Sie sind auf Seite 1von 84

Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.

UNED

CULTURA Y PENSAMIENTO EN LA EDAD MODERNA


Materiales de estudio.
J.M. Iñurritegui

Programa:

I.- La "oeconomica" de la Vieja Europa


II.- El orden jurídico y político.
III.- El Leviatán y sus vísperas.
IV.- Pasiones e intereses: el nacimiento de la sicología política.
V.- Las visiones de la sociabilidad humana: del Leviatán a la ilustración política.
VI.- Historia, tiempo y lenguaje: la concepción del tiempo y de la historia.

1
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

2
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

-TEMA 1-
LA "OECONOMICA" DE LA VIEJA EUROPA

Las modernas ciencias económicas tienen su centro en la economía nacional, la


teoría de la economía de un pueblo, que ha desarrollado todo el aparato conceptual con el
que ellas trabajan. Como una ciencia especial cerrada en sí misma, la economía nacional es
una creación de la segunda mitad del siglo XVIII. Ciertamente, su prehistoria se remonta
hasta la Antigüedad, concretamente hasta Aristóteles, y ya en la Escolástica tardía se
encuentran importantes inicios. Pero ante todo fueron la teoría y la práctica del
mercantilismo las que tuvieron para ella significación esencial. Pues es entonces cuando
nace al mismo tiempo que el Estado nacional justamente aquella "economía de un pueblo",
de la que luego se desarrolló la economía nacional, la teoría de la economía de un pueblo.
Pero como sistema cerrado en sí, como ciencia especial autónoma descansa ella en el
descubrimiento de la "circulación económica" de François Quesnay y en las teorías de
Adam Smith. Su núcleo lo constituyen las leyes de la economía de mercado. Ella es
esencialmente una teoría del "comercio", pero esto no en el sentido de que ella descuida las
otras ramas de la actividad económica, sino en el sentido de que sus conceptos
fundamentales se han formado para el mercado, el comercio, el intercambio. La teoría del
valor de los precios tiene para ella permanente importancia central. También los teoremas
fundamentales para la economía agraria, como la teoría de la renta de fincas o la ley de
Thünen, se elaboraron desde la perspectiva de la relación de la agricultura con el mercado.
Este pensamiento o noción del mercado era desconocido en los siglos anteriores. El
mercantilismo primero colocó en el centro de su pensamiento preferentemente político-
económico los "comercios", pero de allí no sacó aun las consecuencias teóricas decisivas,
sino que más bien expuso sus nuevas concepciones en las formas tradicionales del
pensamiento, del mismo modo en que la filosofía del siglo XVII buscaba nuevos caminos
en los sistemas metafísicos tradicionales.
Quien busque antiguas teorías económicas podría inclinarse a suponerlas en los
escritos antiguos y medievales que llevan el título de "Oeconomica". Su tradición va desde
Jenofonte y Aristóteles pasando por la Escolástica medieval hasta llegar a la época
moderna. Sin desarrollo interno durante mucho tiempo, la Oeconomica legó los conceptos
fundamentales de la teoría de la casa a través de los siglos. En el siglo XVI se liga con la
nueva teoría agraria que comienza a nacer sobre fundamentos antiguos. Aún en la era del
mercantilismo hay una amplia literatura "económica", la llamada "literatura de los pater
familias". Pero estos "economistas buenos" que en su ciencia no vieron otra cosa que "una
doctrina moral para los padres de familia y las madres amas de casa, para los hijos y la
servidumbre", como ha escrito de ellos justa pero algo peyorativamente un historiador de
las doctrinas económicas, tratan efectivamente del padre de la familia, de la madre ama de
casa y de los niños y de la servidumbre; ciertamente que dan una teoría de la economía
doméstica y de la agricultura, inseparablemente entretejida con aquélla. La Oeconomica es
literalmente la teoría del oikos, de la casa en el más amplio sentido de la "casa grande", para
hablar como Wilhelm Heinrich Riehl, quien ha descrito esta configuración social que en
parte sigue viviendo en la vida campesina, en el momento de su decadencia o de su
desaparición. El mercantilista Johann Joachim Becher, quien desarrolló en un libro sus
teorías "nacional-económicas" esenciales para nosotros, y que lleva el título Discurso político,
elaboró también una vez el plan de una Oeconomica, que entre otros temas contenía un
libro de oraciones y un libro de cocina, cosas que no se buscarían en ningún manual
moderno de economía, pero que sin duda pertenecen al ámbito de la actividad de una casa.
La Geórgicacuriosa o Vida noble de campo y dominio (1682), de Wolf Helmhard von Hohberg,
una obra capital de la literatura de los pater familias, se divide en doce libros. El primero de
ellos describe la "finca", la estructura del señorío noble. El tratamiento de los oficios
3
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

marginales como los molinos, los hornos de ladrillos, las canteras se extiende hasta
convertirse en una exposición de la producción no agraria en salinas, minas e industria
metalúrgica. El segundo libro tiene por objeto el comportamiento del padre de la casa, su
relación con Dios, con la mujer, con los hijos. Aquí tiene su lugar el detallado tratamiento
de la educación y de la formación noble. No menos detallado es el tratamiento de la
relación con la servidumbre y con los súbditos campesinos. El libro se cerraba con reglas
de conducta en caso de guerra y de epidemias de peste, una enumeración detallada de las
estaciones y del clima y un calendario preciso de trabajo que indicaba para cada mes los
trabajos en la casa, en el jardín y en el campo. El tercer libro está dedicado a la "madre de la
casa" y abarca las tareas del ama de casa, de la mujer, la educación de los hijos,
especialmente de las hijas, la cocina, el cocer pan, la conserva de carne, frutas y bebidas,
una instrucción para la organización de una botica doméstica y una detallada exposición de
la medicina humana, en la medida en que puede ser aplicada en la casa sin ayuda del
médico. El cuarto libro trata la organización del viñedo y de las bodegas, luego el cultivo de
frutas, el quinto y sexto el jardín o huerto de la cocina, de las plantas medicinales y de las
flores, el séptimo el cultivo del campo con sus explotaciones marginales, como la cerveza,
la destilería y la molinería, el octavo el cuidado de los caballos, el noveno el cuidado del
ganado, las ovejas, los cerdos y las aves. En los dos libros se dan detalladas indicaciones
sobre veterinaria. El libro décimo describe la cría de las abejas y del gusano de seda; el libro
once, titulado "Placer del agua", trata la provisión de agua, los arroyos de los molinos, la
pesca y cultivo de los peces, las aves acuáticas, y el capítulo final, los bosques y la caza.
Aquí se ha recogido un saber muy diverso y, según la división en ciencias que
conocemos, muy dispar. Pues dice Hohberg en el prólogo: Nulla enim professio amplior quam
oeconomia. Pero el principio organizador de estas masas de material, es decir, el de ser
"Oeconomica", es claramente reconocible y se lo expresa en la introducción.
La Oeconomica como teoría del oikos abarca la totalidad de las relaciones y las
actividades humanas en la casa, la relación de hombre y mujer, de padres e hijos, de señor
de la casa y servidumbre (esclavos) y el cumplimiento de las tareas puestas en la economía
doméstica y agraria. Con ello se ha delineado ya la actitud frente al comercio. Éste es
necesario y permitido, en cuanto sirve de complemento a la autarquía de la casa, pero es
reprobable en cuanto se convierte en fin en sí mismo, es decir en cuanto tiende a la
adquisición de dinero en sí. A la Oeconomica se enfrenta la "Chrematistica". En la
Chrematistica, no en la Oeconomica, se encuentra encerrada la prehistoria de la economía
nacional, y ella se mantiene tan precaria porque de ella, en el fondo reprobable, no se
desarrolla ninguna teoría, porque se la menciona ocasionalmente en la Ética y en la Política,
cuando se discuten los límites de su permisividad.
Así quedan las cosas hasta la era del mercantilismo. Las dilucidaciones de la
escolástica tardía sobre la moneda, las rentas, los intereses y el precio justo desde Nicolás
de Orême, que contienen los progresos más importantes en el camino hacia la economía
nacional, pertenecen a este contexto. De contractibus licitis et illicitis es el título característico
del muy difundido manual tardo-escolástico sobre estas cosas, de Konrad Summenhard.
Debe haberse puesto en claro que no podemos hacer justicia a la Oeconomica si la
confrontamos simplemente con la moderna ciencia económica. Precisamente hasta el siglo
XVIII se entendió por "economía" una cosa diferente de lo que se entiende desde
entonces. La Oeconomica de la vieja Europa aparece desde modernos puntos de vista
como un complejo de doctrinas que pertenecen a la ética, a la sociología, a la pedagogía, a
la medicina, a las diversas técnicas de la economía agraria y doméstica. Ella no es ni
economía política ni teoría de la economía de empresas, ni tampoco simple teoría del
presupuesto de la casa y del consumo. Hoy apenas estamos en condiciones de ver que tras
ella se encuentra la unidad interna de la "casa" en la totalidad de su existencia. Así ha
podido ocurrir que a tales Oeconomicas se las considerara como una especie de
enciclopedia casera. Pero esta Oeconomica corresponde evidentemente a una manera de
4
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

pensar vieja y, aún hoy, campesina. Cuando el campesino habla de su "explotación" se


refiere al complejo total de su actividad doméstica y agraria, el oikos, que no es imaginable
sin los que viven en ella, la mujer, los parientes de la familia que colaboran, la servidumbre.
A eso se le puede contraponer un concepto que igualmente pertenece al lenguaje cotidiano
extracientífico, que incluye todas las ramas de la economía urbana, los oficios y la industria,
el comercio y el crédito, pero que excluye la agricultura. Aquí se enfrentan claramente el
viejo concepto de economía que proviene de la casa y el reciente que parte del mercado. A
eso corresponde la nueva tendencia de sustituir ampliamente el concepto de comercio por
el de economía, la de rebautizar las escuelas de comercio, las cámaras de comercio, los
ministerios de comercio en escuelas de economía, etc., a las que no pertenecen entonces las
correspondientes instituciones agrarias.
El cambio de significado de la palabra economía se refleja claramente en su
historia. Economía (Wirtschaft) deriva de dueño (Wirt), que originariamente no sólo designa
al "productor consciente y utilizador de los bienes", sino que también significa "curador"
(Pfleger), que pertenece a deber (Pflicht), cuidar, aplicarse en favor de alguien, que designa al
posesor de la casa que ejerce, cuida y protege, el señor de la casa. Como dueño o patrono,
el señor de la casa es propietario de la casa y de los correspondientes terrenos. La actividad
de administrador y curador de los bienes materiales, ligada a la propiedad, se perfila de
manera más fuerte paulatinamente. Pero recién en el siglo XVIII se incluye en la palabra
patrono o dueño (Wirt) la significación del planifcar inteligente y el administrar racional.
Totalmente análogo es el cambio de la palabra economía. También en este caso aparece en
primer lugar la totalidad de la actividad en la casa: en el siglo XVIII se entiende economía
como "llevar el presupuesto", como organismo autónomo, poniendo de relieve el trabajo
planificado y racional, y de aquí se lo traspone a configuraciones más amplias, a la
economía de un pueblo. Recién en el siglo XVIII la palabra "económico" adquiere el
significado de ahorrativo, cuidadoso en el gasto; también la palabra economicidad aparece
en esta época, pero recién a comienzos del siglo XX adquiere el sentido de rentabilidad.
El cambio de significado que se presenta en el siglo XVIII no es una consecuencia
del nacimiento de la economía nacional. Ya es reconocible en los primeros camaristas -así,
por ejemplo, en el Diccionario económico de Zincke, de 1744. El cambio de sentido de la
palabra economía en el lenguaje corriente y el nacimiento de la nueva ciencia económica
parecen descansar en las mismas raíces, pero no son recíprocamente dependientes. Las dos
cosas suponen la génesis de la "economía de un pueblo", economía política, en el Estado
moderno.
La antigua Oeconomica europea es la teoría de la "economía" en sentido
campesino, de la "casa grande". Lo que desde los griegos ha sido aprehendido teóricamente
en el pensamiento europeo es una forma de pensar mucho más difundida que corresponde
a la forma fundamental de todas las culturas campesinas: la casa, la economía doméstica
como la configuración social fundamental de todas las culturas campesinas y campesino-
nobles. Desde su nacimiento en el neolítico hasta entrado el siglo XIX el campesino fue el
fundamento de la estructura social europea, y resultó poco afectado en su sustancia en
estos siglos de cambios estructurales de las formas políticas de las altas capas sociales.
A diferencia de las demás formas económicas, también en la moderna economía
dineraria altamente desarrollada la economía campesina posee la capacidad de mantenerse
ampliamente alejada del entrelazamiento con el mercado, aunque por cierto no totalmente
y sólo por un reducido lapso de tiempo. Pero con frecuencia esta capacidad bastó para
superar las crisis económicas, fenómeno típico de la moderna economía dineraria. Este
rasgo descansa en el hecho de que el campesino no considera su "hacienda" o su
"economía" meramente como fuente de rendimientos de la que se deshace cuando ya no es
rentable, sino también como fuente de trabajo. El campesino sigue trabajando aunque el
rendimiento de su trabajo se halle por debajo de los jornales corrientes en el lugar, y con
ello conserva también la base de su vida para el futuro. Aún hoy, si bien en medida diversa,
5
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

la economía campesina sirve primeramente a la provisión del campesino. Producción y


consumo se acoplan aquí. Finalmente, la economía campesina es una economía de carácter
familiar, cuyo núcleo descansa en el trabajo no remunerado de los miembros de la familia.
En situaciones de mercado desfavorables se reduce totalmente a ésta. Así, en épocas de
crisis el campesino mantiene el fundamento de su existencia mediante la reducción del
consumo y el aumento del trabajo de los miembros de la familia, por sacrificios
"antieconómicos" o no rentables (desde el punto de vista de la rentabilidad) que por cierto
sólo pueden soportarse durante un determinado tiempo. Estos principios de la "economía"
campesina, válidos también en el presente (aunque van perdiendo importancia de década
en década), tuvieron vigencia en siglos anteriores de manera mucho más fuerte, porque el
sector campesino ligado a la economía dineraria era pequeño. Si suponemos, teóricamente,
que la economía campesina es cerrada (lo que nunca ocurrió de hecho, aunque a veces
pudo acercarse a la "economía de la casa" en el sentido de la teoría de las etapas
económicas de Bücher), entonces resulta, en la terminología de Walter Eucken, el sistema
de economía de la "economía simple dirigida centralmente", en la que el director de la
economía determina la producción y el consumo y fija el plan económico. Pero esto
supone que el director de la economía es algo más que un director de una economía en
sentido moderno. Él tiene que ser dueño y patrono, señor de la casa, cuidador en el alto
sentido de que puede disponer de los hombres unidos allí, de los medios de producción, de
los bienes de consumo, puede regular al mismo tiempo la producción, el trabajo y el
consumo. La economía campesina no es imaginable sin el trabajo gratuito de los miembros
de la familia, sin el "dominio" del dueño, del señor de la casa, sobre la familia; ella existió
necesariamente en la forma social de la "casa grande". Ella fue siempre una "economía"
que encerraba las relaciones humanas en la casa, "economía" en el antiguo sentido del
término.
En la Europa Occidental este carácter de la casa se presenta de manera especialmente clara.
La casa es en la Edad Media y más tarde un elemento fundamental de la constitución en el
sentido amplio de la palabra; es una liberata, en la que domina una paz especial, la paz de la
casa. No sólo en la ciudad tiene valor para el ciudadano la frase domus sua pro munition
habetur, también el campesino, en su casa, debe "estar tan seguro como el duque en su
castillo", según dicen derechos campesinos. En un mundo que conoce una medida más o
menos grande de autonomía y capacidad de ayudarse a sí mismo, se requiere el poder de
dominio del señor de la casa, que protege a los que viven en paz en la casa y es responsable
por ellos. De ahí que el señor de la casa, como lo muestran derechos urbanos y aldeanos,
posee un amplio derecho de castigo sobre su gente y también sobre la servidumbre. La
capacidad de acción independiente de las personas que viven en la casa se hallaba
estrechamente reducida en el campo del derecho de familia y de bienes. Sólo el señor de la
casa poseía derechos políticos. En la comunidad de la ciudad y de la aldea, la casa propia
era presupuesto del ejercicio de los plenos derechos políticos. Por eso podían ser poseídos
solamente por hombres, y en raras excepciones también por viudas que dirigían una casa.
Tengamos en cuenta que esta forma social de la "economía", de la "casa grande",
sólo existía prácticamente bajo circunstancias agrarias, porque la forma de vida noble sólo
constituía una economía campesina ampliada. Luego del surgimiento de la vida urbana en
la alta Edad Media, entre un 70 y un 90% de la población seguía siendo campesina, si
hacemos caso omiso de unas pocas regiones. Ahora la agricultura penetraba
profundamente en la ciudad. También la población activa en el comercio y en los oficios
vivía en la "casa grande", no conocía ninguna separación entre casa y taller. Pues los
aprendices de la artesanía y los servidores del comercio vivían en la casa de su "patrón", lo
mismo que la servidumbre campesina. Nada de eso es modificado por las formas
capitalistas de economía de siglos anteriores, pues ellas se sirven casi totalmente del sistema
de trabajo en las casas de los artesanos, es decir, descansan en la organización de la
"industria en la casa", tanto en la ciudad como en el campo, y en la dependencia en que los
6
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

pequeños talleres caseros se encuentran frente al comerciante. El sector en el que penetró


de manera más decidida la separación de casa y taller fue el de la minería, pero en las
ciudades, donde se ocupaba a un gran número de oficiales artesanos casados, que sin
embargo trabajaban en parte en su propia "casa". En suma, tanto en la ciudad como en el
campo sólo un muy reducido número debió conocer la separación de casa y taller. Bajo
estas circunstancias, es del todo natural que la categoría de la "casa grande", de la
"economía", dominara el pensamiento, y que la "Oeconomica" fuera la teoría de esta
economía.
En el presente la situación es completamente diferente. En la economía urbana ha
penetrado ampliamente la separación de casa y taller, y la población urbana, que en otro
tiempo constituyó un 10 % del total de la población, ha alcanzado en los países
fuertemente industrializados el 80 % y más. La agricultura de grandes regiones hoy está
determinada por otras formas sociales, como los koljoces, o el farmer de origen
norteamericano. Pero también allí donde existe un campesinado de viejo estilo, la
mecanización creciente de las fincas de tamaño pequeño y mediano modifica su carácter.
Aquí ha comenzado un cambio estructural interno cuyos profundos efectos no pueden
subvalorarse. Desaparece la categoría de "la casa grande".
El poder de viejo estilo del dueño de casa había permanecido inmodificado hasta
bien entrado el siglo XVIII. El Estado absoluto, que había concentrado en sus manos la
protección de la paz y la policía, penetró en la casa, que en la estructura anterior era el
grado más bajo de poder originario. De ahí que su polo contrario, el moderno derecho
natural, trató de salvarlo de la intervención del Estado, considerándola como poder dado
pre-estatal y por tanto "natural" (S. Pufendorf). Por fin, la paz de la casa fue integrada en
los derechos fundamentales, los "derechos del hombre y el ciudadano", porque el Estado y
su poder político sólo pueden penetrar en su esfera por orden judicial. Pero en las
codificaciones jurídicas del Absolutismo ilustrado se observa ya un cambio profundo en la
estructura de la casa.
Así, puede decirse de la legislación de José II que ella limitó esencialmente el
"poder paternal, marital y señorial" (el último sobre la servidumbre) y "al mismo tiempo se
aproximó a la libertad del individuo y a la ampliación de los derechos del gobierno". Aquí
se encuentra un importante punto de partida de la inicial decadencia de la "casa
grande"."Pues -así se dice- las relaciones en las familias se aflojaron, y desapareció poco a
poco la rigurosa educación de los tiempos anteriores. Lo que la casa podía construir, lo
destruía la escuela. La mujer tenía un derecho casi ilimitado de disponer de sus haberes. La
ley sólo conocía por nombre un poder paternal, y los criados se hallaban jurídicamente
fuera de la familia." Así juzgaba hacia mediados del siglo XIX un conservador -que antes
de la revolución del 48 había sido durante mucho tiempo juez- las consecuencias de la
legislación del tardío siglo XVIII. Entonces esas consecuencias ya eran claramente visibles.
Pues por las mismas fechas, W. H. Riehl describió la "casa grande" como una
configuración en peligro, y Adalbert Stifter dilucidó en Estío tardío por qué el hacendado y
las personas que vivían en su casa ya no comían en la misma mesa, y Gustav Freytag
describió en Debe y haber el tipo de casa del comerciante, que estaba desapareciendo, en la
que aún vivían los servidores solteros del comercio.
Este proceso se hace perceptible no solamente en el cambio de significado de la
palabra economía, sino también en la penetración de la palabra familia en el lenguaje
corriente. Es bastante llamativo para nuestra sensibilidad que la lengua alemana no tenga
una palabra propia para una cosa tan evidente como la familia. Se hablaba precisamente de
casa. La misma había significado originariamente la familia, derivada de famulus, y aún en el
latín medieval familia puede designar la totalidad de la gente dependiente de una casa, de
un burgo, de un castillo, de una hacienda real. Tan sólo en el siglo XVIII penetra la palabra
familia en el lenguaje corriente y adquiere ese peculiar tono sentimental que le damos. Su
presupuesto de ello es evidentemente la separación del pequeño núcleo familiar urbano de la
7
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

totalidad de la casa. En la "casa grande", la ratio y el sentimiento se equilibraban en


tensiones recurrentes, frecuentemente dolorosas. Con la separación de casa y taller, se
contrapone a la "racionalidad" del taller la "sentimentalidad" de la familia. Aquí se perciben
contextos de historia del espíritu que adquieren significación eminente concretamente
desde el siglo XVIII. De un modo hasta entonces desconocido se enfrentan corrientes
"racionales" e "irracionales". La historia de la economía política con su problemática de
"teoría" e "historia" conoce muy bien el conflicto. En la contraposición conceptual que
determina la sociología alemana desde Ferdinand Tönnies, es decir, "comunidad" y
"sociedad", el taller o la empresa corresponde a la "sociedad" y la familia a la "comunidad".
La "economía" campesina, la "casa grande", en general fue comunidad y sociedad al mismo
tiempo.
Ya hemos dicho que la "casa" y la "economía" contienen necesariamente un
momento "señorial". Así no ha de sorprender que la Oeconomica desde Jenofonte y
Aristóteles hasta la literatura de los pater familias sea una doctrina del señor de la casa,
del pater familias. La capacidad de mandar, de modo que los subordinados obedecen con
gusto y voluntariamente, es según el Oikonomikos de Jenofonte la cualidad más esencial del
señor de la casa. Esa es aún la posición de la más moderna literatura de pater familias. En
su Oeconomia ruralis et domestica (1593) dice Johann Coler que "el dueño de casa debe saber
gobernar a su mujer, a sus hijos y a su servidumbre con gran modestia", y Wolf Helmhard
von Hohberg tiene interés en su Georgica curiosa (1681) en "que el padre de la casa debe
temer a Dios, juntarse con su esposa, educar a sus hijos, gobernar a sus sirvientes y
subordinados y presidir su casa y economía cada mes".
A la Oeconomica sólo quiere Aristóteles integrar lo que pertenece al saber del señor
de la casa, pero no cosas como el arte de la cocina, que es saber de esclavos, no de los
señores. En Aristóteles encuentra también el acento del momento señorial su más clara
expresión, en la fundamentación de la esclavitud en la desigualdad innata de los
hombres. Evidentemente, no es casual que ella se encuentre en los trozos de la Políticaque
tratan la Oeconomica. En toda la literatura política se la ha refutado recién en el Contrato
social de Rousseau. También para el cristiano eran los hombres iguales ante Dios, pero no
ante los prójimos. La esclavitud fue la más fuerte entre las relaciones de dominio existentes.
Mientras no se la tocó, el principio de dominio en la vida social se mantuvo íntegro. Pero
Aristóteles reconoce en la casa otras relaciones de dominio. Establece un paralelo entre las
relaciones de dominio en la casa y las de la polis. "Despóticamente" domina el alma al
cuerpo, el señor de la casa a los animales y a los esclavos; "prácticamente" domina la razón
a las pasiones, el hombre a la mujer, el hombre de Estado a los súbditos.
Todas las relaciones de dependencia en la casa se refieren al señor de la casa, que
como cabeza directiva hace de todas ellas un todo. Para eso está capacitado solamente el
hombre, que según Aristóteles es el único que posee las virtudes necesarias. La casa, oikos,
es pues un todo que descansa en la desigualdad de sus miembros, que encajan en una
unidad gracias al espíritu director del señor. Aquí se hace patente el verdadero sentido de la
palabra "padre de la casa", que suena tan anodinamente pacato, especialmente cuando se
habla de la "literatura de pater familias", tan frecuentemente escarnecida. Pero la palabra
"padre de la casa" era conocida de todos en los siglos XVI y XVII a través de la traducción
de la Biblia por Lutero. Aquí hay el oikodespotes del griego neotestamentario, que reproduce
el pater familias de la Vulgata. Cuando se habla de "padre de la casa" hay que pensar en el
oikodespotes helenístico, en el pater familias del derecho romano, en el "dueño" de las
fuentes jurídicas medievales y de la temprana modernidad y no en el concepto
"sentimental" de familia del siglo XVIII. Pues una reciente investigación ha dado por
resultado que padre era originariamente un concepto del orden jurídico, para cuya
determinación no bastaba ni el aspecto biológico ni el sentimental, y que en las lenguas
indogermánicas la palabra designaba el carácter de padre como señor y dominador, un
significado que fue puesto en peligro por la familia "con alma", cálidamente sentimental,
8
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

desde la mitad del siglo XVII, hasta que en el presente "un todopoderoso y
extremadamente antipaternal Padre Estado comienza a devorar al padre terrenal y
celestial".
Para la prehistoria de la teoría de la economía política la historia de la vieja
Oeconomica europea presta sólo una muy modesta contribución. Pero ciertamente no es
adecuado el considerarla como su fase "ingenua" o "precrítica", pues con ello no se
muestra del todo su significación histórica. Pues la Oeconomica es justamente una doctrina
de la "casa grande" y no sólo de la actividad "económica", en sentido moderno. Ella no
puede ser considerada aisladamente, pues es sólo una esfera parcial en el sistema total de la
"filosofía", en el sentido antiguo, medieval y de la modernidad temprana. Como se sabe,
ésta se divide en Lógica, Metafísica, Física y Ética. La Ética abarca todo el campo de las
ciencias del hombre y de la comunidad y se divide en los tres campos de la Ética en sentido
riguroso, como teoría del hombre singular (en la Escolástica se la llamaba por eso
monástica), en la Oeconomica, como doctrina de la casa, y, finalmente, en la Políticacomo
teoría de la polis. Ninguna de estas tres ciencias griegas tiene una correspondencia en una
ciencia moderna especial. Desde la perspectiva del presente ellas aparecen como un
complejo de muy variados campos del saber, sin otra relación interna como no sea
justamente aquel objeto exterior, que aquí se intenta aprehender en sus diversos aspectos.
Este fenómeno lo encontramos en la Oeconomica. Como allí, debemos preguntar por el
principio organizador que reúne las diversas doctrinas en una unidad interna. También en
la Ética y en la Política aparece el principio de dominio, que construye o establece la unidad
del objeto, dominio de la razón sobre los instintos en el individuo, dominio del dominador
(hombre de Estado) en la polis. Así resulta entonces comprensible que en la política griega y
en los dos siglos que le siguen las formas del Estado son idénticas a las formas de gobierno
y dominio. Montesquieu las llama aún les trois gouvernements. Monarquía, aristocracia y
democracia y las perversiones correspondientes, y finalmente el principio de la constitución
mixta es el principio fundamental según el cual se dividieron durante mucho tiempo las
"formas del Estado". Esos conceptos ya no significan nada para nosotros. Ya no hay
aristocracias, la monarquía es una forma sin significado, y democracia es algo del todo
diferente de lo que se da a entender en el pensamiento político antiguo. La democracia
moderna quiere ser, según su idea (éste no es el lugar para elucidar su realidad) no
"dominio de los hombres", sino "administración de cosas". Pero la antigua democracia es
dominio del demos: de ahí que, según Aristóteles, como dominio de todos sobre todos no es
posible sino en forma moderada. Pero también en su figura más radical ella es dominio de
propietarios de esclavos, de "señores de casa" y finalmente de hombres. Aquí la mujer no
puede poseer derechos políticos.
Este principio del dominio no se limita en el pensamiento antiguo en modo alguno
al mundo humano, sino que también penetra el cosmos. El alma (psyche), que es al mismo
tiempo el principio de la vida, da la vida al cuerpo, y con ello primeramente la unidad
interna. La doctrina aristotélico-escolástica de "organismo" es fundamentalmente diferente
del concepto moderno de organismo. En sentido antiguo, el organismo (corpus organicum) es
por cierto capaz de vivir, pero no es aún vivo. Tan sólo gracias al alma recibe la vida, llega a
ser viviente (vivum), organismo en el sentido actual. La vida es traída al cuerpo por el alma
que lo domina, no es como en el pensamiento moderno un principio inmanente de propia
e interna ley. En nuestro contexto es importante esta comprobación. Pues el pensamiento
anterior aplica frecuentemente la llamada comparación de la organización. La polis es
comparada, por ejemplo, con el cuerpo. Pero la base de la comparación es completamente
distinta. Lo que el alma es en el cuerpo, lo es el dominador en el Estado, el padre de familia
en la casa, el principio organizador que fundamenta la unidad.
Este pensamiento, empero, no reconoce solamente el alma de los hombres y de los
animales, sino también almas de las plantas y de las estrellas. Pero por sobre el cosmos está
el nus, como principio supremo que configura la unidad, como "motor inmóvil",
9
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

como koiranos, según dice Aristóteles, que aquí aplica, no casualmente, una palabra
homérica. Dios es el origen necesario del "movimiento", que forma la materia, la convierte
en "forma". Dios es la "forma" del mundo, la entelequia vivificadora del todo. La identidad
de los principios fundamentales de construcción hace imposible ver en el hombre un
microcosmos, el reflejo del macrocosmos.
Este pensamiento presupone la ontología griega, en la que "lo general se condensa
en sustancia de la forma, y, aprehensible en el concepto, es lo interior determinante y
configurador de las cosas". De ahí que el hombre, la casa y el Estado o el cosmos se
contemplen como un todo, y no se los analice como en las ciencias modernas. De ahí que
este pensamiento tiende siempre a la forma ideal y mide con ella los fenómenos de hecho,
es theoria, el "ver el ser propio". Ser y deber ser no se pueden separar aquí como en el
pensamiento moderno, sino que se hallan estrechamente ligados. La Ética, la "filosofía
práctica", es en esencia una teoría de las virtudes del hombre individual, del señor de la
casa, del hombre de Estado. En la virtud depende hasta qué punto el hombre, la casa y el
Estado están en capacidad de acercarse a su "esencia", a su ser verdadero. Pues para este
pensamiento, el verdadero ser y el bien supremo son una cosa y constituyen el concepto de
Dios de la filosofía antigua, el "monoteísmo metafísico" (Dilthey) de la Antigüedad.
Es una forma noble de pensamiento la que encontramos aquí. Ya en Homero se
tropieza con la equiparación de "saber" y tener carácter. Es la posición directiva e
imperativa del señor, su más clara racionalidad, que siempre tiene a la vista la configuración
dominada por él y que la ve en su "esencialidad", a quien su posición de señor siempre da
la posibilidad de que su "saber" se convierta en hechos; es una areté noble la que posibilita
el dominio del hombre sobre su interior, casa y polis y que por eso contempla en
la theoria análogamente la estructura del cosmos dominado por el nus, por Dios, que
también determina la física y la metafísica, por lo cual su pensamiento es, análogamente al
del actuar humano, un pensamiento "teleológico".
La Oeconomica antigua tuvo influencia durante mucho tiempo, no solamente en la
Europa occidental, sino también en Rusia y en los países islámicos.
Para nosotros surge el problema de por qué este pensamiento griego pudo dominar
completamente los dos siglos siguientes e incluso las épocas cristianas. Aquí se trata
naturalmente no sólo del pensamiento aristotélico, que tan sólo más tarde, desde el siglo
XII, comenzó a tener su plena efectividad, sino de todo el "monoteísmo metafísico" de la
Antigüedad, que fue recogido por la filosofía cristiana, desde la Patrística, y continuado por
la Escolástica. Con la recepción de Aristóteles se recibe entonces el sistema completamente
desarrollado de la ciencia griega. El aristotelismo domina las universidades europeas hasta
bien entrada la modernidad. La metafísica de Francisco Suárez conquistó en el siglo XVII
no solamente las universidades católicas, sino también las protestantes. Tan sólo hacia 1700
termina el dominio del aristotelismo. Junto a él se encuentra permanentemente una
corriente platónico-neoplatónica, de muy hondo efecto en la historia del espíritu, pero que
ha nacido de los mismos fundamentos de la visión griega del mundo, pues el
neoplatonismo es un platonismo "convertido" y fuertemente determinado
aristotélicamente. Ernst Hoffmann caracterizó así esta herencia:

Este dogma filosófico de que un Absoluto, algo Divino es el principio incondicional


determinante según el cual debemos organizar nuestra imagen del mundo y nuestra vida, y
que este Absoluto, siendo él mismo inmóvil, comunica movimiento, es decir, crea por
explicación o emanación primeramente un ámbito deiforme de primera dignidad, un reino
de las ideas o un reino de los números o un reino de luz, y que por su mediación Dios habita
en el mundo y en la variedad de sus obligadas configuraciones de todo el mundo, pero ante
todo en nosotros mismos, en cuanto que lo divino arde como una chispa en la razón del
hombre u opera en nosotros la más profunda unidad; esta dogmática es la que como
herencia de la Antigüedad operó en el Cristianismo y en la Escolástica y la que dio a la

10
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

humanidad occidental, más allá de la Edad Media y hasta los sistemas del racionalismo
dogmático del siglo XVII, la armazón de su metafísica.

Pero esta herencia es determinante no sólo para la metafísica, sino para toda la
imagen científica del mundo de la "filosofía" penetrada por aquélla.
Nos aproximamos a la pregunta de su fundamentación social y de su vigencia
duradera durante siglos de la manera más adecuada partiendo de su imagen del hombre, de
su Ética, que, como ya hemos podido comprobar, determina también su física y su
metafísica. Su concepto central es desde Homero hasta 1700 el de la virtud (areté, virtus). Ya
hemos llamado la atención sobre el hecho de que la Ética, la Oeconomica y la Política
culminan en una teoría de las virtudes del hombre, del señor de la casa y del hombre de
Estado. Werner Jaeger, el historiador del concepto griego de cultura, de la Paideia, tituló el
primer capítulo de su obra: "Nobleza y areté". Ésta es en Homero fuerza heroica y
habilidad, y el adjetivo correspondiente, agathos, significa originariamente noble, valiente.
Pero las dos palabras tienen también un sentido más general, ellas designan la actitud del
hombre distinguido. Pero ya en Homero, frente al orgullo de nobleza, que mira con gusto
la larga fila de los ilustres antepasados, se encontraba el conocimiento de que la
preeminencia y la posición sólo se pueden afirmar con la virtud por la cual se logró el
privilegio. Con ello se ha tocado un tema que se encuentra siempre desde la Antigüedad, en
la Escolástica medieval, en la poesía de la cultura caballeresco-cortesana, en los humanistas
y en el Barroco.
Para mostrar todo esto de manera completa, habría que presentar una historia de
la paideia- humanitas, de las virtudes cardinales, y seguir su camino desde la polis griega
pasando por la nobilitat romana hasta las imágenes nobles de los hombres de la cultura
caballerescocortesana, del humanismo y de los tipos nacionales de nobleza de la temprana
modernidad. Siempre encontramos la relación de nobleza y virtud (areté, virtus) y por cierto
de manera tal, que sólo el hombre noble posee virtud, que ha nacido para ella, pero que
ésta encierra la dura obligación de formarse para ella con severo esfuerzo.

Pues -así dice Enea Silvio Piccolomini en su Carta sobre la Educación al rey Ladislaus
Posthumus- así como la disposición natural sin formación es ciega, así la formación sin el
presupuesto de una correspondiente disposición natural es defectuosa. Pero las dos son de
poco valor cuando falta el ejercicio. Las tres cosas juntas permiten lograr la perfección.

