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de es fama que por no perder la costumbre tomó parte activa

l en la revolución que poco después estalló en aquel país. Cuando


la revolución fracasó, fuese a Europa, acompafió a Garibaldi en
su expedición a Sicilia, siguióle también y cayó con él en «Aspro-
COINCIDENCIAS<*>
de Juana Manuela Gorriti
monte», no muerto sino prisionero. Evadióse, y ahora anda ex-
traviado como una aguja en esos mundos de Dios.
,/ ¡Incorregible conspirador! Guárdelo el cielo pa~e - · - ·
/1 termine-sU-confesión, y podamos saber, bella Cristma, ~e­
su culo~ bien_cas_ti_gad.Q espionaje.
I EL EMPAREDADO
Eramos diez. Habíanos reunido la casualidad, y nos retenía
en un salón, en tomo a una estufa improvisada, el más fuerte
aguacero del pasado invierno.
En aquel heterogéneo círculo, doblemente alumbrado por el
gas y las brasas del hogar, el tiempo estaba representado en su
más lata acción. La antigüedad, la Edad Media, el presente, y aun
las promesas de un riente porvenir, en los bellos ojos de cuatro
jóvenes, graciosas y turbulentas, que se impacientaban, fastidia-
das de la monotonía de la velada.
El piano estaba, en verdad, abierto, y el pupitre sostenía una
linda partitura y valses a discreción; pero hallábanse ent re nos-
otros dos hombres de iglesia; y su presencia intimidaba a las
chicas, y las impedía entregarse a los compases de Strauss y las
melodías de Verdi. Ni aun osaban apelar al supremo recurso de
los aburridos: pasearse cogidas del brazo, a lo largo del salón;
y cuchicheaban entre ellas ahogando prolongados bostezos.
-Hijas mías -díjoles el venerable vicario de J., que notó su'
displicencia-, no os mortifiquéis por nosotros. Os lo ruego, di-
vertíos a vuestra guisa. Yo, de mí, sé decir que me placería oíros
cantar.
¡Cantar! Bien lo quisieran ellas; pero arredrábalas el repetido
io t'amo de los maestros italianos, en presencia de aquellas adus-
tas sotanas, y se miraban sin saber cómo excusarse.
-¡Y bien! -continuó el vicario--, si os detiene la elección,
que lo decida la suerte.
Y levantándose, fue a tomar del repertorio el primer cuaderno
que le vino a mano.
¡Coincidencias! -exclamaron las nifias, riendo-- ¡Ea, pues,
hijas mías, a cantar las coincidencias!
Las jóvenes rieron de nuevo.
-¡Bueno!, ¡os alegráis al fin!
-Sefior, el cuaderno está en blanco -dijo la nifia de la ca-
sa- . Su inscripción es el proyecto de una fantasía para dedicarla
al profesor que me ensefia el contrapunto.
-¡ «Coincidencias»! Eso, más bien que de cantos, tiene sabor
de relatos -dijo una señora mayor.
• De Panomm& de la vido. (Buenos Aires: Casavalle, 1876), ll. 'P'P- U l-263.

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-Y quien dijo relatos -añadió otra- quiso decir pláticas Sin darme cuenta de lo que hacia, cogí aquel libro y lo abrí
de viejos. en su capítulo octavo.
-Y quien dijo pláticas de viej<;>s quiso aludir a mis noventa La frase que solicitaba, encontrábase allí. {
inviernos -repuso con enfado cómico el vicario. Sorprendido por aquella extraña coincidencia, díjeme: sin em-
-Y para castigar la culpable susceptibilidad de ese ministro bargo. El sueño da algunas veces grande lucidez; y mi recuerdo, Y
del Señor -replicó la matrona, simulando el énfasis de un fis- avivado por su influencia, ha venido bajo la figura fantástica del
clérigo. 1
cal-, pido que se le aplique la ley al pie de la letra y se le con-
dene al relato de una coincidencia. Y seguí mi trabajo sin pensar más en aquel incidente.
-Y para mostraros que los dieciocho lustros no han podido Al día siguiente, cuando, concluido mi sermón, dirigíame a la
quitarme la complaciente obediencia debida a tan amables jueces, iglesia, encontré en el claustro a un arquitecto, que me dijo había
referiré una muy singular coincidencia que por mucho tiempo sido enviado de Lima para dar otra forma a aquel edificio, a
- /hizo vacilar mi espíritu entre lo casual y lo sobrenatural. fin de que sirviera al establecimiento de un colegio nacional.
