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El 11 de septiembre de 1976, Marcel Lefebvre fue recibido en

audiencia por el Papa Pablo VI en Castelgandolfo. En las


últimas semanas, se ha difundido el acta secreta de este
encuentro que fue redactada por el Sustituto de la Secretaría
de Estado, Giovanni Benelli, presente en la audiencia. El texto
que pueden leer a continuación es el relato que hizo el propio
Lefebvre de esta reunión, publicado por la Sociedad San Pío
X-Asia. La primera parte está tomada de una conferencia de
prensa ofrecida en Ecône el 15 de septiembre de 1976. La
segunda parte son las palabras pronunciadas por Lefebvre
durante una conferencia impartida a los seminaristas en Ecône
el 18 de septiembre:

Apologia Pro Marcel Lefebvre

Volumen 1, CAPÍTULO 14

LA AUDIENCIA CON EL PAPA PABLO VI

Parte I

Tengo que decirles sinceramente que este encuentro con el Papa ha sido
inesperado para mí. Ciertamente, había estado esperándolo durante varios
años. Había pedido ver al Santo Padre, hablar con él sobre mi seminario, mi
trabajo; me atrevería a decir, para hacerle feliz porque, a pesar de las
circunstancias, aún conseguía formar a sacerdotes, ayudar a la Iglesia en la
formación de sacerdotes. Pero nunca lo conseguí. Siempre me decían que el
Papa no tenía tiempo para recibirme. Entonces, poco a poco, cuando el
seminario fue penalizado, las dificultades aumentaron con el resultado que
no pude cruzar nunca la puerta de bronce. Pero después de estos
acontecimientos (el cierre del seminario y la supresión de la Fraternidad), se
me puso la condición, para poder ver al Santo Padre, de aprobar el Concilio,
las reformas posconciliares y las orientaciones posconciliares deseadas por
el Santo Padre; es decir, prácticamente, el cierre de mi seminario. No lo
acepté. No podía aceptar el cierre de mi seminario o el fin de las ordenaciones
en mi seminario, porque considero que mi trabajo es constructivo, que estoy
construyendo la Iglesia, no destrozándola, a pesar de que la demolición me
rodea. En conciencia no puedo colaborar con la destrucción de la Iglesia. Esto
nos ha llevado a un verdadero punto muerto: por un lado, la Santa Sede
imponía condiciones que significaban el cierre del seminario y, por el otro, no
estaba dispuesto a aceptar el cierre del seminario. Por lo tanto, el diálogo
parecía imposible. Entonces, como ustedes saben, se me suspendió a
divinis, un hecho muy serio en la Iglesia, sobre todo para un obispo: significa
que se me prohíbe realizar acciones correspondientes con mi ordenación
episcopal, a saber, misas, sacramentos, administrar los sacramentos. Es algo
muy serio. Esto conmocionó a la opinión pública, lo que llevó a una corriente
en mi favor. No lo busqué yo: fue la propia Santa Sede la que dio una gran
publicidad a la suspensión y al seminario. Ustedes representan todos los
medios para la difusión de las noticias y era su trabajo dar a la gente lo que
quería al hablar de estos hechos. Esto creó una oleada de opinión que, como
mínimo, fue inesperada para al Vaticano.

Por consiguiente, el Vaticano se encontró en una situación bastante delicada


y engorrosa ante la opinión pública y esto, pienso o imagino, es por lo que el
Papa quiso verme después de todo, pero no oficialmente a través de los
canales habituales: no vi a Mons. Martin, que normalmente organiza las
audiencias, como tampoco al cardenal Villot. No vi a nadie. Sucedió que
estaba en Besançon preparándome para la misa cuando me dijeron: «Hay un
sacerdote que viene de Roma que le gustaría verle después de la misa. Es
muy urgente e importante». Dije: «Le veré después de la misa».

