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MADAME BOVARY

GUSTAVE FLAUBERT
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MADAME BOVARY

PRIMERA PARTE

Estábamos en clase de repaso cuando entró el rector se-


guido de un novel con traje de calle y de un bedel que lleva-
ba un gran pupitre. Los que dormían se despertaron y todos
nos pusimos de pie como si interrumpiéramos nuestra tarea.
El rector nos indicó que tomáramos asiento; luego vol-
viéndose hacia el maestro le dijo a media voz:
- Señor Roger, le recomiendo a este alumno, ingresa en
quinta. Si su trabajo y su conducta son meritorios lo pon-
dremos con los mayores, como lo pide su edad.
El novel permanecía en el rincón, detrás de la puerta, de
modo que casi no lo veíamos; era un muchacho del campo,
de unos quince años, aproximadamente, más alto que cual-
quiera de nosotros. Llevaba los cabellos cortados en línea
recta sobre la frente, como un cantor de aldea, y parecía mo-
doso y muy confundido. Aunque no era ancho de espaldas,
su chaqueta de paño verde con botones negros debía ajus-
tarle en las bocamangas y dejaba ver, por la abertura de los
puños, unas muñecas enrojecidas habituadas al aire.

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Sus piernas con calcetines azules surgían de un pantalón


amarillento muy estirado por los tirantes. Calzaba zapatones
mal lustrados, claveteados.
Empezamos a recitar la lección. Escuchaba muy aten-
tamente, como si estuviera en misa, sin atreverse siquiera a
cruzar las piernas o a poner los codos sobre el pupitre, y
cuando a las dos de la tarde sonó la campana, el maestro
debió advertirle para que formar a fila.
Solíamos, al entrar a clase, arrojar nuestras gorras al
suelo para tener las manos libres más pronto; era preciso
tirarlas bajo el banco desde el umbral, de manera que choca-
ran contra la pared, levantando una nube de polvo; eso era lo
que se estilaba.
Pero fuera porque no hubiera observado la maniobra o
porque no se atreviera a plegarse a ella, ya había concluido la
oración y el novel tenía todavía su gorra sobre las rodillas.
En uno de esos tocados complejos que reúnen elementos del
gorro de pieles, del chapska, el sombrero melón, la toca de
nutria y el bonete de algodón; una de esas tristes cosas, en
fin, cuya fealdad muda tiene profundidades expresivas se-
mejantes a las de un rostro de idiota. Ovoide y henchida de
ballenas, se iniciaba con tres rollos circulares; luego, separa-
dos por una franja roja, alternaban rombos de terciopelo y
de piel de conejo; después venía una especie de saco termi-
nado en un acartonado polígono cubierto de un complicado
bordado en cordoncillo, del que pendía como una bellota, al
final de un delgado cordón, una crucecita de oro. La gorra
era flamante y su visera relucía.
- Póngase de pie - dijo el profesor.

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Lo hizo: la gorra cayó al suelo. La clase entera se echó a


reír.
Se agachó para recogerla. Un chico vecino la hizo caer
de un codazo; él volvió a recogerla.
- Vamos, deje de una vez esa gorra - dijo el profesor,
que era un hombre chistoso.
Estalló la carcajada de los alumnos confundiendo al po-
bre muchacho hasta el punto de no saber si quedarse con la
gorra en la mano, tirarla al suelo o encasquetársela. Se sentó
nuevamente y la depositó sobre las rodillas.
- Póngase de pie - repitió el profesor - y dígame su
nombre.
El novel articuló con voz titubeante un nombre ininteli-
gible.
-¡ Repita!
Se oyó la misma confusión de sílabas sofocada por las
risotadas de la clase.
-¡Más alto! - gritó el maestro- ¡Más alto!
El novel, entonces, tomando una resolución extrema,
abrió una boca desmesurada y lanzó a pleno pulmón, como
si llamara a alguien, este nombre: Carbovari.
La batahola se produjo y subió in crescendo, con agu-
dos chillidos (aullábamos, ladrábamos, pataleábamos, repe-
tíamos: ¡Carbovari! ¡Carbovari!); luego se perdió en notas
aisladas, calmándose a duras penas y resurgiendo de pronto
en algún banco, desde donde brotaba, como mal apagado
petardo, alguna sofocada risa.
Sin embargo, bajo la lluvia de penitencias, el orden se
restableció poco a poco en la clase, y el profesor, que había

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logrado captar el nombre de Carlos Bovary después de hacer


que se lo dictara, deletreara y releyera, ordenó al pobre dia-
blo que se sentara en el banco de los holgazanes, al .pie de su
cátedra. El echó a andar hacia allí, pero vaciló un momento
antes de ponerse en movimiento.
-¿Qué busca? - preguntó el profesor.
- Mi go... - dijo tímidamente el novel paseando en torno
una mirada inquieta.
-¡Quinientos versos para toda la clase! - exclamado con
voz furiosa, detuvo como el Quos ego una nueva borrasca-
¡A ver si se quedan quietos! - prosiguió el profesor indigna-
do, y enjugándose la frente con el pañuelo que acababa de
sacar de su toga -: En cuanto a usted, el novel, me copiará
veinte veces el verbo ridiculus sum.
Luego, con voz más dulce:
- Eh, ya encontrará su gorra, ¡no se la han robado!
Se hizo la calma. Las cabezas se inclinaron sobre los
cartapacios, y el novel se mantuvo durante dos horas en
ejemplar actitud, a pesar de recibir de vez en cuando alguna
bola de papel lanzada con el cabo de una pluma que le salpi-
caba el rostro. Se quedaba inmóvil, con los ojos bajos, des-
pués de pasarse la mano para enjugarse la trota.
Por la tarde, en el estudio sacó del pupitre sus mangui-
tos, ordeno sus útiles, y acomodó cuidadosamente el papel.
Vimos que trabajaba a conciencia, buscaba sus palabras en el
diccionario, y que tomaba las cosas a pecho. Sin duda, gra-
cias a esta buena, voluntad de la que dio pruebas, no lo pasa-
ron a la clase inferior; porque si bien sabía discretamente las
reglas, carecía de elegancia en sus frases. El cura de la aldea

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había empezado a enseñarle latín, pues sus padres, por eco-


nomía, no lo mandaron al colegio sino muy tarde.
Su padre, el señor Carlos Dionisio Bartolomé Bovary,
ex asistente de cirujana mayor, comprometido en ciertos
asuntos de conscripción hacia 1812 y forzado entonces a
abandonar el servicio, aprovechó sus ventajas personales
para cazar al vuelo una dote de sesenta mil francos que se le
ofrecía con la hija de un mercero enamorada de su apostura.
Guapo, jacarandoso, haciendo sonar las espuelas y luciendo
patillas que se prolongaban en el bigote, con los dedos siem-
pre adornados de sortijas y vestido con vistosos colores,
tenía aspecto de bravo y facundia de viajante. Después de
casado vivió dos o tres años de la fortuna de su mujer, co-
miendo bien y levantándose tarde, fumando pipa tras pipa de
porcelana, regresando tarde a casa, una vez terminados los
espectáculos, y frecuentando los cafés. El suegro murió y
dejó poca cosa; indignado, se lanzó a la fabricación, perdió
algún dinero y se retiró al campo, donde pretendió hacerse
valer. Pero como entendía de cultivos tanto como de telas, y
como montaba sus caballos en lugar de hacerlos labrar la
tierra, se bebía la sidra embotellada en lugar de venderla,
comía las mejores aves de su gallinero y lustraba sus botas de
caza con la grasa de sus cerdos, no tardó en advertir que más
valía dejar de plano toda especulación.
Por doscientos francos anuales encontró en una aldea,
en los confines de la región de Caux y de la Picardía, una
especie de habitación mitad granja, mitad casa solariega;
apenado, roído por los pesares, acusando al cielo, celoso de

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todo el mundo, se recluyó a los cuarenta y cinco años, de-


sengañado de los hombres - decía - y decidido a vivir en paz.
Su mujer lo había querido con locura; lo había amado
con muchos servilismos que lo apartaron aún más de ella.
Antaño jovial, expansiva y amante, al envejecer (como el
vino destapado que se hace vinagre) se había vuelto de mal
carácter, quejumbrosa, nerviosa. ¡Había sufrido tanto sin
lamentarse cuando lo veía correr tras cualquier enagua aldea-
na y cuando regresaba de los malos lugares por las noches,
hastiado y apestando a borrachera! Luego, el orgullo se su-
blevó. Calló entonces, tragando la rabia con mudo estoicis-
mo que conservó hasta su muerte. Vivía en permanente
ajetreo de gestiones y negocios. Visitaba a los abogados, al
presidente de la corte, recordaba el vencimiento de los do-
cumentos, obtenía plazos en el hogar planchaba, cosía, lava-
ba, vigilaba a los trabajadores, pagaba sus cuentas, mientras
el señor, sin inquietarse por nada, continuamente adormeci-
do en una somnolencia malhumorada de la que sólo desper-
taba para decirle cosas desagradables, permanecía fumando
junto al fuego, escupiendo sobre las cenizas.
Cuando ella dio a luz un hijo, tuvo que darlo a criar
afuera. A su regreso a la casa de los padres, el crío fue mi-
mada como un príncipe. La madre lo alimentaba con golosi-
nas; el padre lo dejaba correr descalzo y, para dárselas de
filósofo, decía que bien podía andar desnudo, como las crías
de los animales. Contra las tendencias maternales, abrigaba
cierto ideal viril de la niñez con el que trataba de modelar a
su hijo, pretendiendo que se le educara duramente, a la es-
partana, para darle una buena constitución. Lo enviaba a

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dormir a un cuarta frío, le enseñaba a beber grandes tragos


de ron y a insultar a las procesiones. Pero, apacible por natu-
raleza, el niño respondía mal a sus esfuerzos. Su madre lo
llevaba siempre consigo; le recortaba monigotes, le contaba
cuentos, y se entretenía con él en interminables monólogos
llenos de melancólicas alegrías y de mimos balbucientes.
Sobre esa cabeza infantil concentró ella, condenada a una
vida de aislamiento, sus vanidades dispersas y quebradas.
Soñaba con altas posiciones, lo veía grande ya, guapo, espi-
ritual, con un cargo en puentes y caminos o en la magistratu-
ra. Le enseñó a leer y hasta a cantar dos o tres pequeñas
romanzas en un viejo piano suyo. A todo esto, el señor Bo-
vary, poco inclinado a las letras, decía que no valía la pena.
¿Acaso tendrían alguna vez el dinero para costearle su edu-
cación en las escuelas públicas, para comprarle un cargo o
establecerlo en el comercio? Además, un hombre con frescu-
ra siempre triunfa en el mundo. La señora Bovary se mordía
los labios y el niño erraba por la aldea. Iba detrás de los la-
bradores, espantando a cascotazos a los cuervos que levan-
taban el vuelo. Comía moras de los cercados, cuidaba los
pavos con una vara, secaba el heno durante la cosecha, corría
por el bosque, jugaba a la rayuela en el pórtico de la iglesia
los días de lluvia, y en las grandes fiestas suplicaba al campa-
nero que le dejara tocar la campana para suspenderse con el
cuerpo de la gran cuerda y sentirse arrastrado en su vuelo.
Así creció como un roble. Adquirió fuertes manos, bue-
nos colores.
A los doce años su madre logró hacerle iniciar los estu-
dios. Encargaron de ello al cura. Pero las lecciones eran tan

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breves y escasas que de poco servían. Las recibía al azar en la


sacristía, de pie, de prisa, entre un bautismo y un entierro; o
si no el cura enviaba a buscar a su alumno después del An-
gelus, cuando no tenía que salir. Subían a su cuarto y se ins-
talaban allí; los moscardones y las mariposas de luz
revoloteaban en torno de la candela. Hacía calor y el niño se
adormecía; el buen hombre, somnoliento, con las manos
cruzadas sobre el vientre, no tardaba en roncar con la boca
abierta. Otras veces, cuando el cura, de regreso de la casa de
algún vecinos enfermo donde llevara el viático, divisaba a
Carlos vagando por los campos, lo llamaba, lo sermoneaba
durante un cuarto de hora y aprovechaba la oportunidad
para hacerle conjugar el verbo de turno al pie de un árbol. La
lluvia o algún conocido que acertaba a pasar los interrumpía.
Por lo demás, estaba contento con él, y hasta decía que el
joven tenía mucha memoria.
Carlos no podía quedar así. La señora Bovary fue enér-
gica. Avergonzado o quizá fatigado, el señor Bovary cedió
sin resistencia, y aguardaron un año más hasta que el mucha-
cho hiciera su primera comunión.
Pasaron otros seis meses; al año siguiente, Carlos fue
definitivamente enviado al colegio de Ruán, donde su padre
lo llevó personalmente, a fines de octubre, época de la feria
de Saint-Romain.
Actualmente nos sería imposible a todos nosotros re-
cordar algo suyo. Era un chico de temperamento moderado
que jugaba en los recreos, trabajaba en clase, escuchaba la
lección, dormía bien en el dormitorio, comía bien en el re-
fectorio. Tenía por encargado a un quincallero al por mayor

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de la calle Ganterie que lo sacaba una vez por mes, el do-


mingo; luego de cerrar su tienda lo enviaba a pasear por el
puente para mirar los barcos y después lo llevaba de vuelta al
colegio a las siete, antes de la cena. Los jueves por la tarde
escribía una larga carta a su madre, con tinta roja y tres panes
de lacre; después repasaba sus cuadernos de historia o leía un
viejo volumen de Anacarsis que llevaba consigo al estudio.
Durante el paseo hablaba con el sirviente, un campesino
como él.
A fuerza de aplicación fue siempre un alumno mediano,
y cierta vez llegó a ganar un accésit de historia natural. Pero,
al final de la tercera, sus padres lo retiraron del colegio para
que estudiara medicina, convencidos de que podría arreglarse
solo con su bachillerato.
Su madre le eligió una habitación, en el cuarto piso de
l'Eau-de-Robec, en casa de un tintorero conocido suyo.
Arregló su pensión, se procuró muebles, una mesa y dos
sillas, hizo traer de su casa una vieja cama de cerezo silvestre
y compró además una estufa de hierro colado con provisión
de leña para calentar a su pobre niño. Al cabo de una semana
se marchó con mil recomendaciones de que se portara bien,
ahora que estaría abandonado a si mismo.
El programa de los cursos leído en el anuncio, le causó
un cierto aturdimiento: curso de anatomía, curso de patolo-
gía, curso de fisiología, curso de farmacia, curso de química y
de botánica, y de clínica y de terapéutica, sin contar higiene y
materia médica, nombres todos ellos cuya etimología ignora-
ba y que eran otras tantas puertas de santuarios llenos de
augustas tinieblas.

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No comprendió ni jota, era inútil esforzarse escuchan-


do, no captaba. Sin embargo, se aplicaba al estudio y tenía
cuadernos de tapas duras. Seguía todos los cursos y no se
perdía una sola visita. Cumplía su pequeña labor cotidiana
como el caballo de picadero que da vueltas a la pista con los
ojos vendados, ignorante de la tarea que lo abruma.
Para ahorrarle gastos su madre le enviaba todas las se-
manas, por un mensajero, un trozo de ternera al horno con
que almorzaba por las mañanas, a su regreso del hospital, sin
detenerse en la caminata. Luego debía correr a clase, al anfi-
teatro, al hospicio, y regresar a casa recorriendo la ciudad.
Por la noche, después de la magra cena de su huésped, subía
a su cuarto y se ponía de nuevo a trabajar con sus ropas
mojadas por la humedad que secaba ante la estufa enrojeci-
da.
En las hermosas tardes del verano, a la hora en que se
vacían las tibias calles, cuando las criadas juegan al volante
en los umbrales de las puertas, abría su ventana y se asoma-
ba. El riacho, que convierte a ese barrio de Ruán en una in-
noble Venecia menor, corría abajo, amarillo, violeta o azul,
entre puentes y verjas. Algunos obreros, en cuclillas sobre la
margen, lavaban sus brazos en el agua. En lo alto, husos de
algodón habían sido puestos a secar en perchas que sobresa-
lían de los graneros. Enfrente, más allá de los techos, se ex-
tendía el alto cielo puro donde se ocultaba el sol rojo. ¡Qué
hermoso tiempo debía hacer allí, qué frescura bajo las hayas!
Y abría las narices para aspirar los buenos olores del campo
que no llegaban hasta él.

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Adelgazó, se le alargó el talle y su cara asumió una espe-


cie de doliente expresión que la hizo casi interesante.
Naturalmente, por negligencia, llegó a liberarse de las
resoluciones tomadas. Una vez faltó a la visita, al día si-
guiente a clase, y saboreando paso a paso la pereza, no re-
tornó a ellas.
Adquirió el hábito de la taberna y la pasión del dominó.
Le parecía un acto precioso de su libertad que realzaba su
estima ante sí mismo eso de encerrarse todas las noches en
un sucio lugar público para golpear las mesas de mármol con
fichas de hueso marcadas de negros puntos. Era su inicia-
ción en el mundo, el acceso a los placeres prohibidos; al en-
trar, posaba la mano en el picaporte con alegría casi sensual.
Muchas cosas comprimidas en él se dilataron entonces;
aprendió de memoria coplas que cantaba en las bienvenidas,
se entusiasmó con Béranger, supo dar puñetazos y por fin
conoció el amor.
Gracias a estos trabajos preparatorios fracasó en el
examen de oficial sanitario. ¡Y esa misma noche lo aguarda-
ban en casa para festejar el triunfo!
Partió a pie y se detuvo a la entrada de la aldea, adonde
hizo acudir a su madre para contarle todo.
Ella lo disculpó atribuyendo el fracaso a la injusticia de
los examinadores y le dio alguna fuerza, encargándose de
arreglar las cosas.
Sólo cinco años después el señor Bovary se enteró de la
verdad; era vieja y la aceptó porque, por otra parte, no podía
admitir que un hijo suyo fuera tonto.

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Carlos por lo tanto, se reintegró a su trabajo y preparó


sin desmayos las materias del examen, aprendiendo de ante-
mano las respuestas de memoria. Se recibió con notas bas-
tante buenas. ¡Qué día más hermoso para su madre! Dieron
una gran cena.
¿A dónde iría a ejercer su arte? A Tostes. Allí sólo había
un médico viejo.
La señora Bovary acechaba su muerte desde tiempo
atrás, y el buen hombre todavía no había liado sus petates
para el otro mundo cuando ya Carlos se instalaba enfrente
como su sucesor.
Pero no bastaba con haber educado a su hijo, con ha-
berle enseñado medicina y descubierto a Tostes para que la
practicara: le hacía falta una mujer. Ella se la encontró, la
viuda de un ujier de Dieppe, de cuarenta y cinco años y mil
doscientas libras de renta.
Aunque fea, seca como un haz de leña, y llena de granos
como una primavera, la señora Dubuc no carecía de partidos
a elegir. Para conseguir sus fines, mamá Bovary debió apartar
a todos y hasta logró frustrar hábilmente las intrigas de un
salchichero apoyado por los curas.
Carlos había entrevisto el advenimiento de una situación
mejor con el matrimonio, imaginando que estaría más libre y
que podría disponer de su persona y de su dinero. Pero su
mujer fue el amo; debía decir en público esto o lo otro, no
decir aquello, ayunar los viernes, vestirse como a ella le pla-
cía, apurar por orden suya a los clientes que no pagaban.

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Abría sus cartas, espiaba sus idas y venidas y lo escu-


chaba detrás de la: puerta cuando hacía la consulta en su
despacho y recibía a alguna mujer.
Reclamaba el chocolate todas las mañanas, con intermi-
nables consideraciones. Se quejaba sin cesar de sus nervios,
sus pulmones, sus humores. Le molestaba el ruido de pasos;
si él se alejaba la soledad se le hacía odiosa, volvía a su lado y
decía que lo hacía para verla morir. Cuando Carlos regresaba
por las noches, sacaba de entre las sábanas sus largos y flacos
brazos y le rodeaba el cuello, haciéndolo sentar a su lado en
el borde de la cama para contarle sus congojas: ;la olvidaba,
amaba a otra! Ya le habían prevenido que sería desdichada; y
concluía por pedirle algún jarabe para su salud y un poco de
amor.

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II

Una noche, alrededor de las once, los despertó el ruido


de un caballo al detenerse ante su puerta. La criada abrió la
lumbrera del desván y durante breves instantes parlamentó
con un hombre que permanecía abajo, en la calle. Venía en
busca del médico; traía una carta. Nastasia descendió la es-
calera temblando y abrió la cerradura descorriendo los ce-
rrojos uno tras otro. El hombre dejó su caballo y, detrás de
la criada, entró de golpe en la casa. Del interior de su gorra
de lana con borlas grises sacó una carta envuelta en un trapo
y la presentó delicadamente a Carlos, quien se acodó sobre la
almohada para leerla. Nastasia sostenía la luz junto a la cama.
La señora, por pudor, se había vuelto de cara ala pared.
Esa carta, con pequeño sello de lacre azul, suplicaba al
señor Bovary que fuera inmediatamente a la granja de los
Bertaux para arreglar una pierna quebrada. Por otra parte, de
Tostes a los Bertaux hay seis buenas leguas de camino, pa-
sando por Longueville y Saint-Victor. La noche era oscura.
La señora Bovary temía que a su marido le ocurriera un acci-

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dente. Se decidió por consiguiente que el caballerizo fuera


delante y que Carlos partiera tres horas después, al salir la
luna. Se le enviaría un mozo al encuentro para mostrarle el
camino de la granja y abrirle las cercas.
Alrededor de las cuatro, Carlos, arropado dentro de su
abrigo, se puso en marcha hacia los Bertaux. Todavía ador-
mecido con el calor del sueño, se dejaba acunar por el pacífi-
co trote de su caballo. Cuando éste se detenía por propia
cuenta delante de los fosos cubiertos de espinas cavados al
borde de los surcos, Carlos, sobresaltado, despertaba y re-
cordaba la pierna quebrada, tratando de traer a su memoria
todo lo que sabía acerca de fracturas. Había dejado de llover,
alboreaba el día, y en las ramas desnudas de los manzanos
los pájaros estaban inmóviles, erizando sus plumitas al viento
frío de la mañana. La chata campiña se extendía hasta per-
derse de vista, y en torno de las granjas los grupos de árbo-
les, a intervalos alejados, ponían manchas de un negro
violáceo sobre la gran superficie gris, confundida en el hori-
zonte con el opaco color del cielo. Carlos, de vez en cuando,
abría los ojos; luego, con la mente cansada y vencido por el
sueño, entraba en una especie de sopor en el que las sensa-
ciones recientes se mezclaban con los recuerdos y en el que
se veía doble: estudiante y marido a la vez, acostado en su
cama como pocos momentos antes, atravesando una sala de
hospital como en otros tiempos. El cálido olor de las cata-
plasmas se confundía en su cabeza con el fresco olor del
rocío; escuchaba el crujido de los resortes de los elásticos de
las camas y el ronquido de su mujer dormida. Al pasar por

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GUSTAVO FLAUBERT

Vassonville divisó a un mocetón sentado sobre la hierba al


borde de un foso.
-¿Usted es el médico? - preguntó el muchacho.
Al oír la respuesta de Carlos asió sus zuecos y echó a
correr delante de él.
El médico, mientras andaban, comprendió por las pala-
bras de su guía que el señor Rouault debía de ser uno de los
cultivadores de más holgada posición. Se había roto una
pierna la tarde anterior, al regreso de la fiesta de Reyes en
casa de un vecino. Su mujer había muerto dos años atrás.
Vivía solo con su señorita, que le ayudaba a dirigir la casa.
Los surcos se hicieron más profundos; estaban cerca de
los Bertaux. El muchacho desapareció, deslizándose por un
hueco del vallado; apareció en el extremo de un corral y
abrió la cerca. El caballo resbalaba en la hierba mojada;
Carlos se agachaba para pasar bajo las ramas. Los perros de
guardia, atados, ladraban tirando de sus cadenas. Cuando
entró en los Bertaux, el caballo se asustó y dio un brinco.
La granja tenía buena apariencia. Por las puertas abiertas
de los establos se veían los robustos caballos de tiro comien-
do tranquilos en sus flamantes pesebres. A lo largo de las
construcciones se extendía un estercolero humeante, y entre
las gallinas y los pavos picoteaban cinco o seis pavos reales,
lujo de los gallineros de Caux. El corral de las ovejas era
amplio, la granja alta y de muros lisos como una mano. En la
cochera había dos grandes carretas y cuatro arados, con sus
látigos, sus arneses completos, cuyos vellones de lana azul se
ensuciaban con el fino polvo que caía de los graneros. El
cortil ascendía en suave pendiente, con plantaciones simétri-

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camente espaciadas de árboles, y cerca de la charca resonaba


el alegre rumor de una manada de ocas.
Una joven con vestido de merino azul adornado con
tres volantes apareció en la puerta de la casa para recibir al
señor Bovary, a quien hizo pasar a la cocina, donde ardía un
buen fuego. El desayuno del personal hervía en torno del
fuego, en pequeñas vasijas de tamaño desigual. Dentro del
hogar se secaban las ropas húmedas. La pala, las pinzas y el
fuelle, de grandes proporciones, brillaban como acero puli-
do, en tanto que a lo largo de las paredes se extendía una
reluciente batería de cocina en la que espejeaba caprichosa-
mente la clara llama del hogar unida a los primeros rayas del
sol que entraban por los vidrios de las ventanas.
Carlos subió al primer piso para ver al enfermo. Lo en-
contró en cama, transpirando bajo las mantas y sin su gorro
de dormir, que había arrojado lejos. Era un hombre bajo y
obeso, cincuentón, de tez blanca y ojos azules, calva frontal y
en las orejas un par de pendientes. A su lado, sobre una silla,
había una garrafa de aguardiente que empinaba de vez en
cuando para animarse; pero en cuanto vio al médico su
exaltación se derrumbó, y en vez de blasfemar, como lo ha-
cía desde doce horas atrás, empezó a gemir débilmente.
La fractura era simple, sin complicación alguna. Carlos
no se hubiera atrevido a desear nada más sencillo. Recor-
dando entonces las maneras de sus maestros junto a la cama
de los enfermos, reconfortó al paciente con muchas buenas
palabras, caricias quirúrgicas que equivalen al aceite con que
se engrasan los bisturíes. Para hacer el entablillado se envió a
buscar a la cochera un haz de listones. Carlos eligió uno, lo

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partió en pedazos, lo pulió con un trozo de vidrio, mientras


la criada desgarraba sábanas para hacer vendas y la señorita
Ema trataba de coser unas almohadillas. Como tardó en
encontrar su estuche de costura, el padre se impacientó; ella
no dijo nada, pero mientras cosía se pinchaba los dedos y se
los llevaba a la boca para chupar la sangre.
A Carlos le asombró la blancura de sus uñas. Eran bri-
llantes, con forma de almendra, terminaban en punta y lucían
más limpias que los marfiles de Dieppe. Sin embargo, no
tenía manos hermosas; quizá poco pálidas y de falanges mar-
cadas; además, eran demasiado largas y sin mórbidas infle-
xiones en sus líneas de contorno. Lo más bello en ella eran
los ojos: aunque pardos, las pestañas los hacían parecer ne-
gros, y la mirada llegaba hasta uno con cándida travesura.
Terminado el vendaje el propio señor Rouault invitó a
Carlos a comer un bocado antes de marcharse.
Carlos descendió a la sala de la planta baja. Dos cubier-
tos con vasos de plata habían sido puestos sobre una mesita
al pie de un gran lecho con dosel revestido por una indiana
con personajes que figuraban ser turcos. Brotaba un perfume
de iris y de sabanas húmedas del alto armario de roble colo-
cado frente a la ventana. En el suelo, en los rincones, se api-
laban rectos los sacos de trigo. Era el excedente del cercano
granero, al que se subía por tres escalones de piedra. Una
cabeza de Minerva al lápiz, colgada de un clavo en una pared
cuya pintura verde desconchaba el salitre adornaba el cuarto;
la cabeza de Minerva tenía un marco dorado y una escritura
gótica al pie: "A mi querido papá.”

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Primero hablaron del enfermo, luego del tiempo que


hacía, de los rigurosos fríos, de los lobos que recorrían los
campos por las noches. La señorita Rouault se aburría en el
campo, sobre todo ahora que debía encargarse casi sola del
cuidado de la granja. Como la sala era fría, temblaba mien-
tras comía, descubriendo sus labios carnosos, que solía mor-
disquear en los momentos de silencio.
Su garganta emergía de un cuello blanco, volcado. Sus
cabellos, cuyas dos crenchas negras parecían hechas de una
sola pieza, tan lisas eran, partidos en medio de la cabeza por
una fina raya que se hundía ligeramente siguiendo la curva
del cráneo, apenas dejaban ver el lóbulo de las orejas y mez-
clábanse detrás en un abundante moño con ondulaciones
hacia las sienes que por primera vez el médico rural observó.
Sus pómulos eran sonrosados. Como un hombre, llevaba
sujeto a dos de los botones del corpiño un monóculo de
carey.
Cuando Carlos, después de subir a despedirse de papá
Rouault, regresó a la sala antes de marcharse, la encontró de
pie con la frente apoyada en la ventana, mirando el jardín,
donde el viento había tirado los rodrigones de las habas. Ella
se volvió:
-¿Busca algo? - preguntó.
- Mi fusta, por favor - respondió Carlos.
Y empezó a registrar debajo de la cama, detrás de las
puertas, bajo las sillas; había caído al suelo entre los sacos y
la pared. La señorita Ema la descubrió y se inclinó sobre los
sacos de trigo. Carlos, galante, se precipitó y al estirar el bra-
zo con igual ademán, sintió que su pecho rozaba el de la

21
GUSTAVO FLAUBERT

joven, inclinada. Ella se enderezó, muy ruborizada, y lo miró


por encima del hombro mientras le tendía el látigo.
En lugar de regresar a los Bertaux tres días después,
como lo prometiera, retornó al día siguiente; luego dos veces
por semana, sin contar las inesperadas visitas que hacía de
vez en cuando como al descuido.
Por lo demás, todo anduvo bien; la curación siguió las
reglas establecidas, y cuando al cabo de cuarenta y seis días
vieron a papá Rouault tratando de caminar solo por su mo-
rada todos empezaron a considerar al señor Bovary como a
un hombre de gran capacidad. Papá Rouault decía que los
mejores médicos de Yvetot y aun de Ruán no lo hubieran
cuidado mejor.
Carlos, por su parte, no trató de preguntarse por qué iba
a los Bertaux con tanto placer. Sin duda, hubiera atribuido su
celo a la gravedad del caso, o tal vez al provecho que conta-
ba obtener. ¿Acaso por eso sus visitas a la granja constituían
una encantadora excepción entra las tristes ocupaciones de
su vida? Esos días se levantaba temprano, partía al galope,
azuzaba al caballo, luego se apeaba para secarse los pies en la
hierba y se calzaba los guantes negros antes de entrar. Le
complacía verse llegar al cortil, sentir contra su hombro la
barrera que giraba, oír el canto del gallo desde el muro, ver a
los mozos salirle al encuentro. Le agradaban la granja y los
establos; amaba a papá Rouault cuando le palmeaba la mano
y lo llamaba su salvador; le gustaban los pequeños zuecos de
Ema sobre las baldosas lavadas de la cocina; sus tacos altos
aumentaban un poco su estatura, y cuando caminaba delante

22
MADAME BOVARY

de él las suelas de madera, que se alzaban ligeras, crujían con


un seco chasquido contra el cuero de las botitas.
Ella lo acompañaba siempre hasta el primer escalón del
pórtico. Cuando no le habían traído el caballo se quedaba
allí. Ya se habían dicho adiós, y después callaban; la rodeaba
el aire libre desordenando las caprichosas mechas de la nuca
o agitando sobre sus caderas los cordones de su delantal, que
se retorcían como banderines. Cierta vez, durante el deshie-
lo, la corteza de los árboles goteaba sobre el piso del cortil y
la nieve se fundía en los techados de las dependencias. Ella
estaba en el umbral; fue en busca de su sombrilla y la abrió.
La sombrilla de seda de color torcaza, atravesada por el sol,
iluminaba con sus reflejos movedizos la tez blanca de su
rostro. Debajo ella sonreía al tibio calor se oía la caída de las
gotas de agua, una a una, sobre el estirado moaré.
En los primeros tiempos de las visitas de Carlos a los
Bertaux la joven señora Bovary le preguntaba acerca del en-
fermo y hita había elegido para el señor Rouault una hermo-
sa página blanca del libro, que llevaba con copia. Pero al
enterarse de la existencia de una hija buscó informes; supo
así que la señorita Rouault, educada en el convento de las
Ursulinas, había recibido lo que se llama urca buena educa-
ción; que sabía, por consiguiente, danza, geografía, dibujo,
tapicería y que tocaba el piano. ¡Era el colmo!
"¿Por eso tiene una cara tan alegre cuando va a verla? -
.se decía -. ¿por eso se pone el chaleco nuevo, corriendo el
riesgo de que la lluvia se lo estropee? ¡Ah, esa mujer, esa
mujer!..

23
GUSTAVO FLAUBERT

La detestó por instinto. AL principio se aliviaba con alu-


siones. Carlos no las entendía; luego vinieron las reflexiones
incidentales que él dejaba pasar por miedo a la tormenta; por
fin, fueron los apóstrofes a quemarropa, a los que no sabía
qué responder. ¿Por qué regresaba a los Bertaux si el señor
Rouault estaba curado y esa gente no le había pagado aún?
¡Ah, claro, allí había una persona, alguien que sabía conver-
sar, una embaucadora! Eso era lo que le gustaba, ¡señoritas
finas le hacían falta! Y proseguía:
-¡La hija del tío Rouault, una señorita fina! ¡Vamos! Su
abuelo era pastor y tienen un primo que fue llevado ante el
tribunal por un mal golpe durante una disputa. No vale la
pena tanto bla-bla, ni aparecer los domingos en la iglesia
vestida de seda como una condesa. ¡Y el pobre hombre, al
fin y al cabo sin las colzas del año pasado no sé cómo se las
hubiera compuesto para pagar sus atrasos!
Por cansancio, Carlos dejó de ir a los Bertaux. Eloísa le
había hecho jurar con la mano sobre el misal que no iría
más, después de muchos sollozos y besos, en una gran ex-
plosión de amor. El obedeció; pero la osadía de su deseo
protestó contra el servilismo de su conducta, y por una espe-
cie de hipocresía cándida consideró que la prohibición de
verla era como un derecho a amarla. Además, la viuda era
flaca, tenía dientes largos; llevaba en toda estación un peque-
ño chal negro cuya punta caía sobre sus omóplatos; su dura
silueta estaba ajustada por vestidos ceñidos, muy cortos, que
dejaban verlos tobillos con las cintas de sus anchos zapatos
entrecruzadas sobre las medias grises.

24
MADAME BOVARY

La madre de Carlos venía a visitarlos de vez en cuando,


pero al poco tiempo la nuera parecía azuzarla contra el hijo;
entonces, como dos cuchillos, ambas lo zaherían con sus
reflexiones y consejos. ¡Era un error eso de comer tanto!
¿Por qué abría siempre la bolsa al primero que se presenta-
ba? ¡Qué terquedad, negarse a usar ropa interior de franela!
A principios de la primavera, un notario de Ingouville
que manejaba los bienes de la viuda Dubuc se embarcó con
viento a favor llevando consigo todo el dinero de su estudio.
Es verdad que Eloísa poseía además una participación navie-
ra avaluada en seis mil francos, su casa de la calle de Saint
Francois; pero de la bella fortuna de la que tanto se jactara,
nada, aparte de algunos muebles y objetos, había ingresado
en el hogar. Fue preciso poner las cosas en claro. La casa de
Dieppe estaba carcomida por las hipotecas hasta los ci-
mientos, el monto de lo invertido en casa del notario Dios
sólo lo sabría y la participación naviera no excedió los mil
escudos. ¡Con que la buena señora había mentido! En su
exasperación, el señor Bovary padre destrozó una silla contra
el piso y acusó a su mujer de haber hecho la desdicha del
hijo de ambos al atarlo a semejante jamelgo cuyos arneses
valían menos que su cuero. Fueron a Tostes y hubo explica-
ciones y escenas. Eloísa, llorosa, se echó en brazos de su
marido y lo conjuró para que la defendiera de sus padres.
Carlos quiso hablar en su nombre, ellos se disgustaron y se
marcharon.
Pero el golpe había sido dado. Ocho días después,
mientras tendía ropa en su patio, tuvo un vómito de sangre y
al día siguiente, cuando Carlos se volvía para correr la cortina

25
GUSTAVO FLAUBERT

de la ventana, ella dilo: "¡Ah, Dios mío!", lanzó un suspiro y


se desvaneció. ¡Estaba muerta! ¡Vaya sorpresa! Cuando todo
concluyó en el cementerio, Carlos regresó a su casa. No en-
contró a nadie esperándola abajo; subió al primer piso, vio el
vestido de ella colgado al pie de la alcoba, y entonces, apoya-
do contra el pequeño escritorio, permaneció hasta la caída de
la tarde ensimismado en dolorosa ensoñación. Al fin y al
cabo, ella lo había amado.

26
MADAME BOVARY

III

Una mañana el tío Rouault se presentó para traer a


Carlos la paga de su pierna compuesta: setenta y cinco fran-
cos en monedas de cuarenta sueldos y una pavita. Se había
enterado de su desdicha y lo consoló lo mejor posible.
-¡ Sé bien lo que es eso! - decía palmeándole el hombro -.
¡A mí me sucedió lo mismo! Cuando perdí a mi pobre fina-
da, me paseaba por los campos para estar solo, me dejaba
caer al pie de un árbol, apelaba a Dios, le decía tonterías;
hubiera querido ser como los topos que vela en las ramas,
con sus gusanos bulléndoles en las panzas; en fin, que estaba
listo. Y cuando pensaba en los otros, en ese mismo mo-
mento en compañía de sus mujercitas, abrazándolas contra
sus pechos, daba fuertes golpes contra el suelo con mi bas-
tón; estaba casi enloquecido, no podía comer; no me creerá,
pero me disgustaba la idea de ir al café. Y bueno, los días
pasaron lentamente, uno tras otro, la primavera siguió al
invierno, el otoño al verano, las cosas fueron transcurriendo
poco a poco y todo acabó; quiero decir que se hundió, por-

27
GUSTAVO FLAUBERT

que siempre le queda a uno algo en el fondo, como quien


dice... ¡ un peso aquí en el pecho! Pero como es nuestra
suerte común, no debemos dejarnos morir porque otros
hayan muerto... Hay que reponerse, señor Bovary, ¡esto pa-
sará! Venga a vernos; mi hija lo recuerda algunas veces, ya lo
sabe, y dice que usted la ha olvidado. Ya viene la primavera,
saldremos a cazar conejos en sus madrigueras para que se le
disipe un poco la pena.
Carlos siguió su consejo. Volvió a los Bertaux. Encon-
tró todo como antes, es decir, como cinco meses atrás. Ya
los perales estaban en flor, y el buen Rouault, ahora de pie,
iba y venía, cosa que daba mayor animación a la granja.
Creyó su deber prodigar al médico las mayores cortesías
posibles por su dolorosa situación y le rogó que no se quitara
el sombrero, hablándole en voz baja como si estuviera en-
fermo, y hasta simuló encolerizarse porque no le habían pre-
parado alguna cosilla liviana, como un pote de crema o peras
cocidas. Contó cuentos. Carlos se asombró al verse riendo,
pero el repentino recuerdo de su mujer lo entristeció. Traje-
ron el café y dejó de pensar en ella.
Pensó cada vez menos a medida que se habituó a vivir
solo. Muy pronto el nuevo placer de la independencia le hizo
más soportable la soledad. Ahora podía cambiar las horas de
sus comidas, entrar y salir sin dar razones, y cuando estaba
muy fatigado tenderse a sus anchas en su cama. Por lo tanto,
se mimó, se cuidó y aceptó los consuelos que le daban.
Además, la muerte de su mujer le había sido provechosa en
su oficio, porque la gente repitió un mes seguido: ";Pobre
muchacho, qué desgracia!" Su nombre circuló, y creció su

28
MADAME BOVARY

clientela; sin contar con que iba a su antojo a los Bertaux. Lo


animaba una esperanza sin objetivo, una vaga dicha; se en-
contraba una cara más agradable cuando cepillaba sus patillas
frente al espejo.
Cierto día llegó alrededor de las tres de la tarde; todos
habían salido al campo; entró en la cocina sin ver a Ema en
el primer momento; los postigos estaban cerrados. Por las
rendijas de la madera el sol tendía sobre el piso largas y del-
gadas rayas que se quebraban en las aristas de los muebles y
temblaban en el cielo raso. Sobre la mesa las moscas trepa-
ban por los vasos usados y zumbaban cuando se ahogaban
en el resto de sidra. La luz al descender a través de la chime-
nea aterciopelando el hollín de la chapa, azulaba ligeramente
las cenizas frías. Ema cosía entre la ventana y el hogar; no
llevaba pañoleta, y pequeñas gotas de sudor relucían sobre
sus hombros desnudos.
De acuerdo con la costumbre campesina, lo invitó a be-
ber algo. El rehusó y ella insistió, y por fin riendo le ofreció
que la acampañara a tomar una copita de licor. Fue, pues, a
buscar dentro del armario una botella de Curazao, trajo dos
pequeños vasos, llenó uno hasta el borde, sirvió un poco en
el otro y después de brindar se lo llevó a la boca. Como es-
taba casi vacío se echaba hacia atrás para beber; con la cabe-
za volcada estirando los labios, tendido el cuello, .reía porque
no sentía nada mientras con la punta de la lengua asomando
entre los finos dientes lamía despacio el fondo del vaso.
Volvió a sentarse y reanudó su labor, una media de al-
godón blanco que estaba zurciendo; trabajaba con la frente
gacha, sin hablar. Tampoco Carlos hablaba. El aire, al filtrar-

29
GUSTAVO FLAUBERT

se por debajo de la puerta, arrastraba un poco de polvo so-


bre las baldosas; él lo miraba colarse y sólo oía el latido inte-
rior de su cabeza, el lejano cacareo de una gallina que ponía
un huevo en el corral. De vez en cuando Ema se refrescaba
las mejillas tocándolas con las palmas de sus manos, que
luego enfriaba en la perilla de hierro de los morillos.
Se quejaba de sentir mareos desde el principio de vera-
no; preguntó si le harían bien los baños de mar; empezó a
hablar del convento, Carlos de su colegio, y las frases acudie-
ron. Subieron al cuarto de ella. Ema le mostró sus viejos
cuadernos de música, los pequeños libros que le dieran co-
mo premio y las coronas de hojas de roble, guardados en el
estante inferior de un armario. Le habló también de su ma-
dre, del cementerio, y hasta le enseñó el cantero del jardín
donde todos los primeros viernes de mes cortaba las flores
que llevaba a su tumba. ¡Pero el jardinero que tenían no sabía
nada!, ¡estaban tan mal servidos! Le habría gustado, aunque
fuera sólo durante el invierno, vivir en la ciudad, a pesar de
que los largos días del buen tiempo hacían aún más fastidio-
so el campo en verano; y según sus palabras, su voz era clara,
aguda, o colmándose de repentina languidez arrastraba mo-
dulaciones que concluían casi en murmullos, cuando se ha-
blaba a sí misma, ora alegre, abriendo unos grandes ojos
cándidos, ora con los párpados entrecerrados, la mirada ba-
ñada de tristeza, el pensamiento errabundo.
Al regreso, esa noche, Carlos repitió una tras otra las
frases dichas por ella, tratando de recordarlas, de completar
su sentido, para trazar la porción de existencia que ella vivie-
ra cuando él no la conocía todavía. Pero nunca pudo imagi-

30
MADAME BOVARY

narla diferente de como la viera la primera vez o como aca-


baba de dejarla recién. Luego se preguntó qué sería de ella
cuando se casara, ¿y con quién? ¡Ay! papá Rouault era muy
rico ¡y ella... muy hermosa! Pero la figura de Ema se alzaba
sin cesar ante sus ojos y algo monótono como el ronquido
de un trompo zumbaba en sus oídos: "¡Si te casaras, vaya, si
te casaras!" Esa noche no durmió; tenía un nudo en la gar-
ganta y sentía sed; se levantó para ir a beber de la tinaja del
agua y abrió la ventana: el cielo estaba cubierto de estrellas,
soplaba un viento cálido; a lo lejos ladraban los perros. Vol-
vió la cabeza hacia el lado de los Bertaux.
Pensando que nada arriesgaba, al fin y al cabo, Carlos se
prometió hacer el pedida de mano cuando se le presentara la
oportunidad; pero cada vez que se le presentó, le sellaba los
labios el temor a no hallar las palabras adecuadas.
Papá Rouault no hubiera estado descontento de que lo
libraran de su hija, que de nada le servía en la casa. La dis-
culpaba en su fuero íntimo, diciéndose que tenía demasiado
talento para ser granjera, oficio maldito por el cielo, puesta
que jamás hizo millonarios. Lejos de ganar una fortuna con
su trabajo, el buen hombre la perdía año tras año; porque si
sobresalía en las ventas complaciéndose con astucias del
oficio, en cambio el cultivo propiamente dicho y el gobierno
interior de su granja no le convenían en absoluto. No le
agradaba tener las manos ocupadas ni ahorrar en lo relativo
al buen vivir, puesto que quería comer bien, estar abrigado y
dormir a gusto. Adoraba la sidra fuerte, las jugosas piernas
de cordero, las glorias bien batidas. Hacía sus comidas solo,

31
GUSTAVO FLAUBERT

en la cocina, ante el fuego, en una mesita que le traían servi-


da, como en el teatro.
Cuando advirtió que a Carlos se le iban los ojos detrás
de su hija, cosa que significaba que algún día la pediría en
matrimonio, rumió el asunto de antemano. Lo hallaba un
poco torpe y no era el yerno que hubiera deseado; pero lo
consideraba honrado, económico, muy instruido y, sin duda,
no regatearía demasiado la dote. Además, como papá
Rouault se había visto obligado a vender veintidós acres de
sus bienes y coma debía mucho al albañil, al tonelero, y co-
mo era preciso reponer el eje de la prensa:
"Si me la pide, se la doy", se dijo.
Para San Miguel, Carlos fue a pasar tres días a los Ber-
taux. La última jornada transcurrió como las anteriores, pos-
poniendo el hecho a cada cuarto de hora. Papá Rouault se
hizo cargo de la situación: iban por un camino excavado y se
disponían a abandonarlo; había llegado el momento. Carlos
se .dio plazo hasta el final del vallado y por fin cuando lo
traspusieron:
- Maese Rouault - murmuró -, quisiera decirle algo.
Se detuvieron; Carlos callaba.
-¡Bueno, dígame lo que sea! ¿Acaso no lo sé todo? - dijo
papá Rouault riendo dulcemente.
-¡ Papá Rouault..., papá Rouault! - balbuceó Carlos.
- No pido otra cosa - prosiguió el granjero -. Aunque sin
duda la niña piensa como yo, habrá que pedirle lo mismo su
opinión. Váyase pues, yo vuelvo a casa. Si es sí, óigame bien,
no necesita volver, por la gente, sabe, y además porque la
impresionaría mucho. Pero para que se tranquilice, abriré de

32
MADAME BOVARY

par en par el postigo de la ventana; usted podrá verlo si se


empina sobre el vallado.
Y se alejó.
Carlos ató su caballo a un árbol. Corrió a apostarse en el
camino. Pasó una media hora, luego contó diecinueve mi-
nutos en su reloj. De pronto se oyó el ruido de algo que gol-
peaba la pared, el postigo había sido abierto y el pestillo
todavía se agitaba.
A la mañana siguiente llegó a la granja a las nueve. Ema se
ruborizó al verlo entrar, aunque se esforzaba por reír, muy
correcta. Papá Rouault abrazó a su futuro yerno. Se pusieron
a hablar de asuntos de intereses; por otra parte, tenían tiem-
po, puesto que decorosamente el matrimonio no podía cele-
brarse hasta el final del duelo de Carlos, es decir, en la
primavera del año próximo.
El invierno pasó en esa espera. La señorita Rouault se
ocupaba de su ajuar. Parte fue encargada a Ruán y ella con-
feccionó camisolas y gorros de dormir según unos figurines
que le prestaron. En las visitas de Carlos a la granja hablaban
de los preparativos de la boda, se preguntaban en cuál de las
dependencias se serviría la comida; hacían conjeturas sobre
la cantidad de platos requerida y sobre cuáles serían las en-
tradas.
Ema, por lo contrario, hubiera querido casarse a media-
noche, a la luz de las antorchas, pero papá Rouault no quiso
saber nada de semejante ocurrencia. Hubo, pues, una boda
con cuarenta y tres personas invitadas y la comida duró die-
ciséis horas, reanudándose al día siguiente y un poco en los
sucesivos.

33
GUSTAVO FLAUBERT

IV

Los invitados llegaron temprano en carruajes, calesas ti-


radas por un caballo, jardineras de dos ruedas, viejos cabrio-
lés sin capota, y volantas con cortinas de cuero, y los jóvenes
de las aldeas vecinas en carretas en cuyo interior formaban
filas, de pie, con las manos asidas a los laderos para no caer-
se, sacudiéndose rudamente al compás del trote. Vinieron
algunos de Goderville, Normanville y Cany, a diez leguas de
distancia. Fueron invitados todos los parientes de ambas
familias; se hicieron las paces con los amigos disgustados y
se escribió a conocidos a quienes se había perdido de vista
desde hacía mucho tiempo.
Por momentos resonaban latigazos detrás del vallado, y
en seguida la cerca se abría para dar paso a alguna calesa que
entraba al galope y se detenía bruscamente frente al primer
escalón del pórtico, desbordante de gente que descendía
estirando los brazos y frotándose las rodillas. Las damas, de
toca, lucían vestidos a la moda de la ciudad, cadenas de reloj
de oro, pañoletas cuyas puntas se cruzaban sobre el pecho, o

34
MADAME BOVARY

toquillas de color sujetas a la espalda con un alfiler descu-


briendo la parte posterior del cuello. Los niños, vestidos
como sus padres, parecían incómodos dentro de sus fla-
mantes trajes (algunos hasta estrenaron ese día el primer par
de botas de su existencia) y junto a ellos, muda, con su traje
de primera comunión alargado para la ocasión veíase a algu-
na niña de catorce a dieciséis años, sin duda la hermana ma-
yor o la prima, sonrojada, asustada, con los cabellos
relucientes de pomada de rosas y mucho miedo de ensuciar
sus guantes. Puesto que no había bastantes caballerizos para
desatar los coches, los señores se arremangaban y ponían
manos a la obra. Según la diferente posición social, vestían
traje, levita, chaqueta o chaquetón; ropas finas, rodeadas de
la consideración familiar, que sólo se sacaban del armario
para las solemnidades; levitas cuyos faldones flotaban al
viento, de cuello cilíndrico y amplios bolsillos, como sacos;
chaquetas de paño grueso que por lo común acompañaban a
alguna gorra con aro de cobre en la visera; cortos chaqueto-
nes con dos botones muy juntos como un par de ojos y cu-
yos faldones parecían haber sido cortados de un golpe por el
hacha del carpintero. Algunos (pero naturalmente éstos ce-
narían en el extremo de la mesa) llevaban blusas de ceremo-
nia, es decir, de cuello abierto, espalda fruncida y talle bajo,
sujeto por un cinturón pegado.
¡Vaya si las camisas se arqueaban como corazas sobre
los pechos! Todos tenían los cabellos bien recortados, se
destacaban sus orejas, y las caras lucían la reciente afeitada;
hasta hubo quienes se levantaron al alba, y como no veían
claro al hacerse la barba, mostraban cicatrices de través sobre

35
GUSTAVO FLAUBERT

las narices o las mandíbulas, raspaduras del tamaño de un


escudo de tres francos, inflamadas por el aire libre del cami-
no, de modo que las carotas blancas y risueñas lucían un
jaspeado de manchas rosadas.
Como la alcaldía estaba a media legua de distancia de la
granja, fueron a pie y a pie regresaron cuando concluyó la
ceremonia en la iglesia. Al principio el cortejo marchaba
unido como un chal de colores ondulando a través de los
campos, por el estrecho sendero que serpenteaba entre los
verdes trigales, pero no tardó en alargarse y en dividirse en
varios grupos que se demoraban charlando. Delante iba el
músico de la aldea con su violín empenachado de cuerdas de
lazos; luego los novios, los parientes, los amigos ocasionales,
y cerrando la fila los niños, quienes se divertían arrancando
las campanillas de los tallos de avena o jugando sin que los
vieran. El vestido de Ema, demasiado largo, arrastraba un
poco por detrás; algunas veces ella se detenía para acomo-
darlo, y entonces, delicadamente, con sus dedos enguantados
le quitaba las pajitas y pelusa de cardo, en tanto que Carlos,
las manos caídas, aguardaba que ella concluyera la operación.
Papá Rouault, con un sombrero nuevo de seda y las manos
ocultas hasta las uñas por los puños de su chaqueta negra
daba el brazo a la señora Bovary madre; en cuanto al señor
Bovary padre, que en el fondo despreciaba a esas gentes,
vestía una simple levita con una sola hilera de botones, de
corte militar, y decía galanterías de cafetín a una joven y ru-
bia aldeana. Ella saludaba, se ruborizaba y no sabía cómo
responderle. Los demás invitados a la boda hablaban de sus
cosas o se daban palmadas en el hombro, contentos, antes

36
MADAME BOVARY

de empezar la fiesta. Prestando atención se oía continua-


mente el violín del músico que seguía tocando a través de los
campos. Cuando observaba que el cortejo se había distancia-
do se detenía para recobrar aliento, enceraba prolijamente
con resina amarilla el arco para que las cuerdas chillaran
mejor, y luego seguía andando y marcaba el compás alzando
y bajando alternativamente el mango del violín. El ruido del
instrumento alejaba a los pájaros.
La mesa había sido puesta en la cochera. Exhibía cuatro
lomos de vaca, seis pollos en pepitoria, ternera a la cacerola,
tres piernas de cordero, y en el centro un lindo lechón asado,
flanqueado por cuatro morcillas condimentadas. En los ex-
tremos se erguían las garrafas de aguardiente. La sidra dulce
en botellas empujaba los corchos dejando escapar su espesa
espuma, y los vasos habían sido llenados de vino de antema-
no. Fuentes de amarilla crema flotaban al menor golpe pro-
pinado a la mesa y presentaban, dibujadas sobre la tersa
superficie, las iniciales de los recién casados en arabescos de
merengue. Para las tortas y los turrones se recurrió a un
pastelero de Yvetot; como acababa de establecerse en la re-
gión, éste se esmeró y a los postres llevó en persona una
obra que arrancó gritos. En la base había puesto un cuadra-
do de cartón azul que representaba un templo con sus pórti-
cos, columnatas y estatuillas de estuco en torno de nichos
constelados de estrellas de papel dorado; en segundo térmi-
no se alzaba una torre de bizcocho de Saboya, rodeada de
fortificaciones menudas de angélica, almendras, pasas de uva,
y gajos de naranja; y por fin, en la plataforma superior, una
verde pradera con rocas y lagos de mermelada y barcos de

37
GUSTAVO FLAUBERT

avellana, velase a un amorcillo balanceándose sobre un co-


lumpio de chocolate, cuyos postes remataban dos pimpollos
de rosa, naturales, como dos esferas en la cima.
Comieron hasta la caída de la tarde. Cuando se cansaban
de estar sentados, se levantaban para dar un paseo por el
cortil o para jugar una partida de chito en la granja, luego
volvían a sentarse a la mesa. Algunos, al final, se durmieron y
roncaron. Pero con el café todos se reanimaron y empezaron
a cantar, a hacer pruebas, juegos de manos, a levantar pesas,
alzar en vilo las carretas, decir chistes y besar a las damas.
Por la noche, cuando llegó el momento de partir, los caba-
llos, ahítos de avena, no cabían entre las varas; mosqueaban,
se encabritaban, los arneses se rompían, sus amos blasfema-
ban o se echaban a reír; durante toda la noche, al claro de
luna, por los caminos de la comarca hubo calesas que corrían
al galope, saltando en los baches y salvando pedregales, y
mujeres que se asomaban a la portezuela para aferrar las
riendas.
Los que se quedaron en los Bertaux pasaron la noche en
la cocina, bebiendo. Los niños dormían sobre los bancos.
La recién casada había pedido a su padre que le ahorra-
ran las bromas de costumbre. Pero un primo suyo, pescade-
ro (que había llevado como regalo de bodas un par de
lenguados), intentó soplar agua por el ojo de la cerradura,
cuando en eso llegó papá Rouault a tiempo para impedirlo y
explicarle que la posición formal de su yerno no permitía
tales inconveniencias. De todos modos, fue difícil que el
primo atendiera razones, y en su fuero íntimo acusó a papá
Rouault de orgulloso y fue a reunirse en un rincón con otros

38
MADAME BOVARY

cuatro o cinco invitados, a quienes por azar habían tocado


en la mesa los peores trozos de carne y se consideraban mal
atendidos, murmurando del huésped y deseándole la ruina
con veladas palabras.
La señora Bovary madre no había abierto la boca en to-
da la jornada. No se la consultó sobre el vestido de la novia
ni el arreglo del festín; se retiró temprano. Su esposo, en
lugar de seguirla, envió a buscar cigarros a Saint-Victor y
fumó hasta el amanecer, sin dejar de beber ponche al kirsch,
una mezcla que sus acompañantes desconocían y que repre-
sentó para él el origen de una mayor consideración.
Carlos no era hombre jacarandoso de natural y no brilló
en la fiesta de bodas. Respondió torpemente a las pullas,
bromas y palabras de doble sentido cumplidos y gracias que
todos se sentían obligados a dedicarle desde que se sirvió la
sopa.
En cambio, al día siguiente parecía otro hombre. Se lo
hubiera tomado por la virgen de la víspera, en tanto que la
recién casada nada dejaba traslucir como prueba de que algo
había ocurrido. Los más maliciosos no sabían cómo enca-
rarla, y cuando pasaba a su lado la observaban con desmesu-
rada inquietud. Carlos, a su vez, nada disimulaba. La llamaba
mi mujer, la tuteaba, preguntaba por ella a todo el mundo, la
buscaba en todas partes, y a veces la arrastraba al cortil, don-
de de lejos lo veían, entre los árboles, enlazar su cintura sin
interrumpir la caminata, inclinado sobre ella, ajando con su
cabeza el encaje de su bata.
Los recién casados se marcharon dos días después de la
boda: por sus enfermos, Carlos no podía estar ausente más

39
GUSTAVO FLAUBERT

tiempo. Papá Rouault hizo que los llevaran en su calesa y los


acompañó hasta Vasson-ville. Allí abrazó otra vez a su hija,
se apeó y emprendió el retorno. Cuando anduvo cien pasos
más o menos se detuvo y al ver alejarse a la calesa, cuyas
ruedas levantaban el polvo del camino, lanzó un hondo sus-
piro. Luego recordó su boda, su tiempo de antaño, el primer
embarazo de su mujer; también él se sentía muy contento
cuando la llevó de la casa paterna a la suya, en ancas de su
caballo, trotando sobre la nieve; porque Navidad se acercaba
a los campos estaban blancos del todo; ella lo sujetaba con el
brazo y con el otro sostenía su cesta, el viento agitaba las
largas puntillas de su cofia de Caux, que algunas veces le
tapaban la boca, y guando él volvía la cabeza veía junto a él,
sobre su hombro, la carita sonrosada, silenciosa y risueña
bajo la placa de oro del tocado. Para calentarse las manos se
las ponía de vez en cuando sobre el pecho. ¡Todo eso era tan
antiguo! ¡El hijo de ambos hubiera tenido ahora treinta años!
Miró entonces hacia atrás y no vio nada en el camino. Se
sintió triste como una casa vacía; en su mente oscurecida por
los vapores de la francachela los tiernos recuerdos se mezcla-
ron con los negros pensamientos y hasta pensó en darse una
vuelta por la iglesia. Sin embargo, temiendo que esa visión lo
entristeciera aún más volvió directamente a casa.
Carlos y su señora llegaron a Tostes alrededor de las seis
de la tarde. Los vecinos se asomaron a las ventanas para ver
a la nueva esposa de su médico.
La vieja criada les presentó sus saludes, se disculpó por-
que la cena no estaba lista todavía e instó a la señora para
que conociera su casa mientras aguardaba.

40
MADAME BOVARY

La fachada de ladrillos seguía la línea de la calle, mejor


dicho, de la ruta. Detrás de la puerta colgaban un gabán de
cuello pequeño, una rienda, una gorra de cuero negro y en
un rincón del piso un par de polainas, todavía sucias de fan-
go seco. A la derecha estaba la sala, es decir, el comedor y
cuarto de estar. Un empapelado amarillo canario realzado en
lo alto por una guirnalda de pálidas flores se estremecía so-
bre la tela mal tendida; cortinas de calicó blanco bordadas
con galón rojo se entrecruzaban sobre las ventanas y encima
del estrecho' mantel de la chimenea resplandecía un reloj con
la cabeza de Hipócrates entre dos blandones de plata encha-
pada bajo dos globos de forma oval. Del otro lado del co-
rredor estaba el gabinete de Carlos, pequeña pieza de unos
seis pasos de ancho, con una mesa, tres sillas y un sillón de
escritorio. Los tomos del Diccionario de ciencias médicas sin
cortar, pero cuya encuadernación había padecido las sucesi-
vas ventas, casi guarnecían por sí solos los seis estantes de
una biblioteca de pino. El olor de las salsas penetraba a tra-

41
GUSTAVO FLAUBERT

vés de la pared durante la consulta, así como se oían en la


cocina las toses de lo enfermos y el relato de sus dolencias.
Luego venía una gran habitación destartalada que daba al
patio donde estaba la caballeriza, y que servía ahora de leñe-
ra, bodega y almacén, llena de viejas herramientas, toneles
vacíos, útiles de labranza fuera de uso y muchas otras cosas
polvorientas cuyo destino era imposible adivinar.
El jardín, más largo que ancho, corría entre do; muros
de adobe cubiertos de un espaldar de albaricoques hasta una
cerca de espinas que lo separaba de los campos. En el centro
había un cuadrante solar de pizarra sobre pedestal de albañi-
lería; cuatro canteros adornados de tristes escaramujos ro-
deaban simétricamente el cuadro, más útil, de vegetales
serios. AL fondo, bajo los abetos, un cura de yeso leía su
breviario.
Ema subió a las habitaciones. La primera no estaba
amueblada, pero la segunda, el cuarto conyugal tenía una
cama de caoba dentro de una alcoba con colgaduras rojas.
Una caja de conchillas decoraba la cómoda y sobre el peque-
ño escritorio próximo a la ventana había un ramo de flores
de azahar con lazos de raso blanco en una garrafa. Era un
ramo de novia, ¡ el de la otra! Ella lo miró. Carlos observó e
gesto, tomó el ramo y lo llevó al desván, en tanto que Ema,
sentada en un sillón (estaban ordenando sus cosas en torno
de ella) pensaba en su ramo de novia embalado en una caja y
se preguntaba, en soñadora, qué harían con él si por azar ella
muriera.
Ocupó los primeros días en meditar cambios en su casa.
Sacó los globos de los blandones, hizo pegar un nuevo em-

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MADAME BOVARY

papelado, pintar la escalera y colocar bancos en el jardín,


alrededor del reloj de sol y hasta se interesó por averiguar la
manera de tener una fuente de agua con pececillos. Por fin,
su marido, sabedor de que le gustaban los paseos en coche,
encontró un boc de ocasión que con nuevos faroles y guar-
dabarros de cuero pespunteado quedó bastante parecido a
un tílburi.
El era feliz y vivía sin preocupaciones. Una comí da
frente a frente, un paseo al atardecer por el camino principal,
un ademán de ella sobre las crenchas, la visión de su som-
brero de paja colgando de la falleba de una ventana y mu-
chas otras cosa placenteras en las que nunca pensara
componían ahora su dicha. Por las mañanas, en la cama, las
dos cabezas juntas sobre la almohada, miraba cómo la luz
del sol atravesaba la pelusa de sus rubias mejillas, semicu-
biertas por las finas tiras de su cofia. Vistos de tan cerca, sus
ojos le parecían agrandados, sobre todo cuando abría repeti-
das veces los párpados al despertarse; negros en la sombra y
azul oscuro a plena luz, tenían algo así como capas de suce-
sivos calores, más espesas en lo profundo, que se aclaraban
en la superficie del esmalte. Su mirada se perdía en aquellas
honduras y se veía en ellas hasta los hombros, diminuto con
su pañuelo de cabeza de seda y el cuello de la camisola en-
treabierto. Carlos se levantaba. Ella se asomaba a la ventana
para despedirlo y permanecía acodada sobre el alféizar, entre
dos tiestos de geranios, con su peinador flotante. Carlos, en
la calle, se ajustaba las espuelas y ella le hablaba desde arriba,
mientras cortaba con los dientes alguna brizna de flor o al-
gún tallo que soplaba hacia él y que, revoloteando, planean-

43
GUSTAVO FLAUBERT

do, dibujando semicírculos en el aire como un pájaro, iba a


prenderse en las despeinadas crines de la vieja yegua blanca,
inmóvil ante el portal, antes de caer al suelo. Carlos, monta-
do a caballo, le enviaba un beso; ella respondía con una se-
ñal, y él partía. Y entonces, por la carretera principal, por los
caminas excavados donde los árboles se inclinaban como
cunas, por los senderos donde los trigales subían hasta las
rodillas, con el sol sobre los hombros y el aire matinal en las
narices, el corazón lleno de las dichas nocturnas, la mente
tranquila, la carne contenta, andaba rumiando su felicidad
como aquellos que después de la cena mastican aún el sabor
de las trufas digeridas.
¿Qué había tenido de bueno su existencia hasta enton-
ces? ¿Acaso sus años de colegio, encerrado entre los altos
muros en medio de sus camaradas más ricos o mejores que
él en clase, que se burlaban su acento, de sus ropas, Y cuyas
madres se presentaban en el locutorio con golosinas dentro
del manguito? ¿Acaso después, cuando estudiaba medicina y
nunca tenía la bolsa lo bastante llena como para pagar una
contradanza a alguna obrerita a la que había convertido en su
querida? Luego vivió catorce meses con la viuda cuyos pies
en la cama estaban fríos como carámbanos. Ahora era dueño
para toda la vida de esa linda mujer que adoraba. Para él el
universo no sobrepasaba el contorno sedoso de sus enaguas;
y se reprochaba el no amarla bastante, sentía deseos de vol-
ver a verla; regresaba pronto, subía la escalera con el corazón
agitado. Ema hacía su tocado en el cuarto, él entraba calla-
dito, la besaba en la espalda, ella lanzaba un grito.

