanidad. Del mismo modo que la pasión del Señor se


completa en la pasión de sus discípulos, su angustia ante la muerte
se completa en la angustia de los cristianos ante ella. La huida de ella
significaría, por tanto, que el hombre se cierra al sentido de la muerte,
que se endurece frente a Dios, que en la muerte le llama por Cristo y
en el Espíritu Santo ante el juicio de su amor. La indiferencia y
sordera frente a la muerte serían, por tanto, indiferencia frente al
Padre celestial. Despreciar la muerte en sentido propio sería un
desprecio objetivo a Dios.

e) El pagano que no conoce a Dios ni al pecado puede despreciar


la muerte. Sólo conoce el aspecto superficial y biológico de la muerte.
El hombre tiene que intentar enfrentarse con el dolor biológico y el
final biológico sosegadamente. El poeta Marcial (Epigramas, II, 47, 30)
dice: "No debes ni desear ni temer el último día." Pero el cristiano que
sabe que en la muerte viene Dios a él no debe enfrentarse con la
muerte despectiva e indiferentemente, sin atención e ignorándola,
porque se enfrentaría despectivamente con Dios que es el juez y el
amor. Esto sería degradar a Dios y ensoberbecer al hombre. El
hombre mantendría así incluso en la hora de su muerte su hybris
antidivina, su radical autonomía que no quiso someterse a Dios
durante la vida. La muerte sería para él la última y suprema
posibilidad de endurecerse frente a Dios. Tal posibilidad se cumpliría
para siempre en la muerte.

f) Es instructivo que Cristo no nos exija morir sin angustia. No nos


anima a tal cosa, aunque muchos preceptos suyos parezcan
exigencias al sentimiento natural. Nos manda más bien -lo cual es
especialmente instructivo en nuestro caso- no tener angustia ante los
peligros e inseguridades de la existencia del mundo. Nos exige
superar la angustia puramente biológica ante la muerte. El miedo
nacido de la omnímoda amenaza de la vida debe ser vencido. "No os
inquietéis por vuestra vida, sobre qué comeréis, ni por vuestro
cuerpo, sobre con qué os vestiréis" (/Mt/06/25). Su exigencia se eleva
incluso a la siguiente altura: "No tengáis miedo a los que matan el
cuerpo, que al alma no pueden matarla" (/Mt/10/28).
Tal exigencia no nace de la ceguera ante los múltiples y violentos
peligros de la vida terrena. Al contrario, Cristo quitó todos los velos
que pudiera esconder al hombre los abismos de la inseguridad. El
hombre tiene que contar con que puede ser matado. A los ojos de
Cristo eso no es un peligro de excepción, sino que es una continua
amenaza. Con ello revela Cristo a los hombres su máximo peligro.
Quita todas las seguridades intramundanas. No consuela con gestos
fáciles, sino que descubre todos los horrores. Tampoco promete
ninguna aportación contra ellos. Al despedirse no da, según el
testimonio del Evangelio de San Juan, ninguna promesa para la vida
terrena (lo. 14, 1). Sin embargo, exige no tener angustia alguna ante
los peligros de este mundo, exigencia apenas soportable para el
hombre que piense mundanamente y confía en las seguridades
216

mundanas. Sobre este fondo se destaca tanto más oscuro el precepto


de tener miedo ante un acontecimiento: ante el encuentro con Dios
juez (Mt. 10, 28). También el cristiano debe conservar y soportar esa
angustia. Precisamente él la tendrá, el infiel no conoce a Dios y nada
sabe del peligro que implica encontrarse con El. Cierto que tiembla
justamente en los casos en que el cristiano no debe temblar. Pero
aunque es mandado tener miedo ante Dios, inmediatamente se
manda también no ser víctimas de esa angustia ni ahogarse en ella
(lo. 14, 1-4). El precepto de temer a Dios se une a la llamada de
levantarse desde el abismo de la angustia a la confianza en Dios.
"Confiad en Dios, y confiad en Mí" (/Jn/14/01), dice Cristo a sus
discípulos a la hora de despedirse para sacarlos de su estado de
paralizante angustia. La confianza a que les llama está fundada. A su
vista aparece la muerte de Cristo y la suya propia, pero la muerte se
convierte para ellos en camino hacia el Padre. Este camino es viable,
pues Cristo lo abre en su muerte. Quien está unido a Cristo conoce la
muerte como un camino hacia la Patria y puede recorrerlo. Sabe que
esperará más allá de la muerte. Allá tiene preparada una morada (lo.
14). Allí le está preparado, por tanto, lo que le fue negado en la vida
terrena: plenitud y seguridad de vida. Cristo prometió ambas cosas no
para la vida dentro de la historia humana, sino para la vida más allá
de la existencia terrena. Quien oye y acoge esta promesa puede,
confiando en ella, soportar y superar la angustia ante el juicio de Dios
que ocurre en la muerte. Y así "la rigidez de la angustia se convierte
en el temblor de la espera: el Señor vendrá" (J. Goldbrunner, op. cit.,
42).
Quien espera no se deja, por tanto, seducir para olvidar el abismo
de la muerte cerrando los ojos y defenderse de su horror por
apartamiento y adormecimiento de la conciencia. Creerá más bien
que desde el abismo de la angustia le busca una mirada, que es
invisible, pero que sabe que está dirigida a él, tratará de cogerse a
una mano, imperceptible, pero presente, en las tinieblas; se confiará a
un corazón cuyo latido no puede oír, pero que, sin embargo, está
vivo. Mientras que el hombre que se abandona a la angustia busca
seguridad y cierra su yo en su voluntad de seguridad, quien confía
abre su corazón y deja que fluya en él el amor de Dios. Cuanto más
dispuesto esté para Dios, con tanta mayor fuerza podrá resistir la
angustia en la confianza y en el amor. San Juan se refiere a la
llamada de Cristo a confiar en el Padre y en El mismo cuando dice:
"En la caridad no hay temor, pues la caridad perfecta echa fuera el
temor; porque el temor supone el castigo, y el que teme no es
perfecto en la caridad" (I lo. 4, 18). ¿Y quién podrá alcanzar este
amor perfecto durante la vida? Supondría la plena falta de pecado.
Pero San Juan sabe que ningún mortal medio llega a ello. Si lo
afirmara, caería en la sospecha de ser un mentiroso y de engañarse
a sí mismo y a los demás (I lo. 1, 8). Por tanto, a la vista de la muerte
sólo queda la confianza y la esperanza en que cada uno se dirige a
Dios. Con estas fuerzas se puede resistir la inevitable angustia ante la
muerte.
217

7. Falsos intentos de seguridad MU/FALSA-SEGURIDAD


a) Del mismo modo que el hombre sólo puede llegar a dominar
perfectamente la muerte mediante un ejercicio que dure toda su vida,
también a la última y suprema obstinación contra Dios conduce una
línea recta desde la vida: la locura de seguridad en que el hombre
cree no necesitar de Dios, sino poder ayudarse a sí mismo en todo.
Se agarra a la tierra y lo espera todo de ella, de la posesión terrena,
del poder, del placer; por ella vive como que no fuera a vivir
eternamente y no fuera a morir. Expulsa de su vida la muerte y todo lo
que se la recuerde. Aun cuando tropiece con ella no la refiere a sí
mismo, sino a los demás. Los hombres se acunan en la ilusión de que
"su casa durará una eternidad, que subsistirá perpetuamente su
morada y pondrán sus nombres a sus tierras". Es una locura. "Pero el
hombre, aún puesto en suma dignidad, no dura; es semejante a los
animales, perecedero. Tal es su camino, su locura; y, con todo, los
que vienen detrás siguen sus mismas máximas" (/SAL/049/13[48] y
sigs.; cfr. /Lc/12/20). El salmista pide a Dios que le destruya esta falsa
seguridad (/SAL/039/05 [38]): "Dame a conocer, ¡oh Yavé!, mi fin y
cuál sea la medida de mis días; que sepa cuán caduco soy." En la
engañadora seguridad con que los hombres intentan sustraerse a la
muerte caminan como sombras.

b) En la embriaguez de vida del renacimiento y del barroco pudo


acallarse así la angustia de la muerte. Encontramos la glorificación de
la muerte olvidada de Dios siempre que el hombre no cree encontrar
al morir un Dios personal: en la concepción panteísta de Dios y en la
filosofía finitista de la actualidad. En la atmósfera panteísta del
romanticismo, por ejemplo, la muerte es saludada como libertador de
la prisión de la existencia individual y temporal y como tránsito hacia el
universo impersonal. El anhelo de universo se convierte en anhelo de
muerte. En Nietzsche la muerte se convierte en la suprema posibilidad
de la libertad humana. No es opuesta a la vida, sino que es su mayor
culminación. Pues en la muerte el hombre se muestra como el más
viviente, supuesto que muera bien, que muera no la muerte natural, la
muerte del cobarde, sino la muerte libre que le ocurre al hombre
cuando quiere y como quiere la muerte, que él mismo se da. Quien
muere así es un santo negador de la vida cuya altura y límites ha
alcanzado. Parecidas alabanzas retóricas a la muerte resuenan en la
obra de Ricardo Wagner. La muerte posee para él un sello
embriagador y dionisíaco. Desde entonces no ha enmudecido la
mística extática de la muerte. También en la concepción filosófica de
la muerte de Rilke encontramos un resultado emparentado con la
comprensión romántica de la muerte. La muerte es el punto
culminante de la vida. Por eso es familiar como la tierra. "Te quiero,
amada tierra. ¡Oh! No necesito, créelo, / más primaveras tuyas, una, /
una sola es ya demasiado para la sangre. / Me he decidido por ti
indeciblemente desde hace mucho. / Siempre tuviste razón y tu santa
ocurrencia es la muerte familiar e íntima" (Duineser Elegierz, 9).
218

Parecidos tonos percibimos también en Jaspers (Existenzerhellang,


pág. 225).
En realidad el hombre nunca consigue procurarse un perfecto
sentimiento de seguridad. A pesar de todas las seguridades
superficiales no está libre del más íntimo desasosiego. Se manifiesta
"en la renovada elección y cimentación de los bienes (carnales), en la
ganancia creciente de dinero, honor y poder, porque este aumento
parece ser idéntico con una ganancia más abundante en seguridad.
Pero por cierto que sea que este desasosiego siempre está animado
de la esperanza de que por la adquisición de esos bienes satisfago o
puedo satisfacer mi vida, hay desasosiego al fondo de la seguridad.
Por eso, vista desde esta perspectiva, también la intranquilidad
fáustica es seguridad: es querer vivir sin muerte (Thielicke, o. c., 172).

c) Este sentimiento de seguridad penetrado de desasosiego en el


que no hay auténtica angustia ante la muerte es culpable. San Pablo
dice de los paganos (Rom. 1, 18 y sig.) que no tienen conocimiento
alguno de Dios porque reprimían tal conocimiento y caían en un
consciente o inconsciente apartamiento del Dios vivo. No hay, por
tanto, ninguna auténtica ignorancia de Dios. Ni tampoco hay auténtica
ignorancia del sentido de la muerte. Donde parece existir es fruto de
un no querer reconocer el sentido de la muerte, de la huida de la
muerte intentada por todos los medios, del ensordecimiento del
espíritu y del corazón ante su terrible llamada.
Por lo demás, cuando la muerte cae sobre el hombre y destruye su
falsa seguridad, éste ya no es capaz de la auténtica angustia, que es
una participación en la angustia mortal de Cristo y puede ser
soportada creyendo en El. Entonces, o cae en la abierta
desesperación o reprime también la desesperación y se endurece en
una obstinación luciferina. Cuando la obstinación le libera de la
excitación del ánimo, nace la fría calma de la muerte de todos los
movimientos del corazón que tienden hacia Dios. En él se ha
separado el hombre plenamente de Dios e intenta alcanzar una vida
independiente y cerrada en sí. En tal estado de calma el hombre está
muerto para Dios y Dios está muerto para él. Pero más allá de la
muerte esa calma se convertirá en máximo desasosiego.
Si el más profundo sentido de la muerte consiste en ser un
encuentro del hombre con Dios, la muerte es un proceso entre Dios y
la persona humana. Interesa inmediatamente a quien afecta. El morir
ocurre en la soledad del tú divino y del yo humano. En la muerte el
hombre es remitido a sí mismo. Tiene que superar la muerte y el
encuentro con Dios que en ella ocurre por sí mismo y, en definitiva,
solo. Así se hace consciente de sí mismo. Es su propia mismidad lo
que ve en su verdadera figura al morir, y no otra cosa. En este
encuentro con Dios el hombre no puede ser representado por ningún
otro. MU/SOLEDAD:Nadie puede robarle a otro la muerte. No puede
sumergirse en la masa para no ser visto. Aunque en su vida jamás
haya podido estar solo ni se haya soportado a sí mismo, aunque haya
219

estado siempre perdido en las distracciones y en la opinión pública


para no tener opinión propia y no tener que decidir por sí mismo, en
la muerte es el individuo quien es llamado por Dios, quien tiene que
presentarse a El para tener que sufrirla él solo, no soportado ni
protegido por los demás. Tiene que hablar y contestar por sí solo,
aunque no lo haya hecho en toda la vida. Nadie puede hacerlo por
otro. En la muerte se revela y realiza la unicidad e insustituibilidad del
hombre. Al recto comportamiento frente a la muerte corresponde
estar dispuesto a presentarse ante Dios como individuo.
Dentro de las posibilidades de este mundo no hay ningún medio de
privar a la muerte de su soledad. Pero desde Dios hay una posibilidad
de resistirla. Del mismo modo que el verdadero misterio de la
existencia consiste en que el cristiano es dominado por el yo de Cristo
conservando, sin embargo, su propia mismidad, el misterio de la
muerte cristiana consiste en que el hombre muere como individuo
realizando, sin embargo, en su muerte la muerte de Cristo. Participa
en la muerte de Cristo y en esa participación muere, sin embargo, su
propia muerte. La unión con Cristo no hace, a pesar de su intimidad,
que su yo se funda con el yo de Cristo, pero le ayuda a superar la
radical soledad del yo. A ello se añade la unión de los cristianos con
los ángeles y todos los miembros del Corpus Christi mysticum en la
comunión de los santos. La Iglesia invoca también a los ángeles y
santos para que conduzcan al que muere a la presencia de Dios.

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 1961.Pág. 393-412

LA MUERTE: DESTINO HUMANO Y ESPERANZA CRISTIANA

Introducción

QUIEN SE ACERQUE hoy a la temática de la muerte habrá de


comenzar evocando la trayectoria en zigzag que el binomio
muerte-inmortalidad ha descrito en los últimos tiempos. De la
persuasión cuasi unánime en una sobrevida, vigente hasta el siglo XIX
y sus «maestros de la sospecha», se pasó a una convicción
antiinmortalista, mayoritaria primero en pensadores y filósofos y
después ampliamente popularizado a nivel de calle, como lo muestran
las numerosas encuestas sobre el asunto realizadas en los últimos
decenios. Últimamente, en fin, vuelve a ser objeto de consideración,
desde diversas e inesperadas perspectivas, la tesis de una posible
victoria sobre la muerte; baste citar a JASPERS, MORIN, BLOCH,
ADORNO, GARAUDY, como hitos sintomáticos de la reactivación de la
idea inmortalista. JASPERS ve en la muerte el acceso a una
trascendencia, no por incógnita menos real. MORIN proponía en los
220

años cincuenta su teoría sobre una esperable inmortalidad biológica,


lo que él denomina «la amortalidad», alcanzable por procedimientos
clínicos. BLOCH detecta en lo humano un «núcleo exterritorial» a la
muerte, inexpugnable a su asalto. GARAUDY (REVOLUCION/RS
RS/REVOLUCION) estima que el compromiso revolucionario está
postulando la resurrección; por lo demás, algo semejante había
escrito antes ADORNO: «Allí donde el materialismo es más
materialista -sostiene el autor de la Dialéctica negativa-, su anhelo
sería la resurrección de la carne»; de otro modo no se ve cómo «se
pueda seguir viviendo después de Auschwitz». Por eso -concluye el
filósofo frankfurtiono- hay que dejar abierta la puerta a «la esperanza
que se refiere a una resurrección corporal».
MU/NOS-DOMINA: Este rastro zigzagueante de nuestro tema
delata su carácter agónico (nunca mejor dicho), su esencial
ambigüedad y oscuridad, su capacidad para comprometer
apasionadamente a cuantos lo encaran. De una parte, la muerte,
como la vida, es indefinible; las ciencias experimentales más
directamente involucradas en su análisis -la medicina, la biología-
confiesan la perplejidad en que se ven sumidas cuando tratan de fijar
su esencia. En realidad, si pudiésemos decir exactamente en qué
consiste la muerte, la habríamos vencido;- definir una cosa equivale a
enseñorearía. No podemos definir la muerte porque no la podemos
dominar, es ella la que nos domina a nosotros. De la muerte el
hombre no tiene, no puede tener, ciencia; tiene vivencia. La ciencia
versa sobre el antes y el después de la muerte, sobre el aún vivo o el
ya muerto, pero no sobre el en sí de la muerte misma.
Ahora bien, lo que no se deja definir no es sin más lo
incomprensible, lo irracional; puede ser lo misterioso. En efecto, éste
es el caso: la muerte es (guste o no, quiérase o no) misterio;
convendría releer a este respecto las páginas antológicas de BLOCH
glosando a MONTAIGNE y su célebre «grand Peut-étre» («me voy
-exclamaba el MONTAIGNE moribundo- hacia el gran Quizás»). Es el
misterio de la vida; volveremos sobre esto más tarde.
De otra parte, esta realidad indefinible, inasible y enigmática que
es la muerte es, a la vez, lo más propiamente humano. Lo ha dicho en
versos memorables un poeta alemán contemporáneo, E.
FRIED:MU/POEMA

Un perro
que muere
y que sabe
que muere
como un perro
y que puede decir
que sabe
que muere
como un perro
es un hombre.
221

Cobra expresión aquí, nítidamente, brutal- mente, lo que años


atrás estipulara en su oscura jerga ("el Dasein es
ser-para-la-muerte») un ilustre compatriota del poeta, corroborado
por cierto por el actual alcalde de esta Villa y Corte («no hay nada
más humano y que mejor defina la finitud que perecer»).
Resulta por ello escandalosa la censura previa que hoy ejerce
nuestra civilización tecnocrática sobre el hecho de la muerte. Su
escamoteamiento es una praxis hasta tal punto habitual que se ha
convertido en objeto de conocidos estudios sociológicos. Al hombre
de la sociedad postindustrial, que pretendería aclararlo todo, el
enigma-muerte se le hace insufrible. No pudiendo esclarecerla, la
reprime, dimite de su presentimiento, delega su cuidado en
instituciones especializadas y en personal profesionalizado.
Así las cosas, y en trance de pronunciar una palabra cristiana
sobre la muerte, conviene sondear antes con algún detenimiento sus
reales dimensiones, lo que se implica en el fenómeno que estudiamos.
Una vez hecho esto, podremos ya dar el paso hacia su lectura y su
comprensión desde la óptica de la fe. Exploraremos, pues, en primer
lugar, la muerte como realidad humana. Propondremos, en segundo
término, la respuesta cristiana a los interrogantes que suscita,
respuesta que el Credo formula con sus palabras finales: «esperamos
la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro». Y
concluiremos estas páginas con unas breves consideraciones sobre el
problema del estado intermedio, es decir, sobre la situación (si cabe
hablar así) del difunto entre la muerte y la resurrección.

1 Muerte y condición humana

COMO SE HA SEÑALADO ANTES, la muerte es lo más propio de la


condición humana; constituye la evidencia física, empírica,
brutalmente irrefutable, de esa cualidad metafísica de la realidad del¡
ser humano que llamamos finitud.
Haber puesto en claro esto, una vez por todas, y pese a la conjura
de silencio orquestada en torno al morir en nuestros días, es el mérito
indiscutible de la actual reflexión sobre el tema. La praxis represiva de
la muerte conduce a una insoportable deformación de la conciencia
personal y colectiva del hombre, porque ignorando malévolamente la
magnitud del fenómeno, falsifica las reales proporciones del contexto
en que acaece; un contexto que abarca la globalidad de la existencia
humana.
No estamos, en efecto, ante un problema sectorial, sino global. La
pregunta sobre la muerte desata en cascada otras cuantas, de forma
irreprimible: el sentido de la vida; el significado de la historia; la validez
de imperativos éticos absolutos (justicia, libertad, dignidad ... ); la
dialéctica presente-futuro; la posibilidad de la esperanza y la
localización de su sujeto... Pero sobre todo la pregunta sobre la
muerte es una variante de la pregunta sobre la singularidad,
222

irrepetibilidad y validez del individuo concreto, que es en definitiva


quien la sufre.
Todas estas dimensiones de la muerte han sido tocadas, con
mayor o menor profundidad, por las tanatologías actuales, desde la
de los existencialismos hasta la del marxismo humanista. Revisemos
esas dimensiones más detenidamente.

1) LA PREGUNTA sobre la muerte es la pregunta sobre el sentido


de la vida. El hombre es, en cuanto finitud constitutiva,
ser-para-la-muerte, tanto desde el punto de vista biológico («vivir
significa morir», decía ya ENGELS) como desde el punto de vista
existencial-ontológico (como ha observado HEIDEGGER). Siendo
ser-para-la-muerte en ese doble aspecto, su vida tendrá sentido en la
medida en que lo tenga su muerte. Y viceversa: una muerte sin
sentido corroe retrospectivamente a la vida con su insensatez.
Parece, pues, que no se puede dar respuesta a la pregunta por el
sentido de la vida mientras que no se esclarezca el sentido de la
muerte. En tanto esto ocurra, deberíamos demandarnos con SCHAFF:
«¿Para qué todo esto si al fin hemos de morir?».

2) LA PREGUNTA sobre la muerte es la pregunta sobre el


significado de la historia. Ya no es posible alojar la muerte en el
recinto de lo que atañe sólo a los individuos, como pretendía el
marxismo clásico; ya no es lícito difamar la angustia que suscita
calificándola de egocentrismo inmaduro, de deformación
pequeño-burguesa, de fijación neurótica, etc. Según reconocía
ENGELS, la muerte del individuo es índice de la mortalidad de la
especie; la mortalidad, por así decir, microscópica es mero reflejo
localizado de una mortalidad macroscópica, que constituye la
atmósfera en la que se mueve y respira todo lo que vive. La muerte
individual debe ser contemplada en el horizonte de la muerte total.
Más concretamente: la finitud del hombre es trasunto y metáfora
anticipatoria de la finitud de lo humano, de todo lo humano, a saber,
de la humanidad y del mundo humanizado por el hombre. Con lo cual
el ideal marxiano de una humanización de la naturaleza como meta de
la historia, como sentido de la actividad humana, se revela
cuestionable, pues a fin de cuentas lo que parece prevalecer es el
cosmos sobre el logos; lo que parece triunfar es la materia
reabsorbiendo al hombre (su manifestación episódica) por medio de
una ley biológica, y no el hombre dominando a la materia por medio
de la racionalidad dialéctica.

3) LA PREGUNTA sobre la muerte es la pregunta sobre los


imperativos éticos de justicia, libertad, dignidad. ¿Es posible atribuir
estos valores absolutos a sujetos contingentes? Si un hombre tratado
injustamente muere para quedar muerto, ¿cómo se le hace justicia?,
preguntaba HORKHEIMER. Y si ya no se le puede hacer justicia a él,
¿con qué derecho puedo exigir yo que se me haga justicia a mí?
¿Cómo se devuelve la dignidad y la libertad a los tratados como
223

esclavos si realmente ya no serán más porque la muerte ha acabado


con ellos definitivamente?
Son estos interrogantes los que mueven a GARAUDY -no sólo a él;
también a los postmarxistas ADORNO y HORKHEIMER- a sentar lo
que él llama «el postulado de la resurrección», supuesto previo, a su
juicio, de una opción revolucionaria coherente y honesta.

4) LA PREGUNTA sobre la muerte es la pregunta sobre la


dialéctica presente-futuro. Vivimos en un presente poco acogedor,
inhóspito, dominado por la alienación, reino de la contradicción. Por
eso soñamos con un futuro que sea «patria de la identidad» (BLOCH).
Pero entre el presente sufrido y el futuro añorado se intercala el hiato,
la sima de la muerte. ¿Es posible franquear esa sima, tender un
puente por el que podamos transitar del presente al futuro? ¿Es
posible que los contenidos de futuro alcancen también al presente?
¿O habrá que resignarse a considerar el presente como medio y a
sacrificarlo a un futuro considerado como fin? El papel de las
generaciones intermedias ¿habrá de ser el de servir de andamiaje o
material de derribo para la revolución escatológica?

5) LA PREGUNTA sobre la muerte es la pregunta sobre el sujeto


de la esperanza. Decir contingencia ¿no será lo mismo que decir
inconsistencia, falta de fundamento y, por tanto, desfondamiento,
interinidad incurable? ¿Tiene sentido conferir o demandar esperanza
para la contingencia? ¿No será más realista contentarse con
adjudicarle una modesta tasa de expectativas, pero no una
esperanza? Lo finito no parece sujeto apto de esperanza. Su
fragilidad ontológica no la soporta, puesto que es por definición lo
abocado a la nulidad. El individuo ¿posee esperanza o, más bien, es
la esperanza de la especie? Las generaciones intermedias ¿tienen
esperanza o son más bien lo que permite contemplar con esperanza a
las generaciones futuras? Ser esperanza para otros no es igual que
tener esperanza, no es ser sujeto de esperanza propia, sino objeto de
una esperanza ajena.

6) EN FIN, LA PREGUNTA sobre la muerte es una variante de la


pregunta sobre la persona, sobre la densidad, irrepetibilidad y validez
absoluta de quien la sufre. La cuestión radical que plantea la muerte
podría formularse así: todo hombre ¿es o no un hecho irrevocable,
irreversible? Si lo es, tal hecho no puede ser pura y simplemente
succionado por la nada. Si no lo es, si también el hombre pasa como
pasan los demás hechos, no hay por qué tratarlo con tanto
miramiento; la realidad persona es una ficción especulativa y debe ser
reabsorbida por esa realidad omnipresente que llamamos naturaleza.
Pero entonces la muerte es un fenómeno trivial, y el pensamiento
humano podría ahorrarse el tiempo que le ha estado dedicando. Con
otras palabras: si la persona singular es valor absoluto, entonces
tiene sentido la pretensión de una supervivencia personal. Si el
hombre ciertamente no es personalmente inmortal, entonces
224

ciertamente no es valor absoluto.


En resumidas cuentas: la magnitud que se. reconozca a la muerte
está en razón directa de la que se reconozca a su sujeto paciente.
Podemos decir con J. MARíAs que las dos preguntas radicales son:
¿quién soy yo?; ¿qué será de mí? Pues bien; "si a la segunda
pregunta tengo que contestar al final "nada"..., esto anula la primera,
me obliga a responder igualmente. Si muero del todo, todo dejará de
importarme alguna vez... Nada importa verdaderamente, luego nada
vale la pena».
Está claro ahora que la minimización de la muerte es el índice más
revelador de la minimización del individuo mortal. Y a la inversa, una
ideología que trivialice al individuo, trivializará la muerte. Por el
contrario, si la muerte es captada como problema es porque el
hombre es aprehendido como un valor que trasciende el del puro
hecho bruto.
Como se ve, se han multiplicado las preguntas; es dudoso que un
discurso puramente racional esté en grado de ofrecer las correlativas
respuestas. Las más positivas entre las elaboradas por las
tanatologías actuales (JASPERS y MARCEL, BLOCH y GARAUDY) no
son, en sentido estricto, conclusiones racionales; son más bien
opciones transracionales de un discurso más meta-religioso que
científico o filosófico. Para los pensadores que formulan respuestas
afirmativas, las cosas parecen presentarse así: la muerte es
necesaria por vía de hecho y parece imposible por vía de absurdo. La
inmortalidad sería entonces necesaria por vía de razón, aunque
parezca imposible por vía de hecho. El espíritu oscila indefinidamente
entre ambos polos: necesidad de la muerte-necesidad de una victoria
sobre la muerte. La razón, por sí sola, no alcanza a despejar esta
torturante ambigüedad, porque una y otra vez se da de bruces con el
espesor de] hecho opaco, compacto, impenetrable, del tener que
morir. UNAMUNO expresaba la misma dolorida perplejidad cuando
escribía que ni el sentimiento logra hacer del consuelo una verdad, ni
la razón logra hacer de la verdad un consuelo.
¿Qué queda entonces? Queda la esperanza. La cual -notémoslo
bien- sería imposible si fuesen certezas apodícticas o la aniquilación o
la sobrevida. La esperanza es posible justamente porque ninguna de
las alternativas se impone categóricamente sobre su contraria.
Recordemos de nuevo a MONTAIGNE: la única postura sensata aquí
es la de «el gran Peut-étre».
Junto a la esperanza, y suscitada por ella, resta también la
trascendencia. Explícitamente reclamada por existencialistas como
JASPERS y MARCEL, por marxistas como BLOCH y GARAUDY: por
postmarxistas como HORKHEIMER y ADORNO, implícitamente aludida
por el último HEIDEGGER, la idea de trascendencia ha perdido hoy el
preciso significado técnico que le atribuía la tradición
filosófico-teológica para tomarse más fluida y genérica. Con ella se
expresa ahora el anhelo esperanzado de un non omnis confundar
(«no desapareceré enteramente»: BLOCH), el voto de que el núcleo
auténtico del ser humano no se volatilice para siempre con la muerte
225

de su sujeto, la confianza de que, a la postre, el ser prevalecerá sobre


la nada.
Pero éste es ya, insisto, un discurso cuasi religioso. Llegados a
este punto, por tanto, es preciso recurrir a otra forma de reflexión y a
otro tipo de fuentes. Es preciso, en suma, escuchar la palabra que la
revelación bíblica profiere acerca de nuestro tema y reflexionar
teológicamente sobre ella.

2 La muerte en la Biblia

1 La evolución de las ideas en el Antiguo Testamento


SEGURAMENTE PARA MÁS DE UNO constituirá una sorpresa
(incluso una sorpresa incómoda y desconcertante) el constatar que
Israel tardó muchos siglos en encontrar salida al enigma de la muerte.
El camino recorrido por el Antiguo Testamento hasta llegar a la
doctrina de la resurrección ha sido largo y atormentado. Y aun en su
fase terminal, los resultados distan de ser brillantes; habrá que
esperar al Nuevo Testamento para declarar cerrado el extenuante
debate que la religiosidad bíblica desarrolló sobre el dilema
muerte-inmortalidad.
El punto de partida de este debate lo representa, en el Antiguo
Testamento, una acendrada religación a la vida temporal y a sus
bienes. Israel ha sido objeto de la predilección de Yahvé, que lo ha
creado como pueblo suyo de la nada (Dt 7,6-8) y lo ha hecho
destinatario de una promesa cuyo despliegue tiene lugar en el marco
de la historia. Una existencia larga, próspera, una descendencia
numerosa y prolongada a través de varias generaciones, son signos
de la bendición de Yahvé.
Por otra parte, el afincamiento del individuo en el clan y su
radicación en la comunidad han sido datos tan indeleblemente
incrustados durante siglos en la conciencia colectiva del pueblo
israelita que reprimían la preocupación refleja por el destino de las
personas concretas,
Ese destino es, sin duda, a juzgar por la evidencia fenomenológica,
la muerte. Frente a ella no faltan los pasajes que la evalúan de forma
casi naturalista, con serena impavidez, incluso con una cierta
complacencia. Morir es «tomar el camino de toda carne» (Jos 23,14; 1
Re 2,2), «irse en paz con los padres» (Gen 15,15), «ir a reunirse con
su pueblo» (Gen 35,29); nada parece haber en ello de especialmente
repulsivo o escandaloso, máxime cuando se muere «en buena
ancianidad y saciado de días» (Gen 25,8).
En todo caso, la muerte del hombre singular no detiene el proceso
de cumplimiento de la promesa, que continuará realizándose en sus
descendientes. Así se despide Jacob moribundo de su hijo José: «yo
muero, pero Dios estará con vosotros y os devolverá a la tierra de
vuestros padres» (Gen 48,21). En cuanto a Moisés, «acabó diciendo
estas palabras a todo Israel: tengo ya ciento veinte años. No puedo ir
y venir más. Yahvé me ha dicho: tú no pasarás este Jordán... Sed
226

valientes y firmes, porque Yahvé, tu Dios, marcha contigo y no te


dejará ni abandonará» (Dt 31,1-6).
Con todo, esta interpretación aséptica de la muerte, localizada en
franjas muy antiguas de la tradición veterotestamentaria, no es la
única. La repugnancia que produce, el sentimiento de rebelión ante
su inexorable necesidad, asoma con vigor en otros textos. Es cierto
que ella no importa la aniquilación total de su sujeto; el muerto no se
extingue por completo, pero conduce una suerte de infravida
miserable en el scheol (SEOL), alojamiento indiscriminado de todos
los que abandonaron este mundo. La situación de sus inquilinos es
singularmente ingrata, sobre todo porque allí cesa cualquier atisbo de
vida comunitaria; cesa incluso la posibilidad de relacionarse con Dios.
El muerto es un excomulgado; estar en el scheol es habitar en «el
silencio» (Sal 31,18; 94,17; 115,17) y «el olvido- (Sal 88,13), «ser
arrancado de la mano de Yahvé» (Sal 88,6), «no poder alabarlo» (Sal
6,6; 30, 1 0), etc.
A decir verdad, ninguna de estas ideas y representaciones pueden
considerarse originales; concepciones semejantes eran participadas
por los diversos pueblos y culturas contemporáneos. Pero con tales
premisas se plantea un espinoso interrogante: si el scheol es el
destino común de todos (buenos y malos, ricos y pobres, jóvenes y
viejos), ¿dónde, cómo, cuándo retribuye Dios al hombre? Dios, en
efecto, es un señor justo, del que cabe por tanto esperar que dé a
sus siervos lo que éstos merecen con sus acciones.
RBA/IDUL-COLE RETRI/IDUL-COLE: La primera respuesta que
Israel dio a este interrogante es la siguiente: Yahvé sanciona el bien y
el mal, la fidelidad y la infidelidad, en esta vida, con premios y castigos
temporales y colectivos. Tanto Lev 26 como Dt 28 nos han transmitido
un largo catálogo de bendiciones y maldiciones, que tienen por objeto
contenidos exclusivamente intrahistóricos y por sujeto a la entera
colectividad.
El carácter secundario de la responsabilidad individual dentro de
este esquema retributivo llegó a plasmarse en una sentencia
proverbial: «los padres comieron agraces y los hijos sufren la
dentera» (Jer 31,29; Ez 18,2). Sin embargo, dicha responsabilidad no
era desconocida para la legislación mosaica: «no morirán los padres
por culpa de los hijos, ni los hijos por culpa de los padres. Cada cual
morirá por su propio pecado» (Dt 24,16; cf. Ex 32,33; Lev 20,3; Num
15,30-31). Con todo, habrá que esperar a la gran crisis del exilio
babilónico para asistir a una efectiva reivindicación de este principio.
El refrán recogido por Jer 31,29 y Ez 18,2 es categóricamente
refutado por ambos profetas, que le oponen la norma de Dt 24,16:
«cada cual morirá por su culpa; quienquiera que coma el agraz,
tendrá la dentera» (Jer 31,30); «nunca me diréis este proverbio en
Israel... El que peque, ése morirá» (Ez 18, 3-4).
No obstante, sigue concibiéndose la retribución en términos
puramente temporales. Los salmos 1, 91, 112 y 128 son otros tantos
ejemplos de una sanción del bien y del mal que se ejecuta en esta
vida y con bienes o males exclusivamente materiales:
227

prosperidad-desgracia, riqueza-pobreza, fecundidad-esterilidad, etc.


Comienzan empero a detectarse síntomas de insatisfacción ante una
tesis que dista de ser avalada por la experiencia. Ésta, en efecto,
notifica con harta frecuencia que la correlación bondad-felicidad (o su
contraria, maldad-infelicidad) está ausente del curso normal de los
acontecimientos. El patético soliloquio de /Jr/15/10-18 expresa con
acentos conmovedores la desolada perplejidad del israelita piadoso
ante el silencio de un Dios que no sale en su defensa, y que por ello
justifica la punzante sospecha del profeta: «¿serás Tú para mí como
un espejismo, aguas no verdaderas?»
La angustia de esta situación alcanza su cota más alta en el libro
de Job. Los dos monólogos iniciales del protagonista (capítulos 3, 6, y
7) plantean con crudeza antológica una enmienda a la totalidad de la
tesis retribucionista clásica. Los amigos no saben sino reiterar esa
tesis; la doctrinaria obstinación con que apelan a la experiencia (4,
7-8; 8,8 ss.) sólo sirve para afianzar la convicción de Job: la respuesta
tradicional es «pura falacia» (21,34). La triste, desconcertante verdad
es que en el mundo no hay justicia; que la injusticia, el dolor, la
enfermedad, la muerte, reinan indiscriminadamente sobre buenos y
malos, y que el scheol acaba por nivelar el destino de unos y otros
(3,17-19; 7,7-10).
La brecha abierta por el libro de Job se ensancha con el del
Quohelet; al airado paroxismo de aquél sucede el escepticismo
corrosivo de éste: «yo tenía entendido que les va bien a los
temerosos de Dios» (8,12), pero lo cierto es que «hay un destino
común para todos, para el justo y para el malvado» (9,2.3). Sólo
resta, pues, gozar de los menguados placeres que la vida ofrece; he
ahí «la única paga del hombre» (3,22). Lo demás, concluye el sabio
lapidariamente, es «vanidad de vanidades» (1,2; 12,8).
¿Qué se ha hecho, a estas alturas, de la figura entrañable del Dios
de la Alianza? Con la quiebra de la teodicea clásica, cabría esperar
también la quiebra de la vieja imagen de Yahvé; el mérito de Job y
Quohelet radicaría en haber planteado por primera vez el dilema
insuperable de todo ateísmo militante; Dios es u omnipotente y
malvado o impotente y bondadoso. Lo que no puede ser es
omnipotente y bondadoso a la vez.
Pero contra esta lectura (posible) de ambos libros se alza el hecho,
evidente en una simple ojeada de todo el texto, de que sus dos
autores continúan siendo radical y visceralmente creyentes. La
experiencia de un Dios silente no se resuelve en la sospecha de un
Dios inexistente: «yo sé que mi vindicador vive y que Él, el último, se
levantará sobre la tierra ... » (Job 19,25).
JOB/FE-DUDAS: Precisamente en esta inconmovible fidelidad reside la grandeza fascinante
de Job. Porque, ante todo y sobre todo, es la causa de Dios lo que aquí está en juego; en este
debate, la causa del hombre ocupa un lugar secundario. Es no tanto el derecho debido al
hombre cuanto el honor que Dios se debe a sí mismo lo que confiere su cabal magnitud a este
impresionante forcejeo con el misterio de la existencia. Por eso Job no se cansa de instar a
Yahvé para que comparezca ante él (9, 15.32-33; 13, 3.22: 21, 35-37): porque se trata de
salvar la identidad divina, antes que de restaurar la condición humana. Si Dios no existiese, el
228

tenso dramatismo de la situación no se sostendría, el mal ya no sería escándalo, la protesta


-privada de su destinatario natural- no tendría sentido. «¿Todavía crees en Dios? Cree en Dios
y muérete»; en esta increpación de la mujer de Job (2,9) se refleja la distancia que media entre
creencia e increencia cuando una y otra afrontan las situaciones-límite padecidas por Job.
En todo caso, Dios no es primariamente el retribucionista, el
Dios-lotero que reparte premios y castigos, que existe para esto. La
cuestión Dios es distinta y autónoma respecto a la cuestión
retribución. Ahora bien, de un lado, tras Job y Quohelet la tesis
tradicional de una retribución temporalista ha saltado hecha añicos;
de otro, empero, el problema sigue en pie porque la imagen de Dios
sigue en pie. Los creyentes habrán de imprimir, por tanto, un nuevo
sesgo a sus reflexiones para encontrar una salida. Puesto que Dios
es veraz y fiel a su promesa, puesto que ésta no se cumple a menudo
en esta vida, se impone indagar en la única dirección que queda
abierta todavía: la que trasciende el límite espacio-temporal de la
existencia. Hace falta, con otras palabras, revisar las arcaicas
concepciones sobre la muerte, los muertos y el scheol.
Ante todo, hay que repensar la inhibición que se atribuía a Yahvé
en lo tocante al reino de los muertos. Creer que la muerte señala el
límite del poder de Dios sería, lisa y llanamente, negar a Dios como
Dios. Si Él es el señor de la vida, ha de serlo también de la muerte y
los muertos. Si además se ha manifestado como amor inconmovible y
misericordioso, la muerte del amigo no puede dejarlo indiferente. «No
abandonarás mi vida al scheol, ni dejarás a tu amigo ver la fosa»,
exclama el justo que ha gozado de la intimidad divina durante su
existencia (Sal 16). Otros dos salmos, el 49 y el 73, aplicarán ya
directamente al problema de la retribución el principio de un Dios cuyo
amor y fidelidad al hombre no se detienen en el umbral de la muerte,
son más fuertes que el poder del scheol: "Dios rescatará mi vida; de
las garras del scheol me tomará» (Sal 49,16); "a mí, sin cesar junto a
Ti, de la mano derecha me has asido, me guiarás con tu consejo y al
fin en gloria me tomarás... Aunque mi carne y mi corazón se
consuman, es Dios la roca de mi corazón, mi porción para siempre»
(Sal 73,23ss.).
Es claro que en estos tres salmos no se enuncia, clara y
distintamente, un modelo de supervivencia personal; su intuición va
por otro camino. Si la muerte había sido vista hasta entonces como
privación de toda relación (también de la relación con Dios), como
incomunicación absoluta e irreversible (también respecto a Dios),
ahora se afirma lo contrario: la relación Dios-hombre posee una tal
densidad que ni la muerte puede romperla. La esperanza de una
victoria sobre la muerte no es aquí el resultado de un raciocinio o de
una comprobación empírica. Ningún silogismo podría probar la
sobrevida; ninguna experiencia directa podría comprobar su realidad.
Aquí sólo cabe como fundamento una vivencia, una experiencia
religiosa: la comunión de vida en el presente garantiza la esperanza
de sobrevida en el futuro. Sólo quien ha vivido a Dios, quien tiene
experiencia de Él (como Job, como Jeremías y el Quohelet ... ) puede
tener razones para confiar en la definitividad de tal experiencia, en la
229

solidez eterna de este vínculo interpersonal.


En cualquier caso, la vieja representación de un scheol
indiferenciado, receptáculo de justos e injustos, ha de abandonarse;
siendo el scheol «silencio» y «olvido», estado de incomunicación, esa
situación no puede predicarse del que está unido a Dios por el amor,
porque tal unión interpersonal trasciende incólume cualquier
obstáculo, incluido el de la muerte.
MARTIRIO/RS: De aquí a la afirmación de una forma precisa de supervivencia no hay más
que un paso. Habrá que esperar, sin embargo, el estadio final del Antiguo Testamento para
asistir a la primera formulación de esta idea. Ello ocurre en unas circunstancias históricas muy
singulares. La persecución de que hizo objeto Antíoco Epífanes a los judíos piadosos vuelve a
poner sobre el tapete las dramáticas preguntas de Job. ¿Acaso puede Dios desatender las
súplicas de sus fieles? ¿Va a prevalecer definitivamente la injusticia sobre el derecho, la
apostasía sobre la fidelidad? En el caso límite del martirio, estos interrogantes se alzan con
impar crudeza, pues el mártir no es el justo sin más, el que se mantiene fiel a Yahvé en la vida;
es el fiel a Yahvé en la vida y en la muerte. ¿Le será fiel Yahvé a él en esa muerte?
Estas preguntas, a las que Job no encontraba respuesta, van a
recibirla ahora: Dios garantiza con su fidelidad la vida de los más
fieles, a saber, de los mártires. En 2 Mac 7 la idea de resurrección
rubrica el tormento de cada uno de los siete hermanos: « ... el rey del
mundo nos resucitará para la vida eterna a los que morimos por sus
leyes» (/2M/07/09/14). El capítulo /2M/12/43-46 extiende el estatuto
martirial a los soldados muertos en defensa de la fe, para los que
también rige «el pensamiento de la resurrección». Finalmente Dan
12,2.13 emplaza la resurrección en el escenario del drama
escatológico: «muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se
despertarán para la vida eterna... Y tú, vete a descansar; te
levantarás para recibir tu suerte al fin de los días».
¿Por qué se expresa la esperanza en la supervivencia en términos
de resurrección? La antropología hebrea concibe al hombre
unitariamente, como carne animada, o alma encarnada. La
corporeidad es indiscernible de la condición humana. Si, pues, hay un
futuro para el hombre más allá de la muerte, tal futuro tiene que ser
formulado en términos de encarnación, no de desencarnación. No
obstante, el libro de la Sabiduría, contemporáneo o ligeramente
posterior a los textos resurreccionistas antes citados, no menciona la
palabra resurrección y sí en cambio la de «inmortalidad» (o
«incorruptibilidad»). ¿Será ello síntoma de que se ha asumido en él el
pensamiento filosófico griego de una inmortalidad natural del alma?
No necesariamente: el autor en realidad no hace sino prolongar la
idea de los tres salmos místicos sobre el tema de la comunicación vital
entre Dios y el hombre: el justo no conocerá la muerte, sino que será
«trasladado» o «tomado» por Dios (4,10.11.14); su esperanza está,
pues, «llena de inmortalidad» (3,4); más allá de la muerte física, su
vida «está en manos de Dios» (3,1). En suma, contrariamente a los
impíos, «los justos viven eternamente; en el Señor está su
recompensa» (5,15). Eso es también lo que quieren significar los
autores de 2 Mac y Dan cuando hablan de la resurrección.
A la postre, pues, el pensamiento bíblico ha desembocado en la
230

aseveración de una vida postmortal merced a un progresivo


esclarecimiento del misterio de la identidad de Dios. Las premisas de
la resurrección versan sobre la teología, no sobre la antropología. El
trasfondo de la fe resurreccionista es el problema de la teodicea: la
resurrección del hombre es la autojustificación de Dios. El discurso
antropocéntrico se queda mudo ante la muerte, que es (según se ha
observado más arriba) muda y hace mudos. Si Job no se dejó acallar
por ella, si Israel terminó descubriendo en ella algo más que el
«olvido» y el «silencio» de sus primeras aproximaciones al tema, ello
ha sido posible porque el horizonte último de la entera cuestión
estaba dominado por una antigua palabra: «Yo seré vuestro Dios», un
Dios «de vivos, no de muertos». Y por una inquebrantable
certidumbre: «Yahvé es la roca de mi corazón». Con tales premisas,
no podía no imponerse esta conclusión: «El rey del mundo nos
resucitará para la vida eterna».

2 El Nuevo Testamento: resurrección de Cristo y de los


cristianos
LA CREENCIA en la resurrección, recién nacida prácticamente en
el umbral del Nuevo Testamento, fue objeto de disputas escolásticas
en el judaísmo del tiempo de Jesús. Fariseos y saduceos estaban
divididos, entre otras, por esta cuestión. Contra los saduceos
polemiza Jesús en Mc 12,84ss. Su argumentación confirma cuanto se
ha dicho sobre la índole teológica de la fe en la resurrección: Dios no
lo es de muertos, sino de vivos; la idea de la resurrección surge como
explanación de la idea de Dios. La conexión antes reseñada entre el
"Yo seré vuestro Dios» y la resurrección es expresamente establecida
por Jesús: "¿no habéis leído en el libro de Moisés... cómo Dios le dijo:
Yo soy el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob?».
Pero el teocentrismo de la fe resurreccionista va a evolucionar con
Pablo hacia un decidido cristocentrismo. El texto clave de la teología
paulina de la resurrección es el capítulo 15 de 1 Co (/1Co/15). Los
exegetas no se han puesto de acuerdo todavía sobre las precisas
señas de identidad del error que el Apóstol quiere refutar;
probablemente se trata de una interpretación presentista-espiritualista
de la resurrección, en línea con aquella a la que se alude en 2 Tim
2,18: «la resurrección ya ha sucedido».
Contra esta interpretación, Pablo subraya: a) el carácter
escatológico (futuro) de la resurrección (vv.20-28); b) la índole
somática de la existencia resucitada (vv.35-44); c) la causalidad
eficiente (vv.20-21) y ejemplar (vv.45-49) que ejerce Cristo sobre esa
existencia.
Respecto al carácter escatológico de la resurrección, importa
señalar cómo Pablo recuerda a sus eufóricos adversarios que hasta
ahora únicamente Cristo ha resucitado; los demás resucitarán «en su
venida» (v.23). Y que la muerte sigue estando ahí; su reinado sólo
será abolido tras la abolición del resto de las fuerzas hostiles al Reino:
«el último enemigo en ser destruido será la muerte» (v.26). La única
alternativa válida a este imperio de la muerte es la resurrección, sin la
231

cual la existencia humana queda desposeída de todo futuro y


encapsulada en un presente que agota su sentido en las funciones
puramente vegetativas: «si los muertos no resucitan, comamos y
bebamos, que mañana moriremos» (v.32).
En cuanto a la índole somática del acontecimiento, Pablo pugna
por atajar la proverbial repugnancia griega a la idea de encarnación.
La corporeidad de los resucitados no incluirá las negatividades que
caracterizan el actual estatuto encarnatorio. Será una corporeidad
pneumática («se siembra un cuerpo mortal, resucita un cuerpo
espiritual»: v.44), a saber, pura expresión del Espíritu que da vida
(v.45). Conviene advertir que en el vocabulario paulino el término
cuerpo no designa una parte del hombre opuesta a otra (el alma);
cuerpo en Pablo denota siempre al hombre entero en su capacidad
de relación, en su ser con los otros y con el mundo. Hablando, pues,
de «cuerpo-espiritual», el apóstol está tratando de decir lo que
luego expresará con otra palabra: «todos seremos transformados»
(w.51-52). La fe en la resurrección estatuye una dialéctica entre
continuidad y ruptura, identidad y mutación cualitativa; el sujeto de la
existencia resucitado es el mismo de la existencia mortal, pero
transformado. Dentro de la identidad hay que mantener la estructura
somática de una y otra forma de existencia, no ya como aspecto
parcial del hombre, sino como momento constitutivo de esa identidad:
el hombre es -y no sólo tiene- cuerpo. Pero la mutación cualitativa
alcanza al «revestimiento de lo corruptible y mortal por lo incorruptible
e inmortal» (vv.53-54): el hombre-cuerpo deviene «cuerpo
espiritual».
El cristocentrismo de la resurrección es sin duda la nota dominante
del capítulo entero. Pablo hace arrancar toda su argumentación del
hecho de que Cristo ha resucitado: «si se predica que Cristo ha
resucitado de entre los muertos, ¿cómo andan diciendo algunos entre
vosotros que no hay resurrección de muertos?» (v. 12). Y añade: «si
no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó»
(/1Co/15/13-16). La frase ha dado lugar a diversas interpretaciones.
La más probable es: la resurrección de Cristo es el fundamento de la
resurrección de los muertos. Y no: la resurrección de los muertos es
el fundamento de la resurrección de Cristo. La tesis paulina no sería
que Cristo resucitó porque los muertos resucitan, sino que los
muertos resucitan porque Cristo resucitó. Es esto lo que se da a
entender en los w.20-23, donde a Cristo resucitado se le llama por
dos veces «primicias», «por el cual viene la resurrección de los
muertos». Y así se comprenden también mejor los w. 45-49: la
resurrección hace posible el que podamos «revestir la imagen» del
que era «primicias de los que durmieron» (v.20).
En suma: según Pablo, resucitamos porque Cristo ha resucitado y
a imagen de Cristo resucitado. El capítulo 6 de 1 Co añadirá todavía
un tercer rasgo a esta definición cristocéntrica de la resurrección:
resucitamos como miembros del cuerpo de Cristo resucitado; «Dios,
que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros... ¿No sabéis
que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?» (/1Co/06/14-15). La
232

concatenación, sin duda deliberada, de los dos versos permite


glosarlos de este modo: Dios nos resucitará a nosotros porque
resucitó a Cristo y nosotros somos los miembros del propio Cristo
resucitado.
J/RSD-INCOMPLETO: De alguna forma, este carácter corporativo
(y no sólo corporal) de nuestra resurrección, como consumación y
plenitud de la de Cristo, había sido ya avanzado en 1 Co 15 con la
idea de Cristo-primicias. El sujeto cabal de la resurrección es el
cuerpo de Cristo, al que los cristianos pertenecen orgánicamente
como miembros. Podría decirse así con toda verdad que Cristo
resucitado no está completo hasta que resuciten todos los que
integran su grupo. O, lo que es equivalente, que nuestra resurrección
completa lo que aún falta a la resurrección de Cristo, como nuestros
sufrimientos consuman lo que aún resta a su pasión.
¿Desaparece bajo esta relectura cristológica del dato resurrección
la comprensión teológica que subrayábamos en el Antiguo
Testamento y que sobrevive todavía en Mc 12,18 y ss.? No
enteramente. En la identificación de Dios sigue siendo determinante
su poder resucitador. Pero si antes del hecho Jesús la expresión
«resurrección de los muertos» no era -en feliz frase de BARTH- sino
un circunloquio del término «Dios», ahora el circunloquio de Dios es
«el que resucitó a Cristo de entre los muertos» (1 Tes 1,10; 1 Co
6,14; Rom 8,11 y 10,9; 2 Co 4,14; etc.). Entre Dios y la resurrección
se intercala ahora el hecho nuevo de Cristo resucitado.