Por lo tanto, después de la misa nos retiramos a una esquina de la estancia


donde estábamos y este sacerdote, don Domenico La Bellarte creo –no le
conocía, no le había visto nunca– me dijo: «El arzobispo de Chieti, mi
superior, ha visto al Santo Padre recientemente, que le ha expresado su
deseo de verle». Le dije: «Mire, he estado esperando ver al Santo Padre
durante cinco años. Siempre imponen condiciones y volverán a imponer las
mismas de nuevo. No veo por qué tengo que ir a Roma ahora». Insistió
diciendo: «Ha habido un cambio. Algo ha cambiado en Roma, en la situación
que le atañe». «Muy bien. Si me puede asegurar que el arzobispo de Chieti
me acompañará a ver al Santo Padre, nunca me negaré a ver al Santo Padre
y estoy deseando verle».

Le prometí que iría a Roma lo antes posible. Tenía una ceremonia en


Fanjeaux, por lo que fui a Fanjeaux y, después, directamente a Roma, en
coche. Intenté ponerme en contacto con ese sacerdote y lo encontré en
Roma, donde me dijo: «Lo mejor es que escriba una breve carta al Santo
Padre que puedo entregar a Mons. Macchi, su secretario, y entonces podrá
ver al Santo Padre». Dije: «Pero, ¿qué tipo de carta? No voy a pedir perdón
o a decir por adelantado que aceptaré lo que se me imponga. No lo aceptaré».
Entonces me dijo: «Escriba cualquier cosa y yo la llevaré a Castelgandolfo».
Escribí expresando mi profundo respeto por la persona del Santo Padre y,
también, que si había habido algo en las expresiones que había utilizado por
escrito u orales que había disgustado al Santo Padre, lo lamentaba; que
siempre estaba dispuesto a ser recibido, y esperaba ser recibido, por el Santo
Padre. Firmé la carta y esto fue todo. El sacerdote ni siquiera leyó la nota que
había escrito, y la metió en un sobre. Dirigí el sobre al Santo Padre y
emprendimos la marcha hacia Castelgandolfo. Entramos en el palacio.
Estuvimos un rato fuera. Fue a ver a Mons. Macchi, que le dijo: «No puedo
darle una respuesta ahora. Le haré saber algo sobre las siete de la tarde».
Esto sucedía el jueves pasado por la tarde. Y, efectivamente, a las siete recibí
una llamada telefónica en mi casa de Albano. Me dijeron: «El Santo Padre le
recibirá en audiencia mañana a las 10:30».

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Parte II

Al día siguiente, sábado, a las 10:15, fui a Castelgandolfo y realmente creí


que los Santos Ángeles habían ahuyentado a los empleados del Vaticano
porque yo había vuelto: había dos guardias suizos en la entrada y luego sólo
me reuní con Mons. X (no con Mons. Y: sus nombres se parecen mucho).
Mons. X, el canadiense, me guio hasta el ascensor. Allí sólo estaba el
botones, no había nadie más, y subí. Los tres llegamos al primer piso donde,
acompañado por Mons. X, atravesamos una serie de estancias, al menos
siete u ocho, antes de llegar al despacho del Santo Padre. ¡No vimos ni un
alma! Normalmente –había estado a menudo en audiencias privadas durante
los papados de Pío XI, Pío XII, Juan XXIII e incluso Pablo VI– había siempre,
por los menos, un guardia suizo, siempre un gendarme, siempre más gente:
un chambelán privado, un monseñor que vigila y previene que haya
incidentes. Pero las habitaciones estaban vacías. Nada, no había
absolutamente nada. Llegué al despacho del Santo Padre, donde estaba el
Pontífice con Mons. Benelli a su lado. Saludé a ambos. Nos sentamos al
mismo tiempo y la audiencia empezó.

El Santo Padre estaba bastante animado al principio, podríamos incluso decir


que, en cierto modo, estaba violento: se podía notar que se sentía
profundamente herido y bastante provocado por lo que estábamos haciendo.
Me dijo: «Usted me condena, usted me condena. Soy un modernista. Soy un
protestante. No se puede permitir, usted está haciendo un trabajo perjudicial,
no debe continuar, está causando escándalo en la Iglesia, etc.», irritado y
nervioso.

Puedo asegurar que me mantuve en silencio. Después, me dijo: «Bien, hable,


hable. ¿Qué tiene usted que decir?».