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MADAME BOVARY

Tocaba continuamente, sin poder evitarlo, su peine, sus


sortijas, su pañoleta; algunas veces la besaba fuerte en las
mejillas o recorría sus brazos desnudos con besos suaves
desde las puntas de los dedos hasta los hombros; ella lo re-
chazaba, entre sonriente y enojada, como se hace con los
niños que se cuelgan del cuello.
Antes del casamiento, Ema se creyó enamorada, pero
como la felicidad que debía ser el resultado de ese amor no
llegó, pensó que todo era una equivocación. Y se preguntaba
cuál era el exacto sentido que tienen en la vida las palabras
felicidad, pasión, embriaguez, que tan bellas le parecieran en
los libros.

45
GUSTAVO FLAUBERT

VI

Había leído Pablo y Virginia y soñado con la choza de


bambú, el negro Domingo, y Fidel, el perro, y sobre todo
con la dulce amistad de un buen hermano que va en busca
de frutas rojas para uno a los árboles más altos que campa-
narios, o corre descalzo por la arena trayéndonos un nido de
pájaros.
Cuando cumplió trece años, su padre en persona la llevó
a la ciudad para ponerla en el convento. Se alojaron en una
posada del barrio de Saint-Gervais, donde les sirvieron la
cena en platos pintados que representaban la historia de
Mlle. de la Valliére.
Las legendarias explicaciones, interrumpidas aquí y allá
por el raspado de los cuchillos, glorificaban la religión, las
delicadezas del corazón y las pompas de la corte.
Lejos de aburrirse en el convento al principio, le com-
placía la compañía de las buenas monjas, quienes para diver-
tirla la llevaban a la capilla, a la que se llegaba desde el
refectorio por un largo corredor. Jugaba poco durante los

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MADAME BOVARY

recreos, comprendía bien el catecismo, y siempre era ella la


que respondía a las difíciles preguntas del señor vicario. Esa
vida sin salir jamás de la tibia atmósfera de las clases y entre
esas mujeres de pálida tez que llevaban rosarios con cruz de
cobre la sumió dulcemente en la mística languidez exhalada
por los perfumes del altar, la frescura de las pilas de agua
bendita y el fulgor de los cirios. En vez de seguir la misa
miraba en su libro las piadosas viñetas con borde azul, ama-
ba la oveja enferma, el sagrado corazón atravesado de agudas
flechas, o al pobre Jesús cuando cae bajo el peso de su cruz.
Intentó mortificarse guardando ayuno un día entero. Daba
vueltas en su cabeza a un voto que cumplir.
Cuando se confesaba inventaba pecadillos por perma-
necer más tiempo de rodillas, en la oscuridad, con las manos
juntas y la cara pegada a la reja, bajo el murmullo del sacer-
dote. Las comparaciones de novio, esposo, amante celestial y
matrimonio eterno que se repiten en los sermones desperta-
ban inesperadas dulzuras en el fondo de su alma.
Por la tarde, antes de la oración, se hacía una lectura re-
ligiosa en el estudio. Durante la semana consistía en algún
resumen de Historia Sagrada o en las Conferencias del abate
Frayssinous, y los domingos, en pasajes del Genio del Cris-
tianismo, a modo de recreo. ¡Cómo escuchó por primera vez
las sonoras lamentaciones de las románticas melancolías
repetidas a todos los ecos de la tierra y para toda la eterni-
dad! Si su infancia hubiera transcurrido en la trastienda de
algún barrio comercial, tal vez se hubiera entregado a los
abandonos líricos de la naturaleza, que por lo general nos
llegan a través de las transcripciones de los escritores. Pero

47
GUSTAVO FLAUBERT

conocía demasiado bien el campo: conocía el balido de los


rebaños, los ordeños y los arados. Habituada a los aspectos
calmos, se inclinaba hacia los accidentados. Amaba el mar
por sus tempestades y la verdura únicamente cuando crecía
entre las ruinas. Necesitaba sacar de las cosas una especie de
provecho personal y descartaba como inútil todo lo que no
contribuía a la inmediata consumación de su corazón, puesto
que su temperamento era más sentimental que artístico y
buscaba emociones en vez de paisajes.
Había en el convento una solterona que venía una vez
por mes para trabajar en el taller de lencería. El arzobispado
la protegía por su condición de descendiente de una antigua
familia de la nobleza arruinada por la Revolución y compar-
tía la mesa de las monjas en el refectorio, manteniendo con
ellas una pequeña charla antes de dedicarse a su tarea. Las
pensionistas solían escapar del estudio para ir a verla. Sabía
de memoria canciones galantes del siglo pasado que cantaba
a media voz, mientras cosía. Contaba cuentos, daba noticias,
se ocupaba en despachar comisiones fuera del convento y
Ares en despachar comisiones fuera del convento y prestaba
a los mayores hurtadillas alguna novela que siempre ocultaba
en los bolsillos de su delantal, cuyos capítulos la buena seño-
rita devoraba en los intervalos de la labor. Todo era allí
amor, amante; damas perseguidas que se desmayan en solita-
rios pabellones, postillones asesinados en las postas, caballos
reventados a cada página, sombrías foresta corazones
,agitados, juramentos, sollozos, lágrimas besos, nacelas al
claro de luna, ruiseñores en el boscaje, señores bravos como
leones, suaves como corderos, virtuosos como nadie, siem-

48
MADAME BOVARY

pre bien puestos capaces de llorar como urnas. A los quince


años, En ensució sus manos durante seis meses con ese pol-
vo los viejos gabinetes de lectura. Posteriormente, con Wal-
ter Scott se enamoró de las cosas históricas, fió con arcones,
salas de guardia y menestrales. Hubiera querido vivir en al-
guna antigua casa solariega como esas castellanas de talle
largo que pasaban días bajo el trébol de las ojivas, apoyando
un codo en la balaustrada y la barbilla en la mano, contem-
plando la llegada desde el fondo de los campos algún caba-
llero de pluma blanca al galope de su negro caballo. En esos
tiempos tuvo el culto de María Estuardo y una entusiasta
veneración por las mujeres ilustres e infortunadas. Juana de
Arco, Eloísa, Inés Sorel, la bella Ferronpiére, y Clemencia
Isaura se destacaban ante sus ojos como cometas la inmensi-
dad tenebrosa de la historia, donde surgían aquí y allá pero
más hundidos en la sombra y sin relación alguna entre ellos,
san Luis y su encina, Bayardo moribundo, algunas ferocida-
des Luis XI, un poco de la San Bartolomé, el penacho del
Bearnés, y siempre el recuerdo de los platos pintados que
alababan a Luis XIV.
En la clase de música, las romanzas que cantaba sólo
trataban de angelitos con alas de oro, vírgenes, lagunas, gon-
doleros, pacíficas composiciones que le dejaban entrever a
través de la bobería del estilo y de las imprudencias de la
letra la atractiva fantasmagoría de las realidades sentimenta-
les. Alguna sus compañeras llevaban al convento los álbumes
de recuerdo que recibieran como regalo. Era cuestión de
esconderlos y leerlos en el dormitorio. Mientras manejaba
con delicadeza sus hermosas tapas de raso, Ema fijaba una

49
GUSTAVO FLAUBERT

mirada deslumbrada en los nombres de los autores descono-


cidos que firmaran las frases, por lo general, condes o viz-
condes.
Temblaba, y su respiración movía el papel de seda de las
ilustraciones, que se alzaba plegado a medias y volvía a caer
suavemente sobre la página. Detrás de la balaustrada de un
balcón un hombre joven, de capa corta, estrechaba en sus
brazos a una jovencita vestida de blanco, con limosnera
pendiendo de su cintura; o bien retratos anónimos de damas
inglesas de rubios rizos, que lo miran a uno con sus ojazos
claros bajo el gran sombrero de paja. Algunas iban en coche,
por el centro de algún parque, donde un lebrel saltaba alre-
dedor del tiro llevado al trote por dos pequeños postillones
de calzón blanco. Otras, soñando en un sofá ante una carta
desplegada, contemplaban la luna por la ventana entreabier-
ta, semioculta por un cortinado negro. Las cándidas, con una
lágrima en la mejilla, besuqueaban a alguna paloma torcaz a
través de los barrotes de alguna jaula gótica, o sonrientes,
con la cabeza inclinada sobre el hombro, deshojaban una
margarita con sus dedos afilados, retorcidos como zapatos
puntiagudos. Y también estabais vosotros, sultanes de largas
pipas, pasmados bajo alguna glorieta en brazos de las baya-
deras, dijiaurs, sables turcos, gorros griegos, y sobre todo
vosotros, descoloridos paisajes de las regiones ditirámbicas
que soléis mostrarnos a la vez palmeras, pinos, tigres a la
derecha, un león a la izquierda, alminares tártaros en el hori-
zonte, ruinas romanas en primer plano y más allá camellos
acurrucados; todo ello encuadrado por una pulcra selva vir-
gen con un fuerte rayo de sol perpendicular que temblequea

50
MADAME BOVARY

en el agua, donde se destacan, aquí y allá, como manchas


blancas sobre un fondo gris acero, algunos cisnes nadando.
Y la pantalla del quinqué, suspendida por encima de la
cabeza de Ema, iluminaba desde la pared todos esos cuadros
del mundo que desfilaban uno tras otro ante sus ojos, en el
silencio del dormitorio, al compás lejano de algún retrasado
coche de punto que todavía recorría los bulevares.
Cuando su madre murió, lloró mucho los primeros días.
Se hizo hacer un relicario can los cabellos de la difunta y en
una carta que envió a los Bertaux, llena de tristes reflexiones
sobre la vida, pidió que alguna vez la enterraran en su misma
tumba. El bueno de su padre la creyó enferma y fue a verla.
Ema se sintió íntimamente satisfecha al sentir que de un solo
golpe alcanzaba el raro ideal de las pálidas existencias al que
nunca llegan los corazones mediocres. Se dejó deslizar, pues,
en los meandros lamartinianos, escuchó las arpas sobre los
lagos, los cantos de los cisnes, moribundos, las caídas de la
hojas, las puras vírgenes que suben al cielo y la voz del Eter-
no discurriendo por los valles. No quiso reconocer que todo
eso acababa por aburrirla; siguió por hábito primero, luego
por vanidad, y por fin se sorprendió al sentirse tranquilizada,
sin más tristezas en el corazón que arrugas en la frente.
Las buenas monjas, que se habían ilusionado acerca de
su vocación, comprobaron con asombro que la señorita
Rouault parecía escapar a sus cuidados. En efecto, tanto le
habían prodigado oficios, retiros, novenas, sermones, tanto
le habían predicado el respeto debido a santos y mártires,
tantos buenos consejos le habían dado para la modestia del
cuerpo y la salvación del alma, que hizo como los caballos

51
GUSTAVO FLAUBERT

cuando les tiran de la rienda: se detuvo bruscamente y el


freno se le salió de la boca. Su espíritu positivo, que en me-
dio de sus entusiasmas había amado a la iglesia por sus flo-
res, a la música por la letra de las romanzas y a la literatura
por sus pasionales excitaciones, se sublevaba ante los miste-
rios de la fe, así como ella se irritaba cada vez más contra la
disciplina, casa antipática para su naturaleza.
Cuando su padre la sacó del pensionado, nadie se afligió
por verla partir. La superiora opinaba que en los últimos
tiempos carecía de reverencia hacia la comunidad.
A su regreso al hogar, Ema se divirtió durante algún
tiempo gobernando a los sirvientes; luego el campo la hastió
y añoró su convento. Cuando Carlos fue a los Bertaux por
primera vez, se consideró muy desilusionada, sin tener ya
nada que aprender ni que sentir.
Pero la ansiedad de un nuevo estado, o tal vez la irrita-
ción provocada por la presencia de ese hombre bastó para
hacerle creer que poseía por fin esa pasión maravillosa man-
tenida hasta ese momento como un gran pájaro de rosado
plumaje planeando en el esplendor de los cielos poéticos, y
no podía imaginar que su actual vida en calma fuera la dicha
soñada.

52
MADAME BOVARY

VII

Pensaba, sin embargo, que eran ésos los días más her-
mosos de su vida, la luna de miel, como decían las gentes.
¡Para saborear su dulzura habría sido preciso, sin duda, viajar
a esos países de nombres sonoros donde los mañanas de una
noche de bodas tienen más suaves perezas! Se llega a ellos en
carruajes de azules cortinas, trepando escarpados caminos y
escuchando la canción del postillón que en la montaña se
repite junto con los cencerros de las cabras y el sordo rumor
de la cascada. Cuando el sol se pone en la orilla de los golfos
se respira el perfume de los limoneros, y por la noche en la
terraza de alguna villa, solos y con las manos entrelazadas,
los recién casados miran las estrellas y hacen proyectos. Le
parecía que ciertos lugares en la tierra producen la felicidad
como planta propia del suelo que crece mal en otros sitios.
¡Lástima que ella no podía asomarse al balcón de un chalet
suizo o encerrar su tristeza en un cottage escocés junto a un
marido vestido con chaqueta de terciopelo negro de largos
faldones, blandas botas, sombrero y puños!

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GUSTAVO FLAUBERT

Quizá hubiera deseado confiar a alguien estas cosas. Pe-


ro ¿se puede hablar de un inasible malestar que cambia de
aspecto como las nubes y se arremolina como el viento? Le
faltaban las palabras, la oportunidad, el atrevimiento.
Sin embargo, si Carlos lo hubiera querido, si lo hubiera
sospechado, si sólo una vez su mirada hubiera salido al en-
cuentro del pensamiento de ella, habría sentido que una sú-
bita abundancia se desprendía de su corazón, como caen los
frutos de un espaldar cuando uno lo toca. Pero a medida que
se estrechaba más y más la intimidad de sus vidas, un desa-
pego interior se producía, apartándola de él.
La conversación de Carlos era chata como una vereda y
por ella desfilaban las ideas de todo el mundo, en su traje
común, sin provocar emociones, risas o ensueños. Decía que
mientras había vivido en Ruán nunca sintió curiosidad por
ver a los actores de País en el teatro. No sabía nadar, ni ha-
cer esgrima, ni disparar con una pistola, y cierta vez no
acertó a explicarle un término de equitación que ella encon-
trara en una novela.
¿Acaso no era lo debido que un hombre lo conociera
todo, que sobresaliera en múltiples actividades, que la inicia-
ra a una en las energías de la pasión, en los refinamientos de
la vida, en los misterios? Pero ese hombre nada enseñaba,
nada sabía, nada deseaba. La creía feliz, y ella sentía rencor
por su calma tan bien asentada, por su serena pesadez, por la
misma dicha que le daba.
Ema dibujaba a veces; a Carlos le divertía mucho que-
darse de pie, mirándola inclinada sobre la cartulina, guiñando
los ojos para ver mejor la obra, o redondeando bolitas de

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MADAME BOVARY

miga de pan entre sus dedos. Cuando ella se sentaba al piano


se maravillaba a medida que sus dedos corrían por él con
mayor rapidez. Tocaba con aplomo y recorría el teclado de
arriba abajo sin interrumpirse. Aporreado por ella, el viejo
instrumento, cuyas cuerdas desafinaban, se oía hasta el otro
extremo de la aldea cuando la ventana estaba abierta, y a
menudo el pasante del ujier que transitaba por la calle prin-
cipal, en cabeza y sin botas, se detenía a escucharla con su
hoja de papel en la mano.
Por otra parte, Ema sabía dirigir su casa. Enviaba a los
enfermos la cuenta de las visitas en cartas bien redactadas
que no olían a factura. Cuando los domingos recibían a co-
mer a algún vecino encontraba el modo de ofrecerle algún
plato coqueto, se las componía para servir las pirámides de
ciruelas reina Claudia sobre hojas de vid, presentaba los po-
tes de mermelada volcados sobre una fuente y hasta hablaba
de comprar enjuagatorios para los postres. De todo ello Bo-
vary obtenía grandes consideraciones.
Carlos concluía por estimarse más aún, puesto que poseía
una mujer semejante. Mostraba con orgullo dos pequeños
croquis al lápiz de ella, encuadrados en amplios marcos y
colgados del empapelado de la sala con largos cordones ver-
des. A la salida de misa se lo veía en la puerta de su casa, con
unas bonitas pantuflas bordadas.
Regresaba tarde, algunas veces a las diez de la. noche,
otras a las doce. Pedía entonces su cena, y como la criada
estaba ya acostada, Ema se la servía. Se quitaba la levita para
comer más a sus anchas y nombraba a todas las personas a
quienes había visto, las aldeas donde estuviera, las recetas

55
GUSTAVO FLAUBERT

escritas, y satisfecho comía el resto del guisado, descortezaba


un pedazo de queso o mordía una manzana, vaciaba el bote-
llón y luego iba a acostarse, se tendía de espaldas y roncaba..
Como durante mucho tiempo había usado un gorro de
dormir, el pañuelo de seda se le desacomodaba y por la ma-
ñana sus cabellos estaban revueltos y caían sobre su cara,
blanqueados por el plumón de la almohada, cuyos cordones
se desataban durante la noche. Calzaba siempre unas botas
rústicas, con dos espesos pliegues en el empeine torcidos
hacia los tobillos, en tanto que el centro se mantenía recto y
tenso como un pie de madera. Pretendía que eran bastante
buenas para el campo.
Su madre aprobaba estas economías; venía a verlos co-
mo antaño, cuando en su propio hogar se había, producido
alguna borrasca un tanto violenta; pero la señora Bovary
madre parecía prevenida contra su nuera. Le encontraba un
tipo demasiado distinguido para la situación económica de
ellos; la leña, el azúcar y las velas se derrochaban como en
una casa grande, y la cantidad de carbón quemado en la co-
cina hubiera bastado para cocinar veinticinco platos. Aco-
modaba la ropa interior en los armarios y enseñaba a Ema a
vigilar al carnicero cuando traía la carne. Ema escuchaba sus
lecciones; la señora Bovary las prodigaba, y las palabras ma-
dre mía, mi hija, se intercambiaban continuamente, acompa-
ñadas de un leve estremecimiento de los labios, porque
ambas decían el suave nombre con voz temblorosa de cóle-
ra.
En la época de la señora Dubuc, la anciana se sentía aún
la favorita; pero ahora el amor de Carlos hacia Ema le pare-

56
MADAME BOVARY

cía una deserción de su afecto, una intrusión en su propie-


dad; vigilaba la dicha de su hijo en triste silencio, como mira
el arruinado a través de los vidrios de la ventana a las gentes
sentadas a la mesa en su antiguo hogar. Le recordaba sus
penas y sacrificios, y comparándolos con las negligencias de
Ema llegaba a la conclusión de que no era razonable adorarla
de manera tan exclusiva.
Carlos no sabía cómo responderle; respetaba a su madre
y amaba infinitamente a su mujer; consideraba infalible el
juicio de aquélla, pero hallaba irreprochable a la otra. Cuan-
do la señora Bovary se marchaba, intentaba deslizar tímida-
mente, y repitiendo los términos, algunas de las anodinas
observaciones que escuchara a su madre; Ema, con una sola
palabra, le probaba su error y lo mandaba de vuelta a sus
enfermos.
Sin embargo, de acuerdo con teorías que aprobaba, Ema
quiso entregarse por amor. En el jardín, al claro de luna,
recitaba todas las apasionadas rimas que sabía de memoria y
le cantaba entre suspiros melancólicos adagios, pero al final
estaba tan tranquila como antes y Carlos no parecía ni más
enamorado ni más conmovido.
Después de haber, tratado de encenderse el corazón sin
provocar chispa alguna, incapaz por otra parte de compren-
der lo que no sentía ni de creer en lo que no se manifestaba
con formas convenidas, se persuadió sin esfuerzo de que la
pasión de Carlos nada tenía de exorbitante. Sus expansiones
se volvieron regulares: él la besaba a hora fijas. Era un hábito
como los otros, una especie de postre previsto de antemano,
tras la monotonía de la cena.

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GUSTAVO FLAUBERT

Un guardabosques a quien el médico curara de una


pleuresía regaló a la señora una lebrela italiana que ella llevó
consigo en sus paseos, porque salía algunas veces para estar
sola un instante y no tener siempre ante los ojos el eterno
jardín y la ruta polvorienta.
Iba hasta el bayal de Banneville, hasta el pabellón aban-
donado que cierra la línea de edificaciones en el extremo de
la campiña. En el foso, entre la hierba, crecen largos juncos
de hojas cortantes.
Comenzaba por mirar en torno para ver si nada había
cambiado desde la última vez que estuviera allí. Encontraba
en el mismo lugar las digitales y los alhelíes, las matas de
ortiga alrededor de las piedras y las manchas de liquen a lo
largo de las tres ventanas, cuyos postigos siembre cerrados se
deshacían en podredumbre sobre las barras de hierro oxida-
do. Su pensamiento, al principio sin meta, erraba al azar co-
mo su lebrela, que describía círculos por los campos, ladraba
tras las mariposas amarillas, cazaba musarañas, mordisquea-
ba amapolas al borde de un trigal. Luego sus ideas se fijaban
poco a poco, y sentada sobre el césped, que castigaba sua-
vemente con la punta de su sombrilla, Ema se repetía:
-¿Por qué, Dios mío, me he casado?
Se preguntaba si por distintas combinaciones casuales
no hubiera existido una posibilidad de conocer a otro hom-
bre; y trataba de imaginar cuáles hubieran sido esos aconte-
cimientos no sucedidos, esa vida diferente con un marido
desconocido. Todos, en efecto, no se parecían al suyo. Pudo
ser guapo, espiritual, distinguido, atrayente, como eran sin
duda los maridos de sus ex compañeras de convento. ¿Qué

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MADAME BOVARY

hacían ellas ahora? En la ciudad, con el ruido de las calles, el


zumbido de los teatros y las luces de los bailes, llevarían una
existencia que dilata el corazón y ensancha los sentidos. La
vida de ella era fría como un desván cuya lucerna da al norte,
y el aburrimiento, araña silenciosa, hilaba su tela en la som-
bra, en todos los rincones de su corazón. Recordaba los días
de distribución de premios, cuando subía al estrado para
recoger su pequeña corona. Con sus cabellos trenzados, su
vestido blanco y sus zapatos escotados de fieltro, estaba muy
bonita, y los señores se inclinaban para decirle cumplidos
cuando regresaba a su sitio; el patio estaba lleno de calesas, le
decían adiós a través de las portezuelas, el maestro de música
la saludaba al pasar con su caja del violín. ¡Qué lejos estaba
todo aquello! ¡Qué lejos!
Llamaba a Djali, la ponía sobre sus rodillas, acariciaba su
larga y fina cabeza y le decía:
- Vamos, besa a tu ama, tú que no tienes pesares.
Luego, analizando la cara melancólica del esbelto ani-
mal, que bostezaba lentamente, se enternecía, y comparán-
dolo a ella le hablaba en voz alta, como a un afligido que uno
consuela.
A veces soplaban ráfagas de viento, brisas del mar que
corrían veloces por la región de Caux, trayendo a los campos
lejanos su frescura salada. Los juncos silbaban ,al ras del
suelo y las hojas de las hayas rumoreaban con rápidos estre-
mecimientos, en tanto que las copas proseguían su gran
murmullo sin dejar de mecerse. Ema se ajustaba el chal a los
hombros y se ponía de pie.

59
GUSTAVO FLAUBERT

En la carretera, una luz verde filtrada por el follaje ilu-


minaba el musgo raso, que crujía suavemente bajo sus pies.
El sol se ocultaba, el cielo enrojecía entre las ramas y los
troncos parejos de los árboles plantados en línea recta se-
mejaban una oscura columnata destacada sobre un fondo de
oro; un temor la asaltaba, y llamando a Djali apuraba el paso
hacia Tostes por la carretera, se dejaba caer en un sillón y no
hablaba durante el resto de la noche.
Hacia fines de setiembre sucedió algo extraordinario en
su vida; fue invitada ala Vaubyessard, la casa del marqués de
Andervilliers.
Secretario de Estado durante la Restauración, el mar-
qués trataba de reingresar en la vida política y preparaba
despacio su candidatura para la Cámara de Diputados. En
invierno distribuía leña en abundancia y reclamaba con exal-
tación, en el .Consejo General, caminos para su sección.
Durante los grandes calores padeció un absceso en la boca,
del que lo curó Carlos como por milagro, con un oportuno
golpe de lanceta. El encargado de ira Tostes por el pago de
la intervención contó a su regreso que había visto unas so-
berbias cerezas en el jardincito del médico. Los cerezos cre-
cían malamente en la Vaubyessard, y el señor marqués, por
consiguiente, pidió algunos brotes a Bovary y creyó su deber
agradecérselos en persona. Conoció a Ema, juzgó que tenia
bonita figura y que no saludaba como una campesina; y así
fue como en el castillo no consideraron transgresión a los
limites de la condescendencia ni tampoco una torpeza el
invitar al joven matrimonio.

60
MADAME BOVARY

Un miércoles a las tres de la tarde, el señor y la señora


Bovary, instalados en su boc, partieron hacia la Vaubyessard
con una gran maleta atada en la parte posterior del carrico-
che y una sombrerera colocada en el pescante. Además, pu-
sieron una caja entre las piernas de Carlos.
Llegaron a la caída de la noche, cuando comenzaban a
encender los faroles en el parque para iluminar a los carrua-
jes.

61
GUSTAVO FLAUBERT

VIII

El castillo, de construcción moderna, italiana, con sus


dos alas delanteras y tres pórticos, se extendía al fondo de
una inmensa pradera donde pastaban algunas vacas entre
grupos de árboles espaciados, en tanto, que filas de arbustos,
rododendros, jeringuillas y bolas de nieve arqueaban sus
manojos de desigual verdor sobre la línea curva del enarena-
do camino. Bajo un puente corría un arroyo; a través de la
bruma se divisaban edificaciones con techo de paja esparci-
das en la pradera, bordeada en suave pendiente por dos coli-
nas boscosas, y detrás, en el boscaje, se alzaban las líneas
paralelas de las cocheras . y las caballerizas, restos del anti-
guo castillo demolido.
El boc de Carlos se detuvo junto al nórtico central; apa-
recieron algunos criados; se adelantó el marqués, y ofrecien-
do su brazo a la mujer del médico, la introdujo en el
vestíbulo.
Tenia éste piso de mármol; alto de techo, el ruido de los
pasos y las voces resonaba como en el interior de una iglesia.

62
MADAME BOVARY

AL frente ascendía una escalera recta, y a la izquierda una.


galería que comunicaba con el jardín conducía a la sala de
billares desde donde llegaba el rumor de las carambolas de
las bolas de marfil a través de la puerta. AL atravesarla para
entrar en la sala Ema vio en torno de la mesa de juego a
unos hombres de rostros graves con la barbilla apoyada so-
bre altas corbatas, que sonreían callados mientras movían sus
tacos. Sobre el oscuro enmaderado del zócalo había grandes
cuadros dorados con nombres escritos en letras negras en el
borde inferior de los marcos. Ema leyó: "Juan Antonio de
Andervilliers d'Yverbonville, conde de la Vaubyessard y ba-
rón de la Fresnaye, muerto en la batalla de Coutras el 20 de
octubre de 1587." Y en otro:
"Juan Antonio Enrique Guido de Andervilliers de la
Vaubyessard, almirante de Francia y caballero de la orden de
San Miguel, herido en el combate de Hougue-Saint-Vaast el
29 de mayo de 1692, muerto en la Vaubyessard el 23 de ene-
ro de 1693.”
Apenas se distinguía a los siguientes, porque la luz de las
lámparas caía sobre el paño verde del billar dejando flotar las
sombras en el cuarto. Bruñía las telas horizontales y se que-
braba en finas aristas contra ellas, siguiendo las grietas del
barniz; de los grandes cuadros negros bordeados de oro sur-
gía, aquí y allá, una porción más clara de pintura, una frente
pálida dos ojos que lo contemplaban a uno, pelucas desple-
gadas sobre los empolvados hombros de las rojas chaquetas
o el lazo de una jarretera en lo alto de una rechoncha panto-
rrilla.

63
GUSTAVO FLAUBERT

El marqués abrió la puerta de la sala; una señora se puso


de pie (la propia marquesa) y fue al encuentro de Ema, ha-
ciéndola sentar a su lado en un confidente, donde comenzó a
hablarle amistosamente, como si la conociera desde mucho
tiempo atrás.
Era una mujer de unos cuarenta años, hermosos hom-
bros, nariz convexa, voz monótona; ese día lucía sobre sus
cabellos castaños un sencillo pañuelo de encaje que caía en
triángulo por detrás. A su lado, había una joven rubia, senta-
da en una silla de alto- respaldar; en torno de la chimenea
unos señores de florecilla en el ojal conversaban con las se-
ñoras.
A las siete sirvieron la comida. Los hombres, más nu-
merosos, tomaron asiento en la primera mesa, en el vestíbu-
lo; las señoras en la segunda, en el comedor, con el marqués
y la marquesa.
Al entrar, Ema se sintió envuelta por una cálida vahara-
da, mezcla del perfume de las flores y de la buena mantelería,
el vaho de las carnes y el olor de las trufas. Las velas de los
candelabros arrojaban sus luces sobre las fuentes de plata;
los cristales tallados cubiertos de un vapor mate reflejaban
pálidos rayos; a lo largo de la mesa se alineaban los ramos de
flores, y en los platos de ancho borde las servilletas, dobladas
como bonete de obispo, mostraban un panecillo de forma
oval, entre la abertura de sus pliegues. Las patas rojas de los
cangrejos desbordaban de las fuentes, y en cestas caladas se
apilaban sobre el musgo hermosas frutas. Con sus medias dé
seda su calzón corto, corbata blanca y chorrera, serio como
un juez, el maestresala pasaba entre los hombros de los con-

64
MADAME BOVARY

vidados las porciones ya cortadas, y servía de una cucharada


el trozo elegido. Una estatua femenina tapada hasta la barbi-
lla miraba inmóvil la sala llena de gente desde lo alto de la
gran estufa de porcelana con varillas de cobre. La señora
Bovary observó que muchas de las da mas habían evitado
tocar sus copas.
En el otro extremo de la mesa, solo entre toda las muje-
res, inclinado sobre su bien colmado plato con la servilleta
atada al cuello como un niño, comía un anciano de cuya bo-
ca chorreaban gotas d salsa. Tenía múltiples arrugas alrede-
dor de los ojos llevaba una coleta sujeta con cinta negra. Era
el suegro del marqués, el viejo duque de Laverdiére, ex favo-
rito del duque de Artois en los tiempos de las cacerías en los
bosques de Vaudreuil, en casa del marqués de Conflans,
según se decía amante de la reina María Antonieta, entre los
señores de Coigny y de Lauzun. Había llevado una ruidosa
vida de excesos, llena de duelos, apuestas, mujeres raptadas,
devorado su fortuna y aterrado a su familia entera. Detrás de
su silla un criado le nombraba en voz alta, oído, los platos
que, balbuceando, señalaba él con su dedo; los ojos de Ema
no se apartaban de ese anciano de labio colgante, como si
fuera algo extraordinario y augusto. ¡Había vivido en la corte
y dormido un lecho de reina!
Sirvieron champaña helado. Ema se estremeció pies a
cabeza al sentir ese frío en su boca. Jamás había visto grana-
das ni comido ananá. Hasta el azúcar en polvo le parecía más
blanca y fina que otras partes.
Después las damas subieron a sus cuartos a prepararse
para el baile.

65
GUSTAVO FLAUBERT

Ema se vistió con la meticulosa conciencia de una actriz


en la noche de su iniciación. Acomodó sus cabellos siguien-
do las instrucciones del peluquero y se puso su vestido de
barége, desplegado sobre la cama. El pantalón de Carlos le
apretaba el vientre.
- Las trabillas van a incomodarme cuando baile - dijo.
-¿Cuando bailes? - replicó Ema.
-¡Claro!
- Pero ¿te has vuelto loco?; se burlarían de ti; quédate
sentado. Además, es más conveniente para un médico -
agregó ella.
Carlos calló. Se paseaba por el cuarto aguardando que
ella terminara de vestirse.
La veía de espaldas en el espejo, entre dos blandones.
Sus ojos negros parecían más negros. Sus crenchas, suave-
mente ahuecadas sobre las orejas, brillaban con destellos
azules; en el moño temblaba una rosa sobre su tallo móvil
con artificiales gotas de agua en el extremo de los pétalos.
Ema llevaba un vestido de color azafrán pálido, adornado
con tres ramos de pimpollos de rosa entre hojas verdes.
Carlos se acercó y besó su hombro.
-¡Déjame! - dijo ella -, ¡me ajas el vestido!
Se oyó un retornelo de violín y el sonar de un cuerno de
caza. Ema descendió la escalera conteniéndose para no co-
rrer.
Habían comenzado las cuadrillas, la gente llegaba, todos
se empujaban. Ema se sentó en una banqueta junto a la
puerta.

66
MADAME BOVARY

Cuando concluyó la contradanza el entarimado quedó


libre para los grupos de señores que charlaban de pie y para
los criados de librea, portadores de grandes fuentes. En la
línea de mujeres sentadas se agitaban los abanicos pintados;
las ramos ocultaban a medias las sonrisas de los rostros, y los
frascos con tapón de oro se movían entre manos semi-
abiertas, con uñas que marcaban los guantes blancos ajusta-
dos a las muñecas. Los adornos de puntilla, los broches de
diamantes, los brazaletes con medallón temblaban en los
corpiños, brillaban sobre los pechos, retiñían sobre los bra-
zos desnudos. Los cabellos pegados sobre las frentes y retor-
cidos en las nucas lucían formando coronas, racimos o
ramos de nomeolvides, jazmines, flores de granado, espigas
o azulejos. Pacíficas en sus asientos, las madres, de severo
gesto, llevaban turbantes rojos.
El corazón de Ema latía con cierta fuerza cuando su ca-
ballero, llevándola de la punta de los dedos, la condujo hasta
la fila para esperar la señal del baile. Pronto la emoción se
desvaneció y balanceándose al ritmo de la orquesta se deslizó
hacia adelante moviendo ligeramente el cuello. Ciertas deli-
cadezas del violín hacían subir una sonrisa a sus labios,
cuando tocaba un solo y los otros instrumentos callaban; se
oía el nítido ruido de los luises de oro desparramándose so-
bre el tapete en el cuarto contiguo; después la trompeta lan-
zaba un sonoro acorde y todo recomenzaba; los pies volvían
a moverse a compás, se inflaban y se rozaban las faldas, se
tocaban las manos para apartarse luego y los ojos, que antes
miraban al suelo, volvían ahora a buscar las miradas.

67
GUSTAVO FLAUBERT

Algunos hombres (unos quince en total), de veinticinco


a cuarenta años, diseminados entre los bailarines o charlando
en el vano de las puertas se distinguían de la multitud por su
aire de familia, a pesar de sus diferencias de edad, de ropaje o
de figura.
Sus trajes, mejor cortados, parecían de un paño más fle-
xible, y en sus cabellos peinados con rizos en las sienes bri-
llaban pomadas más finas. Tenían el tinte de la riqueza, esa
tez blanca realzada por la palidez de la porcelana, los reflejos
del raso, el barniz de los muebles finos y cuya salud mantie-
ne un régimen discreto de exquisitos alimentos. Sus pescue-
zos se movían cómodamente dentro de las flojas corbatas,
sus patillas caían sobre un cuello volcado, y se secaban los
labios con pañuelos de gran inicial bordada, de las que bro-
taba un suave aroma. Los que empezaban a envejecer tenían
un aspecto juvenil, en tanto que una cierta madurez se pro-
pagaba por las caras de los jóvenes. En sus miradas indife-
rentes flotaba la quietud de las pasiones saciadas a diario; y a
través de sus dulces maneras se advertía la particular brutali-
dad que otorga el dominio de las cosas fáciles a medias, en
las que la fuerza se ejercita o la vanidad se complace, el ma-
nejo de los caballos de raza y la compañía de las mujeres
perdidas.
A unos tres pasos de Ema un caballero de traje azul,
hablaba de Italia con una joven y pálida señora que lucía un
aderezo de perlas. Alababan el tamaño de las columnas de
San Pedro, el Tívoli, el Vesubio, Castellamare y los Cassines,
las rosas de Génova, el Coliseo al claro de luna. Ema escu-
chaba con el otro oído una conversación llena de palabras

68
MADAME BOVARY

que no comprendía. Rodeaban a un hombre muy joven que


la semana anterior había vencido a Miss Arabella y a Romu-
lus y ganando dos mil luises saltando un foso, en Inglaterra.
Uno se quejaba de que los corredores engordaban, otro de
ciertas faltas de imprenta que habían desnaturalizado el
nombre de su caballo.
El aire era pesado en la sala de baile, las lámparas pali-
decían. El reflujo iba hacia la sala de billar. Un criado trepó a
una silla y rompió dos de los cristales; al ruido de vidrios
rotos Ema volvió la cabeza y vio en el jardín, pegados a la
ventana, rostros curiosos de campesinos. La asaltó entonces
el recuerdo de los Bertaux. Volvió a ver la granja, la charca
fangosa, a su padre de blusa bajo los manzanos, y se vio otra
vez descremando con sus dedos las vasijas de leche en la
lechería. Pero los fulgores de la hora presente desvanecían
por completo su vida pasada, tan clara hasta entonces, y
hasta dudaba de haberla vivido. Estaba allí; en torno del baile
sólo había sombras desplegadas sobre el resto. Comía enton-
ces un helado al marrasquino que sostenía su mano izquierda
dentro de un platillo de plata sobredorada y entrecerraba los
ojos con la cucharilla apretada entre sus dientes.
Una señora a su lado dejó caer su abanico al tiempo que
pasaba uno de los bailarines.
- Señor, tenga la bondad de recoger mi abanico, que ha
caído detrás de ese sofá - dijo la dama.
El señor se inclinó, y mientras estiraba el brazo Ema vio
cómo la mano de la joven señora arrojaba dentro de su
sombrero una cosa blanca plegada triangularmente. AL de-
volver el abanico a la señora, el caballero se lo ofreció con

69
GUSTAVO FLAUBERT

mucho respeto; ella le dio las gracias con un movimiento de


cabeza y siguió aspirando el perfume de su ramo.
Después de la cena, en la que hubo abundantes vinos de
España y el Rin, sopa de cangrejos y de leche de almendras,
budines a la Trafalgar y fuentes con toda clase de carnes frías
rodeadas de temblorosas gelatinas, los carruajes comenzaron
a partir uno tras otro. Levantando un poco la cortina de mu-
selina se veía desfilar en la sombra la luz de sus linternas. Las
banquetas se aclararon, sólo quedaban algunos jugadores, los
músicos refrescaban con la lengua las yemas de los dedos;
Carlos, apoyado de espaldas contra una puerta, dormitaba.
A las tres de la madrugada se inició el cotillón. Ema no
sabía vallar. Todos vallaban, hasta la señorita de Andervilliers
y la marquesa; quedaban solamente los huéspedes del casti-
llo, aproximadamente unas doce personas.
Uno de los bailarines de vals, a quien familiarmente lla-
maban vizconde, cuyo chaleco muy abierto parecía tallado
sobre el pecho, vino por segunda vez a invitar a la señora
Bovary, asegurándole que la guiaría y que saldría bien del
paso. Empezaron lentamente, luego más rápido. Giraban:
todo daba vueltas a su alrededor, las lámparas, los muebles,
los zócalos, el entarimado, como un disco sobre su eje.
Cuando pasaban por las puertas, los bajos del vestido de
Ema rozaban el pantalón, sus piernas se tocaban; él bajaba
los ojos hacia ella, ella los alzaba hacia él, y presa de una es-
pecie de sopor se detuvo. Reanudaron el baile; con un mo-
vimiento más rápido el vizconde la arrastró, desapareció con
ella en el extremo de la galería, donde, jadeante, Ema estuvo
a punto de caer; por un momento apoyó la cabeza contra el

70
MADAME BOVARY

pechó de él. Luego, girando siempre, aunque con más lenti-


tud, la recondujo a su asiento; ella se dejó caer contra la pa-
red y se cubrió los ojos con la mano.
Cuando volvió a abrirlos, en el centro del salón una da-
ma sentada en un taburete tenía delante a tres bailarines de
rodillas. Eligió al vizconde y el violín inició nuevamente la
danza.
Los miraban. Iban y venían, ella con el cuerpo inmóvil y
la barbilla gacha, él siempre en la misma postura, arqueado el
talle, el brazo curvado, la boca proyectada hacia adelante.
¡Esa sí que sabía bailar! Siguieron valsando un largo rato,
fatigando a las otras parejas.
Se charló un poco más y luego de las despedidas, mejor
dicho de los buenos días, los huéspedes del castillo fueron a
acostarse.
Carlos se arrastraba por las escaleras, se le doblaban las
rodillas. Había pasado cinco horas seguidas de pie ante las
mesas mirando jugar al whist, sin entender ni jota. Cuando
se quitó las botas lanzó un suspiro de satisfacción.
Ema se echó un chal sobre los hombros y abrió la ven-
tana pata asomarse.
La noche era oscura. Caían algunas gotas de lluvia. Ella
aspiró un viento húmedo que le refrescaba los párpados.
Todavía la música del vals zumbaba en sus oídos y hacía
esfuerzos por mantenerse despierta, para prolongar la ilusión
de esa vida lujosa que debería abandonar en seguida.
Se hizo de día. Ema contempló detenidamente las ven-
tanas del castillo tratando de adivinar cuáles eran los cuartos
que llamaran su atención la víspera.

71
GUSTAVO FLAUBERT

Hubiera querido conocer sus existencias, penetraren


ellas y confundirse.
Pero tiritaba de frío. Se desvistió y se acurrucó entre las
sábanas junto a Carlos dormido.
Hubo mucha gente para el almuerzo, que duró diez mi-
nutos; no sirvieron ningún licor, cosa que sorprendió al mé-
dico. Luego la señorita de Andervilliers recogió migas de
bizcocho en un delantal para llevarlas a los cisnes de la
fuente y todos fueron a recorrer el invernáculo, donde extra-
ñas plantas erizadas de púas se apilaban en pirámides bajo
unos tiestos colgantes, semejantes a nidos de serpientes muy
llenos, de cuyos bordes escapaban largos cordones verdes
entrelazados. En el fondo el naranjal proveía hasta al perso-
nal inferior del castillo.
Para divertir a Ema el marqués la llevó a visitar las caba-
llerizas. Por encima de los pesebres en forma de cesto unas
placas de porcelana llevaban inscriptos en letras negras los
nombres de los caballos.
Cuando pasaba junto a ellos los animales se agitaban en
sus establos chasqueando la lengua. El piso de tablas de la
guarnicionería brillaba como el entarimado de una sala. Los
arneses de los carruajes ocupaban el centro sobre dos co-
lumnas giratorias, y los frenos, látigos, estribos y barbadas se
alineaban a lo largo del muro.
Carlos pidió a uno de los lacayos que atara su boc.
Lo llevaron al pie del pórtico, y como todos los paque-
tes estaban ya acomodados en su interior, los esposos Bo-
vary se despidieron cortésmente del marqués y de la
marquesa y partieron en dirección a Tostes.

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MADAME BOVARY

Ema, en silencio, contemplaba el girar de las ruedas.


Carlos, sentado en el borde de la banqueta, conducía con los
brazos separados del cuerpo y el caballejo iba a paso de an-
dadura entre las varas, demasiado amplias para su tamaño.
Las flojas riendas caían sobre su anca, mojadas de espuma, y
la caja atada en la parte posterior del carricoche golpeaba a
intervalos regulares la carrocería.
Atravesaban las alturas de Thibourville cuándo los cru-
zaron de pronto dos jinetes que reían, fumando grandes ci-
garros. A Ema le pareció reconocer a al vizconde; se volvió y
sólo distinguió en el horizonte el movimiento de las cabezas
subiendo y bajando al compás desigual del trote o del galope.
Un cuarto de legua más allá fue necesaria detenerse para
sujetar con una cuerda la reculada, que se había roto.
Al echar un último vistazo a los arneses, Carlos vio algo
en el suelo, entre las patas del caballo, y recogió una cigarrera
de seda verde, con blasón en el centro, como la portezuela
de un carruaje.
- Tiene dos cigarros dentro - dijo -; los guardaré para
esta noche, después de la comida.
-¿Cómo, ahora fumas? - preguntó Ema.
- Algunas veces, cuando se presenta la ocasión.
Metió su hallazgo en el bolsillo y castigó al caballejo.
Cuando llegaron a casa la comida no estaba lista. La se-
ñora se enojó. Nastasia respondió insolentemente.
-¡Váyase! - dijo Ema -. Eso es burlarse de mí, considére-
se despedida.

73
GUSTAVO FLAUBERT

Había como cena sopa de cebollas acompañada de un


trozo de ternera al ajo. Carlos, sentado frente a Ema, dijo
frotándose las manos con expresión alegre:
-¡Qué placer estar de nuevo en casita!
Se oían los sollozos de Nastasia. El sentía un cierto
afecto por esa pobre muchacha. En otros tiempos lo había
acompañado muchas noches durante su ociosa viudez. Era
su primera parroquiana, su más antigua conocida en la co-
marca.
-¿La has echado en serio? - preguntó por fin.
- Sí, ¿por qué no? -- respondió Ema.
Después se calentaron en la cocina mientras les prepa-
raban el cuarto. Carlos se dedicó a fumar. Lo hacía adelan-
tando los labios, escupiendo continuamente, retrocediendo a
cada bocanada.
- Te hará daño - dijo ella con desdén.
Carlos dejó su cigarro y corrió a la bomba a beber un
vaso de agua fría. Ema tomó la cigarrera y la arrojó al fondo
del armario.
El día siguiente fue muy largo. Ema se paseó por el jar-
dincillo, recorriendo los mismos senderos, deteniéndose ante
los canteros, el espaldar, el cura de yeso, y examinó con
asombro esas cosas que le eran tan conocidas. ¡Qué lejos
estaba el baile ya! ¿Quién apartaba a tanta distancia la maña-
na de anteayer y la tarde de hoye Su viaje a la Vaubyessard
había hecho un hueco en su vida, como esas grandes pozos
que las tormentas cavan en una sola noche en las montañas.
Sin embargo, se resignó: guardó piadosamente en la cómoda
su lindo vestido y sus zapatos de raso cuyas suelas tiñera de

74
MADAME BOVARY

amarillo la resbaladiza cera del entarimado. Otro tanto ocu-


rría con su corazón: al frote de la riqueza, algo que ya no lo
abandonaría lo recubría.
El recuerdo del baile se convirtió en una ocupación para
Ema. Todos los miércoles se decía al despertar: "¡Ah, hoy
hace ocho días..., hoy hace quince días..., hoy hace tres se-
manas... que yo estuve allí!" Poco a poco las fisonomías se
confundieron en su memoria; olvidó el ritmo de las contra-
danzas; dejó de ver con claridad las libreas y las habitaciones,
y algunos detalles se perdieron pero conservó su nostalgia.

75
GUSTAVO FLAUBERT

IX

Cuando Carlos salía, ella solía buscar en el armario, en-


tre las prendas de ropa donde la dejara, la cigarrera de seda
verde.
La contemplaba, la abría, husmeaba el olor del forro,
mezcla de verbena y de tabaco. ¿A quién pertenecería?.. Al
vizconde. Quizá fuera un regalo de su querida. La cifra ha-
bría sido bordada en algún bastidor de palo de rosa, delicado
mueble oculto a todas las miradas, que reclamara muchas
horas y sobre el cual se inclinaran los suaves rizos de la pen-
sativa obrera. Por las mallas del cañamazo había pasado un
soplo de amor; cada pinchazo de la aguja fijó una esperanza
o un recuerdo, y esos hilos de seda entrelazados eran la con-
tinuidad de una misma pasión callada. Y luego, cierto día, el
vizconde se llevó la labor a su casa. ¿De qué habrían hablado
mientras la cigarrera permanecía sobre las chimeneas de am-
plio mantel, entre los vasos de flores y los relojes Pompa-
dour? Ella estaba ahora en Tostes, él en París, ¡tan lejos!
¿Cómo sería París? ¡Qué nombre más desmesurado! Ema lo

76
MADAME BOVARY

repetía en voz baja para complacerse; ¡sonaba en sus oídos


como campana de catedral! ¡Flameaba ante sus ojos hasta en
las etiquetas de los potes de pomada!
Por las noches, cuando los pescaderos pasaban en sus
carretas bajo su ventana cantando la Marjolaine, Ema des-
pertaba, y al escuchar el ruido de las ruedas de hierro, que
pronto se amortiguaba sobre la tierra, a la salida del pueblo,
pensaba:
- Mañana estarán allá.
Los seguía con el pensamiento, subiendo y bajando las
cuestas, atravesando las aldeas, desfilando por la carretera
principal a la luz de las estrellas. Al final de una indetermina-
da distancia había un confuso lugar donde su sueño expira-
ba.
Compró un plano de París y con el dedo sobre el mapa
recorría la capital. Subía por los bulevares deteniéndose en
todas las esquinas de las calles, ante los blancos cuadros que
representaban las casas. Por fin, con los ojos cansados, ce-
rraba los párpados y veía los picos de gas retorciéndose al
viento en la oscuridad y los estribos de las calesas desplega-
dos con gran estruendo ante el peristilo de los teatros.
Se abonó al Cestillo, diario femenino, y al Silfo de los
Salones. Devoraba sin perder detalle las crónicas de los es-
trenos, las carreras y las veladas, se interesaba por la presen-
tación de una cantante o la inauguración de una tienda.
Conocía las nuevas modas, la dirección de los buenos sas-
tres, los días del Bosque o de la Opera. Estudió en Eugenio
Sue descripciones de moblajes, leyó a Balzac y a Jorge Sand,
buscando en ellos saciedades imaginarias para sus codicias

77
GUSTAVO FLAUBERT

personales. Llevaba el libro a la mesa y volvía las páginas


mientras Carlos comía y le dirigía la palabra. El recuerdo del
vizconde se presentaba sin cesar durante sus lecturas. Ema
establecía contactos entre él y los personajes inventados.
Pero el círculo cuyo centro era él poco a poco se ensanchó a
su alrededor, y su aureola, apartándose de su figura, se des-
plegó más lejos, iluminando otros sueños.
París, más vasto que el océano, espejeaba ante los ojos
de Ema, en una atmósfera bermeja. La populosa vida que se
agitaba en ese tumulto estaba, no obstante, dividida en partes
clasificada en cuadros distintos. Ema sólo percibía dos o
tres, que ocultaban al resto y representaban por sí solos a la
humanidad entera. El mundo de los embajadores caminaba
sobre relucientes pisos en salones con revestimiento de es-
pejos, en torno de mesas ovales cubiertas de una carpeta de
terciopelo can flecos dorados. Allí había vestidos de cola,
grandes misterios angustias disimuladas bajo las sonrisas.
Luego venía el mundo de las duquesas; todos eran pálido: se
levantaban a las cuatro de la tarde; las mujeres ¡esos pobres
ángeles!, lucían encajes de Inglaterra en los ruedos de sus
enaguas, y los hombres, de méritos ignorados bajo su apa-
riencia fútil, reventaban caballos en sus cabalgatas, pasaban
la temporada de, verano en Bade y se casaban con herederas
al cumplir los cuarenta años. En los reservados de los restau-
rantes donde se cena después de medianoche, ala luz de las
velas, reía la muchedumbre abigarrada de los literatos y las
actrices. Ellos eran pródigos como reyes, llenos de ambicio-
nes ideales y de fantásticos delirios. Era una existencia por
encima de las demás, entre el cielo y la tierra, entre tempes-

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MADAME BOVARY

tades, algo sublime. El resto del mundo se perdía, sin lugar


preciso, como si no existiera. Su pensamiento se apartaba de
las cosas cuanto más próximas estaban. Todo lo que la ro-
deaba, la aburrida campiña, los imbéciles pequeños burgue-
ses, la mediocridad de la existencia, le parecía una excepción
en el mundo, un azar particular que la convertía en su presa,
en tanto que más allá se extendía ilimitadamente el inmenso
país de las dichas y las pasiones. Su deseo confundía las sen-
sualidades del lujo con las alegrías del corazón, la elegancia
de las maneras con las delicadezas del sentimiento. ¿Acaso
no reclamaba el amor, como las plantas indígenas, un terreno
preparado, una temperatura particular? Los suspiros al claro
de luna, los largos abrazos, las lágrimas que ruedan sobre las
manos abandonadas, las fiebres de la carne y las languideces
de la ternura eran inseparables del balcón de los grandes
castillos plenos de ocios, de los tocadores con cortinados de
seda Y espesas alfombras, las jardineras colmadas, el lecho
sobre una tarima, y también del centelleo de las piedras pre-
ciosas y de las alamares de las libreas.
El muchacho de la posta, que venía todas las mañanas a
dar el pienso a la yegua, atravesaba el corredor con sus pesa-
dos zuecos, su blusa tenía agujeros, sus pies estaban desnu-
dos dentro de los zapatos. ¡Vaya botones de calzón corto
con el que debía conformarse! Terminada la tarea, no se pre-
sentaba más durante el día, porque Carlos, a su regreso, lle-
vaba en persona el caballo al establo, lo desensillaba y lo
ataba, mientras la criada traía un haz de paja y lo tiraba como
podía dentro del comedero.

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GUSTAVO FLAUBERT

Para remplazara Nastasia (que por fin se marchó de


Tostes llorando a mares), Ema tomó a su servicio a una jo-
vencita de catorce años, huérfana Y de dulce semblante. Le
prohibió las cofias de algodón, le enseñó a hablar en tercera
persona, a servir un vaso de agua sobre un plato, a llamar a
las puertas antes de entrar, a planchar, almidonar, a vestirla,
pretendiendo convertirla en camarera. La nueva criada obe-
decía sin chistar para no ser despedida, y como la señora
solía dejar la llave puesta en la alacena, todas las noches Feli-
citas sacaba una pequeña provisión de azúcar que comía a
solas, en su cama, después de rezar sus oraciones.
Algunas veces por las tardes cruzaba enfrente para ha-
blar con los postillones. La señora estaba arriba, encerrada
en su habitación.
Llevaba una bata de entrecana, abierta, que dejaba ver
entre las amplias solapas cruzadas del corpiño una camisa
plegada con tres botones de oro, la cintura ajustada por un
cordón de gruesas borlas y sus pequeñas pantuflas de color
granate tenían un moño de anchas cintas que ocupaba todo
el empeine. Se había comprado un papel secante, papel de
cartas, una lapicera y sobres, aunque no tuviera a quién es-
cribir; quitaba el polvo de su repisa, se miraba al espejo, to-
maba un libro, luego se ponía a soñar entrelíneas y lo dejaba
caer sobre su regazo. Anhelaba hacer un viaje o regresar a su
convento. Deseaba a la vez morir y vivir en París.
Bajo la lluvia y la nieve, Carlos cabalgaba por los atajos y
las veredas. Comía tortillas en la mesa de los labradores, me-
tía el brazo en lechos húmedos, recibía en plena cara el tibio
chorro de las sangrías, escuchaba estertores, examinaba pa-

80
MADAME BOVARY

langanas, destapaba mucha ropa sucia; pero todas las noches


encontraba un fuego ardiendo, la mesa servida, muebles có-
modos, y una mujer bien vestida y con un perfume tan fres-
co que no se sabía de dónde venía el olor o si era su piel lo
que perfumaba su camisa.
Lo deleitaba con muchas delicadezas; ora una nueva
manera de recortar arandelas de papel para los candeleros,
ora un volante cambiado en su vestido, o el extraordinario
nombre de un plato muy simple que la criada había echado a
perder, pero que Carlos engullía con placer. En Ruán vio que
algunas señoras usaban dijes en sus relojes y se compró dijes.
Quiso dos grandes floreros de vidrio azul para la chimenea y
poco después un costurero de marfil con dedal de plata so-
bredorada. Carlos comprendía cada vez menos esas elegan-
cias, aunque sentía cada vez más su seducción. Añadían algo
al placer de los sentidos y a la dulzura de su hogar. Una es-
pecie de polvo dorado enarenaba el trayecto del corto sende-
ro de su vida.
Tenía buena salud y buen aspecto; su reputación estaba
asentada. Los campesinos lo querían porque' no era orgullo-
so. Acariciaba a los niños, jamás pisaba la taberna y además
inspiraba confianza por su moralidad. Sobre todo, tenia éxito
en la curación de catarros y enfermedades pulmonares. Por-
que sentía mucho miedo de matar a sus clientes, Carlos sólo
ordenaba pociones calmantes; rara vez un emético, un baño
de pies o una sangría. No le asustaba la cirugía, hacia sangrías
en abundancia, y para extraer muelas y dientes tenía una en-
diablada muñeca.

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GUSTAVO FLAUBERT

Por fin, para estar al corriente, se abonó a la Colmena


médica, nuevo periódico cuyo prospecto había recibido.
Después de la comida leía un poco, pero el calor del cuarto,
unido a la digestión, lo hacia dormitar al cabo de cinco mi-
nutos; y se quedaba con la barbilla apoyada en ambas manos
y los cabellos sueltos como crines, rozando el pie de la lam-
para. Ema lo miraba y se encogía de hombros. ¿Por que no
le había tocado por marido uno de esos hombres de tacitur-
nas ardores que durante la noche trabajan sobre sus libros y
a los sesenta años, cuando llega la edad de los reumatismos,
lucen una condecoración sobre su mal cortada chaqueta?
Hubiera querido que el nombre de Bovary, que era el suyo,
fuera ilustre, verlo en los escaparates de los libreros, repetido
en los diarios, conocido en toda Francia. ¡ Pero Carlos carecía
de ambiciones! Un médico de Yvetot con quien poco tiempo
atrás celebrara una consulta lo había humillado un tanto, a la
cabecera del lecho del enfermo y delante de los parientes
reunidos. Cuando par la noche Carlos le contó la anécdota,
Ema se enojó mucho con el colega. Carlos se enterneció y
con lágrimas en los ojos le besó la frente. Pero Ema, exaspe-
rada de vergüenza, sentía ganas de pegarle y salió al corredor,
abrió la ventana y respiró el aire fresco para calmarse.
-¡Qué pobre diablo, qué pobre diablo! - decía por lo
bajo mordiéndose los labios.
Cada vez la irritaba más; con el tiempo adquiría modales
toscos; cortaba a los postres los corchos de las botellas va-
cías; se limpiaba los dientes con la lengua después de las co-
midas; cuando cotufa la sopa hacía gorgoritos a cada
cucharada, y como empezaba a engordar, sus ajos, pequeños

82
MADAME BOVARY

de suyo, parecían estirarse hacia las sienes debido a la hin-


chazón de los pómulos.
Alguna vez, Ema le metía dentro del chaleco el borde
rajo de sus prendas tejidas, le ajustaba la corbata o le quitaba
los guantes desteñidos que él se disponía a calzarse; y no lo
hacía por el, como Carlos suponía, sino por ella misma, por
expansión de egoísmo, por irritación nerviosa. Otras, le ha-
blaba de sus lecturas, un pasaje de novela, una nueva obra de
teatro o la anécdota del gran mundo que contaba el folletín;
porque al fin y al cabo Carlos era alguien, un oído siempre
abierto, una aprobación siempre pronta. ¡Le hacía tantas
confidencias a su lebrela! Hubiera hecho confidencias a los
leños de la chimenea y al péndulo del reloj.
Sin embargo, en el fondo de su alma esperaba un acon-
tecimiento. Como los marineros en desgracia, paseaba por la
soledad de su vida una mirada desesperada, buscando a lo
lejos una vela blanca entre las brumas del horizonte. No
sabía cuál sería el azar, el viento que la llevaría hasta ella, la
ribera hacia donde iría, si sería chalupa o bajel de tres puen-
tes, con carga de angustias o lleno de dicha hasta la portaño-
la. Pero por las mañanas al despertar lo esperaba con el
nuevo día y escuchaba los rumores, levantándose luego so-
bresaltada y sorprendida al ver que nada ocurría; después, a
la oración, cada vez más triste, deseaba que llegara el día
siguiente.
Reapareció la primavera. Cuando florecieron los perales,
Ema sintió sofocaciones con la llegada de los primeros calo-
res.

83
GUSTAVO FLAUBERT

Desde el comienzo de julio contaba con los dedos las


semanas que faltaban para que llegara octubre, suponiendo
que el marqués de Andervilliers, daría quizá otro baile en la
Vaubyessard, pero transcurrió setiembre sin cartas ni visitas.
Tras el disgusto de esa decepción, su corazón quedó
otra vez vacío y recomenzó la serie de jornadas iguales.
¡Seguirían así siempre, en fila, parejas, innumerables, sin
aportar nada! Las otras existencias, a pesar de su chatura,
tenían por lo menos la oportunidad de un acontecimiento.
Alguna aventura solía aportar infinitas peripecias y el deco-
rado cambiaba. A ella no le sucedía nada. ¡Diosa lo había
querido! El porvenir era un negro corredor con puerta bien
cerrada al fondo.
Ema abandonó la música. ¿Para qué tocar? ¿Quién la
escucharía? Puesto que jamás podría, con vestido de tercio-
pelo de mangas cortas, ante un piano Erard, en un concierto,
tocando con sus dedos livianos las teclas de marfil, sentir a
su alrededor como una brisa, un murmullo de éxtasis, no
valía la pena aburrirse estudiando. Guardó en el armario sus
cartulinas y su bordado. ¿Para qué? ¿Para qué? La costura la
irritaba.
"He leído todo", se decía.
Y pasaba las horas calentando las pinzas en la chimenea
o mirando caer la lluvia.
¡Qué triste estaba los domingos cuando oía tocara víspe-
ras! Con atento estupor escuchaba uno tras otro los tañidos
de la cascada campana. Por los tejados andaba lentamente
.algún gato arqueando el lomo bajo los pálidos rayos del sol.
El viento en la ruta principal soplaba nubes de polvo. A ve-

84
MADAME BOVARY

ces un perro ladraba a lo lejos, y la campana proseguía a in-


tervalos regulares su monótono tañido, que luego se perdía
en los campos.
Entretanto la gente salía de la iglesia. Las mujeres con
sus zuecos lustrados, los paisanos con blusas flamantes, los
niños delante a los saltos, y todos volvían a sus hogares.
Hasta la caída de la tarde, cuatro o cinco de los hombres,
siempre los mismos, jugaban al chito ante la puerta principal
de la posada.
El invierno fue frío. Todas las mañanas los cristales de
las ventanas estaban cubiertos de escarcha y la luz blanque-
cina que pasaba por ellos como a través de vidrios opacos no
variaba durante el día. Era necesario encender las lámparas a
las cuatro de la tarde.
Cuando hacía buen tiempo, Ema descendía .al jardín. El
rocío dejaba sobre las coles encajes de plata con largos hilos
claros que iban de una a otra hortaliza. No se escuchaba
pájaro alguno, y todo parecía dormir; el espaldar cubierto de
paja y la viña como una gran serpiente enferma bajo la cape-
ruza del muro, donde al acercarse uno veía arrastrarse a las
cochinillas de mil patas. Bajo los abetos, junto a la cerca, el
cura de tricornio que leía su breviario había perdido el pie
derecho, y el yeso, desconchado por la escarcha, formaba
manchas blancas sobre su cara.
Ema subía a su cuarto, cerraba la puerta, acomodaba los
carbones y desfalleciente ante el calar del hogar, sentía des-
plomarse sobre ella un aburrimiento aún más pesado. Le
habría gustado bajar para charlar con la criada, pero la rete-
nía un cierto pudor.

85
GUSTAVO FLAUBERT

Todos los días, a la misma hora, el maestro de escuela,


con birrete de seda negra, abría los postigos de su casa y el
guardabosques pasaba con el sable oculto bajo la blusa. Por
la mañana y por la tarde, en grupos de tres, los caballos de la
posta atravesaban la calle para ir a beber a la charca. De vez
en cuando retañía la campanilla de la puerta de la taberna, y
cuando soplaba el viento se oía el chirrido, sobre los dos
soportes, de las pequeñas jofainas de cobre del peluquero
que hacían las veces de enseña en su tienda. Como decora-
ción tenía una vieja ilustración de modas pegada contra un
vidrio y un busto de mujer de cera, de amarillos cabellos.
También el peluquero se lamentaba de su porvenir perdido,
de su vocación frustrada, y soñando con una tienda en una
gran ciudad, como por ejemplo Ruán, en el puerto, cerca del
teatro, pasaba sus días yendo y viniendo por la calle, desde la
alcaldía hasta la iglesia, sombrío, a la espera de la clientela.
Cuando la señora Bovary alzaba los ojos lo veía siempre allí,
como un centinela de guardia, con su bonete griego ladeado
sobre una oreja y su chaqueta de lustrina.
Por las tardes, una cabeza masculina solía dibujarse tras
los cristales de la sala; una cara atezada, con negras patillas,
que sonreía suavemente con dulce y amplia sonrisa de blan-
cos dientes. En seguida comenzaba un vals y sobre el orga-
nillo, en una salita había bailarines de un dedo de altura,
mujeres de turbante rosado. Tiroleses con sus chaquetas,
monos de fraque negro, señores de calzón corto, giraban y
giraban entre los sillones, los sofás y las consolas, repetidos
en los fragmentos de espejo que un filete de papel dorado
enlazaba en los ángulos. El hombre ponía en marcha el ma-

86
MADAME BOVARY

nubrio mirando a derecha e izquierda, hacia las ventanas. A


veces, mientras lanzaba un oscuro escupitajo al rincón, alza-
ba con la rodilla su instrumento, cuyo duro tirante le fatigaba
el hombro, y doliente y lánguida por momentos, alegre y
vivaz otras veces, escapaba la música de la caja, zumbando a
través de una cortina de taffetas rosado, bajo una garra de
cobre como arabesco. Canciones tocadas en los teatros, en
las ciudades, cantadas en los salones, a cuyo compás bailaban
por la noche bajo iluminadas arañas, ecos del mundo, llega-
ban hasta Ema. Interminables zarabandas se desarrollaban
en su cabeza, y como una bayadera sobre las flores de una
alfombra, su pensamiento brincaba con las notas, se mecía
de sueño ensueño, de tristeza en tristeza. Después de reci-
birla limosna en la gorra, el hombre tapaba el organillo con
una vieja manta de lana, se lo echaba a la espalda y se alejaba
con paso cansado. Ema lo miraba partir.
Pero sobre todo las horas de las comidas se le hacían in-
soportables, en la salita del piso bajo con su humeante estu-
fa, su puerta chillona, sus paredes chorreantes, su piso
húmedo; como si le sirvieran en su plato toda la amargura de
la existencia con el humo del caldo otras rancias vaharadas
subían desde el fondo de su alma. Carlos comía despacio,
ella mordisqueaba algunas avellanas, o bien, con el codo
sobre la mesa, se divertía dibujando rayas sobre el encerado
con la punta del cuchillo.
Abandonó la dirección del hogar, y la señora Bovary
madre, cuando fue a pasar parte de la cuaresma a Tostes, se
sorprendió mucho del cambio. En efecto, Ema, tan cuidado-
sa y delicada antaño, pasaba ahora días enteros sin vestirse,

87
GUSTAVO FLAUBERT

usaba medias grises de algodón, se alumbraba con velas.