3 Consideraciones teológicas

1 Un poco de historia
LA IDEA DE RESURRECCIÓN como respuesta al dilema
vida-muerte representa una oferta inédita en el mercado de las
ideologías. Fuera de la Biblia, en efecto, tal dilema se sustancia bien
con la teoría de la reencarnación o metempsícosis (transmigración de
las almas), bien con la doctrina de su inmortalidad. La fe
resurreccionista supone, por tanto, algo nuevo y original, tan nuevo y
original como la teo-logía y la antropo-logía de las que depende y en
cuyo contexto se emplaza.
La transmigración (sam-sára, «pasar a través de») de las almas
constituye una pieza esencial de la religiosidad hindú, que se sirve de
ella además para resolver el problema de la retribución. La acción
(karma) buena o mala repercute en la índole de la próxima
reencarnación. Más aún, el transmigracionismo psíquico se inscribe
en el marco más amplio de una cosmovisión globalmente
transmigracionista; es un mero reflejo del transmigracionismo cósmico.
La realidad se despliega en una sucesión indefinida y recurrente de
nacimientos y muertes, de evolución e involución, sobre el fondo
inmutable de la rigurosa unicidad del Ser. Sólo existe de verdad el
Uno, el Absoluto; la multiplicidad es ilusión o tragedia metafísica
propiciada por la encarnación. Encarnándose, el alma (partícula de
233

Brahma) se individualiza, e individualizándose se aliena. La redención


consistirá en invertir este proceso degenerativo, que va del todo a la
parte, por la renuncia a la singularidad y la reintegración en la
totalidad.
Aunque el budismo posee y se nutre de fuentes literarias propias,
las ideas hindúes del sámsara y el karma han sido asimiladas por él y
exportadas a otros países asiáticos como China y Japón. Uno de los
textos budistas más populares es el Jatakas («historias de
nacimientos»), en el que se describen en más de quinientos episodios
los nacimientos de Buda en diversidad de formas, tanto animales
como humanas. El último le confirió la existencia con que se apareció
en la presente edad del mundo; durante dicha existencia, Buda
alcanzó el supremo esclarecimiento que lo ha conducido finalmente al
nirvana.
Aproximadamente hacia la misma época en que el hinduismo y el
budismo propagaban en el Extremo Oriente la doctrina de la
metempsícosis, esta misma doctrina se asienta en Grecia y Oriente
próximo, merced a una variada gama de pensadores y de escuelas
filosófico-religiosas. Las afinidades entre la versión helenística y la
asiática son, a juicio de TOYNBEE, demasiado notables para deberse
al azar; pese a que ambas localizaciones son muy remotas -máxime
alrededor del año 500 antes de Cristo, cuando las comunicaciones
entre uno y otro punto eran precarias y lentas-, el historiador inglés
conjetura la existencia de una Völkerwanderung, o corriente
migratoria de pastores nómadas, como única explicación del doble
brote de la doctrina.
El hecho cierto es que en el siglo vi a.C. el orfismo difunde, desde
Ática hasta Sicilia, la teoría de la reencarnación. El género humano,
surgido de los despojos de los Titanes devoradores de Diónysos,
soporta en su contextura la antinatural amalgama del elemento
titánico y el dionisíaco. El proceso de depuración de éste respecto de
aquél pasa por el kyklos tés genéseos, la recirculación de
nacimientos, a través de la cual, y mediante la iniciación órfica y la
ascesis, puede alcanzarse una final reinserción en el seno de la
divinidad dionisíaca. Así pues, la metempsícosis o ensomatosis es, al
igual que ocurría en el hinduismo y el budismo, un mecanismo de
purificación y desalienación. Ahora bien, mientras que la versión
asiática de la doctrina operaba sobre el fondo de una ontología de
signo prevalentemente monista, esta versión helénica funciona desde
premisas dualistas, que se mantendrán invariables (incluso
acentuadas) en las diversas formulaciones occidentales de la tesis.
Un tal dualismo está ya claramente expresado en una frase de la
escuela pitagórica que, con distintas inflexiones, hará fortuna en el
pensamiento antropológico griego: «el cuerpo es el manto del alma».
A la misma escuela se remonta, según parece, el célebre juego de
palabras soma-sema, esto es, la ecuación cuerpo = sepulcro. El alma,
precipitada de las alturas en que coexistía con los dioses, está
sometida al juego de las reencarnaciones, incluso en cuerpos de
animales, hasta que logra desinfectarse y retornar a su lugar de
234

origen, donde vuelve a disfrutar de la existencia divina. En apoyo de


esta concepción, viejas tradiciones atribuían a PITÁGORAS memoria
precisa de anteriores reencarnaciones de su alma.
Según PLATÓN, el alma, al ser ingénita, es incorruptible e inmortal.
Mientras se sostiene en su perfección natural, «camina por las alturas
y administra el mundo entero», pero si la pierde «ha de tomar un
cuerpo de tierra» (Fedro, 246 c). La unión de cuerpo y alma es, pues,
un status penal y en él ha de persistir el alma en tanto no se purifique
totalmente.
Del orfismo a PLATÓN, en suma, se estabiliza en Occidente una
teoría del alma que incluye en sus postulados el carácter ingénito e
inmortal de ésta, la encarnación como caída y estado de purificación
y, consiguientemente, la posibilidad de sucesivas encarnaciones para
asegurar el retorno del alma a su condición original: la salvación sería
desencarnación. El plotinismo, la gnosis y el maniqueísmo
prolongaron hasta la era cristiana la vigencia de estas concepciones
en el mundo cultural grecolatino. Lo que, como es obvio, no facilitaba
las cosas a la proclamación cristiana de la resurrección de los
muertos. El peligro de que se confundiese este anuncio evangélico
con la doctrina transmigracionista era real y explica en parte la
insistencia de los Padres y los símbolos de fe en subrayar que la
resurrección acontece «con los mismos cuerpos», «en este cuerpo»,
«en esta carne», etc. No obstante los ingenuos maximalismos a que
estas fórmulas dieron lugar, la firmeza con que los cristianos de los
primeros siglos las defendieron arroja como saldo positivo el haber
puesto en claro, desde el primer momento, que una cosa es la
resurrección de los muertos y otra bien distinta la inmortalidad
desencarnada o la reencarnación de las almas.

2 Por qué resurrección, y no desencarnación o


reencarnación
RS/REENCARNACION
LA PRIMERA REFLEXIÓN TEOLÓGICA sobre la resurrección ha de
versar, al hilo de cuanto antecede, sobre su razón de ser frente a las
alternativas que se acaban de reseñar: ¿por qué resurrección, y no
reencarnación o inmortalidad de un alma desencarnada? Se ha
adelantado ya que los motivos derivan tanto de la doctrina bíblica
sobre Dios como de la doctrina bíblica sobre el hombre. Examinemos
este punto con más detención.
Según hemos visto, la tesis de la metempsícosis se afinca tanto en
el monismo hinduista y budista como en el dualismo que traspasa el
pensamiento helenista, desde la escuela órfica hasta la gnosis y el
neoplatonismo. El monismo impone la condena de la individuación; el
dualismo entraña la descalificación de la corporeidad. En rigor cabría
preguntarse si ambas cosmovisiones son, a fin de cuentas, tan
polarmente distintas como parecería sugerirlo la terminología; si el
dualismo no será, en último análisis, la inflexión ética de una
metafísica esencialmente monista. La verdad es que los sistemas
dualistas otorgan realidad cabal y auténtica sólo al espíritu, y
235

descifran la materia como anti-realidad o realidad degradada e


inauténtica. Los dualismos serían, pues, a la postre, derivaciones
antropológicas de un originario panteísmo espiritualista.
Sea cual sea la validez de esta interpretación, parece evidente que
el rechazo de la individuación que acontece en el monismo tiene su
precisa correspondencia en el rechazo de la corporeidad vigente en el
dualismo; la corporeidad viene a ser, en una y otra ideología, el
agente ejecutivo de ese extravío metafísico que es la individuación.
Esta se opone -tanto en el monismo como en el dualismo- a la
reimplantación del hombre en su matriz nativa, el Gran Uno espiritual,
que es a la vez el Gran Todo único y únicamente verdadero. La
individuación- encarnación responde a una apostasía e implica la más
trágica amnesia, el fatídico eclipse de la propia identidad.
En todo este proceso discursivo se sobreentiende que la más
eficaz receta para liquidar la muerte es liquidar el yo mortal. La
operación no es difícil, porque ha sido preparada por el previo
descrédito de la realidad individual. Cuando el yo singular es reputado
cual quantité négligeable, más aún, cuando ha sido difamado como
efecto de un acto nefando -la multiplicación disgregadora del Ser- ,
nada se opone ya a la disolución de la conciencia separada en el
magma del Unum. La pérdida de la individuación no es tal pérdida,
sino ganancia; la desencarnación no es la extinción del propio yo
corpóreo, sino la liberación de la esencia más propia de ese yo, que
se sitúa en las antípodas de la corporeidad.
La consecuencia inmediata de las doctrinas de la desencarnación
o la metempsícosis es la indefinición a que se ve sometida la entera
existencia humana. Las almas circulan ágilmente, con billete de ida y
vuelta, del más allá al más acá y viceversa. No hay génesis sin
palingénesis, ni evolución sin involución. El péndulo oscila
endémicamente entre vida y muerte, hasta el punto de que ya no se
sabe en verdad qué es vida y qué es muerte. Thánatos, la
discontinuidad mortal, se revela en las lecturas que comentamos
como fenómeno epidérmico, o mejor, como espejismo; por debajo de
él palpita y fluye eternamente la continuidad de Bíos, la vida. A lo
sumo habría entre las distintas fases de la misma y única vida un
resorte cancelador de la memoria, un baño lustral en las aguas del
Leteo, que proporciona la ilusa persuasión de un comienzo desde
cero y de un término aquietante. Pero por más que el pasado prenatal
se estratifique fuera del alcance de la anámnesis, sigue estando ahí,
impidiendo a la vida que recomienza ser algo más que mero avatar de
una entidad que no conoce inicio ni, por ende, término.
El no cristiano a estas doctrinas está ya preanunciado en el no a
sus premisas ontológicas y éticas. El último artículo del Credo
("esperamos la resurrección de los muertos») se deriva estrictamente
del primero («creemos en Dios Padre, creador de todo lo visible y lo
invisible»). La creación, en efecto, impone el reconocimiento de la
bondad radical de la individuación: el Ser confiere graciosamente la
existencia a los seres. Sólo un Dios que se define como Amor puede
no ya tolerar magnánimamente sino promover activamente la
236

existencia de lo otro, de lo distinto de sí; la multiplicidad es el


resultado de la libérrima y amorosa autodonación de Dios. La materia
se remonta, como el espíritu, a este mismo y único designio creador:
el cuerpo es, por consiguiente, realidad tan digna, auténtica y cabal
como el alma. Justamente por ello es posible el hombre, alma
encarnada, carne animada, milagrosa síntesis de materia y espíritu,
armónicamente conjugados en la unidad sustancial de la persona
humana.
Esa persona (cada persona) es un ser libremente querido por Dios
como valor absoluto; la muerte puede finalizar su tiempo, mas no
extinguir su vida. La palabra creadora es palabra promisoria; nada, ni
siquiera la muerte, puede acallarla. Y esa palabra crea y promete
vida; una vida que, como el amor de donde procede, es más fuerte
que todo, más fuerte incluso que la muerte. Una vida cuyo destinatario
es el mismo tú elegido por Dios en su precisa singularidad, en la
infalsificable mismidad de su ser corpóreo-espiritual.
Si, pues, cada hombre es un hecho irrevocable, anclado para
siempre en la memoria vivificante de su creador, si hay para él un
futuro a pesar y más allá de la muerte, ese futuro ha de tener por
nombre resurrección, esto es, recuperación y consumación de la vida
en todas sus dimensiones constitutivas, entre las que figura
destacadamente la condición somática. Y no desencarnación o
reencarnación, nombres que ignoran o desdeñan la corporeidad
definitoria de lo humano.
Por lo demás, y como enseña Pablo, resurrección es un concepto
comunitario, corporativo. La carne que resucita está hecha de
projimidad, ha sido amasada en el molde de la socialidad. La
salvación que se promete y confiere con la resurrección no es el
salvamento del náufrago solitario, sino la reconstitución de la unidad
originaria de toda la familia humana. No es tampoco la
desmundanización del hombre o su exilio a una especie de no man's
land. Por el contrario, la fe cristiana ha conectado siempre al anuncio
de la resurrección el de la nueva creación; juzga tan impensable una
consumación autónoma de lo mundano como una consumación
acósmica de lo humano.

En resumen, diciendo resurrección, la fe no habla:


a) de una salvación espiritualista (del alma sola);
b) de una salvación individualista (del yo singular solo);
c) de una salvación desmundanizada o acósmica (de la humanidad
sola).

Diciendo resurrección, la fe habla de una salvación:


a) del hombre entero (en cuerpo y alma);
b) de la comunidad humana (y no de sus individuos aislados);
c) de la entera realidad (a una humanidad resucitada corresponde
un mundo transfigurado).

3 Credibilidad de la resurrección
237

RS/CREDIBILIDAD: LA FE EN LA RESURRECCIÓN parece, pues,


preferible a las alternativas presentadas por otras religiones o
sistemas filosóficos; es también, sin duda, altamente sugestiva y
prometedora. ¿Será además creíble? La pregunta es pertinente,
porque en la historia de la transmisión de las doctrinas cristianas
apenas si se encontrará alguna que haya encontrado más resistencia
(y ello desde el principio) que ésta.
Y, sin embargo, es ésta una doctrina que, adecuadamente
presentada, contaría con buenos motivos de credibilidad. Para ello es
preciso recordar cuáles fueron sus orígenes. La fe resurreccionista ha
nacido, como vimos, en un contexto martirial (2 Mac y Dan); Cristo, el
resucitado por antonomasia, es el mártir por antonomasia, el inocente
inicuamente ajusticiado. La idea de resurrección tiene, pues, mucho
que ver con la idea de reivindicación del justo inmerecidamente
condenado, de rehabilitación de la causa aparentemente perdida; no
es por tanto mero oportunismo pretender explanarla como desenlace
de la promesa utópica de justicia para todos, de libertad para todos y
de todas las alienaciones.
RS/JU-PARA-TODOS JUSTICIA/RS: Justicia para todos. Pero al
muerto injustamente no se le hará justicia con ceremonias póstumas;
se le hará justicia si se le recupera para la vida. O hay victoria sobre
la muerte o no hay victoria sobre la injusticia; como deploraba
amargamente HORKHEIMER, el verdugo prevalece definitivamente
sobre la víctima al ser homologado la suerte de ambos por la fosa
común que los acoge indistintamente. «Justicia para todos» es una
promesa falaz si no resucitan todos; de lo contrario, a lo sumo y en la
mejor de las hipótesis, habrá justicia para una parte, no para todos.
Habrá, a fin de cuentas, justicia parcial, es decir, injusticia total.
RS/LBT-PARA-TODOS LBT/RS MU/ALIENACION
Libertad para todos y de todas las alienaciones. Pero mientras
subsista el terror y la necesidad fatal del tener que morir, no se habrá
suprimido la alienación más radical; aquélla por la que el hombre -en
frase de SARTRE- es expropiado de su ser y de su haber para
devenir «botín de los supervivientes». Por otra parte, las fuerzas
opresoras han manejado siempre como último resorte de la represión
la amenaza de la muerte; un auténtico proceso de liberación ha de
incluir, por consiguiente, la certidumbre de una victoria sobre la
muerte. Ya HEIDEGGER observaba lúcidamente que la libertad más
liberada, la libertad liberadora es libertad ante y para la muerte. La
libertad de Jesús ha sido supremamente capaz de morir («nadie me
quita la vida; soy yo quien la da») desde su insuperable certidumbre
de resucitar.
UTOPIA/RS: Así pues, puede o no darse crédito a la resurrección.
Pero quien la descartase como un sueño ciertamente irrealizable
tendría que tener el coraje de ir hasta el fondo y declarar irrealizables
con análoga certeza los valores absolutos de una justicia y una
libertad universales. A no ser que fuese capaz de mostrar cómo tales
valores se cumplen también en los muertos injustamente, en los que
han sido tratados como esclavos, en la legión innumerable de los
238

humillados y ofendidos. Pero ¿acaso no hará falta una fe todavía


mayor que la postulada por la resurrección para creer que la historia
rescata a sus muertos, reivindica a los inocentes y libera a los
oprimidos? O incluso sin exigir tanto: ¿es verdaderamente creíble la
hipótesis de una historia que alcanza por su propio pie la justicia y la
libertad universales, absolutas y estables? ¿Será, en fin, verosímil
una historia en la que no tengan ya cabida las preguntas de Job? ¿O
creer en tal historia (porque de un acto de fe se trataría) es al menos
tan arduo como lo sea el creer en la resurrección?

4 Entre la muerte la resurrección

ACABAMOS DE VER que la respuesta cristiana al problema de la


muerte es la resurrección. Pero entonces, ¿cuál es la situación
inaugurada por la muerte misma? ¿Qué pasa con los muertos? ¿Cuál
es su estado de la muerte a la resurrección? Es ésta la llamada
"cuestión del estado intermedio», vivamente debatida hoy por
teólogos, exegetas y filósofos.

1 Los datos del problema


CONVIENE, ante todo, discernir en este problema lo que pertenece
a la fe de la Iglesia (y, por consiguiente, es doctrina vinculante) y lo
que queda abierto a la discusión. Son de fe (en el sentido que se
explicará a continuación) los cuatro datos siguientes: a) la
inmortalidad del principio espiritual del ser humano; b) la retribución
inmediatamente subsiguiente a la muerte; c) el carácter escatológico
de la resurrección; d) la posibilidad de una purificación postmortal.
A estos cuatro datos, cuyo carácter dogmático los hace
inesquivables para cualquier teoría sobre el estado intermedio, debe
agregarse un quinto, no de fe, pero harto obvio para poder ser
negado razonablemente: la duración vigente fuera de la historia no es
la misma que transcurre dentro de la historia.

a) ALMA/INMORTALIDAD
Inmortalidad del principio espiritual del ser humano. En páginas
anteriores hemos denunciado como ajena a la fe cristiana e
insuficiente antropológicamente la tesis dualista de la inmortalidad
desencarnada del alma. Cuando, por tanto, el Concilio Lateranense V
define la inmortalidad del alma (D 738), está refiriéndose a algo
distinto de lo denotado con la misma expresión en el lenguaje
filosófico no cristiano. El alma cuya inmortalidad se afirma en el
concilio no es un espíritu puro, sino «el alma forma del cuerpo», no es
un ser desencarnado en su origen y desencarnable en su término, al
que la encarnación sobreviene como un accidente infeliz o una
condena, sino uno de los principios de ser del hombre. Su
inmortalidad no es, pues, la forma definitiva de su existencia, sino la
condición de posibilidad de la resurrección. Fijémonos más
atentamente en este último punto.
239

La idea de resurrección implica la identidad del hombre resucitado


con el hombre histórico. Es el mismo yo que ha muerto el que resucita
de entre los muertos. Ahora bien, para que tal identidad sea real, y no
meramente verbal, tiene que haber en ese yo algo que sobreviva a la
muerte, que sirva de nexo entre las dos formas de existencia, sin lo
cual no habría resurrección sino creación de la nada. Para que se dé
verdaderamente lo que la Escritura llama resurrección, la acción
resucitadora de Dios no puede ejercerse sobre el vacío absoluto,
sobre la nulidad total del ser humano; ha de apoyarse sobre un
elemento constitutivo del mismo. La muerte es fin del hombre entero,
mas no enteramente. Que el hombre, por la muerte, cese de ser no
significa que sea succionado totalmente por la nada; persiste en él un
quid, que ciertamente no es el hombre, pero que se impone a la
atención de Dios, que se graba en su memoria y a partir de lo cual el
amor divino reconstruye al ser humano en su integridad.
De otro modo, y caso de dar por buena la hipótesis de la
aniquilación total, habría que postular el absurdo metafísico de que
Dios cree dos veces a un ser del que se dice que es único e
irrepetible por definición. Nótese además que crear a tal ser una
segunda vez supondría no sólo replicar una determinada entidad
singular, sino también introyectarle un banco de recuerdos,
sentimientos, vivencias, experiencias ... ; sólo así se obtendría el
mismo hombre. ¿Es esto concebible?
Lejos, pues, de oponerse a la fe en la resurrección, la doctrina de
la supervivencia del principio espiritual del hombre es, lisa y
llanamente, su condición de posibilidad. Condición de posibilidad: tal
doctrina es funcional -y secundaria- respecto a la fe en la
resurrección. Pero es a la vez irrenunciable si por resurrección se
entiende lo que la Biblia enseña con ese término 1.

b) Retribución inmediatamente subsiguiente a la muerte. La muerte


es, según la fe cristiana, no sólo término de la condición itinerante del
hombre; es también comienzo de su condición definitiva (salvo que
entre en juego la posibilidad a que nos referiremos más abajo, d). Así
lo estipula la constitución dogmática Benedictus Deus, de BENEDICTO
XII (D 530 y ss.), quien dirimió las vacilaciones que sobre este asunto
se registraron en algún momento de la historia de la doctrina, y que
afectaron incluso a su antecesor, JUAN XXII.
EP-CR/EP-JUDIA: Con este aserto, la esperanza cristiana se
distancia de la esperanza judía, que difería el cumplimiento de la
promesa de salvación al extremo final de la historia. Cristo muerto y
resucitado ha cumplido exhaustivamente esa promesa; la pascua de
Cristo es la reapertura del paraíso (J/MUPARAISO /Lc/23/43: "hoy
estarás conmigo en el paraíso»). No hay, pues, una dilación en la
posesión de lo esperado; el «seno de Abraham», destino inmediato
de los muertos judíos, han sido derogado por el ser-con-Cristo,
destino inmediato de los muertos cristianos.

c) Carácter escatológico de la resurrección. El dato de la


240

inmediatez de la retribución ha de ser conjugado dialécticamente con


el carácter escatológico de la resurrección. Todos los textos
resurreccionistas del Antiguo y del Nuevo Testamento convienen en la
ubicación del acontecimiento en el éschaton. ¿Por qué? Porque,
como se ha indicado ya, el concepto bíblico de resurrección es un
concepto comunitario, corporativo. Es el cuerpo de Cristo, llegado a la
totalidad de sus miembros, el que resucita. Atomizar la resurrección
en resurrecciones es privatizarla, despojándola de su índole
cristológica y eclesiológica. Ni siquiera Cristo ha resucitado a título
privado, sino como «primicias» (1 Co 15, 20.23), es decir, como
cabeza de su cuerpo. Los cristianos, por su parte, resucitan como
miembros de dicho cuerpo (1 Co 6, 1415). He ahí la lógica inherente
al carácter escatológico de la resurrección.

d) Posibilidad de una purificación postmortal. ¿Es posible morir en


gracia, como amigo de Dios, pero sin haber alcanzado el grado de
madurez o limpieza de corazón que Dios podía esperar? Sí; la praxis
de la oración por los difuntos (recogida ya en la Escritura: 2 Mac
12,40ss; 1 Co 15,29; 2 Tim 1,16s.) acredita tal posibilidad,
solemnemente sancionada por el Concilio de Florencia (D 693).
PURGATORIO/DONDE-ESTA: La definición conciliar no exige que la
purificación postmortal cristalice en una situación local o
temporalmente extensa; hace años que H. U. VON BALTHASAR
propuso en un célebre artículo la condensación del purgatorio en el
instante puntual del encuentro del muerto con Cristo, y esta propuesta
ha encontrado un amplio consenso entre los teólogos. Con ella se
toca lo que será nuestro próximo objeto de reflexión: la forma de
duración de quien versa fuera de la historia.

e) La duración vigente fuera de la historia no puede ser la misma


que transcurre dentro de la historia, Siendo el modo de perdurar mera
dimensión del modo de ser, a un modo de ser distinto responderá un
distinto modo de perdurar. La duración del muerto es
inconmensurable con la nuestra; pensar como simultáneas muerte y
resurrección (vid. infra, teorías de BOROS, GRESHAKE y otros) es
reincidir en una concepción ingenua, acrítica, del problema 2.
Pero sin llegar a tanto, se incurre en la misma ingenuidad acrítica
cuando se predican unívocamente (incautamente) del muerto
nuestros adverbios temporales o nuestros tiempos verbales (el muerto
¿ya ha resucitado?; ¿aún no?; resucitará mañana?; ¿resucitó ayer?).
Tales modos de hablar tienen sentido exacto en su propio marco de
referencias; fuera de él no se sabe con precisión qué pueden
significar mientras: 1) no se determine el nuevo marco; y 2) no se
establezcan equivalencias fiables entre ambos marcos. Pero la
condición 1) -y consiguientemente la condición 2)- sólo puede
cumplirse de forma negativa y aproximativa: la duración propia del
muerto, esto es, del que ha salido del tiempo y de la historia para
entrar en la vida (o en la muerte) eterna, no puede ser el tiempo,
duración continua, sucesiva y limitada; ha de ser una duración que
241

trascienda el tiempo. Pero tampoco puede ser la misma duración


divina, la eternidad propiamente dicha; en tal caso se borraría la
frontera inviolable que separa a Dios del hombre, al Absoluto del
contingente, y la vida eterna sería, no ya salvación, sino pérdida por
absorción del ser humano en el Ser divino.
La duración propia del muerto no es, pues, ni el tiempo del hombre
mortal ni la eternidad del Dios inmortal. Para designarla (lo que
apenas es algo más que poner sobre ella un punto de interrogación),
los antiguos hablaban de «evo». Acaso sea preferible la expresión
«eternidad participada»; eternidad, porque se trata de un estado
definitivo, irrevocable, y por ende de una duración interminable o
ilimitada; eternidad participada porque, a diferencia de la eternidad
estricta, ha de darse en ella una cierta sucesividad, aunque no
necesariamente continua.

2 Ensayos de solución
HASTA AQUÍ, los datos con que toda explicación de nuestro
problema tiene que ajustar cuentas. A tenor de los mismos, no
parecen satisfactorias (puesto que no encajan con alguno de ellos)
las teorías siguientes:

a) EL MUERTO, al salir del tiempo, entra en la eternidad de Dios,


es decir, en una duración sin sucesión. El punto débil de esta teoría
consiste en operar sólo con dos modelos de duración: o el tiempo o la
eternidad dialéctica (planteamiento, por lo demás, típico de la teología
dialéctica radical: BARTH, BRUNNER y el primer ALTHAUS).

b) LA SITUACIÓN de alma separada, presunto sujeto de la


retribución entre la muerte y la resurrección, es inviable, tanto por
motivos metafísicos -siendo el alma principio de ser, no ser, no podría
subsistir en estado de desencarnación- como por motivos teológicos
-el esquema del alma separada induce un doblaje ilegítimo de los
éschata, hasta el punto de devaluarlos o vaciarlos-. Para obviar esta
representación del alma separada se propone alguna de estas dos
hipótesis o variantes de la teoría:

1) El hombre asume en el instante de la muerte una corporeidad


nueva; con todo, la resurrección propiamente dicha es escatológica,
tiene lugar al término de la historia, al ser un acontecimiento social
(resurrección universal) y cósmico (nueva creación). Así piensan
SCHOONENBERG, BOROS, MARTELET y otros.

2) La resurrección acontece sin más en la muerte, y no al término


de la historia; en realidad no sería menester un término de la historia;
ésta puede ser una magnitud indefinidamente abierta. El patrocinador
más destacado de esta hipótesis es GRESHAKE.

La fragilidad de la teoría b, en cualquiera de sus dos hipótesis,


estriba en la postulación gratuita de un nuevo soma que el hombre
242

cobra en la muerte misma, al margen del éschaton. A más de ser


extraña a la Biblia, esta idea se enfrenta con serios interrogantes: ¿es
todavía la muerte algo realmente letal?; ¿es la resurrección
escatológica algo más que un producto residual del pensamiento
apocalíptico?
La variante 2) de esta segunda teoría, procediendo a la liquidación
pura y simple de la resurrección escatológica y sustituyéndola con
una multiplicidad de resurrecciones, choca frontal y expeditivamente
con el dato c), antes expuesto. La variante 1) quedaría invalidada por
el dato e); leyendo a sus partidarios da, en efecto , la impresión de
que se piensa que la línea continua y sucesiva que es nuestro tiempo
se desdoble, del lado de allá, en otra línea paralela, homogénea,
igualmente continua y sucesiva, puesto que se sostiene que a la
sucesión de muertes puntuales corresponde una sucesión de
resurrecciones puntuales. Esta segunda variante, por tanto, no
negaría (¡bien a su pesar!) la existencia de un estado intermedio,
temporalmente extenso; negaría tan sólo la idea de alma separada
como sujeto de dicho estado.
A estas altura del debate, que se interna ya en un fárrago de
confusas sutilezas, seguramente interese recordar que estamos ante
una cuestión secundaria. La fe se juega no en ella, sino en sus
antecedentes: en los cuatro datos antes recensionados. Con todo, no
es una cuestión superflua; así lo muestra la abundante literatura a
que ha dado origen. ¿Será lícito abundar aún en el fárrago, continuar
indagando en otras vías de salida?
Para ello es preciso examinar un aspecto del problema que ha
pasado comúnmente inadvertido 3. La solución de la teología clásica,
cuestionada hoy con argumentos sobradamente conocidos 4,
operaba con dos premisas: alma separada; duración extensa de la
misma entre la muerte y la resurrección. Ambas premisas se han
venido considerando, al menos de hecho, como indisociables o
mutuamente involucradas. ¿Es esto exacto?
No; ni la afirmación del alma separada conlleva la de su duración
extensa, ni la negación de esa duración extensa conlleva la del alma
separada. Éste es el punto que va a reclamar ahora nuestra
atención.
En 1979 la Congregación para la Doctrina de la Fe hizo público un
documento sobre problemas actuales de escatología (cf. AAS 71,
1979, 939-943). En lo tocante a nuestro tema, el texto romano toma
postura a favor de «la continuación y subsistencia tras la muerte del
elemento espiritual (del hombre)... incluso desprovisto de su
complemento corporal», y añade que «para designar este elemento,
la Iglesia usa el vocablo alma». El sentido obvio de estas frases es
inequívoco; se nos está remitiendo al alma separada, premisa primera
de la solución tradicional.
La segunda premisa, en cambio, es silenciada por el documento;
no se estipula, en efecto, la índole de la duración del alma separada;
y tanto menos se estatuye que sea una duración extensa. Se dice tan
sólo que la Iglesia espera la parusía (y por tanto la resurrección)
243

como acontecimiento «distinto y diferido» respecto a «la condición


propia de los hombres inmediatamente después de la muerte».
Muerte y resurrección no son, pues, eventos simultáneos, sino
sucesivos. Son eventos «distintos». ¿Son también distantes?; ¿hay
que intercalar entre ellos una duración extendida a lo largo de un eje
continuo? De ello nada dice la declaración del dicasterio romano.
En realidad, las reservas que suscita el concepto de alma
separada surgen de la precariedad de su estatuto ontológico, que se
acentuaría si se le asignase una persistencia extensa. Desde luego, y
de acuerdo con el dato e), no se debe proyectar más allá de la muerte
la duración temporal propia del más acá. Lo que para nosotros está
situado al término de una extensión temporal continua, no tiene por
qué estarlo para el muerto. En rigor, es legítimo conjeturar que quien
ha salido del espacio-tiempo ha llegado, eo ipso, al fin de los tiempos,
al éschaton, y por ende a la eternidad, con tal que con ello no se
pretenda, como sostenía la teoría a), que ha desembocado en el nunc
eterno exclusivo de Dios.
De otra parte, empero, sin echar mano de la idea alma separada
es imaginable una muerte-tránsito, pero deviene impensable una
muerte-ruptura. Sin embargo, la muerte humana es, ante todo,
ruptura, fin del hombre entero; Getsemaní autentifica con memorable
realismo esta dimensión de la muerte. Pues bien; apenas se podría
hablar de muerte real si no se produjera una inmutación ontológica en
su sujeto (análogamente, apenas se podría hablar de resurrección
real si no se registrase una reconstitución somática de dicho sujeto,
su restitutio in integrum).
De ambos extremos -muerte real, resurrección real- da razón el
concepto alma separada; si se abandona, ya no se entiende muy bien
en qué consiste realmente tanto la muerte como la resurrección. La
muerte pierde su temible incisividad; la resurrección, su carácter de
auténtica novedad. Con otras palabras; supuesto que la muerte
importa una genuina ruptura ontológica, mas no una aniquilación, la
idea de alma separada expresa tanto la afirmación de la ruptura como
la negación de la aniquilación, dejando así abierto el hecho muerte al
hecho resurrección.

RESUMIENDO: el descrédito que rodea hoy al concepto de alma


separada, y contra el que nos precave la Congregación para la
Doctrina de la Fe, parece inmerecido. Probablemente dicho concepto
pueda restar buenos servicios a la hora de sopesar con rigor la
verdad de la muerte y de la resurrección. Otra cosa es adscribir a esa
situación ontológica una dimensión cronológica. La fractura que
produce la muerte y que constituye el presupuesto de la resurrección
comporta la idea de alma separada. Ahora bien, no se ve por qué la
duración de ese status crítico haya de tener más extensión que la
necesaria y suficiente para que se dé la secuencia
muerte-resurrección. No es obligado distender muerte y resurrección
en un intervalo cuantitativamente mensurable.
Dicho de otro modo: la realidad "alma separada» concierne a un
244

orden metafísico que incluye la sucesión entre dos formas de ser,


pero no necesariamente la duración extensa intercalada entre ambas
5.
Resta todavía por decir una palabra sobre la vertiente pastoral de
la cuestión, que es lo que ha motivado la toma de postura de la
Congregación. Como es bien sabido, una cosa es el plano de la
pesquisa y el debate teológicos y otra el del kerigma y la catequesis;
lo que se mueve en aquél no es transferible sin más a éste. Buen
ejemplo de ello es precisamente el problema que nos ocupa. La
respuesta tradicional al mismo tiene la innegable ventaja de estar
aclimatada al medio, de ajustarse casi espontáneamente a los hábitos
mentales vigentes (al menos hoy por hoy) en el hombre de la calle.
Usada secularmente como vehículo expresivo de la fe en los datos
dogmáticos reseñados más arriba (inmortalidad del alma, retribución
inmediata, resurrección escatológica, purificación postmortal), los
explana con sencillez y eficacia pastoral bien probada. No es
desdeñable este hecho a la hora de emitir un juicio sobre la entera
cuestión .
Por el contrario, todo nuevo ensayo interpretativo habrá de
demandarse cómo lee los antedichos datos y qué grado de
receptividad puede lograr en el pueblo cristiano, especialmente
sensible desde siempre -icf. 1 Tes 4, 13 ss.; 1 Co 15, 35ss.!- a este
sector de la doctrina de la fe.

J. L. RUIZ DE LA PEÑA
LA OTRA DIMENSION
ESCATOLOGIA CRISTIANA
Presencia Teológica, 29
SAL TERRE. SANTANDER-1986.Págs. 9-75

...................
1. Cuán difícil resulte garantizar la identidad entre el hombre resucitado y el
histórico sin contar con este supuesto, se manifiesta, por ejemplo, en el libro de
X. LEÓN-DUFOUR. Jesús y Pablo ante la muerte, Madrid 1982, pp. 293 y ss.
Habiendo de explicar «la continuidad... que une al resucitado con el hombre que
vivió en la tierra», el ilustre exégeta francés recurre a «dos factores:: 1) «el mismo
Dios que da la vida y devuelve la vida»; 2) «el amor que a lo largo de mi vida se
ha ido encarnando en mí». En cuanto al factor 1), hay que preguntarse si la
acción divina de devolver la vida es la misma que da la vida; en tal caso, según
ha quedado dicho antes, no hay resurrección, sino creación, y ambas cosas
distan de ser idénticas. En cuanto al factor 2), ¿cuál es el sujeto del amor al que
se alude? Para que el amor sea "factor de continuidad», tiene que tener un
soporte ontológico, ha de pertenecer a alguien: ni hay muecas sin rostro ni hay
amor sin amante.
2. Incluso en el ámbito de la física, el concepto de simultaneidad se ha tornado
problemático. «¿Cuándo podremos decir que dos sucesos que tienen lugar, el
uno en la tierra y el otro a una gran distancia de ella... son simultáneos?... La
palabra simultáneo ha perdido su sentido>, «Nos hemos acostumbrado a
entender siempre (a propuesta de Einstein) la palabra simultáneo con la
245

condición 'relativo a un determinado sistema de referencias"»; W. HEISENBERG,


Más allá de la Física. Madrid 1974, pp. 112 y 114.
3. Salvo para C. RUINI. Immortalitá e risurrezione nel Magistero e nella Teología
oggi, «Rassegna di Teologia» 1980, pp. 102-115; pp. 189-206. He aquí un
espléndido trabajo; personalmente agradezco al autor la atención que dedica a
mis escritos sobre el tema. Mi posición está perfectamente reflejada en su
artículo (lo que no siempre sucede) y sus observaciones me han hecho
reflexionar.
4. Cf. J. L. RUIZ DE LA PEÑA. La otra dimensión, pp. 384.
5. La «unicidad», de la Asunción de María, recordada por el documento de la
Congregación, estaría a salvo, en todo caso, porque en ella se da una auténtica
«resurrección inmediata», incluso para el punto de vista de quienes la
contemplan aun desde la historia; la Asunción sustrae a la corporeidad de María
de las leyes del tiempo y de la muerte. De otro lado RAHNER advierte
sagazmente (0.c., pp. 464s.) que si el privilegio de la Asunción se entiende como
prioridad cronológica de la resurrección de María, sería difícil explicar Mt 27,52 y
su eco en la tradición patrística, que naturalmente no han querido ser
desautorizados por la Bula definitoria del dogma asuncionista.
6 Cf. sobre esto J. RATZINGER, Entre muerte y resurrección. «Revista Católica
Internacional Communio», mayo-junio 1980, pp. 273-286. RATZINGER es hoy el
más destacado defensor de la doctrina tradicional del estado intermedio; vid. su
Eschatologie. Tod und ewiges Leben, Regensburg 1977. (Hay traducción
española).

LA MUERTE, FRACASO Y PLENITUD

Juan Luis RUIZ DE LA PEÑA

«Si Dios es quien dice ser, si Dios es el amigo fiel del hombre, si Dios ha
creado al hombre por amor y para la vida, Dios no puede ser vencido por la muerte ni puede
contemplar impasible la muerte de su amigo».

¿Qué piensa el hombre de nuestros días sobre la muerte? ¿Cómo


la afronta? ¿En qué medida se siente cuestionado por ella? ¿Con qué
respuestas cuenta para establecer su sentido? De esto es de lo que
les querría hablar hoy dentro de este ciclo sobre «El hombre y el
Absoluto».
La muerte está siendo objeto de represión, de maquillaje, de
enmascaramiento, de silencio, de sublimación, de glorificación, pero
en cualquier caso esta ahí omnipresente y humana, humana hasta el
punto de que alguien que sabe mucho de esto y que ha escrito un
precioso libro sobre el tema, Edgar Morin, ha escrito que ella
diversifica al hombre del animal más nítidamente todavía que el
utensilio, el cerebro o el lenguaje. Nada tiene de extraño, por tanto,
que, tras un breve paréntesis de olvido sistemático, filósofos y
antropólogos le concedan hoy de nuevo un rango de honor en sus
reflexiones.
246

Pero con un sesgo distinto del que venía siendo habitual: el


discurso actual sobre la muerte se ha desvinculado del discurso sobre
la inmortalidad. En realidad, la filosofía de la muerte ha sido
tradicionalmente una filosofía sobre la inmortalidad, no sobre la
muerte. Pues bien, en nuestros días asistimos al nacimiento de un
discurso sobre la muerte en el que ésta es abordada en sí misma y
por sí misma o en su relación con la vida, y no como simple
propedéutica o pórtico de una eventual sobre-vida o de una presunta
inmortalidad.
De ahí -muy brevemente y a modo de introducción- quisiera tomar
el punto de partida para esta charla: de la ruptura que introduce
Feuerbach entre muerte e inmortalidad y de la recuperación de esa
idea con M. Scheler. A partir de ahí querría intentar una síntesis de lo
que la reflexión contemporánea está dando de sí en su indagación
sobre el tema que nos reúne. No voy a referirme, por tanto, a un
aspecto tan importante de la cuestión como es la actitud
sociológicamente imperante hoy ante la muerte. Baste señalar
únicamente la atención preferente que los profesionales del
pensamiento le vienen dedicando al tema, en contraste con el
desentendimiento que parece reinar a nivel de calle sobre la cuestión.
Tampoco me referirá a la respuesta cristiana al problema, esa
respuesta que el credo enuncia al final con las palabras «espero la
resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro». Solamente al
final haré una brevísima alusión a ella, como término de mi exposición.

Quiebra de la idea de inmortalidad


En el patrimonio cultural que Occidente recibió de los griegos
figuraba, y por cierto en un lugar muy destacado, la creencia en la
inmortalidad. Esta creencia dominó durante al menos dieciocho siglos,
salvo raras y secundarias excepciones. Este consenso secular se
rompe en el siglo XIX por obra sobre todo de Feuerbach y de la
izquierda hegeliana, la izquierda materialista. Esa ruptura alcanza en
nuestros días proporciones espectaculares. El hombre actual es
prevalentemente escéptico con respecto a la posibilidad de sobrevivir
a la muerte.
Estadísticas al canto, aunque no sean muy recientes: en Inglaterra
la mitad de la población, según encuesta realizada en 1955, no creía
en ninguna forma de supervivencia; en Estados Unidos (la encuesta
data de 1959) sólo un 55% se inclinaba por la admisión de una vida
después de la muerte; un 43% en Francia dice creer en Dios y no
creer en la supervivencia (datos de 1961); un 58% en Alemania
Federal (datos de 1968); un 62% en Inglaterra (datos también del 68);
un 30% en Estados Unidos (datos de 1973)... Las cifras son aún más
sorprendentes si se tiene en cuenta que muchos de los que confiesan
creer en Dios dicen no creer en la supervivencia. Habría que
preguntarles entonces en qué Dios creen o qué Dios puede ser
creíble en este caso.
¿Por qué camino se ha accedido a esta quiebra de la idea de
247

inmortalidad y qué juicio de valor merece esta quiebra?


Para Feuerbach, la tesis de la inmortalidad reposa sobre un
dualismo antropológico, alma-cuerpo, inaceptable desde la óptica
materialista, no sólo por la radical incompatibilidad de esta óptica con
la afirmación de una entidad espiritual cualquiera, sino -y sobre todo-
porque el antedicho dualismo alma-cuerpo entraña otro dualismo, un
dualismo ético. Al binomio alma-cuerpo correspondería el binomio
cielo-tierra, con la consiguiente depreciación de ésta (la tierra), en
favor de aquél (el cielo).
En un pasaje de su obra más conocida e importante, La esencia del
cristianismo, dice nuestro autor: «Si mi alma pertenece al cielo, ¿por
qué debo yo, cómo puedo yo pertenecer con el cuerpo a la tierra?».
La inmortalidad del alma funcionaría entonces como piadosa coartada
para los evasionismos de distinto tipo. Si se quiere devolver al hombre
el gusto por la tierra y el coraje por la empresa de edificar la ciudad
terrena, es preciso renunciar al cielo y, por tanto, aparcar el sueño
inmortalista. Sólo entonces, prosigue el autor, la humanidad se
concentrará en sí misma y en su mundo del presente. La humanidad
-dice el texto-: ésa es la verdadera divinidad, el único sujeto de la
auténtica inmortalidad. En otro lugar de la misma obra se lee: «Tu
creencia en la inmortalidad es solamente verdadera y auténtica
cuando crees en la eterna juventud de la humanidad». Por el
contrario, el individuo singular es constitutivamente mortal, y todo el
talento vanamente derrochado por los filósofos en probar su presunta
supervivencia estaría mejor empleado en reconciliarlo con la limitación
inherente a su finitud biológica y en exorcizar el temor de la muerte;
temor gratuito, según Feuerbach, porque la muerte es, textualmente,
un ser fantasmagórico que sólo es cuando no es, y no es cuando es.

En esas reflexiones de Feuerbach se encuentra ya toda una serie


de motivos anti-inmortalistas que desarrollarán más tarde el marxismo
clásico y las ideologías materialistas en general.
Habrán observado que el acento recae aquí no tanto sobre una
crítica teórica de los argumentos en favor de la inmortalidad, cuanto
sobre un interés pragmático, práctico: el de no desarraigar al hombre
de su entorno. Es en este mundo, en esta historia, y no en la
eternidad del más allá, donde el ser humano se logra o se malogra; y
es el hombre-humanidad, no el hombre-individuo, el valor supremo a
cuya realización es menester subordinar cualquier otro valor. A la
devaluación del individuo sigue lógicamente la devaluación de la
muerte. Sobre esto volveremos más tarde.
La muerte es un ser fantasmagórico. Se recupera así el viejo
raciocinio de Epicuro, que proclamaba la no coincidencia del evento
mortal con su sujeto. Mientras existimos, la muerte no se halla con
nosotros; cuando la muerte viene, los que no existimos somos
nosotros. Nosotros y la muerte no coincidimos nunca; por eso la
muerte es un ente fantasmagórico. Para Feuerbach, en suma, la
pérdida de la fe en la inmortalidad es el supuesto previo del único
humanismo posible y realista.
248

La muerte atañe esencialmente a la vida


Scheler, nacido dos años más tarde de la muerte de Feuerbach, va
a pensar de modo radicalmente distinto. Para él, la pérdida de la idea
de inmortalidad responde a un proceso de deterioro de la conciencia
que el hombre tiene de sí mismo. No se quiere saber de la propia
inmortalidad -dice-, porque no se quiere saber de la propia muerte. Lo
que se está negando con la negación de la supervivencia es la
entraña y la esencia de la muerte; y, sin embargo, la muerte atañe a
los elementos constitutivos de toda conciencia vital. Al descarnado
«yo debo morir» se prefiere un saber de carácter general acerca de la
muerte ajena. Nuestra sociedad ha instaurado -continúa Scheler- un
modo de reprimir la conciencia de la muerte propia sumergiendo al
hombre en el vértigo de una praxis para la cual sólo es real lo
calculable, sólo es valioso lo que da seguridad. Los miembros de esta
sociedad no saben que tienen que morir su muerte, porque
únicamente saben que el duque de Wellington murió, que algunos
hombres murieron, que el otro muere... Como consecuencia, se
impone el estilo de morir como «un otro» de otro, desposeyendo así
de todo sentido a la pregunta sobre la inmortalidad, porque se ha
desposado de sentido a la pregunta misma sobre la muerte.
No nos interesa en este momento indagar cómo el saber sobre la
muerte concierne a la constitución misma de toda autoconciencia
humana, pero sí interesa retener como válida -creo yo- la denuncia
que Scheler hace de una sociedad que narcotiza a los que la
componen para que desdeñen su mortalidad, porque esta pauta de
comportamiento se ha afianzado, desde que Scheler la criticara hace
ya más de sesenta años, en la comunidad tecnocrática de nuestros
días hasta cristalizar en lo que se ha dado en llamar sarcásticamente
«the americen way of death», el estilo americano de muerte.
La negación de la muerte es hoy un dato, como acabamos de ver,
empíricamente constatable, al menos por lo que tiene de negación de
la inmortalidad, cuantificable incluso en las estadísticas. Habría que
preguntarse si esta negación no es sino la afirmación invertida,
crispada, neurótica, de una presencia que, por intolerable, no se
quiere tematizar; una presencia censurada, a la que se opone un veto
categórico que la impide reflejarse en la conciencia contemporánea.
Estamos, por lo tanto, ante un doble diagnóstico: a) la idea de
inmortalidad ha dejado de tener vigencia, porque el hombre ha
despertado a la llamada a construir su mundo, el de este espacio y el
de este tiempo (Feuerbach); b) la idea de inmortalidad ha caído en el
olvido porque se ha dado en olvidar que yo tengo que morir y que
cada cual ha de morir su propia muerte (Scheler).
¿Cual de estos dos pronósticos se ha cumplido: el de Feuerbach o
el de Scheler? Para responder a esta pregunta habría que distinguir.
En lo que antes he llamado «nivel de calle», se sintoniza
indudablemente con Feuerbach, aunque no se le conozca. En el nivel
del pensamiento filosófico, es la posición de Scheler, naturalmente
con matices, la que ha terminado por prevalecer. En los profesionales
249

del pensamiento prevalece tomarse en serio la muerte. ¿Por qué?


¿Por qué ha prevalecido Scheler sobre Feuerbach a ese nivel? Pues
porque, si hay algún dato sobre el que no puede caber duda -algún
dato antropológico, quiero decir, que no sea susceptible de
manipulación, de camuflaje-, es el dato de la finitud del hombre. El
hombre es un ser limitado, contingente, perecedero, caducable a
corto plazo. El hombre es un ser finito, y esa finitud es la nota más
abarcadora, el distintivo más infalsificable de la condición humana. De
impedir su camuflaje se encarga la muerte. La muerte sería la
evidencia empírica, física, brutalmente irrefutable, de esa cualidad
metafísica de la realidad -de la realidad humana en este caso- que
llamamos «finitud».
Pues bien, haber puesto esto en claro de una vez por todas es el
mérito indiscutible de la actual reflexión sobre la muerte. Se ha escrito
en una obra reciente que nuestro siglo podría ser llamado con justeza
un «siglo de muerte», no sólo porque en él proliferan con una
regularidad aterradora las muertes violentamente inferidas -los
especialistas en estadísticas sostienen que la Segunda Guerra
Mundial produjo más muertes violentas que todas las demás guerras
juntas-, sino también porque en él se ha reflexionado mucho y bien
sobre la muerte.
Seguramente ambos factores están relacionados, la proliferación de
las muertes en el ámbito de la praxis de la vida cotidiana tenía que
inducir la consideración de la muerte en el ámbito de la teoría, y así,
como es bien sabido, el existencialismo hizo de este tema un asunto
neurálgico de su reflexión antropológica; pero también, e
inesperadamente, el sector más evolucionado del marxismo recupera
el dato muerte como objeto de inquisición filosófica. Inesperadamente,
porque el marxismo clásico, desde Feuerbach para acá, desdeñó
olímpicamente el dato y lo degradó, diríamos, a puro hecho no
merecedor de reflexión, incapaz de suscitar una reflexión filosófica.

Las reales dimensiones de la muerte


Lo que resulta de esta detenida indagación del problema «muerte»
es el descubrimiento de sus reales dimensiones. En este punto creo
que se puede diseñar lo que es hoy un práctico consenso: el
problema de la muerte no es un problema sectorial, sino un problema
global; cuando decimos «muerte», no estamos abordando una
cuestión marginal, sino cardinal. Efectivamente, la pregunta sobre la
muerte desencadena toda una serie de interrogantes sobre el sentido
de la vida y el significado de la historia; sobre la validez de los
imperativos éticos absolutos: la justicia, la libertad, la dignidad...;
sobre la dialéctica presente-futuro; sobre la posibilidad de la
esperanza... La pregunta sobre la muerte es sobre todo una variante
de la pregunta sobre la singularidad, irrepetibilidad y validez absoluta
del individuo concreto, que es en definitiva quien la sufre, su sujeto.
Todas estas dimensiones del problema muerte han sido tocadas con
mayor o menor profundidad por los autores antes citados:
existencialistas como Heidegger, Sartre, Jaspers, Marcel, etc.;
250

marxistas evolucionados, neomarxistas o marxistas humanistas como


Bloch, Garaudy, Schaff, Kolakowski, etc. Examinémoslas más
detenidamente:

1. La pregunta sobre la muerte es en primer lugar la pregunta sobre


el sentido de la vida. H/SER-PARA-LA-MU: El hombre, decíamos
antes, es finitud constitutiva. En cuanto tal, el hombre es
ser-para-la-muerte-la ya tópica descripción heideggeriana de la
condición humana-, y lo es en un doble sentido: ante todo, en el
sentido biológico -en lo cual no se distingue del resto de los seres
vivos, todos los cuales llevan la muerte incrustada en su código
genético (la muerte es una especie de astucia de la vida para
perpetuarse)-; pero lo es también en un sentido propio, singular: en el
sentido que Heidegger llamaría «existencial» u «ontológico». El
hombre es ser para la muerte en tanto en cuanto que él, y sólo él, no
sólo muere, sino que sabe que muere. En el resto de los seres vivos,
decía Heidegger, se da la pura facticidad del expirar, se da el deceso
como hecho biológico, pero no se da esta interna ordenación hacia la
muerte que se da en el hombre por su conciencia anticipatoria del
hecho mismo de tener que morir.
Siendo ser para la muerte en este doble sentido -el biológico y el
existencial u ontológico-, la vida del hombre tendrá significación en la
medida en que lo tenga su muerte. Y viceversa, una muerte sin
sentido, una muerte insensata, contagiará restrospectivamente de su
insensatez a la vida.
En este punto, la reflexión de Sartre es de una enorme lucidez.
Realmente, si el hombre es ser para la muerte -le dice Sartre a
Heidegger-, y la muerte no es sino asomarse a la nada, a la cara
vacía de la nada, entonces el hombre es ser para la nada; es decir, el
hombre es una pasión inútil. Por lo tanto, parece que no se puede dar
respuesta a la pregunta por el sentido de la vida mientras no se
esclarezca de algún modo el sentido de la muerte, dado que hemos
convenido en que el sentido de la vida era para la muerte, o estaba
ordenada hacia ella. Entre tanto se encuentra ese sentido de la
muerte, deberíamos demandarnos con un teórico marxista, el famoso
filósofo polaco Adam Schaff: «¿para qué todo esto, si al fin hemos de
morir?».

2. En segundo lugar, la pregunta por la muerte es la pregunta por el


significado de la historia. Aquí es donde el marxismo heterodoxo ha
aportado el correctivo más fuerte a la teoría clásica del marxismo
sobre la muerte. No es posible encerrar la muerte en el recinto de lo
que atañe sólo a los individuos; no es lícito difamar la preocupación
que suscita la muerte, calificándola de egocentrismo inmaduro, de
falta de conciencia de clase, de deformación pequeño-burguesa, de
fijación neurótica, etc., porque, como ya había recordado Engels en
su dialéctica de la naturaleza, la muerte del individuo es índice de la
mortalidad de la especie; la mortalidad microscópica es reflejo
localizado de una mortalidad macroscópica que constituye la
251

atmósfera en que se mueve y respira todo lo que vive. No mueren


sólo los individuos: mueren también los individuos; pero mueren
porque pertenecen a una especie mortal. Los individuos son mortales,
las culturas son mortales, las naciones son mortales, la humanidad es
mortal..., y por eso la muerte concreta, singular, de Fulano de Tal
debe ser situada en el horizonte de lo que Engels llamaba la «muerte
total». Más concretamente, la finitud del hombre concreto-singular es
presagio, preaviso, de la finitud de lo humano, de todo lo humano, es
decir, de la humanidad y del mundo humanizado por el hombre.
Con lo cual, lo que se pregunta de inmediato es: ¿cuál es el sentido
último de la aventura humana en el mundo?; ¿qué es lo que
prevalece al término del proceso histórico: el hombre dominando la
naturaleza por vía de la racionalidad dialéctica, como pensaba Marx, o
la naturaleza engullendo al hombre por vía de la necesidad biológica
que se ejecuta sumarísimamente en la mortalidad de cada cual? Lo
que parece prevalecer a fin de cuentas, si no se encuentra respuesta
al tema de la muerte, es el cosmos sobre el logos, la naturaleza sobre
el hombre, y no el hombre sobre la naturaleza.

3. En tercer lugar, la pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre


los imperativos éticos absolutos: los imperativos de justicia, de
libertad, de dignidad... ¿Es posible atribuir estos valores absolutos a
sujetos contingentes? Si un hombre tratado injustamente muere para
quedar muerto, ¿cómo se le hace justicia?, preguntaría Horkheimer; y
si no se le puede hacer justicia a él, ¿con qué derecho puedo exigir
yo que se me haga justicia a mi? ¿Cómo se devuelve la libertad y la
dignidad a los tratados como esclavos si realmente ya no son más,
porque han dejado de ser total e irrevocablemente? Son estos
interrogantes los que mueven a Garaudy, a los posmarxistas de la
escuela de Frankfurt (Adorno, Horkheimer, Benjamín), etc., a asentar
lo que Garaudy llama el «postulado de la resurrección».
La opción revolucionaria, dice Garaudy, implica el postulado de la
resurrección. ¿Cómo puedo yo ofrecer éticamente un mundo nuevo
para todos si no ofrezco a todos una oportunidad para disfrutar de
ese mundo? Por lo tanto, esa ética de la revolución que postula la
justicia universal, la libertad universal, tiene que operar con el
supuesto previo de la resurrección. (Otra cosa es que después,
cuando Garaudy se pone a explicar lo que entiende por
«resurrección», su explicación nos deje a los cristianos más bien
insatisfechos. Este es ya otro asunto).

4. En cuarto lugar, la pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre


la dialéctica presente-futuro, uno de los temas favoritos del marxismo
clásico. Vivimos en un presente poco acogedor, inhóspito, dominado
por la alienación, un presente que es reino de la contradicción; y por
eso soñamos con un futuro que sea lo que Bloch llamaba «reino de la
identidad». Pero entre el presente que sufrimos y el futuro que
soñamos se intercala una ruptura, la sima «muerte». ¿Es posible
franquear esa sima, tender un puente por el que podamos transitar
252

del presente al futuro? ¿Es posible que los contenidos de futuro


alcancen también al presente, o habrá que resignarse a considerar el
presente como medio y a sacrificarlo a un futuro considerado como
fin? El papel de las generaciones intermedias -y, mientras no se diga
lo contrario, todos somos generaciones intermedias, salvo la presunta
última generación- ¿habrá de ser el de servir únicamente de
andamiaje o de material de derribo para la generación escatológica?

5. En quinto lugar, la pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre


el sujeto de la esperanza. ¿Quién puede conjugar el verbo esperar?
¿Posee esperanza el individuo concreto, singular, o es más bien la
esperanza de la especie, como insinuaba de alguna manera
Feuerbach? ¿Tenemos esperanza las generaciones intermedias, o
somos más bien lo que permite contemplar con esperanza a la
generación escatológica? Ser esperanza para otros no es igual que
tener esperanza. Una cosa es ser sujeto de esperanza propia, y otra
ser objeto de la esperanza ajena. ¿Quién conjuga aquí el verbo
«esperar» con sentido? Cuando se dice que tenemos que
sacrificarnos por un mundo mejor para nuestros hijos -apunta Schaff-,
cuando en las reuniones de partido se pedía a los militantes que se
sacrificaran por las generaciones futuras, lo único que se lograba era
quitarles a nuestros militantes las ganas de tener hijos.

