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Volumen 1, CAPÍTULO 14
Parte I
Tengo que decirles sinceramente que este encuentro con el Papa ha sido
inesperado para mí. Ciertamente, había estado esperándolo durante varios
años. Había pedido ver al Santo Padre, hablar con él sobre mi seminario, mi
trabajo; me atrevería a decir, para hacerle feliz porque, a pesar de las
circunstancias, aún conseguía formar a sacerdotes, ayudar a la Iglesia en la
formación de sacerdotes. Pero nunca lo conseguí. Siempre me decían que el
Papa no tenía tiempo para recibirme. Entonces, poco a poco, cuando el
seminario fue penalizado, las dificultades aumentaron con el resultado que
no pude cruzar nunca la puerta de bronce. Pero después de estos
acontecimientos (el cierre del seminario y la supresión de la Fraternidad), se
me puso la condición, para poder ver al Santo Padre, de aprobar el Concilio,
las reformas posconciliares y las orientaciones posconciliares deseadas por
el Santo Padre; es decir, prácticamente, el cierre de mi seminario. No lo
acepté. No podía aceptar el cierre de mi seminario o el fin de las ordenaciones
en mi seminario, porque considero que mi trabajo es constructivo, que estoy
construyendo la Iglesia, no destrozándola, a pesar de que la demolición me
rodea. En conciencia no puedo colaborar con la destrucción de la Iglesia. Esto
nos ha llevado a un verdadero punto muerto: por un lado, la Santa Sede
imponía condiciones que significaban el cierre del seminario y, por el otro, no
estaba dispuesto a aceptar el cierre del seminario. Por lo tanto, el diálogo
parecía imposible. Entonces, como ustedes saben, se me suspendió a
divinis, un hecho muy serio en la Iglesia, sobre todo para un obispo: significa
que se me prohíbe realizar acciones correspondientes con mi ordenación
episcopal, a saber, misas, sacramentos, administrar los sacramentos. Es algo
muy serio. Esto conmocionó a la opinión pública, lo que llevó a una corriente
en mi favor. No lo busqué yo: fue la propia Santa Sede la que dio una gran
publicidad a la suspensión y al seminario. Ustedes representan todos los
medios para la difusión de las noticias y era su trabajo dar a la gente lo que
quería al hablar de estos hechos. Esto creó una oleada de opinión que, como
mínimo, fue inesperada para al Vaticano.
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Parte II
«Oh!», dije apoyando mi cabeza en mis manos. «Santo Padre, no diga estas
cosas. ¡No, no, no, no!». Y añadí: «Santo Padre, déjeme continuar. Usted
tiene en sus manos la solución al problema. Sólo tiene que decirle una cosa
a los obispos: que acojan fraternalmente, con comprensión y caridad, a todos
los grupos de tradicionalistas, que desean mantener la oración de los días
antiguos, los sacramentos y el catecismo como eran antes. Que los acojan,
les den lugares de culto, que lleguen a un acuerdo con ellos para que así
puedan rezar y permanecer en relación con usted, en unión con sus obispos.
Sólo necesita decir esto a los obispos y todo volverá a estar en orden y ya no
habrá problemas. Las cosas volverán a su sitio. Respecto al seminario, no
tendré ninguna dificultad en ir a ver a los obispos y pedirles que mis
sacerdotes se incardinen en sus diócesis: las cosas se harán con normalidad.
Yo mismo estoy deseando renovar las relaciones con una comisión que usted
forme, de la Congregación para los Religiosos, para que venga al seminario.
Pero debe quedar claro que deseamos mantener la práctica de la Tradición.
Se nos debe permitir mantener la práctica. Pero quiero volver a las relaciones
oficiales y normales con la Santa Sede y las Congregaciones. Más allá de
esto, no deseo nada más».
Alzó sus brazos al cielo y dijo: «¡Muchas más, Monseñor, muchas más!».
Entonces añadí: «Pero, si hay muchas más, si, incluso, usted añade otra, no
veo cómo esto puede perjudicar a la Iglesia. ¿Acaso es un pecado mortal
mantener la Tradición y hacer lo que la Iglesia ha hecho siempre?».
Como se puede ver, el Papa parece estar bien informado.
Por lo tanto, ahora creo que debemos rezar y mantenernos firmes. Tal vez,
algunos de ustedes se han quedado asombrados por la
suspensión a divinis y también, diría, por mi rechazo a dicha suspensión
a divinis. Desde luego, lo entiendo. Pero mi rechazo es parte, y debería ser
visto como parte, de nuestro rechazo a aceptar el juicio que Roma emite
sobre nosotros. Todo forma parte de lo mismo. Es parte del mismo contexto,
todo está unido. ¿Acaso no es así? Por lo tanto, no veo por qué debo aceptar
esta suspensión visto que no acepté la prohibición de ordenar, no acepté el
cierre del seminario y el cierre y la destrucción de la Fraternidad. Esto
significaría que lo debería haber aceptado desde el momento de la primera
sentencia, de la primera condena: que debería haber dicho «Sí», estamos
condenados, cerramos el seminario y acabamos con la Fraternidad. ¿Por qué
no lo acepté? Porque se hizo ilegalmente, porque no había ninguna prueba,
no hubo juicio. No sé si ha tenido ocasión de leer lo que el cardenal Garrone
dijo personalmente en una entrevista: nuestro encuentro con Mons. Lefebvre
en Roma con tres cardenales no fue un tribunal. Lo dijo claramente. Es lo que
siempre me he dicho. Fue una conversación. Nunca he estado ante un
tribunal. La Visita [apostólica] no fue un tribunal, fue una investigación, no un
juicio. Por lo tanto, no hubo tribunal, no hubo juicio, no hubo nada: fui
condenado así, sin más, sin que se me diera la posibilidad de defenderme,
sin recibir una advertencia previa, nada por escrito, nada. ¡No! No es posible.
