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Las dificultades de adherir

a modelos reduccionistas

Yamil Ale
Universidad Nacional de Córdoba
Facultad de Psicología
Psicología Clínica

Resumen

Contrariamente a lo que indica Hugo Bleichmar en “Para un psicoanálisis del porqué de la


adhesión a modelos reduccionistas”, en este trabajo se sostiene que ningún cuerpo de conocimientos
y de prácticas puede cerrarse a las influencias de disciplinas ajenas. Se afirma además que la
incorporación de saberes extra-disciplinarios no necesariamente ha de atenuar el reduccionismo:
también puede ocurrir lo contrario. En el mismo sentido, se argumenta que ni los “candados
ideológicos” ni la mera voluntad de los adherentes a cualquier sistema conceptual son capaces de
impedir las influencias externas.

Introducción

En “Para un psicoanálisis del porqué de la adhesión a modelos reduccionistas”, Hugo


Bleichmar sostiene que “los analistas de distintas escuelas” prefieren los sistemas explicativos
simples a los complejos: limitan la complejidad de la psicopatología y de la psicoterapia a unas pocas
dimensiones o parámetros de análisis, lo cual “constituye el mayor obstáculo para el progreso de esas
dos disciplinas” (1998: 373).
Según el autor, la adhesión a modelos reduccionistas tendría que ver con:
1. Cuestiones de poder. Los miembros dominantes de una escuela imponen lo que debe
estudiarse, con el argumento del purismo ideológico (1998: 373).
2. Omnipotencia narcisista. Los sistemas simplificantes permiten explicar la totalidad de la
realidad con unas pocas fórmulas, hacen sentir que se domina a la realidad, y aseguran la
pertenencia a grupos que respaldan esos reduccionismos. Según Bleichmar, muchos analistas se
encierran en los modelos teóricos de sus respectivas corrientes y se creen capaces de “entender toda
la clínica sin necesidad de ningún aporte ajeno a su escuela” (1998: 373). La omnipotencia narcisista
tendría así por objeto “ofrecer al sujeto un sentimiento de valía, de superioridad”.
3. Omnipotencia defensiva. Los sistemas simplificantes permiten “reducir la angustia ante la
complejidad vivida como caos y peligro a lo desconocido” (1998: 378). Para Bleichmar, “en el campo
de la psicoterapia, frente a las angustias ocasionadas por las dudas acerca de qué significado tiene lo
que el paciente hace o dice, qué es lo que va a pasar con él, ante el caos de datos en cien niveles
diferentes que nos aporta su discurso y su conducta global, reducir a unas pocas variables la
psicopatología y a un puñado las formas de intervención, tranquiliza al terapeuta” (1998: 378).

1
“Frente a la multiplicación de estímulos, una de las primeras modalidades del psiquismo para
enfrentar esta condición es la reducción de los mismos, el ordenamiento, la ritualización. Limitar y
ordenar parece ser un mecanismo esencial del psiquismo” (Bleichmar, 1998: 378).

Acerca de la omnipotencia narcisista, Bleichmar (1998: 376) recuerda que “hay un


momento en la adquisición del lenguaje en que unas pocas palabras hacen sentir que se domina
omnipotentemente la realidad”. Luego, esa omnipotencia del lenguaje “se duplica con la del
pensamiento, para colocar a ambos por encima de una realidad que siempre será azarosa, compleja,
amenazante, sujeta a determinaciones ajenas a los deseos del sujeto”.
Por ello, “los niños son inflexibles en que los cuentos les sean relatados siempre de la misma
manera, cuestionando al adulto con la frase: ‘No, no es así’ cuando éste introduce alguna
modificación. Lo que no deja de reproducirse en la forma en que reaccionan los partidarios de una
escuela de pensamiento cuando alguien introduce algún cambio en el ‘cuento’ con que se capta la
realidad. Los psicoanalistas queremos ‘reencontrar’ en nuestros pacientes y reuniones científicas el
mismo cuento sin modificaciones”.
Esa etapa de omnipotencia infantil, continúa el autor, es seguida por otra que alcanza su
pleno desarrollo en la adolescencia, cuando la omnipotencia recae “en los sistemas conceptuales
ideológicos: es la época de adherencia a grandes concepciones totalizantes sustentadas en unos
pocos postulados” (1998: 375).

Ahora bien: Bleichmar o cualquier otro profesional, complejizante o simplificador, no negaría


