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Cuento breve Buscar

recomendado: “Cabeza contenido

rapada”, de Jesús Buscar …


Fernández Santos

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2020
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2020
semana
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Parker

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Semanal de
12 Meses
2020, Tapa
Dura y
Jesús Fernández Santos Goma
Elástica,
Fuente de la imagen Color Verde
Magnético,
Tamaño
Grande 13 x
Jesús Fernández Santos perteneció a la 21 cm, 144
Páginas
generación literaria española denominada “del
medio siglo” pero, a diferencia de otros 19,62
EUR
miembros del llamado “realismo social”, no hay
Comprar
en su obra una denuncia sistemática de tipo en
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político de la penosa situación de aquellos
tiempos. Aunque sí es cierto que en sus obras
critica las tristes situaciones de la postguerra -
inmediata o algo más prolongada-, como es el
caso de la emotiva historia que hoy nos ocupa, en
la que el tema central es la miseria y la soledad de MantraRaj
2020 -
Agenda de
unos seres indefensos y desvalidos a las que se 2020,
tamaño A5,
aúnan el miedo, el dolor, la enfermedad y la diseño de
página al
muerte. día, para
oficina,
hogar,
De los dos protagonistas apenas conocemos viajes,
organizació
nada: un niño pequeño de unos diez años muy n, citas,
color
enfermo, parece ser que de tuberculosis, y el otro turquesa

personaje, un muchacho mayor que lo


8,87
acompaña, intenta ayudarlo y animarlo con EUR

cariño y ternura, pero que es consciente de que Comprar


en
nada se puede hacer, y es quien, como narrador Amazon

testigo, cuenta en primera persona la historia, y


refuerza así el tono objetivo del relato. No está
clara cuál es la relación entre ambos. Por el
primer párrafo podemos suponer que el narrador
protagonista se ha encontrado con el chico
abandonado, necesitado y enfermo, tal vez
huérfano u hospiciano -cabeza rapada- y se ha
compadecido de él, pero nada se sabe de la Finocam -
Agenda
historia anterior de los dos pues todo el relato 2020 1 día
página
está plagado de omisiones y silencios Espiral Free
Rojo
significativos. español

El ambiente, el tiempo y los lugares en que se 13,00


EUR
desarrolla esta escueta historia refuerzan la
Comprar
precariedad de los dos desvalidos protagonistas, en
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perdidos y sin rumbo en un mundo mezquino
que impone una cruel máscara adulta en sus
rostros de niños. El otoño, las ráfagas de viento,
el polvo, las hojas secas, las sombras negras, la
mirada con recelo del guarda, el desangelado
mundo del inhóspito hospital (“Todos miraron
las baldosas, como si cada cual no pudiera
soportar la mirada de los otros, y un hombre
joven, de cara macilenta, maldijo muchas veces
en voz baja.”); el café vacío y mal alumbrado
(“un mal recuerdo, negro y triste”); todo, en fin,
se conjuga para ofrecer, con un lenguaje sencillo
y condensado de frases cortas pero sumamente
preciso y efectivo, una triste historia de un
tiempo triste, historia que no finaliza, pues queda
abierta al cortarse bruscamente sin que sea
necesario alargarla más, porque todo está ya
dicho o, en palabras de Medardo Fraile, como si
la desesperanza arrastrada, fuera a ser la misma
en lo venidero y nadie tuviera por qué hacerse
ilusiones.

“Cabeza rapada”, el relato breve más valorado de


Fernández Santos, es un ejemplo de la mejor
narrativa española de medio siglo. Juan Luis
Alborg afirmaba que este cuento, de apenas
cuatro páginas, es un acierto espléndido de
concisión y de intención, que vale por todo un
libro.

Miguel Díez R.

CABEZA RAPADA
(cuento)

Jesús Fernández Santos (España, 1926-1988)


Era un viento templado. Las hojas volaban
llenando la calzada, remontándose hasta caer de
nuevo desde las copas de los árboles. Su cabeza
rapada al cero, aparecía oscura del sudor y el sol,
como las piernas con sus largos pantalones de
pana. No había cumplido los diez años; era un
chico pequeño. Íbamos andando a través de
aquel amplio paseo, mecidos por el rumor de los
frondosos eucaliptos, envueltos en remolinos de
polvo y hojas secas que lo invadían todo: los
rincones de los bancos, las vías… Menudas y
rojizas, pardas, como de castaño enano o abedul,
llenaban todos los huecos por pequeños que
fuesen, pegándose a nosotros como el alma al
cuerpo.

Cruzaban sombras negras, luminosas, de los


coches; los faros rojos atrás, acentuando su tono
hasta el morado. Aunque no hacía frío nos
arrimamos a una hoguera en que el guarda de las
obras quemaba ramas de eucaliptos esparciendo
al aire un agradable olor a monte abierto. Allí
estuvimos un buen rato, llenando de él nuestros
pulmones, hasta que el chico se puso a toser de
nuevo.

-¿Te duele? -le pregunté.

Y contestó:

-Un poco -hablando como con gran trabajo.

-Podemos estar un poco más, si quieres.