A estas palabras, los bostezos cesaron como por encanto; y las Acabada la fiesta, y vuelto a casa del cura, fui con él a ver
jóvenes, perdiendo su timidez, acercaron sus sillas y rodearon los primeros trabajos del arquitecto.
al anciano vicario. Al echar abajo la pared medíanera entre la celda que yo ocu-
-Era yo cura de S., y me había comprometido el de H. a pre- pé y la siguiente, encontróse la pared doble; y en su estrecha
dicar el sermón de su fiesta. separación, el cadáver de un jesuita.
Sin embargo, ésta se acercaba y yo todavía no lo había es- ¿No es verdad que mi fantástico sueño y la presencia de ese
crito, subyugado por la pereza que se apodera del ánimo en la cadáver emparedado fueron una extraña coincidencia?
vida de los campos. Sin embargo, las jóvenes, aunque se preciaban de espíritus \
Por fin, llegó la víspera, el cura de H. envió a buscarme, y hu- fuertes, estrecharon sus sillas mirando con terror las ondulacio-
be de ir allá sin haber puesto mano en mi obra, creyendo que la nes que el viento imprimía a las cortinas del salón.
vista del lugar, del templo y los preparativos de la fiesta fueran -Pues que de coincidencias se trata -dijo el canónigo B.- , he
un estímulo a mi negligencia. aquí una no menos extraordinaria.
Pero llegado a H. presentóseme otro obstáculo: las visitas.
Para superar este inconveniente, fui a encerrarme en una cel- II EL FANTASMA DE UN RENCOR
da de la Compañía, edificio vasto y solitario, donde podía aislarme
como en un desierto. ¡Vana esperanza! Aun allí vinieron a sitiarme Servía yo, hace ocho afios, el curato de Lurín, y fui llamadG
durante el día entero los oficiosos saludos. para administrar los sacramentos a una joven que se moría de
Alarmado en fin por el escaso tiempo que me quedaba para tisis. Trajéronla de Lima con la esperanza de curarla; pero aque-
hacer aquella composición, apenas llegó la noche, encerréme con lla enfermedad inexorable seguía su fatal curso, y se la llevaba.
llave y me puse a escribirla. ¡Un ángel de candor, bondad y resignación! Alejábase de la
En el curso de mi obra, quise citar una frase que yo creía de vida con ánimo sereno, deplorando únicamente el dolor de los que
Tertuliano, y no recordando el capítulo que la contenía, echéme lloraban en tomo suyo.
a buscarla. Mas en aquella alma inmaculada había un punto negro: Un
Sentía pesada la cabeza, y mi mano por momentos se parali- resentimiento.
zaba sobre las páginas del libro. Eran las doce de la noche. -Pero, hija mía, es necesario arrojar del corazón todo lo que
-No busquéis vuestra cita en Tertuliano; se encuentra en pueda desagradar a Dios, que va a recibiros en su seno: es preciso
el capítulo octavo de las Confesiones, de San Agustín. perdonar le dije.
Al escuchar aquel apóstrofe, levanté la cabeza, sorprendido, -Padre, lo he perdonado ya -respondió la moribunda-; es
y vi sentado delante de mí a un clérigo. mi hermano; y mi amor fraternal nunca se ha desmentido. Mas,
Iba a preguntarle cómo había entrado, pues la puerta estaba en nombre del cielo, ¡no me impongáis su presencia, porque me
con llave, cuando él, tendiendo hacia el fondo de la celda una daría la muerte!
mano demacrada y pálida, me dijo : -Ese mal efecto se llama rencor -le dije, con severidad-,
-Yo duermo allí. y yo, que recibo vuestra confesión, yo ministro de Dios, os orde-
A estas palabras hice un movimiento de asombro que me no en su nombre que llaméis a vuestro hermano y le deis el óscu-
despertó. lo de perdón.