nunca que tanto la omnipotencia que lleva a los niños a reclamar que les relaten siempre el mismo
cuento, y a los adolescentes a abrazar grandes concepciones totalizantes, constituyen fenómenos
temporarios, que no solo desaparecen más temprano que tarde sino que podrían considerarse
patológicos si no evolucionaran de esa manera.
En efecto, en determinado momento la omnipotencia empieza a agrietarse y a ser inundada
por toda clase de estímulos, de influencias de sentido contrario (por parte de la familia, de la escuela,
del conjunto de la sociedad) que terminan relativizándola, desdibujándola, tornándola difusa o
volviéndola prácticamente imperceptible.
No hay motivos para pensar que la situación sea muy diferente cuando los protagonistas no
son ya niños o adolescentes, sino partidarios de cualquier sistema de creencias: quizá se sientan
omnipotentes en algún momento, en distintos grados y dependiendo de las particularidades de cada
uno, pero resulta muy difícil aceptar que sus murallas contra las influencias externas se encuentren
erigidas todo el tiempo y sean siempre sólidas e infalibles.
Algún influjo, directo o indirecto, procedente de su propia disciplina o de cualquier otra, de
algún cuerpo teórico o de la mera realidad, deben necesariamente recibir. Y es virtualmente imposible
que ese proceso no las modifique, aun cuando los estímulos sean minúsculos y no aparezcan en la
conciencia de quien los recibe.
Con la omnipotencia defensiva no debe ocurrir nada demasiado distinto. Es posible, como
indica Bleichmar, que el terapeuta “se tranquilice” cuando logra “reducir a unas pocas variables la

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psicopatología, y a un puñado las formas de intervención”. Es admisible que el psiquismo enfrente la
multiplicación de estímulos a través de procesos de ordenamiento, ritualización y establecimiento de
límites. Pero ¿puede durar esa estrategia para siempre? El propio Bleichmar admite que la
omnipotencia defensiva es sólo “una de las primeras” modalidades para enfrentar la complejidad de lo
real. Después de esa retracción inicial, necesariamente tienen que venir otras cosas. En algún
momento el psiquismo debe necesariamente cambiar, abrirse a la experiencia, dejar entrar (lo quiera
o no, lo sepa o no) al menos algunos de esos “cien niveles diferentes” que, dice el autor, aporta el
discurso y la conducta global del paciente.
Otro de los argumentos de Bleichmar para intentar demostrar el caprichoso acorazamiento de
los psicólogos reduccionistas es “el hecho notable de que los que pertenecen a una escuela sólo leen
aquello que leen los otros miembros de la misma”.
Quizá sea cierto que mirarse el ombligo es una conducta más simplista y perezosa que
ejercer un saludable voyeurismo hacia los textos de quienes podrían aportar al enriquecimiento del
enfoque propio. Pero también es obvio que las lecturas no monopolizan el campo de experiencia de
nadie, y tampoco lo hacen las adhesiones a una misma escuela y a idénticos docentes.
Siempre existe algo más, una porción de experiencia (y por lo tanto de influencia) que
proviene de otras personas, de otros ámbitos, académicos o del tipo que sea. Sería necio afirmar que
las interacciones cotidianas son incapaces de ejercer influjos sobre los diseños mentales y los
sistemas conceptuales de los psicólogos y de todo el resto de la gente.

Paradigmas

Breilh (2002) señala que “tanto el discurso como la práctica científicos se recrean
constantemente en medio de las condiciones de posibilidad de lo que se puede pensar, conocer y
decir en un momento histórico determinado”.
“La construcción del discurso científico no puede siquiera deslindarse del discurso social
común; pues hasta las estructuras lingüísticas y las significaciones que subyacen en un contexto
cultural inciden sobre la producción de ideas científicas. Inciden también las relaciones de poder y las
tendencias ideológicas de los escenarios educativos, especialmente las universidades, que participan
en la reproducción del pensamiento social y técnico de una sociedad”. (Breilh, 2002).
Bleichmar, seguramente, admitiría que “ningún discurso científico se genera al margen de una
práctica social”. Sin embargo, a veces eso no queda tan claro, e incluso parece lo contrario: es como
si él creyera en la existencia de islas, de sectores de la comunidad científica ( 1) que permanecen
anquilosados, al margen de cualquier evolución.
El lacanismo sería, según el autor, una de esa islas: “fórmulas del tipo de ‘la psicosis es por la
forclusión del nombre-del-padre; la perversión por la renegación; la neurosis por la represión’ son
generales y grandiosas pero tan vacías de contenido que una vez enunciadas como dictum no
requieren mayores pruebas y no permiten ninguna profundización, como lo muestra el hecho de que
1

La palabra “científico” incluye aquí no sólo a las ciencias empírico-experimentales, sino también a las ciencias
sociales y también, lógicamente, a las diversas corrientes de la psicología, incluido el psicoanálisis.

