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GUSTAVE FLAUBERT
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MADAME BOVARY
PRIMERA PARTE
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Pensaba, sin embargo, que eran ésos los días más her-
mosos de su vida, la luna de miel, como decían las gentes.
¡Para saborear su dulzura habría sido preciso, sin duda, viajar
a esos países de nombres sonoros donde los mañanas de una
noche de bodas tienen más suaves perezas! Se llega a ellos en
carruajes de azules cortinas, trepando escarpados caminos y
escuchando la canción del postillón que en la montaña se
repite junto con los cencerros de las cabras y el sordo rumor
de la cascada. Cuando el sol se pone en la orilla de los golfos
se respira el perfume de los limoneros, y por la noche en la
terraza de alguna villa, solos y con las manos entrelazadas,
los recién casados miran las estrellas y hacen proyectos. Le
parecía que ciertos lugares en la tierra producen la felicidad
como planta propia del suelo que crece mal en otros sitios.
¡Lástima que ella no podía asomarse al balcón de un chalet
suizo o encerrar su tristeza en un cottage escocés junto a un
marido vestido con chaqueta de terciopelo negro de largos
faldones, blandas botas, sombrero y puños!
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las sendas del Señor, como por otra parte El mismo nos lo
ha recomendado por boca de su divino Hijo... Consérvese
buena, señora, mis respetos a su señor marido.
Y entró en la iglesia haciendo una genuflexión en la
puerta misma.
Ema lo vio desaparecer entre la doble fila de bancos,
con su paso tardo, la cabeza un poco ladeada sobre el hom-
bro, las manos entreabiertas y separadas del cuerpo.
Luego giró sobre sus talones como una estatua sobre un
eje y emprendió el regreso a su casa. Pero la gruesa voz del
cura, las claras voces de los niños, llegaban hasta ella y la
seguían en su camino:
-¿Eres cristiano?
- Sí, soy cristiano.
-¿Qué es un cristiano?
Es aquel que habiendo sido bautizado... bautizado...
bautizado.
Ema subió los escalones de su escalera sosteniéndose
del pasamanos y cuando estuvo en su cuarto se dejó caer en
un sillón.
La luz blanquecina de los vidrios caía suavemente, con
ondulaciones. Los muebles parecían haber adquirido mayor
inmovilidad en sus sitios, perdiéndose en la sombra como en
un tenebroso océano. La chimenea estaba apagada, el reloj
no se detenía y Ema se pasmaba un poco ante la calma de las
cosas, mientras en su interior había tantas perturbaciones.
Pero entre la ventana y la mesa de costura estaba la pequeña
Berta tambaleándose sobre sus escarpines y tratando de
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León sintió esa mano entre sus dedos y fue como si to-
da la sustancia de su ser descendiera hasta su húmeda palma.
Luego abrió la mano, sus miradas se cruzaron otra vez y
él se marchó.
Cuando estuvo fuera se detuvo y, oculto tras un pilar,
contempló por última vez esa casa blanca con sus cuatro
celosías verdes. Creyó ver una sombra detrás de la ventana,
en el cuarto, pero la cortina, apartándose del marco como si
nadie la tocara, agitó lentamente sus anchos pliegues obli-
cuos que se estiraron de golpe y quedó inmóvil como una
pared de yeso. León echó a correr.
A lo lejos divisó en la ruta el cabriolé de su patrón y
junto a él a un hombre de delantal de burda tela sujetando al
caballo. Homais y el señor Guillaumin conversaban. Lo es-
peraban.
- Deme un abrazo - dijo el boticario con lágrimas en los
ojos -. Aquí tiene su gabán, mi querido amigo, cuídese del
frío. ¡Cuídese y sea prudente!
- Vamos, León, suba al coche - dijo el notario.
Homais se inclinó sobre el guardabarros y con voz en-
trecortada por los sollozos dejó caer estas tristes palabras:
-¡Buen viaje!
- Buenas tardes - respondió el señor Guillaumin. ¡Apár-
tese!
Partieron y el señor Homais emprendió el regreso.
La señora Bovary se había asomado a la ventana del jar-
dín para contemplar las nubes.
