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Línea de investigación en Desarrollo Comunitario –CINDE UPN 14-

Cómo entender la relación entre comunidad educativa y desarrollo local1

El siguiente texto contiene elaboraciones en dos sentidos. En un primer sentido se pregunta por
el concepto de comunidad educativa. En un segundo sentido se pregunta por el concepto de
desarrollo local intentando establecer la relación entre este concepto y el concepto de
comunidad educativa.

1.

En relación con una comprensión posible del concepto de comunidad educativa puede realizarse
una elaboración a partir de la siguiente pregunta ¿cómo es posible hablar de comunidad
educativa, si precisamente la educación se ha constituido como tal en el intento de las
sociedades modernas de romper toda identificación comunitaria de los sujetos para fundar, a
partir de ello, una identificación ligada a las pretensiones de una ciudadanía universal? Para
dilucidar la pregunta se puede empezar, entonces, por hacer evidente la tensión existente entre
comunidad y sociedad, y para ello se puede partir de la tensión existente entre comunidad de
hecho y comunidad ideal.

Vattimo, al seguir la huella de los fundamentos teológicos de la hermenéutica fundada por


Schleiermacher, da cuenta de la manera como el concepto de comunidad trae implícita una
separación entre comunidad ideal y comunidad de hecho, que necesariamente las lleva a
contraponerse. Así, dice Vattimo, para Schleiermacher, la comunidad efectiva, la comunidad del
trabajo, en la cual el lenguaje reúne a los sujetos en torno a las tareas de construcción y dominio
técnico del mundo, no constituiría la esencia, o la posibilidad más auténtica de la comunidad
humana. Esta sería más bien una comunidad “que persigue únicamente el dominio material del
mundo externo”, en la cual, “la posición ocupada por cada uno pone límite a los otros”.2

Por eso, para Schleiermacher, más allá de la comunidad efectiva debe encontrarse una
comunidad ideal, que no se ha realizado aún, pero que “ya está presente en germen, en los
hombres que viven según el espíritu: la que se da en la amistad y el amor, fundándose sobre
vínculos profundos y esenciales entre los individuos que, dentro de ella, experimentan la fusión
con otras almas como con partes de sí mismos”.3 La comunidad ideal encarnaría así la
posibilidad de historización espiritual de la comunidad efectiva, de la comunidad del trabajo.

Sin embargo, para la comunidad del trabajo, envuelta en su mundo, si se quiere, alienada en él,
la comunidad ideal no aparece necesariamente como necesidad de realización. La comunidad
del trabajo no requiere de la comunidad ideal para acceder a su propia consistencia vital. La
comunidad del trabajo es, de hecho, una comunidad que por estar implicada en su propia
existencia, no encuentra en ella un indicio para historizarse, más allá de su propia reproducción,
más allá de las prácticas a través de las cuales se configura como comunidad.

Ahora bien, una fractura de la comunidad del trabajo, una reorganización total de la comunidad
del trabajo, comportaría para esta comunidad una escisión del sentido comunitario del
“nosotros” que igualmente dejaría la cuestión del “nosotros” sin resolver. Esto es, que el
“nosotros” se encontraría enfrentado a las propias prácticas y modos de distribución del poder
que lo producen.

1
Juan Carlos Garzón Rodríguez
2
Vattimo, Gianni: Ética de la interpretación. Barcelona. Ediciones Piados. 1991. p. 144
3
Vattimo: Op. Cit. p. 145
Y esta escisión, sería distinta entonces a la escisión que puede introducir la proyección de un
ideal de comunidad, frente a una comunidad constituida de hecho. Pues esta escisión no se da
por la distancia que se presenta entre la comunidad efectiva y el tiempo esperado para su
realización en la comunidad ideal, sino por el obstáculo en que puede convertirse la comunidad
del trabajo, tal y como se encuentra organizada, para sí misma, para llevar a cabo sus metas de
dominación.

La comunidad del trabajo, emergiendo de sí misma, desde la propia matriz de sus conflictos, no
apunta a su realización en un ideal. Sin embargo esta comunidad debe tomar distancia de sí
misma, debe de algún modo, historizarse, dándose su propia legalidad interna, rebasando el
orden anterior. Aquí puede entonces, comprenderse la distinción teórica que se ha establecido
entre comunidad y sociedad: la sociedad constituye el modo de reorganización de la comunidad
del trabajo que le permite entrar en una nueva época de aseguramiento y control técnico del
mundo.

La sociedad, entonces, no es la realización o el destino de la comunidad. No es su ideal. Si


puede decirse que la comunidad ideal es ante todo una comunidad espiritual, que se contrapone
de manera radical a la comunidad del trabajo, esto no implica de suyo que la sociedad
constituya un principio espiritual para esa comunidad del trabajo. En este sentido, el concepto
de comunidad no sólo se contrapone al concepto de sociedad porque éste último sea más global,
más abarcante, sino porque supone la elaboración del estatuto del “nosotros” en el marco de
relaciones de producción totalmente nuevas. Porque supone un nuevo modo de comprender el
“nosotros”.