Así, este pensamiento se muestra en los dos siglos y más desde los griegos hasta el
comienzo de la Ilustración como el pensamiento de un mundo de nobleza. Aquí
comprendemos el concepto de "mundo de nobleza" muy ampliamente e incluimos
también los estados-ciudades antiguos y medievales. Pero este mundo de nobleza descansa
siempre sobre un fundamento campesino con su oikos.
Éste se derrumba a partir del siglo XVIII, lo que encuentra su expresión en el
nacimiento de nuevas ciencias y en el cambio completo de nuestro lenguaje científico
conceptual. En la segunda mitad del siglo XVIII concluye un proceso y es reconocible por
doquier en sus efectos que en sus raíces se remonta mucho más atrás. Se trata aquí nada
menos que del derrumbamiento de la imagen del hombre y del mundo, creada por los
griegos, que había dominado hasta este tiempo, del derrumbamiento del pensamiento
cosmológico, tanto en el ámbito del macrocosmos como en el del microcosmos, del "Urbs
diis hominibusque communis", cuya filosofía era por eso "rerum divinarum humanarumque cognitio".
Sólo en este contexto se puede entender el pensar en Ética, Oeconomica y Política y con
ello también el poder espiritual que ejercieron sobre los espíritus los conceptos
fundamentales de la vieja Oeconomica europea pese a su modesta posición tras las otras
dos ciencias. Edgard Salin llamó al pensamiento antiguo sobre cosas económicas un
pensamiento "metaeconómico" y remitió para la Antigüedad al poder de la polis y para el

11
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

tiempo siguiente al de la Iglesia cristiana. Pero a los dos, a la polis y a la Iglesia, les es
común el pensamiento cosmológico, el monoteísmo metafísico, la doctrina de las virtudes y
el pensar sobre el hombre y la comunidad en el sistema de la "filosofía práctica" dividida en
Ética, Oeconomica y Política.
En el cambio estructural profundo desde la mitad del siglo XVIII se encuentra el
primer presupuesto del nacimiento de las modernas ciencias económicas. Se trata de un
proceso de largo alcance retrospectivo, que conduce a la formación del "Estado" moderno
y de la "sociedad" industrial. Sería necesario describirlo en todas sus consecuencias
espirituales y sociales para aclarar estos presupuestos, lo que no puede hacerse en el marco
de este esbozo. Pero cabe aludir a que no se trata de un simple "reflejo" de una estructura
económica modificada en el pensamiento económico, sino de un proceso mucho más
complejo. La vieja Oeconomica europea había afirmado durante dos siglos su dominio y
también en épocas en las que había una economía dineraria altamente desarrollada, ya
desde el desarrollo de la polis griega, pero ante todo bajo el principado romano y luego otra
vez desde la alta Edad Media, que indudablemente hubiera podido proveer el material
empírico de experiencias para una ciencia económica en el sentido posterior y para un
pensamiento sobre estas cosas orientado de manera completamente diferente. Tampoco se
puede considerar el nacimiento de la teoría económica sencillamente como reflejo del "alto
capitalismo" y de la "revolución industrial" que surgen al mismo tiempo que ella, o de la
relegación de la "casa grande", ligada con lo anterior. Pues la teoría económica surge en una
época en la que comienzan a desenvolverse estas cosas y en la que sus consecuencias no
son apenas previsibles. Éste fue el caso en la primera mitad del siglo XIX, y en el resto de
la segunda mitad del siglo. Un hombre tan importante para el mundo moderno como
Thomas Jefferson aún podía decir: "Those who labor in the earth are the chosen people of God". La
relación de los husbandmen con las otras clases de ciudadanos le pareció a él la relación de
las partes sanas con las enfermas. Deseaba que los Estados Unidos siguiera siendo un país
agrario, cuyo workshop debería ser Europa. Aún Adam Smith tenía todavía la convicción de
que la riqueza obtenida en el comercio y en la manufactura sólo dura si parte de ella se
invierte en la tierra. Con el nacimiento de la economía política tenemos que confrontarnos
con un aspecto parcial de un proceso de mucho mayor alcance.
Con el nacimiento de la teoría de la economía política decayó la vieja Oeconomica
europea. En los primeros cameralistas, en el andamio entero de su ciencia del Estado o
cameralista, junto a la ciencia de las finanzas y de la "policía", una muy amplia teoría de la
administración que también abarca la ciencia mercantilista de los comercios, se encuentra la
"Oeconomica" como "domesticología", como doctrina de los "bienes y asuntos de
alimentación de las personas privadas". Pero con ello ya han desaparecido las relaciones
interhumanas en la casa. Todavía se tiene en cuenta muy detalladamente la agricultura y su
técnica. Pero entonces, en la época de los "economistas experimentales", comienzan a
independizarse las ciencias agrarias, para luego, desde los Principios de la agricultura
racional (1809-1812), de Albrecht Thaers, convertirse en una ciencia especial independiente,
la ciencia de la técnica agraria. Además, para Thaers "la agricultura es un oficio que tiene
por fin producir ganancias o adquirir dinero mediante la producción de sustancias
vegetales". Aquí como en Adam Smith se ve la agricultura bajo el punto de vista de
la Wealth of Nations, de la "economía política" como sociedad de intercambio. Pero para
Thaers, la "Economía" es la designación de la teoría de la empresa agraria.43 Más tarde,
Johann Heinrich von Thünen, apoyándose en Thaers y en Adam Smith, sentó los
cimientos para el tratamiento de la agricultura en la moderna teoría de la economía política.
Así, la "Oeconomica" se reduce a una débil teoría del presupuesto de la pequeña
familia urbana y luego muere. En último caso sigue teniendo eco algo del viejo tipo en los
populares Consejos para la casa y la familia.
En el siglo XIX, el concepto de "casa grande" se perdió aun en las consideraciones
históricas. Como veremos, fue reducido en la historia económica a la economía casera
12
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

"cerrada" o degenera en simple colección anticuaria de material de los "monumentos


domésticos" sin su contexto interno. Igualmente, después de que W. H. Riehl había
descrito en 1854 la "casa grande en su libro La familia -él vio ciertamente sólo el aspecto
"sentimental" y la llamó "una leyenda que se va"-, la etnología parece no haber
comprendido esta forma de sociabilidad viva y humana, aunque ella se ha designado como
"ciencia de la vida en órdenes tradicionales".
Lancemos, de todos modos, la pregunta de si la vieja Oeconomica no tuvo sin
embargo alguna influencia en la moderna teoría de la economía. Como sabemos, en los
mercantilistas está la "ciencia del comercio" como parte de la Política todavía al lado de la
"Oeconomica". De ahí que el mercantilista alemán más importante, Joachim Becher (1635-
1682), parte siempre de la equiparación de Res publica y societas civilis. Pero en una época en
la que el Estado moderno del Absolutismo con su aparato militar y burocrático está
completamente formado, la "sociedad civil" aparece como una "populosa, sustanciosa
comunidad". Un concepto de sociedad orientado hacia la población y la economía en un
sentido que ahora tan sólo es posible llamar "civil" comienza a deslindarse del Estado.
"Poblamiento" y "Comercios" están aquí en el centro del interés. La sociedad civil es
"sociedad económica". Ella ya no se divide en los tres estamentos evidentes para la Edad
Media, "natos, caballeros y eclesiásticos", junto a los que estaba, según frase de Freidank,
como cuarta "vida" creada por el diablo, el usurero, es decir, la esfera de la crematística,
sino en los estamentos de campesino, artesano y comerciante, que están formados según su
función en el mercado. Becher tenía, lo mismo que otro mercantilista, Wilhelm von
Schröder, comprensión indudable para la agricultura y trató de fomentarla con consejos
prácticos; en esto lo que le importa esencialmente es una producción agrícola rica y barata,
que debería posibilitar una rebaja de los jornales y de los precios de materias primas y con
ello de los costos industriales de producción. Decisiva es para él la tarea de los
comerciantes, los "comercios", el comercio, que se cuida de la distribución y que por eso
establece la unión entre los tres estamentos, que es pues su "alma". Alma se entiende aquí
en sentido tradicional como principio vivificante y organizador y dominante en el sentido
de la tradición aristotélico-escolástica. Pero al mismo mundo pertenece la concepción
peculiar de los conceptos de producción y consumo. Producción equivale para Becher a
protoproducción, consumo lo equipara a la distribución, al comercio. Eso sólo se puede
comprender a partir de la "casa". Para Becher, bajo el concepto de "campesino" cae toda la
protoproducción o producción primaria, la agricultura, la ganadería, el cazador y los
mineros. Eso coincide completamente con la opinión de la "Oeconomica" desde
Aristóteles hasta la "literatura de los pater familias". Todavía en la Georgica curiosa de Wolf
Helmhards von Hohberg se adjudica un amplio espacio a la minería junto a la agricultura,
en tanto que el comercio y los oficios quedan al margen. Visto desde la casa, el comercio se
justifica en tanto sirve al complemento de la casa organizada según el principio de la
autarquía, es decir, en tanto sirve al consumo. De ahí la equiparación de comercio y
consumo que tanto nos extraña. Aquí se ve claramente cómo sobrevive la vieja
terminología, tomada de la Oeconomica, aunque esa terminología se refiere a otra cosa
completamente distinta, a la relación con el mercado, que establece la unión entre los
estamentos. Aún sigue operando el viejo lenguaje conceptual. Laboriosamente se intenta
con su ayuda abrirse un nuevo camino. No habrá que subvalorar los peligros y las
dificultades que surgen de ahí. Con el descubrimiento de la circulación económica,
Quesnay y los fisiócratas dieron entonces el paso decisivo hacia un sistema doctrinal
cerrado, la teoría de la economía política. Pero como se sabe, ellos adjudican
"productividad" solamente a la producción primaria. Eso no se explicará solamente como
reacción a la política económica del mercantilismo que fomenta en primera línea el
comercio y los oficios, sino también por la supervivencia eficaz del pensamiento
"económico" de viejo estilo, para el que fue evidente durante dos siglos esta equiparación.

13
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

No ha de sorprender que la repercusión de la vieja Oeconomica europea se reduzca


a los comienzos de la moderna teoría de la economía política. Más bien habría que suponer
que tal es el caso en su configuración histórica, en la historia económica. Y eso es así.
Ciertamente que en una manera especial que desfigura el problema propio, y que está
condicionada por el género de la historia económica tradicional.
La teoría de la economía política se nos presenta desde el principio en una doble
figura, como "teoría" y como "historia", ya en las objeciones que hizo el Abbé Galiani a los
fisiócratas. La disputa metodológica que surgió de allí y que sigue viviendo aún en el
presente se arraiga en la peculiar estructura dualística de las modernas ciencias del espíritu,
para las que racionalismo e historicismo son dos hermanos enemigos, que se atraen y
rechazan recíprocamente, dos poderes vivos de fuerza extraordinaria. Pero también los
intentos de superar esta discrepancia mediante la idea de la "evolución" y las teorías nacidas
de ahí, de las "fases de la economía", y de los "estilos económicos", caben en este
contexto.
"Historia económica" supone el concepto moderno de economía, la sociedad de
intercambio separada del Estado y contrapuesta a él, y con ello los conceptos de las
modernas ciencias de la economía. En su Wealth of Nations, Adam Smith no sólo
fundamentó la teoría clásica de la economía política, sino que también sentó las bases de la
historia económica en las partes de su obra capital dedicadas con considerable espacio a la
historia. Pues según una certera formulación de Carl Brinkmann, la historia económica
"tiene por objeto esencialmente la construcción, las transformaciones y la respectiva
disolución de la economía de mercado". En este sentido es posible ciertamente la historia
económica de todos los tiempos. Así, Fritz Heichelheim hizo del dinero y el capital
crediticio el leit motiv de su Historia económica de la Antigüedad (1938). Sólo que su valor de
conocimiento nos parece bastante diverso. Queda por responder la pregunta de si con ello
se puede ganar siempre el acceso a preguntas centrales sobre la estructura social como lo ha
pretendido la historia económica, al menos por algún tiempo. De hecho, pura historia
económica puede escribirse solamente sobre la moderna sociedad económica en el mundo
industrial. También ella es por cierto "historia social y económica", pues requiere la
exposición de las configuraciones sociales que hacen la economía. Sólo que aquí la
categoría de lo "social" corresponde a la sociedad moderna, que está frente al Estado, y a
su ciencia, la "sociología". Esta más reciente sociedad económica está esencialmente
determinada "económicamente" en el sentido moderno. De ahí que "historia económica
general" se convierte aquí en una prehistoria de la sociedad industrial o del "capitalismo".
Esto ocurre de manera especialmente clara en libros como El capitalismo moderno, de Werner
Sombart, o de Max Weber (1923) y en la Historia económica (1935) de Heinrich Sieveking.
Por el contrario, todas las exposiciones de la economía "precapitalista" requieren detalladas
introducciones que ocupan frecuentemente un espacio considerable y que se ocupan
significativamente con una cantidad de hechos extraeconómicos. Conocidas son las quejas
de que estos libros exponen el orden jurídico y constitucional de la economía más que la
vida económica misma. Pero al mismo tiempo se acepta que la historia agraria no se puede
escribir sin estrecha unión con la historia constitucional. Sin la exposición de la
constitución agraria no es posible una historia de la economía agraria. Aquí hay que traer a
cuento la historia jurídica y constitucional. Y esto resulta precisamente de la estructura de
un mundo que no está determinado por conceptos como "economía y sociedad", sino por
conceptos como "dominio y cooperativa". Tampoco se puede escribir historia agraria sin
una estrecha unión con la historia de la colonización, que por su parte conduce bastante
más allá del ámbito de la estrecha historia económica. Pero conocemos el concepto de
"casa grande", de la "economía" en el sentido campesino. Su estructura interna y su
peculiar relación con la economía dineraria sólo pudo ser explorada con ayuda de los
conceptos de las modernas ciencias económicas. Pero justamente la aplicación de estos
conceptos también ha mostrado que ellos contienen un momento de dominio
14
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

extraeconómico en el sentido moderno, sin cuyo efecto no hubiera sido posible el


funcionamiento de toda la configuración. No se encontrará que hasta ahora este problema
haya sido visto en toda su significación por la historia económica habitual, puesto que
justamente se entendió economía sólo en el sentido moderno y por eso sólo pudo
comprender una función parcial de la "casa grande".
De ahí resultó una actitud equívoca frente a la economía propietaria y a la dineraria
de siglos anteriores. Pues del hecho de que la economía dineraria no pudo determinar
fundamentalmente la estructura social de la vieja Europa y que en el pensamiento
"económico" de la antigua Europa sólo tenía una significación reducida, no puede sacarse
la conclusión de que ella fue insignificante o primitiva. Se conoce la larga disputa sobre el
carácter "moderno" o "primitivo" de la vida económica de la Antigüedad, la disputa de si la
"economía de oikos" de la propiedad de hacendados estaba dirigida esencialmente hacia la
autarquía o hacia la venta en el mercado, de si hubo formas "industriales" de los oficios. La
disputa se ha aclarado hoy en lo esencial en el sentido de que en la Antigüedad hay que
contar en ciertas épocas con una muy intensa economía de mercado, pero que ella no logró
transformar decisivamente la estructura social ni influir fundamentalmente en el
pensamiento social. La importante literatura griega y romana sobre lo agrario trata de la
Villa, del gran establecimiento agrario orientado en fuerte medida a la venta en el mercado
y que en parte tiende a la monocultura (vino y aceite), pero sigue siendo del todo una
doctrina de la técnica agraria y de la "Oeconomica". Pues en la Antigüedad sólo se han
podido comprobar huellas de un cálculo racional de los beneficios y del capital.
Más perfiladamente se presenta esto con la penetración de la economía dineraria
desde la alta Edad Media. En una época a la que precisamente se pudo atribuir una
"economía mundial medieval", o más exactamente un comercio mundial, y en la que la
filosofía moral de la Escolástica tardía se ocupó muy seriamente de los problemas
planteados aquí, la "Oeconomica" no fue siquiera tocada por ella.
El comercio y la economía de mercado tuvieron de hecho en épocas muy
tempranas una significación mucho mayor de la que entonces se quiso suponer. Cierto es
que tan sólo en la sociedad industrial ellos se convirtieron en el momento portador de la
estructura social, pero siempre existieron como un factor más o menos eficaz. Si con
Brinkmann se concibe la "construcción, los cambios y la disolución de la economía de
mercado" como el tema central de la historia económica, se estará forzado entonces a
separar la moderna sociedad industrial del presente, para la que es constitutiva la economía
de mercado, de una preindustrial en la que la economía de mercado tenía una significación
diferente, y formar para las dos épocas diferentes configuraciones de la "historia
económica". Para las épocas preindustriales, la historia económica como historia del
mercado tendrá significación limitada, la cual ha de determinarse por su posición en una
amplia "historia social". Aquí hay que entender historia social como la exposición de la
estructura interna en general y no meramente en el sentido de la moderna sociedad
económica.
Pero bajo este punto de vista es posible concebir el decurso de una "historia
económica general" como el camino que va desde una "economía natural" a una
"economía dineraria", según los términos insuficientes, o como la sucesión de diversas
fases de la economía o de los estilos económicos que deben conducir desde la economía
cerrada de la casa hasta la economía de la ciudad y finalmente pasando por la economía de
un pueblo o economía política hasta la economía mundial. La utilidad histórica de este
esquema es limitada. No está en condiciones de exponer realmente ni la significación de la
economía de mercado en la era preindustrial, ni de captar la diferencia esencial entre esta
era y la moderna sociedad industrial. Así también ha resumido Hermann Schuhmacher
todas las formas anteriores como "fases previas de la economía" política y las ha
contrapuesto a ésta. Solamente cuando se han soltado del decurso histórico fases singulares
de la economía y cuando se ha abandonado el esquema evolucionista y tratado como
15
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

modelo teórico del género de la ley de Thünen, conservan éstas un cierto valor de
conocimiento. Si el par de conceptos economía natural-economía dineraria y el esquema de
las fases económicas no pueden ponerse como fondo del decurso real de la historia
económica, sin embargo ellos reflejan claramente la contraposición o el contraste de un
pensamiento económico que proviene de la casa y uno que proviene del mercado, y que se
ha buscado conciliar mediante un decurso histórico concebido como "desarrollo". El
concepto de oikos, que ha jugado un tan gran papel en las dilucidaciones sobre la naturaleza
de la economía antigua desde Rodbertus y Bücher, la "economía cerrada de la casa" de Karl
Bücher y sus sucesores, se muestra como una construcción modelo de limitada
significación teórica. Ésta se encuentra como confi guración teóricamente autárquica en la
cumbre de la secuencia de las fases económicas, en la que se amplía constantemente la
periferia del ámbito del mercado. Esta sucesión seudohistórica de fases (o estilos) se ha
acuñado naturalmente en vista del moderno concepto de economía orientado hacia el
mercado. Pero orientada por la "conclusión", la "autarquía" de la casa, no está en
condiciones de dar transparencia al problema totalmente diferente de la relación entre la
economía campesina y la economía dineraria en la prehistoria y en la historia temprana.
Pero ante todo, el oikos de la teoría de las fases de la economía no es el oikos de la
Oeconomica europea antigua, sino que separa de todo el volumen de las relaciones y
actividades interhumanas descritas por la Oeconomica sólo el momento negativo de la
autarquía mayor o menor, sin ocuparse de sus presupuestos fundamentales en la estructura
interna de la "casa grande". Pues la antigua Oeconomica y la doctrina agraria no hablaron
tanto de una economía "cerrada" de la casa en el sentido de la teoría de las fases
económicas, sino que más bien contrapusieron la legítima venta en el mercado, a veces
muy importante, de sus propios productos, a la crematística, a la ganancia -rechazada por
aquélla- del comercio intermediario y del préstamo de dinero. La mayor ganancia posible
mediante el aprovechamiento de los productos agrícolas en el mercado es ya según Catón
la meta de la economía romana de la hacienda.
De manera totalmente análoga, Werner Sombart ha contrapuesto la "idea de la
alimentación" de la era precapitalista al racional "instinto de adquisición" en el
"capitalismo". Sin duda, la "idea de alimentación" domina, si bien limitadamente, en la
esfera de la "casa grande" y emerge de ello fuertemente en el "pensamiento económico" de
viejo estilo. Sólo que la "idea de la alimentación" no puede verse aislada para sí, como
"espíritu" de la economía en sentido moderno, sino sólo en el contexto de la "casa grande"
y sus presupuestos específicos. Por otra parte, la Oeconomica europea antigua nada nos
dice precisamente sobre la historia económica como historia del mercado, porque ella no
pertenece a la Oeconomica, sino a la Crematística, y tampoco dice nada sobre su
significación y la mentalidad que la domina. Hoy ya no tenemos duda alguna de que en ella
dominaba un fuerte "instinto de adquisición", que por cierto fue muy diferente del instinto
"racional" de adquisición del capitalismo moderno. Sobre ello ha llamado la atención Max
Weber. También su pensamiento se mueve en torno del carácter histórico irrepetible y
único del capitalismo moderno y del moderno Estado burocrático. Así, para Weber
también, y en cierto sentido y dentro de ciertos límites, "toda la historia económica es la
historia del triunfo del racionalismo económico, construido sobre el cálculo". De aquellos
fenómenos históricos se ha deducido el concepto de "racional", tan peculiar de Weber, al
que él contrapone el concepto de "tradicional". Pero lo "tradicional" ciertamente aparece
como una simple y negativa contrafigura frente a su concepto directivo filosófico-cultural y
sociológico de lo "racional". Éste recibe un contenido histórico concreto en el marco de
una historia económica, entre otras cosas tan sólo cuando en los siglos anteriores se parte
del concepto de "casa grande" y no del concepto moderno de economía formado en vistas
al mercado.
Finalmente me refiero al problema del "economicismo", al que no hay que
adjudicar solamente determinadas direcciones en el marxismo, sino que también se
16
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

presentó relevantemente en la ciencia "burguesa", aunque no haya sido plenamente


consciente de sus consecuencias. En libros del tipo que constituye el Compendio de
Schmoller, la ciencia económica se extiende hasta una especie de ciencia universal del
hombre y de la sociedad. A eso corresponde que la teoría de la economía política en los
decenios en torno a 1900 adquirió provisionalmente una especie de posición clave entre las
ciencias del espíritu. Debemos a la "consideración económica de la historia" conocimientos
altamente importantes y duraderamente valiosos. Pero desde hace mucho tiempo se ha
refutado el "economicismo", en la medida en que pretendió la validez general de la
"economía" como factor determinante de la "realidad social". En este contexto, no me
parece carente de importancia la referencia a la Oeconomica europea antigua, a la
economía en el sentido amplio antiguo, que necesariamente es, para decirlo con Edgar
Salin, "metaeconómica".
Pues a las dos significaciones de la palabra economía se pueden contraponer
correspondientemente concepciones de la historia fundamentalmente diferentes que
pueden pretender el que se las designe como "económicas". Lo que da a entender la
concepción económica de la historia, que se apoya en el concepto moderno de economía,
es claro, y si no se quiere instaurar una confusión conceptual, sólo ella puede ser designada
así. Pero sería del todo posible llamar "económica" a la imagen religiosa de la historia que
dominó los siglos anteriores. Pues "Oeconomica" es también un término de la dogmática
cristiana desde Tertuliano; se refiere al gobierno divino del mundo que determina la
historia, el plan de la redención. Todavía en una obra capital de la literatura de paters
familias del siglo XVII, la Georgica curiosa de Wolf Helmhards de Hohberg, se dice en la
introducción que Dios "es el Señor de la casa, que es celestial y ama a los hombres, que
nunca cesa de organizar y de gobernar la gran economía del mundo". Entonces se tenía
plena conciencia de la relación entre "economía" divina y humana.
En el cambio de significación de la palabra "económico" que tenemos a la vista
emerge una vez más en toda su profundidad el cambio histórico que conduce desde la
Oeconomica europea antigua a las modernas ciencias económicas. Si la economía política
del clasicismo tardío inglés, en John Stuart Mill, por ejemplo, en ocasiones ha pretendido
ser Ética y Metafísica, eso muestra entonces que evidentemente no se ha podido prescindir
de los fundamentos "metaeconómicos", si bien en formas típicamente sustitutivas. El
liberalismo económico no se satisface con desarrollar una teoría de la economía de
mercado, en lo que descansa su permanente valor científico. Su teoría de la armonía de los
intereses se descubre como un pensamiento "subteológico", como un secularizado "plan de
redención". Mucho más clara es la supervivencia de la "Oeconomia" en el sentido de la
filosofía cristiana de la historia en los dos grandes movimientos contrarios a la economía
política clásica, el socialismo y el historicismo. Pues tras ellos se encuentra la radicalización
de la imagen cristiana de la historia en forma de un "espiritualismo" y su tránsito siempre
posible al otro extremo del "materialismo". De la escuela histórica de la economía política,
que no logró alcanzar el alto rango del pensamiento histórico de su tiempo, emerge en
Werner Sombart y en Max Weber, en disputa con el materialismo dialéctico de Marx y
como contraposición espiritualista, la pregunta por el "espíritu de la economía" y conduce a
la postulación de "estilos económicos", en los que ha de encontrar su "expresión" este
"espíritu". Pero ante todo, dentro de las ciencias económicas se mantiene viva la antinomia
de "teoría" e "historia". Tras este moderno planteamiento son claramente reconocibles las
repercusiones de los dos grandes poderes espirituales de la vieja Europa, el antiguo
pensamiento cosmológico y la imagen bíblicocristiana de la historia, en los que tenía su
hogar la "Oeconomica" antigua europea.

17
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

18
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

-TEMA 2-
EL ORDEN JURÍDICO Y POLÍTICO.

1. La historia y configuración del poder político en el tiempo largo que precede a las
revoluciones liberales ha sido objeto principal de la historiografía jurídica europea desde
comienzos del siglo XIX y motivo de constante debate durante las últimas décadas del XX, al
calor entonces de la construcción y ahora de la crisis del Estado nacional. La vinculación
entre aquella historiografía y estos procesos históricos no es en absoluto casual y si fuera
necesario podría explicarse fácilmente, recordando que los historiadores se ocupan del pasado
(la historia), pero viven en el presente y al presente pertenece su obra.
Las razones por las que muchos obedecen a unos pocos en cierto espacio de
convivencia y el modo cómo éstos deban ejercer sobre aquéllos el poder que así tienen ha
sido siempre, y no es para menos, cuestión problemática, que ha requerido de una estructura
de legitimación, esto es, de argumentos capaces de crear un efecto de obediencia consentida
en quienes soportan la dominación política. El Estado nacional es la particular solución que el
mundo occidental contemporáneo, alumbrado por las revoluciones burguesas, ofreció a este
problema y supone, por usar una formulación tan clásica como válida a nuestros efectos
ahora, el monopolio del uso de la fuerza legítima en un determinado espacio, históricamente
alcanzado merced a la concentración en un único polo del poder disperso en el cuerpo social.
Esta monumental tarea expropiatoria en que vino a resolverse el proceso de construcción del
Estado nacional, exigió una potente operación ideológica, en la cual la historia como
disciplina asumió el cometido de naturalizar la idea estatal, construyendo el Estado en el pasado
para presentarlo como la forma política propia o consustancial al hombre socialmente
organizado. Con su eficaz retórica, decía Leopold Ranke que los Estados eran “creaciones
originales del espíritu de la humanidad. Diría más: pensamientos de Dios”. El Estado (sin
adjetivos) ya no es sólo un nombre más o menos preciso para cierta cosa, una organización
política dada, sino que envuelve toda una concepción acerca de cómo deba configurarse la
dominación política, que responde en lo sustancial a la forma como resultó políticamente
organizada, mediante un proceso complejo y muy conflictivo, la sociedad europea
posrevolucionaria, el llamado Estado liberal o de derecho. Esta tarea, que llena
historiográficamente el siglo XIX y buena parte del XX, consistió en un auténtico y muy
eficaz proceso de invención de la tradición, que discurrió de modo rigurosamente paralelo a la
construcción histórica de la identidad nacional (para la cual fue originariamente acuñada esa
expresión), con la que en rigor se confunde. La construcción jurídico política del Estado
nacional exigió la invención de la tradición nacional bajo forma estatal.
Por un lado, se asume la ordenación de la realidad jurídica conforme a (o a partir de) la
dicotomía privado/público, como dos polos irreductibles y en permanente contradicción, que en
sus grandes líneas tiende a reproducir en el pasado el modelo político y jurídico
contemporáneo, gráficamente calificado por algunos autores como “paradigma bipolar”. En
respuesta a lo que Otto Brunner llamó la “idea de separación”, se imagina y postula que el
poder político se halla de suyo concentrado en una instancia única, presuponiendo, en
consecuencia, que también en el mundo pre-contemporáneo se daba una separación tajante
entre el Estado y la sociedad civil, como sedes para la realización del interés público y de los intereses
privados, respectivamente sometidos a regímenes jurídicos diferenciados, componentes del
derecho público y del derecho privado. Por otro lado, identificado “lo público” con el Estado, éste
se configura historiográficamente al modo como fue teorizado por la iuspublicística europea
del siglo XIX y primeras décadas del XX, sumamente exitosa a la hora de naturalizar (o
presentar como naturales) sus propias categorías culturales. Como polo que concentra la
totalidad del poder político, el Estado se concibe funcional o internamente dividido en
legislación, gobierno o administración y justicia o tribunales, para la consecución del interés
público. Los juristas confeccionaron a partir del Estado liberal una teoría del Estado y los
historiadores (juristas y no juristas) convirtieron al Estado así teorizado en la forma de
19
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

organización política propia de toda sociedad civilizada, y así los temas propios del presente
liberal pasaron a orientar la indagación sobre el pasado de la humanidad. A estas alturas,
resulta innegable que la imagen que el Estado (contemporáneo) ha forjado de sí mismo
impregna toda la historiografía institucional. Aun a riesgo de simplificar, el argumento de esta
historiografía puede resumirse diciendo que se dedicó a inventar una tradición que
contribuyese a legitimar los nacientes Estado nacionales, es decir, a fundar un derecho y un
Estado retrospectivos. He aquí todo un modelo historiográfico que podemos llamar –y ha
sido llamado- paradigma estatalista.

ii. El Estado moderno, institución política de la modernidad: crítica y crisis.


Considerado el Estado moderno como la institución política de la modernidad, suele
caracterizarse a partir de la forma que adquirió en su etapa de madurez, como la entidad que
por soberana monopoliza el poder político sobre un determinado territorio. En palabras de
Max Weber:

“el Estado moderno es una asociación de dominación con carácter institucional que ha tratado,
con éxito, de monopolizar dentro de un territorio la violencia física legítima como medio de
dominación y que, a este fin, ha reunido todos los medios materiales en manos de su dirigente y
ha expropiado a todos los funcionarios estamentales que antes disponían de ellos por derecho
propio, sustituyéndolos por sus propias jerarquías supremas”.

El Estado sería el resultado de un proceso de concentración del poder político


disperso en el cuerpo social hasta configurar un sujeto soberano, esto es, capaz de definir e
imponer el derecho sobre un cierto territorio. Si recordamos que el mismo Weber caracteriza
el derecho por la nota de la coactividad, entonces el Estado es la entidad que monopoliza la
creación del derecho, que se entiende prácticamente reducido a -o identificado con- la ley. En
este modelo, puede decirse que hay Estado allí donde hay soberanía, esto es, una instancia de
poder que concentra la potestad legislativa.
Así concebido, como la encarnación historiográfica del paradigma estatalista, el
Estado moderno ha venido orientando hasta fechas muy recientes la indagatoria sobre la
dimensión política de la época moderna. Sin ánimo de establecer una secuencia cronológica
demasiado rotunda, puede decirse que vivió sus años dorados como categoría historiográfica
a caballo entre los sesenta y setenta del siglo pasado, cuando se publicaron algunas
colecciones de trabajos significativos, que en ocasiones conservan todavía hoy su vigencia, y
obras globales y muy enjundiosas acerca del Estado moderno. Este fue el papel que jugó
entre nosotros la magna obra de José Antonio Maravall, Estado moderno y mentalidad social,
aparecida en 1972 y que ha tenido una repercusión notable en la historiografía jurídica
española dedicada al estudio de las instituciones políticas. A cierta distancia, Benjamín
González Alonso resumía la imagen entonces ampliamente compartida de la realidad política
moderna en estos términos:

“La forma política típica y propia del período histórico emergente en los países entonces
hegemónicos del Occidente europeo,[...] fue el “Estado moderno”, al que [Maravall] presenta,
de una parte, como vástago del Renacimiento; de otra, como construcción política consciente,
esto es, como artificio humano; en tercer lugar, como producto rigurosamente nuevo y sin
embargo colmado de “supervivencias medievales”, de “elementos heredados”. Dicho Estado
propende a configurarse como esfera de poder unitaria, tendencialmente cerrada y exclusiva;
con otras palabras: “el poder del Estado trata de eliminar toda instancia extra y supraestatal”.

El consenso historiográfico más o menos establecido en torno a este modelo quedó


roto por aquellos años: coincidiendo con una revalorización del estudio del poder como
objeto de la historia política y al calor de la llamada “crisis del Estado”, la categoría “Estado
moderno” fue sometida a severas críticas, especialmente por parte de la historiografía jurídica
20
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

que, asumiendo radicalmente la ajenidad del mundo precontemporáneo que ya impulsara la


obra de Brunner, tiene en Bartolomé Clavero y Antonio Manuel Hespanha a sus principales
artífices. Si estilizamos al máximo, su propuesta consiste en valorar como características
estructurales de la sociedad moderna tanto el orden feudocorporativo como la incapacidad
para definir políticamente el derecho, enfatizándolos como otros tantos obstáculos para la
emergencia del “Estado moderno”, que no sería así una entidad histórica, sino el resultado
historiográfico de proyectar categorías pertenecientes al orden político actual sobre las
formaciones del pasado, de este modo inevitablemente interpretadas como precedentes del
Estado contemporáneo. Comoquiera que las investigaciones de estos últimos años no han
dejado de confirmar e ilustrar en esa línea la ajenidad de la sociedad y el derecho moderno a
toda lógica estatal, el problema se reduce hoy por hoy a determinar hasta qué punto y con
todo resultan o no incompatibles con una instancia política de carácter estatal: ¿Hasta qué
punto una instancia política que ha de ser compatible con la configuración pluralista de la
sociedad y debe asumir la indisponibilidad del derecho – su incapacidad creativa del orden
jurídico- merece o puede recibir el calificativo de Estado?
Planteada en estos términos (compatibilidad o mutua exclusión), la dimensión política
del antiguo régimen puede leerse en clave estatalista o no estatalista. El problema no es
solamente hispano, claro está, sino que, como la categoría “Estado moderno” que le sirve de
base, es y se plantea como europeo, y puede formularse más o menos así: ¿la categoría
“Estado” es o no adecuada para captar la quidditas de la organización política moderna?

iii. ¿Genealogía del Estado o dimensión política del Antiguo Régimen?


Con independencia de las motivaciones que puedan estar detrás de unas u otras
posiciones historiográficas, la construcción de la historia política y jurídica de la edad
moderna en torno a la noción de Estado determina o al menos orienta temas y perspectivas
que diluyen la dimensión política del Antiguo Régimen en la genealogía del Estado,
reduciendo y no sé si hasta deformando la perspectiva. Aunque “Estado” sea –o quede
reducido a- un nombre puramente convencional, está cargado de consecuencias: el Estado es
producto –y productor- de cultura estatal. En primer lugar, construye una evolución finalista,
que lleva a leer el pasado desde el presente, adoptando la perspectiva de lo-que-acabó-por-
suceder: mostrando el presente como apogeo del pasado, tiende a seleccionar y acomodar el
material histórico en función de un destino, que resulta así legitimado.
Por esta razón, el enfoque estatal obliga a adoptar un punto de vista diacrónico, más
que sincrónico en la consideración del pasado moderno, lo que supone favorecer la conexión
de elementos sucesivos (y afines) sobre la relación entre elementos coetáneos (y dispares), o lo
que es igual: tiende a construir una evolución (jurídica), pero no pretende reconstruir un
contexto (cultural). Así pues, desde esta perspectiva la dimensión política de la época
moderna queda en buena medida reducida a (y en todo caso, resulta mediatizada por) la
historia de la construcción del Estado y se sustancia primordialmente en la invención de una
tradición estatal, renunciando a comprenderla con arreglo a sus propios medios culturales. A
falta de ellos, tiende a construirse más bien una genealogía del Estado, como revela la misma
terminología empleada (Estado naciente, madurez del Estado).
En el fondo de esta posición late la creencia en una naturaleza humana intemporal,
que vendría a actuar como una suerte de universal antropológico, es decir, como un espacio
donde conviven en fructífero diálogo el hombre del pasado y el hombre del presente. Si se
abandona esta creencia (por lo demás tan desacreditada), y, en consecuencia, se prescinde del
“Estado moderno” como categoría contemporánea que es, entonces puede aflorar la alteridad
del Antiguo Régimen, que es condición necesaria para preguntarse, no ya por las
características de la organización política moderna, sino por las vías para llegar a conocerlas.
Como de forma muy gráfica ha escrito Pietro Costa, se trata primeramente de saber qué
textos leer y cómo leerlos, de entre la masa inmensa aunque siempre incompleta que el
pasado traslada hasta el presente. Y en ese sentido conviene destacar que la historiografía
21
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

jurídica crítica con el paradigma estatalista, -demostrando que la teología y el derecho


atesoraban en el mundo precontemporáneo un conjunto de saberes ampliamente
consensuados acerca del hombre y la sociedad-, ha propuesto atender a la jurisprudencia (la
doctrina de los juristas) para reconstruir –en palabras de Clavero- una suerte de antropología
d’ancien régime que permita comprender el contexto cultural de lo político y lo jurídico. António
Manuel Hespanha lo ha expresado con suma claridad y eficacia, al afirmar que estas
categorías responden a “representaciones profundas, espontáneas, impensadas, que organizan
la percepción, la evaluación, la sensibilidad y la acción en el dominio del derecho y del poder”;
y son culturalmente locales, es decir: “aunque muy profundas, generales y permanentes, son
dependientes de la historia y no de una naturaleza humana, dada de una vez por todas”.
Desde este punto de vista, la dimensión política del Antiguo Régimen no queda reducida al
“Estado moderno” y sólo puede comprenderse reconstruyendo otra cultura, que dé cuenta de
otros dispositivos.

iv. La cultura jurisdiccional y sus dispositivos institucionales.


Frente a estatalismo, jurisdiccionalismo. Antes de que la cultura estatal, gestada en el
último tramo de la edad moderna -y nunca antes de la obra de Thomas Hobbes- y
desarrollada en la época contemporánea, dominase el universo jurídico, una cultura
jurisdiccional, formada en la baja edad media y desarrollada en los siglos modernos, desplegó
sus efectos durante todo el Antiguo Régimen.
Una atenta lectura de los “textos de saber” ha permitido en estos últimos años
reconstruir sus claves, que por tan ajenas a las nuestras lo son además de lectura para todo el
universo jurídico político de aquel período. La clave de esta cultura, tal como fue desvelada
por Pietro Costa reside en concebir el poder político (i. e., las relaciones de poder en virtud de
las cuales un conjunto de individuos se encontraba subordinado a otro) como iurisdictio y, en
consecuencia, circunscribirlo a la potestad de decir el derecho. Quienes tienen poder político, y
porque lo tienen, poseen la facultad de declarar lo que sea el derecho, bien estatuyendo
normas o bien administrando justicia, en el grado y sobre el ámbito que en atención a su
iurisdictio les corresponda. Esto es lo fundamental: el poder político se manifiesta como lectura
y declaración de un orden jurídico asumido como ya existente y que debe ser mantenido. Por
debajo de la extraordinaria complejidad y sutileza de la elaboración jurisprudencial, alienta así
una idea capital, sin la cual no es posible comprender la configuración jurídico-política de los
siglos modernos: la idea de que el poder político está sometido a -y limitado por- el derecho,
lo que es tanto como decir que el derecho es anterior e independiente del poder. ¿Cuál es
entonces su sustancia y, por tanto, la matriz de esta cultura jurisdiccional?
Esta concepción, que con toda razón podemos llamar concepción jurisdiccionalista del poder
político, responde a una arraigada cosmovisión de base religiosa que se expresa en la idea de
ordo (orden), con consecuencias decisivas para la comprensión de “lo jurídico” y “lo político”.
El imaginario del antiguo régimen está dominado por la creencia –largamente consensuada-
en un orden divino –y por tanto, natural e indisponible- que abarca todo lo existente
asignando a cada parte una posición y destino en el mundo, que desde luego puede ser
descubierto y en cualquier caso debe ser universalmente respetado. La cultura del Antiguo
Régimen es, así pues, una cultura de orden revelado. ¿Cómo? Una cultura de orden revelado
fundamentalmente por la tradición, primero textual (esto es, contenida en los libros de
autoridad -la Biblia y los textos normativos del derecho romano y canónico-, leídos e
interpretados por los santos y sabios, teólogos y juristas); pero también en la tradición
histórica del territorio o ámbito que fuere. Ha podido decirse así con todo acierto que aquel
etéreo orden natural aparecía objetivado en la constitución tradicional, esto es, encarnado en los
muy concretos derechos propios de las múltiples estados (como plural romance de status, de
situaciones sociales ante el derecho) y corporaciones que articulaban la vida social. Ni
individuos ni Estado, sino personas como estados y corporaciones con capacidad para auto-
administrarse.
22
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

Si el orden natural precede a y se concreta en los derechos tradicionales (o adquiridos)


que componen la constitución tradicional, el poder político es un instrumento del orden:
existe y se legitima para mantener el orden constituido, y a este fin (que es el oficio o función
que cabe a su titular) va trenzando un conjunto de dispositivos institucionales, que son así
procedimientos o mecanismos, prácticas o instrumentos para realizar (hacer realidad) la
concepción jurisdiccionalista del poder político (o lo que es igual, para mantener a cada uno
en su derecho). Este conjunto de dispositivos encierra todo (o casi todo) el juego de
posibilidades y límites del poder soberano, tal como se desplegó durante los siglos modernos.
En este sentido, bien puede decirse que la quidditas moderna se sustanció justamente en
construir Estados jurisdiccionales, o sea estados no-estatales: nuevas formaciones políticas, que
precisamente por jurisdiccionales se avienen muy mal a la lógica estatal. Un breve repaso a las
principales características del orden jurídico y el poder político modernos, tal como han sido
destacadas por la reciente historiografía atenta a reconstruir aquella cultura, servirá para
ilustrarlo.

iv.i. Las características del orden jurídico.