Repetía que era necesario economizar, puesto que no eran
ricos, agregando que estaba muy contenta, muy feliz, que
Tostes le gustaba mucho y otros nuevos propósitos que ha-
cían callar a la suegra. Por otra parte, Ema no parecía dis-
puesta a seguir sus consejos; cierta vez en que la señora
Bovary opinó que losamos debían vigilar la religión de sus
criados, le respondió con una mirada tan colérica y una son-
risa tan fría que la buena mujer puso punto en boca.
'' Ema se volvía difícil, caprichosa. Exigía platos que no
probaba; un día bebía leche pura y al siguiente docenas de
tazas de té. A menudo se empeñaba en no salir, luego se
sofocaba abría las ventanas, se ponía un vestido liviano.
Después de maltratarle a su criada le hacía regalos o la en-
viaba de paseo o alguna casa vecina, de la misma manera que
a veces daba a los mendigos toda las monedas de su bolso,
aunque no era tierna ni fácilmente accesible a la. emoción
ajena, como la mayoría de las gentes de estirpe campesina,
cuyas almas conservan algo de la callosidad de las manos
paternas.
Hacia fines de febrero, papá Rouault, en recuerdo de su
curación, trajo personalmente a su yerno una soberbia pavita
y se quedó tres días en Tostes. Como Carlos estaba ocupado
con sus enfermos, Ema le hizo compañía. Fumó en el dor-
mitorio, escupió en los morillos, habló de cultivos, vacas,
terneros, aves y del consejo municipal; de tal modo que ella
cerró la puerta con un sorpresivo sentimiento de satisfacción
cuando se hubo marchado. Por otra parte, Ema no ocultaba
su desprecio hacia las cosas y las personas, y algunas veces

88
MADAME BOVARY

expresaba singulares opiniones, condenando lo que otros


aprobaban y aprobando perversidades o inmoralidades, con
gran asombro de su marido.
Esa miseria, ¿duraría siempre?, ¿nunca se vería libre de
ella? Sin embargo, ¡ valía tanto como las que vivían dichosas!
En la Vaubyessard conoció duquesas de silueta más pesada y
maneras más vulgares y execraba la injusticia de Dios; apo-
yaba la cabeza contra la pared para llorar, envidiaba las exis-
tencias tumultuosas, las noches de carnaval, los placeres
insolentes con todos los desvaríos ignorados que debían de
procurar.
Palidecía y tenía palpitaciones. Carlos le recetó valeriana
y baños de alcanfor. Todo intento la irritaba aún más.
Algunos días hablaba con febril agitación y a esas exal-
taciones seguían repentinos sopores; permanecía entonces
callada y quieta. Sólo se reanimaba echándose sobre los bra-
zos un frasco de agua de Colonia.
Puesto que se quejaba de Tostes sin cesar, Carlos supu-
so que la causa de su enfermedad se debía a alguna influencia
local, y considerando la idea, pensó muy en serio en estable-
cerse en otro pueblo.
Desde entonces Ema bebió vinagre para adelgazar,
contrajo una tosecilla seca y perdió el apetito.
A Carlos le costaba abandonar a Tostes después de
cuatro años de estancia y en el preciso momento en que em-
pezaba a asentarse allí. ¡ Pero si no había más remedio! La
llevó a Ruán para consultar a su ex maestro. Era una enfer-
medad nerviosa y se imponía un cambio de aire.

89
GUSTAVO FLAUBERT

Después de preguntar aquí y allá, Carlos supo que había


en el departamento de Neufchátel una población importante
llamada Yonville-l'Abbaye, cuyo médico, un refugiado pola-
co, se había mandado mudar la semana anterior. Escribió
entonces al farmacéutico del lugar para conocer el número
de habitantes, la distancia que lo separaba del colega más
cercano, cuánto ganaba por año su predecesor, etc.; las res-
puestas fueron satisfactorias, y resolvió trasladarse en prima-
vera, si la salud de Ema no mejoraba.
Cierto día en que, en previsión de su partida, ella arre-
glaba sus cajones, se pinchó los dedos con un objeto. Era
uno de los alambres de su ramo de novia. Los pimpollos de,
azahar estaban amarillas de polvo y las cintas de raso con
vivo de plata se desflecaban en los bordes. Ema lo arrojó al
fuego, el ramo ardió más rápido que la paja seca. Luego fue
consumiéndose poco a poco, como una roja jarilla sobre las
cenizas. Ema lo miraba quemarse. Estallaban las pequeñas
bayas de cartón, se retorcían los alambres de latón, el galón
se fundía; y las corolas de papel, chamuscadas, meciéndose
como mariposas negras dentro de la campana, desaparecie-
ron por fin dentro de la chimenea.
Cuando se marcharon de Tostes en el mes de marzo, la
señora Bovary estaba embarazada.

90
MADAME BOVARY

SEGUNDA PARTE

Yonville-1'Abbaye. (así llamada por una antigua abadía de


capuchinos cuyas ruinas ya no existen) es una población a
ocho leguas de Ruán, entre la ruta de Abbeville y la de Beau-
vais, en el fondo dé un valle regado por el Rieule, riacho que
se vuelca en el Andelle después de alimentar tres molinos
cerca de su desembocadura, donde hay algunas truchas que
los mozos se divierten pescando con línea los domingos.
En la Boissiére se deja la ruta principal y se sigue dere-
cho hasta lo alto de la cuesta de los Leux, desde donde se
divisa todo el valle. El riacho que lo atraviesa lo convierte en
dos regiones de distinta fisonomía: a la derecha, campos de
pastoreo; a la izquierda, campos de labranza. La pradera se
extiende a través de un rodete de colinas bajas, para unirse
por detrás a los campos de pastoreo de la región de Bray,
mientras que al este la llanura, en suave pendiente, se amplía
y despliega sus rubios cuadros de trigo hasta perderse de

91
GUSTAVO FLAUBERT

vista. El agua, que corre entre márgenes de hierba, separa


con una raya blanca el color de los prados del de los surcos,
y de este modo la campiña semeja una ancha capa extendida
con un pequeño cuello de terciopelo bordeado de un galón
de plata.
En el extremo del horizonte, cuando se llega allí, se divi-
san las encinas de la foresta de Argueil y la escarpada cuesta
de Saint-Jean, marcada de arriba abajo por largas y desparejas
rayas rojas. Son las señales de las lluvias, y los tonos de color
ladrillo que cortan como delgados hilos el gris de la montaña
provienen de la cantidad de fuentes ferruginosas que corren
por los aledaños.
Son los confines de Normandía, Picardía y 1'Ile-de-
France, comarca bastarda donde el lenguaje carece de acen-
to, así como la región carece de caracteres propios. Allí se
fabrican los peores quesos de todo el departamento de Neu-
fchátel y, además, el alboreo es costoso porque se necesita
mucho abono para mejorar esas tierras quebradizas, llenas de
arenas y de guijarros.
Hasta 1835 no había una ruta practicable para llegar a
Yonville, pero en esa época se inauguró un camino de veci-
nalidad mayor que une la carretera de Abbeville con la de
Amiens y es utilizado algunas veces por los carreteros cuan-
do van de Ruán a Flandes. Sin embargo, Yonville-1'Abbaye
se ha mantenido estacionaria, a pesar de sus nuevas salidas.
En lugar de mejorar los pastoreos, la gente se obstina en el
herbaje, por depreciado que sea, y la perezosa población,
apartándose de la llanura, prosigue ensanchándose hacia el
río. Se la ve desde lejos, recostada a lo largo de la ribera, co-

92
MADAME BOVARY

mo un guardián de ganado que duerme la siesta .al borde del


agua.
Al pie de la cuesta, después de pasar el puente, comien-
za una calzada plantada de jóvenes álamos que conduce en
línea recta hasta las primeras casas del pueblo, rodeadas de
cercas, en medio de patios llenos de construcciones disper-
sas, prensas, cocheras y destilerías de aguardiente disemina-
das bajo los coposos árboles que sostienen escalas, pértigas y
hoces colgadas de las ramas. Los techos de paja, como bo-
netes de piel echados sobre los ojos, descienden hasta un
tercio de pared, casi a la altura de las bajas ventanas cuyos
gruesos vidrios curvos lucen un nudo en el centro, a la ma-
nera del fondo de las botellas. Sobre la pared de yeso, atrave-
sada diagonalmente por negros travesaños, algunas veces se
apoya un magro peral, y los pisos bajos muestran en sus
puertas un molinete para protegerse de los pollos, que acu-
den a picotear en el umbral migas de pan bazo mojado en
sidra. Luego los patios se estrechan, las casas se acercan,
desaparecen las cercas, un haz de helechos se balancea en el
extremo de un palo de escoba bajo una ventana; hay una
fragua de herrero y luego una carretería con dos o tres ca-
rretas nuevas, fuera, usurpando la calle. Después, a través de
un claro, aparece una casa blanca, al final de un redondel de
césped decorado por un Amor con el dedo sobre los labios;
dos jarrones de hierro fundido se alzan a ambos lados del
pórtico; en la puerta brillan las chapas; es la casa del notario,
la más hermosa del pueblo.
La iglesia está del otro lado de la calle, veinte pasos más
allá, a la entrada de la plaza. El pequeño cementerio que la

93
GUSTAVO FLAUBERT

rodea, cercado por un muro de poca altura, está tan repleto


de tumbas que las sepulturas a ras del suelo forman un em-
baldosado donde la hierba ha dibujado a su antojo verdes
cuadros regulares. La iglesia fue totalmente reconstruida
durante los últimos años del reinado de Carlos X. La bóveda
de madera comienza a podrirse en lo alto de trecho en tre-
cho, negras cavidades interrumpen su color azul. Encima de
la puerta, en el lugar del órgano, hay un coro alto para hom-
bres con escalera de caracol que resuena bajo los zuecos.
La luz del día entra por las vidrieras lisas y alumbra obli-
cuamente los bancos colocados en forma perpendicular al
muro y tapizados, aquí y allá, por un felpudo clavado en cuya
parte inferior se lee en grandes letras: "Banco del Señor Fu-
lano." Más allá, donde la nave se estrecha, el confesonario
hace juego con una pequeña estatua de la Virgen, vestida
contraje de raso y tocada con un velo de tul sembrado de
estrellas de plata, de mejillas muy sonrosadas, como los ído-
los de las islas Sándwich; por fin, una copia de la Sagrada
Familia, envío del ministro del Interior, domina el altar ma-
yor entre cuatro candelabros, terminando la perspectiva al
fondo. Los bancos del coro, de madera de pino, nunca fue-
ron pintados.
El mercado, es decir, un tejado sostenido por unos
veinte postes, ocupa la mitad de la plaza mayor de Yonville.
La alcaldía, construida segura El diseño de un arquitecto de
París, es una especie de templo griego que hace esquina,
contigua a la casa del farmacéutico. En la planta baja tiene
tres columnas jónicas y en el primer piso un arco de medio
punto, en tanto que el tímpano que la remata está ocupado

94
MADAME BOVARY

por un gallo gálico, con una pata apoyada en la Carta y sos-


teniendo en la otra la balanza de la Justicia.
Pero lo que más llama la atención es la farmacia del se-
ñor Homais, frente a la posada del León. de oro.
Sobre todo por la noche, cuando se enciende el quinqué
y los bocales rojos y verdes, que embellecen el escaparate,
extienden por el suelo sus dos luces de color; entonces se
entrevé a través de ellas, como si fueran luces de Bengala, la
sombra del farmacéutico de codos sobre el pupitre. De arri-
ba abajo la casa está cubierta de inscripciones escritas en
inglés, con letras cursiva o de molde: "Agua de Vichy, de
Seltz, de Baréges, depurativos, medicamento Raspail, Fécula
de los Arabes, pastillas Darcet, pomada Regnault, vendas,
baños, chocolates purgantes, etc." Y el cartel, que ocupa
todo el ancho de la tienda, dice en letras de oro: Homais,
farmacéutico.
Al fondo de la botica, detrás de las grandes balanzas fi-
jadas al mostrador, la palabra laboratorio se extiende por
encima de una puerta vidriera que en la mitad de su altura
repite otra vez Homais en letras de oro sobre fondo negro.
Y ya no hay nada más que ver en Yonville. La calle (úni-
ca) del largo de un tiro de fusil, está flanqueada por algunas
tiendas y se detiene bruscamente en el recodo de la carretera.
Si se la deja a la derecha y se costea el pie de la colina de
Saint-Jean, muy pronto se llega al cementerio.
En tiempos del cólera, para agrandarlo, se echó abajo un
trozo de pared y se compraron tres acres de tierra contiguos;
pero la parte nueva está casi deshabitada; como antaño, las
tumbas se siguen amontonando hacia la puerta. El guardián,

95
GUSTAVO FLAUBERT

que es a la vez sepulturero y bedel en la iglesia (de este modo


extrae doble beneficio de los cadáveres de la parroquia), ha
aprovechado el terreno vacío para sembrar patatas. Pero año
tras año su pequeño campo se achica, y cuando sobreviene
una epidemia no sabe si debe alegrarse por los decesos o
afligirse por las sepulturas.
- Pero, Lestiboudois- por fin le dijo el señor cura cierto
día, ¡ usted se alimenta de muertos!
La sombría frase lo hizo reflexionar; por algún tiempo
se detuvo, pero en la actualidad sigue cultivando sus tubero-
sas y hasta sostiene con cierto aplomo que crecen natural-
mente.
Después de los acontecimientos que vamos a relatar,
nada, en efecto, ha cambiado en Yonville. La bandera trico-
lor de hojalata siempre gira en lo alto del campanario de la
iglesia; la tienda del mercero aún agita al viento sus dos ban-
derolas de indiana; los fetos del farmacéutico se pudren más
y más dentro del turbio alcohol, como trozos de yesca, y
encima de la puerta principal de la posada el viejo león de
oro, desteñido por las lluvias, muestra siempre a los tran-
seúntes su pelambre de perro de lanas.
La tarde de la llegada del matrimonio Bovary a Yonville,
la viuda de Lefrancois, dueña de la posada, estaba tan atarea-
da que sudaba la gota gorda entre sus cacerolas. AL día si-
guiente había feria en el pueblo. Era preciso cortar de
antemano las carnes, limpiar los pollos, preparar sopa y café.
Además, tenía la comida de sus pensionistas, la del médico,
su mujer y su criada; en el billar resonaban las risotadas, en la
salita tres molineros llamaban a voces pidiendo aguardiente;

96
MADAME BOVARY

los leños ardían, las brasa. chisporroteaban, y en la larga me-


sa de la cocina, entre los cuartos de carnero crudo, se alza-
ban pilas de platos que temblaban a cada sacudida del tajo
donde se cortaban las espinacas. En el corral se oían los chi-
llidos de las aves perseguidas por la criada para cortarles el
gañote.
Contra la chimenea se calentaba la espalda un hombre
con algunas marcas de viruela; llevaba pantuflas de cuero
verde y un gorro de terciopelo con borla de oro. Su cara
expresaba solamente satisfacción de sí mismo y tenía una
expresión tan serena como la del jilguero suspendido sobre
su cabeza en una jaula de mimbre: era el farmacéutico.
-¡Artemisa! - gritaba el ama de la posada -, ;parte leña,
llena los botellones, trae aguardiente, date prisa! ¡Si por lo
menos supiera qué postre voy a servir a la gente esa que us-
ted espera! ¡Bondad divina! ¡Los comisionistas de la mudanza
empiezan otra vez a armar barullo en el billar! ¡Y han dejado
su carreta delante de la puerta principal! La Golondrina es
capaz de deshacerla cuando venga. ¡Llama a Polito para que
la ponga en su lugar! ¿Qué me dice, señor Homais? ¡Desde
esta mañana han jugado unas quince partidas y bebido ocho
garrafas de sidra!
¡Van a desgarrarme el tapete! - decía mientras observaba
desde lejos, espumadera en mano.
- No sería para tanto el daño - respondió el señor Ho-
mais -; con comprarse otro...
-¡Otro billar! - exclamó la viuda.
- Ese ya no aguanta, señora Lefrancois, se lo he dicho y
lo repito, ¡ usted hace mal, se hace mucho mal! Y además,

97
GUSTAVO FLAUBERT

ahora los aficionados quieren bolsas estrechas y tacos pesa-


dos. Ya no se juega a la toña, ¡todo ha cambiado! ¡Hay que ir
con el siglo! Mire un poco a Tellier.
La huéspeda se puso roja de despecho. El farmacéutico
agregó:
- Diga usted lo que diga, aquel billar es más bonito que
el de usted; y que se le ocurra armar una polla patriótica a
beneficio de Polonia o de los inundados de Lyon
-¡No me asustan los pordioseros de su laya!- interrum-
pió la posadera encogiéndose de hombros ¡Vamos, vamos,
señor Homais, mientras exista el León de oro la gente ven-
drá a mi casa! ¡Tenemos cuerda para rato nosotros! En cam-
bio, el día menos pensado, ¡ verá cómo cierra el Café francés
y con un lindo cartel pegado a los postigos!.. Cambiar mi
billar - prosiguió hablando consigo misma -, ¡con lo cómodo
que me resulta para arreglar mi lejía y sobre el cual en la épo-
ca de la caza he puesto a dormir hasta seis viajeros!.. Pero,
¡ese remolón de Havert que no viene!
-¿Lo espera para la cena de esos señores? - preguntó el
farmacéutico.
-¿Esperarlo yo? ¡Y el señor Binet, vaya! ¡A las seis en
punto lo verá entrar porque no hay otro como él en cuanto a
puntualidad! ¡ Siempre exige su lugar en la salita! Mejor lo
mata usted que hacerlo cenar en otro sitio, ¡y vaya si es difícil
de contentar!, ¡y delicado para la sidra! No como el señor
León, que .llega algunas veces a las siete y hasta a las siete y
media; y ni siquiera mira lo que come. ¡Qué joven más bue-
no! ¡Nunca dice una palabra más alta que otra!

98
MADAME BOVARY

- Bueno, vea, hay mucha diferencia entre uno que ha re-


cibido educación y un ex carabinero que ahora es recauda-
dor.
Dieron las seis, el señor Binet entró.
Vestía una levita azul que caía recta en torno del cuerpo
delgado, y su gorra de cuero, cuyas tiras anudaban en lo alto
de la cabeza unos cordones, dejaba ver bajo la visera alzada
una frente calva, aplastada por el uso del casco. Llevaba
chaleco de paño negro, cuello de crin, pantalón gris y en
toda estación botas bien lustradas con dos bultos paralelos
formados por los juanetes de los pulgares. Ni un solo pelo
sobrepasaba la línea de su collarete rubio, que contorneaba la
mandíbula y enmarcaba, como el borde de un cantero, su
larga cara opaca de ojos pequeños y nariz ganchuda. Hábil
en los juegos de naipes, buen cazador y poseedor de una
hermosa letra, tenía en su casa un torno con el que se diver-
tía torneando aros de servilleta, que llenaban su casa, con
celo de artista y egoísmo de burgués.
Se encaminó hacia la salita, pero primero hubo que ha-
cer salir a los tres molineros, y mientras ponían su cubierto,
Binet se mantuvo silencioso junto ala estufa, en su lugar de
costumbre; luego cerró la puerta y se quitó la gorra, como
solía hacerlo.
-¡No se le va a gastar la lengua en cortesías! - dijo el
farmacéutico cuando quedó a solas con la posadera.
- Nunca habla más - respondió ella -; la semana pasada
vinieron dos viajantes de paños, dos muchachos muy gracio-
sos; por la noche contaron tantos chistes que me hicieron

99
GUSTAVO FLAUBERT

llorar de risa: bueno,- él estaba como una piedra, sin decir


palabra.
- Sí - dijo el farmacéutico--, no tiene imaginación, ni sa-
lientes, ¡nada de lo que constituye el hombre social!
- Pero dicen que tiene medias - objetó la posadera.
-¡Medios! - replicó el señor Homais -. ¿Medios él? Puede
que sea posible, para su oficio – agregó con tono más tran-
quilo.
Y prosiguió:
-¡Bueno! Comprendo que un comerciante, con relacio-
nes importantes, que un jurisconsulto, un médico, un farma-
céutico, estén tan ocupados que terminen por convertirse en
personan extrañas y calladas, ;hay tantas casos así! Pero, por
lo menos, piensan en algo. Yo, por ejemplo ¿cuántas veces
me ha sucedido que estoy buscando mi pluma sobre mi es-
critorio, para escribir una etiqueta, y encuentro en definitiva
que la había puesto detrás de la oreja?
Entretanto, la señora Lefrancois se asomaba a la puerta
para ver si llegaba la Golondrina. Se estremeció. Un hombre
vestido de negro entró de rondón en la cocina. Con las últi-
mas luces del crepúsculo se distinguían su cara rubicunda y
su cuerpo atlético.
-¿En qué puedo servirlo, señor cura? - preguntó la due-
ña mientras tomaba de la chimenea uno de los blandones de
cobre alineados como columnas, cada uno con su candela -.
¿Quiere tomar algo?, ¿un dedo de casis?, ¿un vaso de vino?
El eclesiástico rehusó con mucha cortesía el ofreci-
miento. Venía en busca de su paraguas olvidado el día ante-
rior en el convento de Ernemont, y después de rogar a la

100
MADAME BOVARY

señora Lefrancois que se lo enviara al presbiterio esa noche,


salió para ir a la iglesia, donde tocaban el Angelus.
Cuando el farmacéutico dejó de escuchar en la plaza el
ruido de sus pasos, juzgó muy inconveniente su reciente
actitud. Esa negativa en aceptar un refresco le parecía hipo-
cresía, y de las más odiosas; los sacerdotes disfrutaban de
todo sin que las vieran y trataban de retornar al tiempo del
diezmo.
La posadera asumió la defensa de su cura:
- Sin contar con que haría trizas a cuatro como usted. El
año pasado ayudó a la gente a guardar' le paja; acarreaba
hasta cuatro fardos a la vez, ¡mire si es fuerte!
-¡Bravo! -dijo el farmacéutico--. ¡Mande usted a sus hijas
a confesarse con un gañán de semejante temperamento! Si
yo fuera gobierno, haría que sangraran a los curas una vez
por mes. Sí, señora Lefrancois, ¡todos los meses una buena
flebotomía en salvaguardia de la moral y de las costumbres!
- Cállese, señor Homais, ¡no sea impío!, ¡ usted no tiene
religión!
El farmacéutico respondió:
-¡Claro que tengo una religión, y mucho mejor que la de
ellos, con todas sus monerías y sus farsas! ¡Adoro a Dios,
vaya si lo adoro! Creo en el Ser Supremo, en un Creador, y
no me importa quién sea, que nos ha colocado aquí abajo
para cumplir con nuestros deberes de ciudadanos y de pa-
dres de familia; ¡pero no necesito ir a la iglesia a besar plati-
llos de plata y a engordar con mi bolsillo a un hato de
farsantes que comen mejor que nosotros! Porque lo mismo
se lo puede honrar en un bosque, un campo o contemplando

101
GUSTAVO FLAUBERT

la bóveda celeste, como los antiguos. ¡Mi Dios es el Dios de


Sócrates, de Franklin, de Voltaire y de Béranger! ¡Soy parti-
dario de la Profesión de fe del vicario saboyardo y de los
inmortales principios del 89! ¡Pero no admito un Dios bona-
chón que se pasea por su parque, bastón en mano, aloja a
sus amigos en la panza de las ballenas, muere lanzando un
grito y resucita al tercer día! Son cosas absurdas y completa-
mente opuestas, por otra parte, a las leyes de la física; lo que
nos demuestra que los sacerdotes han vegetado siempre en
torva ignorancia y se empeñan en arrastrar consigo a todos
los pobladores de este mundo.
Calló, buscando público en torno con la mirada, porque
en su efervescencia el farmacéutico creía estar en pleno con-
sejo municipal. Pero la posadera no le prestaba atención y
escuchaba un rodar lejano.
Se percibió el ruido de un carruaje mezclado al golpeteo
de herraduras flojas sobre la tierra. Por fin la Golondrina se
detuvo ante la puerta.
Era una caja amarilla sobre dos grandes ruedas hasta la
altura del encerado que impedían a los viajeros la visión de la
ruta, ensuciando además sus hombros. Los postigos de sus
estrechos ventanucos temblaban en sus marcos cuando el
coche estaba cerrado y conservaban algunas salpicaduras de
fango aquí y allá que ni siquiera las lluvias copiosas lavaban
del todo. Tenía tiro de tres caballos, el primero atado en
ballesta, y cuando descendía las cuestas, la carrocería tocaba
fondo en las baches.
Algunos burgueses de Yonville llegaron a la plaza; ha-
blaban todos a la vez, pidiendo noticias, explicaciones, re-

102
MADAME BOVARY

clamando sus cestos: Hivert no sabía a cuál responder pri-


mero. Despachaba en la ciudad las comisiones de la aldea,
iba a las tiendas, traía rollos de cuero al zapatero, hierro viejo
al herrero, un barril de arenques para su querida, cofias de
casa de la modista, jopos de casa del peluquero, y en el ca-
mino de regreso distribuía sus paquetes arrojándolos por
encima de las cercas, de pie en el pescante, gritando a pleno
pulmón mientras sus caballos andaban solos.
Un accidente lo había demorado; la lebrela de la señora
Bovary escapó a través de los campos. La llamaron silbando
durante un cuarto de hora largo. Hivert desanduvo un cuarto
de legua, creyendo divisarla siempre, pero fue necesario se-
guir adelante. Ema lloró, se enojó. El señor Lheureux, co-
merciante en paños, que iba también en el coche, intentó
consolarla con muchos ejemplos de perros perdidos que
reconocían a sus amos al cabo de muchos años. Citó el caso
de uno que fue de Constantinopla a París. Otro había reco-
rrido cincuenta leguas en línea recta y cruzado a nado cuatro
ríos, y su propio padre tuvo un perro de aguas que, después
de doce años de ausencia, le saltó encima una noche, en ple-
na calle, cuando iba a comer fuera.

103
GUSTAVO FLAUBERT

II

Ema descendió primero, luego Felicitas, el señor Lheu-


reux, una nodriza; hubo que despertar a Carlos, que había
quedado dormido en su rincón apenas cayó la noche.
Homais se presentó; ofreció sus respetos a la señora, sus
saludos al señor, dijo estar encantado de haber podido pres-
tarles algún servicio y agregó con expresión cordial que se
había atrevido a invitarse, puesto que su mujer estaba au-
sente.
Una vez en la cocina, la señora Bovary se acercó al fue-
go. Con la punta de los dedos alzó sus faldas a la altura de las
rodillas, dejando al descubierto los tobillos, y expuso a las
llamas, par encima de la pierna de carnero que se asaba allí,
su pie calzado con una botita negra. El fuego a iluminaba
por completo, penetrando con su cruda luz la trama de su
vestido, los poros parejos de su tez blanca y los párpados de
sus ojos que entrecerraba de vez en cuando. Las ráfagas de
viento, al colarse por la puerta entreabierta, la envolvían en
un fuerte resplandor rojo.

104
MADAME BOVARY

Del otro lado de la chimenea un joven de cabellos ru-


bios la miraba en silencio.
Puesto que se aburría en Yonville, donde era pasante del
notario Guillaumin, el señor León Dupuis (el otro parro-
quiano del León de oro) solía retrasar el momento de la co-
mida esperando que viniera a la posada algún viajero con
quien conversar durante la velada. Los días en que su tarea
había terminado no le quedaba más remedio, por no saber
qué hacer, que llegar a la hora exacta y soportar de la sopa al
queso la compañía de Binet. Aceptó, pues, con alegría la
propuesta de la posadera de cenar en compañía de los recién
llegados y todos pasaron al salón, donde la señora Lefran-
cois, pomposamente, había hecho poner la mesa.
Homais pidió permiso para no quitarse el gorro griego
por temor a un resfriado.
Luego, volviéndose hacia su vecina:
- Sin duda, la señora estará un poco fatigada. ¡ Se sacude
uno tanto en nuestra Golondrina!
- Así es - respondió Ema - pero toda mudanza me di-
vierte, me gusta cambiar de lugar.
-¡Es tan triste eso de vivir clavado en un mismo sitio! -
suspiró el pasante.
- Si fuera como yo - dijo Carlos -, siempre obligado a
andar a caballo...
- Pero - replicó León, dirigiéndose a la señora Bovary -
nada es más grato, creo, cuando puede hacerse - agregó.
- Por otra parte - decía el boticario -, el ejercicio de la
medicina no es tan penoso en estos parajes, porque el estado
de nuestros caminos permite andar en cabriolé y general-

105
GUSTAVO FLAUBERT

mente pagan bien, ya que los labradores son gentes acomo-


dadas. En materia médica tenemos, aparte de los casos co-
munes de enteritis, bronquitis, .afecciones biliares, y algunas
fiebres intermitentes, de vez en cuando, durante la cosecha,
pero en total casos todos de escasa gravedad nada especial,
salvo un exceso de humores fríos, de birlo sin duda a las
deplorables condiciones higiénicas de nuestras viviendas
rurales. ¡Ah, señor Bovary, cuántos prejuicios deberá com-
batir, cuántos empecinamientos rutinarios contra los que
chocarás a diario los esfuerzos de su ciencia! Porque aquí se
vive en la época de las novenas, las reliquias, el cura, en vez
de acudir naturalmente al médico o al farmacéutico. Sin em-
bargo, el clima no es malo que digamos, y hasta tenemos
algunos nonagenarios en la comuna. El termómetro (lo he
observado) desciende en invierno hasta los cuatro grados
bajo cero y en lo más fuerte del verano alcanza a lo sumo a
los veinticinco o treinta grados centígrados, lo que equivale a
los veinticuatro Réaumur al máximo, o a los cincuenta y
cuatro Fahrenheit (la medida inglesa), ¡nunca más!, y, en
efecto, estamos protegidos de los vientos del norte por la
foresta de Argueil, por una parte, de los vientos del oeste por
la colina Saint-Jean, por otra; y este calor provocado por el
vapor de agua que se desprende del río y por la considerable
presencia de cabezas de ganado en las praderas, que como
ustedes saben exhalan mucho amoníaco, es decir ázoe, hi-
drógeno y oxígeno (y no hidrógeno y ázoe solamente), y que
absorbe el humus de la tierra mezclando las diferentes ema-
naciones y reuniéndolas en un haz, por decirlo así, combi-
nándose naturalmente con la electricidad reunida en la

106
MADAME BOVARY

atmósfera, cuando la hay, este calor, decía, podría a la larga,


como sucede en los países tropicales, engendrar miasmas
insalubres, pero está atemperado justamente del lado de
donde proviene o de donde debía provenir, es decir del sur,
por los vientos del sudeste, que se refrescan al pasar por el
Sena ¡y que algunas veces llegan hasta nosotros como brisas
de Rusia!
- Por lo menos ¿hay algunos paseos en los alrededores?
–preguntaba Ema dirigiéndose al joven.
-¡Oh, muy pocos! - respondía éste -. Hay un lugar que
llaman el Pastoreo, en lo alto de la cuesta, al borde del bos-
que. Algunas veces voy hasta allí los domingos y me quedo,
en compañía de un libro, para mirar la puesta del sol.
- Nada me parece más admirable que un sol poniente -
dijo ella -, sobre todo al borde del mar.
-¡Oh yo adora el mar! - dijo el señor León.
. - Y además, ¿no le parece - replicó la señora Bovary-
que el espíritu flota más libremente sobre esa extensión sin
límites cuya contemplación eleva el alma y nos da ideas de
infinito, de ideal?
- Lo mismo sucede con los paisajes de montaña - repli-
có León -. tengo un primo que ha viajado por Suiza el año
pasado y me decía que es imposible figurarse la poesía de los
lagos, el encanto de las cascadas, el efecto gigantesco de los
glaciares. Se ven pinos de increíble altura, a través de los
torrentes, cabañas colgantes en los precipicios, y a mil pies
abajo, valles enteros cuando las nubes se abren. ¡Esas visio-
nes deben entusiasmar, predisponer a la oración, al éxtasis!
No me sorprende por eso aquel músico célebre que, para

107
GUSTAVO FLAUBERT

excitar mejor su imaginación, solía ir a tocar el piano frente a


algún lugar imponente.
-¿Usted sabe música? - preguntó ella.
- No, pero la adoro - respondió él.
-¡Ah, no le haga caso, señora Bovary! - interrumpió
Homais inclinándose sobre su plato -. Es pura modestia.
¡Cómo, querido amigo! ¡Si el otro día cantaba en su cuarto el
Angel guardián de una manera arrobadora! Lo escuchaba
desde el laboratorio, lo hacía como un artista.
En efecto, León se alojaba en la casa del farmacéutico,
donde ocupaba un pequeño cuarto en el segundo piso, sobre
la plaza. Se ruborizó al oír el cumplido de su huésped, quien
ya se había vuelto hacia el médico y le enumeraba uno tras
otro a los principales habitantes de Yonville. Contaba anéc-
dotas, daba informes. No se conocía exactamente el monto
de la fortuna del notario, y estaba la firma Tuvache, que daba
muchos dolores de cabeza.
-¿Cuál es su música preferida?
-¡Oh, la alemana! La que nos hace soñar.
-¿Conoce a los italianos?
- Todavía no, pero veré ópera italiana el año próximo
cuando vaya a vivir a París para terminar mis estudios de
derecho.
- Como tuve el honor de decirle a su señor marido - dijo
el farmacéutico- a propósito de ese pobre Yanoda que se
fugó, gracias a las locuras que hizo ustedes podrán disfrutar
de una de las casa: más confortables en Yonville. Lo más
cómodo para un médico es su puerta sobre la Alameda que
permite entrar y salir sin ser visto. Además, está provista di

108
MADAME BOVARY

todo lo que hace la vida agradable en un hogar lavadero,


cocina con ante cocina, sala de estar, huerto, etc. ¡El tipo era
de los que no se fijan! Hizo construir al fondo del jardín,
junto al agua, una glorieta nada más que para beber cerveza
en verano si a la señora le gusta la jardinería, podrá...
- Mi mujer no se ocupa de esas cosas - dijo Carlos -;
prefiere, aunque le recomiendan hacer ejercicio, quedarse
leyendo en su cuarto.
- Como yo - dijo León -. ¿Hay algo mejor que pasar la
noche junto al fuego con un libro, mientras el viento golpea
las ventanas y la lámpara arde?
-¿No es cierto? - dijo ella fijando en él sus grandes ojos
negros muy abiertos.
- No se piensa en nada - continuó él -, las horas pasan.
Uno pasea sin moverse por países que cree ver y nuestro
pensamiento se enlaza con la ficción, vive los detalles, persi-
gue el contorno de las aventuras. Se mezcla con los perso-
najes, y nos parece que palpitamos dentro de sus ropas.
-¡Es cierto! ¡Es cierto! - decía Ema.
-¿No le ha sucedido - dijo León- eso de encontrar en un
libro una idea vaga que alguna vez tuvimos, una imagen con-
fusa que viene de lejos, y es como la exposición completa de
nuestros más libres sentimientos?
- Lo he sentido - dijo ella.
- Por eso - dijo él- adoro a los poetas. Encuentro más
ternura en las versos que en la prosa y me hacen llorar más
frecuentemente.
- Pero fatigan .a la larga - replicó Ema -; ahora, por lo
contrario, adoro las historias que se leen de un tirón, que nos

109
GUSTAVO FLAUBERT

hacen sentir miedo. Detesto a los héroes comunes y los sen-


timientos atemperados, como se encuentran en la naturaleza.
- En efecto - dijo el pasante -, esas obras no conmueven
el corazón, creo yo que se apartan del verdadero objetivo del
arte. Es dulce, en medio de los desencantos de la vida, poder
remontarse con el pensamiento hacia los nobles caracteres,
los afectos puros y las imágenes de felicidad. En cuanto a mí,
como vivo aquí, alejado del mundo, es mi única distracción;
¡Yonville ofrece tan pocos recursos!
- Como Tostes, sin duda - replicó Ema -; por eso yo me
había abonado a una biblioteca circulante.
- Si la señora quiere hacerme el honor de disponer de
ella - dijo el farmacéutico, que había oído las últimas palabras
-, yo tengo una biblioteca compuesta por los mejores auto-
res: Voltaire, Rousseau, Delille, Walter Scott, el Eco de los
folletines, etc., y recibo además periódicos, entre ellos el Fa-
nal de Ruán, cotidianamente, con la ventaja de ser corres-
ponsal para las circunscripciones de Buchy, Forges,
Neufchátel, Yonville y los alrededores.
Hacía dos horas y media que estaban sentados a la mesa;
porque la criada Artemisa arrastraba al descuido sus zuecos
de campesina, traía los platos uno tras otro; olvidaba todo,
no sabía nada de nada y dejaba entreabierta la puerta del
billar, cuyo picaporte golpeaba contra la pared.
Sin advertirlo, mientras hablaba, León apoyó un pie so-
bre uno de los barrotes de la silla en que la señora Bovary
estaba sentada. Ema lucia una corbatita de seda azul que
mantenía tieso como gorguera su cuello emballenado de
batista. Y con los movimientos de su cabeza, su barbilla se

110
MADAME BOVARY

hundía en la pieza de lencería, para emerger luego suave-


mente. Así, uno junto al otro, mientras Carlos y el farmacéu-
tico charlaban, iniciaron una de esas vagas conversaciones en
las que el azar de las frases nos llevan siempre al centro fijo
de una simpatía común. Espectáculos de París, títulos de
novelas, nuevas cuadrillas; y el mundo que ignoraban, Tos-
tes, donde ella viviera; Yonville, donde estaban; todo lo ana-
lizaban, y de iodo hablaron hasta el final de la comida.
Cuando sirvieron el café, Felicitas se marchó para pre-
parar el cuarto en la nueva casa y los invitados se levantaron
casi en seguida. La señora Lefrancois dormía junto a las ce-
nizas, en tanto que el caballerizo, con una linterna en la ma-
no, aguardaba al señor y a la señora Bovary para guiarlos a su
hogar. Su roja cabellera salpicada de briznas de paja, coja la
pierna izquierda. Cuando con la mano libre asió el paraguas
del señor cura, todos se pusieron en camino.
La aldea dormía. Los pilares del mercado proyectaban
grande sombras. La tierra era gris como en las noches de
verano.
Pero puesto que la casa del médico estaba a cincuenta
pasos de distancia de la posada, pronto fue necesario darse
las buenas noches y separarse.
Ya en el vestíbulo, Ema sintió que el frío del yeso caía
sobre sus hombros como un trapo húmedo. Las paredes
eran nuevas y los escalones de madera crujían. En el cuarto
del primer piso una luz blanquecina entraba por la ventana
sin cortinas. Se adivinaban copas de árboles y, más lejos, la
pradera semihundida en la bruma que humeaba al claro de
luna, marcando el curso del riacho. En el centro de la habita-

111
GUSTAVO FLAUBERT

ción, en desorden, había cajones de cómoda, botellas, per-


chas, colchones y varillas doradas sobre las sillas y vasijas en
el liso; los dos hombres de la mudanza habían dejado los
muebles de cualquier manera.
Por cuarta vez iba a acostarse en un lugar desconocido.
La primera fue el día de su ingreso en el convento, la segun-
da el de su llegada a Tostes, la tercera en la Vaubyessard, la
cuarta, ésta. Cada una había significado en su vida la inicia-
ción de una nueva faz. No creía que las cosas pudieran pare-
cer las mismas en lugares diferentes, y como la porción
vivida había sido mala, sin duda lo que le restaba por con-
sumir sería mejor.

112
MADAME BOVARY

III

Al día siguiente, cuando despertó, divisó al pasante en la


plaza. Ella estaba de bata. El alzó la cabeza y la saludó. Ella
hizo una rápida inclinación y cerró la ventana.
Durante todo el día León aguardó que dieran las seis de
la tarde, pero al entrar en la posada sólo halló al señor Binet
sentado a la mesa.
La comida de la víspera era un acontecimiento impor-
tante para él; nunca hasta entonces había conversado dos
horas seguidas con una dama. ¿Cómo, pues, pudo exponerle,
con semejante lenguaje, muchas cosas que no hubiera dicho
tan bien antes? Por lo común era tímido, y mantenía esa
reserva que participa a la vez del pudor y del disimulo. En
Yonville lo juzgaban de hombre de modales correctos. Es-
cuchaba las razones de las gentes maduras y no parecía exal-
tado en política, cosa notable, tratándose de un joven.
Además, tenía talento, pintaba a la acuarela, sabía leer la cla-
ve de sol, y después de la comida cuando no jugaba a las
cartas se ocupaba de buen grado de cuestiones literarias. El

113
GUSTAVO FLAUBERT

señor Homais le tenía consideraciones por su instrucción y la


señora Homais lo apreciaba por su complacencia, porque a
menudo acompañaba al jardín a los niños Homais, chiquillos
siempre sucios, mal educados y un tanto linfáticos, como su
madre. Para cuidar de ellos tenían, además de la criada, a
Justino, el estudiante de farmacia, un primo lejano del señor
Homais a quien habían recogido en la casa por caridad y que
al mismo tiempo hacía las veces de sirviente.
El boticario demostró ser el mejor de los vecinos. In-
formó a la señora Bovary acerca de los proveedores, hizo
venir expresamente a su vendedor de sidra, probó en perso-
na la bebida y vigiló que la provisión fuera bien acomodada
en el sótano; sugirió la manera de conseguir la mantequilla a
buen precio e hizo un arreglo con Lestiboudois, el sacristán,
quien además de sus funciones sacerdotales y mortuorias
cuidaba los mejores jardines de Yonville, por hora o por año,
según la voluntad de las personas.
La necesidad de ocuparse del prójimo no era lo único
que inspiraba al farmacéutico a tanta cordialidad obsequiosa;
había en ello un plan oculto.
El señor Homais había infringido la ley del 19 de vento-
so del año XI, artículo 1°, que prohibe a todo individuo si no
está en posesión de un diploma el ejercicio de la medicina;
tanto fue así que debido a ciertas tenebrosas denuncias se le
llamó a Ruán, con orden de presentarse en el despacho del
señor procurador del rey. El magistrado lo recibió de pie,
con su toga, su capa de armiño al hombro y el birrete puesto.
Sucedió por la mañana, antes de la audiencia. En el corredor
resonaban las gruesas batas de los gendarmes y como un

114
MADAME BOVARY

rumor lejano, el chirriar de grandes cerrojos al ser corridos.


Los oídos del farmacéutico zumbaron tanto que temió caer
fulminado por una apoplejía; entrevió el fondo de un foso,
su familia llorosa, la farmacia vendida, los tarros dispersos, y
se vio obligado a entrar en un café, donde tomó un vaso de
ron con agua de Seltz para recobrar el ánimo.
Poco a poco el recuerdo de aquella amonestación se de-
bilitó, y como de costumbre continuaba despachando con-
sultas en su rebotica. Pero el alcalde le tenía mala voluntad y
algunos colegas estaban celosos, cualquier cosa era de temer;
al apegarse al señor Bovary con sus cortesías ganaba su gra-
titud e impedía que hablara luego si advertía algo. Por tal
motivo el señor Homais le llevaba cada mañana el diario, y
por la tarde solía dejar la farmacia por un momento para ir a
echar un parrafito con el médico.
Carlos estaba triste: la clientela no acudía. Pasaba largas
horas sentado en silencio, dormía en su consultorio o miraba
coser a su mujer. Para distraerse se dedicó a pesadas tareas
domésticas y hasta intentó pintar el granero con un resto de
pintura que los pintores dejaran. Pero le preocupaban los
asuntos de dinero. Había gastado tanto en las reparaciones
de Tostes, los vestidos de su esposa y la mudanza que toda la
dote, más de tres mil escudos, se había esfumado dos años
atrás. ¡Sin contar las cosas echadas a perder o extraviadas en
el transporte de Tostes a Yonville, entre ellas el cura de yeso,
que al caer de la carreta en un bache demasiado profundo se
rompió en mil pedazos sobre el pavimento de Quincampoix!
Una inquietud mejor lo distrajo: el embarazo de su mu-
jer. Su cariño por ella aumentaba a medida que se acercaba el

115
GUSTAVO FLAUBERT

término. Un nuevo lazo carnal se establecía, algo así como el


sentimiento continuo de una unión más compleja. Cuando
de lejos la veía caminar pausadamente y ensancharse su cin-
tura sobre sus caderas sin corsé, cuando sentado frente a ella
la contemplaba a sus anchas, y ella, en su sillón adoptaba
posturas fatigosas, su felicidad era incontenible; se levantaba,
la abrazaba, le acariciaba el rostro, la llamaba mamita, quería
obligarla a bailar y entre risas y lágrimas, le dedicaba bromas
cariñosas que se le ocurrían de pronto. Lo deleitaba la idea
de haber engendrado. Ahora nada le faltaba. Conocía de
golpe toda la existencia humana y, sereno, se instalaba en ella
con los codos sobre la mesa.
Ema sintió un gran asombro al principio, luego el deseo
de dar a luz para saber cómo era eso de ser madre. Pero co-
mo no podía comprar las cosas que quería, una cuna barqui-
lla con colgaduras de seda rosada y gorritos bordados,
renunció al ajuar en una crisis de amargura, y lo encargó de
una sola vez a una costurera de la aldea sin elegir nada ni
discutir tampoco. Por consiguiente, no se divirtió con esos
preparativos codiciados por la ternura de las madres y tal vez
su afecto se vio por ello disminuida en parte desde el co-
mienzo.
Sin embargo, puesto que Carlos hablaba del crío en to-
das las comidas, ella acabó por pensar en el niño de manera
más continua.
Deseaba un hijo; sería fuerte y moreno y se llamaría Jor-
ge; la idea de tener un hijo varón era el desquite esperado de
sus impotencias pasadas. Por lo menos un hombre es libre,
puede recorrer países y pasiones, atravesar obstáculos, hincar

116
MADAME BOVARY

el diente en las dichas lejanas. En cambio, una mujer está


continuamente impedida. Inerte y flexible a la vez, tiene en
su contra las flaquezas de la carne y las sujeciones de la ley.
Su voluntad, como el velo de su sombrero sujeto por un
cordón, flota al viento, siempre hay un deseo que la arrastra,
una conveniencia que la retiene.
El parto se produjo un domingo, a la seis, cuando el sol
salía.
-¡Es una niña! - dijo Carlos.
Ema volvió la cabeza y se desvaneció.
En seguida acudió la señora Homais y la abrazó, así co-
mo la tía Lefrancois, del León de oro. El farmacéutico,
hombre discreto, se limitó a enviarle sus felicitaciones a tra-
vés de la puerta entreabierta. Quiso ver a la criatura y la en-
contró muy bien conformada.
Durante su convalecencia Ema se preocupó mucho por
hallarle un nombre a su hija. AL principio pasó revista a to-
dos los que tienen terminaciones italianas, como Clara, Lui-
sa, Amanda, Atala, le gustaba mucho Galsuinda y también
Isolda o Leocadia. Carlos quería ponerle el nombre de su
madre, pero Ema se opuso. Recorrieron el calendario hoja
por hoja y consultaron a los extraños.
- El señor León, con quien hablaba días pasados - dijo el
farmacéutico -, se extrañaba de que usted no elija Magdalena,
que está muy de moda ahora.
Pero mamá Bovary protestó contra ese nombre de pe-
cadora. Por su parte, el señor Homais prefería los que re-
cuerdan a un gran hombre, un hecha ilustre o una
concepción generosa, y con ese sistema había bautizado a

117
GUSTAVO FLAUBERT

sus cuatro hijos. Así, Napoleón representaba la gloria y


Franklin la libertad; Irma era tal vez una concesión al ro-
manticismo y Atalía un homenaje a la más inmortal de las
obras maestras del teatro francés. Porque sus convicciones
filosóficas no impedían sus admiraciones artísticas, ya que en
él el pensador no ahogaba al hombre sensible; sabía estable-
cer .diferencias, separar la imaginación del fanatismo. Por
ejemplo, en la tragedia de Racine condenaba las ideas, pero
admiraba el estilo; abominaba la concepción, pero aplaudía
los detalles y se exasperaba contra los personajes al mismo
tiempo que se inflamaba con sus parrafadas. Cuando leía sus
grandes tiradas se sentía transportado, mas cuando pensaba
que los clericales arrimaban agua a su molino can ellas se
afligía, y en esa perturbadora confusión de sentimientos ha-
bría querido coronar con ambas manos al autor y discutir
con él largo rato.
Por fin, Ema recordó que en el castillo de la Vaub-
yessard oyera a la marquesa llamar Berta a una joven, y .el
nombre fue elegido; puesto que papá Rouault no podía ve-
nir, rogaron al señor Homais que fuera padrino. Ofreció
como regalo productos de su establecimiento, a saber: seis
cajas de yuyubas, un tarro lleno de cacao, tres potes de po-
mada de malvavisco y además seis caramelos largos de azú-
car cande, que encontró dentro de una alacena. La noche de
la ceremonia hubo una gran comida a la que asistió el cura;
todos se enardecieron; al servirse los licores, el señor Ho-
mais entonó El Dios de las buenas gentes, el señor León
cantó una barcarola y mamá Bovary, que era la madrina, una
romanza de los tiempos del Imperio; por fin, papá Bovary

118
MADAME BOVARY

exigió que trajeran a la niña y la bautizó vertiendo una copa


de champaña sobre su cabeza. Esta burla del primero de los
sacramentos irritó al abate Bournisien; papá Bovary respon-
dió con una cita de La guerra de los dioses, el cura amenazó
con retirarse; las damas suplicaban, se interpuso Homais y
lograron hacer volver a su asiento al eclesiástico; éste enton-
ces, siguió bebiendo tranquilamente en el platillo su media
taza de café ya promediada.
Papá Bovary se quedó un mes más en Yonville, a cuyos
habitantes deslumbró con una soberbia gorra de policía con
galones de plata que llevaba en la mano cuando iba a fumar
su pipa en la plaza. Como tenía el hábito de beber aguar-
diente en abundancia, enviaba con frecuencia a la criada al
León de oro para que le comprara una botella que anotaba
en la cuenta de su hijo, y para perfumar sus pañuelos de seda
gastó toda la provisión de agua de Colonia de su nuera.
A ésta no le disgustaba su compañía. Había recorrido el
mundo; hablaba de Berlín, Viena, Estrasburgo, de sus épocas
de oficial, de las amantes que tuvo, de las comilonas que
hizo; se mostraba amable y algunas veces, en la escalera o el
jardín, enlazaba la cintura de Ema, exclamando:
-¡Cuídate, Carlos!
Mamá Bovary se alarmó entonces, pensando en la feli-
cidad de su hijo, y temiendo que su marido ejerciera a la lar-
ga una influencia inmoral sobre las ideas de la joven, se
apresuró a preparar la partida. Tal vez tuviera inquietudes
más serias, porque el señor Bovary no era hombre que res-
petara cosa alguna. Cierto día, Ema sintió la necesidad de ver
a su hijita, que había sido dada a criar a la mujer del molinero

119
GUSTAVO FLAUBERT

y, sin mirar en el almanaque si todavía estaba en las seis se-


manas de la Virgen, se encaminó a la casa de los Rollet, si-
tuada en el otro extremo de la aldea, al pie de la cuesta, entre
la carretera principal y las praderas.
Era mediodía; las casas tenían cerrados los postigos, y
relucientes bajo la luz áspera del cielo azul los techos de pi-
zarra parecían desprender chispas de las crestas de sus fron-
tispicios. Soplaba un viento cálido. Ema sentía que sus
fuerzas flaqueaban al andar; la lastimaban los guijarros de la
vereda y vaciló entre regresar a casa o entrar en algún lugar
para sentarse.
En ese momento el señor León salía por una puerta ve-
cina con un fajo de papeles bajo el brazo. Vino a saludarla y
se colocó a la sombra, frente a la tienda de Lheureux, bajo el
toldo gris proyectado hacia adelante.
La señora Bovary dijo que iba a ver a su niña, pero que
empezaba a sentirse fatigada.
- Sí.- dijo León sin atreverse a proseguir.
-¿Tiene algo que hacer? - preguntó ella.
Y ante la respuesta del pasante, le rogó que la acompa-
ñara. Esa noche el hecho se supo en Yonville, y la señora
Tuvache, esposa del alcalde, declaró en presencia de su cria-
da que la señora Bovary se comprometía.
Para llegar a la casa de la nodriza, al terminar la calle era
preciso doblar a la izquierda, en dirección del cementerio,
seguir luego un pequeño sendero, entre casas pequeñas y
patios, bordeado de ligustros. Los arbustos estaban en flor y
también las verónicas y los escaramujos, las ortigas y las zar-
zas que colgaban de los matorrales. Por los huecos de las

120
MADAME BOVARY

cercas se veía en las construcciones algún lechón sobre el


estiércol o vacas atadas frotando sus cuernos contra los
troncos de los árboles. Ema y León caminaban despacio, ella
se apoyaba en el brazo de él y él acortaba el paso al ritmo del
andar de ella; delante un enjambre de moscas revoloteaba
zumbando en el aire cálido.
Por un viejo nogal que le daba sombra reconocieron la
casa. Baja y cubierta de tejas oscuras, mostraba bajo la lucer-
na del granero un rosario de cebollas. Contra el vallado de
espinas, haces de leña menuda rodeaban un cuadro de le-
chugas, y había algunas plantas de lavanda y de arvejillas en
almácigos. Un agua sucia corría desparramándose sobre la
hierba y había alrededor indistintos harapos, medias de lana,
una camisa de indiana roja y una sábana grande de tela basta
extendida a lo largo de la cerca. Al ruido de la barrera apare-
ció la nodriza llevando en brazos a un niño que tomaba el
pecho. Con la otra mano arrastraba a un pobre chiquillo
raquítico, con la cara cubierta de escrófulas, hijo de un mer-
cero de Ruán a quien sus padres, demasiado ocupados con
su negocio, dejaban en el campo.
- Entre – dijo -, ahí tiene a su hijita, está durmiendo.
La habitación de la planta baja, única en la vivienda, te-
nía contra la pared del fondo una cama grande, sin cortina-
dos, en tanto que la artesa ocupaba el lado de la ventana, uno
de cuyos vidrios había sido arreglado con un redondel de
papel azul. En el rincón de detrás de la puerta unos borce-
guíes con clavos relucientes estaban alineados bajo el lavade-
ro, junto a una botella llena de aceite con una pluma en el
gollete; sobre la polvorienta chimenea un ejemplar abando-

121
GUSTAVO FLAUBERT

nado del Mathieu Laensberg entre cartuchos de fusil, cabos


de vela y pedazos de yesca. Por fin, el último detalle super-
fluo en la pieza era una Fama soplando sus trompetas, sin
duda una imagen recortada de algún anuncio de perfumería
clavada a la pared por seis clavos de zueco.
La hijita de Ema dormía en el suelo en una cuna de
mimbre. Ella la levantó envuelta en la manta que la cubría y
empezó a cantarle suavemente, meciéndose mientras lo ha-
cía.
León se paseaba por el cuarto; le parecía insólito ver a
esa bonita dama con vestido de nankin en medio de tanta
miseria. La señora Bovary se ruborizó y él apartó la mirada
suponiendo que sus ojos mostraban alguna impertinencia.
Luego Ema volvió a poner en su cuna a la criatura, que aca-
baba de vomitar sobre su cuello almidonado. La nodriza
vino en su ayuda, asegurándole que no quedarla manchado.
-¡Está bien, está bien! - dijo Ema -. Hasta la vista, tía
Rollet.
Y salió, limpiándose los pies en el umbral.
La buena mujer la acompañó hasta el extremo del patio,
hablando del trabajo que le daba levantarse de noche.
- Estoy tan rota que a veces me duermo en mi silla; de-
bería usted darme por lo menos una librita de café molido,
que me duraría un mes, para tomarla por las mañanas con la
leche.
Después de escuchar sus gracias, la señora Bovary se
marchó, y había dado unos pasos por el sendero cuando un
rumor de zuecos le hizo volver la cabeza: era la nodriza.
-¿Qué pasa?

122
MADAME BOVARY

La campesina entonces la llevó aparte, detrás de un ol-


mo, y empezó a hablarle de su marido, que con su oficio y
seis francos anuales que el capitán...
- Acabe de una vez - dijo Ema.
-Bueno- prosiguió la nodriza suspirando entre palabra y
palabra -, me da miedo que se ponga triste si me ve tomar
café a mí sola; usted sabe, los hombres...
-¡Ya tendrá su café!, ¡yo le daré lo que haga falta! Me
cansa - repetía Ema.
-¡Ay, mi pobre y querida señora!, es que además de sus
heridas tiene unos terribles calambres al pecho. Dice que
hasta la misma sidra lo debilita.
- Pero, tía Rollet, ¡diga lo que sea de una vez!
- Entonces - dijo aquélla haciendo una reverencia -, si
no es pedirle mucho - saludó otra vez - cuando usted quiera-
y su mirada imploraba -,una cuarterola de aguardiente - dijo
por fin- y le daría friegas en los pies a su niñita, que los tiene
blandos como la lengua.
Liberada de la nodriza, Ema asió el brazo de León. An-
duvo un trecho con paso rápido, luego más despacio, y su
mirada, que recorría el paisaje, se fijó en el hombro del joven
cuya levita tenía cuello de terciopelo negro. Sus cabellos
castaños caían sobre aquél, lacios y bien peinados. Observó
sus uñas más largas de lo que se estilaba en Yonville. Su cui-
dado era una de las grandes preocupaciones del pasante y
para este uso destinaba un cortaplumas especial que guarda-
ba en su escritorio.
Regresaron a Yonville siguiendo el borde del agua. Du-
rante la estación de los calores la ribera más amplia descubría

123
GUSTAVO FLAUBERT

la base de los muros de jardín, que descendían hasta el río


por una escalera de varios escalones. El agua corría callada-
mente, rápida y fría a la vista; matas frágiles se inclinaban
sobre ella impulsadas por la corriente y se desplegaban sobre
su limpidez como verdes cabelleras. De vez en cuando un
insecto de finas patas caminaba o se posaba sobre las varas
de los juncos o las hojas de los nenúfares. Un rayo de sol
atravesaba los glóbulos azules de las ondas, que se sucedían y
estallaban en la margen; los viejos sauces sin ramas refleja-
ban sus cortezas grises en el agua, y en torno, más allá, la
pradera parecía desierta. Era la hora de la comida en las
granjas y la joven señora y su acompañante al andar sólo
oían la cadencia de sus pasos sobre la tierra del sendero, las
palabras dichas y el roce del vestido de Ema susurrando a su
alrededor.
Los muros de los jardines, coronados de pedazos de
botellas, estaban ten calientes como los vidrios de un inver-
náculo. En los ladrillos habían crecido alhelíes y al pasar la
señora Bovary desgranaba en polvo sus flores marchitas con
la punta de la sombrilla, o bien alguna rama de madreselva o
de clemátide asomándose aquí y allá tocaba la seda al pren-
derse a los flecos.
Hablaban de una compañía de bailarines españoles que
muy pronto se presentaría en el teatro de Ruán.
-¿Irá a verlos? - preguntó ella.
- Si puedo, sí - respondió él.
¿No tenían nada más que decirse? Sin embargo, sus ojos
estaban llenos de palabras más serias; y en tanto se esforza-
ban por hallar frases triviales sentían que una misma langui-

124
MADAME BOVARY

dez invadía a ambos, algo así como un murmullo del alma,


profundo, continuo, que dominaba el de las voces. Sorpren-
didos y asombrados ante esta nueva suavidad no pensaban
en contársela mutuamente o en descubrir su causa.
Las dichas futuras, como las costas del trópico, proyec-
tan en la inmensidad que las precede sus morbideces nativas,
una brisa perfumada, y uno se adormece en su embriaguez
sin preocuparse siquiera por el horizonte invisible.
En cierto lugar la tierra estaba excavada por el paso del
ganado y fue necesario caminar sobre grandes piedras ver-
des, esparcidas en el fango. Ema se detenía a cada paso para
mirar dónde posaba su botita, y tambaleándose sobre la
temblorosa piedra, con los brazos separados del cuerpo, la
mirada indecisa, inclinada hacia adelante, reía asustada por
temor de caer en alguna charca.
Cuando llegaron a la puerta de su jardín, la señora Bo-
vary empujó el pequeño portal, subió corriendo los escalo-
nes y desapareció.
León regresó a su estudio. El patrón estaba ausente;
lanzó una mirada a las carpetas, afiló una pluma, luego tomó
su sombrero y se marchó.
Fue al Pastoreo, en lo alto de la cuesta de Argueil, a la
entrada del bosque, se acostó en el suelo, bajo los pinos, y
miró el cielo a través de sus dedos.
"¡Cuánto me aburro! - se decía -. ¡Qué aburrida es mi
vida!”
Lamentaba su existencia en aquella aldea, con Homais
por amigo y el señor Guillaumin por jefe. Ocupado siempre
en sus negocios, éste con sus gafas de oro y sus patillas rojas

125
GUSTAVO FLAUBERT

sobre la corbata blanca, no entendía ni jota de delicadezas


espirituales, a pesar de su aspecto rígido e inglés, que tan
buena impresión produjera al. pasante en los primer tiem-
pos. En cuanto a la mujer del farmacéutico, era la mejor es-
posa de toda Normandía, dulce como una oveja, y amorosa
con sus hijos, su marido, sus padres, sus parientes, compasi-
va con los males del prójimo, eficaz en su hogar, y enemiga
de los corsés. Pero tan pesada en sus movimientos, de un
aspecto tan común, tan fastidiosa en su conversación, tan
restringida en sus ideas, que jamás se le ocurrió pensar, aun-
que ella tenía treinta años y él veinte, aunque dormían puerta
por medio y se dirigían la palabra a diario, que pudiera ser
mujer para alguien ni que de su sexo tuviera otra cosa que el
vestido.
¿Y quién más había? Binet, algunos comerciantes, dos o
tres taberneros, el cura y por fin el señor Tuvache, el alcalde,
con sus dos hijos, gentes vulgares, torpes, obtusas, que culti-
vaban personalmente sus tierras, celebraban sus francachelas
en familia, devotos, por otra parte, una compañía insoporta-
ble en todo sentido.
Pero sobre el fondo común de esos rostros humanos, la
cara de Ema se destacaba solitaria y, sin embargo, lejana.
Porque sentía que entre ambos había un vago abismo.
Al principio fue a visitarla a menudo en compañía del
farmacéutico. Carlos no parecía muy sorprendido al recibirlo
y León no sabía cómo tomarlo, entre el temor de ser indis-
creto y el deseo de una intimidad que consideraba casi impo-
sible.

