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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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-TEMA 1-
LA "OECONOMICA" DE LA VIEJA EUROPA
marginales como los molinos, los hornos de ladrillos, las canteras se extiende hasta
convertirse en una exposición de la producción no agraria en salinas, minas e industria
metalúrgica. El segundo libro tiene por objeto el comportamiento del padre de la casa, su
relación con Dios, con la mujer, con los hijos. Aquí tiene su lugar el detallado tratamiento
de la educación y de la formación noble. No menos detallado es el tratamiento de la
relación con la servidumbre y con los súbditos campesinos. El libro se cerraba con reglas
de conducta en caso de guerra y de epidemias de peste, una enumeración detallada de las
estaciones y del clima y un calendario preciso de trabajo que indicaba para cada mes los
trabajos en la casa, en el jardín y en el campo. El tercer libro está dedicado a la "madre de la
casa" y abarca las tareas del ama de casa, de la mujer, la educación de los hijos,
especialmente de las hijas, la cocina, el cocer pan, la conserva de carne, frutas y bebidas,
una instrucción para la organización de una botica doméstica y una detallada exposición de
la medicina humana, en la medida en que puede ser aplicada en la casa sin ayuda del
médico. El cuarto libro trata la organización del viñedo y de las bodegas, luego el cultivo de
frutas, el quinto y sexto el jardín o huerto de la cocina, de las plantas medicinales y de las
flores, el séptimo el cultivo del campo con sus explotaciones marginales, como la cerveza,
la destilería y la molinería, el octavo el cuidado de los caballos, el noveno el cuidado del
ganado, las ovejas, los cerdos y las aves. En los dos libros se dan detalladas indicaciones
sobre veterinaria. El libro décimo describe la cría de las abejas y del gusano de seda; el libro
once, titulado "Placer del agua", trata la provisión de agua, los arroyos de los molinos, la
pesca y cultivo de los peces, las aves acuáticas, y el capítulo final, los bosques y la caza.
Aquí se ha recogido un saber muy diverso y, según la división en ciencias que
conocemos, muy dispar. Pues dice Hohberg en el prólogo: Nulla enim professio amplior quam
oeconomia. Pero el principio organizador de estas masas de material, es decir, el de ser
"Oeconomica", es claramente reconocible y se lo expresa en la introducción.
La Oeconomica como teoría del oikos abarca la totalidad de las relaciones y las
actividades humanas en la casa, la relación de hombre y mujer, de padres e hijos, de señor
de la casa y servidumbre (esclavos) y el cumplimiento de las tareas puestas en la economía
doméstica y agraria. Con ello se ha delineado ya la actitud frente al comercio. Éste es
necesario y permitido, en cuanto sirve de complemento a la autarquía de la casa, pero es
reprobable en cuanto se convierte en fin en sí mismo, es decir en cuanto tiende a la
adquisición de dinero en sí. A la Oeconomica se enfrenta la "Chrematistica". En la
Chrematistica, no en la Oeconomica, se encuentra encerrada la prehistoria de la economía
nacional, y ella se mantiene tan precaria porque de ella, en el fondo reprobable, no se
desarrolla ninguna teoría, porque se la menciona ocasionalmente en la Ética y en la Política,
cuando se discuten los límites de su permisividad.
Así quedan las cosas hasta la era del mercantilismo. Las dilucidaciones de la
escolástica tardía sobre la moneda, las rentas, los intereses y el precio justo desde Nicolás
de Orême, que contienen los progresos más importantes en el camino hacia la economía
nacional, pertenecen a este contexto. De contractibus licitis et illicitis es el título característico
del muy difundido manual tardo-escolástico sobre estas cosas, de Konrad Summenhard.
Debe haberse puesto en claro que no podemos hacer justicia a la Oeconomica si la
confrontamos simplemente con la moderna ciencia económica. Precisamente hasta el siglo
XVIII se entendió por "economía" una cosa diferente de lo que se entiende desde
entonces. La Oeconomica de la vieja Europa aparece desde modernos puntos de vista
como un complejo de doctrinas que pertenecen a la ética, a la sociología, a la pedagogía, a
la medicina, a las diversas técnicas de la economía agraria y doméstica. Ella no es ni
economía política ni teoría de la economía de empresas, ni tampoco simple teoría del
presupuesto de la casa y del consumo. Hoy apenas estamos en condiciones de ver que tras
ella se encuentra la unidad interna de la "casa" en la totalidad de su existencia. Así ha
podido ocurrir que a tales Oeconomicas se las considerara como una especie de
enciclopedia casera. Pero esta Oeconomica corresponde evidentemente a una manera de
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desde la mitad del siglo XVII, hasta que en el presente "un todopoderoso y
extremadamente antipaternal Padre Estado comienza a devorar al padre terrenal y
celestial".
Para la prehistoria de la teoría de la economía política la historia de la vieja
Oeconomica europea presta sólo una muy modesta contribución. Pero ciertamente no es
adecuado el considerarla como su fase "ingenua" o "precrítica", pues con ello no se
muestra del todo su significación histórica. Pues la Oeconomica es justamente una doctrina
de la "casa grande" y no sólo de la actividad "económica", en sentido moderno. Ella no
puede ser considerada aisladamente, pues es sólo una esfera parcial en el sistema total de la
"filosofía", en el sentido antiguo, medieval y de la modernidad temprana. Como se sabe,
ésta se divide en Lógica, Metafísica, Física y Ética. La Ética abarca todo el campo de las
ciencias del hombre y de la comunidad y se divide en los tres campos de la Ética en sentido
riguroso, como teoría del hombre singular (en la Escolástica se la llamaba por eso
monástica), en la Oeconomica, como doctrina de la casa, y, finalmente, en la Políticacomo
teoría de la polis. Ninguna de estas tres ciencias griegas tiene una correspondencia en una
ciencia moderna especial. Desde la perspectiva del presente ellas aparecen como un
complejo de muy variados campos del saber, sin otra relación interna como no sea
justamente aquel objeto exterior, que aquí se intenta aprehender en sus diversos aspectos.
Este fenómeno lo encontramos en la Oeconomica. Como allí, debemos preguntar por el
principio organizador que reúne las diversas doctrinas en una unidad interna. También en
la Ética y en la Política aparece el principio de dominio, que construye o establece la unidad
del objeto, dominio de la razón sobre los instintos en el individuo, dominio del dominador
(hombre de Estado) en la polis. Así resulta entonces comprensible que en la política griega y
en los dos siglos que le siguen las formas del Estado son idénticas a las formas de gobierno
y dominio. Montesquieu las llama aún les trois gouvernements. Monarquía, aristocracia y
democracia y las perversiones correspondientes, y finalmente el principio de la constitución
mixta es el principio fundamental según el cual se dividieron durante mucho tiempo las
"formas del Estado". Esos conceptos ya no significan nada para nosotros. Ya no hay
aristocracias, la monarquía es una forma sin significado, y democracia es algo del todo
diferente de lo que se da a entender en el pensamiento político antiguo. La democracia
moderna quiere ser, según su idea (éste no es el lugar para elucidar su realidad) no
"dominio de los hombres", sino "administración de cosas". Pero la antigua democracia es
dominio del demos: de ahí que, según Aristóteles, como dominio de todos sobre todos no es
posible sino en forma moderada. Pero también en su figura más radical ella es dominio de
propietarios de esclavos, de "señores de casa" y finalmente de hombres. Aquí la mujer no
puede poseer derechos políticos.
Este principio del dominio no se limita en el pensamiento antiguo en modo alguno
al mundo humano, sino que también penetra el cosmos. El alma (psyche), que es al mismo
tiempo el principio de la vida, da la vida al cuerpo, y con ello primeramente la unidad
interna. La doctrina aristotélico-escolástica de "organismo" es fundamentalmente diferente
del concepto moderno de organismo. En sentido antiguo, el organismo (corpus organicum) es
por cierto capaz de vivir, pero no es aún vivo. Tan sólo gracias al alma recibe la vida, llega a
ser viviente (vivum), organismo en el sentido actual. La vida es traída al cuerpo por el alma
que lo domina, no es como en el pensamiento moderno un principio inmanente de propia
e interna ley. En nuestro contexto es importante esta comprobación. Pues el pensamiento
anterior aplica frecuentemente la llamada comparación de la organización. La polis es
comparada, por ejemplo, con el cuerpo. Pero la base de la comparación es completamente
distinta. Lo que el alma es en el cuerpo, lo es el dominador en el Estado, el padre de familia
en la casa, el principio organizador que fundamenta la unidad.
Este pensamiento, empero, no reconoce solamente el alma de los hombres y de los
animales, sino también almas de las plantas y de las estrellas. Pero por sobre el cosmos está
el nus, como principio supremo que configura la unidad, como "motor inmóvil",
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como koiranos, según dice Aristóteles, que aquí aplica, no casualmente, una palabra
homérica. Dios es el origen necesario del "movimiento", que forma la materia, la convierte
en "forma". Dios es la "forma" del mundo, la entelequia vivificadora del todo. La identidad
de los principios fundamentales de construcción hace imposible ver en el hombre un
microcosmos, el reflejo del macrocosmos.
Este pensamiento presupone la ontología griega, en la que "lo general se condensa
en sustancia de la forma, y, aprehensible en el concepto, es lo interior determinante y
configurador de las cosas". De ahí que el hombre, la casa y el Estado o el cosmos se
contemplen como un todo, y no se los analice como en las ciencias modernas. De ahí que
este pensamiento tiende siempre a la forma ideal y mide con ella los fenómenos de hecho,
es theoria, el "ver el ser propio". Ser y deber ser no se pueden separar aquí como en el
pensamiento moderno, sino que se hallan estrechamente ligados. La Ética, la "filosofía
práctica", es en esencia una teoría de las virtudes del hombre individual, del señor de la
casa, del hombre de Estado. En la virtud depende hasta qué punto el hombre, la casa y el
Estado están en capacidad de acercarse a su "esencia", a su ser verdadero. Pues para este
pensamiento, el verdadero ser y el bien supremo son una cosa y constituyen el concepto de
Dios de la filosofía antigua, el "monoteísmo metafísico" (Dilthey) de la Antigüedad.
Es una forma noble de pensamiento la que encontramos aquí. Ya en Homero se
tropieza con la equiparación de "saber" y tener carácter. Es la posición directiva e
imperativa del señor, su más clara racionalidad, que siempre tiene a la vista la configuración
dominada por él y que la ve en su "esencialidad", a quien su posición de señor siempre da
la posibilidad de que su "saber" se convierta en hechos; es una areté noble la que posibilita
el dominio del hombre sobre su interior, casa y polis y que por eso contempla en
la theoria análogamente la estructura del cosmos dominado por el nus, por Dios, que
también determina la física y la metafísica, por lo cual su pensamiento es, análogamente al
del actuar humano, un pensamiento "teleológico".
La Oeconomica antigua tuvo influencia durante mucho tiempo, no solamente en la
Europa occidental, sino también en Rusia y en los países islámicos.
Para nosotros surge el problema de por qué este pensamiento griego pudo dominar
completamente los dos siglos siguientes e incluso las épocas cristianas. Aquí se trata
naturalmente no sólo del pensamiento aristotélico, que tan sólo más tarde, desde el siglo
XII, comenzó a tener su plena efectividad, sino de todo el "monoteísmo metafísico" de la
Antigüedad, que fue recogido por la filosofía cristiana, desde la Patrística, y continuado por
la Escolástica. Con la recepción de Aristóteles se recibe entonces el sistema completamente
desarrollado de la ciencia griega. El aristotelismo domina las universidades europeas hasta
bien entrada la modernidad. La metafísica de Francisco Suárez conquistó en el siglo XVII
no solamente las universidades católicas, sino también las protestantes. Tan sólo hacia 1700
termina el dominio del aristotelismo. Junto a él se encuentra permanentemente una
corriente platónico-neoplatónica, de muy hondo efecto en la historia del espíritu, pero que
ha nacido de los mismos fundamentos de la visión griega del mundo, pues el
neoplatonismo es un platonismo "convertido" y fuertemente determinado
aristotélicamente. Ernst Hoffmann caracterizó así esta herencia:
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humanidad occidental, más allá de la Edad Media y hasta los sistemas del racionalismo
dogmático del siglo XVII, la armazón de su metafísica.
Pero esta herencia es determinante no sólo para la metafísica, sino para toda la
imagen científica del mundo de la "filosofía" penetrada por aquélla.
Nos aproximamos a la pregunta de su fundamentación social y de su vigencia
duradera durante siglos de la manera más adecuada partiendo de su imagen del hombre, de
su Ética, que, como ya hemos podido comprobar, determina también su física y su
metafísica. Su concepto central es desde Homero hasta 1700 el de la virtud (areté, virtus). Ya
hemos llamado la atención sobre el hecho de que la Ética, la Oeconomica y la Política
culminan en una teoría de las virtudes del hombre, del señor de la casa y del hombre de
Estado. Werner Jaeger, el historiador del concepto griego de cultura, de la Paideia, tituló el
primer capítulo de su obra: "Nobleza y areté". Ésta es en Homero fuerza heroica y
habilidad, y el adjetivo correspondiente, agathos, significa originariamente noble, valiente.
Pero las dos palabras tienen también un sentido más general, ellas designan la actitud del
hombre distinguido. Pero ya en Homero, frente al orgullo de nobleza, que mira con gusto
la larga fila de los ilustres antepasados, se encontraba el conocimiento de que la
preeminencia y la posición sólo se pueden afirmar con la virtud por la cual se logró el
privilegio. Con ello se ha tocado un tema que se encuentra siempre desde la Antigüedad, en
la Escolástica medieval, en la poesía de la cultura caballeresco-cortesana, en los humanistas
y en el Barroco.
Para mostrar todo esto de manera completa, habría que presentar una historia de
la paideia- humanitas, de las virtudes cardinales, y seguir su camino desde la polis griega
pasando por la nobilitat romana hasta las imágenes nobles de los hombres de la cultura
caballerescocortesana, del humanismo y de los tipos nacionales de nobleza de la temprana
modernidad. Siempre encontramos la relación de nobleza y virtud (areté, virtus) y por cierto
de manera tal, que sólo el hombre noble posee virtud, que ha nacido para ella, pero que
ésta encierra la dura obligación de formarse para ella con severo esfuerzo.
Pues -así dice Enea Silvio Piccolomini en su Carta sobre la Educación al rey Ladislaus
Posthumus- así como la disposición natural sin formación es ciega, así la formación sin el
presupuesto de una correspondiente disposición natural es defectuosa. Pero las dos son de
poco valor cuando falta el ejercicio. Las tres cosas juntas permiten lograr la perfección.
Así, este pensamiento se muestra en los dos siglos y más desde los griegos hasta el
comienzo de la Ilustración como el pensamiento de un mundo de nobleza. Aquí
comprendemos el concepto de "mundo de nobleza" muy ampliamente e incluimos
también los estados-ciudades antiguos y medievales. Pero este mundo de nobleza descansa
siempre sobre un fundamento campesino con su oikos.
Éste se derrumba a partir del siglo XVIII, lo que encuentra su expresión en el
nacimiento de nuevas ciencias y en el cambio completo de nuestro lenguaje científico
conceptual. En la segunda mitad del siglo XVIII concluye un proceso y es reconocible por
doquier en sus efectos que en sus raíces se remonta mucho más atrás. Se trata aquí nada
menos que del derrumbamiento de la imagen del hombre y del mundo, creada por los
griegos, que había dominado hasta este tiempo, del derrumbamiento del pensamiento
cosmológico, tanto en el ámbito del macrocosmos como en el del microcosmos, del "Urbs
diis hominibusque communis", cuya filosofía era por eso "rerum divinarum humanarumque cognitio".
Sólo en este contexto se puede entender el pensar en Ética, Oeconomica y Política y con
ello también el poder espiritual que ejercieron sobre los espíritus los conceptos
fundamentales de la vieja Oeconomica europea pese a su modesta posición tras las otras
dos ciencias. Edgard Salin llamó al pensamiento antiguo sobre cosas económicas un
pensamiento "metaeconómico" y remitió para la Antigüedad al poder de la polis y para el
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tiempo siguiente al de la Iglesia cristiana. Pero a los dos, a la polis y a la Iglesia, les es
común el pensamiento cosmológico, el monoteísmo metafísico, la doctrina de las virtudes y
el pensar sobre el hombre y la comunidad en el sistema de la "filosofía práctica" dividida en
Ética, Oeconomica y Política.
En el cambio estructural profundo desde la mitad del siglo XVIII se encuentra el
primer presupuesto del nacimiento de las modernas ciencias económicas. Se trata de un
proceso de largo alcance retrospectivo, que conduce a la formación del "Estado" moderno
y de la "sociedad" industrial. Sería necesario describirlo en todas sus consecuencias
espirituales y sociales para aclarar estos presupuestos, lo que no puede hacerse en el marco
de este esbozo. Pero cabe aludir a que no se trata de un simple "reflejo" de una estructura
económica modificada en el pensamiento económico, sino de un proceso mucho más
complejo. La vieja Oeconomica europea había afirmado durante dos siglos su dominio y
también en épocas en las que había una economía dineraria altamente desarrollada, ya
desde el desarrollo de la polis griega, pero ante todo bajo el principado romano y luego otra
vez desde la alta Edad Media, que indudablemente hubiera podido proveer el material
empírico de experiencias para una ciencia económica en el sentido posterior y para un
pensamiento sobre estas cosas orientado de manera completamente diferente. Tampoco se
puede considerar el nacimiento de la teoría económica sencillamente como reflejo del "alto
capitalismo" y de la "revolución industrial" que surgen al mismo tiempo que ella, o de la
relegación de la "casa grande", ligada con lo anterior. Pues la teoría económica surge en una
época en la que comienzan a desenvolverse estas cosas y en la que sus consecuencias no
son apenas previsibles. Éste fue el caso en la primera mitad del siglo XIX, y en el resto de
la segunda mitad del siglo. Un hombre tan importante para el mundo moderno como
Thomas Jefferson aún podía decir: "Those who labor in the earth are the chosen people of God". La
relación de los husbandmen con las otras clases de ciudadanos le pareció a él la relación de
las partes sanas con las enfermas. Deseaba que los Estados Unidos siguiera siendo un país
agrario, cuyo workshop debería ser Europa. Aún Adam Smith tenía todavía la convicción de
que la riqueza obtenida en el comercio y en la manufactura sólo dura si parte de ella se
invierte en la tierra. Con el nacimiento de la economía política tenemos que confrontarnos
con un aspecto parcial de un proceso de mucho mayor alcance.
Con el nacimiento de la teoría de la economía política decayó la vieja Oeconomica
europea. En los primeros cameralistas, en el andamio entero de su ciencia del Estado o
cameralista, junto a la ciencia de las finanzas y de la "policía", una muy amplia teoría de la
administración que también abarca la ciencia mercantilista de los comercios, se encuentra la
"Oeconomica" como "domesticología", como doctrina de los "bienes y asuntos de
alimentación de las personas privadas". Pero con ello ya han desaparecido las relaciones
interhumanas en la casa. Todavía se tiene en cuenta muy detalladamente la agricultura y su
técnica. Pero entonces, en la época de los "economistas experimentales", comienzan a
independizarse las ciencias agrarias, para luego, desde los Principios de la agricultura
racional (1809-1812), de Albrecht Thaers, convertirse en una ciencia especial independiente,
la ciencia de la técnica agraria. Además, para Thaers "la agricultura es un oficio que tiene
por fin producir ganancias o adquirir dinero mediante la producción de sustancias
vegetales". Aquí como en Adam Smith se ve la agricultura bajo el punto de vista de
la Wealth of Nations, de la "economía política" como sociedad de intercambio. Pero para
Thaers, la "Economía" es la designación de la teoría de la empresa agraria.43 Más tarde,
Johann Heinrich von Thünen, apoyándose en Thaers y en Adam Smith, sentó los
cimientos para el tratamiento de la agricultura en la moderna teoría de la economía política.
Así, la "Oeconomica" se reduce a una débil teoría del presupuesto de la pequeña
familia urbana y luego muere. En último caso sigue teniendo eco algo del viejo tipo en los
populares Consejos para la casa y la familia.
En el siglo XIX, el concepto de "casa grande" se perdió aun en las consideraciones
históricas. Como veremos, fue reducido en la historia económica a la economía casera
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modelo teórico del género de la ley de Thünen, conservan éstas un cierto valor de
conocimiento. Si el par de conceptos economía natural-economía dineraria y el esquema de
las fases económicas no pueden ponerse como fondo del decurso real de la historia
económica, sin embargo ellos reflejan claramente la contraposición o el contraste de un
pensamiento económico que proviene de la casa y uno que proviene del mercado, y que se
ha buscado conciliar mediante un decurso histórico concebido como "desarrollo". El
concepto de oikos, que ha jugado un tan gran papel en las dilucidaciones sobre la naturaleza
de la economía antigua desde Rodbertus y Bücher, la "economía cerrada de la casa" de Karl
Bücher y sus sucesores, se muestra como una construcción modelo de limitada
significación teórica. Ésta se encuentra como confi guración teóricamente autárquica en la
cumbre de la secuencia de las fases económicas, en la que se amplía constantemente la
periferia del ámbito del mercado. Esta sucesión seudohistórica de fases (o estilos) se ha
acuñado naturalmente en vista del moderno concepto de economía orientado hacia el
mercado. Pero orientada por la "conclusión", la "autarquía" de la casa, no está en
condiciones de dar transparencia al problema totalmente diferente de la relación entre la
economía campesina y la economía dineraria en la prehistoria y en la historia temprana.
Pero ante todo, el oikos de la teoría de las fases de la economía no es el oikos de la
Oeconomica europea antigua, sino que separa de todo el volumen de las relaciones y
actividades interhumanas descritas por la Oeconomica sólo el momento negativo de la
autarquía mayor o menor, sin ocuparse de sus presupuestos fundamentales en la estructura
interna de la "casa grande". Pues la antigua Oeconomica y la doctrina agraria no hablaron
tanto de una economía "cerrada" de la casa en el sentido de la teoría de las fases
económicas, sino que más bien contrapusieron la legítima venta en el mercado, a veces
muy importante, de sus propios productos, a la crematística, a la ganancia -rechazada por
aquélla- del comercio intermediario y del préstamo de dinero. La mayor ganancia posible
mediante el aprovechamiento de los productos agrícolas en el mercado es ya según Catón
la meta de la economía romana de la hacienda.