Le dije: «Santo Padre, he venido aquí, pero no como jefe de los


tradicionalistas. Usted ha dicho que soy el jefe de los tradicionalistas. Niego
rotundamente que lo sea. Soy sólo un católico, un sacerdote, un obispo, entre
millones de católicos, miles de sacerdotes y otros obispos que se sienten
destrozados en su conciencia, su mente, su corazón. Por una parte,
deseamos someternos a usted plenamente, seguirle en todo, no tener
ninguna reserva sobre su persona; por la otra, somos conscientes que el
camino emprendido por la Santa Sede a partir del Concilio, y toda la nueva
orientación, nos separa de sus predecesores. ¿Qué tenemos que hacer
entonces? Nos sentimos obligados a elegir entre seguir a sus predecesores
o seguirle a usted, separándonos de sus predecesores. Que los católicos se
sientan así de desgarrados es algo que no había sucedido, es algo
inconcebible. Y no soy yo quien lo ha provocado, no es un movimiento creado
por mí, es un sentimiento que procede del corazón de los fieles, millones de
fieles que no conozco. No sé cuántos hay. Están en todo el mundo, por
doquier. Todo el mundo se siente intranquilo por este malestar que ha entrado
en la Iglesia en los últimos diez años, por las ruinas que se acumulan en la
Iglesia. Algunos ejemplos: hay una actitud fundamental en la gente, una
actitud interior que hace que ahora sean inamovibles. No cambiarán porque
han elegido: han elegido la Tradición y a los que la mantienen. Está el ejemplo
de las religiosas que visité hace dos días, buenas religiosas que desean
mantener su vida religiosa, que enseñan a los niños tal como quieren sus
padres que se les enseñe; muchos padres llevan a sus hijos a estas religiosas
porque saben que recibirán una educación católica. En resumen: tenemos
estas religiosas que quieren mantener su hábito religioso y, precisamente
porque desean mantener la antigua oración y el catecismo antiguo, son
excomulgadas. La superiora general ha sido relevada de su cargo. El obispo
las ha visitado en cinco ocasiones para exigirles que abandonen su hábito
religioso porque han sido reducidas al estado laical. La gente que ve esto no
lo comprende. Y, al lado de este ejemplo, tenemos a monjas que se quitan
su hábito y vuelven a las vanidades del mundo, ya no tienen una regla
religiosa, no rezan y ¡están aprobadas por los obispos y nadie dice una sola
palabra contra ellas! El ciudadano de a pie, el cristiano simple, al ver estas
cosas no puede aceptarlas. Es imposible. Lo mismo ocurre con los
sacerdotes. Buenos sacerdotes que celebran bien su misa, que rezan, que
están en los confesionarios, que predican la verdadera doctrina, que visitan
a los enfermos, que llevan sotana, que son verdaderos sacerdotes amados
por sus feligreses porque mantienen la Misa antigua, la Misa de su
ordenación, que mantienen el catecismo antiguo, son arrojados a la calle
como criaturas sin valor, todo menos excomulgados. Y, por el otro lado, hay
sacerdotes que van a las fábricas, que no se visten como sacerdotes por lo
que no se sabe qué son, predican la revolución y éstos son oficialmente
aceptados, nadie les dice nada. En lo que a mí respecta, mi situación es la
misma. Intento formar sacerdotes, buenos sacerdotes tal como se hacía
antes; hay muchas vocaciones, los hombres jóvenes son admirados por la
gente que los ve en los trenes, en el metro; los saludan, los admiran, les
felicitan por llevar la sotana y por su comportamiento ¡y me suspenden a
divinis! Y los obispos que ya no tienen seminaristas, ni sacerdotes jóvenes,
que no tienen nada, y de cuyos seminarios ya no salen buenos sacerdotes,
¡a éstos no se les dice nada! Comprenda: el cristiano medio ve con claridad,
ha elegido y no cederá. Ha llegado a su límite. Es imposible».

«Esto no es verdad. Usted no forma buenos sacerdotes,» me dijo, «porque


les hace hacer un juramento contra el Papa».

«¿Qué?», respondí. «¿Un juramento contra el Papa? ¿Yo, que al contrario,


intento que respeten al Papa, que respeten al sucesor de Pedro? Al contrario,
rezamos por el Santo Padre y usted nunca podrá enseñarme este juramento
que hacen contra el Santo Padre. ¿Puede darme una copia del mismo?».