126
MADAME BOVARY

IV

Con los primeros fríos, Ema dejó su habitación para


instalarse en la sala, pieza larga y de cielo raso bajo donde
había, sobre la chimenea, un tupido polípero desplegado
sobre el espejo. Sentada en su sillón, junto a la ventana, mi-
raba pasar por la acera a las gentes de la aldea..
Dos veces por día León iba de su estudio al León de
oro; Ema lo oía venir desde lejos y se inclinaba para escu-
char; el joven pasaba detrás de la cortina siempre vestido de
la misma manera y sin volver la cabeza. Pero al atardecer,
cuando con la barbilla apoyada en la mano izquierda, Ema
dejaba caer sobre el regazo su labor de bordado, solía estre-
mecerse ante la aparición de esa sombra que se deslizaba de
repente. Se levantaba entonces y ordenaba que pusieran la
mesa.
El señor Homais llegaba durante la comida. Con el go-
rro griego en la mano entraba calladamente para no incomo-
dar a nadie, repitiendo siempre la misma frase: "Buenas
noches a todos." Luego, instalado en su lugar en la mesa,

127
GUSTAVO FLAUBERT

entre marido y mujer, preguntaba al médico noticias de sus


enfermos y éste lo consultaba sobre la posibilidad de sus
honorarios. Después hablaban de lo que decía el diario. A
esa hora Homais se lo sabía de memoria y lo contaba ínte-
gramente, con las reflexiones del periodista y la historia de
cualquier catástrofe individual acaecida en Francia o en el
extranjero. Pero agotado el tema no tardaba en lanzar alguna
observación sobre los platos servidos. Algunas veces se in-
corporaba a medias para indicar delicadamente a la señora el
mejor trozo, o volviéndose hacia la criada le dirigía consejos
sobre cómo aderezar un guiso o sobre la higiene de los con-
dimentos; hablaba de aromas, especias, jugos y gelatinas de
manera deslumbradora. Por lo demás, guardaba en la memo-
ria más recetas de cocina que bocales su farmacia. Sobresalía
en la fabricación de mermeladas, vinagres y licores dulces y
conocía cualquier nueva invención de calefactores económi-
cos, junto con el arte de conservar los quesos y de curar los
vinos averiados.
A las ocho venía a buscarlo Justino para cerrar la farma-
cia. El señor Homais miraba al muchacho con picardía, so-
bre todo si Felicitas estaba presente, pues había observado
que su alumno sentía apego por la casa del médico.
- El chico empieza a tener ideas propias y creo, ¡Voto al
diablo!, que está enamorado de su criada - decía.
Pero en cambio le reprochaba el defecto de escuchar
continuamente las conversaciones. Por ejemplo, los domin-
gos no había cómo hacerlo salir de la sala, a la que la señora
Homais lo hacía ir para que buscara a los niños adormecidos

128
MADAME BOVARY

en los sillones, arrugando con la espalda las fundas, demasia-


do amplias, de calicó.
A estas veladas del farmacéutico no iba mucha gente: su
maledicencia y sus opiniones políticas le habían apartado
sucesivamente de varias personas respetables. El pasante era
infaltable. Apenas oía la campanilla corría al encuentro de la
señora Bovary, tomaba su chal y llevaba aparte, bajo el mos-
trador de la farmacia, los chanclos que ella usaba sobre los
zapatos cuando había nieve.
Al principio jugaban al treinta y uno; después de algunos
partidos, Ema jugaba al "ecarté" con el señor Homais, y Le-
ón, detrás de ella, la aconsejaba. De pie y con las manos apo-
yadas en el respaldo de su silla veía los dientes de la peineta
clavada en su moño; cada vez que ella se movía para tirar
una carta se le alzaba el vestido del lado derecho. Sus cabe-
llos peinados en alto proyectaban sobre su espalda un tono
moreno que poco a poco palidecía hasta perderse en la som-
bra. Las ropas caían a ambos lados del asiento, infladas, lle-
nas de pliegues, y se posaban en el suelo. Cuando León las
tocaba con la suela de su calzado se apartaba como si le hu-
biera pisado el pie a alguien.
Terminada la partida de cartas, el boticario y el médico
jugaban al dominó, y Ema, cambiando de lugar, se sentaba a
la mesa para hojear la Ilustración. Llevaba consigo su revista
de modas. León se sentaba a su lado juntos miraban las imá-
genes, se esperaban al pie de cada página. A menudo ella le
rogaba que le recitara algunos versas. León los declamaba
con voz lánguida, que cuidadosamente hacía expirar en los
pasajes de amor. Pero la incomodaba el ruido de las fichas

129
GUSTAVO FLAUBERT

del dominó. El señor Homais era un experto en el juego y


derrotaba a Carlos con un doble seis. Terminados los tres
centenares, ambos se estiraban frente al hogar y no tardaban
en conciliar el sueño. El fuego moría en cenizas, la tetera
estaba vacía, y León seguía leyendo; Ema lo escuchaba ha-
ciendo girar automáticamente la pantalla de la lámpara, sobre
cuya gasa había pintado pierrots en coche y bailarinas de
cuerda floja con sus balancines. León se interrumpía para
designar con un gesto al auditorio dormido; entonces se ha-
blaban en voz baja y su conversación les parecía más dulce
porque nadie la oía.
Así se estableció entre ellos una especie de asociación,
de continuo intercambio de libros y novelas. El señor Bo-
vary era poco celoso y eso no clamaba su atención.
Para su santo recibió una bonita cabeza frenológica,
pintada de azul y cubierta de cifras hasta el cuello. Era una
atención del pasante. Tenía otras también, hasta la de hacerle
sus diligencias en Ruán; el libro de un novelista había puesto
de moda la manía de las plantas tropicales; León compraba
algunos ejemplares para la señora y los traía consigo, .obre
sus rodillas, en la Golondrina, pinchándose los dedos con
sus espinas.
Ella hizo colocar en la ventana un estante para colocar
sus tiestos. También el pasante tuvo su pequeño jardín col-
gante y se veían desde lejos, mientras ambos cuidaban sus
flores.
Pero entre las ventanas de la aldea había otra que solía
estar ocupada con mayor frecuencia: los domingos de la ma-
ñana a la noche y todas las tardes cuando hacía buen tiempo

130
MADAME BOVARY

el flaco perfil del señor Binet aparecía en la lucerna de un


desván, inclinado sobre su torno, y su ronquido monótono
se oía hasta en el León de oro.
Una noche, al regresar a casa, León encontró en su
cuarto una alfombra de terciopelo y lana con hojas sobre
fondo pálido. Llamó al señor y a la señora Homais, a Justino,
los niños, la cocinera; habló del caso con su patrón; todo el
mundo quería conocer la dichosa alfombra; ¿por qué la mu-
jer del médico era tan generosa con el pasante? La cosa pare-
cía extraña y todos acabaron por pensar formalmente que
ella era su amiguita.
Lo daba a entender él ponderando sin cesar sus encan-
tos y su talento, hasta el extremo de que una vez Binet le
respondió con bastante grosería:
- Y a mí qué me importa, si no tengo nada que ver con
ella.
Se torturaba buscando una manera de declarársele, va-
cilando siempre entre el temor de disgustarla y el bochorno
de ser tan pusilánime, llorando de desaliento y de deseo. Por
fin tomaba decisiones enérgicas: escribía cartas que rasgaba;
se concedía plazos que luego postergaba. A veces, decidido a
actuar, dispuesto a todo, pronta cambiaba de idea al verse en
presencia de Ema, y cuando Carlos aparecía y lo invitaba a
subir a su boc para visitar juntos a algún enfermo de los al-
rededores, León aceptaba al instante, se despedía de la seño-
ra y se marchaba. ¿Acaso el marido no era algo de ella
misma?
Ema no se interrogó para saber si lo amaba. Creta ella
que el amor se presentaba de repente, con muchos destellos

131
GUSTAVO FLAUBERT

y fulgores, huracán celeste que al caer sobre la vida la tras-


torna, arranca las voluntades como hojas y arrastra al abismo
el corazón. Ignoraba que la lluvia forma lagos en las azoteas
de las casas cuando están tapados los desagües y así habría
permanecido en su seguridad, de no haber descubierto de
improviso una grieta en la pared.

132
MADAME BOVARY

Fue un domingo de febrero, una tarde de nieve. Todos,


el señor y la señora Bovary, Homais y el señor León fueron a
visitar una nueva hilandería que estaban instalando a media
legua de Yonville. El boticario llevó consigo a Napoleón y a
Atalía para que hicieran un poco de ejercicio y Justino los
acompañó con los paraguas al hombro.
Nada ofrecía menos curiosidades que esa cosa curiosa.
Un gran solar - donde había, aquí y allá, entre montones de
arena y de guijarros, algunas ruedas de máquinas ya enmohe-
cidas- rodeaba una larga construcción cuadrangular horadada
por numerosas ventanitas. La edificación no estaba termina-
da y se veía el cielo a través de los travesaños del techo. Ata-
do al tirante del frontispicio, un manojo de paja
entremezclado de espigas hacía chasquear al viento sus cintas
tricolores.
Homais hablaba, explicaba a la compañía la importancia
futura del establecimiento, calculaba la fuerza de los pisos, el
espesor de las paredes, y lamentaba no poseer un bastón

133
GUSTAVO FLAUBERT

métrico como el que tenía el señor Binet para su uso parti-


cular.
Ema le daba el brazo y se apoyaba un poco sobre su
hombro para mirar el disco del sol que a lo lejos irradiaba en
la bruma su deslumbrante palidez; de pronto volvió la cabe-
za y vio a Carlos con la gorra encasquetada hasta las cejas;
sus gruesos labios temblaban, añadiendo una cierta estupidez
a su cara; hasta su misma espalda, su tranquila espalda, la
irritaba, porque sobre la levita ella veía desplegarse la chatura
del personaje.
Mientras lo examinaba, saboreando una especie de de-
pravada voluptuosidad en su irritación, León se adelantó un
paso. El frío la hacía palidecer y ponía en su cara una más
dulce languidez; entre su corbata y su garganta el cuello de la
camisa, un tanto flojo, dejaba ver la piel; el lóbulo de la oreja
asomaba debajo de un mechón de cabellos y su mirada azul,
alzada hacia las nubes, pareció a Ema más límpida y hermosa
que esos lagos de montaña donde se reflejaba el cielo.
-¡Infeliz! - gritó de pronto el boticario.
Y corrió hacia su hijo, que acababa de arrojarse dentro
de un montón de cal para pintar de blanco sus zapatos.
Abrumado por los reproches, Napoleón empezó a chillar, en
tanto que Justino le limpiaba el calzado con un estropajo de
paja. Pero hacía falta un cuchillo; Carlos ofreció el suyo.
"¡Ah - pensó Ema -, lleva cuchillo en el bolsillo, como
los campesinos!”
Caía la escarcha y regresaron a Yonville.
Esa noche la señora Bovary no fue a visitar a sus veci-
nos, y cuando Carlos se marchó, cuando se sintió sola, rea-

134
MADAME BOVARY

nudó el paralelo con nitidez de sensación casi inmediata y


con la distancia en perspectiva dada a las cosas por el re-
cuerdo. Desde la cama, mirando el fuego claro que ardía en
la chimenea, veía a León tamo lo viera esa tarde, de pie, do-
blando su caña con una mano y sujetando con la otra a Ata-
lía que chupaba muy tranquila un pedazo de hielo. Lo
encontraba encantador, no podía dejar de pensar en él; re-
cordaba otras actitudes de otros días, frases que él dijera, el
sonido de su voz, toda su persona, y repetía, adelantando los
labios como para un beso:
"Sí, ¡ encantador, encantador!... ¿Estará enamorado? - se
preguntó -. ¿Y de quién? Pero..., pero, claro, ¡de mí!”
Todas las pruebas se le presentaron a la vez y su cora-
zón dio un salto. Las llamas del hogar hacían temblar en el
cielo raso una alegre claridad; Ema se acostó de espaldas,
con los brazos estirados.
Comenzó entonces la eterna lamentación: "¡Oh, si el
cielo lo hubiese querido! ¿Por qué no? ¿Quién lo impedía?...”
Cuando Carlos regresó a medianoche, ella simuló des-
pertar, y como él hacía ruido al desvestirse; se quejó de ja-
queca; luego, al descuido, preguntó que había sucedido en la
velada.
- El señor León se fue temprano - dijo él.
Ella no pudo contener una sonrisa y se durmió con el
alma colmada de un nuevo encantamiento.
Al día siguiente, al caer la noche, recibió la visita del se-
ñor Lheureux, comerciante en novedades. El tendero era
hombre hábil.

135
GUSTAVO FLAUBERT

Nacido en Gazcuña pero convertido en normando, su


facundia meridional estaba acompañada de la cautela propia
de la región de Caux. Su cara gruesa, blanda, lampiña, parecía
teñida por una cocción liviana de regaliz, y su cabellera blan-
ca aumentaba la vivacidad de sus ojillos negros. Se ignoraba
su anterior situación; unos decían que había sido buhonero,
otros banquero en Routot. Lo cierto es que sus complicados
cálculos mentales asustaban al propio Binet. Cortés hasta la
obsequiosidad, siempre andaba un poco encorvado, en la
postura de quien saluda a otro o lo invita.
Después de dejar en la entrada su sombrero adornado
de crespón, depositó sobre la mesa una caja verde y comen-
zó a quejarse ante la señora, con muchos circunloquios, de
no haber merecido su confianza hasta ese momento. Una
pobre tienda como la suya no estaba hecha para atraer a una
elegante, y destacó la palabra. Pero ella sólo tenía que man-
dar y él se encargaría de suministrarle lo que quisiera, tanto
en artículos de mercería como en lencería, prendas tejidas o
novedades, porque iba a la ciudad regularmente, cuatro veces
por mes. Estaba en contacto con las casas más importantes.
Podrían mencionar su nombre en los Tres hermanos, la Bar-
ba de oro o el Gran salvaje, ¡esos señores lo conocían tanto
como a sus propios bolsillos! Por lo tanto, había ido sólo
para mostrar a la señora, de paso, diferentes artículos que
por casualidad tenía, gracias a una rara oportunidad. Y sacó
de la caja una media docena de cuellos bordados.
La señora Bovary los examinó.
- No necesito nada - dijo.

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MADAME BOVARY

Entonces el señor Lheureux exhibió delicadamente tres


bufandas argelinas, varios paquetes de agujas inglesas, un par
de pantuflas de paja y por fin cuatro hueveras de coco, cala-
das por los condenados a trabajos forzados. Después, con
ambas manos apoyadas sobre la mesa, estirado el cuello,
inclinado el' torso, seguía boquiabierto el recorrido de la
mirada de Ema cuando se paseaba indecisa entre las merca-
derías. A veces, como si quisiera quitarle el polvo, daba un
toquecito a la seda de las bufandas, totalmente desplegadas,
que se estremecían con un ligero rumor, haciendo centellear
a la verdosa luz del crepúsculo, como pequeñas estrellas, las
lentejuelas de oro de su trama.
-¿Cuánto cuestan?
- Una bicoca - respondió él -, una bicoca, pero no hay
prisa alguna, ¡ no somos judíos!
Ema reflexionó algunos momentos más y acabó por dar
otra vez las gracias al señor Lheureux, quien replicó sin
conmoverse:
- Bueno, nos entenderemos en otra oportunidad, siem-
pre me he arreglado con las mujeres, excepto con la mía,
¡vaya!
Ema sonrió.
- Con esto quiera decirle - prosiguió él con cara bona-
chona después de la broma -, que no me preocupa el dine-
ro... Si hace falta, le adelanto.
Ella hizo un gesto de sorpresa.
-¡Ah! - dijo él vivamente, en voz baja -, no necesitaría ir
lejos para encontrar dinero para usted, ¡puede estar segura!

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GUSTAVO FLAUBERT

Y le pidió noticias del tío Tellier, dueño dei Café fran-


cés, a quien por entonces atendía Carlos Bovary.
-¿Qué le pasa al tío Tellier? Tose de tal manera que sa-
cude la casa de arriba abajo y mucho me temo que muy
pronto necesite un gabán de pino mejor que una camisa de
franela. ¡Las tonterías que ha hecho cuando era joven! Esas
gentes, señora, no tenían la menor idea de lo que es orden,
¡se ha quemado en aguardiante! Pero siempre es triste ver
que se va un conocido.
Mientras ataba su caja discurría así sobre la clientela del
médico:
- Tiene el tiempo la culpa, sin duda y miraba los vidrios
con semblante hosco -, de todas esas enfermedades. Yo no
me siento muy bien, que digamos, tampoco. Un día de éstos
tendré que venir a consultar a su señor marido por una pun-
zada que tengo en la espalda. Bueno, hasta la vista, señora
Bovary, a sus órdenes, quedo su más humilde servidor.
Y se marchó con muchas precauciones.
Ema se hizo servir la comida en su cuarto, junto al fue-
go, en una bandeja; comió lentamente; todo le parecía bue-
no.
-¡Qué prudente he sido! - se decía pensando en las bu-
fandas.
Oyó pasos en la escalera: era León. Ella se puso de pie y
tomó de la cómoda, de la pila de repasadores para dobladi-
llar, el primero. Parecía muy atareada cuando él entró.
La conversación fue lánguida; la señora Bovary la inte-
rrumpía a cada instante y León parecía muy confundido.
Sentado en una silla baja, cerca de la chimenea, hacía girar

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MADAME BOVARY

entre sus dedos el estuche de marfil y ella movía la aguja o


alisaba los pliegues de la tela de vez en cuando. No hablaba y
él callaba, cautivado por su silencio como lo hubieran cauti-
vado sus palabras.
"¡ Pobre muchacho!", pensaba Ema.
"¿Por qué le disgusto?", se preguntaba él.
Por fin León dijo que tenía que ir a Ruán un día cual-
quiera, por asuntos del estudio.
- Su abono musical ha concluido, ¿debo renovarlo?
- No - dijo ella.
-¿Por qué?
- Porque...
Y frunciendo los labios tiró lentamente de una larga he-
bra de hilo gris.
La labor irritaba a León. Los dedos de Ema parecían
despellejarse en las yemas; se le ocurrió una frase galante,
pero no se atrevió a decirla.
-¿De modo que lo abandona? - replicó él.
-¿Qué? - preguntó ella vivamente- ¿La música? ¡Ah, sí,
por Dios! ¿Acaso no tengo que cuidar de mi casa, de mi ma-
rido y de mil cosas, en fin, muchos deberes más importantes
en que ocuparme?
Miró el reloj, Carlos se retrasaba. Entonces demostró
inquietud y repitió dos o tres veces:
-¡Es tan bueno!
El pasante sentía afecto por el señor Bovary. Pero esa
ternura dedicada a él lo sorprendió de un modo harto desa-
gradable; lo mismo prosiguió su elogio; todos hablaban bien
de él, y en especial el farmacéutico.

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GUSTAVO FLAUBERT

-¡Ah, es un hombre excelente! - corroboró Ema.


- Claro que sí - dijo el pasante.
Y empezó a hablar de la señora Homais, cuyo atuendo
muy descuidado lo movía a risa por lo general.
-¿Qué tiene que ver? - lo interrumpió Ema -, una buena
madre de familia no se aflige por trapos.
Luego volvió a guardar silencio.
Lo mismo ocurrió al día siguiente, en los posteriores;
cambió de maneras, de opiniones. Visiblemente, se ocupaba
en serio de la casa, visitaba la iglesia con frecuencia, dirigía
con mayor severidad a la criada.
Retiró a Berta del cuidado de la nodriza. Felicitas la traía
cuando venían visitas y la señora Bovary la desvestía para
mostrar sus brazos y piernas. Declaraba adorar a los niños;
era su consuelo, su alegría, su locura, y acompañaba sus cari-
cias de expansiones líricas que a cualquier otro que no fuera
un yonvillés le hubiera recordado a la Sachette de Notre-
Dame de París.
Carlos, a su regreso, encontraba sus pantuflas calentán-
dose junto a las cenizas. A sus chalecos no les faltaba dobla-
dillo ni botones a sus camisas y hasta le daba placer ver sus
gorros de dormir alineados en pilas iguales dentro del arma-
rio. Ema ya no rehusaba, como antaño, los paseos por el
jardín y aceptaba todas las propuestas de él, sin adivinar las
razones a las que se sometía sin una queja; cuando León la
veía junto al fuego, después de la comida, con las manos
cruzadas sobre el vientre y los pies apoyados en los morillos,
enrojecidas las mejillas por la digestión, húmedos de felici-
dad los ojos, mientras su hijita se arrastraba por la alfombra

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MADAME BOVARY

y esa mujer de talle grácil se inclinaba para besar su frente


por encima del respaldo del sillón:
"Es una locura, ¿cómo llegar hasta ella?”
Ema le pareció tan virtuosa e inaccesible que abandonó
toda esperanza, aun la más vaga.
Pero este renunciamiento la colocó en una posición ex-
traordinaria. Ema se desprendió ante sus ojos de las cualida-
des carnales de las que nada podía obtener, y fue creciendo
en su corazón, destacándose de magnífica manera, como una
apoteosis que, alza el vuelo. Era uno de esos sentimientos
puros que no estorban el ejercicio de la vida, que cultivamos
por su rareza y cuya pérdida nos afligiríais que el goce de su
posesión.
Ema adelgazó, sus mejillas palidecieron, su cara se alar-
gó. Con sus crenchas negras, sus grandes ojos, su nariz recta,
su andar de pájaro y siempre callada ahora, ¿no parecía, aca-
so, atravesar la existencia casi sin rozarla, llevando en la
frente la vaga señal de un destino sublime? Estaba tan triste
y serena, tan dulce y reservada a la vez, que su presencia ins-
piraba un encanto glacial, un estremecimiento similar al que
provocan las iglesias, donde el perfume de las flores se mez-
cla al frío de los mármoles. Tampoco los demás escapaban a
esa seducción. El farmacéutico decía:
- Es una mujer de grandes recursos y no estaría fuera de
lugar en una subprefectura.
Las burguesas admiraban su economía, los clientes su
cortesía los pobres su caridad.
Pero ella estaba llena de codicia, de rabia, de odio. Su
vestidos de rectos pliegues ocultaba un corazón trastornado

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GUSTAVO FLAUBERT

y sus púdicos labios callaban ese tormento. Estaba enamora-


da de León y buscaba la soledad para deleitarse a sus anchas
con su imagen. La visión de su persona alteraba la voluptuo-
sidad de su meditación. Ema palpitaba al oír sus pasos; lue-
go, en su presencia, la emoción desaparecía y sólo le quedaba
un inmenso estupor que concluía en tristeza.
León ignoraba que cuando, desesperado, salía de su ca-
sa, ella se levantaba para verlo en la calle. La preocupaban
sus idas y venidas, espiaba su rostro, inventó una historia
para visitar su cuarto. Juzgaba afortunada a la mujer del far-
macéutico porque dormía bajo el mismo techo, y sus pensa-
mientos continuamente iban a posarse sobre aquella casa,
como las palomas del León de oro cuando iban a mojar sus
rosadas patas y sus alas blancas en las canaletas. Pero a me-
dida que advertía su amor, Ema lo rechazaba para que nadie
lo notara y para disminuirlo. Hubiera querido que León lo
sospechase e imaginaba azares y catástrofes para facilitar el
caso. Sin duda alguna, la retenían la pereza, el espanto o
también el pudor. Pensaba que lo había rechazado demasia-
do y que todo estaba perdido ya, que era tarde. Luego, el
orgullo, la alegría de decirse: "Soy virtuosa", y de mirarse al
espejo adoptando posturas resignadas la consolaba un tanto
del supuesto sacrificio.
Entonces los apetitos de la carne, la codicia del dinero,
las melancolías de la pasión, se confundían en un solo sufri-
miento, y en lugar de apartarse de su pensamiento se aferra-
ba más a él, excitándose con el dolor y buscando toda
oportunidad de padecer. La irritaba un plata mal servido o
una puerta entreabierta; gemía por los terciopelos que le

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MADAME BOVARY

faltaban, por la dicha de que carecía, por sus sueños dema-


siado elevados, por su casa demasiado estrecha.
La exasperaba el hecho de que Carlos no parecía sospe-
char siquiera su suplicio. Juzgaba su convicción de hacerla
feliz un insulto imbécil y su seguridad al respecto, ingratitud.
¿Para quién, entonces, era ella juiciosa? ¿No era él, acaso, el
obstáculo de toda felicidad, la causa de todas sus miserias, y
algo así como el agudo pinche de la compleja correa que la
ataba por completo?
Por consiguiente, concentró únicamente en él los nume-
rosos rencores provocados por sus disgustos, y cada esfuer-
zo por aminorar este rencor sólo servia para aumentarlo;
porque la pena inútil se agregaba a los demás motivos de
desesperación y contribuía aún más al alejamiento. Se rebe-
laba contra sus propias dulzuras. La mediocridad doméstica
la impulsaba a lujosas fantasías, la ternura matrimonial a de-
seos adúlteros. Habría querido que Carlos le pegara para
poder detestarlo con mayor justicia, para vengarse. Algunas
veces la asombraban las atroces conjeturas que se le ocu-
rrían, ¿y era preciso seguir sonriendo, oír hasta el cansancio
que era feliz, simular que lo era, darlo a entender?
Sin embargo, esta hipocresía la disgustaba. Sentía tenta-
ciones de huir con León a algún lugar, muy lejos, para in-
tentar una existencia nueva, pero al instante un vago abismo
lleno de oscuridades se abría en su alma.
Además no me ama - pensaba -, ¿qué haré?, ¿cuál ayuda
puedo esperar, cuál consuelo, cuál alivio?
Abrumada, palpitante, inerte, sollozaba, y abundantes
lágrimas rodaban por su cara.

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GUSTAVO FLAUBERT

-¿Por qué no se lo dice al señor? - le preguntaba la cria-


da cuando entraba en su cuarto durante alguna crisis.
- Son los nervios - respondía Ema -, no se lo digas, lo
afligirías.
- Claro - replicaba Felicitas -, a usted le pasa lo mismo
que a la Guerina, la hija del tío Guerin, el pescador de Pollet,
al que conocí en Dieppe antes de venir a su casa. Estaba tan
triste, tan triste, que cuando uno la veía de pie en la puerta
de su casa, parecía un trapo de duelo puesto ahí. Según de-
cían, su mal era una especie de niebla que tenía en la cabeza,
y los médicos no podían hacer nada ni el cura tampoco.
Cuando le daba fuerte, se iba solita su alma a la orilla del
mar; tanto es así que algunas veces el teniente de la aduana,
al hacer su recorrido, la veía tirada de boca y llorando sobre
las piedras. Dicen que se le pasó después del casamiento.
- Pero a mí - replicaba Ema - esto me ha venido después
del casamiento.

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MADAME BOVARY

VI

Cierto día en que asomada a la ventana abierta acababa


de ver a Lestiboudois, el bedel, cortando leña, escuchó de
pronto el toque del Angelus.
Era a comienzos de abril, cuando se abren las primave-
ras, un viento tibio corre sobre los canteros arados, y los
jardines, como fas mujeres, parecen vestirse para las fiestas
del verano. Por los barrotes de la glorieta y todo en torno se
veía el río en la pradera, donde dibujaba errantes sinuosida-
des sobre la hierba. Los vahos del atardecer circulaban entre
los álamos sin hojas, esfumando sus contornos con un matiz
violeta, más pálido y transparente que una sutil gasa prendida
a sus ramas. A lo lejos caminaban los rebaños sin que se
oyeran sus pasos ni sus mugidos, y la campana, tañendo sin
cesar, proseguía su pacífico lamento en los aires.
El repetido tañido extravió el pensamiento de la joven
por los viejos recuerdos de juventud y del pensionado. Re-
cordó los grandes candelabros del altar emergiendo de los
vasos llenos de flores y el tabernáculo con columnitas. Hu-

145
GUSTAVO FLAUBERT

biera querido, como antaño, verse confundida en la larga fila


de velos blancos con las negras manchas, aquí y allá, de las
rígidas tocas de las buenas hermanas inclinadas en sus recli-
natorios; en la misa de los domingos, al alzar la cabeza, divi-
saba el dulce rostro de la Virgen entre los azulados
torbellinos del incienso cuando subía a lo alto. Entonces se
enterneció, se sintió blanda y abandonada como una pelusilla
de ave que revolotea en la tormenta, y sin darse cuenta se
encaminó hacia la iglesia dispuesta a cualquier devoción con
tal de plegar en ella su alma y de que la existencia entera se
desvaneciera.
En la plaza tropezó con Lestiboudois cuando éste regre-
saba, porque para no estropear la jornada prefería interrum-
pir su tarea y luego reiniciarla, de tal modo que tocaba el
Angelus cuando le venía bien. Además el toque hecho antes
de tiempo advertía a los chiquillos la hora del catecismo.
Ya algunos habían llegado y jugaban a los bolos sobre
las losas del cementerio. Otros, a horcajadas en el muro,
agitaban las piernas cortando con sus zuecos las ortigas que
crecían entre el pequeño cercado y las últimas tumbas. Era el
único lugar verde, porque el resto era pura piedra, cubierto
siempre por un polvo fino resistente a la escoba de la sacris-
tía.
Los niños, calzados con zapatillas, corrían por el lugar
como si fuera un entarimado hecho especialmente para ellos
y se oían sus voces a través del zumbido de la campana. El
tañido disminuía con las oscilaciones de la cuerda que desde
lo alto del campanario colgaba hasta el suelo. Pasaban las
golondrinas lanzando grititos y cortando el aire con su vuelo

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MADAME BOVARY

regresaban a sus nidos amarillos bajo las tejas del alero. En el


fondo de la iglesia ardía una lámpara, es decir, una mecha de
candil, dentro de un vaso suspendido. De lejos su luz parecía
una mancha blanquecina temblando sobre el aceite. Un largo
rayo de sol atravesaba la nave volviendo aún más sombrías
las naves laterales y los rincones.
-¿Dónde está el cura? - preguntó la señora Bovary a un
mocito que muy divertido sacudía el torniquete dentro de su
demasiado flojo agujero.
- Ya viene - respondió aquél.
En efecto, chirrió la puerta del presbiterio y apareció el
abate Bournisien; los chicos, en tropel, desaparecieron en el
interior de la iglesia.
-¡Bandidos! - murmuró el sacerdote -, ¡ siempre los mis-
mos!
Y recogiendo un catecismo hecho jirones con el que
acababa de tropezar añadió:
- ¡No respetan nada!
Pero en eso distinguió a la señora Bovary y le dijo:
- Dispense usted, no la había visto.
Metió el catecismo en su bolsillo y se detuvo, sopesando
entre sus dedos la pesada llave de la sacristía.
La luz del sol poniente que daba de lleno sobre su ros-
tro palidecía la lustrina de su sotana, brillante en los codos,
deshilachada en el ruedo. Sobre su amplio pecho manchas de
grasa y de tabaco seguían la línea de los botoncitos y eran
más numerosas a la altura del cuello, donde descansaban los
amplios pliegues de su tez rubicunda sembrada de máculas

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GUSTAVO FLAUBERT

amarillas que se perdían entre los pelos hirsutos de su enca-


necida barba. Acababa de comer y respiraba afanosamente.
-¿Cómo está usted? - agregó.
- Mal - dijo Ema -, me siento mal.
- También yo - replicó el sacerdote -. Estos primeros
calores lo tumban a uno de manera notable, ¿verdad? Bueno,
¡qué vamos a hacerle! Hemos nacido para sufrir, como dice
San Pablo. Pero, ¿qué dice de eso el señor Bovary?
-¡El! - dijo Ema con gesto desdeñoso.
-¿Cómo? - replicó el bueno del cura sorprendido -, ¿no
le ha recetado algo?
-¡Ah! - dijo Ema -, no son los remedios terrenales los
que me hacen falta.
El cura, de vez en cuando, miraba hacia la iglesia donde
los chicos arrodillados se daban empellones con el hombro y
caían como figura de naipe.
- Quisiera saber... - dijo Ema.
- Espera un poco, Riboudet - gritó el sacerdote con voz
colérica -, ¡ vas a ver el tirón de orejas que te daré, bandido!
Luego, dirigiéndose a Ema:
- Es el hijo del carpintero Boudet; sus padres no se in-
comodan y le dejan hacer todo lo que se le ocurre. Pero
aprendería rápido si quisiera, porque tiene mucho talento. Y
algunas veces, yo, por bromear lo llamo Riboudet (como la
cuesta que se toma para ir a Maromme) y hasta le digo: mi
Riboudet, ¡ja, ja! Monte Riboudet El otro día le contaba la
ocurrencia a Monseñor, y hay que ver lo que se rió..., sí, se
dignó reírse. ¿Y cómo está el señor Bovary?
Ella no daba muestras de comprender. El prosiguió:

148
MADAME BOVARY

-¿Siempre muy ocupado, sin duda? Porque ciertamente


que él y yo somos las dos personas de la parroquia con más
cosas que hacer. Pero el es el médico de los cuerpos - agregó
con una risotada -, ¡y yo lo soy de las almas!
Ella fijó en el sacerdote una mirada suplicante.
- Si... – dijo -, usted alivia todas las miserias.
-¡Ah, no me hable de eso, señora Bovary! Esta misma
mañana tuve que ir al Bajo Diauville por una vaca que estaba
pasmada. Creían que era un maleficio. Todas las vacas, no se
como... Pero, perdón, ¡Longuemarre y Boudet, esténse
quietos! ¿Quieren dejar eso?
Y de un salto se metió en la iglesia.
Los chicos se atropellaban junto al púlpito, trepaban al
taburete del coro, abrían el misal, y otros con pasos furtivos
se aventuraban hasta el confesonario. El cura cayó sobre
ellos repartiendo una lluvia de mojicones, y asiéndolos del
cuello de la chaqueta los alzaba en vilo y los dejaba caer de
rodillas sobre las baldosas con tanta fuerza como si quisiera
plantarlos allí.
- Bueno - dijo cuando regresó junto a Ema desplegando
su amplio pañuelo de indiana, una de cuyas puntas sujetó
entre sus dientes -, los labradores son dignos de compasión.
- Otros también lo son - respondió ella.
-¡ Seguro!, por ejemplo los obreros de la ciudad.
- No sólo ellos...
- Dispense usted, he conocido entre esas gentes madres
de familia, mujeres virtuosas, se lo aseguro, verdaderas santas
que carecían hasta de pan.

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GUSTAVO FLAUBERT

- Pero, señor cura - replicó Ema (y se le contraían las


comisuras de la boca mientras hablaba)-, ¿qué me dice de las
que tienen pan pero no tienen...
- Fuego en invierno - dijo el sacerdote.
-¿Eso qué importa?
-¿Cómo que no importa? Yo creo que cuando uno está
bien abrigado y comido... porque, en fin...
-¡Dios mío! ¡Dios mío! - suspiraba ella.
-¿Se siente mal? - dijo él adelantándose con expresión
inquieta -, ¿la digestión, sin duda? Vuélvase a casa, señora
Bovary, y beba un poco de té, la reanimará, o bien un vaso
de agua fresca con azúcar.
-¿Por qué?
Ema parecía despertar de un sueño.
- Porque se pasa la mano por la frente. Creí que le daba
un mareo.
Luego, recapacitando:
- Pero usted vino a pedirme algo. ¿De qué se trata? Ya
no me acuerdo.
- No, nada, nada - repetía Ema.
Y su mirada después de recorrer el lugar se posó lenta-
mente sobre el viejo de sotana. Se examinaban ambos en
silencio.
- Entonces, señora Bovary, dispense, pero el deber ante
todo, ya sabe usted, tengo que despachar a mis educandos.
Ya se nos viene encima la primera comunión, tengo miedo
que nos agarre desprevenidos. Por eso desde la Ascensión
los tengo todos los miércoles una hora de más. ¡Pobres chi-
cos! Nunca es demasiado temprano para encaminarlos por

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MADAME BOVARY

las sendas del Señor, como por otra parte El mismo nos lo
ha recomendado por boca de su divino Hijo... Consérvese
buena, señora, mis respetos a su señor marido.
Y entró en la iglesia haciendo una genuflexión en la
puerta misma.
Ema lo vio desaparecer entre la doble fila de bancos,
con su paso tardo, la cabeza un poco ladeada sobre el hom-
bro, las manos entreabiertas y separadas del cuerpo.
Luego giró sobre sus talones como una estatua sobre un
eje y emprendió el regreso a su casa. Pero la gruesa voz del
cura, las claras voces de los niños, llegaban hasta ella y la
seguían en su camino:
-¿Eres cristiano?
- Sí, soy cristiano.
-¿Qué es un cristiano?
Es aquel que habiendo sido bautizado... bautizado...
bautizado.
Ema subió los escalones de su escalera sosteniéndose
del pasamanos y cuando estuvo en su cuarto se dejó caer en
un sillón.
La luz blanquecina de los vidrios caía suavemente, con
ondulaciones. Los muebles parecían haber adquirido mayor
inmovilidad en sus sitios, perdiéndose en la sombra como en
un tenebroso océano. La chimenea estaba apagada, el reloj
no se detenía y Ema se pasmaba un poco ante la calma de las
cosas, mientras en su interior había tantas perturbaciones.
Pero entre la ventana y la mesa de costura estaba la pequeña
Berta tambaleándose sobre sus escarpines y tratando de

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GUSTAVO FLAUBERT

acercarse a su madre para asir por los extremos los lazos de


su delantal.
-¡Déjame! - dijo ésta apartándola con un ademán.
En seguida la niña se acercó otra vez hasta tocar sus ro-
dillas y apoyada en ella con su: dos brazos alzaba hacia Ema
sus grandes ojos azules mientras un hilo de baba chorreaba
de sus labios sobre la seda del delantal.
-¡Déjame! - repitió la joven encolerizada.
Su cara asustó a la niña, y la hizo gritar.
-¡Déjame en paz! - dijo Ema rechazándola con el codo.
Berta cayó al pie de la cómoda contra el perchero de
bronce, cortándose la mejilla; la sangre brotó de la herida; la
señora Bovary corrió a levantarla, rompió el cordón de la
campanilla, llamó a gritos a la' criada y ya empezaba a malde-
cirse cuando apareció Carlos. Era la hora de la comida, re-
gresaba a casa.
- Mira, querido - le dijo Ema con voz tranquila -, la niña
estaba jugando y se ha lastimado al caer.
Carlos la tranquilizó; el caso no era grave y fue en busca
del diaquilón.
La señora Bovary no bajó a la sala; quiso quedarse sola
para cuidar a su hijita. Al verla dormir, su resto de inquietud
se disipó gradualmente y se juzgó muy tonta y muy buena
por haberse afligido por tan poca cosa. Berta, en efecto, ya
no sollozaba. Ahora su respiración alzaba insensiblemente la
colcha de algodón. Había lagrimones en las comisuras de sus
párpados entrecerrados que dejaban ver entre las pestañas las
pálidas pupilas hundidas; el esparadrapo pegado a su mejilla
estiraba oblicuamente la piel.

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MADAME BOVARY

"Qué raro - pensaba Ema -, ¡ lo fea que es esta criatura!”


Cuando a las once de la noche Carlos regresó de la far-
macia (donde fue a devolver el diaquilón después de la co-
mida) encontró a su mujer de pie junto a la cuna.
- Pero te digo que no será nada - dijo besándola en la
frente -, no te atormentes, queridita, te vas a enfermar.
Había pasado un largo rato en casa del boticario.
Aunque no se mostró muy conmovido, el señor Ho-
mais, de todos modos, se empeñó en darle fuerzas, en le-
vantarle la moral. Hablaron entonces de los diversos peligros
que amenazaban a la niñez y del aturdimiento de las criadas.
La señora Homais algo sabía de eso porque todavía conser-
vaba en el pecho las cicatrices de un cucharón de lumbre que
antaño una cocinera dejara caer sobre su delantal. Por eso
ellas, buenos padres, tomaban tantas precauciones. Jamás los
cuchillos estaban afilados ni los pisos lustradas. Las ventanas
tenían reja de hierro y las jambas de las puertas, gruesas tran-
cas. Los niños Homais, a pesar de su independencia, no po-
dían dar un paso sin vigilancia; al menor resfrío su padre los
atiborraba de expectorantes y hasta los cuatro años todos
usaban, inexorablemente, gorritas acolchadas. Cierto que esa
manía de la señora Homais afligía en su fuero intimo al ma-
rido, quien temía los resultados posibles de semejante com-
presión para los órganos del intelecto, y algunas veces solía
decirle sin querer:
-¿Pretendes convertirlos en caribes o en botocudos?
- Carlos, sin embargo, trató repetidas veces de inte-
rrumpir la charla.

153
GUSTAVO FLAUBERT

- Tengo algo que decirle - sopló al oído del pasante


cuando éste lo precedía por la escalera.
"¿Sospechará algo?", se preguntaba León. Le latía el co-
razón y se perdía en conjeturas.
Por fin, Carlos después de cerrar la puerta, le rogó que
viera él mismo en Ruán cuál podía ser el precio de un her-
moso daguerrotipo; una sorpresa sentimental que reservaba
a su mujer, una fina atención, su retrato con traje negro. Pe-
ro antes quería saber a qué atenerse; esa diligencia no causa-
ría trastornos al señor León, puesto que iba semanalmente a
la ciudad.
¿Con qué fin? El señor Homais sospechaba una historia
de joven, una intriga. Pero se equivocaba; León no perseguía
amorío alguno. Estaba más triste que nunca y la señora Le-
francois bien lo advertía por la cantidad de comida dejada en
los platos. Para saber algo más interrogó al recaudador; Binet
respondió de mala manera que a él no le pagaba la policía.
Pero su compañero le parecía muy extraño; a menudo
León se recostaba en su silla con los brazos abiertos y se
quejaba vagamente de la existencia.
- Eso le pasa porque no se distrae lo suficiente - decía el
recaudador.
-¿Distraerme, cómo?
- Yo en su lugar tendría un torno.
- Pero si no sé manejarlo - respondía el pasante.
-¡Oh, es verdad! - exclamaba el otro acariciándose la
mandíbula con gesto desdeñoso y satisfecho a la vez.
León estaba harto de amar sin provecho; empezaba a
sentir ese cansancio causado por la repetición de una vida

154
MADAME BOVARY

igual, sin ningún interés que la dirija ni esperanza alguna qué


la sostenga. Aburrido de Yonville y de los yonvilleses, lo
irritaba la vista de ciertas casas y de ciertas gentes a más no
poder; aunque fuera buena persona, el farmacéutico le re-
sultaba completamente intolerable. Sin embargo, la perspec-
tiva de una nueva situación lo asustaba tanto como lo
seducía.
Esta aprensión muy pronto se transformó en impacien-
cia, y entonces París comenzó a agitar, desde lejos, las fanfa-
rrias de sus bailes de disfraz y de sus modistillas. Puesto que
debía terminar sus estudios de derecho, ¿por qué no mar-
charse?, ¿quién se lo impedía? Y empezó a hacer preparati-
vos secretos, arregló de antemano sus cosas. Amuebló
mentalmente un apartamento. ¡Haría la vida de un artista!
¡Tomaría lecciones de guitarra! ¡Tendría una bata de entreca-
na, una boinas vasca, pantuflas de terciopelo azul! Y admira-
ba ya sobre su chimenea dos floretes cruzados, con una
cabeza de muerto y la guitarra encima.
Lo difícil era el consentimiento de su madre, aunque
nada parecería más razonable. Hasta su mismo patrón lo
animaba a frecuentar otro estudio donde pudiera progresar
mejor. Tomando por la calle del medio León buscó una co-
locación como segundo pasante en Ruán y no la halló; por
fin escribió a su madre una larga y detallada carta en la que le
exponía las razones para ir a vivir a París inmediatamente.
Ella consintió.
León no se dio prisa. Todos los días, durante un mes,
Hivert transportó en su nombre, de Yonville a Ruán y de
Ruán a Yonville, cofres, maletas y paquetes, y cuando hubo

155
GUSTAVO FLAUBERT

arreglado su guardarropas, hecho retapizar sus tres sillones,


comprado una provisión de pañuelos dé seda, en una pala-
bra, tomado más disposiciones de las necesarias para un viaje
alrededor del mundo, postergó de semana en semana la par-
tida, hasta que recibió una segunda carta materna que lo apu-
raba a marcharse, puesto que deseaba pasar su examen antes
de las vacaciones.
Cuando llegó el momento de las efusiones, la señora
Homais lloró; Justino sollozaba, y Homais, hombre fuerte,
disimuló su emoción; quería llevar el gabán de su amigo
hasta la verja del notario, quien conduciría a León hasta
Ruán en su coche. Este tenía el tiempo contado para despe-
dirse del señor Bovary.
En lo alto de la escalera se detuvo, sin aliento. Al verlo
entrar, la señora Bovary se puso de pie prestamente.
- ¡Soy yo otra vez! - dijo León.
-¡Estaba segura!
Ema se mordió los labios, y una onda de sangre corrió
bajo su piel coloreándola de rosa desde la raíz de los cabellos
hasta el borde de la gorguerita. Estaba de pie, recostada
contra el revestimiento de madera.
-¿El señor no está en casa? - preguntó León.
- Está ausente.
Ema repitió:
- Está ausente.
Hubo un silencio. Ambos se miraban y una misma an-
gustia confundía sus pensamientos, estrechándolos como a
dos pechos palpitantes.
- Me gustaría dar un beso a Berta - dijo León.

156
MADAME BOVARY

Ema descendió algunos escalones para llamar a Felicitas.


El paseó una rápida y amplia mirada por las paredes, las
estanterías, la chimenea, como si quisiera penetrarlo todo,
llevarse todo consigo.
Pero Ema regresaba y la criada trajo a Berta; la niña
agitaba un molinete de viento colgado de una cuerda, cabeza
abajo.
León la besó repetidas veces en el cuello:
-¡Adiós, pobrecita niña!, ¡adiós, queridita, adiós!
Y la entregó a su madre.
- Llévesela - ordenó ésta a la criada.
Quedaron solos.
La señora Bovary, vuelta de espaldas, apoyaba la cara
contra un vidrio de la ventana; León, gorra can mano, se
golpeaba con ella el muslo suavemente.
- Va a llover - dijo Ema.
- Tengo un abrigo - respondió él.
-¡Ah!
Ella se volvió con la cabeza gacha, la frente inclinada
hacia adelante. La luz resbalaba por ella como por un már-
mol hasta la curva de las cejas sin que pudiera saberse si mi-
raba en el horizonte ni cuales eran sus íntimos pensamientos.
- Bueno, adiós - suspiró él.
Ella alzó la cabeza con un brusco gesto.
- Sí, adiós..., ¡ váyase !
Avanzaron el uno hacia el otro: él le tendió la mano, ella
vaciló.
-A la inglesa, entonces - dijo entregándole la suya y es-
forzándose por reír.

157
GUSTAVO FLAUBERT

León sintió esa mano entre sus dedos y fue como si to-
da la sustancia de su ser descendiera hasta su húmeda palma.
Luego abrió la mano, sus miradas se cruzaron otra vez y
él se marchó.
Cuando estuvo fuera se detuvo y, oculto tras un pilar,
contempló por última vez esa casa blanca con sus cuatro
celosías verdes. Creyó ver una sombra detrás de la ventana,
en el cuarto, pero la cortina, apartándose del marco como si
nadie la tocara, agitó lentamente sus anchos pliegues obli-
cuos que se estiraron de golpe y quedó inmóvil como una
pared de yeso. León echó a correr.
A lo lejos divisó en la ruta el cabriolé de su patrón y
junto a él a un hombre de delantal de burda tela sujetando al
caballo. Homais y el señor Guillaumin conversaban. Lo es-
peraban.
- Deme un abrazo - dijo el boticario con lágrimas en los
ojos -. Aquí tiene su gabán, mi querido amigo, cuídese del
frío. ¡Cuídese y sea prudente!
- Vamos, León, suba al coche - dijo el notario.
Homais se inclinó sobre el guardabarros y con voz en-
trecortada por los sollozos dejó caer estas tristes palabras:
-¡Buen viaje!
- Buenas tardes - respondió el señor Guillaumin. ¡Apár-
tese!
Partieron y el señor Homais emprendió el regreso.
La señora Bovary se había asomado a la ventana del jar-
dín para contemplar las nubes.
Se amontonaban en el poniente, del lado de Ruán, y
agitaban rápidamente sus negras volutas, de las que desbor-

158
MADAME BOVARY

daban por detrás las grandes líneas del sol, como flechas de
oro de un trofeo suspendido, en tanto que el resto del cielo
tenía blancura de porcelana. Una ráfaga de viento sacudió los
álamos y de repente comenzó a caer la lluvia; repiqueteaba
sobre las hojas verdes. Luego reapareció el sol, cantaron las
gallinas, los gorriones esponjaron sus alas en los húmedos
matorrales y las charcas sobre la arena arrastraron las flores
rosadas de una acacia.
"¡Qué lejos de aquí debe de estar!", se decía Ema.
Como de costumbre, el señor Homais se presentó a las
seis y media, durante la comida.
- Bueno - dijo cuando se sentaba -, hemos embarcado a
nuestro joven amigo.
- Así parece - dijo el médico.
Luego, volviéndose en su silla.
-¿Qué hay de nuevo por su casa?
- Poca cosa. Mi mujer estuvo un poco emocionada esta
tarde. Usted sabe, las mujeres se conmueven con cualquier
tontería. ¡Y sobre todo la mía! Sería un error enojarse por
eso, puesto que su organismo nervioso es más maleable que
el nuestro.
-¡Ese pobre León! - decía Carlos -. ¿Cómo hará para vi-
vir en París?...¿Se acostumbrará?
La señora Bovary suspiró.
- Vamos - dijo el farmacéutico chasqueando la lengua,
¡con las fiestas, los bailes de disfraz, el champaña! ¡Le digo
que tendrá de todo y cómo!
- No creo que eso lo agite mucho - objetó Bovary.

159
GUSTAVO FLAUBERT

- Tampoco yo - replicó con presteza el señor Homais -,


pero tendrá que hacer lo que los demás si no quiere que lo
tomen por un jesuita. ¡Usted no sabe la vida que llevan esos
farsantes en el Barrio Latino con las actrices Además, los
estudiantes son muy bien vistos en París. AL menor talento
que tengan para agradar, se los recibe en los mejores grupos,
y hasta hay damas del barrio de Saint-Germain que se ena-
moran de ellos, cosa que les da luego la oportunidad de ha-
cer un buen casamiento.
- Pero - dijo el médico- temo que allí... él...
- Tiene razón - interrumpió el boticaria -, ¡es el reverso
de la medalla! Y siempre uno está obligado a llevarse la mano
al bolsillo. Mire, uno está en un parque y se presenta un tipo,
bien puesto, hasta condecorado, cualquiera lo tomaría por
un diplomático; lo aborda a uno, se entabla una conversa-
ción, el hombre se insinúa, le ofrece a usted una pizca, o le
recoge el sombrero. Las relaciones se estrechan, lo lleva al
café, lo invita a su casa de campo, le presenta entre copa y
copa a mucha gente, y la mayoría de las veces es para sacarle
su dinero o para arrastrarlo a cosas perniciosas.
- Es verdad - dijo Carlos -, pero yo pensaba sobre todo
en las enfermedades; la fiebre tifoidea, por ejemplo, que ata-
ca a los estudiantes de provincias.
Ema se estremeció.
- Debido al cambio de régimen - continuó el farmacéu-
tico - y de los trastornos que provoca en la economía gene-
ral. Y además, dígame un poco, ¡el agua de París!, las
comidas de los restorantes; todos esos alimentos condimen-
tados concluyen por excitar la sangre y no valen, digan lo

160
MADAME BOVARY

que digan, lo que un buen cocido. Yo siempre he preferido


la cocina burguesa, es más sana. Cuando estudiaba farmacia
en Ruán vivía en un pensionado y comía con los profesores.
Y siguió exponiendo sus opiniones generales y sus sim-
patías personales hasta que vino a buscarlo Justino, porque
tenía que preparar una yema megida.
-¡No me dejan un minuto de respiro! ¡Siempre en la bre-
ga! ¡No puedo salir un momento siquiera! ¡Tengo que sudar
sangre como un caballo de tiro! ¡Qué miserable condena! -
protestó Homais.
Luego, ya en la puerta:
-A propósito, ¿saben la novedad?
-¿Qué pasa?
- Es muy probable - dijo Homais alzando las cejas y po-
niendo una cara muy seria- que los comicios agrícolas del
Sena Inferior se realicen este ano en Yonville-1'-Abbaye. Por
lo menos el rumor circula.
Esta mañana el diario daba a entender algo. ¡Sería de gran
importancia para nuestro departamento! Gracias, veo bien,
Justino tiene una linterna.

161
GUSTAVO FLAUBERT

VII

El día siguiente fue una jornada fúnebre para Ema. To-


do le parecía envuelto en una negra atmósfera que flotaba
confusamente sobre el exterior de las cosas, y la congoja se
abismaba en su alma con dulces gemidos como el viento de
invierno en los castillos abandonados. Era el ensueño sobre
lo que no ha de volver, la lasitud que nos invade después de
cada hecho consumado; ese dolor, en fin, producido por la
interrupción de los gestos habituales, por el brusco cese de
una prolongada vibración.
Lo mismo que a su regreso de la Vaubyessard, cuando
las cuadrillas giraban en su cabeza, sentía una opaca melan-
colía, una desesperación callada. León reaparecía más gran-
de, más hermoso, más difuso; aunque separado de ella, no la
abandonaba, estaba allí, y las paredes de la casa parecían
conservar su sombra. No podía apartar la vista de esa alfom-
bra pisada por él; de las sillas vacías donde se sentara. El río
seguía corriendo y sus lentas olitas besaban el borde de la
ribera en pendiente. Muchas veces ambos habían paseado al

162
MADAME BOVARY

compás del murmullo de las aguas sobre los guijarros cu-


biertos de musgo. ¡Qué hermosos soles los alumbraron!
¡Qué hermosas esas tardes, solos, a la sombra, en el fondo
del jardín! El leía en voz alta, descubierto, sentado en un
taburete de varas secas; el viento de la pradera hacía temblar
las páginas del libro y las capuchinas de la glorieta. ¡Ah, había
perdido el único encanto de su vida, la única esperanza posi-
ble de felicidad! ¿Por qué había dejado escapar esa dicha
cuando se le ofrecía? ¿Por qué no lo había retenido con sus
manos, de rodillas, cuando él quería marcharse? Y Ema se
maldecía por no haber amado a León; tuvo sed de sus labios.
Sentía deseos de correr a su encuentro arrojarse en sus bra-
zos y decirle: "¡Aquí estoy, tómame!" Pero las dificultades de
la empresa la asustaban de antemano, y sus deseos, acrecen-
tados por el pesar, se tornaban cada vez más activos.
Desde entonces el recuerdo de León fue el centro de su
disgusto, centelleaba con más fuerza que un fuego de cami-
nantes abandonado sobre la nieve en una estepa de Rusia.
Ella se precipitaba hacia él, se acurrucaba contra su cuerpo,
removía delicadamente el hogar a punto de apagarse y sin
cesar buscaba a su alrededor todo aquello que pudiera avi-
varlo; las más lejanas reminiscencias, las ocasiones más in-
mediatas, lo sentido y lo imaginado, sus anhelos de
voluptuosidad dispersos, sus proyectos de felicidad chas-
queando al viento como ramas muertas, su virtud estéril, sus
esperanzas deshechas, el lecho conyugal, todo lo reunía, todo
le servía para alimentar su tristeza.
Pero el fuego se aplacó, sea porque la provisión se agotó
sola o porque el montón era demasiado grande. Poco a poco

163
GUSTAVO FLAUBERT

la ausencia apagó el amor y el pesar fue ahogado por la cos-


tumbre; ese fulgor de incendio que enrojecía su cielo pálido
se cubrió de nuevas sombras y fue desvaneciéndose gra-
dualmente. En el sopor de su conciencia confundió la re-
pugnancia del marido con la aspiración del amante, las
quemaduras del odio con los destellos de la ternura; pero
como el huracán soplaba aún consumiendo hasta las cenizas
de la pasión y como ningún socorro aparecía, como ningún
sol brillaba, se hizo noche cerrada y Ema se sintió perdida,
invadida por un frío total.
Recomenzaron entonces los malos días de Tostes. Se
consideraba ahora mucho más desgraciada porque tenía la
experiencia de la pena y la certeza de que ésta no acabaría
jamás.
Una mujer que se impusiera sacrificios tan grandes bien
podía permitirse algunas fantasías. Compró un reclinatorio
gótico y en un mes gastó catorce francos en limones para la
limpieza de las uñas; escribió a Ruán para que le mandaran
un vestido de cachemira azul, eligió en la tienda de Lheureux
la bufanda más hermosa y la llevaba atada a la cintura sobre
su bata de entrecana. Pasaba las horas así vestida tendida en
un sofá, con un libro en la mano y los postigos cerrados.
Algunas veces variaba su peinado y elegía un tocado
chino con rizos flojos y trenzas; se partió la raya al costado y
peinó sus cabellos a lo paje, como un hombre.
Quiso aprender el italiano, compró diccionarios, una
gramática y papel blanco en abundancia. Intentó lecturas
serias de historia y de filosofía. Algunas noches Carlos des-

164
MADAME BOVARY

pertaba sobresaltado creyendo que lo venían a buscar por


algún enfermo.
- Ya voy - balbuceaba.
Era el ruido de una cerilla frotada por Ema para encen-
der la lámpara. Pero con sus lecturas ocurría lo mismo que
con sus labores de aguja; una vez iniciadas iban a parar al
fondo de su armario, y Ema las tomaba, las dejaba e iniciaba
otras.
Pasaba por ciertas crisis durante las cuales fácil le habría
sido caer en la extravagancia. Un día apostó su marido que
bebería la mitad de un gran vaso de aguardiente, y como
Carlos cometió la tontería de aceptar el desafío se tragó el
aguardiente hasta la última gota.
A pesar de su aspecto liviano (así la calificaban los bur-
gueses de Yonville) Ema no parecía feliz, y por lo general las
comisuras de su boca tenían ese rictus que arruga las caras de
las solteronas y las de los ambiciosos frustrados. Estaba muy
pálida, blanca como un papel, con la piel de la nariz tirante y
una mirada vaga. Cuando descubrió tres canas en sus sienes
habló de la vejez.
A menudo le daban ciertos desvanecimientos. Un día
escupió sangre, y al ver a Carlos muy apurado, incapaz de
ocultar su inquietud, le dijo:
-¡Bah...!, ¿qué importancia tiene?
Carlos corrió a refugiarse en su gabinete, donde sentado
en el sillón de su escritorio lloró bajo la cabeza frenológica,
apoyado de codos sobre la mesa de trabajo.
Escribió entonces a su madre rogándole que viniera y
mantuvieron largas conferencias a propósito de Ema.

165
GUSTAVO FLAUBERT

¿Qué hacer? ¿Qué medida tomar, puesto que rehusaba


cualquier tratamiento?
-¿Sabes lo que le haría falta a tu mujer? - decía la señora
Bovary madre -. ¡Ocupaciones forzadas! ¡Trabajos manuales!
Si como muchas otras se viera obligada a ganarse el pan, no
tendría esos humos que le vienen de un montón de ideas
metidas en su cabeza y del ocio en que vive.
- Pero Ema trabaja - respondía Carlos.
-¡Ema trabaja, vamos! ¿En qué? Leer novelas, libros
malos, obras contrarias a la religión en las que se hace burla
de los sacerdotes con frases sacadas de Voltaire. Eso lleva
lejos, pobre hijo mío, y los que no tienen religión acaban
mal.
Se decidió así impedir a Ema la lectura de novelas. La
empresa no era fácil y la vieja señora la tomó a su cargo;
debía, a su paso por Ruán, ir a ver al prestador de libros y
explicarle que el abono de Ema quedaba cancelado. ¿Acaso
no les asistía el derecho de dar aviso a la policía si el librero
persistía a pesar de todo, en su oficio de envenenador?
Los adioses de la suegra y la nuera fueron secos. En las
tres semanas que pasaran juntas cambiaron unas palabras,
aparte de las fórmulas de cortesía cuando se sentaban a la
mesa o por la noche, antes de ir a la cama.
La señora Bovary madre partió un miércoles, día de fe-
ria en Yonville.
Desde muy temprano una fila de carros con las varas en
alto, extendida desde la iglesia hasta la posada, frente a las
casas, impedía la circulación en la plaza. Enfrente estaban las
tiendas donde vendían telas de algodón, cubrecamas y me-

166
MADAME BOVARY

dias de lana, cabestros y piezas de cintas azules cuyos extre-


mos volaban al viento. Quincallería barata se esparcía por el
suelo entre pirámides de huevos y pilas de quesos de las que
asomaban viscosas pajas; junto a las moledoras de trigo caca-
reaban las gallinas en sus jaulas chatas, sacando el cogote por
los barrotes. La multitud se agrupaba en un mismo lugar, sin
intenciones de moverse, amenazando algunas veces con
romper el escaparate de la farmacia. Los miércoles ésta esta-
ba siempre llena y la gente acudía no tanto para comprar
medicamentos como para hacer consultas, porque la fama de
maese Homais corría por las aldeas cercanas. Su robusto
aplomo había fascinado a los campesinos, quienes lo consi-
deraban el médico más importante entre todos los médicos
del mundo.
Ema estaba asomada a su ventana (se asomaba con fre-
cuencia porque en provincias la ventana reemplaza al teatro
y a los paseos); divertida con el tropel de rústicos, vio de
pronto a un caballero con levita de terciopelo verde que lle-
vaba guantes amarillos y calzaba polainas gruesas. Se enca-
minaba hacia la casa del médico seguido de un campesino
que marchaba con la cabeza gacha y muy serio.
-¿Puedo ver al señor? - preguntó a Justino, que conver-
saba con Felicitas en el umbral.
Y tomándolo por el criado de la casa dijo:
- Dígale que el señor Rodolfo Boulanger de la Huchette
está aquí.
No por vanidad territorial el recién llegado agregaba a su
apellido la partícula, sino para hacerse conocer mejor. En
efecto, la Huchette era una propiedad próxima a Yonville

167
GUSTAVO FLAUBERT

cuyo castillo acababa de adquirir con las dos granjas que


cultivaba personalmente sin demasiadas molestias. ¡Vivía
como soltero y, según decían, disponía por lo menos de
quince mil libras de renta!
Carlos entró en la sala. El señor Boulanger le presentó a
su hombre, quien quería que le hicieran una sangría porque
sentía hormigas en todo El cuerpo.
- Con eso me purgo - objetaba a cualquier razonamien-
to.
Bovary, por lo tanto, trajo una venda y una palangana y
pidió a Justino que la sostuviera. Luego, dirigiéndose al al-
deano, ya sin color:
- No tenga miedo, amigo - le dijo.
- No, no - respondió el otro -, corte no más.
Y con fanfarronería le ofreció el robusto brazo. Junto
con el pinchazo de la lanceta brotó la sangre y salpicó el es-
pejo.
-¡Acerca la vasija! - exclamó Carlos.
-¡Caracoles! - decía el paisano -, juraría que es una pe-
queña fuente surgente. ¡Vaya sangre roja la mía! Eso debe de
ser buena señal, ¿verdad?
- Algunas veces - dijo el médico rural- al principio no se
siente nada, pero luego se presenta el síncope, y con mayor
frecuencia se da el caso entre gentes de buena constitución,
como este hombre.
AL oír estas palabras el campesino soltó el estuche con
que sus manos jugaban. Una sacudida de sus hombros hizo
crujir el respaldo de su silla. Su sombrero cayó al suelo.

168
MADAME BOVARY

- Lo suponía - dijo Bovary apoyando su dedo sobre la


vena.
La palangana empezó a temblar entre las manos de Jus-
tino, cuyas rodillas flaquearon, mientras se ponía muy pálido.
-¡Mujer! ¡Mujer! - llamó Carlos.
Ema descendió la escalera a saltos.
-¡Trae el vinagre! - gritó él -. ¡Dios mío, dos a la vez!
Y de puro conmovido no acertaba a colocar la compre-
sa.
- No es nada - dijo el señor Boulanger, muy tranquilo,
sosteniendo a Justino en sus brazos.
Lo sentó sobre la mesa con la espalda apoyada contra la
pared.
La señora Bovary le quitó la corbata. Justino tenía anu-
dados los cordones de la camisa y ella demoró algunos ins-
tantes sus dedos ligeros sobre el cuello del muchacho, luego
derramó algunas gotas de vinagre en su pañuelo de batista y
le humedeció las sienes con algunos toquecitos, soplando
delicadamente sobre la cara de él.
El carretero se recobró, pero el síncope de Justino no
pasaba y sus pupilas desaparecían en la pálida esclerótica
como flores azules en la leche.
- Habría que ocultarle esto - dijo Carlos.
La señora Bovary tomó la palangana para ponerla sobre
la mesa. AL inclinarse, su vestido (un vestido de verano con
cuatro volantes, de color amarillo, talle largo y amplia falda)
se ensanchó en torno de ella sobre las baldosas del piso.
Ema, inclinada, se tambaleaba ligeramente, separando del
cuerpo los brazos, y sus ropas henchidas se hundían aquí y

169
GUSTAVO FLAUBERT

allá siguiendo las inflexiones del corpiño. Luego fue a buscar


un botellón de agua y derretía unos terrones de azúcar cuan-
do apareció el farmacéutico, a quien la criada con mucha
algarabía había ido a llamar; al ver a su pupilo con los ojos
abiertos recuperó el aliento y empezó a mirarlo de pies a
cabeza, mientras daba vueltas en torno de él.
-¡Tonto! – decía -. ¡Requetetonto! ¡Tonto de capirote!
Vaya cosa tremenda una flebotomía! ¡Y decir que es un mo-
zo que no tiene miedo a nada, así como lo ven, una especie
de ardilla para trepar a los árboles y descubrir nueces a altu-
ras vertiginosas! ¡ Sí, date corte!, mira tus condiciones futuras
para ejercer farmacia; porque bien pueda ser que te toque ser
llamado ante el tribunal en casos graves para iluminar la con-
ciencia de los magistrados; ¡y deberás conservar tu sangre
fría, razonar y demostrar que eres un hombre si no quieres
pasar por un imbécil!
Justino callaba; el boticario proseguía:
-¿Quién te mandó venir? ;Siempre incomodas a los se-
ñores! Sin contar que el miércoles te necesito como nunca.
En este momento hay veinte personas en la casa y he dejado
todo por lo mucho que me importas. ¡Vamos, vete, hala!
¡Espérame y vigila los tarros.
Cuando Justino se marchó, después de acomodarse las
ropas, hablaron un poco de desvanecimientos. La señora
Bovary nunca se había desvanecido.
-¡En una dama es extraordinario! - dijo el señor Boulan-
ger -. Además, hay gente muy delicada. En un lance vi a un
testigo perder el conocimiento nada más que con el ruido
que hacían al cargar las pistolas.

170
MADAME BOVARY

-A mí - dijo el boticario- la sangre ajena no me hace na-


da, pero la sola idea de ver correr la mía basta para causarme
un desfallecimiento si me pongo a pensar.
Entre tanto el señor Boulanger despidió a su criado,
exhortándolo a tranquilizarse, puesto que se había hecho el
gusto.
- Me ha procurador la ventaja de haberlos conocido
agregó.
Y mientras decía la frase miraba a Ema.
Luego depositó tres francos en un ángulo de la mesa,
saludó como al descuido y se marchó.
Pronto estuvo del otro lado del río (era su camino de
regreso a la Huchette) y Ema lo divisó en la pradera, cami-
nando bajo los álamos y deteniendo el paso de vez en cuan-
do, como si reflexionara.
" ¡Es muy graciosa! - se decía él- ¡Es muy graciosa la
mujer de ese médico! Lindos dientes, ojos negros, pies co-
quetones y una silueta de parisiense.
¿De dónde diablos sale? ¿Dónde la habrá encontrado
ese tipo tan vulgar?”
El señor Rodolfo Boulanger tenia treinta y cuatro años,
temperamento brutal e inteligencia perspicaz, aparte de ha-
ber frecuentado mucho a las mujeres y de conocerlas muy
bien. Ema le había parecido bonita, y pensaba en ella y en su
marido.
"Ha de ser muy tonto. Sin duda ella está harta.
Anda con las uñas sucias y una barba de tres días.
Mientras él corre a visitar a sus enfermos, ella zurce cal-
cetines. ¡Y vaya si se aburre! Querría vivir en la ciudad, bailar

171
GUSTAVO FLAUBERT

la polka todas las noches. ;Pobre mujercita! ¡Suspira por el


amor como una carpa suspira por el agua sobre la mesa de
una cocina! ¡Estoy seguro de que con tres palabritas galantes
hago queme adore! ¡Y hay que ver lo tierna y encantadora
que sería!... Sí, pero ¿cómo librarme después?”
Las molestias del placer, vistas en perspectiva, le- hicie-
ron pensar por contraste en sor querida. Era una actriz de
comedias de Ruán a quien mantenía; y al detenerse en su
imagen, cuyo solo recuerdo lo hartaba, pensó:
"Ah, la señora Bovary es mucho más linda que ella; so-
bre todo más fresca. Decididamente, Virginia empieza a en-
gordar demasiado. Y fastidia tanto con sus placeres. ¡Qué
manía le ha dado con los camarones!”
El campo estaba desierto y Rodolfo sólo oía a su alre-
dedor el chasquido regular de las hierbas golpeadas por sus
zapatos y el grito de los grillos escondidos entre la avena, a
lo lejos; volvía a ver a Ema en la sala, vestida como poco
antes, y la desvestía con la imaginación.
-¡Oh, la tendré! - exclamó deshaciendo de un bastonazo
un terrón que tenía delante.
En seguida analizó la parte política del caso. Se pregun-
taba:
"¿Cómo volver a verla? ¿De qué manera? Siempre ten-
dríamos el crío encima, y la criada, los vecinos, el marido,
toda clase de molestias y de las buenas. ¡Ah, no - se dijo -.
¡Uno pierde demasiado tiempo!”
Luego prosiguió:

172
MADAME BOVARY

"Pero ella tiene unos ojos que se le meten a uno en el


corazón como puñales. ¡Y esa tez pálida!... Adoro las mujeres
pálidas.”
En lo alto de la cuesta de Argueil había tomado una re-
solución:
"Lo único que queda por hacer es buscar las ocasiones.
Bueno, iré a verla de vez en cuando, le mandaré piezas de
caza, me haré sangrar si es necesario, nos haremos amigos,
los invitaré... ¡Ah, caray! - agregó -, pronto habrá comicios y
ella irá, la encontraré allí. Empezaremos y con audacia, es lo
más seguro.”