De manera totalmente análoga, Werner Sombart ha contrapuesto la "idea de la
alimentación" de la era precapitalista al racional "instinto de adquisición" en el
"capitalismo". Sin duda, la "idea de alimentación" domina, si bien limitadamente, en la
esfera de la "casa grande" y emerge de ello fuertemente en el "pensamiento económico" de
viejo estilo. Sólo que la "idea de la alimentación" no puede verse aislada para sí, como
"espíritu" de la economía en sentido moderno, sino sólo en el contexto de la "casa grande"
y sus presupuestos específicos. Por otra parte, la Oeconomica europea antigua nada nos
dice precisamente sobre la historia económica como historia del mercado, porque ella no
pertenece a la Oeconomica, sino a la Crematística, y tampoco dice nada sobre su
significación y la mentalidad que la domina. Hoy ya no tenemos duda alguna de que en ella
dominaba un fuerte "instinto de adquisición", que por cierto fue muy diferente del instinto
"racional" de adquisición del capitalismo moderno. Sobre ello ha llamado la atención Max
Weber. También su pensamiento se mueve en torno del carácter histórico irrepetible y
único del capitalismo moderno y del moderno Estado burocrático. Así, para Weber
también, y en cierto sentido y dentro de ciertos límites, "toda la historia económica es la
historia del triunfo del racionalismo económico, construido sobre el cálculo". De aquellos
fenómenos históricos se ha deducido el concepto de "racional", tan peculiar de Weber, al
que él contrapone el concepto de "tradicional". Pero lo "tradicional" ciertamente aparece
como una simple y negativa contrafigura frente a su concepto directivo filosófico-cultural y
sociológico de lo "racional". Éste recibe un contenido histórico concreto en el marco de
una historia económica, entre otras cosas tan sólo cuando en los siglos anteriores se parte
del concepto de "casa grande" y no del concepto moderno de economía formado en vistas
al mercado.
Finalmente me refiero al problema del "economicismo", al que no hay que
adjudicar solamente determinadas direcciones en el marxismo, sino que también se
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EL ORDEN JURÍDICO Y POLÍTICO.
1. La historia y configuración del poder político en el tiempo largo que precede a las
revoluciones liberales ha sido objeto principal de la historiografía jurídica europea desde
comienzos del siglo XIX y motivo de constante debate durante las últimas décadas del XX, al
calor entonces de la construcción y ahora de la crisis del Estado nacional. La vinculación
entre aquella historiografía y estos procesos históricos no es en absoluto casual y si fuera
necesario podría explicarse fácilmente, recordando que los historiadores se ocupan del pasado
(la historia), pero viven en el presente y al presente pertenece su obra.
Las razones por las que muchos obedecen a unos pocos en cierto espacio de
convivencia y el modo cómo éstos deban ejercer sobre aquéllos el poder que así tienen ha
sido siempre, y no es para menos, cuestión problemática, que ha requerido de una estructura
de legitimación, esto es, de argumentos capaces de crear un efecto de obediencia consentida
en quienes soportan la dominación política. El Estado nacional es la particular solución que el
mundo occidental contemporáneo, alumbrado por las revoluciones burguesas, ofreció a este
problema y supone, por usar una formulación tan clásica como válida a nuestros efectos
ahora, el monopolio del uso de la fuerza legítima en un determinado espacio, históricamente
alcanzado merced a la concentración en un único polo del poder disperso en el cuerpo social.
Esta monumental tarea expropiatoria en que vino a resolverse el proceso de construcción del
Estado nacional, exigió una potente operación ideológica, en la cual la historia como
disciplina asumió el cometido de naturalizar la idea estatal, construyendo el Estado en el pasado
para presentarlo como la forma política propia o consustancial al hombre socialmente
organizado. Con su eficaz retórica, decía Leopold Ranke que los Estados eran “creaciones
originales del espíritu de la humanidad. Diría más: pensamientos de Dios”. El Estado (sin
adjetivos) ya no es sólo un nombre más o menos preciso para cierta cosa, una organización
política dada, sino que envuelve toda una concepción acerca de cómo deba configurarse la
dominación política, que responde en lo sustancial a la forma como resultó políticamente
organizada, mediante un proceso complejo y muy conflictivo, la sociedad europea
posrevolucionaria, el llamado Estado liberal o de derecho. Esta tarea, que llena
historiográficamente el siglo XIX y buena parte del XX, consistió en un auténtico y muy
eficaz proceso de invención de la tradición, que discurrió de modo rigurosamente paralelo a la
construcción histórica de la identidad nacional (para la cual fue originariamente acuñada esa
expresión), con la que en rigor se confunde. La construcción jurídico política del Estado
nacional exigió la invención de la tradición nacional bajo forma estatal.
Por un lado, se asume la ordenación de la realidad jurídica conforme a (o a partir de) la
dicotomía privado/público, como dos polos irreductibles y en permanente contradicción, que en
sus grandes líneas tiende a reproducir en el pasado el modelo político y jurídico
contemporáneo, gráficamente calificado por algunos autores como “paradigma bipolar”. En
respuesta a lo que Otto Brunner llamó la “idea de separación”, se imagina y postula que el
poder político se halla de suyo concentrado en una instancia única, presuponiendo, en
consecuencia, que también en el mundo pre-contemporáneo se daba una separación tajante
entre el Estado y la sociedad civil, como sedes para la realización del interés público y de los intereses
privados, respectivamente sometidos a regímenes jurídicos diferenciados, componentes del
derecho público y del derecho privado. Por otro lado, identificado “lo público” con el Estado, éste
se configura historiográficamente al modo como fue teorizado por la iuspublicística europea
del siglo XIX y primeras décadas del XX, sumamente exitosa a la hora de naturalizar (o
presentar como naturales) sus propias categorías culturales. Como polo que concentra la
totalidad del poder político, el Estado se concibe funcional o internamente dividido en
legislación, gobierno o administración y justicia o tribunales, para la consecución del interés
público. Los juristas confeccionaron a partir del Estado liberal una teoría del Estado y los
historiadores (juristas y no juristas) convirtieron al Estado así teorizado en la forma de
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organización política propia de toda sociedad civilizada, y así los temas propios del presente
liberal pasaron a orientar la indagación sobre el pasado de la humanidad. A estas alturas,
resulta innegable que la imagen que el Estado (contemporáneo) ha forjado de sí mismo
impregna toda la historiografía institucional. Aun a riesgo de simplificar, el argumento de esta
historiografía puede resumirse diciendo que se dedicó a inventar una tradición que
contribuyese a legitimar los nacientes Estado nacionales, es decir, a fundar un derecho y un
Estado retrospectivos. He aquí todo un modelo historiográfico que podemos llamar –y ha
sido llamado- paradigma estatalista.
“el Estado moderno es una asociación de dominación con carácter institucional que ha tratado,
con éxito, de monopolizar dentro de un territorio la violencia física legítima como medio de
dominación y que, a este fin, ha reunido todos los medios materiales en manos de su dirigente y
ha expropiado a todos los funcionarios estamentales que antes disponían de ellos por derecho
propio, sustituyéndolos por sus propias jerarquías supremas”.
“La forma política típica y propia del período histórico emergente en los países entonces
hegemónicos del Occidente europeo,[...] fue el “Estado moderno”, al que [Maravall] presenta,
de una parte, como vástago del Renacimiento; de otra, como construcción política consciente,
esto es, como artificio humano; en tercer lugar, como producto rigurosamente nuevo y sin
embargo colmado de “supervivencias medievales”, de “elementos heredados”. Dicho Estado
propende a configurarse como esfera de poder unitaria, tendencialmente cerrada y exclusiva;
con otras palabras: “el poder del Estado trata de eliminar toda instancia extra y supraestatal”.
(i) Preeminencia de la religión. Ante todo, el derecho sólo puede comprenderse como parte
de un complejo normativo más vasto e intrincado, que tiene matriz religiosa e integra a
los distintos órdenes que disciplinan o contribuyen a disciplinar la sociedad: el derecho
como la teología moral principalmente formaban un ordenamiento compuesto, porque siendo
distintos participaban de una misma cultura constituida (en sentido propio) por la
religión. Esta se encuentra omnipresente en el derecho y puede rastrearse sin dificultad
en los binomios que enlazan ambos mundos: justicia como equidad-ley estatuida,
pecado-delito, amor-juicio, don-obligación jurídica… Probablemente, la manifestación
más llamativa de esta configuración, que asignaba al derecho un papel secundario, radica
en la dualidad fuero externo–fuero interno y deja ver toda su trascendencia en caso de
conflicto entre los órdenes normativos que prioritariamente vinculan a uno y otro,
planteando como cuestión si la ley humana obliga en conciencia a los súbditos. No hace falta
decir que las respuestas a esta cuestión clásica de la teología moral (siempre en plural y
tan distintas como variados fueran sus contextos), tenía entonces una importancia práctica
excepcional, dada la precariedad de los aparatos de dominio coactivo disponibles.
(ii) Orden jurídico tradicional y pluralista. El derecho u ordenamiento jurídico tiene a su vez
una configuración pluralista, en la medida que está integrado por distintos órdenes
dotados de contenidos normativos y legitimidades diferentes. Bajo el estrato superior
que ocupan los derechos divino, natural y de gentes, en gran medida nutridos por el inmenso
arsenal del derecho común, como sustancia normativa de aquella cultura (que rige además
como derecho romano y canónico a título propio, variable en cada territorio), en el
campo del derecho positivo concurren con estos últimos distintos derechos –en rigor,
tantos como cuerpos habitan aquella sociedad, que por esto se dice “corporativa”–,
articulados por una lógica de integración (y no de exclusión), cultivada por la
jurisprudencia, el saber (o la doctrina) de los juristas: en este contexto, la ley real es apenas
un componente del derecho, por más que cada vez tenga mayor importancia dentro del
positivo. Como tradicional y pluralista, además, aquel orden jurídico estaba regido por
normas de conflicto de “geometría variable”, toda vez que la integración de los distintos
derechos que lo componían no se planteaba en general, de una vez y para siempre, sino
caso a caso, y en función de las circunstancias que en cada uno concurriesen.
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED
De ahí, por último, (iii) que fuese un orden jurídico probabilista: concebida la tarea del jurista
como interpretación de un orden dado, lo orienta hacia la fijación y solución de
problemas (o casos), y –lo que importa más– es revelador de una concepción del derecho
esencialmente antilegalista, bien cifrada en la fórmula: Ius non a regula sumatur, sed ex jure
quod est regula fiat (Digesto 50, 17, 1), que antepone el derecho a la regla. El derecho resulta
construido caso a caso mediante la tópica, que es el arte de encontrar (ars inveniendi) y
conciliar los argumentos o puntos de vista aptos para tratar de los asuntos discutibles
(todos aquéllos, como los jurídicos, sobre los cuales no hay afirmaciones evidentes o
necesariamente ciertas). Los juristas son así maestros de una técnica especialmente apta
para organizar el consenso entre perspectivas diferentes y alcanzar soluciones o adoptar
decisiones justificadas: que vencen o se imponen porque convencen en el marco de una
cultura compartida.
V. ¿De qué hablamos cuando hablamos del absolutismo? Monarquía administrativa y dinámica
estatal.
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED
Esto plantea la cuestión de qué deba entenderse por absolutismo, que es recurrente en
la historiografía y conviene atender brevemente para terminar, porque afecta de plano al
argumento de estas páginas.
Nacido como opuesto a “constitucionalismo” en el debate político revolucionario, el
término “absolutismo” ha tenido tan buena fortuna historiográfica que hoy por hoy no se
sabe bien cuál sea su significado y se discute vivamente si merece la pena mantenerlo en uso.
Las posibilidades son muy variadas. Si por absolutismo se entiende aquel régimen político
que, admitiendo la máxima princeps legibus solutus, desvincule al soberano del derecho positivo,
todos lo son (pues la soberanía se define precisamente por la capacidad de abrogar y derogar
las leyes). Si, en cambio, quiere reservarse el calificativo sólo para aquellos regímenes políticos
que carecen de límites institucionalizados al ejercicio del poder soberano, entonces
difícilmente se hallará ninguno que lo sea, porque de uno u otro modo la constitución
tradicional del cuerpo político actúa siempre como límite en este orden. Por lo común la
categoría absolutismo se emplea últimamente más que nada por tradición historiográfica y sin
mucha convicción para calificar a aquellos regímenes en los que el soberano legisla por sí
solo, sin el concurso de los estados del reino.
En esa sentido, es mucho más fructífera la línea que –si se admite la simplificación-
refiere el absolutismo no a la creación sino al cumplimiento del derecho, o sea, no a la potestad
legislativa, sino a la capacidad regia de gobernar o imponer efectivamente sus decisiones.
Desde luego, hay que descartar de plano cualquier idea de omnipotencia regia, desmentida
una y otra vez por la historiografía que, a ras de suelo, destaca el papel relevante del
pluralismo institucional en la contención de las pretensiones (a menudo fiscales) regias. La
historiografía de los últimos años, especialmente dedicada a la Francia de Luis XIV, que funge
como paradigma del absolutismo, está poniendo de manifiesto la “dramática lucha” entablada
en la práctica para asentar las decisiones regias. Si alguna conclusión general puede obtenerse
de esta línea historiográfica es que de absolutismo puede hablarse a lo sumo como tendencia -
una tendencia al ejercicio intensivo y extensivo del poder soberano-, que además es muy rico
en “elementos no-absolutistas”, como muy gráficamente se ha dicho (especialmente para
referirse al empleo del pacto como medio de alcanzar el imprescindible consenso con las
corporaciones integrantes del espacio político).
Con este trasfondo, desde el punto de vista jurídico-político el interés prioritario
reside en identificar y valorar el conjunto de dispositivos nuevos, puestos en acción por el
poder soberano. Junto a la de juez supremo, cobraron protagonismo otras imágenes
asimismo tradicionales del rey -como cabeza de la república, como padre de sus súbditos- para
facilitar una acción de gobierno más directa y eficaz (o administrativa) sobre el espacio político.
Sin posibilidad de entrar ahora en detalles, bastará recordar que nociones historiográficas
como monarquía administrativa y dinámica estatal son adecuadas para englobar el conjunto de
técnicas ensayadas con tal fin. Se ha observado así la lenta emergencia junto a (y en conflicto
con) la jurisdiccional de una monarquía administrativa, en cuanto que orientada al ejercicio del
poder sin atenerse a los requerimientos procesales de la iurisdictio, que desencadenó en el
último tramo del siglo XVIII toda una dinámica estatal. Esta vía desembocaría en el complejo
proceso que terminó por absolutizar jurídicamente (o desvincular del derecho tradicional) el
poder político, es decir, al Estado. Sin embargo, a nuestros efectos, tiene el mayor interés
recordar que esta vicenda se encuentra intrínsecamente limitada en el medio de una cultura
jurisdiccional. El Antiguo Régimen no podía saltar sobre su propia sombra.
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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- TEMA 3 –
El Leviatán y sus vísperas .
i.- La traducción inglesa del De Cive de Thomas Hobbes, publicada por primera vez en
1651, comienza con la promesa de investigar "el derecho del Estado y los deberes de los
ciudadanos". La Introducción al Leviatán, publicado por vez primera ese mismo año,
anuncia de modo similar que el propósito de la obra será analizar "ese gran Leviatán que
llamamos república o Estado". Desde entonces, la idea de que la confrontación entre
individuos y estados proporciona el tema central de la teoría política ha llegado a ser casi
universalmente aceptada. Esto hace que resulte fácil pasar por alto el hecho de que, cuando
Hobbes hablaba en estos términos, estaba estableciendo, con plena autoconciencia, una
nueva agenda para la disciplina que él pretendía haber inventado: la disciplina de la ciencia
política. Su sugerencia de que los súbditos están obligados ante un organismo llamado
estado más que ante la persona de un gobernante era aún relativamente novedosa y
altamente polémica. También lo era su implícita hipótesis de que sólo estamos obligados
ante el estado, y no ya ante una multiplicidad de autoridades jurisdiccionales, tanto locales
como nacionales, tanto eclesiásticas como civiles. Así, por encima de todo, Hobbes usaba
el término estado (state) para denotar esta fuente superior de autoridad en los asuntos del
gobierno civil.
De este modo, la declaración de Hobbes puede ser vista como señalando el final de una
fase en la historia de la teoría política y el comienzo de otra que nos resulta más familiar.
Anuncia el ocaso de una era en la que el concepto de poder público había sido considerado
en términos más personales y carismáticos, y apunta hacia una visión más simple y más
abstracta de la soberanía como propiedad de un órgano impersonal, visión que desde
entonces ha permanecido entre nosotros y ha sido incorporada en el uso de vocablos tales
como état, estado, stato, staat y state.
Ya en el siglo XIV es posible encontrar el término latino status -junto con algunos
equivalentes en las lenguas vernáculas tales como stato o state-usado de manera general en
una variedad de contextos políticos. Durante este período de formación, estas expresiones
eran utilizadas sobre todo para aludir al estado o posición de los propios gobernantes. Una
fuente importante de este uso fue el título De statu hominum al comienzo del Digesto del
derecho romano. Allí se apela a la autoridad de Hermogenianus para afirmar que "desde el
momento en que toda ley es establecida en función del bien de los seres humanos,
necesitamos primero precisar el estatuto de tales personas, antes de realizar cualquier otra
consideración". A partir del renovado interés por los estudios de derecho romano en el
siglo XII italiano, la palabra status vino a designar la situación jurídica de los hombres de
toda clase y condición, siendo los gobernantes descriptos como disfrutando de un
distintivo estáte royal, estat du roí o status regis.
Cuando se planteaba la cuestión del status del gobernante, lo que se buscaba era en general
enfatizar que el mismo debía ser visto como un estado de majestad, una elevada posición y
una condición de magnificencia (stateliness). Encontramos esta fórmula en crónicas y
documentos oficiales, en el marco de las sólidas monarquías de Francia e Inglaterra,
durante toda la última mitad del siglo XIV. Jean Froissart recuerda en sus Chroniques que en
1327, cuando el joven rey de Inglaterra reunía a la corte para entretener a los dignatarios
visitantes, "la reina debía de ser vista en un estatus de gran nobleza". El mismo uso vuelve a
aparecer conmovedoramente en el discurso que William Thirnyng dedicó a Ricardo II en
1399, en el que rememora a su antiguo soberano "en cuya presencia cualquiera renunciaba
y desistía del estado de rey, de señorío y de toda la dignidad y veneración que le
perteneciera".
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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A la idea de que a los reyes "pertenece" una cualidad distintiva de majestad subyacía la
creencia predominante de que la soberanía está íntimamente conectada con la exhibición,
de que una presencia majestuosa servía como una fuerza ordenadora. Éste habría de
probarse el más perdurable de los varios rasgos característicos del liderazgo político
carismático, luego subvertido por la emergencia del concepto moderno de un estado
impersonal. Todavía a fines del siglo XVII es común encontrar escritores políticos usando
la palabra state para señalar una conexión entre la majestad de los gobernantes y la eficacia
de su gobierno. Previsiblemente, defensores de la monarquía por derecho divino como
Bossuet seguían refiriéndose, a finles del XVII, al état de majesté en esos términos. Pero los
mismos supuestos sobrevivieron incluso entre los enemigos de la monarquía. Cuando John
Milton, por ejemplo, describe en su History of Britain el momento inmortal en el que el Rey
Canuto ordenó al océano "no entrar más en mi tierra", observa que el rey procuró darle
fuerza a su extraordinario imperativo hablando "con todo el fasto que la majestad podía
poner en su expresión".
Hacia fines del siglo XIV, el término status también se usaba regularmente para hacer
referencia al estado o condición de un reino o república. Esta concepción del status
reipublicae tiene un origen clásico, y puede hallarse en las historias de Tito Livio y Salustio,
así como en los discursos y las obras políticas de Cicerón. También la encontramos en el
Código del Derecho Romano, con especial claridad en el encabezamiento del Digesto,
donde el análisis comienza con la afirmación de Ulpiano de que la ley cubre dos campos, el
público y el privado, y de que "la ley pública es la que pertenece al status reí Romanae".
Con el renacer de los estudios de derecho romano, esta antigua pieza de la terminología
jurídica alcanzó difusión general. Se volvió corriente en el siglo XIV, tanto en Francia
como en Inglaterra, discutir el "estado del reino". Froissart, por ejemplo, observa que en
1389 el rey decidió "reformar el país convirtiéndolo en bon état, para que todos estuvieran
satisfechos". La idea de conectar el buen estado de un rey y el de su reino pronto se volvió
un lugar común. A mediados del siglo XV, los peticionarios al parlamento inglés solían
terminar sus súplicas prometiendo al rey que "rogarían tiernamente a Dios por el buen
estado y prosperidad de su nobilísima persona en este su noble reino".
Si pasamos de Europa del Norte a las ciudades-estado italianas, encontramos la misma
terminología incluso más temprano. Los primeros libros de consejos para podestá y otros
magistrados de la ciudad fueron producidos en las décadas iniciales del siglo XIII. Estos
manuales ya dejaban claro que su principal interés era el status civitatum, el estado o
condición de la ciudad como entidad política independiente. El Oculus pastoralis emplea
reiteradamente esa expresión, y lo mismo hace Giovanni da Viterbo en su tratado De
regimine civitatum, de cerca de 1250. Hacia comienzos del siglo XIV empezamos a encontrar
el mismo concepto en las lenguas vernáculas, con escritores de Dictamina como Filippo
Ceffi ofreciendo extensas instrucciones a los magistrados sobre los modos de mantener el
stato de la ciudad puesta a su cargo.