6. En fin, la pregunta sobre la muerte es una variante de la


pregunta sobre la persona, sobre la densidad, la irrepetibilidad y el
valor absoluto de quien la sufre. La cuestión radical que plantea la
muerte podría formularse más o menos así: «¿Es o no es todo
hombre un hecho irrevocable, irreversible?» Si lo es, este hecho no
puede ser pura y simplemente succionado por la nada. Si no lo es, si
también el hombre pasa como pasan los demás hechos, entonces no
habría por qué tratarlo con tantas contemplaciones: la realidad
«persona» es una ficción especulativa y debe ser reabsorbida en esa
otra realidad omnipresente que llamamos «naturaleza». Entonces,
obviamente, la muerte es un fenómeno banal, como es banal la caída
de la hoja en otoño. A nadie se le ocurre filosofar sobre la caída de la
hoja en otoño, la filosofía podría haberse ahorrado el tiempo que le
ha venido dedicando a ese tema. En suma, la envergadura que se
reconozca a la muerte está en razón directa de la que se reconozca a
su sujeto paciente. La minimización de la muerte es el índice revelador
de la minimización del individuo mortal. Y viceversa, una ideología que
trivialice al individuo trivializará la muerte. Por el contrario, si la muerte
es captada como problema, es porque el hombre es captado como
valor; porque el hombre se sabe más que un puro hecho; porque el
hombre trasciende la facticidad del hecho bruto. Entonces sí;
entonces la muerte es problema.
Kolakowski, otro teórico posmarxista, dirá en una frase difícilmente
mejorable que, si el hombre es un valor absoluto, entonces la muerte
de un hombre es una tragedia absoluta, y el mundo, cuando muere un
hombre, es distinto y ha perdido algo supremamente valioso.
253

El discurso trans-racional sobre la muerte


Como puede verse, las preguntas se han multiplicado, y es dudoso
que un discurso puramente racional esté en disposición de dar las
respuestas adecuadas. Los que ofertan hoy respuestas a estas
preguntas lo hacen desde lo que algunos de ellos llaman el «discurso
transracional», es decir, un discurso más meta-religioso que filosófico
o científico. Para los autores que optan por respuestas positivas a
estas series de preguntas que hemos planteado, las cosas parecen
presentarse así: la muerte es necesaria por vía de hecho y parece
imposible por vía de razón, puesto que conduce al absurdo, y la razón
recusa el absurdo. Entonces la victoria sobre la muerte sería
necesaria por vía de razón, aunque parezca imposible por vía de
hecho.
El espíritu oscila indefinidamente entre estos dos polos: necesidad
de la muerte y necesidad de una victoria sobre la muerte. La razón
por sí sola no alcanza a despejar esta ambigüedad, porque una y otra
vez se da de bruces con el espesor del hecho opaco, compacto,
impenetrable, del tener que morir. Unamuno, obsesionado desde
siempre con este asunto, expresaba esta perplejidad bellamente
cuando escribía aquello de que «ni el sentimiento logra hacer del
consuelo una verdad, ni la razón logra hacer de la verdad un
consuelo». ¿Qué resta entonces? Resta la esperanza; la esperanza,
que -notémoslo bien- sería imposible si la aniquilación o la sobre-vida
fuesen certezas racionales. La esperanza es posible justamente
porque ninguna de las dos alternativas se impone apodícticamente
sobre su contraria. En este punto, dice Bloch citando a Montaigne, la
única postura sensata es la de el gran «peuttre». Me voy al gran
«quizás», decía Montaigne moribundo.
Junto a la esperanza, y provocada por ella, queda también otra
cosa: queda la idea de trascendencia.
Es realmente sorprendente -y tal vez sea éste uno de los
fenómenos más llamativos de la actual filosofía- la recuperación de la
idea de trascendencia. Explícitamente nombrada por existencialistas
como Jaspers o Marcel e implícitamente intuida por el último
Heidegger; explícitamente nombrada por marxistas como Bloch o
Garaudy y explícitamente nombrada también por posmarxistas como
Horkheimer o Adorno, la idea de trascendencia aparece hoy como la
alternativa a la idea de la muerte. Pero por «trascendencia» ya no se
entiende -al menos no necesariamente- lo que entendía la tradición
filosófico-teológica clásica. Este concepto se ha hecho más fluido,
más genérico.
Con la idea de trascendencia se expresa hoy, y cito palabras de
Bloch, el anhelo de un «non omnis confundar», de un «no
desapareceré enteramente»; el voto esperanzado de que el núcleo
auténtico de lo humano no se extinga para siempre con la muerte de
su sujeto; la confianza de que, a la postre, el SER, con mayúsculas,
prevalezca sobre la nada. Pero, claro, admitida esta apelación a la
trascendencia, surge inapelablemente la cuestión crítica: ¿quién será
254

el beneficiario concreto de esta trascendencia: el ser con mayúsculas,


del que hablaba Heidegger como destino del ente; el «homo
revelatus», que dice Bloch, el hombre revelado finalmente que
sucederá al «homo absconditus», al hombre que se gesta ahora; el
revolucionario triunfante con conciencia de clase, del que hablaba
Garaudy?
Todos estos sujetos de una presunta victoria sobre la muerte, de
una presunta trascendencia, tienen unas señas precisas de identidad
personal, tienen un rostro, un nombre, y éste es el punto más oscuro
de los modernos discursos sobre la muerte, de las modernas
tanatologías. Se tiene la impresión, en estos autores, de que el
modelo de inmortalidad espiritualista, desencarnada, individualista,
etc., los inhibe de alguna manera, los coarta; parecen tener miedo a
dar el paso a una neta afirmación de inmortalidad personal, porque
piensan que esa afirmación conllevaría la subjetividad solipsista,
individualista, desencarnada, del alma inmortal, sola. Salvo,
naturalmente, la excepción -aquí gloriosa excepción- de Gabriel
Marcel, que, como cristiano confesante, ha sabido captar que la
victoria del yo personal sobre la muerte se funda en una comunión y
participación de vida interpersonal; se funda, en el fondo, en el
misterio del amor y, por lo tanto, se libra de esa egolatría
individualista, de ese solipsismo egocéntrico de las antiguas teorías
de una inmortalidad del alma solamente individual.
Situados en este plano, estamos ya, como es fácil comprender, en
el umbral del discurso estrictamente teológico, según el cual la
dialéctica muerte-inmortalidad, sobre la que hemos venido
discurriendo, se sustancia, no en el ámbito de la naturaleza ni como
presunta conclusión de un silogismo, sino en el ámbito de la historia,
en el dialogo interpersonal Dios-hombre. Dicho con otras palabras -y
con esto termino-, la respuesta cristiana al problema, a la pregunta
sobre la muerte, se expresa con la categoría «resurrección de los
muertos». No con la categoría «inmortalidad», ni mucho menos con la
categoría «reencarnación», sino con la inédita categoría
«resurrección».
Al decir «resurrección», la Biblia no habla de una salvación
espiritualista del alma sola, de una salvación individualista del yo
singular solo, de una salvación desmundanizada o acósmica de la
humanidad sola. Al decir «resurrección», la Sagrada Escritura habla
de una salvación, en primer lugar, del hombre entero, cuerpo y alma;
y en segundo lugar, de la comunidad humana. El concepto de
resurrección, en Pablo por ejemplo, es un concepto no solo corpóreo,
sino también corporativo y cósmico. A la humanidad resucitada
corresponderá un cosmos transfigurado. La fe cristiana cree esto,
porque no cree que la historia pueda rescatar a sus muertos ni que el
hombre pueda salvarse a sí mismo; pero, por otra parte, sí cree que
hay salvación para el hombre y para la historia.
Así pues, de tejas abajo, para los creyentes la muerte es irrefutable,
le quita al hombre el ser y, por consiguiente, le quita también la
palabra. La muerte es muda y hace mudos, ha dicho alguien; el
255

hombre se queda sin respuesta ante ella. Si alguna respuesta hay,


debe venir no del hombre. sino de Dios. En efecto, la fe
resurreccionista ha surgido en la Biblia como una explanación, como
una extrapolación del concepto «Dios», como un despliegue de la
identidad de Dios. Dios es un Dios de vivos, dirá Jesús a los saduceos
en la famosa polémica sobre la resurrección. Ignoráis quien es Dios, y
por eso negáis la resurrección. Dios es un Dios de vivos.
La muerte del hombre pone en crisis al hombre, evidentemente,
pero también pone en crisis la identidad de Dios. Si Dios es el que
dice ser; si Dios es el amigo fiel del hombre, el Padre benevolente y
misericordioso; si Dios ha creado al hombre por amor, entonces lo ha
creado para la vida; y ese Dios no puede ser vencido por la muerte ni
puede contemplar impasible la muerte de su amigo. La muerte del
hombre interpela la identidad de Dios, y la respuesta de Dios a esa
interpelación es la resurrección del hombre.
Recordar por último que la fe resurreccionista ha surgido en un
contexto martirial (2 Mac 7; Daniel 12 y, sobre todo, Cristo: el mártir
por antonomasia y el resucitado por antonomasia). La idea de
resurrección tiene, pues, mucho que ver con la idea de reivindicación
del justo inicuamente perseguido, de rehabilitación de la causa
aparentemente perdida. En suma, la fe en la resurrección puede y
debe testificarse por la comunidad cristiana no sólo como esperanza
personal en una victoria sobre la muerte, sino también como la
confianza en que la utopía de la justicia y la libertad universales no es
un utopismo, sino que es un sueño posible que algún día será
realidad. Los cristianos creemos que el hombre muere no para quedar
muerto, sino, como Cristo, para resucitar. Y resucitar para la vida,
para una vida interminable porque es una vida procedente del amor.
Ésta es en verdad la última palabra sobre la condición humana: no el
fracaso de la muerte, sino la plenitud de una vida que, habiendo
surgido del amor, es más fuerte que todo, más fuerte incluso que la
propia muerte.

J. L. RUIZ DE LA PEÑA
SAL TERRAE 1997/02. Págs. 91-103

........................
*Transcripción de una conferencia pronunciada por Juan Luis Ruiz de la Peña
en el Colegio Mayor «Santa María de Roncesvalles». Pamplona.

Del problema al misterio.


Apuntes para una teología renovada de la muerte

Alberto NUÑEZ*

Antes de nada, debemos aclarar qué significa el título de este


artículo. Se desilusionará quien espere encontrar aquí las últimas
256

teorías teológicas acerca de la muerte, o una discusión con la


teología clásica sobre el tema del origen de la muerte como castigo
por el pecado, o su definición como separación alma-cuerpo, el
problema de la inmortalidad del alma, la teoría de la «muerte total», la
teoría de la resurrección «en» la muerte, etc. Todo ello es tratado por
las publicaciones más recientes sobre escatología1. Simplemente
quisiera presentar algo mucho más perentorio: el presupuesto
teológico que está en la base de cualquier intento renovador de la
teología de la muerte, lo que consiente precisamente que ésta sea
«renovada» no sólo en el lenguaje, sino en el enfoque general, para
que pueda seguir ofreciendo a los creyentes razones de su
esperanza. Y me valgo, en primer término, de una afirmación del
Concilio Vaticano II (ese gran impulso del Espíritu a la Iglesia hacia su
renovación, que está todavía por desarrollar en tantos aspectos). El
texto dice así:
«La Sagrada Teología se apoya, como en cimiento perpetuo, en la
palabra escrita de Dios al mismo tiempo que en la Sagrada Tradición,
y con ella se robustece firmemente se rejuvenece de continuo,
investigando a la luz de la fe toda la verdad contenida en el misterio
de Cristo» (DV, 24).

J/MISTERIO-RV-D: El subrayado es mío. Y lo más importante está


al final. Estamos acostumbrados a meditar los «misterios» de la vida
de Cristo (gozosos, dolorosos, gloriosos). Estamos habituados a creer
«verdades» (verdades reveladas, verdades de fe, verdades eternas).
Pero nos cuesta mucho mirar a Cristo como «misterio» y «verdad».
Sin embargo, él mismo ha dicho: «yo soy el camino, la verdad y la
vida». Del misterio de Cristo en su totalidad (vida, muerte,
resurrección, gloria, parusía), entendido como acontecimiento
salvífico, brota toda la verdad sobre Dios, el hombre, el mundo. Una
verdad que nosotros humildemente investigamos a la luz de la fe, pero
que no agotamos nunca. Y además, de propina, nos rejuvenece.
Porque es vida. Cristo es un misterio: cuanto más se descubre, tanto
más se sorprende uno de lo que tiene delante. Si no lo
descubriéramos, sería sólo un secreto. Si lo agotáramos, no sería
misterio. Cristo es el misterio de la revelación de Dios y de la
salvación del hombre. Y desde el misterio de Cristo hay que
contemplar toda otra verdad, incluso la muerte.
Contemplar las «cosas últimas» de la escatología a la luz del
acontecimiento escatológico que es Cristo hace que nuestra
consideración de la muerte esté marcada no sólo por la muerte de
Jesús, que sabemos fue redentora y reconciliadora de los pecadores
con el amor de Dios, sino también por su resurrección y por su venida
futura (la parusía) en gloria y poder. Ellas son también acontecimiento
de salvación, y por medio de ellas se consuma la redención de este
mundos.

Del problema al misterio


Si definimos la teología de la muerte como el intento de iluminar el
257

misterio de la muerte cristiana a la luz de Cristo resucitado, se hace


necesario, en primer lugar, reconocer que la muerte para el creyente
es algo más que un mero (aunque gravísimo) problema físico-psíquico
que tarde o temprano habrá que afrontar. Y aunque muchos traten de
vivir lo mejor posible dejando a un lado esta cuestión, despachándola
con un «ya se verá cuando llegue el va momento...», a nadie se le
escapa que la muerte, su muerte, es un verdadero problema. Por un
lado, constituye algo natural, universal, es parte de la vida. Por otro
lado, la aniquilación que provoca nos sabe a absurda contradicción,
pues se opone a nuestro noble deseo de vivir y perdurar. Este
problema es, por así decirlo, una ventana sobre la muerte: la
impresión que produzca el paisaje variará mucho de una persona a
otra; algunos, por el miedo o la repugnancia que les infunde, llegan
hasta el extremo de tapiar la ventana. Es igual; al fin y al cabo -como
decía el filósofo griego Bión-, el camino de la muerte es tan fácil que
lo hacemos con los ojos cerrados...
MISTERIO/QUE-ES: Pero al creyente en Jesús resucitado los ojos
de la fe le abren otra ventana a la muerte, no ya sólo como problema,
sino también, y principalmente, como misterio. Y además resulta que
la muerte, bajo esta mirada de fe, se convierte en el misterio por
excelencia de la vida humana. ¿Cómo? Olvidémonos por un momento
de las connotaciones que en el lenguaje ordinario tiene la palabra
«misterio» (cosa secreta, algo incomprensible, inexplicable,
inaccesible a la razón...) y recuperemos su significación originaria,
esencialmente religiosa, que el cristianismo primitivo tomó prestada
del ambiente helenístico. La palabra griega mysterion deriva del verbo
myein (cerrar [los labios o los párpados]). Una persona con los ojos
cerrados permanece en tinieblas hasta que los abre a la luz. De este
modo, quien en las religiones mistéricas era introducido en un misterio
sagrado pasaba de la ignorancia, simbolizada ritualmente en los
párpados cerrados, a la claridad del conocimiento. Los labios
cerrados (otro símbolo del misterio) significaban no tanto la
incapacidad de comprender, cuanto la dificultad de verbalizar el
contenido de los misterios, su inefabilidad. Además, el fiel tampoco
podía revelárselo a gente ajena a la comunidad; debía guardar el
secreto. El misterio, pues, en el sentido genuino del término,
representa una apertura a la transcendencia, esto es, a una mayor
calidad de vida y conocimiento. La fenomenología de la religión
reciente tiende a describir el misterio como una realidad trascendente
que concierne al hombre personalmente, le afecta de un modo
definitivo y no es parangonable a nada conocido y vivido por él. De
ahí que consideremos muy apropiada la expresión «el misterio de la
muerte», porque, aparte de adecuarse a la descripción arriba
señalada, nos remite a Dios mismo, el «Misterio» por antonomasia,
que es origen y fin de la vida. Podríamos decir que la muerte es
misterio porque, si bien es verdad que en Dios vivimos, nos movemos
y existimos (Hch 17, 28), también es cierto que -como ha escrito un
conocido teólogo- «Dios es aquel en el que el hombre mortal muere y
por el cual y para el cual resucita»3.
258

Un misterio escatológico
La fe de la Iglesia contempla siempre la muerte del cristiano a la luz
de la resurrección de Jesús y en la esperanza de los cielos nuevos y
la tierra nueva, la plenitud del Reino de Dios al final de los tiempos. En
la liturgia eucarística, después de la consagración se aclama así el
misterio de la redención: «Cada vez que comemos de este pan y
bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que
vuelvas»
De este modo, también la teología considera la muerte del hombre
como una parte de la escatología y en conexión con la cristología, de
la que es culminación, pues el último artículo sobre Cristo en el Credo
profesa que él «vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su
reino no tendrá fin». La escatología estudia los éschata (las
realidades últimas), la nueva creación y la nueva humanidad que
esperamos, el reino de Dios en la resurrección. Aunque, estrictamente
hablando, la «última realidad» por excelencia es Dios mismo, que, en
la gloria, será todo en todos (cf. 1 Cor 15,28).
La muerte es una de esas realidades que el cristiano no ve, pero
espera, y sobre las cuales reflexiona la escatología. Porque en
realidad la muerte pertenece en mayor medida al «más allá» que al
«más acá», por lo que tiene de definitivo e irreversible. Lo que
nosotros podemos observar cuando una persona muere es sólo un
proceso fisiológico que concluye con la interrupción de las constantes
vitales; un organismo que deja de funcionar como tal cuando la chispa
vital se apaga4. Pero ¿es eso la muerte? Me temo que sólo podemos
ver una cara de la moneda. La otra, el aspecto personal y subjetivo,
no es accesible a los testigos. Porque la única persona que podía
describirnos por experiencia propia lo que realmente sucedía allí, el
mismo difunto, ya se ha ido. Si para la comprensión integral de
cualquier fenómeno humano es imprescindible la colaboración activa
del sujeto (lo que, obviamente, no se da en el caso de un muerto),
tenemos que concluir que nuestro conocimiento de la muerte será
siempre incompleto mientras no hayamos pasado al otro lado de ella.
Pero sabemos que a Jesucristo el Padre lo levantó de la muerte con el
poder de su Espíritu. Él es el primero que ha despertado a la vida
para no morir más. Y él nos lo ha contado. Ahora podemos en verdad
decir: «Señor Dios, el único que puede dar la vida después de la
muerte...», cuando lo invocamos en nuestra oración por los difuntos.
Afirmar el misterio de la muerte como realidad escatológica significa
reconocer nuestra muerte como un paso adelante (y sin posibilidad de
volver atrás) en un camino que Jesucristo ha abierto para nosotros,
en orden a que podamos participar plenamente de su vida (cf Rm
6,3-9; Flp 3, 10-11). Esta novedad introducida por la resurrección de
Cristo en la muerte del hombre hace que el cristiano, aun
experimentando la muerte con el dolor de la separación que ella
provoca (o sea, sin dejar nunca de constituir un problema para él),
pueda llamarle «pascua», «nacimiento», «bautismo» e incluso, con el
apóstol Pablo, «ganancia» (Flp 1,21).
259

Un misterio que revela vida


El Misterio Pascual, la muerte y resurrección de Jesús, es el punto
culminante y definitivo de la revelación de Dios a la humanidad como
amor que crea vida y la rescata, dándose a sí mismo. La muerte en
cuanto misterio «revela» al cristiano la gran verdad de su existencia:
su vocación a compartir en el amor la vida divina, la vida eterna. Pero
la concepción cristiana de la inmortalidad no tiene nada que ver con
algunas ideas paganas recicladas en la nueva religiosidad de
consumo postmoderna. La influencia de la literatura de ficción y del
cine fantástico -con sus héroes inmortales, sus fantasmas, ángeles y
otras criaturas espirituales que se plantan en cualquier época pasada
o futura con una facilidad pasmosa, pero que son incapaces de
controlar sus pasiones demasiado terrenas- ha hecho estragos en
nuestro imaginario escatológico, a veces tan individualista, tan
solitario el pobrecito... Haría mucho bien a nuestro espíritu el que
volviéramos a pasearnos por las viejas catedrales románicas para
dejarnos catequizar por sus imágenes sobre la vida eterna, donde
Jesucristo siempre está en el centro, y los santos alrededor felices y
contentos... Porque nuestra vocación a la inmortalidad no significa
una mera prolongación sin fin de esta vida, sino la plena participación
de la vida de Dios, que es algo muy distinto. La Escritura nos presenta
una imagen de la vida eterna cuyo marco no es el estiramiento infinito
del tiempo y el espacio cósmicos, sino el cielo nuevo y la tierra nueva
(Dios renueva el Universo entero), y en medio la nueva humanidad,
en cuyo centro está Jesús (que por eso precisamente es nueva):
«Dios entre los hombres: morará con ellos; ellos serán su pueblo, y
Dios mismo estará con ellos. Les enjugará las lágrimas de los ojos. Ya
no habrá muerte ni pena ni llanto ni dolor. Todo lo antiguo ha
pasado» (/Ap/21/03-04).
Estamos llamados a participar de la misma gloria del Resucitado,
que -no lo olvidemos- en los relatos evangélicos se presenta siempre
a sus discípulos mostrando los signos de la Pasión. Compartir
plenamente la gloria de Jesús supone, primero, pasar por su Misterio
Pascual, que incluye la muerte. Pero esto sólo nos lo desvela el
Espíritu a través del seguimiento de Cristo en su comunidad de fe. Y
es un proceso, algo que se «aprende» en el camino de la vida
cristiana, en donde los sacramentos, especialmente la celebración de
la eucaristía, ocupan un lugar central. Aunque también se nos revela
por medio de una amplia gama de experiencias humanas, entre ellas
la de nuestra corporeidad limitada y frágil. No se trata solamente de
una pura convicción intelectual o de una experiencia espiritual, sino
que -en palabras de un padre de la Iglesia- «constantemente aprendo
a creer con fe segura que la muerte de los hombres fue vencida por la
muerte de Cristo crucificado; que ha sido puesta en el cuerpo la
esperanza de la resurrección, en nuestro cuerpo, porque Cristo
victorioso resucitó en esta carne que llevo, de la que muero...» (San
Paulino de Nola, Carme XXXT).
Ciertamente constituye un misterio que se hace accesible al
260

creyente en Cristo y a toda persona de buena voluntad, «en cuyo


corazón -como señalaba el Concilio Vaticano II- obra la gracia de un
modo invisible; puesto que Cristo murió por todos, y una sola es la
vocación última de todos los hombres, es decir, la vocación divina,
debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de
que, de un modo que sólo Dios conoce, se asocien a su misterio
pascual» (GS, 22). Los cristianos, es verdad, conocemos ya la
plenitud de vida que es Cristo, la vivimos en la fe y en la caridad, la
celebramos en la Liturgia. Pero todavía no se ha manifestado en
nosotros totalmente. En la esperanza, aguardamos su realización
completa después de la muerte. Considerar la muerte como misterio
de salvación llena de sentido una expresión tradicional referida al
morir y que ya no se escucha con frecuencia: «pasar a mejor vida».

Misterio y profecía
La mirada del cristiano al misterio de la muerte es una mirada
profética. El problema veía la muerte situada «en» el futuro: yo sé que
un día me tengo que morir, y ello tiñe de incertidumbre y de
provisionalidad mis días. Pero el misterio la mira «desde» el futuro,
desde la intervención definitiva de Dios, que es eternamente fiel a su
alianza de amor con la humanidad. Un texto muy conocido de la
Escritura nos puede proporcionar la perspectiva justa:

«La mano del Señor se posó sobre mi, y por su espíritu el Señor me
sacó y me puso en medio de un valle todo lleno de huesos. Me hizo
pasar por entre ellos en todas las direcciones: eran muchisimos los
que había en la cuenca del valle; estaban completamente secos.
Entonces me dijo: 'Hijo de Adán, ¿podrán revivir esos huesos?'
Contesté: 'Señor, tú lo sabes'. Me ordenó: 'Profetiza sobre estos
huesos. Les dirás: Huesos secos, escuchad la palabra del Señor. Así
dice el Señor a estos huesos: He aquí que yo os voy a infundir
espíritu y viviréis. Os cubriré de tendones, haré crecer sobre vosotros
la carne; tensaré sobre vosotros la piel y os infundiré espíritu para
que reviváis. Así sabréis que yo soy el Señor'» (/Ez/37/01-06).

La visión nos muestra los siguientes personajes: 1) Dios, que


pregunta, ordena y manda, que para eso es Señor; 2) Ezequiel, el
profeta, un «hijo de Adán», un hombre mortal, que acoge la palabra
de Dios y coopera con su actividad; 3) los huesos (¿qué símbolo
mejor para representar los muertos y la misma muerte?) esparcidos
por el valle en las cuatro direcciones (¿quién puede escapar de la
muerte'?); y 4) algo muy importante, pues cambia todo el paisaje, el
espíritu (la palabra hebrea rúaj [viento, soplo, aliento vital]) Y lo que
sucede en la visión de Ezequiel ilumina la situación histórica concreta
del pueblo de Israel en el destierro de Babilonia, donde los
deportados, sepultada la esperanza de poder volver a su tierra, están
como muertos. Separados del Dios de Israel por sus culpas, por su
infidelidad a la Alianza, desalentados, sufren al verse privados de la
vida verdadera que es la gracia y la benevolencia de Dios, algo que
261

sólo Él mismo puede devolverles por propia iniciativa. Al profeta se le


concede ver esta acción futura de Dios, que reanimará a su pueblo, le
hará volver e infundirá en cada hombre un espíritu nuevo.
A la luz del Misterio Pascual, podemos decir entonces que la
pregunta de Dios a Ezequiel toca el verdadero núcleo del problema: lo
que más preocupa no es la muerte en sí misma (los huesos secos),
sino la vida después de la muerte (¿podrán revivir esos huesos?). No
importa tanto su causa remota (al menos la de la muerte tal como la
experimentamos los hijos de Adán, con angustia y temor), que es el
pecado, cuanto el poder del Padre, que ya ha transformado la muerte
en Cristo a través de su Espíritu (Así sabréis que yo soy el Señor).
Por consiguiente, la pregunta sobre la muerte transciende el mismo
problema de la muerte y abarca la relación del hombre con el Dios de
la Alianza que da la vida por medio de su espíritu. El problema se ha
convertido en misterio. Ezequiel sólo puede responder al enigma
apelando a Dios mismo: «Tú lo sabes, Señor». Que es como decir: yo
confío en ti; revélame tú ese misterio. Una respuesta que nos hace
recordar aquella otra de Pedro a Jesús: «Señor, ¿a quién vamos a
acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).
Como el profeta Ezequiel, la comunidad cristiana tiene que estar
siempre dispuesta a dar razón de su esperanza. Nuestra visión del
misterio de la muerte es ciertamente profética en medio de un mundo
donde aparentemente triunfan la violencia, la injusticia y la
aniquilación. Pero la palabra de vida eterna, que nos ha llamado
personalmente y funda la Iglesia (ekklesía, comunidad de los
convocados), nos revela que nuestra vida presente es ya una «nueva
creación», que lo viejo ha pasado, todo es nuevo (2 Cor 5,17). Para
quienes han sido bautizados en la muerte de Cristo, la vida presente
se experimenta como don, y el Espiritu que actúa en nosotros, como
primicia y garantía de la salvación futura (cf. Rm 8,23; 2 Cor 1,22;
5,5). En cuanto el Espíritu es fuente y fuerza de nuestro camino,
podemos decir que es ya el futuro el que está dominando ahora
nuestro presente, pues gracias al don del Espiritu tenemos certeza de
nuestra futura resurrección y de la nueva creación.

El misterio de la muerte y el compromiso ético


La muerte en cuanto tal (ese momento imperceptible del paso a la
otra dimensión) no es dolorosa. Hay personas que después de una
larga y penosa enfermedad pueden incluso llegar a desearla como
alivio a su sufrimiento. Es mucho más grave el dolor de separarnos de
todo lo que conocemos y abandonarnos a lo que ignoramos. Es más
lacerante la angustia de vernos privados de los seres que amamos y
quedar totalmente solos en la oscuridad. También es doloroso ver
llegar la muerte cuando uno todavía es joven y no ha vivido
plenamente. Pero peor es la constatación de quien, entrado en años,
debe morir y ve cómo ha malgastado su tiempo en futilidades, ha
ofendido a tantos, no ha asumido sus responsabilidades y ni siquiera
ha alcanzado los objetivos que él mismo se había propuesto... En
definitiva, el mayor dolor de la muerte es no haber apreciado la vida
262

en su verdadero valor.
Una concepción profética de la muerte como misterio de la
salvación de Dios es capaz de reconocer todavía en la vida terrena
del hombre una transformación real por medio del amor. Juan da
testimonio de ello con unas palabras muy simples, pero
tremendamente fuertes: «a nosotros nos consta que hemos pasado
de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Quien no ama
permanece en la muerte» (1 Jn 4,14). En esta óptica cristiana, el «ars
moriendi» consiste no tanto en prepararse a morir píamente habiendo
hecho méritos para el cielo, cuanto en un «ars vivendi» que va
saliendo gradualmente de la muerte a través (y gracias a) el amor de
los hermanos. En el Evangelio, el binomio «vida/muerte» es simétrico
al de «amor/odio», porque el amor de Dios es comunicativo, se aloja
en el corazón del hombre, y donde está él hay vida; pero el odio lo
expulsa del corazón y produce muerte. De modo que -continúa Juan-
«si uno posee bienes del mundo y ve a su hermano necesitado y le
cierra las entrañas y no se compadece de él, ¿cómo puede conservar
el amor de Dios?» (vv .16-17). No nos tiene que extrañar, por
consiguiente, que un padre de la Iglesia caracterizase el proceso de la
conversión como ser transformado en vida por una «primera
resurrección, que es la iluminación destinada a la conversión; por ella
pasamos de la muerte a la vida, del pecado a la justicia, de la
incredulidad a la fe, de las malas acciones a una conducta santa.
Sobre los que así obran no tiene poder alguno la segunda muerte»
(San Fulgencio de Raspe, Tratado sobre el perdón de los pecados,
lib. II, cap. 11).
Al mismo tiempo, cualquier proyecto ético honestamente basado en
la propia (y sana) conciencia, aunque no esté directamente inspirado
por una fe religiosa, se muestra como un salir de la muerte y entrar en
la vida. He aquí, por ejemplo, la convicción de un pensador
contemporáneo tan poco propenso a teologizar como Fernando
Savater:

«La moral es, por tanto, la consecuencia más enérgica de la finitud.


Desde sus comienzos, ha consistido en celebrar la íntima fibra de
resistencia y oposición a la zapa de la muerte: fuerza y gloria allí
donde crecen debilidad y miedo, compasión frente a lo que no la tiene
con nosotros, apoyo mutuo ante la forzosa disgregación,
transcendencia contra la perpetua banalidad, comunicación en vez de
estéril silencio... El amor propio no sólo es voluntad de no morir, sino
también de inmortalizarse, es decir, de establecerse y obrar a
despecho de la muerte, de tal modo que ésta llegue a resultar
subyugada por la vocación vital humana»5.
Hay un texto bastante original en la Escritura, el Salmo 73
(/SAL/072/073), en el que el autor inspirado no se basa, para su
reflexión sobre la muerte, en ningún modelo existente: ni en los
modelos arcaicos israelitas (su propia tradición), ni en la religión de
los persas (el poder más fuerte de la zona entonces), ni en el
pensamiento griego (la filosofía más desarrollada en aquella época),
263

sino en su propia experiencia de la vida y del misterio de Dios. La


relación hombre-muerte-Dios se plantea en el contexto de la cuestión
sobre el valor del compromiso ético. El salmista mira a su alrededor y
se pregunta si vale la pena esforzarse por ser bueno en esta vida,
cuando los malvados, que siempre seguros acumulan riquezas, usan
la amenaza y la violencia para conseguir sus propósitos, insultan a los
justos y desafían a Dios, y sin embargo no hay congojas para ellos, su
cuerpo está sano y rollizo.
La doctrina tradicional era que Dios es bueno con el justo y lo
premia en vida. Pero el salmista ve, en cambio, que son los malvados
los que prosperan. Además, tradicionalmente se creía que después
de la muerte todos bajaban al sheol, el lugar de las sombras. El
salmista casi llega a envidiar a los perversos, porque, total, ¿para qué
sirve la virtud, si el triste horizonte de la muerte iguala a todos, buenos
y malos? Y en medio de esa tentación, que es también duda y
oscuridad («meditaba yo para entenderlo, pero me resultaba muy
difícil»), surge la luz («hasta que entré en el misterio de Dios y
comprendí el destino de ellos»). El misterio de Dios le va a
proporcionar un horizonte mucho más ancho y más profundo que
antes para contemplar las realidades de este mundo («yo era un
necio y un ignorante»), pero sobre todo para contemplar su propio
destino glorioso, que no es sino la vida con Dios («yo siempre estaré
contigo»). Su íntima convicción supera el limitado y confuso
conocimiento de Israel acerca de la muerte y más allá de ella. Sentir la
intimidad de Dios le hace no envidiar más a los malvados («y contigo,
¿qué me importa la tierra?») y obrar en adelante el bien sólo por amor
a Dios («para mí lo bueno es estar junto a Dios»). Para el salmista, el
problema situaba la muerte como horizonte del hombre, y por eso
daba lo mismo ser justo o injusto. Mientras que el misterio pone a Dios
como horizonte de la muerte del hombre; de ahí que valga la pena
hacer el bien en esta vida, sencillamente porque en el bien el hombre
está en comunión con Dios, que es vida.

TEOLOGÍA DE LA MUERTE EN EL CONTEXTO PRESENTE:


TRES PARADIGMAS BÍBLICOS

Hemos tratado de esclarecer en las páginas anteriores lo que


significa el misterio de la muerte desde la perspectiva del misterio de
Cristo. La Palabra de Dios ciertamente nos revela el sentido cristiano
de la muerte, pero no lo hace a través de definiciones. En realidad, si
uno busca en la Biblia la palabra «muerte», la encontrará en varios
contextos y con muchos sentidos diferentes, a veces hasta
contradictorios. Entonces, ¿qué es la muerte para un creyente?
Hemos de tener en cuenta que no es posible dar una idea exacta de
ciertas cosas sin describir al mismo tiempo otras con las cuales están
esencialmente relacionadas. No se puede hablar, por ejemplo, de la
oscuridad sin conocer la luz, ni del reposo sin hacer referencia al
movimiento. No es posible describir el silencio sin mencionar el sonido.
Reflexionar sobre una de estas dos palabras es entenderla en
264

relación a la otra, y el resultado final será comprender ambas a la vez


en un horizonte común. Así, buscar en la Palabra de Dios una
iluminación sobre la muerte exige que pongamos ésta en relación a la
vida, y ambas en el horizonte del misterio de Dios, que es señor de la
vida y de la muerte (Rm 14,9).
La Biblia nos ofrece muchos paradigmas de la muerte, algunos de
ellos muy ajenos a la sensibilidad y el lenguaje actuales. Por ejemplo,
la forma de pensamiento que produjo expresiones del tipo: «por
envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sab 2,24); o «como
el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación,
así también la obra de justicia de uno solo procura la justificación que
da la vida» (Rm 5,18). Otros esquemas, sin embargo, están más
próximos a nuestra sensibilidad, pues resaltan los aspectos
relacionales, la comunicación, el estar en ruta y el dinamismo, con los
que el hombre se entiende hoy a sí mismo en el mundo y en relación
a Dios. Dada la brevedad de este artículo, no podemos agotarlos
todos; como muestra valgan tres botones.

1. La palabra y el silencio

«En el principio existía la Palabra,


y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios...
En ella estaba la vida» (Jn 1,1.4).

La Palabra de Dios está en el principio de todo: en la creación del


mundo (Gn 1), de la vida humana (Gn 1,26) y en la conservación de
la vida (Dt 8,3; Sb 16,26). Es una palabra que crea salvación y vida
nueva (Sal 119,25). Ella misma es salvación (Hch 13,26), vida (Hch
5,20), verdad (Ef 1,13), fuerza de Dios (1 Cor 1,18) y redención (St
1,21). Podemos decir que Dios tiene la primera y la última palabra. Y
no es difícil adivinar cuál. Al Dios que en el Horeb se presentó a
Moisés con el nombre de «Yo soy el que soy» (Ex 3,14), el apóstol
Juan, cuyas manos tocaran a la Palabra de vida (1 Jn 1,1), lo
describiría con estas palabras: «Dios es amor» (1 Jn 4,8). ¿Y qué es
lo que Dios nos comunica con su Palabra? El Concilio Vaticano II
decía lo siguiente sobre la naturaleza y el objeto de la revelación
divina:

«Dispuso Dios en su bondad y sabiduría revelarse a sí mismo y dar


a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres,
por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el
Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina. En
consecuencia, por esta revelación, Dios invisible, movido por su gran
amor, habla a los hombres como amigos y mora con ellos, para
invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía» (DV
2).

D/AUTOCOMUNICACION: Pero esta autorrevelación de Dios, esta


265

comunicación originada en el amor, supera los parámetros de la


comunicación ordinaria entre personas. Karl Rahner explica de este
modo la diferencia: «Cuando hablamos de la comunicación de Dios
mismo, no podemos entender esta palabra como si Dios, en una
revelación cualquiera, dijera algo sobre sí mismo. La palabra
'comunicación de Dios mismo' (autocomunicación) quiere significar
realmente que Dios en su realidad más auténtica se hace el
constitutivo más íntimo del hombre»6. En otras palabras, podemos
afirmar que solamente Dios es capaz de darse a sí mismo con su
Palabra; y que da lo que tiene y es: vida personal en el amor trinitario.
Si la palabra significa vida, ¿qué sentido tiene entonces el silencio?
Lo más original de la comprensión de la vida en el Antiguo
Testamento es que ésta proporciona una oportunidad al individuo y a
la comunidad para alabar al Señor. Lo que está en el fondo de esa
concepción de la vida es la sólida convicción de que no puede haber
vida verdadera si no es en relación a Dios. La alianza es más
importante que la existencia individual. La alianza de Dios con su
pueblo es, por así decirlo, lo único que da «calidad» a la vida del
hombre bíblico. Por lo tanto, alabar al Señor era signo de vida; y la
incapacidad de alabarlo era signo de muerte, aunque el hombre
estuviese todavía vivo. Si la característica principal de la vida es
alabar al Señor, la muerte constituye el silencio (cf. Sal 6,5-ó; 30,9-11;
31,18-19; Is 38, 16-20). Además, la expresión hebrea para el alma
designaba el soplo (y, por extensión, la garganta), que era el principio
vital infundido por Dios mismo y que el hombre exhalaba con el último
suspiro. Por eso, en la Biblia, una forma de decir «yo mismo» es «mi
alma» o «mi vida». O sea, que el hombre no es nada sin el aliento
creador y vivificador de Dios.
San Agustín usó la comparación de la palabra y el silencio al
reflexionar desde su propia experiencia sobre el hecho del desgarro
que produce en nosotros el tener que desprendernos de las criaturas
que amamos y de las cuales, cuando llega el momento, nos cuesta
tanto dolor separarnos. Es cierto, dice Agustín, que, aunque no todas
envejecen, una misma ley las limita, pues todas mueren. Y, sin
embargo, Dios les ha dado el poder ser «partes de cosas que no
existen todas simultáneamente, sino que, previamente con su
desaparecer y entrar otra en su lugar después de ella, todas
componen el todo del que son partes. He aquí que también así se
desarrolla nuestro discurso a través de los signos sonoros. El
discurso no será completo si una palabra, después de haber hecho
oír sus partes, no desaparece para que le suceda otra. Por estos
seres te exprese la alabanza mi alma, Dios creador del todo, pero no
se pegue a ellos...» (Confesiones, lib. IV, c. X).
ALABANZA/SIEMPRE: Creo que podemos utilizar esta hermosa
metáfora también para la vida misma. La recibimos gratuitamente del
Señor, y no tuvimos sobre ella la primera palabra ni tenemos la última.
El silencio de la muerte sigue un signo lleno de esperanza; es la
humilde expresión de la creatura que espera volver a alabar al Señor,
pues sólo puede entenderse a sí misma en comunicación con Dios y
266

con las demás creaturas. Porque, citando otra vez a ·Agustín-san:


«Si amáis a Dios, aun cuando calláis, es vuestro mismo amor una voz
poderosa que llega hasta el Señor, es un nuevo cántico que llega
hasta sus propios oídos» (Comentario al Salmo 95). Y también:
«Vuestra lengua sólo a ciertas horas puede alabar a Dios: alábele,
pues, siempre vuestra vida» (Comentario al Salmo 146). Tendremos
que guardar con Cristo el respetuoso silencio de la muerte para poder
escuchar otra vez la palabra que nos llame a la vida nueva, como
expresamos en la liturgia: «Porque si el morir se debe al hombre, el
ser llamados a la vida con Cristo es obra gratuita de tu amor» (Misal
Romano, Prefacio V de Difuntos).

2. El camino y su consumación

«Me enseñarás el sendero de la vida,


me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha» (Sal 16,11).

CAMINO/V: Aparte de la realidad física del camino, de la que el


pueblo de Israel hizo abundante experiencia en sus orígenes
nómadas y, después de asentarse y poseer la tierra, caminando
amargamente a los destierros y deportaciones a que le sometieron
sus enemigos más fuertes, el Antiguo Testamento habla de la vida
humana como un camino (Sal 37,5) que, bajo la guía de Dios (Ex
13,21), cada cual puede recorrer (Jb 23,11) o rechazar (Ma 2, 9). Los
profetas, en nombre de Dios, llaman a la gente a apartarse de los
caminos falsos (Jr 25,5) para seguir el verdadero camino (Jr 31,21),
cuyo discernimiento es un don que se pide al Señor (Sal 119,33-40).
En el Nuevo Testamento, Jesús aparece como la culminación del
camino que Dios ha preparado para la salvación (Rm 11,33ss). La
persona misma de Jesús es el camino a Dios, siendo verdad y vida (Jn
14,6).
Ciertamente el hombre es un ser en camino que difícilmente se
adecua a definiciones estáticas e inmutables sobre su naturaleza. Ya
San Jerónimo apuntaba con una pizca de ironía: «¿Puedes advertir
-te pregunto- cuándo te has convertido en un niño, cuándo en un
muchacho, cuándo en un joven, cuándo en adulto, cuándo en viejo?
Cada día morimos, cada día cambiamos; y, sin embargo, creemos que
somos eternos» (Epistolario, carta 60). Y si algo caracteriza al hombre
frente a todas las demás cosas, es precisamente el hecho de tener un
camino. ¿Por qué? Veamos la reflexión de Xavier Zubiri a este
respecto:

«El trazado de la vida no tiene el carácter de mera trayectoria, como


lo puede tener un cuerpo que se mueve en el espacio. El cuerpo no
tiene camino, sólo tiene trayectoria. Es la vida la que tiene un camino,
que consiste en vivir en secuencia. (...) Ahora bien un camino lo es
porque conduce 'desde' un punto de partida 'hacia' algo. Hay, pues,
que precisar hacia qué va dirigido el camino, sin lo cual no habría
267

camino, sino pura trayectoria»7.

CAMINO/TRAYECTORIA: Zubiri explica que este «hacia» es la


«autoposesión», que consiste en ir realizándose en una figura
determinada conforme a lo que el hombre quiere ser. Por eso la vida
es siempre «definitoria» (nos vamos definiendo ante las cosas y
mediante lo que hacemos con ellas), pero nunca «definitiva». Nuestra
vida está marcada por la provisionalidad, por la apertura a la
posibilidad de cambiar nuestra propia definición. ¿Qué supone,
entonces, la muerte? Zubiri concluye: «como hecho natural, (la
muerte) es una descomposición y una cesación. Pero es, además,
algo que pertenece a la estructura formal del viviente humano: es
aquel acto que positivamente lanza al hombre desde la
provisionalidad hacia lo definitivo8.
A la luz de lo anterior se puede entender mejor la tradición
martirial-mística de la muerte, donde ésta aparece como algo
esperado y deseado en cuanto liberación final para alcanzar la
plenitud en la comunión con Dios y con los santos; una tradición que,
comenzando por Pablo (cf. Flp 1,23) y continuando con Ignacio de
Antioquía y los mártires de los primeros siglos, llega hasta los místicos
(Santa Teresa: «tan alta vida espero, que muero porque no muero»).
Y también una interpreración más moderna de la muerte como
situación «sacramental» en cuanto ocasión privilegiada para que el
hombre puede ejercitar plenamente su libertad y su capacidad de
decidirse libre y definitivamente (sin los condicionamientos externos
propios de la vida terrena, provisoria) por Dios y su Reino. Aquí la
muerte sería cumplimiento y culminación de la vida humana. Esta
concepción ya la habían anticipado algunos padres de la Iglesia,
como Gregorio de Nisa cuando afirmaba: MU/GANANCIA: «Esto quiere
decir resurrección: la reconstitución de nuestra naturaleza en su
originalidad. Por lo tanto, si es imposible que la naturaleza sea
reconstituida a mejor sin la resurrección, pero la resurrección no
puede darse si la muerte no la precede, la muerte sería un bien,
porque resulta para nosotros principio y camino de transformación a
mejor» (Opera IX: «Por Pulqueria»). Y también Tomás de Aquino, que,
exponiendo el significado de /Jn/14/06/TOMAS-AQUINO, explicaba:
«En este sentido, en cuanto hombre, dice: yo soy el camino; en
cuanto Dios, añade: la verdad y la vida, dos expresiones que indican
adecuadamente el término de este camino. Efectivamente, el término
de este camino es la satisfacción del deseo humano.» (Comentario
sobre el Evangelio de San Juan, cap. 14).

3. La fuerza y la debilidad

«Grábame como un sello en tu brazo,


como un sello en tu corazón,
porque es fuerte el amor como la muerte,
obstinada la pasión como el abismo;
es centella de fuego, llamarada divina;
268

las aguas torrenciales no podrán apagar el amor,


ni anegarlo los ríos» (Ct 8,6-7).

D/E-FUERZA-DYNAMIS: Éste es un paradigma que recorre toda la


Escritura. El hombre bíblico reconoce, alaba y celebra por todas
partes y en todo momento la fuerza o el poder del Señor (cf. Jc 5,4ss;
Sal 19; 104; Is 40,10; Lc 1,49). Dios concede al hombre fuerza y
poder. Pero, sobre todo, su fuerza se manifiesta en Jesucristo, su
Ungido, que recibe poder para perdonar pecados, curar enfermos,
expulsar demonios, enseñar y juzgar. También los discípulos recibirán
fuerza para llevar a cabo su misión. El Evangelio mismo, la Buena
Noticia, es un poder (cf. 1 Cor 1,18, Flp 4,13). Y esta fuerza de Dios
actúa en los creyentes (Ef 6,10). Cuando los saduceos interrogaron a
Jesús sobre la resurrección, él respondió: «Andáis descaminados,
porque no entendéis la Escritura ni el poder de Dios» (Mc 12,24).
Después sería la acción del poder de Dios lo que resucitaría a Jesús;
y este poder, dice Pablo, actúa también en nosotros (2 Cor 4,14). Es
la fuerza del Espíritu. Pero ¿qué es la fuerza (en griego, dynamis) del
Espíritu, sino un dinamismo que brota continuamente del corazón de
Dios, que crea, conserva la vida, reconcilia, salva, dará plenitud,
glorificará y transformará toda la Creación? Es la fuerza de su amor.
La vida de Dios es el dinamismo del amor. No hay nada más fuerte
que Él.
Pero el amor tiene su lado débil, que es la muerte. La muerte es
debilidad; es la pasividad del amor. Dios, en Jesucristo, muestra la
debilidad de su amor en que padece, se entrega o, como diría
Bonhoeffer, se «deja echar fuera del mundo», permite que «lo arrojen
de la vida»9. El Dios que ama a la humanidad y que derrama su poder
sobre el Hijo para vivificar el mundo se encuentra frente a la fuerza del
pecado que mata al justo. A estas alturas de nuestra reflexión sale a
relucir una realidad que hasta ahora estaba detrás del telón: la mala
muerte. No es una desconocida para Dios. Porque es la antigua
muerte, la primera de la historia, la de Abel a manos de Caín, su
hermano. Y se repite. La muerte que sigue al pecado; se nutre de él
(de la codicia, la frivolidad, la injusticia, la infidelidad, la violencia, el
odio) y se hace fuerte. La mala muerte es muy fuerte. ¿Se producirá
una lucha de titanes para resolver el conflicto, una batalla entre el
amor y la mala muerte? No. En la buena muerte del justo (en una
humildad que confía en el Padre, no reclama nada para sí, no ejerce
violencia y dona su vida) brilla con más fuerza el poder de Dios: vence
el amor que no se resiste a la muerte. Esta paradoja cristiana sólo se
resuelve afirmando los dos términos. Se trata de otra lógica, que
resumió muy bien el obispo Balduino de Canterbury: «Es fuerte la
muerte, a la que nadie puede resistir. Es fuerte el amor, capaz de
vencerla» (Tratados, X). Ya lo había dicho Jesús: «Nadie tiene amor
más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Y
Pablo, que siguió en aquello a su Maestro, diría que «ese tesoro lo
llevamos en vasijas de barro, para que se vea que su fuerza superior
procede de Dios y no de nosotros» (2 Cor 4,7).
269

Alberto NUÑEZ
SAL TERRAE 1997/02. Págs. 113-129

........................
* Jesuita, prepara el doctorado en Teología. Roma.
1. Sobre estos problemas, consúltese la obra del profesor de Frankfurt M. KEHL,
Escatología, Salamanca 1992, que ofrece un panorama bastante completo y
matizado de lo que se ha escrito últimamente sobre el tema de la muerte. De
reciente publicación también, el libro de J. IBAÑEZ y F. MENDOZA, Dios
Consumador: Escatología, Madrid 1992, desde una perspectiva más escolástica,
escrito al modo de manual de curso, pero que tiene el mérito de integrar en su
estructura la doctrina del Magisterio y la Tradición de la Iglesia hasta hoy sobre la
escatología. Finalmente, y más apto para comunidades populares, está el libro
de dos profesores de teología en Brasil: J.B. LIBANIO y M. Clara BINGEMER,
Escatología cristiana, Madrid 1985.
2. Véase, por ejemplo, el intento renovador de integrar la escatología en la
cristología (y viceversa) de J. MOLTMANN, El camino de Jesucristo. Cristología en
dimensiones mesiánicas, Salamanca 1993.
3. U. VON BALTHASAR, «Escatología», en Ensayos teológicos I, Verbum Caro
Madrid 1964, p. 332.
4. Sobre ese aspecto observable de la muerte, el «más acá» de ella, recomiendo
dos libros escritos por médicos que, uniendo a su competencia científica una
rica experiencia profesional, reflexionan sobre la muerte desde una perspectiva
integral humana: S.B. NULAND, Cómo morimos. Reflexiones sobre el último
capitulo de la vida, Madrid 1995; y J. HINTON, Experiencias sobre el morir,
Barcelona 1996.
5. F. SAVAtER, Ética como amor propio, Madrid 1992, p. 301.
6. K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 1989, p. 1.486.
7. X. ZUBIRl, Sobre el hombre, Madrid 1986, p. 662.
8. Ibid., p. 666.
9. D. BONHOEFFER, Resistencia y sumisión, Salamanca 1983, pp. 252ss.

HACIA UNA TEOLOGÍA DEL MORIR

En los dos últimos decenios se ha publicado una serie de trabajos en torno a la «teología de la
muerte» 1. Bajo la influencia de la filosofía existencial aparecían en primer plano el tema de
la finitud de la existencia humana, tangible en la muerte, y la consideración de la muerte
como momento privilegiado de la libertad humana y como situación excepcional de la
esperanza cristiana. Sin embargo, desde esta perspectiva teológica apenas si se prestaba
atención al hombre concreto que muere. El verdadero interés de estos trabajos no era el morir,
sino la muerte; no el proceso temporal inmediato al fin, sino el instante final.

No cabe la menor duda de que el morir y la muerte están estrechamente ligados entre sí; de
aquí que en los diversos esbozos de una «teología de la muerte» hallemos interesantes pautas
para una teología del morir. Pero es evidente que el morir propiamente dicho ha sido muy
poco abordado por la teología y que la teología del morir necesita todavía una ulterior
elaboración teológica, máxime en nuestros días, cuando el interés de numerosas ciencias
antropológicas se centra en la atención al hombre que muere.
270

Las siguientes reflexiones quieren ser simplemente una pequeña aportación a esa teología del
morir. Primero estudiaremos la denominada hipótesis de la decisión final, que ha tenido gran
aceptación en la teología católica de los últimos años; luego intentaremos abordar los datos
bíblicos referentes al tema del morir y explicar su contenido sistemático; por fin,
procuraremos deducir algunas líneas de conexión en torno a la actual preocupación por el
hombre que muere.

I. ¿ES EL MORIR UN ACTO PERSONALÍSIMO


Y LIBÉRRIMO DEL HOMBRE?

El morir ha sido recientemente objeto directo de reflexión teológica sólo y dentro de la


llamada hipótesis de la decisión final. A pesar de sus diferencias de detalles, los numerosos
teólogos y filósofos que la han abordado 2 coinciden prácticamente, por su conexión con el
pensamiento -más o menos existencializado- de la «subjetividad trascendental», en los tres
puntos siguientes:

1. Es cierto que el instante de la muerte escapa a cualquier observación empírica. Sin


embargo, es posible determinar lo que acontece en el acto terminal de la vida mediante la
extrapolación del proceso vital. Estudiando la curva de la vida, se puede intuir también su más
extrema asíntota. Ahora bien, si la vida del hombre está constituida de materia y espíritu,
necesidad y libertad, naturaleza y persona, también su morir debe implicar esta dialéctica real.
Lo cual significa que la muerte no puede ser sólo un acontecimiento destructor desde fuera,
un suceso biológico o un incidente imprevisto, que el hombre no tiene más remedio que
aceptar con absoluta impotencia y pasividad, sino que debe ser simultáneamente una «activa
realización desde dentro, un dinámico entregarse a esa realización, una plena y definitiva
confirmación y consolidación de la vida y una total autoposesión de la persona» 3. En la
muerte alcanza su punto culminante lo que constituye la vida humana por entero, es decir, la
mezcla de impotente pasividad y libre actividad, de sumisión y autonomía. Al experimentar
con la muerte su plena autonomía, el hombre precisa realizar el postrero y más sublime acto
de su libertad, mediante el cual acoge la muerte como consumación en el misterio de Dios o
se encastilla en sí mismo en una protesta definitiva. Por consiguiente, la muerte representa «el
acto supremo del hombre, en el que él realiza total y libremente su existencia»4; o, como lo ve
preferentemente L. Boros5, el auténtico lugar de la humanización: «En la muerte se abre al
hombre la posibilidad de realizar su primer acto enteramente personal; es el lugar
entitativamente privilegiado para la concienciación, para la libertad, para el encuentro con
Dios y para la decisión sobre el destino eterno».

2. El acto de la muerte es plenamente personal y absolutamente libre, porque se realiza en el


preciso instante de la separación del cuerpo y del alma y porque así el espíritu, liberado de los
lazos de la materialidad y de la temporalidad, es intrínsecamente él mismo por completo, «en
una integral presencia del ser»6.

3. Al poner el acto de la decisión en el instante mismo de la muerte, la teoría elude la objeción


de que semejante decisión no corresponde a la experiencia concreta del morir, puesto que
muchas veces el hombre fallece en un estado de impotencia e inconsciencia, o de dolorosa
agonía, o simplemente sorprendido de repente por la muerte, de manera que esa decisión libre
271

resulta absolutamente imposible. Recurriendo al momento inextenso y fundamentalmente


inexperimentable e inverificable de la muerte, el cual no es idéntico al proceso temporal del
morir, se soslaya apriorísticamente esta objeción. En este contexto se alude igualmente al
proceso gradual del morir, reconocido y aceptado hoy día por la medicina; según esta teoría
médica de la graduación, la muerte definitiva no se identifica simplemente con cada uno de
los fenómenos del morir orgánico 7.

Por muy interesante que parezca esta teoría teológica sobre el morir como decisión
personalísima y libérrima del hombre, y por muy eficazmente que se aplique para solucionar
otros problemas teológicos, se enfrenta irremediablemente con una serie de objeciones que
hablan más bien en contra que a favor de ella:

1. Toda la fuerza contundente de la hipótesis de la decisión final reposa en la explicación de


un fenómeno metaempírico que, en principio, desborda la experimentación y la verificación.
Su defecto radica no sólo en que se mueve en un terreno constantemente inseguro e indeciso,
sino en que desatiende y elude la concreta configuración del morir en todas sus formas.
Evidentemente, esta teoría no afecta en absoluto al hombre que muere y, por lo mismo, no
puede servir de verdadera ayuda ni a él ni a los que se preocupan de él.

2. No se puede afirmar la unidad dialéctica del sufrimiento pasivo y del acto libre en el
instante de la muerte basándose simplemente en el dato de que la unidad de libertad y
necesidad, actividad y pasividad constituye esencialmente toda la vida del hombre. Pues,
como E. Jüngel muy bien indica, «hay una pasividad sin la que el hombre no sería humano. A
esta pasividad pertenece el nacer... y el morir» 8. ¿Y quién es capaz de decir que el morir no
nos sitúa en una pasividad exclusiva similar a la del nacer?