173
GUSTAVO FLAUBERT

VIII

¡Llegaron, en efecto, los famosos comicios! Desde la


mañana del solemne día todos los habitantes, en las puertas
de sus casas, estaban ocupados con los preparativos; la fa-
chada de la alcaldía tenía guirnaldas de hiedra; en un prado
habían levantado una tienda para el festín, y en mitad de la
plaza, delante de la iglesia, una especie de bombardeo señala-
ría la llegada del señor prefecto y el nombre de los labrado-
res laureados. La guardia nacional de Buchy (no la había en
Yonville) se había agregado al cuerpo de bomberos cuyo
capitán era Binet. Ese día llevaba un cuello más alto que de
ordinario y ceñido en su uniforme tenía el busto tan rígido e
inmóvil que toda la parte vital de su persona parecía haber
descendido a sus piernas, alzadas rítmicamente por pasos
marcados, de un solo movimiento. Puesto que entre el coro-
nel y el recaudador subsistía la rivalidad, ambos hacían ma-
niobrar separadamente a sus hombres para lucirse. Pasaban y
volvían a pasar las charreteras rojas y las pecheras negras.
¡Era cosa de nunca acabar! Jamás hubo semejante despliegue

174
MADAME BOVARY

de pompa. Muchos ciudadanos lavaron sus casas ya la víspe-


ra; banderas tricolores colgaban de las ventanas entreabier-
tas; las tabernas estaban llenas, y como el día era hermoso,
las cofias almidonadas, las cruces de oro y las pañoletas de
colores parecían más blancas que la nieve cuando espejeaban
al fuerte sol, realzando con sus desparramados colorinches la
oscura monotonía de las levitas y las blusas azules. Las gran-
jeras del contorno cuando se apeaban de sus caballos quita-
ban de sus vestidos el grueso alfiler con que los ajustaban y
se remangaban para evitar las manchas; sus maridos, en
cambio, por cuidar los sombreros, conservaban el pañuelo
con que los cubrían, sujetando sus puntas entre los dientes.
La multitud desembocaba en la calle mayor desde am-
bos extremos de la aldea. Desbordaba de las callejuelas, las
avenidas, las casas, y de vez en cuando se oía el chillido de
un cerrojo detrás de las burguesas con guantes de hilo que
salían para ver la fiesta. Sobre todo provocaban admiración
dos grandes marcos cubiertos de farolas flanqueando un
estrado en el que se instalarían las autoridades; y además
había contra las cuatro columnas de la alcaldía cuatro especie
de pértigas, cada una con su estandarte pequeño de tela ver-
dosa, engalanado de inscripciones con letras doradas. En
uno se leía: "Al Comercio"; en el otro: "A la Agricultura"; en
el tercero: "A la Industria", y en el cuarto: "A las Bellas Ar-
tes".
Pero el júbilo que alegraba los rostros parecía entristecer
a la posadera, señora Lefrancois. De pie en la escalera de su
cocina murmuraba para su coleto:

175
GUSTAVO FLAUBERT

"¡Qué idiotez, qué idiotez, poner una barraca! ¿Creen


que el prefecto estará contento comiendo allí bajo una tien-
da, como un saltimbanqui? ¡Y a esos líos los llaman un bien
para la región! ¡No valía la pena ir a buscar un cocinero de
fonda a Neufchátel! ¿Y para quién? ¡Para unos vaqueros!
¡Unos desarrapados!”
Pasó el boticario, vestido de negro con pantalón de
nankin, zapatos de castor y, cosa extraordinaria, sombrero:
un sombrero melón.
- Servidor – dijo -; dispense usted, pero tengo prisa.
Y como la robusta viuda le preguntara a dónde iba:
- Le parece extraño, ¿verdad? Yo que me paso el día
entero encerrado en mi laboratorio como ratón en el queso.
-¿Cuál queso? - preguntó la posadera.
- No, nada ¡nada! - replicó Homais -. Sólo quería decirle,
señora Lefrancois, que por lo general estoy metido en mi
casa. Pero hoy, en vista de las circunstancias, conviene que...
- Ah, ¿conque va allá? - dijo ella desdeñosa.
- Sí, allá voy - respondió el boticario asombrado -. ¿Aca-
so no formo parte de la comisión consultiva?
La tía Lefrancois lo contempló un instante y acabó por
responder sonriendo:
-¡Es distinto! Pero ¿qué tiene que ver usted con los cul-
tivos? ¿Entiende algo de eso, entonces?
- Claro que entiendo, puesto que soy farmacéutico, es
decir químico. ¡Y la química, señora Lefrancois tiene por
objeto el conocimiento de la acción recíproca y molecular de
todos los cuerpos naturales; por consiguiente, la agricultura
está comprendida en su campo de acción! Y, en efecto, la

176
MADAME BOVARY

composición de los abonos, la fermentación de los líquidos,


el análisis de los gases y la influencia de los miasmas, ¿qué
son, le pregunto yo, sino química simple y pura?
La posadera guardó silencio. Homais prosiguió:
-¿Cree usted que para ser agrónomo se precisa haber la-
brado la tierra con sus propias manos o engordado aves?
No, ¡más vale conocer la constitución de las sustancias en
cuestión, los yacimientos geológicos, los fenómenos atmos-
féricos, la calidad de los terrenos, los minerales, las aguas, la
densidad de los diferentes cuerpos y su capilaridad! ¡Qué se
yo! Y es preciso poseer a fondo los principios de higiene
para dirigir, criticar la construcción de las edificaciones, el
régimen de los animales, la alimentación de los sirvientes! Y
además, señora Lefrancois, hay que tener nociones de botá-
nica, aprender a diferenciar las plantas, ¿me entiende? Cuáles
son las saludables y cuáles las nocivas, cuáles las improducti-
vas y cuáles las nutricias, si conviene arrancarlas aquí y re-
plantarlas allá, propagar unas y destruir las otras; en resumen,
hay que estar al corriente de la ciencia por medio de folletos
y publicaciones, estar siempre al tanto para indicar las mejo-
ras...
La posadera no apartaba los ojos de la puerta del Café
francés, y el farmacéutico seguía diciendo:
-¡ Pluguiera a Dios que nuestros agricultores fueran quí-
micos o que, por lo menos, prestasen más atención a los
consejos de la ciencia! Mire, yo acabo de escribir un buen
opúsculo, una memoria de más de setenta y dos páginas,
titulado De la sidra, su fabricación y sus efectos, seguido de
algunas nuevas reflexiones sobre el tema, que envié a la So-

177
GUSTAVO FLAUBERT

ciedad de Agronomía de Ruán, lo que me valió el honor de


ser recibido entre sus miembros, sección Agricultura, clase
de pomología. Bueno, si mi obra hubiera sido dada a publi-
cidad...
Pero el boticario se interrumpió al notar la consterna-
ción de la señora Lefrancois.
-¡Mírelos! - decía -, ¿quién los entiende? ¡Semejante bo-
degón!
Y encogiéndose de hombros, con lo cual su pañoleta te-
jida le ceñía el busto, señalaba con ambas manos la taberna
de su rival, de donde brotaban canciones.
- Además, no durará mucho - agregó -. Ocho días y está
acabado.
Homais retrocedió estupefacto. Ella descendió los tres
escalones y hablóle al oído:
-¡Cómo! ¿No lo sabía? Esta semana lo clausuran. Lheu-
reux ha ordenado la venta. Lo mató a fuerza de papeles.
La posadera empezó a contar la historia que sabía por
Teodoro, el criado del señor Guillaumin, y aunque execraba
a Tellier, condenaba a Lheureux. Era un embaucador, un
oportunista.
- Mire, allí esta en el mercado, saludando a la señora
Bovary, que lleva un sombrero verde y además va del brazo
de Boulanger.
-¡La señora Bovary! - exclamó Homais -.Corro a pre-
sentarle mis respetos. Tal vez le agrade que le reserve un
lugar en el recinto, bajo el peristilo.
Y sin escuchar a la tía Lefrancois, que lo llamaba para
darle más informes, el farmacéutico se alejó con paso rápido,

178
MADAME BOVARY

sonriente, vivaz, distribuyendo saludos a derecha e izquierda


y ocupando un gran espacio con los amplios faldones de su
levita negra, que flotaban al viento detrás de él.
Rodolfo, al divisarlo a la distancia, apuró el paso, pero la
señora Bovary estaba sin aliento y tuvo que acortarlo y de-
cirle, risueño, con voz cortante:
- Era para evitar a ese gordo; usted sabe, el boticario.
Ella le dio un codazo.
-¿Qué significa eso? - se preguntó él.
Y la examinó de reojo mientras seguían andando.
Su sereno perfil nada dejaba adivinar. Se destacaba a
plena luz dentro del óvalo de su capota con cintas pálidas
semejantes a hojas de caña. Sus ojos de largas pestañas riza-
das miraban hacia adelante, y a pesar de estar muy abiertos
parecían un poco fruncidos porque la sangre latía suave-
mente bajo la fina piel de los pómulos. Un tono rosado cu-
bría la forma de la nariz. Inclinaba la cabeza sobre el
hombro, y entre sus labios aparecía el nacarado borde de sus
dientes blancos.
-¿Se burla de mí? - pensaba Rodolfo.
Pero el gesto de Ema había sido simple advertencia,
porque el señor Lheureux los acompañaba y de vez en cuan-
do les dirigía la palabra como si quisiera entrar en conversa-
ción.
-¡Qué día soberbio tenemos! ¡Todo el mundo ha salido a
la calle! ¡ Sopla viento del este!
Ni la señora Bovary ni Rodolfo le respondían, en tanto
que él se les acercaba al menor movimiento diciendo "¿Por
favor?" y llevándose la mano al sombrero.

179
GUSTAVO FLAUBERT

Cuando llegaron a la herrería, en lugar de seguir el ca-


mino hasta la barrera, Rodolfo tomó bruscamente por un
sendero arrastrando a la señora Bovary y diciendo a gritos:
-¡Buenos días, señor Lheureux! ¡Ha sido un placer!
-¡Qué manera de despedirlo! - dijo Ema riendo.
-¿Por qué permitir que los demás nos invadan? - replicó
él- Y puesto que hoy tengo el placer de estar con usted...
Ema se sonrojó. El no concluyó la frase. Habló enton-
ces del buen tiempo y del placer de caminar sobre la hierba.
Aplastaron algunas margaritas a su paso.
- Bonitas florecillas - dijo -. Hay bastantes como para
suministrar oráculos a todas las enamoradas del país.
Agregó:
- Si cortara algunas, ¿qué diría usted?
-¿Usted está enamorado? - dijo ella tosiendo un - poco.
- Y... quién sabe - respondió Rodolfo.
El prado comenzaba a llenarse de gente, y las amas de
casa con sus grandes paraguas, sus cestas y sus chicos atro-
pellaban a todo el mundo. A veces era146 preciso apartarse
ante una larga fila de campesinas, criadas con medias azules,
zapatos de taco bajo, anillos de plata y olor a leche cuando
uno pasaba a su lado. Caminaban de la mano y se distribuían
por toda la pradera desde la línea de álamos hasta la tienda
del banquete. Era el momento del examen y los agricultores,
uno tras otro, entraban en una especie de hipódromo for-
mado por una larga cuerda sujeta con postes.
Allí estaban los animales, con el morro vuelto hacia la
cuerda, alineando confusamente sus ancas desparejas. Los
puercos, soñolientos, hundían en la tierra su grueso hocico;

180
MADAME BOVARY

bramaban los terneros; balaban las ovejas; las vacas, con una
pata doblada, apoyaban su panza sobre el césped y rumiando
lentamente guiñaban sus pesados párpados bajo los moscar-
dones que zumbaban en torno de ellas. Algunos carreteros
con los brazos al aire sostenían del cabestro a encabritados
padrillos que relinchaban a plenos ollares junto a las yeguas.
Ellas se mantenían tranquilas, estirando la testa, con las cri-
nes sueltas, mientras sus potrillos reposaban a su sombra o
venían de vez en cuando a prenderse de su teta; y en la pro-
longada ondulación de esos cuerpos amontonados a veces se
alzaba al viento una especie de ola, una crin blanca, o bien
un par de agudos cuernos o una cabeza de hombre a la ca-
rrera. A un costado, fuera de la liza, a cien pasos de distancia,
había un torazo negro, morrudo, con anilla de hierro en la
nariz y tan inmóvil como un animal de bronce. Un niño an-
drajoso lo llevaba de una cuerda.
Entre tanto, entre las dos filas, avanzaban con paso tar-
do unos señores examinando cada animal, para consultarse
luego en voz baja. Uno de ellos, el que parecía más impor-
tante, tomaba algunos apuntes en un álbum mientras anda-
ban. Era el presidente del jurado: el señor Derozerays de la
Panville. Apenas reconoció a Rodolfo se adelantó rápida-
mente y dijo sonriéndole con gesto amable:
-¿Cómo, señor Boulanger, nos abandona usted?
Rodolfo se excusó, asegurando que se reuniría con ellos.
Pero no bien desapareció el presidente:
- No pienso ir - replicó- Su compañía es mejor que la de
ellos.

181
GUSTAVO FLAUBERT

Y burlándose de los comicios, Rodolfo, para circular


con mayor comodidad, mostraba al gendarme su tarjeta azul
y hasta se detenía algunas veces ante un hermoso ejemplar
que la señora Bovary no admiraba. Lo advirtió y empezó
entonces a hacer bromas a costa de las señoras de Yonville, a
propósito de sus tocados. Luego se disculpó por haber des-
cuidado su aspecto, que ofrecía la incoherencia de las cosas
comunes y rebuscadas en que por lo general el vulgo cree
entrever la revelación de una existencia excéntrica, los de-
sórdenes del sentimiento, las tiranías del arte y de todos mo-
dos, un cierto desprecio por las convenciones sociales, cosa
que lo seduce y lo exaspera. Así, su camisa de batista con
puños plegados se henchía al azar del viento en la abertura
de su chaleco, de cotí gris, y su pantalón de anchas rayas
descubría en los tobillos los borceguíes de nanquín con re-
fuerzos de cuero barnizado. Brillaban tanto que la hierba se
reflejaba en ellos. Con la mano en el bolsillo de su chaqueta
y el sombrero de paja ladeado, Rodolfo rozaba con sus boti-
nas la bosta de caballo.
- Además - agregó -, cuando uno vive en el campo...
- Todo es inútil - dijo Ema.
-¡Así es! - replicó Rodolfo -. Si se piensa que ninguna de
esas buenas personas entiende algo, ni siquiera del corte de
un traje...
Hablaron entonces de la mediocridad provinciana, de
las existencias ahogadas, de las ilusiones perdidas.
- Por eso - dijo Rodolfo- me hundo en una tristeza...
-¡Usted! - exclamó Ema asombrada- ¡Y yo que lo supo-
nía tan alegre!

182
MADAME BOVARY

- Sí, en apariencia, porque entre la gente sé ponerme la


máscara burlona; sin embargo, cuántas veces al ver un ce-
menterio a la luz de la luna me he preguntado si no valdría
más ir a reunirse con los que allí duermen...
-¡Oh! ¿Y sus amigos? - dijo ella- ¿No piensa en ellos?
-¿Mis amigos? ¿Cuáles amigos? ¿Acaso tengo amigos?
¿Quién se preocupa por mí?
Y acompañó las últimas palabras con una especie de sil-
bido entre dientes.
Un andamiaje de sillas llevado por un hombre que venía
detrás los obligó a separarse. Estaba el hombre tan cargado
que sólo se veían las puntas de sus zuecos y los extremos de
sus brazos abiertos. Era Lestiboudois, el sepulturero, quien
acarreaba las sillas de la iglesia para la multitud. Lleno de
imaginación para todo lo concerniente a sus intereses, había
encontrado esa manera de sacar partido de los comicios y su
idea resultaba buena, puesto que no sabía a quién atender
primero. En efecto, los aldeanos, que sufrían el calor, se dis-
putaban las sillas cuya paja olía a incienso y se apoyaban
contra sus rústicos respaldos, manchados por la cera de los
cirios, con cierta veneración.
La señora Bovary tomó otra vez el brazo de Rodolfo; él
continuaba, como si hablara consigo mismo:
-¡Oh, tantas cosas me han faltado! ¡Siempre solo! ¡Ah!, si
hubiera tenido un objetivo en mi vida, si hubiese encontrado
un afecto, si hubiera conocido a alguien... ¡Oh, cómo habría
derrochado toda la energía que poseo, todo lo hubiera so-
brepasado, todo lo habría vencido!

183
GUSTAVO FLAUBERT

- Me parece que usted no inspira compasión, sin embar-


go –dijo Ema.
-¿Lo cree así? - preguntó Rodolfo.
- Por que... en fin... - prosiguió ella -, usted es libre.
Vaciló:
- Rico.
- No se burle de mí - respondió él.
Y ella juraba que no se burlaba cuando sonó un cañona-
zo y todos en tropel corrieron hacia la aldea.
Fue una falsa alarma. El señor prefecto no llegaba y los
miembros del jurado estaban muy confundidos, no sabiendo
si debían inaugurar la sesión o seguir esperando.
Por fin, en el extremo de la plaza apareció un gran landó
de alquiler tirado por dos caballos flacos sobre los cuales
descargaba continuos latigazos un cochero de sombrero
blanco. Binet apenas tuvo tiempo de gritar: "¡Presenten ar-
mas!" y el coronel de imitarlo. Todos corrieron hacia los
haces. Todos se precipitaron. Algunos hasta olvidaron su
cuello. Pero el carruaje de la prefectura, como si adivinara
este tumulto, llegó al trotecito de la pareja de rocines pavo-
neándose sobre su cadeneta hasta el peristilo de la alcaldía en
el preciso momento en que la guardia nacional y los bombe-
ros marchaban a tambor batiente, marcando el paso.
-¡Descanso! - gritó Binet.
-¡Alto! - gritó el coronel- ¡Formar fila por la izquierda!
Y tras presentar armas haciendo resonar las abrazaderas
como caldero de cobre que rueda escaleras abajo, los fusiles
descendieron.

184
MADAME BOVARY

Vieron entonces apearse de la carroza a un señor con


fraque corto bordado de plata, frente calva y peluquín en el
occipucio, tez pálida y aspecto de lo más benévolo. Sus ojos
redondos y cubiertos por gruesos párpados se entrecerraban
para contemplar a la multitud a la vez que alzaba la puntia-
guda nariz y ponía una sonrisa en la hundida boca. Recono-
ció al alcalde por su banda y le explicó que el señor prefecto
no había podido presentarse y que él era consejero de la pre-
fectura; luego añadió algunas excusas. Tuvache respondió
con frases corteses, el otro confesó su pesar, y así quedaron,
frente a frente casi tocándose las frentes, con los miembros
del jurado a su alrededor, el consejo municipal, los notables,
la guardia nacional y la multitud. El señor consejero, apo-
yando contra el pecho su pequeño tricornio negro, reiteraba
sus saludos, en tanto que Tuvache, encorvado como un arco,
sonreía también, balbuceaba, buscaba sus frases, repetía su
devoción por la monarquía y el honor que hacían a Yonville.
Hipólito, el mozo de la posada, acudió para tomar de la
rienda a los caballos del coche y cojeando con su pie contra-
hecho los condujo hasta el pórtico del León de oro, donde
se agolparon numerosos campesinos para ver el carruaje.
Redobló el tambor, tronó el cañón y los señores en fila su-
bieron al estrado para ocupar sus asientos en los sillones de
Utrecht rojo prestados por la señora Tuvache.
Todas esas gentes se parecían. Sus rubias caras apáticas,
un poco tostadas por el sol, tenían el color de la sidra dulce y
sus sopladas patillas escapaban de los grandes cuellos rígidos
sostenidos por blancas corbatas con vistosa roseta.

185
GUSTAVO FLAUBERT

Los chalecos eran de terciopelo, cruzados; los relojes lu-


cían en el extremo de una larga cinta algún sello oval de cor-
nalina; y todos apoyaban sus manos en los muslos,
cuidadosamente lejos de la entrepierna del pantalón, cuyo
paño no deslustrado relucía más que el cuero de las gruesas
botas.
Las damas de sociedad estaban detrás, en el vestíbulo,
entre las columnas, en tanto que la turba se, situaba enfrente,
de pie, o sentada en sillas. En efecto, Lestiboudois había
llevado allí las que trajera de la pradera y corría a cada mi-
nuto para buscar otras en la iglesia causando con su negocio
tal embrollo que costaba gran esfuerzo llegar hasta la escali-
nata del estrado.
- Yo pienso - dijo el señor Lheureux dirigiéndose al
farmacéutico cuando éste pasaba para ocupar su asiento -
que debieron colocar allí dos mástiles venecianos con algo
severo y rico como novedad; hubiera sido un lindo golpe de
efecto.
- Tiene razón - respondió Homais -, pero, qué quiere, el
alcalde ha hecho todo a su antojo. Ese pobre Tuvache no
tiene mucho gusto, está totalmente desprovisto de eso que
se llama genialidad artística.
Entretanto Rodolfo, con la señora Bovary, había subido
al primer piso de la alcaldía, a la sala de deliberaciones, y
como la halló vacía declaró que allí estarían bien para dis-
frutar del espectáculo con más comodidad. Sacó tres tabu-
retes de los que rodeaban la mesa oval bajo el busto del
monarca y acercándolos a una de las ventanas se sentaron los
dos, uno junto al otro.

186
MADAME BOVARY

En el estrado hubo agitación, un prolongado murmullo,


conversaciones. Por fin, el señor consejero se puso de pie.
Ahora sabían que se llamaba Lieuvain y su nombre corría de
boca en boca entre la multitud. Después de juntar algunas
hojas y de pegarlas a sus ojos para ver mejor comenzó:
- Señores: Séame permitido en primer término (antes de
hablaron del objeto de esta reunión de hoy, y estoy seguro
de que este sentimiento será compartido por todos voso-
tros), séame permitido, digo, rendir justicia a la administra-
ción superior, al gobierno, al monarca, señores, a nuestro
soberano, ese rey bien amado a quien ninguna rama de la
prosperidad pública o particular es indiferente, y que dirige a
la vez con mano tan firme y sabia el carro del Estado entre
los incesantes peligros de un mar tormentoso, sabiendo
además hacer respetar la paz tanto como la guerra, la indus-
tria, el comercio, la agricultura y las bellas artes.
- Debía ponerme un poco más atrás - dijo Rodolfo.
-¿Por qué? - dijo Ema.
En ese momento la voz del consejero se elevó con tono
extraordinario. Declamaba:
- Ya no vivimos, señores, los tiempos en que la discor-
dia civil ensangrentaba nuestras plazas públicas, en que el
propietario, el negociante, el mismo obrero, al dormirse por
las noches con apacible sueño, temblaban al pensar que se-
rían despertados por el ruido de los incendiarios rebatos, en
que las máximas más subversivas minaban audazmente las
bases...

187
GUSTAVO FLAUBERT

- Porque podrían verme desde abajo - respondió Rodol-


fo -, y me tomaría quince días dar excusas, y con mi mala
reputación...
-¡Oh, usted se calumnia! - dijo Ema.
- No, no, le juro que es execrable.
- Pero señores - proseguía el consejero -, si apartando de
mi recuerdo esos sombríos cuadros pongo mis ojos en la
situación actual de nuestra bella patria: ¿qué es lo que veo?
En todas partes florecen el comercio y las artes; en todas
partes nuevas vías de comunicación, como otras tantas nue-
vas arterias en el cuerpo del Estado, establecen nuevas rela-
ciones: nuestros grandes centros manufactureros han
recobrado su actividad; la religión, más afirmada, sonríe en
todos los corazones, nuestros puertos están colmados, la
confianza renace y ¡por fin Francia respira!...
- Por lo demás - agregó Rodolfo -, quizá desde el punto
de vista del mundo tengan razón...
-¿Cómo es eso? - preguntó ella.
-¿Cómo? - dijo él- ¿no sabe acaso que hay almas ator-
mentadas sin cesar? Necesitan sucesivamente el sueño y la
acción, las pasiones más puras, los goces más furibundos, y
de este modo uno se arroja en toda clase de fantasías, de
locuras.
Ella lo contempló entonces como se mira a un viajero
que ha cruzado países extraordinarios y replicó:
-¡Nosotras, las pobres mujeres, ni siquiera tenemos esa
distracción! ¡Triste distracción, porque en ella no se encuen-
tra la felicidad!

188
MADAME BOVARY

- Pero ¿acaso alguna vez se encuentra la felicidad? pre-


guntó Ema.
- Sí, alguna vez se la encuentra - respondió él.
- Y esto es lo que habéis comprendido - decía el conse-
jero ¡Vosotros, agricultores y obreros del campo, vosotros,
los pacíficos pioneros de una obra de entera civilización!
;Vosotros, hombres de progreso y de moralidad! Vosotros
habéis comprendido, digo, que las tormentas políticas son
todavía más temibles que los desórdenes de la atmósfera...
- Alguna vez se la encuentra - repitió Rodolfo -, el día
menos pensado, cuando uno ya desesperaba. Entonces un
horizonte se abre y es como si una voz gritara: ¡Ahí está! ¡Y
uno siente la necesidad de hacer a esa persona la confidencia
de su vida, de darle todo, de sacrificarlo todo! No es necesa-
ria explicarse, se adivina. Esas dos personas se han entrevisto
en sueños. (Y la miraba.) En fin, ahí está ese tesoro tan bus-
cado, delante de nosotros; brilla, chispea. Pero todavía du-
damos, no osamos creer; permanecemos deslumbrados,
como si saliéramos de las tinieblas a la luz.
Y al decir estas palabras Rodolfo agregó la pantomima a
su frase. Se pasó la mano por la cara como quien ha sido
presa del aturdimiento; luego la dejó caer sobre la de Ema.
Ella retiró la suya. El consejero seguía leyendo:
-¿Quién se asombraría, señores? Solamente aquel que
estuviera lo bastante ciego, lo bastante hundido (no temo
decirlo) en los prejuicios de otros tiempos, para desconocer
aún el espíritu de las poblaciones agrícolas. ¿Dónde hallar, en
efecto, más patriotismo que en el campo, más devoción a la
causa pública, en una palabra, más inteligencia? Y no quiero

189
GUSTAVO FLAUBERT

decir, señores, esa inteligencia superficial, vano ornamento


de las mentes ociosas, sino esa inteligencia profunda y mode-
rada que sobre toda cosa se aplica a obtener fines útiles,
contribuyendo así al bienestar de cada uno, al mejoramiento
común y al sostén de los Estados, fruto del respeto a las
leyes y de la práctica de los deberes...
-¡Ah, otra vez! - dijo Rodolfo -. Siempre los deberes; me
abruman esas palabras. Un montón de viejos imbéciles con
chaleco de franela, beatas de calientapiés y rosario nos están
cantando continuamente al oído: "¡El deber, el deber!" ¡Ca-
ramba! El deber consiste en sentir lo que es grande, en que-
rer lo que es bello, y no en aceptar las convenciones de la
sociedad con las ignominias que nos impone.
- Sin embargo..., sin embargo... - objetaba la señora Bo-
vary.
-¡Ah, no! ¿Por qué atacar las pasiones? ¿No son acaso lo
único hermoso que hay sobre la tierra, la fuente del heroís-
mo, del entusiasmo, de la poesía, la música, las artes, en fin,
de todo?
- Pero - dijo Ema - es necesario estar un poco de acuer-
do con la opinión del mundo y obedecer su moral.
-¡ Pero si hay dos morales! - replicó Rodolfo -. La pe-
queña, la convenida, la de los hombres, varía siempre, chilla
mucho, se agita al ras del suelo, como ese hato de imbéciles
que ve ahí. Pero la otra, la eterna, está en torno y arriba, co-
mo el paisaje que nos rodea, y el cielo azul que nos ilumina.
El señor Lieuvain acababa de enjugarse la boca con su
pañuelo de bolsillo. Prosiguió:

190
MADAME BOVARY

-¿Es necesario, señores, que os demuestre aquí la utili-


dad de la agricultura? ¿Quién, pues, provee a nuestras nece-
sidades? ¿Quién nos suministra la subsistencia? ¿No es acaso
el agricultor? El agricultor, señores, quien sembrando con
mano laboriosa los fecundos surcos de los campos hace na-
cer el trigo, que una vez molido es pulverizado por medio de
ingeniosos artefactos de los que sale con el nombre de hari-
na, y una vez transportado a las ciudades es enviado al pana-
dero que con él fabrica un alimento para pobres y ricos. ¿No
es acaso el agricultor quien engorda sus numerosos rebaños
en los campos de pastoreo para darnos vestido? ¿Cómo nos
vestiríamos, cómo nos alimentaríamos sin el agricultor? Y
además, señores, ¿es necesario ir tan lejos en busca de ejem-
plos? ¿Quién no ha reflexionado a menudo en la importancia
obtenida por ese modesto animal, adorno de nuestros galli-
neros, que a la vez proporciona blanda almohada para nues-
tros lechos, suculenta carne para nuestra mesa y huevos?
Pero seria cosa de nunca acabar si enumeráramos uno a uno
los diferentes productos que la tierra bien cultivada, cual
madre generosa, prodiga a sus hijos. Ya la viña, ya los man-
zanos de sidra, ya la colza, ya los quesos; y el lino, señores,
¡no olvidemos el lino!, que en estos últimos años ha tomado
importante incremento y sobre el cual llamaré luego vuestra
atención.
No tenía necesidad de llamarla, porque todas las bocas
de la multitud estaban abiertas como para beber sus palabras.
A su lado, Tuvache lo escuchaba guiñando los ojos; de vez
en cuando el señor Derozerays cerraba suavemente los pár-
pados y más lejos el farmacéutico, con su hijo Napoleón

191
GUSTAVO FLAUBERT

entre las piernas, ahuecaba la mano junto a la oreja para no


perder una sola sílaba. Los restantes miembros del jurado
balanceaban lentamente sus barbillas sobre sus chalecos en
señal de aprobación. Al pie del estrado los bomberos des-
cansaban sobre sus bayonetas; y Binet, inmóvil, se cuadraba
con la punta del sable hacia arriba. Tal vez oía, pero nada
debía ver, porque la visera de su casco le caía sobre la nariz.
Su lugarteniente, el hijo menor del señor Tuvache, había
exagerado aún más; llevaba un casco enorme bamboleante
sobre su cabeza que dejaba sobresalir un cabo de su pañuelo
de indiana. Sonreía allí abajo con infantil dulzura, y su carita
pálida, de la que chorreaban las gotas de sudor, tenía una
expresión de gozo, de cansancio, de sueño.
La plaza estaba repleta de gente hasta las casas. Se veían
algunas personas asomadas a las ventanas, otras de pie en las
puertas y, ante el escaparate de la farmacia, Justino parecía
arrobado en la contemplación de lo que miraba. A pesar del
silencio, la voz del señor Lieuvain se perdía en el aire. Llega-
ba por fragmentos de frases interrumpidos de vez en cuando
por el ruido de sillas entre la multitud; luego, de golpe, se oía
a espaldas de la gente un prolongado mugido de buey o bien
balidos de cordero como respuesta en las bocacalles. En
efecto, vaqueros y pastores habían arreado hasta allí a las
bestias y éstas bramaban por momentos, mientras arranca-
ban con sus lenguas alguna brizna de hierba que colgaba de
sus hocicos.
Rodolfo se había acercado a Ema y le decía en voz baja,
hablándole ligero:

192
MADAME BOVARY

-¿No la subleva esta conjuración del mundo? ¿Acaso


hay un solo sentimiento que ella no condene? Los más no-
bles instintos, las simpatías más puras son perseguidos, ca-
lumniados, y si por fin dos pobres almas se encuentran, todo
está organizado para que no puedan unirse. Lo intentarán,
sin embargo, batirás sus alas, se llamarán. ¡ Poco importa!
Tarde o temprano, dentro de seis meses, o diez años se uni-
rán, se amarán, porque lo exige la fatalidad y porque han
nacido la una para la otra.
Tenía los brazos cruzados sobre las rodillas y la miraba
fijo, alzando hacia Ema su rostro. Ella veía en sus ojos rayi-
tos de oro irradiados en torno de sus pupilas negras y hasta
olía el perfume de la pomada de su reluciente cabellera. En-
tonces, cierta languidez se apoderó de ella y recordó a aquel
vizconde que la hiciera valsar en la Vaubyessard y cuya barba
exhalaba, como esos cabellos, un olor a vainilla y a limón; y
automáticamente entrecerró los párpados para respirarlo
mejor. Pero al hacer el gesto, incorporándose en su silla,
divisó a lo lejos, en la línea del horizonte, a la vieja diligencia
la Golondrina, que descendía lentamente la cuesta de los
Leux arrastrando en pos un largo penacho de polvo. En ese
coche amarillo León había vuelto a ella repetidas veces, ¡y
por aquella ruta se había marchado para, siempre! Le pareció
verlo enfrente, asomado a su ventana; luego todo se confun-
dió, pasaron algunas nubes; imaginó que aún bailaba el vals
bajo la luz de las arañas, en los brazos del vizconde y que
León no estaba lejos, que volvería... entre tanto sentía a su
lado la cabeza de Rodolfo. La dulzura de esta sensación pe-
netraba sus deseos de antaño, que, como granos de arena

193
GUSTAVO FLAUBERT

agitados por una ráfaga de viento, se arremolinaban en la


sutil vaharada de perfume volcada en su alma. Repetidas
veces dilató la narices para aspirar con fuerza la frescura de
la hiedra en torno de los capiteles. Se quitó los guantes, se
enjugó las manos; luego se dio aire en la cara con el pañuelo,
mientras a través de los latidos de sus sienes oía el rumor de
la multitud y la voz del consejero salmodiando sus frases.
Decía:
-¡Continuad! ¡Perseverad! ¡No escuchéis las sugestiones
de la rutina ni los consejos demasiado apresurados de un
empirismo temerario! ¡Aplicaos sobre todo al mejoramiento
del suelo, a los buenos abonos, al desarrollo de las razas ca-
ballares, bovinas, ovinas y porcinas! ¡Que estos comicios
sean para vosotros como pacífica lid, donde el vencedor, al
salir, tenderá la mano al vencido y fraternizará con él en la
esperanza de un éxito mejor! ¡Y vosotros, venerables servi-
dores!, ¡humildes domésticos cuya penosa labor hasta hoy
ningún gobierno tuviera en cuenta, venid a recibir la recom-
pensa de vuestras silenciosas virtudes y estad seguros de que
el Estado, desde ahora, no aparta de vosotros sus ojos, que
os alienta, os protege, que hará lugar a vuestros justos recla-
mos y aliviará en todo lo que le sea posible el fardo de vues-
tros penosos sacrificios!
El señor Lieuvain volvió a sentarse; entonces el señor
Derozerays se puso de pie e inició otro discurso.
Tal vez el suyo no fue tan florido como el del consejero,
pero lo avalaba un tipo de estilo más positivo, es decir, co-
nocimientos más específicos y consideraciones más altas.
Así, el elogio del gobierno ocupaba un lugar menor, la reli-

194
MADAME BOVARY

gión y la agricultura uno mayor. Mostraba las relaciones en-


tre ambas y cómo habían cooperado siempre en la civiliza-
ción. Rodolfo y la señora Bovary hablaban de sueños,
presentimientos, magnetismo. Remontándose a la cuna de
las sociedades, el orador describía esos tiempos rudos en que
los hombres vivían de bellotas en la espesura de los bosques.
Luego abandonaron la caza, vistieron ropas, cavaron surcos,
plantaron la vid. ¿Era un bien o hubo acaso en tales descu-
brimientos más inconvenientes que ventajas? El señor Dero-
zerays se planteaba el problema. Rodolfo, poco a poco,
había pasado del magnetismo a las afinidades, y mientras el
señor presidente citaba a Cincinato en su arado, a Dioclecia-
no plantando sus repollos y a los emperadores de China
inaugurando el año con siembras, el joven explicaba a la
joven que esas irresistibles atracciones eran debidas a ante-
riores existencias.
-¿Por qué nos hemos conocido? - decía -.¿Cuál azar lo
quiso? Porque, sin duda, a través del alejamiento, como dos
ríos que corren para encontrarse, nuestras particulares pen-
dientes nos llevaron el uno hacia el otro.
Y tomó una mano de Ema, que ella no retiró.
-¡Conjunto de buenos cultivos! - gritó el presidente.
- Hace poco cuando fui a su casa...
-AL señor Binet, de Quincampoix.
-¿Sabía acaso que la acompañaría?
-¡ Setenta francos!
- Cien veces quise alejarme, pero la seguí y me quedé.
- Abonos.

195
GUSTAVO FLAUBERT

-¡Como me quedaría esta noche, mañana, los demás dí-


as, toda mi vida!
-¡Al señor Caron, de Argueil, medalla de oro!
- Porque jamás he encontrado en la compañía de nadie
un encanto tan completo.
-¡Al señor Bain, de Givry-Saint-Martin!
- Llevaré conmigo su recuerdo.
- Por un carnero merino...
- Pero usted me olvidará, habré pasado como una som-
bra.
-AL señor Belot, de Notre-Dame...
- ¡Oh, no! ¿Verdad? ¿Seré algo en su pensamiento, en su
vida?
- Raza porcina, premio ex aequo a los señores Lehérissé
y Cullembourg, ¡sesenta francos!
Rodolfo apretaba su mano y la sentía cálida y estremeci-
da como una tórtola cautiva que quiere alzar de nuevo el
vuelo; pera sea porque quería liberarla o porque respondiera
a esa presión, Ema movió los dedos y él exclamó:
- ¡Oh, gracias! ¡Usted no me rechaza! ¡Qué buena es!
¡Comprende que soy suyo! ¡Deje que la vea, que la contem-
ple!
Una ráfaga de viento entrando por la ventana arrugó el
tapete de la mesa y abajo en la plaza las grandes cofias de las
campesinas se agitaron como alas de mariposas blancas en
movimiento. El presidente se apresuraba:
- Abono flamenco, cultivo del lino, desagüe, arriendo a
largos plazos, servicios domésticos.

196
MADAME BOVARY

Rodolfo callaba, ambos se miraban. Un deseo supremo


hacía temblar sus labios secos; blandamente, sin esfuerzo, y
sus dedos se confundieron.
- Catalina Nicasia Isabel Leroux, de Sassetot-la-
Guerriére, por cincuenta y cuatro años de servicio en la
misma granja, ¡ una medalla de plata de veinticinco francos de
precio!
¿Dónde está Catalina Leroux? - repitió el consejero NO
se presentaba, y se oían voces murmurando: - Ve, pues.
- No.
-¡ Por la izquierda!
-¡No tengas miedo!
-¡Mira que es tonta!
- Pero, en fin, ¿está o no está?
-¡ Sí..., aquí está!
-¡Que se presente entonces!
Vieron adelantarse hacia el estrado a una viejecita de as-
pecto temeroso, como encogida dentro de sus pobres ropas.
Calzaba bastos zuecos de madera, y un gran delantal azul
cubría sus caderas. Su cara flaca, enmarcada en una cofia sin
borde, tenía más arrugas que una manzana remeta pasada, y
sus manos largas y nudosas en las articulaciones asomaban
de las mangas de su camisola roja. El polvo de la granja, la
potasa de las lejías y la mugre de la lana las habían llenado de
tanta cazcarria, escamas y durezas que parecían sucias a pesar
de estar lavadas con agua pura; y a fuerza de servir se mante-
nían abiertas, como si quisieran presentar el humilde testi-
monio de los padecimientos sufridos. Una cierta rigidez
monacal animaba la expresión de su semblante. Ninguna

197
GUSTAVO FLAUBERT

tristeza, ningún enternecimiento debilitaba su mirada pálida.


En el trato continuo con los animales había adquirido su
mutismo y su placidez. Por primera vez se veía entre tanta
gente, y asustada en su fuero íntimo por las banderas, los
tambores y los señores de fraque, por la cruz de honor del
consejero, estaba inmóvil, no sabiendo si avanzar o huir, ni
por qué la multitud la empujaba y los examinadores le son-
reían. Así se presentaba a aquellos burgueses ese medio siglo
de servidumbre.
- ¡Acercaos, venerable Catalina Nicasia Isabel Leroux! -
dijo el señor consejero después de tomar de, manos del pre-
sidente la lista de los laureados.
Y examinando sucesivamente la hoja de papel y a la an-
ciana mujer, repetía con acento paternal:
-¡Acercaos, acercaos!
-¿Está sorda? - dijo Tuvache dando un brinco.
Y empezó a gritarle en la oreja:
-¡Cincuenta y cuatro años de servicio! ¡Una medalla de
plata! ¡Veinticinco francos! ¡Todo para usted!
Cuando ella recibió la medalla, la contempló. Luego una
sonrisa de beatitud invadió su cara y se la oyó murmurar
mientras se alejaba:
- Se la daré al cura de mi pueblo para que me diga misas.
-¡Qué fanatismo! - exclamó el farmacéutico inclinándose
hacia el notario.
La sesión había terminado y la multitud se dispersó; leí-
dos los discursos, cada uno volvía a ocupar su puesto y la
costumbre se restablecía: los amos maltrataban a los criados
y éstos golpeaban a los animales, indolentes triunfadores que

198
MADAME BOVARY

regresaban al establo con una corona verde entre los cuer-


nos.
Entre tanto, los guardias nacionales habían subido al
primer piso de la alcaldía con bollos clavados en las bayone-
tas y el tambor del batallón llevaba un cesto con botellas. La
señora Bovary se apoyó en el brazo de Rodolfo, quien la
condujo a su casa; se separaron en la puerta; luego él paseó
solitario por la pradera, aguardando la hora del banquete.
El festín fue largo, ruidoso, mal servido; estaban tan
amontonados que apenas podían mover los codos y poco
faltó para que las estrechas tablas que hacían las veces de
bancos se quebraran bajo el peso de los convidados. Comían
éstos en abundancia. Cada uno se servía por el monto de la
cuota. El sudor bañaba las frentes; y un vapor blancuzco
como bruma de río en una mañana otoñal flotaba por enci-
ma de la mesa entre los quinqués suspendidos. Rodolfo,
recostado contra el calicó de la tienda, pensaba tanto en Ema
que nada oía. A sus espaldas, sobre el césped, los criados
apilaban los platos sucios; sus vecinos charlaban; él no les
respondía; llenaban su vaso y el silencio se hacía en su mente
a pesar del rumor siempre creciente. Soñaba con lo que ella
dijera y con la forma de su boca; como en un espejo mágico,
su cara brillaba en las placas de los chacós; los pliegues de su
vestido descendían a lo largo de las paredes, y días de amor
se sucedían infinitamente en las perspectivas del porvenir.
La volvió a ver esa noche durante los fuegos artificiales;
pero la acompañaban su marido, la señora Homais y el far-
macéutico, a quien torturaba el peligro de los cohetes perdi-

199
GUSTAVO FLAUBERT

dos y a cada momento abandonaba a sus acompañantes paró


hacer alguna recomendación a Binet.
Las piezas pirotécnicas enviadas a nombre del señor
Tuvache habían sido guardadas en el sótano de éste por ex-
ceso de precaución, y por tal motivo la pólvora humedecida
no prendía, y el número principal, un dragón mordiéndose la
cola, falló por completo. De vez en cuando estallaba una
triste candela romana; entonces la boquiabierta multitud
lanzaba un clamor en el que se mezclaba el grito de las muje-
res, a quienes hacían cosquillas en la oscuridad. Ema, silen-
ciosa, se acurrucaba contra el hombro de Carlos; luego, con
la barbilla en alto, seguía en el cielo el luminoso vuelo de los
cohetes. Rodolfo la contemplaba a la luz de las encendidas
farolas.
Poco a poco se apagaron éstas. Brillaron las estrellas.
Cayeron algunas gotas de lluvia. Ella anudó en su cabeza
descubierta la pañoleta.
En ese instante salió de la posada el coche del conseje-
ro. Su cochero, borracho, iba adormilado y desde lejos se
veía, por encima de la capota, entre dos faroles, la masa de
su cuerpo balanceándose a la derecha o a la izquierda, según
el cabeceo de las sopandas.
- En realidad - dijo el boticario -, se deberían tomar se-
veras medidas contra la embriaguez. Me gustaría que sema-
nalmente se inscribieran en la puerta de la alcaldía, en un
cuadro ad hoc, los nombres de todos aquellos que en la se-
mana se intoxicaron con alcohol. Además, con respecto a la
estadística eso proporcionaría patentes anuales que en caso
necesario se... Pero dispensen ustedes...

200
MADAME BOVARY

Y corrió hacia el capitán.


Este regresaba a su casa. Iba a ver su torno.
- Tal vez convendría que mandara a uno de sus hom-
bres - le dijo Homais - o que fuera usted mismo.
- Déjeme en paz - dijo el recaudador -, no pasa nada.
- Tranquilícense - dijo el boticario cuando regresó junto
a sus amigos -. El señor Binet me ha asegurado que todas las
medidas han sido tomadas. No habrá incendios. Las bombas
están listas. Vamos a dormir.
-¡Vaya, me hace buena falta! - dijo la señora Homais
bostezando ostensiblemente -, pero de todos modos tuvimos
para nuestra fiesta un día precioso.
Rodolfo repitió en voz baja y con mirada tierna.
-¡Oh, sí, precioso!
Y después de saludarse se separaron.
Dos días después el Fanál de Ruán traía un largo artí-
culo sobre los comicios. Homais lo compuso, inspirada-
mente, al día siguiente mismo.
"¿Por qué tanto colgajo, tanta flor, tanta guirnalda?
¿Adónde corría esa multitud como olas de un mar enfureci-
do, bajo los torrentes de un sol tropical que vertía su calor
sobre nuestras cosechas?”
Luego hablaba de la condición de los campesinos. Claro
era que el gobierno hacía mucho, ¡pero no bastaba! "¡Coraje!
- lo amonestaba - mil reformas son necesarias, cumplámos-
las." Luego, abordando la entrada del consejero no olvidaba
"el aire marcial de nuestra milicia" ni "nuestras más vivara-
chas aldeanas", ni los "ancianos de cabeza calva, especie de
patriarcas allí presentes, algunos de ellos restos de nuestras

201
GUSTAVO FLAUBERT

inmortales falanges cuyos corazones aún latían al viril redo-


ble del tambor". Se citaba entre los primeros miembros del
jurado y hasta recordaba en una nota que el señor Homais,
farmacéutico, había enviado una memoria sobre la sidra a la
Sociedad de Agricultura. Cuando llegaba a la distribución de
recompensas describía la alegría de los premiados con rasgos
ditirámbicos: "El padre abrazaba al hijo, el hermano al her-
mano, el esposo a la esposa. Más de uno mostraba con orgu-
llo su humilde medalla, y sin duda al regresar a casa, junto a
su bondadosa patrona, la habrá colgado llorando de los dis-
cretos muros de su choza.
"Alrededor de las seis un banquete servido en el prado
del señor Liégard congregó a los principales asistentes a la
fiesta. La mayor cordialidad reinó allí de continuo. Se hicie-
ron numerosos brindis: el señor Lieuvain por el monarca, el
señor Tuvache por el prefecto, el señor Homais por la in-
dustria y las bellas artes, esas dos hermanas, y el señor Lepli-
chey por los mejoramientos. Por la noche brillantes fuegos
artificiales iluminaron de repente los aires. Parecía un verda-
dero calidoscopio, un decorado real de ópera, y por un mo-
mento nuestra pequeña localidad pudo creerse transportada
al centro de un sueño de las Mil y una noches.
"Comprobemos que ningún acontecimiento desdichado
vino a perturbar esta reunión de familia.”
Y agregaba:
"Sólo se notó la ausencia del clero. Sin duda la sacristía
entiende el progreso de manera diferente. ¡Como gustéis,
señores de Loyola!”

202
MADAME BOVARY

IX

Pasaron seis semanas. Rodolfo no reapareció.


Por fin se presentó una noche.
"No volvamos en seguida, sería un error.”
Al cabo de una semana se fue de caza.
Después de la caza pensó que era muy tarde, luego se
hizo el siguiente razonamiento:
"¡ Pero si ella me ama desde el primer día, con la impa-
ciencia de volver a verme ha de amarme más! ¡Vamos bien!”
Y comprendió que su cálculo era bueno cuando al en-
trar en la sala vio palidecer a Ema.
Estaba sola. Caía la tarde. A lo largo de las ventanas las
cortinillas de muselina espesaban el crepúsculo, y el marco
dorado del barómetro iluminado por un rayo de sol desple-
gaba reflejos en el espejo entre los recortes del polípero.
Rodolfo permaneció de pie; Ema apenas respondía a
sus frases de cortesía.
- Tuve algunos asuntos. Estuve enfermo - dijo él.
-¿Grave? - exclamó ella.

203
GUSTAVO FLAUBERT

- Bueno, no - dijo él sentándose a su lado en un tabure-


te-..., pero no quería volver.
-¿Por qué?
-¿No lo adivina?
La miró otra vez pero de manera tan violenta que ella
bajó la cabeza, sonrojada. El prosiguió:
- Ema..
-¡ Señor! - dijo ella apartándose un tanto.
-¡Ah!, ya ve que tenía razón en no querer volver, porque
usted me prohibe ese nombre que colma mi alma y que se
me ha escapado! ¡Señora Bovary!... ¡Todo el mundo la llama
así! ¡Y tampoco es su nombre sino el de otra persona!
Repitió:
-¡El nombre de otro!
Y escondió la cara entre las manos.
-¡ Sí!, ¡pienso sin cesar en usted!.. . ¡Su recuerdo me de-
sespera! ¡Ah, perdóneme!... Me iré... ¡Adiós! Me marcharé
lejos..., ¡tan lejos que nunca más oirá hablar de mí! Y sin em-
bargo... ¡no sé cuál fuerza me ha traído hoy a su lado! Porque
no se lucha contra el cielo, ¡no se resiste a la sonrisa de los
ángeles!, ¡ es preciso dejarse llevar pos lo bello, lo encantador,
lo adorable!
Ema oía estas cosas por primera vez, y su orgullo, como
aquel que se relaja en una bañera, se estiraba muellemente y
por entero al calor de tal lenguaje.
Pero si no he venido a verla - continuó él -, si no he po-
dido venir, ¡ah, por lo menos he contemplado todo lo que la
rodea! Todas las noches me levantaba y venía hasta aquí,
miraba su casa, el techo brillando bajo la luna, los árboles del

204
MADAME BOVARY

jardín que se columpian ante su ventana, y una pequeña


lámpara, un fulgor reluciendo detrás de los vidrios, en la
sombra. ¡Ah, usted ignoraba que tan cerca de usted, y tan
lejos, había un pobre desdichado!
Ella con un sollozo se volvió hacia él.
-¡Qué bueno es usted! - dijo.
- No, la amo, eso es todo. ¡Usted no lo duda! ¡Dígamelo!
¡Dígame una sola palabra!
E insensiblemente Rodolfo se dejaba deslizar del tabu-
rete al suelo, cuando se oyó ruido de zuecos en la cocina y él
advirtió que la puerta de la sala no estaba cerrada.
-¡Cuán caritativa sería usted - prosiguió Rodolfo levan-
tándose- si satisficiera una fantasía!
Quería visitar su casa, conocerla; la señora Bovary no
halló reparos y ambos se ponían de pie cuando entró Carlos.
- Buenos días, doctor - dijo Rodolfo.
El médico, halagado por el inesperado título, se deshizo
en amabilidades y el otro aprovechó para recobrarse un po-
co.
- La señora - dijo - me hablaba de su salud...
Carlos lo interrumpió; estaba inquieto porque su mujer
volvía a sentir opresiones. Rodolfo preguntó si la equitación
no sería un buen ejercicio.
-¡Claro que sí! ¡Excelente! ¡Perfecto! ¡Qué buena idea!
Deberías seguirla.
Y como ella objetara que no tenía caballo, Rodolfo le
ofreció uno; ella rechazó la oferta, él no insistió; luego, para
dar un motivo a su visita, contó que su carretero, el hombre
de la sangría, seguía sintiendo vértigos.

205
GUSTAVO FLAUBERT

- Iré a verlo - dijo Bovary.


- No, no, yo se lo mandaré; vendremos juntos, será más
cómodo para usted.
-¡Ah!, muy bien, se lo agradezco.
Y cuando quedaron a solas Carlos preguntó:
-¿Por qué no aceptaste la propuesta tan gentil del señor
Boulanger?
Ella refunfuñó, buscó mil excusas y dijo por fin que eso
podía parecer extraño.
-¡Me importa un comino! - dijo Carlos con una pirueta-
¡Ante todo la salud! ¡Cometes un error!
- Pero ¿cómo quieres que monte a caballo si no tengo
traje de amazona?
- Pues te encargas uno - respondió él.
El traje de amazona la decidió.
Cuando estuvo listo, Carlos escribió al señor Boulanger
que su mujer estaba a su disposición y que contaba con su
complacencia.
Al día siguiente al mediodía Rodolfo se presentó en la
puerta de Carlos con dos caballos de silla. Uno lucía pom-
pones rosados en las orejas y una montura de mujer de ga-
muza.
Rodolfo calzaba botas altas y blandas, diciéndose que tal
vez ella nunca había visto otras iguales; en efecto, Ema que-
dó encantada con su aspecto al verlo aparecer en el rellano
con su chaquetón de terciopelo y su calzón blanco de punto.
Estaba lista y lo aguardaba.

206
MADAME BOVARY

Justino escapó de la farmacia para verla y hasta el mis-


mo boticario se asomó. Hacía mil recomendaciones al señor
Boulanger.
-¡Una desgracia sucede tan rápidamente! ¡Tenga cuida-
do! ¡Tal vez sus caballos son fogosos!
Ema oyó ruidos en lo alto: Felicitas tamborileaba sobre
los vidrios para divertir a la pequeña Berta.
La niña le envió un beso desde lejos; su madre le res-
pondió con una señal agitando la empuñadura de su fusta.
-¡Buen paseo! - gritó Homais -. ¡Prudencia, sobre todo
prudencia!
Y agitó el diaria al verlos partir.
Cuando tocó la tierra, el caballo de Ema empezó a galo-
par. Rodolfo galopaba a su lado. Cambiaban alguna palabra
de vez en cuando. Con la cabeza un tanto gacha, la mano en
alto y el brazo derecho tendido, Ema se entregaba al ritmo
del andar, que la acunaba en su montura.
AL pie de la cuesta Rodolfo soltó las riendas; partieron
como flechas; luego en lo alto, de pronto, los caballos se
detuvieron y su gran velo azul cayó otra vez sobre sus ojos.
Estaban a principios de octubre. Había bruma en los
campos. Nubecitas de vapor se extendían en el horizonte
sobre el contorno de las colinas; otras se desgarraban, su-
bían, se perdían. A veces, en un claro de las nubes, bajo un
payo de sol, se veían a lo lejos los techados de Yonville, con
los jardines al borde del agua, los patios, los muros y el cam-
panario de la iglesia. Ema entrecerraba los párpados para
reconocer su casa y nunca la pobre aldea donde vivía le ha-
bía parecido tan pequeña. Desde la altura en que estaban el

207
GUSTAVO FLAUBERT

valle parecía un inmenso lago pálido que se evaporaba en el


aire. Los macizos de árboles aquí y allá sobresalían como
rocas negras; y las altas líneas de los álamos surgiendo de las
brumas parecían playas sacudidas por el viento.
AL lado, en el césped, entre los pinos, circulaba una luz
oscura en la tibia atmósfera. La tierra rojiza como tabaco en
polvo amortiguaba el ruido de los pasos, y los caballos al
andar empujaban con sus herraduras las piñas caídas.
Rodolfo y Ema siguieron así la margen del bosque. Ella
se volvía de vez en cuando para evitar su mirada y entonces
sólo veía la hilera de troncos de pino, cuya continua sucesión
la aturdía un tanto. Los caballos resoplaban. El cuero de las
monturas crujía.
Cuando entraban en la floresta apareció el sol.
-¡Dios nos protege! - dijo Rodolfo.
-¡No diga eso! - protestó ella.
-¡ Sigamos! ¡Sigamos! - insistió él.
Chasqueó la lengua. Los animales corrían.
Los matorrales del borde del camino se enganchaban en
el estribo de Ema. Rodolfo, sin detenerse, los iba apartando.
Otras veces, para alejar las ramas, se acercaba y Ema sentía el
roce de su rodilla contra la pierna. El cielo se había vuelto
azul. Las hojas estaban quietas. Había manchones de matas
en flor, capas de violetas alternaban con el boscaje gris,
bronceado o dorado. A veces se oía entre los arbustos un
leve batir de alas o el grito ronco y dulce de los cuervos al
alzar el vuelo desde las encinas.
Se apearon. Rodolfo ató los caballos. Ella iba delante,
pisando el musgo entre las huellas.

208
MADAME BOVARY

Su vestido, demasiado largo, la incomodaba, aunque ha-


bía alzado la cola y Rodolfo, que la seguía, contemplaba en-
tre el paño y el borceguí negros la delicadeza de la media
blanca, que parecía formar parte de su desnudez.
Ella se detuvo.
- Estoy cansada - dijo.
- Vamos, un poco de coraje, siga caminando - replicó él.
Cien pasos más allá Ema volvió a detenerse y a través de
su velo, que caía oblicuamente de su sombrero masculino
hasta sus caderas, se distinguía su rostro en una trasparencia
azulada, como si nadara bajo olas de azul.
-¿Adónde vamos?
El calló. Ella respiraba anhelosamente. Rodolfo miraba
en torno y mordía su bigote.
Llegaron a un espacio abierto donde habían derribado
unas vallas. Se sentaron sobre un tronco de árbol caído y
Rodolfo empezó a hablarle de su amor.
No la asustó al principio con sus cumplidos. Estaba se-
reno, serio, melancólico.
Ema lo escuchaba con la cabeza gacha mientras con la
punta del pie removía las virutas del suelo.
Pero al oír la frase:
-¿Acaso ahora no son comunes nuestros destinos?
-¡No! - respondió -. Usted lo sabe muy bien. Es imposi-
ble.
Se puso de pie para marcharse. El la asió de la muñeca.
Ella se detuvo. Después de mirarla unos instantes con hú-
medos ojos enamorados, ella dijo con presteza: no hablemos
más... ¿Dónde están los caballos? Volvamos.

209
GUSTAVO FLAUBERT

El tuvo un gesto de cólera y fastidio. Ella repitió; -


¿Dónde están los caballos? ¿Dónde están los caballos?
Entonces, sonriendo con sonrisa extraña, fija la mi166
rada, apretados los dientes, él se le acercó con los brazos
abiertos. Ella retrocedió temblando. Balbuceaba:
-¡Me da miedo...! ¡Me hace daño! Vámonos.
- Si así lo quiere... - dijo él cambiando de expresión.
Y volvió a mostrarse respetuoso, acariciador, tímido.
Ella le dio el brazo. Emprendieron el regreso. El decía:
-¿Qué tiene usted? ¿Por qué? No la comprendo.
¿Me interpreta mal, sin duda? Para mi alma ustedes co-
mo una virgen sobre un pedestal, colocada en un lugar alto,
sólida e inmaculada. Pero la necesito para vivir. Necesito sus
ojos, su voz, su pensamiento.
¡Sea mi amiga, mi hermana, .mi ángel!
Y extendía el brazo rodeándole con él la cintura.
Ella trataba débilmente de zafarse. El la sostenía así
mientras andaban.
Luego oyeron el ruido de los caballos pastando bajo el
follaje.
-¡Oh, por favor! - dijo Rodolfo -, ¡no nos vayamos toda-
vía! ¡Quédese!
La arrastró más lejos, alrededor de un pequeño estanque
donde las lentejas de agua formaban un verdor bajo las
aguas. Entre los juncos había nenúfares marchitos e inmóvi-
les. AL rumor de sus pasos sobre la hierba las ranas brinca-
ban para ocultarse.
- Hago mal, hago mal - decía ella -. Es una locura escu-
charlo.

210
MADAME BOVARY

¿Por qué? ¡Ema, Ema!


-¡Oh, Rodolfo! - dijo la joven lentamente, inclinándose
sobre su hombro.
El paño de su vestido se pegaba al terciopelo de la cha-
queta; ella echó hacia atrás el cuello blanco henchido por un
suspiro y, desfalleciente, llorosa, con un prolongado estre-
mecimiento, ocultando el rostro, se entregó.
Caían las sombras de la tarde; al pasar entre las ramas el
sol horizontal deslumbraba sus ojos. En torno de ella, aquí y
allá, en el follaje y en el suelo, temblaban manchas luminosas
como si algunos colibríes al emprender el vuelo desparrama-
ran sus plumas. Todo era silencio; algo dulce parecía brotar
de los árboles, ella sentía su corazón, cuyos latidos recomen-
zaban, y la sangre circulando por su carne como río de leche.
Entonces oyó a lo lejos, más allá del bosque, en las otras
colinas, un grito vago y prolongado, una voz lenta que escu-
chó en silencio, mezclada como una música a las últimas
vibraciones de sus conmovidos nervios. Rodolfo, cigarro en
boca, componía con .un cortaplumas una rienda rota.
Regresaron a Yonville por el mismo camino. Volvieron
a ver sobre el fango las huellas de sus caballos, una junto a la
otra, y los mismos arbustos, los mismos guijarros en la hier-
ba. Nada había cambiado en torno, pero sin embargo a ella
le había sucedido algo más importante que un desplaza-
miento de las montañas. Rodolfo, de vez en cuando, se in-
clinaba y tomaba su mano para besarla.
¡Estaba encantadora montada a caballo! Erguida, con su
talle delgado, la rodilla doblada sobre las crines del animal y

211
GUSTAVO FLAUBERT

un poco sonrosada por el aire libre en la roja coloración de la


tarde.
Al entrar en Yonville caracoleó sobre el pavimento.
Desde las ventanas la miraban.
Durante la cena su marido le encontró buena cara, pero
ella no pareció oírle cuando se informó acerca de su paseo;
estaba quieta, con el codo apoyado en el borde del plato,
entre dos bujías encendidas.
-¡Ema! - dijo él.
-¿Qué?
- Bueno, pasé la tarde en casa del señor Alexandre; hay
una vieja potranca todavía hermosa, aunque un poco deso-
llada por los golpes; creo que la conseguiría por unos cien
escudos...
Agregó:
- La dejé apalabrada, pensando que te daría un gusto...
Bueno, la compré... ¿Hice bien?
Ella movió la cabeza en señal de asentimiento. Luego,
un cuarto de hora después:
-¿Sales esta noche? - preguntó.
- Sí ¿por qué?
- Oh, por nada, querido.
Apenas se libró de Carlos corrió a encerrarse en su
cuarto.
Al principio fue un aturdimiento; veía los árboles, los
caminos, los fosos, a Rodolfo, y sentía aún su abrazo mien-
tras el follaje se estremecía y silbaban los juncos..
Pero al mirarse en el espejo su rostro la sorprendió.
Nunca había tenido los ojos tan grandes, tan negros, ni con

212
MADAME BOVARY

semejante profundidad. Algo sutil extendido sobre su perso-


na la transfiguraba.
Ema se repetía: "¡Tengo un amante! ¡Tengo un amante!
“, deleitándose con esta idea como si otra pubertad le hu-
biera sobrevenido. Iba a poseer por fin168 esas alegrías del
amor, esa fiebre de la felicidad que la había hecho desespe-
rar. Penetraba en un mundo maravilloso donde todo ha de
ser pasión, éxtasis, delirio; una inmensidad azulada la rodea-
ba, las cimas del sentimiento chispeaban bajo su pensa-
miento, la existencia común aparecía a lo lejos, abajo, en la
sombra, entre los claros de esas alturas.
Recordó entonces a las heroínas de los libros leídos y la
legión lírica de esas mujeres adúlteras empezó a cantar en su
memoria con voces fraternales que la encantaban. Ella mis-
ma se convertía en parte real de esas imaginaciones y realiza-
ba el largo ensueño de su juventud considerándose el tipo de
enamorada que tanto anhelara. Además, Ema experimentaba
una satisfacción de venganza. ¡Cuánto había sufrido! Pero
ahora triunfaba, y el amor, tanto tiempo contenido, brotaba
íntegro con alegres gorgoteos. Lo saboreaba sin remordi-
miento, sin inquietud, sin perturbaciones.
El día siguiente transcurrió en una nueva dulzura. Se hi-
cieron mutuos juramentos. Ella le contó sus pesares. Rodol-
fo la interrumpía con sus besos; y al contemplarlo con los
párpados entrecerrados, ella le pedía que la llamara otra vez
por su nombre y que le repitiera su amor. Estaban en el bos-
que como la víspera, baje una choza de merodeadores. Los
muros eran de paje y el techo descendía tan bajo que se hacía

213
GUSTAVO FLAUBERT

preciso agacharse. Se habían sentado muy juntos sobre un


lecho de hojas secas.
A partir de ese día se escribieron regularmente cada no-
che. Ema llevaba su carta al extremo del jardín, cerca del río,
y la escondía en una grieta de la terraza. Rodolfo iba a bus-
carla allí y colocaba otra cuya brevedad ella siempre acusaba.
Una mañana en que Carlos salió al alba, se le antojó ver
a Rodolfo Al instante. Podía llegar rápidamente a la Hu-
chette, quedarse allí una hora y regresar a Yonville cuando
todos estuviesen aún durmiendo. La idea la hizo jadear de
codicia; muy pronto atravesaba la pradera, con paso apresu-
rado, sin mirar detrás de sí.
Aclaraba. Ema reconoció desde lejos la casa de su
amante, cuyas dos veletas con cola de golondrina se recorta-
ban oscuras en el pálido crepúsculo.
Tras el cortil había una construcción, seguramente el
castillo. Ella entró como si a su paso los muros se apartaran
por sí solos. Una escalinata recta ascendía hacia el corredor.
Ema hizo girar el picaporte de una puerta y divisó a un
hombre dormido en el fondo del cuarto. Era Rodolfo. Lan-
zó un grito.
-¡Has venido! ¡Has venido! - repitió él -. ¿Cómo has he-
cho para venir? ¡Ah!. ¡tu vestido está mojado!
- Te amo - respondió ella rodeándole el cuello con los
brazos.
Como esta primera audacia resultó exitosa, cada vez que
Carlos salía temprano Ema se vestía de prisa y descendía con
paso de lobo la escalinata que conducía al borde del agua.