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tras cuarenta años de enunciada la primera no se haya hecho ningún aporte a la elucidación del
concepto de forclusión” (Bleichmar, 1998: 377).
Ahora bien: en primer lugar, un concepto no hace a una teoría. Es bastante evidente que
cualquier sistema de conocimientos puede complejizarse y renovarse sin necesidad de modificar o
eliminar sus viejos términos. Es más bien al revés: sólo sobre la base de nociones bien afirmadas
puede desarrollarse y consolidarse una estructura conceptual compleja.
Pero además, si los discursos y las prácticas sociales se modifican todo el tiempo, si las
condiciones de posibilidad de lo que se puede pensar, conocer y decir cambian constantemente, es
difícil aceptar que alguna disciplina permanezca inalterable, aun cuando lo parezca a simple vista.
Según Maudlin (1996: 442), “el paradigma del observador no puede nunca influir con tanta
fuerza como para garantizar que la experiencia que tiene del mundo siempre estará de acuerdo con
sus teorías”. Es decir, por más que los adeptos a determinados sistemas conceptuales se encuentren
ciegamente convencidos de las bondades de la teoría a la que adscriben, parece improbable que
logren un apartamiento tan grosero de la realidad como para blindarse indefinidamente de las
experiencias que contradicen sus concepciones.
A Bleichmar le llama la atención la “enorme satisfacción” con la que “los analistas de las
distintas escuelas, enfrentados a un caso clínico, ‘reencuentran’ sus concepciones validadas por los
datos que el paciente les aporta” (1998: 373). Es admisible que muchos analistas acomoden (ajusten,
distorsionen) sus observaciones para hacerlas encajar con determinada teoría ¿Pero puede ese
proceso repetirse por siempre? No parece. Da mas bien la impresión de que diversas series de
numerosas influencias (acaso imperceptibles) van modificando paulatina y constantemente el marco
conceptual desde el que se examina la realidad.

Incorporación hay siempre

Lo que se sostiene entonces en este trabajo es que toda disciplina (el psicoanálisis y
cualquier otra) incorpora conocimientos e influencias diversas, de manera implícita o explícita, quiera
o no hacerlo. Refleja necesariamente la época en que está inmerso.
Un ejemplo. En un texto sobre “Adolescencia y relaciones familiares”, Lalueza y Crespo
(2003) sostienen que aproximadamente cada 10 años las posiciones de la psicología acerca de la
adolescencia han ido cambiando (girando, rotando), y no en pequeños detalles sino en cuestiones
estructurales, en ideas que ponen patas para arriba y desacreditan casi totalmente las opiniones
anteriores.
En los años 80, por ejemplo, las teorías sobre psicología adolescente tendieron a rechazar la
noción de ruptura afectiva entre dos generaciones y a negar los conflictos propios de esa edad (o a
considerarlos, en el caso de Ellis, como “disfunciones latentes”). Casualidad o no, esas tendencias
coincidieron con la popularización de nociones de teorías sociopolíticas “como la del fin de la historia,
cuando hablar de conflicto era políticamente poco correcto o sencillamente se asimilaba a patología”
(Lalueza & Crespo, 2003: 118).

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Se ve entonces que la realidad social y política de las últimas décadas se infiltró de maneras
bastante evidentes en los estudios evolutivos acerca de la adolescencia, con los que en principio no
tenía mucho que ver y con los que era esperable que se vinculara sólo de maneras indirectas.
En el caso específico del “fin de la historia” (hipótesis vinculada a la supuesta culminación de
los conflictos mundiales tras la caída de la Unión Soviética y el triunfo del capitalismo), esa idea
apareció en los análisis de los comportamientos adolescentes, pese a que la relación entre un tema y
otro distan mucho de ser obvios. Pero se filtraron igual: no hubo nada que los psicólogos pudieran o
quisieran hacer para evitar esa invasión a su territorio específico.
En general, sostienen Lalueza & Crespo (2003: 118), “las hipótesis dominantes en la
investigación psicológica y sociológica cambian al mismo tiempo que cambian las percepciones
sociales sobre su objeto de estudio”.

Incorporación no es complejización

Hasta aquí queda claro que cualquier disciplina, sea tildada de reduccionista o todo lo
contrario, no puede hacer demasiado contra el embate de influencias por parte de la realidad de su
época. Pero no sólo eso. No sólo es muy improbable aislarse del mundo, sino que la opción opuesta
(integrarse a él, adoptar las influencias externas) no necesariamente deriva en una reducción del
simplismo y en un incremento de la complejidad.
Bleichmar parece opinar lo contrario. Cuando escribe, citando a Edgar Morin, que uno de los
medios más idóneos para avanzar hacia la complejidad de una disciplina es “luchar contra la
disyunción y a favor de la conjunción, es decir, establecer ligazones entre cosas que están
separadas” (1998: 380), está afirmando que la complejidad en cierto modo es proporcional a la
capacidad de las disciplinas para incorporar conceptos externos.
Sin embargo, no es nada evidente que sea así. Las influencias que recibe una disciplina no
son obligatoriamente complejizantes ni enriquecedoras. Puede ser incluso al revés. Los siguientes
dos ejemplos bien pueden servir para ilustrar este punto.
A fines de 1968, en medio de las efervescencia revolucionaria desatada por acontecimientos
como el mayo francés, se realizó una serie de jornadas sobre “Ideología y psicología concreta”, en la
facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Los panelistas fueron Enrique Pichón-Rivière y José Bleger
(“representantes de una primera versión del encuentro posible de la psicología, el psicoanálisis y el
marxismo”), junto con León Rozitchner y Antonio Caparrós (“que encarnaban la impugnación
revolucionaria sostenida en la adhesión pública a la causa de la experiencia cubana”). (Vezzetti,
2004: 306).
En ese marco, Caparrós exhortó a “indicar las vías de una lucha capaz de romper la
estructura de dominación”, y “a promover la militancia y la radicalización de la acción”. Según sostuvo,
“la militante es la actividad del hombre; la científica, la del especialista. Y es preciso elegir entre ser
hombre y ser especialista; es decir, es preciso elegir la actividad militante que nos une con el todo
social, o la científica que nos diferencia del mismo”.