A los solos efectos de percibir de qué hablamos cuando hablamos del orden jurídico con
relación al Antiguo Régimen, sus principales características pueden enunciarse del modo que
sigue.

(i) Preeminencia de la religión. Ante todo, el derecho sólo puede comprenderse como parte
de un complejo normativo más vasto e intrincado, que tiene matriz religiosa e integra a
los distintos órdenes que disciplinan o contribuyen a disciplinar la sociedad: el derecho
como la teología moral principalmente formaban un ordenamiento compuesto, porque siendo
distintos participaban de una misma cultura constituida (en sentido propio) por la
religión. Esta se encuentra omnipresente en el derecho y puede rastrearse sin dificultad
en los binomios que enlazan ambos mundos: justicia como equidad-ley estatuida,
pecado-delito, amor-juicio, don-obligación jurídica… Probablemente, la manifestación
más llamativa de esta configuración, que asignaba al derecho un papel secundario, radica
en la dualidad fuero externo–fuero interno y deja ver toda su trascendencia en caso de
conflicto entre los órdenes normativos que prioritariamente vinculan a uno y otro,
planteando como cuestión si la ley humana obliga en conciencia a los súbditos. No hace falta
decir que las respuestas a esta cuestión clásica de la teología moral (siempre en plural y
tan distintas como variados fueran sus contextos), tenía entonces una importancia práctica
excepcional, dada la precariedad de los aparatos de dominio coactivo disponibles.

(ii) Orden jurídico tradicional y pluralista. El derecho u ordenamiento jurídico tiene a su vez
una configuración pluralista, en la medida que está integrado por distintos órdenes
dotados de contenidos normativos y legitimidades diferentes. Bajo el estrato superior
que ocupan los derechos divino, natural y de gentes, en gran medida nutridos por el inmenso
arsenal del derecho común, como sustancia normativa de aquella cultura (que rige además
como derecho romano y canónico a título propio, variable en cada territorio), en el
campo del derecho positivo concurren con estos últimos distintos derechos –en rigor,
tantos como cuerpos habitan aquella sociedad, que por esto se dice “corporativa”–,
articulados por una lógica de integración (y no de exclusión), cultivada por la
jurisprudencia, el saber (o la doctrina) de los juristas: en este contexto, la ley real es apenas
un componente del derecho, por más que cada vez tenga mayor importancia dentro del
positivo. Como tradicional y pluralista, además, aquel orden jurídico estaba regido por
normas de conflicto de “geometría variable”, toda vez que la integración de los distintos
derechos que lo componían no se planteaba en general, de una vez y para siempre, sino
caso a caso, y en función de las circunstancias que en cada uno concurriesen.

23
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

De ahí, por último, (iii) que fuese un orden jurídico probabilista: concebida la tarea del jurista
como interpretación de un orden dado, lo orienta hacia la fijación y solución de
problemas (o casos), y –lo que importa más– es revelador de una concepción del derecho
esencialmente antilegalista, bien cifrada en la fórmula: Ius non a regula sumatur, sed ex jure
quod est regula fiat (Digesto 50, 17, 1), que antepone el derecho a la regla. El derecho resulta
construido caso a caso mediante la tópica, que es el arte de encontrar (ars inveniendi) y
conciliar los argumentos o puntos de vista aptos para tratar de los asuntos discutibles
(todos aquéllos, como los jurídicos, sobre los cuales no hay afirmaciones evidentes o
necesariamente ciertas). Los juristas son así maestros de una técnica especialmente apta
para organizar el consenso entre perspectivas diferentes y alcanzar soluciones o adoptar
decisiones justificadas: que vencen o se imponen porque convencen en el marco de una
cultura compartida.

Estas características determinan la configuración jurisprudencial del derecho en el Antiguo


Régimen: aunque apenas enunciadas, nos llevan a las antípodas del universo jurídico
legal y nos sitúan ante un ordenamiento construido caso a caso en la tarea de conciliar
universos normativos (y por tanto, posiciones políticas) dispares. Los juristas, como
sacerdotes de la iuris religio, organizaban entonces, con su sabiduría acerca de las cosas
divinas y humanas, el consenso en que el derecho viene a consistir o resolverse: no en
vano la moderna ha podido llamarse la “edad de la communis opinio”. Hay metáforas que
expresan bien las diferencias entre aquel pasado y nuestro presente, contribuyendo a
resaltar la discontinuidad que nos separa. Frente al orden jurídico “legalista” inaugurado
aquí por las revoluciones liberales, comparable a un jardín diseñado y permanentemente
atendido y cultivado por atentos jardineros (el jurista como legislador), se ha dicho que
en el Antiguo Régimen el ordenamiento jurídico semeja un bosque (un espacio salvaje,
no cultivado), en el que el jurista actúa a modo de guardabosques, ocupado en mantener un
orden dado, que se vive como natural y entiende, por tanto, esencialmente invariable.

iv.ii. La configuración del poder político.


No es exagerado decir, por ello, que el derecho cumplía en el Antiguo Régimen una
función constitucional, en la medida que se impone a todo poder político, cuya legitimación y
finalidad radicaba precisamente en el mantenimiento del orden constituido. De ahí que desde
un principio fuese designado por los juristas con el término iurisdictio, significando muy bien la
función o tarea declarativa (y no constitutiva) del orden que le da su razón de ser. No importa
ahora recordar las sofisticadas divisiones de la iurisdictio ni la gradación establecida en atención
al quantum de poder que confiere, sino destacar que, en función de ellas, esta actividad puede
revestir distintas formas que, pasando por la sentencia, van desde la ley del princeps a la mera
providencia (gubernativa). Todo acto de poder era entonces visto como la declaración de un
orden asumido como existente que se trata de garantizar y del cual dimana, en último
término, su fuerza de obligar. La razón de ser del poder político es precisamente ésta: decir el
derecho (dictio iuris), y al derecho estaban por tanto sometidos sus titulares. Veamos con qué
consecuencias institucionales.
Por de pronto, esta concepción deja un espacio muy limitado a la voluntad consustancial a la
cultura estatal. No era entonces concebible un poder ordenador capaz de conformar
jurídicamente la sociedad, asignando a voluntad las posiciones jurídicas, es decir,
estableciendo los derechos y deberes (el status) de sus miembros. No había otro poder
constituyente que el divino en el acto de la creación.
Es verdad que desde la baja edad media avanza una deriva voluntarista que, arrancando en la
fórmula de la potestas extraordinaria o absoluta, culmina en la noción de soberanía y, en el curso
de la edad moderna, tiende cada vez más claramente a situar la figura del princeps por encima
del derecho, reconociéndole la capacidad de modificar el universo normativo mediante actos
de voluntad imperativa (y con unos u otros requisitos según cuál fuera su alcance). Ahora
24
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

bien, estas facultades se entendieron siempre al servicio (y no en contra) del orden


constituido: propias del oficio de princeps, estaban vinculadas a ciertas finalidades y debían ser
ejercidas en conciencia; de hecho, como extraordinarias habían de servir precisamente para
resolver los problemas que no encontraban solución con los medios ordinarios (i. e., ajustados
al orden), pero aquella cultura jurídica consideraba dignos de remedio. Dicho en otros
términos: lo extraordinario en estos casos eran los medios que empleaba, y no los fines que
perseguía, el poder soberano. No otra cosa significa la doctrina de la justa causa necesaria para
alterar el derecho indisponible, que –dando cabida a los valores sociales predominantes– se
concreta en el respeto a los derechos adquiridos o radicados en aquel orden (iura quaesita),
salvo casos de suprema utilidad pública. Que esta perspectiva está vigente con fuerza a lo
largo de toda la edad moderna, lo demuestra, a contrario, la pujanza que adquirió en los países
de tradición más acentuadamente católica la doctrina de la razón de estado, entendida como vía
extraordinaria de actuar en conciencia al margen o en contra del derecho establecido, en
beneficio o utilidad de la república.
En efecto. No sorprenderá que el conflicto formase parte de la fisiología (y no de a patología)
de los cuerpos políticos en el Antiguo Régimen, siempre necesitados de una instancia
armonizadora que, dando a cada uno lo que le correspondiese, garantizara la permanencia del
orden jurídico en su conjunto. Esto es precisamente lo que se dice cuando se dice que hacer
justicia era la tarea principal y durante mucho tiempo casi única del princeps como titular del
poder político supremo: invariablemente definida como la perpetua y constante voluntad de dar a
cada uno lo que es suyo, se resolvía en el mantenimiento de los equilibrios sociales establecidos y,
por tanto, de cada uno en su derecho (como parte del cual la administración -o gestión de los
asuntos comunes- tocaba en cada corporación no al princeps sino a sus rectores).
Para constreñir a alguien a hacer o soportar algo sin su consentimiento era necesario
que fuese admitido preventivamente a probar que el sacrificio impuesto no era jurídicamente
debido. De ahí la acusada impronta garantista del derecho del Antiguo Régimen, que puede
resultar llamativa o sorprendente desde ciertos tópicos historiográficos acerca de la
monarquía absoluta, pero que resulta plenamente coherente y está llena de sentido en su
propio contexto. La metabolización de este principio en el plano institucional dio lugar a un
modelo judicial de gobierno, que por de pronto presuponía que el poder de juzgar y el poder
de mandar, aunque distinguibles, fuesen inseparables; encomendaba su ejercicio a
magistrados, que en el plano superior se constituían en tribunales colegiados (o consejos);
elevaba el proceso judicial a canon de la recta actuación pública; y desde luego, entronizaba a
los juristas (o letrados), como el tipo ideal de agente público. Una sociedad ordenada por el
derecho debía ser administrada por los juristas, en su condición de jurisprudentes, esto es,
poseedores de un saber práctico sobre el derecho.
No podía ser de otra manera. Este conjunto de ideas y creencias ampliamente
compartidas, componen un ideario que, legitimado en último término como voluntad de
Dios, se impone como exigencia a quien, como cabeza del cuerpo político, corresponde
organizar el gobierno de la justicia, es decir, construir un aparato apto para la debida
conservación del orden. Por soberana que fuese, y sin duda lo era, las posibilidades de acrecer
la potestad regia en detrimento de las otras potestades políticas concurrentes venían de suyo
limitadas por su misma configuración, esto es, por su carácter lógica e históricamente
derivado del orden jurídico.

La concepción jurisdiccionalista del poder político propia del Antiguo Régimen


hace del orden jurídico el fin y el límite de un poder político que se entiende
constituido como tal para mantenerlo.

V. ¿De qué hablamos cuando hablamos del absolutismo? Monarquía administrativa y dinámica
estatal.
25
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

Esto plantea la cuestión de qué deba entenderse por absolutismo, que es recurrente en
la historiografía y conviene atender brevemente para terminar, porque afecta de plano al
argumento de estas páginas.
Nacido como opuesto a “constitucionalismo” en el debate político revolucionario, el
término “absolutismo” ha tenido tan buena fortuna historiográfica que hoy por hoy no se
sabe bien cuál sea su significado y se discute vivamente si merece la pena mantenerlo en uso.
Las posibilidades son muy variadas. Si por absolutismo se entiende aquel régimen político
que, admitiendo la máxima princeps legibus solutus, desvincule al soberano del derecho positivo,
todos lo son (pues la soberanía se define precisamente por la capacidad de abrogar y derogar
las leyes). Si, en cambio, quiere reservarse el calificativo sólo para aquellos regímenes políticos
que carecen de límites institucionalizados al ejercicio del poder soberano, entonces
difícilmente se hallará ninguno que lo sea, porque de uno u otro modo la constitución
tradicional del cuerpo político actúa siempre como límite en este orden. Por lo común la
categoría absolutismo se emplea últimamente más que nada por tradición historiográfica y sin
mucha convicción para calificar a aquellos regímenes en los que el soberano legisla por sí
solo, sin el concurso de los estados del reino.
En esa sentido, es mucho más fructífera la línea que –si se admite la simplificación-
refiere el absolutismo no a la creación sino al cumplimiento del derecho, o sea, no a la potestad
legislativa, sino a la capacidad regia de gobernar o imponer efectivamente sus decisiones.
Desde luego, hay que descartar de plano cualquier idea de omnipotencia regia, desmentida
una y otra vez por la historiografía que, a ras de suelo, destaca el papel relevante del
pluralismo institucional en la contención de las pretensiones (a menudo fiscales) regias. La
historiografía de los últimos años, especialmente dedicada a la Francia de Luis XIV, que funge
como paradigma del absolutismo, está poniendo de manifiesto la “dramática lucha” entablada
en la práctica para asentar las decisiones regias. Si alguna conclusión general puede obtenerse
de esta línea historiográfica es que de absolutismo puede hablarse a lo sumo como tendencia -
una tendencia al ejercicio intensivo y extensivo del poder soberano-, que además es muy rico
en “elementos no-absolutistas”, como muy gráficamente se ha dicho (especialmente para
referirse al empleo del pacto como medio de alcanzar el imprescindible consenso con las
corporaciones integrantes del espacio político).
Con este trasfondo, desde el punto de vista jurídico-político el interés prioritario
reside en identificar y valorar el conjunto de dispositivos nuevos, puestos en acción por el
poder soberano. Junto a la de juez supremo, cobraron protagonismo otras imágenes
asimismo tradicionales del rey -como cabeza de la república, como padre de sus súbditos- para
facilitar una acción de gobierno más directa y eficaz (o administrativa) sobre el espacio político.
Sin posibilidad de entrar ahora en detalles, bastará recordar que nociones historiográficas
como monarquía administrativa y dinámica estatal son adecuadas para englobar el conjunto de
técnicas ensayadas con tal fin. Se ha observado así la lenta emergencia junto a (y en conflicto
con) la jurisdiccional de una monarquía administrativa, en cuanto que orientada al ejercicio del
poder sin atenerse a los requerimientos procesales de la iurisdictio, que desencadenó en el
último tramo del siglo XVIII toda una dinámica estatal. Esta vía desembocaría en el complejo
proceso que terminó por absolutizar jurídicamente (o desvincular del derecho tradicional) el
poder político, es decir, al Estado. Sin embargo, a nuestros efectos, tiene el mayor interés
recordar que esta vicenda se encuentra intrínsecamente limitada en el medio de una cultura
jurisdiccional. El Antiguo Régimen no podía saltar sobre su propia sombra.

26
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

- TEMA 3 –
El Leviatán y sus vísperas .
i.- La traducción inglesa del De Cive de Thomas Hobbes, publicada por primera vez en
1651, comienza con la promesa de investigar "el derecho del Estado y los deberes de los
ciudadanos". La Introducción al Leviatán, publicado por vez primera ese mismo año,
anuncia de modo similar que el propósito de la obra será analizar "ese gran Leviatán que
llamamos república o Estado". Desde entonces, la idea de que la confrontación entre
individuos y estados proporciona el tema central de la teoría política ha llegado a ser casi
universalmente aceptada. Esto hace que resulte fácil pasar por alto el hecho de que, cuando
Hobbes hablaba en estos términos, estaba estableciendo, con plena autoconciencia, una
nueva agenda para la disciplina que él pretendía haber inventado: la disciplina de la ciencia
política. Su sugerencia de que los súbditos están obligados ante un organismo llamado
estado más que ante la persona de un gobernante era aún relativamente novedosa y
altamente polémica. También lo era su implícita hipótesis de que sólo estamos obligados
ante el estado, y no ya ante una multiplicidad de autoridades jurisdiccionales, tanto locales
como nacionales, tanto eclesiásticas como civiles. Así, por encima de todo, Hobbes usaba
el término estado (state) para denotar esta fuente superior de autoridad en los asuntos del
gobierno civil.
De este modo, la declaración de Hobbes puede ser vista como señalando el final de una
fase en la historia de la teoría política y el comienzo de otra que nos resulta más familiar.
Anuncia el ocaso de una era en la que el concepto de poder público había sido considerado
en términos más personales y carismáticos, y apunta hacia una visión más simple y más
abstracta de la soberanía como propiedad de un órgano impersonal, visión que desde
entonces ha permanecido entre nosotros y ha sido incorporada en el uso de vocablos tales
como état, estado, stato, staat y state.
Ya en el siglo XIV es posible encontrar el término latino status -junto con algunos
equivalentes en las lenguas vernáculas tales como stato o state-usado de manera general en
una variedad de contextos políticos. Durante este período de formación, estas expresiones
eran utilizadas sobre todo para aludir al estado o posición de los propios gobernantes. Una
fuente importante de este uso fue el título De statu hominum al comienzo del Digesto del
derecho romano. Allí se apela a la autoridad de Hermogenianus para afirmar que "desde el
momento en que toda ley es establecida en función del bien de los seres humanos,
necesitamos primero precisar el estatuto de tales personas, antes de realizar cualquier otra
consideración". A partir del renovado interés por los estudios de derecho romano en el
siglo XII italiano, la palabra status vino a designar la situación jurídica de los hombres de
toda clase y condición, siendo los gobernantes descriptos como disfrutando de un
distintivo estáte royal, estat du roí o status regis.
Cuando se planteaba la cuestión del status del gobernante, lo que se buscaba era en general
enfatizar que el mismo debía ser visto como un estado de majestad, una elevada posición y
una condición de magnificencia (stateliness). Encontramos esta fórmula en crónicas y
documentos oficiales, en el marco de las sólidas monarquías de Francia e Inglaterra,
durante toda la última mitad del siglo XIV. Jean Froissart recuerda en sus Chroniques que en
1327, cuando el joven rey de Inglaterra reunía a la corte para entretener a los dignatarios
visitantes, "la reina debía de ser vista en un estatus de gran nobleza". El mismo uso vuelve a
aparecer conmovedoramente en el discurso que William Thirnyng dedicó a Ricardo II en
1399, en el que rememora a su antiguo soberano "en cuya presencia cualquiera renunciaba
y desistía del estado de rey, de señorío y de toda la dignidad y veneración que le
perteneciera".

27
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

A la idea de que a los reyes "pertenece" una cualidad distintiva de majestad subyacía la
creencia predominante de que la soberanía está íntimamente conectada con la exhibición,
de que una presencia majestuosa servía como una fuerza ordenadora. Éste habría de
probarse el más perdurable de los varios rasgos característicos del liderazgo político
carismático, luego subvertido por la emergencia del concepto moderno de un estado
impersonal. Todavía a fines del siglo XVII es común encontrar escritores políticos usando
la palabra state para señalar una conexión entre la majestad de los gobernantes y la eficacia
de su gobierno. Previsiblemente, defensores de la monarquía por derecho divino como
Bossuet seguían refiriéndose, a finles del XVII, al état de majesté en esos términos. Pero los
mismos supuestos sobrevivieron incluso entre los enemigos de la monarquía. Cuando John
Milton, por ejemplo, describe en su History of Britain el momento inmortal en el que el Rey
Canuto ordenó al océano "no entrar más en mi tierra", observa que el rey procuró darle
fuerza a su extraordinario imperativo hablando "con todo el fasto que la majestad podía
poner en su expresión".
Hacia fines del siglo XIV, el término status también se usaba regularmente para hacer
referencia al estado o condición de un reino o república. Esta concepción del status
reipublicae tiene un origen clásico, y puede hallarse en las historias de Tito Livio y Salustio,
así como en los discursos y las obras políticas de Cicerón. También la encontramos en el
Código del Derecho Romano, con especial claridad en el encabezamiento del Digesto,
donde el análisis comienza con la afirmación de Ulpiano de que la ley cubre dos campos, el
público y el privado, y de que "la ley pública es la que pertenece al status reí Romanae".
Con el renacer de los estudios de derecho romano, esta antigua pieza de la terminología
jurídica alcanzó difusión general. Se volvió corriente en el siglo XIV, tanto en Francia
como en Inglaterra, discutir el "estado del reino". Froissart, por ejemplo, observa que en
1389 el rey decidió "reformar el país convirtiéndolo en bon état, para que todos estuvieran
satisfechos". La idea de conectar el buen estado de un rey y el de su reino pronto se volvió
un lugar común. A mediados del siglo XV, los peticionarios al parlamento inglés solían
terminar sus súplicas prometiendo al rey que "rogarían tiernamente a Dios por el buen
estado y prosperidad de su nobilísima persona en este su noble reino".
Si pasamos de Europa del Norte a las ciudades-estado italianas, encontramos la misma
terminología incluso más temprano. Los primeros libros de consejos para podestá y otros
magistrados de la ciudad fueron producidos en las décadas iniciales del siglo XIII. Estos
manuales ya dejaban claro que su principal interés era el status civitatum, el estado o
condición de la ciudad como entidad política independiente. El Oculus pastoralis emplea
reiteradamente esa expresión, y lo mismo hace Giovanni da Viterbo en su tratado De
regimine civitatum, de cerca de 1250. Hacia comienzos del siglo XIV empezamos a encontrar
el mismo concepto en las lenguas vernáculas, con escritores de Dictamina como Filippo
Ceffi ofreciendo extensas instrucciones a los magistrados sobre los modos de mantener el
stato de la ciudad puesta a su cargo.
Al discutir el estado o posición de tales comunidades, lo que estos escritores solían decir
era que los magistrados tenían la responsabilidad de mantener a sus ciudades en un buen
estado, feliz y próspero. El ideal de conservar el bonus (o incluso el optimus) status reipublicae
también tiene un origen romano; la expresión se encuentra con cierta frecuencia en
Cicerón y Séneca. El autor del Oculus pastoralis, análogamente, se refiere a la necesidad de
preservar la propia ciudad en un feliz, ventajoso, honorable y próspero status. Giovanni da
Viterbo también insiste en la conveniencia de mantener el bonus status de la propia
comunidad, mientras que Filippo Ceffi escribe con la misma confianza, en lengua
vernácula, sobre la obligación de mantener la ciudad en "un buen stato y completa paz".
Estos escritores proporcionan también las primeras reformulaciones de la visión clásica
sobre lo que significa para una ciudad o respublica alcanzar su mejor estado: los magistrados
deben seguir los mandatos de la justicia en/todos sus actos públicos, a fin de promover el
bien común, mantener el fundamento de la paz y asegurar la felicidad del pueblo. Esta línea
28
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

de razonamiento es retomada más tarde por Tomás de Aquino y sus discípulos italianos a
fines del siglo XIII. Santo Tomás presenta el argumento en varios puntos de su Summa, así
como en su comentario sobre la Política de Aristóteles: "El juez vela por el bien común, que
es la justicia, y por eso quiere la ejecución del ladrón, que constituye un bien en relación
con el status común".
La misma línea argumentativa había sido propuesta una generación antes por los escritores
de libros de consejos para los magistrados de la ciudad. En un espíritu muy similar,
Giovanni da Viterbo habla del optimus status en su tratado De regimine civitatum, en tanto
Brunetto Latini reitera el razonamiento de Giovanni en el capítulo Du gouvernement des cites al
final de su enciclopédico Livres du trésor de 1266.
Esta visión del optimus status reipublicae llegó más tarde a ser central para las versiones
humanistas del quattrocento sobre la vida política bien ordenada. Cuando Giovanni Campano
(1427-1477) analiza en su tratado De regendo magistratu los peligros del faccionalismo declara
que "no hay nada que considere más desfavorable para el status y la seguridad de una
respublica". Si el justo status de una comunidad ha de ser preservado, todas las ventajas
particulares deben subordinarse a la búsqueda del bien común. Filippo Beroaldo (1453-
1505) llega a la misma conclusión en un tratado al que, de hecho, tituló De optimo statu. El
mejor status, coincide, puede ser logrado si y sólo si nuestros magistrados "dejan de lado la
búsqueda de sus propias ventajas y garantizan que en todo actúan de modo tal de
promover el beneficio público".
Los humanistas erasmianos importaron a Europa del Norte, en las primeras décadas del
siglo XVI, los mismos valores y un vocabulario similar. El propio Erasmo argumentó que
"el status más feliz es alcanzado cuando todos obedecen al príncipe, cuando el príncipe
obedece las leyes y cuando las leyes responden a nuestros ideales de honestidad y equidad".
Su joven contemporáneo Thomas Starkey ofrece en su Dialogue una explicación semejante
de lo que constituye "el más próspero y perfecto estado que puede alcanzarse y establecerse
gracias a la política y la sabiduría en cualquier país, ciudad o pueblo". Y en la Utopía de
Tomás Moro la figura de Raphael Hythloday insiste también en que, dado que los
habitantes de Utopía viven en una sociedad en la que las leyes incorporan los principios de
la justicia y permiten a todos vivir "tan felizmente como es posible", puede decirse que han
alcanzado el optimus status reipublicae, el mejor estado de una comunidad.

ii.-
Estos tempranos usos de status y sus equivalentes en las lenguas vernáculas fueron luego
modificándose hasta adquirir su significado moderno en un largo proceso. Los
historiadores que se ocuparon de la cuestión generalmente se concentraron en la evolución
de las teorías jurídicas sobre el status de los gobernantes en los siglos XIV y XV. Era raro,
sin embargo, aun para los abogados civiles, utilizar la palabra latina status sin más
precisiones, y semejante barbarismo era virtualmente desconocido para los escritores
políticos. Incluso en los casos en los que encontramos el término status en contextos
políticos, resulta casi siempre evidente que lo que está en cuestión es el estado o posición
de un rey o un reino, y de ninguna manera la idea del estado corno la institución en cuyo
nombre se ejerce el gobierno legítimo. Si quisiéramos rastrear los orígenes de esta
transformación, deberíamos comenzar concentrándonos, más que en los escritos jurídicos,
en los manuales para magistrados de los que ya hemos hablado, y sobre todo, en la
literatura de "espejos para príncipes" a la que con el tiempo esos manuales dieron origen.
Fue en el marco de esta última tradición del pensamiento político práctico que los términos
status y stato comenzaron por primera vez a ser utilizados en formas nuevas y
significativamente extendidas.
Los escritores de manuales para príncipes estaban generalmente preocupados por dos
problemas políticos conexos. Su objetivo más elevado era explicar el modo en que los
gobernantes pueden aspirar a alcanzar el honor y la gloria para sí mismos promoviendo al
29
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

mismo tiempo la felicidad y el bienestar de sus súbditos. Pero su compromiso principal era
con una cuestión política más básica y urgente: cómo aconsejar a los signori de Italia, a
menudo inmersos en circunstancias altamente agitadas, sobre las formas de conservar su
status principis o stato del principe, su estado o posición como gobernantes efectivos de sus
territorios.
Como resultado, el uso del término stato para denotar la posición política de los
gobernantes, junto con la discusión sobre el modo en que esos gobernantes debían
comportarse si deseaban mantenere lo stato, comenzó a resonar en las crónicas y manuales del
trecento italiano. Cuando Giovanni Villani habla en su Istoríe Fiorentine de las luchas civiles
que marcaron a la ciudad durante la década de 1290, observa que tales conflictos iban
dirigidos en gran parte contra el pueblo en su stato e signoria. Cuando Ranieri Sardo, en su
Cronaca Pisana, describe el ascenso al trono de Gherardo d'Appiano en 1399, destaca que el
nuevo capitano seguía disfrutando del mismo stato e governo del que su padre había disfrutado
antes que él. Para el momento en que nos encontramos con El Príncipe de Maquiavelo, de
1513, la cuestión de lo que los gobernantes deberían hacer para mantener su posición
política había llegado a ser el tema principal del debate. Los consejos de Maquiavelo están
casi enteramente dirigidos a los nuevos príncipes que quieren mantenere lo stato, conservar
sus posiciones en los territorios que hubieran podido heredar o adquirir.
Para evitar que su estado o posición se vea alterado en su perjuicio, esos gobernantes deben
ser capaces de satisfacer cierta cantidad de requisitos necesarios para un gobierno eficaz. Si
pasamos a examinar el modo en que esos requisitos fueron formulados y discutidos nos
encontraremos con que los términos status y stato fueron empleados de forma
crecientemente extendida para hacer referencia a estos diversos aspectos del poder político.
Uno de los requisitos para mantener la propia posición como gobernante es, obviamente,
ser capaz de preservar el carácter del régimen político vigente. Así, encontramos los
términos status y stato usados desde muy temprano para hacer referencia no sólo al estado o
condición del príncipe, sino también a la presencia de formas particulares de gobierno. Este
uso, por su parte, parece haber surgido del hábito de emplear el término status para
clasificar los tipos de gobierno descriptos por Aristóteles. La popularización de este
desarrollo ha sido atribuida algunas veces a Tomás de Aquino, dado que existen versiones
de su Expositio de la Política de Aristóteles donde las oligarquías son descriptas como status
paucorum y el gobierno del pueblo como status popularis. Tales usos se extendieron más tarde
al pensamiento político humanista del Quattrocento. Filippo Beroaldo comienza su De optimo
statu con una tipología de regímenes legítimos, hablando del satus popularis, del status
paucorum e incluso, cuando se refiere a las monarquías, del status unius. Francesco Patrizi de
Siena (1412-1494) abre su De regno con una tipología similar, en la que la monarquía, la
aristocracia y la democracia son caracterizadas como diferentes tipos de status. Escribiendo
en la misma época en lengua vernácula, Vespasiano da Bisticci (1421-1498) contrasta el
gobierno de signori con el stato populare, mientras Francesco Guicciardini invoca la misma
distinción una generación más tarde en sus Discorsi sobre el gobierno de Florencia.
También Maquiavelo utiliza stato con el mismo sentido en algunos pasajes de El príncipe,
notoriamente en la apertura del libro, en la que nos informa que "todos los stati, todos los
dominios que han tenido y tienen imperio sobre los hombres, han sido y son repúblicas o
principados".
Por esta época, el término stato se utilizaba también ampliamente para aludir a los regímenes
dominantes. Para cuando llegamos a teóricos como -el amigo de Maquiavelo- Francesco
Vettori, que escribieron en los primeros años del siglo XVI, encontramos estos usos
firmemente consolidados. Vettori utiliza el término stato no sólo para referirse a las
diferentes formas de gobierno, sino también para describir el régimen prevaleciente en
Florencia, el que él deseaba ver defendido.
Un segundo requisito para mantener la propia condición (state) de gobernante es,
obviamente, no sufrir pérdidas ni alteraciones de los territorios gobernados. Como
30
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

resultado de esta preocupación adicional, encontramos los términos status y stato utilizados
como un modo de referirse a las áreas sobre las que un gobernante o magistrado principal
necesita ejercer control. Cuando el autor del Oculus pastoralis exhorta a los magistrados a
velar por el bienestar de sus ciudades, habla de su obligación de mantener suos status.
Cuando los autores del Gratulatio dirigido al pueblo de Padua en 1310 expresan la esperanza
de que la provincia continúe viviendo en paz, declaran que están haciendo votos por la
tranquilidad de todo el status. Y cuando Ambrogio Lorenzetti explica en los versos que
acompañan sus frescos en la Sala de' Nove en Siena que todos los signori deben cultivar las
virtudes, argumenta que así es como ellos han de actuar per governar suo stato. Estos usos
proliferan en las crónicas y manuales del alto Renacimiento.
Cuando Ranieri Sardo quiere describir cómo en 1290 los písanos hicieron la paz en sus
territorios, señala que la tregua se extendió por todo el stato. Cuando Francesco
Guicciardini remarca en sus Ricordi que los franceses revolucionaron el arte de la guerra en
Italia a partir de 1494, produciendo una situación en la que la pérdida de una sola campaña
traía aparejada la confiscación de todas las tierras, describe tales derrotas como
conducentes a la pérdida de lo stato. Lo mismo ocurre en Maquiavelo, quien en El Príncipe
utiliza frecuentemente el término lo stato para referirse a las tierras o territorios de los
príncipes. En el capítulo 3 se explaya sobre los métodos que un príncipe sabio debe
adoptar si pretende adquirir nuevos stati; y en el capítulo 24 se pregunta sobre las razones
por las que tantos de los príncipes de Italia han perdido sus stati en el curso de sus propias
vidas.
Debido, en gran medida, a estas influencias italianas, los mismos usos pueden encontrarse
en la Europa del norte hacia las primeras décadas del siglo XVI. Guillaume Budé, en
L'lnstitution du prince, equipara la amplitud de les pays regidos por César tras su victoria sobre
Antonio con la extensión de son estat. Thomas Starkey en su Dialogue habla sobre la
necesidad de establecer un Consejo en Inglaterra para "representar a todo el state". Y
cuando Lawrence Humfrey, en The Nobles, procura advertirnos acerca del mal
comportamiento de un gobernante que puede fácilmente corromper todo su reino, lo que
nos dice es que sus vicios pueden difundirse "en todo el state".
Como subrayan estos escritores, sin embargo, el requisito más importante para mantener la
propia condición o estado {state) de gobernante es, de lejos, conservar el control sobre las
instituciones existentes dentro del regnum o civitas. Esto dio lugar a la más importante
innovación lingüística que puede encontrarse en las crónicas y tratados políticos del
Renacimiento italiano. La evolución crucial adoptó la forma de una extensión del término
stato pará aludir no sólo a los regímenes imperantes, sino también, y más específicamente, a
las instituciones de gobierno y a los medios de control coercitivo orientados a preservar el
orden dentro de las comunidades políticas.
Vespasiano, en su Vite, habla en varias ocasiones de lo stato, justamente, como un aparato
de autoridad política de ese tipo. En su biografía de Alessandro Sforza describe cómo
Alessandro se condujo en el gobierno de lo stato, y en su biografía de Cosimo de Medici
elogia a Cosimo por reconocer lo difícil que es mantener poder sobre un stato ante la
oposición de los ciudadanos influyentes. Análogamente, Guicciardini se pregunta en sus
Ricordi por qué los Medici perdieron el control de lo stato en 1527, y luego observa que
mantener el control sobre lo stato di Firenze les resultó mucho más difícil que a Cosimo.
También Castiglione deja claro, en su Il Cortegiano, que él entiende lo stato como una
estructura de poder que un príncipe debe controlar y dominar. En el libro 2 se refiere a la
necesidad del cortesano de comportarse "como hombre sabio y prudente" en las
discusiones sobre los stati y al comenzar el libro 4 distingue explícitamente entre las familias
dirigentes y los estados sobre los que ellas gobiernan.
De todos estos escritores de libros de consejos, es Maquiavelo en El Príncipe quien más
consecuentemente distingue las instituciones de lo stato de quienes están a cargo de ellas.
Piensa los stati como poseedores de sus propios fundamentos, y sostiene que cada stato en
31
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

particular tiene sus propias leyes, costumbres y ordenanzas. Tiende en consecuencia a


referirse a lo stato como a un agente independiente, y lo describe como capaz, entre otras
cosas, de elegir cursos de acción y de apelar a la lealtad de sus ciudadanos en épocas de
crisis. Como deja claro en varios momentos, Maquiavelo no cree estar discutiendo apenas,
en El Príncipe, sobre el modo en que los príncipes deberían comportarse. Se ve a sí mismo
escribiendo, en términos más abstractos, sobre el arte del gobierno (dello stato) y sobre cose
di stato o asuntos de estado.
A menudo se ha argumentado que en estas observaciones de Maquiavelo se encuentra ya
una comprensión del estado no sólo como un aparato de poder, sino como un agente cuya
existencia es independiente de aquellos que ejercen su autoridad en un momento
determinado. No hay suficiente evidencia, sin embargo, que apoye esta visión -
originalmente sostenida por Burckhardt- del Renacimiento italiano como el contexto en el
que se modeló la idea moderna del estado. Sin duda, Maquiavelo y sus contemporáneos
realizaron una importante innovación al usar el término stato para referirse a las
instituciones de gobierno y, consecuentemente, a un aparato específico de poder. Sin
embargo, incluso Maquiavelo suele tomarse el trabajo de enfatizar que el poder en cuestión
sigue siendo el poder del príncipe, por lo que al hablar de lo stato se está refiriendo a il suo
stato, al propio estado o condición de gobernante del príncipe. Pese a la importancia de
todos los escritores que se han venido considerando, ninguno de ellos ha concebido nunca
al estado como el nombre de un agente distinguible al mismo tiempo de los gobernantes y
de los gobernados.

iii.- Para rastrear el proceso por el cual el estado, con el tiempo, llegó a ser considerado
como un agente independiente y como la sede de la soberanía, debemos apartarnos de la
literatura política práctica. Necesitamos pasar a considerar, en primer lugar, dos tendencias
superpuestas de la teoría constitucionalista que también adquirieron relieve en el curso de
los siglos XV y XVI.
- Una de ellas es la tradición del republicanismo italiano, una tradición que persistió
en confrontación con la teoría del gobierno principesco durante toda la época del
Renacimiento, dentro y fuera de Italia.
- La otra es la teoría contractualista asociada a los llamados "monarcómacos" o
escritores regicidas de finales del siglo XV.

Comenzando por la tradición republicana, debemos recordar que, como queda ya dicho, el
ideal básico del autogobierno se articulaba en dos idiomas diferentes.
- Uno de ellos era el idioma jurídico de los comentadores de leyes, muchos de los
cuales se dedicaron a adaptar la teoría del imperium del Derecho Romano a las
condiciones de las ciudades-estado italianas.
- El otro era el estilo de escritura más moralista adoptado por los admiradores de
Salustio, Cicerón y los demás defensores de la vera respublica en la antigua Roma.
Como ya hemos visto, éste fue el idioma inicialmente utilizado por los escritores de
tratados para los magistrados de las ciudades, conducido más tarde a nuevos picos de
elocuencia con el florecimiento del republicanismo clásico en el alto Renacimiento.