Y ahora, oficialmente, el portavoz del Vaticano ha publicado en el periódico


de hoy, donde puede leerse, la negativa del Vaticano, diciendo que no es
verdad, que el Santo Padre no me dijo esto, que el Santo Padre no me dijo
que yo hago que los seminaristas y los sacerdotes jóvenes hagan un
juramento contra el Papa. Pero, ¿cómo podría haber inventado yo esto?
¿Cómo inventarse algo así? Es impensable. Pero ahora lo niegan: el Santo
Padre no lo dijo. Es increíble. Y, es obvio, no tengo una grabación de ello. No
tomé notas sobre la marcha de toda la conversación, por lo que no puedo
demostrarlo materialmente. Pero, ¡mi reacción! No puedo olvidar cómo
reaccioné ante esta afirmación del Santo Padre. Aún puedo verme
gesticulando y diciendo: «¿Cómo es posible, Santo Padre, que me diga usted
algo así? ¿Puede enseñarme una copia de este juramento?». Y ahora dicen
que no es verdad. ¡Extraordinario!

Entonces el Santo Padre añadió: «¿Es verdad o no que usted me condena?».


Tuve la fuerte impresión que todo tenía que ver con su persona, que se sentía
personalmente herido: «Usted me condena y entonces, ¿qué debería hacer
yo? ¿Debo renunciar y dejar que usted ocupe mi lugar?».

«Oh!», dije apoyando mi cabeza en mis manos. «Santo Padre, no diga estas
cosas. ¡No, no, no, no!». Y añadí: «Santo Padre, déjeme continuar. Usted
tiene en sus manos la solución al problema. Sólo tiene que decirle una cosa
a los obispos: que acojan fraternalmente, con comprensión y caridad, a todos
los grupos de tradicionalistas, que desean mantener la oración de los días
antiguos, los sacramentos y el catecismo como eran antes. Que los acojan,
les den lugares de culto, que lleguen a un acuerdo con ellos para que así
puedan rezar y permanecer en relación con usted, en unión con sus obispos.
Sólo necesita decir esto a los obispos y todo volverá a estar en orden y ya no
habrá problemas. Las cosas volverán a su sitio. Respecto al seminario, no
tendré ninguna dificultad en ir a ver a los obispos y pedirles que mis
sacerdotes se incardinen en sus diócesis: las cosas se harán con normalidad.
Yo mismo estoy deseando renovar las relaciones con una comisión que usted
forme, de la Congregación para los Religiosos, para que venga al seminario.
Pero debe quedar claro que deseamos mantener la práctica de la Tradición.
Se nos debe permitir mantener la práctica. Pero quiero volver a las relaciones
oficiales y normales con la Santa Sede y las Congregaciones. Más allá de
esto, no deseo nada más».

Entonces me respondió: «Debo reflexionar, debo rezar, debo consultar con el


consistorio, con la curia. No puedo darle una respuesta. Veremos…». Y
añadió: «Recemos juntos». Le respondí: «Con sumo placer, Santo Padre».

Entonces rezamos el Pater Noster, el Veni Creator y un Ave Maria, y me


acompañó amablemente a la salida, aunque con dificultad: caminaba con
dolor y arrastraba un poco las piernas. En la estancia de al lado esperó hasta
que Domenico vino a buscarme; le dio una pequeña medalla de metal a don
Domenico. Nos fuimos. Mons. Benelli no abrió la boca; estuvo escribiendo
todo el tiempo, como un secretario. No me molestó en absoluto, fue como si
no estuviera presente. Pensé que, como a mí, tampoco le molestaba al Santo
Padre su presencia, porque no dijo una palabra, no se movió. Repetí de
nuevo dos veces que él tenía la solución del problema en sus manos. Mostró
su satisfacción por esta entrevista, este diálogo. Le dije que siempre estaba
a su disposición. Nos fuimos.

Desde entonces, los periódicos están diciendo lo que les da la gana,


inventando las cosas más fantásticas: que acepté todo, que me sometí
totalmente; luego dicen todo lo contrario, que no acepté nada y que no
concedí nada. Ahora me dicen que, efectivamente, mentí, que me invento
cosas sobre la conversación que tuve con el Santo Padre. Mi impresión es
que están tan furiosos por esta audiencia imprevista, que tuvo lugar sin
atravesar los canales habituales, por lo que están intentando desacreditarla
de todos los modos posibles, desacreditándome a mí también. Claramente,
tienen miedo que esta audiencia me devuelva el favor de mucha gente, que
ahora estará diciendo: Si Monseñor ha visto al Santo Padre, es que ya no hay
problemas, está de acuerdo con el Santo Padre. De hecho, nunca estuvimos
contra el Santo Padre y siempre hemos querido estar con el Santo Padre.