214
MADAME BOVARY

Cuando el puente de las vacas había sido levantado, era


preciso costear el muro que seguía el curso del río; la orilla
estaba resbaladiza; para no caer, Ema se asía de los racimos
de alhelíes floridos. Luego atravesaba los campos de labranza
donde se hundía, tropezaba y enfangaba sus frágiles botinas.
El pañuelo anudado en su cabeza se agitaba al viento en los
prados, la asustaban los bueyes, echaba a correr; llegaba sin
aliento, sonrosadas las mejillas y exhalando de todo el cuerpo
un fresco perfume a savia, verdura y aire libre. Rodolfo
dormía aún a esa hora. Ella entraba en su cuarto como una
mañana de primavera.
Sobre las ventanas los coronados amarillos dejaban fil-
trar suavemente una pesada luz rubia. Ema tanteaba, entre-
cerrando los ojos, mientras las gotas de rocío prendidas a sus
crenchas formaban una especie de aureola de topacio en
torno de su cara. Rodolfo, riendo, la tomaba de la mano y la
estrechaba contra su corazón.
Luego ella recorría la habitación, abría los cajones de los
muebles, se peinaba con el peine de él, se miraba en el espejo
de afeitar. A menudo se llevaba a la boca una gruesa pipa
que yacía en la mesa de luz entre limones, turrones de azúcar
y una jarra con agua.
Necesitaban un cuarto de hora largo para despedirse.
Ema lloraba entonces; hubiera querido no separarse jamás
de Rodolfo. Algo más fuerte que ella la impulsaba hacia él,
de tal manera que cierto día, al verla llegar de improviso, él
frunció la cara como si estuviera disgustado.
-¿Qué tienes? - preguntó ella -. ¿Te duele algo? ¡Dime!

215
GUSTAVO FLAUBERT

Por fin con gesto adusto, él declaró que esas visitas se


volvían imprudentes y la comprometían.

216
MADAME BOVARY

Poco a poco la invadieron los temores de Rodolfo. En


un principio el amor la había embriagado y no pensó en nada
más. Pero ahora que era indispensable en su vida temía per-
der algo de ese amor o perturbarlo. Cuando regresaba de su
casa, lanzaba en torno miradas inquietas, espiando cualquier
silueta en el horizonte y cualquier lucerna de la aldea desde
donde pudieran verla. Escuchaba los pasos, los gritos, el
ruido de los arados; y se detenía más pálida y temblorosa que
las hojas de los álamos que se columpiaban sobre su cabeza.
Una mañana, mientras regresaba de este modo, creyó
divisar de pronto el largo caño de una carabina que parecía
apuntarle. Sobresalía oblicuamente del borde de un pequeño
tonel semihundido entre la hierba, a la orilla de un foso.
Ema, a punto de desvanecerse de terror, se adelantó lo mis-
mo y del tonel salió un hombre como esos monigotes de
resorte que brotan del fondo de una caja. Llevaba polainas
enlazadas hasta las rodillas y la gorra calzada sobre- los ojos;

217
GUSTAVO FLAUBERT

sus labios tiritaban y tenía la nariz enrojecida. Era el capitán


Binet, al acecho de patos salvajes.
-¡Debió hablar de lejos! – exclamó -. ¡Cuando uno ve un
fusil debe advertir su presencia!
Así trataba el recaudador de disimular el temor que lo
dominara; porque un decreto prefectoral prohibía la caza de
patos, excepto en bote. El señor Binet, a pesar de su respeto
por las leyes, cometía una contravención. Y a cada minuto
creía escuchar los pasos del guardabosques. Pero esta in-
quietud exacerbaba su placer, y a solas en su tonel disfrutaba
con su dicha y su malicia.
AL ver a Ema par oció aliviado de un gran peso y en se-
guida entabló conversación.
- No hace calor, ¡pican!
Ema callaba. El prosiguió:
- Ha salido de casa temprano.
-¡Oh! - dijo ella balbuceando -. Vengo de ver a la nodri-
za que cuida a mi hija.
-¡Ah, muy bien! En cuanto a mí, aquí donde me ve, des-
de el amanecer estoy en este lugar; pero el tiempo es tan
cochino que a menos que uno tenga mucha suerte...
- Buenos días, señor Binet - interrumpió Ema volvién-
dole la espalda.
- Servidor, señora - respondió él secamente.
Y se metió otra vez en su tonel.
Ema se arrepintió de haberse despedido tan brusca-
mente del recaudador. Sin duda, haría conjeturas desagrada-
bles. La historia de la nodriza era la peor de las excusas,
puesto que en Yonville todo el mundo sabía que la niña de

218
MADAME BOVARY

los Bovary vivía de nuevo con sus padres desde hacía un


año. Además, nadie habitaba ese paraje y el camino llevaba
únicamente a la Huchette. Binet, por consiguiente, habría
adivinado de dónde venía y no se callaría. ; Seguro que iba a
hablar! Ema se torturó la mente el día entero con todos los
proyectos de coartada imaginables, sin borrar de su vista al
imbécil cazador.
Terminada la comida Carlos, viéndola inquieta, quiso
distraerla llevándola a la farmacia; en casa del farmacéutico,
¿cuál fue la primera persona que Ema vio. ¡Pues el recauda-
dor! De pie ante el mostrador iluminado por la luz del bocal
aojo decía:
- Déme, por favor una media onza de vitriolo.
- Justino - dijo él boticario -, tráenos el ácido sulfúrico.
Luego se dirigió a Ema, que se disponía a subir a las ha-
bitaciones de la señora Homais:
- No, quédese, no vale la pena, ella vendrá aquí. Calién-
tese junto a la estufa mientras tanto... Dispense usted... Bue-
nas tardes, doctor (el farmacéutico se complacía mucho
pronunciando la palabra doctor, como si al dirigirla a otro
hiciera recaer sobre sí mismo algo de la pompa que en ella
hallaba)...¡ Pero ten cuidado que vas a volcar los morteros! Ve
mejor a buscar las sillas de la salita; sabes muy bien que no se
tocan los sillones del salón.
Y para colocar otra vez en su sitio su sillón, Homais ya
se abalanzaba fuera del mostrador cuando Binet le pidió una
media onza de ácido de azúcar.

219
GUSTAVO FLAUBERT

-¿Acido de azúcar? - dijo el farmacéutico con desdén -.


¡No sé qué es eso, lo ignoro! Tal vez usted quiere ácido oxá-
lico. ¿No es oxálico por casualidad?
Binet le contestó que necesitaba un cáustico para componer
un agua de cobre que limpiara el óxido de algunos arreos de
caza. Ema se estremeció. El farmacéutico dijo:.
- En efecto, el tiempo es poco propicio con tanta hu-
medad.
- Pero - dijo el recaudador con malicia- hay personas
que lo mismo se arreglan.
Ella se sofocaba.
- Déme además...
"No se irá nunca", pensaba Ema.
- Una media onza de resina y de trementina, cuatro on-
zas de cera amarilla y tres medias onzas de negro animal, por
favor, para limpiar los cueros barnizados de mi equipo.
El boticario cortaba ya la cera cuando apareció la señora
Homais con Irma en los brazos, Napoleón de la mano y
seguida de Atalía. Fue a sentarse en el banco de terciopelo,
contra la ventana, y el chico se acurrucó en un taburete,
mientras su hermana mayor rondaba la caja de yuyubas junto
a su papacito. Este llenaba embudos, pegaba etiquetas, hacía
paquetes. Todos callaban y sólo se oía de vez en cuando el
retintín de las pesas de la balanza y unas palabras en voz baja
del farmacéutico, que daba consejos a su pupilo:
-¿Cómo está su chiquita? - preguntó de pronto la señora
Homais.
-¡ Silencio! - exclamó su marido mientras escribía cifras
en un cuaderno borrador.

220
MADAME BOVARY

-¿Por qué no la trajo? - prosiguió ella bajando el tono.


-¡Chitón! - dijo Ema señalando con el dedo al boticario.
Posiblemente Binet, ocupado con la lectura de la adi-
ción, no había oído nada. Por fin salió. Ema, liberada, soltó
un profundo suspiro.
-¡Qué agitada está! - dijo la señora Homais.
- Es que hace tanto calor - respondió Ema.
Al día siguiente mismo se preocuparon por organizar
sus citas; Ema quería sobornar a su criada con un regalo,
pero más valía descubrir en Yonville alguna casa discreta.
Rodolfo prometió buscar una.
Durante todo el invierno, tres o cuatro veces por sema-
na, en plena oscuridad, llegaba al jardín. Ema, de propósito,
había quitado la llave de la verja y Carlos la creyó perdida.
Para advertirla, Rodolfo lanzaba un puñado de arena
contra las persianas. Ella se levantaba sobresaltada; pero
algunas veces debía esperar, porque Carlos tenía la manía de
charlar junto al fuego y nunca acababa.
A ella la devoraba la impaciencia; de ser posible sus ojos
lo habrían hecho saltar por la ventana. Por fin empezaba su
tocado nocturno; luego tomaba un libro y seguía leyendo
bastante tranquila, como si la lectura la divirtiera. Carlos, ya
en la cama, la llamaba para acostarse.
- Ven, Ema - decía -, ya es hora.
- Ya voy - respondía ella.
Pero como las bujías lo deslumbraban Carlos se volvía
de cara a la pared y se dormía. Ella escapaba, conteniendo el
aliento, sonriente, palpitante, desvestida.

221
GUSTAVO FLAUBERT

Rodolfo usaba una gran capa; con ella la envolvía entera


y rodeando su cintura con el brazo la llevaba en silencio
hasta el fondo del jardín.
Iban a la glorieta, se sentaban en el mismo banco de le-
ños podridos donde antaño León la mirara con tanto amor
durante las noches del verano. Ema ya no pensaba en él.
Las estrellas brillaban a través de las ramas sin hojas del
jazmín. Detrás oían correr el río y de vez en cuando el chas-
quido de los juncos secos sobre la margen. En la oscuridad,
aquí y allá, se arqueaban los macizos de sombra y algunas
veces con un solo temblor se erguían y se inclinaban como
inmensas olas negras que avanzaban para cubrirlos. El frío
de la noche los hacía abrazarse más; los suspiros de sus la-
bios les parecían más fuertes; sus ojos, adivinados apenas, se
les antojaban más grandes, y en medio del silencio había
palabras dichas muy bajo que caían sobre sus almas con so-
noridad cristalina y repercutían con vibraciones multiplica-
das.
Cuando la noche era lluviosa iban a refugiarse al gabi-
nete de consulta, entre la cochera y la caballeriza. Ella en-
cendía uno de los blandones de la cocina que había ocultado
detrás de los libros. Rodolfo se instalaba allí como en su
casa. La vista de la biblioteca y del escritorio, de toda la ha-
bitación, en fin, excitaba su alegría, y no podía menos de
hacer toda clase de bromas a propósito de Carlos, confun-
diendo a Ema. Ella hubiera querido verlo más serio, más
dramático algunas veces, como aquella en que creyó escu-
char un ruido de pasos acercándose por el sendero.
- Alguien viene - dijo Ema.

222
MADAME BOVARY

El apagó la luz.
-¿Tienes armas?
-¿Por qué?
- Vaya..., para defenderte - respondió Ema.
-¿De tu marido? ¡ Pobre hombre!
Y Rodolfo acabó su frase con un gesto que significaba:
"Lo aplastaría de un escupitajo".
Su bravata dejo a Ema boquiabierta, aunque percibiera
en ella una falta de delicadeza y de ingenua grosería que la
escandalizaba.
Rodolfo reflexionó mucho sobre esta historia de ir ar-
mado. Si ella había hablado en serio, pensaba, era harto ridí-
culo y hasta odioso, porque no tenía ningún motivo para
odiar al bueno de Carlos, ya que no lo devoraban los celos. Y
al respecto Ema le había hecho un grave juramento que
tampoco le parecía del mejor gusto.
Además ella se volvía muy sentimental. Debieron inter-
cambiar miniaturas; se cortaron mechones de cabellos; ahora
exigía una sortija, un verdadero anillo de matrimonio, como
signo de eterna alianza. Mencionaba a menudo las campanas
vespertinas o las voces de la naturaleza. Luego hablaba de su
madre, de la madre de él. Rodolfo la había perdido hacía ya
veinte años, pero lo mismo Ema lo consolaba con palabras
melindrosas como si fuera un niño abandonado y hasta le
decía algunas veces mirando la luna:
- Estoy segura de que, allá arriba, ellas aprueban nuestro
amor.
¡Pero era tan linda! ¡Había poseído tan pocas mujeres
con semejante candor! Este amor sin libertinaje era .algo

223
GUSTAVO FLAUBERT

nuevo para él y al sacarlo de sus hábitos fáciles, halagaba a la


vez, su orgullo y su sensualidad. Su buen sentido burgués
despreciaba la exaltación de Ema, aunque le parecía encanta-
dora, en lo íntimo de su corazón, puesto que estaba dirigida
a su persona. Seguro de su amor, acabó por no preocuparse,
e insensiblemente sus maneras cambiaron.
Ya no decía como antes esas palabras tan dulces que la
hacían llorar, ni le dedicaba aquellas vehementes caricias que
la enloquecían; de este modo el cauce de su gran amor, en el
que ella vivía sumergida, pareció disminuido, como el agua
de un río que al absorberse deja ver el fango en su fondo.
No quería creerlo; redobló su ternura; y Rodolfo ocultó cada
vez menos su indiferencia.
Ema no sabía si deploraba haberse entregado a él o si,
por lo contrario, deseaba dejar de quererlo. La humillación
de sentirse débil se trasformaba en rencor atemperado por la
voluptuosidad. No era apego, era una permanente seduc-
ción. El la subyugaba. Ella casi sentía miedo.
Sin embargo, las apariencias eran más tranquilas que
nunca. Rodolfo había logrado conducir el adulterio a su an-
tojo; y seis meses después, con la llegada de la primavera,
ambos eran recíprocamente como una pareja de casados que
mantienen una tranquila llama doméstica.
En esa época solía papá Rouault enviar su pavita en re-
cuerdo de su pierna compuesta. El regalo llegaba siempre
acompañado de una carta. Ema cortó la cuerda que la suje-
taba a la cesta y leyó las siguientes líneas:

"Mis queridos hijos:

224
MADAME BOVARY

"Espero que la presente los halle bien de salud y que


ésta sea tan buena como las demás; porque me parece un
poco más tierna, por decirlo así, más gorda. Pero para variar,
la próxima vez les mandaré un gallo, a menos que ustedes no
prefieran un pavo, y por favor manden de vuelta la cesta con
las dos anteriores. Tuve una desgracia con la cochera, cuyo
techo se voló una noche de mucho viento. Tampoco la co-
secha ha sido muy pródiga. En fin, no sé cuándo iré a verlos.
¡Me es tan difícil salir de casa ahora que estoy solo, querida
Ema!”
Aquí había un intervalo entre las líneas, como si el buen
hombre hubiera dejado caer la pluma para soñar un rato.
"En cuanto a mí, estoy bien, salvo un resfrío que pesqué
días pasados en la feria de Yvetot, donde fui para contratar
un pastor, puesto que eché al mío parque era demasiado
tragón. ¡Cuántos dolores de cabeza dan esos bribones! Ade-
más, era deshonesto.
"Supe por un mozo de cordel que viajó por esa región
este invierno y se hizo arrancar una muela, que Bovary siem-
pre trabaja duro. No me asombra; el tipo me mostró su
muela; tomamos un café juntos. Le pregunté si te había vis-
to; me dijo que no, pero que en el establo vio dos caballos,
de donde colijo que el negocio marcha. Tanto mejor, queri-
dos hijos, y que el buen Dios os mande toda clase de felici-
dades.
"Lamento no conocer todavía a mi nietecita, Berta Bo-
vary. Para ella planté en el jardín, bajo tu ventana, un árbol
de ciruelas rubias y no quiero que nadie lo toque, salvo para

225
GUSTAVO FLAUBERT

hacerle compotas más adelante, que guardaré en el armario


para ella, cuando venga.
"Adiós, queridos hijos. Te beso, hija mía, y también a
usted, mi yerno, y a la niña, en ambas mejillas.
"Os saluda,
"Vuestro cariñoso padre
TEODORO ROUAULT".

Ema guardó algunos minutos el rústico papel entre los


dedos. Las faltas de ortografía se enlazaban entre sí, y ella
persiguió el dulce pensamiento que cloqueaba a lo largo de la
carta, como gallina escondida en un seto de espinas. La es-
critura había sido secada con las cenizas del hogar, porque
un poco de polvillo gris se deslizó desde el papel hasta su
vestido, y creyó ver a su padre inclinado sobre el fogón para
asir las pinzas. ¡Cuánto tiempo ya que no estaba a su lado, en
el escabel de la chimenea, haciendo arder la punta de un palo
en la llamarada de chisporrateantes juncos marinos!.. Recor-
dó tardes soleadas del verano. Los potrillos relinchaban al
paso de la gente y galopaban, galopaban... Bajo su ventana
había una colmena de miel y a veces las abejas, revoloteando
en la luz, golpeaban los vidrios como saltarinas pelotas de
oro. ¡Qué feliz era entonces!, ¡qué libre!, ¡cuánta esperanza la
animaba! ¡Qué abundancia de ilusiones! ¡Nada le quedaba
ahora! Las había derrochado en aventuras de su alma, a tra-
vés de las sucesivas condiciones, en la virginidad, en el ma-
trimonio y en el amor; perdiéndolas sin cesar a lo largo de su
vida, como viajero que deja parte de sus riquezas en las po-
sadas del camino.

226
MADAME BOVARY

Pero ¿qué la hacía tan desdichada? ¿Cuál era la extraor-


dinaria catástrofe que la perturbaba? Alzó la cabeza mirando
en torno como si quisiera buscar la causa de su sufrimiento.
Un rayo de abril acariciaba las porcelanas de la repisa;
ardía el fuego; Ema sentía bajo las pantuflas la suavidad de la
alfombra; el día era claro, la atmósfera tibia y ella oía las car-
cajadas de su hijita.
En efecto, la niña rodaba sobre la hierba segada. Estaba
acostada de bruces en lo alto de un montón. Su niñera la
sujetaba de la falda. A su lado Lestiboudois rastrillaba y al
aproximársele, ella se inclinaba, agitando los brazos en el
aire.
Tráigamela - dijo su madre precipitándose para besarla -.
Te quiero, niñita mía, ¡cómo te quiero!
Luego, observando que tenía las orejas un poco sucias,
tocó la campanilla para que le trajeran agua caliente, la lavó,
le cambió la ropa interior, las medias, los zapatos, hizo mil
preguntas sobre su salud, y por fin besándola otra vez y llo-
rando un poco la entregó a la criada, boquiabierta ante se-
mejante acceso de ternura.
Esa noche Rodolfo la encontró más seria que de cos-
tumbre.
"Ya se le pasará - se dijo -, es un capricho.”
Y faltó a tres citas consecutivas. Cuando regresó ella se
mostró Iría y casi desdeñosa.
"Ah, queridita, pierdes tu tiempo.”
Y fingió ignorar sus suspiros melancólicos y el pañuelo
que sacaba a relucir.
¡Ema se arrepintió entonces!

227
GUSTAVO FLAUBERT

Se preguntó por qué despreciaba a Carlos y si no sería


mejor tratar de amarlo. Pero él ofrecía escaso blanco a esos
retornos del sentimiento, de modo que ella se perdía en sus
veleidades de sacrificio, cuando se presentó el boticario, muy
oportunamente.

228
MADAME BOVARY

XI

Homais había leído poco tiempo atrás el elogio de un


nuevo método para la cura de los pies zambos, y como era
partidario del progreso concibió la patriótica idea de dotar a
Yonville de intervenciones de estrefopodia.
- Porque - decía a Ema -, ¿qué se arriesga? Examine (y
enumeraba con los dedos las ventajas de la tentativa): éxito
casi seguro, alivio y embellecimiento del paciente, celebridad
rápidamente adquirida para el que practique la operación.
¿Por qué su marido, por ejemplo, no podría salvar al pobre
Hipólito del León de oro? Piense que él contaría su curación
.a todos los viajeros y además (Homais bajaba la voz y mira-
ba en torno), ¿quién me impediría mandar al periódico una
notita al respecto? ¡Y Dios mío! Un artículo circula..., se ha-
bla de eso... termina por formar la bola de nieve... ¡Vaya uno
a saber! ¡Vaya uno a saber!
En efecto, Bovary podía tener éxito; nada decía Ema su
falta de habilidad, ¡ y qué satisfacción la suya si lo impulsaba a

229
GUSTAVO FLAUBERT

dar un paso en beneficio de su reputación y de su fortuna!


Ella sólo pedía e apoyo de algo más sólido que el amor.
Carlos, apremiado por el boticario y por su mujer se
dejó convencer. Hizo traer de Ruán el tomo de doctor Duval
y, por las noches, con la cabeza apoya da en ambas manos,
se sumergía en su lectura.
En tanto que estudiaba los pies equinos, los varus y los
valgus, es decir, la estrefecatopodia, la estrefenopodia y la
estrefexopodia (o para decirlo mejor las diferentes desvia-
ciones del pie, hacia abajo, adentro o afuera), junto con la
estrefipopodia y la estrefenopodia (en otras palabras: torción
hacia abajo y alzamiento), el señor Homais, con toda clase de
razones, exhortaba al mozo de la posada a dejarse operar
- Apenas sentirías un ligero dolor, tal vez un simple pin-
chazo como una pequeña sangría, menos que la extirpación
de ciertos callos.
Hipólito reflexionaba y abría estúpidamente los ojos.
- Además - proseguía el farmacéutico -, ¡no tengo nada
que ver!, ¡ lo hago por ti!, ¡por pura humanidad! Quisiera
verte, amigo mío, liberado de tu. asquerosa claudicación, con
ese balanceo de la región lumbar que, digas lo que digas,
debe perjudicarte bastante en el ejercicio de tu oficio.
Entonces Homais le ponderaba lo gallardo que se senti-
ría luego, mucho más cabal, y hasta le daba a entender que
estaría mejor dispuesto para gustar a las mujeres; el caballeri-
zo se limitaba a sonreír bobamente. Luego atacaba su vani-
dad:
-¿No eres un hombre tú? ¡Cáspita!, ¿qué sería si te hu-
biera tocado servir, combatir bajo bandera? ¡Ah, Hipólito!...

230
MADAME BOVARY

Y Homais se alejaba declarando que no comprendía


semejante empecinamiento, esa ceguera de rechazar los be-
neficios de la ciencia.
- El desdichado cedió porque aquello fue una especie de
conjuración. Binet, que nunca se mezclaba en los asuntos
ajenos, la señora Lefrancois, Artemisa, los vecinos y hasta el
alcalde, el señor Tuvache, todos lo animaban, lo sermonea-
ban, lo avergonzaban; pero lo que acabó por decidirlo fue
que eso no le costaría un céntimo. Bovary tomaba a su cargo
el material quirúrgico. La generosa idea pertenecía a Ema, y
Carlos consentía diciéndose en su fuero íntimo que su mujer
era un ángel.
Con la dirección del farmacéutico hizo construir al car-
pintero con ayuda del cerrajero, después de tres intentos, una
especie de caja de ocho libras de peso, aproximadamente, en
la que abundaban el hierro, la madera, la chapa, el cuero, las
bisagras y los tornillos.
No obstante, para saber cuál tendón se debía cortar a
Hipólito era preciso conocer primero su tipo de pie zambo.
Tenía un pie que formaba una línea casi recta con la
pierna, cosa que no impedía la torsión interior, de manera
que era un pie equino, con algo de varas, o bien un ligero
varas con marcada inclinación hacia el equino. Pero con ese
equino, ancho en efecto como una pata de caballo, de piel
rugosa, tendones secos, gruesos dedos cuyas uñas negras
parecían clavos de herradura, el estrefopodo galopaba cual
ciervo de la mañana a la noche. Se lo veía invariablemente en
la plaza, saltando alrededor de las carretas, con el desparejo
soporte proyectado hacia adelante. Si hasta parecía que esa

231
GUSTAVO FLAUBERT

pierna era más vigorosa que la otra. A fuerza de servir, el


miembro había adquirido algo semejante a las cualidades
morales de paciencia y energía, y cuando le encomendaban
una tarea pesada se afanaba más.
Puesto que se trataba de un pie equino, era preciso cor-
tar el tendón de Aquiles, a condición de operar luego el
músculo tibial anterior para curar el varus; porque el médico
no se atrevía a realizar ambas intervenciones a la vez y tem-
blaba solamente ante la idea de dañar alguna zona impor-
tante e ignorada.
Ni siquiera Ambrosio Paré cuando tras quince siglos de
intervalo por primera vez desde los tiempos de Paracelso,
aplicó la ligadura inmediata a una arteria; ni Dupuytren al
disponerse a abrir un absceso a través de una espesa capa
encefálica, ni Gensoul cuando llevó a cabo la primera abla-
ción de maxilar superior sintieron tales palpitaciones de co-
razón, ni tales temblores de mano, ni tal tensión intelectual
como la que sintió el señor Bovary cuando, tenótomo en
mano, se acercó a Hipólito. Como en los hospitales, tenía a
su lado sobre una mesa un montón de hilas, hilos encerados,
muchas vendas, una pirámide de vendas, la reserva de ven-
das de la botica. El señor Homais organizó desde temprano
los preparativos, tanto para deslumbrar a la multitud como
para engañarse a sí mismo. Carlos pinchó la piel: se oyó un
seco chasquido. El tendón había sido cortado, la operación
estaba hecha. Hipólito no se reponía de su sorpresa; se incli-
naba sobre las manos de Bovary para cubrirlas de besos.
- Vamos, cálmate - decía el boticario -; ¡ya tendrás tiem-
po para demostrar gratitud a tu bienhechor!

232
MADAME BOVARY

Y descendió para contar el resultado a cinco o seis cu-


riosos inmóviles en el patio, quienes esperaban la reaparición
de Hipólito caminando correctamente. Luego Carlos colocó
a su paciente el aparato y regresó a casa, donde Ema lo
aguardaba en la puerta, muy ansiosa. Ella le echó los brazos
al cuello; se sentaron a la mesa; él comió opíparamente y
hasta pidió a los postres una taza de café, exceso que sólo se
permitía los domingos cuando había invitados.
La velada fue encantadora; charlaron en grande, soña-
ron juntos. Hablaron de su fortuna futura, de las mejoras a
introducir en el hogar; él veía su buena reputación extendida,
aumentado su bienestar, logrado para siempre el amor de su
mujer; y ella se sentía dichosa al refrescarse en un nuevo
afecto, más sano, mejor, al experimentar por fin cierto cariño
hacia ese pobre muchacho que la quería tanto. Solamente
una vez recordó a Rodolfo y entonces sus ojos buscaron a
Carlos. Hasta observó, sorprendida, que sus dientes no eran
feos.
Estaban acostados cuando sin hacer caso de la cocinera
Homais se coló de rondón en el dormitorio, agitando una
hoja de papel recién escrita: la proclama que destinaba al
Fanal de Ruán. La traía para leérsela.
- Lea usted mismo - dijo Bovary.
Homais leyó:
"A pesar de los prejuicios que aún cubren parte de la faz
de Europa como una red, la luz comienza a penetrar en
nuestros campos. Así fue como el martes nuestra pequeña
ciudad de Yonville se vio convertida en teatro de una expe-

233
GUSTAVO FLAUBERT

riencia quirúrgica que fue a la vez un acto de filantropía. El


señor Bovary, uno de nuestros más distinguidos prácticos...”
-¡Ah, es demasiado!, ¡es demasiado! - decía Carlos sofo-
cado por la emoción.
- Pero no, ¡nada de eso!, ¡vamos!... "Operó el pie zam-
bo..." No puse el término científico porque, usted sabe, en
un diario... todo el mundo no lo comprendería, quizá; es
necesario que las masas...
- Así es - dijo Bovary -, siga leyendo.
- Repito - dijo el farmacéutico -. "El señor Bovary, uno
de nuestros más distinguidos prácticos, operó de un pie
zambo al llamado Hipólito Tautain, caballerizo desde hace
veinticinco años en el hotel León de oro, de propiedad de la
señora Lefrancois, en la plaza de Armas. La novedad del
intento y el interés prestado al asunto atrajeron tal concurso
de pobladores que hubo una verdadera muchedumbre en la
puerta del establecimiento. Por lo demás, la operación fue
practicada como por encanto y apenas unas gotas de sangre
afloraron a la piel, como para indicar que el tendón rebelde
cedía por fin a los esfuerzos del arte. El paciente, cosa extra-
ña (lo afirmamos de visu), no acusó dolor alguno. Su estado
hasta el presente nada deja que desear, y quién sabe si en la
próxima fiesta aldeana no veremos a nuestro buen Hipólito
participar de las danzas báquicas en medio de un alegre coro
de perillanes, demostrando a todos, con su facundia y sus
cabriolas, su completa curación. ¡Loor a los sabios genero-
sos! ¡Loor a esos infatigables espíritus que consagran sus
vigilias a mejorar o aliviar a sus semejantes! ¡Loor, tres veces
loor! ¿Acaso no debemos exclamar que los ciegos verán, los

234
MADAME BOVARY

sordos oirán y los cojos andarán? ¡Las promesas que antaño


el fanatismo hacía a sus elegidos son realizadas hoy por la
ciencia para todos los hombres! Mantendremos a nuestros
lectores al corriente de las sucesivas fases de esta notable
curación.”
Esto no impidió que cinco días después la tía Lefrancois
se presentara espantada gritando:
-¡ Socorro! ¡Se muere!...¡Me vuelvo loca!
Carlos voló al León de oro, y al verlo cruzar la plaza, sin
sombrero, el farmacéutico abandonó la farmacia. Jadeante,
rojo, inquieto, compareció también preguntando a todos los
que subían la escalera:
-¿Qué tiene nuestro interesante estrefopodo?
El estrefopodo se retorcía entre atroces convulsiones
hasta el punto de que el aparato mecánica que contenía su
pierna daba golpes contra la pared amenazando tirarla abajo.
Con muchas precauciones para no estorbar la posición
del miembro quitaron la cala y vieron un abominable espec-
táculo. La forma del pie desaparecía bajo tal hinchazón que
la piel parecía romperse y estaba cubierta de equimosis oca-
sionadas por el dichoso artefacto. Hipólito ya se había que-
jado diciendo que le dolía, pero nadie le hizo caso; fue
preciso admitir su razón y lo dejaron libre durante algunas
horas. Pero apenas desapareció un tanto el edema ambos
sabios juzgaron oportuno colocar nuevamente el miembro
en el molde, apretándolo más para acelerar las cosas. Tres
días después Hipólito no lo aguantaba y volvieron a quitarlo,
muy sorprendidos ante el resultado visible. Una lívida tume-
facción se extendía por la pierna con ampollas dispersas que

235
GUSTAVO FLAUBERT

segregaban un líquido negro. El asunto tomaba mal cariz.


Hipólito empezaba a preocuparse, y la tía Lefrancois lo ins-
taló en la salita junto a la cocina para que, por lo menos,
tuviera alguna distracción.
Pero el recaudador, que cenaba allí todas las noches, se
quejó amargamente de semejante vecindad. Transportaron
entonces a Hipólito a la sala de billares.
Allí yacía, gimiendo bajo espesas mantas, pálido, barbu-
do, con los ojos hundidos, moviendo de vez en cuando la
cabeza sobre la sucia almohada donde se abatían las moscas.
La señora Bovary lo visitaba. Le traía trapos de hilo para las
cataplasmas, lo consolaba, lo alentaba. Además no le faltaba
compañía, sobre todo los días de feria, cuando a su alrededor
los campesinos hacían rodar las bolas de billar, movían los
tacos, fumaban, bebían, cantaban, armaban jaleo.
-¿Qué tal? - le decían palmeándole el hombro. - ¡No
muy famoso, al parecer! La culpa es tuya. Debías hacer eso o
lo otro.
Le contaban historias de gentes curadas por remedios
distintos de los suyos; luego, a manera de consuelo, agrega-
ban:
-¡Lo que pasa es que eres demasiado obediente! ¡Leván-
tate, pues! ¡Te mimas como un rey! ¡Ah, viejo farsante, vaya,
qué mal hueles!
En efecto, la gangrena subía cada vez más. El propio
Bovary enfermaba al verlo. Venía a toda hora, continua-
mente. Hipólito lo miraba con ojos llanos de espanto y bal-
buceaba sollozando:

236
MADAME BOVARY

-¿Cuándo estaré curado?... ¡Ah, sálveme! ¡Qué desgra-


ciado soy! ¡Qué desgraciado!
El médico se marchaba recetando dieta.
- No lo escuches, muchacho - aconsejaba la tía Lefran-
cois -¡Bastante te han martirizado ya! Vas a debilitarte más.
Toma, ¡traga!
Y le ofrecía un sabroso caldo, una tajada de pierna de
cordero, un trozo de tocino, y algunas veces una copita de
aguardiente que él no tenía coraje de llevarse a los labios.
Al saber que empeoraba, el abate Bournisien pidió ver-
lo. Comenzó por compadecer su mal, declarando a la vez
que debía regocijarse, puesto que era la voluntad del Señor, y
aprovechar ya mismo la oportunidad de reconciliarse con el
cielo.
- Porque - decía el sacerdote con tono paternal- tú des-
cuidabas un tanto tus deberes; rara vez se te veía en el oficio
divino; ¿cuántos años hace que no te acercas a la Santa Misa?
Comprendo que tus ocupaciones, que el torbellino del mun-
do hayan podido apartarte del cuidado de tu salvación. Pero
ahora ha llegado la hora de reflexionar. No desesperes, sin
embargo; he conocido a grandes culpables que en el mo-
mento de comparecer ante Dios (tú no has llegado a eso
todavía, lo sé muy bien) imploraron su misericordia y cier-
tamente murieron con la mejor disposición. ¡Esperemos que,
como ellos, tú también .les un buen ejemplo! Así, como pre-
caución, ¿quién te impide rezar por la mañana y por la noche
un "Ave, María, llena eres de gracia" y un "Padrenuestro que
estas en los cielos"? Sí, hazlo por mí, para obligarme. ¿Qué te
cuesta? ¿Me lo prometes?

237
GUSTAVO FLAUBERT

El pobre diablo lo prometió. El cura volvió en días su-


cesivos. Conversaba con la posadera y hasta contaba anéc-
dotas salpicadas de bromas, de chistes incomprensibles para
Hipólito. Luego, cuando lo permitían las circunstancias, re-
caía en el tema religioso, adoptando un semblante conve-
niente.
Su celo parecía tener éxito; porque muy pronto el estre-
fopodo manifestó deseos de hacer una peregrinación al Buen
Socorro si sanaba; a lo que el señor Bournisien respondió
que no veía inconveniente; dos precauciones valían mas que
una. Nada se arriesgaba.
El boticario se indignó contra lo que llamaba las manio-
bras del sacerdote; pretendía que perjudicaban a la convale-
cencia de Hipólito y repetía a la señora Lefrancois:- ¡Déjelo
en paz!
¡Le perturba la moral con su misticismo! Pero la buena mu-
jer se negó a escucharlo. Era la causa de todo. Por espíritu de
contradicción colgó a la cabecera de la cama del enfermo
una pila llena de agua bendita con una rama de boj.
No obstante, la religión no parecía curarlo mejor que la
cirugía, y la invencible podredumbre trepaba de las extremi-
dades al vientre. En vano cambiaban las pociones y las cata-
plasmas; los músculos se despegaban cada día más, y por fin
Carlos asintió cuando la tía Lefrancois le preguntó si, en
vista de lo desesperado del caso, no convenía llamar al señor
Carivet, una celebridad de Neufchátel.
Doctor en medicina, de cincuenta años, disfrutando de
una buena posición y seguro de sí mismo, el colega no
ocultó su desdeñosa risa a la vista de la pierna gangrenada

238
MADAME BOVARY

hasta la rodilla. Luego, después de declarar lisa y llanamente


que era necesario amputar, fue a la farmacia para despotricar
contra los asnos que hablan reducido a semejante estado a
un desgraciado. Sacudía al señor Homais por el botón de la
levita y vociferaba:
-¡ Son inventos de París! ¡Esas son las ideas de los seño-
res de la capital! ¡Como el estrabismo, el cloroformo, la lito-
tricia, un montón de monstruosidades que el gobierno debía
prohibir! ¡Pero quieren hacerse los vivos y meta dar reme-
dios sin pensar en las consecuencias! Nosotros no somos
capaces de tanto; ¡no somos sabios, pisaverdes, lechuguinos,
¡somos practicones, gente que sana, y no se nos ocurre ope-
rar a un tipo que está bien! ¡Enderezar un pie zambo! ¡Pero
si es como si uno quisiera, por ejemplo, corregir a un joro-
bado!
Homais sufría al escuchar semejante discurso y disimu-
laba su malestar bajo una sonrisa de cortesano, con mucho
cuidado de no enojar al señor Canivet, cuyas recetas algunas
veces llegaban hasta Yonville; por consiguiente, no asumió la
defensa de Bovary, ni hizo observación alguna y, abando-
nando sus principios, sacrificó su dignidad a los intereses
más serios de su comercio.
¡Vaya si fue acontecimiento, importante en la aldea la
amputación de pierna practicada por el doctor Canivet! Ese
día todos los habitantes se levantaron temprano y la Calle
Mayor, aunque llena de gente, tenía cierto aspecto lúgubre,
como si se tratara de una ejecución capital. En la despensa se
discutía la enfermedad de Hipólito; en las tiendas no había,

239
GUSTAVO FLAUBERT

ventas y la señora Tuvache, mujer del alcalde, no se movía


de su ventana, impaciente por ver la llegada del operador.
Apareció en su cabriolé conducido por él mismo. Pero
como el resorte izquierdo a la larga había cedido bajo el peso
de su corpulencia, el coche se inclinaba un poco al andar, y
en el otro cojín, a su lado, se veía una gran caja recubierta de
badana roja cuyos tres pasadores de cobre brillaban magis-
tralmente.
Cuando entró como un torbellino en el portal del León
de oro, el doctor, a gritos, ordenó que desataran a la yegua y
fue al establo para vigilar si comía bien su ración de avena,
porque cuando visitaba a los enfermos primero se ocupaba
de su yegua y de su cabriolé. Decían al respecto: "¡Ah, el
señor Canivet es muy raro!" Y lo estimaban más por su in-
quebrantable aplomo. El universo podía reventar junto con
el último de los hombres, pero él no hubiera abandonado la
más ínfima de sus costumbres.
Homais se presentó.
- Cuento con usted - dijo el médico- ¿Estamos listos?
¡En marcha!
Pero el boticario, sonrojándose, confesó que era dema-
siado sensible para ayudar en semejante operación.
- Cuando uno es un simple espectador - decía -, usted
sabe, la imaginación se conmueve. Y además tengo el siste-
ma nervioso tan...
-¡Bueno! - interrumpió Canivet -, usted me parece, por
lo contrario, más propenso a la apoplejía. Y además, no me
sorprende; ustedes, señores farmacéuticos, siempre están
metidos en sus cocinas, lo que acaba por alterarles el tempe-

240
MADAME BOVARY

ramento. Míreme a mí; me levanto todos los días a las cua-


tro, me afeito con agua fría (nunca siento frío), y eso que no
uso franelas ni me resfrío, ¡la caja es buena! Vivo de cual-
quier manera, como un filósofo, a lo que venga. Por eso no
soy delicado como ustedes, y lo mismo me da cortar en pe-
dazos a un cristiano que a un ave. Claro, usted dirá, el hábi-
to... ¡El hábito!
Entonces, sin miramiento alguno hacia Hipólito, que
sudaba de angustia entre sus sábanas, los señores entablaron
una conversación en la que el boticario comparó la sangre
fría del cirujano con la de un general; y como la comparación
resultó agradable a Canivet, éste se prodigó en palabras so-
bre las exigencias de su arte. Lo consideraba un sacerdocio,
aunque lo deshonrasen los oficiales sanitarios. Por fin, vol-
viendo al enfermo, examinó las vendas aportadas por Ho-
mais, las mismas que sirvieran en el caso del pie zambo, y
pidió una ayuda para sostener el miembro. Se envió a buscar
a Lestiboudois, y el señor Canivet, después de arremangarse,
pasó a la sala de billares mientras el boticario hacía compañía
a Artemisa y a la posadera, ambas más pálidas que sus de-
lantales y con el oído pegado a la puerta.
Entre tanto Bovary no osaba moverse de casa. Estaba
abajo, en la sala, sentado junto a la chimenea apagada, con la
barbilla hundida en el pecho y las manos juntas, fija la mira-
da. "¡Qué infortunio - pensaba -, qué contratiempo!" Sin
embargo, había tomado todas las precauciones imaginables.
Era cosa de la fatalidad. ¿Que no tenía importancia? Si Hi-
pólito moría, él lo habría asesinado. ¿Y qué explicación daría
a sus clientes cuando lo interrogaran?

241
GUSTAVO FLAUBERT

¿Habría cometido algún error, quizá? Buscaba y no lo


hallaba. Pero si hasta los cirujanos más famosos se equivo-
caban. ¡Nadie lo creería! ¡Se reirían de él a carcajadas! ¡La
noticia llegaría hasta Forges, hasta Neufchátel, hasta Ruán, a
todas partes! ¡Vaya a saber si algún colega no escribiría algo
contra él! Tendría lugar una polémica y habría que responder
r en los diarios. El mismo Hipólito podría iniciarle un proce-
so. ¡Se veía deshonrado, arruinado, perdido! Y entre las mil
hipótesis que acudían a su mente se agitaba como un tonel
vacío arrastrado por el mar y azotado por las olas.
Ema, sentada frente a frente, lo miraba; no compartía su
humillación; experimentaba otra: la de haber imaginado que
semejante hombre podía valer algo, como si ya veinte veces
no hubiera advertido suficientemente su mediocridad.
Carlos recorría la habitación. Sus botas crujían sobre el
entarimado.
-¡ Siéntate! - dijo ella -. Me molestas.
El volvió a sentarse.
¿Cómo pudo ella ( ¡tan inteligente! ) equivocarse una vez
más? Además, ¿por qué deplorable manía arruinaba su exis-
tencia con sacrificios continuos? Recordó sus instintos de
lujo, las privaciones de su alma, las bajezas del matrimonio,
del hogar, sus sueños caídos en el fango como golondrinas
heridas, ¡todo lo deseado, lo negado, lo que habría podido
tener! ¿Y por qué? ¿Por que?
En el silencio que colmaba la aldea, un grito desgarrador
cruzó los aires. Bovary palideció como si fuera a perder el
sentido. Ella frunció las cejas con gesto nervioso y luego
prosiguió. Por él, sin embargo, por ese ser, por ese hombre

242
MADAME BOVARY

que nada comprendía, ;que nada sentía! Porque allí estaba


muy tranquilo, sin sospechar siquiera el ridículo que ensucia-
ría su nombre y también el de ella. Había realizado esfuerzos
para amarlo y se había arrepentido llorando por haberse en-
tregado a otro hombre.
- Pero ¿sería un valgus? - exclamó de pronto el medita-
bundo Bovary.
AL cheque imprevisto de la frase, que cayó sobre su
pensamiento como bala de plomo en fuerce de plata, Ema se
estremeció y alzó la cabeza para adivinar su sentido; se mira-
ron en silencio, casi estupefactos, tan alejadas estaban sus
conciencias. Carlos la examinaba con la mirada turbia del
borracho, mientras escuchaba inmóvil los últimos gritos del
amputado, prolongados en lánguidas modulaciones, entre-
cortadas por agudos chillidos como el aullido lejano de un
animal degollado. Ema se mordía los labios sin color, y ha-
ciendo girar entre sus dedos una rama del polípero que cor-
tara, fijaba en Carlos la ardiente flecha de sus pupilas, como
dos dardos de fuego listos para ser disparados. Todo en el la
irritaba ahora: su cara, su traje, lo que callaba, su persona
entera, su existencia misma. Se arrepentía de su pasada virtud
como si fuera un crimen y los restos de aquella se desmoro-
naban bajo los furiosos embates de su orgullo. Se deleitaba
con las malignas ironías del adulterio triunfante. El recuerdo
de su amante volvía a ella con vertiginosa atracción; arrojaba
en él su alma impulsada hacia la imagen por un nuevo entu-
siasmo; y Carlos le parecía tan apartado de su vida, tan au-
sente para siempre, tan imposible y aniquilado como si
estuviera por morir y agonizara ante sus ojos.

243
GUSTAVO FLAUBERT

Hubo un rumor en la acera. Carlos miró y a través de la


celosía baja divisó en el fondo del mercado, a pleno sol, al
doctor Canivet enjugándose la frente con su pañuelo de se-
da. Detrás Homais llevaba a pulso una gran caja roja y am-
bos se encaminaban hacia la farmacia.
Entonces, con súbita ternura y desaliento, Carlos se vol-
vió hacia su mujer diciéndole:
- Vamos, sé buenita, abrázame.
-¡Déjame! - gritó ella, roja de cólera.
-¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? - repetía él, estupefacto -.
¡Cálmate! ¡Recóbrate! Sabes que te quiero..., ¡ven aquí!
-¡Basta! - exclamó ella con acento terrible.
Y huyendo de la sala, Ema cerró la puerta con tal fuerza
que el barómetro saltó de la pared y se hizo mil pedazos
contra el suelo.
Carlos se desplomó en su sillón, consternado, pensando
en el malestar de Ema, imaginando una enfermedad nervio-
sa, lloroso y con la vaga sensación de que algo funesto e in-
comprensible circulaba en torno.
Cuando esa noche Rodolfo acudió al jardín, halló a su
querida aguardándole al pie del pórtico, en el primer escalón.
Se abrazaron muy fuerte y todo el rencor se fundió como la
nieve bajo el calor de aquel beso.

244
MADAME BOVARY

XII

Reanudaron su amor. Algunas veces, en mitad del día,


Ema le escribía de pronto; luego, a través de los vidrios hacía
una señal a Justino, quien se desataba al instante el delantal y
volaba a la Huchette; Rodolfo se presentaba y ella le decía
que estaba aburrida, que su marido era odioso y la existencia
atroz.
-¿Acaso puedo evitarlo? - protestó él un día, impaciente.
-¡Ah, si quisieras!...
Estaba sentada en el suelo, entre sus rodillas, con las
crenchas sueltas y la mirada perdida.
-¿Qué, pues?
Ella suspiró.
- Nos iríamos a vivir lejos... a otra parte...
-¡Verdaderamente, estás loca! - dijo él riendo -¿Es posi-
ble eso?
Ella insistió; él fingió no entender y desvió la conversa-
ción. Porque no comprendía la razón de tantas alteraciones

245
GUSTAVO FLAUBERT

en una cosa tan simple como el amor. Ella tenía un motivo,


una razón, una especie de ayuda para su apego.
Su cariño, en efecto, se acrecentaba a diario por la re-
pulsión que el marido le inspiraba. Cuanto más se entregaba
a uno más execraba al otro; nunca Carlos le había parecido
tan desagradable, de dedos tan cuadrados, espíritu tan torpe,
maneras tan vulgares como cuando estaban juntos después
de las citas con Rodolfo. Entonces, sin dejar de representar
su papel de esposa y de virtuosa, se inflamaba al recordar
aquella cabeza cuyos cabellos negros formaban un rizo sobre
la frente bronceada, aquel talle robusto y elegante a la vez,
¡aquel hombre, en fin, que poseía tanta experiencia para las
cosas de la razón, tanta furia para las del deseo! Para él se
limaba las uñas con esmero de cincelador, nunca tenía bas-
tante coldcream en la piel ni pachulí en sus pañuelos. Se car-
gaba de brazaletes, de sortijas, de collares. Cuando él debía
venir a visitarla llenaba de rosas los dos grandes floreros de
vidrio azul y disponía su morada y su persona como la corte-
sana que aguarda a un príncipe. Su criada debía pasar el día
entero lavando la lencería y Felicitas no salía de la cocina,
donde el joven Justino la miraba trabajar, puesto que solía
hacerle compañía.
- Con el codo apoyado en la larga tabla de planchar,
Justino examinaba ávidamente esas prendas femeninas ex-
puestas a su vista; las enaguas de bombasí, las pañoletas, los
cuellitos, los calzones abiertos, muy anchos en las caderas y
muy estrechos abajo.
-¿Para qué sirve esto? - preguntaba el muchacho tocan-
do la crinolina o los broches.

246
MADAME BOVARY

-¿Nunca viste estas cosas? - respondía riendo Felicitas -,


¡como si tu patrona, la señora Homais, no las usara!
-¡Ah, sí! ¡Cómo no! ¡La señora Homais!
Y agregaba con tono pensativo:
-¿Acaso es una dama, como la señora?
Felicitas se impacientaba al verlo dar vueltas en torno de
ella. Le llevaba seis años, y Teodoro, el criado del señor Gui-
llaumin, empezaba a hacerle la corte.
-¡Déjame tranquila! - decía cambiando de lugar la vasija
del almidón -. Vete mejor a machacar almendras, siempre
andas metiendo la nariz en cosas de mujeres; espera hasta
que te salga la barba para eso, mocoso malvado.
- Vamos, no se enoje, le haré las botinas.
Y buscaba en el umbral el calzado de Ema, todavía su-
cio de estiércol, el estiércol de las citas, que se deshacía en
polvo bajo sus dedos, mirándolo ascender suavemente en un
rayo de sol.
-¡Qué miedo tienes de estropearlas! - decía la cocinera,
que no ponía tantos miramientos cuando las limpiaba por-
que la señora se las cedía en cuanto la tela estaba ajada.
Ema tenía una provisión de borceguíes en su armario y
los gastaba sin contemplaciones, sin que jamás Carlos se
permitiera la menor observación.
Así fue como desembolsó trescientos francos para una
pierna de palo que juzgaba conveniente regalar a Hipólito.
La pata tenía adornos de corcho y articulaciones de resorte;
era un complicado aparato recubierto por un pantalón negro
terminado en un zapato de charol. Hipólito no se atrevía a
usar a diario pierna tan hermosa y suplicó a la señora Bovary

247
GUSTAVO FLAUBERT

que le procurara otra más práctica. Naturalmente, el médico


corrió con los gastos de la adquisición.
El caballerizo reanudó lentamente su tarea. Como anta-
ño, se lo veía recorrer la aldea, y cuando Carlos oía a la dis-
tancia, sobre el empedrado, el ruido seco de su bastón,
tomaba por otra calle.
El señor Lheureux, el negociante, se hizo cargo del pe-
dido esto le dio la oportunidad de visitar a Ema. Hablaba
con ella de los nuevos envíos de París, de mil curiosidades
femeninas, se mostraba harto complaciente y nunca recla-
maba dinero. Ema se entregaba, de este modo, a la facilidad
de satisfacer sus caprichos. Quiso adquirir para regalar a
Rodolfo una bonita fusta que estaba en venta en una para-
güería de Ruán. A la semana siguiente el señor Lheureux
depositaba la fusta sobre su mesa.
Pero al otro día se presentó en su casa con una factura
de doscientos setenta francos, sin contar los céntimos. Ema
quedó muy confundida; los cajones de su pequeño escritorio
estaban vacíos; debían más de una quincena a Lestiboudois,
dos trimestres a la criada y muchas otras cosas, y Bovary
aguardaba con impaciencia el envío del señor Derozerays,
quien solía pagarle todos los años por San Pedro.
Ema logró engañar al señor Lheureux en un principio;
luego éste perdió la paciencia; lo acosaban, no tenía reserva
de capital y si no se juntaba con algún dinero se vería obliga-
do a recobrar la mercadería en poder de ella.
-¡Bueno, llévesela! - dijo Ema.
-¡Oh, era una broma! - replicó él -. Lo único que la-
mento es la fusta. Pero a fe mía que se la pediré al señor.

248
MADAME BOVARY

-¡No, no! - exclamó Ema.


"Ya te tengo", pensó Lheureux.
Y convencido de su descubrimiento salió repitiendo en
voz baja con su pequeño silbido habitual:
-¡Bueno! ¡Veremos, veremos!
Ema pensaba en cómo salir del aprieto cuando entró la
cocinera y dejó sobre la chimenea un rollito de papel azul, de
parte del señor Derozerays, Ema se abalanzó y lo abrió.
Contenía quince napoleones. La paga. Oyó los pasos de
Carlos por la escalera, arrojó las monedas de oro dentro de
su cajón y guardó la llave.
Tres días después reapareció Lheureux.
Puedo proponerle un arreglo – dijo -; si en lugar de la
suma convenida usted tomara...
-¡Aquí está! - dijo Ema poniéndole en la mano catarte
napoleones.
El negociante quedó atónito. Para disimular su incomo-
didad se deshizo en excusas y en ofertas de servicios recha-
zados por Ema; durante algunos minutos ella palpó dentro
del bolsillo de su delantal las dos monedas de cien sueldos
que él le diera. Se prometía hacer ahorros para devolver des-
pués..
"¡Bah! –pensó -, no se acordará más.”
Además de la fusta con puño de plata sobredorada Ro-
dolfo recibió un sello con la divisa Amor nel cor, una bufan-
da y por fin una cigarrera igual a la del vizconde recogida por
Carlos en el camino y guardada por Ema. Pero tales regalos
lo humillaban. Rechazó algunos: ella insistió y Rodolfo con-
cluyó por ceder, juzgándola demasiado entrometida y tirana.

249
GUSTAVO FLAUBERT

Además, ella tenía ideas extrañas:


- Piensa en mí cuando den las doce - decía.
Y si él confesaba no haber pensado en ella, abundaban
los reproches, terminados siempre con la frase eterna:
-¿Me quieres?
-¡Claro que te quiero! - respondía Rodolfo.
-¿Mucho?
-¡ Seguro!
-¿Has querido a otras, eh?
-¿Crees que me tomaste virgen? - preguntaba él riendo.
Ema lloraba y él se afanaba por consolarla, echando a
broma sus protestas.
-¡ Pero es que te quiero tanto! - replicaba Ema -, te quie-
ro y no puedo vivir sin ti, ¿sabes? A veces tengo ganas de
verte y las furias del amor me desgarran. Me pregunto:
¿Dónde estará? ¿Hablará con otras mujeres? Ellas le sonríen,
él se acerca... ¡Oh, no!, ¿verdad que ninguna te gusta? Algu-
nas son más lindas que yo, pero ¡yo sé querer mejor! ¡Soy tu
sirvienta y tu concubina! ¡Eres mi rey, mi ídolo!, ¡eres bueno!,
¡eres guapo!, ¡eres inteligente!, ¡eres fuerte!
Tantas veces le oyó decir las mismas cosas que no le
ofrecían ya ninguna originalidad. Ema se parecía a las demás
queridas; y el encanto de la novedad cayó poco a poco como
un ropaje, dejando al desnudo la eterna monotonía de la
pasión con sus formas y palabras siempre iguales. Aquel
hombre rico en experiencias, no distinguía la desemejanza de
los sentimientos bajo la paridad de las expresiones. Puesto
que otros labios libertinos o venales le habían murmurado
frases parecidas, daba escaso crédito al candor de aquéllas;

250
MADAME BOVARY

pensaba que era preciso evitar las palabras exageradas que


ocultan afectos mediocres; como si la plenitud del alma no
desbordase algunas veces las metáforas vacías de sentido,
porque nadie es capaz de dar la medida exacta de sus necesi-
dades, sus concepciones, sus dolores, y porque la palabra
humana es como caldero roto que aporreamos con melodías
aptas para hacer bailar a los .osos, cuando quisiéramos con-
mover a las estrellas.
Pero con la superioridad crítica propia de aquel que en
cualquier tipo de compromiso se mantiene aparte, Rodolfo
advirtió en ese amor otros goces para ser explotadas. Juzgó
incómodo todo pudor. La trató sin reservas. La convirtió en
algo dócil y corrompido. Fue una especie de apego idiota,
lleno de admiración hacia él, de voluptuosidad en ella, una
somnolienta beatitud; y su alma se zambullía en esa embria-
guez, se ahogaba allí dentro, encogida como el duque de
Clarence en su tonel de malvasía.
La señora Bovary cambió de aspecto por efecto de sus
hábitos amorosos. Sus miradas se hicieron más audaces, sus
frases más libres; hasta tuvo la inconveniencia de pasear con
el señor Rodolfo, cigarrillo en boca, como si quisiera desafiar
Al mundo; en fin, los que dudaban ya no dudaron cuando
cierto día la vieron apearse de la Golondrina ceñido el busto
por un chaleco masculino; y la señora Bovary madre, quien
después de una escena espantosa con su marido había bus-
cado refugio en la casa de su hijo, no fue la menos escandali-
zada de las burguesas. Muchas cosas más le disgustaron: en
primer lugar, Carlos no había escuchado sus consejos relati-
vos a la prohibición de novelas; luego el estilo de la casa le

251
GUSTAVO FLAUBERT

incomodaba: se permitió algunas observaciones y hubo


enojos, sobre todo una vez a propósito de Felicitas.
La víspera, al atravesar el corredor, la señora Bovary
madre la había sorprendido en compañía de un hombre, un
hombre de barba morena, de unos cuarenta años, quien al
oír sus pasos huyó a escape de la cocina. Ema se echó a reír;
la buena señora se encolerizó, declarando que a menos que
uno se burlara de las costumbres era preciso vigilar las de los
criados.
-¿A qué mundo pertenece usted? - contestó la nuera con
una mirada tan impertinente que la señora Bovary le pre-
guntó si no estaba defendiendo su propia causa.
-¡ Salga de aquí! - dijo la joven poniéndose de pie de un
salto.
-¡Ema! ;Mamá! - gritaba Carlos para contenerlas.
Pero las dos se dejaban llevar por la indignación. Ema
temblaba y repetía:
-¡Qué modales! ¡Una aldeana!
Carlos corrió hacia su madre, que estaba fuera de quicio
y balbuceaba:
-¡Es una insolente!, ¡ una casquivana!, ¡tal vez algo peor!
Y quería marcharse al instante si la otra no se presenta-
ba y le pedía disculpas. Carlos regresó junto a su mujer y la
instó a ceder; se puso de rodillas; ella acabó por responder:
-¡Está bien! ¡Iré!
En efecto, tendió la mano a su suegra con dignidad de
marquesa, diciéndole:
- Dispénseme, señora.

252
MADAME BOVARY

Luego subió a su cuarto y se arrojó de bruces sobre la


cama, llorando como un niño con la cabeza hundida en la
almohada.
Ella y Rodolfo habían convenido que, en caso de un
acontecimiento extraordinario, ataría a la ventana un peda-
cito de papel blanco para que, si por casualidad él estaba en
Yonville, acudiera al callejón del fondo. Ema puso la señal;
aguardaba hacía ya tres cuartos de hora cuando de pronto
vio a Rodolfo cerca del mercado. Tentada estuvo de abrir la
ventana y llamarlo; pero él había desaparecido. Ella volvió a
caer en la desesperación.
Poco después le pareció oír pasos en la acera. Sin duda
era él; bajó las escaleras, atravesó el patio. Rodolfo esperaba
afuera. Ella se arrojó en sus brazos.
- Ten cuidado - dijo él.
-¡Ah, si supieras! - replicó ella.
Y le como todo, de prisa, sin orden, exagerando los he-
chos, inventando otros, y prodigando los paréntesis con tal
abundancia que él no comprendía ni jota.
-¡Vamos, ángel mío, valor, consuélate, ten paciencia!
-¡Hace cuatro años que tengo paciencia y que sufro! ;Un
amor como el nuestro debía ser confesado a la faz de los
cielos! Me torturan. ¡No aguanto más! ¡Sálvame!
Y se apretaba contra Rodolfo. Sus ojos llenos de lágri-
mas resplandecían como llamas bajo las ondas; su pecho se
agitaba; jamás él. la había amado tanto; hasta el extremo de
perder la cabeza y decirle:
-¿Qué se puede hacer? ¿Qué quieres?

253
GUSTAVO FLAUBERT

-¡Llévame contigo! - exclamó ella -.¡ Ráptame!... ¡Oh, te


lo suplico!
Y se lanzó sobre su boca como si quisiera arrancarle el
inesperado consentimiento exhalado en un beso.
- Pero...- replicó Rodolfo.
-¿Qué?
-¿Y tu hija?
Ella reflexionó algunos minutos y luego respondió:
-¡Tanto - peor, la llevaremos con nosotros!
"¡Qué mujer!", se dijo él mientras la miraba alejarse.
Porque Ema huía a través del jardín. La llamaban.
En los días sucesivos mamá Bovary se asombró mucho
con la metamorfosis operada en su nuera. En efecto, Ema se
mostraba más dócil y hasta tuvo la deferencia de pedirle una
receta para adobar los caracoles.
¿Lo hacía para engañar mejor a ambos? ¿O se proponía
sentir con mayor profundidad la amargura de las cosas que
iba a abandonar por una especie de estoicismo voluptuoso?
Pero Ema no les prestaba atención, todo lo contrario; vivía
perdida en el paladeo anticipado de su próxima felicidad.
Con Rodolfo era el tema eterno de sus charlas. Se apoyaba
en su hombro y murmuraba:
-¡Ah, cuándo estaremos en la diligencia!...¿Lo has pena-
do? ¿Será posible? Me parece que cuando el coche arranque
me sentiré coma si subiéramos en globo, como si partiéra-
mos hacia las nubes. ¿Sabes que cuento los días ?..¿Y tú?
Jamás la señora Bovary estuvo tan hermosa como en-
tonces; tenía esa indefinible belleza resultante de la alegría, el
entusiasmo, el éxito, y que es en realidad armonía entre el

254
MADAME BOVARY

temperamento y las circunstancias. Sus anhelos, sus pesares,


la experiencia del placer y sus ilusiones siempre juveniles,
como el abono, la lluvia, los vientos y el sol a las flores, la
habían desarrollado gradualmente y por fin florecía en la
plenitud de su naturaleza. Sus párpados parecían tallados de
propósito para sus largas miradas amorosas, en las que sus
pupilas se perdían, mientras un fuerte hálito abría las delga-
das ventanas de su nariz y alzaba las comisuras carnosas de
sus labios sombreados a plena luz por una ligera pelusilla
negra. Se hubiera dicho que un artista hábil en corrupciones
había dispuesto sobre la nuca la trenza de sus cabellos: se
enrollaban éstos como al descuido en pesada masa, al azar
del adulterio que los soltaba a diario. Ahora su voz asumía
inflexiones más nobles y también su talle; algo sutil y pene-
trante se desprendía de los pliegues de su vestido y del arco
de su pie. Carlos, como en los primeros tiempos de su ma-
trimonio, la hallaba deliciosa e irresistible.
Cuando regresaba en mitad de la noche no osaba des-
pertarla. El velador de porcelana redondeaba en el cielo raso
una temblorosa claridad y las cortinas corridas de la cuna
formaban una especie de blanca choza arqueándose en la
sombra junto a la cama. Carlos las miraba. Le parecía oír la
respiración ligera de su criatura. Crecería; cada estación trae-
ría un rápido Progreso; la vela ya al regreso de la escuela, por
las tardes, risueña, con su delantal manchado de tinta y el
cesto en el brazo; después habría que ponerla en un pensio-
nado; eso costaría mucho, ¿cómo hacerlo? Carlos reflexio-
naba. Pensaba alquilar una pequeña granja en los
alrededores, y la vigilaría personalmente mientras visitaba a

255
GUSTAVO FLAUBERT

sus enfermos. Economizaría las rentas, las colocaría en la


caja de ahorros; luego compraría acciones, en cualquier par-
te, no tenía importancia; además la clientela aumentaría;
contaba con ello porque quería educar bien a Berta, dotarla
de habilidades, enseñarle a tocar el piano. ¡Ah, que bonita
sería a los quince años, cuando, parecida a su madre, como
ella llevaría en el verano grandes sombreros de paja! De lejos
las tomarían por dos hermanas. Se la imaginaba trabajando
junto a ellos por las noches, a la luz de la lámpara; le borda-
ría pantuflas; se ocuparía del hogar, llenaría la casa con su
gracia y su alegría. Por fin, pensarían en establecerla; le bus-
carían un buen muchacho de sólida posición; él la haría feliz;
esa felicidad duraría siempre.
Ema no dormía; simulaba hacerlo, y mientras Carlos se
adormecía a su lado despertaba a otros sueños.
AL galope de cuatro caballos viajaba desde hacía ocho
días hacia un nuevo país de donde nunca regresarían. Anda-
ban y andaban, abrazados, en silencio. De pronto desde lo
alto de una montaña divisaban alguna espléndida ciudad con
sus cúpulas, sus puentes, sus navíos, bosques de limoneros y
catedrales de mármol blanco cuyos agudos campanarios
sostenían nidos de cigüeñas. Iban al paso debido al empe-
drado y en el suelo yacían ramos de flores ofrecidos por
mujeres vestidas con rojos corseletes. Se oía el tañido de las
campanas, el relincho de las mulas y junto al murmullo de las
guitarras y el rumor de las fuentes, cuyos vapores al cobrar
vuelo refrescaban montones de frutas dispuestas formando
pirámide al pie de pálidas estatuas sonrientes bajo los cho-
rros de agua. Y una noche llegaban a una aldea de pescado-

256
MADAME BOVARY

res donde las redes oscuras se secaban al viento a lo largo del


farallón y de las cabañas. Allí se detendrían para vivir; habita-
rían una casa baja, de techo plano, a la sombra de una palme-
ra, en el fondo de un golfo, al borde del mar. Pasearían en
góndola, se columpiarían en una hamaca; y su existencia
sería fácil y amplia como sus ropas de seda, cálida y estrella-
da como las dulces noches entonces contempladas. Pero en
la inmensidad de ese porvenir conjurado nada particular
surgía; los días, siempre magníficos, eran semejantes entre sí
como olas y se balanceaban en el horizonte infinito, armo-
nioso, azulado y cubierto de sol. De golpe la niña empezaba
a toser en su cuna o Bovary roncaba más fuerte, y Ema sólo
se adormecía al amanecer, cuando el alba blanqueaba los
vidrios y en la plaza el pequeño Justino abría ya los postigos
de la farmacia.
Había llamado al señor Lheureux para decirle:
- Necesito un abrigo, un buen abrigo con cuello amplio
y doble.
-¿Se va de viaje? - preguntó él.
-¡No! pero... ¿Qué importancia tiene? Cuento con usted,
¿verdad?, ¡y pronto!
El accedió.
- También necesitaría una caja - prosiguió Ema - una
caja... no muy pesada..., cómoda.
- Sí, entiendo, de unos noventa y dos centímetros más o
menos por cincuenta, como las hacen ahora.
- Con un saco de noche.
"Decididamente - pensó Lheureux -, en esto hay un ta-
pujo.”