Era un sueño; pero la voz del clérigo sonaba todavía en mi -Hágase la voluntad de Dios - murmuró la joven, inclir.ando
oído : No busquéis vuestra cita '?n Tertuliano; se encuentra en el su pálida frente. Y yo, haciendo montar a caballo a un hombre
capítulo octavo de las Confesiones, de San Agustín. de la familia, lo envié inmediatamente a Lima.

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La enferma fue una brillante joya del gran mundo, codiciada 1 111 UIJA VISITA INFERNAL
por su belleza y sus virtudes. Mas, ella, que recibió siempre indi-
ferente los homenajes de los numerosos pretendientes que aspi- Mi hermana, a la edad de dieciocho años, hallábase en su no-
raban a su mano, fijóse, al fin, en un joven militar, valiente, buen che de boda. Sola en su retrete, cambiaba el blanco cendal y la
mozo y estimable; pero que por desgracia se concitara la ene- corona de azahar por el velo azul de un lindo sombrerito de paja,
mistad del hermano de su novia en una cuestión política. Nada para marcharse con su novio, en el coche que esperaba a la puerta,
hay tan acerbo como un odio de partido; y si el oficial sacrificó a pasar su luna de miel en las poéticas soledades de una huerta.
el suyo al carifio de la hermana de su enemigo, éste prohibió a Lista ya, sentóse, llena el alma de gratas ilusiones, esperando
aquélla recibir al militar, sublevó contra él a la familia y rompió a que su marido pudiera arrancarse del cúmulo de abrumadoras
la unión deseada. felicitaciones para venir a reunirse con ella, y partir.
El joven oficial, desesperado, se suicidó; la pobre nifta se Una transparente bujía color de rosa alumbraba el retrete,
moría, y el hermano entregado a profundos remordimientos, de- colocada en una palmatoria de plata sobre la mesa del centro,
ploraba amargamente la fatal locura que lo arrastró a causar donde la novia apoyaba su brazo.
tantos desastres. Todo era silencio en torno suyo, y sólo se escuchaban a lo
En tanto que mi enviado marchaba a Lima, la enferma entró lejos, y medio apagados, los rumores de la fiesta.
en delirio. -No vengas, Eduardo-- decía, con fatigoso acento--, De súbito, óyense pasos en el dormitorio. La novia cree que
quiero morir en paz; y tu presencia, tu voz, la voz que condenó es su esposo, y se levanta sonriendo para salir a su encuentro;
a Enrique, me impedirían perdonarte. pero al llegar a la puerta, se detiene y exhala un grito.
-He ahí que viene -continuó, con terror-. ¡Asesino de En el umbral, apareció un hombre alto, moreno, cejijunto ves-
Enrique, aléjate, huye, o te doy mi maldición!. . . ¡¡¡Ah!!! tido de negro y los ojos brillantes de siniestro resplandor, que
Esta exclamación fue acompañada de un grito que atrajo en avanzando hacia ella, la arrebató en sus brazos.
tomo al lecho a la familia. En el mismo instante, la luz de la bujía comenzó a debilitar-
-¿Qué tienes, Rosalia? Rosalía, ¿qué sientes? -le pregun- se, y se apagó, a tiempo que la voz del novio llamaba a su amada.
taban. Cuando ésta volvió en sí, encontróse, apoyada la cabeza en
-¡Socorro! -exclamó la enferma-. ¡Socorro para Eduardo, el pecho de su marido, sentada en los cojines del coche, que ro-
cuyo caballo, espantado de mi sudario, acaba de arrojarlo a tie- daba en dirección del Cercado.
rra, donde yace sin sentido! -¡Fue el demonio! -murmuró la desposada; y refirió a su
-¡Está delirando! -dijeron los suyos-, ¡y no podrá recibir marido aquella extraña aventura. El rió y lo achacó a broma de
los sacramentos! su propia novia.
No de allí a mucho, mi enviado llegó solo. Y pasaron años, y mi hermana se envejeció.