Al discutir el estado o posición de tales comunidades, lo que estos escritores solían decir
era que los magistrados tenían la responsabilidad de mantener a sus ciudades en un buen
estado, feliz y próspero. El ideal de conservar el bonus (o incluso el optimus) status reipublicae
también tiene un origen romano; la expresión se encuentra con cierta frecuencia en
Cicerón y Séneca. El autor del Oculus pastoralis, análogamente, se refiere a la necesidad de
preservar la propia ciudad en un feliz, ventajoso, honorable y próspero status. Giovanni da
Viterbo también insiste en la conveniencia de mantener el bonus status de la propia
comunidad, mientras que Filippo Ceffi escribe con la misma confianza, en lengua
vernácula, sobre la obligación de mantener la ciudad en "un buen stato y completa paz".
Estos escritores proporcionan también las primeras reformulaciones de la visión clásica
sobre lo que significa para una ciudad o respublica alcanzar su mejor estado: los magistrados
deben seguir los mandatos de la justicia en/todos sus actos públicos, a fin de promover el
bien común, mantener el fundamento de la paz y asegurar la felicidad del pueblo. Esta línea
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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de razonamiento es retomada más tarde por Tomás de Aquino y sus discípulos italianos a
fines del siglo XIII. Santo Tomás presenta el argumento en varios puntos de su Summa, así
como en su comentario sobre la Política de Aristóteles: "El juez vela por el bien común, que
es la justicia, y por eso quiere la ejecución del ladrón, que constituye un bien en relación
con el status común".
La misma línea argumentativa había sido propuesta una generación antes por los escritores
de libros de consejos para los magistrados de la ciudad. En un espíritu muy similar,
Giovanni da Viterbo habla del optimus status en su tratado De regimine civitatum, en tanto
Brunetto Latini reitera el razonamiento de Giovanni en el capítulo Du gouvernement des cites al
final de su enciclopédico Livres du trésor de 1266.
Esta visión del optimus status reipublicae llegó más tarde a ser central para las versiones
humanistas del quattrocento sobre la vida política bien ordenada. Cuando Giovanni Campano
(1427-1477) analiza en su tratado De regendo magistratu los peligros del faccionalismo declara
que "no hay nada que considere más desfavorable para el status y la seguridad de una
respublica". Si el justo status de una comunidad ha de ser preservado, todas las ventajas
particulares deben subordinarse a la búsqueda del bien común. Filippo Beroaldo (1453-
1505) llega a la misma conclusión en un tratado al que, de hecho, tituló De optimo statu. El
mejor status, coincide, puede ser logrado si y sólo si nuestros magistrados "dejan de lado la
búsqueda de sus propias ventajas y garantizan que en todo actúan de modo tal de
promover el beneficio público".
Los humanistas erasmianos importaron a Europa del Norte, en las primeras décadas del
siglo XVI, los mismos valores y un vocabulario similar. El propio Erasmo argumentó que
"el status más feliz es alcanzado cuando todos obedecen al príncipe, cuando el príncipe
obedece las leyes y cuando las leyes responden a nuestros ideales de honestidad y equidad".
Su joven contemporáneo Thomas Starkey ofrece en su Dialogue una explicación semejante
de lo que constituye "el más próspero y perfecto estado que puede alcanzarse y establecerse
gracias a la política y la sabiduría en cualquier país, ciudad o pueblo". Y en la Utopía de
Tomás Moro la figura de Raphael Hythloday insiste también en que, dado que los
habitantes de Utopía viven en una sociedad en la que las leyes incorporan los principios de
la justicia y permiten a todos vivir "tan felizmente como es posible", puede decirse que han
alcanzado el optimus status reipublicae, el mejor estado de una comunidad.
ii.-
Estos tempranos usos de status y sus equivalentes en las lenguas vernáculas fueron luego
modificándose hasta adquirir su significado moderno en un largo proceso. Los
historiadores que se ocuparon de la cuestión generalmente se concentraron en la evolución
de las teorías jurídicas sobre el status de los gobernantes en los siglos XIV y XV. Era raro,
sin embargo, aun para los abogados civiles, utilizar la palabra latina status sin más
precisiones, y semejante barbarismo era virtualmente desconocido para los escritores
políticos. Incluso en los casos en los que encontramos el término status en contextos
políticos, resulta casi siempre evidente que lo que está en cuestión es el estado o posición
de un rey o un reino, y de ninguna manera la idea del estado corno la institución en cuyo
nombre se ejerce el gobierno legítimo. Si quisiéramos rastrear los orígenes de esta
transformación, deberíamos comenzar concentrándonos, más que en los escritos jurídicos,
en los manuales para magistrados de los que ya hemos hablado, y sobre todo, en la
literatura de "espejos para príncipes" a la que con el tiempo esos manuales dieron origen.
Fue en el marco de esta última tradición del pensamiento político práctico que los términos
status y stato comenzaron por primera vez a ser utilizados en formas nuevas y
significativamente extendidas.
Los escritores de manuales para príncipes estaban generalmente preocupados por dos
problemas políticos conexos. Su objetivo más elevado era explicar el modo en que los
gobernantes pueden aspirar a alcanzar el honor y la gloria para sí mismos promoviendo al
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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mismo tiempo la felicidad y el bienestar de sus súbditos. Pero su compromiso principal era
con una cuestión política más básica y urgente: cómo aconsejar a los signori de Italia, a
menudo inmersos en circunstancias altamente agitadas, sobre las formas de conservar su
status principis o stato del principe, su estado o posición como gobernantes efectivos de sus
territorios.
Como resultado, el uso del término stato para denotar la posición política de los
gobernantes, junto con la discusión sobre el modo en que esos gobernantes debían
comportarse si deseaban mantenere lo stato, comenzó a resonar en las crónicas y manuales del
trecento italiano. Cuando Giovanni Villani habla en su Istoríe Fiorentine de las luchas civiles
que marcaron a la ciudad durante la década de 1290, observa que tales conflictos iban
dirigidos en gran parte contra el pueblo en su stato e signoria. Cuando Ranieri Sardo, en su
Cronaca Pisana, describe el ascenso al trono de Gherardo d'Appiano en 1399, destaca que el
nuevo capitano seguía disfrutando del mismo stato e governo del que su padre había disfrutado
antes que él. Para el momento en que nos encontramos con El Príncipe de Maquiavelo, de
1513, la cuestión de lo que los gobernantes deberían hacer para mantener su posición
política había llegado a ser el tema principal del debate. Los consejos de Maquiavelo están
casi enteramente dirigidos a los nuevos príncipes que quieren mantenere lo stato, conservar
sus posiciones en los territorios que hubieran podido heredar o adquirir.
Para evitar que su estado o posición se vea alterado en su perjuicio, esos gobernantes deben
ser capaces de satisfacer cierta cantidad de requisitos necesarios para un gobierno eficaz. Si
pasamos a examinar el modo en que esos requisitos fueron formulados y discutidos nos
encontraremos con que los términos status y stato fueron empleados de forma
crecientemente extendida para hacer referencia a estos diversos aspectos del poder político.
Uno de los requisitos para mantener la propia posición como gobernante es, obviamente,
ser capaz de preservar el carácter del régimen político vigente. Así, encontramos los
términos status y stato usados desde muy temprano para hacer referencia no sólo al estado o
condición del príncipe, sino también a la presencia de formas particulares de gobierno. Este
uso, por su parte, parece haber surgido del hábito de emplear el término status para
clasificar los tipos de gobierno descriptos por Aristóteles. La popularización de este
desarrollo ha sido atribuida algunas veces a Tomás de Aquino, dado que existen versiones
de su Expositio de la Política de Aristóteles donde las oligarquías son descriptas como status
paucorum y el gobierno del pueblo como status popularis. Tales usos se extendieron más tarde
al pensamiento político humanista del Quattrocento. Filippo Beroaldo comienza su De optimo
statu con una tipología de regímenes legítimos, hablando del satus popularis, del status
paucorum e incluso, cuando se refiere a las monarquías, del status unius. Francesco Patrizi de
Siena (1412-1494) abre su De regno con una tipología similar, en la que la monarquía, la
aristocracia y la democracia son caracterizadas como diferentes tipos de status. Escribiendo
en la misma época en lengua vernácula, Vespasiano da Bisticci (1421-1498) contrasta el
gobierno de signori con el stato populare, mientras Francesco Guicciardini invoca la misma
distinción una generación más tarde en sus Discorsi sobre el gobierno de Florencia.
También Maquiavelo utiliza stato con el mismo sentido en algunos pasajes de El príncipe,
notoriamente en la apertura del libro, en la que nos informa que "todos los stati, todos los
dominios que han tenido y tienen imperio sobre los hombres, han sido y son repúblicas o
principados".
Por esta época, el término stato se utilizaba también ampliamente para aludir a los regímenes
dominantes. Para cuando llegamos a teóricos como -el amigo de Maquiavelo- Francesco
Vettori, que escribieron en los primeros años del siglo XVI, encontramos estos usos
firmemente consolidados. Vettori utiliza el término stato no sólo para referirse a las
diferentes formas de gobierno, sino también para describir el régimen prevaleciente en
Florencia, el que él deseaba ver defendido.
Un segundo requisito para mantener la propia condición (state) de gobernante es,
obviamente, no sufrir pérdidas ni alteraciones de los territorios gobernados. Como
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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resultado de esta preocupación adicional, encontramos los términos status y stato utilizados
como un modo de referirse a las áreas sobre las que un gobernante o magistrado principal
necesita ejercer control. Cuando el autor del Oculus pastoralis exhorta a los magistrados a
velar por el bienestar de sus ciudades, habla de su obligación de mantener suos status.
Cuando los autores del Gratulatio dirigido al pueblo de Padua en 1310 expresan la esperanza
de que la provincia continúe viviendo en paz, declaran que están haciendo votos por la
tranquilidad de todo el status. Y cuando Ambrogio Lorenzetti explica en los versos que
acompañan sus frescos en la Sala de' Nove en Siena que todos los signori deben cultivar las
virtudes, argumenta que así es como ellos han de actuar per governar suo stato. Estos usos
proliferan en las crónicas y manuales del alto Renacimiento.
Cuando Ranieri Sardo quiere describir cómo en 1290 los písanos hicieron la paz en sus
territorios, señala que la tregua se extendió por todo el stato. Cuando Francesco
Guicciardini remarca en sus Ricordi que los franceses revolucionaron el arte de la guerra en
Italia a partir de 1494, produciendo una situación en la que la pérdida de una sola campaña
traía aparejada la confiscación de todas las tierras, describe tales derrotas como
conducentes a la pérdida de lo stato. Lo mismo ocurre en Maquiavelo, quien en El Príncipe
utiliza frecuentemente el término lo stato para referirse a las tierras o territorios de los
príncipes. En el capítulo 3 se explaya sobre los métodos que un príncipe sabio debe
adoptar si pretende adquirir nuevos stati; y en el capítulo 24 se pregunta sobre las razones
por las que tantos de los príncipes de Italia han perdido sus stati en el curso de sus propias
vidas.
Debido, en gran medida, a estas influencias italianas, los mismos usos pueden encontrarse
en la Europa del norte hacia las primeras décadas del siglo XVI. Guillaume Budé, en
L'lnstitution du prince, equipara la amplitud de les pays regidos por César tras su victoria sobre
Antonio con la extensión de son estat. Thomas Starkey en su Dialogue habla sobre la
necesidad de establecer un Consejo en Inglaterra para "representar a todo el state". Y
cuando Lawrence Humfrey, en The Nobles, procura advertirnos acerca del mal
comportamiento de un gobernante que puede fácilmente corromper todo su reino, lo que
nos dice es que sus vicios pueden difundirse "en todo el state".
Como subrayan estos escritores, sin embargo, el requisito más importante para mantener la
propia condición o estado {state) de gobernante es, de lejos, conservar el control sobre las
instituciones existentes dentro del regnum o civitas. Esto dio lugar a la más importante
innovación lingüística que puede encontrarse en las crónicas y tratados políticos del
Renacimiento italiano. La evolución crucial adoptó la forma de una extensión del término
stato pará aludir no sólo a los regímenes imperantes, sino también, y más específicamente, a
las instituciones de gobierno y a los medios de control coercitivo orientados a preservar el
orden dentro de las comunidades políticas.
Vespasiano, en su Vite, habla en varias ocasiones de lo stato, justamente, como un aparato
de autoridad política de ese tipo. En su biografía de Alessandro Sforza describe cómo
Alessandro se condujo en el gobierno de lo stato, y en su biografía de Cosimo de Medici
elogia a Cosimo por reconocer lo difícil que es mantener poder sobre un stato ante la
oposición de los ciudadanos influyentes. Análogamente, Guicciardini se pregunta en sus
Ricordi por qué los Medici perdieron el control de lo stato en 1527, y luego observa que
mantener el control sobre lo stato di Firenze les resultó mucho más difícil que a Cosimo.
También Castiglione deja claro, en su Il Cortegiano, que él entiende lo stato como una
estructura de poder que un príncipe debe controlar y dominar. En el libro 2 se refiere a la
necesidad del cortesano de comportarse "como hombre sabio y prudente" en las
discusiones sobre los stati y al comenzar el libro 4 distingue explícitamente entre las familias
dirigentes y los estados sobre los que ellas gobiernan.
De todos estos escritores de libros de consejos, es Maquiavelo en El Príncipe quien más
consecuentemente distingue las instituciones de lo stato de quienes están a cargo de ellas.
Piensa los stati como poseedores de sus propios fundamentos, y sostiene que cada stato en
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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iii.- Para rastrear el proceso por el cual el estado, con el tiempo, llegó a ser considerado
como un agente independiente y como la sede de la soberanía, debemos apartarnos de la
literatura política práctica. Necesitamos pasar a considerar, en primer lugar, dos tendencias
superpuestas de la teoría constitucionalista que también adquirieron relieve en el curso de
los siglos XV y XVI.
- Una de ellas es la tradición del republicanismo italiano, una tradición que persistió
en confrontación con la teoría del gobierno principesco durante toda la época del
Renacimiento, dentro y fuera de Italia.
- La otra es la teoría contractualista asociada a los llamados "monarcómacos" o
escritores regicidas de finales del siglo XV.
Comenzando por la tradición republicana, debemos recordar que, como queda ya dicho, el
ideal básico del autogobierno se articulaba en dos idiomas diferentes.
- Uno de ellos era el idioma jurídico de los comentadores de leyes, muchos de los
cuales se dedicaron a adaptar la teoría del imperium del Derecho Romano a las
condiciones de las ciudades-estado italianas.
- El otro era el estilo de escritura más moralista adoptado por los admiradores de
Salustio, Cicerón y los demás defensores de la vera respublica en la antigua Roma.
Como ya hemos visto, éste fue el idioma inicialmente utilizado por los escritores de
tratados para los magistrados de las ciudades, conducido más tarde a nuevos picos de
elocuencia con el florecimiento del republicanismo clásico en el alto Renacimiento.
Si hay algún supuesto básico compartido por estas dos corrientes del pensamiento
republicano es que todo poder corrompe y que el poder absoluto corrompe absolutamente.
Cualquier individuo o grupo, una vez que se le ha concedido soberanía sobre una
comunidad, tenderá a promover sus propios intereses a expensas del bien común. El único
medio para asegurar que las leyes promuevan el bien de la comunidad en su conjunto será,
en consecuencia, dejar que los ciudadanos se ocupen de sus propios asuntos. Si, en cambio,
el gobierno es controlado por una autoridad externa a su comunidad, esa autoridad se
encargará de subordinar el bien de la comunidad a sus propios fines. El mismo resultado
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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porque se ve por experiencia que las ciudades nunca aumentan su dominio ni su riqueza
sino cuando viven en libertad". La causa de ello, continúa, "es fácil de entender: porque lo
que hace grandes las ciudades no es el bien particular, sino el bien común. Y sin duda este
bien común no se logra más que en las repúblicas".
Dos aspectos de esta tradición republicana tienen especial significación. En primer lugar, es
entre estos autores que encontramos por primera vez la afirmación de que existe una forma
diferenciada de autoridad "civil" o "política" que es autónoma, que existe para regular los
asuntos públicos de una comunidad independiente y que no admite rivales como fuente del
poder coercitivo dentro de sus propios territorios. Que encontramos por primera vez -en
otras palabras- la familiar interpretación del estado como el detentador monopólico de la
fuerza legítima. Esta concepción del gobierno civil fue adoptada en Francia e Inglaterra en
un estadio temprano de su desarrollo constitucional. Subyace a su hostilidad frente a los
poderes jurisdiccionales de la iglesia, encontrando su culminación, en Francia, en el
Concordato de 1516, y en Inglaterra, en los supuestos marsilianos que gobernaron la
reforma de Enrique VIII, especialmente el Acta de Restricción de Apelaciones de 1533. El
mismo punto de vista apuntala el repudio, por parte de Francia e Inglaterra, del Sacro
Imperio Romano y sus pretensiones de ejercicio jurisdiccional dentro de sus territorios.
Este firme ataque al ideal del imperio universal había sido ya central en la obra de ciertos
juristas italianos como Andreas de Isernia y Oldradus da Ponte a comienzos del siglo XIV.
Fue su defensa del reino napolitano en su lucha por la independencia frente al Imperio la
que originalmente hizo surgir la sentencia -después recurrentemente invocada- según la
cual Rex in regno suo est Imperator (los reyes ejercen en sus propios territorios toda la
autoridad imperial).
La otra vía por la cual la tradición republicana contribuyó a cristalizar una interpretación
del estado como un organismo independiente fue aún más significativa. De acuerdo con
estos autores, ninguna comunidad puede aspirar a conservarse en un estado libre a menos
que tenga éxito al imponer condiciones estrictas a sus gobernantes y magistrados. Éstos
deben ser siempre electos, deben permanecer siempre sujetos a las leyes e instituciones de
la comunidad que los elige y deben actuar en pos del bien común -y por lo tanto, de la paz
y la felicidad- de los ciudadanos en su conjunto. Como resultado, los teóricos republicanos
ya no identifican la idea de la autoridad gubernamental con los poderes de los gobernantes
o magistrados particulares. Más bien, conciben los poderes del gobierno civil como
encarnados en una estructura de leyes e instituciones cuya administración en nombre del
bien común ha sido confiada a los gobernantes y magistrados. En consecuencia, dejan de
hablar de gobernantes preocupados por "mantener su estado" en el sentido de preservar su
ascendencia personal sobre el aparato de gobierno, y comienzan a usar status o stato como el
nombre de ese aparato de gobierno que los gobernantes tienen la obligación de mantener y
preservar.
Se encuentran ya algunas insinuaciones de esta fundamental transición en los primeros
tratados escritos para los magistrados de las ciudades. En su Trésor de 1266, Brunetto Latini
insiste en que las ciudades deben ser siempre gobernadas por funcionarios electos si se
quiere fomentar el bien commun, y agrega que estos sires, en sus actos públicos, tienen que
respetar las leyes y las costumbres de la ciudad. Tal sistema es indispensable no sólo para
mantener a esos funcionarios en un buen estat, sino también para preservar "el status de la
ciudad misma". Una sugerencia similar puede hallarse en Flore de parlare, escrito por
Giovanni da Vignano en la década de 1270. Una de las cartas modelo de Giovanni,
diseñada para el uso de emisarios en busca de ayuda militar, describe al gobierno de
aquellas comunidades como su stato, y pide apoyo "a fin de que nuestro buen stato pueda
conservarse en prosperidad, honor, grandeza y paz". La misma idea se repite poco después
en Arringhe, de Matteo de' Libri, donde éste elabora un discurso similar para la presentación
de los embajadores, aconsejándoles solicitar auxilio "para que nuestro buen stato sea capaz
de conservarse en paz".
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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Es sólo con el último florecer del republicanismo renacentista, sin embargo, que
encontramos los términos status y stato utilizados con total autoconciencia para hacer
referencia a un aparato independiente de gobierno. E incluso en este período, por otra
parte, tal evolución se limitaba mayormente a la literatura vernácula. Consideremos, en
contraposición, una obra como el diálogo latino de Alamanno Rinuccini De libertate, de
1479. El mismo contiene una clásica presentación de la idea de que la libertad -tanto
individual como cívica- sólo es posible bajo las leyes e instituciones de una república. Pero
Rinuccini en ningún momento se rebaja a utilizar el término status para describir las leyes e
instituciones involucradas. Lo mismo sucede con ciertos autores venecianos como Gasparo
Contarini en su De república venetorum. Aunque Contarini tiene una clara concepción del
aparato de gobierno como un conjunto de instituciones independientes de quienes las
controlan, las presenta siempre como las instituciones de la respublica, nunca del status o
estado.
Sin embargo, si volvemos a la latinidad menos pura de algunos escritores como Francesco
Patrizi en su De institutione reipublicae, nos topamos con un cambio significativo. Patrizi
señala que la obligación fundamental de los magistrados es actuar "para promover el bien
común", y argumenta que esto exige de ellos, sobre todas las cosas, que defiendan "las leyes
establecidas" de la comunidad. Y completa la idea diciendo que así es cómo deben actuar
los magistrados si quieren evitar que el status se vea perturbado. Los escritores de lengua
vernácula de la generación siguiente consolidaron firmemente este viraje terminológico. El
Discorso de Francesco Guicciardini sobre el modo en que debían actuar los Medici para
mejorar su posición en Florencia constituye un ejemplo sugestivo. Guicciardini alienta a los
Medici a convocar a su alrededor a un grupo de consejeros leales al stato y dispuestos a
actuar en su favor. El razonamiento por detrás de esta estrategia, dice, es el de que "todo
stato, todo poder soberano, necesita subordinados" que quieran "servir al stato y beneficiarlo
en todo". Si los Medici sostienen su régimen sobre un grupo semejante, podrán establecer
"el más poderoso baluarte y una base para la defensa del stato" que nadie podrá pretender
remover.