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Conclusión: “la verdadera psicología revolucionaria (en tanto privilegiaba la dimensión de la
ideología y un régimen de verdad sostenido en la acción militante) conducía al abandono de la
disciplina”. (Vezzetti, 2004: 309).
Para Vezzetti (2004: 309), en esa postura “que consideraba a la militancia como ‘la forma
más alta de vivir’ se exponía el fundamento último de un proyecto revolucionario que obviamente
tenía poco que ofrecer a una renovación de la psicología”.
Se ve aquí, por un lado, un intento de complejizar al psicoanálisis, adosándole puntos de vista
procedentes de la teoría marxista, de la militancia política de izquierda, y de diversas corrientes
psicológicas; y por el otro, la evidencia de que esas búsquedas fueron fallidas, puesto que condujeron
a razonamientos simplificantes (“la militancia une con el todo social, mientras que la actividad
científica separa”) y a conclusiones francamente absurdas (“la psicología revolucionaria implica
abandonar la psicología, para abrazar la militancia”).
Otro ejemplo podría estar dado por la opinión del epistemólogo Mario Bunge respecto a que
el psicoanálisis no complejiza a la psicología, sino todo lo contrario: “tanto el psicoanálisis como la
homeopatía, el existencialismo y el posmodernismo son fáciles, no requieren un aprendizaje riguroso
y largo: cualquier diletante, aficionado, puede tomar un libro de Freud o de Lacan o de alguno de los
posmodernos y, aunque no lo entienda, puede repetir” (Clarín, 2006) (2). Según Bunge, el
psicoanálisis y varias otras disciplinas no sólo no enriquecen a la psicología, sino que la retrotraen a
un estado de “precientificidad o pseudocientificidad”.
Sea estrictamente de esa manera, o no tanto, es claro el hecho de que las influencias
externas no necesariamente contribuyen a la complejización de una disciplina: también puede
suceder lo opuesto. Más puede ser menos.
Otro ejemplo en el mismo sentido, aunque más discutible, es la reciente decisión de dictar
“posgrados en Homeopatía, Medicina Ayurveda y Medicina Tradicional China y Acupuntura” en la
Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Córdoba (3).
Según Bunge, quien salió a oponerse abiertamente a la iniciativa, esos cursos no contribuyen
a la complejización de las ciencias médicas, sino todo lo contrario: implican un retroceso a épocas de
oscurantismo. En una entrevista de La Voz del Interior (2010b), ironizó: “Creo que la Universidad de
Córdoba tendría que ser coherente y a partir de esto revolucionar completamente toda la universidad.
No limitarse a esto, sino que debería cambiar la Facultad de Química por la de Alquimia, la Facultad
de Psicología por la de Parapsicología. Tendría que eliminar la Facultad de Ciencias o tal vez
complementarla con una Facultad de Seudociencias, que incluya también la enseñanza de la magia y
2

El párrafo culmina de la siguiente manera: “El caso del existencialismo es más complejo porque los
existencialistas emplean un lenguaje muy oscuro, al punto de ser ininteligible. Por ejemplo, cuando Heidegger
cree definir el tiempo diciendo que es la maduración de la temporalidad, es una frase sin sentido, es para épater
le bourgeois, para deslumbrar a los amigos: ‘Ah, qué bien, habla en difícil’. Eso da prestigio en ciertos lugares”.
3
Los cursos fueron presentados a principios de abril de 2010 y suspendidos poco después, con el argumento de
que “no sólo incluyen actividades teórico-prácticas sino también principios terapéuticos”, lo cual “excede los
alcances de la idea central de plantear un ámbito informativo, de debate y esclarecimiento”, según explicó el
decano de Ciencias Médicas, Gustavo Irico (La Voz del Interior, 2010c). Cinco meses después, el mismo decano
informó que la facultad dictaría finalmente los posgrados a partir de octubre, aunque con modificaciones al
programa original: ya no se incluirán actividades prácticas, sino que sólo se trabajará en base a aspectos
teóricos (La Voz del Interior, 2010d).

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el ocultismo y las llamadas ciencias ocultas. Tendría, en una palabra, que proclamar la
Contrarreforma y volver a la Edad Media de manera explícita”.
Es difícil determinar hasta qué punto la incorporación de cursos de medicinas alternativas en
la UNC simplifica (o por el contrario, complejiza) los contenidos programáticos y el nivel académico de
la universidad. Podría ser, en principio, una cosa o la otra, pero en cualquier caso se torna
cuestionable que la absorción de saberes extradisciplinarios le otorgue necesariamente a una
disciplina un mayor nivel de complejización.