- ¿Y Eduardo? Un día veinticuatro de agosto, atravesando la plaza de San
-El caballo, al que montaba, espantado al atravesar por un Francisco, mi hermana se cruzó con un hombre cu:va vista la hizo
grupo de sauces, a la entrada de las primeras huertas del pueblo, estremecer. Era el mismo que se le apareció en el retrete el día
se ha encabritado arrojándolo contra una tapia. Lo he dejado sin de su boda.
sentido, y vengo en busca de auxilio para volverlo en sí y traerlo. El desconocido siguió su camino, y mi hermana, dirigiéndose al
Trajeron, en efecto, a Eduardo, repuesto ya de su caída. primero que encontró, le dijo con afán :
A su vista, el delirio se desvaneció de la mente de la enfer- - Dispénseme el señor: ¿quién es aquel hombre?
ma, que reconociendo a su hermano, le tendió los brazos, y los El interpelado respondió palideciendo. Es el demonio. El me
restos de su resentimiento se fundieron entre las lágrimas y los arrancó de mi pacífica morada para llevarme a palacio y hacerme a
besos fraternales. Recostada en el pecho de su hermano, re- la fuerza presidente. He aquí los ministros que vienen a buscarme.
cibió los sacramentos y en sus brazos exhaló el último suspiro. Eran los empleados del hospital que venían en pos suyo.
':> Las jóvenes lloraban escuchando el triste relato del canónigo. El hombre a quien mi hermana interrogaba era un loco.
-¡Válgame Dios! -exclamó una señora-, y qué fuerte olor
de sacristía han esparcido en nuestro ánimo estas historias de IV YERBAS Y ALFILERES
clérigos. Será preciso, para neutralizar el incienso, saturarlo de
esencia de rosas. Y pues que de coincidencias se trata, allá va -Doctor, ¿cree usted en maleficios? --dije un día a mi an-
una de tantas. tiguo amigo el esclarecido profesor Passaman. Gustábame pre-
Hable el siglo -repuso el vicario con un guiño picaresco. guntarle, porque de sus respuestas surgían siempre una enseñanza,
o un relato interesante.

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-¿Que si creo en maleficios? -respondió-. En los de origen En tanto que hablaba, habíala yo magnetizado.
diabólico, no; en los de un orden natural, sí. Unos pocos pases bastaron para mostrarme la lucidez extraor-
-Y sin que el diablo tenga en ellos parte, ¿no podrian ser dinaria que residía en aquella joven.
la obra de un poder sobrenatural? -¿Me escucháis, hermosa niña? -díjele empleando ese adjeti-
-La naturaleza es un destello del poder divino; y como tal, vo de poderoso reclamo para toda mujer; porque al someterla a la
encierra en su seno misterios que confunden la ignorancia del acción magnética, había olvidado un preliminar: preguntarle su
hombre, cuyo orgullo lo lleva a buscar soluciones en quiméricos nombre.
-¡Hermosa! --exclamó; y una sonrisa triste se dibujó en sus
desvaríos. labios-. ¡Ah, ya no lo soy! El dolor ha destruido mi belleza y
-¿Y qué habría usted dicho si viera, como yo, a una mujer,
después de tres meses de postración en el lecho de un hospital, sólo ha dejado en mí una sombra.
escupir arañas y huesos de sapo? -¿Habéis sufrido mucho?
-Digo que los tenía ocultos en la boca. -¡Oh! ¡mucho!
-¡Ah! , ¡ah!, ¡ah! ¿Y aquellos a quienes martirizan en su Y una lágrima brotó de entre sus párpados cerrados y surcó
;. su pálida mejilla.
imagen? -Pues bien, contadme vuestras penas. ¿Echáis de menos una
- ¡Pamplinas! Ese martirio es una de tantas enfermedades que
afligen a la humanidad, casualmente contemporánea de alguna dicha perdida? ¿Erais, pues, muy feliz?
enemistad, de algún odio; y he ahí que la superstición la achaca -¡Ah!, ¡y tanto! Santiago me amaba; iba a ser mi esposo,
a su siniestra influencia. :> .\ el sol del día siguiente debía vernos unidos; pero aquella noche
fatal, la terrible enfermedad asaltó en su lecho a aquel que en
He siao testigo y actor en una historia que es necesario re-
ferirte para desvanecer de ti esas absurdas creencias. . . Pero, él se acostara joven, bello, fuerte y lozano; y agarrotó sus miem-
¡bah!, tú las amas; son la golosina de tu espíritu, y te obstinas en bros y lo dejó inmóvil, presa el cuerpo de horribles dolores que
hacen de su vida un infierno. El año ha hecho dos veces su ca-
conservarlas. Es inútil. mino, sin traer ni una tregua a su dolencia. Toda esperanza se ha
-¡Oh no, querido doctor, refiera usted, por Dios, esa historia! desvanecido ya en el alma de Santiago; y cuando me ve proster-
¿Quién sabe? ¡Tal vez me convierta! nada orando por su vuelta a la salud.