Maquiavelo, en sus Discorsi, usa el término stato con una aún mayor convicción para denotar
el mismo tipo de organismo y de autoridad. Es cierto que en gran medida sigue empleando
el vocablo de modo tradicional, para referirse al estado o condición de una ciudad y su
estilo de vida. Incluso cuando utiliza stati en el contexto de la descripción de sistemas de
gobierno, los usos siguen siendo básicamente tradicionales: generalmente está hablando
sobre alguna especie de régimen o sobre el área general o territorio en el que un príncipe o
una república mantiene su influencia. Pero hay varios momentos, especialmente cuando
hace el análisis de constituciones al comienzo del Libro I, en que parece ir más lejos. El
primero es cuando escribe, en el capítulo 2, sobre la fundación de Esparta. Allí enfatiza que
las leyes promulgadas por Licurgo eran autónomas de -y servían para controlar a- los reyes
y magistrados encargados de hacerlas cumplir, y describe la hazaña de Licurgo al crear tal
sistema diciendo que "construyó un stato que duró más de ochocientos años". El ejemplo
siguiente aparece en el capítulo 6, cuando Maquiavelo pregunta si las instituciones de
gobierno en la Roma republicana podrían haberse construido de tal forma de evitar los
tumulti que alteraron la vida política de la ciudad. Plantea la cuestión preguntando "si en
Roma se hubiera podido organizar un stato" sin esa aparente debilidad. El último y más
revelador de los ejemplos se da en el capítulo 18, en el que Maquiavelo considera la
dificultad de mantener un stato libero dentro de una ciudad corrompida. En este caso, no
sólo establece una distinción explícita entre la autoridad de los magistrados bajo la
república romana y la autoridad de las leyes que, junto con esos magistrados, "regulaban la
vida de los ciudadanos", sino que también declara que ese conjunto de instituciones y de
prácticas puede ser mejor descrito como "el ordenamiento del gobierno o, mejor, de lo
stato".
35
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED
gobernantes tienen el deber de sostener. Pero no hace una distinción análoga entre el poder
del estado y el del pueblo. No sólo afirma que "reyes, príncipes y gobernantes reciben su
autoridad del pueblo", sino que insiste en que el poder político más elevado reside en todo
momento en "el cuerpo o estado del reino o república". Encontramos la misma idea
sostenida incluso por los más sofisticados defensores de los "estados libres" en el siglo
XVII. Un buen ejemplo es la obra de John Milton Ready and Easy Way to Establish a Free
Commonwealth, de 1660. Si queremos conservar "nuestra libertad [freedom] y nuestra próspera
condición", argumenta Milton, y establecer un gobierno "para la preservación de la paz y la
libertad comunes", es esencial que la soberanía del pueblo no sea nunca "transferida", sino
"sólo delegada". Las instituciones de gobierno del estado son así concebidas como un
conveniente medio de expresión administrativa de los poderes del pueblo. Como Milton
había enfatizado con anterioridad, en The Tenure of Kings and Magistrates, de 1649, cualquier
autoridad que nuestros gobernantes puedan poseer es tan sólo "confiada a su cargo por
parte del Pueblo, para el bien Común de todos los que lo conforman, en quienes el poder
aún permanece fundamentalmente" en todo momento.
iv.- La segunda de las tradiciones nos remite a los autores llamados monarcómacos o
regicidas, un término injurioso empleado por primera vez por William Barclay en su De
Regno de 1600. Los monarcómacos alcanzaron una súbita importancia en la última parte del
siglo XVI, durante las guerras religiosas en Francia y en los Países Bajos, aunque las raíces
intelectuales de su constitucionalismo se encuentran profundamente arraigadas en la teoría
jurídica y escolástica de las corporaciones. Pocos monarcómacos eran republicanos en el
sentido estricto de que creyeran que el autogobierno es una condición necesaria para la
libertad pública y privada. Generalmente se contentaban con asumir que el derecho del
pueblo a ejercer la soberanía estaría garantizado bajo una forma monárquica de gobierno,
aunque casi siempre agregaban que era necesario asegurarse de que esos monarcas fueran
electos. Escribiendo en un lenguaje más religioso, estaban sobre todo interesados en
reivindicar los derechos de los pueblos, especialmente en condiciones de opresión sectaria,
a resistir e incluso remover a los gobernantes legalmente establecidos si se demostraba que
estaban gobernando tiránicamente. Desde el punto de vista de nuestra argumentación, sin
embargo, la significación de estos autores deriva del hecho de que algunos de ellos se
vieron conducidos a defender a sus correligionarios por medio de la exposición de una
teoría de la soberanía popular.
Los calvinistas franceses fueron acercándose cada vez más a esta posición en la década de
1570, especialmente después de que el gobierno católico ordenara -por orden, según se
dice, de Catalina de Medici- la masacre del Día de San Bartolomé en 1572, en la que fueron
asesinados más de dos mil calvinistas en París, y tal vez diez mil más en las provincias. El
gran documento que resume el espíritu del posterior movimiento de protesta fue la
Vindiciae, contra Tyrannos, casi seguramente escrita por Hubert Languet y Philippe du Plessis
Mornay. El texto fue bosquejado en 1574, inmediatamente después de la publicación de
otros varios tratados hugonotes fundamentales, entre ellos el anónimo Reveille-matin des
Frangois y el Francogallia de Francois Hotman. Luego fue revisado y ampliado para dar
cuenta de las cambiantes circunstancias políticas, y apareció más tarde, en 1579.
En unos pocos años, el persistente esfuerzo en los Países Bajos por librarse del dominio de
España dio origen a una cantidad de tratados similares. Quizás el más importante fue el
Política Methodice Digesta de Johannes Althusius, en el que la autoridad de la Vindiciae es
invocada eh numerosos puntos. El voluminoso tratado de Altusio fue publicado por
primera vez en 1603, cuando él estaba enseñando derecho en la Academia de Herborta
fundada por el Conde Juan de Nassau, y posteriormente fue reeditado en una versión
ampliada en 1610, y nuevamente en 1614. Mientras tanto, una forma afín de
constitucionalismo había sido elaborada por autores católicos, tanto en Inglaterra como en
Francia. Luego de que Enrique de Navarra, un hugonote confeso, se convirtiera en
37
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED
heredero del trono francés en 1584, comenzaron a aparecer una serie de tratados
monarcómacos en defensa de la causa católica, siendo el más violento de ellos De lusta
Henricii Tertii Abdicatione (1589) de Jean Bonucher, en el que se encuentran largas secciones
directamente extraídas de la Vindiciae. Y tras la derrota de la Armada española en 1588, un
movimiento católico de protesta similar comenzó a cobrar ímpetu en Inglaterra, donde el
jesuita Robert Persons publicó el más entusiasta de los folletos monarcómacos del período,
su Conference about the Next Succession to the Chrowne of Ingiand, en 1594.
El principio básico de la política, según estos autores, es que todas las personas están, por
naturaleza, libres de sujeción al gobierno. No sólo es evidente, proclama la Vindiciae, que
"un pueblo puede existir por sí mismo, y que precede en el tiempo a cualquier rey", sino
también que "los hombres son libres por naturaleza, no toleran la servidumbre y han
nacido más para mandar que para obedecer". Si se encuentran pueblos viviendo como
súbditos de un gobierno, esto sólo puede deberse a que en cierto momento ellos deben
haber decidido aceptar esa forma de sujeción, y deben haber consentido sus términos
libremente. La instancia ejemplar es el pueblo del antiguo Israel, que pactó con Dios y con
sus reyes establecer una república justa. De esto podemos inferir, declara la Vindiciae, "que
el pueblo constituye a los reyes, los ordena y aprueba su elección por medio de su voto".
Estos autores insisten además en que, en tanto cada miembro individual del pueblo vivió
originalmente en libertad, no podemos imaginarlos entrando en una relación con sus
gobernantes por la cual resignan sus originales poderes de autogobierno. Entregar sus
derechos incondicionalmente, vendiéndose, en realidad, como esclavos, no sólo sería una
evidente irracionalidad, sino que contradiría las leyes de la naturaleza. A partir del hecho de
la libertad originaria del pueblo, los monarcómacos infieren que el contrato de gobierno
debe tener siempre el efecto de imponer límites y condiciones al ejercicio del poder
público. Según la Vindiciae, la unción de David sirve en particular para recordar a nuestros
gobernantes que, aunque es Dios quien los confirma en sus funciones, es "por el pueblo y
para el pueblo que gobiernan". No sólo están "constituidos" por el pueblo, sino que su
autoridad es "conferida por el pueblo", que retiene el derecho de resistir, y de removerlos si
gobiernan tiránicamente.
Debemos resaltar ahora un presupuesto crucial de esta visión sobre el contrato político. Si
una multitud de individuos o de familias en una condición pre-política tienen la habilidad
de pactar con un gobernante electo, sólo puede ser porque tienen la capacidad de formar
una sola voluntad y tomar decisiones con una única voz. El modo habitual de expresar esta
idea era diciendo que tal popuius puede ser considerado como "uno", como una unión o una
forma unificada de sociedad. A veces el argumento era presentado de modo más específico
en la forma de la afirmación -adaptada de la teoría de las corporaciones del Derecho
Romano- de que tal populus puede ser descrito como una universitas. Éste es el término
empleado de modo constante en la Vindiciae, y más tarde en la Política de Altusio, para
expresar la idea de que, como la Vindiciae repite una y otra vez, cualquier cuerpo colectivo
debe ser capaz de actuar "como un todo" al establecer los términos de su sujeción a un
gobierno.
Si un populus puede ser considerado como uno, y de ahí, como capaz de hablar con una
única voz, podemos igualmente describirlo, de acuerdo con estos autores, como portando
el carácter de una persona singular. Bartolo, Baldo y sus seguidores ya habían llegado a esa
conclusión dos siglos antes. Habían comenzado argumentando que un populus puede ser
considerado como una corporación, y por lo tanto como una entidad jurídica distinguible.
Esto los condujo a sugerir que, si un conjunto de personas puede ser diferenciado de este
modo de los individuos que lo componen, entonces el cuerpo debe ser considerado,
legalmente hablando, como una persona. Ésta debe tener la capacidad de actuar por medio
de sus miembros, quienes por su parte deben saber expresar no sólo sus voluntades
propias, sino la voluntad de la persona del populus en su conjunto.
38
Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED
Este uso del término persona deriva de ciertos usos clásicos, que Thomas Hobbes iría más
tarde a examinar con excepcional agudeza en el Leviatán. Hobbes presenta su análisis en el
capítulo 16, "De las personas, autores y cosas personificadas", una discusión sin parangón en
ninguna de las presentaciones anteriores de su ciencia civil. Que Hobbes consideraba a este
capítulo de especial importancia es algo que queda demostrado por el lugar fundamental
que le otorgó en su argumento: Hobbes cierra con él la Parte 1, usándolo al mismo tiempo
para completar su explicación sobre el mundo de las personas naturales y para preparar el
camino para su exploración del mundo artificial de la política en la Parte.
Hobbes comienza por señalar que la palabra persona empezó siendo una pieza de
terminología teatral, que significaba "el disfraz o apariencia externa de un hombre, imitado
en la escena, y a veces, más particularmente, aquella parte de él que disfraza el rostro". De
utilizarse para denotar, entonces, una máscara, el término pasó a ser usado de modo más
general para aludir a la dramatis persona en una obra, uso según el cual "una persona es lo
mismo que un actor, tanto en el teatro como en la conversación corriente". Finalmente, en
virtud de una obvia extensión metafórica, el vocablo llegó a ser usado para describir las
diferentes funciones y deberes desempeñados por los ciudadanos individuales en la vida
pública, uso éste en el que Hobbes está particularmente interesado:
Personificar es actuar o representar a sí mismo o a otro; y quien actúa por otro, se dice que
responde de esa otra persona, o que actúa en nombre suyo (en este sentido usaba esos términos
Cicerón cuando decía: yo sostengo tres personas: la mía propia, la de mis adversarios y la de los
jueces).
Como Hobbes bien sabía, Cicerón se había aficionado de modo particular a usar persona en
este último sentido. Un ejemplo esclarecedor aparece en el Libro 3 de De officiis, donde
considera las dificultades de un juez que se encuentra tratando un caso en el que uno de sus
amigos está involucrado. Debe tener cuidado, advierte Cicerón, de no hacer nada contrario
a los intereses de la respublica, recordando que cuando asume la persona de un juez, deja
aparte la persona de un amigo.
Fue debido a una subsiguiente extensión metafórica de estos usos que el término persona
adquirió con el tiempo su sentido jurídico, y es este significado el que hallamos en los
escritos de los monarcómacos. La Vindiciae se inspira explícitamente en la consideración de
Bartolo de la persona jurídica en el momento en que describe el contrato ejemplar entre
Dios y el pueblo elegido de Israel. El pueblo fue capaz de realizar tal compromiso porque
"una universitas de hombres representa el papel de, y actúa como, una sola persona".
Análogamente, Altusio, en el Prefacio a su Política, describe al populus como un cuerpo
individual o grupo unificado, que por lo tanto tiene un solo carácter. Su capítulo sobre el
poder de los magistrados agrega que es posible decir de tales "administradores y rectores"
que "representan el cuerpo de la consolación universal o todo el pueblo por el que fueron
constituidos... y representan la persona de aquel en nombre de la república o reino".
El mismo vocabulario se repite de manera aún más destacada entre los sucesores
inmediatos de Altusio, particularmente en la Política Generalis de Johann Werdenhagen, de
1632, una obra publicada en Ámsterdam cuando su autor estaba dando clases en la
Universidad de Leiden. Werdenhagen dedica el Capítulo 6 del Libro 2 a ofrecer una
excepcionalmente completa anatomía de los diferentes "modos" en que puede ser usado el
término persona. Tras discutir la incómoda cuestión de las tres personae de la Sagrada
Trinidad, señala que, en su sexto modo de uso, el término persona "puede ser aplicado no
sólo a un ser humano individual, sino también al conjunto entero del pueblo". Esto lo lleva
a aislar, como su séptimo modo, un uso jurídico distintivo de acuerdo con el cual "una
universitas puede ser considerada, según el derecho, como si fuera una sola persona".
La imagen del pueblo como una persona, y por lo tanto como capaz de consentir los
términos de su propio gobierno, fue utilizada por los monarcómacos para introducir una
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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consideración general sobre los poderes requeridos para sustentar reinos y repúblicas.
Escriben sobre el contrato fundacional -el foeduso pactum-como la fuente de una estructura de
instituciones públicas que evoluciona y se solidifica a lo largo del tiempo. Se dice de esta
estructura que incluye un dominium publicum o dominio público, que debe ser lo
suficientemente grande como para cubrir los gastos del gobierno y, sobre todo, de la
defensa. Como explica la Vindiciae aludiendo a Tácito, "la paz no puede sostenerse sin
guerra, ni la guerra sin soldados, ni los soldados sin pago, ni los pagos sin tributos". De ahí
que deba instituirse un dominio público "con el fin de afrontar los gravámenes de la paz". Un
elemento adicional dentro de la misma estructura es el sistema judicial de las cortes y sus
funcionarios, un sistema indispensable, agrega la Vindiciae, si la justicia ha de ser
administrada con imparcialidad y las leyes han de "dirigirse a todos con una y la misma
voz".
Reflexionando en torno a estas instituciones, los monarcómacos invariablemente insisten,
no menos que lo que lo habían hecho los republicanos clásicos, en realizar una fuerte
distinción entre la función y la persona de todo gobernante o funcionario encargado de su
administración. Ningún gobernante puede considerarse como el propietario ni como el
beneficiario del patrimonio público. Como indica la Vindiciae, "un verdadero rey es un
encargado [curator] de los asuntos públicos", de modo que "no puede alienar o dilapidar el
dominio real más que el mismo reino". Tampoco puede imaginarse a un gobernante por
encima de las leyes, ya que su principal obligación es hacer cumplir cuantas leyes el pueblo
haya resuelto que eran necesarias para el reaseguro de su propio bienestar y beneficio.
Como explica la Vindiciae, todo rey es tan sólo "un ministro y ejecutor de la ley", que
"recibe del pueblo las leyes que ha de proteger y observar".
Cuando escriben en latín, estos teóricos suelen describir esta estructura permanente de
instituciones como la estructura del regnum, el reino o república. Cuando lo hacen en las
lenguas vernáculas, en cambio, repiten a veces el lenguaje de los republicanos clásicos y
hablan de esa estructura como de la estructura del estado. Robert Persons usa el término en
el capítulo de su Conference de 1594 en el que describe las leyes de sucesión francesa e
inglesa. El encabezamiento del capítulo declara que, cuando se examina la historia de estas
leyes se está examinando la práctica "de los Estados de Francia e Inglaterra". A lo que
agrega que, cuando se estudian casos particulares, se está hablando de decisiones tomadas
por "the hole state", el estado en su conjunto. El mismo uso se reitera entre los partidarios del
Parlamento cuando estalla la guerra civil inglesa. Cuando Henry Parker, por ejemplo, dirige
sus Observations a Carlos I en 1642, justifica que el Largo Parlamento se haya arrogado la
soberanía en virtud de que "el Estado tiene una Incumbencia Suprema en casos de peligro
público" y de que en Inglaterra el Parlamento es el que detenta la responsabilidad última en
"asuntos de Ley y Estado".
Algunos académicos han inferido que es dentro de esta tradición de pensamiento donde
encontramos por primera vez una comprensión clara del estado como un aparato de
gobierno distinto tanto de los gobernantes como de los gobernados. Algunos han ido
incluso más lejos, argumentando que tal comprensión puede encontrarse incluso en la
teoría de las corporaciones de Bartolo, de donde los monarcómacos sacaron gran parte de
su fuerza intelectual. Hay sin duda algo para decir a favor de estos argumentos. Es verdad
que, al igual que los republicanos clásicos, los monarcómacos separan la función y la
persona del príncipe, a fin de distinguir entre quienes tienen autoridad sobre las
instituciones de una comunidad y esas mismas instituciones. También es cierto que, aun
más claramente que los republicanos, los monarcómacos y sus autoridades jurídicas piensan
la soberanía como la propiedad de una persona jurídica y, de ese modo, la distinguen de los
poderes de cualquier persona natural a la que se pueda haber asignado el derecho a
ejercerla en un momento dado.
Sin embargo, si bien separan a la soberanía de los soberanos, los monarcómacos no
realizan una distinción comparable entre los poderes de la soberanía y los poderes del
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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pueblo. Como los republicanos clásicos, abarcan tan sólo un lado de la noción doblemente
abstracta de autoridad estatal. Cuando hacen hincapié en que la soberanía es la propiedad
de una persona jurídica, la persona a la que consideran como portadora de la soberanía es
siempre la persona constituida por el cuerpo colectivo del pueblo, y no el cuerpo
impersonal de la misma civitas o respublica. Encontramos esta idea explicitada con particular
claridad en la Vindiciae. Allí se nos dice reiteradamente que, aunque nuestros gobernantes
son sin duda maior singulis, mayores en poder que cualquier miembro individual del pueblo,
siguen siendo minor universis, menores en poder que el pueblo considerado como un todo.
El cuerpo del pueblo es en todo momento el poseedor del "supremo dominio" y por lo
tanto "el señor de la república". Ni en la Vindiciae ni tampoco en tratados monarcómacos
posteriores, como la Politica de Altusio, encontramos que se haya establecido una distinción
entre los poderes del pueblo como una universitas y los poderes de la misma civitas. El
objetivo es siempre insistir, no menos firmemente que los partidarios de los "estados
libres", en la identidad última entre ambos.
v.- Si queremos identificar el momento en que los poderes del estado fueron finalmente
descritos como tales, y distinguidos no sólo de los poderes de los gobernantes sino también
de los de la comunidad, debemos apartar nuestra atención de los teóricos constitucionales
en los que me he concentrado hasta aquí, y dirigirla en cambio hacia un grupo fuertemente
contrastante de filósofos jurídicos y políticos, que se manifestaron críticamente frente a la
tesis de la soberanía popular, tanto en la forma republicana de una defensa de los "estados
libres" como en la forma jurídica y neo-escolástica de una afirmación de los derechos
inalienables de las comunidades. En otras palabras, debemos concentrarnos en aquellos
teóricos que aspiraban a legitimar las formas de gobierno más absolutistas que comenzaron
a prevalecer en Europa occidental durante primera parte del siglo XVII. Un producto
secundario de sus argumentaciones, y en particular de sus esfuerzos por resaltar que los
poderes del gobierno deben ser otra cosa que la "otra cara" de los poderes de los
gobernados, fue la articulación final y clara del concepto de estado como una persona
distinta y como la sede de la soberanía.
Algunos de estos teóricos se vieron a sí mismos, ante todo, como enemigos de la
perspectiva republicana de los estados libres. Hasta cierto punto, esto es verdad para
Thomas Hobbes, quien en el Leviatán se retracta nítidamente de la admiración que había
expresado en su temprano Elements of Law por las teorías clásicas de la libertad y la
ciudadanía. En los Elements había admitido que Aristóteles "tenía razón" al afirmar que
"ningún hombre puede participar de la libertad, salvo en una comunidad popular". Pero en
el Leviatán ataca con furia a Aristóteles, y con más furia aún a Cicerón y sus seguidores, por
identificar a la monarquía con la tiranía. Llegó a creer que la disposición de las escuelas y las
universidades para inculcar esta calumnia había sido la causa de los ruinosos conflictos
extendidos por todas partes en las repúblicas de Europa occidental.
Para la mayoría de estos escritores, sin embargo, eran los monarcómacos quienes parecían
encarnar la amenaza más grave e inmediata. Es lo que aprendemos de Jean Bodin en sus
Six livres de la république, publicados por primera vez en 1576 y traducidos al inglés en una
fecha tan temprana como 1606. Bodin nos informa que se sintió impulsado a escribir
"cuando percibí en todas partes que los súbditos estaban armándose contra sus príncipes" y
que "estaban saliendo a la luz abiertamente libros" que enseñaban que "los príncipes
enviados a la raza humana por la providencia deben ser sacados de sus reinados so pretexto
de tiranía, y que los reyes deben ser elegidos, no por su linaje, sino por la voluntad del
pueblo". Una de sus principales aspiraciones, explica, es refutar la extendida pero
traicionera opinión "de que el poder del pueblo es mayor que el del príncipe", lo que es
"algo que muchas veces provoca que los propios súbditos se rebelen contra la obediencia
que deben a su príncipe soberano, con graves consecuencias para las Repúblicas."