Si hay algún supuesto básico compartido por estas dos corrientes del pensamiento
republicano es que todo poder corrompe y que el poder absoluto corrompe absolutamente.
Cualquier individuo o grupo, una vez que se le ha concedido soberanía sobre una
comunidad, tenderá a promover sus propios intereses a expensas del bien común. El único
medio para asegurar que las leyes promuevan el bien de la comunidad en su conjunto será,
en consecuencia, dejar que los ciudadanos se ocupen de sus propios asuntos. Si, en cambio,
el gobierno es controlado por una autoridad externa a su comunidad, esa autoridad se
encargará de subordinar el bien de la comunidad a sus propios fines. El mismo resultado
32
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

tendrá, con no menos probabilidad, el gobierno de signori o príncipes hereditarios. En la


medida en que ellos perseguirán en general sus propios fines más que el bien común, la
comunidad perderá otra vez su libertad para actuar en pos de las metas a las que pudiera
querer abocarse.
Esta idea básica se prolongaba en dos direcciones distintas. En primer lugar, se utilizaba
para justificar declaraciones de autonomía cívica y, consiguientemente, para defender la
libertas de las ciudades italianas frente a la injerencia externa. Esta demanda se dirigió
inicialmente contra el Imperio y sus pretensiones de soberanía feudal sobre el Regrium
Italicum. Este tipo de argumentaciones fue desarrollado en detalle por juristas como Azo, y
más tarde, por Bartolo de Sassoferrato, Baldo y sus seguidores en el siglo XIV. Procurando
defender lo que Bartolo llamó "el rechazo de facto de las ciudades de la Toscana a reconocer
a ningún superior en asuntos temporales", desarrollaron una teoría jurídica según la cual el
fundamento último de la soberanía en toda ciudad independiente debe ser la universitas o
sociedad del pueblo como un todo.
Este llamamiento a la Iibertas estaba al mismo tiempo dirigido contra potenciales rivales
como fuentes de jurisdicción coercitiva dentro de las mismas ciudades. Uno de los blancos
era el poder de los feudatarios locales, que continuaban siendo vistos, aún en la época de
los Discorsi de Maquiavelo, como los más peligrosos entre todos los enemigos de los
estados libres. Pero la misma hostilidad se desplegaba, de modo no menos vehemente, ante
las pretensiones jurisdiccionales de la iglesia. La respuesta más radical, expresada por
ejemplo en el Defensor pacis de Marsilio, de 1324, asumió la forma de una insistencia en que
todo poder coercitivo debe ser, por definición, secular, y en que por lo tanto la iglesia no
puede tener ninguna prerrogativa civil. Pero incluso en los primeros tratados sobre el
gobierno de la ciudad, como el de Giovanni da Viterbo, De regimine civitatum, de cerca de
1250, ya encontramos un rechazo a que se conceda voz a la Iglesia en los asuntos cívicos.
La razón, como la expresa Giovanni, es que los fines de las autoridades temporal y
eclesiástica son completamente diferentes. Si la iglesia continúa reclamando poder en
cuestiones políticas, simplemente estará "metiendo su hoz en la cosecha ajena".
La otra dirección en que se desarrolló la idea básica de la tradición republicana fue la de un
argumento positivo sobre el tipo de régimen que había de instituirse para conservar la
libertas. La esencia del argumento republicano es que la única forma de gobierno bajo la
cual una ciudad puede aspirar a permanecer "en un estado libre" es una respublica en sentido
estricto. La comunidad debe retener la soberanía última, asignando a sus gobernantes y
magistrados un estatuto no más elevado que el de funcionarios electivos. Estos
funcionarios deben, por su parte, reconocerse como meros agentes o ministri de justicia, a
cargo de la responsabilidad de asegurar que las leyes establecidas por la comunidad en pos
de su propio bien sean ejecutadas con imparcialidad.
Este contraste entre la libertad de los regímenes republicanos y la servidumbre implicada
por cualquier forma de gobierno monárquico ha sido a menudo considerada la
contribución distintiva del pensamiento florentino del quattrocento. Sin embargo, el supuesto
subyacente de que "un estado libre" sólo puede ser alcanzado bajo una república ya estaba
presente en una cantidad de escritos, muy anteriores, en defensa de las comunas italianas.
Es indudablemente cierto, sin embargo, que el argumento fue desplegado con la mayor
convicción en los años del alto Renacimiento por los protagonistas de las repúblicas
veneciana y florentina. Entre los escritores venecianos, Gasparo Contarini proporcionó la
más conocida declaración sobre el asunto en su De república Venetorum de 1543. Debido al
sistema de gobierno electivo de la ciudad, señala, en el que se mantiene "una combinación
del status de la nobleza y del pueblo", "no hay nada que deba ser menos temido en la ciudad
de Venecia que la posibilidad de que la dirección de la república vaya a interferir con la
libertas o las actividades de los ciudadanos." Entre los teóricos florentinos, Maquiavelo
ofreció, en sus Discorsi, la versión más influyente del mismo argumento. "Es fácil saber",
escribe al comienzo del Libro II, "de dónde le viene al pueblo esa afición a vivir libre,
33
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

porque se ve por experiencia que las ciudades nunca aumentan su dominio ni su riqueza
sino cuando viven en libertad". La causa de ello, continúa, "es fácil de entender: porque lo
que hace grandes las ciudades no es el bien particular, sino el bien común. Y sin duda este
bien común no se logra más que en las repúblicas".
Dos aspectos de esta tradición republicana tienen especial significación. En primer lugar, es
entre estos autores que encontramos por primera vez la afirmación de que existe una forma
diferenciada de autoridad "civil" o "política" que es autónoma, que existe para regular los
asuntos públicos de una comunidad independiente y que no admite rivales como fuente del
poder coercitivo dentro de sus propios territorios. Que encontramos por primera vez -en
otras palabras- la familiar interpretación del estado como el detentador monopólico de la
fuerza legítima. Esta concepción del gobierno civil fue adoptada en Francia e Inglaterra en
un estadio temprano de su desarrollo constitucional. Subyace a su hostilidad frente a los
poderes jurisdiccionales de la iglesia, encontrando su culminación, en Francia, en el
Concordato de 1516, y en Inglaterra, en los supuestos marsilianos que gobernaron la
reforma de Enrique VIII, especialmente el Acta de Restricción de Apelaciones de 1533. El
mismo punto de vista apuntala el repudio, por parte de Francia e Inglaterra, del Sacro
Imperio Romano y sus pretensiones de ejercicio jurisdiccional dentro de sus territorios.
Este firme ataque al ideal del imperio universal había sido ya central en la obra de ciertos
juristas italianos como Andreas de Isernia y Oldradus da Ponte a comienzos del siglo XIV.
Fue su defensa del reino napolitano en su lucha por la independencia frente al Imperio la
que originalmente hizo surgir la sentencia -después recurrentemente invocada- según la
cual Rex in regno suo est Imperator (los reyes ejercen en sus propios territorios toda la
autoridad imperial).
La otra vía por la cual la tradición republicana contribuyó a cristalizar una interpretación
del estado como un organismo independiente fue aún más significativa. De acuerdo con
estos autores, ninguna comunidad puede aspirar a conservarse en un estado libre a menos
que tenga éxito al imponer condiciones estrictas a sus gobernantes y magistrados. Éstos
deben ser siempre electos, deben permanecer siempre sujetos a las leyes e instituciones de
la comunidad que los elige y deben actuar en pos del bien común -y por lo tanto, de la paz
y la felicidad- de los ciudadanos en su conjunto. Como resultado, los teóricos republicanos
ya no identifican la idea de la autoridad gubernamental con los poderes de los gobernantes
o magistrados particulares. Más bien, conciben los poderes del gobierno civil como
encarnados en una estructura de leyes e instituciones cuya administración en nombre del
bien común ha sido confiada a los gobernantes y magistrados. En consecuencia, dejan de
hablar de gobernantes preocupados por "mantener su estado" en el sentido de preservar su
ascendencia personal sobre el aparato de gobierno, y comienzan a usar status o stato como el
nombre de ese aparato de gobierno que los gobernantes tienen la obligación de mantener y
preservar.
Se encuentran ya algunas insinuaciones de esta fundamental transición en los primeros
tratados escritos para los magistrados de las ciudades. En su Trésor de 1266, Brunetto Latini
insiste en que las ciudades deben ser siempre gobernadas por funcionarios electos si se
quiere fomentar el bien commun, y agrega que estos sires, en sus actos públicos, tienen que
respetar las leyes y las costumbres de la ciudad. Tal sistema es indispensable no sólo para
mantener a esos funcionarios en un buen estat, sino también para preservar "el status de la
ciudad misma". Una sugerencia similar puede hallarse en Flore de parlare, escrito por
Giovanni da Vignano en la década de 1270. Una de las cartas modelo de Giovanni,
diseñada para el uso de emisarios en busca de ayuda militar, describe al gobierno de
aquellas comunidades como su stato, y pide apoyo "a fin de que nuestro buen stato pueda
conservarse en prosperidad, honor, grandeza y paz". La misma idea se repite poco después
en Arringhe, de Matteo de' Libri, donde éste elabora un discurso similar para la presentación
de los embajadores, aconsejándoles solicitar auxilio "para que nuestro buen stato sea capaz
de conservarse en paz".
34
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

Es sólo con el último florecer del republicanismo renacentista, sin embargo, que
encontramos los términos status y stato utilizados con total autoconciencia para hacer
referencia a un aparato independiente de gobierno. E incluso en este período, por otra
parte, tal evolución se limitaba mayormente a la literatura vernácula. Consideremos, en
contraposición, una obra como el diálogo latino de Alamanno Rinuccini De libertate, de
1479. El mismo contiene una clásica presentación de la idea de que la libertad -tanto
individual como cívica- sólo es posible bajo las leyes e instituciones de una república. Pero
Rinuccini en ningún momento se rebaja a utilizar el término status para describir las leyes e
instituciones involucradas. Lo mismo sucede con ciertos autores venecianos como Gasparo
Contarini en su De república venetorum. Aunque Contarini tiene una clara concepción del
aparato de gobierno como un conjunto de instituciones independientes de quienes las
controlan, las presenta siempre como las instituciones de la respublica, nunca del status o
estado.
Sin embargo, si volvemos a la latinidad menos pura de algunos escritores como Francesco
Patrizi en su De institutione reipublicae, nos topamos con un cambio significativo. Patrizi
señala que la obligación fundamental de los magistrados es actuar "para promover el bien
común", y argumenta que esto exige de ellos, sobre todas las cosas, que defiendan "las leyes
establecidas" de la comunidad. Y completa la idea diciendo que así es cómo deben actuar
los magistrados si quieren evitar que el status se vea perturbado. Los escritores de lengua
vernácula de la generación siguiente consolidaron firmemente este viraje terminológico. El
Discorso de Francesco Guicciardini sobre el modo en que debían actuar los Medici para
mejorar su posición en Florencia constituye un ejemplo sugestivo. Guicciardini alienta a los
Medici a convocar a su alrededor a un grupo de consejeros leales al stato y dispuestos a
actuar en su favor. El razonamiento por detrás de esta estrategia, dice, es el de que "todo
stato, todo poder soberano, necesita subordinados" que quieran "servir al stato y beneficiarlo
en todo". Si los Medici sostienen su régimen sobre un grupo semejante, podrán establecer
"el más poderoso baluarte y una base para la defensa del stato" que nadie podrá pretender
remover.
Maquiavelo, en sus Discorsi, usa el término stato con una aún mayor convicción para denotar
el mismo tipo de organismo y de autoridad. Es cierto que en gran medida sigue empleando
el vocablo de modo tradicional, para referirse al estado o condición de una ciudad y su
estilo de vida. Incluso cuando utiliza stati en el contexto de la descripción de sistemas de
gobierno, los usos siguen siendo básicamente tradicionales: generalmente está hablando
sobre alguna especie de régimen o sobre el área general o territorio en el que un príncipe o
una república mantiene su influencia. Pero hay varios momentos, especialmente cuando
hace el análisis de constituciones al comienzo del Libro I, en que parece ir más lejos. El
primero es cuando escribe, en el capítulo 2, sobre la fundación de Esparta. Allí enfatiza que
las leyes promulgadas por Licurgo eran autónomas de -y servían para controlar a- los reyes
y magistrados encargados de hacerlas cumplir, y describe la hazaña de Licurgo al crear tal
sistema diciendo que "construyó un stato que duró más de ochocientos años". El ejemplo
siguiente aparece en el capítulo 6, cuando Maquiavelo pregunta si las instituciones de
gobierno en la Roma republicana podrían haberse construido de tal forma de evitar los
tumulti que alteraron la vida política de la ciudad. Plantea la cuestión preguntando "si en
Roma se hubiera podido organizar un stato" sin esa aparente debilidad. El último y más
revelador de los ejemplos se da en el capítulo 18, en el que Maquiavelo considera la
dificultad de mantener un stato libero dentro de una ciudad corrompida. En este caso, no
sólo establece una distinción explícita entre la autoridad de los magistrados bajo la
república romana y la autoridad de las leyes que, junto con esos magistrados, "regulaban la
vida de los ciudadanos", sino que también declara que ese conjunto de instituciones y de
prácticas puede ser mejor descrito como "el ordenamiento del gobierno o, mejor, de lo
stato".

35
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

Se ha observado con frecuencia que, con la recepción del republicanismo renacentista en la


Europa del Norte, comenzamos a encontrar supuestos similares entre los miembros
ingleses y holandeses de "estados libres" a mediados del siglo XVII. Menos a menudo se ha
reconocido que las mismas hipótesis, expresadas en el mismo vocabulario, pueden
encontrarse ya más de un siglo antes entre los primeros escritores que introdujeron
elementos del republicanismo clásico en el pensamiento político inglés. Thomas Starkey,
por ejemplo, distingue en varios puntos de su Dialogue entre el propio estado y "quienes
tienen autoridad y control del estado". La "función y deber" de los gobernantes, continúa
Starkey, es "mantener el estado establecido en el país" sobre el que sostienen su dominio,
"siempre procurando el beneficio de todo el cuerpo" antes que el suyo propio. El único
método, concluye, para "poner por delante el mismo y verdadero bien público" es que
todos, tanto los gobernantes como los gobernados, reconozcan que están "bajo el mismo
gobierno y estado." Las mismas ideas pueden encontrarse en el Short Treatise of Politic Power
de John Ponet, de 1556. También él se refiere a los gobernantes como los responsables de
una función particular y describe la obligación asociada a esa función como la de sostener
el estado, lo que lo lleva a contrastar el comportamiento de "una persona malvada que haya
llegado al gobierno de un estado cualquiera" con el de un buen gobernante, que sabrá
reconocer que ha sido "llamado a tal función por su virtud, para ver al estado en su
conjunto bien gobernado, y al pueblo protegido de perjuicios".
De manera quizás más significativa, encontramos el mismo lenguaje en las traducciones de
la época Tudor de los principales tratados italianos sobre el gobierno republicano. Cuando
Lewes Lewkenor publicó, en 1599, su versión inglesa de De república Venetorum de Gasparo
Contarini, se encontró en la necesidad de un término inglés para traducir el argumento
básico de Contarini de que la autoridad del gobierno de Venecia es inherente al cuerpo
ciudadano de la respublica, al que el Dogo y el Consejo servían apenas como sus
representantes electos. Siguiendo la costumbre humanista habitual, Lewkenor suele
expresar este concepto usando el término "commonwealth", república. Pero al hablar de la
relación entre la commonwealth y sus ciudadanos, prefiere por momentos referirse al "state",
estado. Cuando menciona la posibilidad de dar derechos civiles a mayor cantidad de
ciudadanos, explica que esto sólo puede suceder cuando alguien ha mostrado haber sido
especialmente "obediente hacia el estado". Y cuando discute el ideal veneciano de
ciudadanía, se siente habilitado para aludir en términos incluso más abiertos a "los
ciudadanos, por los que es mantenido el estado de la ciudad".
A pesar de la obvia importancia de estos teóricos, nos equivocaríamos si concluyéramos
que su uso del término status y sus equivalentes en las lenguas vernáculas expresaba una
comprensión moderna del estado como una autoridad diferenciada de gobernantes y de
gobernados. Los escritores republicanos adoptan sólo una mitad de esta doblemente
abstracta noción del poder público. Por una parte, constituyen el primer grupo de
escritores políticos que hablan con plena autoconciencia de una distinción categórica entre
estados y gobernantes, y al mismo tiempo expresan esa distinción como una pretensión
sobre las estructuras independientes de stati, estados, états y states. Pero, por otra parte, no
establecen una distinción semejante entre los poderes de los estados y los poderes de las
comunidades sobre las que éstos ejercen su soberanía. Más bien, por el contrario, todo el
impulso de la teoría republicana se orienta hacia una identificación final entre ambos, lo
que implica un repudio del elemento más distintivo de la corriente central de la teoría del
estado moderno: la idea de que es el mismo estado, más que la comunidad sobre la que éste
ejerce su dominio, el que constituye la sede de la soberanía.
El rechazo explícito de esta última aseveración es un rasgo característico de muchos
tratados escritos en defensa de los "estados libres". Consideremos nuevamente una de las
primeras obras inglesas de este tipo: el Short Tratise of Politic Power de John Ponet. Como
hemos visto, Ponet realiza una clara distinción entre la función y la persona del gobernante,
e incluso utiliza el término "estado" para describir la forma de autoridad civil que los
36
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

gobernantes tienen el deber de sostener. Pero no hace una distinción análoga entre el poder
del estado y el del pueblo. No sólo afirma que "reyes, príncipes y gobernantes reciben su
autoridad del pueblo", sino que insiste en que el poder político más elevado reside en todo
momento en "el cuerpo o estado del reino o república". Encontramos la misma idea
sostenida incluso por los más sofisticados defensores de los "estados libres" en el siglo
XVII. Un buen ejemplo es la obra de John Milton Ready and Easy Way to Establish a Free
Commonwealth, de 1660. Si queremos conservar "nuestra libertad [freedom] y nuestra próspera
condición", argumenta Milton, y establecer un gobierno "para la preservación de la paz y la
libertad comunes", es esencial que la soberanía del pueblo no sea nunca "transferida", sino
"sólo delegada". Las instituciones de gobierno del estado son así concebidas como un
conveniente medio de expresión administrativa de los poderes del pueblo. Como Milton
había enfatizado con anterioridad, en The Tenure of Kings and Magistrates, de 1649, cualquier
autoridad que nuestros gobernantes puedan poseer es tan sólo "confiada a su cargo por
parte del Pueblo, para el bien Común de todos los que lo conforman, en quienes el poder
aún permanece fundamentalmente" en todo momento.

iv.- La segunda de las tradiciones nos remite a los autores llamados monarcómacos o
regicidas, un término injurioso empleado por primera vez por William Barclay en su De
Regno de 1600. Los monarcómacos alcanzaron una súbita importancia en la última parte del
siglo XVI, durante las guerras religiosas en Francia y en los Países Bajos, aunque las raíces
intelectuales de su constitucionalismo se encuentran profundamente arraigadas en la teoría
jurídica y escolástica de las corporaciones. Pocos monarcómacos eran republicanos en el
sentido estricto de que creyeran que el autogobierno es una condición necesaria para la
libertad pública y privada. Generalmente se contentaban con asumir que el derecho del
pueblo a ejercer la soberanía estaría garantizado bajo una forma monárquica de gobierno,
aunque casi siempre agregaban que era necesario asegurarse de que esos monarcas fueran
electos. Escribiendo en un lenguaje más religioso, estaban sobre todo interesados en
reivindicar los derechos de los pueblos, especialmente en condiciones de opresión sectaria,
a resistir e incluso remover a los gobernantes legalmente establecidos si se demostraba que
estaban gobernando tiránicamente. Desde el punto de vista de nuestra argumentación, sin
embargo, la significación de estos autores deriva del hecho de que algunos de ellos se
vieron conducidos a defender a sus correligionarios por medio de la exposición de una
teoría de la soberanía popular.
Los calvinistas franceses fueron acercándose cada vez más a esta posición en la década de
1570, especialmente después de que el gobierno católico ordenara -por orden, según se
dice, de Catalina de Medici- la masacre del Día de San Bartolomé en 1572, en la que fueron
asesinados más de dos mil calvinistas en París, y tal vez diez mil más en las provincias. El
gran documento que resume el espíritu del posterior movimiento de protesta fue la
Vindiciae, contra Tyrannos, casi seguramente escrita por Hubert Languet y Philippe du Plessis
Mornay. El texto fue bosquejado en 1574, inmediatamente después de la publicación de
otros varios tratados hugonotes fundamentales, entre ellos el anónimo Reveille-matin des
Frangois y el Francogallia de Francois Hotman. Luego fue revisado y ampliado para dar
cuenta de las cambiantes circunstancias políticas, y apareció más tarde, en 1579.
En unos pocos años, el persistente esfuerzo en los Países Bajos por librarse del dominio de
España dio origen a una cantidad de tratados similares. Quizás el más importante fue el
Política Methodice Digesta de Johannes Althusius, en el que la autoridad de la Vindiciae es
invocada eh numerosos puntos. El voluminoso tratado de Altusio fue publicado por
primera vez en 1603, cuando él estaba enseñando derecho en la Academia de Herborta
fundada por el Conde Juan de Nassau, y posteriormente fue reeditado en una versión
ampliada en 1610, y nuevamente en 1614. Mientras tanto, una forma afín de
constitucionalismo había sido elaborada por autores católicos, tanto en Inglaterra como en
Francia. Luego de que Enrique de Navarra, un hugonote confeso, se convirtiera en
37
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

heredero del trono francés en 1584, comenzaron a aparecer una serie de tratados
monarcómacos en defensa de la causa católica, siendo el más violento de ellos De lusta
Henricii Tertii Abdicatione (1589) de Jean Bonucher, en el que se encuentran largas secciones
directamente extraídas de la Vindiciae. Y tras la derrota de la Armada española en 1588, un
movimiento católico de protesta similar comenzó a cobrar ímpetu en Inglaterra, donde el
jesuita Robert Persons publicó el más entusiasta de los folletos monarcómacos del período,
su Conference about the Next Succession to the Chrowne of Ingiand, en 1594.
El principio básico de la política, según estos autores, es que todas las personas están, por
naturaleza, libres de sujeción al gobierno. No sólo es evidente, proclama la Vindiciae, que
"un pueblo puede existir por sí mismo, y que precede en el tiempo a cualquier rey", sino
también que "los hombres son libres por naturaleza, no toleran la servidumbre y han
nacido más para mandar que para obedecer". Si se encuentran pueblos viviendo como
súbditos de un gobierno, esto sólo puede deberse a que en cierto momento ellos deben
haber decidido aceptar esa forma de sujeción, y deben haber consentido sus términos
libremente. La instancia ejemplar es el pueblo del antiguo Israel, que pactó con Dios y con
sus reyes establecer una república justa. De esto podemos inferir, declara la Vindiciae, "que
el pueblo constituye a los reyes, los ordena y aprueba su elección por medio de su voto".
Estos autores insisten además en que, en tanto cada miembro individual del pueblo vivió
originalmente en libertad, no podemos imaginarlos entrando en una relación con sus
gobernantes por la cual resignan sus originales poderes de autogobierno. Entregar sus
derechos incondicionalmente, vendiéndose, en realidad, como esclavos, no sólo sería una
evidente irracionalidad, sino que contradiría las leyes de la naturaleza. A partir del hecho de
la libertad originaria del pueblo, los monarcómacos infieren que el contrato de gobierno
debe tener siempre el efecto de imponer límites y condiciones al ejercicio del poder
público. Según la Vindiciae, la unción de David sirve en particular para recordar a nuestros
gobernantes que, aunque es Dios quien los confirma en sus funciones, es "por el pueblo y
para el pueblo que gobiernan". No sólo están "constituidos" por el pueblo, sino que su
autoridad es "conferida por el pueblo", que retiene el derecho de resistir, y de removerlos si
gobiernan tiránicamente.
Debemos resaltar ahora un presupuesto crucial de esta visión sobre el contrato político. Si
una multitud de individuos o de familias en una condición pre-política tienen la habilidad
de pactar con un gobernante electo, sólo puede ser porque tienen la capacidad de formar
una sola voluntad y tomar decisiones con una única voz. El modo habitual de expresar esta
idea era diciendo que tal popuius puede ser considerado como "uno", como una unión o una
forma unificada de sociedad. A veces el argumento era presentado de modo más específico
en la forma de la afirmación -adaptada de la teoría de las corporaciones del Derecho
Romano- de que tal populus puede ser descrito como una universitas. Éste es el término
empleado de modo constante en la Vindiciae, y más tarde en la Política de Altusio, para
expresar la idea de que, como la Vindiciae repite una y otra vez, cualquier cuerpo colectivo
debe ser capaz de actuar "como un todo" al establecer los términos de su sujeción a un
gobierno.
Si un populus puede ser considerado como uno, y de ahí, como capaz de hablar con una
única voz, podemos igualmente describirlo, de acuerdo con estos autores, como portando
el carácter de una persona singular. Bartolo, Baldo y sus seguidores ya habían llegado a esa
conclusión dos siglos antes. Habían comenzado argumentando que un populus puede ser
considerado como una corporación, y por lo tanto como una entidad jurídica distinguible.
Esto los condujo a sugerir que, si un conjunto de personas puede ser diferenciado de este
modo de los individuos que lo componen, entonces el cuerpo debe ser considerado,
legalmente hablando, como una persona. Ésta debe tener la capacidad de actuar por medio
de sus miembros, quienes por su parte deben saber expresar no sólo sus voluntades
propias, sino la voluntad de la persona del populus en su conjunto.

38
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

Este uso del término persona deriva de ciertos usos clásicos, que Thomas Hobbes iría más
tarde a examinar con excepcional agudeza en el Leviatán. Hobbes presenta su análisis en el
capítulo 16, "De las personas, autores y cosas personificadas", una discusión sin parangón en
ninguna de las presentaciones anteriores de su ciencia civil. Que Hobbes consideraba a este
capítulo de especial importancia es algo que queda demostrado por el lugar fundamental
que le otorgó en su argumento: Hobbes cierra con él la Parte 1, usándolo al mismo tiempo
para completar su explicación sobre el mundo de las personas naturales y para preparar el
camino para su exploración del mundo artificial de la política en la Parte.
Hobbes comienza por señalar que la palabra persona empezó siendo una pieza de
terminología teatral, que significaba "el disfraz o apariencia externa de un hombre, imitado
en la escena, y a veces, más particularmente, aquella parte de él que disfraza el rostro". De
utilizarse para denotar, entonces, una máscara, el término pasó a ser usado de modo más
general para aludir a la dramatis persona en una obra, uso según el cual "una persona es lo
mismo que un actor, tanto en el teatro como en la conversación corriente". Finalmente, en
virtud de una obvia extensión metafórica, el vocablo llegó a ser usado para describir las
diferentes funciones y deberes desempeñados por los ciudadanos individuales en la vida
pública, uso éste en el que Hobbes está particularmente interesado:

Personificar es actuar o representar a sí mismo o a otro; y quien actúa por otro, se dice que
responde de esa otra persona, o que actúa en nombre suyo (en este sentido usaba esos términos
Cicerón cuando decía: yo sostengo tres personas: la mía propia, la de mis adversarios y la de los
jueces).

Como Hobbes bien sabía, Cicerón se había aficionado de modo particular a usar persona en
este último sentido. Un ejemplo esclarecedor aparece en el Libro 3 de De officiis, donde
considera las dificultades de un juez que se encuentra tratando un caso en el que uno de sus
amigos está involucrado. Debe tener cuidado, advierte Cicerón, de no hacer nada contrario
a los intereses de la respublica, recordando que cuando asume la persona de un juez, deja
aparte la persona de un amigo.
Fue debido a una subsiguiente extensión metafórica de estos usos que el término persona
adquirió con el tiempo su sentido jurídico, y es este significado el que hallamos en los
escritos de los monarcómacos. La Vindiciae se inspira explícitamente en la consideración de
Bartolo de la persona jurídica en el momento en que describe el contrato ejemplar entre
Dios y el pueblo elegido de Israel. El pueblo fue capaz de realizar tal compromiso porque
"una universitas de hombres representa el papel de, y actúa como, una sola persona".
Análogamente, Altusio, en el Prefacio a su Política, describe al populus como un cuerpo
individual o grupo unificado, que por lo tanto tiene un solo carácter. Su capítulo sobre el
poder de los magistrados agrega que es posible decir de tales "administradores y rectores"
que "representan el cuerpo de la consolación universal o todo el pueblo por el que fueron
constituidos... y representan la persona de aquel en nombre de la república o reino".
El mismo vocabulario se repite de manera aún más destacada entre los sucesores
inmediatos de Altusio, particularmente en la Política Generalis de Johann Werdenhagen, de
1632, una obra publicada en Ámsterdam cuando su autor estaba dando clases en la
Universidad de Leiden. Werdenhagen dedica el Capítulo 6 del Libro 2 a ofrecer una
excepcionalmente completa anatomía de los diferentes "modos" en que puede ser usado el
término persona. Tras discutir la incómoda cuestión de las tres personae de la Sagrada
Trinidad, señala que, en su sexto modo de uso, el término persona "puede ser aplicado no
sólo a un ser humano individual, sino también al conjunto entero del pueblo". Esto lo lleva
a aislar, como su séptimo modo, un uso jurídico distintivo de acuerdo con el cual "una
universitas puede ser considerada, según el derecho, como si fuera una sola persona".
La imagen del pueblo como una persona, y por lo tanto como capaz de consentir los
términos de su propio gobierno, fue utilizada por los monarcómacos para introducir una
39
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

consideración general sobre los poderes requeridos para sustentar reinos y repúblicas.
Escriben sobre el contrato fundacional -el foeduso pactum-como la fuente de una estructura de
instituciones públicas que evoluciona y se solidifica a lo largo del tiempo. Se dice de esta
estructura que incluye un dominium publicum o dominio público, que debe ser lo
suficientemente grande como para cubrir los gastos del gobierno y, sobre todo, de la
defensa. Como explica la Vindiciae aludiendo a Tácito, "la paz no puede sostenerse sin
guerra, ni la guerra sin soldados, ni los soldados sin pago, ni los pagos sin tributos". De ahí
que deba instituirse un dominio público "con el fin de afrontar los gravámenes de la paz". Un
elemento adicional dentro de la misma estructura es el sistema judicial de las cortes y sus
funcionarios, un sistema indispensable, agrega la Vindiciae, si la justicia ha de ser
administrada con imparcialidad y las leyes han de "dirigirse a todos con una y la misma
voz".
Reflexionando en torno a estas instituciones, los monarcómacos invariablemente insisten,
no menos que lo que lo habían hecho los republicanos clásicos, en realizar una fuerte
distinción entre la función y la persona de todo gobernante o funcionario encargado de su
administración. Ningún gobernante puede considerarse como el propietario ni como el
beneficiario del patrimonio público. Como indica la Vindiciae, "un verdadero rey es un
encargado [curator] de los asuntos públicos", de modo que "no puede alienar o dilapidar el
dominio real más que el mismo reino". Tampoco puede imaginarse a un gobernante por
encima de las leyes, ya que su principal obligación es hacer cumplir cuantas leyes el pueblo
haya resuelto que eran necesarias para el reaseguro de su propio bienestar y beneficio.
Como explica la Vindiciae, todo rey es tan sólo "un ministro y ejecutor de la ley", que
"recibe del pueblo las leyes que ha de proteger y observar".
Cuando escriben en latín, estos teóricos suelen describir esta estructura permanente de
instituciones como la estructura del regnum, el reino o república. Cuando lo hacen en las
lenguas vernáculas, en cambio, repiten a veces el lenguaje de los republicanos clásicos y
hablan de esa estructura como de la estructura del estado. Robert Persons usa el término en
el capítulo de su Conference de 1594 en el que describe las leyes de sucesión francesa e
inglesa. El encabezamiento del capítulo declara que, cuando se examina la historia de estas
leyes se está examinando la práctica "de los Estados de Francia e Inglaterra". A lo que
agrega que, cuando se estudian casos particulares, se está hablando de decisiones tomadas
por "the hole state", el estado en su conjunto. El mismo uso se reitera entre los partidarios del
Parlamento cuando estalla la guerra civil inglesa. Cuando Henry Parker, por ejemplo, dirige
sus Observations a Carlos I en 1642, justifica que el Largo Parlamento se haya arrogado la
soberanía en virtud de que "el Estado tiene una Incumbencia Suprema en casos de peligro
público" y de que en Inglaterra el Parlamento es el que detenta la responsabilidad última en
"asuntos de Ley y Estado".
Algunos académicos han inferido que es dentro de esta tradición de pensamiento donde
encontramos por primera vez una comprensión clara del estado como un aparato de
gobierno distinto tanto de los gobernantes como de los gobernados. Algunos han ido
incluso más lejos, argumentando que tal comprensión puede encontrarse incluso en la
teoría de las corporaciones de Bartolo, de donde los monarcómacos sacaron gran parte de
su fuerza intelectual. Hay sin duda algo para decir a favor de estos argumentos. Es verdad
que, al igual que los republicanos clásicos, los monarcómacos separan la función y la
persona del príncipe, a fin de distinguir entre quienes tienen autoridad sobre las
instituciones de una comunidad y esas mismas instituciones. También es cierto que, aun
más claramente que los republicanos, los monarcómacos y sus autoridades jurídicas piensan
la soberanía como la propiedad de una persona jurídica y, de ese modo, la distinguen de los
poderes de cualquier persona natural a la que se pueda haber asignado el derecho a
ejercerla en un momento dado.
Sin embargo, si bien separan a la soberanía de los soberanos, los monarcómacos no
realizan una distinción comparable entre los poderes de la soberanía y los poderes del
40
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

pueblo. Como los republicanos clásicos, abarcan tan sólo un lado de la noción doblemente
abstracta de autoridad estatal. Cuando hacen hincapié en que la soberanía es la propiedad
de una persona jurídica, la persona a la que consideran como portadora de la soberanía es
siempre la persona constituida por el cuerpo colectivo del pueblo, y no el cuerpo
impersonal de la misma civitas o respublica. Encontramos esta idea explicitada con particular
claridad en la Vindiciae. Allí se nos dice reiteradamente que, aunque nuestros gobernantes
son sin duda maior singulis, mayores en poder que cualquier miembro individual del pueblo,
siguen siendo minor universis, menores en poder que el pueblo considerado como un todo.
El cuerpo del pueblo es en todo momento el poseedor del "supremo dominio" y por lo
tanto "el señor de la república". Ni en la Vindiciae ni tampoco en tratados monarcómacos
posteriores, como la Politica de Altusio, encontramos que se haya establecido una distinción
entre los poderes del pueblo como una universitas y los poderes de la misma civitas. El
objetivo es siempre insistir, no menos firmemente que los partidarios de los "estados
libres", en la identidad última entre ambos.

v.- Si queremos identificar el momento en que los poderes del estado fueron finalmente
descritos como tales, y distinguidos no sólo de los poderes de los gobernantes sino también
de los de la comunidad, debemos apartar nuestra atención de los teóricos constitucionales
en los que me he concentrado hasta aquí, y dirigirla en cambio hacia un grupo fuertemente
contrastante de filósofos jurídicos y políticos, que se manifestaron críticamente frente a la
tesis de la soberanía popular, tanto en la forma republicana de una defensa de los "estados
libres" como en la forma jurídica y neo-escolástica de una afirmación de los derechos
inalienables de las comunidades. En otras palabras, debemos concentrarnos en aquellos
teóricos que aspiraban a legitimar las formas de gobierno más absolutistas que comenzaron
a prevalecer en Europa occidental durante primera parte del siglo XVII. Un producto
secundario de sus argumentaciones, y en particular de sus esfuerzos por resaltar que los
poderes del gobierno deben ser otra cosa que la "otra cara" de los poderes de los
gobernados, fue la articulación final y clara del concepto de estado como una persona
distinta y como la sede de la soberanía.
Algunos de estos teóricos se vieron a sí mismos, ante todo, como enemigos de la
perspectiva republicana de los estados libres. Hasta cierto punto, esto es verdad para
Thomas Hobbes, quien en el Leviatán se retracta nítidamente de la admiración que había
expresado en su temprano Elements of Law por las teorías clásicas de la libertad y la
ciudadanía. En los Elements había admitido que Aristóteles "tenía razón" al afirmar que
"ningún hombre puede participar de la libertad, salvo en una comunidad popular". Pero en
el Leviatán ataca con furia a Aristóteles, y con más furia aún a Cicerón y sus seguidores, por
identificar a la monarquía con la tiranía. Llegó a creer que la disposición de las escuelas y las
universidades para inculcar esta calumnia había sido la causa de los ruinosos conflictos
extendidos por todas partes en las repúblicas de Europa occidental.
Para la mayoría de estos escritores, sin embargo, eran los monarcómacos quienes parecían
encarnar la amenaza más grave e inmediata. Es lo que aprendemos de Jean Bodin en sus
Six livres de la république, publicados por primera vez en 1576 y traducidos al inglés en una
fecha tan temprana como 1606. Bodin nos informa que se sintió impulsado a escribir
"cuando percibí en todas partes que los súbditos estaban armándose contra sus príncipes" y
que "estaban saliendo a la luz abiertamente libros" que enseñaban que "los príncipes
enviados a la raza humana por la providencia deben ser sacados de sus reinados so pretexto
de tiranía, y que los reyes deben ser elegidos, no por su linaje, sino por la voluntad del
pueblo". Una de sus principales aspiraciones, explica, es refutar la extendida pero
traicionera opinión "de que el poder del pueblo es mayor que el del príncipe", lo que es
"algo que muchas veces provoca que los propios súbditos se rebelen contra la obediencia
que deben a su príncipe soberano, con graves consecuencias para las Repúblicas."