Se amontonaban en el poniente, del lado de Ruán, y
agitaban rápidamente sus negras volutas, de las que desbor-
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daban por detrás las grandes líneas del sol, como flechas de
oro de un trofeo suspendido, en tanto que el resto del cielo
tenía blancura de porcelana. Una ráfaga de viento sacudió los
álamos y de repente comenzó a caer la lluvia; repiqueteaba
sobre las hojas verdes. Luego reapareció el sol, cantaron las
gallinas, los gorriones esponjaron sus alas en los húmedos
matorrales y las charcas sobre la arena arrastraron las flores
rosadas de una acacia.
"¡Qué lejos de aquí debe de estar!", se decía Ema.
Como de costumbre, el señor Homais se presentó a las
seis y media, durante la comida.
- Bueno - dijo cuando se sentaba -, hemos embarcado a
nuestro joven amigo.
- Así parece - dijo el médico.
Luego, volviéndose en su silla.
-¿Qué hay de nuevo por su casa?
- Poca cosa. Mi mujer estuvo un poco emocionada esta
tarde. Usted sabe, las mujeres se conmueven con cualquier
tontería. ¡Y sobre todo la mía! Sería un error enojarse por
eso, puesto que su organismo nervioso es más maleable que
el nuestro.
-¡Ese pobre León! - decía Carlos -. ¿Cómo hará para vi-
vir en París?...¿Se acostumbrará?
La señora Bovary suspiró.
- Vamos - dijo el farmacéutico chasqueando la lengua,
¡con las fiestas, los bailes de disfraz, el champaña! ¡Le digo
que tendrá de todo y cómo!
- No creo que eso lo agite mucho - objetó Bovary.
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bramaban los terneros; balaban las ovejas; las vacas, con una
pata doblada, apoyaban su panza sobre el césped y rumiando
lentamente guiñaban sus pesados párpados bajo los moscar-
dones que zumbaban en torno de ellas. Algunos carreteros
con los brazos al aire sostenían del cabestro a encabritados
padrillos que relinchaban a plenos ollares junto a las yeguas.
Ellas se mantenían tranquilas, estirando la testa, con las cri-
nes sueltas, mientras sus potrillos reposaban a su sombra o
venían de vez en cuando a prenderse de su teta; y en la pro-
longada ondulación de esos cuerpos amontonados a veces se
alzaba al viento una especie de ola, una crin blanca, o bien
un par de agudos cuernos o una cabeza de hombre a la ca-
rrera. A un costado, fuera de la liza, a cien pasos de distancia,
había un torazo negro, morrudo, con anilla de hierro en la
nariz y tan inmóvil como un animal de bronce. Un niño an-
drajoso lo llevaba de una cuerda.
Entre tanto, entre las dos filas, avanzaban con paso tar-
do unos señores examinando cada animal, para consultarse
luego en voz baja. Uno de ellos, el que parecía más impor-
tante, tomaba algunos apuntes en un álbum mientras anda-
ban. Era el presidente del jurado: el señor Derozerays de la
Panville. Apenas reconoció a Rodolfo se adelantó rápida-
mente y dijo sonriéndole con gesto amable:
-¿Cómo, señor Boulanger, nos abandona usted?
Rodolfo se excusó, asegurando que se reuniría con ellos.
Pero no bien desapareció el presidente:
- No pienso ir - replicó- Su compañía es mejor que la de
ellos.
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El apagó la luz.
-¿Tienes armas?
-¿Por qué?
- Vaya..., para defenderte - respondió Ema.
-¿De tu marido? ¡ Pobre hombre!
Y Rodolfo acabó su frase con un gesto que significaba:
"Lo aplastaría de un escupitajo".
Su bravata dejo a Ema boquiabierta, aunque percibiera
en ella una falta de delicadeza y de ingenua grosería que la
escandalizaba.
Rodolfo reflexionó mucho sobre esta historia de ir ar-
mado. Si ella había hablado en serio, pensaba, era harto ridí-
culo y hasta odioso, porque no tenía ningún motivo para
odiar al bueno de Carlos, ya que no lo devoraban los celos. Y
al respecto Ema le había hecho un grave juramento que
tampoco le parecía del mejor gusto.