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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Un ataque aún más directo a los monarcómacos fue desplegado poco después por los
escritores sobre la soberanía "de Pont-á-Mousson", cuyos líderes fueron Adam Blackwood
y William Barclay, dos escoceses que enseñaban derecho civil en Francia. Blackwood
enseñó primero en Toulouse y luego en París, mientras que Barclay lo hizo primero en
Bourgues y más tarde en Pont-á-Mousson. Allí se convirtió en colega de Pierre Gregoire, el
autor de otro importante tratado anti-monarcómaco sobre la soberanía, el De República de
1596. Barclay y Blackwood venían fogueados por la destitución de María, Reina de Escocia,
un acto confirmado por el Parlamento Escocés en 1567. George Buchanan había
defendido este procedimiento en uno de los más radicales tratados monarcómacos, su De
lure Regni apud Scotos de 1579, a lo que replicó Adam Blackwood con su Adversus georgii
Buchanani..pro regibus Apologia, que apareció por vez primera en París en 1581. William
Barclay también contestó (mucho menos respetuosamente) a Buchanan, en su De Regno de
1600, un inmenso tomo en el que se acuñó por vez primera el término "monarcómaco", y
que fue la causa por la que su autor fue más tarde identificado por John Locke, en sus Dos
Tratados, como "el gran campeón de la Monarquía Absoluta". Como el título completo de
la obra de Barclay proclama estridentemente, su defensa iba dirigida no sólo contra George
Buchanan, sino también contra el autor de la Vindiciae, contra De lusta Abdicatione de
Boucher, y contra "todos los demás monarcómacos".
Una similar defensa de la monarquía comenzó a cobrar fuerzas en Inglaterra a lo largo de
los primeros años del siglo XVII. Sir John Hayward publicó en 1603 su Answer a la
Conference de Robert Person, y tratados del mismo tipo, escritos por otros abogados civiles,
marcaron las décadas siguientes. Entre ellos se destaca el Discourse de Calybute Downing
sobre el poder civil y eclesiástico, de 1633.
Con el estallido de la guerra civil en 1642, responder a las posiciones monarcómacas se
convirtió en un asunto de una urgencia aún mayor, y con ese propósito comenzaron a
aparecer una cantidad de opúsculos en defensa del poder monárquico. Uno de los más
incisivos fue The Unlawfulnesse of Subjects taking up Armes, de Dudley Digges, publicado
anónimamente en 1643. Digges estigmatiza como "evidentemente falsa" la pretensión de
que los gobernantes sean universis minor, una doctrina que asocia sobre todo con Buchanan,
Hotman, el autor de la Vindiciae y sus contrapartes inglesas, como Henry Parker y otros
partidarios de la causa parlamentaria. Pero sin duda el más importante de los escritores que
atravesaron esta coyuntura crítica como teóricos de la monarquía fue, de lejos, Thomas
Hobbes, primero en 1640 con The Elements of Law, y luego en 1642 con De Cive. Hobbes no
está menos ansioso que Bodin por advertir a sus conciudadanos que -como lo señala más
tarde en el Leviatán con palabras muy cercanas a las de los Six livres- si bien la condición de
sujeción política puede parecer miserable, la peor miseria que pueda ocurrimos como
súbditos "apenas es perceptible si se la compara con las miserias y horribles calamidades
que acompañan a una guerra civil".
Aun siendo fervorosos creyentes en la monarquía, ninguno de estos autores toma el
camino más directo de argumentar contra los monarcómacos que los gobernantes son
simplemente un regalo directo de Dios. Todos ellos concuerdan en que el pueblo debe
haber sido originalmente libre de todo gobierno. Aceptan, en consecuencia, que cualquier
forma legítima de gobierno debe surgir de algún tipo de contrato o convenio. Como
resultado de ello, todos insisten en que los gobernantes legítimos deben ser considerados
personas públicas, obligados a actuar de modo de procurar la seguridad y el beneficio de
aquellos sobre los que gobiernan. Lo que ninguno de estos autores puede tolerar, sin
embargo, es la sugerencia adicional de que el contrato que da sustento a la autoridad de
nuestros gobiernos tiene el efecto de imponer límites y condiciones al ejercicio del poder.
Para los escritores anti-monarcómacos la tarea polémica fundamental es mostrar que esa
pretendida inferencia puede de algún modo ser negada.
¿De qué forma la niegan? Se puede afirmar que exploraron dos posibilidades diferentes.
Algunos respondieron rechazando el argumento monarcómaco según el cual ningún
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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16, porque "es la unidad del representante, no la unidad de los representados, la que hace a la
persona una", y "la unidad no puede comprenderse de otro modo en la multitud".
Un tiempo antes de que Hobbes diera a estos pensamientos su forma definitiva en el
Leviatán, Digges había desarrollado ya una línea de ataque a los monarcómacos semejante
en su Unlawfulnesse of Subjects taking up Armes. Él también comienza sosteniendo que el único
camino por el que una multitud puede "reducirse a una unidad civil", y así actuar a la
manera de una sola persona, es "poniendo por encima de ellos una jefatura, y haciendo de
su voluntad la voluntad de todos". Continúa luego explicando que "esta sumisión de todos
a la voluntad de uno, o esta unión que aquellos han aceptado establecer, debe ser entendida
en un sentido político. Es sólo mediante la creación de una unidad política bajo un
soberano que el pueblo deja de ser una mera multitud. "La fuerza del gobierno, por la que
fueron compactados en uno", es lo que los convierte, de una hostil colección de individuos,
en un pueblo bien ordenado. "Pues el gobierno es un efecto, no de los poderes naturales
divididos de los individuos, sino de que éstos se han unido y vuelto uno por la constitución
civil".
La tesis propuesta por todos estos autores es pues que el acto de someterse a un soberano
es lo que nos transforma de una multitud en una unión, y por lo tanto en una persona.
¿Cuál es entonces el nombre de esa persona? La respuesta de Jean Bodin es que, cada vez
que engendramos una "unión del pueblo" por medio de la aceptación de un soberano, el
nombre de la persona que creamos es état o estado. Bodin se orienta hacia esta
cristalización final del concepto en varios puntos de sus Six Livres, igual que Adam
Blackwood en su Apologia y Pierre Gregoire en su De República. Blackwood prefiere sin
embargo hablar de respublica más que de status, y responde al argumento de George
Buchanan de que todo populus es siempre maior que su rey sosteniendo que "el rey, solo,
carga sobre sí la persona de la respublica como un todo". Pero en Bodin ya encontramos la
palabra etat usada en muchas ocasiones como sinónimo de république, mientras que Pierre
Gregoire usa el vocablo latino status en una forma similar. Gregoire explícita claramente
que cuando un pueblo asume un carácter unificado bajo la soberanía de un gobernante, el
nombre de la unión resultante es "una Respublica seu status". De modo aun más significativo,
Bodin se siente habilitado para referirse en sus Six Livres a l'estat en soi, "el estado en sí", y
para describirlo al mismo tiempo como una forma de autoridad independiente de los tipos
particulares de gobierno y como la sede de la "indivisible e intransferible soberanía".
Vale la pena señalar, además, que cuando Richard Knolles tradujo, en 1606, estos pasajes,
no sólo utilizó la palabra estado en todas estas instancias, sino también en una cantidad de
lugares en los que Bodin había seguido refiriéndose, en un estilo más tradicional, a la cité o
république. Calybute Downing en su Discourse de 1633 y Sir John Hayward en su más
temprana Answer a Robert Persons parecen apuntar a la misma conclusión, aunque la
orientación de sus pensamientos está lejos de ser clara. Downing argumenta que
"sociedades distinguibles y establecidas" sólo pueden esperar prosperar en paz "donde un
Estado se encuentra tan firmemente conformado que todos se están unidos bajo una sola
cabeza". Análogamente, Hayward sostiene que la creación de una estructura efectiva de
gobierno y obediencia requiere "la unión de la autoridad que la comanda". Esta unión,
continúa, está fundada en una fraternidad comunal, "que es la única ligazón de este cuerpo
colectivo", y surge "cuando muchos se enlazan en un solo poder y voluntad". Más adelante
sugiere que la unión creada por esta fraternidad puede ser mejor descrita como la unión del
estado. Los soberanos reciben su autoridad para "ejecutar este poder superior del estado", y
son presentados al pueblo por "las leyes del Estado".
En contraste con estas vacilantes observaciones, Dudley Digges se refiere sin titubeos al
estado como el nombre de la institución que creamos mediante el acto de someternos al
gobierno. Primero lo hace al defender la afirmación de que el estado "tiene el poder total
de restringir la facultad de resistir, a fin de preservar el orden y la tranquilidad pública". Es
evidente que ésta debe ser una obligación de todos los súbditos, porque lo que hace el
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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poder supremo, es decir, el Estado (en relación con aquellas cosas en las que consiste su
supremacía), es en verdad el acto de todos, y nadie puede encontrar causa de queja porque
le disguste lo que él mismo hace. Esto es además necesario, porque sin esto la esencia y ser
del Estado serían destruidos.
Digges confirma luego su análisis de forma llamativamente concisa, al argumentar la
supremacía de aquellos que detentan la soberanía: "lo que hace que el Estado sea uno es la
unión del poder supremo". Es posible que Digges escribiera con cierto conocimiento de
los Elements of Law de Hobbes, donde éste había señalado como uno de sus mayores
descubrimientos que la persona que engendramos al someternos al gobierno es la persona
de la ciudad o república: "El error concerniente al gobierno mixto procede de la falta de
comprensión de lo que quiere decir la expresión cuerpo político; la cual no significa la
concordancia, sino la unión de muchos hombres. Pero aunque en los estatutos de las
corporaciones subordinadas una corporación sea declarada persona jurídica, sin embargo
esto no se toma en cuenta dentro el cuerpo de la república o de la ciudad, ni tampoco han
observado tal unión los innumerables escritores que han tratado de política".
Es verdad que Hobbes, en este pasaje, aún se refiere a la república más que al estado, y que
continúa hablando en estos términos en varios puntos del Leviatán. En su capítulo "De las
leyes civiles" habla de la "persona civitatis, la persona de la república" y a continuación explica
que la razón por la que una asociación civil es generalmente "llamada una República" es
que "está constituida por los hombres unidos en una persona". Algo sorprendente en la
composición del Leviatán, sin embargo, es que, a medida que se desarrolla el argumento de
Hobbes, éste se refiere cada vez más al poseedor de la soberanía, no como a la persona de
la república (commonwealth), sino como a la persona del estado (state). Cuando analiza "las
leyes y la autoridad del Estado civil", en la Parte 3, nos informa que la soberanía es "poder
en el Estado", y que esta forma de poder se encuentra expresada en "las leyes civiles del
Estado". A lo que agrega, cuando expone su crítica a la vana filosofía en la Parte 4, que
quienes "disfrutan del beneficio de las leyes" están "protegidos por el poder del Estado
civil".
Hobbes confirma este modo de entender la soberanía estatal cuando se ocupa, en la Parte 3
del Leviatán, del pretendido poder de las iglesias sobre quienes ejercen el poder soberano.
Distingue allí, coherentemente, "la función pastoral" y "el poder en el estado civil",
argumentando que todo verdadero soberano debe ser reconocido como "quien gobierna
las dos cosas, el Estado y la religión" establecida en ese estado. En consecuencia, insiste
continuamente en que los curas y los pastores reciben su autoridad "del Estado civil".
Están "sujetos al Estado" y no poseen un poder "distinto de aquel del Estado civil".
Hobbes no es el primer filósofo en hablar de la persona del estado como la verdadera
portadora de la soberanía, pero puede afirmarse que es el primero en reconocer en toda su
amplitud las dificultades conceptuales generadas por esta nueva comprensión de las cosas.
Es porque a él se debe el claro reconocimiento de estos problemas, y por la naturaleza de la
respuesta que les dio, que Hobbes puede ser quizás considerado el primer filósofo que
enunció una teoría enteramente sistemática y autoconsciente sobre el estado soberano. El
problema inicial de Hobbes es explicar cómo es posible que la persona del estado sea la
auténtica portadora de la soberanía si, como él admite, el estado "no tiene voluntad" y "no
puede hacer nada" por su propia cuenta. Hobbes presenta su respuesta en el capítulo 16 del
Leviatán mediante la introducción de lo que él describe como su teoría de la acción
atribuida. El estado puede ejercer el poder soberano porque está representado por un
soberano cuyas acciones pueden ser válidamente atribuidas al estado. El soberano es un
actor que representa el papel del estado y actúa así en su nombre. Las acciones ejecutadas
por el soberano en su facultad pública pueden por eso ser atribuidas al estado, y son de
hecho (por atribución) acciones del estado. Así es como resulta que, aunque el estado "no
es más que una palabra", es sin embargo el nombre de la persona que posee el poder
soberano, según resume Hobbes en el capítulo 26, su capítulo sobre el concepto de ley
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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civil. Por una parte, el estado o república "no es nadie, ni tiene capacidad de hacer nada
sino por su representante". Pero, por otra parte, desde el momento en que el estado o
república "prescribe y ordena la observación de aquellas reglas que llamamos leyes", el
auténtico legislador es el estado o la misma república.
El otro problema de Hobbes es cómo distinguir la representación de la tergiversación de la
autoridad estatal. ¿Qué es lo que habilita a un soberano a afirmar, cuando ejecuta una acto
de poder soberano, que ese acto puede ser atribuido propia y válidamente a la persona del
estado? Hobbes responde en el capítulo 16 del Leviatán introduciendo su fundamental
concepto de autorización, y, más específicamente, de ser el Autor de una acción ejecutada
por otro. Cuando los miembros de una multitud acuerdan, cada uno con el otro, entregar
sus poderes conjuntos a un soberano, realizan dos acciones al mismo tiempo: Al convenir
quién será el soberano dan nacimiento a la persona del estado, y simultáneamente autorizan
a su soberano a actuar en nombre del estado. Como resultado, ellos permanecen como los
Autores de todas las acciones del soberano, y de de ahí (por atribución) de las acciones del
estado. La validez de los actos del soberano, por lo tanto, proviene del hecho de que tales
actos son a su vez los de todos y cada uno de los miembros de la multitud. No tiene
sentido que los miembros de la multitud cuestionen las acciones de su soberano, pues al
hacerlo están simplemente criticándose a sí mismos. "Quien se queja de injuria por parte
del soberano, protesta contra algo de lo que él mismo es autor, y de lo que, en definitiva,
no debe acusar a nadie sino a sí mismo".
Con estos argumentos, Hobbes puede finalmente ofrecernos su definición formal de una
república o estado:
Un estado es "una persona de cuyos actos cada uno de los miembros de una gran multitud, por
pactos mutuos realizados entre sí, se ha vuelto el autor, a fin de que pueda usar la fuerza y los
medios de todos ellos como lo crea conveniente, para su paz y defensa común".
De modo más claro que cualquier escritor anterior sobre el poder público, Hobbes enuncia
la doctrina según la cual la persona jurídica que yace en el corazón de la política no es ni la
persona del pueblo ni la persona oficial del soberano, sino más bien la persona artificial del
estado.
vi.- Se puede así sostener la idea de que la autoridad política suprema, como la autoridad
del estado, fue originariamente el resultado de una teoría particular sobre la asociación civil,
una teoría al mismo tiempo absolutista y secular en sus lealtades ideológicas. Esta teoría fue
a su vez el producto del primer gran movimiento contra-revolucionario en la historia de la
Europa moderna, el movimiento de reacción contra las ideologías de la soberanía popular,
inicialmente desarrolladas en las guerras religiosas holandesa y francesa y luego
reformuladas durante el levantamiento constitucionalista inglés de mediados del siglo XVII.
No es sorprendente, por lo tanto, encontrar que tanto la ideología del poder estatal como la
nueva terminología empleada para expresarla sirvieron para provocar una serie de dudas y
críticas que nunca se han acallado totalmente.
Algunas de las hostilidades iniciales provinieron de los teóricos conservadores, ansiosos por
defender el venerable ideal de un roí, une foi, une loi. Estos autores repudiaron cualquier
sugerencia de que los objetivos de la autoridad pública debieran ser de carácter puramente
civil, y buscaron restablecer una relación más cercana entre la lealtad eclesiástica y la lealtad
estatal. Algunos pretendieron además dejar claro que los soberanos están ubicados en un
rango mucho más elevado que el de meros representantes, e insistieron en que los poderes
del estado deben ser entendidos como inherentes a ellos, y no a la persona del estado.
Mucho de la hostilidad inicial, sin embargo, provino de los teóricos radicales que buscaban
reafirmar el ideal de la soberanía popular en lugar del de la soberanía del estado. Los
autores contractualistas de la siguiente generación, incluyendo a John Locke y a algunos de
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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sus admiradores, como Benjamín Hoadly, intentaron evitar por completo la terminología
del poder estatal, prefiriendo hablar de "gobierno civil" o "supremo poder civil".
Compartiendo similares suspicacias, los llamados republicanos mantuvieron su lealtad al
ideal clásico de la república autogobernada a lo largo de gran parte del siglo XVIII,
evitando asimismo el vocabulario del poder estatal en favor de seguir hablando de las
asociaciones civiles y repúblicas.
"Esta unión de muchas personas en un solo cuerpo, producida por el concurso de las
voluntades y de las fuerzas de cada individuo, distingue al estado de una multitud. Ya que
una multitud no es más que un agregado de varias personas, cada una de las cuales tiene una
voluntad particular, mientras que el estado es una sociedad animada por una sola alma que
dirige todos sus movimientos de una manera constante en pos de la utilidad común".
Jaucourt admite que, si el estado ha de ser animado de esta forma, necesita un soberano
que actúe en su nombre. La capacidad del estado para seguir existiendo depende de "el
establecimiento de un poder superior" por medio del cual "esta unión de voluntades
individuales se conserve en paz". Sin embargo, los poderes asignados a ese soberano siguen
siendo los poderes del estado, que puede así "considerarse una persona moral distinguible,
de la que el soberano es la cabeza y todos los individuos, los miembros". De acuerdo con
esto, el estado es visto, nuevamente, como el verdadero representante de la soberanía, el
poseedor de "ciertos derechos distinguibles de los de cada ciudadano individual, y que
ningún individuo o grupo de ciudadanos puede arrogarse".
Para esta época, la idea del estado como sede de la soberanía comenzaba a ser aceptada
incluso por los escritores sobre jurisprudencia ingleses. Quizás el ejemplo más singular lo
ofrecen los Commentaries on the Laws of England de Sir William Blackstone, cuyo primer
volumen apareció en 1765. La discusión inicial de Blackstone sobre "el verdadero fin e
institución de los estados civiles" repite nítidamente a Hobbes. "Un estado", declara
Blackstone, "es un cuerpo colectivo, compuesto por una multitud de individuos unidos por
su seguridad y conveniencia, y que intentan actuar juntos como un solo hombre".
Blackstone continúa luego subrayando la dificultad que su análisis hace aparecer: si el
estado va a actuar como un solo hombre, "debería actuar según una voluntad uniforme",
pero como las comunidades políticas "están formadas por muchas personas naturales, cada
una de las cuales tiene su voluntad e inclinaciones particulares, estas variadas voluntades no
podrán ser reunidas por ningún lazo natural". La única solución, repite Blackstone, es que
los miembros de la comunidad se conviertan en una persona singular por la vía de
remplazar sus voluntades individuales por la voluntad de un soberano representativo.
Deben intentar, "mediante el consentimiento de todas la personas, someter sus propias
voluntades privadas a la voluntad de un hombre, o de una o más asambleas de hombres, a
quienes se confíe la autoridad suprema". Actuando de esta forma, pueden esperar hacer de
su falta de unidad natural algo bueno instituyendo, la unión puramente política del estado,
una unión en la que el soberano es e! representante, en tanto que la unión en sí misma se
mantiene como la sede de la soberanía.
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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vii.-
La revolución conceptual hasta ahora bosquejada produjo como resultado inmediato una
serie de repercusiones en los vocabularios políticos más amplios de los países de Europa
occidental. Una vez que el término estado fue aceptado como la principal categoría del
discurso político, varios otros conceptos y argumentaciones presentes en el análisis de la
soberanía debieron ser revisados, y en ciertos casos abandonados. Para completar este
análisis, es preciso examinar el proceso de desplazamiento y redefinición que acompañó al
afianzamiento del concepto del estado como una persona artificial y como sede de la
soberanía.
Un concepto que sufrió un importante proceso de redefinición fue el de obediencia
política. Un súbdito o subditus tradicionalmente debía obediencia a su soberano como un
noble subordinado. Pero con la aceptación de la idea de que la soberanía no reside en los
gobernantes sino en el estado, esa idea fue reemplazada por la perspectiva familiar de que
los ciudadanos deben su lealtad al propio estado. Esto no quiere decir que aquellos que
originalmente esgrimieron este argumento hayan tenido la menor intención de abandonar
la referencia a los ciudadanos como subditi o súbditos. Por el contrario, los primeros
teóricos del estado mantuvieron una fuerte preferencia por esta terminología tradicional,
usándola como un medio para combatir tanto la tendencia monarcómaca a hablar de la
soberanía de la universitas como la afirmación republicana clásica de que debemos hablar
únicamente de civitates y cives, de ciudades y sus ciudadanos. Hobbes, por ejemplo, en su
primer trabajo publicado sobre la ciencia civil, declara con su habitual astucia que está
escribiendo "sobre los ciudadanos": De Cive. Sin embargo, uno de sus más importantes
argumentos polémicos es el de que, como lo expresa la traducción inglesa, "todo ciudadano,
así como toda persona civil subordinada" debería considerarse propiamente "súbdito del que
tiene el poder sumpremo".
Hobbes está completamente de acuerdo con sus adversarios radicales, sin embargo, cuando
continúa argumentando que los ciudadanos ("esto es, súbditos") no deberían considerar su
obediencia como algo que deban a las personas naturales que ejercen el poder soberano.
Los monarcómacos ya habían insistido en que, como lo había señalado Hotman, los
poseedores de cargos bajo una monarquía deben ser considerados como cancilleres del
reino, no del rey, y como servidores de la corona, no de la persona que la lleva. Hobbes
elabora el mismo argumento cuando declara con mucho énfasis, en De cive, que todos y
cada uno de los súbditos deben obediencia absoluta no a la persona de su gobernante, sino
más bien a la misma civitas como "una persona civil" y por lo tanto como la sede del poder
supremo.