41
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

Un ataque aún más directo a los monarcómacos fue desplegado poco después por los
escritores sobre la soberanía "de Pont-á-Mousson", cuyos líderes fueron Adam Blackwood
y William Barclay, dos escoceses que enseñaban derecho civil en Francia. Blackwood
enseñó primero en Toulouse y luego en París, mientras que Barclay lo hizo primero en
Bourgues y más tarde en Pont-á-Mousson. Allí se convirtió en colega de Pierre Gregoire, el
autor de otro importante tratado anti-monarcómaco sobre la soberanía, el De República de
1596. Barclay y Blackwood venían fogueados por la destitución de María, Reina de Escocia,
un acto confirmado por el Parlamento Escocés en 1567. George Buchanan había
defendido este procedimiento en uno de los más radicales tratados monarcómacos, su De
lure Regni apud Scotos de 1579, a lo que replicó Adam Blackwood con su Adversus georgii
Buchanani..pro regibus Apologia, que apareció por vez primera en París en 1581. William
Barclay también contestó (mucho menos respetuosamente) a Buchanan, en su De Regno de
1600, un inmenso tomo en el que se acuñó por vez primera el término "monarcómaco", y
que fue la causa por la que su autor fue más tarde identificado por John Locke, en sus Dos
Tratados, como "el gran campeón de la Monarquía Absoluta". Como el título completo de
la obra de Barclay proclama estridentemente, su defensa iba dirigida no sólo contra George
Buchanan, sino también contra el autor de la Vindiciae, contra De lusta Abdicatione de
Boucher, y contra "todos los demás monarcómacos".
Una similar defensa de la monarquía comenzó a cobrar fuerzas en Inglaterra a lo largo de
los primeros años del siglo XVII. Sir John Hayward publicó en 1603 su Answer a la
Conference de Robert Person, y tratados del mismo tipo, escritos por otros abogados civiles,
marcaron las décadas siguientes. Entre ellos se destaca el Discourse de Calybute Downing
sobre el poder civil y eclesiástico, de 1633.
Con el estallido de la guerra civil en 1642, responder a las posiciones monarcómacas se
convirtió en un asunto de una urgencia aún mayor, y con ese propósito comenzaron a
aparecer una cantidad de opúsculos en defensa del poder monárquico. Uno de los más
incisivos fue The Unlawfulnesse of Subjects taking up Armes, de Dudley Digges, publicado
anónimamente en 1643. Digges estigmatiza como "evidentemente falsa" la pretensión de
que los gobernantes sean universis minor, una doctrina que asocia sobre todo con Buchanan,
Hotman, el autor de la Vindiciae y sus contrapartes inglesas, como Henry Parker y otros
partidarios de la causa parlamentaria. Pero sin duda el más importante de los escritores que
atravesaron esta coyuntura crítica como teóricos de la monarquía fue, de lejos, Thomas
Hobbes, primero en 1640 con The Elements of Law, y luego en 1642 con De Cive. Hobbes no
está menos ansioso que Bodin por advertir a sus conciudadanos que -como lo señala más
tarde en el Leviatán con palabras muy cercanas a las de los Six livres- si bien la condición de
sujeción política puede parecer miserable, la peor miseria que pueda ocurrimos como
súbditos "apenas es perceptible si se la compara con las miserias y horribles calamidades
que acompañan a una guerra civil".
Aun siendo fervorosos creyentes en la monarquía, ninguno de estos autores toma el
camino más directo de argumentar contra los monarcómacos que los gobernantes son
simplemente un regalo directo de Dios. Todos ellos concuerdan en que el pueblo debe
haber sido originalmente libre de todo gobierno. Aceptan, en consecuencia, que cualquier
forma legítima de gobierno debe surgir de algún tipo de contrato o convenio. Como
resultado de ello, todos insisten en que los gobernantes legítimos deben ser considerados
personas públicas, obligados a actuar de modo de procurar la seguridad y el beneficio de
aquellos sobre los que gobiernan. Lo que ninguno de estos autores puede tolerar, sin
embargo, es la sugerencia adicional de que el contrato que da sustento a la autoridad de
nuestros gobiernos tiene el efecto de imponer límites y condiciones al ejercicio del poder.
Para los escritores anti-monarcómacos la tarea polémica fundamental es mostrar que esa
pretendida inferencia puede de algún modo ser negada.
¿De qué forma la niegan? Se puede afirmar que exploraron dos posibilidades diferentes.
Algunos respondieron rechazando el argumento monarcómaco según el cual ningún
42
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

pueblo libre habría de dar jamás su consentimiento a un contrato que lo obligue a


abandonar sus poderes y derechos originales. Ésta es, por ejemplo, la principal línea de
ataque adoptada por William Barclay en su De Regno, de 1600. Barclay está de acuerdo en
que es correcto considerar al pueblo como originalmente libre del gobierno. También
acepta que podemos pensarlo como una universitas capaz de elegir a sus gobernantes y de
pactar para establecer los términos de su gobierno. Sin embargo, no ve ninguna razón para
inferir de ello que el contrato resultante deba necesariamente incluir limitaciones para el
ejercicio de la autoridad pública. Apunta que el Digesto dice de modo nada ambiguo que, en
el caso ejemplar del pueblo romano, los términos de la Lex Regia eran tales que el pueblo
aceptó conceder, e incluso abandonar, sus originales imperium y ius. E infiere entonces que
el portador último de la soberanía, en todo reino o república, debe ser la persona pública del
mismo princeps.
En contraste con esta réplica ortodoxa, algunos absolutistas realizaron una jugada diferente
y decisiva, un movimiento que con el tiempo los condujo a abrazar la idea de la soberanía
del estado. Más que cuestionar la naturaleza del contrato negociado por la persona del
pueblo, ellos criticaron la imagen subyacente del pueblo como una persona singular capaz de
negociar los términos de un contrato. Es sólo como resultado del sometimiento al gobierno
-los encontramos argumentando- que un agregado de individuos ha podido alguna vez
convertirse en un pueblo como cuerpo unificado. Jean Bodin, en sus Six Livres, desarrolla
exactamente este argumento cuando realiza su distinción fundamental entre el gobierno de
las familias y el de las républiques. Es sólo la aceptación de la "soveraintie del poder", afirma, la
que une "en un solo cuerpo" a "todos los miembros y partes, y todas las familias" de una
civitas o république. Es un error suponer que el pueblo debe su unidad al hecho de vivir
juntos como miembros de una única sociedad o como habitantes de un mismo lugar. "Pues
no son ni los muros ni las personas las que hacen la ciudad, sino la unión de un pueblo bajo
un poder soberano". En ausencia de una unión semejante, "la misma deja de ser una
república, y por ningún medio puede tampoco perdurar". Más adelante, Bodin subraya su
argumento al analizar el concepto de ciudadanía. Sólo podemos hablar de ciudadanos y
reconocer que han "formado una República", cuando encontramos un grupo de personas
"regido por la potente soberanía de uno o varios gobernantes". Esto es así, insiste una vez
más, porque "un recinto de muros no constituye una ciudad (como muchos han escrito) del
mismo modo que las paredes de una casa no conforman una familia". Lo que hace de una
multitud de individuos "una verdadera ciudad" es sólo la aceptación de su común sujeción
"al comando de sus señores soberanos, y a sus edictos y ordenanzas".
Thomas Hobbes se refiere a Bodin con admiración cuando discute el concepto de
soberanía en The Elements ofLaw, y en el Leviatán avanza en la elaboración de un análisis
notablemente similar del acto de contratar. Como argumenta en el capítulo 17, sólo hay
una vía por la que una multitud puede alcanzar la unidad, y de ese modo actuar como una
sola persona. Y ese camino es el de pactar, cada uno con todos los demás, "conferir todo
su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, que pueda, por pluralidad
de votos, reducir todas sus voluntades a una voluntad". Es sólo así que pueden aspirar a
transformarse, de una multitud con muchos deseos conflictivos, en "una persona", logrando
así "una unidad real de todos ellos en una y la misma persona, instituida por pacto de cada
hombre con los demás". El error de los monarcómacos es, en definitiva, suponer que el
contrato establece los términos de nuestra sujeción, cuando apenas nos señala el nombre
del hombre o la asamblea a la que hemos aceptado someternos.
Más adelante, en los capítulos finales de la Parte 2 del Leviatán, Hobbes reafirma este
argumento. Si se eliminan los derechos esenciales de la soberanía, "la república queda
destruida, y cada hombre retorna a la calamitosa condición de guerra contra todos los
demás hombres". Sin un soberano, el pueblo está tan lejos de ser una universitas que no es
nada en absoluto. "Una república sin poder soberano no es más que una palabra sin
sustancia, y no puede sostenerse". Esto es así, como Hobbes ya ha explicado en el capítulo
43
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

16, porque "es la unidad del representante, no la unidad de los representados, la que hace a la
persona una", y "la unidad no puede comprenderse de otro modo en la multitud".
Un tiempo antes de que Hobbes diera a estos pensamientos su forma definitiva en el
Leviatán, Digges había desarrollado ya una línea de ataque a los monarcómacos semejante
en su Unlawfulnesse of Subjects taking up Armes. Él también comienza sosteniendo que el único
camino por el que una multitud puede "reducirse a una unidad civil", y así actuar a la
manera de una sola persona, es "poniendo por encima de ellos una jefatura, y haciendo de
su voluntad la voluntad de todos". Continúa luego explicando que "esta sumisión de todos
a la voluntad de uno, o esta unión que aquellos han aceptado establecer, debe ser entendida
en un sentido político. Es sólo mediante la creación de una unidad política bajo un
soberano que el pueblo deja de ser una mera multitud. "La fuerza del gobierno, por la que
fueron compactados en uno", es lo que los convierte, de una hostil colección de individuos,
en un pueblo bien ordenado. "Pues el gobierno es un efecto, no de los poderes naturales
divididos de los individuos, sino de que éstos se han unido y vuelto uno por la constitución
civil".
La tesis propuesta por todos estos autores es pues que el acto de someterse a un soberano
es lo que nos transforma de una multitud en una unión, y por lo tanto en una persona.
¿Cuál es entonces el nombre de esa persona? La respuesta de Jean Bodin es que, cada vez
que engendramos una "unión del pueblo" por medio de la aceptación de un soberano, el
nombre de la persona que creamos es état o estado. Bodin se orienta hacia esta
cristalización final del concepto en varios puntos de sus Six Livres, igual que Adam
Blackwood en su Apologia y Pierre Gregoire en su De República. Blackwood prefiere sin
embargo hablar de respublica más que de status, y responde al argumento de George
Buchanan de que todo populus es siempre maior que su rey sosteniendo que "el rey, solo,
carga sobre sí la persona de la respublica como un todo". Pero en Bodin ya encontramos la
palabra etat usada en muchas ocasiones como sinónimo de république, mientras que Pierre
Gregoire usa el vocablo latino status en una forma similar. Gregoire explícita claramente
que cuando un pueblo asume un carácter unificado bajo la soberanía de un gobernante, el
nombre de la unión resultante es "una Respublica seu status". De modo aun más significativo,
Bodin se siente habilitado para referirse en sus Six Livres a l'estat en soi, "el estado en sí", y
para describirlo al mismo tiempo como una forma de autoridad independiente de los tipos
particulares de gobierno y como la sede de la "indivisible e intransferible soberanía".
Vale la pena señalar, además, que cuando Richard Knolles tradujo, en 1606, estos pasajes,
no sólo utilizó la palabra estado en todas estas instancias, sino también en una cantidad de
lugares en los que Bodin había seguido refiriéndose, en un estilo más tradicional, a la cité o
république. Calybute Downing en su Discourse de 1633 y Sir John Hayward en su más
temprana Answer a Robert Persons parecen apuntar a la misma conclusión, aunque la
orientación de sus pensamientos está lejos de ser clara. Downing argumenta que
"sociedades distinguibles y establecidas" sólo pueden esperar prosperar en paz "donde un
Estado se encuentra tan firmemente conformado que todos se están unidos bajo una sola
cabeza". Análogamente, Hayward sostiene que la creación de una estructura efectiva de
gobierno y obediencia requiere "la unión de la autoridad que la comanda". Esta unión,
continúa, está fundada en una fraternidad comunal, "que es la única ligazón de este cuerpo
colectivo", y surge "cuando muchos se enlazan en un solo poder y voluntad". Más adelante
sugiere que la unión creada por esta fraternidad puede ser mejor descrita como la unión del
estado. Los soberanos reciben su autoridad para "ejecutar este poder superior del estado", y
son presentados al pueblo por "las leyes del Estado".
En contraste con estas vacilantes observaciones, Dudley Digges se refiere sin titubeos al
estado como el nombre de la institución que creamos mediante el acto de someternos al
gobierno. Primero lo hace al defender la afirmación de que el estado "tiene el poder total
de restringir la facultad de resistir, a fin de preservar el orden y la tranquilidad pública". Es
evidente que ésta debe ser una obligación de todos los súbditos, porque lo que hace el
44
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

poder supremo, es decir, el Estado (en relación con aquellas cosas en las que consiste su
supremacía), es en verdad el acto de todos, y nadie puede encontrar causa de queja porque
le disguste lo que él mismo hace. Esto es además necesario, porque sin esto la esencia y ser
del Estado serían destruidos.
Digges confirma luego su análisis de forma llamativamente concisa, al argumentar la
supremacía de aquellos que detentan la soberanía: "lo que hace que el Estado sea uno es la
unión del poder supremo". Es posible que Digges escribiera con cierto conocimiento de
los Elements of Law de Hobbes, donde éste había señalado como uno de sus mayores
descubrimientos que la persona que engendramos al someternos al gobierno es la persona
de la ciudad o república: "El error concerniente al gobierno mixto procede de la falta de
comprensión de lo que quiere decir la expresión cuerpo político; la cual no significa la
concordancia, sino la unión de muchos hombres. Pero aunque en los estatutos de las
corporaciones subordinadas una corporación sea declarada persona jurídica, sin embargo
esto no se toma en cuenta dentro el cuerpo de la república o de la ciudad, ni tampoco han
observado tal unión los innumerables escritores que han tratado de política".
Es verdad que Hobbes, en este pasaje, aún se refiere a la república más que al estado, y que
continúa hablando en estos términos en varios puntos del Leviatán. En su capítulo "De las
leyes civiles" habla de la "persona civitatis, la persona de la república" y a continuación explica
que la razón por la que una asociación civil es generalmente "llamada una República" es
que "está constituida por los hombres unidos en una persona". Algo sorprendente en la
composición del Leviatán, sin embargo, es que, a medida que se desarrolla el argumento de
Hobbes, éste se refiere cada vez más al poseedor de la soberanía, no como a la persona de
la república (commonwealth), sino como a la persona del estado (state). Cuando analiza "las
leyes y la autoridad del Estado civil", en la Parte 3, nos informa que la soberanía es "poder
en el Estado", y que esta forma de poder se encuentra expresada en "las leyes civiles del
Estado". A lo que agrega, cuando expone su crítica a la vana filosofía en la Parte 4, que
quienes "disfrutan del beneficio de las leyes" están "protegidos por el poder del Estado
civil".
Hobbes confirma este modo de entender la soberanía estatal cuando se ocupa, en la Parte 3
del Leviatán, del pretendido poder de las iglesias sobre quienes ejercen el poder soberano.
Distingue allí, coherentemente, "la función pastoral" y "el poder en el estado civil",
argumentando que todo verdadero soberano debe ser reconocido como "quien gobierna
las dos cosas, el Estado y la religión" establecida en ese estado. En consecuencia, insiste
continuamente en que los curas y los pastores reciben su autoridad "del Estado civil".
Están "sujetos al Estado" y no poseen un poder "distinto de aquel del Estado civil".
Hobbes no es el primer filósofo en hablar de la persona del estado como la verdadera
portadora de la soberanía, pero puede afirmarse que es el primero en reconocer en toda su
amplitud las dificultades conceptuales generadas por esta nueva comprensión de las cosas.
Es porque a él se debe el claro reconocimiento de estos problemas, y por la naturaleza de la
respuesta que les dio, que Hobbes puede ser quizás considerado el primer filósofo que
enunció una teoría enteramente sistemática y autoconsciente sobre el estado soberano. El
problema inicial de Hobbes es explicar cómo es posible que la persona del estado sea la
auténtica portadora de la soberanía si, como él admite, el estado "no tiene voluntad" y "no
puede hacer nada" por su propia cuenta. Hobbes presenta su respuesta en el capítulo 16 del
Leviatán mediante la introducción de lo que él describe como su teoría de la acción
atribuida. El estado puede ejercer el poder soberano porque está representado por un
soberano cuyas acciones pueden ser válidamente atribuidas al estado. El soberano es un
actor que representa el papel del estado y actúa así en su nombre. Las acciones ejecutadas
por el soberano en su facultad pública pueden por eso ser atribuidas al estado, y son de
hecho (por atribución) acciones del estado. Así es como resulta que, aunque el estado "no
es más que una palabra", es sin embargo el nombre de la persona que posee el poder
soberano, según resume Hobbes en el capítulo 26, su capítulo sobre el concepto de ley
45
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

civil. Por una parte, el estado o república "no es nadie, ni tiene capacidad de hacer nada
sino por su representante". Pero, por otra parte, desde el momento en que el estado o
república "prescribe y ordena la observación de aquellas reglas que llamamos leyes", el
auténtico legislador es el estado o la misma república.
El otro problema de Hobbes es cómo distinguir la representación de la tergiversación de la
autoridad estatal. ¿Qué es lo que habilita a un soberano a afirmar, cuando ejecuta una acto
de poder soberano, que ese acto puede ser atribuido propia y válidamente a la persona del
estado? Hobbes responde en el capítulo 16 del Leviatán introduciendo su fundamental
concepto de autorización, y, más específicamente, de ser el Autor de una acción ejecutada
por otro. Cuando los miembros de una multitud acuerdan, cada uno con el otro, entregar
sus poderes conjuntos a un soberano, realizan dos acciones al mismo tiempo: Al convenir
quién será el soberano dan nacimiento a la persona del estado, y simultáneamente autorizan
a su soberano a actuar en nombre del estado. Como resultado, ellos permanecen como los
Autores de todas las acciones del soberano, y de de ahí (por atribución) de las acciones del
estado. La validez de los actos del soberano, por lo tanto, proviene del hecho de que tales
actos son a su vez los de todos y cada uno de los miembros de la multitud. No tiene
sentido que los miembros de la multitud cuestionen las acciones de su soberano, pues al
hacerlo están simplemente criticándose a sí mismos. "Quien se queja de injuria por parte
del soberano, protesta contra algo de lo que él mismo es autor, y de lo que, en definitiva,
no debe acusar a nadie sino a sí mismo".
Con estos argumentos, Hobbes puede finalmente ofrecernos su definición formal de una
república o estado:

Un estado es "una persona de cuyos actos cada uno de los miembros de una gran multitud, por
pactos mutuos realizados entre sí, se ha vuelto el autor, a fin de que pueda usar la fuerza y los
medios de todos ellos como lo crea conveniente, para su paz y defensa común".

De modo más claro que cualquier escritor anterior sobre el poder público, Hobbes enuncia
la doctrina según la cual la persona jurídica que yace en el corazón de la política no es ni la
persona del pueblo ni la persona oficial del soberano, sino más bien la persona artificial del
estado.

vi.- Se puede así sostener la idea de que la autoridad política suprema, como la autoridad
del estado, fue originariamente el resultado de una teoría particular sobre la asociación civil,
una teoría al mismo tiempo absolutista y secular en sus lealtades ideológicas. Esta teoría fue
a su vez el producto del primer gran movimiento contra-revolucionario en la historia de la
Europa moderna, el movimiento de reacción contra las ideologías de la soberanía popular,
inicialmente desarrolladas en las guerras religiosas holandesa y francesa y luego
reformuladas durante el levantamiento constitucionalista inglés de mediados del siglo XVII.
No es sorprendente, por lo tanto, encontrar que tanto la ideología del poder estatal como la
nueva terminología empleada para expresarla sirvieron para provocar una serie de dudas y
críticas que nunca se han acallado totalmente.
Algunas de las hostilidades iniciales provinieron de los teóricos conservadores, ansiosos por
defender el venerable ideal de un roí, une foi, une loi. Estos autores repudiaron cualquier
sugerencia de que los objetivos de la autoridad pública debieran ser de carácter puramente
civil, y buscaron restablecer una relación más cercana entre la lealtad eclesiástica y la lealtad
estatal. Algunos pretendieron además dejar claro que los soberanos están ubicados en un
rango mucho más elevado que el de meros representantes, e insistieron en que los poderes
del estado deben ser entendidos como inherentes a ellos, y no a la persona del estado.
Mucho de la hostilidad inicial, sin embargo, provino de los teóricos radicales que buscaban
reafirmar el ideal de la soberanía popular en lugar del de la soberanía del estado. Los
autores contractualistas de la siguiente generación, incluyendo a John Locke y a algunos de
46
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

sus admiradores, como Benjamín Hoadly, intentaron evitar por completo la terminología
del poder estatal, prefiriendo hablar de "gobierno civil" o "supremo poder civil".
Compartiendo similares suspicacias, los llamados republicanos mantuvieron su lealtad al
ideal clásico de la república autogobernada a lo largo de gran parte del siglo XVIII,
evitando asimismo el vocabulario del poder estatal en favor de seguir hablando de las
asociaciones civiles y repúblicas.

Dada la importancia de estas ideologías rivales, es notable la velocidad con la que la


concepción hobbesiana del estado consiguió establecerse en el corazón del discurso
político en toda la Europa occidental. Quizás la más clara reflexión sobre esta aceptación
pueda encontrarse en el intento de Louis de Jaucourt de sintetizar el conocimiento
existente sobre el asunto en el artículo que escribió para la Encyclopédie, en 1756, bajo el
título de L'état. Allí leemos que "el estado puede definirse como una sociedad civil por medio
de la cual una multitud de hombres están unidos bajo la dependencia de un soberano".
Luego de esta definición, continúa una presentación reconociblemente hobbesiana de la
distinción entre un estado y un mero agregado de individuos:

"Esta unión de muchas personas en un solo cuerpo, producida por el concurso de las
voluntades y de las fuerzas de cada individuo, distingue al estado de una multitud. Ya que
una multitud no es más que un agregado de varias personas, cada una de las cuales tiene una
voluntad particular, mientras que el estado es una sociedad animada por una sola alma que
dirige todos sus movimientos de una manera constante en pos de la utilidad común".

Jaucourt admite que, si el estado ha de ser animado de esta forma, necesita un soberano
que actúe en su nombre. La capacidad del estado para seguir existiendo depende de "el
establecimiento de un poder superior" por medio del cual "esta unión de voluntades
individuales se conserve en paz". Sin embargo, los poderes asignados a ese soberano siguen
siendo los poderes del estado, que puede así "considerarse una persona moral distinguible,
de la que el soberano es la cabeza y todos los individuos, los miembros". De acuerdo con
esto, el estado es visto, nuevamente, como el verdadero representante de la soberanía, el
poseedor de "ciertos derechos distinguibles de los de cada ciudadano individual, y que
ningún individuo o grupo de ciudadanos puede arrogarse".
Para esta época, la idea del estado como sede de la soberanía comenzaba a ser aceptada
incluso por los escritores sobre jurisprudencia ingleses. Quizás el ejemplo más singular lo
ofrecen los Commentaries on the Laws of England de Sir William Blackstone, cuyo primer
volumen apareció en 1765. La discusión inicial de Blackstone sobre "el verdadero fin e
institución de los estados civiles" repite nítidamente a Hobbes. "Un estado", declara
Blackstone, "es un cuerpo colectivo, compuesto por una multitud de individuos unidos por
su seguridad y conveniencia, y que intentan actuar juntos como un solo hombre".
Blackstone continúa luego subrayando la dificultad que su análisis hace aparecer: si el
estado va a actuar como un solo hombre, "debería actuar según una voluntad uniforme",
pero como las comunidades políticas "están formadas por muchas personas naturales, cada
una de las cuales tiene su voluntad e inclinaciones particulares, estas variadas voluntades no
podrán ser reunidas por ningún lazo natural". La única solución, repite Blackstone, es que
los miembros de la comunidad se conviertan en una persona singular por la vía de
remplazar sus voluntades individuales por la voluntad de un soberano representativo.
Deben intentar, "mediante el consentimiento de todas la personas, someter sus propias
voluntades privadas a la voluntad de un hombre, o de una o más asambleas de hombres, a
quienes se confíe la autoridad suprema". Actuando de esta forma, pueden esperar hacer de
su falta de unidad natural algo bueno instituyendo, la unión puramente política del estado,
una unión en la que el soberano es e! representante, en tanto que la unión en sí misma se
mantiene como la sede de la soberanía.

47
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

vii.-
La revolución conceptual hasta ahora bosquejada produjo como resultado inmediato una
serie de repercusiones en los vocabularios políticos más amplios de los países de Europa
occidental. Una vez que el término estado fue aceptado como la principal categoría del
discurso político, varios otros conceptos y argumentaciones presentes en el análisis de la
soberanía debieron ser revisados, y en ciertos casos abandonados. Para completar este
análisis, es preciso examinar el proceso de desplazamiento y redefinición que acompañó al
afianzamiento del concepto del estado como una persona artificial y como sede de la
soberanía.
Un concepto que sufrió un importante proceso de redefinición fue el de obediencia
política. Un súbdito o subditus tradicionalmente debía obediencia a su soberano como un
noble subordinado. Pero con la aceptación de la idea de que la soberanía no reside en los
gobernantes sino en el estado, esa idea fue reemplazada por la perspectiva familiar de que
los ciudadanos deben su lealtad al propio estado. Esto no quiere decir que aquellos que
originalmente esgrimieron este argumento hayan tenido la menor intención de abandonar
la referencia a los ciudadanos como subditi o súbditos. Por el contrario, los primeros
teóricos del estado mantuvieron una fuerte preferencia por esta terminología tradicional,
usándola como un medio para combatir tanto la tendencia monarcómaca a hablar de la
soberanía de la universitas como la afirmación republicana clásica de que debemos hablar
únicamente de civitates y cives, de ciudades y sus ciudadanos. Hobbes, por ejemplo, en su
primer trabajo publicado sobre la ciencia civil, declara con su habitual astucia que está
escribiendo "sobre los ciudadanos": De Cive. Sin embargo, uno de sus más importantes
argumentos polémicos es el de que, como lo expresa la traducción inglesa, "todo ciudadano,
así como toda persona civil subordinada" debería considerarse propiamente "súbdito del que
tiene el poder sumpremo".
Hobbes está completamente de acuerdo con sus adversarios radicales, sin embargo, cuando
continúa argumentando que los ciudadanos ("esto es, súbditos") no deberían considerar su
obediencia como algo que deban a las personas naturales que ejercen el poder soberano.
Los monarcómacos ya habían insistido en que, como lo había señalado Hotman, los
poseedores de cargos bajo una monarquía deben ser considerados como cancilleres del
reino, no del rey, y como servidores de la corona, no de la persona que la lleva. Hobbes
elabora el mismo argumento cuando declara con mucho énfasis, en De cive, que todos y
cada uno de los súbditos deben obediencia absoluta no a la persona de su gobernante, sino
más bien a la misma civitas como "una persona civil" y por lo tanto como la sede del poder
supremo.

Otro concepto íntimamente conectado que sufrió una transformación parecida fue el de
traición. Mientras la idea de obediencia estaba asociada al acto de rendir homenaje, el delito
de traición se vinculaba con el comportamiento desleal hacia el señor soberano. En el caso
de Inglaterra, todavía regida por el Estatuto de 1350 en el que la traición había sido
definida como el crimen de proyectar o imaginar la muerte del rey, los jueces ciertamente
comenzaron a ampliar cada vez más ese significado original. Pero el objetivo en casi todos
los casos era establecer un concepto de la traición como una ofensa cometida contra el rey
en el desempeño de sus funciones.
Frente a ello, los escritores políticos obligados a combatir contra sus predecesores
comenzaron a modular la perspectiva de la traición como un crimen, no contra el rey, sino
contra el estado. Una vez más, es Hobbes quien instituye la nueva idea de modo más
inequívoco. En la versión inglesa del De cive, al final de su análisis sobre el dominio, señala
que los culpables de traición son aquellos que se rehúsan a cumplir con los deberes "sin los
cuales el Estado no puede mantenerse". Más adelante, en el Leviatán, da por supuesta esta
idea al observar, en el capítulo 28, que quien comete traición se expone a ser castigado
48
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

"como enemigo de la República", y al agregar, en su "Resumen y Conclusión", que un espía


puede ser definido como alguien que actúa como un "enemigo del Estado".

La aceptación de la soberanía estatal tiene también el efecto de devaluar los elementos más
carismáticos del liderazgo político, que habían sido antes de fundamental importancia para
la teoría y la práctica del gobierno en toda la Europa occidental. Entre los supuestos que
fueron desplazados, el más importante fue la pretensión de que la soberanía está
conceptualmente conectada con su exhibición, que la majestad sirve en sí misma como una
fuerza ordenadora. Incluso Maquiavelo sigue asumiendo que un gobernante puede esperar
recibir protección de la maestá dello stato combinando su pompa y su capacidad para
mantener su estado. Sin embargo, a esas creencias sobre el carisma asociado a la autoridad
pública les resultó imposible sobrevivir luego de la transferencia de aquella autoridad a una
institución impersonal. Era posible, sin duda, transferir los atributos de la majestad a los
representantes del estado, permitiéndoles inaugurar oficialmente las sesiones del
parlamento, gozar de funerales de estado y de una capilla ardiente, etc. Sin embargo, una
vez que llegó a aceptarse que incluso las cabezas del estado son simplemente portadores de
un cargo, la atribución de tanto fasto y aparato a meros funcionarios comenzó a parecer no
sólo inapropiada, sino absurda, un asunto de pura ostentación más que de genuina pompa.
Esta consideración fue elaborada por primera vez por los defensores de los "estados libres"
en su urgencia por enfatizar que, según las palabras de John Milton, los gobernantes nunca
deberían ser "elevados por sobre sus hermanos" sino "caminar por las calles como los otros
hombres".
Una consecuencia de distinguir la autoridad del estado de la de sus agentes fue, entonces, la
ruptura de la antigua conexión entre la presencia de majestad y el ejercicio de poderes
magnos. Pero para concluir con el más contundente rechazo de las antiguas imágenes del
poder, y con la visión más nítida del estado como una autoridad puramente impersonal,
nada mejor que volver otra vez a Hobbes. Al discutir estos conceptos en el capítulo 10 del
Leviatán, Hobbes despliega la idea de un poder efectivo de absorber cualquier otro
elemento tradicionalmente asociado con la nociones de honor y dignidad públicas. Tener
una dignidad, declara, es simplemente tener un "cargo de mando"; ser considerado
honorable no es más que "un argumento y signo de poder". Aquí, como en todas partes, es
Hobbes quien habla por primera vez, de manera sistemática y no apologética, en el tono
abstracto y uniforme del teórico moderno del estado soberano.

49
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

50
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

-TEMA 4-

PASIONES E INTERESES:
EL NACIMIENTO DE LA SICOLOGÍA POLÍTICA.

i.- En las profundidades de la guerra civil-confesional francesa, Michel de Montaigne y Pierre


Charron descubrían un universo ignorado, habitado por estímulos secretos, derivados de
pequeñas vanidades y ambiciones mezquinas, que trasforma la imagen que el hombre podía
tener de sí mismo, y esboza una imagen renovada, más oscura y corrupta si se quiere, pero
también más compleja y grandiosa, que había de reconocerse y con la que culturalmente había
que hacer las cuentas.

ii.- Triple derivación:


a.- Apertura laica de un discurso sobre el hombre que centra su interés en los mecanismos
psicológicos y en los procesos emotivos sin recurrir a las nociones de culpa y pecado.
b.- También un filón de la cultura confesional reacciona en esos términos: aquella veta
teológica de formación agustiniana que, en su profunda implicación en la promoción de un
proceso de renovación ética e intelectual, enlaza muchos capítulos de su historia a los largo
del Seiscientos con la historia de la cultura laica. Desde luego, autores como Jansenio y su
escuela, que contemplan la historia del cristianismo como un largo proceso de contaminación
entre la lógica humana y la espiritual, no dejaban de detectar en el análisis introspectivo de
Montaigne una herramienta de suma utilidad para diseccionar las miserias humanas y así fijar la
base sobre la que articular con más propiedad un discurso de la redención humana.
c.- E incluso el propio lenguaje regio muestra cierta porosidad ante los postulados de esa
renovada ciencia del hombre. Podía asimilar sus propuestas como instrumento de
dominación política y así conjugarlas con las exigencias formales del absolutismo. En un
enlace simple y de trazo grueso, el descubrimiento en el hombre de unas pasiones, unos
sentimientos y unos rasgos conflictivos anteriormente desconocidos, permite a ciertos
teóricos de la política monárquica apuntalar su predicado sobre la necesidad de un poder
fuerte y de una legislación rigurosa

iii.- El camino que emprenden los moralistas sobre la base de esa nueva aunque todavía
embrionaria ciencia de la naturaleza humana es sin embargo otro bien distinto. Cualquier
convergencia de fondo con la retórica monárquica es impensable: lo impide, ante todo, que
esos cultivadores de la filosofía moral no sólo renuncian a las categorías de patria y ciudadano
como nudos conceptuales y argumentales de sus construcciones teóricas. También liquidan la
concepción tradicional que venía identificando y equiparando el concepto de poder con el
concepto de servicio y que así otorgaba a los gobernantes un aura de superioridad ética.
Partiendo de la nueva cartografía pasional concluyen que los únicos, verdaderos e
inconfesables motivos que mueven a los hombres a implicarse en la vida política y pública
son la ambición y el interés. Vinculan la participación política activa sobre una pasión y un
principio, la utilidad, que nada tiene que ver con la honestidad y la integridad ética y moral.

"Las más grandes y ambiciosas acciones que deslumbran nuestros ojos son representadas por
los políticos como los efectos de grandes designios éticos y morales, pero con suma frecuencia
no son sino el mero efecto y resultado del dictado de las pasiones humanas en la búsqueda del
interés propio". (La Rochefoucault).

"No hay máscara más engañosa que la sagacidad de los hombres que se erigen en reformadores
del siglo. La mayor parte de estos reformadores tienen sus propios valores y sus propios
intereses, y solo actúan en función de sus cábalas y ambiciones”. (Saint-Evrenemont).

51
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

iv.- Crisis del canon arístotélico; rechazo de la concepción aristotélica del hombre como zoom
politikon, y la correlativa elevación a la categoría de certeza indiscutible del papel decisivo que
juegan las pasiones, comenzando por el interés privado y la ambición particular, en lo que
antes se entendía como noble y natural dedicación a la política.
La sustitución de la patria y el ciudadano por el individuo como sujeto de reflexión, y el
abandono de la concepción del zoom politikom precipita el reconocimiento de un complejo
panorama pasional y el descrédito en la consideración de la política. Ese descrédito de la
política se traduce también de inmediato en un abandono de la más pura reflexión teórica
sobre la política. Con la caída del zoom politikon, de la vocación natural del individuo hacia la
política, también se desmorona así la posición primaria que correspondía a la política en el
cuadro de la reflexión ética y filosófica de raíz aristotélica. Su lugar pasaba ahora a estar
ocupado por una óptica psicológica y antropológica de naturaleza privada.
La llave para desentrañar los secretos de la historia no se buscaba ya en la política sino en la
sicología humana.

v.- Unas posiciones filosóficas deliberadamente apolíticas así comparecen en la escena europea.
El desplazamiento del interés moral y la inquietud filosófica desde los dominios de una ética
comunitaria hacia el territorio de la ética individual sólo se entiende fructífero si se acompaña
del aislamiento de una vida política en la que ahora no se reconoce sino la concurrencia de las
más oscuras y profundas pasiones humanas.
No obstante, y esta es la clave del asunto, lo que ese propio y premeditado posicionamiento
apolítico inaugura es también una perspectiva de contemplación y comprensión de la política
radicalmente novedosa. La nueva ciencia del hombre, la nueva investigación de la sicología
humana, alumbra una nueva filosofía política por ese preciso motivo: si el renovado
conocimiento de las pasiones induce a adoptar una posición apolítica para mejor preservar la
regeneración moral, esa deliberada posición filosófica apolítica encerraba en sí misma un
marcado perfil político: se comienza a analizar el origen y la propia finalidad del poder
político desde una óptica nunca antes asumida. El orden político monárquico, durante tanto
tiempo contemplado y valorado en clave moral, sólo se entiende y justifica en términos
desnudos de funcionalidad y utilidad. De un plumazo así se liquida toda la retórica tradicional
que define y comprende la vida política como el cauce supremo de perfeccionamiento ético
individual y colectivo.
Tan renovado presupuesto de comprensión del orden político no desemboca en una crítica
del orden establecido, en una confrontación abierta con la lógica del poder absoluto que
desgrana el lenguaje regio. Esa lógica en realidad podía asumirse. Pero en unos términos muy
singulares y propios. Mientras que la cultura cercana a la Corona procura asentar el poder
absoluto sobre un pedestal ético y sagrado, los intelectuales heterodoxos la vinculan con
criterios de pura utilidad privada: en su razonamiento el poder político fuerte sólo se justifica
por su capacidad para generar y garantizar un orden pacífico de convivencia, para blindar por
tanto un orden garante de los intereses individuales.

“Los hombres han fundado la sociedad por un espíritu de interés particular”. (Saint-
Evrenemont)

“No es el propósito de los legisladores ni de ninguna sociedad civil promover que todo el
mundo contribuya al bien de la comunidad con su trabajo, sino que no haya ninguna persona a
la que esa comunidad no le sea útil y provechosa, única razón por la que el hombre se
enorgullece de pertenecer a cualquier comunidad” (La Mothe Le Vayer).

vi.- La ley positiva dejaba de ser el reflejo de un canon ético objetivo para figurarse sin más
como elemento de armonización de los intereses particulares. Si el concepto de justicia que
había acuñado la versión aristotélico-tomista para distinguir a un rey de un tirano era el grado

52
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

de ajuste entre la ley positiva y una paradigma ético objetivo, la ley natural, el criterio bien
distinto que aplicaban los moralistas para valorar la ley y el gobierno era el de la utilidad. La
profunda revisión del concepto de obediencia política que deriva de ello es evidente: la
obediencia política ya no tenía ninguna justificación sagrada y ética sino puramente utilitaria.
La obediencia política era ya, sin más, una cuestión de interés.

vii.- Se empieza a intuir que la nueva ciencia del hombre podía constituir un instrumento
excepcional de análisis para la reflexión política. Francois Senault -De l´ussage des passions,
(1641)- afirma que la acción política es indisociable del atento estudio de las pasiones
humanas. Pero será Thomas Hobbes quien tas recibir de la cultura francesa los elementos
fundamentales de la nueva ciencia psicológica, los sistematiza y elabora toda una teoría
política radicalmente nueva.

“Los principios de la política derivan del movimiento de la mente, y el conocimiento de los


movimientos de la mente deriva de la ciencia de los sentidos y los pensamientos”. Hobbes, De
Corpore.

Este enunciado encierra, sin duda, una gigantesca revolución conceptual en materia política.
Semejante planteamiento rompía una doble amarra:
a.- con la filosofía política tradicional, apegada desde la época clásica a los principios de una
ética objetiva.
b,. y con la cultura política heterodoxa por antonomasia, con el maquiavelismo, consagrado
siempre a la disección de los mecanismos intrínsecos de la acción de gobierno, con su
decidida vocación de sumergirse en los secretos de la política, en los arcana imperii.

viii.- Moviéndose entre la sicología y la política, Hobbes asienta como fundamento de su


teoría política una inclinación inmodificable de la naturaleza humana:

“Cualquier placer del ánimo consiste, o en la vanidad, o si se quiere, en la presunción, que


también conduce en última instancia a la vanidad; todos los placeres proceden o remiten a la
esfera de los sentidos, y como tales pueden todos reunirse bajo la noción de lo útil. Por tanto,
cualquier pacto social se contrae, o por utilidad o por ambición, por amor propio y no por
amor del prójimo”. Hobbes, De Cive.

La ambición y la propia utilidad así se proclaman como los dos rasgos determinantes y
siempre presentes en la conducta política humana. Todo el discurso tradicional de la caridad,
del vínculo amoroso que infunde la caridad y el amor del prójimo, desaparece de una escena
que ahora, en términos políticos, se entiende poblada por seres egocéntricos, guiados por el
amor propio y el interés, con el potencial conflictivo que ello entraña y que es el que reclama
la comparecencia del Leviathan como garante del orden.
Las nuevas bases antropológicas sobre las que Hobbes anclaba la política precipitaban la crisis
de la ética religiosa pero también la crisis de los valores propios de la ética clásica y
renacentista, de unos valores encabezados por el mito recurrente del amor a la patria que ahora
se disolvían ante la clave utilitarista de comprensión humana.
Es más, puestos a ubicar la cuestión sobre una base absolutamente novedosa, la imagen de un
hombre siempre guiado y apegado a su interés y utilidad también reducía a cenizas los restos
de aquella cultura aristocrática medieval que consagra el valor inigualable de los actos
desinteresados como la muesca de distinción del comportamiento de la nobleza.
Más que un ser brutal y agresivo, que es el estereotipo que se nos ha trasmitido del
pensamiento de Hobbes, era una especie de Narciso el sujeto que así se descubre en unas
obras que reconocen al amor propio como la categoría crucial con la que la política debía hacer
sus cuentas.