Además ella se volvía muy sentimental. Debieron inter-
cambiar miniaturas; se cortaron mechones de cabellos; ahora
exigía una sortija, un verdadero anillo de matrimonio, como
signo de eterna alianza. Mencionaba a menudo las campanas
vespertinas o las voces de la naturaleza. Luego hablaba de su
madre, de la madre de él. Rodolfo la había perdido hacía ya
veinte años, pero lo mismo Ema lo consolaba con palabras
melindrosas como si fuera un niño abandonado y hasta le
decía algunas veces mirando la luna:
- Estoy segura de que, allá arriba, ellas aprueban nuestro
amor.
¡Pero era tan linda! ¡Había poseído tan pocas mujeres
con semejante candor! Este amor sin libertinaje era .algo
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uno tras otro golpeaban las varillas de los postigos con sus
reglas.
A esa hora iba a verla el señor Bournisien. Preguntaba
por su salud, le traía noticias, la exhortaba a la religión en
una breve charla cariñosa que no dejaba de ser grata. La sola
vista de su sotana la reconfortaba.
Cierto día, en el período más crítico de su enfermedad,
creyendo agonizar, pidió la comunión, y a medida que en su
cuarto hacían los preparativos para el sacramento, pusieron
como altar la cómoda repleta de jarabes y Felicitas sembraba
el piso de flores de dalia, Ema sintió una fuerza que se apo-
deraba de ella, librándola de sus dolores, percepciones y sen-
timientos. Su carne aliviada ya no pensaba, otra vida
comenzaba; fue como si su ser ascendiera hacia Dios para
aniquilarse en ese amor, de la misma manera que el incienso
ardiendo se disipa en vapor. Rociaron de agua bendita las
sábanas del lecho; el sacerdote retiró del santo cáliz la blanca
hostia, y desfalleciente de alegría celestial, Ema adelantó los
labios para aceptar el cuerpo del Salvador ofrecido a ella. Las
cortinas de su alcoba se henchían muellemente a su alrede-
dor como nubes y las luces de los dos cirios encendidos so-
bre la cómoda semejaban deslumbrantes glorias. Ema dejó
caer entonces su cabeza, creyó oír en los espacios el canto de
seráficas arpas, y divisó en un cielo azul, sobre un trono de
oro, en medio de los santos portadores de verdes palmas, a
Dios Padre, resplandeciente de majestad, haciendo descen-
der sobre la tierra, con un gesto, ángeles de flamígeras alas
para que la llevaran en sus brazos.
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León vacilaba.
-¡ Porque la he querido mucho!
Y felicitándose de haber vencido la dificultad, León es-
pió de soslayo la fisonomía de Ema.
Fue como si en el cielo una ráfaga de viento dispersara
las nubes. El cúmulo de tristes pensamientos que los oscure-
cían desapareció de sus ojos azules y su cara resplandeció.
Aguardaba. Por fin Ema respondió:
- Siempre lo sospeché...
Entonces se contaron los pequeños acontecimientos de
aquella lejana existencia, cuyos placeres y melancolías acaba-
ban de resumir en una simple frase. León recordaba la glo-
rieta de las clemátides, los vestidos usados por Ema, los
muebles de su cuarto, su casa entera.
-¿Dónde están nuestros pobres cactus?
- Los mató el frío este invierno.
-¡No se imagina lo que he pensado en ellos! A menudo
los veía como antes, cuando el sol pegaba sobre las persianas
en las mañanas del verano..., y veía sus brazos desnudos mo-
viéndose entre las flores.
-¡Mi pobre amigo! - exclamó ella ofreciéndole la mano.
León se apresuró a besarla. Luego, después de un largo
suspiro:
- En esa época usted era para mí no sé qué fuerza in-
comprensible que cautivaba mi vida. Una vez fui a visitarla,
tal vez usted no lo recuerde ya.
- Sí - dijo ella -. Siga.
- Usted estaba abajo, en la antecámara, lista para salir, en
el último escalón; llevaba un sombrero con florecitas azules;
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- Está bien.
Ella calló; luego, como si se diera cuenta:
-¡Oh, aquí no!
- Donde usted quiera.
- Quiere que...
Pareció reflexionar; luego, con tono cortante dijo:
- Mañana a las once, en la catedral.
¡Estaré allí! - exclamó él apoderándose de sus manos,
que ella apartó.
Y como ambos estaban de pie, León a sus espaldas, ella
con la cabeza gacha, se inclinó sobre su cuello y besó larga-
mente su nuca.
-¡ Pero usted está loco! ¡Ha perdido el juicio! - decía Ema
con una risita sonora mientras los besos se multiplicaban.