3. La hipótesis lleva implícita la aseveración de que la vida alcanza su intrínseca perfección


en el instante mismo de la muerte, es decir, aún «antes» del encuentro con Dios, hallando allí
al mismo tiempo su identidad 9. Más adelante demostraremos que esta suposición
unidimensional no se ajusta del todo al complejo material bíblico; además, la afirmación
adialéctica del sentido de la muerte frente a la experiencia de su contrasentido nos inducirá
necesariamente a sospechar una carga ideológica.

4. Esta teoría recarga demasiado el instante de la muerte al considerarlo como único para la
decisión plenamente personal y libre y como el «lugar» privilegiado de la existencia humana.
De esta suerte se desvirtúa la importancia de la vida concreta (incluido el morir como fase
final de la vida) y desaparece la primacía que la experiencia humana y la Sagrada Escritura
han concedido siempre a la vida sobre la muerte 10.

Aunque la hipótesis de la decisión final es discutible, tiene el mérito de haber llamado la


atención sobre ciertos puntos de vista metodológicos y temáticos, válidos independientemente
de la postulada decisión final de la muerte; más aún: su verdadera importancia queda de
manifiesto cuando se ponen en relación no con el instante metaempírico de la muerte, sino
con el fenómeno concreto del morir. En realidad, el mismo morir -y no sólo el instante
hipotético del tránsito- representa ya una singular situación de decisión en la que se condensa
y culmina lo ya realizado en la vida concreta del hombre. Por este motivo, el sentido, la
importancia y la realidad del morir no pueden ser considerados al margen de la experiencia de
la vida, sino como sus asíntotas extremas. Para hablar del morir hay que hablar del vivir. A
272

este principio metodológico alude justamente la hipótesis de la decisión final. De igual modo
procede la Sagrada Escritura, cuyas expresiones fundamentales sobre el tema del morir vamos
a estudiar a continuación, ateniéndonos a la exégesis de los últimos tiempos. Si la teología no
quiere perderse en especulaciones inverificables, no tendrá más remedio que ajustarse a la
Escritura. Seguidamente vamos a exponer en forma sistemática el complejo material bíblico.

II. EL ROSTRO DE JANO EN EL MORIR


SEGÚN LA ESCRITURA

«El hombre da por su vida todo lo que posee» (Job 2,4). Esta frase expresa la valoración
veterotestamentaria de la vida como el bien sumo por antonomasia 11. Ahora bien, vida no
significa en el Antiguo Testamento mera existencia desnuda y aislada; la vida se da sólo allí
donde se realiza en comunión con otros hombres, en seguridad, salud, paz, felicidad y alegría.
Esta vida en sentido pleno es don inalienable de Dios, comunicado al hombre como bien
salutífero y a modo de bendición. Más aún: como Yahvé es la fuente de la vida (Sal 36,10), el
hombre entra en virtud de esa vida recibida en relación con el dador de la misma vida, ya que
el donante es inseparable de su propia dádiva. Por este motivo, vivir significa esencialmente
estar en relación con Dios.

La vida, sin embargo, no es sólo don, sino también tarea. No extrañará, pues, que la promesa
de la vida aparezca con frecuencia en el Antiguo Testamento unida a la proclamación de la
ley, unión que «podríamos calificar de elemento constitutivo de la fe en Yahvé en general» 12.
En su calidad de don y de misión la vida no depende del hombre ni por su origen ni por su
sentido de dirección; ella le coloca estrictamente en relación hacia Dios. El hombre nunca la
posee con seguridad ni puede disponer de ella; gana la vida únicamente en cuanto la da, para
volver a obtenerla siempre nueva de Dios.

La antigua literatura veterotestamentaria supone como hecho indiscutible que la vida tiene
plazo señalado 13. Rebelarse contra esta realidad de nada sirve: el hombre es «como hierba
que se seca» (Is 40,6 y otros lugares). «Todos debemos morir y somos como aguas
derramadas que no se pueden recoger» (2 Sm 14,14). Precisamente por eso la muerte no es
«el enemigo último», sino que al morir cesa el hálito vital que Dios destinara para el hombre.
Así, pues, la muerte, fin de la vida dada por Yahvé, se halla inserta en la relación a Dios (cf.
Dt 32,39). Dado que el plazo pertenece a la vida, la verdad del salutífero don divino de la vida
tiene que verificarse aquí y ahora entre los dos extremos del nacer y del morir. El Antiguo
Testamento proclama por doquier esta verdad: el que vive en la amistad de Dios, cumpliendo
sus preceptos y secundando sus inspiraciones, tiene de parte de Yahvé una vida larga, rica,
madura y feliz, cuyo final nunca significará desenlace lúgubre, sino consumación, y cuyo cese
definitivo no importará carácter de escalofriante crisis, sino de serena y apacible plenitud. A
Abrahán se le hará la promesa: «Tú irás a reposar en paz con tus padres, siendo sepultado en
buena ancianidad» (Gn 15,15). Y la promesa se cumple, en consecuencia: «Abrahán murió en
florida vejez, anciano y saturado de vida» (Gn 25,8).

En efecto, el elegido de Dios muere «saturado de vida» y «en florida ancianidad» (cf. a este
respecto Gn 35,29; Jue 8,32; Job 42,17; 1 Cr 23,1; 29,28; 2 Cr 24,15). Morir puede ser, pues,
la plenitud dichosa de vida humana; la muerte, cosecha de rica longevidad. «Llegarás en
sazón al sepulcro, como se recogen las gavillas a su tiempo» (Job 5,26).
273

Aunque hay también pasajes en el Antiguo Testamento que expresan toda la amargura del
tener que morir, culminando en la expresión de que «Yahvé ya no se acuerda más de los
muertos» (Sal 83,6), la muerte se acepta, no obstante, como el final natural de la vida. Si el
plazo de la vida lo acuerda Dios, el poder de la muerte es poder de Dios. Al término de la vida
está el Dios viviente y nadie más que él. De esta fe nacerá como una consecuencia lógica,
aunque relativamente tarde, la esperanza de la victoria sobre la muerte mediante la fuerza
divina de la resurrección.

El morir como serena y apacible plenitud de la vida es sólo un aspecto de la experiencia


fiducial veterotestamentaria. El Antiguo Testamento conoce asimismo la experiencia del tener
que morir antes de que la vida alcance su plenitud y su total perfección. Se da la muerte
repentina, prematura, «mala», la «muerte en la mitad de los días», que envía ya a sus
emisarios contra el hombre. La enfermedad, la pobreza, la necesidad, la soledad, la
desesperación son encarnaciones de la muerte, que operan ahora ya contra la vida, reduciendo
sus cualidades positivas y resquebrajándola prematuramente. Este «morir» está íntimamente
vinculado con el pecado. Efectivamente, el pecador intenta conquistarse la vida con sus
propias fuerzas, sin Dios y contra él. Mas, precisamente así, separado de su fuente vital, es
como el pecador pierde la vida (total); necesariamente debe morir.

El pecador se salva del poder de la «muerte mala» sólo si se convierte radicalmente a Dios: el
justo «escapa de los lazos de la muerte» (Prov 14,27). Estas y similares expresiones no
quieren decir que los limites de la muerte sean rebasados, sino que el pecador simplemente
escapa de la esfera jurisdiccional de la muerte, que opera aquí y ahora en él, aniquilando y
destruyendo paulatina y prematuramente la riqueza de la vida (terrena).

El justo, por consiguiente, vive y el pecador muere. Sin embargo, esta relación del obrar y del
morir bien pronto debería sufrir una crisis profunda, al comprobarse que la «muerte maligna»
no sólo irrumpe en la vida del pecador, sino también en la vida del justo, y que el pecador, que
pretende vivir por sí mismo, «vive» con frecuencia mejor que el justo, puesto que éste muchas
veces experimenta en su «vida» con muchísima mayor angustia la amenaza terrible de la
muerte.

Con esto se puso de relieve al mismo tiempo que la idea de que el morir venía a ser la natural
consumación y apacible plenitud de la vida, como se solía concebir el morir de los justos del
Antiguo Testamento, representa una posibilidad, pero no abarca toda la realidad. Pues si se
pudiera morir así, sería hermoso morir. Ahora bien, de hecho ocurre de otra manera. De hecho
el hombre muere, aunque no esté del todo realizado; muere demasiado pronto, y muere,
aunque propiamente hablando no puede morir. Por eso el morir es de hecho una maldición,
tanto para justos como para pecadores, pues a ambos alcanza la misma suerte de tener que
morir, sin posibilidad de llegar a la plenitud en la muerte.

En efecto, ya se anuncia en el Antiguo Testamento, sobre todo entre los yahvistas, la


conclusión lógica que inferirá el Nuevo Testamento, es decir, el morir no puede ser en
absoluto «natural» y, por lo mismo, querido por Dios, sino que será más bien «la soldada del
pecado». Su configuración concreta aparecerá como muerte de maldición, como resultado
lógico de no haber sido considerada la vida en su calidad de don y misión de Dios, ni aceptada
con confianza y agradecimiento; de haber querido el hombre vivir y realizar la vida de forma
274

atea, a espaldas de Dios. El morir se convierte así en la suprema vivencia de la propia


impotencia del hombre que busca en sí su propia estabilidad.

Con esto se plantea de nuevo la cuestión de cómo puede consumarse la vida humana, teniendo
en cuenta que siempre se muere prematuramente, y la cuestión sobre el significado que tiene y
encierra en sí la muerte del justo. El Antiguo Testamento sólo pudo resolver periféricamente
estos problemas, avivando la esperanza en la resurrección y atribuyendo al sufrimiento y al
morir del justo una virtud expiatoria y salutífera. Así, el morir en el Antiguo Testamento
ostenta un rostro propiamente jánico: por un lado tiene el aspecto de apacible y serena
autoconsumación vital; y por otro, el carácter de desenlace funesto y absurdo de la vida.

El Nuevo Testamento continúa casi exclusivamente la segunda línea. Según la teología


paulina, la muerte no es ni más ni menos que «la anonadación del hombre bajo el pecado» l4.
El pecador se resiste a considerar su vida como don y misión de Dios; quiere tener su «vida»
propia. Pero si «vive para sí mismo» (cf. 2 Cor 5,15) está supeditado de hecho a sus propias
fuerzas y posibilidades, sobre las que cree poder fundamentar su vida: felicidad, libertad,
porvenir, las cuales a la postre resultan ser vanas y hueras posibilidades. La irremisible
necesidad de morir que tiene el hombre caracteriza toda vida presuntamente autónoma como
muerte, toda fortuna como perdición, toda libertad como ahogo en la propia impotencia. Al
morir se hace casi tangible la poca consistencia que posee la vida del pecador: la vida
presuntamente autónoma se pierde en el vacío.

La predicación de Jesús del reino de Dios es la llamada de los descarriados a la verdadera


vida. Unicamente quien se abre a Dios y a su llamada, quien está dispuesto a romper con la
estrechez asfixiante de su egoísmo y a recibir nuevamente la vida en calidad de don y misión
de Dios, quien constantemente sacrifica su propia vida en servicio de Dios y de los hermanos,
obtendrá la verdadera y auténtica vida presente y futura (cf. Mc 9,34ss par.; 10,29ss par.).
Pero quien se hace sordo a la llamada de Dios, ése pertenece ya al mundo de los muertos (cf.
Lc 9,60). Y quien, además, vive para sí mismo, preocupado únicamente de su autoposesión y
de sus personales intereses, no dejará de comprender, al menos a la hora de morir, que su vida
ni tenía fundamento ni consistencia alguna (cf. Lc 12,15ss).

Evidentemente, para el Nuevo Testamento morir no es el acontecimiento natural de la


consumación de la vida. En el Nuevo Testamento más bien se hace alusión a la muerte como
poder del pecado, que es precisamente el que transforma el morir en una ruptura sin sentido.

Jesús asume la dolorosa vivencia del morir. Es imposible históricamente determinar con
certeza y seguridad el modo como el Jesús terrenal entendió su muerte y en qué actitud y
disposición murió. Ciertamente, es probable que Jesús sintiera el morir como una oscura y
amarga ruptura de su vida. El no tuvo la «hermosa muerte» de los justos del Antiguo
Testamento, ni tampoco la muerte heroico-serena de Sócrates, de la que nos habla Platón.
Tuvo simplemente la muerte del pecador, y no hay por qué excluir el que muriera en
acibarada desesperación. El, que vivía en la presencia divina y que de modo inaudito había
puesto al alcance de los hombres el reino de Dios, con la promesa de la vida, es rechazado,
traicionado y abandonado por los suyos; su obra queda inacabada; su mensaje parece haber
sido llevado ad absurdum; desamparado, muere horrorosamente ejecutado en la cruz. Su
último grito, que con uniformidad se nos ha transmitido (cf. Mc 15,37; Heb 5,7), puede haber
sido arrancado a la desesperación ante esta divina absurdidad 15. Y las últimas palabras de
Jesús que nos han sido transmitidas, aunque son interpretaciones posteriores, demuestran
275

ciertamente una cosa: «Jesús no murió con una maldición contra Dios en la boca, pero sí
justamente en una actitud de desesperada huida hacia Dios» 16. El salmo 22, que según Mc
15,34 reza Jesús, no exige por amor de Dios ni más ni menos que la testamentaria fidelidad de
Dios hacia los hombres. «El tono recae sobre el apóstrofe: `Dios mío'... El Hijo se mantiene
en la fe, aun cuando la fe parece no tener sentido ninguno, ya que la realidad terrenal pone de
relieve la ausencia de Dios» 17.

Al destruir Jesús la absurda muerte del pecador con su máxima confianza desesperada en
Dios; al entregarse Jesús al abismo de la muerte con la esperanza de hallar igualmente allí a
Dios; al permanecer firme el Hijo, cuando experimenta los confines de la muerte, sin
desconfiar de su Padre como fuente inagotable de vida, Dios da una respuesta confirmando su
fidelidad. Dios le resucita a una vida nueva. Le da identidad y relación nuevas, ya que con la
muerte la identidad se destruye y las relaciones se rompen. Más aún: Dios se identifica con
Jesús, que sufre y muere por nosotros, de suerte que el morir de Jesús, y con el suyo el
nuestro, encuentra libre la senda que conduce a la misma vida de Dios. Con el morir de Cristo
la historia de la pasión y muerte del mundo se inserta en la historia de Dios.

Por consiguiente, todo morir queda liberado de su postrera tenebrosidad y fatalidad; está
redimido de la maldición de ser únicamente confirmación de la egocéntrica y absurda
existencia del pecador. Al morir se le concede nuevamente ser lo que puede ser: consumación
de la vida en Dios.

Es cierto que el morir no deja de ser para el discípulo de Cristo -y con ello recogemos una
idea de la hipótesis de la decisión final- la última y más difícil corroboración y ratificación de
todo lo que siempre ha exigido una auténtica vida de imitación de Cristo, esto es, el
despojamiento de sí mismo y la desapropiación de la vida, sacrificándola, para volver cada
vez a recibirla de manos de Dios.

En medio de la vida de imitación de Cristo aparece, pues, la concreta realidad del morir como
momento intrínseco de la veracidad de tal vida. El Nuevo Testamento lo confirma
expresamente cuando describe la vida de los cristianos como un conmorir con Cristo. Este
conmorir no implica nada negativo; es la liberación de la vida egocéntrica y errada, que, por
ser así, se la denomina propiamente «muerte». El que «conmuere con Cristo», vuelve a recibir
su vida como don divino y como tarea por realizar y toma parte precisamente así en la vida
perenne y verdadera. Conmorir y corresucitar con Cristo constituyen la realidad esencial de la
vida cristiana desde el momento del bautismo y de la aceptación de la fe cristiana (cf. Rom
6,2ss; Jn 5,24). Pablo explica esta doctrina a sus comunidades, poniéndose él mismo como
ejemplo: «Cada día vengo a trance de muerte» (1 Cor 15,30; cf. también 2 Cor 4,7ss; Gál
6,17; Rom 8,36). «Nosotros somos como quienes se están muriendo, y ya veis que vivimos»
(2 Cor 6,9). La ardua y peligrosa labor misionera, el cotidiano consumirse en servicio de las
comunidades, el amor a los hermanos son otras tantas maneras de morir, otras tantas formas
de dar la vida. Con la renuncia a la vida egocéntrica, que en realidad sólo es «muerte», y con
una vida en unión con Cristo y en estrecha relación con Dios, la muerte está
fundamentalmente vencida (cf. Jn 11,25s). El que ama «ha pasado ya de la muerte a la vida»
(1 Jn 1,4) 18.

Desde esta perspectiva, incluso el morir (biológico) queda fundamentalmente relativizado.


«Tanto si vivimos como si morimos, vivimos y morimos para el Señor; tanto, pues, si vivimos
como si morimos pertenecemos al Señor» (Rom 14,8). «Ni muerte ni vida... será capaz de
276

apartarnos del amor de Dios» (Rom 8,36ss). «Para mí, el vivir es Cristo, y el morir, ganancia»
(Flp 1,20s; cf. también 1 Cor 3,21s).

Por su carácter de confrontación inmediata e insoslayable con la muerte, el morir biológico


viene a ser una situación de decisión radical, en la que el hombre es interrogado sobre la idea
que ha tenido de sí mismo y de la vida y sobre cuál es ahora -con mirada retrospectiva- la idea
que de sí y de la vida pretende tener. El tiempo inmediatamente anterior al fin, el morir, brinda
al hombre una última oportunidad para decidir libremente sobre el signo de la vida. Más aún:
dado que en vida el conmorir con Cristo se realiza siempre fragmentariamente, el morir
definitivo no sólo lleva en sí el carácter de la feliz autoconsumación, sino que aporta
igualmente la última vivencia acibarada de la vanidad de la vida. De aquí se comprende
fácilmente el que Pablo pudiera explicar el morir, sin salirse del marco de la teología judaica
del sufrimiento, como un castigo y una posibilidad de expiación (cf. 1 Cor 11,32; 5,5). No
obstante, sigue siendo una verdad inconcusa que el cristiano está fundamentalmente liberado
de ese morir incongruente y absurdo que resulta como consecuencia última del pecado. La
vivencia de la muerte como limite biológico de la vida implica una pasividad muy distinta de
la que conlleva la vivencia de la muerte como maldición resultante del obrar por cuenta propia
y a espaldas de Dios. En la muerte, como maldición, el hombre es el sujeto de una actividad
que más tarde ha de soportar pasivamente. El hombre que ha sido ya liberado de la muerte
como maldición vive el final de su vida con una pasividad absolutamente condicionada por la
actividad del Creador. Semejante pasividad jamás podrá ser un mal 19.

III. CONCLUSIONES PARA UNA PRAXIS CRISTIANA

Al analizar las distintas expresiones de la Biblia sobre el tema del morir, podemos fácilmente
apreciar lo siguiente: el tema del morir aparece íntimamente vinculado con el tema de la vida.
El morir no es ni meta ni horizonte de la vida. Por esta razón no se debe depreciar la vida,
reduciéndola a una mera y simple iniciación en la muerte (ars moriendi), sino al revés:
precisamente la vida como totalidad es la que incluye el morir como momento intrínseco. No
es extraño, pues, que la fe cristiana invite al moribundo a mirar a la vida. Evidentemente, esta
contemplación de la vida será muy diferente en uno o en otro moribundo, de acuerdo con el
doble aspecto que presenta la muerte como consumación de la vida humana en Dios por un
lado o como confirmación de la impotencia de la vida egocéntrica por otro. Por consiguiente,
también serán diferentes las conclusiones teológicas relativas a la pastoral de los moribundos.

1. El morir como consumación de la vida

La vida larga y plena que acaba con una «muerte natural por ancianidad» (lo que hasta ahora
sólo acontece en una proporción del 1:100.000) y se consuma plácida y serenamente en Dios
pertenece, según el testimonio de la Sagrada Escritura, al ser humano completo y
originariamente querido así por Dios. Por este motivo la Iglesia, que entiende la salvación del
hombre en su aspecto total, incluido, por consiguiente, su mismo morir, mediante la obra
redentora de Jesucristo, debe interesarse de manera especial por las circunstancias sociales e
individuales, que posibiliten y faciliten este poder vivir y morir así, proporcionando al
moribundo los auxilios y requisitos necesarios para ello 20.
277

Estos auxilios pueden ser de índole interna y externa. Por auxilios de índole externa no sólo se
han de entender los de asistencia médica, como lo exige la dignidad personal del moribundo,
sino primordialmente el procurarle unas circunstancias que nada desdigan de la dignidad
personal del hombre que se encuentra en su última etapa de maduración. Desgraciadamente,
muchos mueren, en contra de toda dignidad humana, en la más absoluta soledad, separados de
todo contacto personal con los demás enfermos, enfermeros y médicos, ya sea en esas salas
especializadas extraordinariamente bien equipadas de aparatos e instrumentos técnicos, ya sea
en esas dependencias contiguas o accesorias de los hospitales, las cuales se vienen
caracterizando cada vez más como «estaciones de servicio de salud y óptimo
aprovisionamiento biotécnico» 21. En tales casos, no es tenida en cuenta la dignidad humana
del moribundo, ya que el hombre «llega en sazón al sepulcro, recogido como la gavilla a su
tiempo» (Job 5,26).

La conservación puramente vegetativa de la vida humana, como experimentalmente se hace


hoy y quizá mucho más en un futuro próximo, mediante el maravilloso conjunto de aparatos
muy bien montados, encierra en sí al menos el peligro de cosificar a la persona, reduciendo al
moribundo a simple objeto de análisis, ya que las más de las veces sólo se busca arrebatar a la
muerte un mínimo de existencia biológica, no tanto por amor a la persona del moribundo
como por el egoísmo de la autoafirmación de la medicina. Sin duda alguna que el poder
técnico instrumental conseguirá grandes triunfos dignos de toda loa, pero así nunca se hará
justicia al momento del morir como última situación vital de madurez personal. Si no es licito
acortar o limitar la vida humana desde el exterior, porque sus límites están señalados por
Dios, tampoco es lícito conservarla en un estado subpersonal, es decir, conservar
técnicamente ciertas funciones vitales sin perspectivas de ulterior vida personal. La técnica
médica debe ayudar más bien a la apacible y serena autoconsumación de la vida.

A estos auxilios de índole externa hay que añadir otros de carácter más interno. Si el morir es
efectivamente la consumación de la vida humana en la vida de Dios, se debe fortalecer y
alentar al moribundo -por muy paradójico que esto suene- en su ansia de vivir y en su
esperanza y amor a la vida. Únicamente cuando a la vida se le da un sentido, la muerte
también lo tendrá: precisamente en la última fase de la vida debe corroborarse y ratificarse
esta verdad. Esta exigencia teológica concuerda exactamente con las investigaciones y con los
hallazgos de las ciencias profanas, que demuestran que los moribundos, en general, sienten un
ansia enorme de continuar su relación con la vida ordinaria y de seguir viviendo, aunque nada
más sea un trecho cortísimo. Precisamente los que más aman la vida son los que menos temen
los escalofríos de la muerte a. El cántico al hermano sol de san Francisco de Asís fue escrito
en el lecho de la muerte y es sencillamente un cántico a la vida. Esto puede servir de ejemplo
elocuente de lo que acabamos de decir.

Por consiguiente, desde el punto de vista cristiano no se debe mirar con malos ojos, sino, al
contrario, propugnar que el moribundo se preocupe de sus parientes, que en ocasiones siga
dirigiendo los diferentes asuntos prácticos de cada día y que se afane visiblemente porque se
realicen los deseos que durante mucho tiempo acarició en su mente y abrigó en su corazón.
Todo esto dará al moribundo la sensación de terminar y consumar su vida. Además de esto, la
esperanza de la futura vida eterna puede precisamente preservarle de una excesiva
preocupación egoísta por su vivir y por su morir; ella abrirá el corazón del moribundo, para
que se preocupe por última vez y de manera desinteresada de la vida de los demás y se
disponga consciente y voluntariamente a dejar paso a la nueva generación.
278

La pastoral cristiana de los moribundos procurará sostener, apoyar y estimular estas


«pequeñas esperanzas» que se manifiestan en el moribundo. Pues únicamente quien tiene
«pequeñas» y «penúltimas» esperanzas y las considera como dádivas y afirmación divinas de
la vida puede abrigar, igualmente, la «gran» esperanza de una vida futura inacabable, una
esperanza que se anuncia y preludia concretamente con las pequeñas esperanzas 23. Bien es
verdad que el morir sólo puede vivirse como consumación de la vida, en el último y pleno
sentido de la palabra, cuando la esperanza pone sus ojos en la fuerza divina que resucita a la
vida. Esta fuerza divina que da nueva vida es el único punto de referencia desde el que la vida
que se extingue aún puede recibir identidad, sentido y futuro.

Aquí radica la razón fundamental que distingue la pastoral cristiana de los moribundos de
cualquier intento unidimensional de explicar la muerte como simple fin natural. Al moribundo
se le comunica la esperanza cristiana no sólo con palabras, sino principalmente con la actitud
personal no amedrentada de los hombres que rodean y circundan su lecho y con muestras de
cariño. Este cariño que se profesa al moribundo hasta el último momento (permanencia junto
al lecho de muerte, caricias) convencerá al moribundo de la manera más contundente de que
la comunidad humana del amor no se destruye ni siquiera con la muerte. «Amar a un hombre
significa decirle: tú no morirás» 24.

La liturgia de difuntos desempeña una función similar. La presencia misma del sacerdote
puede ser ya un signo tácito de la esperanza que se mantiene firme, aun cuando todo parezca
derrumbarse. En la liturgia de difuntos, la Iglesia acompaña al moribundo hasta los confines
de la vida y lo entrega, por así decir, a Dios y a la celestial «comunidad de los santos». Por
eso ella es signo esperanzador de que el morir tampoco destruye la comunidad del amor.

2. El morir como absurda experiencia de flaqueza

Hasta el presente hemos sacado sólo las consecuencias que se desprenden de la consideración
de una sola «cara» del rostro jánico del morir. Resultaría parcial y falso todo lo dicho si no se
tuviera en cuenta que la redención del morir está realizada, como toda la redención de
Jesucristo, sólo en germen y en principio y, por la misma razón, aguarda todavía su
realización completa y total. Aunque el cristiano haya superado la muerte como
«consecuencia del pecado» y el morir como ratificación de la vida absurda, atea y egoísta del
pecador; aun cuando durante su vida actualizara muchas veces el momento de morir como un
momento de auténtica vida, no se debe olvidar que esto sucede siempre de manera parcial y
fragmentaria. Por este motivo, el morir tampoco es para el redimido la simple consumación
natural de su vida. El redimido también experimentará que su morir es algo que no debe ser,
algo tétrico y escalofriante 25. Puesto que el «conmorir con Cristo» sólo se logró
fragmentariamente y el hombre «murió» demasiado poco durante su vida, el morir definitivo
ya no podrá tener sólo el carácter de consumación, sino que simultáneamente será amargo y
doloroso. Hay que llegar primero a poder renunciar paso a paso, aunque a veces resulte difícil,
a la vida que no haya sido sacrificada anteriormente. En la angustia que se siente en presencia
de la muerte no sólo se oculta el miedo del futuro, sino sobre todo la vivencia de la vanidad de
la vida pretérita. «La vivencia de la vacuidad de este mundo evoca la angustia de la vacuidad
del más allá» 26. En caso de que el hombre haya fundamentado su vida en el deseo de poseer,
producir y consumir, por fuerza «debe» resistirse a morir, debe detestar y negar la muerte 27.

Evidentemente, lo que hay que dominar no es tanto la muerte como la vida pasada que está
ahora a punto de concluir. La hora de la muerte es la hora de la verdad, cuyas diferentes fases,
279

desde la resistencia hasta la más serena disponibilidad, ha descrito maravillosamente E.


Kübler-Ross 28. Es ahora, a lo más tardar, cuando el hombre debe admitir que la vida no
depende de uno mismo ni puede ser consumada con las propias fuerzas, por mucho que se la
prolongue en el tiempo. El morir ofrece al hombre una última oportunidad para escapar de sí
mismo y depositar la propia vida en manos de Dios, en caso de haberse resistido a conmorir
anteriormente con Cristo. Todo esto lo vemos confirmado por el testimonio de hombres que
aseveran haber sentido, precisamente al enfrentarse con la muerte, un margen enormemente
amplio de libertad interior 29.

Desde este punto de vista, no sólo es comprensible, sino además teológicamente muy
significativo y loable, el que muchos moribundos se esfuercen en poner «en orden» su vida
anterior, en darle un sentido último, en procurar todavía una solución viable a determinados
conflictos, en hacer las paces, en perdonar las ofensas, en poner en claro lo que no ha quedado
bien en orden. Afirmar el morir como consumación de la vida en Dios -todo lo que hemos
visto en la parte anterior- es tanto como afirmar la vida perecedera y transitoria. Mas como
esto nunca se consigue de forma íntegra y total con nuestras propias fuerzas y como nuestra
vida siempre fue una vida de autoafirmación y de egoísmo, el hombre, a la hora de morir,
necesita el perdón de Dios; necesita la promesa divina de la vida, la seguridad de que «Dios
escribe derecho incluso con líneas torcidas».

Precisamente éste es otro de los aspectos importantes de la liturgia de difuntos: ella asegura al
moribundo la indulgente presencia de Cristo y la incondicional aceptación de Dios.

3. Muerte sin «morir»

De la misma manera que la vida moderna no deja vivir a muchos hombres por falta de tiempo,
tampoco la muerte concede a muchos tiempo suficiente para morir 30. Véanse si no los
innumerables accidentes de muerte, las víctimas de la guerra y de la violencia, las muertes
masivas que arrasan con el individuo, las enfermedades que repentina e inesperadamente
provocan la muerte, sin previa maduración interna mediante el proceso del morir. Al igual que
en el Antiguo Testamento, hoy la mayoría de las veces lo que más estremece de la muerte es
que ésta sea repentina y prematura. El morir de Jesús es una respuesta también con respecto a
la muerte de los que mueren sin «morir». Jesús murió desconsolado y desamparado, sin el
calor de unas palabras de cariño y de esperanza, sin poder llevar a cabo internamente su vida
y su obra. Al hacer suya esta muerte absurda y al inaugurar precisamente con esta muerte el
nuevo futuro de la resurrección, Dios puso de manifiesto que él también asiste a la muerte de
todos aquellos que, sin haber logrado su madurez y perfección de vida, tienen que sufrir la
trivial, casual y absurda muerte repentina. Así, la muerte de Jesús da esperanza a toda muerte,
y esperanza es el auténtico mensaje que la fe cristiana presenta con respecto a la muerte y al
morir.

G. GRESHAKE
Concilium 94, Abril 1974
Traducción: Santiago Vidal

_______________
1 Principalmente: K. Rahner, Zur Theologie des Todes (Friburgo-BasileaViena 1958), trad.
española, Sentido teológico de la muerte (Barcelona, 1969); R. Troisfontaine, Ich sterbe
280

nicht... (Friburgo-Basilea-Viena 1964); L. Boros, Mysterium Mortis (Olten-Friburgo 1962),


trad. española, El hombre y su última opción (Madrid 1972); E. Jüngel, Tod (Stuttgart 1971).

2. Los autores más importantes que defienden esta teoría son: H. E. Hengstenberg, Einsamkeit
and Tod (Ratisbona 1938); P. Glorieux, In hora mortis: MelScRel 6 (1949) 185-216; R. W.
Gleason, Toward a Theology of Death: «Thought» (Fordham University Quarterly) 23 (1957)
39-68; Rahner, Troisfontaine, Boros, op. cit.; J. Pieper, Tod and Unsterblichkeit (Munich
1968).

3. Rahner, op. cit. 30.

4 Ibíd. 85.

5. Op. cit. 9.

6 Boros, op. cit. 19. Asimismo: Troisfontaine, op. cit. 120, 133; P. Schoonenberg, Und das
Leben der zukünftigen Welt, en H. H. Berger, Leben nach dem Tode (Colonia) 98s.

7. También se han hecho célebres los siguientes argumentos utilizados adicionalmente por
Boros, Troisfontaine y Schoonenberg en favor de la hipótesis: 1) la vida humana sólo alcanza
su auténtica consumación y plenitud si se lleva a cabo una tal decisión final plenamente
personal; 2) sólo con esta hipótesis se puede explicar satisfactoriamente que el estado de
peregrinos se acaba con la muerte, y precisamente en cuanto la postura básica humana,
adoptada libremente con la última decisión, es irrevocable, incluso en el encuentro con Dios
después de la muerte; 3) con esta teoría se les brinda igualmente a los niños pequeños, a los
dementes y a los no evangelizados la posibilidad en la muerte de poderse decidir
personalmente a la fe.

8. Op. cit. 116

9. Se llega a tanto, que J. Pieper, op. cit. 128, escribe: la muerte es siempre «un acto con el
que intrínsecamente finaliza la existencia..., un efectivo llevar a término, realización total de
la vida. Con ello se reafirma principalmente el consuelo y la evidencia inmediata de que,
propiamente hablando, no existe ni la muerte atemporal ni la prematura. El hombre muere
siempre en un sentido mucho más realista de lo que le suele acontecer `al final de su vida'».

10 Es cierto que todos los autores estudian la decisión final en estrecha conexión con las
decisiones de la vida. La decisión de la muerte, sin embargo, entraña, según ellos, algo
cualitativamente nuevo en virtud de su plena personalidad, integridad y total libertad, de tal
suerte que se ha de contar con una corrección de las precedentes decisiones de la vida.
Sobrecargar de esta manera la decisión de la muerte sería entrar en conflicto con la verdad de
fe que considera la muerte como fin de la peregrinación terrenal. Pues como los defensores de
esta teoría se ven obligados a situar el último acto de la libertad en el instante del tránsito,
porque es entonces cuando el hombre escapa a los condicionamientos de la materialidad y de
la fragmentariedad, la decisión final cae ya fuera de la condition humaine, aunque uno de los
postulados reza que ella aún pertenece a la situación de la peregrinación terrenal.
Precisamente la descripción ontológica de la situación del tránsito delata el carácter ficticio e
irreal de esta hipótesis.
281

11. Para lo que sigue, véase G. Greshake, Auferstehung der Toten (Essen 1969) 175ss.
Consúltese allí también la bibliografía más importante.

12. G. v. Rad, «Gerechtigkeit» und «Leben» in den Psalmen, Hom. a A. Bertholet (Tubinga
1950) 427.

13. Los motivos que fundamentan esta creencia han sido recopilados por G. Greshake, op. cit.
186ss.

14. Consúltese a este respecto a G. Schunack, Das hermeneutische Problem des Todes
(Tubinga 1967); G. Greshake, op. cit. 246ss.

15. Jüngel, op. cit. 134.

16 A. Strobel, Kerygma und Apokalyptik (Gotinga 1967) 144.

17 E. Kasemann, Die Gegenwart des Gekreuzigten, en Christus unter uns (Stuttgart-Berlín


1967) 6, 9.

18. Precisamente el amor anticipa tanto la muerte como también la consecución de verdadera
vida. A ello se alude con frecuencia en la literatura. Cf., por ejemplo, Boros, op. cit. 68; F.
Ulrich, Leben in der Einheit von Leben and Tod (Francfort 1973).

19 Jüngel, op. cit. 115s.

20. Aquí se enfrentan, por tanto, las exigencias de la fe cristiana con los propósitos e ideales
extracristianos de una «muerte natural». Esta «reivindica una organización social en la que la
muerte natural sea la norma general o pueda al menos llegar a serlo. A todo el mundo le ha de
ser posible morir al término de sus propias fuerzas, tras agotar plenamente, sin violencias,
enfermedad o muerte prematura, todas sus energías biológicas» (W. Fuchs, Todesbilder in der
modernen Gesellschaft [Francfort 19731 72).

21. K: H. Bloching, Tod (Maguncia 1973) 27.

22 «He observado ya repetidas veces que los hombres que viven intensamente y saben por
qué viven, aguardan la vejez y la muerte con grandiosa serenidad. Entienden que forman parte
del proceso natural de su maduración y consumación vitales, y esto independientemente por
completo de una posible fe en la continuación de una vida personal después de la muerte» (I.
Lepp, Der Tod und seine Geheimnisse [Wurzburgo 1967] 184).

23. Con relación a esta terminología: grandes-últimas y pequeñas-penúltimas esperanzas, cf.


K. Barth, Kirchliche Dogmatik IV, 1, 131s, y G. Greshake, op. cit. 85s.

24. G. Marcel, Das Geheimnis des Seins (Viena 1952) 472.

25. Por eso la tesis marxista y neopositivista de que la muerte como fin natural podría ser
experimentada en una sociedad libre de represiones mediante la pacífica aceptación de esta
situación (para esto, cf. Fuchs, op. cit. 219) no resuelve el problema. La angustia del morir
radica en algo mucho más profundo que las circunstancias sociales o una aclaración racional
282

sobre la muerte. La ridiculización de esta angustia conducirá a desplazar una y otra vez la
muerte y a provocar y dar origen a numerosas neurosis, si no se da a conocer el verdadero
motivo de esta angustia: es obvio que cualquier concepción que pretenda simplemente
emancipar al hombre de la muerte está llamada al fracaso. También queda claro y evidente
que aquí, junto a la muerte, se demuestra la verdad de que la vida es don gratuito de Dios. Cf.
en relación a este problema G. Schrer, Der Tod als Frage an die Freiheit (Essen 1971).

26. R. Leuenberger, Der Tod (Zurich 1972) 127.

27. Cf. D. Siolle, Der Tod in der Mitte des Lebens, conferencia pronunciada en el Congreso
de las Iglesias Evangélicas del año 1973: «Herder-Korrespondenz» 27 (1973) 412.

28 Interviews mit Sterbenden (Stuttgart 1971).

29. Cf. Pieper, op. cit. 135s.

30. Cf. Leuenberger, op. cit. 125. JOSE ANTONIO SAYES

El tema del alma en el Catecismo de la Iglesia Católica

Indice

I. Causas de una crisis

Influjo protestante, 2. Influencia de la filosofía trascendental, 3. La actitud antidualista, 3.

II. Repercusiones en la escatología

1.- Un poco de historia, 5. 2.- León Dufour y la Resurrección de Cristo, 7. Conclusión, 8.

III. La doctrina del Catecismo

1.- El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, 9. 2.- El alma y el conocimiento de


Dios, 11. 3.- La fundamentación de la moral, 12.

IV. Resurrección de Cristo y escatología

1.- La resurrección de Cristo, 13. 2.- La resurrección de los hombres, 14. 3. - La existencia del
purgatorio, 17.

V. La respuesta a las objeciones

a) La antropología bíblica, 17. b) El tiempo más alla de la muerte, 18. c) La retribución plena
del alma, 18.

VI. Los inconvenientes de las nuevas teorías

Conclusión, 19.
283

Notas, 21.

Probablemente ningún concepto de la tradición filosófica de inspiración cristiana ha sufrido


más en los últimos años que el concepto del alma espiritual e inmortal, afectando así no sólo
al tema antropológico sino al tema escatológico del alma separada después de la muerte en la
escatología intermedia, y en consecuencia, como veremos, a la misma resurrección de la carne
y del mismo Cristo. Por ello, era sumamente interesante el estudio de esta materia en el
Catecismo de la Iglesia católica, toda vez que dicho Catecismo habría de abordar tanto el
aspecto antropológico como el escatológico.

Pero, antes de entrar en el estudio del contenido del Catecismo, examinemos brevemente las
causas y motivaciones de las crisis actual sobre el concepto de alma.

I. CAUSAS DE UNA CRISIS

Podríamos señalar tres causas de la crisis actual del concepto del alma: el influjo protestante,
la filosofía trascendental y la llamada antropología unitaria.

Influjo protestante

Es claro que se ha dado un influjo del protestantismo en el tema que nos ocupa. Desde que O.
Cullmann (Inmortalité de l’âme ou résurrection des morts?, Neuchâtel-Paris 1956) lanzara el
eslogan de que la inmortalidad del alma es una idea griega contrapuesta a la idea bíblica de la
resurrección de los muertos, no son pocos los que se han lanzado al intento de olvidar toda
idea de inmortalidad natural. Es curioso que Alhbrecht (Tod und Unsterblichkeit in der
evangelischen Theologie der Gegenwart, Paderborn 1964, 112-120), al hablar del asunto,
confiese que en el rechazo de la inmortalidad natural del alma se verifique el principio
protestante de la justificación por la sola fe: el hombre no podría presentar ante el juicio final
nada propio, y, evidentemente, la inmortalidad sería algo propio y natural. No olvidemos, por
otro lado, que en el mundo protestante todo aquello que presenta el adjetivo de «natural» es
aceptado con recelo a partir del principio luterano de la total corrupción del hombre por el
pecado original (Cf. J. Ratzinger, Escatología, Barcelona 1984, 118-135).

Influencia de la filosofía trascendental

Una tendencia innegable que ha influido en la situación actual es la actitud que constata en el
hombre la existencia de la conciencia; de una conciencia que tiende al infinito, sin deducir de
ello que tiene que existir en el hombre un principio espiritual que explique los actos de la
conciencia. Es el caso, por ejemplo, de Alfaro, que habla del carácter trascendente de la
subjetividad y de la conciencia humana sin que en momento alguno use el término de alma
(De la cuestión del hombre a la cuestión de Dios, Salamanca 1988, 207-209). Y de la misma
manera que se opta por Dios por la vía del postulado sin emplear el principio de causalidad
que nos conduce con certeza a su existencia, se habla también de los actos espirituales del
hombre sin concluir que debe existir un principio espiritual que los cause.

La actitud antidualista
284

Otro factor que ha influido indudablemente en este sentido es la actitud antidualista de cierta
antropología actual: el hombre es una unidad corpóreo-espiritual. Se podría hablar en todo
caso de dos aspectos o dimensiones en él, pero no de dos principios diferentes: cuerpo y alma.
Sin distinguir suficientemente entre dualismo (desprecio del cuerpo, considerado como cárcel
del alma, como aquello que subyuga al alma y que no tiene relevancia para la salvación) y
dualidad (existencia de dos principios en el hombre en una unidad personal), se ataca la
existencia de la dualidad de principios en el hombre.

En este sentido tenemos teólogos que en su antropología hablan y usan el término de alma,
pero lo entienden dentro de un esquema unitario que no permite la subsistencia del alma
separada después de la muerte. Se puede hablar en el hombre de dos dimensiones, la espiritual
y la corporal, pero no de dos principios que permiten la subsistencia separada del alma
después de la muerte (1). Esto sería dualismo; además, una parte del hombre, el alma, no
puede ser sujeto de retribución plena, de una retribución que es definitiva en cuanto que
supone salvación o condenación. (Cf. J. L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión, Santander
1983, 324).

Pues bien, se llega así a la existencia del alma más bien por la vía del postulado, puesto que es
una dimensión que posibilitaría la dignidad del hombre, la existencia de la ética y la
posibilidad de que el hombre sea interpelado por Dios (2). Conocemos la existencia del alma,
dicen, pero no su esencia o naturaleza (3). No se usa el camino de la demostración filosófica.

El concepto de alma se presenta así, más bien, como un concepto funcional, en cuanto que
posibilita la dignidad y la trascendencia del hombre, pero no ha de ser entendido como un
principio diferente de otro principio corporal en una visión dual de principios (4). El alma, en
la perspectiva tomista, es precisamente la forma del cuerpo, es decir, su estructuración, su
sentido pleno y trascendente. Por ello, la visión tomista de la antropología, se nos dice, conoce
un único ser dotado de materia y forma, por lo que es la perspectiva más lograda de todas. La
forma no es un ser aparte o en frente del cuerpo; es forma en cuanto que ejerce la función de
informar y estructurar a la materia, formando un ente con ella (5).

No admiten, pues, estos antropólogos que el alma sea creada inmediatamente por Dios, y así
hay quien se muestra indignado con la Humani Generis, acusándola de haber tomado una
salida salomónica en el problema del evolucionismo: La encíclica habría encontrado este tipo
de solución: «Bien, el cuerpo puede venir por evolución, pero el alma, no; el alma es creada
directamente por Dios» (6). No, dicen los mencionados autores, el alma misma viene por
evolución en el sentido de que Dios mismo ha dado a la materia la capacidad de
autotrascenderse. Es ésta la teoría de K. Rahner (7). Por supuesto que, según esta
antropología, en la muerte es todo el hombre el que muere (8).

Claro que, siendo así, y si no hubiera ningún elemento de continuidad, la resurrección sería
una total recreación. Advierten por ello que ha de darse una continuidad entre el muerto y el
resucitado: un yo que perdura y que constituye la condición de posibilidad de la restauración
íntegra del hombre por parte de Dios en el momento de la muerte. Pero, en todo caso, esto no
implica necesariamente que se afirme la inmortalidad natural del hombre; bien puede ocurrir
que Dios confiera esa inmortalidad al hombre como don (9).

II. REPERCUSIONES EN LA ESCATOLOGIA


285

El tema de la escatología, e incluso el de la resurrección de Cristo, se ha visto cuestionado no


poco en virtud de esta llamada antropología unitaria.

Sabido es que la fe católica sostiene una escatología de doble fase: la escatología del alma
humana que pervive tras la muerte gozando de la unión con Dios, sufriendo la condenación o
completando su purificación en el purgatorio, y la fase de la escatología final que coincide
con la parusía del Señor al fin de los tiempos y con la recuperación por parte del alma de la
unión con el cuerpo resucitado.

Esta visión de la escatología ha sido puesta en entredicho en la medida en que no se admite la


posibilidad de un alma separada, y se postula que en el mismo momento de la muerte resucita
el yo humano con una nueva corporalidad que no es ya la que se entrega al sepulcro. Con el
mencionado eslogan de Cullmann ha ido ganando terreno la convicción de que la
inmortalidad del alma no es un tema bíblico (Cf. J. Ratzinger, Escatología, Barcelona 1980,
106), aunque sin duda alguna la motivación más decisiva en el asunto, como recuerda
Ratzinger (ib. 107), ha sido la defensa de una antropología unitaria que impide hablar del
alma separada (10).

Pues bien, fundamentalmente, las teorías que se han desarrollado en esta dirección se han
apoyado en tres supuestos:

1) la antropología bíblica no es una antropología dual. Los términos de basar y nefes indican
no dos principios diferentes en el hombre, sino al hombre todo entero en cuanto débil y
sometido al sufrimiento (basar) y en cuanto viviente (nefes).

2) Se basan también estas antropologías en que en el más allá no hay tiempo, por lo que la
resurrección tiene lugar para cada muerto en el mismo momento de morir. Aquí morimos en la
sucesión del tiempo y del espacio, pero todos resucitamos en el mismo momento, porque los
muertos entran con su yo en un mundo en el que no hay sucesión temporal.

3) Finalmente, se argumenta que una parte del hombre, el alma, no puede ser sujeto de una
retribución plena.

Todo esto ha tenido también como consecuencia que se defienda por parte de algunos que
Cristo resucita en el mismo momento de la muerte con una corporalidad diferente de la
sepultada, privando así de significado al hallazgo del sepulcro vacío y quitando contenido
objetivo a las apariciones. Algunos han afirmado incluso que, si hoy en día se encontrara el
cadáver de Cristo, ello no perjudicaría para nada la fe en la resurrección (Cf. W. Brändle,
Musste das Grab Iesu leer sein?: Orientierung 31, 1967, 108-112).

1) Un poco de historia

No pretendemos en este apartado hacer una presentación exhaustiva de la nueva visión de la


escatología sino hacer alusión a algunos de sus representantes más significativos.
Comencemos por algunos representantes del protestantismo.

-P. Althaus. Uno de los primeros que postuló una nueva visión de la escatología fue P. Althaus
(Die letzten Dingen, Gütersloh 1964). Piensa Althaus que el mantenimiento del estadio
intermedio del alma separada quita significación a la corporeidad humana y a la resurrección.
286

El alma separada gozaría ya de Dios plenamente, con lo que la muerte no habría tenido
ninguna repercusión dramática. La resurrección corporal queda privada ya de relieve. Ello
supone una concepción de la felicidad como algo puramente espiritual al margen del cuerpo y
se introduce por otro lado un duplicado innecesario de juicio (particular tras la muerte y final).

Propone Althaus el caer en la cuenta de que la muerte supone el tránsito al más allá del
tiempo, de modo que, aunque tiene lugar para nosotros en momentos sucesivos de la historia,
al trasladarnos al más allá por la resurrección, nos conduce a la parusía y al juicio definitivos.
Se trata, por lo tanto, de una escatología de fase única y definitiva.

-E. Brunner se expresó en términos análogos (Das Ewige als Zukunft und Gegenwart,
München 1965). Él viene a decir que en el más allá no existe la temporalidad, de modo que
nuestras muertes se realizan en la sucesión del tiempo, pero en virtud de la resurrección
después de la muerte ya no se puede hablar de distancia con respecto a la parusía. En la
presencia de Dios, dice Brunner, mil años son como un día.

-C. Stange, por su lado (Die Unsterblichkeit der Seele, Gutersloh 1925), presentó la idea de
que con la muerte muere todo el hombre (Der Ganztod), sin que nada de él sobreviva, de
modo que la resurrección es interpretada como una nueva recreación del hombre. Por parte
católica, ya Teilhard de Chardin y K. Rahner, en un primer momento, defendieron que, no
pudiendo ser pensada la existencia del alma separada después de la muerte, habría que
concluir que el alma mantiene una relación con el cosmos, de modo que así tuviera una
corporeidad permanente. K. Rahner hablaba de la pancosmicidad del alma, por la que sigue
manteniendo una relación trascendental con la materia.

-L. Boros, más concretamente, fue el que profundizó la idea de que el hombre resucita en el
mismo momento de la muerte, dejando para el eschaton la consumación final como
transformación del cosmos y de la historia. Es decir, la muerte de cada hombre conlleva la
cadena de resurrecciones sucesivas (en el respectivo momento de su muerte), aunque toda esta
cadena de resurrecciones no encontraría su plenitud sino en la parusía final del Señor
(Mysterium mortis. Der Mensch in der letzten Entscheidung, Olgen 1964).

Habría, por lo tanto, un estadio intermedio, de no consumación plena, pero no del alma
separada, sino de la totalidad del hombre en su unidad corpóreo-espiritual que el hombre
alcanza ya por la resurrección en el mismo momento de la muerte.

-G. Greshake, por su lado, sostiene que cada hombre resucita en el mismo momento de morir,
de modo que el eschaton no tiene significado alguno, puesto que la consumación escatológica
y definitiva tiene lugar en los momentos sucesivos de las resurrecciones personales. Tiene
lugar así una serie de consumaciones individuales que hace supérflua la realidad del eschaton
(Auferstehung der Toten, Essen 1969). Se suprime, por lo tanto, toda realidad de estadio
intermedio.

Con todo, Greshake ha cambiado de postura, volviendo prácticamente a la posición de Boros,


por la necesidad de dar relieve al eschaton como consumación final del cosmos y de la
historia. (Cf. G. Greshake en: R. Schulte, G. Greshake, J. L. Ruiz de la Peña, Cuerpo y alma.
Muerte y resurrección, Madrid 1985).
287

-Ruiz de la Peña, finalmente, parte también como los anteriores de la imposibilidad de admitir
la existencia del alma separada después de la muerte. ¿Cómo puede ser sujeto de retribución
plena el alma, una entidad incompleta a nivel ontológico? (La otra dimensión, Santander
1986, 324). Además, si el alma goza ya plenamente de Dios, ¿qué significado puede tener
para ella el eschaton, la parusía, etc.? Defiende Ruiz de la Peña que ni el Magisterio ni la
Biblia imponen la escatología de doble fase.

La inmortalidad del alma se admite como condición de posibilidad de la misma resurrección,


en cuanto que, si no persistiera un núcleo personal, Dios tendría que recrearlo todo en la
resurrección. Por ello hay un núcleo personal que pervive, aunque no es necesario hablar de
una inmortalidad natural del yo: Dios podría conferir tal inmortalidad por gracia (La imagen...
151). A partir de ese núcleo personal Dios resucita al hombre en su ser integral.

Ahora bien, el hombre, al morir, entra por la resurrección en el más allá, rebasando con ello el
continuum de la temporalidad de aquí abajo, de modo que la resurrección coloca al hombre en
otra categoría, en la eternidad participada. No quiere decir esto que el hombre, en el más allá,
no tenga una cierta temporalidad, puesto que si careciera de ella, coincidiría con Dios. La
temporalidad del más allá es un intermedio entre la temporalidad del continuum de aquí y la
eternidad estricta de Dios. Se podría hablar de una duración sucesiva, pero discontinua, y
sobre la base de esa discontinuidad, se podría pensar que el muerto, al trascender el tiempo,
traspasa de golpe la distancia que nos separa a nosotros del final de la historia, del eschaton, y
entra en contacto con él: «Saliendo del tiempo, el muerto llega al final de los tiempos, un final
que, siendo inconmensurable según los parámetros de la temporalidad histórica, equidista de
cada uno de esos momentos. El instante de la muerte es distinto para cada uno de nosotros,
pues se emplaza en la sucesividad cronológica de nuestros calendarios; el instante de la
resurrección, en cambio, es el mismo para todos» (La otra dimensión, 350). Al pasar la barrera
de la muerte, el muerto entra en contacto con el eschaton que, cronológicamente hablando, no
es distinto de la muerte.

2) León Dufour y la Resurrección de Cristo

La prueba de que estas teorías comprometen la resurrección, la tenemos en el estudio de Léon


Dufour sobre la resurrección de Cristo (Resurrección y mensaje pascual, Salamanca 1974).
Toda la interpretación que hace León Dufour de la resurrección de Cristo está condicionada
por la mencionada antropología unitaria que sitúa la resurrección en el mismo momento de la
muerte al margen del cadáver sepultado.

Viene a decir Léon Dufour que la resurrección de Cristo se entiende más bien como
exaltación gloriosa; es una realidad metahistórica y a ella sólo se llega por la fe.

Hay, según él, en el Nuevo Testamento un doble lenguaje para hablar del misterio pascual de
Cristo: 1) uno es el lenguaje de exaltación propio de los himnos (Flp 2, 6 ss.) que habla de la
exaltación gloriosa de Jesús sin hacer mención de la recuperación del cadáver, y 2) el lenguaje
de resurrección propio de las confesiones de fe (1 Cor 15, 3-5) que hacen referencia al
sepultado. Entiende Léon Dufour que el más genuino es el lenguaje de exaltación. El lenguaje
de resurrección es un lenguaje inadecuado que tiende a representar la resurrección como un
acontecimiento de la historia que viene cronológicamente después de la muerte de Jesús. Pero
el lenguaje de la resurrección no es el único (ib. 87).
288

Lo mismo ocurre con las apariciones de Jesús: hay un lenguaje tipo Galilea que presenta en
las apariciones dos elementos: la iniciativa de Jesús y la misión a la que envía a los suyos. El
lenguaje Jerusalén incorpora en las apariciones de Jesús un elemento nuevo que es el de
reconocimiento de su cuerpo resucitado. Lógicamente León Dufour privilegia el primer tipo
de lenguaje.

En las apariciones a Pablo (Gal 1, 13-23; Flp 3, 7-14; 1 Cor 9, 1-2; 1 Cor 15, 81-10) falta el
elemento de reconocimiento. Ahora bien, si es verdad que Pablo equipara su aparición a las
demás, ¿pertenece el elemento de reconocimiento a la esencia de la aparición? (ib. 109). Es
claro que el lenguaje de Jerusalén se fue imponiendo, porque mientras el de Galilea
(exaltación de Cristo glorioso) marcaba el fin de la historia, la tradición yeroslimitana
permitía situar en el pasado el acontecimiento pascual y lanzar la historia de la Iglesia hacia la
resurrección final (ib. 159).

A las apariciones de Jesús no se les puede someter a la alternativa de exteriores o interiores.


El encuentro con Cristo resucitado no desemboca en una visión, sino en la fe; no es como el
encuentro con una persona en la calle, sino como la experiencia de amor entre dos personas
(ib. 308).

No puede negar León Dufour el hecho de que las mujeres encontraron el sepulcro vacío (dado
que él sabe que en la antropología judía la resurrección implica la recuperación del cadáver),
pero puesto que no cuenta con él para la resurrección de Cristo, habría que pensar, dice en la
primera edición francesa, que se volatilizó en el espacio de tres días (Ed. París 1971, 304, nota
43). Conclusión que se vio obligado a cambiar en ediciones posteriores (y entre ellas, la
española), afirmando que al historiador no le compete saber sobre la cuestión del destino del
cuerpo de Jesús (Resurrección y mensaje pascual, 309, nota 43). El hallazgo del sepulcro
vacío que vemos en los evangelios no mira, dice nuestro autor, en primer lugar a señalar el
vacío, la carencia del cadáver (con un pretendido valor de demostración), cuanto a señalar la
victoria de Dios sobre la muerte (ib. 172-173).