La voluntad

Bleichmar también parece postular que la incorporación de nuevos saberes y la consiguiente


complejización de cualquier disciplina sólo es factible cuando existe voluntad: cuando los adeptos a
determinados sistemas de creencias aceptan concientemente la llegada de innovaciones desde otros
ámbitos del conocimiento.
El deseo conciente de cambiar es lo que, según el autor, determinaría la diferencia entre
avanzar hacia la complejidad o, por el contrario, empantanarse dentro de los estrechos límites de los
modelos reduccionistas.
“Cualquier intento de incorporación de dimensiones que no forman parte del arsenal teórico
del grupo es rápidamente estigmatizado como implicando una herejía por apartarse de lo único
verdadero, y descalificado bajo el epíteto de ‘eclecticismo’”, dice Bleichmar (1998: 379), desechando
así cualquier posibilidad de que las ideas externas sean capaces de penetrar de manera velada,
subrepticia.
También recuerda que “Freud habló de escisión del yo para describir el poderoso proceso
defensivo por el cual ciertas ideas que aunque no están reprimidas y permanecen concientes, sin
embargo pueden ser dejadas de lado, por la angustia que producen, por chocar con deseos del
sujeto. Se las acepta pero se hace como si ese conocimiento no existiera” (1998: 379). Para
Bleichmar, se ve, la única forma que tendrían las influencias externas para modificar al sujeto serían
las percepciones concientes: si la conciencia rechaza los estímulos, o los disocia, entonces no hay
posibilidades de que ejerzan efectos sobre el individuo.
Ya se dijo más arriba que esta postura es cuestionable. Los estímulos en general y las ideas
imperantes (o no tanto) en determinada época en particular, sencillamente invaden las teorías y las
prácticas del tipo de que sea, sin importar si sus referentes están de acuerdo o no. Ingresan sin pedir
permiso y permanecen adentro, a veces sin que los propios partidarios adviertan la intrusión de la que
están siendo objeto.
Bleichmar no tiene en cuenta, al parecer, que los avances de cualquier disciplina suelen
surgir de repentinas iluminaciones, insights, ensambles de piezas que han llegado a los profesionales
(aficionados, estudiosos, catedráticos, alumnos, lo que sea) de maneras difícilmente rastreables,
imprevistas e incluso azarosas.

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Quizá exista a veces una acumulación paulatina de elementos que permanecen latentes
durante mucho tiempo, hasta que de pronto se ponen en contacto con otros que las complementan,
las resignifican y les sirven para dar forma a ideas nuevas, probablemente apartadas de
concepciones reduccionistas previas.
Pero lo fundamental aquí es el hecho de que, en muchos casos, la persona en la que ocurren
todos esos procesos no se da cuenta en absoluto de lo que le sucede: quizá lo advierta cuando se
produzca el insight, o acaso crea y esté convencido de que siempre ha pensado igual.
Es cuestionable, por lo tanto, sostener que la mera voluntad o el simple testimonio de los
partidarios de determinado sistema de creencias constituyan indicadores fiables para saber si ha
habido, o no, injerencias de elementos procedentes de saberes externos.

Lo anterior puede conducir a las siguientes preguntas: ¿todas las influencias son iguales?
¿La que es resistida ejerce la misma influencia que la que es bienvenida? ¿La que es explícita surte
los mismos efectos que la implícita?
Cabe admitir la posibilidad de que la permeabilidad de determinada disciplina sea acaso más
lenta, o menos efectiva, cuando sus partidarios rechazan concientemente las innovaciones. Es
posible, por ejemplo, que la ausencia de renovación al interior de las teorías lacanianas se deba a la
férrea voluntad con que los lacanianos se empeñan en rechazar cualquier cambio.
Según parece decir Bleichmar, el mejor modo de evitar caer en una situación de ese tipo es
simplemente “oponer resistencia” a las tendencias reduccionistas (4).
Pero ¿cómo saber cuando estamos ante tendencias reduccionistas y cuándo ante influencias
complejizantes? ¿Cuándo debemos oponer resistencia y cuándo no? ¿Cómo conquistar entonces la
complejidad? Bleichmar propone mantener “una vigilancia continua sobre las razones emocionales de
nuestras adherencias teóricas a modelos simplificantes y una autoexigencia de ir profundizando en la
producción de conocimiento particular dentro de modelos complejos”. Parece un buen punto de
partida, siempre que se tenga en cuenta que la mera incorporación de conocimientos extra-
disciplinarios no sólo no asegura la complejización, sino que a veces puede resultar incluso
contraproducente.
Ello conduce a un dilema: por un lado, el rechazo al contacto con otras disciplinas implica
perder posibilidades de enriquecimiento, desarrollo y en definitiva complejización; por el otro, la
excesiva apertura conlleva el riesgo de importar cualquier cosa, incluso simplificaciones y
reduccionismos.
No se propondrá aquí una solución a esa disyuntiva. Sólo se remarcará algo con lo que ya ha
se ha insistido antes: la voluntad de apertura o de acorazamiento por parte de una disciplina
constituye un factor relativamente menor en su diálogo con el mundo externo. El intercambio se
produce siempre, de manera inexorable, independientemente del deseo conciente de las personas.