-No lo creo -dijo él, y continuó. -¡Laura -me dice-, pide mi muerte!
Hallábame hace años, en la Paz, esa rica y populosa ciudad -Laura -díjela, interrumpiendo aquella larga exposición he·
que conoces. cha con voz lenta y oprimida, no más respecto al presente--, re·
Habíame precedido alli, más que la fama de médico, la de troceded al pasado, a ese último día de bonanza; volved a él la
-7 magnetizador. mirada ... ¿Qué veis?
\\i~l"' .\S Multitud de pueblo vagaba noche y día en tomo a mi morada. -¡Mi felicidad!
Todos anhelaban contemplar, si no probar los efectos de ese -¿Y en tomo a Santiago?
poder misterioso, del que sólo habían oído hablar, y que preocu- -¡Nada más que mi amor!
paba los ánimos con un sentimiento mezcla de curiosidad y terror. -¿Nada más? ¡Mirad bien!. ..
Entre el número infinito de personas que a toda hora solici- De súbito, la sonámbula se estremeció, y su mano tembló en-
taban verme, presentóse una joven cuyo vestido anunciaba la tre las mías; sus labios se crisparon y exclamó con voz ronca:
riqueza; pero su rostro, aunque bello, estaba pálido y revelaba -¡Lorenza!
la profunda tristeza de un largo padecer. -Pronunciado este nombre, apoderóse de ella una tan terri-
-No vengo a consultar al médico -dijo, sonriendo con amar- ble convulsión que me vi forzado a despertarla.
go desaliento-. ¡Ah!, de la ciencia nada espero ya: vengo a pre- N a da tan pasmoso como la transición del sueño magnético
guntar a ese numen misterioso que os sirve la causa de. un mal a la vigilia. Los bellos y tristes ojos de la joven me sonrieron con
que consume a un ser idolatrado; extraña dolencia que ha resis- dulzura.
tido a los recursos del arte, a los votos, a las plegarias; vengo -Perdonad, doctor -dijo como avergonzada-, creo que me
a demandarle un remedio, aunque sea a costa de mi sangre o de he distraído. Desde que el dolor me abruma, estoy sujeta a fre-
mi vida. cuentes abstracciones. Os decía, hace un moment.Q...
Dicen que para valeros de él lo encamáis en un cerebro bu- La interrumpí para anunciarle que sabía cu"ánto ella venía
mano. Alojadlo en el mío: que vea con mi pensamiento; que hable a confiarme, y le referí el caso de su novio, cual ella acababa de
por mi labio y derrame la luz en el misterioso arcano que llena de narrarlo.
dolor mt existencia, y ¡ah!. .. Llenóse de asombro, y me miró con una admiración mezclada
Su voz se extinguió en un suspiro. de terror.
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U¿&~ - JJ.: IAt-'AI.AJIA
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BIBliOTECA
-¡Oh! --exclamó--, pues que penetráis en lo desconocido, de-
{ Es un simple maravilloso confeccionado en el labo~atorlo d~l­
béis saber la naturaleza del mal que aqueja al desventurado San- gran químico que ha hecho el Universo.
tiago y lo lleva al sepulcro. ¡Salvad.lo, doctor, salvad.lo! El y yo Separóse de mí y un momento después me envió un paquete
somos ricos y os daremos nuestro oro y nuestra eterna gratitud. de plantas frescamente arrancadas de su herbario.
Y la joven lloraba. Preparélas según las prescripciones de mi amigo, y esperé
Logré tranquilizarla y le ofrecí restituir la salud a su novio. para su aplicación las primeras horas de la mafiana.
Esta promesa cambió en gozo su dolor; y con el confiado aban- Aquella noche, temiendo para mis compañeras de velada la
dono de la juventud, entregóse a la esperanza. fatiga de largos insomnios, roguélas que se retirasen a reposar
Aventuré, entonces, el nombre de Lorenza. algunas horas, y me quedé solo con el enfermo.