257
GUSTAVO FLAUBERT

- Tome - dijo la señora Bovary sacando el reloj de su


cintura -. Tome esto, cóbrese lo que sea.
El comerciante protestó que estaba equivocada; se co-
nocían, ¿acaso dudaba de ella? ¡Qué niñería! Ema insistió
para que por lo menos aceptara la cadena y ya Lheureux se la
había echado al bolsillo y se marchaba cuando ella lo llamó
otra vez.
- Deje todo en su casa. En cuanto al abrigo - simuló re-
flexionar -, tampoco me lo traiga; deme simplemente la di-
rección del obrero y adviértale que lo tenga a mi disposición.
Debían fugarse el mes siguiente. Ema saldría de Yonvi-
lle como si fuera a hacer algunas diligencias en Ruán. Rodol-
fo habría reservado los asientos, sacado pasaportes y
también. escrito a París para seguir viaje hasta Marsella, don-
de comprarían una calesa y de allí emprenderían sin detener-
se el camino a Génova. Ella cuidaría de enviar su equipaje a
casa de Lheureux para que lo llevaran directamente a la Go-
londrina, de manera que nadie sospechara algo; en todos
estos arreglos nunca habló de su hijita. Rodolfo evitaba el
tema; quizás ella no pensara en eso.
Rodolfo pidió un plazo de dos semanas para terminar
de tomar algunas disposiciones; luego, al cabo de ocho días,
pidió otros quince; después se declaró enfermo y más ade-
lante hizo un viaje; pasó el mes de agosto, y tras tantas de-
moras decidieron fijar irrevocablemente la fecha del lunes 4
de setiembre.
Por fin llegó el sábado, la antevíspera.
Rodolfo fue a verla esa noche más temprano que de
costumbre.

258
MADAME BOVARY

-¿Todo está listo? - preguntó Ema.


- Sí.- Dieron un rodeo a un cantero y fueron a sentarse
cerca de la terraza, sobre el parapeto del muro.
- Estás triste - dijo Ema.
- No, ¿por qué?
Sin embargo, la miraba extrañamente, con ojos tiernos.
- ¿Es porque te vas?- prosiguió ella -,dejas tus afectos, tu
vida? ¡Ah comprendo ...¡pero yo no tengo nada en el mundo!
Tú eres todo para mí. Y yo seré todo para ti, seré tu familia,
tu patria:
te cuidaré, te amaré.
-¡Eres encantadora! - dijo él tomándola en sus brazos.
-¿De veras? - dijo ella con una risita voluptuosa -. ¿Me
amas? ¡ Júramelo!
-¡ Si te quiero!, ¡pero si yo te adoro, amor mío!
AL fondo de la pradera salía la luna al ras del suelo, muy
redonda y de color de púrpura. Trepaba rápidamente entre
las ramas de los álamos, que, de trecho en trecho, la oculta-
ban como negra cortina agujereada. Luego apareció, muy
blanca y muy elegante, en el desnudo cielo iluminado por
ella; y entonces, más despaciosamente, dejó caer sobre el río
una gran mancha que formaba infinidad de estrellas y ese
resplandor de plata parecía retorcerse hasta el fin a la manera
de una serpiente sin cabeza cubierta de luminosas escamas.
Se asemejaba también a un monstruoso candelabro del que
brotaban gotas de diamante en fusión. La dulce noche se
desplegaba en torno de ellos; capas de sombra colmaban el
follaje. Ema, con los ojos entrecerrados, aspiraba hondo el
fresco viento. No se hablaban, demasiado perdidos en la

259
GUSTAVO FLAUBERT

entrega a su ensueño. La ternura de los viejos días volvía a


sus corazones, abundante y callada como el cauce del río,
muelle como el perfume de las celindas, y proyectaba en sus
recuerdos sombras más desmesuradas y melancólicas que las
de los inmóviles sauces prolongadas sobre la hierba. Por
momentos algún animal nocturno- erizo o comadreja -, al
acecho de una presa, movía las hojas o se oía caer del espal-
dar alguna pera madura.
-¡Ah, qué hermosa noche! - dijo Rodolfo.
-¡Tendremos otras! - replicó Ema.
Y como si hablara consigo misma:
- Sí, nos hará bien viajar... ¿Por qué se me entristece el
corazón entonces? ¿Es miedo a lo desconocido?.. ¿el temor
de abandonar mis costumbres?...¿o si no?...No, ¡es el exceso
de felicidad! ¡Qué débil soy!, ¿verdad? ¡Perdóname!
-¡Todavía estamos a tiempo! - exclamó él- Reflexiona, a
lo mejor te arrepientes después.
-¡ jamás! - dijo ella impetuosamente.
Y acercándose a él:
-¿Cuál desgracia puede ocurrirme? No hay desierto, pre-
cipicio u océano que no sea capaz de atravesar contigo. A
medida que vivamos juntos será como un abrazo, ¡cada vez
más apretado, más completo! Nada nos perturbará, no ten-
dremos inquietudes, no habrá obstáculos! Estaremos solos,
solos los dos, para siempre Habla, respóndeme.
Rodolfo respondía a intervalos regulares: "Sí... Sí..." Ella
le acariciaba los cabellos y repetía con voz infantil, a pesar de
los lagrimones que corrían por sus mejillas:
-¡ Rodolfo! ¡ Rodolfo!... ¡Ah, Rodolfo, Rodolfo querido!

260
MADAME BOVARY

Dieron las doce.


-¡Las doce! - dijo ella -. Bueno, ya es mañana. ¡Todavía
un día!
El se incorporó para marcharse, y como si ese ademán
fuera la señal de su fuga, Ema, de pronto, con voz alegue:
-¿Tienes los pasaportes? - preguntó.
- Sí.
-¿No has olvidado nada?
- No.
-¿Estás seguro? ,- Segurísimo.
- Entonces, en el hotel de Provenza, ¿verdad?, ¿,me es-
perarás allí a medianoche?
El asintió.
- Hasta mañana, entonces - dijo Ema con una última ca-
ricia.
Y lo miró alejarse.
El no se volvía. Ella corrió detrás e inclinándose sobre
el agua, entre la maleza:
-¡Hasta mañana! - gritó.
El había cruzado el río y caminaba ligero por la pradera.
AL cabo de algunos minutos Rodolfo se detuvo; cundo
la vio con su vestido blanco desvanecerse poco a poco en la
sombra como un fantasma, se le conmovió el corazón y tuvo
que apoyarse contra un árbol para no caer.
-¡Qué imbécil! - dijo lanzando espantosos juramentos-
Sea como fuere, era una linda querida!
Y al instante revivió con la belleza de Ema todos los
placeres de aquel amor. Primero se enterneció, luego se in-
dignó contra ella.

261
GUSTAVO FLAUBERT

- Porque al fin y al cabo - dijo gesticulando - no puedo


expatriarme, tener a mi cargo una criatura.
Decía estas cosas para estar más seguro.
Sin contar las molestias, los gastos... ¡Ah, no, mil veces
no! ¡Hubiera sido una gran necedad!

262
MADAME BOVARY

XIII

Apenas llegó a su casa, Rodolfo se sentó bruscamente


ante su escritorio, bajo la cabeza del ciervo puesta en la pa-
red como trofeo. Pero cuando asió la pluma no halló pala-
bras, de modo que apoyado en ambos codos se puso a
reflexionar. Fue como si Ema retrocediera hasta un remoto
pasado, como si la resolución que acababa de tomar colocara
entre ambos de pronto, un inmenso intervalo.
Para recobrar algo de ella buscó en el armario de cabe-
cera una vieja caja de bizcochos de Reims donde solía guar-
dar las cartas femeninas; la caja exhaló un olor a polvo
húmedo y a rosas marchitas. Primero vio un pañuelo de bol-
sillo con algunas pálidas gotas. Era un pañuelo usado por
Ema un día que sangrara por la nariz durante un paseo; ya
no lo recordaba. AL lado, chocando con las paredes, la mi-
niatura que ella le diera; su vestido le pareció pretencioso y
su mirada de soslayo, de lamentable efecto; luego, a fuerza
de considerar esa imagen y de evocar el recuerdo del mode-
lo, los rasgos de Ema se confundieron poco a poco en su

263
GUSTAVO FLAUBERT

memoria como si la figura viviente y la pintada, frotándose


una contra la otra, se fueran borrando recíprocamente. Por
fin leyó algunas de sus cartas; estaban llenas de explicaciones
referentes al viaje de ambos, cortas, técnicas y apremiantes,
como mensajes de negocios. Quiso ver las anteriores, las
más largas; para encontrarlas en el fondo de la caja Rodolfo
desacomodó las demás; y automáticamente empezó a revol-
ver ese montón de papeles y cosas encontrando al azar ra-
mos, una liga, un antifaz negro, alfileres y mechones de
cabellos; cabellos negros y rubios!; `algunos se enganchaban
en la cerradura de la caja y se quebraban al abrirla.
De este modo, vagando por sus recuerdos, examinaba la
caligrafía y el estilo de las cartas, tan variado como la orto-
grafía. Eran tiernas o joviales, alegres o melancólicas; unas
pedían amor, otras dinero. A propósito de una palabra re-
memoraba caras, ciertos gestos, el sonido de una voz; a ve-
ces nada recordaba.
En realidad esas mujeres, al acudir simultáneamente a su
recuerdo, se molestaban entre sí y se reducían a un parejo
nivel de .amor que las igualaba. Tomando por puñados las
cartas mezcladas se divirtió durante un momento en hacerlas
caer como cascada de la mano derecha a la izquierda. Por
fin, aburrido, cansado, Rodolfo volvió a dejar la caja en el
armario diciéndose:
"¡Cuánta mentira!”
La frase resumía su opinión; porque los placeres, seme-
jantes a niños que pisotean la hierba en el patio de la escuela,
tanto habían andado en su corazón que ningún verdor crecía

264
MADAME BOVARY

en él, y lo que pasaba por allí, más aturdido que un niño,


tampoco dejaba su nombre grabado en el muro.
"Bueno, empecemos", se dijo.
Escribió:

"¡Valor, Ema! ¡Valor! No quiero ser el causante de la


desdicha de su existencia..:”

"Al fin y al cabo -pensó- actúo en su interés, soy ho-


nesto.”

"¿Ha madurado usted su determinación? ¿Sabe, acaso,


cuál es el abismo .al que yo la arrastraba, mi pobre ángel?
No, ¿verdad? Confiada y loca usted iba hacia él, creyendo en
la felicidad, en el futuro... ¡Qué infortunados somos, qué
insensatos!"...

Rodolfo se detuvo para encontrar una buena excusa.


"¿Si le dijera que he perdido toda mi fortuna?... ¡Ah, no!,
y además eso nada impediría. Volveríamos a las andadas. ¿Se
puede hacer entrar en razón a una mujer así?”
Reflexionó y luego agregó:
“No la olvidaré, créame, y siempre sentiré por .usted
una profunda devoción; ¡pero un día, tarde o temprano, este
ardor (es el destino de las cosas humanas) se apagaría, sin
duda! Sentiríamos cierta lasitud y quién sabe si yo no hubiera
padecido el dolor atroz de presenciar sus remordimientos y
de participar de ellos, puesto que yo los habría causado. La
sola idea de los pesares que usted puede sufrir me tortura.

265
GUSTAVO FLAUBERT

¡Olvídeme, Ema! ¿Por qué la habré conocido? ¿Por qué es


usted tan bella? ¿Es culpa mía? ¡Oh, Dios mío, no! ¡Acuse
solamente a la fatalidad!”

"Esta palabra siempre hace efecto", se dijo.

"¡Ah, si hubiera sido usted una de esas mujeres de cora-


zón frívolo como hay muchas, claro que yo hubiera podido,
por egoísmo, intentar una experiencia sin riesgos entonces
para usted. Pero esa deliciosa exaltación que es a la vez su
encanto y su tormento le ha impedido a usted, mujer adora-
ble, comprender la falsedad de nuestra posición futura.
Tampoco yo lo pensé en un principio y reposé a la sombra
de esa dicha ideal como a la sombra de un manzanillo, sin
prever las consecuencias.”

"Va a suponer que renuncio por avaricia. ¡No importa,


tanto peor! Hay que concluir.”

"El mundo es cruel Ema. A cualquier parte donde hu-


biéramos ido nos habrían perseguido. Usted habría debido
soportar las preguntas indiscretas, la calumnia, el desdén,
quizá el ultraje. ¡Usted ultrajada! ¡Oh... y yo quisiera que se
sentara en un trono! ¡Yo llevo su recuerdo como un talis-
mán! Porque me castigo con el exilio por todo el daño que le
he hecho. Parto. ¿Adónde? ¡No lo sé! Estoy enloquecido.
¡Adiós! ¡Sea siempre buena! Guarde el recuerdo del desdi-
chado que la ha perdido. Enseñe mi nombre a su hijita para
que lo repita en sus oraciones.”

266
MADAME BOVARY

El pabilo de las dos bujías temblaba. Rodolfo se levantó


para cerrar la ventana y volvió a sentarse: "Creo que es todo.
¡Ah, y esto para que no venga a acosarme!”
"Estaré lejos cuando lea estas tristes líneas; porque he
querido huir lo más rápido posible para evitar la tentación de
volver a verla. ¡ Sin flaquezas! Regresaré; y puede ser que al-
guna vez hablemos muy fríamente de nuestros viejos amo-
res. ¡Adiós!”

Había un último adiós separado en dos palabras, ¡A


Dios!, que él consideraba de excelente gusto.
"Y ahora, ¿cómo firmo? - se dijo- ¿Su muy devo-
to?...No. ¿Su amigo? Sí, eso es.”
“SU AMIGO”

Releyó la carta y le pareció buena.


"¡ Pobre mujercita! - pensó enternecido -. Me creerá más
insensible que una roca; harían falta algunas lágrimas, pero
yo no puedo llorar, es mi defecto." Y sirviéndose un vaso de
agua Rodolfo mojó el dedo y dejó caer desde arriba una
gruesa gota que dibujó una pálida mancha sobre la tinta;
luego, buscando algo para lacrar la carta, apareció el sello
Amor nel cor.
"No es muy adecuado para la circunstancia. ¡Bueno, qué
importancia tiene!”
Después fumó tres pipas y se fue a la cama.
Al día siguiente cuando se levantó (alrededor de las dos
de la tarde, porque tardó en dormirse), Rodolfo hizo que

267
GUSTAVO FLAUBERT

cortaran un canastillo de albaricoques. Puso la carta en el


fondo bajo unas hojas de vid y ordenó en seguida a su lacayo
Girard que llevara el cesto a casa de la señora Bovary con
mucha delicadeza. Se valía de ese medio para comunicarse
con ella por escrito, y según la estación le enviaba frutas o
piezas de caza.
-Si te pide noticias mías - dijo -, le responderás que he
salido de viaje. El cestillo se lo entregas en propia mano...
Vete y ten cuidado con lo que haces.
Girard se puso la blusa nueva, anudó su pañuelo en tor-
no de los albaricoques, y al paso largo y torpe de sus gruesas
botas claveteadas tomó muy tranquilo el camino de Yonville.
Cuando llegó a la casa de la señora Bovary, ella estaba
en la cocina, acomodando la ropa blanca con Felicitas, sobre
la mesa.
- Esto se lo envía mi amo - dijo el lacayo.
Ema sintió una cierta aprensión y mientras buscaba una
moneda en su bolsillo examinaba al campesino con mirada
asustada, en tanto que el otro la contemplaba atónito, sin
comprender cómo tal regalo podía conmover así a alguien.
Por fin salió. Felicitas no se movía de su lugar. Ema no re-
sistía más; corrió a la sala llevando consigo los albaricoques,
volcó la cesta, arrancó las hojas, encontró la carta, la abrió y
como si un terrible fuego la persiguiera huyó espantada en
dirección a su cuarto.
Carlos estaba allí; ella lo vio; Carlos le habló, ella no oyó
nada y escapó escaleras arriba, jadeante, extraviada, ebria, sin
soltar la horrible hoja de papel que como una chapa chas-

268
MADAME BOVARY

queaba en sus dedos. En el segundo piso se detuvo ante la


puerta cerrada del desván.
Entonces quiso calmarse; recordó la carta; era preciso
concluir su lectura; no se atrevía a hacerlo. Además, ¿dónde?,
¿cómo? La verían.
"No - pensó - aquí estaré bien.”
Las tejas dejaban caer a plomo un pesado calor que
apretaba sus sienes y la sofocaba; se arrastró hacia la bohar-
dilla cerrada, corrió el cerrojo, y la luz deslumbrante brotó de
golpe. - Enfrente, por encima de los tejados, se extendían los
campos hasta perderse de vista. Abajo, la plaza de la aldea
estaba desierta; centelleaban los guijarros de la acera, las ve-
letas de las casas estaban inmóviles, en la esquina de la calle,
de un piso inferior, partió una especie de ronquido con es-
tridentes modulaciones. Binet hacia andar su torno.
Ema se había apoyado contra las jambas de la bohardilla
y releía la carta con mueca burlona y colérica. A medida que
fijaba en ella su atención, sus ideas se confundían más y más.
Volvía a ver a Rodolfo, lo oía, lo rodeaba con ambos brazos;
y uno tras otro la golpeaban los latidos de su corazón, dentro
del pecho, como topetazos de carnero, acelerando el ritmo
con desiguales intermitencias. Paseaba la mirada en torno
con el deseo de que la tierra se hundiera. ¿Por qué no termi-
nar de una vez? Era libre de hacerlo. Y se asomó para mirar
el empedrado diciéndose:
"¡Vamos, pues!”
Desde abajo subía un rayo luminoso que atraía hacia el
abismo el peso de su cuerpo. Le parecía ver a lo largo de las
paredes cómo se alzaba el suelo de la plaza oscilante y cómo

269
GUSTAVO FLAUBERT

el piso se inclinaba de un lado, a la manera de un barco que


cabecea. Ema se asomaba cada vez más, casi suspendida,
rodeada por un gran espacio. La invadía el azul del cielo, el
aire circulaba por su cabeza vacía bastaba con ceder, con
dejarse llevar; el ronquido del torno no cesaba de llamarla
como una airada voz.
-¡Mujer, mujer! - gritó Carlos.
Ella - se detuvo.
-¿Dónde estás? ¡Ven de una vez!
La idea de haber escapado de la muerte casi la hizo des-
vanecer de terror; Ema cerró los ojos; luego se estremeció al
contacto de una mano sobre su manga: era Felicitas.
- El señor la espera, señora; la sopa está servida.
¡Y tuvo que descender! ¡Tuvo que sentarse a la mesa!
Intentó comer. Los bocados la ahogaban. Desplegó su
servilleta como si examinara los remiendos y quiso entrete-
nerse realmente en la tarea de contar los hilos de la tela. De
golpe le asaltó el recuerdo de la carta. ¿La había perdido?
¿Dónde encontrarla? Pero sentía tal cansancio mental que no
pudo inventar un pretexto para levantarse de la mesa. Ade-
más, se había vuelto cobarde; tenía miedo a Carlos; ¡segura-
mente estaba enterado de todo! En efecto, él pronunció
estas singulares palabras:
- Parece que en mucho tiempo no veremos al señor Ro-
dolfo.
-¿Quién te dijo eso? - preguntó ella estremecida.
-¿Quién me lo dijo? - replicó él un poco sorprendido
por el tono brusco- Pues Girard. Lo encontré hace poco en
la puerta del Café francés. Salió de viaje o va a salir.

270
MADAME BOVARY

Ella dejó escapar un sollozo.


-¿Por qué te sorprendes? Se ausenta así, de vez en cuan-
do, para distraerse, y a decir verdad lo apruebo. Cuando uno
tiene fortuna y es soltero... Además, ;nuestro amigo se di-
vierte lindamente! Es un farsante. Me contó el señor Lan-
glois...
Calló por conveniencia, porque la criada entraba.
Esta colocó otra vez en el cesto los albaricoques despa-
rramados sobre la repisa; Carlos, sin advertir el sonrojo de su
mujer, se los hizo llevar, tomó uno y le hincó el diente.
-¡Oh, qué bueno! – decía -. Toma, prueba.
Y le tendió el cesto, que ella rechazó suavemente.
- Huele, ¡ qué perfume! - dijo él poniéndole repetidas ve-
ces el cestillo bajo las narices.
-¡Me ahogo! - gritó Ema poniéndose de pie de un salto.
Con un esfuerzo de voluntad el espasmo desapareció;
luego:
-¡No es nada! - dijo ella -, ¡no es nada!, ¡es nervioso!
Siéntate y come.
Temía que la interrogaran, que la cuidaran, que no la
dejaran sola.
Carlos, para complacerla, se había sentado otra vez y es-
cupía los carozos de albaricoque en la mano para depositar-
los luego en el plato.
De pronto un tílburi azul pasó al trote largo por la plaza.
Ema lanzó un grito y cayó al suelo de boca, tiesa.
En efecto, tras muchas reflexiones, Rodolfo había deci-
dido marcharse a Ruán. Y como de la Huchette a Buchy no
hay más camino que el de Yonville, debió atravesar la aldea y

271
GUSTAVO FLAUBERT

Ema lo había reconocido a la luz de los faroles que cortaban


el crepúsculo como un relámpago.
El farmacéutico acudió de prisa al oír el tumulto en la
casa. La mesa, con todos sus platos, estaba volcada, y la sal-
sa, la carne, los cuchillos, el salero y la aceitera yacían en el
piso. Carlos pedía socorro a gritos; Berta, asustada, lloraba; y
Felicitas; con manos temblorosas, aflojaba las ropas de la
señora, cuyo cuerpo se sacudía convulso.
- Corro a buscar un poco de vinagre aromático a mi la-
boratorio - dijo el boticario.
Y luego, al ver que ella reabría los ojos después de aspi-
rar el frasco:
- Estaba seguro - dijo -, esta resucita a un muerto.
-¡Háblanos! - decía Carlos -,- háblanos! Reponte! ¡Soy
yo, tu Carlos que te quiere! ¿Me reconoces? Mira, aquí está tu
hijita; ¡ dale un beso!
La niña tendía los brazos a su madre para colgarse de su
cuello. Pero Ema apartó de ella los ojos y dijo con voz en-
trecortada:
-¡No, no!, ¡nadie!...
Y se desmayó otra vez. La llevaron a su cama.
Allí estaba tendida, con la boca abierta, los ojos cerra-
dos, las manos caídas, inmóvil, blanca como una estatua de
cera. Dos arroyos de lágrimas salían de sus ojos y mojaban
lentamente la almohada.
Carlos, de pie, estaba en el fondo de la alcoba y a su la-
do el farmacéutico guardaba ese meditabundo silencio pro-
pio de los casos graves de la vida.

272
MADAME BOVARY

- Tranquilícese - dijo tocándole el codo -, creo que el


paroxismo pasó.
- Sí, ahora descansa un poco - respondió Carlos al verla
dormir -. ¡Pobrecita!, ¡mi pobre mujer!, ¡otra vez enferma!
Homais preguntó entonces cómo había ocurrido el ac-
cidente. Carlos respondió que el ataque le dio de golpe,
mientras comía albaricoques.
Extraordinario... - replicó el farmacéutico- ¡Pudiera ser
que los albaricoques hayan provocado el síncope! ¡Hay natu-
ralezas muy impresionables ante ciertos olores! Sería intere-
sante estudiar su aspecto patológico tanto como el
fisiológico. Los sacerdotes lo saben bien, ellos que siempre
mezclan aromas en sus ceremonias. Lo hacen para atontar el
entendimiento y provocar éxtasis, cosa que se consigue fá-
cilmente en las personas del sexo débil, más delicadas que las
otras. Se cita el caso de algunas que se desmayan con el olor
del cuerno quemado, del pan tierno...
-¡Cuidado, no la despierte! - dijo Bovary en voz baja.
- Y no sólo - continuó el boticario - los humanos son
víctima de esas anomalías, sino también los animales. Usted
no ignora el efecto singularmente afrodisíaco que produce la
Nepeta cataría, vulgarmente llamada ojo de gato, en la espe-
cie felina; y además, para citar un ejemplo al que doy fe de
auténtico, Bridoux (uno de mis ex camaradas, hoy dueño de
un establecimiento en la calle Malpalu) tiene un perro que
sufre convulsiones en cuanto le dan a oler una tabaquera.
Suele hacer la prueba delante de los amigos, en su pabellón
del Bois-Guillaume. ¿Podría suponerse que un simple estor-

273
GUSTAVO FLAUBERT

nutatorio provoque tales desastres en un cuadrúpedo? ¿Ver-


dad que es sumamente curioso?
- Sí - dijo Carlos sin prestarle atención.
- Esto nos demuestra - Prosiguió el otro sonriendo con
aire de benévola suficiencia- las innumerables irregularidades
del sistema nervioso. En lo que respecta a la señora, siempre
me ha parecido, lo confieso, una verdadera sensitiva. Por eso
no le aconsejaría, amigo mío, ninguno de esos pretendidos
remedios que, con el pretexto de curar los síntomas, atacan
el temperamento. ;Nada de medicamentación ociosa! ¡Régi-
men y nada más que régimen! Sedantes, emolientes, cal-
mantes. ¿No se le ha ocurrido pensar también en que
convendría ocupar la imaginación?
-¿Cómo?, ¿cómo? - dijo Bovary.
-¡Ah, ése es el problema! Ese es el verdadero problema.
That is the question!, como leía días pasados en el periódico.
Ema despertó en ese momento dando gritos:
-¿Y la carta?, ¿la carta?
Creyeron que deliraba; lo mismo le ocurrió después de
la medianoche; se le había declarado una fiebre cerebral.
Durante cuarenta y tres días Carlos no se apartó de su
lado. Abandonó a sus enfermos; no se acostaba, le tomaba el
pulso continuamente, le ponía sinapismos, compresas de
agua fría. Enviaba a Justino a Neufchátel en busca de hielo;
en el camino el hielo se derretía; volvía a enviarlo. Llamó en
consulta al señor Canivet; hizo venir de Ruán al doctor Lari-
viére, su antiguo maestro; estaba desesperado. Lo asustaba,
sobre todo, el abatimiento de Ema; porque ella no hablaba,
no oía nada y no parecía sufrir, como si su cuerpo y su alma

274
MADAME BOVARY

conjuntamente se hubieran liberado de las agitaciones pasa-


das.
A mediados de octubre pudo incorporarse en la cama,
recostada contra las almohadas. Carlos lloró cuando la vio
comer su primera tostada con mermelada.. Recobró las fuer-
zas; empezó a levantarse durante unas horas por las tardes, y
un día que se sentía mejor intentó hacerle dar una vuelta por
el jardín, apoyada en su brazo. La arena de los senderos de-
saparecía bajo las hojas muertas; ella caminaba despacio
arrastrando sus pantuflas y apoyada en el hombro de Carlos;
sonriendo sin cesar.
Así fueron vasta el fondo, junto a la terraza. Ella se ir-
guió lentamente, puso la mano delante de los ojos para mi-
rar; miraba a lo lejos, muy lejos; pero en el horizonte sólo se
veían grandes fogatas de pasto humeando en las colinas.
- Querida, vas a fatigarte - dijo Bovary.
Y la empujaba suavemente para que- entrara en la glo-
rieta.
- Siéntate en ese banco; estarás bien ahí.
-¡Oh, no, allí no, allí no! - dijo ella con voz desfallecien-
te.
Tuvo un mareo y esa misma noche su enfermedad rea-
pareció, verdad es que con aspecto más dudoso y caracteres
más complejos. A veces le dolía el corazón, otras el pecho,
otras la cabeza, otras los miembros; tuvo vómitos y Carlos
los interpretó como los primeros síntomas de un cáncer.
¡Y decir que el pobre hombre tenía, además, apuros
económicos!

275
GUSTAVO FLAUBERT

XIV

En primer lugar no sabía cómo recompensar al señor


Homais por todos los medicamentos sacados de su botica; y
aunque como médico podía dejar de pagarlos, lo mismo la
obligación le avergonzaba un poco. Además, los gastos de la
casa, ahora que la cocinera era dueña y señora, resultaban
tremendos; llovían las cuentas en el hogar; los proveedores
murmuraban. Sobre todo el señor Lheureux lo hostigaba. En
efecto, en el momento culminante de la enfermedad de Ema,
aquél, valiéndose de las circunstancias para exagerar su factu-
ra, se apresuró a traer el abrigo, el saco de noche, dos cajas
en vez de una y muchas cosas más. En vano Carlos dijo que
no necesitaba nada; el negociante respondió con arrogancia
que esos artículos le habían sido encargados y que no se
quedaría con ellos; además, sería una contrariedad para la
señora durante su convalecencia, que el señor reflexionara;
en resumen, estaba decidido a hacerle un pleito antes que
ceder sus derechos y llevarse de vuelta su mercancía. Carlos
ordenó luego que la mandaran de vuelta otra vez a su tienda;

276
MADAME BOVARY

Felicitas olvidó hacerlo; él tenía otras preocupaciones y no se


acordó más del asunto. El señor Lheureux volvió a la carga
y, entre amenazas y gemidos, tanto maniobró que Bovary
acabó por firmarle un pagaré a seis meses de plazo. Apenas
hubo firmado el documento se le ocurrió una idea audaz: la
de pedir prestados mil francos al señor Lheureux. Con gesto
confundido preguntó si no podría obtenerlos, agregando que
sería por un año y al interés fijado por Lheureux; éste corrió
a su tienda, trajo los escudos, dictó otro documento en el
que Bovary declaraba su obligación de pagar a su nombre, el
1 de setiembre del próximo año, la suma de mil setenta fran-
cos; lo que con los ciento ochenta ya estipulados sumaban
exactamente mil doscientos cincuenta. De este modo el
préstamo al seis por ciento, más un cuarto de comisión, y las
prendas, que le aportaban por lo menos otro tercio, repre-
sentaban ciento treinta francos de beneficio en doce meses; y
esperaba que el negocio no terminaría allí, que los docu-
mentos quedaran impagos, que fueran renovados y su pobre
dinero, alimentado en la casa del médico como en un sanato-
rio, volvería así algún día a sus manos mucho más rechon-
cho y abundante hasta hacer estallar el saco.
Por otra parte, todo le salla bien. Le habían adjudicado
la provisión de sidra para el hospital de Neufchátel; el señor
Guillaumin le prometió acciones en las turberas de Grumes-
nil y soñaba con establecer un nuevo servicio de diligencias
entre Argueil yRuán, que, sin duda, muy pronto ocasionaría
la ruina de la carrindanga del León de oro, y más rápido, más
barato y con mayor capacidad para el transporte de equipa-
jes, pondría en sus manos todo el comercio de Yonville.

277
GUSTAVO FLAUBERT

Carlos se preguntó muchas veces cómo podría reembol-


sar tanto dinero al año siguiente; buscaba, imaginaba recur-
sos; recurriría a su padre o vendería algo. Pero su padre haría
oídos sordos y él no tenía nada que vender. Ante tantos
obstáculos rápidamente apartaba de su mente un tema de
meditación tan desagradable. Se reprochaba el olvido de
Ema; como si todos sus pensamientos pertenecieran a esa
mujer y le quitara algo al no pensar continuamente en ella.
El invierno fue rudo. La convalecencia de la señora, lar-
ga. Cuando hacía buen tiempo la llevaban en su sillón hasta
la ventana que daba a la plaza, porque ahora le había tomado
antipatía al jardín y la persiana de ese lado permanecía siem-
pre cerrada. Quiso que vendieran el caballo; sus antiguos
amores la disgustaban ahora. Sus ideas, al parecer, se limita-
ban al cuidado de sí misma. No se levantaba para hacer sus
pequeñas colaciones, llamaba a la criada y le preguntaba por
sus tisanas o charlaba con ella. Entretanto desde el techo del
mercado la nieve proyectaba un reflejo blanco e inmóvil
dentro del cuarto; después vinieron las lluvias. Todos los
días Ema aguardaba con cierta ansiedad el infalible retorno
de los acontecimientos menores, aunque nada le interesaban.
El más importante era la llegada de la Golondrina por la
tarde. La posadera gritaba, otras voces le respondían, y la
linterna de Hipólito, mientras buscaba los cofres dentro del
portaequipajes, parecía una estrella en la oscuridad. Carlos
regresaba a mediodía; salía en seguida; luego ella tomaba un
caldo y alrededor de las cinco, a la oración, los chicos al re-
gresar de la escuela arrastrando sus zuecos sobre la acera,

278
MADAME BOVARY

uno tras otro golpeaban las varillas de los postigos con sus
reglas.
A esa hora iba a verla el señor Bournisien. Preguntaba
por su salud, le traía noticias, la exhortaba a la religión en
una breve charla cariñosa que no dejaba de ser grata. La sola
vista de su sotana la reconfortaba.
Cierto día, en el período más crítico de su enfermedad,
creyendo agonizar, pidió la comunión, y a medida que en su
cuarto hacían los preparativos para el sacramento, pusieron
como altar la cómoda repleta de jarabes y Felicitas sembraba
el piso de flores de dalia, Ema sintió una fuerza que se apo-
deraba de ella, librándola de sus dolores, percepciones y sen-
timientos. Su carne aliviada ya no pensaba, otra vida
comenzaba; fue como si su ser ascendiera hacia Dios para
aniquilarse en ese amor, de la misma manera que el incienso
ardiendo se disipa en vapor. Rociaron de agua bendita las
sábanas del lecho; el sacerdote retiró del santo cáliz la blanca
hostia, y desfalleciente de alegría celestial, Ema adelantó los
labios para aceptar el cuerpo del Salvador ofrecido a ella. Las
cortinas de su alcoba se henchían muellemente a su alrede-
dor como nubes y las luces de los dos cirios encendidos so-
bre la cómoda semejaban deslumbrantes glorias. Ema dejó
caer entonces su cabeza, creyó oír en los espacios el canto de
seráficas arpas, y divisó en un cielo azul, sobre un trono de
oro, en medio de los santos portadores de verdes palmas, a
Dios Padre, resplandeciente de majestad, haciendo descen-
der sobre la tierra, con un gesto, ángeles de flamígeras alas
para que la llevaran en sus brazos.

279
GUSTAVO FLAUBERT

Esta espléndida visión se mantuvo en su memoria como


el más hermoso de los sueños; se afanaba luego por recupe-
rar la sensación siempre presente, aunque de manera menos
exclusiva y con suavidad igualmente profunda. Su alma,
combatida por el orgullo, reposaba por fin en la humildad
cristiana; y saboreando el placer de la flaqueza, Ema con-
templaba en sí misma la destrucción de su voluntad, que
permitiría un amplio acceso al dominio de la gracia. Existían,
pues, en lugar de la dicha, felicidades más altas, otro amor
por encima de todos los amores, sin intermitencias ni fin,
¡eternamente acrecentado! Entrevió en medio de las ilusiones
de su esperanza un estado de pureza flotando por encima de
la tierra, confundiéndose con el cielo, y aspiró a él. Quiso ser
una santa. Compró rosarios, llevó amuletos; deseaba tener en
su cuarto, a la cabecera del lecho, un relicario con esmeraldas
engarzadas para besarlo por las noches.
El cura, aunque se maravillaba de tales disposiciones,
pensaba que la religión de Ema, a fuerza de fervor, podía
inclinarse a la herejía y aun a la extravagancia. Pero como su
versación en tales materias era escasa, cuando sobrepasaron
ciertos límites escribió al señor Boulard, librero de Monse-
ñor, para que le enviara algo bueno para una persona del
sexo, muy espiritual. El librero, con la misma indiferencia
con que hubiera expedido quincallería para negros, embaló al
azar todos los libros piadosos que tenía a mano en su co-
mercio. Pequeños manuales con preguntas y respuestas, pan-
fletos de tono arrogante, en el estilo del señor de Maistre,
ciertas novelas de tapas rosadas y estilo dulzón, fabricadas
por seminaristas trovadores o marisabidillas arrepentidas.

280
MADAME BOVARY

Figuraban en el montón: Piénselo bien; El hombre de mun-


do a los pies de María, por el señor de..., con numerosas
condecoraciones; Errores de Voltaire para uso de los jóve-
nes; etcétera.
La señora Bovary carecía de claridad mental suficiente
para dedicarse en serio a una cosa; además, emprendió esas
lecturas con excesiva precipitación. Se irritó contra las pres-
cripciones del culto; le disgustó la arrogancia de los escritos
polémicos por su encarnizamiento en la persecución de
gentes desconocidas; y los cuentos profanos con matiz reli-
gioso le parecieron escritos con tal ignorancia del mundo
que insensiblemente la apartaron de las verdades cuya com-
probación esperaba. No obstante persistió, y cuando el libro
se le caía de las manos se creía presa de la más fina melanco-
lía católica concebida por un alma etérea.
Había hundido el recuerdo de Rodolfo en lo más pro-
fundo de su corazón y allí yacía, más solemne e inmóvil que
una momia real en un subterráneo. De ese gran amor aro-
mado escapaba una exhalación que todo lo atravesaba y per-
fumaba de ternura la inmaculada atmósfera en que vivía.
Cuando se arrodillaba en su gótico reclinatorio dirigía al Se-
ñor las mismas suaves palabras que antaño murmurara a su
amante en las expansiones del adulterio. Lo hacía para pro-
vocar la creencia, pero ningún deleite descendía de los cielos;
y se alzaba con las piernas fatigadas y el vago sentimiento de
una inmensa estafa. Consideraba esa búsqueda un mérito
más; y en el orgullo de su devoción, Ema se comparaba a las
grandes damas de los tiempos pasados cuya gloria soñara
sobre un retrato de La Valliére, aquellas que arrastrando con

281
GUSTAVO FLAUBERT

tanta majestad la engalanada cola de sus largos vestidos se


retiraban a sus soledades para derramar a los pies de Cristo
las lágrimas de un corazón herido por la existencia.
Ema se entregó entonces a excesivas caridades. Cosía
ropas para los pobres; enviaba leña a las parturientas; cierto
día Carlos encontró en la cocina a tres vagabundos sentados
a la mesa, comiendo una buena sopa. Hizo regresar al hogar
a su hijita, a quien su marido pusiera en pensión en casa de la
nodriza. Se empeñó en enseñarle a leer; Berta podía llorar a
gritos, ella no se irritaba ya. Había tomado el partido de la
resignación, la suya era una indulgencia universal. Su len-
guaje a propósito de cualquier tema estaba impregnado de
expresiones ideales. Decía a su criatura:
-¿Se te pasó el cólico, ángel mío?
La señora Bovary madre no hallaba nada digno de re-
proche, aparte, tal vez, de esa manía de tejer camisetas para
los huérfanos en lugar de remendar los repasadores. Pero
harta de querellas domésticas, la buena mujer se complacía
en aquella tranquila casa, donde se quedó hasta después de
Pascuas para evitar los sarcasmos de papá Bovary, quien
ningún Viernes Santo se olvidaba de exigir una morcilla.
Además de la de su suegra, cuyo juicio recto y sus gra-
ves maneras le daban alguna fuerza, Ema tenía a diario otras
compañías. La de las señoras Langlois, Caron, Dubreuil,
Tuvache, y regularmente entre las dos y las cinco de la tarde
la de la excelente señora Homais, quien jamás dio crédito a
los chismes que corrían sobre su vecina. También los niños
Homais venían a verla; Justino los acompañaba. Subía con
ellos al dormitorio y se quedaba junto a la puerta, inmóvil,

282
MADAME BOVARY

silencioso. Algunas veces la señora Bovary, sin advertir su


presencia, se dedicaba a su tocado. Empezaba por quitarse la
peineta, sacudiendo la cabeza con un movimiento brusco;
cuando Justino vio por primera vez esa cabellera entera caer
hasta las pantorrillas desenroscando sus negros anillos, el
pobre chico sintió que penetraba de improviso en algo ex-
traordinario y nuevo cuyo esplendor lo aterraba.
Sin duda, Ema no reparaba en sus silenciosos afanes y
en sus timideces. No sospechaba cómo el amor desaparecido
de su vida palpitaba a su lado bajo aquella camisa de tela
basta, en aquel corazón de adolescente abierto a las emana-
ciones de su belleza. Por otra parte, envolvía ahora todo en
tal indiferencia, sus palabras eran tan afectuosas y sus mira-
das tan altivas, tan distintas sus maneras, que ya no era posi-
ble distinguir entre egoísmo y caridad, entre corrupción y
virtud. Por ejemplo, una tarde se enojó con su criada cuando
ésta le pedía permiso para salir, balbuceando y buscando
pretextos, y le preguntó de golpe:
-¿Lo amas, entonces?
Y sin aguardar la respuesta ele la ruborizada Felicitas
agregó con acento triste:
- Ve, corre, ¡diviértete!
A principios de la primavera hizo trasformar el jardín de
un extremo al otro, a pesar de las observaciones de Bovary;
sin embargo, él estaba contento al verla manifestar por fin
una voluntad. Manifestó muchas más a medida que se resta-
blecía. Primero encontró la manera de despedir a la tía Ro-
llet, la nodriza, quien durante su convalecencia tomara la
costumbre de visitar con demasiada frecuencia la cocina con

283
GUSTAVO FLAUBERT

sus dos críos y su pensionista, de mejor diente que un caní-


bal. Luego se desprendió de la familia Homais, alejó a las
demás visitantes y empezó a frecuentar con menor asiduidad
la iglesia con gran aprobación del boticario, quien le dijo
amistosamente:
- Por fin está usted en sus cabales.
El señor Bournisien venía a diario al terminar el cate-
cismo, como antes. Prefería quedarse afuera tomando aire en
pleno boscaje, como llamaba a la glorieta. Carlos regresaba a
la misma hora. Ambos tenían calor; les servían sidra dulce y
bebían juntos por el completo restablecimiento de la señora.
Binet les hacía compañía, a cierta distancia, al pie del
muro de la terraza, donde pescaba cangrejos. Bovary lo in-
vitaba a tomar un refresco y él se lucía destapando botellas.
- Lo que hace falta - decía paseando hasta el confín del
paisaje una mirada satisfecha- es mantener derecha la botella
sobre la mesa y después de cortar los cordeles empujar po-
quito a poco el corcho, suavemente, como hacen en los res-
taurantes con el agua de Seltz.
Cuando durante su demostración la sidra solía salpicar-
les las caras el eclesiástico con sorda risa repetía la misma
broma:
-¡ Su bondad salta a la vista!
Era un hombre amable, en efecto, y cierto día en que el
farmacéutico aconsejó a Carlos que llevara a la señora al
teatro de Ruán a ver al ilustre tenor Lagardy, para distraerla,
ni siquiera se escandalizó; Homais, asombrado ante su silen-
cio, quiso conocer su opinión, y el sacerdote declaró consi-

284
MADAME BOVARY

derar la música menos peligrosa para las costumbres que la


literatura.
El farmacéutico asumió entonces la defensa de las letras.
Pretendía que el teatro servia para combatir los prejuicios y
enseñaba la virtud bajo la máscara del placer.
-¡Castigat ridendo mores, señor Bournisien! Fíjese usted
en la mayoría de las tragedias de Voltaire; están sembradas
de reflexiones filosóficas que representan para el pueblo una
verdadera escuela de moral y de diplomacia.
- Yo - dijo Binet- vi hace algún tiempo una pieza titula-
da El rapaz de París en que hay un personaje, un viejo gene-
ral, que es un caso. Rechaza a un hijo porque sedujo a una
obrera y al final ésta...
- Bueno - prosiguió Homais -, hay mala literatura como
hay mala farmacopea; pero condenar en su totalidad a la más
hermosa de las bellas artes me parece una barbaridad, una
idea gótica, digna de los abominables tiempos en que se en-
carceló a Galileo.
- Sé muy bien - objetó el cura- que existen obras buenas,
buenos autores; pero el solo hecho de reunir a personas de
diferente sexo en un lugar encantador, ornado de pompas
mundanas, y luego esos disfraces paganos, esas antorchas,
esos cosméticos, esas voces afeminadas, todo acaba por en-
gendrar cierto libertinaje de espíritu y provocar pensamien-
tos deshonestos, tentaciones impuras. Así piensan, por lo
menos, los Padres. Y en fin - dijo adoptando un tono de voz
místico mientras con el pulgar amasaba una pizca de tabaco -
, la Iglesia ha tenido razón al condenar los espectáculos; de-
bemos someternos a sus decretos.

285
GUSTAVO FLAUBERT

-¿Por qué ha de excomulgar a los cómicos? - preguntó el


boticario -. En otros tiempos ellos contribuían abiertamente
a las ceremonias del culto. Sí, en pleno coro se representaban
farsas llamadas misterios, en las cuales las leyes de la decen-
cia solían quedar mal paradas.
El eclesiástico se limitó a lanzar un gemido y el boticario
prosiguió:
- Lo mismo que en la Biblia;... usted sabe..., hay más de
un detalle picante..., cosas verdaderamente... alegres.
Y al ver el gesto irritado del señor Bournisien:
-¡Bueno, usted dirá que no es un libro para poner en
manos de los jóvenes! Y me molestaría que Atalía ..
- Pero - dijo el otro enojado -, ¡son los protestantes los
que lo hacen, nosotros no recomendamos la Biblia!
-¡No importa! - dijo Homais -, me sorprende que en
nuestros días, en un siglo de luces, todavía se obstinen en
prohibir un descanso intelectual inofensivo, moralizador, y
algunas veces hasta higiénico, ¿verdad, doctor?
- Sin duda - dijo el médico como al descuido, porque no
quería ofender a nadie con sus ideas, o porque carecía de
ellas.
La conversación parecía agotada cuando el farmacéutico
juzgó oportuno arrimarle un nuevo haz de leña.
-¡ Si habré conocido sacerdotes que se vestían de civil
para ir a ver cómo se meneaban las bailarinas!
- Vamos, hombre - dijo el cura.
-¡ Si los habré conocido!
Y recalcando las sílabas de su frase, Homais repitió:
- Si-los-ha-bré-co-no-ci-do.

286
MADAME BOVARY

- Bueno, cometían un error - dijo Bournisien resignado


a oír cualquier cosa.
-¡Caray, cometen muchos más! - exclamó el boticario.
-¡ Señor mío! - replicó el eclesiástico con mirada tan fu-
riosa que intimidó al farmacéutico.
- Sólo quise decir - replicó con acento menos rudo - que
la tolerancia es el medio más seguro para atraer las almas a la
religión.
-¡Eso es verdad! - concedió el bueno del cura dejándose
caer en su silla otra vez.
Pero al cabo de unos diez minutos se levantó de su
asiento, y apenas hubo partido, el señor Homais dijo al mé-
dico:
-¡Esto se llama una agarrada! ¡Ya ve usted cómo le hice
morder el polvo! En fin, créame, lleve a la señora al teatro,
aunque sólo sea para dar rabia, por una vez en su vida, a uno
de esos cuervos, ¡caramba! Si alguien pudiera reemplazarme
lo acompañaría en persona. ¡bese prisa! Lagardy dará una
sola función; lo han contratado en Inglaterra con unos ho-
norarios altísimos. ¡Dicen que es un hombre de agallas! ¡ Se
baña en oro! Viaja con sus tres queridas y su cocinero. Estos
grandes artistas no se andan con chiquitas, necesitan una
existencia desenfrenada para excitarse un poco la imagina-
ción. Pero mueren en el hospital porque cuando son jóvenes
no tienen el espíritu del ahorro. Bueno, buen apetito, hasta
mañana.
La idea del teatro germinó rápidamente en la mente de
Bovary, quien en seguida la comunicó a su mujer; ella la
rehusó primero alegando cansancio, la molestia, el gasto.

287
GUSTAVO FLAUBERT

Pero, cosa extraordinaria, Carlos no cedió porque pensaba


que la diversión le sería muy provechosa. No veía impedi-
mento alguno; su madre les había enviado trescientos fran-
cos con los que no contaba para nada en especial; las deudas
corrientes no eran tan enormes y el vencimiento de los paga-
rés del señor Lheureux estaba tan lejano que no valía la pena
pensar en ello. Creyendo que Ema se negaba por delicadeza,
Carlos insistió más y más y ella acabó por decidirse ante su
obsesión. AL día siguiente alas ocho tomaron la Golondrina.
El boticario, a quien nada retenía en Yonville pero que
se consideraba obligado a no moverse de allí, suspiró al ver-
los partir.
-¡Bueno, buen viaje! - les dijo -. ¡Felices mortales!
Luego, se dirigió a Ema, que lucía un vestido de seda
azul con cuatro volantes:
-¡Está bonita como un amor! Hará capote en Ruán.
La diligencia paraba frente al hotel de la Cruz rola, en la
plaza Beauvoisine. Era una de esas posadas frecuentes en los
arrabales provincianos, con grandes caballerizas y pequeños
cuartos desde donde se ve a las gallinas picotear la avena en
mitad del patio, bajo los carruajes llenos de fango de los via-
jantes de comercio; viejas y cómodas moradas con su balcón
de madera apolillada que en las noches de invierno crujen
bajo el viento, siempre llenas de gente, de ruido, de comida,
cuyas mesas oscuras están untadas de "glorias", sus espesos
vidrios sucios de moscas, sus húmedas servilletas manchadas
por el tintillo; y que, con un permanente olor a aldea, como
criados de granja vestidos con ropas ciudadanas, tienen su
café sobre la calle y su huerto Al fondo, sobre la campiña.

288
MADAME BOVARY

Carlos, al instante, se puso en acción. Confundió el prosce-


nio con las galerías, la platea con los palcos, pidió explica-
ciones, no las entendió, fue enviado de la boletería al
director, regresó a la posada, retornó a la oficina, y así, repe-
tidas veces recorrió la ciudad de cabo a rabo, del teatro al
bulevar.
La señora se compró un sombrero, un par de guantes,
un ramillete. El señor temía llegar tarde, y, sin tiempo de
tragar el caldo, llegaron ante el portal del teatro, todavía ce-
rrado

289
GUSTAVO FLAUBERT

XV

La multitud estaba estacionada contra el muro, ubicada


simétricamente entre balaustradas. En las esquinas próximas
gigantescos carteles repetían en letras barrocas: "Lucía de
Lammermoor... Lagardy.... Opera, etcétera." Hacía buen
tiempo; el calor apretaba, el sudor chorreaba de los rizos, los
pañuelos salían a relucir para enjugar las enrojecidas frentes;
por momentos un viento tibio soplando desde la ribera agi-
taba suavemente los bordes de los toldos de dril sobre las
puertas de los cafetines. Algo más abajo las gentes se refres-
caban con una corriente de aire glacial que olía a hollín, cue-
ro y aceite. La exhalaba la calle de las Charrettes, llena de
grandes tiendas oscuras en cuyo interior rodaban las barricas.
Por temor al ridículo, Ema quiso, antes de entrar, dar un
paseo por el puerto, y Bovary, prudentemente, se quedó con
las entradas en la mano, metida ésta en el bolsillo del panta-
lón y apretada contra el vientre.
Ya en el vestíbulo, el corazón de Ema empezó a palpi-
tar. Sonrió con involuntaria vanidad al ver a la multitud

290
MADAME BOVARY

apretujándose en el corredor de la derecha, en tanto que ella


subía la escalera de los palcos balcón. Sintió un infantil pla-
cer cuando su mano abrió las amplias puertas tapizadas; a
pleno pulmón aspiró el aire polvoriento de los pasillos y
cuando se sentó en su palco irguió el talle con desenvoltura
de duquesa.
La sala empezaba a colmarse, la gente sacaba los geme-
los de los estuches y los abonados cambiaban saludos desde
lejos. Buscaban en las bellas artes un descanso a las inquietu-
des de la venta; pero sin olvidarse de los negocios, hablaban
de algodones, trois six y añil. Había viejas cabezas, inexpre-
sivas y apacibles, de cabellos y tez blancuzcos, semejantes a
medallas de plata apocadas por un baño de plomo. Los pisa-
verdes se pavoneaban en la platea, luciendo sus corbatas
rosadas o verde manzana en la abertura del chaleco; y la se-
ñora Bovary los admiraba desde lo alto, con las palmas ti-
rantes de sus guantes amarillos apoyadas en los flexibles
bastones de empuñadura de oro.
Entre tanto, se encendieron las bujías de la orquesta,
descendió del cielo raso la araña desparramando por la sala
junto con la luz de sus facetas una repentina alegría; luego
aparecieron los músicos, de uno en uno, y hubo una bata-
hola de roncos contrabajos, crujientes violines, clamorosos
pistones, chillonas flautas y flautines. Después sonaron tres
golpes en el escenario; comenzó el movimiento de los tim-
bales, los instrumentos de cobre lanzaron algunos acordes, y
el telón, al levantarse, descubrió un paisaje.
Era un abra en un bosque, con una fuente a la izquierda
bajo la sombra de una encina. Campesinos y señores, con el

291
GUSTAVO FLAUBERT

plaid al hombro, cantaban a coro una canción de caza; luego


apareció un capitán invocando al ángel malo con sus dos
brazos alzados al cielo; surgió otro; se marcharon juntos y
los cazadores reanudaron el canto.
Ema se reencontraba en las lecturas juveniles, en pleno
Walter Scott. Creía oír a través de la bruma el eco de las cor-
namusas escocesas entre los brezos. Por lo demás, el recuer-
do de la novela facilitaba la comprensión del libreto y seguía
la intriga frase por frase, mientras; inasibles pensamientos
acudían y se dispersaban bajo las ráfagas musicales. Se dejaba
acunar por las melodías y sentía que todo su ser vibraba co-
mo si los arcos de los violines pulsaran sus nervios. No tenía
ojos para contemplar los trajes, los decorados, los persona-
jes, los árboles pintados que se estremecían al paso de los
actores, las tocas de terciopelo, las capas, las espadas, toda
esa imaginería agitada en la armonía como en la atmósfera de
otro mundo. Luego una joven se adelantó y arrojó una bolsa
a un verde escudero. Quedó sola y entonces se oyó a una
flauta imitar el murmullo de una fuente o un piar de pájaros.
Lucía inició con gravedad su aria en sin mayor; un lamento
de amor, un reclamo de alas. Ema hubiera querido, como
ella, huir de la vida en el rapto de un abrazo. De pronto apa-
reció Edgardo Lagardy.
Tenía una de esas espléndidas palideces que dan a las
ardientes razas del Mediodía algo de la majestad de los már-
moles. Su vigoroso talle estaba ceñido por un justillo de co-
lor castaño; un puñalito cincelado golpeaba su muslo
izquierdo y lanzaba unas lánguidas miradas al mismo tiempo
que lucía sus blancos dientes. Decían que una princesa pola-

292
MADAME BOVARY

ca al escuchar su canto una noche en la playa de Biarritz,


donde carenaban chalupas, se enamoró de él. Se habla arrui-
nado por su culpa. El la plantó por otras mujeres y esa cele-
bridad sentimental servía siempre a su reputación artística. El
diplomático histrión cuidaba muy bien de deslizar en los
anuncios alguna frase poética sobre la fascinación de su per-
sona y la sensibilidad de su alma. Una buena voz, un aplomo
imperturbable, más temperamento que inteligencia, más én-
fasis que lirismo, tales eran los atributos que realzaban esa
admirable naturaleza de charlatán con ribetes de peluquero y
de toreador.
Entusiasmó desde la primera escena. Tomaba a Lucía en
sus brazos, la soltaba, volvía a ella, parecía desesperado; tenía
arrebatos de cólera, luego quejidos elegíacos infinitamente
dulces y de su garganta desnuda escapaban las notas, llenas
de sollozos y de besos. Ema se asomaba para verlo, arañan-
do con sus uñas el terciopelo de su palco. Le llenaban el
corazón aquellos melodiosos lamentos prolongados por el
acompañamiento de los contrabajos como gritos dé náufra-
gos en el fragor de una tempestad. Reconocía las embriague-
ces y las angustias que por poco causaran su muerte. La voz
de la cantante era para ella el resonar de su conciencia y el
hechizo de aquella ilusión formaba parte de su vida misma.
Pero nadie en la tierra la había querido con amor semejante.
Rodolfo no lloraba como Edgardo cuando al claro de luna se
decían la última noche: "¡Hasta mañana..., hasta mañana...!"
La sala estallaba en aplausos; repitieron el final de la fuga; los
enamorados hablaban de flores en sus tumbas, de juramen-
tos, de exilio, fatalidad, esperanzas, y cuando lanzaron el

293
GUSTAVO FLAUBERT

adiós final, Ema emitió un agudo grito que se confundió con


la vibración de los últimos acordes.
-¿Por qué la persigue ese señor? - preguntó Bovary.
- Pero no - respondió Ema -, es su amante.
- Sin embargo, jura vengarse de su familia, en tanto que
el otro, ese que apareció antes, decía: "Amo a Lucía y creo
que ella me ama." Y se marchó del bracete de su padre. Por-
que ese bajito feo, con la pluma de gallo en el sombrero, es
el padre de ella, ¿no?
A pesar de las explicaciones de Ema, a partir del dúo re-
citativo en el que Gilberto expone a su amo Ashton sus
abominables maniobras, Carlos, al ver el famoso anillo de
bodas que ha de engañar a Lucía, creyó que se trataba de un
recuerdo de amor enviado por Edgardo. Por otra parte, con-
fesaba que no entendía gran cosa de la historia por culpa de
la música, que perjudicaba mucho la letra.
-¿Qué importa? - dijo Ema -. ¡Cállate!
- Pero, ¿sabes? - replicó él inclinándose sobre el hombro
de ella -, me gusta enterarme.
-¡Cállate de una vez! - exclamó ella, impaciente.
Lucía se adelantaba, sostenida por sus damas, con una
corona de azahares en los cabellos y más pálida que el raso
de su vestido. Ema soñaba con el día de su casamiento y se
veía de nuevo entre los trigales, en el pequeño sendero que
conducía a la iglesia. ¿Por qué, como Lucía, no había supli-
cado, resistido? Estaba alegre, por lo contrario, sin adivinar
el abismo al cual se precipitaba... ¡Ah, sí en plena frescura de
su belleza, antes de las manchas del matrimonio y de la de-
silusión del adulterio hubiera podido entregar su vida a un

294
MADAME BOVARY

corazón firme, entonces la virtud, el cariño, las voluptuosi-


dades y el deber se habrían confundido y jamás hubiera per-
dido felicidad tan alta! Pero sin duda esa dicha era una
mentira imaginada para desesperación de todo deseo. Cono-
cía al presente la pequeñez de las pasiones exageradas por el
arte. Afanándose por apartar de ellas su pensamiento, Ema
se empeñaba en ver en aquella reproducción de sus dolores
una fantasía plástica buena para engañar la vista, y hasta son-
reía interiormente con desdeñosa piedad, cuando apareció en
la puerta de la sala, bajo el coronado de terciopelo, una figu-
ra de hombre envuelta en una capa negra.
Con un ademán se quitó el sombrero de alas anchas; en
ese momento los instrumentos y las cantantes atacaron el
sexteto. Edgardo, resplandeciente de rabia, dominaba todas
las voces con la suya; más clara; Ashton le lanzaba provoca-
ciones homicidas en notas graves; Lucía emitía su aguda
queja; Arturo modulaba aparte sonidos medianos, y el bajo
ministro roncaba como un órgano mientras las voces feme-
ninas repetían sus palabras en delicioso coro. Gesticulaban
todos en la misma línea; y sus bocas entreabiertas exhalaban
al unísono la cólera, la venganza, los celos, el terror, la mise-
ricordia y el asombro. El ultrajado enamorado blandía su
espada desnuda; su cuello de encaje se alzaba de golpe, si-
guiendo los movimientos de su pecho, e iba de derecha a
izquierda dando grandes pasos, haciendo sonar contra las
tablas las sobredoradas espuelas de sus flexibles botas ensan-
chadas en los tobillos. Ema consideraba su amor inagotable,
puesto que volcaba sobre la multitud tan amplios efluvios.
Sus veleidades de burla se desvanecían ante la invasora poe-

295
GUSTAVO FLAUBERT

sía del papel, e impulsada hacia el hombre por la ilusión del


personaje, intentó figurarse su vida, esa vida bullanguera,
extraordinaria, espléndida, que también habría sido la suya si
el azar lo hubiese querido. ¡ Podrían haberse conocido y
amado! Habría viajado de capital en capital, con él, por todos
los reinos de Europa, compartiendo sus fatigas y su orgullo,
recogiendo las flores que le arrojaban, bordando sus trajes
con su propia mano; luego, por las noches, oculta en un pal-
co tras la verja de dorado enrejado, habría recibido encanta-
da las expansiones de esa alma que sólo cantaría para ella; él
la miraría desde el escenario, sin dejar de representar. Una
locura se apoderó de Ema; ¡naturalmente que la miraba! Sin-
tió el deseo de correr a sus brazos para refugiarse en su fuer-
za como en la propia encarnación del amor y decirle a gritos:
"-¡Llévame! ¡Llévame, partamos! ¡Tuyos son mis ardores
y mis ensueños!”
Cayó el telón.
El olor del gas se mezclaba a las respiraciones; el aire de
los abanicos volvía más irrespirable la atmósfera. Ema quiso
salir; la multitud colmaba los pasillos y volvió a su asiento,
palpitante y sofocada. Carlos, temiendo un desvanecimiento,
corrió a la cantina para buscarle un vaso de horchata.
Con grandes dificultades regresó al palco; recibía conti-
nuos codazos al tratar de cuidar el vaso, y con todo volcó las
tres cuartas partes de su contenido sobre las espaldas de una
ruanesa de mangas cortas, quien al sentir el frío del líquido
en la cintura lanzó unos chillidos de pavo real, como si la
asesinaran. Su marido, un director de una fábrica de hilados,
se enfureció con el torpe; y mientras ella enjugaba con su

296
MADAME BOVARY

pañuelo las manchas de su hermoso vestido de tafetas color


cereza, él refunfuñaba frases que hablaban de indemniza-
ción, gastos, reembolso. Por fin Carlos llegó junto a su mujer
y le dijo, casi sin aliento:
- Creí que no pasaba..., ¡hay tanta gente!, ¡un gentío!
Agregó:
-¿A que no adivinas con quién me encontré arriba? ¡Con
el señor León!
-¿León?
-¡El mismo! Va a venir a presentarte sus saludos Y aca-
baba de decir estas palabras cuando entró en el palco cl ex
pasante de Yonville.
Tendió ,>u mano con desenfado de gentilhombre; y la
señora Bovary, automáticamente, estiró la suya, obedeciendo
sin duda a la atracción de una voluntad más fuerte. No la
había estrechado desde aquella tarde de primavera, cuando
llovía sobre las hojas verdes y ellos se dijeron adiós al pie de
la ventana. Pero recordando en seguida las conveniencias,
alejó con esfuerzo el sopor de sus recuerdos y empezó a
balbucear rápidas frases.
-¡Buenas noches! . . . ¡Qué sorpresa verlo!
-¡ Silencio! - gritó una voz desde la platea, porque empe-
zaba el tercer acto.
-¡Vive en Ruán ahora?
- Sí.
-¿Desde cuándo?
-¡Que los saquen! ¡Que los saquen!
Se dirigían a ellos. Ambos callaron.

297
GUSTAVO FLAUBERT

Ema no escuchó más; el coro de los invitados, la escena


de Ashton y su criado, gran dúo en re mayor, todo sucedió
lejos de ella, como si los instrumentos hubieran perdido so-
noridad y los personajes se distanciaran; recordaba las parti-
das de naipes en casa del farmacéutico y el paseo a casa de la
nodriza, las lecturas bajo la glorieta, las conversaciones a
solas junto al fuego, todo ese pobre amor tan apacible, largo
y discreto, tan tierno y que ella olvidara, sin embargo. ¿Por
qué regresaba León? ¿Cuál aventurado azar lo traía otra vez a
su vida? Estaba de pie detrás de ella, recostado contra el
tabique y de vez en cuando Ema se estremecía bajo el soplo
tibio de su respiración cuando rozaba sus cabellos.
-¿Esto la divierte? - dijo inclinándose tanto que la punta
del bigote tocó su mejilla.
Ema respondió, negligente.
-¡Oh, Dios mío, no!, no demasiado.
León propuso entonces dejar el teatro para tomar hela-
dos un algún sitio.
-¡Oh, no todavía, quedémonos! - dijo Bovary -. Ella se
ha soltado los cabellos. Esto promete ser trágico.
Pero la escena de la locura no interesaba a Ema y la in-
terpretación de la cantante le pareció exagerada.
- Grita demasiado - dijo dirigiéndose al atento Carlos.
- Sí, puede ser... un poco - replicó él, indeciso entre la
franqueza de su placer y el respeto que le merecían las opi-
niones de su mujer.
Luego, León dijo con un suspiro:
- Qué calor hace...
-¡Insoportable, de veras!