53
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

ix.- En el contexto francés de mediados del Seiscientos, los primeros que perciben las
implicaciones de la nueva antropología de cuño hobbesiano son algunos pensadores de
formación epicúrea, que reconocen en los impulsos utilitaristas humanos, tan naturales como
indestructibles, una imagen a la que aferrarse en su rechazo de valores como el sacrificio, la
abnegación o la anulación de uno mismo, que tan importante papel desempeñaban en la
tradición apologética cristiana. No obstante, son los pensadores estoicos los que en verdad
desarrollan la noción hobbesiana del amor propio y la conducen hasta sus últimas
consecuencias.

“Esta fuera de toda duda la tesis de los jurisconsultos que defienden que nuestra voluntad no es
nunca pura y limpia cuando mira y aspira un bien ajeno, que afirman que el amor propio anima
todas nuestras acciones, que el interés es el alma de nuestras empresas y que sólo nos
implicamos en la defensa de un bien público cuando el mismo converge con nuestro bien
particular. Un soldado sólo lucha por su Patria para salvar lo que él posee, y sólo teme la
destrucción del Estado porque eso implica su propia ruina”. Antoine Le Grand, Les caracterès de
l´homme sans passions

De este modo y manera, en materia política, el interés y el amor propio, asumen ya de forma
decidida el papel que tradicionalmente se le venía otorgando a la noción ética del amor a la
patria.

"nadie se debe enorgullecer de un gran amor a la patria, pues éste, bien entendido, no es sino
un verdadero amor propio"
"El mundo es una cita de todas las pasiones. No hay persona que no las posea y que no siga
directa o indirectamente su dictado en todo lo que dice y hace. Una asamblea de gentes que se
dicen sabias, hábiles y experimentadas no es sino una asamblea de pasiones sabias, hábiles y
experimentadas: ¿cuántas intervenciones en estas asambleas apelan al bien público aunque
secretamente se inspiran y se orientan al bien particular de aquel que habla?. La Corte: centro y
reducto de todas las pasiones, las más puras y las más peligrosas. El palacio: asamblea de
pasiones, de las pasiones más vivas, más violentas y furiosas". Saint-Evrenemont.

x.- Con sus buenas dosis de escepticismo, las premisas antropológicas sistematizadas por
Hobbes prendían entre los moralistas franceses laicos pero también, e incluso con más fuerza,
en los círculos de la cultura jansenista. La matriz agustiniana del jansenismo facilitaba el
desembarco de los postulados hobbesianos. La conocida tesis de los dos amores que
desarrolla San Agustín en la Ciudad de Dios, y que tan importante es para el jansenismo, la de
la fractura entre el hombre que ama a dios como si fuera él mismo, y el que se ama a sí mismo
como si fuera Dios, inducía a profundizar en el universo mental del hombre corrupto,
dominado por un insensato amor de sí mismo, para mejor comprender la obra de rescate
operada por la gracia.
Por decirlo de otro modo, la antropología hobbesiana servía al jansenismo para fijar con más
precisión los dos planos que reconocía en la historia humana: el del “hombre sin Dios” que
dirá Pascal, y el de la comunidad de los elegidos. Y es el propio Pascal el que nos proporciona
quizás el mejor exponente del grado de madurez que alcanza en manos jansenistas la
concepción egocéntrica y conflictiva, por agresiva, de la naturaleza humana:

“En una palabra, el yo tiene dos cualidades: es injusto en sí, en la medida en que se convierte en
el centro de todo; y es incomodo para los demás en aquello que les afecta, pues cada yo es el
enemigo y pretende ser el tirano de los demás”.

Este es, sin duda, el mejor resumen de los dos argumentos capitales con los que se manejan
los moralistas franceses del Seiscientos: la imagen del egocentrismo humano forjada por

54
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

Hobbes en el De Cive, y la plena convicción de que se había de aceptar su proyección


dramática: la inevitable existencia de un germen de conflictividad política y social ignorado
por la tradicional retórica interesada por el hombre.

“el amor propio es el amor de uno mismo y de todas las cosas para sí mismo; convierte a los
hombres en idólatras de sí mismos y los trasforma en tiranos de los demás si la fortuna les
proporciona los medios”. (La Rochefoucault).

Ese era el elevadísimo punto de pesimismo antropológico que alcanza en el Seiscientos la


literatura moral francesa. El punto en el que sólo la alargada sombra de un poder fuerte, y de
una justicia rigurosa, parecía capacitada para preservar el orden social y garantizar el equilibrio
político.

xi.- Pero esa embrionaria ciencia del hombre encerraba una energía sumamente dinámica capaz
de generar una óptica política nuevísima; una óptica de contemplación de la política
desprovista además de aquella inicial declinación de signo absolutista. No es además nada
sorprendente, visto lo visto, que sea un jansenista, Pierre Nicole, quien arrastre y extraiga de la
investigación sicológica hobbesiana, de su noción de amor propio, los elementos fundamentales
con los que la cultura francesa del Seiscientos acuña finalmente un poderoso instrumento de
renovación de la esfera de comprensión de la política. Partiendo de las tesis de Hobbes,
Nicole ante todo llama la atención sobre un componente especialmente complejo del amor
propio que reduce y desactiva su vena conflictiva: la voluntad de ser amado. En uno de los
textos más interesantes y decisivos para nuestro argumento, titulado De la civilización cristiana,
Nicole afirma que la convivencia y el orden civil es el fruto de este sutil pliegue del amor
propio: predica así que en el hombre es tan fuerte la ambición de ser amado y admirado que
se convierte en la verdadera razón que lo conduce a comportarse en términos de altruismo,
civismo y equilibrio.

“El fundamento de la convivencia civil es una especie de comercio del amor propio en el que
todos procuran alcanzar el amor y la admiración de los demás”.

xii.- Si la noción hobbesiana de amor propio conducía necesariamente a la contemplación de


un horizonte social y político dominado por la dinámica del conflicto, para Nicole todo ese
potencial conflictivo del amor propio se concentra en el interior del propio individuo, en las
entrañas de su naturaleza egocéntrica. Nicole cambia entonces los conceptos y cambia los
nombres: promueve un giro semántico y arroja sobre el tapete los términos de amor propio
iluminado e interés bien entendido, motivos básicos de la posterior reflexión política ilustrada, del
debate sobre la racionalización del interés individual.
Pero lo verdaderamente significativo de su obra y su planteamiento es que descubre y sitúa en
el amor propio el manantial de una pacífica convivencia, gracias a un proceso de
autocontención sicológica que invita al individuo a cultivar la virtud civil como simiente de su
propia gloria. Partiendo por tanto de idéntico principio, el amor propio, contrapone a la
imagen hobesiana del conflicto una serena armonización de los perfiles egocéntricos
individuales que hace lógicamente innecesario la comparecencia del Leviathan, de aquel duro
poder político que venía contemplándose en la óptica hobbesiana.

xiii.- Se abre entonces, por vez primera en la historia, la posibilidad de un orden civil y
político, ordenado, libre y equilibrado, sin la necesidad de recurrir a la fuerza directiva de un
poder monárquico fuerte y de unas leyes divinas y humanas. Y nadie detecta mejor las puertas
que se podían abrir con aquella llave que Pierre Bayle.
La mera lectura de la voz Hobbes del Diccionario histórico-crítico de Pierre Bayle es el testimonio
más limpio de la admiración que siente por sus planteamientos políticos, pues allí reconoce y

55
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

proclama abiertamente que el análisis hobbesiano de la sicología política es el embrión de


cualquier trabajo y aproximación al problema de la ley y de la organización política. Sobre ese
apego, sin embargo, Bayle marca las distancias. Ante todo niega dos puntos determinantes del
discurso de Hobbes: por un lado, que la razón pueda desempeñar siempre una decisiva
función directiva; y por otro, que la lógica y disciplina que derivan de los principio éticos y
religiosos, y de las disposiciones jurídicas y políticas, sea capaz por sí misma, de soportar y
preservar el orden político.
Bayle se aleja así del Leviatán y lo hace recurriendo a los esquemas de Pierre Nicole: sostiene
que el componente agresivo y pasional del individuo encuentra su límite, no en la ley y el
poder fuerte del soberano, sino en la propia ambición de obtener la estima, el afecto y el
reconocimiento de los demás individuos. Aquí está la simiente de una hipotética sociedad de
ateos, de una sociedad desprovista de fundamentación confesional que se vislumbra pacífica y
ordenada en la medida que rige como norma de comportamiento la inevitable propensión del
amor propio individual a buscar una forma de convivencia y ajuste con los demás individuos
para así alcanzar una plena realización personal.

xiv.- Es más, Bayle supera incluso los planteamientos de Pierre Nicole. No solo entiende que
el amor propio constituye un factor de equilibrio y ordenación de la vida civil: ante todo, y
eso es lo verdaderamente novedoso de su pensamiento, Bayle descubre en ese amor propio,
un factor y una fuente indispensable para el progreso. Y en ese momento, cuando Bayle
vincula las pasiones y el progreso, cuando cifra en el amor propio el combustible ideal para
generar progreso y alimentar el desarrollo económico, en ese preciso momento, se puede
decir que Bayle ha dejado ya sentadas y asentadas la materia y los conceptos con los que en
toda Europa se había de discutir sobre la política durante el crucial tiempo de la Ilustración.

56
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

-TEMA 5-
LAS VISIONES DE LA SOCIABILIDAD HUMANA:
DEL LEVIATÁN A LA ILUSTRACIÓN POLÍTICA.

1 - El Leviatán, el nuevo Derecho Natural y el cosmopolitanismo ilustrado

i.- Hacia la mitad del siglo XVII, la misma Europa que una vez estuviera confesional e
intelectualmente unida se hallaba dividida en dos grandes zonas claramente diferenciadas: un
norte mayoritariamente protestante y un sur mayoritariamente católico. La Reforma había
privado a Europa de su antigua identidad y certeza. Pero la Reforma también lanzó al mundo
cristiano a una sucesión de crisis cuyo objetivo último, de un modo u otro, ha sido siempre el
mismo: hallar algo que sustituya al viejo consenso cristiano. No se trataba de cuestionar la
existencia de Dios, ni que tuviera un plan para este mundo o que pudiéramos llegar a conocer
algo de este plan mediante la atenta lectura de la Biblia. Sobre todo esto todavía había un
cierto consenso. Lo que ocurría es que la idea de la comunidad cristiana ya no podía seguir
actuando como garantía del conocimiento. Al mismo tiempo, el creciente flujo de
información que llegaba desde América, Asia y África acerca de sociedades que mantenían
estilos de vida distintos del europeo, parecía privar al mundo –social y políticamente
hablando– de toda su coherencia y estabilidad anterior.
La respuesta a este cataclismo intelectual supuso la recuperación de una nueva veta escéptica,
una veta que traería consigo una nueva revolución en el pensamiento, que esta vez nos
llevaría a la ruptura con el ideal universalista del viejo mundo europeo. El resultado es
conocido: una nueva perspectiva con relación a todas las formas posibles de conocimiento se
abrió paso. Se trataba de una perspectiva basada en la observación directa y que rechazaba
todas las anteriores. Bien es verdad que este rechazo era sobre todo retórico: se trataba de
trazar una línea de demarcación con el pasado, de liberarse de la historia. El sujeto humano se
convirtió en el único punto de referencia obligado; el famoso ego cartesiano que venía a
sustituir a la perspectiva de la comunidad cristiana. Pero, al mismo tiempo, deshacerse de la
historia y, sobre todo, de la tiranía de los libros antiguos exigía dar una respuesta urgente y
decidida a eso que se dio en llamar “el reto de Carneades” (en honor a uno de los escépticos
más moderados de la antigüedad). Y la respuesta a Carneades tomó una de las dos formas
siguientes: la primera se asocia con lo que se llamó la “filosofía mecanicista” del siglo XVII;
mientras que la segunda tiene mucho más que ver con la Ilustración del siglo XVIII.

ii.- En el primer caso, que podemos llamar epicureísmo1, la respuesta se asocia de varias
maneras a los filósofos ingleses Thomas Hobbes y John Locke y al humanista holandés Hugo

1 Apunte conceptual sobre el pensamiento escéptico, epicúreo y estoico.


a) Los escépticos creían que la inteligencia humana no podía llegar a alcanzar ningún conocimiento
ciertamente incuestionable sobre nada en el mundo. Evidentemente, una postura semejante traía
consigo ciertas complicaciones prácticas. Como observó David Hume, él no tenía dificultad alguna en
poner todo en cuestión mientras permanecía encerrado en su estudio; pero si salía de casa estaba
obligado a aceptar que aquello que encontraba a su paso era, de hecho, lo que oía y veía con sus
sentidos. Su misma supervivencia física dependía de ello. Es por esto que, aun tomando como punto
de partida el escepticismo, no quedan más que dos caminos prácticos a seguir: o bien se acepta que la
única forma de vida razonable es aquella que respeta una cualquiera de las tradiciones ya conocidas
(pues si es cierto que ninguna de estas tradiciones puede darse por verdadera, tampoco podemos decir
que una sea más falsa que otra y cualquier intento de transformación, además de costoso, supondría
un inútil intercambio entre una posible verdad o falsedad y otra posible verdad o falsedad) o bien se
acepta que la vida sólo puede discurrir siguiendo lo que la experiencia enseña a cada individuo a través
de los sentidos y que,aunque no hay forma de probar que la información que se deriva de los sentidos
es cierta, siempre será menos sospechosa de faltar a la verdad que las aserciones basadas en las
opiniones de otros.
57
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

Grocio. Cada uno a su manera, los tres destacaron el mismo hecho, a saber: que lo único
seguro en un mundo sin certezas sobre las opiniones recibidas y sin posibilidad alguna de una
nueva revelación, es que los hombres desean evitar el dolor, y de modo muy especial el dolor
que conduce a la muerte. Como dejó bien claro Grocio en 1604/5, el amor es “el primer
principio de todo el orden natural”. Pero este amor es “una fuerza y una acción dirigida sobre
todo a la defensa del interés propio”. A partir de aquí podía sostener que las leyes primarias
de la naturaleza no eran –como habrían dicho antes los católicos– preceptos de sociabilidad
(“ama a tu prójimo como a ti mismo” y “compórtate con los demás tal y como desearías que
ellos se comportasen contigo”) sino que eran preceptos de un nuevo tipo, preceptos del tipo
siguiente: “es lícito que todo hombre defienda su vida y evite todo aquello que pueda dañarle”
o “es lícito adquirir y conservar para uno aquellas cosas que son útiles para la vida”.
Desde esta perspectiva las virtudes morales cristianas quedaban reducidas a un núcleo
mínimo, algo que ningún hombre razonable podía rechazar bien fuese cristiano o pagano,
europeo, hotentote o azteca. Del mismo modo se veía atomizada la comprensión humana de
la naturaleza. Los rasgos determinantes del mundo sólo podían llegar a salir a la luz
desbastando primero el conjunto y prescindiendo después de todos los sobrantes. Al
concentrarse en un único aspecto de la identidad humana a expensas del resto, autores como
Hobbes y Grocio habían logrado, en efecto, deshacerse de la visión anterior que siempre
quiso captar primero el todo (empezando por la idea de Dios o la naturaleza) y sólo más tarde
se ocupaba de la individualidad humana. Ahora, en cambio, el aspecto irreducible y el
principio de toda la investigación era el agente humano, un ser único e irrepetible. Dios seguía
jugando un papel principal pero siempre de conformidad con la doctrina protestante sobre la
gracia, esto es, como fuente última de autoridad. En la versión anterior, la versión católica, los
seres humanos eran considerados –según la fórmula de Aristóteles– seres sociales por
naturaleza. Eran zoa politika: animales hechos para vivir en la polis. La sociedad era su medio
natural, como el agua para los peces. Más allá de la polis –de acuerdo con la conocida máxima
aristotélica– sólo los dioses y las bestias podían existir.
Pero la polis había sido creada para algo mucho más importante que la protección o la mera
conveniencia de los hombres, su fin último era la consecución de la vida buena. Hobbes y

b) Los epicúreos –por el contrario– sí que sostuvieron que los seres humanos sabían algo con
certeza. Al menos, ellos creían saber que todos los seres humanos temen por igual el dolor y que todos
disfrutan con las cosas buenas de la vida. Una vida buena, por tanto, era aquella que minimizaba el
dolor y maximizaba el placer. Si alguien quería alcanzar este estado óptimo, era muy recomendable
tener presente que todas las emociones humanas proceden, al fin y al cabo, del interés personal y que
la existencia más segura de todas –y, por tanto, también la más placentera–consistiría en una renuncia
(o distanciamiento) con relación al propio mundo. Para el verdadero epicúreo, de todos modos, la
presencia de los otros, la amistad, era de vital importancia para el individuo. Por eso insistían en que el
lugar ideal para vivir era siempre la comunidad más pequeña posible entre todas las viables. Y de ahí
también la importancia que los epicúreos daban al jardín.
c) Los estoicos mantuvieron que el ser humano no se caracteriza precisamente por su dimensión
individual, como pensaban los epicúreos, sino que todos los individuos formamos parte de un mismo
cosmos viviente y, por tanto, que sólo se puede dar sentido a nuestras vidas individuales mirando al
mismo tiempo al conjunto de la naturaleza. Esto mismo llevó a los estoicos a rechazar la idea de que
pudiera hacerse cualquier clase de distinción dentro de la categoría de lo humano (la más importante
de todas era la distinción entre cuerpo y alma), insistiendo, al mismo tiempo, en que tampoco tenía
mucho sentido una división entre los distintos pueblos del mundo. Lo que hoy llamamos
“cosmopolitismo” tiene sus orígenes en estas creencias. Por último, partiendo de esta premisa (es
decir, que todo acto humano debe ser considerado como parte de un conjunto más amplio cuyos
designios son siempre en provecho último de la humanidad), construyeron su propio ideal del “sabio
estoico”: un ser capaz de contemplar su propio sufrimiento como un aspecto insignificante dentro de
un plan infinitamente superior.

58
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

Grocio rechazaron esto. El hombre –dijeron– no podía ser sociable por naturaleza. La
evidencia empírica que les proporcionaba su propio mundo volvía este principio impensable
en la práctica. El hombre se convertía en un ser sociable por un acto de su voluntad. Todas
las sociedades humanas –en lugar de ser entidades naturales– eran fruto de una creación
artificial y habían sido impulsadas a partir de un deseo de autopreservación. La sociedad no
era natural, sino artificial. Es el fruto de un impulso de creación humana. Y es justamente por
esto por lo que la sociedad puede llegar a adoptar distintas formas, en el entendido de que
siga cumpliendo –claro está– con su función básica de protección. Más aún, el hombre, por el
hecho mismo de crear ‘lo social’, no llega a realizarse como tal. Al contrario, lo que ocurre es
que abandona una vida de plena libertad. Pero lo hace porque su vida anterior, lejos de ser
una vida de placer, hasta el momento –según la conocida descripción de Hobbes–, sólo ha
resultado ser una vida “sucia, embrutecida y corta”. Es fácil ver, por tanto, que el objetivo de
esta creación es algo más modesto que la realización de eso que llamamos “la vida buena”.
Para que esta idea resultase plausible, todos estos escritores empezaban con una narrativa
histórica: la historia de cómo la humanidad había abandonado su condición natural, lo que
también dio en llamarse “el estado de naturaleza”. Este tipo de narrativa existía desde antiguo.
Sin embargo, las narrativas de Ovidio o Hesíodo (incluso la del propio libro del Génesis) eran
relatos acerca de la expulsión del hombre de un mundo en el que se encontraba en total
armonía con la naturaleza y con los dioses (o con Dios). Es decir, eran relatos que describían
una pérdida irreparable.
Las nuevas versiones, por el contrario, describían un avance considerable. Incluso en las
versiones de Rousseau o de Vico, el estado de naturaleza, que podía significar una condición
sumamente deseable, era al fin y al cabo una condición en la que los hombres no podían ser
considerados, propiamente hablando, seres humanos. Como observó Kant respecto a las
elegantes descripciones de Diderot sobre las venturosas vidas de los tahitianos, éstos vivían
como ovejas, es decir, que no habrían podido dar una razón de por qué se esforzaban en vivir
en absoluto. La historia que para los herederos de Aristóteles había sido una narrativa de
progreso hacia un fin determinado siguió siendo una historia de progreso; la diferencia estaba
en que ahora se presumía un comienzo sumamente despreciable.
Es fácil entender por qué esta visión fue caracterizada como epicúrea tanto por sus
partidarios como por sus detractores. Y no es que Grocio o Hobbes tuvieran mucho que
decir acerca del placer. Pero sus filosofías descansaban en la necesidad de construir un mundo
que fuese capaz de eliminar cierto tipo de dolor. Políticamente hablando, ambos
proporcionaron –o, al menos, eso parecía a sus contemporáneos– una alternativa firmemente
realista frente a un mundo que se encontraba en un estado casi permanente de guerra civil.

iii.- La segunda respuesta frente al reto escéptico adoptó una visión algo menos reductora de
la naturaleza humana. De nuevo, se trataba de una reacción frente a un mundo en cambio. La
Paz de Westfalia de 1648 puso fin a la Guerra de los Treinta Años y significó un cambio
radical en el paisaje político europeo. Supuso, de una forma efectiva, una barrera
infranqueable para todo futuro conflicto confesional en Europa. El resultado práctico fue una
nueva Europa de naciones, o así se creyó entonces, que traería consigo una nueva era de paz.
Parecía haber más motivos para la esperanza, y con ello más razones para abrazar una visión
más optimista sobre la condición humana y su historia
La figura más influyente fue aquí la del jurista sajón Samuel Pufendorf. Pufendorf parecía
ofrecer una salida frente al imposible cientificismo de las visiones grociana y hobbesiana en
torno a las fuentes de la sociabilidad humana. Todo ello, además, sin tener que abandonar la
premisa básica de ambos –una premisa que para entonces ya parecía incuestionable–, es decir:
que el hombre está hecho de tal forma que siempre pensará antes en su propio bienestar que
en el de los demás y que todas las sociedades humanas no surgen de la aplicación de un
sentido innato sino que son creaciones de un acto de voluntad.

59
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

El tratamiento que Pufendorf dispensa a la sociedad en sus orígenes es muy similar al de


Grocio o Hobbes. Pero mientras Grocio y Hobbes consideraban que las sociedades eran
creaciones artificiales –que pueden evolucionar técnicamente pero carentes de atributos
morales, y no sólo en sus términos iniciales sino también en su evolución posterior–,
Pufendorf, que acepta que son el resultado de la acción humana, piensa que una vez
establecidas estas sociedades se constituyen en personas morales, cada una –según sus
palabras– “como una persona indivisible dotada de inteligencia y voluntad y capaz de realizar
acciones peculiares y distintivas de las de otros individuos”. Mediante uno o más actos de su
voluntad, la humanidad habría conseguido hacer realidad no un ser “artificial” sino un ser
“natural”, un ser dotado de sus propios atributos morales. El hombre de Pufendorf estaba
predispuesto por naturaleza a la benevolencia para con las otras criaturas de su especie.
Pufendorf creía que una sociedad que no estuviera basada en el mutuo reconocimiento no
podría permanecer unida, especialmente ahora que había desaparecido el puntal ofrecido por
un código religioso universalmente aceptado.
El mismo Pufendorf describió la distancia que le separaba de Hobbes y Grocio en términos
de la oposición entre epicureísmo y estoicismo. “La premisa básica a partir de la cual deduzco
la ley natural” –escribió en respuesta a uno de los críticos de su obra principal, De iure
naturae et gentium (1672)– “está en oposición directa a las teorías de Hobbes; pues mientras
que yo me sitúo muy cerca de la razonable teoría de los estoicos, Hobbes, por el contrario,
nos ofrece un refrito de las teorías de los epicúreos”.
Aquí comienza la Ilustración. Hay, por descontado, un número importante de formas muy
obvias en las que, sea lo que sea aquello que decidamos llamar la “Ilustración”, ésta estará
siempre en deuda con la Stoa. El imperativo categórico, sin ir más lejos, tiene afinidades
evidentes con la versión estoica de la virtud. Y también ocurre algo muy parecido con la
noción más amplia de “autonomía” que arranca con Thomasius, Leibniz y Wolff, para llegar
finalmente a Kant, pues todos sabemos que, a pesar de sus también obvios fundamentos
epicureístas, esta noción de autonomía está más claramente en deuda con la concepción
estoica del sabio.
Lo que Pufendorf quería decir con la expresión “razonable teoría de los estoicos” creo que
era, sin embargo, algo muy diferente. En cierto modo, se daba por supuesto que el estoicismo
tenía dos aspectos distintivos aunque igualmente correlativos. Uno de estos era la idea de
autocontrol construida a partir de la imagen de la persona que es capaz de soportar
desafiantemente todos los sufrimientos imaginables como algo exterior a sí misma. Por otro
lado, sin embargo, se daba por supuesto que el único modo en que podíamos lograr el
desapego necesario de nuestras pasiones era la insistencia sobre la indivisibilidad de la persona
y el lugar necesario de la humanidad en el mundo. El ser humano era una parte integral de la
naturaleza. Como cada una de las partes individuales de un mismo ser humano, incluyendo el
alma, el hombre existe sólo en conjunción con el resto de las otras partes. El considerarnos a
nosotros mismos como seres “independientes y aislados de otros seres” –había escrito
Epicteto– sería como pensar en tu pie como un pie sólo cuando está limpio.

«Pero si consideras que es un pie, y no algo desconectado del resto del cuerpo, será
necesario que algunas veces lo utilices para pisar el polvo y otras para caminar sobre los
abrojos y otras deberás cortarlo por el bien del cuerpo entero; y si llegado el caso se
negara, entonces no sería un pie».

De este modo el estoicismo proporcionaba una visión integradora de cuerpo y alma, así como
de la inseparabilidad de humanidad y naturaleza –en particular con relación al mundo social
que ella misma había creado–, algo que volvía absurdo –por imposible– el cálculo requerido
por el individuo hobbesiano. Esto fue lo que Adam Smith –un escritor cuya visión de los
movimientos de los mercados está fundada en la idea estoica de la armonía última del mundo
natural– describiría después como “el inmenso tejido de la sociedad humana, a cuya

60
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

construcción y mantenimiento –por así decirlo– ha estado orientado en este mundo el


particular y cariñoso cuidado de la naturaleza”.
Pufendorf coincidía con Grocio y Hobbes en que la autopreservación era la primera
obligación humana; pero lo mismo decían los estoicos. Cualquier ser humano que no se
amase a sí mismo, decía Pufendorf, sería una amenaza para el resto de la especie. Con todo y
eso, el deber de autopreservación era sólo el primer paso. El segundo exigía aceptar que los
seres humanos existen únicamente como individuos complejos, que sólo existen como parte
de un todo, nunca como individuos atomizados. Esto último, que se corresponde con lo que
los estoicos llamaban oikeiosis, implicaba una necesaria conciencia interna del yo, es decir, la
humana habilidad para captar el mundo externo como una forma de sensación internalizada.
Por eso Pufendorf podía insistir en que una agresión sobre la identidad de la persona era tan
peligrosa como una agresión física sobre su cuerpo:

«El hombre es un animal que no sólo está intensamente interesado en su propia


preservación, sino que también posee un fino y primigenio sentido acerca de su valor
como hombre. Apartarse de esto es causa de no menores perjuicios corporales y
materiales. En el nombre del hombre mismo yace ya una cierta idea de dignidad, de
modo que la respuesta más efectiva a la insolencia y a los insultos es decir: ‘Mira; no soy
un perro, sino un hombre como tú’».

Aquí, en la necesidad recíproca de reconocimiento entre los hombres había una visión de la
psicología humana que hacía ridículo el tipo de cálculo presupuesto en las concepciones
grociana y hobbesiana del individuo. También era ridícula la idea de desbrozar la naturaleza
en busca de las partes determinantes de la realidad despreciando sus sobrantes. La naturaleza
y el lugar del hombre en ella formaban un solo conjunto; y de ahí el que sólo pudiera
comprenderse como tal. “En el universo todo está unido”, escribió Diderot con entusiasmo.
“Esta verdad –continúa Diderot– es uno de los primeros pasos dados por la filosofía, y fue
un paso de gigantes… Todos los descubrimientos de la filosofía moderna vienen a reforzar
esta misma proposición”. Fue este aspecto del estoicismo lo que permitió a los teóricos
sociales de la Ilustración restaurar en la imagen de la identidad humana algunas de las
inclinaciones naturales hacia el bien que los herederos de Hobbes parecían haberle negado,
sin tener que retroceder por ello hasta Aristóteles y su zoon politikon, o bien hasta las
virtudes morales aristotélico-tomistas con la que esta vieja noción tenía tanto en común.
Un retorno al estoicismo tenía además otra ventaja para los escritores del siglo XVIII. El
hombre había sido definido por Aristóteles como una criatura de la polis y su historia
colectiva era la historia del Estado. El propio Aristóteles se había señalado con su abultada
caracterización de todos los “bárbaros” (todos los que no eran griegos y, por tanto, no
habitaban la polis) como “esclavos por naturaleza”. Cuenta Plutarco que llegó a recomendar a
su discípulo, Alejandro Magno, que tratase sólo a los griegos como hombres,“y al resto de los
seres humanos bien como animales bien como vegetales”. Un consejo que según hace notar
el propio Plutarco, Alejandro decidió sabiamente ignorar.
A diferencia del hombre aristotélico, el hombre estoico no era un animal “político” (zoon
olitikon) sino más bien un animal “cosmopolita” (zoon cosmopolitikon). La visión estoica de
la naturaleza como conjunto armonioso que incluía a toda la humanidad había sido lanzada
por Zenón, el fundador de la escuela estoica, mediante su famosa frase de que “todos los
hombres son conciudadanos de un mismo ‘demos’, y que deberían coexistir en una misma
vida y orden (koinos), como el rebaño que pasta en un prado común”. Esta visión
universalizadora encajaba mejor que el aislacionismo de los epicúreos del siglo XVII con la
cultura política del momento, es decir, cuando aquello que ahora llamamos –de modo
bastante pretencioso, por cierto– “globalización” llevaba ya algún tiempo en marcha. Kant se
había quejado de que fue la tendencia griega al aislamiento lo que contribuyó a la decadencia
de sus Estados. Y si los europeos seguíamos el mismo camino, obtendríamos de forma

61
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

inevitable los mismos resultados. El cosmopolitismo estoico tenía además la ventaja de


reflejar una de las tendencias básicas del cristianismo, una tendencia que encontraba su
expresión más vigorosa en la Epístola de San Pablo a los Colosenses. El “hombre nuevo”
cristiano, escribió, “…se va renovando a imagen de su creador. Ya no existe distinción entre
judíos y no judíos, circuncidados y no circuncidados, más y menos civilizados, esclavos y
libres, sino que Cristo es todo en todos” (Col, 3, 10-12).
Ahora, en vez del homo renatus del cristianismo, lo que llegaba era el individuo autónomo,
aunque revestido del gregarismo cosmopolita de los filósofos ilustrados. Este ‘nuevo hombre’
moderno –si quería alcanzar las cimas kantianas del sabio c.-en un mundo gobernado por la
ley común de la humanidad. Esta ley –como sabía Kant– continuaba siendo a finales del siglo
XVIII una mera condición de futuro, aunque ahora pareciera estar al alcance de la voluntad
humana. “Pues nadie”, escribió Kant, “puede o debe decidir cuál será el punto más alto a
partir del cual el hombre deje de progresar y, por tanto, cuál es la distancia entre la idea y su
ejecución. Puesto que esto dependerá de la libertad que es capaz de trascender cualquier
límite que le impongamos”.

2.- Ilustración política y despotismo.

i.- La política ilustrada no fue la política revolucionaria. Hubo sin duda tránsitos entre una y
otra, pero conviene tomar buena nota de que al hablar de política ilustrada lo hacemos de una
forma histórica que no conviene confundir con otra que partió de un planteamiento
revolucionario.
Aun compartiendo con la modernidad la vigencia de un sistema operativo que únicamente
barrera la revolución, la política ilustrada pertenece a un momento histórico que puede y debe
individualizarse como un tiempo autónomo en el que una dinámica propia se impone. Aun a
riesgo de simplificar excesivamente, tal dinámica puede ser descrita a través de un doble
proceso:
a.-
Por una parte se asiste, de manera crecientemente evidente desde 1750, al desarrollo de una
tendencia que apunta la asimilación del poder con el príncipe. Toda una serie de
mecanismos obraban a favor de la trasferencia plena de la capacidad de juego político
alrededor del gobierno del príncipe, facultándolo para una intervención más difusa, espacial
y socialmente. [Y remarco que se trata de un proceso, pues deliberadamente se quiere así
dar a entender que ese proceso de concentración ni fue inmediato ni pacífico].
b.-
Por otra parte, la dinámica que caracteriza al tiempo histórico de la Ilustración nos informa
también de la configuración de una sociedad civil; es decir, de una nueva forma asociativa
que media entre la familia y el estado; que introduce nuevos vínculos basados en la
propiedad, el mercado y el libre juego de intereses; y que genera nuevos códigos de
conducta y relación social. [Y tampoco aquí es gratuito hablar de proceso, pues es una
dinámica de afirmación que no implica la plena sustitución de formas y valores
tradicionales].
Estos son los procesos capitales. Quien única y exclusivamente estuviera interesado en seguir
la pista del absolutismo ilustrado podría quizás desechar esta segunda vertiente de
contemplación de la política ilustrada. Pero nosotros no podemos hacerlo. Y no podemos
hacerlo por una razón esencial: el par conceptual, Despotismo e Ilustración, nos remite a un
campo de tensiones que no se agota, ni mucho menos, en las fronteras del sintagma que se
compone con la combinación de ambos elementos: el absolutismo ilustrado. Una cosa es
afirmar que el núcleo central del pensamiento político ilustrado es el despotismo, y otra bien
distinta concluir que los frutos más brillantes de esa reflexión desembocan en las aguas del
absolutismo ilustrado. Si obrásemos así perderíamos la posibilidad de contemplar una de las
mejores cosechas de literatura política de la modernidad: la que sondea en el rico yacimiento
62
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

intelectual que sedimentas los filósofos y así madura todo un marco nuevo de reflexión, de
inequívoco signo republicano, con el que afrontar y neutralizar esa amenazante sombra que
proyecta el despotismo. Esa es la bifurcación que nos habrá de interesar. Lo lógico, por tanto,
es rastrear el camino que sigue la cultura europea desde el momento inaugural del Setecientos
y que termina ubicando al Despotismo en el centro de la escena, configurándolo como
referente político frente al que inexorablemente había que posicionarse.