Tiende a negar así, nuevamente, las influencias inconcientes. No tiene en cuenta la posibilidad de que el simple
“oponer resistencia” sea un arma ineficaz contra las invasiones subrepticias.

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Candados ideológicos

Según Bleichmar (1998: 379) “todos los sistemas simplificantes dotan a sus miembros de
argumentos que dificultan la apertura, metaprincipios que establecen las reglas bajo las cuales se
podrían modificar los principios; en general, para convertir a éstos en no cuestionables y sagrados.
Son argumentos de cierre del sistema o ‘candados ideológicos’ a los que se apela cada vez que el
sistema es cuestionado”. (1998: 379).
Uno de esos candados es “la apelación a la supuesta coherencia, pureza e incompatibilidad
entre el modelo preconizado por la escuela en cuestión y otra posición. Cualquier intento de
incorporación de dimensiones que no forman parte del arsenal teórico del grupo es rápidamente
estigmatizado como implicando una herejía por apartarse de lo único verdadero” (Bleichmar, 1998:
379).
Quizá, como sostiene el autor, los candados ideológicos resulten muy útiles en muchas
circunstancias, pero difícilmente sean infalibles. De tanto usarlos pueden llegar a gastarse: en algún
momento pueden volverse débiles para responder a determinadas objeciones y terminar siendo
abandonados.
Aun cuando se los utilice repetidamente con supuesto éxito, es posible que no sean lo
suficientemente sólidos como para evitar la infiltración de argumentos contrarios. Así, el partidario que
hace uso de ellos podría llegar en algún momento a mirarlos con desconfianza, conciente o no, y
finalmente desecharlos.
Debe tenerse en cuenta que los candados a los que alude Bleichmar son siempre candados
discursivos, fácilmente clausurables pero por ello mismo sumamente vulnerables. Como el discurso
es sólo una parte de la realidad, no sería extraño que las objeciones a un sistema reduccionista
consigan ingresar (a las teorías y a sus partidarios) justamente a través de esa brecha entre lo
discursivo y la totalidad de lo real.
Aun cuando estén completamente blindados contra cualquier objeción lógica, los candados
ideológicos no pueden proteger nunca a las teorías de todo aquello que excede la mera
argumentación discursiva. No pueden hacer nada contra esas incomodidades difusas que llevan a
sospechar que determinado sistema sencillamente no funciona, aunque no se sepa decir bien por
qué. Los candados son inermes contra las objeciones no articuladas discursivamente, contra las
meras sensaciones que resultan imposibles de capturar y de refutar con palabras.
Así, aunque alguien apele indefinidamente a los candados ideológicos para contrarrestar los
cuestionamientos procedentes de frentes externos, no podrá nunca impedir que lo no-dicho, lo no-
articulado, lo que ingresó junto con el discurso opositor pero no en forma de palabras, pueda
finalmente influir en el partidario del reduccionismo y conducirlo a diversos eventuales destinos, acaso
contradictorios: al abandono de su disciplina, por ejemplo. O a la complejización.
Lo real, además de ser “la parte de la realidad que resiste a la simbolización, lo que en el
mundo se nos escapa y se convierte a su vez en un enigma a descifrar”, es también “una invitación a
proseguir el trabajo de investigación y de descubrimiento. En cuanto se domina por medio del

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conocimiento, la nueva situación hace surgir nuevos límites de aplicación y de validez, así como
nuevos desafíos al conocimiento y al saber” (Dejours, 1998: 41).
Los candados ideológicos, en definitiva, brindan una protección relativamente exigua: están
lejos de cubrir todos los flancos débiles de las teorías que supuestamente custodian y, contrariamente
a lo que parece sostener Bleichmar, dejan la puerta abierta para la complejización de sus respectivas
disciplinas.

Nadie se escapa

¿Es posible que alguna disciplina no cambie en absoluto? ¿Puede ser que sus innovaciones
se limiten a simple fachada, a mero epifenómeno? ¿Es factible que un sistema conceptual
reduccionista persista inalterable, custodiado por la omnipotencia infantil de sus acólitos más
empedernidos? No parece. No es lo que se sostiene aquí.
Escaparse de los embates del mundo exterior es simplemente imposible. Todo el mundo está
penetrado por influencias de disciplinas y corrientes ajenas, lo quiera o no, todo el tiempo. No hay
sistema simplificante que valga ante ese evidente fenómeno.
Es muy difícil creer en la posibilidad real de encerrarse en un sistema reduccionista. Suponer
que tal cosa puede suceder es de un evidente simplismo. Si Bleichmar lo cree, entonces, está
justamente cometiendo el pecado que tanto critica. No existen los blindajes pro-reduccionistas y anti-
complejizadores, o quizá sí pero atravesados por enormes agujeros.
El psicoanálisis, sin ir más lejos, ha estrechado numerosos puentes con otras disciplinas ( 5).
Algunas veces ha llevado la iniciativa y en otras ha desempeñado un rol más bien pasivo.
Muchos científicos cognitivos y neurocientíficos, por ejemplo, están trabajando en
neuropsicoanálisis, buscando eventuales convergencias entre las teorías freudianas y los avances de
las neurociencias, y tratando de hallar las pruebas empíricas cuya ausencia ha sido una de las
principales críticas hacia el psicoanálisis casi desde sus comienzos. Existe incluso un seminario en
esta carrera que se ocupa de ese tema.
El psicoanálisis, por su parte, ha contagiado muchos de sus métodos y sus conceptos a
diversas disciplinas, quizá no a las neurociencias pero sí a otras: al teatro, por ejemplo, para dar lugar
al psicodrama; o a los fundamentos de la Gestalt (de hecho, Fritz Perls era inicialmente
psicoanalista); o hacia el mundo pragmático de la medicina y las obras sociales a través de la
psicoterapias breves. Pero, ¿importa quién se acerca a quién? No parece. Haya sido influido o se
haya dejado influenciar, no cabe duda de que el psicoanálisis ha interactuado con otras disciplinas y
otros saberes, algunos quizá no formalizados, algunos acaso sin nombre.
“La propia vigencia de las ideas psicoanalíticas insertas en el contexto cultural ha modificado
la realidad, en la que vivimos y trabajamos, e incluso el pensamiento científico, influyendo sobre otras