Además, le acabo de escribir de nuevo porque el cardenal Thiandoum insistió


mucho en que escribiera una breve nota para llevársela al Santo Padre. Le
dije: «Bien. Estoy dispuesto a escribir una breve carta al Santo Padre (aunque
empiezo a pensar que esta correspondencia no tiene fin), quiero darle las
gracias al Santo Padre por concederme esta audiencia». Lo hice y le di las
gracias.

El Santo Padre, durante la conversación, había dicho: «Bueno, por lo menos


tenemos un punto en común: ambos queremos detener estos abusos que
existen actualmente en la Iglesia, para devolverle a la Iglesia su verdadero
rostro, etc.». Le respondí: «Sí, totalmente».

Por lo tanto, en la carta le expresé estar a su disposición para colaborar con


él, dado que durante la audiencia había dicho que por lo menos teníamos un
punto en común, devolver a la Iglesia su verdadero rostro y suprimir todos los
abusos. Estaba dispuesto a colaborar, bajo su autoridad. No creo que dije
nada que prometiera algo más, puesto que devolver a la Iglesia su verdadero
rostro es lo que estamos haciendo.

Cuando le dije que, de hecho, me estaba basando en el «pluralismo»,


expresé: «Pero, después de todo, con el pluralismo actual, ¿qué pasaría si
se dejara a quienes desean mantener la Tradición en la misma posición que
los otros? Es lo mínimo que debería concedérsenos». Dije: «No sé si usted
sabe, Santo Padre, que hay veintitrés oraciones eucarísticas oficiales en
Francia».

Alzó sus brazos al cielo y dijo: «¡Muchas más, Monseñor, muchas más!».

Entonces añadí: «Pero, si hay muchas más, si, incluso, usted añade otra, no
veo cómo esto puede perjudicar a la Iglesia. ¿Acaso es un pecado mortal
mantener la Tradición y hacer lo que la Iglesia ha hecho siempre?».
Como se puede ver, el Papa parece estar bien informado.

Por lo tanto, ahora creo que debemos rezar y mantenernos firmes. Tal vez,
algunos de ustedes se han quedado asombrados por la
suspensión a divinis y también, diría, por mi rechazo a dicha suspensión
a divinis. Desde luego, lo entiendo. Pero mi rechazo es parte, y debería ser
visto como parte, de nuestro rechazo a aceptar el juicio que Roma emite
sobre nosotros. Todo forma parte de lo mismo. Es parte del mismo contexto,
todo está unido. ¿Acaso no es así? Por lo tanto, no veo por qué debo aceptar
esta suspensión visto que no acepté la prohibición de ordenar, no acepté el
cierre del seminario y el cierre y la destrucción de la Fraternidad. Esto
significaría que lo debería haber aceptado desde el momento de la primera
sentencia, de la primera condena: que debería haber dicho «Sí», estamos
condenados, cerramos el seminario y acabamos con la Fraternidad. ¿Por qué
no lo acepté? Porque se hizo ilegalmente, porque no había ninguna prueba,
no hubo juicio. No sé si ha tenido ocasión de leer lo que el cardenal Garrone
dijo personalmente en una entrevista: nuestro encuentro con Mons. Lefebvre
en Roma con tres cardenales no fue un tribunal. Lo dijo claramente. Es lo que
siempre me he dicho. Fue una conversación. Nunca he estado ante un
tribunal. La Visita [apostólica] no fue un tribunal, fue una investigación, no un
juicio. Por lo tanto, no hubo tribunal, no hubo juicio, no hubo nada: fui
condenado así, sin más, sin que se me diera la posibilidad de defenderme,
sin recibir una advertencia previa, nada por escrito, nada. ¡No! No es posible.
Sin embargo, la justicia existe. Por lo que rechacé esa condena, porque era
ilegal, y porque no podía presentar mi apelación. El modo cómo todo ocurrió
es inadmisible. No se nos dieron razones válidas de nuestra condena. Una
vez rechazada esa sentencia, no hay razón válida para no rechazar las otras,
porque se basan en la primera. ¿Por qué se me prohibió ordenar? Porque la
Fraternidad fue «suprimida» y el seminario debía cerrarse. Por lo que no
tengo derecho a ordenar. Rechazo esta decisión porque está basada en un
juicio que es falso. ¿Por qué se me ha suspendido a divinis? Porque he
ordenado cuando se me había prohibido hacerlo. Pero no acepto esa
sentencia sobre las ordenaciones precisamente porque no acepto el juicio
que se pronunció. Es una cadena. No acepto la cadena porque no acepto el
primer eslabón en el que fue construida toda la condena. No puedo aceptarlo.