ii.- Y la estación inicial de ese viaje son las denominadas reformas ilustradas, el intenso programa
de reformas que se va introduciendo desde finales del XVII y que afecta a ámbitos tan
decisivos como son la fiscalidad, la justicia, la iglesia, el comercio. Tan elevado y ambicioso
programa ante todo contenía y portaba, con evidentes diferencias territoriales, una renovada
concepción del poder y del gobierno. Por un lado, en ese momento se extiende y arraiga la
convicción de que sólo el soberano podía animar y encauzar semejantes proyectos
reformistas. En el inicio de los mismos aparecía por todas partes un soberano, un rey-filósofo,
poseído por el deseo y pertrechado por la capacidad necesaria no sólo para acometer
proyectos de cambio e innovación, sino, además y principalmente, dotado de la autoridad
indispensable para imponerlos. Se modela así la imagen de un rey-filósofo, conocedor de los
debates que anima la ilustración, que a la hora de concebir e imponer las reformas ya no apela
además a la gracia de Dios como fundamento de legitimación de la soberanía sino que
novedosamente basa sus aspiraciones a la dirección del Estado en la razón, en su especial
visión para poner la razón al servicio del Estado, en su capacidad para proporcionar y
fomentar la felicidad general.
Desde el momento que, ante el abanico de sugerencias facilitadas por la ilustración filosófica,
el príncipe hace su elección con libertad y autonomía, de acuerdo con sus preferencias
personales y las necesidades públicas de su territorio, lo que define la dinámica de esa especie
de absolutismo que se dice ilustrado no es evidentemente un canon fijo de reformas, que ni
tan siquiera existe. El verdadero signo de distinción se cifra en el entendimiento que el
monarca realiza de su propia capacidad política y constitucional para incidir sobre las
tradicionales estructuras corporativas de sus reinos con vocación reformista. Sin duda hay
unas tendencias generales y comunes a todos los proyectos: sin ir más lejos, las intervenciones
que afectan la estructura agraria, el sistema jurídico y la codificación del derecho, o la
educación. Es el mínimo común denominador práctico que vincula a Federico II de Prusia y
Catalina la Grande de Rusia, a José II de Austria y Gustavo III de Suecia, o al el propio
Carlos III de España. Pero lo que en verdad define la esfera del absolutismo ilustrado es esa
muesca previa y anterior: la tendencia que conduce al príncipe, a uno de los estados –con
minúscula- del cuerpo político, a mostrase como el único elemento políticamente operativo, y
así, sin más, a proclamarse como el Estado.
Esa singularidad, ya por sí misma definitoria, se refuerza además por el preciso medio en el
que los monarcas, una vez alcanzado el monopolio en la materia, conducen su actuación de
gobierno sobre el reino. Frente al papel que en el despliegue político de los soberanos venía
jugando la iurisdictio, la capacidad para dictar el ius, el instrumento más sustancial de actuación
del poder monárquico en el Setecientos, el verdadero instrumentum gubernationis, es la
administratio, la administración que diríamos nosotros y la policía que dirían entonces. El giro
puede parecernos secundario. Pero su implicación es de enorme trascendencia: por decirlo
llanamente, unas dinámicas de intervención ejecutiva sobre el fisco o la organización militar
abandonan entonces el ámbito constitucional de la iurisdictio y el imperium, en el que operan
unos férreos controles normativos, y se vinculan abiertamente a la condición paterna y la
función tutelar del soberano. Las reformas no se conciben por tanto como una mera y pura
actuación política, sino que se figuran como una gestión de la res familiari, entendiéndose
siempre ser familia suya, familia del príncipe, todo el reino.
Esa consideración del monarca como paterfamilias ciertamente no era nueva. Convivía desde el
pasado con la función básica que tradicionalmente definía al príncipe: la distribución de la
63
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

justicia y la asignación y reconocimiento de privilegios y libertades. Pero ahora esa filiación


paternal se potencia hasta extremos que carecen de precedentes: un poder político con
voluntad creciente de intervención sobre el ordenamiento, sobre los súbditos y sus bienes se
encomienda a ella de forma intencionada. Con las reformas, en realidad, se trataba de
recuperar el control de espacios fiscales y jurisdiccionales fundamentales, se procuraba
acceder al control de una masa patrimonial amortizada de la que los soberanos ya no parecían
dispuestos a prescindir. Pero el monarca no podía emprender esa cruzada amparado
exclusivamente por su condición de cabeza del cuerpo político. Sólo podía avanzar en esa
dirección acogiéndose a su condición de tutor y padre de la república, coloreando así el
asunto con las tonalidades propias y genuinas de la oeconómica, de la economía doméstica. Y
así lo hacía.
Equiparar en estos términos el gobierno del reino con el gobierno de una familia, y así
ensanchar la vertiente administrativa de la monarquía, ciertamente permitía llevar a cabo
reformas que por otro cauce resultaban inconcebibles. Pero ello no significa que los
programas de reformas quedaran sin más liberados de obstáculos por la invocación de la
condición paternal del soberano y su remisión directa al bien común. Planteada la cuestión en
términos familiares antes que propiamente políticos, el problema mayúsculo que afronta el
absolutismo ilustrado es que en el complejo entramado feudo-corporativo de la época había
comunidades de muy diverso radio y especie que se entendían también como familias, y así se
consideraban dotadas de su propia capacidad de gestión en los asuntos domésticos. Ante
todo familias se decían unas comunidades eclesiásticas, cuyos espacios de gobierno y
administración gestionaban autónomamente. Y la tensión más característica de esta época de
la Ilustración se genera precisamente en la concurrencia del gobierno del príncipe sobre estos
espacios. Desde las reformas de los gobiernos locales hasta la redefinición de las relaciones
con la república eclesiástica, pasando por las intervenciones en la estructura feudal o en la
fiscalidad, la actuación administrativa del monarca incidía y afectaba a la práctica totalidad de
los espacios sociopolíticos en los que se había desenvuelto durante siglos el entramado de
familias, corporaciones y comunidades.
Y como todo ese entramado no se deja demoler sin oponer resistencia y sin articular
mecanismos de defensa, no es casual que desde mediados de siglo comience a plantearse, por
vez primera en términos más nítidamente políticos, la relación entre el gobierno del príncipe y
el gobierno de la sociedad. Se adquiere entonces conciencia que todo ello precisaba una
profunda redefinición. Y precisamente ahí es donde entra el desarrollo de lo que más
apropiadamente podemos denominar la política ilustrada: las formas en las que se pensó
aquella realidad y las formulaciones que se produjeron para darle soluciones políticas. La
exigencia comenzó siendo de un nuevo lenguaje político capaz de interpretar una realidad
cambiante y que fijara los márgenes del debate. Con estas herramientas hubieron de
construirse planteamientos imaginativos para solucionar la gran cuestión que desde entonces
quedaba abierta: cómo podía componerse políticamente un sistema capaz de gestionar la
masa crítica de poder que se estaba liberando de manera que no condujera directamente hacia
formas despóticas de control personal. Sólo en este sentido se puede comprender lo que se
predica al afirmar que el problema básico del pensamiento político ilustrado es el despotismo
y la reacción frente a la amenaza de su inmanencia.
Tomemos la voz Estados y gobiernos del Diccionario filosófico que Voltaire publica en 1764. El
personaje europeo interroga a su acompañante indio sobre la forma de gobierno y estado que
elegiría. El acompañante indio responde que optaría por aquel estado en el que sólo se
hubiera de obedecer a las leyes. Ante ello la pregunta era obligada: el europeo pregunta cuál
era ese estado. Y la respuesta del indio era todo un programa: “Il faut le chercher”.
iii.-Había que buscarlo. Se imponía la necesidad de un nuevo marco de reflexión. Aunque a
mediados de la centuria, más concretamente en 1748, ya había aparecido la obra destinada a
constituir el nuevo abecedario del pensamiento político europeo: el Espíritu de las leyes de
Charles-Louis de Secondat, barón de La Brède y Montesquieu. ¿Qué contenía aquel libro para
64
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

alcanzar la posición en el imaginario europeo que alcanzó y aún hoy ostenta? No era un libro
revolucionario en el sentido de ruptura de sistemas que encierra el término. Más aún, su
presupuesto primero y primario era deliberadamente conservador: la ley era a la vez
componente social e instrumento de gobierno. Pero algo debía de tener para significarse
como se significó y para triunfar como triunfó. Y si queremos descubrirlo tendremos que
mirar al título: el espíritu de las leyes.
El título remitía a una concepción sumamente personal: que toda la creación –incluidos el
creador y las criaturas- está gobernada por un conjunto de relaciones generales. El derecho, de
este modo, respondería a una relación con la razón humana y a una infinidad de relaciones o
vínculos con causas materiales –como el clima, las costumbres o la religión- que escapan a ese
ámbito de intervención de la razón humana. Todas esas relaciones configuran el espíritu de
las leyes, que responde así a un número indeterminado de relaciones informadas por causas
físicas y morales.
Montesquieu así se pertrechaba de un principio nuevo con el que investigar las formas de
gobierno y las leyes, distinguiendo en las leyes su naturaleza –lo que les hace ser- y sus
principios –lo que les hace actuar. Distinguía entonces tres especies de gobierno, según su
naturaleza: republicano, monárquico y despótico, con sus correspondientes principios: virtud,
honor y temor. Sobre este esqueleto desarrolla Montesquieu un modelo que diferenciaba el
gobierno despótico de los demás sistemas que significativamente dice legales, un modelo que
distingue el gobierno que se reduce a una voluntad y un patrimonio, de otros dotados de
seguridades que provienen de las leyes fundamentales y los poderes intermedios. Y esa es la
frontera que más le interesa trazar: la que separa los sistemas en los que existe una seguridad
patrimonial establecida sobre las leyes, de aquella otra especie despótica, extraña a la ley,
donde no puede existir patrimonio más allá del constituido por el déspota sobre todo el reino.
Esa es la diferencia básica que le interesa dejar establecida, anunciando y analizando cuáles
son los mecanismos por los que puede un sistema legal derivar en despotismo, y cuáles los
modelos más capaces de consolidar un sistema liberatrio de seguridad patrimonial de los
súbditos.
Quizás convendría aquí clarificar algunos conceptos, comenzando por el propio
entendimiento de la libertad con el que opera Montesquieu, una libertad que se entiende
como regularidad legal sin tener que implicar necesariamente participación política. Habría
entonces que puntualizar que esa libertad política se sostiene sobre el trípode formado por la
constitución interna de poderes, el sistema de leyes criminales y el de tributos. Pero lo que en
verdad nos interesa aquí retener es que, en el esquema de Montesquieu, el único sistema en el
que no se reconoce espacio para esa libertad es el despotismo, al fallar la base primera y
esencial de la seguridad patrimonial de los súbditos. Ese es el rasgo que convierte al espíritu de
las leyes en el libro de cabecera para todo debate político que conoce la ilustración europea.
Que su obsesión fuese precisamente la búsqueda de un sistema capaz de conjugar la libertad
política y la monarquía es por lo demás el retrato más puntual de por dónde iban los tiros en
aquel momento. En la dicotomía entre el despotismo y la limitación de la autoridad, que
podían imponer el legado constitucional y las leyes fundamentales, se situaba el centro y se
sustanciaba el grueso del debate.
Una obra emblemática de la cultura ilustrada lo certifica: la Enciclopedia ofrece a este respecto
un interesante compendio de información. En su sección más política, la que se presenta bajo
título de economía política y diplomática, tiene entrada la voz déspota, en la que puede leerse la
advertencia de que esta especie no es una rareza exótica sino que puede buscarse “chez les
nations civilices”. Pero donde se contenía un tratamiento más profundo de la cuestión, en
sintonía con el discurso desarrollado por Montesquieu, es precisamente en la voz Rey,
empezando ya por la definición que contraponía rey y déspota dependiendo de la posición
patrimonial ocupada y que generaba posiciones constitucionales diversas. La distancia entre el
despotismo y la libertad no se medía por tanto geográfica sino constitucionalmente, siendo a
este respecto esencial la posición ocupada por la nación para determinar su constitución. En
65
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

el seno del debate, dos conceptos esenciales no sólo hacían acto de presencia sino que
adquirían así una nueva significación sirviendo de continente para el nuevo discurso político
que se estaba generando:
Por una parte, la nación, que comienza a percibirse como un sujeto históricamente soberano
dotado de derechos constitucionales, inherentes a su existencia. Y por otra la constitución,
que comienza a asimilarse como reglamento fundamental de actuación de la autoridad
política establecido positivamente.
Momento de verdadera ebullición intelectual, casi una década después de publicarse el
Espíritu de las Leyes, en 1758, el suizo Emeric Vattel alumbraba su Derecho de gentes, texto en
el que asienta con fortuna una nueva formulación del concepto de constitución. Ésta ya no se
concebía sólo ni primeramente como un depósito de normas fundamentales, sino que se definía
como actuación política de la nación para determinar y reglar el ejercicio de la autoridad
política. Nuevas claves de interpretación estaban por tanto haciendo su aparición desde
mediados del Setecientos. Es entonces cuando Gabriel Bonnot de Mably escribe (aunque se
publica en 1788) otra pieza capital: De los derechos y deberes del ciudadano. En ella se declara sin
medias tintas la necesidad de recuperar un el ancestral modelo constitucional francés de corte
republicano que ubicaba a las leyes de la nación por encima del monarca; un modelo que se
decía arrasado por el despotismo, y cuya reanimación se entiende indispensable para que la
nación pudiera expresar su voluntad política, o lo que era lo mismo en ese lenguaje, para que
la nación pudiera recuperar la libertad.

iv.-Con sus acusados rasgos republicanos y su inquebrantable apelación a la nación, desde el


meridiano del Setecientos comparecen así todas las piezas de un discurso que identifica el
despotismo como el mayor peligro para la libertad nacional. Y será Jean Jacques Rousseau
quien en esas décadas de los cincuenta y los sesenta se encargue de sistematizarlas en torno al
nuevo concepto guía de la voluntad general. También Rousseau firma una voz de la Enciclopedia
de Diderot y D´Alambert, que nos interesa rescatar: es la voz economía política, incluida en el
volumen IV, que aparece en 1755. No es casual que este artículo comience diferenciando una
economía doméstica de otra general o política, y tampoco es gratuito que remita la primera, la
economía doméstica, a la voz Padre de familia. La diferencia que marcaba entre éste último, el padre
de familia, y el magistrado gestor de la economía política o general era decisiva: tocaba al
punto central de la posesión patrimonial, constituyendo universos de naturalezas tan diversas
y radicalmente diferenciadas que obedecían necesariamente a principios antagónicos de
gobierno: la voz de la naturaleza y el corazón, en el caso del buen padre que rige la república
doméstica, y la razón pública que es la ley, en el del magistrado.
Quedaba así consagrada la dicotomía entre una economía particular y otra pública, que
propiamente era el gobierno y requería la ley como herramienta fundamental de actuación. Y
de esa dicotomía podía deducirse un nuevo principio de obligación política. Lo que se
asentaba era que únicamente podía dotar de un orden cierto y estable a la sociedad aquella
constitución del cuerpo político en el que una voluntad general soberana pudiera establecer
simultáneamente el bien general de todos y cada uno. La obligación política se fundamentaba
pues en una posición equidistante respecto de la soberanía ocupada por todos los miembros
del cuerpo social. Frente a la afirmación de un Estado –con mayúsculas- por encima del
denso entramado de estados de la sociedad feudo corporativa que ensayaba el despotismo,
frente a la equiparación del príncipe con el Estado que ensaya el despotismo, sencillamente se
estaba optando por la negación misma de los estados, de las dispares posiciones frente al
derecho, como principio de organización socio-política. Se trataba, ni más ni menos, de
proceder a la reducción a un único estado ciudadano. Y ello, como podemos suponer, implica
la recuperación de una tradición republicana, la único arma en definitiva con la que se termina
considerando posible derribar el ídolo del despotismo.

66
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

Era el signo de los tiempos. Como el propio Rousseau puntualiza al negar el barniz patriótico
con las que los monarcas teñían su vena despótica, “el mundo ya había tenido demasiados
héroes, pero nunca había tenido eran suficientes ciudadanos”.

67
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

68
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

- TEMA 6-
HISTORIA, TIEMPO, LENGUAJE.
LA CONCEPCIÓN DEL TIEMPO Y DE LA HISTORIA

1.- Concepto de Historia e historia del concepto.


Nos interesará primeramente fijar el proceso de formación histórica del concepto actual de
Historia, el proceso de gestación y acuñación semántica del concepto. Tiempo de encrucijada
para la cultura europea, es en el tramo final del Setecientos, en las sugerentes reflexiones
teóricas de la época de la Ilustración y sus modos de asimilar la experiencia cuando irrumpe la
Historia, que sólo al afirmarse en singular, con inequívoco significado renovador, se concibe
como manifestación de una totalidad y, correlativamente, cuando se convierte en un concepto-
guía político y social. Historias, narraciones centradas esencialmente en el descubrimiento de
los aspectos que infundían la sociabilidad humana podían existir con anterioridad. Sin duda
existían. Historias en plural, muchas clases de historias que acontecían y podían servir como
ejemplos para la enseñanza de la moral, de la teología, para el derecho y la filosofía, desde
luego había. Por ejemplo, en el De Scribenda universitatis rerum historia libri quinque, publicado en
Basilea en 1556 por Christophe Milieu, se consignaba la existencia de una historia naturae, una
historia prudentiae, una historia litteraturae, una historia principatus y una historia sapientiae, y se
proponía y reconocía la posibilidad de proceder a una inmersión autónoma en sus dominios.
Pero aquellas Historias no constituían Historia. No constituían Historia al menos en sentido
fuerte, el que imprime al concepto la reflexión ilustrada. A la misma le diferenciaba de unas
historias tradicionales en plural una no menos precisa que novedosa concepción: que lo que
acontecía en la historia era producto de la misma historia. Pasado y futuro, concebidos al
tiempo, convertían a la Historia en un principio regulador de toda experiencia ya configurada
o aún por configurarse. Un concepto entonces nuevo, radicalmente nuevo, alcanzaba
expresión y vehementemente se afirmaba en aquellas fechas. E inmediatamente después de la
Revolución Francesa el mismo adquiría y alcanzaba una posición central en el orden de la
experiencia y de la consecuente expresión lingüística de la misma: el conjunto del entramado
de relaciones político-sociales seculares, en todas sus dimensiones y vertientes, pasaba
entonces a ser comprendido como Historia.
Así las cosas, una Historia, singular colectivo, alcanzaba como resultado de la filosofía de la
Ilustración un elevado grado de abstracción al reunir la suma de todas las historias
individuales. Desde el último tramo del XVIII la Historia no significaba ya únicamente
relación de acontecimientos pasados y el informe de los mismos. Desde ese momento hacía
retroceder su tradicional significado narrativo y descubría por el contrario horizontes de
planificación sociales y políticos que apuntan al futuro, configurándose, aunque no sólo,
como un concepto de acción. La buena y antigua expresión latina Histoire, esto es, el concepto
de conocimiento y ciencia de las cosas y acontecimientos, era absorbida por el nuevo
concepto de la Historia que ahora reunía el proceso de los acontecimientos y el proceso de su
concienciación, la historia como realidad y como reflexión sobre esa realidad. Y esa
convergencia resultaba determinante y trascendente pues contenía decididamente la renuncia
a cualquier instancia extrahistórica. Por vez primera, para llegar a experimentar o a conocer la
historia en general ya no era preciso recurrir a Dios o a la naturaleza.
Por eso mismo, insinuar lo que realmente aconteció y se verifico en ese episodio requiere
atender otra concepción crucial: la del tiempo histórico y la decisiva mutación que experimenta.
Sin entrar en definiciones sobre qué es el tiempo histórico, pues implicaría una sumamente
dificultosa inmersión en la teoría de la historia y en la ciencia histórica, resulta imprescindible
-y por ahora quizás suficiente- levantar acta del cambio en la comprensión del tiempo que se
conoce, de un cambio que afecta de manera determinante al concepto mismo de Tiempo y así
a una Historia. Fundamentalmente, porque desde la segunda mitad del Setecientos el tiempo
dejó de ser reconocido únicamente como la forma en la que se desarrollaban todas las
historias. O si se prefiere en formulación positiva, porque adquirió él mismo cualidad
69
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

histórica. La historia ya no acontecía en el tiempo sino gracias al tiempo; no se efectúa en el


tiempo sino a través del tiempo. Se generaba así, desde esta nueva fórmula de la experiencia,
toda una concepción igualmente nueva, distinta y con pretensión de distinguirse, respecto de
concepciones anteriores. La misma reflejaba en su propia irrupción ese fenómeno general de
cambio conceptual que sacudió Europa, la Vieja Europa, en las décadas terminales del siglo
XVIII. En el seno de los avatares históricos de los que este cambio se hacía eco, la definitiva
compleción de la obra hubo de requerir una Revolución. Ella permitió por vez primera
cancelar la intervención de la historia como parte del ordenamiento de la sociedad y fundar su
autonomía respecto de funciones de servicio jurídico a ese propio sistema. Sólo entonces
pudo incluso concebirse la presencia de una Modernidad, de unos Tiempos Nuevos.
Sólo una vez que se registraron históricamente experiencias nuevas, presuntamente no
realizadas con anterioridad, se pudo comprender también el pasado como algo
fundamentalmente diferente. Se impuso el axioma de la unicidad y de lo irrepetible. Y
precisamente esto llevó a que tuviesen que expresarse las épocas como peculiares en el
horizonte del progreso, en cuanto unidades de acontecer imposibles de intercambiar por su
singularidad. El diagnóstico del tiempo nuevo y el análisis de las épocas pasadas se
correspondían. La Historia adquirió su propia estructura temporal. Y esa unión de la reflexión
histórica con la conciencia del movimiento del progreso fue la que permitió - junto con la
diferencia entre el tiempo propio y el futuro, entre la experiencia precedente y la expectativa
del porvenir2- resaltar el propio periodo moderno en comparación con los precedentes e
impregnar así el tiempo nuevo de la Historia.
Rendir cuenta más pormenorizada de este proceso histórico de conformación de una
concepción nueva del tiempo y de la posibilidad, sobre esta base, de la progresiva
afirmación de la Historia en tanto que disciplina autónoma y magnitud genuina, es lo
que pretende y procura este tema. Es su aspiración y su sentido. Por ello adopta un
singular lapso de tiempo, el período que transcurre desde finales de la Edad Media hasta los
albores de la Revolución, como espacio y ámbito de prospección. El reconocimiento de las
formas de entender el tiempo y la aproximación hacia la reflexión preocupada por la relación
entre lo particular y lo universal, propias y características de aquellas generaciones, se configuran
así como sujeto de trabajo. Su escrutinio se emprende al menos desde esa perspectiva y con
esa finalidad. La inmersión en la estructura genética de toda una concepción del mundo,
adentrarnos en los principios definitorios de una Weltanschauung, quizás nos permita calibrar
de forma más ajustada y precisa la entidad de los cambios. Tiempos sin Historia, en sentido
fuerte, y cuyos expectativas de futuro no superaban fundamentalmente el horizonte de una
espera cristiana del fin, constituyen ciertamente una estación de visita obligada en nuestro

2 Espacio de experiencia y horizonte de expectativa: Si el primero remite a lo vivido y convertido en

experiencia, tanto en el mundo socio-histórico circundante como a partir de lo transmitido por la


tradición, conservado en la memoria y reproducido en las prácticas tradicionales (e incluye lo que
podríamos llamar, las enseñanzas del pasado), el segundo apunta a los deseos y esperanzas (aunque
también a las angustias y temores)referidos al porvenir, apunta al modo en que nos representamos el
futuro y a cómo proyectamos en él nuestros anhelos y preocupaciones. Pues bien, para autores como
Reinhardt Koselleck lo que pone de manifiesto la historia de los conceptos sociopolíticos modernos
es una creciente asimetría entre espacio de experiencia y horizonte de expectativas, en la que el
segundo crece a costa del primero. Lo propio de la modernidad sería la sobredimensión del horizonte
de expectativas respecto de un espacio de experiencias que resulta empobrecido. La experiencia, lo
vivido hasta el momento (incluyendo el bagaje de nuestra memoria social y las enseñanzas del pasado)
es cada vez menos relevante para nuestra vida que la capacidad de asimilación de las novedades que
irrumpen en la vida social y la disponibilidad respecto a los cambios incesantes exigidos por el
presunto proceso de realización de un futuro mejor, que tendría que llegar cuanto antes y a toda costa.
Lo nuevo y el anhelo de lo nuevo se convierten en la signatura de la experiencia moderna, respecto a
lo cual lo ya vivido, lo ya sometido a experiencia, pierde su enseñanza y su peso.
70
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

itinerario y reconstrucción de la Historia, al menos de la gestación del concepto que hoy


utilizamos con familiaridad.

2.- Concepción del Tiempo y concepción de la Historia .


i.-. Percepción cristiana del tiempo.
La concepción del tiempo que acabará por concretarse tras el cambio conceptual de finales
del siglo XVIII, y que termina imponiendo una determinada caracterización del mismo, así
como la constitución de la historia en cuanto disciplina que alcanzará emancipación
progresiva y parcial de los esquemas de comprensión filosófica, concluyen proyectando sus
propios modos de comprensión del tiempo y del devenir histórico, con el correlato de hacer
aparecer todo el pensamiento anterior a esta gestación como no histórico. Y en cierto sentido es
ésta una afirmación exacta. Historia, en tanto que comprensión autónoma del tiempo, no
cabía hasta el Setecientos. No había lugar para Historia, en el sentido fuerte del término. De
ahí que el historiador de los tiempos modernos se encuentre sumido en la paradójica situación
de tener que historiar tiempos sin Historia.
El problema viene cuando esta reflexión se extrema hasta el punto de concebir que tampoco
había reflexión sobre el tiempo. Que no había ninguna, tampoco en un sentido distinto. Si
como recientemente se nos ha recordado, la concepción del tiempo que manejamos es un
hecho cultural y no de naturaleza, semejante extensión no deja de suscitar notables
prevenciones. Ante todo cuando parece ya una realidad contrastada que otras concepciones
del tiempo caben y cabían en el período que nos ocupa. Otras concepciones y otras
reflexiones, otras formas de analizar e interiorizar lo particular, es decir, lo temporal.
Capacidades reflexivas así de otras épocas, de otra cultura, atenderlas no deja de constituir
además un expediente necesario e incluso indispensable en esa liberación del presente
estrictamente imprescindible a la hora de comprender y explicar alteridades. Historia en sentido
fuerte, conviene repetirlo, no podía haberla. Reflexión sobre el tiempo, aun incluso para
demostrar o aceptar su escasa significación epistemológica o su dependencia de
comprensiones filosóficas, la hubo en abundancia. Y el tiempo es, a su manera, historia,
aunque la escribamos con minúsculas.
Los europeos que vivieron en el arco cronológico comprendido entre el Quinientos y el
Setecientos operaban desde luego con una percepción del tiempo que correspondía a toda
una Weltanschauung cristina. Una percepción teológicamente fundada del devenir de los
acontecimientos de este mundo, propia del pensamiento cristiano, que reconocía en el tiempo
mundano el teatro de la redención pero no su medida. Asumido en cuanto dimensión
temporal pero no en cuanto dimensión normativa, una escolástica, una mentalidad de cuño
escolástico marcaba la pauta. Y la misma no se había ocupado nunca de concebir y presentar
ninguna filosofía de la historia. La historia -la organización en un discurso narrativo de una
sucesión de eventos que tienen lugar en el tiempo, de eventos cuya naturaleza es más social y
pública que privada y subjetiva, y su posterior articulación mediante una operación que los
sistematizase en un proceso evolutivo- no constituía en sus coordenadas una de las
preocupaciones prioritarias. Siguiendo a Aristóteles, si aquella escolástica primaba la poesía frente
a la narración no dejaba de ubicar sobre la misma a una filosofía en la que reconocía el
instrumento más adecuado para iluminar el significado universal de los acontecimientos
particulares, es decir, la herramienta básica para la contemplación de categorías universales.
Cuando se detuvo a considerar la sucesión de los sucesos mundanos el pensamiento cristiano
no dejaba así de centrar sus tentativas y acentuar sus interés por relacionar lo particular con lo
universal. Bien fuesen de tipo filosófico o poético, el común denominador de todos sus
intentos era esa voluntad de vincular lo particular con la eternidad. Y ese orden eterno con el
que los acontecimientos particulares eran puestos en relación no era un orden temporal,
histórico, aunque si era quien daba lugar a la historia con su manifestación en el tiempo.
Regía por el contrario una concepción sacralizada del tiempo, una concepción que en
términos generales colocaba el propio tiempo en un ámbito metapositivo y que denegaba la
71
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

posibilidad de intervención constitutiva del hombre sobre el mismo. La reelaboración


escolástica del concepto de lex naturae, cuya fundamentación arraigaba en la Antigüedad, regía
dicha concepción del tiempo que lo era del mundo. La naturaleza, interiorizada como orden
duradero de la existencia fijado por lo sobrenatural, incardinaba todo el pensamiento
occidental cristiano y constituía el objeto y sujeto prioritario de la Filosofía. Frente a ella, el
cambio, la mutabilitas rerum, no dejaba de reconocerse como secundario. De ahí que la historia,
en el mejor de los casos, resultara ser magistra vitae, es decir, relación de ejemplos de vicios y
virtudes, de la imagen duradera del hombre determinada por la virtus. Un entendimiento de la
naturaleza, y del orden trazado en su virtud, que remiten en última instancia a toda una
concepción cristiana del mundo, imponían así un correspondiente encuadre cristiano de la
historia que concibe ésta, primordialmente, como historia sacra, tendida entre la Creación y el
Juicio final. La misma concepción salvífica que se tenía de las instituciones, particularmente
del Imperio y de la Iglesia, formaban parte de tal visión del mundo. Resultaban ser
particularidades institucionales que de aquella percepción se derivan, con el consabido
desarrollo de unas vías de conexión, siempre en el seno de un orden natural, con la historia
profana.
En el seno de dichas percepciones, verdadero elemento cardinal de la Christianitas pese a
reelaboraciones y discusiones internas, no había lugar por tanto para la Historia, para la
Historia autónomamente concebida. Historia se consideraba como aquella serie de
acontecimientos que representan algo superior, desplegándose el discurso narrativo sin otra
significación ni trascendencia que una mera exposición factual. Como veremos ello no
significó que no existiesen formas de reflexión y de concepción de lo particular, del
acontecimiento, del decurso histórico. Pero estas se encontraban enmarcadas por una visión
cristiana de la realidad que contenía en su raíz la exclusión de cualquier valoración positiva y
autónoma de la historia temporal y mundana.
Sobre esa base de subordinación de la Historia a la escatología, y ya en el Seiscientos, habrían
de llegar las novedades que nos habrán de interesar, la formación de una experiencia moderna
del tiempo nada ajena a la nueva coordinación que se plantea entre religión y política. En
verdad, el Quinientos no había resultado inocuo para la misma. Antes incluso, en el corazón
de unos tiempos renacentistas, en las coordenadas de un humanismo, una literatura profética ya
se había revelado como un poderoso instrumento de secularización en cuanto fórmula y
medio de introducir el proceso de redención en aquella dimensión del tiempo propia de la
historia humana. En principio, no obstante, si hasta el siglo XVI la historia de la Cristiandad
es una historia de esperanzas, o mejor una espera continua de los últimos tiempos por una
parte y, por otra, de la demora constante del fin del mundo, configurándose la historia de la
Iglesia como historia de la salvación, cuando los presupuestos internos de esta tradición
sufrieron un radical proceso de enjuiciamiento, e incluso una embrionaria desestructuración,
fue con la irrupción de la Reforma. Su aplicación de la escatología a sucesos o instancias
concretas, el reconocimiento de unos signos visibles de la voluntad de Dios de precipitar el
fin del mundo, ya suponían una forma de desintegración del entendimiento político-histórico
cristiano tradicional o, dando un paso más, la propia negación de los pilares que venían
soportando el entendimiento e interiorización de una Iglesia y un Imperio, su misión
histórico-salvífica.
La misma concurrencia confesional que origina en el ámbito europeo esa Reforma también
incidía además de otra manera bien sustantiva. Terminaba de inmediato, en 1555 y con la Paz
de Augsburgo, por destruir la identidad entre la paz y la unidad religiosa. La paz pasaba a
significar desde esa fecha la paralización de los frentes de guerra civil-religiosa. Y ello
entrañaba un nuevo principio, el de la política, que habría de prevalecer en el siglo siguiente. Si
los políticos desde finales del Quinientos ya no se interesaban por lo eterno sino por lo
temporal hubo de ser necesaria una guerra dicha de los treinta años no sólo para consagrar el
principio de la indiferencia religiosa como fundamento de la paz, sino para cortocircuitar la
traslación de las expectativas cristianas a las acciones políticas. La propia experiencia
72
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

conseguida en un siglo de sangrientas luchas, y en primer lugar la conclusión de que las


guerras civiles de religión no iniciaban evidentemente el juicio final, resultó entonces decisiva.
Un arte del pronostico político así se afirmó, aunque el mismo no superase el horizonte de
una perspectiva cristiana del fin. En efecto, precisamente porque antes del fin no sucedería
nada esencialmente nuevo cabía la posibilidad de sacar conclusiones del pasado para el futuro.
Ahora bien, si la sustitución del futuro profetizable por el futuro pronosticable no había roto
aún ese horizonte cristiano y para ello habrá de esperarse hasta el XVIII, con la entrada en
circulación de la filosofía de la historia, debe tenerse bien presente que la misma se formó en las
sombras de la política absolutista. Y de una manera además bien precisa que no conviene
omitir. Con aquella concepción cristiana del trascurso del tiempo por principio.

ii.- Lo universal y lo particular.


Un encuadre cristiano de la historia, anclado en el concepto de lex naturae, dominaba el
horizonte cultural europeo altomoderno. Una concepción cristiana del transcurso del tiempo
que, en la búsqueda de algún tipo de coherencia explicativa para los acontecimientos
particulares, pendía de imposiciones salvíficas trascendentes. Esa concepción no se acuñaba
sin embargo en ese momento. No era necesario. Unos tiempos medievales no habían sido
ciegos ante idéntico género de interrogantes. La coherencia cristiana de una historia ya les
había ocupado. Y en sus respuestas ya quedaron acotados los fundamentos y las líneas de
fuerza de los principales modelos de reflexión sobre la materia. Modelos, cuya impronta
mantiene una contrastada vigencia plurisecular, que bien puede decirse además encuentran su
respectiva encarnación en la figura y los planteamientos de Eusebio de Cesarea y San Agustín
respectivamente. El primero, representado por Eusebio de Cesarea (ca. 265-340), se
remontaba al siglo II y recibe en tiempos del emperador Constantino -306 a 337 d.C.- su
formulación definitiva. Constituye la primera gran tentativa por establecer la correspondiente
relación entre historia sacra e historia profana, en una línea primero difundida en el occidente
latino por Rufino y Jerónimo y retomada y reformulada posteriormente por Joachim da Fiore
(1130/35-1201/02) mediante la implementación de su concepción del Espíritu Eterno.
Ejemplificado especialmente por San Agustín (354-430), el modelo alternativo también tenía
líneas de continuidad bien evidentes, comenzando por el propio discípulo del obispo de
Hipona, Paulus Orosius (390-420), y suscitaba reformulaciones más puntuales como la
acometida ya en el siglo XII por Otto de Freising.
Para la línea iniciada por Eusebio de Cesarea el orden o plan divino se explicitaba en el
mundo por cuanto se manifestaba en la Iglesia y podía ser seguido continuamente a través de
la historia eclesiástica. Eusebio escribe la "historia del pueblo de Dios", de los hebreos y
posteriormente de los cristianos, del ethnos christianon, de la gens christianorum, de la "Ecclesia"
como totalidad de los cristianos. A esta historia se vincula la historia de los reinos mundanos.
Y el Imperio Romano aparece así como el reino de ese pueblo cristiano que, conforme al
Libro de Daniel, corresponde en tanto que último reino a la edad final. Así, las exposiciones
de los acontecimientos que realiza nuestro autor se vinculan a un atemporal diseño divino
trazado con la salvación humana por sujeto. En la versión de Joachim da Fiore, unos nueve
siglos más tarde, el papel divino en la historia es igualmente literal pero se encuentra
incorporado en la sucesión de la épocas históricas determinadas por la Escritura,
especialmente por el Libro de la Revelación, antes que por la trayectoria de la Iglesia visible.
Esta suerte de "historismo teológico" concebía que la verdad del Dios cristiano asentaba una
definición general acerca de la sucesión de las épocas históricas del hombre que él encontraba
en la sucesión de una Edad del Padre, una Edad del Hijo y la Edad del espíritu Santo,
concepción de una progresión hacia la salvación que conllevaba una correspondiente
comprensión providencial en sus referencias a los acontecimientos temporales.
El modelo que habrá de asociarse con la concepción de las dos ciudades, en las versiones de
San Agustín y de Otto de Freising, se ocupará a un tiempo de la explícita manifestación de
una eterna verdad cristiana y de la continuidad de esta verdad en su encarnación temporal.
73
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

Con su impostación general de la Providencia como elemento de referencia inexcusable en el


devenir de las cosas humanas, San Agustín acabará por desarrollar un presupuesto dúplice, en
lugar del único "pueblo de Dios" de la anterior corriente, fundado en la presencia de las dos
ciudades. Una civitas terrena que es a un tiempo el conjunto de los condenados y la
organización secular, que es terrena y en este sentido condenada, pero que en último término
puede ser útil a la civitas dei, ciudad de Dios que es a la vez el reino de Dios y la Iglesia de este
mundo. En este sentido, se perdía de alguna manera la relación entre historia sacra e historia
profana en la formulación agustiniana. El mundo temporal tiene su significación pero no
tiene de por sí función alguna de historia sacra. La negación de la aplicación de las profecías
de Daniel al Imperio Romano, y con ello la denegación al mismo de cualquier significado de
Edad final, se encontraba implícita en tales consideraciones. En conexión con ello San
Agustín concluirá señalando que el cristiano vive, desde la venida de Cristo, en una edad final:
el imperio milenario del Apocalipsis. Quizá la radicalidad de la apuesta agustiniana y su
choque con toda una herencia sacralizada de las instituciones profanas pudiera explicar, en
este aspecto, el influjo limitado de tales proposiciones que hacían difícil la legitimación de las
instituciones propias de la Cristiandad.
Su discípulo, Paulus Orosius, se encargaría de transmitir, pero al mismo tiempo de
reformular, tales principios, sin dejar de considerar en tal trasmisión el núcleo esencial del
papel jugado por la providencia divina en los asuntos humanos. Ciertamente más preocupado
que su maestro por la ciudad terrena, aunque en principio para descubrir hasta qué punto ésta
es el receptáculo de todos los males que San Agustín habría configurado, Paulus Orosius
desarrollará el esquema de las Cuatro Monarquías, llamado a tener una posterior y determinante
incidencia por configurar el Imperio Romano como Cuarta Monarquía, es decir, aquella en la
que se verificaría la reunión de las dos ciudades.
Si San Agustín fundamentaba la fuente extrahistórica de la relación factual poniendo el acento
exclusivo en la ciudad de Dios, y Orosius lo hacía con énfasis igual en la civitas terrena, Otto de
Freising configuraría el modelo para futuras generaciones al establecer como elemento
estructurante de la historia universal precisamente la relación entre ambas ciudades, con el
resultado en este caso de una intensificación de la naturaleza religiosa de esta historia dual.
Para Otto, obispo de Freisinga, la aplicación del Libro de Daniel al Imperio Romano
continuaba siendo válida, con la figuración de un proceso de translationes de este Imperio hasta
recalar en territorio germano. La ecclesia subsiste, como civitas permixta, de naturaleza
compuesta pero una, y en la que tienen cabida las instituciones, básicamente el Sacro Imperio,
que forman así parte del esquema de espera escatológica expresado en la futura llegada de una
Tercera Edad en la que de nuevo habrán de separase las dos ciudades, pero ahora para que la
Ciudad de Dios alcanzase su última perfección. Así, la doctrina de las dos ciudades junto a la
concepción de las cuatro monarquías constituye el punto de integración de la historia en
nuestro autor. Otto de Freising podía incluso sugerir un renovado esquema de comprensión,
y sobre todo de integración, a través de su concepción al asentar además no sólo que toda
sabiduría comenzaba en el Este para acabar alcanzando sus límites en Occidente, sino
también, y particularmente, al insinuar el proceso de translación del imperio romano a los
francos, con la consiguiente extensión del esquema hasta tierras germánicas. Pero, por encima
de otras consideraciones, el concepto supratemporal de Providencia en ningún caso dejaba de
constituir el factor determinante de su argumentación y en el que aquí conviene hacer recaer
nuestro acento.
En este preciso contexto cultural, cuyo concepto rector, al menos desde la época carolingia,
resultaba ser el de Ecclesia y no el de Mundus o Saeculum, se impone interrogarnos si cabía
reflexión sobre el tiempo mundano; es decir, si cabía el tiempo de la historia. Sólo en sus
coordenadas podemos operar. Sin proyectar conceptos y concepciones actuales que puedan
distorsionar aquel universo mental. Y dando un paso más, si la respuesta es afirmativa, sólo
en función de ese contexto tendremos que procurar el reconocimiento y rastreo de los
posibles modos de expresión de este tiempo que pudieran estar al alcance de quienes sobre él
74
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