En una palabra, la resurrección de Cristo es una realidad de gloria y triunfo personal de


Cristo, a la que se accede sólo por la fe y de la que no podemos tener constancia histórica.

Hablar de resurrección corporal, dice Léon Dufour, no consiste en mantener una identidad o
continuidad con el cuerpo terrestre, lo cual responde más bien a una antropología dualista:
alma inmortal que viene a recuperar el cuerpo sepultado. El cadáver ya no tiene relación
alguna con aquel que ha vivido, porque retorna al universo indiferenciado de la materia. En
consecuencia, el «cuerpo de Jesucristo es el universo asumido y transfigurado en él. Según la
expresión de Pablo, Cristo en adelante se expresa por su cuerpo eclesial. El cuerpo de
Jesucristo no puede ser limitado, por tanto, a su cuerpo "individual"» (ib. 320).

Conclusión. Hemos visto cómo la admisión de la antropología unitaria ha terminado por


comprometer no sólo la existencia de un estadio intermedio del alma separada sino, en último
término, la misma resurrección corporal de Cristo.

Todas estas teorías, a juicio del documento de la Comisión Teológica Internacional sobre
Algunas cuestiones actuales respecto a la escatología (1992; en La civiltà cattolica: 3401, 7-
III-1992, 458-494), han conducido a una «penumbra teológica», de modo que con ellas los
fieles no reciben ningún apoyo para su fe y consiguen poner en duda algunas verdades. Los
289

fieles, dice el documento, oyen discutir sobre la existencia del alma, sobre el significado de la
supervivencia, y presentar la resurrección en términos incomprensibles y contrarios a la
Tradición (ib. 460). El pueblo cristiano oye con perplejidad homilías en las cuales, mientras se
sepulta el cadáver, se afirma que ese muerto ya ha resucitado. «Hay que temer, confiesa el
documento, que tales homilías ejerzan un influjo negativo sobre los fieles, porque pueden
favorecer la actual confusión doctrinal» (ib. 468).

Visto lo cual, vamos a exponer la doctrina del Catecismo. Quede claro que el Catecismo, en
su metodología, emplea una exposición positiva de la doctrina. Es decir, no se dedica a refutar
errores, sino a exponer positivamente la doctrina de la Iglesia, aunque lo hace con tal claridad
que el lector puede comprobar inmediatamente si las teorías mencionadas pueden concordar o
no con su doctrina.

III. LA DOCTRINA DEL CATECISMO

El primer apartado en el que hay que buscar la doctrina del Catecismo (Cathecismus Ecclesiæ
Catholicæ = CEC) es, sin duda alguna, el de la creación de hombre a imagen y semejanza de
Dios. Esta concepción del hombre aparecerá también a la hora de presentar la dignidad de la
persona como fundamento de la ética. Visto así el tema antropológico, estudiaremos a
continuación la resurrección de Cristo, para terminar con el tema de la resurrección del
hombre y de la escatología. Creo que ésta es la exposición más lógica y coherente.

1. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios

Dice el Catecismo: «De todas las criaturas visibles sólo el hombre es "capaz de conocer y
amar a su Creador" (GS 12, 3); es la "única criatura sobre la tierra que Dios ha querido por sí
misma" (GS 24, 3); él sólo es llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida
de Dios. Para este fin ha sido creado y ésta es la razón fundamental de su dignidad» (CEC
356).

Así comienza el Catecismo hablando del hombre, recogiendo los mejores textos de Gaudium
et Spes, para decir a continuación que el hombre, por ser imagen de Dios, tiene la dignidad de
persona, de modo que no es algo, sino alguien; alguien «capaz de conocerse, de poseerse y de
darse libremente y de entrar en comunión con otras personas», siendo llamado por la gracia a
una alianza con su Creador, y a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro puede
dar en su lugar (CEC 357). Todo ha sido creado para el hombre, y el hombre ha sido creado
para servir y amar a Dios y para ofrecerle toda la creación (CEC 358).

Sigue el Catecismo recogiendo el pensamiento de Gaudium et Spes 22,1, que enseña que el
misterio del hombre sólo se esclarece verdaderamente en el misterio del Verbo encarnado. Y
gracias a la comunidad de origen, dice el Catecismo, todo el género humano forma una unidad
(CEC 360).

Hechas estas afirmaciones sobre el carácter trascendente y personal del hombre, entra el
Catecismo a analizar, más a fondo, la naturaleza humana. Y es así cuando expone una rica y
precisa doctrina al respecto.

El Catecismo subraya que el hombre es a la vez un ser corporal y espiritual (CEC 362). Y
llama la atención la preocupación del mismo por subrayar la unidad personal del hombre al
290

tiempo que la dualidad (no dualismo) de principios que en él se dan. Para subrayar la unidad,
acude al concilio de Vienne (DS 902), considerando al alma como «forma» del cuerpo. Aquí
el término de «forma» va entre comillas, como diciendo con ello que no trata de asumir una
filosofía determinada con sus particulares implicaciones de escuela, cuanto de afirmar el
pensamiento fundamental y básico según el cual «es gracias al alma como el cuerpo
constituido de materia es un cuerpo humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la materia
no son dos naturalezas, sino que su unión forma una única naturaleza» (CEC 365). El concilio
de Vienne pretendía, con su doctrina del alma como forma del cuerpo humano, no canonizar
el hilemorfismo, sino mantener la unidad sustancial del hombre, que quedaba comprometida
si se admite que el hombre tiene varias almas. El cuerpo humano, sigue diciendo el
Catecismo, participa de la dignidad de ser «imagen de Dios», precisamente porque está
animado de un alma espiritual, de modo que es la persona, toda entera, la que está destinada a
llegar a ser, en el Cuerpo de Cristo, templo del Espíritu Santo (CEC 364).

Así afirmada la unidad personal del hombre, el Catecismo subraya asimismo que en el
hombre hay una dualidad de principios que tienen origen diferente. Consciente de que en la
Sagrada Escritura el término de alma puede significar la vida humana (toda la persona
humana), sabe también el Catecismo y recuerda que dicho término designa también en la
Biblia lo que hay de más íntimo en el hombre (cf. Mt 26,38; Jn 12,27) y lo más valioso en él
(cf. Mt 10,28; 2 M. 6,30), aquello por lo que el hombre es más particularmente imagen de
Dios, de modo que «alma significa el principio espiritual del hombre» (CEC 363) (11).

Y, según esto, el cuerpo y el alma tienen un origen diferente. Mientras el cuerpo proviene de
los padres, el alma es creada inmediatamente por Dios. Así lo confiesa el Catecismo católico:
«La Iglesia enseña que cada alma espiritual es directamente creada por Dios (cf. Pío XII, enc.
Humani Generis, 195: DS 3896; Pablo VI, SPF 8) -no es "producida" por los padres-, y que es
inmortal (cf. Cc. de Letrán V, año 1513: Ds 1440): no perece cuando se separa del cuerpo en
la muerte, y se unirá de nuevo al cuerpo en la resurrección final» (CEC 366) (12).

Laterano IV, Humani Generis y Credo del Pueblo de Dios sostienen, de acuerdo con la
inmortalidad natural que siempre ha mantenido la Iglesia respecto del alma, que ésta subsiste
después de la muerte separada del cuerpo, hasta que se junte a él en la resurrección final.

Es difícil pedir mayor claridad a un texto sobre el alma, su existencia, su origen y su


condición inmortal. Pero al presentar esta doctrina, el Catecismo no solamente es consecuente
con la Tradición, sino que escapa de las enormes contradicciones en las que incurre la teología
moderna cuando defiende la llamada visión unitaria del hombre. Cuando las corrientes
modernas, en aras de un unitarismo exacerbado, defienden que en el hombre no hay dualidad
de principios, caen en el error de atribuir a un solo y único principio acciones materiales y
espirituales, lo cual es metafísicamente imposible. Un perro jamás hablará y un ángel jamás
comerá. Un principio material no podrá nunca realizar acciones espirituales, porque lo que
tiene partes extensas en el espacio no podrá nunca producir lo simple, es decir, aquello que
carece de dimensiones materiales. La materia engendra siempre materia. De la misma manera,
la materia no sacará nunca a la luz al alma humana; por ello ésta sólo puede tener su origen en
una nueva y directa creación de Dios.

Dejemos que lo diga Sto. Tomás de una forma lapidaria: «El alma, como es substancia
inmaterial, no puede ser producida por generación, sino sólo por creación divina. Decir, pues,
que el alma intelectiva es producida por el que engendra, equivale a negar su subsistencia y a
291

admitir, consecuentemente, que se corrompe con el cuerpo. Es, por consiguiente, herético
decir que el alma intelectiva se propaga por generación» (STh I, q.118,2)

El único origen posible del alma es, por tanto, la creación directa e inmediata por parte de
Dios. El alma no proviene de la evolución. Ni aun con la potenciación de Dios puede surgir lo
simple a partir de lo que tiene partes extensas en el espacio, pues se trata de dimensiones
contrarias.

Por otra parte, es también un contrasentido decir que del alma propiamente conocemos sólo su
existencia, no su naturaleza. Pero ¿cómo es posible decir que existe algo que trasciende a la
materia, a lo que tiene partes extensas en el espacio, y decir también que desconocemos su
naturaleza? ¿No es ésa justamente su naturaleza?

Postular, en fin, el concepto de alma como un concepto funcional y no ontológico constituye


una contradicción más. A veces, los mismos defensores de esta tesis se percatan de su
contradicción, pero no consiguen fundamentar la ontología del alma (13).

Ciertamente, el Catecismo habla de la espiritualidad y la inmortalidad como dimensiones


naturales del alma. Es consciente de que, para hablar en el hombre de un elemento
sobrenatural, la Sagrada Escritura usa el término de «espíritu» (ruah), por el que el alma es
elevada gratuitamente a la comunión sobrenatural con Dios (CEC 367).

2. El alma y el conocimiento de Dios

A propósito del conocimiento racional de Dios, creemos que el Catecismo realiza un progreso
respecto de la Tradición. Ha presentado, junto a la vía del mundo para llegar a Dios, la vía del
hombre, pero purificándola de toda connotación propia del postulado y confiriéndole una base
ontológica.

Efectivamente, en la redacción del Catecismo enviada a los obispos en 1990, se leía lo


siguiente: «A partir del hombre, con su apertura a la verdad, su sentido moral, la voz de su
conciencia, su aspiración al infinito y a la felicidad, se puede conocer a Dios como Verdad
suprema y Bien supremo» (nº 129).

Ahora, en cambio, en la redacción definitiva, leemos lo siguiente: «con su apertura a la verdad


y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su
aspiración al infinito y la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios. En estas
aperturas, percibe signos de su alma espiritual. "Semilla de eternidad que en sí lleva,
irreductible a la sola materia" (GS 18,1; cf. 14,2), su alma no puede tener origen más que en
Dios» (CEC 33).

Este párrafo es de una importancia incalculable. Con él se ha evitado el recurso a la vía del
postulado, la de Kant o la que sigue la escuela de Maréchal, para llegar a Dios. En efecto, la
tendencia al Infinito, la apertura a la Verdad y a la Belleza prueban que tendemos a ellas, no
que de hecho existen. Esta tendencia del hombre al Infinito sirve, por supuesto, para plantear
al problema de Dios desde dentro del hombre, pero nunca asegura una respuesta, pues la
realidad no puede ser probada por el deseo (J. A. Sayés, Principios filosóficos... 60-61;
95,99,101; 150-156).
292

Se ha preferido así en el Catecismo dar una base ontológica a la llamada prueba del hombre:
la tendencia al Bien, a la Verdad y al Infinito, la libertad misma del hombre y su conciencia
son signos de un alma espiritual, la cual, siendo irreductible a la materia, sólo en Dios puede
tener su origen. De este modo, del postulado se ha pasado a una prueba de verdadero alcance
ontológico: sencillamente, hay en el hombre un alma espiritual que no puede provenir de la
materia y que, por tanto, sólo en Dios puede tener su origen inmediato. De la irreductibilidad
del alma a la materia, deduce el Catecismo que su origen inmediato es Dios. Yo diría incluso
que, con este procedimiento, se ha recuperado lo bueno de la Tradición agustiniana,
apuntalándolo con una buena ontología del alma. Se da en este párrafo una constatación de la
existencia del alma a partir de sus manifestaciones espirituales, y una prueba de la existencia
de Dios en cuanto que el alma es irreductible a la materia y sólo puede provenir de El.

3. La fundamentación de la moral

La fundamentación de la moral tiene en el Catecismo un doble polo: el polo de la dignidad


trascendente de la persona humana creada a imagen de Dios (ética natural) y el polo de la
vocación del hombre en Cristo a la visión beatífica como último fin y que vivimos por la fe, la
esperanza y la caridad según la ley nueva (la gracia del Espíritu Santo) y el espíritu de las
bienaventuranzas.

Nos interesa ahora solamente el primer elemento, el fundamento natural de la ética. Y dice así
el Catecismo: «Dotada de una alma "espiritual e inmortal" (GS 14), la persona humana es la
"única criatura en la tierra a la que Dios ha amado en sí misma" (GS 24, 3). Desde su
concepción está destinada a la bienaventuranza eterna» (CEC 1703). Es por esto por lo que el
hombre está dotado de razón, voluntad, libertad y conciencia (1704-1706).

Hablando el Catecismo del carácter inviolable de la vida humana, dirá, a propósito del quinto
mandamiento, lo siguiente: «La vida humana es sagrada, porque desde su inicio comporta la
acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su
único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en
ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano
inocente» (Congr. Doctrina Fe, instr. Donum Vitae, introd. 6) (CEC 2258) (14).

IV. RESURRECCION DE CRISTO Y ESCATOLOGIA

Vimos cómo el rechazo de la posiblidad de la existencia del alma separada después de la


muerte conducía a la admisión de una resurrección del cuerpo en el mismo momento de la
muerte al margen del cadáver sepultado, lo cual conducía como consecuencia a la alteración
de la resurrección de Cristo. Ahora partiremos de la resurrección de Cristo para exponer
después la resurrección de los muertos y el problema de la escatología intermedia. Es la
resurrección de Cristo la causa y el modelo de nuestra resurrección. Pero, por otro lado,
pensamos que es el dogma de la resurrección de los cuerpos al final de la historia lo que
conduce a la Iglesia a la fe en la existencia de una escatología intermedia del alma. Con otras
palabras, es la fe en la resurrección final de los cuerpos lo que conduce a la creencia en una
escatología del interim. Comencemos, pues, por la resurrección de Cristo.

1. La resurrección de Cristo
293

En el tema tan traído hoy en día de la resurrección de Cristo llama la atención el tremendo
equilibrio que el Catecismo mantiene entre dos afirmaciones:

a) Por un lado, la resurrección de Cristo es trascendente, final, escatológica, por medio de la


cual su cuerpo queda glorificado. No es una vuelta a la vida natural, sometida aún al
sufrimiento y la muerte como en el caso de Lázaro.

b) Pero, por otro lado, esta resurrección de Cristo no ha escapado a la historia, porque se ha
manifestado históricamente mediante el sepulcro vacío y las apariciones. De este modo, el
Catecismo no sólo es fiel a lo que dicen los textos de la S. Escritura, sino que escapa al
fideísmo en el que caen hoy en día tantos teólogos.

Comienza el Catecismo diciendo que el misterio de la resurrección de Cristo es un hecho real


que ha tenido manifestaciones históricamente constatadas, como lo atestigua el Nuevo
Testamento (Cf. J. A. Sayés, La resurrección de Cristo y la historia en: Cristología
fundamental, CETE, Madrid 1985, 329ss). En este sentido, el primer elemento que conduce a
los discípulos a la fe en la resurrección es el hallazgo del sepulcro vacío. Este hallazgo por sí
solo no es ciertamente una prueba (puesto que por sí solo podría ser interpretado de otro
modo), pero es un signo esencial (CEC 640). Juan afirma que, al llegar al sepulcro y ver las
vendas en el suelo (enrolladas, pero sin contenido) (Jn 20,6), le hizo ya creer.

Pero fueron sobre todo las apariciones las que condujeron a los apóstoles a la fe: apariciones a
Pedro, los doce, etc., hombres concretos, conocidos por los cristianos, de los que la mayoría
vivían entre ellos, como confiesa Pablo. «Con estos testimonios, afirma el Catecismo , es
imposible interpretar la resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como
un hecho histórico» (643). La fe de los discípulos no se puede explicar por un proceso de
exaltación mística, toda vez que estaban sumidos en el abatimiento y la depresión. Incluso
cuando ven a Jesús, todavía dudan; claro exponente de que estos textos no son producto de la
fe de los apóstoles.

Los apóstoles pudieron constatar que el cuerpo resucitado de Cristo era el mismo que fue
crucificado (CEC 645). Jesús les invita a reconocer que no es un espíritu, si bien su cuerpo
posee las propiedades de un cuerpo glorioso, de modo que su humanidad no podía ser
detenida en la tierra y no pertenecía ya sino al domino del Padre (CEC 645).

Ciertamente, la resurrección de Cristo no es como la de Lázaro, el cual torna de nuevo al


dominio del sufrimiento y de la muerte. La de Cristo es evidentemente una resurrección
diferente (CEC 647), pues participa en la vida divina, en el estado de gloria. Nadie fue testigo
directo del hecho mismo de la resurrección. Sin embargo, el Catecismo enseña al mismo
tiempo que es «un acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro vacío y por
la realidad de los encuentros de los Apóstoles con Cristo resucitado», a la vez que confiesa
que constituye un misterio de fe por el modo como trasciende y sobrepasa la historia (CEC
647).

El Catecismo, por consiguiente, no prescinde de la constatación histórica de la resurrección


por las huellas que ha dejado en la historia. Prescindir de esto sería tanto como deshistorizar el
cristianismo o, en palabras de Pablo VI, caer en el docetismo.
294

2. La resurrección de los hombres

La resurrección de los hombres tiene su fundamento y su modelo en la resurrección de Cristo,


el cuál nos resucitará el último día (CEC 989). Esta fe en la resurrección de los muertos se fue
imponiendo tardíamente en el pueblo judío como consecuencia de la fe en Dios, Creador del
hombre entero, cuerpo y alma (CEC 992). La fe en la resurrección reposa sobre la fe en Dios
que «no es Dios de muertos, sino de vivos» (CEC 993). Pero son sobre todo las palabras de
Cristo las que anuncian que los que hayan creído en él resucitarán el último día, enlazando así
la fe en la resurrección con su propia persona:

«Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: "Yo soy la resurrección y la


vida" (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído
en él (cf. Jn 5,24-25; 6,40). En su vida pública ofrece ya un signo y una prueba de la
resurrección devolviendo la vida a algunos muertos (cf. Mc 5, 21-42; Lc 7,11-17; Jn 11),
anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De este
acontecimiento único El habla como del "signo de Jonás" (Mt 12,40), del signo del Templo
(cf. Jn 2,19-22): anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte (cf. Mc 10,34)»
(CEC 994).

La esperanza cristiana en la resurrección está, pues, totalmente marcada por los encuentros
con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como El, con El y para El (CEC 995). Esta fe
en la resurrección, original del cristianismo, fue lo que suscitó la mayor oposición en los
orígenes contra el cristianismo. Lo vemos, por ejemplo, en la predicación de San Pablo a los
atenienses, gente que «no se ocupan en otra cosa que en decir y oir novedades... Cuando
oyeron lo de la resurrección de los muertos, algunos se echaron a reir, y otros dijeron: Ya te
oiremos sobre esto en otra ocasión. Así salió Pablo de en medio de ellos» (Hch 17,21. 32-33).
Ya decía San Agustín que ningún otro punto de la fe ha encontrado mayor contestación que la
resurrección de la carne (Sal 88, 2,5).

Y hechas estas afirmaciones, entra el Catecismo a responder pedagógicamente a las grandes


preguntas sobre la resurrección de la carne. Así en el n. 997 se pregunta qué es resucitar, y
responde: «En la muerte, separación del alma y del cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la
corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, quedando en espera de reunirse
con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la
vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por virtud de la resurrección de Jesús».

Entiende el Catecismo que la muerte es la separación del alma y del cuerpo. Mientras éste va
al sepulcro, el alma va al encuentro con Dios esperando que El dará la vida incorruptible a
nuestros cuerpos sepultados. Esta resurrección de la carne, dirá el Catecismo, tendrá lugar al
final de la historia con la llegada de nuestro Señor. Resucitaremos con los mismos cuerpos
que ahora tenemos (CEC 999) y que serán transformados gloriosamente al final de la historia:

«Cristo resucitó con su propio cuerpo: "Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo" (Lc 24,
39); pero El no volvió a una vida terrena. Del mismo modo, en El, "todos resucitarán con su
propio cuerpo, que tienen ahora" (Conc. de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será
"transfigurado en cuerpo de gloria:" (Flp 3, 21), en "cuerpo espiritual" (1 Cor 15, 44)" (CEC
999), en el último día, en el acontecimiento de la parusía del Señor» (CEC 1001) (15).
295

Es curioso ver cómo se repite la historia del dogma en este punto. La afirmación de la
escatología del alma separada no aparece en la historia del dogma como un influjo de la
filosofía helénica, sino en conexión con el dogma de la resurrección al final de los tiempos.
Nunca la Iglesia o la Biblia han pensado que se resucite con una corporalidad distinta de la
que va al sepulcro y que tenga lugar en el momento de la muerte. La fe de la Iglesia habla,
más bien, de la resurrección final de los cuerpos, los que ahora tenemos, al final de la historia.
Mientras tanto, tiene lugar la escatología de las almas.

Y ello implica por lo tanto la confesión de una escatología intermedia de un elemento


espiritual y no corporal (16). Es preciso reconocerlo: la fe en la escatología intermedia no es
una imposición del mundo griego, sino más bien una implicación en relación a la resurrección
final de los cuerpos. En efecto, lo primero que tenemos sobre este tema en el Nuevo
Testamento lo encontramos en las cartas de San Pablo y en relación con la escatología final de
la resurrección.

-En 1 Tes 4,16-18 responde S. Pablo a la preocupación de los tesalonicenses sobre la suerte de
los que han muerto. Puesto que la parusía se retrasaba, la preocupación de éstos consistía en
saber qué ocurriría con los ya muertos antes de la parusía. San Pablo contesta diciendo que los
muertos resucitarán en primer lugar con Cristo; luego, los que vivimos, dice, seremos
arrebatados al cielo con Cristo. Esto supone, por lo tanto, que los muertos no han resucitado
todavía y que de ellos pervive algo después de la muerte según la creencia judía de que los
muertos perviven en el sheol.

-Flp 1,20-24 dice así: «... espero que en modo alguno seré confundido; antes más bien con
plena seguridad, ahora como siempre, Cristo será glorificado en mi cuerpo, por mi vida o por
mi muerte, pues para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia. Pero si el vivir en la
carne significa para mi trabajo fecundo, no se qué escoger... Me siento apremiado por las dos
partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual ciertamente es con mucho lo
mejor; mas, por otra parte, quedarme en la carne es más necesario para vosotros. Y,
persuadido de esto, sé que me quedaré y permaneceré con todos vosotros para progreso y
gozo de vuestra fe, a fin de que tengáis por mi causa un nuevo motivo de orgullo en Cristo
Jesús cuando ya vuelva a estar entre vosotros».

En este texto Pablo piensa en una reunión con Cristo inmediatamente después de la muerte
individual y antes de la resurrección de los muertos que en toda la carta es colocada al final de
los tiempos (17). Ese partir supone un dejar de vivir en la carne, mientras que la vida en el
mundo es un vivir en la carne.

-2 Cor 5,1-10 (18). En la primera parte de esta perícopa afirma San Pablo que «si la tienda de
nuestra mansión terrena se deshace, tenemos un edificio que procede de Dios, una casa no
hecha por manos humanas, eterna, en los cielos» (5,1). La tienda de nuestra mansión terrena
es sin duda nuestro cuerpo mortal (Flp 1,23; 2 Pe 1,14). El edificio que tenemos en el cielo es
el cuerpo resucitado que, según el pensamiento escatológico de Pablo y por su referencia al
estado de desnudez que supone la muerte, es el cuerpo que se recibe en la parusía (C. Pozo,
op. cit., 259).

La preferencia de Pablo es que la parusía le encuentre con vida (vestido) es decir, sin haber
muerto previamente, de modo que sería revestido de aquella habitación celeste. No quiere que
la muerte le sobrevenga antes de la parusía de modo que se encuentre «desnudo» cuando ésta
296

llegue (5, 3). Es claro que este estar desnudo por la muerte significa un estado de privación
del cuerpo.

Después del v. 8, Pablo expone su deseo de «salir de este cuerpo» para vivir en el Señor,
cuando previamente había expresado el deseo de no morir y ser sobrevestido. Esto se entiende
por un lado por la repugnancia natural a la muerte, y por otro, porque mirando la realidad con
los ojos de la fe, vivir es habitar en el cuerpo estando ausentes del Señor, mientras que morir
es dejar de habitar en el cuerpo para estar con el Señor (Flp 1, 23) (19).

En el Nuevo Testamento aparece, pues, la escatología intermedia como una implicación de la


resurrección de la carne al final de la historia. Si la resurrección tiene lugar al final, mientras
tanto hay un estado de desnudez corporal que permite, sin embargo, un encuentro real con
Cristo.

Distinto es el estado de María asunta ya en cuerpo y alma a los cielos. El Catecismo enseña
que la «Asunción de la Santa virgen es una participación singular en la resurrección de su
Hijo y una anticipación de la resurrección de los otros cristianos» (CEC 966). Esta
singularidad de María quedaría rota si todos resucitáramos como ella en el momento de morir.
Por otro lado, el termino de «anticipación» es un término temporal que no puede ser reducido
a «en plenitud».

3. La existencia del purgatorio

Señalemos por último, aunque sea brevemente, que el Catecismo vuelve a hablar del alma
separada a propósito del juicio particular: «Cada hombre, después de morir, recibe en su alma
inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través
de una purificación (cf. conc. de Lyon: DS 857-858; conc. de Florencia: DS 1304-1306; conc.
de Trento: DS 1820), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (cf.
Benedicto XII: DS 1000-1001; Juan XXII: DS 990), bien para condenarse inmediatamente
para siempre (cf. Benedicto XII: DS 1002)» (CEC 1022).

Así pues, la liturgia y la piedad del pueblo cristiano acertaban y aciertan al pedir a Dios que
«las almas de los fieles difuntos» descansen en paz.

V. LA RESPUESTA A LAS OBJECIONES

a) La antropología bíblica

Decíamos anteriormente que los partidarios de la antropología unitaria apelaban al hecho de


que en la antropología bíblica los términos de basar y nefes no hacen referencia a dos
principios diferentes en el hombre, sino al hombre entero en cuanto que es débil (basar) y al
hombre entero en cuanto viviente (nefes).

Ahora bien, más allá de esta terminología, no necesariamente perfecta, pues el pueblo hebreo
no tiene una conceptualización desarrollada en campo metafísico, se da una concepción
teológica sobre la resurrección que, en el fondo, es más importante para conocer la
antropología hebrea. De la terminología antropológica hebrea, dice Pozo que «no es un dato
primariamente teológico, aunque consignado en la Escritura. Mucho más directamente
teológica es la doctrina sobre el más allá. Y pienso que fue la progresiva revelación de un
297

mensaje sobre el más allá, lo que impulsó e hizo evolucionar las concepciones antropológicas
hebreas. Con ello quiero decir que no fue el estudio del hombre lo que determinó los límites
de la escatología bíblica, sino ésta la que obligó a una más profunda visión teológica del
hombre». En la antropología hebrea, mientras el núcleo personal (refaim) va al sehol, el
cadáver va al sepulcro. Ambos elementos -he ahí la dualidad- son salvados. Es, pues, una
antropología dual (20).

Por otra parte, el mismo concepto de nefes que en un principio significaba la persona entera
en cuanto viviente, en los salmos místicos va adquiriendo una evolución hasta significar el
alma espiritual, la psiché espiritual en distinción del cuerpo, algo que quedará plenamente
desarrollado en el libro de la Sabiduría, como ya vimos más arriba (III,1; nota 11).

b) El tiempo más allá de la muerte

Se ha apelado, como hemos visto, al hecho de que más allá de la muerte no existe el tiempo.
Mientras nuestras muertes se sucederían aquí en el tiempo, en el más allá la resurrección
corporal de todos los muertos coincidiría en un único momento, ya que en él no existiría el
tiempo.

Ante este problema es preciso recordar algo de suma importancia. Cabe distinguir entre
sucesión física (movimiento físico) y sucesión psicológica de los actos del espíritu, y ésta
tendría sin duda alguna en el más allá. Alfaro, por ejemplo, hablando de la visión beatífica,
dice que el hombre no pierde toda sucesión de actos, una transición a actos de la voluntad y
del amor creados, un tránsito de potencia a acto, un movimiento, pues es la movilidad radical
pura de la criatura. Y, sin esta movilidad, el hombre se identificará totalmente con Dios
perdiendo su autonomía de criatura (J. Alfaro, Trascendencia e inmanencia de lo sobrenatural:
Gregorianum, 1957, 43).

El mismo proceso de purificación que implica el purgatorio, implica una sucesión de actos
hasta completar la santidad requerida. En ello se basa la posibilidad de ofrecer sufragios por
los muertos (CEC 1030-1032).

c) La retribución plena del alma

Dejando la cuestión de si la resurrección corporal al final de la historia aporta al alma un


aumento intensivo o extensivo de la felicidad, lo cierto es que, siendo la muerte una violencia,
el alma anhela la resurrección del cuerpo y la participación en el triunfo cósmico de Cristo por
su parusía, que también afectará al alma. La plenitud de la visión beatífica después de la
muerte se refiere al gozo que procura el objeto de la contemplación: Dios en sí mismo; no que
el sujeto de dicha contemplación esté completo. El alma separada no ha vencido aún la
muerte, que es el último enemigo en ser vencido (1 Cor 14, 26) de modo que en la parusía
participará de la victoria total y plena de Cristo.

Por otro lado, desde el punto de vista filosófico, es clara la posibilidad de subsistencia de un
yo personal tras la muerte sin el complemento del cuerpo y la posibilidad de actos de
conocimiento y amor. El conocimiento sensible que aquí procura el cuerpo es condición en la
tierra de todo conocimiento intelectual, pero no es causa del mismo. Puede por tanto subsistir
y conocer y amar el sujeto personal que pervive sin el complemento del cuerpo, esperando
que en el gozo de Dios participe también el cuerpo propio tras la victoria final de Cristo sobre
298

la muerte. Volvemos a repetir que la plenitud del gozo en la escatología intermedia se refiere
al objeto contemplado: Dios en sí mismo, no a la plenitud del sujeto que contempla. No ha
llegado todavía la fase final del reino y ello repercute en la salvación misma. Si la salvación
no ha llegado aún a su plenitud es porque el reino no se ha completado en su etapa final. No
podríamos entender además que el hombre gozara de una integridad total y de un triunfo total
sobre la muerte y el cosmos, cuando el triunfo total de Cristo sobre la muerte y el cosmos aún
no ha tenido lugar. Decíamos que, siendo el eschaton una realidad que se manifiesta en la
victoria de Cristo sobre el cosmos y la muerte, no se ha realizado aún. La salvación no es aún
completa y por ello el hombre tras la muerte y antes del triunfo total de Cristo no puede tener
una salvación completa y definitiva.

VI. LOS INCONVENIENTES DE LAS NUEVAS TEORIAS

Pero hablemos ahora de los inconvenientes que encierran las nuevas teorías y que son, a mi
modo de ver, sumamente graves.

1) La llamada antropología unitaria, lejos de ser un esfuerzo que facilita la fe, la desfigura
gravemente, toda vez que cae en el fideísmo en el más allá, al perder la certeza en la
inmortalidad natural del alma y la objetividad de las apariciones de Cristo. Es paradójico, pero
es así: deja a la fe en el más allá totalmente indefensa, de modo que, creyendo en él sin
motivación racional e histórica alguna, apreceríamos ante el agnóstico de hoy como el fideísta
que se refugia fácilmente en su torre de marfil.

2) Se trata de salvar el realismo cristiano de la resurrección de los cuerpos, tema que


paradójicamente olvidan los llamados enemigos del platonismo, pues en realidad caen en un
cierto docetismo al despreciar el cuerpo real con el que hemos vivido y luchado en esta vida.
No deja de ser paradójico que los modernos antropólogos, que tanto insisten en el valor del
cuerpo, en realidad lo abandonan en el sepulcro vencido por la muerte, y defienden más bien,
como recuerda Ratzinger sagazmente, la idea de la inmortalidad del alma, toda vez que se ven
obligados a mantener la continuidad de un yo que posibilite la recepción de una nueva
corporalidad en el momento de la muerte, pues sin esa continuidad, habría que hablar de una
recreación (21).

3) Con la doctrina de la espiritualidad y de la inmortalidad del alma no sólo se sustenta


racionalmente la fe en el más allá, sino que se ponen las bases de una verdadera antropología
y de una fundamentación de la ética. El cristiano tiene una visión trascendente del hombre y
tiene que dar razón de ella, sin recurrir al postulado. Esto no significa que se defienda un
dualismo, pues hay que distinguir siempre entre dualidad y dualismo.

4) Finalmente, no podemos deshistorizar el cristianismo. La resurrección de Cristo es algo que


ha tenido ya lugar, pues ha dejado huellas en la historia; no así la parusía que coincidirá con la
transformación final del cosmos. Entre ambos acontecimientos hay un tiempo (para vivos y
para muertos), hasta que llegue la consumación del Reino con la venida última del Señor.

Conclusión

El Catecismo para la Iglesia católica ha trazado las líneas fundamentales de la existencia del
alma y sus implicaciones teológicas. Ha mantenido los datos básicos sin los cuales uno no se
puede decir en comunión con la fe católica: El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios,
299

posee una unidad personal en una dualidad de principios: el cuerpo, que proviene de los
padres, y el alma, que es directamente creada por Dios. En su carácter trascendente se basa su
dignidad espiritual y sagrada, base y fundamento de toda ética. Siendo el alma espiritual e
inmortal, subsiste después de la muerte hasta unirse al mismo cuerpo que tenemos y que
resucitará al final de la historia. El hombre resucitará con el mismo cuerpo con el que ha
vivido, a semejanza de Cristo resucitado.

La transfiguración del Cuerpo de Jesús no es sino una situación cualitativa que presupone la
identidad del mismo cuerpo. De igual manera, nuestros cuerpos transformados en gloria,
seguirán siendo los mismos cuerpos con los que hemos vivido. A Dios, creador de todo, le
sobra poder para salvar nuestros cuerpos históricos.

No se puede decir que el Catecismo haya dado preferencia teológica a una línea en contra de
otras, pues el Catecismo metodológicamente no ha querido entrar en cuestiones teológicas; lo
que hace sencillamente es recoger los datos de la Tradición que toda explicación teológica
tiene que tener en cuenta como punto de partida. Tampoco se puede afirmar que el Catecismo
sea simplemente un nivel de afirmación de la fe distinto del teológico, de modo que éste
pudiera contradecir lo que el Catecismo enseña. Es cierto que son dos niveles diferentes: la
regula fidei y la intelligentia fidei. Uno se limita a exponer los datos básicos de la fe y el otro
trata de profundizar teológicamente en ellos; pero no constituyen una doble verdad, como si
uno pudiera contradecir al otro.

El Catecismo deja abierta la posibilidad de una ulterior profundización del tema en aras a
explicar adecuadamente esa unidad personal en la dualidad de principios. Personalmente,
estoy convencido de que la solución teológica al problema deberá inspirarse en la cristología.
En el campo de la cristología ocurría que, mientras la escuela de Antioquía distinguía bien la
naturaleza divina y la humana de Cristo, sin saber unirlas adecuadamente, la escuela de
Alejandría conseguía esta unidad en detrimento siempre de la integridad de la naturaleza
humana. Calcedonia mantiene la integridad de ambas naturalezas en una unidad de persona,
que hace de bisagra de las mismas, como único sujeto gestor de ambas. ¿No podríamos pensar
también en algo análogo en el campo antropológico? ¿Por qué no buscar la solución que trate
de mantener la integridad del cuerpo y del alma en la unidad personal de un único sujeto que
gestione ambos? Ante el dualismo de un cuerpo y alma separados, no vale como solución
conseguir la unidad a base de sacrificar la naturaleza y la integridad del alma espiritual e
inmortal. Aquí, como en cualquier otro problema teológico, es sumamente saludable el uso de
la analogía de la fe.

Pensamos por lo tanto que hay aquí una tarea apasionante que, sabiendo dar cuenta de todos
los datos de la fe, no sacrifique ninguno de ellos.

Notas

1.- Dice Ruiz de la Peña que el alma es la estructura, la morfé, la forma del cuerpo humano
(Las nuevas antropologías, Santander 1983, 211). No se puede hablar en el hombre de dos
sustancias ontológicamente diferentes. La antropología bíblica dice (ib., 220), desconoce el
dualismo alma-cuerpo y describe al hombre indistintamente como carne animada o alma
encarnada, no como composición de dos realidades. No se puede, pues, emplear el sistema
dicotómico de cuerpo y alma, extraño a la antropología bíblica. «Tal lenguaje no sería
utilizable, obviamente, en una interpretación monista del hombre; si lo es en una antropología
300

cristiana, será sólo a condición de que los términos alma cuerpo no signifiquen ya lo mismo
que significaban en el ámbito del dualismo» (ib., 221). El alma humana no es un principio que
compone con otro sino, como en la filosofía hilemórfica, un coprincipio que junto con el
coprincipio de la materia forma el único ser del hombre (Id., Imagen de Dios. Antropología
fundamental, Santander 1988, 130).

Por ello son dos realidades inseparables: «La unidad espíritu-materia cobra, pues, su más
estricta verificación; el espíritu finito es impensable a extramuros de la materialidad, que
opera como su expresión y su campo de autorrealización. A su vez, el cuerpo no se limita a ser
instrumento o base del despegue del espíritu; es justamente su modo de ser; a la esencia del
espíritu humano en cuanto espíritu pertenece su corporeidad» (ib., 131). Cuerpo y alma son
momentos estructurales de una misma y única realidad (ib., 132). Cabe distinguirlos, pero no
pueden ser separados (ib., 133).

2.- Dice Ruiz de la Peña que el alma es cuando menos un postulado (Las nuevas
antropologías, 211), y afirma: «La aserción teológica el alma es funcional, está en función de
la dignidad y del valor absoluto del único ser creado que es "imagen de Dios" (ib., 210). No se
plantea el problema de la demostrabilidad del alma. E1 pensamiento cristiano, dice, entiende
el quid del alma teológicamente, es decir, más existencial y soteriológicamente que
ontológicamente: el alma es la capacidad que tiene el hombre de ser interpelado por Dios»
(Imagen de Dios, 140).

3 .- Dice Ruiz de la Peña: «parece metodológicamente indispensable distinguir con nitidez


dos cuestiones alojadas en la problemática del alma: an sit, quid sit (si existe y qué sea). Hay
razones de peso para responder a la primera afirmativamente; la segunda, en cambio, la que
atañe a su esencia, supuesto el mínimum contenido implicado en la persona, ha de dejarse
abierta, y probablemente sea ese su anónimo destino» (Las nuevas antropologías, 209).

4.- La aserción teológica del alma es funcional, dice Ruiz de la Peña. Es verdad que la
diversidad funcional, estructural, cualitativa, del ser cuerpo propia del ser hombre está
demandando una peculiaridad entitativa, ontológica del mismo ser del hombre (Las nuevas
antropologías, 211); pero este autor no fundamenta ese momento ontológico. Nosotros
creemos que no puede fundamentarlo (por vía de demostración) dado que una demostración
del mismo le conduciría a la admisión en el hombre (a partir de sus manifestaciones
espirituales) de un principio espiritual, distinto esencialmente del corporal, conduciéndolo así
a una solución que él ha llamado «dualista».

5.- En Santo Tomás, dice Ruiz de la Peña (Las nuevas antropologías 223), el hombre consiste
en la unión sustancial del alma y de la materia prima, y no del alma y del cuerpo: «lo que
existe realmente es lo único; en el hombre concreto no hay espíritu por un lado y materia por
otro. El espíritu en el hombre deviene alma, que no es un espíritu puro, sino la forma de la
materia. La materia en el hombre deviene cuerpo, que no es una materia bruta, sino informada
por el alma» (ib., 223). El alma es principio de la materia, un factor estructural, y el cuerpo es
la alteridad del alma. A su esencia pertenece la corporeidad. No son pues separables (ib., 224).
Son dos coprincipios y no dos seres.

6.- Ruiz de la Peña, La imagen... 225.

7.- Ib. 257.


301

8.- Ruiz de la Peña, por ejemplo, no admite la inmortalidad natural del alma, y advierte que
muere el hombre entero: «En una antropología unitaria, muerte es, según vimos, el fin del
hombre entero. Si a ese hombre a pesar de la muerte, se le promete un futuro, dicho futuro
sólo puede pensarse adecuadamente como resurrección, a saber, como un recobrar la vida en
todas sus dimensiones, por tanto, también en la corporeidad. Lo que aquí resulta problemático
es el concepto de inmortalidad...» (La imagen de Dios, 144).

9.- Según Ruiz de la Peña, «el aserto definido por Letrán no conlleva necesariamente una
ontología del alma, ni impone el esquema del alma separada (la problemática del estadio
intermedio quedaba fuera de la intención conciliar), ni exige que la inmortalidad enseñada sea
una inmortalidad natural; puede ser ya gracia y no cualidad inmanente» (La imagen de Dios,
151).

10.- En este sentido, Ruiz de la Peña estima que «las teorías alternativas a la doctrina
tradicional quieren mantener esa verdad del hombre, para hacer así creíble no sólo la
afirmación de la unidad psicosomática, sino también la esperanza en la supervivencia del ser
humano en su cabal identidad e integridad» (La otra dimensión, 358).

11.- En los llamados salmos místicos (16; 49; 73) se da una evolución hacia el concepto de
alma separada después de la muerte y presente en el sheol (Cf. C. Pozo, Teología del más allá,
BAC, Madrid 1980, 214 ss).

-El salmo 49,16 dice así: «Pero Dios rescatará mi alma del sheol, puesto que me recogerá». El
término que se utiliza es el de nefes, pero ahora nefes cobra un sentido de mayor sustantividad
e individualidad. Mientras que el término rafaim hace referencia a un plural anónimo, aquí se
habla de mi alma, acentuando la relación de intimidad con Dios. Esto hace pensar, afirma
Coppens, en la convicción que el autor bíblico tiene de la subsistencia del alma separada más
allá de la muerte. Pozo ve en ello una evolución del término de nefes que, de ser usado en el
mundo de la antropología de los vivos, pasa ahora a significar el alma que subsiste después de
la muerte y viene a ser equivalente de psiché (ib., 270). No obsta a ello el que, a veces, al
alma en el sheol se le apliquen propiedades corpóreas, pues eso mismo ocurre en la primera
reflexión griega sobre el alma que es calificada de inmortal, aun cuando no todavía
claramente espiritual. La reflexión filosófica sobre la espiritualidad del alma comienza
fundamentalmente con Platón. Esta mayor sustancialidad e individualidad del alma permite
frente al anonimato de los refaim, entender que la suerte de los justos, después de la muerte,
es diversa de la de los impíos.

-Se subraya también en el salmo 16,10: «pues no abandonarás mi alma en el sheol, ni dejarás
que tu siervo contemple la corrupción», subrayando a continuación la felicidad del alma con
Dios. El justo es liberado ya del sheol y llevado junto a Dios, de modo que el sheol queda
reservado ya para los impíos (cuando, en un primer momento, en el sheol habitaban unos y
otros aunque a diferente nivel). El salmo 16 introduce, pues, la esperanza en la resurrección
corporal. El v 9: «mi cuerpo descansa en seguridad» es una alusión a la paz del sepulcro y la
frase «no permitirás que tu siervo contemple la corrupción» es una esperanza en la
resurrección. Es una esperanza aún imprecisa, confiesa la Biblia de Jerusalén, pero que
preludia la fe en la resurrección (Dan 12,2; 2 Mc 7,11). Las versiones traducen fosa por
corrupción. Que aquí se refiera a una resurrección del sepulcro parece incontrovertible por el
hecho de que no se puede hablar propiamente de corrupción en el sheol. En el sheol hay una
302

pervivencia, pero no sometida a la corrupción. De nuevo, pues, la esperanza en la resurrección


del sepulcro implica que en el sheol hay un alma (identificable ahora con la psiché) con una
mayor sustancialidad e individualidad.

-Esto es lo que vemos también en el libro de la Sabiduría. De influjo helenístico, es testigo de


la inmortalidad del alma. Quiere ser un consuelo para los judíos piadosos, y sobre todo, para
los perseguidos a causa de la fe. El consuelo consiste en que el piadoso, enseguida después de
la muerte, no queda destruido, pues entra en posesión de la inmortalidad. El sujeto de esta
inmortalidad es la psiché: «Pues las almas de los justos están en manos de Dios y no les tocará
tormento alguno» (Sab. 3,1). Poco antes se ha hablado del juicio de las almas puras (Sab.
2,22). La suerte de los impíos, es caer en el sheol y permanecer en él (Sab. 4,19). El hombre,
hecho incorruptible por Dios, se ha hecho corruptible por la muerte que ha entrado en el
mundo por la envidia del diablo (Sab 2,24); pero claramente se especifica que es el cuerpo el
sujeto de la corruptibilidad (Sab 9,15). No todo el hombre muere, por lo tanto, y las almas de
los justos están en manos de Dios. Y este es el consuelo que ofrece el libro; no hay una
destrucción completa del justo (como piensan los impíos), de modo que sus almas gozan de
Dios. Por ello, si se afirma claramente que la muerte ha afectado al cuerpo (el cuerpo es lo
corruptible: Sab 9,15) se está hablando implícitamente de la muerte como separación de
cuerpo y alma.

-Finalmente en Mateo 10,28 encontramos las palabras de Cristo: «No temáis a los que pueden
matar el cuerpo, pero no pueden matar el alma (psiché); temed más bien a los que pueden
echar cuerpo y alma a la gehemna». G. Dautzenberg ha demostrado que aquí el término de
psiché hay que tomarlo como alma y no como vida (Cf. Sein Leben bewahren. Psiché in den
Herrenworten der Evangelien, Munchen 1966, 153). El cuerpo puede ser matado, pero el
alma, no; lo cual corresponde a la dualidad cuerpo-alma. Decir por ello que aquí alma
significa la persona entera es inaceptable, toda vez que va unida a cuerpo como partes que se
distinguen y contraponen.

12.- -El concilio de Letrán (1513) quiso denunciar la teoría averroísta: «condenamos y
reprobamos que el alma intelectiva es mortal o única en todos los hombres, y a los que tales
cosas pongan en duda» (DS 1440). Este texto conciliar muestra que la inmortalidad del alma
es algo básico en el cristianismo y que la razón no puede demostrar lo contrario de lo que
enseña la Iglesia. Afirma la inmortalidad del alma individual, no la del compuesto cuerpo-
alma, si bien presenta el alma como forma del cuerpo. El concilio no se pronunció sobre la
demostrabilidad racional de la inmortalidad del alma. A pesar de la insistencia de León X en
este sentido y de la mayoría de los teólogos, Cayetano influyó en sentido contrario. De todos
modos, afirma el concilio que la inmortalidad del alma es patrimonio de la fe católica. El alma
es inmortal y se da en la multitud de cuerpos en los que se infunde.

-Encíclica Humani Generis (1950): «El magisterio de la Iglesia no se opone a que el tema del
evolucionismo, en el presente desarrollo de las ciencias humanas y de la teología, sea objeto
de investigaciones y discusiones de peritos en uno y otro campo. Siempre, desde luego, que se
investigue sobre el origen del cuerpo humano a partir de una materia ya existente y viva,
porque la fe católica nos obliga a mantener la inmediata creación de las almas por Dios» (DS
3896).

-El Credo del pueblo de Dios (1968) enseña que Dios ha creado en cada hombre un alma
espiritual e inmortal (n. 8). También el documento de la Congregación para la doctrina de la fe
303

Donum vitae, sobre la bioética, enseña que «el alma espiritual de cada hombre es
inmediatamente creada por Dios» (Intr. n. 5).

13.- No olvidemos que los partidarios de la llamada antropología unitaria aceptan de buena
gana la teoría tomista del alma como forma del cuerpo, pero silencian a Sto. Tomás cuando,
superando a Aristóteles en este campo (Aristóteles no aceptaba la inmortalidad del alma
individual, creyendo que como forma suya se corrompe con el cuerpo en la muerte), defendía
que el alma, aparte de ser forma, es también substancia, dotada de un propio actus essendi que
le permite poder subsistir separada después de la muerte. Este actus essendi lo comunica el
alma a la materia, de modo que en el hombre hay un solo actus essendi, un solo esse, que
garantiza su unidad. El esquema de Aristóteles no es ya el de Sto. Tomás (Cf. J. A. Sayés,
Principios filosóficos del cristianismo, Edicep, Valencia 1990, 81).

14.- Remitimos también al magnífico artículo de C. Schönborn sobre la cuestión del alma
humana, en cuanto fundamento de la dignidad espiritual del hombre y de la ética: L’homme
creé par Dieu: le fondement de la dignité de l’homme: Gregorianum, 1984, 337-363.

15.- Este realismo de la fe cristiana es el que hacía decir a San Ireneo: «Que nos digan los que
afirman lo contrario, es decir, los que contradicen a su salvación: ¿en qué cuerpo resucitarán
la hija muerta del gran sacerdote, y el hijo de la viuda al que llevaban muerto cerca de la
puerta de la ciudad, y Lázaro que había estado ya en la tumba cuatro días? Evidentemente, en
aquellos mismos cuerpos en que habían muerto; porque si no hubiera sido en aquellos
mismos, no habrían sido ya estos muertos los mismos que resucitaron» (Adv. Haer. 5,13: PG
7,1156).

Ésta es también la Fides Damasi (fines s.V): «Creemos que el último día hemos de ser
resucitados por él en esa misma carne en que ahora vivimos» (DS 70). El concilio XI de
Toledo (675) rechaza que la resurrección tenga lugar «en una carne aérea o en otra
cualquiera». La fe se refiere a la resurrección en «la carne en que vivimos, subsistimos y nos
movemos», según el modelo de la resurrección de Cristo, cabeza nuestra (DS 540). La
Professio fidei de León IX (1053) dice en el mismo sentido: «Creo en la verdadera
resurrección de la misma carne que ahora llevo» (DS 684). Y la profesión de fe prescrita a los
valdenses (1208): «creemos en la resurrección de esta carne que llevamos y no de otra» (DS
797).

16.- En este sentido la bula de Benedicto XII que defiende la escatología de las almas
separadas inmediatamente después de la muerte, lo hace con toda la tradición, partiendo de la
fe de que la resurrección de los cuerpos tiene lugar al final de la historia. Es sabido que se ha
defendido la tesis de que la bula de Benedicto XII define simplemente, contra la posición
mantenida por Juan XXII, que la bienaventuranza del hombre comienza inmediatamente
después de la muerte. Esta doctrina estaría expresada en los esquemas de la cultura de aquel
tiempo (concepción del alma separada tras la muerte), pero eso no sería objeto de definición.
Pozo ha contestado a esto que «el papa Benedicto XII afirma en ella mucho más que lo
estrictamente necesario para una mera refutación negativa (en conceptos de la época) de la
posición de Juan XXIII sobre la dilación de la visión beatífica. Así, p. e., desarrolla el
concepto de juicio universal del mundo para los hombres ya resucitados, y contrapone este
estado al estado previo de la escatología de las almas». Esta aclaración de Pozo nos parece
certera, pero pensamos que lo que decide definitivamente si el tema del alma separada es un
esquema representativo o no, es que es conclusión del dato de fe de que la resurrección de los
304

cuerpos tiene lugar al final de la historia. Con otras palabras, para el papa Benedicto XII la
afirmación de la escatología del alma separada es mucho más que un esquema representativo,
pues es una deducción del dato de fe de la resurrección de los cuerpos al final de la historia, y
como tal, la asume en la definición. Es algo que se puede decir no sólo de esta Bula sino de la
tradición toda de la Iglesia. Digamos también, a propósito del Lateranense V (1513), que
definió la inmortalidad del alma individual contra la sentencia de los averroístas que
defendían sólo la inmortalidad del alma común y separada de los hombres, y que ciertamente
el concilio en este momento no pretende hablar del tema del alma separada y prescinde
incluso de la cuestión de la demostrabilidad racional del alma espiritual e inmortal. Ahora
bien, se tergiversa el pensamiento del concilio cuando se afirma que esa inmortalidad se
refiere a la persona y no a una parte del hombre, el alma (aun cuando el concilio presente el
alma como forma del cuerpo). La tradición de la Iglesia había mantenido siempre la
inmortalidad del alma, nunca del cuerpo ni del conjunto corpóreo-espiritual. Santo Tomás, por
otro lado, había abierto para este tiempo la posibilidad filosófica de la subsistencia del alma
separada. Dicho de otro modo, en el concilio nadie piensa que la inmortalidad es una cualidad
de la unidad corpóreo-espiritual del hombre, sino sólo del alma.

La inmortalidad la ha enseñado la Iglesia siempre referida al alma, como lo hace el Vaticano


II (GS 14), afirmando incluso que es irreductible a la materia (GS 18). No es de extrañar por
ello que el Credo del Pueblo de Dios, recogiendo la tradición de la Iglesia, enseñe la
escatología del alma separada. El Papa enseña la existencia en cada hombre de un alma
espiritual e inmortal, y dice así a continuación: «Creemos que las almas de todos aquellos que
han muerto en la gracia de Cristo (tanto las que han de ser purificadas por el fuego del
purgatorio, como aquéllas que, separadas del cuerpo (como la del buen ladrón), son recibidas
inmediatamente por Jesús en el paraíso), constituyen el pueblo de Dios después de la muerte,
que será destruida totalmente el día de la resurrección» (n.28).

Se puede comprobar aquí perfectamente que la afirmación de la esctología del alma separada
va indisolublemente unida a la afirmación de la victoria sobre la muerte el día de la
resurrección. Y recordemos también el documento de la Congregación de la Doctrina de la Fe
(1979) en el que se afirma «la supervivencia y la subsistencia, después de la muerte, de un
elmento espiritual que está dotado de conciencia y de voluntad, de manera que subsiste el yo
humano carente mientras tanto del complemento de su cuerpo». El documento ve en María un
caso único en cuanto que, ascendida al cielo en cuerpo y alma, posee ya por anticipación la
glorificación reservada a todos los elegidos (AAS 73, 1979, 941).

17.- A. Díez Macho, La resurrección de Cristo y del hombre según la Biblia, Valencia 1977,
222-225. Sobre el tema de Flp 1,20-24: B. Rigaux, Dieu l’a ressucité. Exégèse et théologie
biblique, Gembloux 1973, 410ss; A. Díez Macho, op. cit., 220-225; C. POZO, op. cit. 254ss.

18.- A. Díez Macho, op. cit., 207-220; A. Feuillet, La demeure céleste et la doctrine des
chrétiens. Exégèse de II Cor 5,1-10 et contribution à l’étude des fondements de la
eschatologie paulinienne: Rech. Scien. Rel., 1956, 161-192; 360- 402; M. Guerra,
Antropologías y teología, Pamplona 1976; M. Rissi, Studien zum zweiten Korintherbrief,
Zurich 1969, 65-98.