Dijo que sí, y nos sentamos. Eran enormes


aquellos árboles flotando sobre nosotros,
cantando las ráfagas en la copa con un zumbido
constante que a intervalos subía; y, más allá del
pilón donde el hilo de la fuente saltaba, se veía a
la gente cruzar, la ropa pegada al cuerpo,
íntimamente unidas las parejas.

El chico volvió a quejarse.

-¿Te duele ahora?

-Aquí, un poco…

Se llevó la mano bajo la camisa. Era la piel


blanca, sin rastro de vello, cortada como las
manos de los que en invierno trabajan en el agua.
Otra vez tenía miedo. Yo también, pero me
esforzaba en tranquilizarle.

-No te apures; ya pasará como ayer.

-¿Y si no pasa?

-¿Te duele mucho?

El guarda nos miraba con recelo, pero no dijo


nada cuando nos recostamos en el cajón de las
herramientas. Freía sardinas en una sartén de
juguete. A la luz anaranjada de la llama, el olor
de la grasa se mezclaba al aroma de la madera
que ardía.

-Ese chico no está bueno…

-¡Qué va! No es más que frío…

El chico no decía palabra. Miraba el fuego


pesadamente, casi dormido.

-No está bueno…

Ahora no tenía un gesto tan hosco. El chico


escupió al fuego y guardó silencio.

-Va a coger una pulmonía, ahí sentado.


Me levanté y le cogí del brazo, medio dormido
como estaba.

-Vamos -dije-; vámonos.

Le fui llevando, poco a poco, lejos del fuego y de


la mirada del guarda.

Mientras andábamos, por animarle un poco,


froté aquella cabeza monda y suave, con la mano,
al tiempo que le decía:

-¡Que no es nada, hombre!

Pero él no se atrevía a creerlo, y por si era poco,


vino de atrás las voz del otro:

-¡Le debía ver un médico!

-¡Ya lo vio ayer!

Esto pasó con el médico: como no conocíamos a


nadie fuimos al hospital, y nos pusimos a la cola
de la consulta, enana habitación alta y blanca,
con un ventanillo de cristal mate en lo más alto y
dos puertas en los extremos abriéndose
constantemente. La gente aguardaba en bancos,
a lo largo de las paredes, charlando; algunos en
silencio, los ojos fijos, vagos, en la pared de
enfrente. La enfermera abrí una de la puertas,
diciendo: “Otro”, y el que en aquel momento
salía, saludaba: “Buenos días, doctor”.

Una mujer olvidó algo y entró de nuevo en la


consulta. Salió aprisa, sin ver a nadie, sin
saludar. Exclamaba algo que no entendimos bien.
Todos miraron las baldosas, como si cada cual no
pudiera soportar la mirada de los otros, y un
hombre joven, de cara macilenta, maldijo
muchas veces en voz baja.

El médico auscultaba al chico y, al mismo


tiempo, me miraba a mí. Nos dio un papel con
unas señas para que fuéramos al día siguiente.

-¿Es hermano tuyo?

-No.

Al día siguiente no fuimos adonde el papel decía.

Se inclinó un poco más. Debía sufrir mucho con


aquella punzada en el costado. Sudaba por la
fiebre y toda su frente brillaba, brotada de
menudas gotas. Yo pensaba: “Está muy mal. No
tiene dinero. No se pude poner bien porque no
tiene dinero. Está del pecho. Está listo. Si pidiera
a la gente que pasa no reuniría ni diez pesetas. Se
tiene que morir. No conoce a nadie. Se va a morir
porque de eso se muere todo el mundo. Aunque
pasara el hombre más caritativo del mundo, se
moriría.”

Reunimos tres pesetas. Decidimos tomar un café


y entrar en calor.

-Con el calor se te quita.

Era un café vacío y mal alumbrado, con sillas en


los rincones. La barra estaba al fondo, de muro a
muro, cerrando una esquina, con el camarero
más viejo sentado porque padecía del corazón, y
sólo para los buenos clientes se levantaba. Tres
paisanos jugaban al dominó. Llegaban los sones
de un tango entre el soplido del exprés y los
golpes de fichas sobre el mármol.

Sólo estuvimos un momento; lo justo para tomar


el café. Al salir todo continuaba igual: el viejo tras
el mostrador, mirando sus pies hinchados; los
otros jugando, y el que andaba en la radio con los
botones en la mano. La música y la luz parecían
ir a desparecer de pronto. Viéndolos por última
vez, quedaban como un mal recuerdo, negro y
triste.

En el paseo, bajo los árboles, de nuevo empezó a


quejarse, y se quiso sentar. Pisábamos el césped a
oscuras. Buscó un árbol ancho, frondoso, y
apoyando el él su espalda, rompió a llorar. De
nuevo acaricié la redonda cabeza, y al bajar la
mano me cayó una lágrima. Lloraba sobre sus
rodillas, sobre sus puños cerrados en la tierra.

-No llores -le dije.

-Me voy a morir.

-No te vas a morir, no te mueres…

Cabeza rapada (1958), Barcelona, Seix Barral,


1982, págs. 11-15.

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