Además, el Santo Padre no me habló de la suspensión, no me habló del


seminario, no me habló de nada. Sobre este tema, nada de nada.

Así está la situación en este momento. Creo que para ustedes, claramente, y
lo comprendo, es un drama, como lo es para mí. Creo que deseamos desde
el fondo de nuestro corazón que se retomen las relaciones normales con la
Santa Sede. Pero, ¿quién rompió estas relaciones? Se rompieron en el
Concilio. Fue en el Concilio donde se rompieron las relaciones normales con
la Iglesia, al separarse ésta de la Tradición y adoptar una actitud normal hacia
ella. Esto es lo que no podemos aceptar: no podemos aceptar una separación
de la Tradición.

Como dije al Santo Padre: «En la medida en que usted se desvíe de sus
predecesores, ya no podremos seguirle». Esto está claro. No somos nosotros
los que nos desviamos de sus predecesores.

Cuando le dije: «Mire de nuevo los textos sobre la libertad religiosa, son dos
textos que se contradicen formalmente entre ellos, palabra por palabra (textos
dogmáticos importantes, el de Gregorio XVI y el de Pío IX, Quanta Cura, y el
texto sobre libertad religiosa, se contradicen el uno al otro, palabra por
palabra); ¿cuál se supone que tenemos que elegir?».

Respondió: «Oh, deje estas cuestiones. No empecemos con discusiones».

Sí, pero todo el problema está aquí. En la medida en que la nueva Iglesia se
separa de la antigua Iglesia, no podemos seguirla. Ésta es la postura y ésta
es la razón por la que mantenemos la Tradición, la mantenemos firmemente.
Estoy seguro que estamos prestando un inmenso servicio a la Iglesia. Diría
que el seminario de Ecône es fundamental para la batalla que estamos
librando. Es la batalla de la Iglesia y es con esta idea con la que debemos
tomar posiciones.

Por desgracia, tengo que decir que esta conversación con el Santo Padre me
dejó una impresión dolorosa. Tuve la clara impresión que él se estaba
defendiendo a sí mismo personalmente: «¡Usted está contra mí!».

«No estoy contra usted, estoy contra lo que nos separa de la Tradición; estoy
contra lo que nos acerca al protestantismo, al modernismo».

Tuve la impresión de que estaba tratando todo el problema como algo


personal. No es la persona, no es Mons. Montini: le consideramos el sucesor
de Pedro y, como sucesor de Pedro, debe trasmitirnos la fe de sus
predecesores. En la medida en que no transmita la fe de sus predecesores,
deja de ser el sucesor de Pedro. Se convierte en una persona separada de
su deber, que niega su deber, que no hace su deber. No hay nada que pueda
hacer: no soy yo a quién tienen que acusar. Cuando Fesquet, de Le Monde,
–él estaba allí, en la segunda fila hace dos o tres días–, dijo: «De hecho, usted
está solo. Solo contra todos los obispos. ¿Qué puede usted hacer? ¿Qué
sentido tiene un combate como éste?», le respondí: «¿Qué quiere usted
decir? No estoy solo. Tengo a toda la Tradición conmigo. Además, ni siquiera
aquí estoy solo. Sé que muchos obispos, de manera privada, piensan lo que
pensamos nosotros. Tenemos a muchos sacerdotes con nosotros, y el
seminario y los seminaristas, y todos los que están con nosotros».