Asomando la cabeza sobre su hombro, León pareció
buscar el consentimiento de sus ojos. Cayeron sobre él lle-
nos de glacial majestad.
León retrocedió tres pasos para salir. Se detuvo en el
umbral. Luego susurró con voz estremecida:
- Hasta mañana.
Ella asintió, y como un pájaro desapareció en el cuarto
contiguo.
Esa noche Ema escribió una larga carta al pasante, de-
sistiendo del encuentro; todo había terminado y no debían
volver a verses, para felicidad de ambos. Pero, cerrada la
carta, como desconocía la dirección de León, se sintió muy
confundida.
- Se la daré personalmente - se dijo -, vendrá.
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-¡ Señor!
-¿Qué hay?
Reconoció al suizo, los brazos cargados con veinte
gruesos tomos encuadernados apoyados contra su vientre.
Eran las obras que hablaban de la catedral.
-¡Imbécil! - gruñó León largándose fuera de la iglesia.
Por el atrio merodeaba un chico.
-¡Ve a buscarme un Simón!
El chico partió como bala por la calle de Quatre-Vents;
quedaron a solas unos minutos, frente a frente, un tanto
avergonzados.
-¡Ah, León!.... verdaderamente..., no sé si debo...
Ema hacía melindres. Luego, con cara seria:
- Es muy inconveniente, ¿sabe?
-¿Por qué? - dijo el pasante -. ¡Es lo que se estila en Pa-
rís!
Esta frase la decidió como un argumento irresistible.
Pero el coche de plaza tardaba. León temía verla entrar
de nuevo en la iglesia. Por fin apareció el Simón.
- Por lo menos salgan por el portal del norte! - gritaba el
suizo desde el umbral- ¡Así verán la Resurrección, el Juicio
Final, el Paraíso, el Rey David y los Réprobos en las llamas
del infierno.
-¿Adónde va el señor? - preguntó el cochero.
-¡Adonde usted quiera! - dijo León empujando a Ema al
interior del coche.
EL pesado carruaje se puso en marcha.
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-¿Cuándo?
- En seguida.
- Era un truco - dijo el farmacéutico al ver a León -.
Quise interrumpir esa visita que me parecía fastidiosa. Va-
mos a casa de Bridoux a tomar una copita de garus*.
León juró y perjuró que debía regresar a su estudio.
Entonces el boticario hizo algunas bromas sobre los pape-
lotes y los procedimientos.
- Deje un poco en paz a Cujas y a Barthole, ¡demonios!
¿Qué le impide hacerlo? ¡Sea valiente! Vamos a casa de Bri-
doux; conocerá a su perro. ¡Es una curiosidad!
Y como León se obstinara:
- Bueno, voy con usted. Mientras lo espero leeré un dia-
rio u hojearé un Código.
Aturdido con la cólera de Ema, la charla del señor Ho-
mais y quizá el pesado almuerzo, León no acababa de deci-
dirse, como fascinado por el farmacéutico, que repetía:
-¡Vamos a visitar a Bridoux! Es a dos pasos de aquí, en
la calle Malpalu.
Entonces, por cobardía, por necedad, por ese incalifica-
ble sentimiento que nos arrastra a las acciones más antipáti-
cas, dejó que Homais lo llevara a visitar a Bridoux; lo
encontraron en su patiecito, vigilando a tres jadeantes mozos
que hacían girar la gran rueda de la máquina de fabricar agua
gaseosa. Homais les dio consejos, abrazó a Bridoux, toma-
ron la copita de garus. León quiso marcharse veinte veces,
pero el otro lo retenía del brazo, diciéndole:
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Y salió.
El notario quedó harto estupefacto, con los ojos clava-
dos en sus bonitas pantuflas bordadas. Era un regalo amoro-
so, y por fin su visión lo consoló. Además, pensaba que una
aventura semejante lo hubiera llevado demasiado lejos.
-¡Miserable, canalla, infame! - se decía ella recorriendo
con paso nervioso el camino de los álamos. La desilusión del
fracaso redoblaba la indignación de su pudor ultrajado; le
parecía que la providencia se encarnizaba en su persecución,
y ensalzándose orgullosa, nunca se estimó tanto ni despreció
tanto a los demás. La transportaba un sentimiento belicoso.