Otro concepto íntimamente conectado que sufrió una transformación parecida fue el de
traición. Mientras la idea de obediencia estaba asociada al acto de rendir homenaje, el delito
de traición se vinculaba con el comportamiento desleal hacia el señor soberano. En el caso
de Inglaterra, todavía regida por el Estatuto de 1350 en el que la traición había sido
definida como el crimen de proyectar o imaginar la muerte del rey, los jueces ciertamente
comenzaron a ampliar cada vez más ese significado original. Pero el objetivo en casi todos
los casos era establecer un concepto de la traición como una ofensa cometida contra el rey
en el desempeño de sus funciones.
Frente a ello, los escritores políticos obligados a combatir contra sus predecesores
comenzaron a modular la perspectiva de la traición como un crimen, no contra el rey, sino
contra el estado. Una vez más, es Hobbes quien instituye la nueva idea de modo más
inequívoco. En la versión inglesa del De cive, al final de su análisis sobre el dominio, señala
que los culpables de traición son aquellos que se rehúsan a cumplir con los deberes "sin los
cuales el Estado no puede mantenerse". Más adelante, en el Leviatán, da por supuesta esta
idea al observar, en el capítulo 28, que quien comete traición se expone a ser castigado
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La aceptación de la soberanía estatal tiene también el efecto de devaluar los elementos más
carismáticos del liderazgo político, que habían sido antes de fundamental importancia para
la teoría y la práctica del gobierno en toda la Europa occidental. Entre los supuestos que
fueron desplazados, el más importante fue la pretensión de que la soberanía está
conceptualmente conectada con su exhibición, que la majestad sirve en sí misma como una
fuerza ordenadora. Incluso Maquiavelo sigue asumiendo que un gobernante puede esperar
recibir protección de la maestá dello stato combinando su pompa y su capacidad para
mantener su estado. Sin embargo, a esas creencias sobre el carisma asociado a la autoridad
pública les resultó imposible sobrevivir luego de la transferencia de aquella autoridad a una
institución impersonal. Era posible, sin duda, transferir los atributos de la majestad a los
representantes del estado, permitiéndoles inaugurar oficialmente las sesiones del
parlamento, gozar de funerales de estado y de una capilla ardiente, etc. Sin embargo, una
vez que llegó a aceptarse que incluso las cabezas del estado son simplemente portadores de
un cargo, la atribución de tanto fasto y aparato a meros funcionarios comenzó a parecer no
sólo inapropiada, sino absurda, un asunto de pura ostentación más que de genuina pompa.
Esta consideración fue elaborada por primera vez por los defensores de los "estados libres"
en su urgencia por enfatizar que, según las palabras de John Milton, los gobernantes nunca
deberían ser "elevados por sobre sus hermanos" sino "caminar por las calles como los otros
hombres".
Una consecuencia de distinguir la autoridad del estado de la de sus agentes fue, entonces, la
ruptura de la antigua conexión entre la presencia de majestad y el ejercicio de poderes
magnos. Pero para concluir con el más contundente rechazo de las antiguas imágenes del
poder, y con la visión más nítida del estado como una autoridad puramente impersonal,
nada mejor que volver otra vez a Hobbes. Al discutir estos conceptos en el capítulo 10 del
Leviatán, Hobbes despliega la idea de un poder efectivo de absorber cualquier otro
elemento tradicionalmente asociado con la nociones de honor y dignidad públicas. Tener
una dignidad, declara, es simplemente tener un "cargo de mando"; ser considerado
honorable no es más que "un argumento y signo de poder". Aquí, como en todas partes, es
Hobbes quien habla por primera vez, de manera sistemática y no apologética, en el tono
abstracto y uniforme del teórico moderno del estado soberano.
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-TEMA 4-
PASIONES E INTERESES:
EL NACIMIENTO DE LA SICOLOGÍA POLÍTICA.
iii.- El camino que emprenden los moralistas sobre la base de esa nueva aunque todavía
embrionaria ciencia de la naturaleza humana es sin embargo otro bien distinto. Cualquier
convergencia de fondo con la retórica monárquica es impensable: lo impide, ante todo, que
esos cultivadores de la filosofía moral no sólo renuncian a las categorías de patria y ciudadano
como nudos conceptuales y argumentales de sus construcciones teóricas. También liquidan la
concepción tradicional que venía identificando y equiparando el concepto de poder con el
concepto de servicio y que así otorgaba a los gobernantes un aura de superioridad ética.
Partiendo de la nueva cartografía pasional concluyen que los únicos, verdaderos e
inconfesables motivos que mueven a los hombres a implicarse en la vida política y pública
son la ambición y el interés. Vinculan la participación política activa sobre una pasión y un
principio, la utilidad, que nada tiene que ver con la honestidad y la integridad ética y moral.
"Las más grandes y ambiciosas acciones que deslumbran nuestros ojos son representadas por
los políticos como los efectos de grandes designios éticos y morales, pero con suma frecuencia
no son sino el mero efecto y resultado del dictado de las pasiones humanas en la búsqueda del
interés propio". (La Rochefoucault).
"No hay máscara más engañosa que la sagacidad de los hombres que se erigen en reformadores
del siglo. La mayor parte de estos reformadores tienen sus propios valores y sus propios
intereses, y solo actúan en función de sus cábalas y ambiciones”. (Saint-Evrenemont).
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iv.- Crisis del canon arístotélico; rechazo de la concepción aristotélica del hombre como zoom
politikon, y la correlativa elevación a la categoría de certeza indiscutible del papel decisivo que
juegan las pasiones, comenzando por el interés privado y la ambición particular, en lo que
antes se entendía como noble y natural dedicación a la política.
La sustitución de la patria y el ciudadano por el individuo como sujeto de reflexión, y el
abandono de la concepción del zoom politikom precipita el reconocimiento de un complejo
panorama pasional y el descrédito en la consideración de la política. Ese descrédito de la
política se traduce también de inmediato en un abandono de la más pura reflexión teórica
sobre la política. Con la caída del zoom politikon, de la vocación natural del individuo hacia la
política, también se desmorona así la posición primaria que correspondía a la política en el
cuadro de la reflexión ética y filosófica de raíz aristotélica. Su lugar pasaba ahora a estar
ocupado por una óptica psicológica y antropológica de naturaleza privada.
La llave para desentrañar los secretos de la historia no se buscaba ya en la política sino en la
sicología humana.
v.- Unas posiciones filosóficas deliberadamente apolíticas así comparecen en la escena europea.
El desplazamiento del interés moral y la inquietud filosófica desde los dominios de una ética
comunitaria hacia el territorio de la ética individual sólo se entiende fructífero si se acompaña
del aislamiento de una vida política en la que ahora no se reconoce sino la concurrencia de las
más oscuras y profundas pasiones humanas.
No obstante, y esta es la clave del asunto, lo que ese propio y premeditado posicionamiento
apolítico inaugura es también una perspectiva de contemplación y comprensión de la política
radicalmente novedosa. La nueva ciencia del hombre, la nueva investigación de la sicología
humana, alumbra una nueva filosofía política por ese preciso motivo: si el renovado
conocimiento de las pasiones induce a adoptar una posición apolítica para mejor preservar la
regeneración moral, esa deliberada posición filosófica apolítica encerraba en sí misma un
marcado perfil político: se comienza a analizar el origen y la propia finalidad del poder
político desde una óptica nunca antes asumida. El orden político monárquico, durante tanto
tiempo contemplado y valorado en clave moral, sólo se entiende y justifica en términos
desnudos de funcionalidad y utilidad. De un plumazo así se liquida toda la retórica tradicional
que define y comprende la vida política como el cauce supremo de perfeccionamiento ético
individual y colectivo.
Tan renovado presupuesto de comprensión del orden político no desemboca en una crítica
del orden establecido, en una confrontación abierta con la lógica del poder absoluto que
desgrana el lenguaje regio. Esa lógica en realidad podía asumirse. Pero en unos términos muy
singulares y propios. Mientras que la cultura cercana a la Corona procura asentar el poder
absoluto sobre un pedestal ético y sagrado, los intelectuales heterodoxos la vinculan con
criterios de pura utilidad privada: en su razonamiento el poder político fuerte sólo se justifica
por su capacidad para generar y garantizar un orden pacífico de convivencia, para blindar por
tanto un orden garante de los intereses individuales.
“Los hombres han fundado la sociedad por un espíritu de interés particular”. (Saint-
Evrenemont)
“No es el propósito de los legisladores ni de ninguna sociedad civil promover que todo el
mundo contribuya al bien de la comunidad con su trabajo, sino que no haya ninguna persona a
la que esa comunidad no le sea útil y provechosa, única razón por la que el hombre se
enorgullece de pertenecer a cualquier comunidad” (La Mothe Le Vayer).
vi.- La ley positiva dejaba de ser el reflejo de un canon ético objetivo para figurarse sin más
como elemento de armonización de los intereses particulares. Si el concepto de justicia que
había acuñado la versión aristotélico-tomista para distinguir a un rey de un tirano era el grado
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de ajuste entre la ley positiva y una paradigma ético objetivo, la ley natural, el criterio bien
distinto que aplicaban los moralistas para valorar la ley y el gobierno era el de la utilidad. La
profunda revisión del concepto de obediencia política que deriva de ello es evidente: la
obediencia política ya no tenía ninguna justificación sagrada y ética sino puramente utilitaria.
La obediencia política era ya, sin más, una cuestión de interés.
vii.- Se empieza a intuir que la nueva ciencia del hombre podía constituir un instrumento
excepcional de análisis para la reflexión política. Francois Senault -De l´ussage des passions,
(1641)- afirma que la acción política es indisociable del atento estudio de las pasiones
humanas. Pero será Thomas Hobbes quien tas recibir de la cultura francesa los elementos
fundamentales de la nueva ciencia psicológica, los sistematiza y elabora toda una teoría
política radicalmente nueva.
Este enunciado encierra, sin duda, una gigantesca revolución conceptual en materia política.
Semejante planteamiento rompía una doble amarra:
a.- con la filosofía política tradicional, apegada desde la época clásica a los principios de una
ética objetiva.
b,. y con la cultura política heterodoxa por antonomasia, con el maquiavelismo, consagrado
siempre a la disección de los mecanismos intrínsecos de la acción de gobierno, con su
decidida vocación de sumergirse en los secretos de la política, en los arcana imperii.
La ambición y la propia utilidad así se proclaman como los dos rasgos determinantes y
siempre presentes en la conducta política humana. Todo el discurso tradicional de la caridad,
del vínculo amoroso que infunde la caridad y el amor del prójimo, desaparece de una escena
que ahora, en términos políticos, se entiende poblada por seres egocéntricos, guiados por el
amor propio y el interés, con el potencial conflictivo que ello entraña y que es el que reclama
la comparecencia del Leviathan como garante del orden.
Las nuevas bases antropológicas sobre las que Hobbes anclaba la política precipitaban la crisis
de la ética religiosa pero también la crisis de los valores propios de la ética clásica y
renacentista, de unos valores encabezados por el mito recurrente del amor a la patria que ahora
se disolvían ante la clave utilitarista de comprensión humana.
Es más, puestos a ubicar la cuestión sobre una base absolutamente novedosa, la imagen de un
hombre siempre guiado y apegado a su interés y utilidad también reducía a cenizas los restos
de aquella cultura aristocrática medieval que consagra el valor inigualable de los actos
desinteresados como la muesca de distinción del comportamiento de la nobleza.
Más que un ser brutal y agresivo, que es el estereotipo que se nos ha trasmitido del
pensamiento de Hobbes, era una especie de Narciso el sujeto que así se descubre en unas
obras que reconocen al amor propio como la categoría crucial con la que la política debía hacer
sus cuentas.
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ix.- En el contexto francés de mediados del Seiscientos, los primeros que perciben las
implicaciones de la nueva antropología de cuño hobbesiano son algunos pensadores de
formación epicúrea, que reconocen en los impulsos utilitaristas humanos, tan naturales como
indestructibles, una imagen a la que aferrarse en su rechazo de valores como el sacrificio, la
abnegación o la anulación de uno mismo, que tan importante papel desempeñaban en la
tradición apologética cristiana. No obstante, son los pensadores estoicos los que en verdad
desarrollan la noción hobbesiana del amor propio y la conducen hasta sus últimas
consecuencias.
“Esta fuera de toda duda la tesis de los jurisconsultos que defienden que nuestra voluntad no es
nunca pura y limpia cuando mira y aspira un bien ajeno, que afirman que el amor propio anima
todas nuestras acciones, que el interés es el alma de nuestras empresas y que sólo nos
implicamos en la defensa de un bien público cuando el mismo converge con nuestro bien
particular. Un soldado sólo lucha por su Patria para salvar lo que él posee, y sólo teme la
destrucción del Estado porque eso implica su propia ruina”. Antoine Le Grand, Les caracterès de
l´homme sans passions
De este modo y manera, en materia política, el interés y el amor propio, asumen ya de forma
decidida el papel que tradicionalmente se le venía otorgando a la noción ética del amor a la
patria.
"nadie se debe enorgullecer de un gran amor a la patria, pues éste, bien entendido, no es sino
un verdadero amor propio"
"El mundo es una cita de todas las pasiones. No hay persona que no las posea y que no siga
directa o indirectamente su dictado en todo lo que dice y hace. Una asamblea de gentes que se
dicen sabias, hábiles y experimentadas no es sino una asamblea de pasiones sabias, hábiles y
experimentadas: ¿cuántas intervenciones en estas asambleas apelan al bien público aunque
secretamente se inspiran y se orientan al bien particular de aquel que habla?. La Corte: centro y
reducto de todas las pasiones, las más puras y las más peligrosas. El palacio: asamblea de
pasiones, de las pasiones más vivas, más violentas y furiosas". Saint-Evrenemont.
x.- Con sus buenas dosis de escepticismo, las premisas antropológicas sistematizadas por
Hobbes prendían entre los moralistas franceses laicos pero también, e incluso con más fuerza,
en los círculos de la cultura jansenista. La matriz agustiniana del jansenismo facilitaba el
desembarco de los postulados hobbesianos. La conocida tesis de los dos amores que
desarrolla San Agustín en la Ciudad de Dios, y que tan importante es para el jansenismo, la de
la fractura entre el hombre que ama a dios como si fuera él mismo, y el que se ama a sí mismo
como si fuera Dios, inducía a profundizar en el universo mental del hombre corrupto,
dominado por un insensato amor de sí mismo, para mejor comprender la obra de rescate
operada por la gracia.
Por decirlo de otro modo, la antropología hobbesiana servía al jansenismo para fijar con más
precisión los dos planos que reconocía en la historia humana: el del “hombre sin Dios” que
dirá Pascal, y el de la comunidad de los elegidos. Y es el propio Pascal el que nos proporciona
quizás el mejor exponente del grado de madurez que alcanza en manos jansenistas la
concepción egocéntrica y conflictiva, por agresiva, de la naturaleza humana:
“En una palabra, el yo tiene dos cualidades: es injusto en sí, en la medida en que se convierte en
el centro de todo; y es incomodo para los demás en aquello que les afecta, pues cada yo es el
enemigo y pretende ser el tirano de los demás”.
Este es, sin duda, el mejor resumen de los dos argumentos capitales con los que se manejan
los moralistas franceses del Seiscientos: la imagen del egocentrismo humano forjada por
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“el amor propio es el amor de uno mismo y de todas las cosas para sí mismo; convierte a los
hombres en idólatras de sí mismos y los trasforma en tiranos de los demás si la fortuna les
proporciona los medios”. (La Rochefoucault).
xi.- Pero esa embrionaria ciencia del hombre encerraba una energía sumamente dinámica capaz
de generar una óptica política nuevísima; una óptica de contemplación de la política
desprovista además de aquella inicial declinación de signo absolutista. No es además nada
sorprendente, visto lo visto, que sea un jansenista, Pierre Nicole, quien arrastre y extraiga de la
investigación sicológica hobbesiana, de su noción de amor propio, los elementos fundamentales
con los que la cultura francesa del Seiscientos acuña finalmente un poderoso instrumento de
renovación de la esfera de comprensión de la política. Partiendo de las tesis de Hobbes,
Nicole ante todo llama la atención sobre un componente especialmente complejo del amor
propio que reduce y desactiva su vena conflictiva: la voluntad de ser amado. En uno de los
textos más interesantes y decisivos para nuestro argumento, titulado De la civilización cristiana,
Nicole afirma que la convivencia y el orden civil es el fruto de este sutil pliegue del amor
propio: predica así que en el hombre es tan fuerte la ambición de ser amado y admirado que
se convierte en la verdadera razón que lo conduce a comportarse en términos de altruismo,
civismo y equilibrio.
“El fundamento de la convivencia civil es una especie de comercio del amor propio en el que
todos procuran alcanzar el amor y la admiración de los demás”.
xiii.- Se abre entonces, por vez primera en la historia, la posibilidad de un orden civil y
político, ordenado, libre y equilibrado, sin la necesidad de recurrir a la fuerza directiva de un
poder monárquico fuerte y de unas leyes divinas y humanas. Y nadie detecta mejor las puertas
que se podían abrir con aquella llave que Pierre Bayle.
La mera lectura de la voz Hobbes del Diccionario histórico-crítico de Pierre Bayle es el testimonio
más limpio de la admiración que siente por sus planteamientos políticos, pues allí reconoce y
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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xiv.- Es más, Bayle supera incluso los planteamientos de Pierre Nicole. No solo entiende que
el amor propio constituye un factor de equilibrio y ordenación de la vida civil: ante todo, y
eso es lo verdaderamente novedoso de su pensamiento, Bayle descubre en ese amor propio,
un factor y una fuente indispensable para el progreso. Y en ese momento, cuando Bayle
vincula las pasiones y el progreso, cuando cifra en el amor propio el combustible ideal para
generar progreso y alimentar el desarrollo económico, en ese preciso momento, se puede
decir que Bayle ha dejado ya sentadas y asentadas la materia y los conceptos con los que en
toda Europa se había de discutir sobre la política durante el crucial tiempo de la Ilustración.
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
UNED
-TEMA 5-
LAS VISIONES DE LA SOCIABILIDAD HUMANA:
DEL LEVIATÁN A LA ILUSTRACIÓN POLÍTICA.
i.- Hacia la mitad del siglo XVII, la misma Europa que una vez estuviera confesional e
intelectualmente unida se hallaba dividida en dos grandes zonas claramente diferenciadas: un
norte mayoritariamente protestante y un sur mayoritariamente católico. La Reforma había
privado a Europa de su antigua identidad y certeza. Pero la Reforma también lanzó al mundo
cristiano a una sucesión de crisis cuyo objetivo último, de un modo u otro, ha sido siempre el
mismo: hallar algo que sustituya al viejo consenso cristiano. No se trataba de cuestionar la
existencia de Dios, ni que tuviera un plan para este mundo o que pudiéramos llegar a conocer
algo de este plan mediante la atenta lectura de la Biblia. Sobre todo esto todavía había un
cierto consenso. Lo que ocurría es que la idea de la comunidad cristiana ya no podía seguir
actuando como garantía del conocimiento. Al mismo tiempo, el creciente flujo de
información que llegaba desde América, Asia y África acerca de sociedades que mantenían
estilos de vida distintos del europeo, parecía privar al mundo –social y políticamente
hablando– de toda su coherencia y estabilidad anterior.
La respuesta a este cataclismo intelectual supuso la recuperación de una nueva veta escéptica,
una veta que traería consigo una nueva revolución en el pensamiento, que esta vez nos
llevaría a la ruptura con el ideal universalista del viejo mundo europeo. El resultado es
conocido: una nueva perspectiva con relación a todas las formas posibles de conocimiento se
abrió paso. Se trataba de una perspectiva basada en la observación directa y que rechazaba
todas las anteriores. Bien es verdad que este rechazo era sobre todo retórico: se trataba de
trazar una línea de demarcación con el pasado, de liberarse de la historia. El sujeto humano se
convirtió en el único punto de referencia obligado; el famoso ego cartesiano que venía a
sustituir a la perspectiva de la comunidad cristiana. Pero, al mismo tiempo, deshacerse de la
historia y, sobre todo, de la tiranía de los libros antiguos exigía dar una respuesta urgente y
decidida a eso que se dio en llamar “el reto de Carneades” (en honor a uno de los escépticos
más moderados de la antigüedad). Y la respuesta a Carneades tomó una de las dos formas
siguientes: la primera se asocia con lo que se llamó la “filosofía mecanicista” del siglo XVII;
mientras que la segunda tiene mucho más que ver con la Ilustración del siglo XVIII.
ii.- En el primer caso, que podemos llamar epicureísmo1, la respuesta se asocia de varias
maneras a los filósofos ingleses Thomas Hobbes y John Locke y al humanista holandés Hugo
Grocio. Cada uno a su manera, los tres destacaron el mismo hecho, a saber: que lo único
seguro en un mundo sin certezas sobre las opiniones recibidas y sin posibilidad alguna de una
nueva revelación, es que los hombres desean evitar el dolor, y de modo muy especial el dolor
que conduce a la muerte. Como dejó bien claro Grocio en 1604/5, el amor es “el primer
principio de todo el orden natural”. Pero este amor es “una fuerza y una acción dirigida sobre
todo a la defensa del interés propio”. A partir de aquí podía sostener que las leyes primarias
de la naturaleza no eran –como habrían dicho antes los católicos– preceptos de sociabilidad
(“ama a tu prójimo como a ti mismo” y “compórtate con los demás tal y como desearías que
ellos se comportasen contigo”) sino que eran preceptos de un nuevo tipo, preceptos del tipo
siguiente: “es lícito que todo hombre defienda su vida y evite todo aquello que pueda dañarle”
o “es lícito adquirir y conservar para uno aquellas cosas que son útiles para la vida”.