La sociedad se contrapone a la comunidad, no por un principio espiritual, sino por un principio


de organización, lo que no quiere decir que no pueda, como concepto, tomar la forma de un
principio espiritual, orientado a su legitimación. Sin embargo lo que debe quedar claro aquí es
lo siguiente: que el concepto de comunidad sólo se puede contraponer al concepto de sociedad,
en la medida en que sólo este último puede encarnar, en el discurso, la alteridad en que se
convirtió un “nosotros” temporal, epocal, para “nosotros” mismos.

Así, si el “nosotros” se reconoció en algún momento a partir del concepto de comunidad, en


otro momento ese mismo “nosotros” apeló para ello al concepto de sociedad. Pero el
“nosotros”, en la medida en que se reconoce a partir de su concepto, es entonces, un “nosotros”
temporal. Lo que a su vez implica que la elaboración del “nosotros” debe exigir en su momento
el desfondamiento de la categoría de sociedad.

Sin embargo, el modo de constitución de esta categoría, es decir, su sentido totalizador y


abarcante, no permitiría elaborar ese “nosotros” en la producción de una nueva categoría sino en
una proyección de lo societal en lo comunitario. Esto es, en la recontextualización de la
sociedad en aquello que pretendía dejar atrás: la comunidad.

Ahora bien, si se recuerda que la educación tomó consistencia en la necesidad de reconducir un


“nosotros” definido por lo comunitario, a un “nosotros” definido por lo societal, puede decirse
entonces, que el término “comunidad educativa” da cuenta de esa vuelta del sentido de un
“nosotros” imposible de realizar, al único “nosotros” que puede tener significado para
“nosotros”. En otras palabras, si la educación en un momento apuntó a construir un “nosotros”,
que sería el resultado de un proceso y no su punto de partida, y por ello dejó por fuera el
“nosotros” efectivamente constituido, entonces, en este momento, la educación puede estar
apuntando a volver sobre ese “nosotros” intentando redefinirlo en las coordenadas de lo
comunitario, para así historizarlo, en un momento en el cual, la cultura no puede proponer, más
allá de la alineación en el trabajo, otro fundamento para sí misma.
2.

Ahora bien, la contraposición entre comunidad y sociedad puede entenderse, a la vez, como una
contraposición entre tiempo de vida y desarrollo. Es decir, que lo propio de la comunidad sería
un tiempo de vida, entendido como la finitud consustancial de las relaciones, mientras que los
propio de la sociedad sería un tiempo infinito, un tiempo abstracto. En ambos casos, se trata de
dos temporalidades. En el primer caso, una temporalidad más circunscrita a lo histórico
contextual, entendido esto histórico no como una diacronía ordenada de acontecimientos o
como conciencia histórica del propio decurso vital, sino como ese resto que no se deja absorber
en cualquier conciencia del presente, el pasado o el futuro. En el segundo caso, una
temporalidad más entendida del lado de la conciencia histórica, es decir, de la definición de un
tiempo presente universal dada unas determinadas perspectivas de pasado y de futuro.

Se podría decir que estas dos temporalidades no coinciden entre sí: la segunda intenta anular en
la conciencia histórica universal la irresolución de la primera, que ofrece siempre un resto que
no logra articularse del todo al relato universal. Así pues, la historia de la sociedad no
simplemente se encarna en la comunidad, no se desenvuelve a partir de la comunidad, entendida
como una unidad de realización. Por el contrario, esa historia encuentra en la temporalidad
propia de la comunidad un límite que la transforma, que la apropia, que la contextualiza. Y esto
quiere decir, entonces, que una historia in-finita, como la que se propone como horizonte del
concepto de sociedad, es finalmente temporalizada en esa historia de lo comunitario, que la dota
de finitud. Esto es, que lo comunitario dota a la historia abstracta de una posibilidad efectiva de
historización. Pero esto entonces significa, no la realización de esa historia universal de la
sociedad, sino su recreación de modos diversos en distintos contextos vitales, que no la
restituyen en una unidad diacrónica: no se da entonces una historia de la sociedad en su
conjunto, sino una multiplicidad de historias locales de las cuales cada una realiza esa historia
universal en un contenido específico.

En este punto el desarrollo local encierra la paradoja de una historia universal que se cumple en
un tiempo finito, lo que a la vez significa, la imposibilidad de cu cumplimiento. Esto es la
desustanciación del concepto de una historia de la sociedad. En efecto, la noción de desarrollo,
ligada a la cuestión del crecimiento económico, puede ser entendida de manera más profunda
como una noción temporal. En este sentido, Castoriadis remite el desarrollo hasta Aristóteles,
como un paso de la potencia al acto, y como la actualización de un fin que se espera alcanzar
como norma natural de un ser. Como se puede inferir del texto de Castoriadis, en los griegos es
la meta la que define la necesidad del desarrollo. Es decir, que la meta se ha anticipado al
desarrollo, circunscribiéndolo a sí misma.