El propio Bleichmar es un psicoanalista atento a lo que sucede más allá de las fronteras de su disciplina. Pero
este hecho no puede usarse como argumento en contra del supuesto blindaje psicoanalítico, puesto que
Bleichmar sería la excepción a la regla de las corrientes simplistas y cerradas, o bien un pionero en la apertura
mutua entre diferentes disciplinas.

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disciplinas. A su vez, esta corriente ha sido impregnada por otras ciencias y hasta ideologías” (Abadi,
1998).
Ello quizá no sucedería si los psicólogos (o los profesionales de cualquier otra disciplina)
vivieran aislados del resto del mundo. Pero resulta obvio que la realidad es otra cosa, un
entrecruzamiento perpetuo en todos los ámbitos: en psicología y sociología, en cine y teatro, en
música y física. Todo interacciona con todo.
Es lógico que así sea. O mejor: es absolutamente imposible que ocurra de otra manera. No
hay, no hubo nunca, ninguna posibilidad de que el psicoanálisis y cualquier otra disciplina pudieran
permanecer completamente aislados de las influencias de su época.
Que sus partidarios lo quieran o no, lo acepten o no, lo rechacen de palabra pero lo adopten
secretamente, o lo adopten sin darse cuenta: no tiene ninguna importancia. Las disciplinas, los
conocimientos y experiencias humanas interactúan espontáneamente, y no hay nada que las
personas puedan hacer en contra de ello.

Las razones del estancamiento.

A simple vista, algunas disciplinas progresan más velozmente que otras. Un manual de
neurociencia de hace 10 años resulta hoy prácticamente obsoleto; en cambio, la fórmula “la psicosis
es por la forclusión del nombre-del-padre” ha sobrevivido medio siglo sin que “se haya hecho ningún
aporte a la elucidación del concepto de forclusión” (Bleichmar, 1998: 377).
Pese a ese ejemplo tan contundente, se podría aun sostener que las disciplinas no se
estancan sino que evolucionan de maneras diversas. O que el nivel de progreso y el de inmovilización
dependen de cuáles sean los criterios utilizados para medirlos y la perspectiva que se adopte para
estimarlos.
Se podría pensar que, en realidad, no existen estancamientos en los cuerpos teóricos ni en
las comunidades que los sustentan, sino en ciertos individuos que se refugian en conceptos
aprendidos y fijados temprano en sus vidas.
Los reduccionismos no pertenecerían, como parece sostener Bleichmar, a determinadas
escuelas, sino más bien a personas específicas que han perdido considerablemente la capacidad
para modificar sus antiguas concepciones o para incorporar nuevos saberes; o a las que nunca han
logrado internalizar concepciones complejas acerca de la disciplina a la que adscriben y
supuestamente dominan.
Parece improbable que una comunidad disciplinaria compuesta mayoritariamente por gente
joven sea incapaz de reinterpretar, resignificar y construir avances a partir de los dogmas en
apariencia inmutables que ha heredado y estudiado.
De todos modos, aun cuando las innovaciones sean permanentes (de hecho lo son), no se
puede esperar que también sean grandilocuentes. Como señaló Kuhn (Sokal, 1999), sólo “de vez en
cuando” el grueso de la actividad científica entra en crisis y da lugar, en un período ‘revolucionario’, a
un cambio de paradigma.