19.- Ruiz de la Peña (cf. La otra dimensión, Santander 1975, 377ss), comentando a H.
Lietzmann, observa que el texto se está refiriendo a una parusía próxima. Así que considerar
los v. 6-8 como una disgresión sobre la muerte antes de la parusía es introducir en la marcha
305

de las ideas un corte abrupto. Además Pablo había expresado el deseo de ser revestido y no
hallarse desnudo, ¿cómo entonces ahora parece decidirse por este estado? La respuesta nos
parece encontrarse en lo que dice Rissi (op. cit., 94) cuando explica que mientras Pablo siente
una repugnancia natural a morir, desde los ojos de la fe prefiere morir para estar con Cristo,
de modo que viene a repetir lo dicho en Flp 1,23. Pero Ruiz de la Peña presenta dos
objecciones más:

a) Dado el carácter antignóstico de la carta (corintios que esperan en la salvación sólamente


del alma), Pablo expresa su deseo de ser revestido con el cuerpo de la resurrección. Respecto
de esto tenemos que recordar que, en 1 Cor 15,23, donde Pablo se enfrenta a fondo con los
Corintios, la resurrección corporal la pone al final de la historia, en la parusía (1 Cor 15,23) y
pensamos con la Biblia de Jerusalén (1 Cor. 5,3) que Pablo quisiera ser de los que se
encuentran vivos en la parusía del Señor («habrá gente que muera»: 1 Cor 15, 51) de modo
que sea transformado sin pasar por el trauma de la muerte, mientras que la muerte le haría
vivir en estado de desnudez.

b) Estar domiciliados en el cuerpo, dice Ruiz de la Peña con Hoffmann, se corresponde al


estar ausentes lejos del Señor en un dualismo no antropológico sino escatológico entre el eón
presente y el futuro. Soma denota la existencia temporal del hombre (lo realizado durante la
vida terrena: dia tou somatos) en contraposición a la comunión personal con Cristo.

Pensamos que es cierto que existe una contraposición escatológica, pero esta comunión con
Cristo puede suponer el salir del cuerpo (5,8), un estar fuera de él (5, 9), un estado de
desnudez (5,8), si es que la muerte nos sobreviene antes de la parusía.

Observa Ruiz de la Peña que aun contando con que aquí se hablara de la posibilidad de la
muerte antes de la parusía, nada autoriza a pensar que se entienda como una separación del
cuerpo del alma. Pues bien, pensamos nosotros que si Pablo coloca la resurrección de los
cuerpos al final de la historia (1 Cor 15,23; 1 Tes 4, 16) y confiesa que hay quien muere antes
de ella (1 Cor 15, 51; 1 Tes 4, 16) es lógico que piense en una separación de cuerpo y de alma.
Dice así la Biblia de Jerusalén comentando 2 Cor 5, 8: «Aquí y en Flp 1,23 Pablo piensa en
una unión del cristiano con Cristo inmediatamente después de la muerte individual. Sin ser
contraria a la doctrina bíblica de la resurrección final (Rm 2,6; 1 Cor 14,44), esta esperanza de
una felicidad para el alma separada denota una influencia griega que por lo menos era ya
sensible en el judaísmo primitivo, cf. Lc 16,22; 23,43; 1 Pe 3,10». Que 2 Cor 5,10 se refiera a
la parusía del Señor no obsta a lo dicho, pues ante esta parusía unos serán encontrados en el
cuerpo (los que serán revestidos) y otros fuera de él (5, 9).

20 .- C. Pozo hizo un estudio de la antropología veterotestamentaria en el Symposium sobre la


resurrección (Roma 1970) y aportó los textos en los que la resurrección aparece claramente no
sólo como una vuelta de los refaim a la vida, sino como asunción del cadáver del sepulcro.
Hay un núcleo personal que son los refaim y que permanece, aunque con una existencia
disminuida, en el sheol, mientras que el cadáver queda en el sepulcro. Pues bien, hay textos
que hacen referencia a la vuelta a la vida de los refaim como Dan. 12,1, pero la evolución
tiende a incluir el cadáver también en dicha vuelta. Así por ejemplo Is. 26,19 es un texto de
este tipo. Aunque se discute si es un pasaje que se refiera a una resurrección personal o,
metafóricamente, a la resurrección nacional, no podemos olvidar que los textos que se refieren
a una resurrección nacional la describen con los rasgos que más tarde caracterizan a la
resurrección personal (cf. C. Pozo, Problemática de la teología católica en: AA.VV.,
306

Resurrexit. Actes du sympósium international sur la resurrection de Jésus -Roma 1970-,


Vaticano 1974, 501). El caso es que el texto se refiere no sólo a los refaim sino a los cadáveres
(nebeletan) que quedan en el sepulcro: «Todos los muertos vivirán, los cadáveres (nebeletan)
se levantarán; despertáos y exultad los habitantes del polvo, porque tu rocío es rocío de luces
y la tierra echará fuera los refaim» (Is 26, 19).

Ez 37,1-4 no carece de interés aunque se refiera también a una resurrección nacional. Aunque
la rehabilitación de los huesos (v. 11) se refiere a lo que queda de Israel, no debe extrañar,
recuerda Pozo, que lo que quede en adelante del hombre será cobrado en la resurrección
personal. En concreto 2 Mac 7,11 habla ya claramente de la continuidad personal: «Del cielo
tengo estos miembros; por amor de tus leyes los desdeño esperando recibirlos otra vez de Él».
Lo mismo vemos en 1 Mac 14,46: «Allí [Razias], completamente exangüe, se arrancó las
entrañas, las arrojó con ambas manos contra la tropa, invocando al Señor de la vida y del
espíritu, para que un día se las devolviera de nuevo. Y de esta manera murió».

Israel llegó a la idea de la resurrección corporal del cadáver, como bien dice Mussner,
reflexionando sobre el hecho de que Dios es el Señor de la vida y de la muerte, de tal modo
que en el judaísmo tardío y en tiempos de Jesús la fe en la resurrección escatológica de los
muertos se había convertido en patrimonio común de los israelitas. Incluso a la luz de la
creencia en la resurrección del judaísmo tardío se releyeron los textos antiguos que sólo de un
modo oscuro expresaban tal esperanza. Mussner, tras el estudio que presenta de la
resurrección en el Antiguo Testamento, escribe: «En el judaísmo tardío no se concibe
ciertamente el estar con Yahvé de un modo definitivo, si no es contando con la resurrección de
entre los muertos, perteneciendo el cuerpo, como pertenece, a la esencia del hombre» (F.
Mussner, La resurrección de Jesús, Santander 1971). También Díez Macho llega a una
conclusión parecida después de su estudio: «es indudable que los judíos entendían por
resurrección un hecho que afectaba a lo que nosotros entendemos por "cuerpo", pues hablan
de cuerpos devueltos por la tierra, pedidos al sepulcro, a las fieras. Mt 27, 22 expresamente
dice que "los sepulcros se abrieron y muchos de los santos que descansaban resucitaron y
saliendo de los scpulcros (después de la resurrección de Cristo) entraron en la ciudad y se
aparecieron a muchos» (Cf. op.cit., 252).

Con la mentalidad del judaísmo tardío, no se concibe una salida del sheol que no sea también
una salida del sepulcro (Cf. M. González Gil, Cristo, misterio de Dios II, Madrid 1976, 31),
por lo cual Ramsey reconoce que los apóstoles no habrían creído en la resurrección de Cristo,
si hubieran encontrado su cuerpo corrupto (M. Ramsey, La resurrección de Cristo, Bilbao
1971, 81).

21.- Dice así Ratzinger: «con el planteamiento de estas cuestiones resulta definitivamente
claro que las nuevas teorías, con las que hemos tenido que vérnoslas, por más que su punto de
partida sea distinto, a lo que se oponen no es tanto a la inmortalidad del alma como a la
resurrección, que sigue siendo el verdadero escándalo el pensamiento. En este sentido, la
teología moderna se encuentra más próxima a los griegos de lo que ella misma quiere
reconocer» (Cf. op. cit., 153).
307

EL CRISTIANO ANTE LA MUERTE

INTRODUCCION.

Vivimos normalmente un determinado número de años, habiendo sufrido, como todo mundo,
algunas enfermedades pasajeras. Pero un buen día, descubrimos con pena que tenemos cáncer
y ese cuerpo tan fiel, tan duradero, tan útil, se nos empieza a desmoronar irremediablemente.
Y después de muchos o pocos cuidados, en un plazo más o menos corto, morimos.

O bien puede suceder que estando perfectamente sanos, caemos fulminados por un paro
cardíaco o perecemos víctimas de un accidente fatal.

Al final, de una manera u otra, TODOS MORIREMOS. Nadie absolutamente escapará de la


muerte. Es la realidad más irrefutable del mundo. Desde que somos concebidos en el vientre
de nuestra madre, somos por definición, mortales.

La muerte es el trance definitivo de la vida. Ante ella cobra todo su realismo la debilidad e
impotencia del hombre. Es un momento sin trampa. Cuando alguien ha muerto, queda el
despojo de un difunto: un cadáver.

Esta situación provoca en los familiares y la comunidad cristiana un clima muy complejo. El
cuerpo del muerto genera preguntas, cuestiones insoportables. Nos enfrenta ante el sentido de
la vida y de todo, causa un dolor agudo ante la separación y el aniquilamiento. Todo el que
haya contemplado la dramática inmovilidad de un cadáver no necesita definiciones de
diccionario para constatar que la muerte es algo terrible.

Ese ser querido, del que tantos recuerdos tenemos, que entrelazó su vida con la nuestra, es
ahora un objeto, una cosa que hay que quitar de en medio, porque a la muerte sigue la
descomposición. Hay que enterrarlo. Y después del funeral, al retirarnos de la tumba, vamos
pensando con Becquer: ¡Qué solos y tristes se quedan los muertos!".

¿QUE ES LA MUERTE?

La definición dada por un diccionario muy en boga es:"La cesación definitiva de la vida". Y
define la vida como "el resultado del juego de los órganos, que concurre al desarrollo y
conservación del sujeto".

Habrá que reconocer que estas u otras definiciones tanto de la vida como de la muerte, no
expresan toda la belleza de la primera y todo el horror de la segunda.
308

La muerte es trágica. El hombre, que es un ser viviente, se topa con la muerte, que es la
contradicción de todo lo que un ser humano anhela: proyectos, futuro, esperanzas, ilusiones,
perspectivas y magníficas realidades.

ACTITUD INSTINTIVA ANTE LA MUERTE.

No es de extrañar, pues, el horror a la muerte. Y no tan solo al misterioso momento de la


"cesación de la vida", sino tal vez más, al proceso doloroso que nos lleve a la muerte.

Tenemos el maravilloso instinto de conservación que nos hace defender y luchar por la vida.
Sabemos que la vida es un don formidable y la humanidad ama la vida, propaga la vida,
defiende la vida, prolonga la vida y odia la muerte. En muchos casos luchamos por la vida
aunque ésta sea un verdadero infierno.

Si hay personas que en el colmo de la desesperanza recurren al suicidio, lo normal es que no


queremos morir y estamos dispuestos a pasar por todos los sufrimientos y a gastar toda
nuestra fortuna para curar a un enfermo. Le peleamos a la muerte un ser querido a costa de lo
que sea, de vez en cuando hasta en contra de la voluntad del interesado. ¡La vida es la vida!

Gracias a los progresos de la ciencia y la tecnología, podemos ahora recurrir a métodos


sensacionales en la lucha contra la muerte.

Ejemplo formidable de ello es el trasplante de órganos, incluido el corazón. Por desgracia, en


algunas ocasiones, esa lucha no es en realidad prolongación de la vida, sino de una dolorosa
agonía sin sentido. Nos sentimos obligados a sacar del cuerpo del enfermo agonizante, hasta
el último latido de un corazón que por sí solo se detendría, totalmente agotado.

Triste espectáculo el ver a nuestros ser querido lleno de tubos por todos lados y rodeado de
sofisticados aparatos en una sala de terapia intensiva. No nos resignamos a dejarlo morir.

LA MUERTE DIGNA.

Se plantea ahora la cuestión del derecho a una "muerte digna". Debemos entender por esto el
derecho que tiene la persona a decidir por sí misma el tratamiento a su enfermedad. Cuando el
cuerpo ya ha cumplido su ciclo normal de vida, no hay obligación de recurrir "a métodos
extraordinarios" para prolongar la vida, según lo define la Iglesia. El enfermo tiene derecho de
pedir que lo dejen morir en paz.

Puede llegar el momento en que no sea justo mantener artificialmente viva a una persona, a
costa de la misma persona. Los sufrimientos de una agonía prolongada por una idea
equivocada de lo que es la vida o lo que es la muerte, no tienen sentido.

Pero una cosa es prescindir de aquellos métodos extraordinarios y otra es la de provocar la


muerte positivamente, crimen que es llamado eutanasia. Tampoco podemos llamar "muerte
digna" al suicidio. Ni estamos obligados a posponer dolorosamente el momento de la muerte,
ni podemos provocarla.

¿SABEMOS ALGO DEL MAS ALLA?


309

Desde que el hombre es hombre, ha tenido la intuición de que la vida, de alguna manera, no
termina con la muerte. Los más antiguos testimonios arqueológicos de la humanidad son
precisamente las tumbas, en las cuales podemos descubrir la idea que las diferentes culturas
tenían del más allá.

Del mismo modo, el hombre siempre ha intentado de mil maneras, entrar en contacto con los
difuntos. Diversas clases de espiritismo, apariciones, fantasmas, ánimas en pena, han sido un
vano y supersticioso intento de trasponer los dinteles de la muerte y saber algo del más allá.

¡Cuántas teorías ha inventado el hombre! ¡Cuántos experimentos ha hecho! Proliferan libros,


novelas y revistas desde las más inocentes hasta las más terroríficas, pasando por la ciencia-
ficción que aparentando solidez científica, no hace sino descubrir su falsedad.

La realidad es que nuestros esfuerzos por investigar lo que sucede después de la muerte son
por demás frustrantes. Podemos decir que todo queda en especulaciones, algunas totalmente
equivocadas o fraudulentas, que no explican nada ni consuelan a nadie. No sabemos
prácticamente nada.

UNA LUZ EN LAS TINIEBLAS.

Sin embargo nuestro Creador, profundo conocedor de nuestra naturaleza humana, no podía
habernos dejado en completas tinieblas acerca de un asunto tan inquietante e importante como
es la muerte y lo que sucede en el más allá.

En su inmenso amor por la humanidad, nos envió a Su Hijo Unigénito, su Segunda Persona
Divina, como Luz del Mundo.

En Jesucristo Nuestro Señor todas las tinieblas quedan disipadas. Su infinita sabiduría nos
ilumina hasta donde Él quiso que viéramos: "Yo soy la Luz del Mundo. Quien me sigue no
andará en tinieblas".

SOMOS INMORTALES.

Toda la Sagrada Escritura nos enseña, pero especialmente el Nuevo Testamento nos descubre
el sentido de la vida y de la muerte y nos hace atisbar lo que Dios tiene preparado para
nosotros en la eternidad.

Lo primero que debería asombrarnos es que Dios, el eterno por antonomasia haya querido
compartir nuestra naturaleza humana hasta el grado de sufrir El también la muerte.

Jesucristo no vino a suprimir la muerte sino a morir por nosotros. "Se hizo obediente hasta la
muerte y muerte de cruz" (Fil.2:8). El misterio de la Cruz nos enseña hasta qué punto el
pecado es enemigo de la humanidad ya que se ensañó hasta en la humanidad santísima del
Verbo Encarnado.

En su vida pública, el Señor Jesús se refirió de muchas maneras al momento de la muerte y su


tremenda importancia.
310

En aquella ocasión en que los Saduceos, que ni creían en la otra vida, le preguntaron
maliciosamente de quién sería una mujer que había tenido siete maridos cuando ésta muriera,
Jesús les contestó: "En este mundo los hombres y las mujeres se casan, Pero los que sean
juzgados dignos de entrar al otro mundo y de resucitar de entre los muertos, ya no se casarán.
Sepan además que no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles. Y son hijos de Dios,
pues El los ha resucitado" (Lc,20:34-36)

Cuando murió su amigo Lázaro, ante la profesión de fe de Marta, el Señor dijo: "Yo soy la
Resurrección. El que cree en Mí, aunque muera vivirá. El que vive por la fe en M í, no morirá
para siempre" (Jn. l1:25)

Hay que tener en cuenta que cuando Jesucristo habla de la vida, en ocasiones se refiere
explícitamente a la vida del cuerpo, que promete será restituida con la resurrección de la
carne: "No se asombren de esto: llega la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán
mi voz. Los que hicieron el bien, resucitarán para la vida; pero los que obraron el mal,
resucitarán para la condenación" (Jn.5:29).

En otras ocasiones, en cambio, se está refiriendo a la Vida de la Gracia o sea a la participación


de su propia Vida Divina que nos comunica por amor.

Ejemplo de esto es el sublime discurso del "Pan de Vida "que San Juan nos transcribe en su
capítulo sexto: "yo soy el Pan vivo bajado del Cielo; el que coma de este Pan, vivirá para
siempre" (Jn.6:51). Y más adelante, en el versículo 54 nos hace esta maravillosa promesa: "El
que come mi carne y bebe mi sangre, vive de la vida eterna y yo lo resucitaré en el último
día".

MUERTE Y RESURRECCION.

Así, el cristiano sabe que la muerte no solamente no es el fin, sino que por el contrario es el
principio de la verdadera vida, la vida eterna.

En cierta manera, desde que por los Sacramentos gozamos de la Vida Divina en esta tierra,
estamos viviendo ya la vida eterna. Nuestro cuerpo tendrá que rendir su tributo a la madre
tierra, de la cual salimos, por causa del pecado, pero la Vida Divina de la que ya gozamos, es
por definición eterna como eterno es Dios.

Llevamos en nuestro cuerpo la sentencia de muerte debida al pecado, pero nuestra alma ya
está en la eternidad y al final, hasta este cuerpo de pecado resucitará para la eternidad. San
Pablo (Rom.8:11) lo expresa magníficamente:

"Mas ustedes no son de la carne, sino del Espíritu, pues el Espíritu de Dios habita en ustedes.
El que no tuviera el Espíritu de Cristo, no sería de Cristo. En cambio, si Cristo está en ustedes,
aunque el cuerpo vaya a la muerte a consecuencia del pecado, el espíritu vive por estar en
Gracia de Dios. Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos está en
ustedes, el que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también vida a sus cuerpos mortales;
lo hará por medio de su Espíritu, que ya habita en ustedes".
311

El cristiano iluminado por la fe, ve pues la muerte con ojos muy distintos de los del mundo. Si
sabemos lo que nos espera una vez transpuesto el umbral de la muerte, puede ésta llegar a
hacerse deseable.

El mismo San Pablo, enamorado del Señor, se queja "del cuerpo de pecado" pidiendo ser
liberado ya de él. "Para mí la vida es Cristo y la muerte ganancia" (Fip.1:21) "Cuando se
manifieste el que es nuestra vida, Cristo, ustedes también estarán en gloria y vendrán a la luz
con El" (Col.3,4).

EL CIELO

Por desgracia somos tan carnales, tan terrenales, que nos aferramos a esta vida. Después de
todo, es lo único que conocemos, lo único que hemos experimentado.

A partir del uso de la razón, aprendemos a discernir entre las cosas buenas de la vida y las
malas, entre lo bello y lo feo, entre lo placentero y lo desagradable. Y trabajamos arduamente
para obtener de la vida lo mejor para nosotros. Todos los afanes del hombre están motivados
para acomodarnos en la tierra lo mejor que podamos.

No podernos negar que la vida puede ofrecernos cosas preciosas. Gozar de la belleza del
mundo prodigioso, abrir los sentidos al cosmos entero, la inteligencia a los secretos que la
materia encierra, aprender a amar y ser amados, crear obras de arte, terminar bien un trabajo,
ver el fruto de nuestros afanes, tener lo que llamamos "satisfactores" por que precisamente
satisfacen nuestros gustos, conocer otras culturas, leer un buen libro, etc...

No es fácil relativizar todo ello o restarle importancia. Nuestros parientes y amigos, nuestras
posesiones, nuestros proyectos, son todo lo que tenemos y por lo que hemos trabajado toda la
vida. Nos hemos gastado en ello, invirtiendo todas nuestras fuerzas.

Y por ello, ni pensamos en la otra vida. Ni en el Cielo ni el Infierno. Ni el Cielo nos atrae, ni
el Infierno nos asusta. Vivimos inmersos en el tiempo, como si fueramos inmortales. Hablar
de Cielo o de Infierno hasta puede parecer ridículo. ¡Y sin embargo es, una cosa u otra,
nuestro destino ineludible!

No es el objeto de este Folleto hablar del Infierno, que hemos tratado en el Folleto EVC No.
58 sino de abrir los corazones, pero no podemos dejar de recomendar el No.272 "El Cielo", en
que la EVC reproduce una magistral conferencia dictada por el Padre Monsabré.

Podemos decir que todos los goces o todas las penas de esta vida temporal, no tienen tanta
importancia, no son para tanto. San Pablo, que fue arrebatado en éxtasis para tener un atisbo
de los que nos espera, no puede describir con palabras humanas su experiencia: "Ni el ojo vio,
ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios tiene preparado para los que le
aman" (1 Cor.2:9). Y en 11 Cor. 12:4, nos confía que arrebatado al paraíso, donde oyó
palabras que no se pueden decir; son cosas que el hombre no sabría expresar".

Ante lo efímero de los goces o sufrimientos de esta vida, el mismo Apóstol nos recomienda en
la carta a los Colosenses :
312

3:1-4, "Busquen las cosas de arriba, donde se encuentra Cristo; piensen en las cosas de arriba,
no en las de la tierra"

El CAMINO Y LA META.

Esta manera de pensar puede ser comparada con un viaje: por encantador que sea el paisaje
del camino eso no es lo importante, sino el llegar al lugar de destino. Sería una torpeza desear
que el camino nunca terminara y olvidar que al fin de éste, nos esperan por ejemplo, unas
vacaciones deliciosas a la orilla del mar.

Podría existir la posibilidad de que cambiáramos de opinión y decidiéramos detenernos en un


lugar más hermoso que el mismo fin planeado anteriormente. Pero en la vida esto no puede
suceder: vamos a la muerte indefectiblemente; no podemos detener el tiempo, no podemos
"cambiar los planes". Y si avanzamos fatalmente al fin del viaje, es de sabios fijar nuestra
vista en lo que nos puede esperar.

Podría alguien decir que pensar "en las cosas de arriba" como nos aconseja el Apóstol, va en
detrimento del progreso de la humanidad y del desarrollo de todas las posibilidades del ser
humano. Por eso dijo Marx que la religión era el opio de los pueblos. Y no le faltaba razón al
estudiar ciertas religiones, sobre todo orientales, en las que parece que todo el esfuerzo
humano radica en fugarse de la realidad cotidiana.

El cristianismo no cae en esa posición. La historia lo demuestra ampliamente al comprobar


cómo ha sido precisamente en los países cristianos en donde se han dado los más grandes
pasos en el bienestar del ser humano.

El peligro no radica tanto en 'fugarse" sino por el contrario en aferrarse en lo temporal,


perdiendo de vista lo eterno. El auténtico seguidor de Jesucristo, al mismo tiempo que trabaja
por hacer este mundo más habitable, no pierde de vista sin embargo, que esto no es sino el
camino a la felicidad eterna y sin límites que Dios nos promete.

Vivimos con los pies bien asentados en la tierra, pero con el anhelo de obtener al fin de
nuestros días, la corona de gloria eterna.

ENVEJECER ES MARAVILLOSO

El instinto de conservación y la falta de fe, nos hacen tener horror al envejecimiento


irremediable. Hemos hecho de la juventud un mito. "Juventud, divino tesoro" dijo el poeta, y
perder la juventud lo consideramos un drama.

Da pena ver a personas maduras y post-maduras, intentar defenderse de la calvicie, de las


canas, de las arrugas... No logran, por supuesto, engañar a nadie y menos detener el tiempo.

Todas las operaciones de cirugía plástica que sufren, ni preservan la belleza juvenil, ni restan
un sólo día a su avanzada edad. Todos esos intentos vanos por beber en la fuente de la eterna
juventud, no hacen sino evidenciar que hemos perdido el sentido de la vida y de la muerte.

La edad no solamente nos hace poner en su justa medida las cosas temporales (cosa que los
jóvenes no han aprendido todavía) sino que nos acercan más y más a Dios, nuestro último fin.
313

Los ancianos llevan ventaja a los muchachos. Ya van llegando a su realización plena, van
llegando a la meta.

El gran San Pablo nos escribe: "Por eso no nos desanimamos. Al contrario, mientras nuestro
exterior se va destruyendo, nuestro hombre interior se va renovando día a día. La prueba
ligera y que pronto pasa, nos prepara para la eternidad una riqueza de gloria tan grande que no
se puede comparar. Nosotros, pues, no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo invisible, ya que
las cosas visibles duran un momento y las invisibles son para siempre." (II Cor.4:16-18)

Y no es que nos resignemos mansamente a lo inevitable. Es por el contrario la conciencia


jubilosa de que estamos siendo llamados por Dios.

Las canas y arrugas son los signos de este gozoso llamado. Y las enfermedades y achaques
nos dicen lo mismo: la meta está ya cerca. Pronto verás a Dios.

El gran San Ignacio de Antioquía, anciano y camino al martirio, avanza gozoso al encuentro
con Dios y escribe a los romanos: "Mi amor está crucificado y ya no queda en mí el fuego de
los deseos terrenos; únicamente siento en mi interior la voz de una agua viva que me habla y
me dice:' Ven al Padre. No encuentro ya deleite en el alimento material ni en los placeres de
este mundo".

¡Qué maravilla llegar a comprender que la muerte es el inicio de la verdadera vida y que todo
esto no ha sido sino un ensayo, un camino, una invitación!

LA LITURGIA DE LOS DIFUNTOS

La reforma litúrgica implementada a raíz del Concilio Vaticano II, ha puesto empeño en hacer
resaltar los aspectos positivos del trance de la muerte. Lo primero que nos llama la atención es
el abandono de los ornamentos color negro en las Misas de Difuntos, por ser el negro signo de
duelo sin asomo de consuelo ni esperanza.

Sin ignorar el aspecto trágico de la muerte, lo que sería una falacia, el Ritual de Sacramentos
en la introducción a las Exequias acentúa la esperanza del creyente. "A pesar de todo, la
comunidad celebra la muerte con esperanza. El creyente, contra toda evidencia, muere
confiado: "En tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc.23:26)

En medio del enigma y la realidad tremenda de la muerte, se celebra la fe en el Dios que


salva".

"En el corazón de la muerte, la iglesia proclama su esperanza en la resurrección. Mientras


toda imaginación fracasa, ante la muerte, la iglesia afirma que el hombre ha sido creado por
Dios para un destino feliz. La muerte corporal será vencida."

"En la celebración de la muerte, la iglesia festeja "el misterio pascual" con el que el difunto ha
vivido identificado, afirmando así la esperanza de la vida recibida en el Bautismo, de la
comunión plena con Dios y con los hombres honrados y justos y, en consecuencia, la posesión
de la bienaventuranza"
314

En un equilibrio notable entre las realidades temporales como son el pecado y la muerte, en la
Oración Colecta de la Misa de Difuntos, asegura la acción salvadora de Jesucristo: "Dios,
Padre Todopoderoso, apoyados en nuestra fe, que proclama la muerte y resurrección de tu
Hijo, te pedimos que concedas a nuestro hermano N. que así como ha participado ya de la
muerte de Cristo, llegue también a participar de la alegría de su gloriosa resurrección".

Al mismo tiempo que se ora por el difunto, pidiendo al Señor se digne perdonar sus culpas,
hay un grito de esperanza en la misericordia infinita del Salvador.

En la oración sobre las Ofrendas, queda expresado perfectamente este sentimiento: "Te
ofrecemos, Señor, este sacrificio de reconciliación por nuestro hermano N. para que pueda
encontrar como juez misericordioso a tu hijo Jesucristo, a quien por medio de la fe reconoció
siempre como su Salvador".

"La muerte, es por tanto, un momento santo: el del amor perfecto, el de la entrega total, en el
cual, con Cristo y en Cristo, podemos plenamente realizar la inocencia bautismal y volver a
encontrar, más allá de los siglos, la vida del Paraíso" (Romano Guardini)

La mejor y más completa respuesta al problema de la muerte la encontramos en los escritos de


San Pablo. Recordemos la, magnífica frase: "Al fin de los tiempos, la muerte quedará
destruida para siempre, absorbida en la victoria" (I Cor.15:26).

Con el realismo que caracteriza a la Iglesia Católica, toda la liturgia de Difuntos, ofrece a
Dios sufragios por los muertos, sabiendo que todos, en mayor o menor grado, hemos ofendido
a Dios, pero con la plena confianza en la infinita misericordia divina, que garantiza al final el
goce de la bienaventuranza. Por ello el libro del Apocalipsis nos enseña: "Bienaventurados los
que mueren en el Señor" (Ap.21:4).

Repetimos una y otra vez al orar por los nuestros: "Dale Señor el descanso eterno y brille para
él la Luz Perpetua". Descanso de las luchas y fatigas de esta vida; luz para siempre, sin
sombras de muerte, sin tinieblas de angustias, dudas o ignorancias. La luz total de contemplar
la gloria de Dios en todo su esplendor, en la consumación del amor perfecto y eterno.

"La Muerte es la compañera del amor, la que abre la puerta y nos permite llegar a Aquel que
amamos".

San Agustín

"La Vida se nos ha dado para buscar a Dios, la muerte para encontrarlo, la eternidad para
poseerlo".
OPINIÓN
Resurrección, Infierno y Cielo
Josep Miró i Ardèvol.
josepmiro@e-cristians.net 15/04/2004

Contaba hace tiempo en un artículo, titulado La vida después de la muerte, que a pesar de
todo la mayoría de nosotros, al igual que sucedía en el pasado, cree que con la muerte no llega
315

el fin. Es una idea, una sensación teñida de duda, difícil de imaginar ¿Qué será lo que no
muere de mí? La respuesta que da nuestra cultura (herencia de un cristianismo cultural, a su
vez impregnado en exceso de filosofía griega) llama Alma a esa parte que vive sin fin. Un
concepto lo suficientemente abstracto, al menos hoy, como para necesitar de un
acompañamiento más sensitivo. "Alma", como bien explica Julián Marías en su libro La
perspectiva cristiana, puede interpretarse como otra forma de referirse a "yo mismo", es decir,
a mi singularidad, mi conciencia diferenciada como persona. Soy yo quien perduro, no algo o
alguien.

Pero el hecho cristiano, para escándalo de los filósofos griegos, introdujo un elemento
radicalmente nuevo: la resurrección de la carne. Cuando San Pablo predica en Atenas, su
confrontación con el pensamiento helénico no se da en la idea de inmortalidad, sino en la de
resurrección. Ésa es la piedra angular de la fe cristiana: la resurrección. Lo dice a las claras
aquel apóstol en su Carta a los Corintios: Los cristianos seríamos una banda de desgraciados
si la resurrección fuera mentira. Porque la Cruz, sólo la cruz, es la historia de un gran fracaso.
Pero ella se inscribe coherentemente, con preludio de victoria, en esa Resurrección que, a su
vez, se articula con otra ruptura cristiana: la Encarnación.

La plenitud del Génesis, la creación del mundo y el proceso de creación del hombre (que
compartimos con musulmanes y judíos), se alcanza en el Verbum caro factum est et habitavit
in nobis de los cristianos; la Encarnación de Dios, Jesucristo, en la condición humana, porque
"el Verbo se hizo carne y habitó en nosotros". Debería dar que pensar al mundo que, después
de 2.000 años, seamos tanta gente la que continuamos creyendo a morir aquella afirmación de
Juan Evangelista: "El verbo se hizo carne…". Resurrección, Encarnación de Dios, parece
como si el cristianismo acumulara, como tan bien razona Julián Marías, todas las dificultades
inimaginables para la comprensión humana. Pero, a pesar de ello, aquí estamos, más de los
que parece, reconociéndonos (a veces con alegre sorpresa) por la palabra y el testimonio. ¿Y
si esas aparentes dificultades de concepto resultasen inteligibles desde la fe y dotasen a ésta de
una capacidad extraordinaria de razonar el misterio, como lo demuestran personajes de
nuestro tiempo tan diferentes como Newman o Urs von Baltahasar?

Y hablar de resurrección de la carne significa hablar también de Infierno y Cielo. Ambos son
los grandes olvidados de nuestro tiempo, pero su ocultación no niega su existencia. Nuestra
vida ganaría en entidad si la viviéramos a partir de este dato. Es obvio que no son "un lugar",
como algunos periodistas parecen descubrir extrañados en razón de unos comentarios del
Papa. En la Edad Media, incluso en un mundo moderno enmarcado por el paradigma de la
física newtoniana, la tentación de representarlos como "lugar" era quizás normal (aunque esa
nunca ha sido la versión cristiana). Pero una sociedad que vive en la física de la relatividad o
la todavía más compleja de las supercuerdas de N-dimensiones, que está inmersa en una
cultura pop, donde los "agujeros negros" son famosos (aunque un 98 por ciento de la
población no tenga ni idea de qué son y el 100 por 100 no sepa "a dónde" conducen), no
puede extrañarse de que la eternidad, Cielo e Infierno, no se vinculen a un lugar y, por tanto, a
4 dimensiones. Eso sólo refleja la estúpida trivialidad de nuestro tiempo.

El Infierno tiene mala prensa porque significa aceptar juicio y culpa por una parte, mientras
por otra parezca contradecir el Amor infinito de Dios. En realidad, el Infierno es la
consecuencia lógica de nuestra libertad. Es un estado al que sólo las personas pueden acceder,
porque es el fruto de nuestra capacidad de optar. Pocas gentes como una mujer, Adrienne von
Speyer, han sondeado estos abismos. Ella nos acerca a la impresión de lo que no se puede
316

describir, aunque debamos esforzarnos en ello. Es el estado donde uno es completamente


extraño a sí mismo, y esta negación consciente es puro horror y miedo innombrable. El
Infierno puede ser el sufrimiento como absurdo absoluto, en un estado intemporal donde todo
pasado y futuro está ausente: "Sólo existe el ahora y, a pesar de ello, se da un agravamiento",
dice Adrienne. En ese mismo estado, todo lo que parezca amor y esperanza ha desaparecido.
En nuestra época que abomina de todo riesgo a pesar de cantar la libertad, mentar el Infierno
y, por tanto, la responsabilidad última de los propios actos genera rechazo. También cuenta,
claro está, el abuso histórico de las "penas del infierno", del olvido que Jesucristo vino a
salvar. Pero los rechazos y los errores propios no son razones suficientes para el olvido. En
definitiva, el Infierno sigue ahí.

Pienso que el Cielo resultaría más atractivo y políticamente correcto si no fuera porque
también tiende a recordar el juicio, la responsabilidad del ser persona. Por otra parte, las ideas
sobre el Cielo tienden a ser desdibujadas, poco atractivas. Sería una buena tarea presentar en
términos más inteligibles para nuestro tiempo una aproximación sensible de esa vida
perdurable, en la que toda realidad será iluminada y conocida y podremos ser radicalmente
auténticos en nuestra vocación, donde las limitaciones de edad, género, carácter y condición
desaparecerán y sólo quedará nuestra capacidad positiva de ser "a tope" nosotros mismos. El
Cielo puede significar la máxima realización personal en la Plenitud infinita de Dios, la
comprensión definitiva de nuestra semejanza y filiación divinas.

En todo esto, la radicalidad de la ruptura cristiana es tan fuerte que no han bastado 2.000 años
para extenderla y conseguir que impregne la vida de este planeta. De todas formas, para los
cristianos, no existe un problema de tiempo y, si me apuran, ni siquiera de "éxito".
Conocemos el final de la película.

Reencarnación, Resurrección:
presupuestos y fundamentos

Henri BOURGEOIS*

Más importante que oponer en un debate doctrinal reencarnación y


resurrección, concepto a concepto, es comprender lo que en ambas está en
juego: debajo de lo que dicen las creencias está lo que quieren decir. Hay que
sumergirse bajo las imágenes y las palabras. En los que sostienen la
reencarnación afloran entonces oscuras convicciones: «hay que pagar...»; «la
vida es una ilusión»; «el mundo es como debe ser»... Son distintos los
presupuestos que fundamentan la fe en la resurrección: «la vida es un don
gratuito»; «cada ser humano tiene un valor único»; «no hay existencia
humana sin un cuerpo»; «lo experimentado en Cristo es comunicable a todos
los demás».... Desenterrar esas lógicas subterráneas es condición para el
diálogo que se pretende.

No es tarea simple explicitar qué quieren decir exactamente las


creencias en la reencarnación y en la resurrección. Y todavía más
317

difícil es expresar qué implican estas dos formas de esperanza, qué


presuponen, qué las fundamenta. Con todo, quiero intentar
reflexionarlo. En efecto, creo que no entenderíamos suficientemente
bien estas dos formas de presentación si nos contentáramos con
mostrar lo que significan sin valorar lo que quieren significar.

Dos creencias que no están en el mismo plano


En la actual coyuntura occidental, hay que señalar un primer
presupuesto de orden metodológico que yo formularía así: la doctrina
de la reencarnación y la de la resurrección no están en la misma órbita.
Dicho de otro modo: se crea confusión si se las compara sin
precauciones, como si fueran dos formas de presentación de idéntico
nivel que, se piensa, responden de dos modos diferentes a una misma
cuestión, la del más allá.
Es verdad que tanto una como otra creencia afirman que la totalidad
de la vida humana no termina en el cementerio. En ambas
perspectivas, «algo» continúa tras la muerte, relacionado con lo que ha
pasado antes de dicha muerte. Además, en ambos casos interviene la
fe: lo que se afirma supera lo que se puede probar racionalmente,
aunque lleve consigo una inteligibilidad fuertemente reivindicada.
Finalmente, ni la una ni la otra pueden aislarse de un contexto de
conjunto que cimienta su sentido: esto, por lo demás, levanta
interrogantes en Occidente, pues lo que se dice entre nosotros de la
reencarnación y, en menor grado, de la resurrección está mal
enlazado, muy frecuentemente, con las líneas de fuerza del conjunto
del pensamiento budista y del pensamiento cristiano.
Existen, pues, convergencias entre reencarnación y resurrección.
Pero, según el parecer de los mismos que se adhieren a ambas
doctrinas, las creencias en cuestión no son del mismo orden. Creer en
la resurrección es creer que los muertos son llamados a entrar, llegado
el momento, en otro modo de existencia distinto del modo actual de la
historia. Creer en la reencarnación es creer que después de la muerte
son posibles otras existencias en este mundo «de aquí abajo», como
en nuevas ediciones de la vida histórica. Con otras palabras, en la
perspectiva «reencarnacionista», el más allá puede realizarse al lado
de acá; el misterio de después de la muerte se reinscribe en el tiempo
presente, sin que en ese hecho se produzca un acceso a un modo
diferente de existencia.
Esta diferencia no es discutible en modo alguno. Evidentemente, se
mantiene en toda su extensión el problema de saber si las dos
creencias pueden ir a la par, si son compatibles en la práctica. Pero,
como insisten no pocos defensores de la reencarnación, ambos modos
de representación no son opuestos a priori1. En debates sobre estas
cuestiones, con frecuencia he oído sostener a personas que creen en
la reencarnación que las reencarnaciones corresponden a una serie
intramundana, mientras que la resurrección hace salir del sistema de
existencias sucesivas. En esta óptica, la resurrección vendría a cerrar
un ciclo de reencarnaciones.
En consecuencia, reencarnación y resurrección consideran de dos
318

modos diferentes lo que puede ocurrir después de la muerte. En su


manifestación corriente, las dos creencias se presentan, por lo demás,
de manera autónoma, sin necesitar la una de la otra para
caracterizarse. No obstante, desde la Antigüedad, y mucho más en los
siglos XIX y XX, han estado relacionadas en Occidente, hasta el punto
de que para nosotros se ha convertido en algo normal el confrontarlas.
Pero esa necesidad, tan propia nuestra, no es universal.

Puntos de apoyo de las creencias


Si se entra en esa dinámica, siempre peligrosa, de la confrontación,
se puede tirar por el camino más corto y mantener como presupuestos
de las dos creencias los datos que una y otra consideran que las
fundan. ¿Por qué se cree en la reencarnación? ¿Por qué se cree en la
resurrección? Doble pregunta que pone en la pista de diferentes de
puntos de apoyo o indicios.
Por lo que toca a la reencarnación, se alegan, por lo general,
fenómenos extraños: impresiones de cosas o situaciones ya vistas,
recuerdos que no se vinculan al pasado que uno ha tenido,
conocimientos de origen desconocido... No entro en detalles; tan sólo
quiero subrayar, simplemente, que esos hechos son interpretados
como cosas que no pueden tener otra razón de ser que una o varias
vidas anteriores. De ahí su carácter casi irrecusable para algunos. De
ahí también la tendencia a decir que «la reencarnación es cosa
probada». A mi parecer, tales hechos no son pruebas, en el sentido
fuerte del término. Pero a veces son impresionantes. Y hay que
confesar claramente que las demás interpretaciones que se pueden
dar de ellos son también discutibles (telepatía, trabajo del inconsciente,
memoria extra-cerebral, etc.).
En el fondo, los fenómenos a que se refieren los defensores de la
reencarnación entran en relación circular con la doctrina
reencarnacionista. Se les interpreta como apoyos de esta doctrina,
pero una buena parte de su autoridad viene de la creencia que ya se
tiene y que lleva a prestarles atención.
¿Y qué sucede, en este aspecto, con la creencia en la resurrección?
Los contenidos son diferentes, los acentos no son semejantes, pero,
desde el punto de vista funcional, los presupuestos son análogos. Los
cristianos que se adhieren a la resurrección de los muertos se remiten
también ellos, a fenómenos extraños -las apariciones pascuales de
Cristo- que interpretan, siguiendo al Nuevo Testamento, como signos
del señorío de Jesús, el Hijo de Dios al que su Padre ha hecho levantar
de entre los muertos para atestiguar la verdad de su evangelio a pesar
del repudio del Gólgota. Como sucedía con la reencarnación, también
aquí interviene una especie de circularidad entre las experiencias a
que se hace referencia y la doctrina que apoyan. Se cree porque, dice
el evangelio, se ha tenido un contacto con el Resucitado, y se está en
relación con el Cristo pascual porque se cree en Él.

La diferencia de los presupuestos y fundamentos


La analogía que acabo de indicar no debe, sin embargo, ocultar una
319

singular diferencia.
Es verdad que ambas creencias se vinculan, por un lado, a
fenómenos extraños y, por otro, a una interpretación global que esos
fenómenos no prueban, sino que actualizan. Igualmente, la fe que
interviene en ambos casos conlleva inevitablemente una cierta
fragilidad, más o menos reconocida, por lo demás, por muchos
creyentes. En efecto, siempre es posible preguntarse si la esperanza a
la que orienta la fe no es simple respuesta a la necesidad de seguridad
ante el miedo a la muerte y ante la angustia respecto al más allá. Toda
fe experimenta en sí misma esa contra-interpretación y necesita entrar
en explicaciones con ella. Se crea en la reencarnación o en la
resurrección, nos encontramos ante un misterio que no se reduce a
nuestra afectividad, pero que está, en mayor o menor grado, en
connivencia con ella.
Ahora bien, dicho esto, ambas creencias no son idénticas. Cuando
uno se adhiere a la reencarnación, tiende a considerar las vidas
sucesivas como una ley cósmica de la que los fenómenos extraños que
hemos mencionado no son más que signos ejemplares. La afirmación
cristiana de la resurrección tiene otro sentido. Lo que ella confiesa se
encuentra efectivamente personalizado en la figura pascual de Cristo.
Lo que a Él le ha sucedido se convierte en la forma del porvenir
universal. Los cristianos dicen que los muertos resucitarán en Él y por
Él, entrando en comunión con su más allá.
¿Hay que decir que la diferencia en cuestión es más aparente que
real? En otros términos, ¿se puede hablar, en cristianismo, de una ley
de resurrección análoga a la ley de reencarnación del budismo? Creo
que no. Es verdad que los cristianos consideran que la resurrección es
vocación común de la humanidad. Pero esa universalidad no pertenece
a una ley de la estructura, sino a un don comunicado por Dios a partir
de su Hijo pascual. Se ve la diferencia: la resurrección expresa un más
que el orden de la creación; manifiesta en ese orden una gratuidad
fundada en Dios mismo e inseparable de la figura de Cristo.
Debido, sin duda, a esta diferencia, las personas que creen en la
reencarnación consideran los fenómenos extraños a que hemos
aludido como hechos objetivos, casi experimentables, mientras que el
cristianismo habla con discreción de las apariciones de Cristo, no para
minimizar su importancia, sino para dejar que se mantengan como
palabras que Dios mismo, en su Espíritu, dirige a la fe. Yo añado a esto
que el régimen de las apariciones pascuales de Cristo quedó
clausurado. Las demás apariciones que de vez en cuando se reseñan
en la Iglesia jamás tienen una autoridad comparable a las de Jesús.
Dicho de otro modo, lo que alimenta la fe cristiana en la resurrección
es, partiendo de ese punto, la vida evangélica y eclesial, en la que se
hace memoria de Cristo, se actualiza sacramentalmente su presencia y
se espera su retorno. Todo esto, que es la forma de la vida histórica de
los cristianos, mantiene viva la esperanza pascual y confiere incesante
significación al testimonio inicial tal y como lo atestigua el Nuevo
Testamento. Yo diría, en consecuencia, que los signos cristianos son
menos los fenómenos extraños, como las apariciones de Cristo, que los
320

actos que llevan en sí y transmiten la fe evangélica y la vocación


eclesial en la vida ordinaria.
¿Cómo puede ser así? Porque el más allá de la resurrección que
anuncia la fe cristiana es considerado por esa misma fe como ya
anticipado en el más acá del día a día. Algo de la resurrección final
existe ya en el proceso de la historia. Algo de lo último existe ya en el
transcurso continuado de los acontecimientos y del mundo. Pero esta
«repatriación» del más allá al más acá no es semejante al que realiza
la doctrina de la reencarnación. Para ésta, lo que sucede tras la
muerte genera una nueva existencia histórica, semejante a la que la ha
precedido. Para el cristianismo, es el más allá de Cristo el que está
dotado de la capacidad de habitar la vida histórica. No para suscitar
una serie de vidas sucesivas, sino para inscribir en la vida presente, en
la historia actual, una prenda y una semilla del fin de los tiempos, como
una anticipación de la resurrección final.

Las lógicas del misterio


La reflexión que estoy haciendo ha identificado, hasta este momento,
dos tipos de presupuestos de la reencarnación y de la resurrección:
uno referido a la diferencia de orden o de plano entre ellas; otro que
tiene que ver con los puntos de apoyo que ambas implican. Quiero
ahora traer a escena una tercera categoría de presupuestos: las
formas de inteligibilidad globales subyacentes a los razonamientos
mantenidos por ambas como lógicas de conjunto. Hay que entrar en
esta tercera zona si se quiere comprender últimamente hasta qué
punto son distintas una y otra creencias. Empecemos despejando las
lógicas de la reencarnación, y luego las de la resurrección.
Creer en la reencarnación implica, en primer lugar, lo que yo llamaría
una lógica de la compensación cósmica. Según la ley del karma, el
pasivo de cada vida debe ser liquidado por otra vida hasta la extinción
de la deuda o de lo negativo, cosa que puede requerir varias
existencias sucesivas. El desorden, el desequilibrio o la ilusión deben
ser rehabilitados en la misma existencia en que se han producido, de
forma que una existencia nueva permita compensar las insuficiencias
anteriores. Tal es la ley general del universo.
El cristiano se ve impulsado no pocas veces a juzgar que esa ley es
implacable. Pero es interpretarla fuera de su contexto: en su
significación esencial, lo que esa ley pone de manifiesto es que el ser
humano pertenece al universo, y lo que indica es que el mundo tiene
sentido. No hay infierno, es decir, una posición sin salida y sin
reequilibrio posible. Al mismo tiempo, el mal escandaloso, al que los
cristianos son casi siempre muy sensibles, encuentra alguna
iluminación. Los sufrimientos o los dramas que golpean a los seres
humanos son, de manera misteriosa pero lógica, un modo de
compensar desequilibrios ocasionados en una o varias vidas
anteriores. A fin de cuentas, como me decía un joven, «hay que pagar;
es normal». Lo negativo debe convertirse en positivo; lo ambiguo debe
llegar a adquirir una forma acabada.
Habitualmente, las personas que creen en la reencarnación no
321

hablan de pecado para designar la carencia que hay que compensar.


Porque el pecado implica una instancia divina de la que se depende. El
pasivo o lo negativo es considerado más bien en términos de carencia,
de insuficiencia o de desequilibrio. El punto de vista pretende ser
objetivo, sin culpabilidad confesada. «Así son las cosas», de un modo
o de otro: hay que entrar en la lógica de lo real; lo que quiere decir, a
fin de cuentas, salir de la ilusión, escapar de la moksha.
Una segunda lógica de la creencia en la reencarnación es la lógica
evolutiva, que está implicada en la precedente, en el sentido de que la
compensación cósmica supone una historia progresiva en la que el
no-sentido se va reduciendo progresivamente. La ley del universo, que
tiene el aspecto de ser repetitiva, de repetir existencias sucesivas, es
considerada, completamente al contrario, como una ley de progreso.
La repetición hace avanzar. En esta perspectiva, la doctrina de la
reencarnación se hace muy sugestiva para los occidentales, que
somos menos sensibles al karma y más proclives a las perspectivas
evolucionistas. Enlazando con algunas ideas sostenidas en la
Antigüedad por algunos gnósticos, de los que habla Ireneo de Lyon,
hay quienes piensan que la vida es demasiado rica para poder
agotarla en la duración siempre limitada de una sola existencia
humana. También, otras veces, la lógica evolutiva de la reencarnación
se hace igualitaria. No es normal, en efecto, que algunos seres
humanos no tengan su cupo de vida, mueran demasiado pronto o
tengan existencias demasiado desgraciadas. La posibilidad de nuevas
existencias se presenta entonces como la afirmación de un orden
cósmico en el que todos tengan la oportunidad de pasar por las
mismas experiencias fundamentales. Yo añadiré, siempre en esa
misma óptica de la evolución, que muchas veces en estos últimos años
me he encontrado con cristianos que afirman creer en la reencarnación
y piensan que esta doctrina moderniza al cristianismo, no por acabar
con la fe pascual, sino porque completa lo que la tradición cristiana no
ha sabido o no ha podido decir.
En tercer lugar, la creencia en la reencarnación muestra, a mi
parecer, una lógica antropológica que yo denominaría lógica del
cuerpo secundario. ¿Qué significa, efectivamente, la secuencia de
reencarnaciones? Quiere decir que el principio espiritual, el alma o, por
mejor decir, el ego, se materializa, se da un cuerpo, mientras no
consiga dejar de necesitar una existencia corporal. La ley del karma, o
de la compensación, indica, en este punto, lo que está en juego. El
desequilibrio que debe ser absorbido progresivamente es, para el ego
o el sujeto, una ilusión. Una ilusión sobre sí mismo. El ser humano cree
ser una persona autónoma e independiente, siendo así que en el
fondo no es más que una modalidad provisional y accidental de la
energía universal o de la realidad cósmica. Consecuentemente, hay
reencarnación mientras hay necesidad de un cuerpo. Y hay necesidad
de un cuerpo mientras el ego se mantiene en la ilusión de ser alguien.
Pero el objetivo a alcanzar es la anulación de esas ilusiones o, dicho
de otra forma, la disolución del sujeto individual en el misterio del que
él es sólo un elemento, cosa que va unida a la cesación de
322

encarnaciones.

El mensaje de la reencarnación
En la práctica, en la experiencia de las personas que creen en la
reencarnación, no es seguro que las tres lógicas que acabamos de
presentar sumariaemente estén siempre muy articuladas. La misma
dificultad afecta, por lo demás, a los que creen en la resurrección y que
a veces tienen dificultad en sostener conjuntamente los significados de
su adhesión.
Lo que me parece más importante es percibir el punto de
convergencia de esas lógicas, porque antes de cualquier debate
doctrinal es indispensable comprender.
En nuestro caso, el mensaje de la reencarnación no incide ni sobre
Dios ni siquiera sobre el ser humano en cuanto individuo, sino sobre el
universo y su progresiva coherencia. La reencarnación es un proceso
que se inscribe en el movimiento del cosmos para posibilitar que el ser
humano pueda desprenderse de sus ilusiones y volver espiritualmente
a su principio, que es lo real o la energía del mundo.
En esta perspectiva, Dios no tiene lugar alguno. Si se habla de Él, es
porque todavía se vive en el régimen de la ilusión que magnifica en
una existencia absoluta la realidad impersonal pero espiritual del
mundo. La salvación, por emplear una palabra cristiana, consiste, por
tanto, no en recibir un don de Dios, sino en integrarse en la ordenación
de lo real, comprendiéndolo poco a poco y rompiendo con las
apariencias o las necesidades inmediatas. ¿Hay que hablar de
fatalidad? No me parece un término feliz. En todo caso, el universo es
lo que debe ser; si uno soporta mal sus leyes, es precisamente porque
no ha llegado aún a armonizarse con él y a integrar, hasta la extinción
de las ilusiones y de las densidades superficiales, sus orientaciones
esenciales.
En consecuencia, la antropología que implica la reencarnación está
muy caracterizada. Los valores del sujeto, de la persona, de la libertad,
a los que el cristianismo está tan estrechamente vinculado, quedan
relativizados. El ser humano no es un ser; es un momento o un
aspecto. El cuerpo, por su parte, al que los cristianos contemporáneos
empiezan ya a valorar, no es más que un soporte provisional, una
materialización muchas veces indispensable, pero, a fin de cuentas,
secundaria, y no define de forma constitutiva la existencia humana en
su última verdad.

Las lógicas de la resurrección


Me parece que es posible presentar de modo análogo las formas de
inteligibilidad global que implica la fe cristiana en la resurrección. Pero
estas lógicas no se corresponden, término a término, con las de la
reencarnación. Aunque también podemos sintetizarlas en tres,
intentando la claridad de la reflexión, no se puede ignorar que los
acentos y los contenidos son muy distintos.
La afirmación de la resurrección me parece que brota, en primer
lugar, de una lógica de evangelio. Quiero decir con esto que implica la
323

idea de una revelación hecha por Dios mismo, en el seno de la historia


humana, del futuro prometido a la humanidad. Lo que vendrá es
considerado como manifestado en un acontecimiento misterioso,
suprahistórico y, sin embargo, inscrito en la historia: el acontecimiento
de la Pascua. Hay en ello una contingencia reveladora, sin la que el
más allá de la resurrección se mantendría como una posibilidad
religiosa, pero no sería una realidad cuya gratuidad atestigüe el mismo
Dios y cuyo carácter efectivo garantice El con su palabra y su propia
implicación.
En el cristianismo, en consecuencia, la resurrección ocupa un lugar
fundamental: asume y recapitula el movimiento de la Alianza entre Dios
y los hombres, la vida histórica de Jesús y las de los creyentes. En el
budismo y en las doctrinas que se adhieren a la reencarnación, ésta
ocupa un lugar muy diferente: es una especie de consecuencia de la
lógica espiritual, no un elemento fundamental.
Ya caemos en la cuenta de que lo que yo llamo «lógica evangélica
de la resurrección» apuesta por la historia en lo que ésta tiene de
capacidad de acontecimiento. La resurrección no es, primariamente, un
dato de la antropología, sino que es un signo y una acción de Dios,
que ha tomado en Jesús forma de acontecimiento y que, del mismo
modo, al final de los tiempos, tendrá para la humanidad valor de
irrupción.
Sobre esta base, la lógica pascual implica algunos otros datos que
me limito a señalar. En primer lugar, es una lógica de la gratuidad. La
resurrección es un don y viene acompañada de un perdón. En este
sentido, no brota de un principio de compensación, como lo hace la
creencia en la reencarnación; a condición, al menos, de que ciertas
formas de representación escatológicas, como las del purgatorio, no
reintroduzcan subrepticiamente la idea de una salvación obtenida por
un pago o una expiación por parte de los hombres2. Por otro lado, la
lógica del evangelio pasa por un discernimiento de la vida humana.
Pero este discernimiento es obra de Dios, no está asegurado por las
legalidades cósmicas, como pretende la ley del karma. Esto queda tan
intensamente claro en el cristianismo que, en parte, lo definitivo del
Juicio está ya anticipado en el presente de la fe y de la historia
creyente. Esta perturbación de la lógica temporal es significativa. Dios
interviene en la historia humana de tal manera que lo esencial es ya
perceptible, y nadie puede impedir definitivamente la realización del
futuro prometido. Dicho de otro modo, la resurrección no es sólo un
más allá de la muerte; es ya un presente de la historia evangélica. Esta
concepción, ya lo he indicado, se muestra con toda evidencia como
muy distinta de la reencarnación.

El sujeto y su carácter único


A partir de la lógica evangélica de la resurrección, se pueden
identificar otras dos formas globales de interpretación que yo llamaría
lógica del sujeto y lógica de la comunicación entre sujetos.
La creencia cristiana en Jesús resucitado implica una afirmación del
sujeto. Éste no es una ilusión provisional, sino una realidad que llega a
324

la historia y que alcanza en ella un valor irreductible y definitivo.