Laura hizo un ademán de sorpresa. Como todas las dolencias, la suya lo atormentaba mucho des-
-Pues que ese don maravilloso os hace verlo todo, no es de que el sol desaparecía.
necesario deciros que Lorenza es la amiga según mi corazón. ¡Ah! Para aliviarlo en aquello que fuera posible, cambiábale la po-
sin sus consuelos, sin la parte inmensa que toma en mis penas, sición del cuerpo, estiraba los cobertores, alisaba las sábanas.
tiempo ha que éstas me habrían muerto. Al mullir su almohada, sentí entre la pluma un objeto resis-
El contraste que estas palabras de Laura formaban con el tente. Rompí la funda y lo extraje. Era una figura extraiia, un
acento siniestro de su voz, al pronunciar, poco antes, el nombre mufieco de tela envuelto en un retazo de tafetán encamado.
de Lorenza, hiciéronme entrever un misterio que me propuse N o pudiendo verlo bien a causa de la oscuridad del cuarto,
aclarar. alumbrado sólo por una lámpara, guardélo en el bolsillo y no
Laura se despidió, y una hora después fui llamado por la pensé en él.
familia de su novio. A la mañana siguiente, hice beber a mi enfermo el jugo de la
Entré en una casa de aspecto aristocrático y encontré a un yerba, dile la frotación y dejándolo al cuidado de Laura y su
bello joven, pálido y demacrado, tendido en un lecho; y como lo amiga, fui a pasar el día con mi esposa, que se hallaba veranean-
había dicho Laura, agarrotados todos sus miembros por una ho- do en el lindo pueblecito del Obraje.
rrible parálisis que lo tenía postrado, hacía dos aiios, sin que nin- Mientras hablaba con ella y varios amigos, buscando mi pa-
guno de los sistemas de curación adoptados por los diferentes ñuelo, encontré el muñeco.
facultativos que lo habían asistido pudiera aliviarlo. Mi mujer se apoderó de él y se dio a inspeccionarlo.
Yo, como ellos, seguí el mío; pero en vano: aquella enferme- De repente, hizo una exclamación de sorpresa.
dad resistía a todos los esfuerzos de la ciencia, y parecía burlarse El muñeco estaba clavado con alfileres desde el cuello hasta
de mí con síntomas disparatados, que cambiaban cada día mi la punta de los pies.
diagnóstico. Como tú, la sefiora Passaman es supersticiosa, y se arrojó a
Picado en lo vivo, consagréme con obstinación a esa asistencia, la región de lo fantástico.
secundado por Laura y su amiga Lorenza Por no aumentar sus divagaciones, me abstuve de decir dón-
En cuanto a ésta, no tardé en leer en su alma: amaba a San- de había encontrado el mufieco. Pero ella decidió que aquel a
tiago. cuya intención había sido hecho estaría sufriendo horriblemente.
Laura había penetrado ese misterio a la luz del sueiio mag- Aquellas palabras me impresionaron; y sin quererlo, pensé
nético. en mi pobre enfermo; y cosa extrafia, contemplando aquella figu-
He ahi por qué pronunciara con indignación el nombre de ra creí hallarle semejanza con Santiago.
Lorenza. Mi esposa, apiadada del original de aquella efigie, propúsose
Los días pasaron, y pasaron los meses; y el estado del enfer- librar a ésta de sus alfileres; pero el óxido los había adherido a la
mo era el mismo. Compadecido de su horrible sufrimiento, no me tela de que estaba hecho y vestido el muñeco; y sólo valiéndose
separaba de su lado ni en la noche, alternando con sus bellas de una pinza de mi estuche pudo conseguirlo.
enfermeras en el cuidado de velarlo. Mi presencia parecía reani- Luego que lo hubo desembarazado de su tortura, envolviólo
marlo; y este era el único alivio que su médico podía darle. piadosamente en un pafiuelo de batista y lo guardó en el fondo
Un día que hablaba con el doctor Boso, célebre botánico, expo- de su cofre.
níale el extraño carácter de aquella enfermedad, que ni avanza- Cuando al anochecer regresé a la ciudad y entré en mi casa,
ba ni retrocedía; persistente, inmóvil, horrible. encontré escrito veinte veces en la pizarra un llamamiento urgen-
-Voy a darte un remedio que la vencerá -me dijo--. Es una te de casa de Santiago.
yerba qt~e he descubierto en las montañas de Apolobamba, y con Corrí a allá y hallé una gran desolación.
la que he curado una parálisis de veinte años. Laura, de rodillas y anegada en lágrimas, tenía entre sus ma-
Aplícala a tu enfermo; dale a beber su jugo y frota con ella nos la mano yerta de Santiago, que inmóvil, desencajado el sem-
su cuerpo
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EL CANTO DE LA SIRENA (•)
blante y cerrados los ojos, parecía un cadáver.