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Anexo. Oposiciones binarias

Bleichmar establece una analogía entre la adhesión a modelos reduccionistas y la “audiencia


diferencial que tienen en la televisión o en el cine las producciones simples, lineales”, en
contraposición a las “sofisticadas y llenas de matices”.
Según él, “hay más gente que tiende a pensar y a sentir en términos simples que a hacerlo
dentro de estructuras conceptuales complejas. Cuanto más simple sea una teoría en el campo de la
ciencia, más público mass media encontrará dispuesto a adoptarla” (1998: 377).
Señala asimismo que “los sistemas simplificantes tienen una velocidad de difusión e
impregnación mayor que los sistemas complejos. Pensemos en las frases estereotipadas que se
repiten como consignas y a las cuales basta dominar en poco tiempo para obtener pertenencia. El
adepto recién llegado a una escuela de pensamiento simplificante repite los principios básicos con el
mismo placer que el niño lo hace con las palabras que ha incorporado, generándose el sentimiento de
que pertenece al mundo de los ‘adultos’, es decir al de los líderes del movimiento. La repetición de los
eslóganes es instrumento identificatorio con las figuras idealizadas” (1998: 377).
Tales aseveraciones remiten a ciertos estudios sobre los medios de comunicación, y
especialmente sobre publicidad, según los cuales “las oposiciones binarias, que funcionan con los
rasgos alternativos de ‘si/no’, son utilizadas desde siempre en la elaboración de información”,
básicamente porque “la binaridad da claridad” (Zeccetto, 1986: 101).
En efecto, “las oposiciones binarias permiten lanzar un mensaje con un máximo grado de
comprensibilidad. Cuando se trabaja con antítesis, el mensaje se puede comprender claramente. El
público, por su parte, tiende a considerar útiles los mensajes que percibe como claros” (Zeccetto,
1986: 102).
Al menos dos objeciones pueden formularse respecto a esas afirmaciones.
1. Son posiciones reaccionarias. Sostener que buena parte de la comunidad de psicólogos
se comporta con la omnipotencia propia de los niños o de los adolescentes implica autoerigirse en
una posición de notoria e innecesaria soberbia intelectual. Decir que muchos psicólogos, puerilmente,
aman escuchar siempre el mismo cuento y detestan las sofisticaciones y los matices, constituye una
posición cuanto menos reaccionaria.
Bleichmar señala que los reduccionistas hacen gala de una “sorna descalificante” cada vez
que se encuentran con los que “supuestamente no habrían entendido la verdad contenida en el
sistema de creencias del sujeto, dado que la diferencia es entendida en principio como ignorancia o
error del otro” (Bleichmar, 1998: 376). Sin embargo, ésa es la actitud que precisamente él adopta: ¿no
es acaso “sorna descalificante” escribir que los colegas se comportan como niños consentidos que
quieren reencontrarse una y otra vez con el mismo cuento?
2. Son posiciones reduccionistas. A fin de cuentas, cuando Bleichmar divide a los
partidarios de determinados sistemas de creencias entre reduccionistas y no reduccionistas ¿no está
adoptando una postura tan simple y lineal como la que critica?

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Así como está, su artículo parece postular una división más o menos tajante entre, por un
lado, los prisioneros del reduccionismo, los que tienden a pensar y sentir en términos simples; y por el
otro, los esclarecidos que, como él, logran captar las producciones sofisticadas y las estructuras
conceptuales complejas.
De un lado, Bleichmar ubica principalmente a los lacanianos, aunque también a los
exponentes de otras corrientes psicoanalíticas: “en el momento actual, si se vive en Buenos Aires o
en París es más probable que se tenga una influencia lacaniana, es decir que se tienda a hablar su
lenguaje o que se piense según sus conceptos; si se habita en Chicago existe una orientación
kohutiana; si se está en Boston se le da un papel importante a la intersubjetividad; en Nueva York
habrá un fuerte peso de la psicología del yo y el conflicto. Si Freud pudo decir que la anatomía es el
destino, la geografía es el destino que crea los valles intelectuales y las montañas que los cercan”.
(Bleichmar, 1998: 377/8).
En realidad, sostiene el autor, el bando de los simplificadores podría incluir a “cualquier
partidario de un sistema de creencias”, ya que “el reduccionismo está presente en el cognitivismo, el
conductismo, la Gestalt, el enfoque sistémico y en cualquier escuela psicológica”.
“Excepto en la mía”, le faltó decir. Si bien aclara que su exclusiva referencia a las corrientes
psicoanalíticas obedece al hecho de que “el undécimo mandamiento de ‘no proyectarás’ nos obliga a
comenzar por casa”, sus críticas no apuntan nunca contra él mismo ni contra su propio psicoanálisis
(cercano al neuropsicoanálisis), sino a otras corrientes: básicamente el lacanismo, pero también a
otras subespecies del psicoanálisis. Por más que declare su fidelidad al “undécimo mandamiento”, es
evidente que Bleichmar no puede evitar proyectar.
Hubiera sido quizá pertinente una autocrítica o algún ejemplo de cómo afecta el
reduccionismo a los enfoques que no son reduccionistas, como para dejar en claro que toda la
comunidad científica, y no sólo algunos psicoanalistas fanáticos, son pasibles de sucumbir ante la
tentación de recostarse en la facilidad de las binaridades en particular y las simplificaciones en
general.

Ahora bien: aun cuando, como se ha visto en los ejemplos precedentes, los enfoques
supuestamente complejos pueden caer también en el reduccionismo, lo que se sostiene en este
trabajo es que ningún conjunto de conocimientos puede huir de los constantes estímulos del contexto
cultural y, por lo tanto, no pueden nunca ser tan simplificantes, tan binarios.

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