¿Se trata de un antropocentrismo ingenuo? Las concepciones
reencarnacionistas nos obligan a hacernos esta pregunta. Además, en
el cristianismo, ciertas formas de mística nos conducen a interrogantes
análogos. La posición evangélica es, con todo, decidida y está
motivada. Se remite a la coherencia bíblica. Si efectivamente es verdad
que Dios llama a cada ser humano por su propio nombre, se sigue de
ello que cada ser humano es único y encuentra en el amor creador y
recreador que Dios le tiene la humilde razón para una vida eterna que
tenga forma personal. Consecuentemente, en la humanidad todo ser
es importante, incluido el marginal o el excluido, lo mismo que el
muerto. Cada ser humano atestigua misteriosamente que los dones de
Dios no tienen vuelta atrás. Se trata de una lógica del amor. El sujeto
personal es necesario para que pueda existir el amor. Todo ser, para
ser amable y amado, no puede no existir en la unicidad definitiva de su
vocación ante Dios.
Dios mismo, por lo demás, es pensado en el cristianismo en la clave
de esa misma exigencia. También Él es sujeto, evidentemente de forma
analógica en relación con la personalización humana. Es, incluso,
tripersonal. Su manera de ser viene postulada por su manera de amar
y por la posibilidad de amarle.
De golpe, la creencia en la reencarnación manifiesta claramente su
propia lógica. Efectivamente, en su óptica, el sujeto humano y el sujeto
divino son considerados, ambos a la vez, como ilusorios. La ley kármica
significa la coherencia del universo, pero no implica ni la irreversibilidad
de la existencia humana personal ni la implicación libre de un principio
divino. A la espiritualidad se la considera como algo que se inscribe
más allá de esas figuras.
Ahi mismo vemos también cómo el cristianismo y la doctrina de la
reencarnación difieren a propósito del cuerpo humano. Según la lógica
cristiana del sujeto, el cuerpo es una dimensión constitutiva de la
existencia humana y participa en la personalización de cada ser
humano. Los muertos, en consecuencia, son llamados a una nueva
forma de vida corporal: hasta tal punto es cierto que una existencia
humana sin cuerpo es una existencia deficiente. Esta acentuación le
resulta ajena a la perspectiva de la reencarnación. Es verdad que en
cada nueva vida el ego se ve dotado de un nuevo cuerpo. Pero esos
cuerpos sucesivos son, en última instancia, secundarios, y la
«corporalidad» no tiene un significado de ultimidad.
Desde ahí podemos desembocar, pues, en una última forma de la
lógica cristiana que ya anuncié al hablar de comunicación entre los
sujetos. Se trata de la afirmación según la cual otros pueden participar
en la resurrección de la que Jesús es portador y testigo, debido a la
relación que mantienen con El. Primer nacido (primogénito) de entre
los muertos, Cristo comunica su propio misterio. Y eso desde ahora,
haciendo de su Pascua y de su Espíritu la figura y la energía de la vida
histórica; más allá de la muerte y hasta el fin de los tiempos, asociando
a los difuntos a su cuerpo resucitado para que puedan encontrar en
ese cuerpo su propia corporalidad pascual. De esta forma, la
325

resurrección pasa del Resucitado a los seres humanos que Él ha


creado y recreado.
Esta comunicación, que va de uno a todos, se realiza de forma
ínter-subjetiva en el Espíritu Santo. Lo cual no sería posible si Cristo no
tuviera una identidad personal y corporal y si los humanos, vivos o
muertos, tampoco tuvieran, de forma evidentemente variable, una
existencia de verdaderos sujetos y una relación básica con el cuerpo.
En suma, la lógica de la comunicación fluye de la lógica del sujeto.
*****
La resurrección y la reencarnación no son creencias del mismo
orden; pero ambas tienen puntos de apoyo y lógicas que las regulan.
Me parece que, en la medida en que se intente explorar esos
presupuestos, se estará en condiciones de captar la diferencia entre
ambas concepciones. En la actual coyuntura, en Occidente, es urgente
una reflexión de este tipo. Más allá de brutales oposiciones y de fáciles
amalgamas, hay espacio para un pensamiento que busque entender lo
que el otro quiere decir y, en última instancia, para comprenderse
mejor a uno mismo. Gracias al otro.

BOURGEOIS-Henri
SAL TERRAE 1997/01. Págs. 55-66

........................
* Miembro del grupo «Pascal Thomas», Profesor de Teología Dogmática en la
Facultad de Teología de Lyon (Francia).
1. Este artículo, forzosamente breve, no puede aportar la documentación que lo
apoya. Me permito remitir al libro publicado por un grupo al que yo mismo
pertenezco, el grupo «Pascal Thomas», y cuyo título es: La réincarnation, oui ou
non? Centurion, Paris 1987.
2. No puedo entrar aquí en esta cuestión. Diré tan sólo que el modo clásico de
representación del purgatorio, por lo demás puesto en tela de juicio actualmente,
tendía a instaurar en el cristianismo católico la noción de una compensación. Lo
que hay que pensar hoy en día es la relación entre la gratuidad del perdón que
viene de Dios y la recepción de ese don de forma libre y, por tanto, realista y
responsable.

Cortesía de http://www.apologetica.org para la


BIBLIOTECA BÁSICA DEL CRISTIANO

¿Qué nos dice la Biblia sobre la Reencarnación?

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P. Ariel Álvarez Valdés


326

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Más de los que parecían

Una conocida actriz, hace no mucho tiempo, declaraba en el reportaje concedido a una
revista: “Yo soy católica, pero creo en la reencarnación. Ya averigüé que ésta es mi tercera
vida. Primero fui una princesa egipcia. Luego, una matrona del Imperio Romano. Y ahora me
reencarné en actriz”.

Resulta, en verdad, asombroso comprobar cómo cada vez es mayor el número de los que, aún
siendo católicos, aceptan la reencarnación. Una encuesta realizada en la Argentina por la
empresa Gallup reveló que el 33% de los encuestados cree en ella. En Europa, el 40% de la
población se adhiere gustoso a esa creencia. Y en el Brasil, nada menos que el 70% de sus
habitantes son reencarnacionistas.

Por su parte, el 34% de los católicos, el 29% de los protestantes, y el 20% de los no creyentes,
hoy en día la profesan.

La fe en la reencarnación, pues, constituye un fenómeno mundial. Y por tratarse de un artículo


de excelente consumo, tanto la radio como la televisión, los diarios, las revistas, y
últimamente el cine, se encargan permanentemente de tenerlo entra sus ofertas. Pero ¿por qué
esta doctrina seduce a la gente?

Qué es la reencarnación

La reencarnación es la creencia según la cual, al morir una persona, su alma se separa


momentáneamente del cuerpo, y después de algún tiempo toma otro cuerpo diferente para
volver a nacer en la tierra. Por lo tanto, los hombres pasarían par muchas vidas en este mundo.

¿Y por qué el alma necesita reencarnarse? Porque en una nueva existencia debe pagar los
pecados cometidos en la presente vida, o recoger el premio de haber tenido una conducta
honesta. El alma está, dicen, en continua evolución. Y las sucesivas reencarnaciones le
permite progresar hasta alcanzar la perfección. Entonces se convierte en un espíritu puro, ya
no necesita más reencarnaciones, y se sumerge para siempre en el infinito de la eternidad.

Esta ley ciega, que obliga a reencarnarse en un destino inevitable, es llamada la ley del
“karma” (=acto).

Para esta doctrina, el cuerpo no sería más que una túnica caduca y descartable que el alma
inmortal teje por necesidad, y que una vez gastada deja de lado para tejer otra.

Existe una forma aún más escalofriante de reencarnacionismo, llamada “metempsicosis”,


según la cual si uno ha sido muy pecador su alma puede llegar a reencarnarse en un animal, ¡y
hasta en una planta!

Las ventajas que brinda


327

Quienes creen en la reencarnación piensan que ésta ofrece ventajas. En primer lugar, nos
concede una segunda (o tercera, o cuarta) oportunidad. Sería injusto arriesgar todo nuestro
futuro de una sola vez. Además, angustiaría tener que conformarnos con una sola existencia, a
veces mayormente triste y dolorosa. La reencarnación, en cambio, permite empezar de nuevo.

Por otra parte, el tiempo de una sola vida humana no es suficiente para lograr la perfección
necesaria. Esta exige un largo aprendizaje, que se va adquiriendo poco a poco. Ni los mejores
hombres se encuentran, al momento de morir, en tal estado de perfección. La reencarnación,
en cambio, permite alcanzar esa perfección en otros cuerpos.

Finalmente, la reencarnación ayuda a explicar ciertos hechos incomprensibles, como por


ejemplo que algunas personas sean más inteligentes que otras, que el dolor esté tan
desigualmente repartido entre los hombres, las simpatías o antipatías entre las personas, que
algunos matrimonios sean desdichados, o la muerte precoz de los niños. Todo esto se entiende
mejor si ellos están pagando deudas o cosechando méritos de vidas anteriores.

Cuando aún no existía

La reencarnación, pues, es una doctrina seductora y atrapante, porque pretende “resolver”


cuestiones intrincadas de la vida humana. Además, porque resulta apasionante para la
curiosidad del común de la gente descubrir qué personaje famoso fue uno mismo en la
antigüedad. Esta expectativa ayuda, de algún modo, a olvidar nuestra vida intrascendente, y a
evadirnos de la existencia gris y rutinaria en la que estamos a veces sumergidos. Pero ¿cómo
nació la creencia en la reencarnación?

Las más antiguas civilizaciones que existieron, como la sumeria, egipcia, china y persa, no la
conocieron. El enorme esfuerzo que dedicaron a la edificación de pirámides, tumbas y demás
construcciones funerarias, demuestra que creían en una sola existencia terrestre. Si hubieran
pensado que el difunto volvería a reencarnarse en otro, no habrían hecho el colosal derroche
de templos y otros objetos decorativos con que lo preparaban para su vida en el más allá.

Por qué apareció

La primera vez que aparece la idea de la reencarnación es en la India, en el siglo VII a.C.
Aquellos hombres primitivos, muy ligados aún a la mentalidad agrícola, veían que todas las
cosas en la naturaleza, luego de cumplir su ciclo, retornaban. Así, el sol salía par la mañana,
se ponía en la tarde, y luego volvía a salir. La luna llena decrecía, pero regresaba siempre a su
plena redondez. Las estrellas repetían las mismas fases y etapas cada año. Las estaciones del
verano y el invierno se iban y volvían puntualmente. Los campos, las flores, las inundaciones,
todo tenía un movimiento circular, de eterno retorno. La vida entera parecía hecha de ciclos
que se repetían eternamente.

Esta constatación llevó a pensar que también el hombre, al morir, debía otra vez regresar a la
tierra. Pero como veían que el cuerpo del difundo se descomponía, imaginaron que era el alma
la que volvía a tomar un nuevo cuerpo para seguir viviendo.
328

Con el tiempo, aprovecharon esta creencia para aclarar también ciertas cuestiones vitales
(como las desigualdades humanas, antes mencionadas), que de otro modo les resultaban
inexplicables para la incipiente y precaria mentalidad de aquella época.

Cuando apareció el Budismo en la India, en el siglo V a.C., adoptó la creencia en la


reencarnación. Y por él se extendió en la China, Japón, el Tíbet, y más tarde en Grecia y
Roma. Y así, penetró también en otras religiones, que la asumieron entre los elementos
básicos de su fe.

Ya Job no lo creía

Pero los judíos jamás quisieron aceptar la idea de una reencarnación, y en sus escritos la
rechazaron absolutamente. Por ejemplo, el Salmo 39, que es una meditación sobre la brevedad
de la vida, dice: “Señor, no me mires con enojo, para que pueda alegrarme, antes de que me
vaya y ya no exista más” (v.14).

También el pobre Job, en medio de su terrible enfermedad, le suplica a Dios, a quien creía
culpable de su sufrimiento: “Apártate de mí. Así podré sonreír un poco, antes de que me vaya
para no volver, a la región de las tinieblas y de las sombras” (10,21.22).

Y un libro más moderno, el de la Sabiduría, enseña : “El hombre, en su maldad, puede quitar
la vida, es cierto; pero no puede hacer volver al espíritu que se fue, ni liberar el alma
arrebatada por la muerte’’ (16,14).

Tampoco el rey David

La creencia de que nacemos una sola vez, aparece igualmente en dos episodios de la vida del
rey David. El primero, cuando una mujer, en una audiencia concedida, le hace reflexionar:
“Todos tenemos que morir, y seremos como agua derramada que ya no puede recogerse” (2
Sm 14,14).

El segundo, cuando al morir el hijo del monarca exclama: “Mientras el niño vivía, yo ayunaba
y lloraba. Pero ahora que está muerto ¿para qué voy a ayunar? ¿Acaso podré hacerlo volver?
Yo iré hacia él, pero él no volverá hacia mí” (2 Sm 12,22.23).

Vemos, entonces, que en el Antiguo Testamento, y aún cuando no se conocía la idea de la


resurrección, ya se sabía al menos que de la muerte no se vuelve nunca más a la tierra.

La irrupción de la novedad

Pero fue en el año 200 a. C. cuando se iluminó para siempre el tema del más allá. En esa
época entró en el pueblo judío la fe en la resurrección, y quedó definitivamente descartada la
posibilidad de la reencarnación.

Según esta novedosa creencia, al morir una persona, recupera la vida inmediatamente. Pero
no en la tierra, sino en otra dimensión llamada “la eternidad”. Y comienza a vivir una vida
distinta, sin límites de tiempo ni espacio. Una vida que ya no puede morir más. Es la
denominada Vida Eterna.
329

Esta enseñanza aparece por primera vez, en la Biblia, en el libro de Daniel. Allí, un ángel le
revela este gran secreto: “La multitud de los que duermen en la tumba se despertarán, unos
para la vida eterna, y otros para la vergüenza y el horror eterno” (12,2). Por lo tanto, queda
claro que el paso que sigue inmediatamente a la muerte es la Vida Eterna, la cual será dichosa
para los buenos y dolorosa para los pecadores. Pero será eterna.

La segunda vez que la encontramos, es en un relato en el que el rey Antíoco IV de Siria


tortura a siete hermanos judíos para obligarlos a abandonar su fe. Mientras moría el segundo,
dijo al rey: “Tú nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo a nosotros nos
resucitará a una vida eterna” (2 Mac 7,9). Y al morir el séptimo exclamó: “Mis hermanos,
después de haber soportado una corta pena, gozan ahora de la vida eterna” (2 Mac 7,36).

Para el Antiguo Testamento, pues, resulta imposible volver a la vida terrena después de morir.
Por más breve y dolorosa que haya sido la existencia humana, luego de la muerte comienza la
resurrección.

Ahora lo dice Jesús

Jesucristo, con su autoridad de Hijo de Dios, confirmó oficialmente esta doctrina. Con la
parábola del rico Epulón (Lc 16,19.31), contó cómo al morir un pobre mendigo llamado
Lázaro los ángeles lo llevaron inmediatamente al cielo. Por aquellos días murió también un
hombre rico e insensible, y fue llevado al infierno para ser atormentado por el fuego de las
llamas.

No dijo Jesús que a este hombre rico le correspondiera reencarnarse para purgar sus
numerosos pecados en la tierra. Al contrario, la parábola explica que por haber utilizado
injustamente los muchos bienes que había recibido en la tierra, debía “ahora” (es decir, en el
más allá, en la vida eterna, y no en la tierra) pagar sus culpas (v.25). El rico, desesperado,
suplica que le permitan a Lázaro volver a la tierra (o sea, que se reencarne) porque tiene cinco
hermanos tan pecadores como él, a fin de advertirles lo que les espera si no cambian de vida
(v.27.28). Pero le contestan que no es posible, porque entre este mundo y el otro hay un
abismo que nadie puede atravesar (v.26).

La angustia del rico condenado le viene, justamente, al confirmar que sus hermanos también
tienen una sola vida para vivir, una única posibilidad, una única oportunidad para darle
sentido a la existencia.

La suerte del buen ladrón

Cuando Jesús moría en la cruz, cuenta el Evangelio que uno de los ladrones crucificado a su
lado le pidió: “Jesús, acuérdate de mí cuando vayas a tu reino”. Si Jesús hubiera admitido la
posibilidad de la reencarnación, tendría que haberle dicho: “Ten paciencia, tus crímenes son
muchos; debes pasar por varias reencarna-ciones hasta purificarte completamente”. Pero su
respuesta fue: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23,43).

Si “hoy” iba a estar en el Paraíso, es porque nunca más podía volver a nacer en este mundo.
San Pablo también rechaza la reencarnación. En efecto, al escribir a los filipenses les dice:
“Me siento apremiado por los dos lados. Por una parte, quisiera morir para estar ya con Cristo.
Pero por otra, es más necesario para ustedes que yo me quede aún en este mundo” (1,23.24).
330

Si hubiera creído posible la reencarnación, inútiles habrían sido sus deseos de morir, ya que
volvería a encontrarse con la frustración de una nueva vida terrenal. Una total incoherencia

Y explicando a los corintios lo que sucede el día de nuestra muerte, les dice: “En la
resurrección de los muertos, se entierra un cuerpo corruptible y resucita uno incorruptible, se
entierra un cuerpo humillado y resucita uno glorioso, se entierra un cuerpo débil y resucita
uno fuerte, se entierra un cuerpo material y resucita uno espiritual (1 Cor 15,42.44).

¿Puede, entonces, un cristiano creer en la reencarnación? Queda claro que no. La idea de
tomar otro cuerpo y regresar a la tierra después de la muerte es absolutamente incompatible
con las enseñanzas de la Biblia. La afirmación bíblica más contundente y lapidaria de que la
reencarnación es insostenible, la trae la carta a los Hebreos: “Está establecido que los hombres
mueren una sola vez, y después viene el juicio” (9,27).

Invitación a la irresponsabilidad

Pero no sólo las Sagradas Escrituras impiden creer en la reencarnación, sino también el
sentido común. En efecto, que ella explique las simpatías y antipatías entre las personas, los
desentendimientos de los matrimonios, las desigualdades en la inteligencia de la gente, o las
muertes precoces, ya no es aceptado seriamente por nadie. La moderna sicología ha ayudado a
aclarar, de manera científica y concluyente, el porqué de éstas y otras manifestaciones
extrañas de la personalidad humana, sin imponer a nadie la creencia en la reencarnación.

La reencarnación, por lo tanto, es una doctrina estéril, incompatible con la fe cristiana, propia
de una mentalidad primitiva, destructora de la esperanza en la otra vida, inútil para dar
respuestas a los enigmas de la vida, y lo que es peor, peligrosa por ser una invitación a la
irresponsabilidad. En efecto, si uno cree que va a tener varias vidas más, además de ésta, no se
hará mucho problema sobre la vida presente, ni pondrá gran empeño en lo que hace, ni le
importará demasiado su obrar. Total, siempre pensará que le aguardan otras reencarnaciones
para mejorar la desidia de ésta.

Solamente una vez

Pero si uno sabe que el milagro de existir no se repetirá, que tiene sólo esta vida para cumplir
sus sueños, sólo estos años para realizarse, sólo estos días y estas noches para ser feliz con las
personas que ama, entonces se cuidará muy bien de maltratar el tiempo, de perderlo en
trivialidades, de desperdiciar las oportunidades. Vivirá cada minuto con intensidad, pondrá lo
mejor de sí en cada encuentro, y no permitirá que se le escape ninguna coyuntura que la vida
le ofrezca. Sabe que no retornarán.

El hombre, a lo largo de su vida, trabaja un promedio de 136.000 horas; duerme otras


210.000; come 3.360 kilos de pan, 24.360 huevos y 8.900 kilos de verdura; usa 507 tubos de
dentífrico; se somete a 3 intervenciones quirúrgicas; se afeita 18.250 veces; se lava las manos
otras 89.000; se suena la nariz 14.080 veces; se anuda la corbata en 52.000 oportunidades, y
respira unos 500 millones de veces.

Pero absolutamente todo hombre, creyente o no, muere una vez y sólo una vez. Antes de que
caiga el telón de la vida, Dios nos regala el único tiempo que tendremos, para llenarlo con las
mejores obras de amor de cada día.
331

Para mayor información


Enviar un eMail a Franciscan Printing Press fpp@p-ol.com

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Gentileza de http://www3.planalfa.es/mu/saes.htm
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL

REENCARNACIÓN Y FE CRISTIANA

0. Planteamiento del tema

El objetivo de este trabajo es ofrecer elementos para una confrontación con las creencias
reencarnacionistas desde la perspectiva cristiana; de ahí que no se centre en la exposición
detallada de las distintas modalidades que puede asumir dicha creencia en la reencarnación,
modalidades que, no obstante, es necesario tener en cuenta para que la confrontación sea
doctrinalmente honrada y metodológicamente rigurosa. No puede decirse que escaseen
trabajos de este tipo, lo cual es comprensible a la vista de la fascinación creciente que la
reencarnación parece ejercer hoy día no solamente en los ámbitos geográficos o culturales
donde cuenta con una larga implantación, sino también entre muchos occidentales, incluidos
bastantes cristianos. Al menos así puede deducirse de encuestas de opinión, estadísticas y
testimonios personales. Vivir no solamente una vez, sino contar con la experiencia de vidas
anteriores y tener ante sí la posibilidad abierta de ulteriores vidas, he aquí un tipo de
esperanza que atrae a numerosos contemporáneos. Se comprende, por ello, la necesidad de un
diálogo crítico, en un contexto de acercamiento interreligioso potenciado vertiginosamente
por la movilidad contemporánea y por los medios de comunicación, diálogo que busca la
comprensión recíproca sin tener que renunciar a la propia identidad confesante.

El cometido no es fácil por la pluralidad de representaciones con que se presenta la idea de


reencarnación, por la dificultad para comprender planteamientos y mentalidades que se
expresan en conceptos muy diversos de los que a uno le son familiares, por el riesgo de
malentendidos recíprocos, de presentaciones inadecuadas, de afanes inmediatamente
apologéticos; y también por los recelos alérgicos de muchos frente a todo intento de
confrontación valorativa entre creencias distintas, ya que lo único posible y correcto sería
limitarse a una simple descripción de las mismas como fenómenos antropológicos culturales.
A pesar de todo ello, pienso que está justificado intentar respetuosamente, desde la
perspectiva teológica cristiana, una valoración de esta creencia milenaria que hoy día
comparten casi la mitad de las personas que creen en un más allá de la muerte; como lo estaría
igualmente valorar desde la perspectiva reencarnacionista las afirmaciones cristianas sobre la
resurrección y sobre la unicidad irrepetible de la existencia humana.
332

1. Fascinación actual de una creencia antigua

1.1. Diversidad terminológico-conceptual

Aquí hablamos normalmente de "reencarnación", pero ni la terminología respectiva es


uniforme ni la idea reencarnacionista representa un sistema doctrinal unitario y cerrado en sí
mismo. En un sentido idéntico o muy semejante al de reencarnación se emplean también los
términos de "transmigración de las almas", "palingenesia", "renacimiento", "metempsicosis" o
"metensomatosis". En todos los casos se comparte la convicción común de que, cuando se
descompone el cuerpo material del hombre, permanece, no obstante, un elemento, un factor,
una energía, unos resultados, un alma, un espíritu, un yo [la pluralidad terminológico-
conceptual es tan variada como lo son las concepciones antropológicas subyacentes], un
"algo", que le asegura un tipo de permanencia más allá de la(s) muerte(s) y que es susceptible
de transitar a través de numerosas vidas y repetidas existencias.

Cuando se habla de "reencarnación" se supone que una entidad permanente [yo, alma,
espíritu, elemento psíquico, factor o factores] entra sucesivamente en diversos cuerpos
visibles, se encarna en un cuerpo determinado y se reencarna después de la desaparición del
mismo. Con el término de "transmigración" se expresa la idea de que determinados factores
pasan de un ser vivo a otro, de un hombre a otro hombre, de un hombre a un animal o
viceversa. El término de "metempsicosis" significa que el alma [psyke] entra en un cuerpo
nuevo y distinto [meta], después de haber abandonado aquel en el que hasta entonces se
encontraba. Con "metensomatosis" se quiere indicar la misma realidad que con
metempsicosis, pero el acento se pone ahora más sobre el cuerpo [soma] que sobre el alma.
Finalmente, la expresión de "palingenesia" tiene el significado de nacer de nuevo o
renacimiento y es una expresión muy antigua para indicar, salvo ligeras diferencias [entre los
estoicos, p.e., la palingensia significaba también el renacimiento del mundo después de un
cierto ciclo], la misma realidad que la metempsicosis.

Aunque pueda hablarse de una convicción común [pervivencia de un "algo" antropológico a


través de las diversas existencias], conviene no olvidar, sin embargo, que las diferencias entre
las diversas versiones de la reencarnación no pueden reducirse a un común denominador.

Es distinta la manera de comprender la naturaleza de aquello que asegura la permanencia


[perviviría la misma persona viva con una consistencia umbrátil, pero sin su energía vital; o
bien sólo los elementos de las energías vitales no corporales; o bien una esencia, alma o
núcleo espiritual envuelta en una especie de cuerpo sutil; o bien un conjunto global de
impulsos dinámicos]. Es distinta la forma de entender su origen [sin principio ni fin, en un
tiempo intemporal, por la voluntad creadora de un Dios, como partícula(s) fragmentada(s) de
la misma realidad divina, de condición eterna pero distintas de Dios]. Son diversas las
soluciones a la pregunta por la forma de relacionarse entre sí el factor de permanencia con el
factor de mutabilidad (el cuerpo como vestido del alma, la mediación de un cuerpo sutil
permanente entre el cuerpo material y la esencia íntima o "yo", la identidad de fondo entre los
diversos elementos a pesar de su diversidad fenoménica, la ausencia de una unión verdadera).
Las divergencias antropológicas repercuten también sobre las formas de entender la
reencarnación, bien en la modalidad de una transmigración social [la solidaridad tribal, el
karma colectivo], bien en la de una transmigración individual [un alma individual
preexistente, fragmentos dispersos de un pléroma primordial o especie de alma universal,
renacimiento de los "muertos vivos"]. Diversas son también las implicaciones entre
333

reencarnación y ley moral: hay sistemas en los que la reencarnación y el nuevo nacimiento
son independientes de las cualidades morales de la vida pasada; hay otros donde la
transmigración se halla determinada por la ley del karma [el acto y sus consecuencias
positivas o negativas], si bien esta ley ofrece matices complejos e importantes que relativizan
su rigurosidad aparentemente despiadada y tiránica; hay otros donde lo decisivo viene dado
por la actitud adoptada frente a una enseñanza o una doctrina bien concreta; hay otros donde
la reencarnación es un proceso creciente de perfeccionamiento sucesivo hasta el logro de
propia madurez o autorrealización.

Finalmente, se da también otra diversidad importante: en algunos sistemas la rueda sucesiva


de reencarnaciones no conocerá final alguno, como no lo conoce el proceso vital continuo de
nacimiento, muerte y renacimiento; en otros sistemas filosófico-religiosos, por el contrario, la
cadena de reencarnaciones conocerá un fin, puesto que apunta hacia el logro de una meta
alcanzable, si bien difícil. En una palabra: la idea de reencarnación ofrece una gran diversidad
y complejidad doctrinal que tampoco el teólogo puede olvidar a la hora de confrontarla con la
fe cristiana.

1.2. Creencia antigua y versiones nuevas

La reencarnación es una creencia muy antigua y bastante extendida entre las cosmovisiones
religiosas y filosóficas, si bien podrían cuestionarse en cuanto testimonios probatorios de su
difusión universal algunas referencias de propagadores entusiastas, convencidos de hallar por
doquier huellas reencarnacionistas.

Hay una modalidad de reencarnación más propia de las religiones primitivas y de las
sociedades arcaicas, que está directamente relacionada con el culto de los antepasados; en el
más allá se encuentran acumuladas y disponibles las energías ancestrales o fuerzas vitales de
la tribu, la "masa ancestral" de donde proceden y adonde retornan todas las energías vitales.
La idea de reencarnación responde a una concepción de la vida como un círculo de fuerza
inagotable que no conoce término alguno; así se garantiza una cierta estabilidad y seguridad a
la vida social de la tribu en medio de los cambios continuos, el clan pervive en los nuevos
nacimientos, hay un "continuum" familiar o tribal que relativiza la muerte de los miembros
individuales. Es una modalidad de la reencarnación que puede percibirse, p.e., en bastantes
pueblos africanos, donde goza de particular vigencia el culto de los antepasados. La idea de
reencarnación, no obstante, a juicio de los estudiosos, resulta menos obvia y uniforme, pues o
bien se reencarna uno de los múltiples componentes de la persona, o bien el alma colectiva, o
bien tiene sólo una vigencia temporal, o bien se sitúa en la línea fronteriza entre las
generaciones, durante el tiempo en que la vida del recién nacido resulta más vulnerable y
expuesta.

La reencarnación constituye un elemento central en las tradiciones religiosas orientales,


especialmente en el hinduismo y en el budismo. El hinduismo, a lo largo de su evolución
histórica desde el a. 1000 a.C. aproximadamente hasta nuestros días, ofrece una diversidad
notable de interpretaciones sobre la muerte y el renacer: un renacimiento postmortal, pero no
necesariamente en la tierra [Rig Veda, 1000 a.C.]; una muerte recurrente y un eterno renacer,
siendo posible también alcanzar la liberación de esta muerte recurrente y de este obligado
renacer [Brahmans, 900 a.C.]; con la idea de la transmigración [samsara] va unida la
posibilidad de optar libremente entre permanecer sometido a la rueda del morir/renacer
repetido o abandonar este sometimiento obligado, si bien se discute sobre cuál sea lo bueno y
334

lo malo [Upanishads, 700 a.C.]; la configuración de la ley del karma [acción], según la cual la
condición y la naturaleza del renacer de una persona concreta está determinada por las
acciones que para bien o para mal realiza en su vida previa [el alma que se reencarna quisiera
liberarse de la reencarnación], apareciendo la idea del cielo o infierno como duraciones
temporales [Puranas, 500 - 1000 d.C.]. Todo ello expresado hasta nuestros días en una
multiplicidad de narraciones y mitos sobre los mecanismos y las formas de reencarnación, así
como con notable diversidad de acentos entre las diversas tendencias o escuelas en el interior
de la misma tradición hinduista.

En la tradición religiosa del budismo se profesa la reencarnación, pero también se descubre el


camino para poder liberarse de la rueda obligada e inexorable de las reencarnaciones: apagar
la "sed" [el deseo ligado al placer] en cuanto origen de todos los males y causa de las
sucesivas reencarnaciones; esto requiere un proceso de maduración largo, que sobrepasa la
duración de una existencia humana y precisa de sucesivas reencarnaciones para poder percibir
el salario de los propios actos, superar la ignorancia y descubrir el camino que Buda descubrió
y reveló a sus discípulos. Tal descubrimiento fue el resultado de una iluminación que el
príncipe hindú Gautama Sakyamuni [525 a.C. ca.], designado como Buda o Iluminado a partir
de este momento, recibió en su deseo de encontrar una respuesta al escándalo del sufrimiento
universal: he aquí la verdad oculta sobre el origen del dolor, es la "sed" lo que lleva de
nacimiento a nacimiento. De ahí el "nirvana" como extinción de la sed, serenidad perfecta,
dominio de las pasiones, superación de la ignorancia, liberación del peso de la reencarnación;
los "boddhisatvas" como seres excepcionales, que aceptan libremente reencarnarse mientras
haya un ser humano a quien poder ayudar. La reencarnación es necesaria para el proceso de
maduración y para poder percibir el resultado de todos nuestros actos. Pero lo que renace y se
reencarna no es en rigor ni el hombre [conjunto incesantemente renovado de elementos
materiales y fenómenos pasajeros] ni tampoco un alma inmortal, sino el "karma", el producto
o resultado de nuestras vidas precedentes. Digamos que, en el proceso de las reencarnaciones,
se da una dialéctica permanente de continuidad y discontinuidad, pero este proceso apunta a la
cesación final tanto de la muerte como del renacer, es decir, a la liberación total.

La creencia en la reencarnación constituía un elemento común a numerosas tendencias de la


filosofía griega. Así Pitágoras [600 a.C.], para quien el número de las almas permanece
siempre idéntico, sostenía que éstas no mueren, sino que se hallan sometidas a un ciclo de
reencarnaciones sucesivas, admitiendo la posibilidad de que esto acontezca también en
cuerpos animales; Jenófanes relata que Pitágoras se conmovió ante el espectáculo de un perro
apaleado, pidiendo a quien lo maltrataba que dejara de hacerlo por haber reconocido en aquel
animal al espíritu de un amigo suyo difunto.

Tal idea parece haber sido compartida ya antes por los Orficos. Empédocles introduce el matiz
de que la reencarnación es un camino doloroso de purificación por culpas cometidas, que dura
hasta que el alma retorne a la patria divina, y extiende la reencarnación también al mundo
vegetal.

Por su parte, Platón otorga especial relieve a la metempsicosis. Él habla de la reencarnación


en el contexto filosófico de su comprensión de la reminiscencia, de las ideas, del mundo y del
alma humana. El alma tiene que encarnarse como resultado de una culpa previa y las
reencarnaciones sucesivas no son ya un proceso necesario, sino que están relacionadas con el
comportamiento moral y con el ejercicio de la propia libertad. La reencarnación en cuerpos de
animales la considera como un castigo infligido a las almas que han sido viciosas o que han
335

practicado la injusticia, si bien la admisión de que un alma racional humana se encarne en


cuerpos animales irracionales presenta algunas dificultades en el pensamiento global de
Platón. Su doctrina se prolonga en el platonismo medio y en el neoplatonismo, pero no todos
los seguidores de Platón exponen del mismo modo la idea reencarnacionista: unos sostenían
que hay solamente un alma, la racional, que se reencarna sucesivamente en cuerpos humanos,
animales o vegetales [Albino, Plotino]; otros [Porfirio, Jámblico] afirmaban que el alma
humana solamente puede entrar en cuerpos humanos y no en animales o vegetales. La
creencia en la reencarnación gozaba, pues, en el mundo griego de amplia difusión; no
obstante, también era objeto de crítica ya entonces. Y así Aristóteles consideraba absurdos los
mitos pitagóricos por razones filosóficas, pues el alma es la forma del cuerpo y tal alma no
puede estar unida más que a tal cuerpo; en Luciano la crítica se transforma en sátira irónica al
mofarse de las reencarnaciones propuestas por Pitágoras.

No es cuestión de describir aquí la historia de la creencia en la reencarnación desde el mundo


antiguo hasta nuestros días. Lo llamativo no es que ésta se haya transmitido, sino el éxito
progresivo que ha ido obteniendo en el mundo occidental. En la época moderna se hallan
representaciones reencarnacionistas entre filósofos de la ilustración y poetas del
romanticismo, especialmente en el ámbito alemán [Lessing, Kant, Goethe, Schlosser], como
expresión de una simpatía creciente que llega intensificada hasta nuestros días. El mismo
pensador neomarxista E. Bloch, en su reflexión sobre la muerte, termina apostando a favor de
la transmigración de las almas. A ello se han de añadir las doctrinas espiritistas del pedagogo
francés L. H. Dénizard Rivail [1804-1869], conocido por el seudónimo de Alain Kardec, el
cual propuso una reforma religiosa donde la reencarnación desempeña un papel decisivo,
haciendo del espiritismo la tercera revelación después de la de Moisés y la de Jesucristo.

La idea de reencarnación desempeña un papel muy importante en el pensamiento


antroposófico de R. Steiner y en el movimiento inspirado en el mismo: "la cosmovisión
antroposófica, decía Steiner, se basa en el fundamento de la reencarnación y del karma". Pero
en Steiner se puede percibir además una de las modalidades más características de su
recepción moderna y contemporánea; la reencarnación significa sobre todo progreso evolutivo
hacia adelante, posibilidad siempre abierta de desarrollos ulteriores, capacidad para aprender
de las existencias precedentes, etapa superior del desarrollo espiritual. Posibilidades de las
que Steiner quiso deducir, entre otras, consecuencias pedagógicas. Es una valoración positiva
de la reencarnación que resulta predominante en los diversos movimientos contemporáneos
donde ha sido integrada como un elemento sincretista, bien sea en la New Age, bien sea en las
diversas neognosis contemporáneas. Pero esta significativa modificación de acento es ya, a la
vez, una de las razones de su atracción actual para muchas personas de nuestra época.

1.3. Motivos de su fascinación actual

Prácticamente todos los analistas de la situación contemporánea en los países occidentales


[Europa y América], así como todos los que se han ocupado últimamente del tema de la
reencarnación, hablan a este respecto de una fascinación creciente. Lo confirman los datos
propios de las encuestas de opinión, según las cuales en los países tradicionalmente
"cristianos" llega a aceptar la reencarnación casi uno de cada cuatro de sus habitantes. En la
sociedad española contemporánea, según las recientes encuestas sobre los nuevos valores de
los españoles, la situación es muy semejante y también puede percibirse una tendencia
creciente de simpatía.
336

Esta realidad obliga a preguntarse por los motivos de la fascinación actual de una creencia tan
antigua. No es fácil identificarlos a primera vista, pero seguramente tienen que ver con la
situación contemporánea de malestar difuso, asfixia materialista, crisis de los ideales de la
modernidad, pluralismo religioso, revancha de lo reprimido, retorno de lo sagrado al margen
de las iglesias y de las instituciones tradicionales. Hay gente en occidente que cree
estrictamente en la reencarnación y que está convencida de que la vida presente es el resultado
de existencias anteriores y de que el morir no es sino un pasar sucesivo a nuevas vidas
ulteriores. Pero lo que predomina es un interés más o menos de moda, un entretenimiento
experimental, curioso o lúdico con todas estas cuestiones, todo ello unido al fuerte impacto de
culturas o tradiciones religiosas orientales. Lo cual no obsta para que dicho interés termine
transformándose en una convicción personal o en una especie de sincretismo individual,
donde armonizar elementos muy diversos a condición de que satisfagan las propias
necesidades personales.

En las versiones occidentales de la reencarnación, vigentes en nuestros días, se acentúa con


más fuerza que en las tradiciones orientales la valoración positiva de la reencarnación,
enlazándola con los ideales propios de evolución progresiva, autorrealización personal y logro
de la propia madurez; los aspectos más duros y negativos se dejan normalmente a un lado. Es
cierto que no pueden hacerse contraposiciones exclusivas entre ambas versiones, pero en
Oriente predomina la comprensión de la reencarnación como destino, fatalidad, situación de
no salvación, mientras que en Occidente representa una oportunidad de desarrollo espiritual
ulterior y de progreso humano más amplio. Puede citarse como ejemplo el pensamiento
antroposófico de R. Steiner, antes mencionado: su cosmovisión entiende la reencarnación
como desarrollo ulterior y progresivo; la peregrinación a través de las distintas
reencarnaciones es un movimiento constante hacia adelante. El hombre aparece como alguien
que aprende de su pasado y lo asimila para volver de nuevo a la existencia y para reencontrar
a las personas con las que él estaba unido en su vida anterior. La reencarnación es, por tanto,
para Steiner no propiamente una transmigración de las almas, sino desarrollo del elemento
espiritual en el hombre, un desarrollo que tiene también consecuencias para la vida en el
mundo y para la convivencia comunitaria. La meta final es una espiritualización, que se halla
más allá de lo concretamente representable: vendrá un tiempo en que el yo espiritual planeará
sobre el cuerpo y se servirá de él como de un instrumento desde fuera. Esta valoración
positiva de la reencarnación predomina también entre los movimientos religiosos occidentales
que la hacen suya, p.e. en la New Age. Se espera que cada época aporte un desarrollo
progresivo de la conciencia; la vida humana es tanto el lugar donde se ejercita el alma como el
ámbito en que al hombre se le ofrece la posibilidad de influir en el desarrollo de la
humanidad; la rueda oriental de los renacimientos repetidos se transforma en occidente en una
espiral, en una escalera de caracol, que finalmente conduce al cielo nuevo y a la nueva tierra.

En el occidente actual predomina, pues, la valoración positiva; no obstante, tampoco el


hinduismo y el budismo orientales desconocen del todo la idea de la reencarnación como
movimiento ascendente, lo cual ha posibilitado que algunos pensadores indios modernos
como Aurobindo entiendan el proceso de reencarnación como un proceso evolutivo
ascendente.

Propio de la mentalidad occidental es también el esfuerzo por dotar a la reencarnación de una


fundamentación científica, pretendiendo hablar en nombre de la ciencia y transmitir más bien
una sabiduría que una fe; es la pretensión de cientificidad que contribuye a presentar la
reencarnación como algo plausible. El intento se halla prácticamente ausente de los textos
337

indios clásicos, pero hoy día abundan los esfuerzos tanto en Oriente como en Occidente por
demostrar su cientificidad. Desde el punto de vista de las ciencias naturales lo intentó ya
Steiner. Trautmann lo ha intentado recurriendo a la ayuda de la física nuclear [la persona
humana equivaldría a una correlación de electrones pensantes]. En el ámbito de la psiquiatría
y de la parapsicología, el profesor I. Stevenson ha investigado cuidadosamente numerosos
casos de personas que, ya en su infancia, recuerdan espontáneamente haber tenido otra
identidad, haber protagonizado otras experiencias, haber conocido otras personas; de ahí el
convencimiento de que la reencarnación constituye la hipótesis científica más aceptable para
explicar tales fenómenos. A pesar de todo, hay diferencias notables entre los recuerdos
aparentemente espontáneos, interpretados en clave reencarnacionista, y las doctrinas
hinduistas y budistas; además, los condicionamientos recíprocos entre imágenes
reencarnacionistas e interpretación de las propias experiencias justifican el escepticismo
frente a la pretensión de que la reencarnación sea científicamente demostrable.

La aplicación terapéutica de la doctrina reencarnacionista constituye igualmente una de las


innovaciones contemporáneas, pudiendo considerarse como una ampliación de los
planteamientos psicoanalíticos, más allá de la muerte, hasta vidas anteriores. Entre las
numerosas obras publicadas en este ámbito, destacan las de Th. Dethlefsen. Junto a la
reencarnación se hallan elementos de la astrología y adquiere una gran importancia el
horóscopo. No hay lugar para casualidades, la vida entera del hombre se halla
predeterminada; sin embargo, el hombre es responsable de su propia vida, pues el momento
del nacimiento, del que depende el horóscopo, tiene su fundamento en la vida anterior del
hombre. Lo cual se lleva hasta afirmar que incluso un accidente o una muerte son
consecuencias de comportamientos en vidas anteriores, si bien Dethelfsen cuenta con una
cierta libertad del hombre. En esta concepción se integra la terapia reencarnacionista. Las
experiencias traumáticas de vidas pasadas pueden impedir el desarrollo de determinadas
formas de vida y conducir a enfermedades; su tratamiento consiste en buscar bajo la hipnosis
la experiencia traumática del pasado y revivirla, haciéndola consciente. Y lo que se vuelve
consciente ya no puede hacer daño, revivir conscientemente las existencias anteriores conduce
a la curación.

Todas estas aplicaciones se insertan en una sensibilidad cultural en la que diversos factores
contribuyen a su aceptación. Hoy día, en medio de una tabuización social progresiva, ha
surgido el deseo de afrontar la problemática del morir y de la muerte, sobre todo por parte de
médicos y personal sanitario, de una manera humana, que vaya más allá de lo técnico y
medicinal, y que no esté condicionada por presupuestos religiosos confesionales. Para ello el
modelo reencarnacionista se presenta como adecuado, especialmente la metáfora del morir,
propagada por E. Kübler-Ross, como un acontecimiento semejante al de la mariposa que echa
a volar saliendo de la larva. Y se presenta además con la pretensión de ser el resultado de
investigaciones científicas, confirmadas por los testimonios de personas próximas a la muerte
o que han experimentado el trance del morir. Como consuelo para moribundos en un clima
secular, no vinculado confesionalmente, solamente resultaría apropiada una visión positiva del
morir y de la muerte, un mensaje del morir armónico, lo cual se cree poder descubrir en el
modelo reencarnacionista.

No hay duda de que la reencarnación, en su configuración moderna, encaja bien con la


necesidad humana, comprensible, de decir bellas palabras al moribundo; pero con demasiada
frecuencia apunta hacia una banalización de la muerte y del morir. En rigor, los informes
sobre las diversas experiencias del morir desempeñan una función compensatoria de consuelo
338

respecto a la religión y dan testimonio únicamente sobre experiencias de personas que se han
encontrado en el límite de la vida y de la muerte, pero que en realidad no han muerto. No son
ninguna prueba científica de que exista un más allá de la muerte; una visión armónica y
positiva del morir no garantiza por sí sola la existencia real de un más allá armónico y
positivo.

La creencia en la reencarnación, con su esperanza de poder revisar decisiones vitales


equivocadas, se corresponde bien con una postura moderna de reserva frente a toda decisión
vinculante y comprometida. Hay múltiples oportunidades, nada se juega definitivamente a una
sola carta, siempre será posible renacer de nuevo para cumplir las tareas que no pudimos o no
quisimos llevar a cabo. Además el hombre aparece como el artífice de su propio destino
futuro, capaz de acumular un número ilimitado de experiencias, con el sentimiento de
dominar las regularidades [causa-efecto] que determinan los acontecimientos de su propia
vida.

La actual fascinación de la idea reencarnacionista no puede ser entendida, por tanto, como una
simple recaída en un pensamiento primitivo. Más bien tiene mucho que ver con la misma
conciencia moderna, con sus problemas no solucionados y con sus anhelos no cumplidos. Se
ha necesitado una larga historia y numerosas modificaciones para que la idea de la
reencarnación correspondiese a las necesidades y a los planteamientos del hombre moderno.
Pero tanto en su formulación originaria y primitiva como en su configuración contemporánea
la reencarnación tiene que ver con problemas de su tiempo, con un campo de cuestiones
descuidado en gran parte por las iglesias occidentales en los últimos tiempos y hecho propio
por el ámbito secular.

2. Revelación bíblica, cristianismo primitivo y reencarnación

No es fácil abordar esta cuestión de manera desapasionada, con la esperanza de que un


diálogo objetivo y riguroso sobre las fuentes de la fe cristiana pueda llevar tanto a partidarios
como a adversarios de la reencarnación a una coincidencia en la determinación de la postura
cristiana primitiva. Las acusaciones recíprocas de apriorismo en la lectura e interpretación de
los textos se suceden continuamente. Por una parte está la posición de historiadores de las
religiones, exégetas, patrólogos y teólogos cristianos que responden con un no explícito, a
veces exasperado, a la pregunta de si el cristianismo primitivo compartió la creencia en la
reencarnación. Por otra parte, hay toda una literatura, que alimenta una opinión bastante
difusa, en la que, sin atención alguna a los estudios mencionados, se repite impertérritamente
que hasta el mismo Jesús habría sido un ferviente adepto de la reencarnación; o, si no tanto,
que al menos los primeros cristianos y los Padres de la Iglesia la habrían aceptado hasta el s.
V-VI, antes de que la presión creciente de un clero ignorante de la verdadera vida espiritual
hubiera conducido a su exclusión. La dificultad de desbloquear este estado de cosas no
dispensa de la obligación de abordar brevemente el tema.

2.1. Los textos bíblicos

En la Biblia no hay ningún texto que proponga explícitamente la fe en la reencarnación; no


obstante, sus partidarios consideran que algunos pasajes apuntan claramente hacia la misma y
que, por tanto, cuenta con una fundamentación bíblica. No podemos entrar aquí en un análisis
detallado de los numerosos textos, tanto del AT como del NT, que, interpretados
339

alegóricamente, eran de uso frecuente, por ejemplo, en la teología gnóstica que profesaba la
reencarnación; pero sí hemos de mencionar los más recurrentes.

En primer lugar todos los relacionados con la esperanza de que el profeta Elías retornase antes
del día definitivo de Yahvé y con la afirmación de que Juan Bautista no es sino Elías que ha
vuelto. El tema nos remite al AT. Y, según los textos respectivos [2Re 2,11; Mal 3, 23-24; Eclo
48, 9-11], Elías fue un personaje que no conoció la muerte, sino que, a semejanza de Henoch
y de otros profetas, fue arrebatado hasta los cielos; por eso, precisamente, podrá retornar de
nuevo, como signo y testimonio del final. Elías es uno de los personajes escatológicos que
volverán a aparecer o a descender del cielo cuando venga el fin. Esta expectativa no se
expresa ni en el esquema de la transmigración de las almas, ni tampoco en el de la
resurrección de los cuerpos en sentido estricto, sino en el esquema de ascenso a los cielos [ser
arrebatado] y descenso de los cielos [reaparición].

En tiempos de Jesús, la idea del retorno de Elías formaba parte de las expectativas
escatológicas. Y dicho retorno se considera ya cumplido en Juan Bautista, cumplimiento que
aparece en varios lugares del NT: en boca del mismo Jesús ["Si queréis aceptarlo, él es Elías,
que ha de venir", Mt 11,14; "Elías ha venido ya... y no lo reconocieron", Mt 17,17], en el
comentario del evangelista ["entendieron que les hablaba de Juan el Bautista", Mt 17,13], o en
la profecía del ángel a Zacarías ["caminará en el espíritu y en el poder de Elías" Lc 1,17].
Hay, pues, una relación clara entre ambos personajes; pero nada obliga a entenderla como una
identidad personal entre Elías y Juan Bautista. Éste viene a ser "otro Elías" en la medida en
que aparece en continuidad con la tradición profética de Elías, con su fuerza y con su espíritu,
en el marco de una determinada tipología bíblica, de modo semejante a como el profeta
Eliseo, discípulo de Elías, prolonga la misma tradición profética de su maestro. Nada habla a
favor del esquema reencarnacionista de almas que abandonan un cuerpo para re-incorporarse
en otro.

Otro pasaje que se suele invocar es el diálogo de Jesús con Nicodemo a propósito de la
necesidad de renacer nuevamente [de arriba] para ver el reino de Dios [Jn 3,3-5].

No cabe duda de que la idea de un re-nacimiento se halla fuertemente arraigada en la tradición


reencarnacionista, ya desde la misma doctrina platónica sobre la transmigración de las almas.
Pero lo importante, aparte de las dificultades expresadas por el mismo Nicodemo frente a la
idea misma en cuanto tal, es la respuesta dada por Jesús: no es un nacimiento nuevo para
repetir una vez más la misma existencia terrena, se trata de un renacer del agua y del Espíritu,
un renacer de Dios, un renacer de arriba, un renacer divino, como condición previa para poder
entrar en el reino de Dios. La tradición cristiana siempre ha visto aquí una referencia clara al
acontecimiento del bautismo, como momento clave del tránsito a un nuevo modo de
existencia integrada en la vida misma de Dios.

La idea del renacer [por lo demás común a distintas cosmovisiones religiosas] y el lenguaje
terminológico son coincidentes, pero el contenido y el esquema de la comprensión cristiana
difieren de los esquemas reencarnacionistas.

Igualmente el pasaje sobre la curación del ciego de nacimiento [Jn 9,1-12]. Por una parte está
la pregunta concreta ["¿Quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?"] y, sobre todo,
el trasfondo ideológico desde el que los discípulos plantean la cuestión; e.d., desde una
concepción de la retribución divina en la que los males y las desgracias físicas se interpretan
340

como la respuesta de Dios a las culpas colectivas o individuales de los hombres. Concepción
que en parte había sido ya corregida en el mismo AT [cf. Jer 31,29-30 y Ez 18,2-4, como
llamada a la responsabilidad personal y anuncio de la retribución individual] y que no tiene
validez alguna en el NT [Jesús tiene que corregir la impaciencia de quienes pretenden
dilucidar con evidencia prematura lo que sea trigo o cizaña, cf. Mt 13, 24-30]. Por otra parte
está la respuesta de Jesús: "Ni pecó él ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras
de Dios". De esta manera Jesús rompe la lógica que vincula implacablemente culpa moral y
castigo, tanto en la perspectiva de una retribución temporal y colectiva [en el caso de que la
culpa fuera de los padres] como en la hipótesis de una retribución individual [única
posibilidad de que la desgracia actual encajase en un esquema encarnacionista, si es que la
existencia previa fue una existencia encarnada]. Como anota Schnackenburg, de Jn 9,2 no se
desprende ningún apoyo neotestamentario para la creencia en la reencarnación.

El examen de la tradición bíblica, en consecuencia, no aporta indicación alguna de que Jesús


de Nazaret hubiera compartido en lo más mínimo las hipótesis reencarnacionistas; afirmar lo
contrario carece de cualquier fundamento neotestamentario. Jesús rechazó además
explícitamente la misma lógica inherente del castigo como consecuencia necesaria de la
culpa. Él creía en la resurrección de los muertos, de acuerdo en esto con los fariseos y a
diferencia de los saduceos [cf. Mc 12, 18-27]. Que en el círculo de sus discípulos hubiera
algún simpatizante de la reencarnación, esto es algo que no puede excluirse absolutamente, ya
que en algunos ambientes judíos minoritarios parece que las ideas reencarnacionistas eran
conocidas y profesadas; pero los datos del NT no permiten afirmar con seguridad que tales
ideas las hubieran hecho propias también algunos de los discípulos de Jesús.

2.2. La teología patrística

También a propósito de la teología patrística nos encontramos con una situación semejante a
la descrita respecto a los textos bíblicos. Mientras que quienes han analizado con detalle el
dossier patrístico sostienen que se produjo un rechazo neto y explícito de la reencarnación por
parte de la teología cristiana de los primeros siglos, continúan afirmando los autores pro-
reencarnacionistas que la reencarnación fue una creencia ampliamente compartida por la
cristiandad de los comienzos.

Ante la imposibilidad de comentar el dossier completo, centramos la atención en algunos


pasajes representativos o discutidos. No puede negarse que las ideas reencarnacionistas
encontraron acogida entre algunos cristianos de los primeros siglos, pero la cristalización del
conflicto terminó con su exclusión de la gran Tradición eclesial. Tales cristianos, los llamados
gnósticos, se integraban en una corriente de pensamiento sincretista, donde se entrecruzaban
elementos judíos, helenistas y cristianos, una amalgama de carácter cambiante en la que,
sirviéndose de materiales bíblicos, se reinterpretaba la fe cristiana modificando
profundamente su contenido.

La aceptación de ideas reencarnacionistas es un ejemplo manifiesto de este proceder. Se citan


y se comentan los textos bíblicos como referencias decisivas. Pero lo que realmente decide
sobre su interpretación es una concepción cosmológica, antropológica y soteriológica previa,
extraña a los mismos textos. En este mundo material, creado por el Dios de la Antigua
Alianza, impera la ley férrea del destino inexorable y necesario. El alma humana no es sino
una partícula divina, precipitada en este mundo desde el pléroma celeste, desde el mundo de
Dios donde tiene su lugar originario. Por sí misma es incapaz de salir de la prisión corporal, a
341

no ser que alguien le ayude a ir superando las barreras que la aprisionan y a ascender por las
distintas esferas hasta conseguir la reintegración en el pléroma divino. El camino para su
logro es el conocimiento [gnosis] proporcionado por Cristo el Salvador, quien, a través de su
vida y misión, ha deshecho los errores y nos ha revelado nuestra propia verdad: mi alma
proviene del mundo divino y se encamina hacia él, este mundo material constituye un
habitáculo extraño, soy un hijo divino desarraigado y perdido en un mundo de esclavitud, que
añora y busca su origen/término verdadero. Mientras dure tal situación, mi alma peregrinará
por distintos cuerpos. Hasta que se produzca el final del ciclo de reencarnaciones, final que va
ligado con la misión de Cristo. Yo me veré definitivamente libre de esa ley cuando haya
reconocido mi verdadera condición y haya recorrido el camino gnóstico. Es en el marco y en
la lógica de esta cosmovisión donde se interpretan en sentido reencarnacionista textos como
Ex 34, 7, Mt 5, 25-26, Rom 7,9 y donde se hace de la redención llevada a cabo por Cristo una
liberación final del ciclo obligado de las reencarnaciones.

Fue San Justino, formado en la cultura griega y en la filosofía platónica, convertido al


cristianismo, el primer Padre de la Iglesia del que consta que se haya ocupado explícitamente
del tema de la reencarnación en su "Diálogo con Trifón". Aunque el tratamiento es breve,
indica ya, sin embargo, los motivos fundamentales por los que la fe cristiana no puede
integrar en sus contenidos la doctrina de la metempsicosis. Es tan profunda la unidad existente
entre los distintos elementos constitutivos del ser humano [cuerpo, alma, espíritu] que uno
solo de ellos no puede constituir la realidad humana completa, ni en el orden antropológico ni
en el orden moral. La identidad corporal es necesaria para la identidad de la persona. La
inmortalidad del alma no se debe a su condición de supuestamente increada ni a un parentesco
estrecho con la misma naturaleza divina, sino a la gratuidad de Dios, quien la ha creado y la
ha destinado a la visión celeste. Además, si las almas no son conscientes de sus existencias
previas, difícilmente podrán sacar provecho de las reencarnaciones ni mantener su propia
identidad; mucho menos si la reencarnación tiene lugar en cuerpos de animales. Por ello, la fe
cristiana rechaza la reencarnación y espera en la resurrección de los mismos cuerpos, íntegros
y glorificados.