Sin embargo, en el concepto de desarrollo que conocemos, los términos se invierten: no es ya la


necesidad intrínseca de la meta la que conlleva el despliegue temporal de un ser, su devenir,
sino que es la primacía del desarrollo la que obliga a proponer metas que permitan proyectar un
desarrollo a ultranza, in-finito. Así, dice Castoriadis 4, “el desarrollo histórico y social consiste
en salir de todo estado definitivo, en alcanzar un estado que no se encuentre definido por nada
salvo por la capacidad de alcanzar nuevos estados”.

El desarrollo, entendido en la última acepción, en la acepción moderna, que no se supera


solamente superando su trasfondo económico, implica entonces, en la contraposición entre
sociedad y comunidad, una desarticulación entre el desarrollo como meta y las metas que en lo
local, le dan al desarrollo su sentido concreto, su historicidad. En este sentido, en principio, el
desarrollo implicaría una fractura de lo local. Al respecto, dice Castoriadis, que “lo que ahora

4
Castoriadis, Cornelius: Reflexiones sobre el “desarrollo” y la “racionalidad. En: www.magma-
net.com.ar/bibliografia.htm.
sabemos con certeza es que los fragmentos de potencia sucesivamente conquistados permanecen
siempre locales, limitados, insuficientes, y muy probablemente, inconsistentes, si no
rotundamente incompatibles entre ellos de modo intrínseco. Ninguna gran conquista técnica
escapa a la posibilidad de ser usadas de un modo distinto a como se había pensado en
principio”.

En la noción de desarrollo que tiene por contenido al desarrollo como imperativo, es decir, el
desarrollo mismo como meta, lo local aparece como unidad funcional del concepto abstracto de
sociedad. En este sentido, la noción de desarrollo se vincula a un marco político amplio, que se
sostiene sobre la dicotomía entre sociedades desarrolladas y sociedades en vías de desarrollo y
que conlleva para las últimas su localización en un extremo de la polaridad centro periferia, que
no supone, como lo afirma Castoriadis, una acotamiento de las distancias, sino su
mantenimiento.

De lo dicho no se desprende tanto la imposibilidad del desarrollo local, sino la necesidad de


pensarlo en otras coordenadas, desligando este concepto de la noción arriba descrita, y
restituyendo su carácter temporal. El desarrollo no implica ya su primacía como meta en sí
mismo, sino que implica la finitud de las metas, es decir la explicitación del mundo de la vida a
partir de las posibilidades que él mismo tiene a su alcance.

Pero entonces, un desarrollo articulado a partir de la finitud de las metas no es un desarrollo de


la sociedad en su conjunto, sino un desarrollo local. Esto porque esa finitud no implica plantear
metas visibles o más o menos alcanzables, al nivel de la sociedad o al nivel de las comunidades
(en esto no radica la finitud de las metas), sino que implica una dialéctica entre sentido y meta
que es ante todo un problema de elaboración histórica, de construcción de la propia
narratividad. Y si es un problema de elaboración histórica esto quiere decir que esa meta no es
un modo ideal de verse una comunidad, no se encuentra adelante en el futuro, sino que es
mítica. Es decir, que más que constituirse como un fin en el futuro, una meta sería la acotación
de un tiempo con sentido, siempre y cuando para la comunidad se de, como parte de esa
posibilidad que es su meta, la posibilidad de pensar su propia muerte, aquella que trae inscrita
en su fundación. Por ello el desarrollo puede ser pensado como un proceso de memoria.

No sólo en cuanto que la memoria se constituya en un medio para el desarrollo, sino sobre todo,
en que el desarrollo sea el despliegue de la memoria, esto es, que la actualización de una
comunidad en una meta sea una articulación entre su pasado y su futuro. Y aquí se puede dar la
articulación entre el desarrollo local y la comunidad educativa: deshechos los lazos que
implican legitimar lo local por su referencia a la sociedad, la comunidad educativa no sería una
unidad funcional del sistema educativo o del sistema escolar en lo local, sino que más bien, con
este concepto se haría alusión a un proceso de memoria que inscribe en su propio relato las
relaciones que le dan sentido a ese relato, propiciando un efecto de metáfora, tanto en esas
relaciones como en el relato. Comunidad educativa, entonces, no tiene el sentido de un proceso
curricular que en la base trae implícita la necesidad de que lo local se metaforice a partir de lo
global, sino de un proceso de explicitación de la metáfora que a la vez metaforiza. En suma, un
proceso de comunicación. Pues como se dijo en el apartado 1, la vuelta sobre la comunidad
educativa podría estar apuntando a una historización de un orden distinto al de la conciencia
histórica. Como tal, no se trata de formar una comunidad educativa para historizar una
comunidad o un contexto local. Más bien se trata de pensar que lo local es, en sí mismo, un
plexo de relaciones educativas, una matriz de producción de sentido. El nexo entre desarrollo
local y educación, apuntaría a una metaforización de la matriz misma.

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