Hubiera querido golpear a los hombres, escupirles en plena
cara, hacerlos pedazos; y con paso rápido segura adelante,
pálida, temblorosa, enfurecida, recorriendo con su mirada
llorosa el vacío horizonte, como si se deleitara con el odio
que la ahogaba.
Cuando divisó su casa un entorpecimiento se apoderó
de ella. No podía dar un paso más; pero tenía que hacerlo,
¿adónde huir?
Felicitas la aguardaba en la puerta.
-¿Y?
-¡No! - dijo Ema.
Durante un cuarto de hora ambas pasaron revista a las
diferentes personas de Yonville dispuestas tal vez a soco-
rrerla. Pero cada vez que Felicitas nombraba a alguien, Ema
replicaba:
-¡No es posible! ¡Se negarán!
-¡El señor debe de estar por llegar!
- Ya lo sé... déjame sola.
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-¡Ah, es demasiado!
Sin duda le proponía una atrocidad; porque el recauda-
dor, que sin embargo era valiente - habla combatido en
Bautzen y Lutzen y hecho la campaña de Francia hasta ser
propuesto para la cruz -, de pronto, como si viera una ser-
piente, retrocedió lejos, exclamando:
-¡ Señora, cómo se le ocurre!
- Debían azotar a esas mujeres - dijo la señora Tuvache.
-¿Dónde está? - respondió la señora Caron.
Ema había huido al oír tales palabras; la vieron luego
tomar por la Calle Mayor, dar vuelta a la derecha como si
fuera al cementerio, y se perdieron en conjeturas.
-¡Tía Rollet! - dijo cuando llegó a casa de la nodriza -.
¡Me ahogo! ¡Aflójeme las ropas!
Se arrojó sobre la cama; sollozaba. La tía Rollet la dejó
en enaguas y se quedó de pie a su lado. Lugo, como Ema
callaba, la buena mujer se alejó, tomó su rueca y empezó a
hilar.
-¡Acabe de una vez! - gritó Ema creyendo oír el torno de
Binet.
"¿Qué la aflige? - se preguntaba la nodriza -¿Por qué ha
venido aquí?”
Ema había acudido a esa casa impulsada por una especie
de espanto que la expulsaba de su hogar.
De espaldas, inmóvil sobre la cama, con los ojos fijos,
discernía vagamente los objetos a pesar de que les aplicaba
su atención con idiota persistencia. Miraba el desconchado
de las paredes, dos tizones que ardían hasta el fin, una araña
caminando por encima de su cabeza en la grieta de una viga.
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Y suspiró:
-¡Oh, Rodolfo! Si supieras..., ¡te he querido mucho!
Tomó entonces su mano y permanecieron un momento
con los dedos entrelazados, ¡ como el primer día, en los co-
micios! Por orgullo, él se resistía al enternecimiento. Pero
Ema se dejó caes sobre su pecho y le dijo:
-¿Cómo querías que viviese sin ti? ¡No es posible desa-
costumbrarse cuando se es feliz! Estaba desesperada. ¡Creí.
morir! Te contaré todo y sabrás la verdad. ¡Y tú huiste de mí!
En aquellos tres años Rodolfo la había evitado cuidado-
samente debido a la natural cobardía característica del sexo
fuerte; Ema proseguía con graciosos movimientos de cabeza,
más mimosa que una gata enamorada:
- Confiesa que amas a otras. ¡Oh, mira, lo comprendo!
Las disculpo, las habrás seducido como a mí. Eres hombre y
tienes todo lo que hace falta para que te quieran. Pero ¿ver-
dad que volveremos a querernos? ;Nos amaremos! Mira, me
río, soy feliz..., ¡ dime algo!
Estaba encantadora con esos ojos en los que temblaba
una lágrima como gota de lluvia en un cáliz azul.
Rodolfo la atrajo a sus rodillas, y con la palma de la ma-
no acariciaba las crenchas lisas en las que, a la luz del crepús-
culo, espejeaba un último rayo de sol coma una flecha de
oro. Ema inclinaba la frente, y él acabó por besar sus párpa-
dos suavemente, rozándolos con los labios.
-¡ Pero has llorado! ¿Por qué?
Ema estalló en sollozos. Rodolfo creyó en la explosión
de su amor; como ella callaba tomó aquel silencio por un
resto de pudor y dijo entonces:
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