quizás reflexionaron en los albores de la modernidad. Que toda organización social mantiene,
como hemos podido venir señalando, una imagen de sí misma, de sus valores y de sus modos
de acción como continuamente existentes en el tiempo, y adquiere de esta existencia, de la
percepción que se tiene de la misma, los medios para adoptar y para legitimar acciones en el
presente, cobra entonces toda su trascendencia. En ese sentido, con la Teología como orden
de normatividad, con la preocupación escolástica por sistematizar y consolidar en formas
lógicas no contradictorias el patrimonio tradicional teológico-filosófico, ya es posible intuir
que los cristianos que habían de enfrentarse con tal suerte de problemas sólo podían percibir
los acontecimientos del saeculum a partir de tres instrumentos mentales y lingüísticos: costumbre,
gracia y fortuna. Una escolástica operaba. Copaba unas Universidades y sentaba cátedra,
armonizando filosofía, teología, derecho romano y canónico, e incluso una antigua medicina.
El mundo y la naturaleza encontraban entonces, entorno de 1100 en adelante, y sobre todo
por vía de la Summa de Tomás de Aquino, un puesto propio en el pensamiento religioso, si
bien éste continuó considerándolos desde la perspectiva de una orientación hacia lo
sobrenatural. Y no es ésta la menor ni más intrascendente de las implicaciones de su
operatividad y vigencia.
La razón escolástica se concebía como instrumento para la percepción de lo universal. Otro
campo de aplicación no se le conoce ni reconoce. Y en ello ya se contiene una clave
fundamental. El hecho particular había de ser discernido y las decisiones particulares -siempre
adoptadas con la ayuda del silogismo- comprobadas por medio de una diferente facultad de la
mente: la experiencia. Los individuos de una determinada sociedad conocen pues entonces los
problemas particulares con los que han de enfrentarse, los medios que han de utilizar para
afrontar tal suerte de problemática, el carácter, tradición y situación que poseen, solo por vía
de la experiencia. La razón, que establece principios universales y deduce sus consecuencias,
puede analizar y evaluar las indicaciones de la experiencia sólo en sus aspectos universales. De
resultas de todo ello, de una exclusividad, existe una amplia gama de cuestiones que sólo
pueden ser decididas por la experiencia y comprobadas por la adición de más experiencia. Un
entramado particular de derecho, por ejemplo, tan sólo pude ser constituido, en estos
términos que estamos tratando, por vía de la adición de experiencia sobre experiencia. Y
aunque la razón pude decidir si un derecho particular está o no en concordancia con los
supuestos de un derecho universal otras cuestiones, y ante todo si un derecho particular se
adapta a las circunstancias del particular populus al que sirve, solo puede resolverse con la
consulta del uso y de la experiencia. La antigüedad de una norma determinada, o del derecho
en general, resultaba ser así en último término la prueba decisiva de su adaptación al contexto
en el que se incluye.
Una civilización que separa en este sentido y con esta rigidez a la razón de la experiencia tan
sólo podía tratar de los acontecimientos particulares, los problemas o "crisis" que en su
decurso pudieran surgir, de dos maneras: o bien aislando sus aspectos universales y
relacionándolos con principios universales; o bien integrándolos en una tradición continua y
fundada en costumbre, esto es, tradición de usos de la sociedad particular que ha de enfrentarse
al problema. Y desde semejantes planteamientos no resultaba posible generar un modo de
comprensión que articulase inductivamente a partir de tales acontecimientos ideas generales
acerca de su relación con otros fenómenos. Esas relaciones sólo podían ser reguladas de otro
modo: a través de una formulación deductiva que parte de una universal lex naturalis o, de
manera alternativa. por la vía de conexión de la acción particular con el proceso de formación
de la costumbre y la tradición. En el seno de esta concepción fundamental de tipo
escolástico-consuetudinario, el individuo, por medio de la razón, entraba en contacto con las
jerarquías eternas de una naturaleza inmutable y se imponía la conservación del orden
cósmico manteniendo su puesto, su status, en aquella condición social y espiritual que esa
misma naturaleza le imponía. Podía después recurrir a la experiencia, la cual le permitía
percibir, en tanto que inmemorial, los comportamientos tradicionales guiándole
implícitamente hacia su preservación. El suceso temporal debía así dejarse a la experiencia, que
75
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

en largo tiempo la integraba en la costumbre y la tradición y en el tiempo corto, particularmente


cuando algo acontecía por vez primera, se acomodaba al expediente derivado del arte de
reinar, al gubernaculum, a los arcana imperii. Pero dado que ni tradición ni arte constituían
ciencia, no existía ciencia ni método de análisis del acontecimiento temporal puramente en
relación con otros de la misma naturaleza. La mente de la tardía Edad Media y del
Renacimiento, como derivación de toda esa concepción del mundo de la que venimos
hablando, hallaba menos inteligible, y en este sentido epistemològico, menos racional, lo
particular que lo universal. En la medida que lo particular era finito, encontraba su ubicación
en el espacio y en el tiempo, y de esta manera el tiempo se constituía en la dimensión de su
propio ser, con toda la carente racionalidad que de ello se derivaba.
Podía existir sin embargo otro modo de entendimiento, otro lenguaje que en principio
posibilitara observar acontecimientos o fenómenos particulares en relación con otros
acontecimientos o fenómenos particulares: la historia sagrada. En efecto, cabía la posibilidad
de concebir ésta como una secuencia de actos divinos y de actos antidivinos configurando así
un esquema escatológico. De esta forma se habilitaba la interpretación de ciertos actos de
relevancia en las coordenadas de la experiencia social humana al colocarlos y dotarlos de
significación en los dominios de la historia sagrada. Ahora bien, tales actos en su mayoría
parecían ligados al presente temporal que se extendía como tal presente entre Pentecostés, el
último acontecimiento que se podía registrar en la historia sagrada, y la segunda venida de Cristo,
Parusia. Y precisamente la operaciones agustinianas en este campo de gran incidencia, y la
subsecuente tradición eclesiástica, acabaron por anular cualquier posibilidad de especulación
en este lapso temporal, garantizando la posición de la propia Iglesia como guardián
institucional del proceso de redención. En ese sentido el reconocimiento oficial requerido
para la propia configuración de profecías no hacía sino acentuar tal posición. Si por un lado
podía parecer que las acciones y sufrimientos de la Iglesia constituían la historia sagrada que
los cristianos compartían y estudiaban, ciertamente no era ésta una concepción general, y ni
siquiera, en estos momentos, dominante.
La Iglesia en tanto que cuerpo de Cristo, no era un cuerpo histórico. El argumento
agustiniano, frente a los Donatistas, acabaría por establecer que, aunque la Iglesia es el
vehículo de la salvación humana, ésta no lleva a los cristianos a tal salvación por la vía de los
aconteceres en el tiempo terreno. La Iglesia no producía la salvación en el tiempo, sino a lo
largo del tiempo. Cada alma, individualmente, descubre su salvación en el momento de
abandonar el tiempo para transitar a la eternidad. Las profecías que permitían albergar la idea
de una resurrección general y de un juicio final se entendían en este contexto como
figuraciones o representaciones de la salvación o de la condenación del alma individual.
Ningún acontecimiento en la historia secular, ni en los avatares de la Iglesia a través de este
tiempo, forman parte alguna de la historia sagrada de la redención. El resultado fue el de
desplazar la atención de lo diacrónico a lo sincrónico. La salvación, en lugar de producirse a
través de una serie de actos de intervención de lo eterno en el mundo, se configuraba en los
términos de paso de un número determinado de almas individuales desde el tiempo a la
eternidad. Un paso que se concebía como el resultados de las acciones de pura gracia sobre el
espíritu individual, aunque se entendía generalmente como gracia institucionalizada en los
canales de transmisión de la misma, particularmente los sacramentos monopolizados por la
Iglesia.
La Iglesia medieval se configuraba así sobre la base de una minimización de la perspectiva
escatológica de espera de una redención general y con una consiguiente desplazamiento de lo
histórico en favor de lo institucional. Su filosofía, también en este campo, se resolvía en
términos de la inteligibilidad de universales atemporales por vía de los cuales una parte de la
realidad divina era accesible a la razón. De esta forma, las reflexiones que la mente
contemporánea pudiera hacer acerca del acontecer de hechos históricos, de sus relaciones, del
tiempo secular en una palabra, permanecían ciertamente ligadas a concepciones
epistemológicas, filosóficas y, ante todo, teológicas que al relegar tales acontecimientos al
76
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

ámbito de lo particular anulaban la necesidad de desarrollo de método alguno de


interpretación histórica. Por eso la irrupción de una nueva forma de tratamiento de las
cuestiones derivadas del tiempo secular, y en particular la irrupción de una concepción
republicana y maquiavélica -sobre una base anterior de humanismo cívico- de análisis de la
estabilidad de una república en el tiempo, hubo de llevarse a cabo como una relativa
desconexión de tales paradigmas de comprensión de lo particular.
Fue en Florencia. Y fue desarrollada por Maquiavelo. Fundamentalmente en sus Discorsi,
compuestos en el entorno de 1517. Fue en ese contexto cuando los esquemas de
comprensión de lo particular, y concretamente los problemas derivados de la inestabilidad de
una república en el tiempo no pudieron ser explicados acogiéndose a los conceptos
provenientes del utillaje conceptual que procuraban la razón natural, la experiencia o la
concepción derivada de la gracia. Sin perder de vista además que se trataba al fin y al cabo de
asuntos, los de estabilidad en el tiempo de una república, que no dejaban de concebirse como
finitos en sí mismos, priorizándose por tanto el tiempo, el cambio, frente a la eternidad. La
emergencia de un lenguaje de virtud política, de una cultura de virtudes políticas de raíces no
cristianas que oponer a la irracionalidad de los acontecimientos temporales, expresados por la
Fortuna, de un vivere civile, una participación activa de los ciudadanos en los asuntos de la
República, fue su resultado. Una ciudadanía que lo era en el mundo del tiempo y la fortuna, y
una República cuyos fines cívicos ahora de despojaban de determinismos trascendentes,
implicaban un radical proceso de secularización en la conciencia política que no podía resultar
inocuo para la concepción de la historia.
Fuera de los límites de una relativa desconexión como la así acometida no había lugar para la
irrupción en los esquemas escolásticos de un método de análisis propiamente histórico. No
cabía así pues tampoco una historia de la historiografía. O no se sentía su necesidad. La
aparición gradual de formas explicativas típicamente históricas tiene mucho que ver con la
sustitución de aquella visión general por otra más marcadamente temporal y profana. Desde
este punto de vista quizás ahora podremos calibrar mejor el verdadero significado de la única
reconstrucción historiográfica generada en la Edad Moderna, antes de la Ilustración: la
desarrollada por ese complejo fenómeno denominado humanismo legal.

iii.- Humanismo jurídico y Reforma.


La civilización europea era especialmente rica a finales de la Edad Media en relaciones con su
pasado. Contaba, por así decirlo, con una amplia gama de documentos e instituciones
heredadas de un pasado básicamente grecorromano, mas también hebreo y germánico, que
podían ser usados para regular la conducta en el presente. Y contaba además con los
conceptos de autoridad que de ellos se derivaban. En este sentido existía un profundo sentido
de continuidad. Pero al mismo tiempo tales relaciones con dicho pasado podían manifestarse
diferenciadas por el hecho de la intervención única de la revelación cristiana. De esta forma,
existía a un tiempo tanto un profundo sentido de continuidad como de discontinuidad. El
desarrollo de supuestos de reconciliación entre esos dos aspectos constituye así, una de las
labores desarrolladas durante este periodo en los diferentes ámbitos del saber. De esta forma,
las obras de narración factual de la tradición griega y romana no jugaron un papel
institucionalmente significativo para los hombres de la Cristiandad medieval. Un papel de
mucha mayor relevancia jugaron la lengua latina y las compilaciones de derecho romano en
su vertiente bizantina.
En el ámbito de la elaboración jurídica es ciertamente inexacto concebir la labor de los
juristas medievales como de pura transcripción mecánica de la obra jurídica romana. De
hecho, hubieron de desarrollarse conceptos de mediación que pudieran resolver esa aparente
paradoja de continuidad y discontinuidad. El resultado de la acción en este sentido de los
glosadores y postglosadores fue la generación de un ius commune, compuesto de derecho
canónico, civil y feudal, de génesis medieval y de desarrollo moderno, en el que se verificó un
proceso de adaptación de categorías anteriores a los requerimientos de la sociedad presente.
77
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

Las glosas y los comentarios de los juristas en el seno de una concepción jurisprudencial del
derecho acabaron por obliterar la propia significación de los textos originales. Con todo, no
se desarrolló una historiografía en el sentido que aquí señalamos. No se percibió la necesidad
de analizar el pasado en tanto que tal pasado, ni el proceso de conversión del mismo en
presente. Pero aquellos textos originales permanecieron. Y lo hicieron a disposición de una
reacción que pugnará por el retorno al significado original de las fuentes y a la disposición
también de un método de análisis, esencialmente filológico, que replanteará de forma no
tradicional tanto el verdadero significado que aquellas tuvieron en la sociedad en la que se
generaron como una recomposición de su relación con el presente. El impacto del
humanismo fue en este campo ciertamente importante. Lo fue especialmente por el potencial
que ofrecían ciertas técnicas, particularmente la filología, que permitían el acceso directo a los
materiales originales. En este punto se pudo cuestionar los procesos medievales de
adaptación. Las consecuencias fueron de importancia esencial para nuestro tema.
Debe indicarse, con todo, que desde un punto de vista estructural las categorías de
comprensión del universo cristiano no fueron objeto de replanteamiento. Ni tampoco se
pretende aquí acentuar un carácter de progreso de esa particular disputa del método que acabó por
significar esta nueva impronta. Y conviene también guardarse de malas interpretaciones. La
querella que en el ámbito de la jurispruencia fraguó entre mos gallicus y mos itlalicus en el siglo
XVI lo fue interna al propio ordenamiento. Humanistas y galicanos se plantean la posibilidad
de una cultura jurídica que se produzca como ars y sciencia, como scientia iuris al fin y al cabo. Y
en este mismo sentido entra en escena la posibilidad de reconstrucción histórica, que continúa
sirviendo a los presupuestos de un ordenamiento fundado en derecho y religión. No cabía
Historia en el sentido fuerte. Pero cabía reelaboración acerca de la relaciones entre pasado y
presente, en el sentido que propusimos más arriba.
Los labor emprendida por los humanistas aparece a nuestros ojos como histórica y no
histórica a un mismo tiempo. Como histórica por cuanto trataban de reconstruir el significado
que los documentos habrían poseído para aquellos que los habrían elaborado y habrían usado
de ellos. Como no histórica, en la medida en que tal descubrimiento de significados originales
se entendía podía contribuir a una aplicación directa, una vez establecido, a las condiciones de
su propio momento histórico. Era la consecuencia del ideal humanista de imitatio y del
acercamiento de la historia a la oratoria, de la historia como Magistra Vitae. Pero la cuestión es
ciertamente más compleja. El esfuerzo de reconstrucción fue puesto en práctica sólo como
consecuencia de ese ideal no histórico de imitación. Los humanistas, incluso de forma más
aguda que sus antecesores, insistieron en la necesidad de referirse al mundo antiguo como un
modelo a ser imitado y copiado, pero no dejaron de expresar su manifiesta aversión con la
presentación que de aquel mundo realizaron los autores medievales. Reclamaron una vuelta al
texto y a su significado original. Y es en este punto donde nos encontramos con una paradoja
plena de significado: cuanto más profundizaban nuestros autores en el proceso de
reconstrucción de ese pasado más fueron percibiendo la imposibilidad de llevar a cabo una
efectiva resurrección del mismo; o mejor dicho, con mayor claridad se hizo presente que tan
sólo podía ser copiado o imitado. Que lo antiguo pertenecía a un mundo pasado, complejo y
con sus propias concepciones y fórmulas organizativas y que como tal no podía ser
incorporado a la vida presente. En una palabra, trascendiendo sus presupuestos de partida
acabaron por relegar la experiencia grecorromana al pasado y por cortocircuitar su aplicación
inmediata a la sociedad contemporánea. Pero, al mismo tiempo, se fue haciendo visible la
irrupción de una campo de estudio al que aplicar las técnicas de reconstrucción entonces
disponibles, un campo independiente. Pero no era eso todo. Los humanistas pusieron sobre
el tapete la presencia de esa civilización grecorromana independiente, pero no podían, como
europeos occidentales que eran, negar el hecho de que en alguna forma tal civilización
pervivía en el universo cristiano que les tocó vivir. De esta manera su obra acabó por
configurar la cuestión de la relación entre pasado y presente, por reclamar la reflexión sobre si

78
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

el pasado era relevante para el presente y, ante todo, precipitó la necesidad de interrogarse
sobre cómo tal pasado se hizo presente.
El ideal de imitación pudo continuar dominando en ciertos ámbitos del saber,
particularmente en las artes plásticas y literarias, en el ámbito de las concepciones morales, o
en el de los modelos políticos e individuales. Pero en el ámbito de las instituciones y de la
jurisprudencia no pudo por menos que afrontar las cuestiones que hemos visto se plantearon.
A pesar de componentes más antiguos, el encuentro del humanismo con el campo del
derecho hizo perceptible hacia 1560 la crisis producida por el descubrimiento de la
especificidad del pasado. La paradoja una vez más es que la discusión que acabó por
desarrollarse se produjo en otros ámbitos disciplinarios que los de la construcción de
narrativas inteligibles, que entonces podían llamarse historias.
Las técnicas esencialmente filológicas de nuestros juristas, y el conocimiento preciso del
vocabulario y de los recursos lingüísticos y literarios clásicos, les facultaron para llevara a cabo
un proyecto de reconstrucción del verdadero significado de los términos empleados en el
derecho de procedencia, básicamente, romana, y de la exacta significación que sus creadores y
sus usuarios tenían de ellos. El proceso se inicia en algunas universidades de Francia, bajo
cierta influencia italiana, y en la forma de una reacción contra los métodos que entonces se
calificaron generalmente de bartolistas. Se indicaba ahora que esa escuela había dificultado la
comprensión de la compilación de Justiniano por la vía de la inclusión que ya conocemos de
glosas y comentarios, y que era necesario, como ya también sabemos de forma general, un
retorno a la pureza del original. Pero como al mismo tiempo la labor de esta escuela bartolista
fue de adaptación del texto romano a las necesidades del mundo medieval, el trabajo de
crítica hubo de centrarse no menos en la reconstrucción del verdadero significado que estas
normas poseyeron para quienes se encargaron de erigirlas y de usarlas. Inevitablemente
construyeron así una detallada consideración acerca de los usos, instituciones e ideas de la
tardía sociedad romana organizadas en torno al derecho romano que había sido su
fundamento regulador. De hecho, estaban procediendo a la reconstrucción del derecho
romano por la vía de reconstruir la sociedad que lo cobijaba. Y cuanto más se profundizaba
en el hecho más difícil resultaba trasladar directamente el contexto en el que tal derecho
romano alcanzaba inteligibilidad al contexto desde el que se emprendía la investigación.
La escuela formada entorno a Jacques Cujas pudo así ir desarrollando un creciente interés en
el estudio del pasado que excluía cualquier consideración de aplicación inmediata de sus
supuestos para el presente. Pero una vez más las cosas tampoco fueron tan sencillas. A parte
del hecho de que el propio Cujas jamás se habría expresado en términos tan drásticos, residía
la cuestión más importante y a la que había de ofrecerse solución de que ese mismo derecho,
con todas las adaptaciones y modificaciones, era derecho vigente en la Cristiandad y en una
amplia parte (Sur y Sureste ) de la misma Francia. ¿ Qué significación tenía este hecho y como
se vinculaba su presencia con su significación para el presente?. ¿Podía ciertamente
prescindirse de las conexiones? Aquí los juristas hubieron de encontrarse con la cuestión
crucial del TIEMPO. La década de los sesenta así se presentó como un momento decisivo a
este respecto. Y no menos por la presión ejercida por la situación confesional que obligaba a
la búsqueda de principios claros de autoridad, de derechos o de orden sobre los cuales
garantizar el establecimiento de la paz. François Hotman representa a su modo esta
necesidad, la asunción, aún crítica, de los planteamientos de la escuela de Cujas, la
importancia del droit coutumier en las operaciones de verificación de especificidades francesas, y
las tensiones derivadas del enfrentamiento confesional. Su Anti-Tribonian, compuesto en 1567,
enmarcaba tales supuestos.
Pero fue quizás en la labor en el ámbito más específico del derecho feudal donde la obra de
reconstrucción y de solución a las cuestiones pendientes pudo alcanzar mayor significación.
Como es sabido, el Corpus Iuris Civilis contenía un cierto número de constituciones imperiales
en este campo, así como los Libri Feudorum, obra de origen lombardo del siglo XII que traía
relación de las regulaciones feudales en materia de herencia y una concreción del proceso de
79
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

conversión de la tenencia feudal en tenencia perpetua. Una vez más los humanistas aplicaron
a esta materia sus técnicas de análisis filológico, con una correspondiente emergencia a
mediados del siglo XVI de corrientes centradas en el origen romano de las instituciones
feudales y otras que acentuaban su carácter germánico. Agrupadas en torno a Cujas y
Hotman, ambas escuelas acabaron no obstante por aceptar que los orígenes del derecho
feudal habían de encontrarse en alguna forma de mixtura romano-germánica que aconteció
tras las invasiones. Lo que resultaba sin embargo más interesante de este hecho es que,
independientemente del contenido de autenticidad que tales indagaciones pudieran tener,
resultaba ser una demostración de cómo había de discurrir precisamente una exploración
acerca del pasado al conectarse con los problemas de un presente, como ya señalamos, que,
en el caso francés, no podía ser reducida a un sólo sistema jurídico.
En efecto, como es sabido en la Francia de los Hotman, de los Cujas y de tantos otros, se
hallaban en vigencia dos sistemas jurídicos, uno consuetudinario y otro formado por las
derivaciones jurisprudencialmente mediadas del derecho romano. Y ello obligaba a un análisis
multipolar de las relaciones con el pasado que imposibilitaba la comprensión del mismo en
términos de pura continuidad del mismo. Si el derecho romano conectaba a la Cristiandad
occidental con su pasado clásico, las costumbres feudales lo hacían con el pasado germánico.
Y precisamente el elemento feudal presente en el ius civile parecía figurar en ambas tradiciones
y pertenecer así a dos pasados. Era explorado como una mezcla compleja de ambos. En este
sentido, podría señalarse que una pluralidad de tradiciones precisa y hace posible
explicaciones históricas avanzadas. Si un fenómeno aparece relacionado con dos pasados, no
puede ser explicado en términos de simple continuidad con ninguno de ellos, en la medida en
que se hacía presente la contribución de ambos. Y de esta forma era posible concebir un
proceso en el que ambos entraban en combinación. Donde dos cuerpos de derecho
producían la conciencia de dos pasados distintos podían así surgir modelos complejos de
historiografía.
Nuestro análisis historiográfico, en los términos que ya señalamos, abre así también la
posibilidad para el estudio de variaciones regionales en el seno de la Cristiandad a la hora de
concebir las relaciones con el pasado. En el caso inglés, en el que regía un solo cuerpo
jurídico, el denominado common law, y desde el momento en que se entendía que este derecho
común era derecho consuetudinario, todas las instituciones inglesas se consideraban como
inmemoriales. En esta concepción del derecho y de la constitución como consuetudinarios e
inmemoriales se entendía no sólo su existencia desde un pasado no menos inmemorial, y sin
momento constitutivo, sino también su continuidad sin registrar cambios desde ese origen
hasta el presente. La reconstrucción sólo era así posible en términos de continuidad de esa
misma tradición y sin necesidad de una investigación histórica en la forma en que se producía
en Francia. El mito de la Ancient Constitution se mantuvo como componente esencial de la
concepción del pasado inglés al menos hasta finales del siglo XVIII. De esta forma, sólo la
irrupción de un antiquarianism desinteresado podía sugerir otro tipo de investigaciones. Y lo
haría, aún sin poder modificar la versión dominante, precisamente cuando Henry Spelman
(1562-1642) apuntara la similitud del derecho inglés con la tradición europea y pudiera
proceder al "descubrimiento" del derecho feudal. Es decir, en el momento en el que surgía
una dualidad posible de tradiciones jurídicas, cuando se precisase, por parte del propio
Spelman, la reconstrucción histórica que explicase tal presencia y tal complejidad del pasado.
Un grado ahora de conciencia histórica podía surgir.
Se produjo de esta forma el hecho de que la posibilidad de entendimiento de lo particular y
una historiografía conectada con ello acabó por aparecer con mayor vigor en las
organizaciones monárquicas europeas que en la Italia maquiaveliana. Los reyes de Francia y
de Inglaterra ejercían su potestad sobre un conjunto de jurisdicciones y propiedades
eclesiásticas y seculares. Por un lado, esto permitía el desarrollo de una comprensión de lo
secular en términos de orden y de costumbre inmemorial pero, por otro, permitió a los
humanistas y a los juristas al servicio de las cortes principescas analizar el derecho y los textos
80
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

asociados con él, y el descubrimiento de una gran riqueza informativa acerca de las
conexiones entre poder monárquico y propiedad, costumbre, religión e incluso lenguaje y, en
fin, de qué manera los cambios en uno de estos ámbitos podían ponerse en relación con
cambios en los demás.
La irrupción de ese fenómeno de radio europeo conocido como REFORMA tendrá aquí
también sus aportaciones. Es cierto que la aparición del mismo, del proceso de generación de
edificios confesionales y de posterior enfrentamiento confesional que llevó aparejado,
cortocircuitaron una vez más la posibilidad del surgimiento de un ámbito de estudio histórico
autónomo. El proceso acabó, desde un punto de vista estructural y de distinción de sistemas,
por remachar la servidumbre de la "historia" respecto de presupuestos de orden
extrahistóricos, confesionales en nuestro caso. Pero, no es menos cierto que desde el punto
del análisis de la comprensión del tiempo, de la percepción de lo particular, se introdujeron
cambios importantes. Como es sabido la Reforma erosionó, desde supuestos de comprensión
de la salvación del cristiano, el ciclo penitencial tradicional y, de forma global, la presencia de
la Iglesia y de su entramado institucional como mediadora en el mismo proceso de salvación.
Para ello recurrió a una revitalización de la tradición escatológica y profética neutralizada por
las elaboraciones agustinianas y la misma traditio eclesiástica posterior.
La conexión de tales supuestos con la necesidad de concreción de las relaciones entre orden
político y orden eclesial en los territorios que acabaron rompiendo con Roma fue de gran
significación. Si la salvación acontecía a través de la gracia, no de la razón, o través de la fe, no
de las obras, la comunidad cristiana podía aparecer no como un conjunto de almas
individuales que pasaban a través de la mediación institucional de la Iglesia desde el tiempo a
la eternidad, sino como un cuerpo de creyentes situado en el tiempo, que lee la palabra dada
por Dios en el pasado, que conmemora la pasión de Cristo acontecida en el pasado, y que
asienta su fe en la promesa de un retorno futuro. La salvación, así, llegaría precisamente a
través de esta espera y no mediante una presencia real de Cristo en el inmediato presente de la
unión sacramental. De ello se seguía necesariamente que la propia salvación acontecía en el
tiempo y que Cristo mismo se entendía que actuaba diacrónicamente: había venido en el
pasado y volvería en el futuro. La salvación misma podía, en este sentido, entenderse como
un proceso histórico. La escatología, la profecía, e incluso el milenarismo, se constituían así en
auténticas armas al servicio del planteamiento protestante, bien se tratase de una comunidad
protestante concebida como una nación secular (Inglaterra como segunda Israel, por ejemplo)
organizada bajo su príncipe o como una congregación (por continuar con el ejemplo inglés,
las múltiples "sectas" que poblaron su siglo XVII) separada de su obediencia.
Pero en general, la profecía y la escatología acabaron por configurar un proceso de salvación
más plenamente implicado en el mundo y por entender su sometimiento al poder temporal. La
historia, y especialmente la historia sagrada se constituyó en instrumento del poder secular. El
caso inglés, con sus particularidades no extrapolables, constituye un ejemplo significativo de
las variaciones que sobre el tema podían establecerse, de la necesidad de reconstruir una
historia de la iglesia para legitimar su separación de Roma y de la reflexión acerca de los
modos de actuación de Cristo en el tiempo. No es de extrañar que bajo tales supuestos
Hobbes desplegara toda una parte de su Leviatán en los términos derivados de tales
concepciones para acabar produciendo por esta vía una profunda secularización del
pensamiento político. El primero de los modernos también heredaba, para remodelarlas,
tradiciones. Y no extraña tampoco en exceso que en los territorios protestantes europeos se
acabará por configurar una concepción de Ilustración que tenía menos que ver con modelos
de progreso y liberación del pasado que con la superación de enfrentamientos civiles movidos
por religión.

iv.- Iusnaturalismo y Iusracionalismo. Ilustración y Revolución.


Sólo tras la crucial fecha de 1648 pudieron fundarse continentalmente unas novedades como
tales. La recomposición imperial que en la Paz de Westfalia se origina, la posibilidad de
81
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

comprensión de un orden europeo que pudiera regirse por criterios de fundamentación


general, y por ende la desaparición de las disparidades confesionales como criterio de
actuación política, o la experiencia republicana inglesa que en las mismas fechas se alumbra,
aportaban sus consideraciones desde la perspectiva más histórica del fenómeno. Pero también
desde el ámbito cultural podía comenzarse por estas fechas un significativo turning point, un
cambio de tendencia que iniciaría un momento decisivo cuando menos en la figuración de
valores antropológicos de los que el mundo contemporáneo podrá servirse, y que habrán de
ser de primera significación para la fundamentación autónoma de la historia. El cambio así se
apunta de Grocio a Hobbes y Puffendorf. Los fundamentos de la comunidad política se
reinterpretan a partir de los supuestos de un nuevo derecho natural, que empieza por
manifestar sus desconexiones con la religión, y que después, puede acercarse a la
comprensión de la realidad circundante en términos regidos por la categoría de individuo.
Puede así empezar a concebirse un derecho natural conforme aún a una religión cristiana,
pero una conformidad que se otorga a partir de los supuestos de la razón humana.
Iusnaturalismo y Iusracionalismo se constituyen en el testigo de marca de una figuración que, aún
en el seno de una constitución material regida por los supuestos tradicionales de comprensión
no individual y de antropología fundada en religión, abre la vía a su erosión. Otra cultura
puede así ir imponiéndose desde mediados del siglo XVII. E incluso lo puede hacer desde el
proceso que garantiza su reproducción, aunque para ello haya de realizarlo al margen de las
instituciones tradicionales. Podrá así empezar a suponerse que no sólo es conocimiento el
impartido en las Universidades, con su radicación jurisprudencial y teológica. Al margen de
tales instituciones, y con el protagonismo de unas academias, irá surgiendo una ciencia, ya no
sólo la scientia jurídica, que utiliza los postulados de la razón para acercarse a la comprensión de
la naturaleza. Se trata del fenómeno de irrupción de una física y una química fundadas en el
experimento, o de una matemática de derivación racional intrínseca. Se trata así también de la
denominada Revolución científica. De la trasferencia general del interés de la metafísica a la física.
Y tales postulados iusnaturalistas encuentran un ámbito de aplicación especialmente fructífero
en el terreno de las relaciones entre entidades políticas independientes. La construcción de un
ius gentium sobre bases comunes y de fundamentación racional y compartida se persigue
también en estos momentos, consiguiéndose por esta vía primera la figuración de unos
derechos innatos que, como derechos naturales de la humanidad en general e intrínsecos al
propio individuo, deben hacerse presentes siempre, en guerra o en paz.
La razón pudo además dotar de medios suficientes para desarrollar proyectos absolutistas que
precisamente en estos momentos se perseguían. Los monarcas podían personificar la razón y
en su virtud subvertir, o intentar la subversión de los ordenamientos constitucionales de los
diferentes territorios europeos. Con ello se persiguió también por parte de estos monarcas o
príncipes territoriales, que ahora se predicaban absueltos no sólo de la ley sino del conjunto
del ordenamiento, la búsqueda de control también del tiempo como categoría política. En
este ámbito también del tiempo acabará así por generarse una pugna, como parte de una
dicotomía más general, entre las pretensiones de control por parte de la corona, en el ámbito
laico primero y en el sagrado después, y las capacidades de ordenación tendencialmente
autónomas de una Sociedad Civil que pudo ir conformándose al compás de la
desconstitucionalización que producía la misma dinámica absolutista. Por muy paradójico que en
un primer momento pudiera parecer, esta dinámica acabó por reforzar, desde esa incipiente
sociedad civil, la comprensión de una capacidad de intervención normativa del individuo
sobre el ordenamiento. No parece así extraño que, bajo los aspectos que venimos
considerando, fuese precisamente en estos momentos terminales del siglo XVII cuando se
acuñasen esquemas de periodización histórica que ahora podían aplicarse, como es el caso de
Christophorus Cellarius, a quien generalmente no se contextualiza ni temporal, ni
espacialmente. La periodización que recogía en el título de un libro con funciones
eminentemente pedagógicas, y que aparecía en 1685, se concebía como división de la "historia
universalis, in antiquam, medii aevi ac novam". Con ello, se ofrecía ahora la posibilidad de una
82
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

estructuración temporal y un contenido epocal que podía prescindir en la organización


cronológica de periodizaciones tradicionales, de radicación teológica. Particularmente, y para
el caso imperial en el que se movía, significaba la posibilidad de erradicar la estructuración
temporal en términos de Cuatro Monarquías con la correspondiente expectativa escatológica
de vivir en la última y por ello en el fin de los tiempos.
La gran trasformación que tiene lugar en la cultura europea entre Ilustración y revoluciones
puede así mejor comprenderse. Teniendo siempre presente que, pese a las elaboraciones
precisamente cursadas desde el campo del derecho y de los juristas, la historia en principio
continuó siendo concebida, en el seno de la tradición grecorromana, como la construcción de
narraciones, de historias; teniendo presente así que la resolución de ese crucial turning point que
aconteció entre mediados y finales del siglo XVII, con toda la caga que pudo tener para la
erosión de conceptos fundamentales de la Vieja Europa, se resolvió en clave antihistórica, y
que por ello la labor de reconstrucción activada por el humanismo quedó plenamente
expuesta, y al tiempo incomprendida, a esa suerte de revuelta pirroniana que -para Paul
Hazard- constituyó una verdadera crisis de la conciencia europea que pudo cuestionar la
efectiva necesidad e incluso la posibilidad misma de la historia. Teniendo en definitiva
siempre presente que la persistencia de una concepción tradicional del tiempo y de un
ordenamiento al que servía, pese a la introducción ya señalada de elementos que
progresivamente podían llegar a producir su eversión, condenó en cierta medida a la historia a
abrir el camino de su propia emancipación por la vía de una negación total de los supuestos
del ordenamiento en su conjunto. Y con ello de los supuestos de comprensión temporal que
lo infundían. Asumiendo entonces que una Ilustración y su filosofía de la historia, al igual que
una Revolución fueron necesarias e indispensables para completar, al tiempo que lo
reestructuraba, el conjunto de tales operaciones.
En un entendimiento de la Ilustración como proceso, y no como proyecto, exenta así también
de connotaciones revolucionarias, cobra por ello especial sentido la exhortación kantiana de
sapere aude, de la autoemancipación mediante el conocimiento y todo el planteamiento
pedagógico social ilustrado que se escondía tras la conocida frase. Es en ese contexto de
cambio conceptual cuando adquiere pleno significado y trascendencia la emergencia de una
filosofía de la historia como saber civil, como instrumento al servicio del ciudadano emancipado
del absolutismo y de la tutela eclesiástica, del philosophe habilitado ahora por esta vía para la
penetración y para el conocimiento de esferas de difícil acceso anterior. Una filosofía de la
historia que además sienta y establece las bases y fundamentos para la constitución de la
Historia en sentido fuerte, en cuanto ciencia por y para sí misma, que fundamentalmente
mediante tres líneas o vías de desarrollo permite a la Historia constituirse en su propio objeto
de estudio, encontrarlo en ella misma. En principio una reflexión estética que acabó por
sustanciar una posición de equivalencia entre poesía y narración, concediendo a la narración
histórica la capacidad de captar la experiencia de lo universal tanto como la poesía,
rompiendo así con la supremacía de ésta que, en mayor o menor medida, se remontaba hasta
Aristóteles. En segundo lugar, a través de una reconstrucción del sentido de la historia como
maestra de moral, que sin ser del todo abandonado, acabó por definir tal capacidad en la
historia misma, y no en Historias paradigmáticas, y contribuyó con ello de forma sustantiva a
una concepción de la historia como proceso. Y por último, un proceso de descubrimiento y
consagración de la racionalidad inmanente a la propia historia que pudo alcanzarse por vía de la
asunción de la posibilidad de establecer hipótesis razonables acerca del acontecer histórico.
La Historia que ahora se construía y se definía en su dimensión autónoma constituía punto
esencial de esa comprensión global de los philosophes, como principio organizativo de todas las
artes y las ciencias, como una perspectiva en el progreso del conocimiento y del control sobre
la naturaleza que imponía el perfeccionamiento social. Al menos así podían expresarlo
d'Alambert en su Discours Préliminaire (1751) a la Enciclopedia, o Condorcet en el Bosquejo de un
cuadro histórico de los progresos del espíritu humano que aparecía en 1794. La revolución política ya
mediaba por estas fechas y con ella venían concreciones definitivas. También en este ámbito
83
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED

de la comprensión del tiempo. Un tiempo propiamente histórico se abría paso. Ya no eran


medidas del mismo la concepción teológica o las concepciones naturales de la revolución de
los astros o de la duración dinástica. El tiempo era determinado por la propia historia. Una
revolución que había generalizado la conciencia de que los hombres tienen en cuanto tales
capacidad de intervención sobre el tiempo, pero que sobre todo les había permitido captar
directamente los procesos de aceleración de su propia exeperiencia temporal. Asimismo, les
había hecho conscientes de su capacidad de autonormación del conjunto de la sociedad
implícita en el acto constituyente. La Revolución era así necesaria para la transmutación
definitiva de la experiencia acerca del tiempo, para la concreción histórica de la propia
Historia. Para ello se encontró además una categoría que se convirtió en la auténtica crux del
proceso: la idea de Progreso, primera categoría sobre la que se cifró una determinación
transnatural del tiempo, inmanente a la propia historia. Se puede decir que el progreso es la
primera determinación temporal genuinamente histórica, que no ha adoptado su sentido, su
significación, de otros ámbitos de experiencia, como la teología o el saber mitológico. Y el
progreso a su vez tan sólo podía ser descubierto cuando se llegó a reflexionar sobre el tiempo
histórico en sí mismo. Con ello se obligaba a una reordenación conceptual de la relación no
sólo entre presente y pasado, sino entre presente, pasado y futuro. La necesidad de coordinar
pasado y futuro siempre ex novo. La compleción hubo por supuesto de venir, con sus cambios,
a través del impacto de un tiempo acelarado que la Revolución francesa se encargó de generar.
Pero la perspectiva temporal y espacial, la comprensión de que el pasado podía interpretarse y
comprenderse mejor cuanto mayor fuese la distancia del historiador es elaboración particular de
la filosofía de la historia ilustrada y de su concepto de progreso. Por ello si el tiempo de la
Historia ya había llegado, a una filosofía de la historia, con la que bien pronto hubo de realizar sus
cuentas, se debía.
Entonces, y solo entonces, pudo además ir surgiendo una conciencia de la MODERNIDAD,
de los tiempos nuevos, así concebidos como parte del mismo proceso de emancipación cultural
del tiempo histórico, de emancipación de la Historia frente a la naturaleza. Como parte de ese
proceso integral de cambio, surgía la posibilidad de referirse a una Edad Moderna,
específicamente diversa. La edad moderna así se diferencia de la vieja concepción de las
edades del mundo en tanto en cuanto que viene conocida como tal edad moderna, no ex post,
sino directamente. Y aquí reside la novedad de este concepto de época, que puede servirse de
anteriores distinciones epocales, particularmente del humanismo tardío, para reelaborarlas en
este nuevo sentido. Ya no se trata de un concepto dirigido al pasado, sino que surge del
presente y a su vez indica un futuro aún abierto. Las concepciones anteriores del tiempo que
remitían a consideraciones de retorno de todas las cosas, quebraron definitivamente al abrir
las puertas a un futuro que es esencialmente distinto de cualquier tiempo pasado. La
expectativa se separaba de la experiencia. La identificación de esta edad moderna con el
progreso cerraba así la operación. La visión fundada en el progreso y la concepción de la
historia, de un tiempo propiamente histórico, autonomizado de otras variables
extratemporales, son dos fenómenos contemporáneos y mutuos. Si la edad moderna lleva
consigo siempre la novedad, entonces el pasado diverso debe de descubrirse y debe
precisamente reconocerse su diversidad. La historia en cuanto disciplina moderna surge
entonces cuando la rotura de la tradición ha separado cualitativamente pasado y futuro.

84

Das könnte Ihnen auch gefallen