La Verdad no está hecha por números; y éstos no hacen a la Verdad. Incluso


si estoy solo, incluso si todos los seminaristas me abandonan, incluso si me
abandona toda la opinión pública, me da igual. Estoy unido a mi catecismo, a
mi Credo, a la Tradición que ha santificado a todos los santos en el cielo. No
me preocupan los otros, que hagan lo que quieran, pero yo quiero salvar mi
alma. Conozco muy bien a la opinión pública: fue la opinión pública la que
condenó a Nuestro Señor después de haberlo aclamado unos días antes.
Primero, el Domingo de Ramos; después, el Viernes Santo. Todos lo
sabemos. No se puede confiar para nada en la opinión pública. Hoy a favor
mío, mañana en mi contra. Lo que importa es la fidelidad a nuestra fe.
Debemos tener esta convicción y permanecer tranquilos.

Cuando el Santo Padre me dijo: «Pero, en el fondo, ¿no siente algo dentro
de usted que le reprocha lo que está usted haciendo? Está causando un gran
escándalo en la Iglesia. ¿No siente ningún tipo de remordimiento?», respondí:
«No, Santo Padre, ¡para nada!». Replicó: «¡Oh! Entonces, usted es un
irresponsable». «Tal vez», le dije. No podía decir otra cosa. Si hubiera sentido
algún remordimiento, hubiera abandonado al instante.

Recen bien durante su retiro, porque creo que van a suceder cosas, han
estado sucediendo durante tiempo, pero a medida que procedemos, más nos
acercamos al momento crítico. De todas maneras, el hecho que Dios haya
permitido que sea recibido por el Santo Padre, que le diga lo que pensamos
y que dejemos toda la responsabilidad de la situación en sus manos, esto es
algo deseado por Dios. A nosotros nos queda rezar, pedirle al Espíritu Santo
que le ilumine y que le dé la valentía de actuar de una manera que,
claramente, podría ser dura para él. No veo otra solución. Dios tiene todas
las soluciones. Yo podría morir mañana. Debemos rezar también por los fieles
que mantienen la Tradición, para que siempre conserven una actitud fuerte y
firme, pero no una actitud de desprecio hacia las personas, insultante hacia
las personas y los obispos. Tenemos la ventaja de poseer la Verdad, no es
culpa nuestra, del mismo modo que la Iglesia tiene la superioridad sobre el
error al tener la Verdad: esa superioridad es suya.

Porque tenemos la convicción de estar defendiendo la Verdad, la Verdad


debe argumentar, debe convencer. No es nuestra persona, ni un estallido de
rabia, o el hecho de insultar a las personas lo que añadirá peso a la Verdad.
Por el contrario, esto podría arrojar dudas sobre nuestra posesión de la
Verdad. Enfadarse e insultar demuestra que no confiamos en el peso de la
Verdad, que es el peso de Dios mismo. Confiamos en Dios, en la Verdad que
es Dios, que es Nuestro Señor Jesucristo. ¿Qué puede haber más seguro
que esto? Nada. Y, poco a poco, esta Verdad se abre, y se abrirá, camino.
Debe. Por lo tanto, tomemos la decisión de no despreciar e insultar a la gente
con nuestras expresiones y actitudes, y mantengámonos firmes contra el
error. Absoluta firmeza, sin concesiones, sin relajación, porque estamos con
Nuestro Señor, es una cuestión de Nuestro Señor Jesucristo. El honor de
Nuestro Señor Jesucristo, la gloria de la Santísima Trinidad están en juego,
no la infinita gloria en el cielo, sino la gloria aquí en la tierra. Es la Verdad: y
la defenderemos a cualquier precio, pase lo que pase.

Agradezco sus oraciones por las intenciones, como hicieron también durante
sus vacaciones. Agradezco también a los que me escribieron durante las
vacaciones para demostrarme su apoyo y afecto en este tiempo de prueba.
Dios ciertamente nos ayuda en esta lucha: esto es absolutamente cierto.
Pero, al mismo tiempo, es una prueba. Sería una gran felicidad trabajar con
todos los que tienen responsabilidades en la Iglesia y que desean trabajar
con nosotros por el Reino de Nuestro Señor.

Sigamos unidos. Que tengan buen retiro antes de emprender un provechoso


año de estudios.

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