Lorenza, de pie, pálida y secos los ojos, fijaba en Santiago de Miguel Cané
una mirada extraña.
-¡Ah doctor, vuestro remedio lo ha muerto! -exclamó Lau·
ra-. Dolores espantosos, acompañados de horribles convulsiones,
han precedido su agonía; y helo ahí que está expirando.
Sin responderle, acerquéme al enfermo; examiné su pulso, y
encontré en aquel aniquilamiento un sueño natural.
Sentéme a la cabecera de la cama; pedí el jugo de la yerba,
y entreabriendo los labios al enfermo, hícele pasar, de hora en
hora, algunas gotas durante toda la noche. No he conocido hombre más enérgico que Broth. Era ruso,
Al amanecer, después de un suefio de doce horas, Santiago pero había venido de un año y sólo uno que otro rasgo de su fi-
abrió los ojos y con pasmo de Laura, tendiónos a ella y a mí sus sonomía recordaba su origen.
manos, que habían adquirido movimiento. Broth se había ligado a mí en el colegio, donde tan necesarias
Pocos días después dejaba el lecho, y un año más tarde, era son esas alianzas intimas, esas amistades estrechas que se auxi-
el esposo de Laura. lian y consuelan recíprocamente. Tenía una cabeza admirable-
-;,Tú lo has conocido ya sano? l mente organizada y era precisamente en los estudios que requieren
-Sí. sobrehumana penetración en los que se distinguía. Broth desespera-
-;,Y qué dices de eso? ba a nuestro profesor de filosofía, distinguido francés que seguía
-Yo creo en los alfileres de Lorenza. humildemente las huellas de Cousin en la escuela ecléctica. Estu-
t -Yo creo en la yerba del doctor Boso. _ diaba en Platón; era delirio lo que experimentaba por el discípulo
de Sócrates. Yo era más amante de los modernos, y entre ellos,
Descartes hacía mi delicia.
'ftA..tk. Vf• tJ.{)/~ Un día (faltaría un mes, poco más o menos, para el examen
J del último año de reclusión), habíamos estudiado diez horas se-
"'.-t '< ..._r l (..11{.("·~,.) 1) 5, b~l-(1.~ guidas mecánica racional, me dolía la cabeza, las sienes me ar-
dían y, como era avanzada la hora, el pobre cuerpo me pedía re-
poso y tranquilidad.
Estaba reclinado en un sillón, mientras Broth, con su eterna
seriedad, su inmutable serenidad de espíritu, resolvía en la pi-
zarra una intrincada fórmula.
-Broth, ¿quieres dejar un momento? Estoy rendido y no me
haría provecho el estudio -le dije con voz lastimera.
- ¿Estás cansado? Bien, acuéstate. Yo no podría dormir; voy
n leer a Platón.
Me acosté y siguiendo la eterna costumbre, que no he perdido
ni aun en mis noches de embriaguez profunda, tomé un libro para
traer a mis ojos el fugitivo sueño. En el montón confuso y des-
arreglado de libros de todo género, mi mano tomó al azar uno
que me habían mandado ese mismo día y que Broth y yo sólo co-
nocíamos de nombre: eran las obras de Edgar Poe. Lo abrí, y
mis ojos se detuvieron en la cita de un escritor inglés que servía
de epígrafe a uno de los originalísimos cuentos del sublime visio-
nario. Decía así: "¿Qué canción cantaban las sirenas? ¿Qué nom-
bre tomó Aquiles cuando se ocultó entre las mujeres? Cuestiones
rlifíciles en verdad, pero no más allá de toda investigación".
(•) De "Ensayos'' (Buenos Aires: La Cultura Argentina, 1919),
J)p. 42-49.

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