Nada tiene de sorprendente que la conciencia cristiana no se reconociera en las


modificaciones interpretativas de los gnósticos. Y tal vez pocos como San Ireneo de Lyon han
acertado a articular las razones de peso que justifican el rechazo cristiano de la reencarnación.
No son únicamente cuestiones de detalle o aspectos secundarios, es el conjunto global de la
comprensión cristiana sobre Dios, el hombre, la realidad material, la salvación, es todo un
sistema omnicomprensivo el que chirría o se desencaja cuando se quiere integrar a la fuerza
en el mismo la idea reencarnacionista.

Para S. Ireneo, Dios es creador y el hombre, todo ser humano, es una creatura suya, querida
por Dios en la integridad de su condición, en su identidad corporal y anímica, con este cuerpo
y con esta alma, en su unicidad irrepetible; no es una partícula divina precipitada en la prisión
del mundo material. Este hombre creado por Dios tiene una historia única, iniciada libremente
por un acto creador suyo y llamada a la consumación igualmente por una actuación divina. La
vida humana irrepetible es el lugar donde se decide su destino eterno. El cuerpo no es un mero
vestido de usar y tirar ni el alma es inmortal porque sea increada. La llamada de Dios a la
existencia está en el origen de ambos y en su permanencia.... Éstas son las razones que avalan
la comprensión cristiana. A la cual se habrían de añadir las incoherencias de la doctrina
reencarnacionista de Carpócrates, puestas de manifiesto en la falta de recuerdo de existencias
anteriores, argumento invocado frecuentemente por los autores contrarios a la reencarnación.
342

Tertuliano se ocupó atentamente del tema de la reencarnación, dedicándole ocho capítulos de


su tratado "De anima" para poner de manifiesto la incompatibilidad de la misma con la
concepción cristiana. La motivación de fondo se halla en el reconocimiento de la resurrección
como quicio central de la fe cristiana ["resurrectio mortuorum, spes christianorum, illam
tenendo sumus"], en la importancia otorgada a la "carne" dentro de la antropología y de la
soteriología ["caro salutis est cardo"] y en la necesidad de que la carne que resucita sea la
misma que integró la verdad del sujeto humano, tanto en el caso de Jesucristo como en el de
los demás hombres. Desde estos presupuestos Tertuliano critica las propuestas gnósticas y sus
métodos exegéticos; igualmente rechaza las teorías reencarnacionistas de Pitágoras y de
Platón, pues, en tal caso, el número de hombres sería siempre idéntico, y considera
especialmente absurda la idea de que un alma humana pueda reencarnarse en cuerpos de
animales, por haber una pertenencia exclusiva entre el alma individual y el cuerpo humano
individual.

En la historia de la teología cristiana el nombre de Orígenes aparece vinculado a la idea de


reencarnación, si bien dicha vinculación ha de someterse a un análisis detenido, teniendo en
cuenta las condiciones en que se han transmitido los escritos de Orígenes y la polivalencia de
su pensamiento. La atribución viene de muy antiguo. El mismo S. Jerónimo le reprocha haber
mantenido la metempsicosis de Pitágoras y de

Platón y haber enseñado que el alma se reencarna también en cuerpos de animales; nada
extraño que los partidarios contemporáneos de la reencarnación lo consideren como un firme
aliado de sus posturas. Ahora bien, el texto actual de la traducción latina que Rufino hizo del
"Peri Archôn" de Orígenes no contiene ninguna de las atribuciones hechas por S. Jerónimo;
más aún califica la reencarnación como un dogma perverso. Esta misma postura de rechazo
aparece también en la exégesis origeniana de textos bíblicos invocados ya entonces por
algunos como pruebas bíblicas de la reencarnación.

A propósito de la identidad entre Elías y Juan Bautista [cf. Jn 1,21; Lc 1, 11.17] Orígenes
insiste en la importancia de que el hombre "eclesiástico" [el hombre de Iglesia] sepa llevar a
cabo una lectura eclesial de la Escritura; así comprenderá que la figura de Elías no puede
constituir un argumento a favor de la reencarnación, pues, al ser arrebatado vivo y no muerto,
su retorno no será una nueva metensomatosis, sino la vuelta de alguien que había sido
arrebatado. Igualmente a propósito de Mt 14, 1-2 [Herodes dice de Jesús que es Juan Bautista]
y de Mt 15, 21-28 [los "perros" mencionados por Jesús en la respuesta a la mujer cananea
eran interpretados por algunos como almas reencarnadas en cuerpos de animales] la respuesta
de Orígenes es neta: en el primer caso se trata de un error inverosímil, pues la opinión de
Herodes era que los 'poderes' de Juan habían pasado a Jesús [él y Juan eran además de la
misma edad]; en el segundo caso se trata de conjeturas totalmente extrañas a la doctrina de la
Iglesia.

Hay un punto en la doctrina origeniana, que ha podido constituir el motivo de que se le


atribuyese la creencia en la reencarnación: la preexistencia de las almas. Todo parece indicar
que Orígenes admite esta preexistencia; ahora bien, en él es un camino para responder a la
grave objeción de que un Dios Creador sería en último término el responsable definitivo de
haber creado a los hombres desiguales y de haber originado así una situación de injusticia. A
este problema quiere responder sin duda la doctrina de la reencarnación. Pero Orígenes hace
otra propuesta. Según él, las almas no serían eternas ni divinas, sino que habrían sido creadas
343

todas por Dios, libres y en un plano de igualdad. Según el uso de su libertad y su


comportamiento, reciben un rango diverso, que puede ir desde los ángeles hasta los
"monstruos marinos" [equivalentes en comentarios bíblicos tradicionales a encarnaciones del
demonio]. En esta diversidad de respuestas radica la causa de la desigualdad. No puede
excluirse del todo que Orígenes haya avanzado las hipótesis de una encarnación de almas en
algunos animales y de una sucesión de mundos nuevos donde habría nuevas encarnaciones de
las almas. Pero, según intérpretes bien autorizados del pensamiento origeniano, siempre se
trataría de una sola en-somatosis [encarnación] de las almas y no de una met-en-somatosis
[reencarnación].

Esta doctrina de la pre-existencia de las almas es la que fue rechazada en un concilio local de
Constantinopla del a. 543, reunido por el patriarca Menas a petición del emperador Justiniano,
en el cual se aprobó una carta del emperador que contenía una serie de 10 anatematismos
dirigidos contra aspectos radicales de las doctrinas origenianas; carta distinta de la que el
mismo emperador Justiniano enviará más tarde a los padres conciliares del II concilio
ecuménico de Constantinopla [553], conteniendo 15 anatematismos que condenan no tanto la
verdadera doctrina de Orígenes, cuanto su interpretación más extremista del origenismo del s.
VI. La reencarnación tiene, ciertamente, como su presupuesto lógico la preexistencia de las
almas; pero de la afirmación de ésta [que las almas hayan sido creadas por Dios como
preexistentes a su encarnación, tal como sostenía Orígenes] no se deduce necesariamente la
re-encarnación. Por otra parte, es igualmente claro que la reencarnación no ha sido objeto
expreso de condena por parte de ningún concilio [en sí es una doctrina extracristiana]. La
Iglesia rechazó la preexistencia de las almas, mantenida por Orígenes; mas de este rechazo
eclesial no es lícito deducir sin más que Orígenes hubiera creído en la reencarnación.

El dossier patrístico relativo a la reencarnación podría ampliarse en gran manera, sobre todo si
se hiciera un análisis detallado de la antropología cristiana en los primeros siglos; no es éste el
lugar para esta magna tarea. Baste concluir con una referencia al pensamiento luminoso de S.
Agustín como síntesis de ideas fundamentales en el cristianismo antiguo. El motivo central
para rechazar la reencarnación se halla en el acontecimiento Cristo: su muerte y su
resurrección han tenido lugar de una vez por todas [cf. 1Ped 3,18], la muerte ya no tendrá
dominio alguno sobre él [cf. Rom 6,], los resucitados participarán para siempre del mismo
destino que Cristo [cf. 1Tes 4,17]. La resurrección es la alternativa a la creencia de que las
almas vuelvan repetidas veces a cuerpos diversos, creencia que tampoco puede pretender
apoyo alguno en el texto de Mt 17,10, pues Juan Bautista no es sino uno que actúa
simplemente en el poder y en el espíritu de Elías. La lógica interna al acontecimiento Cristo y
a la fe cristiana es la propia de una historia única e irrepetible, no la lógica de un retorno
repetido y de unos ciclos circulares.

Del conjunto de la teología patrística se desprende, en consecuencia, un neto rechazo por


parte de la conciencia cristiana frente a la idea de reencarnación. A veces va acompañado de
comentarios irónicos que tienden a presentar esta creencia como una doctrina absurda y
ridícula. Pero la fuerza de su argumentación no radica en los comentarios despectivos, de
carácter ocasional, sino en haber profundizado en los centros nucleares del acontecimiento
Cristo y de la fe cristiana. Es aquí donde han aportado un tipo de reflexión, cuyos elementos
siguen gozando de validez permanente.

3. Puntos centrales de la fe cristiana


344

Como ya se desprende de lo visto hasta ahora, la reencarnación nunca fue un elemento


integrante de la fe cristiana. Fue siempre una creencia religiosa extracristiana. De ahí que no
haya sido condenada expresamente ni como herejía ni como doctrina heterodoxa, ya que tal
comportamiento por parte de la Iglesia únicamente se lleva a cabo con las doctrinas que,
surgidas o articuladas en su interior, resultan incompatibles con el contenido de la fe. Por otra
parte, entre fe cristiana y reencarnación se dan importantes convergencias [la afirmación de
una vida postmortal, la necesidad de purificación para el encuentro con Dios, la interconexión
entre las diversas responsabilidades humanas, el anhelo de una plenitud vital...], que se corre
el riesgo de olvidar cuando predomina exclusivamente la preocupación por marcar las
divergencias.

Estamos, pues, ante dos formas distintas de articular la pregunta por la muerte y por su
significado, por la valoración de la vida y por el sentido de la existencia humana; ante dos
propuestas de esperanza con su atractividad específica. Ambas son afirmaciones de fe y
ninguna de ellas puede pretender demostrabilidad científica, a pesar de la aureola científica
con que la reencarnación aparece en algunos círculos contemporáneos. Es cierto que no
escasean los intentos por integrar la reencarnación en el sistema cristiano, asegurando que
nada esencial para la fe se perdería en este supuesto. Pero, admitiendo que las distintas
modalidades de la reencarnación obligan a una valoración diferenciada por parte de la
teología, realmente no es así. Y ello no por cuestiones de detalle, sino por razones de fondo.
Es todo un conjunto de cuestiones relativas a la comprensión de Dios, del mundo, del hombre,
de la historia humana, del sentido de la vida y de la muerte, del sufrimiento y del mal, de la
autorrealización propia y de la gratuidad divina, de las realidades presentes y de la escatología
futura, lo que está en juego. La reencarnación aparece como un cuerpo extraño al conjunto y a
la lógica de la fe cristiana, difícil de encajar sin violencias o reducciones respectivas. Por ello
mismo, la confrontación entre ambas resulta necesaria y esclarecedora.

En lo expuesto previamente ya han ido apareciendo motivos importantes de su divergencia


recíproca. Se trata de comentar a continuación algunos elementos centrales de la lógica
cristiana.

3.1. Una categoría clave: la creación como historia

La mayor parte de las teorías reencarnacionistas, excepción hecha de algunas que se han
configurado en suelo cristiano, como por ejemplo el espiritismo, desconocen la idea de que el
conjunto de la realidad existente proceda de Dios en cuanto aquel que ha "creado todo de la
nada". En ellas domina más bien una imagen monista de la realidad entera, en la que Dios y el
cosmos son un único y gigantesco conjunto vital y energético, una única realidad
autodinámica de carácter divino. Como no ha habido un comienzo originario [protología],
tampoco tiene por qué darse un final de plenitud [escatología]. La realidad cósmica global, en
la repetición recurrente de sus propios ciclos, constituye en sí misma lo definitivo. El hombre
aparece como una manifestación del espíritu cósmico englobante; su alma representa lo
verdaderamente esencial en él, constituye una partícula de la misma realidad divina, cuyo
anhelo más profundo radica en la nostalgia de la fuente originaria y cuyo deseo más intenso
apunta a la reintegración en el pléroma divino. Porque no han sido creadas, las almas
preexisten desde siempre a su condición encarnada y reencarnada; porque son de naturaleza
divina, las almas son indestructiblemente inmortales.
345

En la tradición judeocristiana, por el contrario, Dios y el mundo constituyen realidades


profundamente distintas; la transcendencia divina es un elemento permanente de su contenido
doctrinal desde las primeras páginas de la Escritura. No hay entre Dios y el hombre ninguna
unidad esencial de naturaleza, pues Dios es el Creador y nosotros somos sus creaturas. Ya la
teología patrística advirtió la importancia del hecho de la creación en la confrontación con la
gnosis reencarnacionista, importancia que se ha de acentuar también en nuestros días. Todo lo
que existe, excepto Dios, ha tenido un comienzo originario en la medida en que la razón
última de su existencia radica no en sí mismo, sino en Dios. La historia ha sido creada por
Dios, es el único ámbito para la toma de decisiones y el ejercicio de la libertad, tiene una
dirección lineal y apunta a un final de plenitud.

Es cierto que la contraposición más usual entre ambas cosmovisiones [circular y lineal] de la
historia y del tiempo se halla marcada a veces por esquematismos y simplificaciones. Y, así,
en algunas doctrinas reencarnacionistas hay una meta final de maduración plena que consiste
en romper la rueda interminable de las reencarnaciones repetidas. No obstante, el cristianismo
sostiene el carácter único e irrepetible de una sola vida como el espacio de tiempo adecuado
para tomar decisiones responsables. El hombre ha sido llamado por Dios a la existencia, su
alma no es de naturaleza divina, ha sido creada por Dios, es finita. Pero Dios, que ama a todos
los seres a los que ha creado [cf. Sab 11, 24-26], no interrumpe el diálogo iniciado con el
hombre desde la creación, sino que lo prolonga más allá de la muerte. La inmortalidad del
alma en la tradición cristiana no es sino la continuación y culminación de este diálogo, de esta
relación amorosa y de esta comunión vital que no se ve interrumpida ni siquiera por la muerte,
un diálogo y una comunión en la que Dios siempre es el primero y mantiene la iniciativa.

3.2. El Dios hecho carne en Jesucristo

La convicción cristiana de la transcendencia divina no significa cerrar este mundo y su


historia concreta a la presencia actuante de Dios. Muy al contrario, el Dios cristiano es un
Dios de la historia, devenido él mismo historia humana y carne concreta. Actúa en los
acontecimientos históricos y, de esta manera, se convierte en motivo de esperanza para los
hombres que caminan y que se esfuerzan por no resignarse a dejar las cosas como están, como
si todo fuese el resultado inamovible de un destino ciego.

Es el Dios de la creación y es el Dios del éxodo, presente y actuante continuamente en la


historia de Israel. Es el Dios que resucita a los muertos y hace justicia de esta manera a
aquellos que habían entregado su propia vida por mantener la fidelidad para con él. Es el Dios
que aparece comprometido en procesos de liberación, defendiendo a huérfanos y viudas,
haciendo suya la causa de su pueblo. Es un Dios hecho carne y salvación, no de forma
pasajera, accidental o provisoria, sino de una vez para siempre, de manera definitiva,
irrevocable e insuperable. Que el acontecimiento de Dios en Cristo lo sea de una vez para
siempre [cf. Heb], irrepetible y único, es lo que da al conjunto de la soteriología cristiana su
carácter de unicidad irrepetible.

Un Dios así es un Dios escandaloso, desconcertante, que inquieta. La asunción concreta, por
parte suya, de la carne y de la historia, resulta prácticamente imposible en las tradiciones
reencarnacionistas, tan alejadas de una valoración positiva de ambas. Quizás en estas
dificultades de fondo radique también un motivo de la aceptación creciente que la idea de
reencarnación ha experimentado en la sensibilidad contemporánea. Se está dispuesto a aceptar
un Dios que encaja bien en los relatos evolucionistas, en las teologías modernas de la
346

historicidad existencial, incluso en algunas teologías progresistas de la historia; un Dios que


sirve de apoyo al "yo" occidental moderno, centrado en sí mismo y en su propia subjetividad.
El Dios hecho carne de la historia concreta resulta demasiado intranquilizador, porque no
admite que el sufrimiento de tantas víctimas bien precisas termine diluido en la totalidad
englobante del devenir histórico. Frente a la perspectiva desactivante de que nada llegue en
realidad a término y de que todo sea en realidad un devenir repetitivo, la esperanza cristiana
en el Dios de la historia vive bajo la urgencia del tiempo limitado, en el que no hay lugar para
el sueño ni para la resignación.

3.3.El hombre individual y completo querido por Dios

Las doctrinas reencarnacionistas se basan todas en un dualismo manifiesto, donde la realidad


material y corporal del hombre queda excluida de la salvación definitiva. El cuerpo viene a
ser como una cárcel donde el alma está aprisionada, como una forma de existencia degradada
y culpable, como un vestido que puede ser reemplazado cuantas veces sean necesarias sin que
esto afecte a la verdadera identidad de la persona humana. Ésta radica únicamente en el alma,
en la dimensión espiritual-anímica, sin que la realidad corporal concreta e individual tenga
realmente un relieve antropológico ni soteriológico.

Tal comprensión del hombre no resulta compatible con la fe cristiana ni con la esperanza de
una resurrección del hombre individual y completo. Es cierto que en la historia del
cristianismo la influencia platónica ha sido notable y ha estado vigente durante mucho tiempo
una notable aversión al cuerpo; pero nunca se hizo propio el dualismo radical de
contraposición excluyente. El cuerpo siempre formó parte de la verdad íntegra del hombre,
como una realidad buena, querida positivamente por Dios; el cuerpo en cuanto "carne y
huesos" y en cuanto historia vital concreta, mundo de relaciones, sufrimientos y alegrías, en
cuanto conjunto de experiencias con el cosmos circundante.

Sirviéndose del esquema alma-cuerpo, la doctrina cristiana afirmó que el alma es "forma
corporis" para garantizar de esta manera su unidad substancial; y en esta unidad es como el
hombre resulta querido por Dios y llamado a la salvación. Las fórmulas más antiguas de fe
hablan ya de una resurrección de la carne, de una resurrección de los cuerpos, insistiendo en
que se trata de la misma carne y de los mismos cuerpos. Las explicaciones teológicas de las
fórmulas de fe que se han ido elaborando en la historia de la teología [el alma separada del
cuerpo como sujeto de retribución definitiva en un estado intermedio, la distinción entre
cadáver y cuerpo como modo de hacer plausible una corporeidad de los resucitados que no se
identifique necesariamente con la materialidad física o bioquímica] han podido hacer pensar a
alguno que la diferencia con la reencarnación no es tan grande.

Ello obliga ciertamente a un repensamiento más detenido de toda la cuestión. Pero nadie de
los que proponen las respectivas explicaciones considera su propuesta como una versión
cristiana de la idea de reencarnación. Es la comprensión del hombre en su integridad y el
sentido de la vida humana lo que se halla en juego.

3.4. La salvación como gracia

Es éste un punto que tiene que ver no tanto con la creencia en la reencarnación, propia de las
configuraciones clásicas, cuanto especialmente con la configuración que ha recibido en las
versiones occidentales más difundidas en la actualidad. La reencarnación se combina aquí con
347

la idea de evolución, de progreso humano generalizado, de constante dinámica hacia adelante,


de anhelo de autorredención; representa algo así como la interiorización religiosa de un
principio socialmente determinante en nuestra sociedad, según el cual el hombre se identifica
con sus logros, con el resultado de sus esfuerzos, con sus propios éxitos. Es la traducción
contemporánea de la ley del karma, de la correspondencia rigurosa entre causa y efecto, de la
recompensa en estricta justicia de los actos humanos. Y, como una vida humana aparece
demasiado corta y limitada para realizar tal cometido, ha de haber varias oportunidades o
reencarnaciones sucesivas hasta que el hombre haya llegado a ser lo que él debería ser, hasta
que haya logrado él mismo y merced a su propio esfuerzo su propia identidad.

Hay en esta representación un núcleo que resulta ajeno a la lógica de la fe cristiana, que es la
lógica de la "gracia". Aquí el logro de la madurez humana y de la plenitud vital es
fundamentalmente don gratuito de Dios, el único que puede otorgar la salvación. Del hombre
se pide que se muestre abierto a la actuación de la gracia, que responda al amor divino, que
corresponda en libertad al don de Dios. Esta respuesta positiva, este sí afirmativo a la oferta
del amor divino, es suficiente para que Dios llene con su plenitud la limitación humana. Y
para una respuesta semejante basta una única vida, pues tampoco la repetición cuantitativa de
existencias humanas es capaz de aportar por sí misma el salto cualitativo de una vida finita a
una plenitud infinita. La oferta del amor de Dios y el sí del hombre es lo que se requiere para
ello.

Importa, ciertamente, evitar simplificaciones demasiado fáciles y cómodas, pues también las
doctrinas reencarnacionistas conocen el equivalente de lo que nosotros llamamos gracia, al
afirmar que es Dios quien posibilita y capacita originariamente para que el hombre alcance su
madurez en el sucederse de las diversas reencarnaciones. Se trata, en este caso, de la gracia
inicial que pone al hombre en movimiento. Pero otros aspectos centrales en la comprensión
cristiana no aparecen: el perdón ilimitado y la misericordia infinita de Dios, su amor ofrecido
al hombre sin ninguna condición previa, la liberación de la "ley" que angustia al hombre
presionándolo para que acumule obras meritorias ante el tribunal de Dios, la participación en
la resurrección de Cristo como don inmerecido, el "salario" como otorgamiento de la bondad
divina tanto para quien ha trabajado unas horas como para quien ha fatigado el día entero [cf.
20, 1-16]. Esta lógica de la gracia es esencial en la fe cristiana y choca con el postulado
reencarnacionista [que algunos califican de "pelagiano", aplicando así categorías cristianas a
una propuesta extracristiana] de alcanzar la madurez y la plenitud mediante el esfuerzo
humano continuamente mantenido. Lo determinante es la gracia de Dios y la respuesta
humana, y para ello basta una vida; repetir las existencias no modificaría en nada la estructura
cualitativa de oferta divina y acogida humana.

3.5. La cuestión de la teodicea

No cabe duda de que las doctrinas reencarnacionistas quieren dar una respuesta a problemas
existenciales como el origen del mal, el por qué del sufrimiento, la existencia de
desigualdades, el sentido de la justicia divina; es la cuestión de la teodicea en sus diversas
implicaciones. La ley del karma, con su correlación estrecha entre causa y efecto, se presenta
como la explicación más plausible de tales realidades.

También en este ámbito hay aspectos de la ley del karma convergentes con la fe cristiana,
pero hay otros dificilmente integrables. Lo que el hombre siembra, lo cosechará en el juicio
final, esto es algo que puede sostener la fe cristiana (cf. Gal 6,7). Que en la doctrina del karma
348

pueda expresarse de algún modo lo que quiere indicar la tradición cristiana hablando del
"pecado original", esto lo mantienen algunos teólogos: el hombre es concebido y nace en una
situación de no salvación, el pecado de origen obedece a una culpabilidad kármica acumulada,
tiene aspectos solidarios y comunitarios. Es posible que en este ámbito el diálogo entre el
cristianismo y las tradiciones orientales ayude a superar clichés convencionales y ponga de
manifiesto posibilidades ulteriores de acercamiento. Ahora bien, hay aspectos que en la
comprensión cristiana quedan claramente corregidos.

No es válido sostener que el hombre cosecha únicamente lo que antes ha sembrado. La


enfermedad y las desgracias, el dolor y el sufrimiento presente, no pueden interpretarse como
la consecuencia necesaria de una culpabilidad previa. Tal respuesta, vigente durante bastante
tiempo en la tradición del AT, entra en un crisis irreversible con el libro de Job y es rechazada
expresamente en el NT (cf. la respuesta de Jesús a propósito del ciego de nacimiento, Jn 9,3:
ni pecó éste ni sus padres). La ley del karma pertenece a los intentos racionales por integrar de
manera comprensible en un sistema explicativo las realidades negativas como el mal
inexplicable y el sufrimiento aparentemente injustificado. Pero tal intento está destinado al
fracaso y va acompañado de graves riesgos: hacer de los triunfadores de este mundo los
elegidos de Dios, remitir las deformaciones de los recién nacidos a las culpas previas que
cometieron sus almas en existencias anteriores, convertir a los que viven en situación de
marginación o de pobreza o de discriminación en responsables de su propio destino como
consecuencia de la culpa kármica previamente acumulada. Así resulta que las desigualdades
entre los hombres tienen un carácter esencial e insuperable, son causadas por ellos mismos y
no se eliminan si siquiera con la muerte [cuyo poder, en la comprensión cristiana, hace a todos
los hombres iguales]. Son consecuencias muy peligrosas que, si bien tampoco han sido ajenas
de hecho a la tradición cristiana, contradicen el espíritu del Evangelio; en la lógica
reencarnacionista, sin embargo, resultan prácticamente inevitables. A ello lleva muy
fácilmente la ley del karma y su intento por querer dominar racionalmente el problema del
mal.

Es cierto que no hay solución fácil y convincente para este problema, tampoco en la tradición
cristiana. La pregunta por la teodicea es una pregunta de permanente actualidad. Pero el
camino recorrido por Dios en Jesucristo, hasta el acontecimiento de la cruz, abre la vía a una
revelación de la justicia divina donde el Hijo de Dios ha cargado sobre sí con las culpas de
todos los hombres y ha roto de esta manera los mecanismos de culpabilización. El mismo
Dios asume solidariamente el dolor y el sufrimiento humano. Como expresión de un amor
desbordante y de una justicia que está más allá de la dinámica propia a toda ley que establezca
una correspondencia estricta entre culpa y castigo, desgracia y pecado, sufrimiento y
responsabilidad personal.

3.6. La purificación, necesaria para la madurez espiritual

Una convicción profunda de bastantes doctrinas reencarnacionistas, tal como aparece por
ejemplo en la tradición religiosa y en la experiencia mística del hinduismo y del budismo, lo
constituye la necesidad de purificación total como condición previa para la integración
definitiva en la realidad divina. Las sucesivas reencarnaciones no son sino las diversas etapas
de este camino purificatorio, duro y difícil en su largo recorrido, pero beatificante en su
plenitud final.
349

Es este un aspecto que, según el parecer acertado de teólogos contemporáneos, ofrece especial
interés para el diálogo con la doctrina católica y ortodoxa (los protestantes rechazan dicha
doctrina) sobre el purgatorio. No hay duda de que la forma tradicional en que se ha
transmitido necesita de una revisión. Sus representaciones topográficas y mitológicas resultan
inviables para la mentalidad actual, su comprensión frecuente hizo del mismo un infierno a
escala reducida [lo que es teológicamente un grave error], en la piedad popular dio origen a
formas más o menos mágicas de entender la salvación y los sufragios por los difuntos, frente
al convencimiento de la misericordia infinita e incondicional de Dios sugería la imagen de
Dios como contable cicatero y quisquilloso. Todo ello se ha revisado en la teología
contemporánea.

Así queda mejor de manifiesto su núcleo central. Con el purgatorio se está hablando de que en
la vida del hombre puede haber al final muchos aspectos no logrados; se está hablando de una
cierta posibilidad de crecimiento y de madurez espiritual para los seres humanos después de la
muerte. Como purificación de la escoria acumulada a lo largo de la existencia terrena y como
condición previa para el encuentro y la visión definitiva de Dios. Como acontecimiento
centrado radicalmente en el amor, que sufre intensamente por el contraste tan enorme entre la
conciencia lúcida de la propia indignidad y la magnitud asombrosa de la bondad divina. Como
dimensión del juicio de Dios, en el que la justicia que sale a la luz no es sino nuestra
justificación en y por medio de Jesucristo. Pero, nuevamente aquí, la lógica cristiana de la
salvación y su plenitud final como acontecimiento de gracia y como don inmerecido. En rigor
no se "madura" espiritualmente por méritos propios, ni por esfuerzos mantenidos de
autorrealización, ni por la cantidad de sufragios y de oraciones, ni por repetición incesante de
reencarnaciones sucesivas. El amor de Dios, que quema como el fuego, es lo que purifica y lo
que nos permite alcanzar nuestra verdadera y propia identidad de hijos de Dios. Dios sale con
su gracia y amor al encuentro de todo hombre, siempre y especialmente allí donde la
respuesta y la apertura han podido ser deficientes y mezquinas. Un encuentro con Dios, un
logro de la madurez espiritual y una identidad que van acompañadas del amor, de la
solidaridad y de la oración de los demás creyentes [comunión de los santos], pues, por así
decirlo, nadie entra sólo en el juicio purificador del amor divino.

4. Conclusión

Las circunstancias actuales están obligando a la escatología contemporánea a ocuparse de un


tema que durante mucho tiempo había desaparecido de su horizonte existencial.
Sorprendentemente para ella, la esperanza en la resurrección de los muertos parece perder
atractividad, mientras crecen los adeptos de la reencarnación. Es un fenómeno que urge a la
reflexión sobre los propios contenidos de la fe cristiana y sobre los caminos más adecuados
para hacerla plausible, comunicable y atrayente. En la oferta contemporánea de los diversos
modelos de esperanza resulta inevitable y beneficiosa la confrontación con las creencias
reencarnacionistas. Entre ambas se da una divergencia radical de fondo, dificilmente
superable, a pesar de que profesen comúnmente la fe en una vida postmortal. Pero no
solamente hay una vida después de la muerte, hay también una vida antes de la muerte. Y
aquí, en la praxis premortal de la esperanza, es donde se decidirá seguramente el debate actual
entre los diversos modelos que se hallan ahora en concurrencia. Con razón dice Greshake: "El
debate ha de llevarse a cabo también con argumentos, es cierto. Pero, en último término, no se
decidirá en las discusiones teóricas..., sino al menos igualmente en la solidez y en la fuerza de
convicción de la praxis de la esperanza".
350

Santiago del Cura ElenaResurrección y reencarnación


Según el profesor Michael F. Hull

CIUDAD DEL VATICANO, 24 mayo 2003 (ZENIT.org).- ¿Por qué no cree el cristiano en la
reencarnación? A esta pregunta respondió el teólogo Michael F. Hull de Nueva York al
intervenir en la videoconferencia mundial de teología organizada el 29 de abril de 2003 por la
Congregación vaticana para el Clero. Estas fueron sus palabras.

***

La integridad de la persona humana (cuerpo y alma en la vida presente y la futura) ha sido y


sigue siendo uno de los aspectos de la revelación divina más difíciles de entender. Son todavía
actuales las palabras de san Agustín: «Ninguna doctrina de la fe cristiana es negada con tanta
pasión y obstinación como la resurrección de la carne» («Enarrationes in Psalmos», Ps. 88,
ser. 2, § 5). Dicha doctrina, afirmada constantemente por la Escritura y la Tradición, se
encuentra expresada de la manera más sublime en el capítulo 15 de la Primera carta de San
Pablo a los Corintios. Y es declarada continuamente por los cristianos cuando pronuncian el
Credo de Nicea: «Creo en la resurrección de la carne». Es una expresión de la fe en las
promesas de Dios.

A menudo, aun sin el auxilio de la gracia, la razón humana llega a vislumbrar la inmortalidad
del alma, pero no alcanza a concebir la unidad esencial de la persona humana, creada según la
"imago Dei". Por ello, a menudo, la razón no iluminada y el paganismo han visto «a través de
un cristal, borrosamente» el reflejo de la vida eterna revelada por Cristo y confirmada por su
misma resurrección corporal de los muertos, pero no pueden ver «la dispensación del misterio
escondido desde siglos en Dios, creador del universo» (Ef 3,9). La noción equivocada de la
metempsícosis (Platón y Pitágoras) y la reencarnación (hinduismo y budismo) afirma una
transmigración natural de las almas humanas de un cuerpo a otro. La reencarnación, que es
afirmada por muchas religiones orientales, la teosofía y el espiritismo, es muy distinta de la
resurrección de la fe cristiana, según la cual la persona será reintegrada, cuerpo y alma, el
último día para su salvación o su condena.

Antes de la parusía, el alma del individuo, entra inmediatamente, con el juicio particular, en la
bienaventuranza eterna del cielo (quizá después de un período de purgatorio necesario para las
delicias del cielo) o en el tormento eterno del infierno (Benedicto XII, «Benedictus Deus»).
En el momento de la parusía, el cuerpo se reunirá con su alma en el juicio universal. Cada
cuerpo resucitado será unido entonces con su alma, y todos experimentarán entonces la
identidad, la integridad y la inmortalidad. Los justos seguirán gozando de la visión beatífica
en sus cuerpos y almas unificados y también de la impasibilidad, la gloria, la agilidad y la
sutileza. Los injustos, sin estas últimas características, seguirán en el castigo eterno como
personas totales.

La resurrección del cuerpo niega cualquier idea de reencarnación porque el retorno de Cristo
no fue una vuelta a la vida terrenal ni una migración de su alma a otro cuerpo. La resurrección
del cuerpo es el cumplimiento de las promesas de Dios en el Antiguo y el Nuevo Testamento.
La resurrección del cuerpo del Señor es la primicia de la resurrección. «Porque, habiendo
351

venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos.
Pues del mismo modo que por Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero
cada cual en su rango: Cristo como primicia; luego los de Cristo en su venida» (1 Cor 15,21–
23). La reencarnación nos encierra en un círculo eterno de desarraigo corporal, sin otra
certidumbre más que la renovación del alma. La fe cristiana promete una resurrección de la
persona humana, cuerpo y alma, gracias a la intervención del Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo, para la perpetuidad del paraíso.

En la carta apostólica Tertio millennio adveniente (14 de noviembre de 1994), escribe Juan
Pablo II: «¿Cómo podemos imaginar la vida después de la muerte? Algunos han propuesto
varias formas de reencarnación: según la vida anterior, cada uno recibirá una vida nueva bajo
una forma superior o inferior, hasta alcanzar la purificación. Esta creencia, profundamente
arraigada en algunas religiones orientales, indica de por sí que el hombre se rebela al carácter
definitivo de la muerte, porque está convencido de que su naturaleza es esencialmente
espiritual e inmortal. La revelación cristiana excluye la reencarnación y habla de una
realización que el hombre está llamado a alcanzar durante una sola vida terrenal» (n° 9).
REFLEXIONES Y BALBUCEOS SOBRE “EL MÁS ALLÁ”
O modo de vivir ‘a tope’ la vejez

JUAN LUIS HERRERO DEL POZO, 02/06/04

LOGROÑO (LA RIOJA)

Primera parte

ECLESALIA, 03/06/04.- “Vivir a tope” es afirmación privativa de jóvenes, se piensa, y


sorprende más bien en boca de ancianos, sobre todo cuando se va a hablar del ‘más allá’ de la
muerte. Depende de cómo se haya realizado la carrera de la vida. Cuando se ha buscado vivir
intensamente (carpe diem), el sprint final tiene posibilidades de recorrerse con brío, no como
declive, por más que se acartone la piel, crujan los huesos y se nuble la vista. Lo que no obsta,
al contrario, para que se olfatee ya la meta hacia la que se corre como umbral definitivo.
Existe una diferencia abismal entre vivir la vejez con mirada apagada de resignación o con
paso decidido de plenificación. La vejez goza de las virtudes de una fruta en sazón, otoñal,
serena, jugosa, tierna, gratificante. La esperanza le ha ganado la partida al desasosiego, la
inquietud o el miedo. La paz interior tiene más fuerza que el deterioro físico. Han
permanecido las amistades que no se alimentaban del interés y el mercantilismo. La mirada se
torna más tierna que censora. El bien está venciendo al mal y cada día parece más una broma
de mal gusto admitir que tal moderado pero indudable gozo naufragará en la frustración. Al
contrario, más que aferrarse al consuelo del recuerdo -frágil- que nos dedicarán los vivos nos
anima confiar que los asistiremos nosotros siempre con cercana solicitud por más que no
funcionen los móviles entre ambas dimensiones. Tal felicidad se puede vivir sin recelo porque
se siente como un anticipo. Entonces sí que cobra sentido el encuentro familiar o de amigos
en torno a la mesa (la única eucaristía) como anticipo del festín del Reino. El “más acá”
vivido a tope da la medida del “más allá”.

Así pues, algo se puede decir del “más allá” cuando se ha tomado en serio el resto de la
carrera previa. Laboriosamente en serio: en las primeras etapas, con inevitables pedagogos -a
veces embarazosas andaderas y sumisiones sofocantes- ahora ya aligerado el equipaje de es
excesivo lastre religioso, con tono de liberación. Se nos había enseñado a desconfiar de la
352

razón y esperar respuestas externas prefabricadas y caídas del cielo. De tal guisa, se mos había
distraído del silencio clamoroso de nuestra conciencia, de la “soledad sonora” en la que
susurra Dios en lo profundo del ser, desde siempre y a todos. Cuando Pilato preguntó a Jesús
por la verdad, de estar presente, la autoridad religiosa hubiera respondido con una algarabía
de palabras y definiciones; Jesús, en cambio, como mejor maestro, permaneció en silencio.
Con su vida lo había dicho todo. Por mi parte, a ésta prefiero remitirme, pues, en el silencio
de mi conciencia, acompañado de tanta gente honesta que ha escuchado el silencio.

Por ello mismo temo cada día más la palabrería sobre todo si se queda en logomaquia. De tal
modo que no aventuro sin verdadero pudor estas ya viejas reflexiones, algunas más
especulativas de juventud, otras más enjundiosas de la vejez.

Reflexionando desde la razón integral

Para hablar del “más allá” no parto de ninguna afirmación dogmática. Tampoco puedo
encerrarme, en plan positivista, en la razón instrumental, en lo empíricamente verificable:
nadie ha vuelto a contarnos nada. Pero entiendo que la razón humana ‘integral’, mente y
corazón, afincada en los sentidos, no se agota en ellos, permanece abierta y se interesa
también por los enigmas del ser pese a que, no siendo éste transparente, el buceo en él no
arroje resultados evidentes; es decir, sin ser ‘universalizables’ apodícticamente, tampoco son
rechazables y menos indignos de consideración. Pertenecen a ese ámbito de explicación
sensata y coherente de las cosas que no constriñe a la afirmación aunque serena la búsqueda y
libera el espíritu para la acción.

De qué se trata
Se trata de una tesis muy limitada: es razonable apostar por la permanencia del ser humano
más allá de la muerte (tal vez, precisamente a causa de ella); no de la creencia popular
tradicional en un retorno a la vida o revivificación del cuerpo, ni ahora ni al final de la
historia. Esto sí que choca no sólo con toda verificación empírica, sino con lo sensatamente
razonable e incluso con la teología actual no integrista. Dicho de otro modo, sólo afirmamos
que, pese a la muerte, la persona como tal no tiene porqué quedar abocada a la inexistencia y
que parece más razonable que sea indestructible. La que en la tradición judía tardía y posterior
cristiana se ha denominado ‘resurrección’ no es un retorno a la vida entre los vivos, ni un don
milagroso y sobrenatural después de la muerte, ni es algo nuevo y específico sólo debido a la
resurrección de Jesús. Para el cristiano, ésta no fue un hecho nuevo en la historia y, menos
aún, empíricamente constatado en el sepulcro vacío o las apariciones. Pero en la medida en
que fue vivida por los discípulos como experiencia interior fuerte, como relectura liberadora
del itinerario y fracaso final de Jesús, puede constituir para otros una experiencia recuperable,
dadora de sentido y esperanza. Pero no adelantemos etapas. Entiendo, pues, como afirmación
razonable que, pese a la muerte la persona es indestructible y pervive de modo plenificado.
No sin embargo conforme a la secuencia tradicional: muere lo físico, se libera el alma y se
separa y, al final de los tiempos, volvemos todos a recuperar el cuerpo vuelto a la vida.
Entiendo antes bien la muerte como enigmática metamorfosis de lo orgánico en lo espiritual,
en el mismo instante en que aquella adviene.

La apertura a un mayor sentido.

Esta perspectiva, diferente de la tradicional del imaginario cristiano, responde, a mi entender,


a un porqué más inteligible, de mayor sentido y coherente con una razón abarcadora e
353

integral, en lo personal y en lo histórico. De mayor sentido que su negación, aunque ésta


parezca avalada por la experiencia sensible. Para ésta todos morimos y no existe ninguna
evidencia de que permanecemos después de la muerte, salvo en el recuerdo y las
consecuencias de nuestra actividad. Pero tampoco prevalece la evidencia de lo contrario. Más
bien, en una comprensión holística del ser humano y de la historia, parece haber mejores
razones y mayor sentido y coherencia en la supervivencia de la persona que en su
desaparición total.

¿Dónde encontramos ese mayor sentido?

Pienso que existe un dato histórico: todas las culturas lo dan por bueno al actuar con sus
difuntos en conformidad con la convicción, o la confianza al menos, de algún modo de
permanencia después de la muerte. Hasta la propia tradición hebrea, más ‘materialista’ que
sus coetáneas, alcanzó aunque muy tarde (tiempo de los Macabeos) la esperanza de la
resurrección. Antes creían en una cierta pervivencia oscura y difusa (el sheol).

Sin duda, tal convicción es un hecho constatable aunque, pudiendo ser ilusoria, no alcanza la
categoría de prueba. Podía simplemente significar una finta del instinto vital exagerado,
simple repugnancia a lo inexorable de la muerte. Ahora bien, de eso precisamente se trata, de
indagar si tal no resignarse a la muerte es pura aspiración ilusoria o si, al contrario, traduce
algún mecanismo estructural profundo del ser inteligente ¿Es simple y pura quimera o más
bien la manifestación de una necesidad innata de sentido? ¿Algo denotativo y específico del
ser inteligente?

Anhelo universal e irreprimible de felicidad.

En este punto es precisamente donde, en los tanteos de las culturas acerca de lo que ocurre
después de la muerte, muchos pensadores han detectado una aspiración, un anhelo del ser
humano; deseo con frecuencia adormecido aunque jamás superado por cualquier racionalidad,
por ser constitutivo de la felicidad perseguida en su plenitud. Un deseo tan hondo que su
frustración parece atentar a la misma configuración radical del ser y a las condiciones de su
inteligibilidad. En este ámbito es donde reaparece una y otra vez, insoslayable, la pregunta
tenaz de la mente por un ‘mayor sentido’: si el ser humano (o la historia) desaparecerán un día
y se sumirán en la nada, ¿no parece una contradicción de la naturaleza, un fraude existencial
el hecho -no explicable sólo por la cultura- de albergar una ansia irreprimible de
supervivencia? ¿no se da mayor sentido en su satisfacción que en su frustración? El
argumento, que J. A. Marina opone a González Faus contra la valoración supuestamente
engañosa que éste hace de tal deseo, a mi entender yerra manifiestamente el tiro. Marina
arguye: la sed no demuestra la existencia de la fuente. De acuerdo, pero un organismo,
compuesto casi enteramente de agua y que nunca pudiera saciar su sed por no existir el agua
constituiría una contradicción. Estaría tan mal diseñado como un motor de explosión para el
que no existiera carburante alguno. El argumento se vuelve en contra del insigne filósofo que
es J.A. Marina: es precisamente la existencia de carburante lo que explica un semejante motor.
Es Dios, reverso oculto del ‘más allá’, quien no puede hacer emerger dentro de la evolución
cósmica (sería una contradicción, si bien se analiza) una mente inteligente y libre que no esté
abierta por su esencia a la infinitud del deseo. Dios y ‘el más allá’ entran dentro del mismo
paquete de la pregunta existencial por la trascendencia. Se aceptan o se rechazan juntos. (Más
a la raíz de la tensión del deseo habría que remontarse a la dinámica de la evolución: ¿puro
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azar o finalismo? ¿ciego determinismo o ‘mente’ ordenadora (Alfred R. Wallace versus


Darwin, Bateson versus Monod)?)

Lo que sí importa subrayar es que tal ‘deseo innato’ no es igualmente perceptible en todos los
casos: aparte de que se manifiesta de muy diversas maneras, lo hace con acentos más o menos
acusados en cada psicología humana concreta. La conciencia es enormemente modulable:
puede arrastrarse por el suelo de lo trivial, obturar su horizonte y limitarlo a lo estrictamente
empírico o bien afinarse abriéndose a perspectivas altamente altruistas y espirituales. La
conciencia orienta el comportamiento y las opciones de vida pero, a su vez, éstos la
condicionan. Así, por ejemplo, no cabe duda que el consumismo, el afán de lucro o la
ambición ciegan otras muy diversas modulaciones de la vivencia.

¿Apuesta, pues, por el sentido o por el absurdo?

¿Se puede afinar más en el porqué coherente del ‘más allá’? Opino afirmativamente, aunque
sean variaciones de la misma melodía.

La muerte es la experiencia bruta de la finitud; la supervivencia sería la apertura a la


trascendencia. Finitud y trascendencia serían los dos extremos de la paradoja de la realidad y
traducirían el modo dialéctico que parece exigir la realidad para ser más bien inteligible y
coherente que opaca y sin sentido: siempre aspiramos a algo más allá de lo que alcanzamos en
la inmediatez. Lo limitado y finito está preñado de deseos y posibilidades de infinito. Sería
achatar y reducir la realidad suprimiendo uno de los dos polos que mantienen la dialéctica en
tensión.

Otra variante en la que se acrecienta el absurdo frente a la aceptación del sentido es la


estridencia intolerable del dolor de las víctimas. Por supuesto que de la mayor parte de las
víctimas somos nosotros responsables y sería puro cinismo y abyecta insensibilidad delegar
en otros o en Dios, aquí o en el más allá, nuestra responsabilidad. Los agnósticos humanistas
sí que dan ejemplo en esto a tantos creyentes perversamente narcotizados (el famoso ‘opio del
pueblo’). Pero nuestra incuria irresponsable recae ante todo sobre nosotros mismos porque no
puede afectar, de modo irreversible, a los millones de inocentes, víctimas irredentas caídas en
la cuneta de la historia ¿No es el mayor de los absurdos pensar que el verdugo triunfará
finalmente y de forma tan universal sobre las víctimas? Precisamente porque un ‘más allá’
beatífico sin un ‘más acá’ laboriosamente samaritano es repugnante cinismo, éste último no
tolera quedar suplantado por aquel. El ‘más allá’ es sólo despliegue del quehacer histórico y,
en cualquier eventualidad, su recuperación y sanación.

Toda esta argumentación responde a una constante de la naturaleza humana inteligente, la


búsqueda de sentido. ¿Es posible avanzar algo más en la comprensión del más allá? ¿Se puede
dar algún paso ulterior en la resolución de la aporía entre la muerte como hecho ineluctable y
alguna supervivencia del ser? Aquí es donde tal vez aparecen más preguntas que respuestas.
Pero merece la pena intentarlo. Pidiendo disculpas por la osadía lo haré desde dos ángulos,
una lectura sensata del caso Jesús (entre otros) y una reflexión sobre la paradójica vivencia de
la vejez.

Cómo la muerte no es meta sino umbral


¿Es la muerte la última palabra de la vida? Cada persona, cada religión ha articulado en un
determinado imaginario religioso la expresión de su esperanza en un futuro superador de la
355

finitud y, al parecer, necesitado de trascendencia. El “más allá” es la otra cara del salto a la
trascendencia de Dios, pero una transcendencia/inmanencia, un Dios-para-nosotros, sentido
último de nuestro peregrinar, reverso del cosmos y su cálido útero nutricio (ver mi art. “La
Diosa-Madre o el útero tibio del cosmos”, inédito).

Todas las culturas y/o religiones tienen sus buenos maestros. Para los creyentes cristianos uno
de los grandes reveladores del sentido de la historia, personal y colectiva, y por lo mismo
revelador de Dios, es Jesús de Nazaret. A Dios no lo podemos conocer en sí mismo: todo lo
que digamos más allá de la afirmación de ‘lo que no es’ es huera especulación. De Dios sólo
se puede decir ‘lo-que-es-para-alguien’ y, en este ámbito, Jesús ha sido y es como un espejo-
de-Dios-para muchos y, en virtud de ello, un manifestador de sentido en la historia. Jesús
descubre cómo vive a Dios cuando le trata como “papá” (‘abba’, ¡algo inaudito!), el suyo y el
de todos (“mi padre y vuestro padre”) y cómo es justamente esto lo que le empuja a apostar
hasta dejarse la piel a favor de los que no cuentan, los huérfanos, los marginados, los
pecadores, los vencidos, los pobres. Finalmente Jesús de Nazaret manifiesta la mejor forma de
vivir a Dios cuando, mediante nuestro seguimiento de esa su opción de vida, emerge en la
historia un poco más de sentido, de alegría y de esperanza y, sobre todo, la urgencia de una
apuesta samaritana fuerte. Al cristiano le basta esto que es lo único importante. El resto,
teología, liturgias, instituciones, poderes sagrados... más vale mantenerlos a raya y desconfiar,
no sea que perturben y desplacen lo único importante. No sirven más que en la estricta medida
en que en todo ello se trasparenta la vivencia diaria de la experiencia de Jesús a la que el
cristiano suele traicionar demasiado ¿Hemos caído en la cuenta realmente quienes nos
pretendemos cristianos de en qué medida el hecho Jesús iluminó la historia y hoy ayuda a
interpretarla como preñada de sentido?

Fin de la primera parte.

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La vida después de la muerte

"La mayoría de nosotros creemos que nuestra muerte no es el final, que existe otra vida
consciente"

Josep Miró i Ardèvol,


www.forumlibertas.com

Por si acaso ... como mínimo La vida nos empuja a una actividad convulsa, llena de deseos y
frustraciones, donde los sentidos y la mente están siempre atareados en prácticas cuanto más
triviales mejor. Por eso el verano –si somos capaces– es una de las ocasiones propicias del año
para marcar nuestro propio punto y a parte, y pensar. Reflexionar por cuenta propia ¿Pero
sobre qué? Uno puede perderse en infinidad de detalles, en los numerosos árboles de toda
condición que reúne el bosque de nuestra vida. Por eso lo esencial es centrar nuestra atención
en los fundamentos. Y la muerte, qué duda cabe, es uno de los más decisivos. Es el dato
inexorable de nuestra existencia ¿Entonces, por qué vivir como si no existiera? Cierto que
para un joven la muerte es, por razones biológicas, un hecho lejano, incierto, aunque posible.
Pero para un adulto tiende a ser cada vez más un elemento que forma parte de lo cotidiano.
356

Plantearse la muerte personal en serio significa necesariamente reflexionar sobre el instante


siguiente ¿Y si a fin de cuentas fuera cierto? ¿Y si existiese vida después de la muerte? ¿Qué
sucede si ésta sólo fuera una “alteración de estado” y no la supresión absoluta de lo que
somos: cuerpo, memoria, sentimiento del presente, capacidad de pensar el futuro. Y si esto
fuera así, ¿cuáles son las condiciones que determinan la calidad de esa “otra” vida sin fin? ¿Es
independiente de nuestros actos en “esta” vida? Seamos prácticos y razonables. Si nos
interesamos por la jubilación y el plan de pensiones, ¿por qué no aplicamos el mismo criterio
a preparar la Vida que durará siempre? “!Oh, es que yo no creo en ella!” De acuerdo, pero hay
que estar muy seguro de esa afirmación. Y eso no es nada fácil. Para ser exactos, es imposible.
Una duda razonable es lo máximo que se puede conseguir. Pero, ¿quién antes de emprender
un largo viaje y ante la incertidumbre de que el indicador de gasolina del coche funciona
correctamente, no llena, por si acaso, el depósito?. La mayoría de nosotros creemos, con más
o menos detalle, que nuestra muerte no es el final, que existe otra vida consciente. Esa es la
creencia de cristianos y musulmanes, así como de la mayoría de nuestros hermanos mayores,
los judíos, para señalar algunas de las respuestas más importantes que la humanidad ha
encontrado; sólo los materialistas filosóficos y, en un determinado sentido, el budismo lo
niegan. Por esa razón, las encuestas señalan abrumadoramente que la mayoría creemos que
existe vida después de la muerte.

La mejor noticia Y de la opinión actual, al desarrollo histórico de la idea de que existe “otra
vida”. La evolución del pensamiento de los judíos es paradigmática en este sentido. Su
antigua relación con Dios, la Alianza, que se desarrolla en la historia, permite percibir la
evolución del concepto de la muerte: desde las interpretaciones iniciales como un sueño gris
sin memoria, donde las almas vagan por la eternidad; un hecho desgraciado en definitiva, que,
por tanto, convierte en problema el juicio de Dios y la falta de recompensa en vida a los
justos, hasta la alegría de la resurrección en el fin de los tiempos. Conocemos bien la
diferencia en tiempos de Jesús entre los primeros, los saduceos, y quienes creían en la
resurrección, los fariseos. Todo el Antiguo Testamento es un largo proceso de revelación de la
esperanza en la vida eterna, que culmina en Jesucristo y su anuncio rotundo. Porque este
hecho, la muerte con “puerta” a otra vida significa la mejor noticia que nunca recibiremos: el
fin no existe.

Si ahora nuestro momento es de plenitud y esperanza, sabemos que éste –si queremos, si
somos coherentes– se prorrogará y desarrollará más allá del “cambio de estado”. Por el
contrario, si nuestra vida está marcada por la angustia, si la muerte no es una cita a ciegas sino
un dato conocido, ahora sabemos que la liberación, la paz interior, estan ahí, al alcance de la
mano. Basta con extenderla, sin perjuicios, para encontrar la de Dios.

La ciencia ha ido detrás


Por eso no vale la pena perder los sentidos siguiendo a los “mercaderes del mundo”, ni
tampoco pensar en términos falsamente científicos; la búsqueda de las verdades no se practica
necesariamente sólo en la ciencia. La historia nos muestra que en muchos casos la concepción
básica nace en otros campos, particularmente en el ámbito de la religión y la filosofía. Atribuir
a la ciencia la exclusiva en este terreno es una limitación presuntuosa, más cientificista que
científica. En muchas ocasiones la ciencia se ha limitado a validar a “posteriori” concepciones
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de naturaleza filosófica. Por ejemplo, la concepción del mundo que explica que los cuerpos
materiales están compuestos de partículas elementales idénticas –el atomismo–, es un modelo
surgido en la Grecia Clásica en el ámbito filosófico y religioso. Tuvieron que transcurrir
muchos siglos para que esa idea adoptara una base científica. Lo que hoy aceptamos como
cierto era rechazado como científicamente incierto en su momento de origen. Y es que la
ciencia se mueve lastrada por el conocimiento histórico, que a su vez depende de condiciones
materiales y concretas en las que se desarrolla, y esa es una limitación cuando se reflexiona
sobre cuestiones que transcienden el tiempo. En el pensamiento filosófico esa limitación
existe en menor medida, y todavía afecta menos el pensamiento religioso.

De lo antiguo a lo nuevo El cientifismo llega con la Ilustración, pero sobretodo se impone


como un “cliché” en nuestra época, llámese postmodernidad, postradicional o como se quiera.
Es ahora cuando la muerte desaparece de nuestra cotidianidad. Ese es un fenómeno nuevo. En
otros períodos históricos, florecientes para el pensamiento y la sensibilidad humana, como en
el Gótico tardío y la época renacentista, la reflexión sobre la muerte era habitual, porque era
percibida como una necesidad para alcanzar el equilibrio personal en la vida. Ésta, sin la
asunción del “gran cambio”, devenía un vivir incompleto. Las danzas de la muerte que
subsisten todavía en diversos lugares de Europa, como la nuestra de Verges, responden a esta
idea.

Berglar, en su biografía sobre Tomás Moro, que ya cité en otra ocasión, refiere la importància
del “Cohelet“, el libro treinta y dos de la Biblia, para nuestro personaje, y su significado,
como una de las grandes reflexiones sobre la muerte. Porque, en efecto, la vida era para
nuestros antepasados un escenario donde se desarrollaba el drama de la historia personal y
colectiva, cuyo último acto resultaba perfectamente conocido y dramatizado por la danza.
Pero no era el fin y sí sólo un transitar. Un baile. Transición a Dios, al Gran Amor, al
descanso, al conocimiento compartido del Todo.

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