Desde esta perspectiva las virtudes morales cristianas quedaban reducidas a un núcleo
mínimo, algo que ningún hombre razonable podía rechazar bien fuese cristiano o pagano,
europeo, hotentote o azteca. Del mismo modo se veía atomizada la comprensión humana de
la naturaleza. Los rasgos determinantes del mundo sólo podían llegar a salir a la luz
desbastando primero el conjunto y prescindiendo después de todos los sobrantes. Al
concentrarse en un único aspecto de la identidad humana a expensas del resto, autores como
Hobbes y Grocio habían logrado, en efecto, deshacerse de la visión anterior que siempre
quiso captar primero el todo (empezando por la idea de Dios o la naturaleza) y sólo más tarde
se ocupaba de la individualidad humana. Ahora, en cambio, el aspecto irreducible y el
principio de toda la investigación era el agente humano, un ser único e irrepetible. Dios seguía
jugando un papel principal pero siempre de conformidad con la doctrina protestante sobre la
gracia, esto es, como fuente última de autoridad. En la versión anterior, la versión católica, los
seres humanos eran considerados –según la fórmula de Aristóteles– seres sociales por
naturaleza. Eran zoa politika: animales hechos para vivir en la polis. La sociedad era su medio
natural, como el agua para los peces. Más allá de la polis –de acuerdo con la conocida máxima
aristotélica– sólo los dioses y las bestias podían existir.
Pero la polis había sido creada para algo mucho más importante que la protección o la mera
conveniencia de los hombres, su fin último era la consecución de la vida buena. Hobbes y
b) Los epicúreos –por el contrario– sí que sostuvieron que los seres humanos sabían algo con
certeza. Al menos, ellos creían saber que todos los seres humanos temen por igual el dolor y que todos
disfrutan con las cosas buenas de la vida. Una vida buena, por tanto, era aquella que minimizaba el
dolor y maximizaba el placer. Si alguien quería alcanzar este estado óptimo, era muy recomendable
tener presente que todas las emociones humanas proceden, al fin y al cabo, del interés personal y que
la existencia más segura de todas –y, por tanto, también la más placentera–consistiría en una renuncia
(o distanciamiento) con relación al propio mundo. Para el verdadero epicúreo, de todos modos, la
presencia de los otros, la amistad, era de vital importancia para el individuo. Por eso insistían en que el
lugar ideal para vivir era siempre la comunidad más pequeña posible entre todas las viables. Y de ahí
también la importancia que los epicúreos daban al jardín.
c) Los estoicos mantuvieron que el ser humano no se caracteriza precisamente por su dimensión
individual, como pensaban los epicúreos, sino que todos los individuos formamos parte de un mismo
cosmos viviente y, por tanto, que sólo se puede dar sentido a nuestras vidas individuales mirando al
mismo tiempo al conjunto de la naturaleza. Esto mismo llevó a los estoicos a rechazar la idea de que
pudiera hacerse cualquier clase de distinción dentro de la categoría de lo humano (la más importante
de todas era la distinción entre cuerpo y alma), insistiendo, al mismo tiempo, en que tampoco tenía
mucho sentido una división entre los distintos pueblos del mundo. Lo que hoy llamamos
“cosmopolitismo” tiene sus orígenes en estas creencias. Por último, partiendo de esta premisa (es
decir, que todo acto humano debe ser considerado como parte de un conjunto más amplio cuyos
designios son siempre en provecho último de la humanidad), construyeron su propio ideal del “sabio
estoico”: un ser capaz de contemplar su propio sufrimiento como un aspecto insignificante dentro de
un plan infinitamente superior.
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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Grocio rechazaron esto. El hombre –dijeron– no podía ser sociable por naturaleza. La
evidencia empírica que les proporcionaba su propio mundo volvía este principio impensable
en la práctica. El hombre se convertía en un ser sociable por un acto de su voluntad. Todas
las sociedades humanas –en lugar de ser entidades naturales– eran fruto de una creación
artificial y habían sido impulsadas a partir de un deseo de autopreservación. La sociedad no
era natural, sino artificial. Es el fruto de un impulso de creación humana. Y es justamente por
esto por lo que la sociedad puede llegar a adoptar distintas formas, en el entendido de que
siga cumpliendo –claro está– con su función básica de protección. Más aún, el hombre, por el
hecho mismo de crear ‘lo social’, no llega a realizarse como tal. Al contrario, lo que ocurre es
que abandona una vida de plena libertad. Pero lo hace porque su vida anterior, lejos de ser
una vida de placer, hasta el momento –según la conocida descripción de Hobbes–, sólo ha
resultado ser una vida “sucia, embrutecida y corta”. Es fácil ver, por tanto, que el objetivo de
esta creación es algo más modesto que la realización de eso que llamamos “la vida buena”.
Para que esta idea resultase plausible, todos estos escritores empezaban con una narrativa
histórica: la historia de cómo la humanidad había abandonado su condición natural, lo que
también dio en llamarse “el estado de naturaleza”. Este tipo de narrativa existía desde antiguo.
Sin embargo, las narrativas de Ovidio o Hesíodo (incluso la del propio libro del Génesis) eran
relatos acerca de la expulsión del hombre de un mundo en el que se encontraba en total
armonía con la naturaleza y con los dioses (o con Dios). Es decir, eran relatos que describían
una pérdida irreparable.
Las nuevas versiones, por el contrario, describían un avance considerable. Incluso en las
versiones de Rousseau o de Vico, el estado de naturaleza, que podía significar una condición
sumamente deseable, era al fin y al cabo una condición en la que los hombres no podían ser
considerados, propiamente hablando, seres humanos. Como observó Kant respecto a las
elegantes descripciones de Diderot sobre las venturosas vidas de los tahitianos, éstos vivían
como ovejas, es decir, que no habrían podido dar una razón de por qué se esforzaban en vivir
en absoluto. La historia que para los herederos de Aristóteles había sido una narrativa de
progreso hacia un fin determinado siguió siendo una historia de progreso; la diferencia estaba
en que ahora se presumía un comienzo sumamente despreciable.
Es fácil entender por qué esta visión fue caracterizada como epicúrea tanto por sus
partidarios como por sus detractores. Y no es que Grocio o Hobbes tuvieran mucho que
decir acerca del placer. Pero sus filosofías descansaban en la necesidad de construir un mundo
que fuese capaz de eliminar cierto tipo de dolor. Políticamente hablando, ambos
proporcionaron –o, al menos, eso parecía a sus contemporáneos– una alternativa firmemente
realista frente a un mundo que se encontraba en un estado casi permanente de guerra civil.
iii.- La segunda respuesta frente al reto escéptico adoptó una visión algo menos reductora de
la naturaleza humana. De nuevo, se trataba de una reacción frente a un mundo en cambio. La
Paz de Westfalia de 1648 puso fin a la Guerra de los Treinta Años y significó un cambio
radical en el paisaje político europeo. Supuso, de una forma efectiva, una barrera
infranqueable para todo futuro conflicto confesional en Europa. El resultado práctico fue una
nueva Europa de naciones, o así se creyó entonces, que traería consigo una nueva era de paz.
Parecía haber más motivos para la esperanza, y con ello más razones para abrazar una visión
más optimista sobre la condición humana y su historia
La figura más influyente fue aquí la del jurista sajón Samuel Pufendorf. Pufendorf parecía
ofrecer una salida frente al imposible cientificismo de las visiones grociana y hobbesiana en
torno a las fuentes de la sociabilidad humana. Todo ello, además, sin tener que abandonar la
premisa básica de ambos –una premisa que para entonces ya parecía incuestionable–, es decir:
que el hombre está hecho de tal forma que siempre pensará antes en su propio bienestar que
en el de los demás y que todas las sociedades humanas no surgen de la aplicación de un
sentido innato sino que son creaciones de un acto de voluntad.
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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«Pero si consideras que es un pie, y no algo desconectado del resto del cuerpo, será
necesario que algunas veces lo utilices para pisar el polvo y otras para caminar sobre los
abrojos y otras deberás cortarlo por el bien del cuerpo entero; y si llegado el caso se
negara, entonces no sería un pie».
De este modo el estoicismo proporcionaba una visión integradora de cuerpo y alma, así como
de la inseparabilidad de humanidad y naturaleza –en particular con relación al mundo social
que ella misma había creado–, algo que volvía absurdo –por imposible– el cálculo requerido
por el individuo hobbesiano. Esto fue lo que Adam Smith –un escritor cuya visión de los
movimientos de los mercados está fundada en la idea estoica de la armonía última del mundo
natural– describiría después como “el inmenso tejido de la sociedad humana, a cuya
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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Aquí, en la necesidad recíproca de reconocimiento entre los hombres había una visión de la
psicología humana que hacía ridículo el tipo de cálculo presupuesto en las concepciones
grociana y hobbesiana del individuo. También era ridícula la idea de desbrozar la naturaleza
en busca de las partes determinantes de la realidad despreciando sus sobrantes. La naturaleza
y el lugar del hombre en ella formaban un solo conjunto; y de ahí el que sólo pudiera
comprenderse como tal. “En el universo todo está unido”, escribió Diderot con entusiasmo.
“Esta verdad –continúa Diderot– es uno de los primeros pasos dados por la filosofía, y fue
un paso de gigantes… Todos los descubrimientos de la filosofía moderna vienen a reforzar
esta misma proposición”. Fue este aspecto del estoicismo lo que permitió a los teóricos
sociales de la Ilustración restaurar en la imagen de la identidad humana algunas de las
inclinaciones naturales hacia el bien que los herederos de Hobbes parecían haberle negado,
sin tener que retroceder por ello hasta Aristóteles y su zoon politikon, o bien hasta las
virtudes morales aristotélico-tomistas con la que esta vieja noción tenía tanto en común.
Un retorno al estoicismo tenía además otra ventaja para los escritores del siglo XVIII. El
hombre había sido definido por Aristóteles como una criatura de la polis y su historia
colectiva era la historia del Estado. El propio Aristóteles se había señalado con su abultada
caracterización de todos los “bárbaros” (todos los que no eran griegos y, por tanto, no
habitaban la polis) como “esclavos por naturaleza”. Cuenta Plutarco que llegó a recomendar a
su discípulo, Alejandro Magno, que tratase sólo a los griegos como hombres,“y al resto de los
seres humanos bien como animales bien como vegetales”. Un consejo que según hace notar
el propio Plutarco, Alejandro decidió sabiamente ignorar.
A diferencia del hombre aristotélico, el hombre estoico no era un animal “político” (zoon
olitikon) sino más bien un animal “cosmopolita” (zoon cosmopolitikon). La visión estoica de
la naturaleza como conjunto armonioso que incluía a toda la humanidad había sido lanzada
por Zenón, el fundador de la escuela estoica, mediante su famosa frase de que “todos los
hombres son conciudadanos de un mismo ‘demos’, y que deberían coexistir en una misma
vida y orden (koinos), como el rebaño que pasta en un prado común”. Esta visión
universalizadora encajaba mejor que el aislacionismo de los epicúreos del siglo XVII con la
cultura política del momento, es decir, cuando aquello que ahora llamamos –de modo
bastante pretencioso, por cierto– “globalización” llevaba ya algún tiempo en marcha. Kant se
había quejado de que fue la tendencia griega al aislamiento lo que contribuyó a la decadencia
de sus Estados. Y si los europeos seguíamos el mismo camino, obtendríamos de forma
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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i.- La política ilustrada no fue la política revolucionaria. Hubo sin duda tránsitos entre una y
otra, pero conviene tomar buena nota de que al hablar de política ilustrada lo hacemos de una
forma histórica que no conviene confundir con otra que partió de un planteamiento
revolucionario.
Aun compartiendo con la modernidad la vigencia de un sistema operativo que únicamente
barrera la revolución, la política ilustrada pertenece a un momento histórico que puede y debe
individualizarse como un tiempo autónomo en el que una dinámica propia se impone. Aun a
riesgo de simplificar excesivamente, tal dinámica puede ser descrita a través de un doble
proceso:
a.-
Por una parte se asiste, de manera crecientemente evidente desde 1750, al desarrollo de una
tendencia que apunta la asimilación del poder con el príncipe. Toda una serie de
mecanismos obraban a favor de la trasferencia plena de la capacidad de juego político
alrededor del gobierno del príncipe, facultándolo para una intervención más difusa, espacial
y socialmente. [Y remarco que se trata de un proceso, pues deliberadamente se quiere así
dar a entender que ese proceso de concentración ni fue inmediato ni pacífico].
b.-
Por otra parte, la dinámica que caracteriza al tiempo histórico de la Ilustración nos informa
también de la configuración de una sociedad civil; es decir, de una nueva forma asociativa
que media entre la familia y el estado; que introduce nuevos vínculos basados en la
propiedad, el mercado y el libre juego de intereses; y que genera nuevos códigos de
conducta y relación social. [Y tampoco aquí es gratuito hablar de proceso, pues es una
dinámica de afirmación que no implica la plena sustitución de formas y valores
tradicionales].
Estos son los procesos capitales. Quien única y exclusivamente estuviera interesado en seguir
la pista del absolutismo ilustrado podría quizás desechar esta segunda vertiente de
contemplación de la política ilustrada. Pero nosotros no podemos hacerlo. Y no podemos
hacerlo por una razón esencial: el par conceptual, Despotismo e Ilustración, nos remite a un
campo de tensiones que no se agota, ni mucho menos, en las fronteras del sintagma que se
compone con la combinación de ambos elementos: el absolutismo ilustrado. Una cosa es
afirmar que el núcleo central del pensamiento político ilustrado es el despotismo, y otra bien
distinta concluir que los frutos más brillantes de esa reflexión desembocan en las aguas del
absolutismo ilustrado. Si obrásemos así perderíamos la posibilidad de contemplar una de las
mejores cosechas de literatura política de la modernidad: la que sondea en el rico yacimiento
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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intelectual que sedimentas los filósofos y así madura todo un marco nuevo de reflexión, de
inequívoco signo republicano, con el que afrontar y neutralizar esa amenazante sombra que
proyecta el despotismo. Esa es la bifurcación que nos habrá de interesar. Lo lógico, por tanto,
es rastrear el camino que sigue la cultura europea desde el momento inaugural del Setecientos
y que termina ubicando al Despotismo en el centro de la escena, configurándolo como
referente político frente al que inexorablemente había que posicionarse.
ii.- Y la estación inicial de ese viaje son las denominadas reformas ilustradas, el intenso programa
de reformas que se va introduciendo desde finales del XVII y que afecta a ámbitos tan
decisivos como son la fiscalidad, la justicia, la iglesia, el comercio. Tan elevado y ambicioso
programa ante todo contenía y portaba, con evidentes diferencias territoriales, una renovada
concepción del poder y del gobierno. Por un lado, en ese momento se extiende y arraiga la
convicción de que sólo el soberano podía animar y encauzar semejantes proyectos
reformistas. En el inicio de los mismos aparecía por todas partes un soberano, un rey-filósofo,
poseído por el deseo y pertrechado por la capacidad necesaria no sólo para acometer
proyectos de cambio e innovación, sino, además y principalmente, dotado de la autoridad
indispensable para imponerlos. Se modela así la imagen de un rey-filósofo, conocedor de los
debates que anima la ilustración, que a la hora de concebir e imponer las reformas ya no apela
además a la gracia de Dios como fundamento de legitimación de la soberanía sino que
novedosamente basa sus aspiraciones a la dirección del Estado en la razón, en su especial
visión para poner la razón al servicio del Estado, en su capacidad para proporcionar y
fomentar la felicidad general.
Desde el momento que, ante el abanico de sugerencias facilitadas por la ilustración filosófica,
el príncipe hace su elección con libertad y autonomía, de acuerdo con sus preferencias
personales y las necesidades públicas de su territorio, lo que define la dinámica de esa especie
de absolutismo que se dice ilustrado no es evidentemente un canon fijo de reformas, que ni
tan siquiera existe. El verdadero signo de distinción se cifra en el entendimiento que el
monarca realiza de su propia capacidad política y constitucional para incidir sobre las
tradicionales estructuras corporativas de sus reinos con vocación reformista. Sin duda hay
unas tendencias generales y comunes a todos los proyectos: sin ir más lejos, las intervenciones
que afectan la estructura agraria, el sistema jurídico y la codificación del derecho, o la
educación. Es el mínimo común denominador práctico que vincula a Federico II de Prusia y
Catalina la Grande de Rusia, a José II de Austria y Gustavo III de Suecia, o al el propio
Carlos III de España. Pero lo que en verdad define la esfera del absolutismo ilustrado es esa
muesca previa y anterior: la tendencia que conduce al príncipe, a uno de los estados –con
minúscula- del cuerpo político, a mostrase como el único elemento políticamente operativo, y
así, sin más, a proclamarse como el Estado.
Esa singularidad, ya por sí misma definitoria, se refuerza además por el preciso medio en el
que los monarcas, una vez alcanzado el monopolio en la materia, conducen su actuación de
gobierno sobre el reino. Frente al papel que en el despliegue político de los soberanos venía
jugando la iurisdictio, la capacidad para dictar el ius, el instrumento más sustancial de actuación
del poder monárquico en el Setecientos, el verdadero instrumentum gubernationis, es la
administratio, la administración que diríamos nosotros y la policía que dirían entonces. El giro
puede parecernos secundario. Pero su implicación es de enorme trascendencia: por decirlo
llanamente, unas dinámicas de intervención ejecutiva sobre el fisco o la organización militar
abandonan entonces el ámbito constitucional de la iurisdictio y el imperium, en el que operan
unos férreos controles normativos, y se vinculan abiertamente a la condición paterna y la
función tutelar del soberano. Las reformas no se conciben por tanto como una mera y pura
actuación política, sino que se figuran como una gestión de la res familiari, entendiéndose
siempre ser familia suya, familia del príncipe, todo el reino.
Esa consideración del monarca como paterfamilias ciertamente no era nueva. Convivía desde el
pasado con la función básica que tradicionalmente definía al príncipe: la distribución de la
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alcanzar la posición en el imaginario europeo que alcanzó y aún hoy ostenta? No era un libro
revolucionario en el sentido de ruptura de sistemas que encierra el término. Más aún, su
presupuesto primero y primario era deliberadamente conservador: la ley era a la vez
componente social e instrumento de gobierno. Pero algo debía de tener para significarse
como se significó y para triunfar como triunfó. Y si queremos descubrirlo tendremos que
mirar al título: el espíritu de las leyes.
El título remitía a una concepción sumamente personal: que toda la creación –incluidos el
creador y las criaturas- está gobernada por un conjunto de relaciones generales. El derecho, de
este modo, respondería a una relación con la razón humana y a una infinidad de relaciones o
vínculos con causas materiales –como el clima, las costumbres o la religión- que escapan a ese
ámbito de intervención de la razón humana. Todas esas relaciones configuran el espíritu de
las leyes, que responde así a un número indeterminado de relaciones informadas por causas
físicas y morales.
Montesquieu así se pertrechaba de un principio nuevo con el que investigar las formas de
gobierno y las leyes, distinguiendo en las leyes su naturaleza –lo que les hace ser- y sus
principios –lo que les hace actuar. Distinguía entonces tres especies de gobierno, según su
naturaleza: republicano, monárquico y despótico, con sus correspondientes principios: virtud,
honor y temor. Sobre este esqueleto desarrolla Montesquieu un modelo que diferenciaba el
gobierno despótico de los demás sistemas que significativamente dice legales, un modelo que
distingue el gobierno que se reduce a una voluntad y un patrimonio, de otros dotados de
seguridades que provienen de las leyes fundamentales y los poderes intermedios. Y esa es la
frontera que más le interesa trazar: la que separa los sistemas en los que existe una seguridad
patrimonial establecida sobre las leyes, de aquella otra especie despótica, extraña a la ley,
donde no puede existir patrimonio más allá del constituido por el déspota sobre todo el reino.
Esa es la diferencia básica que le interesa dejar establecida, anunciando y analizando cuáles
son los mecanismos por los que puede un sistema legal derivar en despotismo, y cuáles los
modelos más capaces de consolidar un sistema liberatrio de seguridad patrimonial de los
súbditos.
Quizás convendría aquí clarificar algunos conceptos, comenzando por el propio
entendimiento de la libertad con el que opera Montesquieu, una libertad que se entiende
como regularidad legal sin tener que implicar necesariamente participación política. Habría
entonces que puntualizar que esa libertad política se sostiene sobre el trípode formado por la
constitución interna de poderes, el sistema de leyes criminales y el de tributos. Pero lo que en
verdad nos interesa aquí retener es que, en el esquema de Montesquieu, el único sistema en el
que no se reconoce espacio para esa libertad es el despotismo, al fallar la base primera y
esencial de la seguridad patrimonial de los súbditos. Ese es el rasgo que convierte al espíritu de
las leyes en el libro de cabecera para todo debate político que conoce la ilustración europea.
Que su obsesión fuese precisamente la búsqueda de un sistema capaz de conjugar la libertad
política y la monarquía es por lo demás el retrato más puntual de por dónde iban los tiros en
aquel momento. En la dicotomía entre el despotismo y la limitación de la autoridad, que
podían imponer el legado constitucional y las leyes fundamentales, se situaba el centro y se
sustanciaba el grueso del debate.
Una obra emblemática de la cultura ilustrada lo certifica: la Enciclopedia ofrece a este respecto
un interesante compendio de información. En su sección más política, la que se presenta bajo
título de economía política y diplomática, tiene entrada la voz déspota, en la que puede leerse la
advertencia de que esta especie no es una rareza exótica sino que puede buscarse “chez les
nations civilices”. Pero donde se contenía un tratamiento más profundo de la cuestión, en
sintonía con el discurso desarrollado por Montesquieu, es precisamente en la voz Rey,
empezando ya por la definición que contraponía rey y déspota dependiendo de la posición
patrimonial ocupada y que generaba posiciones constitucionales diversas. La distancia entre el
despotismo y la libertad no se medía por tanto geográfica sino constitucionalmente, siendo a
este respecto esencial la posición ocupada por la nación para determinar su constitución. En
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el seno del debate, dos conceptos esenciales no sólo hacían acto de presencia sino que
adquirían así una nueva significación sirviendo de continente para el nuevo discurso político
que se estaba generando:
Por una parte, la nación, que comienza a percibirse como un sujeto históricamente soberano
dotado de derechos constitucionales, inherentes a su existencia. Y por otra la constitución,
que comienza a asimilarse como reglamento fundamental de actuación de la autoridad
política establecido positivamente.