Sin embargo, la justicia existe. Por lo que rechacé esa condena, porque era
ilegal, y porque no podía presentar mi apelación. El modo cómo todo ocurrió
es inadmisible. No se nos dieron razones válidas de nuestra condena. Una
vez rechazada esa sentencia, no hay razón válida para no rechazar las otras,
porque se basan en la primera. ¿Por qué se me prohibió ordenar? Porque la
Fraternidad fue «suprimida» y el seminario debía cerrarse. Por lo que no
tengo derecho a ordenar. Rechazo esta decisión porque está basada en un
juicio que es falso. ¿Por qué se me ha suspendido a divinis? Porque he
ordenado cuando se me había prohibido hacerlo. Pero no acepto esa
sentencia sobre las ordenaciones precisamente porque no acepto el juicio
que se pronunció. Es una cadena. No acepto la cadena porque no acepto el
primer eslabón en el que fue construida toda la condena. No puedo aceptarlo.
Así está la situación en este momento. Creo que para ustedes, claramente, y
lo comprendo, es un drama, como lo es para mí. Creo que deseamos desde
el fondo de nuestro corazón que se retomen las relaciones normales con la
Santa Sede. Pero, ¿quién rompió estas relaciones? Se rompieron en el
Concilio. Fue en el Concilio donde se rompieron las relaciones normales con
la Iglesia, al separarse ésta de la Tradición y adoptar una actitud normal hacia
ella. Esto es lo que no podemos aceptar: no podemos aceptar una separación
de la Tradición.
Como dije al Santo Padre: «En la medida en que usted se desvíe de sus
predecesores, ya no podremos seguirle». Esto está claro. No somos nosotros
los que nos desviamos de sus predecesores.
Cuando le dije: «Mire de nuevo los textos sobre la libertad religiosa, son dos
textos que se contradicen formalmente entre ellos, palabra por palabra (textos
dogmáticos importantes, el de Gregorio XVI y el de Pío IX, Quanta Cura, y el
texto sobre libertad religiosa, se contradicen el uno al otro, palabra por
palabra); ¿cuál se supone que tenemos que elegir?».
Sí, pero todo el problema está aquí. En la medida en que la nueva Iglesia se
separa de la antigua Iglesia, no podemos seguirla. Ésta es la postura y ésta
es la razón por la que mantenemos la Tradición, la mantenemos firmemente.
Estoy seguro que estamos prestando un inmenso servicio a la Iglesia. Diría
que el seminario de Ecône es fundamental para la batalla que estamos
librando. Es la batalla de la Iglesia y es con esta idea con la que debemos
tomar posiciones.
Por desgracia, tengo que decir que esta conversación con el Santo Padre me
dejó una impresión dolorosa. Tuve la clara impresión que él se estaba
defendiendo a sí mismo personalmente: «¡Usted está contra mí!».
«No estoy contra usted, estoy contra lo que nos separa de la Tradición; estoy
contra lo que nos acerca al protestantismo, al modernismo».
Cuando el Santo Padre me dijo: «Pero, en el fondo, ¿no siente algo dentro
de usted que le reprocha lo que está usted haciendo? Está causando un gran
escándalo en la Iglesia. ¿No siente ningún tipo de remordimiento?», respondí:
«No, Santo Padre, ¡para nada!». Replicó: «¡Oh! Entonces, usted es un
irresponsable». «Tal vez», le dije. No podía decir otra cosa. Si hubiera sentido
algún remordimiento, hubiera abandonado al instante.
Recen bien durante su retiro, porque creo que van a suceder cosas, han
estado sucediendo durante tiempo, pero a medida que procedemos, más nos
acercamos al momento crítico. De todas maneras, el hecho que Dios haya
permitido que sea recibido por el Santo Padre, que le diga lo que pensamos
y que dejemos toda la responsabilidad de la situación en sus manos, esto es
algo deseado por Dios. A nosotros nos queda rezar, pedirle al Espíritu Santo
que le ilumine y que le dé la valentía de actuar de una manera que,
claramente, podría ser dura para él. No veo otra solución. Dios tiene todas
las soluciones. Yo podría morir mañana. Debemos rezar también por los fieles
que mantienen la Tradición, para que siempre conserven una actitud fuerte y
firme, pero no una actitud de desprecio hacia las personas, insultante hacia
las personas y los obispos. Tenemos la ventaja de poseer la Verdad, no es
culpa nuestra, del mismo modo que la Iglesia tiene la superioridad sobre el
error al tener la Verdad: esa superioridad es suya.
Agradezco sus oraciones por las intenciones, como hicieron también durante
sus vacaciones. Agradezco también a los que me escribieron durante las
vacaciones para demostrarme su apoyo y afecto en este tiempo de prueba.
Dios ciertamente nos ayuda en esta lucha: esto es absolutamente cierto.
Pero, al mismo tiempo, es una prueba. Sería una gran felicidad trabajar con
todos los que tienen responsabilidades en la Iglesia y que desean trabajar
con nosotros por el Reino de Nuestro Señor.