Momento de verdadera ebullición intelectual, casi una década después de publicarse el
Espíritu de las Leyes, en 1758, el suizo Emeric Vattel alumbraba su Derecho de gentes, texto en
el que asienta con fortuna una nueva formulación del concepto de constitución. Ésta ya no se
concebía sólo ni primeramente como un depósito de normas fundamentales, sino que se definía
como actuación política de la nación para determinar y reglar el ejercicio de la autoridad
política. Nuevas claves de interpretación estaban por tanto haciendo su aparición desde
mediados del Setecientos. Es entonces cuando Gabriel Bonnot de Mably escribe (aunque se
publica en 1788) otra pieza capital: De los derechos y deberes del ciudadano. En ella se declara sin
medias tintas la necesidad de recuperar un el ancestral modelo constitucional francés de corte
republicano que ubicaba a las leyes de la nación por encima del monarca; un modelo que se
decía arrasado por el despotismo, y cuya reanimación se entiende indispensable para que la
nación pudiera expresar su voluntad política, o lo que era lo mismo en ese lenguaje, para que
la nación pudiera recuperar la libertad.
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Era el signo de los tiempos. Como el propio Rousseau puntualiza al negar el barniz patriótico
con las que los monarcas teñían su vena despótica, “el mundo ya había tenido demasiados
héroes, pero nunca había tenido eran suficientes ciudadanos”.
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- TEMA 6-
HISTORIA, TIEMPO, LENGUAJE.
LA CONCEPCIÓN DEL TIEMPO Y DE LA HISTORIA
quizás reflexionaron en los albores de la modernidad. Que toda organización social mantiene,
como hemos podido venir señalando, una imagen de sí misma, de sus valores y de sus modos
de acción como continuamente existentes en el tiempo, y adquiere de esta existencia, de la
percepción que se tiene de la misma, los medios para adoptar y para legitimar acciones en el
presente, cobra entonces toda su trascendencia. En ese sentido, con la Teología como orden
de normatividad, con la preocupación escolástica por sistematizar y consolidar en formas
lógicas no contradictorias el patrimonio tradicional teológico-filosófico, ya es posible intuir
que los cristianos que habían de enfrentarse con tal suerte de problemas sólo podían percibir
los acontecimientos del saeculum a partir de tres instrumentos mentales y lingüísticos: costumbre,
gracia y fortuna. Una escolástica operaba. Copaba unas Universidades y sentaba cátedra,
armonizando filosofía, teología, derecho romano y canónico, e incluso una antigua medicina.
El mundo y la naturaleza encontraban entonces, entorno de 1100 en adelante, y sobre todo
por vía de la Summa de Tomás de Aquino, un puesto propio en el pensamiento religioso, si
bien éste continuó considerándolos desde la perspectiva de una orientación hacia lo
sobrenatural. Y no es ésta la menor ni más intrascendente de las implicaciones de su
operatividad y vigencia.
La razón escolástica se concebía como instrumento para la percepción de lo universal. Otro
campo de aplicación no se le conoce ni reconoce. Y en ello ya se contiene una clave
fundamental. El hecho particular había de ser discernido y las decisiones particulares -siempre
adoptadas con la ayuda del silogismo- comprobadas por medio de una diferente facultad de la
mente: la experiencia. Los individuos de una determinada sociedad conocen pues entonces los
problemas particulares con los que han de enfrentarse, los medios que han de utilizar para
afrontar tal suerte de problemática, el carácter, tradición y situación que poseen, solo por vía
de la experiencia. La razón, que establece principios universales y deduce sus consecuencias,
puede analizar y evaluar las indicaciones de la experiencia sólo en sus aspectos universales. De
resultas de todo ello, de una exclusividad, existe una amplia gama de cuestiones que sólo
pueden ser decididas por la experiencia y comprobadas por la adición de más experiencia. Un
entramado particular de derecho, por ejemplo, tan sólo pude ser constituido, en estos
términos que estamos tratando, por vía de la adición de experiencia sobre experiencia. Y
aunque la razón pude decidir si un derecho particular está o no en concordancia con los
supuestos de un derecho universal otras cuestiones, y ante todo si un derecho particular se
adapta a las circunstancias del particular populus al que sirve, solo puede resolverse con la
consulta del uso y de la experiencia. La antigüedad de una norma determinada, o del derecho
en general, resultaba ser así en último término la prueba decisiva de su adaptación al contexto
en el que se incluye.
Una civilización que separa en este sentido y con esta rigidez a la razón de la experiencia tan
sólo podía tratar de los acontecimientos particulares, los problemas o "crisis" que en su
decurso pudieran surgir, de dos maneras: o bien aislando sus aspectos universales y
relacionándolos con principios universales; o bien integrándolos en una tradición continua y
fundada en costumbre, esto es, tradición de usos de la sociedad particular que ha de enfrentarse
al problema. Y desde semejantes planteamientos no resultaba posible generar un modo de
comprensión que articulase inductivamente a partir de tales acontecimientos ideas generales
acerca de su relación con otros fenómenos. Esas relaciones sólo podían ser reguladas de otro
modo: a través de una formulación deductiva que parte de una universal lex naturalis o, de
manera alternativa. por la vía de conexión de la acción particular con el proceso de formación
de la costumbre y la tradición. En el seno de esta concepción fundamental de tipo
escolástico-consuetudinario, el individuo, por medio de la razón, entraba en contacto con las
jerarquías eternas de una naturaleza inmutable y se imponía la conservación del orden
cósmico manteniendo su puesto, su status, en aquella condición social y espiritual que esa
misma naturaleza le imponía. Podía después recurrir a la experiencia, la cual le permitía
percibir, en tanto que inmemorial, los comportamientos tradicionales guiándole
implícitamente hacia su preservación. El suceso temporal debía así dejarse a la experiencia, que
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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Las glosas y los comentarios de los juristas en el seno de una concepción jurisprudencial del
derecho acabaron por obliterar la propia significación de los textos originales. Con todo, no
se desarrolló una historiografía en el sentido que aquí señalamos. No se percibió la necesidad
de analizar el pasado en tanto que tal pasado, ni el proceso de conversión del mismo en
presente. Pero aquellos textos originales permanecieron. Y lo hicieron a disposición de una
reacción que pugnará por el retorno al significado original de las fuentes y a la disposición
también de un método de análisis, esencialmente filológico, que replanteará de forma no
tradicional tanto el verdadero significado que aquellas tuvieron en la sociedad en la que se
generaron como una recomposición de su relación con el presente. El impacto del
humanismo fue en este campo ciertamente importante. Lo fue especialmente por el potencial
que ofrecían ciertas técnicas, particularmente la filología, que permitían el acceso directo a los
materiales originales. En este punto se pudo cuestionar los procesos medievales de
adaptación. Las consecuencias fueron de importancia esencial para nuestro tema.
Debe indicarse, con todo, que desde un punto de vista estructural las categorías de
comprensión del universo cristiano no fueron objeto de replanteamiento. Ni tampoco se
pretende aquí acentuar un carácter de progreso de esa particular disputa del método que acabó por
significar esta nueva impronta. Y conviene también guardarse de malas interpretaciones. La
querella que en el ámbito de la jurispruencia fraguó entre mos gallicus y mos itlalicus en el siglo
XVI lo fue interna al propio ordenamiento. Humanistas y galicanos se plantean la posibilidad
de una cultura jurídica que se produzca como ars y sciencia, como scientia iuris al fin y al cabo. Y
en este mismo sentido entra en escena la posibilidad de reconstrucción histórica, que continúa
sirviendo a los presupuestos de un ordenamiento fundado en derecho y religión. No cabía
Historia en el sentido fuerte. Pero cabía reelaboración acerca de la relaciones entre pasado y
presente, en el sentido que propusimos más arriba.
Los labor emprendida por los humanistas aparece a nuestros ojos como histórica y no
histórica a un mismo tiempo. Como histórica por cuanto trataban de reconstruir el significado
que los documentos habrían poseído para aquellos que los habrían elaborado y habrían usado
de ellos. Como no histórica, en la medida en que tal descubrimiento de significados originales
se entendía podía contribuir a una aplicación directa, una vez establecido, a las condiciones de
su propio momento histórico. Era la consecuencia del ideal humanista de imitatio y del
acercamiento de la historia a la oratoria, de la historia como Magistra Vitae. Pero la cuestión es
ciertamente más compleja. El esfuerzo de reconstrucción fue puesto en práctica sólo como
consecuencia de ese ideal no histórico de imitación. Los humanistas, incluso de forma más
aguda que sus antecesores, insistieron en la necesidad de referirse al mundo antiguo como un
modelo a ser imitado y copiado, pero no dejaron de expresar su manifiesta aversión con la
presentación que de aquel mundo realizaron los autores medievales. Reclamaron una vuelta al
texto y a su significado original. Y es en este punto donde nos encontramos con una paradoja
plena de significado: cuanto más profundizaban nuestros autores en el proceso de
reconstrucción de ese pasado más fueron percibiendo la imposibilidad de llevar a cabo una
efectiva resurrección del mismo; o mejor dicho, con mayor claridad se hizo presente que tan
sólo podía ser copiado o imitado. Que lo antiguo pertenecía a un mundo pasado, complejo y
con sus propias concepciones y fórmulas organizativas y que como tal no podía ser
incorporado a la vida presente. En una palabra, trascendiendo sus presupuestos de partida
acabaron por relegar la experiencia grecorromana al pasado y por cortocircuitar su aplicación
inmediata a la sociedad contemporánea. Pero, al mismo tiempo, se fue haciendo visible la
irrupción de una campo de estudio al que aplicar las técnicas de reconstrucción entonces
disponibles, un campo independiente. Pero no era eso todo. Los humanistas pusieron sobre
el tapete la presencia de esa civilización grecorromana independiente, pero no podían, como
europeos occidentales que eran, negar el hecho de que en alguna forma tal civilización
pervivía en el universo cristiano que les tocó vivir. De esta manera su obra acabó por
configurar la cuestión de la relación entre pasado y presente, por reclamar la reflexión sobre si
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Cultura y pensamiento en la Edad Moderna.
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el pasado era relevante para el presente y, ante todo, precipitó la necesidad de interrogarse
sobre cómo tal pasado se hizo presente.
El ideal de imitación pudo continuar dominando en ciertos ámbitos del saber,
particularmente en las artes plásticas y literarias, en el ámbito de las concepciones morales, o
en el de los modelos políticos e individuales. Pero en el ámbito de las instituciones y de la
jurisprudencia no pudo por menos que afrontar las cuestiones que hemos visto se plantearon.
A pesar de componentes más antiguos, el encuentro del humanismo con el campo del
derecho hizo perceptible hacia 1560 la crisis producida por el descubrimiento de la
especificidad del pasado. La paradoja una vez más es que la discusión que acabó por
desarrollarse se produjo en otros ámbitos disciplinarios que los de la construcción de
narrativas inteligibles, que entonces podían llamarse historias.
Las técnicas esencialmente filológicas de nuestros juristas, y el conocimiento preciso del
vocabulario y de los recursos lingüísticos y literarios clásicos, les facultaron para llevara a cabo
un proyecto de reconstrucción del verdadero significado de los términos empleados en el
derecho de procedencia, básicamente, romana, y de la exacta significación que sus creadores y
sus usuarios tenían de ellos. El proceso se inicia en algunas universidades de Francia, bajo
cierta influencia italiana, y en la forma de una reacción contra los métodos que entonces se
calificaron generalmente de bartolistas. Se indicaba ahora que esa escuela había dificultado la
comprensión de la compilación de Justiniano por la vía de la inclusión que ya conocemos de
glosas y comentarios, y que era necesario, como ya también sabemos de forma general, un
retorno a la pureza del original. Pero como al mismo tiempo la labor de esta escuela bartolista
fue de adaptación del texto romano a las necesidades del mundo medieval, el trabajo de
crítica hubo de centrarse no menos en la reconstrucción del verdadero significado que estas
normas poseyeron para quienes se encargaron de erigirlas y de usarlas. Inevitablemente
construyeron así una detallada consideración acerca de los usos, instituciones e ideas de la
tardía sociedad romana organizadas en torno al derecho romano que había sido su
fundamento regulador. De hecho, estaban procediendo a la reconstrucción del derecho
romano por la vía de reconstruir la sociedad que lo cobijaba. Y cuanto más se profundizaba
en el hecho más difícil resultaba trasladar directamente el contexto en el que tal derecho
romano alcanzaba inteligibilidad al contexto desde el que se emprendía la investigación.
La escuela formada entorno a Jacques Cujas pudo así ir desarrollando un creciente interés en
el estudio del pasado que excluía cualquier consideración de aplicación inmediata de sus
supuestos para el presente. Pero una vez más las cosas tampoco fueron tan sencillas. A parte
del hecho de que el propio Cujas jamás se habría expresado en términos tan drásticos, residía
la cuestión más importante y a la que había de ofrecerse solución de que ese mismo derecho,
con todas las adaptaciones y modificaciones, era derecho vigente en la Cristiandad y en una
amplia parte (Sur y Sureste ) de la misma Francia. ¿ Qué significación tenía este hecho y como
se vinculaba su presencia con su significación para el presente?. ¿Podía ciertamente
prescindirse de las conexiones? Aquí los juristas hubieron de encontrarse con la cuestión
crucial del TIEMPO. La década de los sesenta así se presentó como un momento decisivo a
este respecto. Y no menos por la presión ejercida por la situación confesional que obligaba a
la búsqueda de principios claros de autoridad, de derechos o de orden sobre los cuales
garantizar el establecimiento de la paz. François Hotman representa a su modo esta
necesidad, la asunción, aún crítica, de los planteamientos de la escuela de Cujas, la
importancia del droit coutumier en las operaciones de verificación de especificidades francesas, y
las tensiones derivadas del enfrentamiento confesional. Su Anti-Tribonian, compuesto en 1567,
enmarcaba tales supuestos.
Pero fue quizás en la labor en el ámbito más específico del derecho feudal donde la obra de
reconstrucción y de solución a las cuestiones pendientes pudo alcanzar mayor significación.
Como es sabido, el Corpus Iuris Civilis contenía un cierto número de constituciones imperiales
en este campo, así como los Libri Feudorum, obra de origen lombardo del siglo XII que traía
relación de las regulaciones feudales en materia de herencia y una concreción del proceso de
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conversión de la tenencia feudal en tenencia perpetua. Una vez más los humanistas aplicaron
a esta materia sus técnicas de análisis filológico, con una correspondiente emergencia a
mediados del siglo XVI de corrientes centradas en el origen romano de las instituciones
feudales y otras que acentuaban su carácter germánico. Agrupadas en torno a Cujas y
Hotman, ambas escuelas acabaron no obstante por aceptar que los orígenes del derecho
feudal habían de encontrarse en alguna forma de mixtura romano-germánica que aconteció
tras las invasiones. Lo que resultaba sin embargo más interesante de este hecho es que,
independientemente del contenido de autenticidad que tales indagaciones pudieran tener,
resultaba ser una demostración de cómo había de discurrir precisamente una exploración
acerca del pasado al conectarse con los problemas de un presente, como ya señalamos, que,
en el caso francés, no podía ser reducida a un sólo sistema jurídico.
En efecto, como es sabido en la Francia de los Hotman, de los Cujas y de tantos otros, se
hallaban en vigencia dos sistemas jurídicos, uno consuetudinario y otro formado por las
derivaciones jurisprudencialmente mediadas del derecho romano. Y ello obligaba a un análisis
multipolar de las relaciones con el pasado que imposibilitaba la comprensión del mismo en
términos de pura continuidad del mismo. Si el derecho romano conectaba a la Cristiandad
occidental con su pasado clásico, las costumbres feudales lo hacían con el pasado germánico.
Y precisamente el elemento feudal presente en el ius civile parecía figurar en ambas tradiciones
y pertenecer así a dos pasados. Era explorado como una mezcla compleja de ambos. En este
sentido, podría señalarse que una pluralidad de tradiciones precisa y hace posible
explicaciones históricas avanzadas. Si un fenómeno aparece relacionado con dos pasados, no
puede ser explicado en términos de simple continuidad con ninguno de ellos, en la medida en
que se hacía presente la contribución de ambos. Y de esta forma era posible concebir un
proceso en el que ambos entraban en combinación. Donde dos cuerpos de derecho
producían la conciencia de dos pasados distintos podían así surgir modelos complejos de
historiografía.
Nuestro análisis historiográfico, en los términos que ya señalamos, abre así también la
posibilidad para el estudio de variaciones regionales en el seno de la Cristiandad a la hora de
concebir las relaciones con el pasado. En el caso inglés, en el que regía un solo cuerpo
jurídico, el denominado common law, y desde el momento en que se entendía que este derecho
común era derecho consuetudinario, todas las instituciones inglesas se consideraban como
inmemoriales. En esta concepción del derecho y de la constitución como consuetudinarios e
inmemoriales se entendía no sólo su existencia desde un pasado no menos inmemorial, y sin
momento constitutivo, sino también su continuidad sin registrar cambios desde ese origen
hasta el presente. La reconstrucción sólo era así posible en términos de continuidad de esa
misma tradición y sin necesidad de una investigación histórica en la forma en que se producía
en Francia. El mito de la Ancient Constitution se mantuvo como componente esencial de la
concepción del pasado inglés al menos hasta finales del siglo XVIII. De esta forma, sólo la
irrupción de un antiquarianism desinteresado podía sugerir otro tipo de investigaciones. Y lo
haría, aún sin poder modificar la versión dominante, precisamente cuando Henry Spelman
(1562-1642) apuntara la similitud del derecho inglés con la tradición europea y pudiera
proceder al "descubrimiento" del derecho feudal. Es decir, en el momento en el que surgía
una dualidad posible de tradiciones jurídicas, cuando se precisase, por parte del propio
Spelman, la reconstrucción histórica que explicase tal presencia y tal complejidad del pasado.
Un grado ahora de conciencia histórica podía surgir.
Se produjo de esta forma el hecho de que la posibilidad de entendimiento de lo particular y
una historiografía conectada con ello acabó por aparecer con mayor vigor en las
organizaciones monárquicas europeas que en la Italia maquiaveliana. Los reyes de Francia y
de Inglaterra ejercían su potestad sobre un conjunto de jurisdicciones y propiedades
eclesiásticas y seculares. Por un lado, esto permitía el desarrollo de una comprensión de lo
secular en términos de orden y de costumbre inmemorial pero, por otro, permitió a los
humanistas y a los juristas al servicio de las cortes principescas analizar el derecho y los textos
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asociados con él, y el descubrimiento de una gran riqueza informativa acerca de las
conexiones entre poder monárquico y propiedad, costumbre, religión e incluso lenguaje y, en
fin, de qué manera los cambios en uno de estos ámbitos podían ponerse en relación con
cambios en los demás.
La irrupción de ese fenómeno de radio europeo conocido como REFORMA tendrá aquí
también sus aportaciones. Es cierto que la aparición del mismo, del proceso de generación de
edificios confesionales y de posterior enfrentamiento confesional que llevó aparejado,
cortocircuitaron una vez más la posibilidad del surgimiento de un ámbito de estudio histórico
autónomo. El proceso acabó, desde un punto de vista estructural y de distinción de sistemas,
por remachar la servidumbre de la "historia" respecto de presupuestos de orden
extrahistóricos, confesionales en nuestro caso. Pero, no es menos cierto que desde el punto
del análisis de la comprensión del tiempo, de la percepción de lo particular, se introdujeron
cambios importantes. Como es sabido la Reforma erosionó, desde supuestos de comprensión
de la salvación del cristiano, el ciclo penitencial tradicional y, de forma global, la presencia de
la Iglesia y de su entramado institucional como mediadora en el mismo proceso de salvación.
Para ello recurrió a una revitalización de la tradición escatológica y profética neutralizada por
las elaboraciones agustinianas y la misma traditio eclesiástica posterior.
La conexión de tales supuestos con la necesidad de concreción de las relaciones entre orden
político y orden eclesial en los territorios que acabaron rompiendo con Roma fue de gran
significación. Si la salvación acontecía a través de la gracia, no de la razón, o través de la fe, no
de las obras, la comunidad cristiana podía aparecer no como un conjunto de almas
individuales que pasaban a través de la mediación institucional de la Iglesia desde el tiempo a
la eternidad, sino como un cuerpo de creyentes situado en el tiempo, que lee la palabra dada
por Dios en el pasado, que conmemora la pasión de Cristo acontecida en el pasado, y que
asienta su fe en la promesa de un retorno futuro. La salvación, así, llegaría precisamente a
través de esta espera y no mediante una presencia real de Cristo en el inmediato presente de la
unión sacramental. De ello se seguía necesariamente que la propia salvación acontecía en el
tiempo y que Cristo mismo se entendía que actuaba diacrónicamente: había venido en el
pasado y volvería en el futuro. La salvación misma podía, en este sentido, entenderse como
un proceso histórico. La escatología, la profecía, e incluso el milenarismo, se constituían así en
auténticas armas al servicio del planteamiento protestante, bien se tratase de una comunidad
protestante concebida como una nación secular (Inglaterra como segunda Israel, por ejemplo)
organizada bajo su príncipe o como una congregación (por continuar con el ejemplo inglés,
las múltiples "sectas" que poblaron su siglo XVII) separada de su obediencia.
Pero en general, la profecía y la escatología acabaron por configurar un proceso de salvación
más plenamente implicado en el mundo y por entender su sometimiento al poder temporal. La
historia, y especialmente la historia sagrada se constituyó en instrumento del poder secular. El
caso inglés, con sus particularidades no extrapolables, constituye un ejemplo significativo de
las variaciones que sobre el tema podían establecerse, de la necesidad de reconstruir una
historia de la iglesia para legitimar su separación de Roma y de la reflexión acerca de los
modos de actuación de Cristo en el tiempo. No es de extrañar que bajo tales supuestos
Hobbes desplegara toda una parte de su Leviatán en los términos derivados de tales
concepciones para acabar produciendo por esta vía una profunda secularización del
pensamiento político. El primero de los modernos también heredaba, para remodelarlas,
tradiciones. Y no extraña tampoco en exceso que en los territorios protestantes europeos se
acabará por configurar una concepción de Ilustración que tenía menos que ver con modelos
de progreso y liberación del pasado que con la superación de enfrentamientos civiles movidos
por religión.
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