298
MADAME BOVARY

-¿Estás incómoda? - preguntó Bovary.


- Sí, me ahogo, vamos.
El señor León cubrió delicadamente los hombros de
Ema con su largo chal de puntillas y los tres fueron al puer-
to, donde se sentaron al aire libre, ante la vidriera de un café.
Primero se habló de la enfermedad de ella, aunque Ema inte-
rrumpiera a Carlos repetidas veces, temerosa, decía, de que
aburriera al señor León; y éste contó que había venido a
Ruán para pasar dos años en un importante estudio e iniciar-
se en los negocios, distintos en Normandía de los de París.
Luego preguntó por Berta, la familia Homais, la tía Lefran-
cois; y como en presencia del marido no podían decirse más
la conversación decayó.
Algunas personas al salir del teatro cruzaban la acera, ta-
rareando o cantando a pleno pulmón: O bel angelo, mía
Lucia! León, para dárselas de entendido, habló entonces de
música. Había visto a Tamburini, Rubini, Persiani Grisi; al
lado de ellos, Lagardy, pese a su renombre, no valía nada.
- Pero sin embargo - interrumpió Carlos mientras mor-
día a bocaditos su sorbete al ron- dicen que en el último acto
está verdaderamente admirable; lamento haberme marchado
antes del final, porque empezaba a divertirme.
- En todo caso - replicó el pasante -, pronto dará otra
función.
Carlos respondió que ellos se irían al día siguiente.
-A menos, gatita - dijo volviéndose hacia su mujer -, que
quieras quedarte sola.
Variando el procedimiento, ante la inesperada oportuni-
dad ofrecida a sus esperanzas, el joven inició el elogio de

299
GUSTAVO FLAUBERT

Lagardy en el trozo final. ¡Era algo soberbio, sublime! En-


tonces Carlos insistió:
- Regresas el domingo. Vamos, ¡decídete! Cometes un
error si crees que esto puede hacerte el menor mal.
A su alrededor las mesas se vaciaban; un camarero se
apostó detrás de ellos, discretamente. Carlos, comprendien-
do, sacó su cartera; el pasante detuvo su brazo y no olvidó
dejar dos monedas de plata como propina, haciéndolas sonar
sobre el mármol de la mesa.
Me disgusta - murmuró Bovary -, de veras me disgusta
que usted gaste tanto dinero...
El otro hizo un gesto desdeñoso, lleno de cordialidad, y
tomando su sombrero:
-¿Convenido, entonces? ¿Mañana a las seis?
Carlos protestó otra vez; él no podía estar tanto tiempo
ausente, pero nada impedía que Ema...
- Bueno, no sé - balbuceaba ella con extraña sonrisa.
-¡Está bien, lo pensarás! La noche es buena consejera.
Y a León, que los acompañaba:
- Ahora que está en nuestra tierra, espero que vendrá de
vez en cuando a cenar con nosotros.
El pasante afirmó que no dejaría de hacerlo, porque
además debía ir a Yonville por un asunto del estudio. Y se
separaron delante del pasaje de Saint-Her-bland, cuando el
reloj de la catedral daba las once y media.

300
MADAME BOVARY

TERCERA PARTE

Mientras hacía sus estudios de derecho, el señor León se


convirtió en parroquiano de la Chaumiére, donde obtuvo
buenos éxitos con las pirujas, que lo encontraban distingui-
do. Era el mas discreto de los estudiantes; usaba los cabellos
ni largos ni cortos, no tiraba el 1° del mes el dinero del tri-
mestre y mantenía buenas relaciones con sus profesores.
Siempre se abstuvo de cometer excesos, tanto por pusilani-
midad como por delicadeza.
A menudo, cuando pasaba el tiempo leyendo en su
cuarto o sentado por las tardes bajo los tilos del Luxembur-
go, el Código se le caía de las manos y el recuerdo de Ema
volvía a él. Poco a poco aquel sentimiento fue debilitándose
y nuevas codicias lo cubrieron, aunque persistiera bajo su
acumulación; León no había perdido toda esperanza, y una
promesa indefinida se balanceaba en su futuro, como fruto
de oro suspendido de fantástico follaje.

301
GUSTAVO FLAUBERT

Cuando la vio después de tres años de ausencia, la pa-


sión despertó. Pensó en la necesidad de resolverse a poseerla
por fin. En primer lugar, el contacto con alocadas compañías
había gastado su timidez y regresaba a la provincia animado
de desprecio hacia todos aquellos que no pisaban el asfalto
del bulevar con sus pies charolados. Tal vez el pobre pasante
hubiera temblado como un niño ante una parisiense cubierta
de encajes en el salón de un ilustre doctor, personaje con
condecoraciones y carruaje; pero en Ruán, en el puerto, ante
la mujer de ese humilde médico, se sentía cómodo, seguro de
deslumbrarla. El aplomo depende del medio; nadie habla en
el entresuelo como en el cuarto piso, y la mujer rica parece
estar rodeada de la protección de sus billetes de banco como
por una coraza que recubre interiormente su corsé.
La víspera, al despedirse del matrimonio Bovary, León
los siguió con la mirada mientras se alejaban por la calle; los
vio así detenerse ante la puerta de la Cruz roja, y dando me-
dia vuelta pasó la noche meditando un plan.
Al día siguiente, a las cinco de la tarde, entraba en la co-
cina de la posada con un nudo en la garganta, pálido y presa
de esa resolución de los cobardes que nada detiene.
- El señor no está - dijo uno de los criados.
Le pareció un buen augurio. Subió.
Ella no se turbó al verlo; por el contrario, le presentó
sus excusas por no haberle dicho dónde se alojaban.
- Oh, lo adiviné - replicó León.
-¿Cómo?
Pretendió que el azar lo había guiado hasta ella, por ins-
tinto. Ella sonrió, y para reparar su tontería, León agregó en

302
MADAME BOVARY

seguida que había pasado la mañana buscándola sucesiva-


mente en todos los hoteles de la ciudad.
-¿Ha decidido quedarse, entonces? - concluyó.
- Sí - dijo Ema - y he cometido un error. No hay que
acostumbrarse a los placeres impracticables cuando uno tie-
ne mil exigencias a su alrededor.
- Oh, me lo figuro...
- No se lo figura, usted no es mujer...
Pero también los hombres tenían sus pesares, y la con-
versación quedó entablada con algunas reflexiones filosófi-
cas. Ema habló largamente de la miseria de los afectos
terrenales y del eterno aislamiento en que yace el corazón.
Para darse tono o por imitar cándidamente aquella me-
lancolía que provocaba la suya el muchacho declaró haberse
aburrido terriblemente durante la época de sus estudios. Lo
irritaba la práctica forense, otras vocaciones lo atraían y su
madre lo atormentaba sin cesar en cada una de sus cartas. A
medida que hablaban precisaban más y más los motivos de
sus penas exaltándose un tanto con la progresiva confiden-
cia. Algunas veces se detenían ante la exposición completa
de la idea y buscaban una frase para traducirla mejor. Ema
no confesó su pasión por otro hombre; León no dijo que la
había olvidado.
Quizá ya no recordaba sus cenas después del baile con
mujeres alegres; y quizá ella no recordaba tampoco sus citas
de antaño, cuando por las mañanas corría a través de los
campos hacia el castillo de su amante. Los ruidos de la ciu-
dad apenas llegaban hasta ellos y el cuarto parecía pequeño,
apropiado para encerrar mejor las mutuas soledades. Ema,

303
GUSTAVO FLAUBERT

vestida con un peinador de bombasí, apoyaba su peinado


contra el respaldo del viejo sillón; el papel amarillo de la pa-
red formaba un fondo dorado detrás de ella; y su cabeza
descubierta se repetía en el espejo con su raya blanca al me-
dio y los lóbulos de las orejas asomando bajo las crenchas.
- Perdóneme – dijo -, lo aburro con mis eternos lamen-
tos.
-¡Eso no! ¡Jamás!
-¡ Si usted supiera - prosiguió alzando al cielo raso sus
hermosos ojos de los que escapaba una lágrima - todo lo que
he soñado!
-¡Y yo también! ¡Oh, he sufrido tanto! Algunas veces sa-
lía, iba al azar, me paseaba por los muelles, aturdiéndome un
poco con el ruido de la multitud sin poder alejar la incesante
obsesión. En el bulevar, en una tienda de estampas, hay un
grabado italiano que representa una Musa. Está envuelta en
una túnica y mira la luna, con su cabellera suelta adornada de
nomeolvides. Algo me impulsaba hasta allí siempre y allí he
pasado largas horas.
Luego, con voz temblorosa:
- Se le parecía un poco.
La señora Bovary volvió la cabeza para esconderle la
irresistible sonrisa que afloraba a sus labios.
-A menudo - prosiguió él- le escribía cartas que rompía
después.
Ema callaba, él agregó:
- Imaginaba a veces un azar que la traería. Creí recono-
cerla por la calle y he corrido detrás de los coches de punto

304
MADAME BOVARY

en cuyas portezuelas flotaba un chal, un velo parecido al


suyo...
Ella parecía decidida a dejarlo hablar sin interrumpirlo.
Con los brazos cruzados y la cabeza gacha contemplaba las
rosetas de sus pantuflas y los dedos de sus pies se movían
alternativamente dentro del raso.
De pronto suspiró:
- Lo más lamentable, ¿verdad?, es esto de llevar una
existencia inútil como la mía. ¡ Si nuestros dolores sirvieran a
alguien nos consolaría la idea del sacrificio!
León alabó la virtud, el deber y las calladas inmolacio-
nes, declarando tener una increíble e insaciada necesidad de
devoción.
-¡Me encantaría ser una monja de hospital! - dijo Ema.
-¡Ay! - replicó León -. Los hombres no tenemos esas
santas misiones y por ningún lado veo un oficio que..., a
menos, quizá, el de médico...
Con un ligero encogimiento de hombros Ema lo inte-
rrumpió para hablarle de su enfermedad, que casi la mata;
¡qué pena!, no sufriría ya. León al instante envidió la paz de
la tumba; si hasta había escrito su testamento una noche
recomendando que lo enterraran envuelto en el hermoso
cubrepiés con bandas de terciopelo, regalo de ella; porque así
hubieran querido ser ambos, fabricándose un ideal al cual
ajustaban ahora sus vidas pasadas. Además, la palabra es un
laminador que prolonga los sentimientos.
Pero al oír el hallazgo del cubrepiés:
-¿Por qué? - preguntó ella.
-¿Por qué?

305
GUSTAVO FLAUBERT

León vacilaba.
-¡ Porque la he querido mucho!
Y felicitándose de haber vencido la dificultad, León es-
pió de soslayo la fisonomía de Ema.
Fue como si en el cielo una ráfaga de viento dispersara
las nubes. El cúmulo de tristes pensamientos que los oscure-
cían desapareció de sus ojos azules y su cara resplandeció.
Aguardaba. Por fin Ema respondió:
- Siempre lo sospeché...
Entonces se contaron los pequeños acontecimientos de
aquella lejana existencia, cuyos placeres y melancolías acaba-
ban de resumir en una simple frase. León recordaba la glo-
rieta de las clemátides, los vestidos usados por Ema, los
muebles de su cuarto, su casa entera.
-¿Dónde están nuestros pobres cactus?
- Los mató el frío este invierno.
-¡No se imagina lo que he pensado en ellos! A menudo
los veía como antes, cuando el sol pegaba sobre las persianas
en las mañanas del verano..., y veía sus brazos desnudos mo-
viéndose entre las flores.
-¡Mi pobre amigo! - exclamó ella ofreciéndole la mano.
León se apresuró a besarla. Luego, después de un largo
suspiro:
- En esa época usted era para mí no sé qué fuerza in-
comprensible que cautivaba mi vida. Una vez fui a visitarla,
tal vez usted no lo recuerde ya.
- Sí - dijo ella -. Siga.
- Usted estaba abajo, en la antecámara, lista para salir, en
el último escalón; llevaba un sombrero con florecitas azules;

306
MADAME BOVARY

y sin que me invitara, a pesar de mí mismo, la acompañé. En


ningún momento dejé de tener conciencia de mi necedad,
pero seguí; caminaba a su lado sin animarme a seguirla ni a
dejarla. Cuando usted entraba en una tienda yo me quedaba
en la calle y por la vidriera la miraba quitarse los guantes y
contar el dinero en la caja. Por fin llamó a la puerta de la
señora Tuvache, abrieron, y yo me quedé como un idiota en
plena calle, delante de la pesada puerta que se cerró a su pa-
so.
Al escucharlo, la señora Bovary se asombraba de ser tan
vieja; como si las cosas reaparecidas ensancharan su existen-
cia; la transportaban a una especie de inmensidad sentimen-
tal; y decía de vez en cuando, en voz baja, con los ojos
entrecerrados:
- Sí, es verdad..., ¡es verdad!, ¡es verdad!...
Oyeron dar las ocho en los diferentes relojes del barrio
de Beauvoisine, lleno de pensionados, iglesias Y edificios
públicos abandonados. Ambos callaban, pero al mirarse algo
sonoro parecía escapar de sus pupilas fijas y un murmullo
resonaba en sus cabezas. Habían unido sus manos; el pasa-
do, el porvenir, las reminiscencias y los sueños se confun-
dían en la dulzura del éxtasis. La noche se espesaba en las
paredes, donde todavía brillaban, semiperdidos en las som-
bras, los colorinches de cuatro estampas que representaban
cuatro escenas de la Torre de Nesle, con una leyenda al pie
en español y en francés. Por la ventana de guillotina se veta
un retazo de cielo oscuro entre los puntiagudos techos.
Farsa se levantó para encender dos bujías sobre la có-
moda y luego regresó a su asiento.

307
GUSTAVO FLAUBERT

-¿Y bien? - dijo León.


-¿Y bien? - respondió ella.
El buscaba la manera de reanudar el diálogo interrum-
pido cuando ella le dijo:
-¿Por qué nadie me ha expresada hasta hoy, sentimien-
tos semejantes?
El pasante protestó; las naturalezas ideales eran difíciles
de comprender. El la había amado desde la primera mirada;
se desesperaba pensando en la dicha posible si por una gra-
cia del destino se hubieran conocido antes y unido de indi-
soluble manera.
- Algunas veces lo he pensado - replicó Ema.
-¡Qué ensueño! - murmuró León.
Y tocando con delicadeza el borde azul de su ancho
cinturón blanco agregó:
-¿Qué nos impide realizarlo?
- No, amigo mío - respondió ella -. Soy demasiado vie-
ja..., usted es demasiado joven..., ¡olvídeme!. Otras lo ama-
rán..., usted las amará...
-¡No como a usted! - exclamó León.
-¡Qué niño es! ¡Vamos, sea juicioso! ¡Se lo pido!
Le ponderó las dificultades de ese amor, le explicó que,
como antaño, debían mantener las simples formas de una
amistad fraternal.
¿Hablaba en serio? Ema no lo sabía a ciencia cierta, de-
masiado preocupada con el encanto de la seducción y la ne-
cesidad de defenderse; contemplando al muchacho con
mirada enternecida, rechazaba suavemente las tímidas cari-
cias intentadas por sus manos temblorosas.

308
MADAME BOVARY

- Perdóneme - dijo León apartándose.


Ema fue presa de un vago espanto ante aquella timidez,
más peligrosa para ella que la audacia de Rodolfo cuando se
le acercaba con los brazos abiertos. Nunca hombre alguno le
había parecido tan guapo. De su porte escapaba un exquisito
candor. Bajaba las largas pestañas rizadas. Sus mejillas de
suave epidermis, sonrojadas - así lo creía ella- por el deseo de
su persona, le inspiraban invencibles ganas de besarlas. Se
volvió entonces hacia el reloj como si mirara la hora.
-¡Qué tarde es, Dios mío! - dijo -, ¡cuánto hemos charla-
do!
León comprendió la alusión y buscó su sombrero.
-¡Hasta me he olvidado de la función! ¡Y el pobre Bo-
vary me dejó aquí expresamente para eso! Iban a acompa-
ñarme el señor Lormeaux y su mujer, que viven en la calle
del Grand-Pont.
Tiempo perdido, puesto que al día siguiente se marcha-
ba.
-¿De veras? - preguntó León.
- Sí.
- Tengo que volver a verla - replicó él -, debo decirle al-
go.
-¿Qué?
- Es una cosa seria, importante. ¡No, usted no se va, es
imposible! Si supiera..., escúcheme..., ¿no me ha comprendi-
do entonces?, ¿no ha adivinado?
- Usted habla muy bien - dijo Ema.
-¡No bromee! ¡Basta, por favor! Sea compasiva y deje
que la vuelva a ver... una vez..., una sola.

309
GUSTAVO FLAUBERT

- Está bien.
Ella calló; luego, como si se diera cuenta:
-¡Oh, aquí no!
- Donde usted quiera.
- Quiere que...
Pareció reflexionar; luego, con tono cortante dijo:
- Mañana a las once, en la catedral.
¡Estaré allí! - exclamó él apoderándose de sus manos,
que ella apartó.
Y como ambos estaban de pie, León a sus espaldas, ella
con la cabeza gacha, se inclinó sobre su cuello y besó larga-
mente su nuca.
-¡ Pero usted está loco! ¡Ha perdido el juicio! - decía Ema
con una risita sonora mientras los besos se multiplicaban.
Asomando la cabeza sobre su hombro, León pareció
buscar el consentimiento de sus ojos. Cayeron sobre él lle-
nos de glacial majestad.
León retrocedió tres pasos para salir. Se detuvo en el
umbral. Luego susurró con voz estremecida:
- Hasta mañana.
Ella asintió, y como un pájaro desapareció en el cuarto
contiguo.
Esa noche Ema escribió una larga carta al pasante, de-
sistiendo del encuentro; todo había terminado y no debían
volver a verses, para felicidad de ambos. Pero, cerrada la
carta, como desconocía la dirección de León, se sintió muy
confundida.
- Se la daré personalmente - se dijo -, vendrá.

310
MADAME BOVARY

A la mañana siguiente, León, ante la ventana abierta y


canturreando en el balcón, pasó varias manos de pomada
sobre sus escarpines. Se puso un pantalón blanco, calcetines
finos, un fraque verde, derramó sobre su pañuelo todos sus
perfumes y después de hacerse rizar deshizo los rizos para
dar a su cabellera más elegancia natural.
-¡Es muy temprano todavía! - pensó mirando el cucú del
peluquero que marcaba las nueve.
Leyó una vieja revista de modas, salió, fumó un cigarro,
recorrió tres calles, juzgó que era tiempo y se dirigió lenta-
mente hacia el atrio de Notre-Dame.
Era una hermosa mañana de verano. En los escaparates
de los orfebres relucía la platería, y la luz al caer oblicua-
mente sobre la catedral ponía reflejos en las grietas de las
piedras grises; en el cielo azul revoloteaba una bandada de
pájaros en torno de los campanarios de ojivas treboladas;
resonante de gritos, la plaza olía a las flores de sus puestos,
rosas, jazmines, claveles, narcisos y tuberosas, separadas irre-
gularmente por húmedas hierbas, ojo de gato y muraje para
los pájaros; gorgoteaba la fuente en el centro, y bajo amplios
quitasoles, entre los melones rosados dispuestos en pirámi-
des, las vendedoras en cabeza envolvían en papeles los ra-
mos de violetas.
El joven eligió uno. Por primera vez compraba flores
para un mujer; al aspirarlas el pecho se le henchíó de orgullo,
como si el homenaje destinado a ella recayera sobre él.
Pero temía que lo reconocieran y decidió entrar en la
iglesia.

311
GUSTAVO FLAUBERT

El suizo estaba en el umbral, en medio del portal de la


izquierda, debajo de la Mariana danzante, con su penacho en
la cabeza, su estoque sobre la pantorrilla, bastón en mano,
más majestuoso que un cardenal, tan reluciente como una
santa custodia.
Se adelantó hacia León y con benévola sonrisa zalamera
con que los eclesiásticos interrogan a los niños:
-¿El señor es forastero, sin duda? ¿El señor desea ver las
curiosidades de la iglesia?
- No - dijo el otro.
E inició el recorrido de las naves laterales. Luego se
asomó a la plaza. Ema no llegaba. Fue hasta el coro.
La nave se reflejaba en las pilas de agua bendita, hasta el
comienzo de las ojivas y una parte de los vitrales. El reflejo
de los colores, al quebrarse en el borde de mármol, se pro-
longaba sobre las baldosas como abigarrada alfombra. La
gran claridad exterior continuaba dentro de la iglesia en for-
ma de tres rayos enormes que entraban por las tres puertas
abiertas. De vez en cuando, al fondo, pasaba un sacristán
haciendo frente al altar la oblicua genuflexión de los apresu-
rados devotos. Pendían inmóviles las arañas de cristales.
Ardía en el coro una lámpara de plata; y de las capillas late-
rales, de las partes en sombra de la iglesia, solían oírse suspi-
ros exhalados o el sonido de una verja al ser cerrada, cuyo
eco repercutía bajo las altas bóvedas.
León, con paso grave, caminaba a lo largo de los muros.
Nunca la vida le había parecido tan buena. Ella vendría en
seguida, encantadora, agitada, ese' piando de reojo las mira-
das que la perseguían, con su vestido de volantes, su binó-

312
MADAME BOVARY

culo de oro, sus frágiles borceguíes, con todo aquel desplie-


gue de elegancia del que León jamás disfrutara y con la ine-
fable seducción de la virtud caída. La iglesia la rodeaba como
un gigantesco cuarto de tocador; las bóvedas se inclinaban
para recoger en la sombra la confesión de su amor; los vi-
trales resplandecían para iluminar su rostro, y los incensarios
arderían para que Ema se presentara como un ángel entre
sahumerios.
Pero Ema no venía. León se sentó en una silla y sus ojos
descubrieron un vitral azul con figuras de barqueros llevando
cestas. Lo contempló atentamente largo rato, y mientras su
pensamiento corría al encuentro de Ema contaba las esca-
mas de los pescados y los ojales de los justillos.
A prudente distancia, el suizo se indignaba en su fuero
íntimo con aquel individuo que se permitía admirar a solas la
catedral. Juzgaba que su conducta era monstruosa, que lo
robaba en cierta manera, y que casi cometía un sacrilegio.
Hubo un fru-fru de seda sobre las losas, un ala de som-
brero, una mantilla negra... ¡Era ella! León se puso de pie y
corrió a su encuentro.
Ema estaba pálida, caminaba ligero.
-¡Lea! - dijo tendiéndole un papel -. ¡Oh, no!
Y bruscamente retiró su mano para entrar en la capilla
de la Virgen, donde se puso a rezar, arrodillada en uno de los
bancos.
La fantasía beata irritó al joven, que, sin embargo, no
pudo evitar un cierto encantamiento .al verla, en plena cita,
entregada a sus oraciones como una marquesa andaluza;
luego empezó a aburrirse porque Ema no concluía de rezar.

313
GUSTAVO FLAUBERT

Ema oraba, o mejor dicho se empeñaba en orar, espe-


rando que del cielo descendiera sobre ella una repentina re-
solución; y para atraer la ayuda divina llenaba sus ojos con
los esplendores del tabernáculo, aspiraba el perfume de las
blancas julianas que florecían en los altos vasos y prestaba
oídos al silencio de la iglesia, aunque sólo lograra acrecentar
el desorden de su corazón.
Se había incorporado y se disponían a marcharse, cuan-
do el suizo se acercó de prisa diciendo:
-¿La señora es forastera? ¿La señora desea ver las curio-
sidades de la iglesia?
- Pero no - dijo el pasante.
-¿Por qué no? - replicó ella.
Aferraba su virtud tambaleante a la Virgen, las estatuas,
los sepulcros, a cualquier cosa.
Entonces, para proceder con orden, el suizo los llevó
hasta la entrada, cerca de la plaza, donde les mostró con el
bastón un gran cerco de losas negras sin inscripciones ni
cincelados.
- Esta - dijo majestuosamente- es la circunferencia de la
hermosa campana de Amboise. Pesaba cuarenta mil libras.
No había otra igual en toda Europa. El fundidor murió de
alegría...
- Vámonos - dijo León.
El hombre echó a andar; cuando llegaron otra vez a la
capilla de la Virgen abrió los brazos en gesto sintético de
demostración, y más orgulloso que un propietario rural
cuando muestra sus espaldares:

314
MADAME BOVARY

- Esta simple losa cubre la tumba de Pedro de Brézé,


señor de Varenne y de Brissac, gran mariscal de Poitou y
gobernador de Normandía, muerto en la batalla de Montlhé-
ry el 16 de julio de 1465.
León bufaba y se mordía los labios.
- Y a la derecha, ese caballero con armadura de hierro,
montado en el brioso caballo, es su nieto, Luis de Brézé,
señor de Breval y de Montchauvet, conde de Maulevrier,
barón de Mauny, chambelán del rey, caballero de la Orden y
también gobernador de Normandía, muerto el 23 de julio de
1531, un domingo, como dice la inscripción; y arriba, ese
hombre que desciende a la tumba es el mismo. ¿Verdad que
es imposible ver una mejor representación de la nada?
La señora Bovary empuñó sus quevedos. León, inmóvil,
la contemplaba sin atreverse a decir una sola palabra ni hacer
un solo gesto, desalentado ante el simulacro de indiferencia
por una parte y la charlatanería por la otra.
El eterno guía continuaba:
-A su lado, esa mujer llorosa, de rodillas, es su esposa,
Diana de Poitiers, condesa de Brézé, duquesa de Valentinois,
nacida en 1499, muerta en 1566; y a la derecha, la que lleva
un niño en los brazos, es la Santa Virgen. Ahora miren hacia
este lado: aquí están las tumbas de los Amboise. Ambos fue-
ron cardenales y arzobispos de Ruán. Este era uno de los
ministros del rey Luis XII. Hizo mucho bien a la catedral.
En su testamento dejó treinta mil escudos de oro para los
pobres.

315
GUSTAVO FLAUBERT

Y sin dejar de hablar los condujo a una capilla llena de


balaustradas, movió algunas y descubrió una especie de blo-
que que podría muy bien ser una estatua mal modelada.
- Adornaba - dijo con un hondo gemido- la tumba de
Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra y duque de
Normandía. Los calvinistas, señor, la redujeron a este estado.
Por maldad la enterraron durante el sitio episcopal de Mon-
señor. Miren, por esa puerta sube a su habitación Monseñor.
Vamos a ver ahora los vitrales de la gárgola.
Pero León, con presteza, sacó del bolsillo una moneda
de plata y tomó a Ema del brazo. El suizo quedó estupefac-
to, sin comprender la intempestiva munificencia del foraste-
ro cuando aún quedaba tanto por ver. Y llamándolo a voces:
-¡ Señor! ¡La aguja! ¡La aguja!
- Gracias - dijo León.
- El señor hace mal. Medirá cuatrocientos cuarenta pies,
nueve menos que la Pirámide de Egipto. Está toda hecha de
hierro fundido y...
León escapaba porque creía que su amor, petrificado
hacía casi dos horas en la iglesia, iba a evaporarse ahora co-
mo una humareda por aquella especie de tubo truncado de
forma oblonga que se eleva tan grotescamente sobre la cate-
dral, como la extravagante tentación de algún calderero alo-
cado.
-¿Y ahora adónde vamos? - decía Ema.
Sin responder, él seguía andando con paso vivo y ya la
señora Bovary mojaba sus dedos en el agua bendita, cuando
oyeron a sus espaldas un fuerte jadeo interrumpido regular-
mente por los golpes de un bastón. León se volvió.

316
MADAME BOVARY

-¡ Señor!
-¿Qué hay?
Reconoció al suizo, los brazos cargados con veinte
gruesos tomos encuadernados apoyados contra su vientre.
Eran las obras que hablaban de la catedral.
-¡Imbécil! - gruñó León largándose fuera de la iglesia.
Por el atrio merodeaba un chico.
-¡Ve a buscarme un Simón!
El chico partió como bala por la calle de Quatre-Vents;
quedaron a solas unos minutos, frente a frente, un tanto
avergonzados.
-¡Ah, León!.... verdaderamente..., no sé si debo...
Ema hacía melindres. Luego, con cara seria:
- Es muy inconveniente, ¿sabe?
-¿Por qué? - dijo el pasante -. ¡Es lo que se estila en Pa-
rís!
Esta frase la decidió como un argumento irresistible.
Pero el coche de plaza tardaba. León temía verla entrar
de nuevo en la iglesia. Por fin apareció el Simón.
- Por lo menos salgan por el portal del norte! - gritaba el
suizo desde el umbral- ¡Así verán la Resurrección, el Juicio
Final, el Paraíso, el Rey David y los Réprobos en las llamas
del infierno.
-¿Adónde va el señor? - preguntó el cochero.
-¡Adonde usted quiera! - dijo León empujando a Ema al
interior del coche.
EL pesado carruaje se puso en marcha.

317
GUSTAVO FLAUBERT

Bajó por la calle Grand-Pont, atravesó la plaza de las


Artes, el muelle Napoleón, el puente Nuevo y se detuvo
repentinamente ante la estatua de Pierre Corneille.
-¡ Siga! - dijo una voz desde el interior. El coche reanudó
la marcha y en la plazoleta La Fayette se lanzó por la pen-
diente, penetrando al galope en la estación del ferrocarril.
-¡No, vaya derecho! - gritó la misma voz.
El Simón cruzó la reja y muy pronto llegó a la explanada
del río, donde trotó suavemente bajo la sombra de los gran-
des olmos. El cochero se enjugó la frente, depositó sobre las
rodillas el sombrero de cuero y encaminó el coche más allá
de las alamedas laterales, al borde del agua, sobre el césped.
Recorría el curso del río por el camino de remolque,
empedrado de duros guijarros, y durante largo rato anduvo
por el lado de Oyssel, más allá de las islas.
Pero de golpe tomó a escape por Quatremares, Sot-
teville, la Grande - Chaussée, la calle de Elbeuf, e hizo su
tercer alto ante el Jardín Botánico.
-¡Ande, pues! - gritó la voz enfurecida.
Y reanudando la marcha al instante el coche pasó por
Saint-Sever, el muelle de los Curanderos, el de los Molinos,
cruzó otra vez el puente, la plaza del Campo de Marte y los
jardines del hospital por detrás, donde se pasean al sol los
viejos vestidos de negro en la terraza recubierta de hiedra. El
coche desanduvo el bulevar Bouvreuil, recorrió el bulevar
Cauchoise, luego el Mont-Riboudet, hasta la cuesta de Devi-
lle.
Regresó; y entonces sin plan ni dirección, erró al azar.
Se lo vio en Saint-Pol, Lescure, el monte Gargan, la Rouge-

318
MADAME BOVARY

Mare y en la plaza del Gaillardbois; en las calles de Maladre-


rie, Dinanderie, ante Saint-Romain, Saint-Vivien, Saint-
Maclou, Saint-Nicaise, la Aduana, la Basse-Vieille-Tour, las
Trois-Pipes y el Cementerio Monumental. De vez en cuando
el cochero lanzaba desde su asiento enfurecidas miradas a las
tabernas. No comprendía la pasión locomotriz que impulsa-
ba a esos individuos a no detenerse jamás. Algunas veces
intentaba hacerlo y al instante oía a sus espaldas coléricas
exclamaciones. Entonces castigaba de lo lindo a sus dos ro-
cines trasudados, sin cuidarse de los baches, tomando por
cualquier lado, sin preocupaciones, desmoralizado, casi do-
rando de sed, de fatiga, de tristeza.
En el puerto, entre los camiones y las barricas, en las
calles frente a los mojones, los burgueses abrían tamaños
ojos de asombro ante el extraordinario espectáculo en una
ciudad de provincia: un coche con las cortinillas bajas, que
reaparecía sin cesar, clausurado como una tumba, sacudido
como un navío.
En un momento dado, en mitad de la tarde, en pleno
campo, cuando el sol lanzaba sus más fuertes dardos sobre
las viejas linternas plateadas, una mano desnuda asomó bajo
las cortinillas de tela amarilla y arrojó unos pedacitos de pa-
pel que el viento dispersó y que cayeron más lejos, como
blancas mariposas, sobre un rojo trebolar en flor.
Luego, hacia las seis, el coche se detuvo en una calle-
juela del barrio de Beauvoisine y una mujer se apeó. Cami-
naba con el velo echado sobre la cara y sin volver la cabeza.

319
GUSTAVO FLAUBERT

II

Al llegar a la posada, la señora Bovary se asombró por-


que la diligencia no la esperaba. Después de aguardarla du-
rante cincuenta y tres minutos, Hivert acabó por marcharse.
Nada la obligaba a partir, pero había dado su palabra de
regresar esa misma noche. Además, Carlos la esperaba; y ella
ya sentía en el ánimo la blanda docilidad que, para muchas
mujeres, es a la vez castigo y rescate del adulterio.
Hizo su maleta a prisa, pagó la cuenta, subió a un ca-
briolé en el patio y apuró al palafrenero, animándolo, pre-
guntándole continuamente la hora, los kilómetros recorridos,
hasta alcanzar por fin a la Golondrina a la altura de las pri-
meras casas de Quincampoix.
Apenas se sentó en su rincón, cerró los ojos y los abrió
al final de la cuesta, desde donde divisó de lejos a Felicitas,
parada como vigía delante de la casa del herrero. Hivert so-
frenó los caballos y la cocinera, empinándose hasta el posti-
go, dijo misteriosamente.

320
MADAME BOVARY

- Señora, tiene que ir en seguida a la casa del señor Ho-


mais. Corre prisa.
Como de costumbre, la aldea estaba silenciosa. En las
esquinas humeaban montones rosados, porque era la época
de las mermeladas y en Yonville todos fabricaban su provi-
sión el mismo día. Delante de la botica el montón era más
alto y superaba a los otros con la superioridad que una em-
presa debe tener sobre los hornos domésticos, una necesidad
general sobre los caprichos individuales.
Ema entró. El sillón grande estaba volcado y hasta el
Fanal de Ruán yacía por el suelo, desplegado entre los dos
morteros. Ema abrió la puerta del pasillo; y en mitad de la
cocina, entre las jarras oscuras llenas de desgranadas grose-
llas, de azúcar molida, de azúcar en terrones, las balanzas
sobre la mesa, vasijas sobre el fuego, vio a los Homais, chi-
cos y grandes, cubiertos por sus delantales hasta el mentón y
con sus respectivos tenedores en la mano. Justino, de pie,
bajaba la cabeza, y el farmacéutico chillaba:
-¿Quién te dijo que fueras a buscarla en el desván?
-¿Qué sucede?
-¿Qué sucede? - respondió el boticario -. Estamos ha-
ciendo mermelada, la mermelada se cuece e iba a verterse
porque tenía demasiado jugo. Encargo que traigan otra vasi-
ja. Y el señorito, por holgazanería, por comodidad, fue a
sacar la llave colgada de un clavo en mi laboratorio, la del
desván.
Así llamaba el boticario a un gabinete en los altos, lleno
de utensilios y de mercadería de farmacia. Pasaba en él largas
horas pegando etiquetas, trasvasando, cambiando cordeles;

321
GUSTAVO FLAUBERT

para él era más que un simple almacén, un verdadero santua-


rio del que salían luego, elaborados por sus manos, píldoras,
sellos, tisanas, lociones y pociones que desparramarían su
celebridad por el contorno. Nadie ponía allí los pies; lo ba-
rría personalmente, tanto lo respetaba. En fin, si la farmacia
con sus puertas abiertas para todo el mundo era el lugar
donde desplegaba su orgullo, el desván era el refugio donde,
concentrándose egoístamente, Homais se deleitaba en el
ejercicio de sus predilecciones; por eso juzgaba el aturdi-
miento de Justino una monstruosa irreverencia; y más rubi-
cundo que las grosellas repetía:
- Sí, del desván, ¡ la llave que guarda los ácidos y cáusti-
cos alcalinos! ¡Traer nada menos que una vasija de reserva,
una vasija con tapa! ¡Y que a lo mejor yo no usaré nunca!
¡Todo tiene su importancia en las delicadas operaciones de
nuestro arte! Pero, demonios, hay que establecer diferencias
y no emplear para uso doméstico lo que sirve para la farma-
cia. Es como si cortáramos un pollo con un escalpelo, como
si un magistrado...
Vamos, cálmate - decía la señora Homais.
Y Atalía, tirándole de la levita:
-¡ Papá! ¡Papá!
-¡Dejadme en paz! - repetía el farmacéutico -. ¡Dejadme
en paz, caray! ¡Lo mismo daría ser despensero, palabra de
honor! ¡Vamos, hazte el gusto!, ¡no respetes nada!, ¡rompe,
haz pedazos las cosas!, ¡suelta las sanguijuelas!, ¡ quema el
malvavisco!, ¡ adoba caracoles en los bocales, ¡lacera los ven-
dajes!
- Usted me había... - dijo Ema.

322
MADAME BOVARY

-¡Ya voy! ¿Sabes a lo que te exponías?..¿ No viste una


cosa en el rincón, a la izquierda, en el tercer estante? Habla,
responde, articula algo.
- No lo sé... - balbuceó el muchacho.
-¡Conque no lo sabes! ¡Bueno, lo sé yo! Viste una botella
de vidrio azul, con sello de lacre amarillo, que contiene un
polvillo blanco, sobre la cual con mi propia mano escribí
¡Peligro! ¿Y sabes lo que hay ahí dentro? ¡Arsénico! ¡Y metes
la mano en ese lugar y traes una vasija que está al lado!
-¡Al lado! - chilló la señora Homais juntando las manos.
¿El arsénico? ¡Pudiste envenenarnos a todos!
Los chicos empezaron a gritar como si sintieran ya atro-
ces dolores en las entrañas.
-¡O envenenar a un enfermo! - prosiguió el boticario-
¿Quieres que vaya preso, que tenga que presentarme como
un criminal ante los tribunales? ¿Quieres llevarme al cadalso?
¿Ignoras, acaso, el cuidado con que manejo las cosas, a pesar
de mi apasionado hábito? ¡Si yo mismo me asusto cuando
pienso en mi responsabilidad! ¡ Porque el gobierno nos persi-
gue y la absurda legislación que nos rige es como una verda-
dera espada de Damocles suspendida sobre nuestras cabezas!
Ema ya no pensaba siquiera en preguntar por qué la ha-
bían llamado, y el farmacéutico seguía diciendo, con frases
entrecortadas:
-¡Así reconoces mis bondades para contigo! ¡Asíme re-
compensas los cuidados paternales que te prodigo! Porque,
¿dónde estarías sin mí? ¿Qué sería de ti? ¿Quién te da de
comer, te educa, te viste y te proporciona los medios para
que un día figures con honor en las filas de la sociedad? Pero

323
GUSTAVO FLAUBERT

para eso tienes que remar en firme y que te salgan callos,


como quien' dice. Fabricando fit faber, age quod agis.
Citaba sus latines de puro exasperado. Hubiera citado el
chino y el groenlandés de haber conocido ambas lenguas;
porque atravesaba una de esas crisis en las que el alma entera
muestra claramente su contenido, como el océano cuando en
plena tempestad se abre y muestra las algas de sus playas y
las arenas de sus abismos. Y prosiguió:
-¡Empiezo a arrepentirme terriblemente de haberme en-
cargado de tu persona! ¡Por cierto que más hubiera valido
dejarte abandonado a tu miseria, en medio del fango donde
naciste! ¡Nunca servirás para otra cosa que para guardar ani-
males cornudos! ¡No tienes ninguna aptitud para las ciencias!
¡Apenas sabes pegar una etiqueta! ¡Y vives en mi casa como
un canónigo, como pavo en el corral, cebándote!
Ema se volvió hacia la señora Homais:
- Me hicieron venir- ¡Ah, Dios santo! - interrumpió con
cara triste la buena mujer -, ¿cómo decírselo? ¡Es una desgra-
cia!
No concluyó la frase; el boticario tronaba:
-¡Vacíala! ¡Límpiala! ¡Llévala de vuelta! ¡Date prisa!
Y sacudiendo a Justino por el cuello de su blusa hizo
caer un libro de su bolsillo.
El chico se agachó. Homais se había adelantado a su
ademán y recogiendo el libro, lo contemplaba boquiabierto y
con ojos asombrados.
- El amor... conyugal - dijo separando las dos palabras -.
¡Pero muy bien..., muy bien... !, ¡qué lindo! ¡Y con láminas!...
¡Ah, esto es demasiado!

324
MADAME BOVARY

La señora Homais se acercó:


-¡No, lo toques!
Los chicos quisieron ver las ilustraciones.
-¡ Salgan de aquí! - exclamó con ímpetu.
Los chicos salieron.
Primero recorrió la cocina dando grandes pasos con el
libro abierto en las manos, los ojos en blanco, sofocado,
tumefacto, apoplético. Luego fue derecho hacia su pupilo y
se le plantó delante, los brazos cruzados.
- Pero, desdichado, tienes todos los vicios, tú... ¡Ten
cuidado que estás en una pendiente! ¿No has reflexionado
que este libro infame podía caer en las manos de mis hijos,
encender la chispa en sus cerebros, manchar la pureza de
Atalía, corromper a Napoleón? Ya está formado como un
hombre. ¿Estás seguro, por lo menos, de que no lo han leí-
do? ¿Puedes asegurármelo?
- Señor, por favor - dijo Ema -, usted tenía que decirme
algo...
Es verdad, señora... ¡Su suegro ha muerto!
En efecto, el señor Bovary padre acababa de fallecer de
repente, de un ataque de apoplejía, al levantarse de la mesa; y
por exceso de precaución por la sensibilidad de Ema, Carlos
rogó al señor Homais que le diera la horrible noticia con
muchos miramientos.
El señor Homais meditó su frase, la redondeó, pulió,
ritmó; era una obra maestra de prudencia y de transición, de
finos giros y de delicadeza; pero la cólera se llevó al diablo la
retórica.

325
GUSTAVO FLAUBERT

Ema, renunciando a conocer los detalles, se marchó de


la farmacia porque el señor Homais reanudaba sus vitupera-
ciones. Sin embargo, se había calmado un tanto y refunfuña-
da ahora en tono paternal, dándose aire con su bonete
griego:
-¡No creas que desapruebo por completo la obra! El
autor era médico. Contiene ciertos aspectos científicos que
no está mal que un hombre conozca; me atrevería a decir
que debe conocerlos. ¡Pero después, después! Aguarda por
lo menos hasta que seas hombre y que tu temperamento esté
hecho.
Al golpe de aldabón de Ema, Carlos, que la aguardaba,
fue a recibirla con los brazos abiertos y le dijo con lágrimas
en la voz:
- Ah, querida mía...
Y se inclinó suavemente para besarla. Pero al contacto
de sus labios el recuerdo del otro se apoderó de Ema; y, es-
tremecida, se pasó la mano por la cara.
Atinó a decir:
- Lo sé..., lo sé...
El le mostró la carta en la que su madre narraba los
acontecimientos, sin ninguna hipocresía sentimental. Sólo
lamentaba que su marido no hubiera recibido los socorros
religiosos, puesta que había muerto en plena calle, en Dou-
deville, en la puerta de un café, después de una comida pa-
triótica con otros ex oficiales.
Ema le devolvió la carta; en la mesa, por decoro, simuló
alguna repugnancia. Pero como Carlos la animaba, empezó a

326
MADAME BOVARY

comer con buen apetito, mientras él, sentado frente a ella, se


mantenía inmóvil, en actitud de abatimiento.
De vez en cuando alzaba la cabeza y le dedicaba una
larga mirada llena de congoja. Luego suspiró:
-¡Me hubiera gustado verlo una vez más!
Ella callaba. Por fin, comprendiendo que era necesario
hablar:
-¿Qué edad tenía tu padre?
-¡Cincuenta y ocho años!
-¡Ah!
Eso fue todo.
Un cuarto de hora después él agregó:
-¡Mi pobre madre! ¿Qué será de ella, ahora?
Al verla tan taciturna, Carlos la suponía afligida y se for-
zaba por callar, para no avivar ese dolor que lo enternecía.
Sin embargo, sobreponiéndose al suyo:
-¿Te divertiste ayer?
- Sí.
Cuando alzaron el mantel, Bovary no se levantó de su
silla. Tampoco Ema; y a medida que lo miraba, la monotonía
de ese espectáculo alejaba toda compasión de su ánimo. Le
parecía escuálido, débil, nulo, en fin, un pobre hombre de
todos modos. ¿Cómo librarse de él? ¡Qué velada intermina-
ble! Una especie de vapor estupefaciente, como el opio, la
adormecía.
En el vestíbulo se oyó el ruido seco de un bastón al gol-
pear las tablas. Hipólito traía las maletas de la señora.
Para depositarlas, describió penosamente un cuarto de
círculo con su pata de palo.

327
GUSTAVO FLAUBERT

-¡El ni siquiera se acuerda! - se decía Ema mirando al


pobre diablo cuya espesa cabellera roja chorreaba sudor.
Bovary buscaba un cuarto en el fondo de su bolsa, y sin
darse por enterado de la humillación que significaba para él
la sola presencia de ese hombre, parado allí como el repro-
che personificado de su ineptitud:
-¡Vaya! ¡Trajiste un bonito ramillete! - dijo, al ver sobre
la chimenea las violetas de León.
- Sí - dijo ella, indiferente -, le compré esas violetas esta
mañana... a una mendiga.
Carlos tomó las violetas y refrescó con ellas sus ojos en-
rojecidos por el llanto, mientras las olía delicadamente. Ella
se las quitó de la mano con presteza y las puso en un vaso
lleno de agua.
Al día siguiente llegó la señora Bovary madre. Ella y su
hijo lloraron mucho. Ema, pretextando órdenes que dar, se
retiró.
Al otro lado fue necesario discutir juntos los asuntos del
duelo. Las dos mujeres con sus labores y Carlos fueron a
sentarse en la glorieta, al borde del agua.
Carlos pensaba en su padre y se sorprendía al sentir
tanto afecto por ese hombre a quien hasta entonces creyera
amar mezquinamente. La señora Bovary madre pensaba en
su marido. Los peores días de antaño le parecían envidiables.
Todo se borraba bajo el efecto de la instintiva nostalgia de
un prolongado hábito, y de vez en cuando, mientras tiraba
de la aguja, un lagrimón descendía por su nariz y quedaba
colgando de ella un instante.

328
MADAME BOVARY

Ema pensaba que sólo habían transcurrido cuarenta y


ocho horas desde que estuvieran juntos, lejos del mundo,
embriagados y sin que los ojos les alcanzaran para contem-
plarse. Trataba de recuperar los más imperceptibles detalles
del día ya desaparecido. Pero le incomodaba la presencia de
su marido y de su suegra. Hubiera querido no oír ni ver na-
da, para no perturbar el recogimiento de su amor que, hiciera
lo que hiciese, se desvanecía al influjo de las sensaciones
exteriores.
Descosía el dobladillo de un vestido cuyas hilachas se
desparramaban en torno; mamá Bovary, sin alzar los ojos,
hacia chillar sus tijeras y Carlos con sus pantuflas de paño y
su vieja levita parda usada como bata de entrecana, las ma-
nos metidas en sus bolsillos, tampoco hablaba; muy cerca,
Berta, con su delantalcito blanco, recogía en su pala la arena
de los senderos.
De pronto vieron a Lheureux, el negociante en paños,
trasponer la verja.
Venía a ofrecer sus servicios, teniendo en cuenta la fatal
circunstancia. Ema respondió que creía poder prescindir de
ellos. El comerciante no se dio por vencido.
- Mil perdones - dijo -, desearía tener una conversación
privada.
Luego, en voz baja:
- Relativa a ese asunto..., ¿sabe usted?
Carlos enrojeció hasta las orejas.
- Ah, sí, efectivamente...
Y confundido, dirigiéndose a su mujer:
- Querida..., ¿no podrías...?

329
GUSTAVO FLAUBERT

Ella pareció comprender, porque se puso de pie, y Car-


los dijo a su madre:
- No es nada..., alguna tontería doméstica.
No quería enterarla del asunto del pagaré, temiendo sus
reproches.
Cuando estuvieron a solas, el señor Lheureux, con pala-
bras precisas, comenzó por felicitar a Ema por la sucesión;
luego habló de cosas indiferentes, de los espaldares, de la
cosecha y de su salud, que siempre andaba más o menos,
entre gallos y medianoche. En efecto, se afanaba mucho, a
pesar de que, dijeran lo que dijesen, sólo ganaba lo suficiente
para darse algunos gustos menores.
Ema lo dejaba hablar. ¡Qué dos días prodigiosamente
aburridos!
-¿Ya está usted restablecida del todo? - proseguía él -.
Vaya, he visto a su marido en un estado que, bueno, bueno.
Es un buen muchacho, aunque tengamos nuestras dificulta-
des.
Ella preguntó cuáles dificultades, porque Carlos le había
ocultado el pleito sobre las mercancías.
- Lo sabe muy bien - dijo Lheureux -, por esos capri-
chos suyos, las cosas de viaje.
Se había echada el sombrero sobre los ojos y con las
manos a la espalda sonreía y silbaba, mirándola cara a cara de
manera insoportable. ¿Sospechaba algo? Ella se perdía en
toda clase de aprensiones. Pero por fin Lheureux prosiguió:
- Nos pusimos de acuerdo y he venido a proponerle un
nuevo arreglo.

330
MADAME BOVARY

Se trataba de la renovación del pagaré firmado por Bo-


vary. El señor Bovary podría hacer lo que se le antojara; que
no se atormentara, pues, sobre todo ahora que iba a tener
tantas preocupaciones.
- Haría bien en delegar el asunto en otra persona, por
ejemplo en usted; con un poder sería cómodo y nosotros
tendríamos nuestros asuntitos...
Ella no comprendía. El calló. Luego, pasando a hablar
de su negocio, declaró que la señora no podía dejar de com-
prarle algo. Le enviaría una lanilla negra; doce metros, lo
suficiente para hacerse un vestido.
- El que lleva puesto es bueno para entre casa; necesita
otra cosa para las visitas. Lo vi a la primera mirada, cuando
entré. Tengo ojo avizor.
No mandó la tela, la trajo. Luego volvió por la medida;
regresó con otros pretextos, tratando siempre de mostrarse
amable, servicial, enfundándose, como diría Homais, y desli-
zándole a Ema algún consejo sobre el poder. No menciona-
ba el pagaré. Ella ni se acordaba; al principio de su
convalecencia Carlos le había contado algo; pero tantas agi-
taciones pasaron por su cabeza que ya no lo recordaba.
Además, se cuidó de iniciar discusión alguna de intereses;
mamá Bovary quedó muy sorprendida y atribuyó su cambio
de humor a los sentimientos religiosos contraídos durante su
enfermedad.
Pero apenas hubo partido la suegra, Ema sorprendió a
Bovary con su sentido práctico. Era necesario informarse,
verificar las hipotecas, ver si convenía más una licitación que
una liquidación.

331
GUSTAVO FLAUBERT

Citaba términos técnicos, al azar, pronunciando palabras


altisonantes como orden, porvenir, previsión, y no cesaba de
exagerar las molestias de la sucesión: así fue como cierto día
le mostró el modelo de un poder general para "administrar y
regentear sus negocios, contraer préstamos, firmar y endosar
documentos, pagar cualquier suma, etcétera". Había aprove-
chado las lecciones de Lheureux.
Carlos le preguntó, cándidamente, de dónde provenía el
papel.
- Del señor Guillaumin.
Y con la mayor sangre fría del mundo agregó:
- No me fío del todo. ¡Los notarios tienen tan mala re-
putación! Y sólo conocemos a..., ¡bueno, a nadie!
-A menos que León... - dijo Carlos, reflexivo.
Pero entenderse por carta era difícil. Ema se ofreció
entonces a hacer el viaje. Carlos se lo agradeció. Ella insistió.
Fue un duelo de atenciones. Por fin ella declaró con acento
de ficticio empecinamiento:
- Es inútil, iré.
-¡Qué buena eres! - dijo él besando su frente.
AL día siguiente Ema viajó en la Golondrina para con-
sultar al señor León en Ruán; y se quedó tres días en la ciu-
dad.

332
MADAME BOVARY

III

Fueron tres días plenos, exquisitos, espléndidos, una


verdadera luna de miel.
Se alojaron en el Hotel de Boulogne, frente al puerto.
Allí vivían, con los postigos cerrados, las puertas con llave,
flores en el suelo y refrescos helados servidos por la mañana.
Por las tardes tomaban una barca cubierta e iban a co-
mer a una de las islas.
A esa hora resuenan a lo largo de los astilleros los gol-
pes de los martillos contra el casco de los barcos. Entre los
árboles brotaba el humo del alquitrán y había en el río gote-
rones grasosos que, bajo la púrpura del sol ondulaban al
azar, como flotantes placas florentinas.
Descendían entre barcas amarradas cuyos largos cables
oblicuos rozaban un poco la cubierta de la lancha.
Los ruidos de la ciudad se alejaban insensiblemente: el
rodar de las carretas, el fragor de las voces, el ladrido de los
perros sobre el puente de las naves. Ella desataba su sombre-
ro, abordaban la isla.

333
GUSTAVO FLAUBERT

Se instalaban en el salón bajo de alguna taberna con re-


des negras colgadas en la puerta. Comían eperlanos fritos,
crema y cerezas. Se acostaban sobre la hierba; se abrazaban
en un aparte, bajo los álamos; y, como dos Robinsones, hu-
bieran querido vivir perpetuamente en aquel rinconcito que
en su plena dicha les parecía el más hermoso del mundo. No
por primera vez veían árboles, el cielo azul, el césped, oían el
rumor del agua y el de la brisa en el follaje; pero sin duda
jamás habían admirado esas cosas, como si la naturaleza no
existiera previamente, o como si su belleza datara del mo-
mento en que sus sentidos se saciaron.
Regresaban por la noche. La barca costeaba las islas.
Los dos permanecían callados, ocultos en la sombra, al fon-
do. Entre las bandas de hierro sonaban los remos cuadrados,
un batir de metrónomo en el silencio, en tanto que detrás el
chinchorro al ser arrastrado chapoteaba dulcemente y sin
cesar sobre las aguas.
Cierta vez salió la luna, y fueron inevitables las frases
porque el astro les parecía melancólico y lleno de poesía;
Ema hasta se puso a cantar:
Una noche, ¿recuerdas?, bogábamos en silencio.
Su voz armoniosa y débil se perdía en las ondas; y el
viento se llevaba las estrofas y León las escuchaba alejarse
como una palpitación de alas en torno.
Ema estaba frente a él, apoyada contra el tabique de la
chalupa bañada por la luna que entraba por uno de los posti-
gos abiertos. Su vestido negro con pliegues abiertos en aba-
nico la adelgazaba, la hacia parecer más alta. Alzaba la
cabeza, unía las manos y levantaba los ojos al cielo. Algunas

334
MADAME BOVARY

veces la sombra de los sauces la ocultaba por completo; lue-


go reaparecía de pronto, como una visión, a la luz de la luna.
León, a su lado, en el suelo, encontró una cinta de seda
punzó.
El barquero la examinó y dijo:
- Ah, debe de ser de un grupo a quien llevé a pasear ha-
ce unos días. Un montón de barulleros, damas y caballeros,
con dulces, champaña, trompetas, ¡vaya jaleo que armaron!
Había uno, sobre todo, un tipo guapo y grandote, con bigo-
tito, de lo más divertido. Y le decían: "A ver, cuéntanos al-
go..., Adolfo..., Rodolfo...", creo que era Rodolfo.
Ella se estremeció.
-¿Te sientes mal? - le preguntó León acercándose.
- Oh, no es nada, el fresco de la noche, sin duda.
- Y no le deben de faltar las mujeres tampoco - agregó el
viejo barquero despacio, creyendo que hacía un cumplido al
forastero.
Luego se escupió las manos y retomó los remos.
¡Pero hubo que separarse! Los adioses fueron tristes. El
enviaría sus cartas a la tía Rollet y ella le hizo recomendacio-
nes tan precisas a propósito del doble sobre que León admi-
ró en grande su astucia amorosa.
- Bueno, ¿me aseguras que todo está bien? - dijo Ema al
darla el último beso.
- Claro que sí -y cuando regresaba solitario por las calles
pensó: "¿Por qué le interesará tanto ese poder?”

335
GUSTAVO FLAUBERT

IV

Muy pronto León adquirió un aire de superioridad ante


sus camaradas, se abstuvo de su compañía y descuidó por
completo los expedientes.
Aguardaba las cartas de Ema; las releía. Le escribía. La
evocaba con toda la fuerza de su deseo y de sus recuerdos.
El deseo de volver a verla se acrecentaba, en lugar de dismi-
nuir con la ausencia, y llegó hasta a escapar del estudio una
mañana de sábado.
Cuando desde lo alto de la cuesta divisó en el valle el
campanario de la iglesia con su banderola de latón girando al
viento, sintió ese deleite mezcla de vanidad triunfante y de
egoísta enternecimiento propio de los millonarios cuando
regresan de visita a la aldea.
Rondó en torno de su casa. En la cocina brillaba una
luz. Espió su sombra detrás de las cortinas. Nada vio.
La tía Lefrancois, al verlo, lanzó grandes exclamaciones
y lo encontró "crecidu y enflaquecidu", en tanto que Artemi-
sa lo halló, por lo contrario, "más merenu y más fornidu".

336
MADAME BOVARY

Cenó en la salita, como antaño, aunque a solas, sin el re-


caudador Binet, fatigado de aguardar la Golondrina había
adelantado por fin una hora su comida, y cenaba a las cinco
en punto, soliendo declarar que la vieja carrindanga se atra-
saba.
León se decidió por fin; llamó a la puerta del médico. La
señora estaba en su habitación y tardó un cuarto de hora en
descender. El señor parecía encantado con la visita, pero no
se movió de su casa en toda la noche ni al día siguiente.
La vio a solas por la noche, muy tarde, en el fondo del
jardín, en la callejuela - ¡ en la callejuela, como con el otro! -.
Llovía y hablaban bajo un paraguas a la luz de los relámpa-
gos.
La separación se les hacía intolerable.
-¡ Prefiero morir! - decía Ema.
Se retorcía en sus brazos llorando.
-¡Adiós, adiós! ¿Cuándo volveré a verte?
Deshicieron lo andado para besarse otra vez y entonces
ella le prometió encontrar muy pronto una manera cualquie-
ra de verlo con libertad, una oportunidad permanente, por lo
menos una vez a la semana. Ema esperaba hallarla. Por otra
parte, estaba llena de esperanzas. Iba a recibir dinero.
En consecuencia, compró para su cuarto un par de cor-
tinas amarillas de rayas anchas cuyo precio barato le alabara
el señor Lheureux; soñaba con una alfombra, y Lheureux,
afirmando que no era "cosa de beberse el mar", se compro-
metió cortésmente a conseguirle una. No podía prescindir de
sus servicios. Lo enviaba a buscar veinte veces por día y él
acudía al instante, sin chistar, haciendo sus negocios. Nadie

337
GUSTAVO FLAUBERT

entendía por qué la tía Rollet almorzaba en casa de Ema a


diario y hasta le hacía visitas privadas.
En esa época, es decir, a principios del invierno, la pa-
sión musical pareció dominarla.
Una noche, mientras Carlos la escuchaba inició repeti-
das veces el mismo fragmento, siempre decepcionada, en
tanto que él, sin observar diferencia alguna exclamaba:
-¡Bravo! ¡Muy bien!..., vamos, sigue, ¡ es un error dete-
nerse...
- No, es detestable..., tengo los dedos endurecidos.
AL día siguiente él le pidió que tocara algo otra vez.
- Bueno, lo hago por complacerte.
Carlos confesó que había perdido un poco. Equivocaba
el tono, frangollaba; de pronto dejó de tocar:
-¡Ah, no doy más! Tendría que tomar lecciones, pero...
Se mordió los labios y agregó:
- Veinte francos por lección..., ¡es demasiado caro!
- Sí..., en efecto..., es un poco caro - dijo Carlos, protes-
tando ingenuamente -. Pero a lo mejor se consiguen por
menos, porque hay artistas sin nombre que suelen ser mejo-
res que las celebridades.
- Búscalos - dijo Ema.
Al día siguiente, cuando regresó a su casa, Carlos la ob-
servó con picardía y no pudo retener sus palabras:
-¡Qué terca eres a veces! Hoy estuve en Barfeu-chéres.
Bueno, la señora Liégard me ha asegurado que sus tres niñas,
que están en la Misericordia, toman lecciones a cincuenta
sueldos la clase, ¡ y con una maestra famosa!
Ella se encogió de hombros y no abrió más su piano.

338
MADAME BOVARY

Pero cuando pasaba a su lado (si Bovary estaba presen-


te) suspiraba:
-¡Ah..., mi pobre piano!
Y cuando la visitaban nunca dejaba de aclarar que había
abandonado la música y ahora no podía reanudar los estu-
dios por un caso de fuerza mayor. Todos la compadecían.
¡Qué pena! ¡Con su talento! Llegaron a hablarle a Bovary. Lo
avergonzaban, sobre todo el farmacéutico:
-¡Usted hace mal! No hay que dejar sin cultivo las fa-
cultades de la naturaleza. Y además, mi buen amigo, piense
que alentando a la señora a proseguir sus estudios usted eco-
nomizará sobre la futura educación musical de su hija. Yo
creo que las madres deben instruir personalmente a sus hijas.
Es una idea de Rousseau, un tanto nueva quizá, pero acabará
por imponerse, estoy seguro, como la lactancia materna y la
vacuna.
Carlos, entonces, volvió a tocar el tema del piano. Ema
respondió con acritud que más valía venderlo. Ver partir al
pobre piano causa de tantas vanas satisfacciones era para
Bovary algo así como el indefinido suicidio de una parte de
ella.
- Si quisieras - solía decirle -, una lección no es cosa tan
ruinosa, al fin y al cabo.
- Pero para que sean provechosas las lecciones deben
ser continuadas - replicaba ella.
Y así se las compuso para obtener de su marido el per-
miso de ir a la ciudad una vez por semana para ver a su
amante. Y al cabo de un mes algunos dijeron que había he-
cho importantes progresos.

339
GUSTAVO FLAUBERT

Iba a la ciudad los jueves. Se levantaba y se vestía en si-


lencio para no despertar a Carlos porque le hubiera repro-
chado esos preparativos a hora tan temprana. Luego iba y
venía; se asomaba a las ventanas, contemplaba la plaza. En-
tre los pilares del mercado veíase amanecer, y la casa del
farmacéutico, con los postigos cerrados, mostraba las ma-
yúsculas de su cartel a la pálida luz de la aurora.
Cuando el reloj marcaba las siete y cuarto, Ema iba
hasta el León de oro, cuya puerta. le abría Artemisa entre
bostezos. La criada, en homenaje a la señora, desenterraba
las brasas perdidas en las cenizas. Ema permanecía a solas en
la cocina. Salía de vez en cuando. Hivert ataba los caballos
sin apresurarse y sin dejar de prestar atención a la tía Lefran-
cois, quien, asomando a un ventanuco su cabeza tocada con
una cofia de algodón, le encargaba comisiones y le daba ex-
plicaciones que hubieran confundido a cualquier otro hom-
bre. Ema recorría el patio de largo a largo.

340
MADAME BOVARY

Luego de comer su sopa, endosarse el gabán, encender


la pipa y empuñar el látigo, Hivert se instalaba tranquila-
mente en el pescante.
La Golondrina partía al trotecito, y durante un trayecto
de tres cuartos de legua se detenía a cada instante para reco-
ger a los viajeros que aguardaban de pie al borde del camino
o ante la verja de un cortil. Los que habían dado aviso la
víspera se hacían esperar; algunos todavía estaban en la cama
o dentro de sus casas; Hivert llamaba, gritaba, juraba, luego
se apeaba del pescante y daba fuertes golpes contra las
puertas. Por los postigos rajados se colaba el viento.
Las cuatro banquetas se colmaban, rodaba el carruaje, se
sucedían los manzanos en fila; y la ruta entre los dos fosos
llenos de agua amarillenta se estrechaba en el horizonte.
Ema la conocía de extremo a extremo; sabia que a un
herbaje sucedía un mojón, luego un olmo, una granja, o la
barraca de un caminero, y solía cerrar los ojos para sorpren-
derse. Pero jamás perdía la clara noción de la distancia que
debían recorrer.
Por fin, las casas de ladrillo se aproximaban, resonaba la
tierra bajo las ruedas, la Golondrina, se deslizaba entre jardi-
nes donde divisaban, a través de una claraboya, estatuas,
montículos, tejos tallados, un columpio. De pronto, la ciu-
dad aparecía a la vista. Descendiendo en anfiteatro y sumer-
gida en la niebla, se extendía borrosamente más allá de los
puentes. Detrás proseguía el pleno campo, con monótona
perspectiva, hasta tocar a lo lejos la indecisa base del cielo
pálido. Visto desde lo alto el paisaje entero tenía el inmóvil
aspecto de un cuadro; los navíos anclados se amontonaban

341
GUSTAVO FLAUBERT

en un rincón; el río redondeaba su curva al pie de las verdes


colinas, y las islas de forma oblonga parecían grandes peces
negros en descanso. Las chimeneas de las fábricas lanzaban
inmensos penachos pardos cuyos extremos echaban a Aso-
lar. Se oía el ronquido de las fundiciones junto con las claras
campanadas de las iglesias erguidas en la bruma. Los árboles
sin hojas de los bulevares formaban una maleza violeta entre
las casas, y los techos relucientes de lluvia espejeaban al azar
de la altura de los barrios. Algunas veces una ráfaga arrastra-
ba las nubes hacia la costa de Santa Catalina, como aéreas
olas que iban a romperse calladas contra una pared de rocas.
De aquella masa de existencia se desprendía un vértigo
que henchía el corazón de Ema, como si las ciento veinte mil
almas que allí palpitaban le enviaran a la vez el vapor de sus
sospechadas pasiones. Su amor se agrandaba en el espacio y
se hacía tumultuoso cuando escuchaba aquellos rumores
vagos que ascendían hasta ella. Lo volcaba sobre las plazas,
los paseos y las calles, y la vieja ciudadela normanda se des-
plegaba ante sus ojos como una desmesurada capital, como
una Babilonia que le franqueaba la entrada. Con ambas ma-
nos se apoyaba en la ventanilla y se asomaba para aspirar la
brisa; los tres caballos galopaban. Chillaban las piedras en el
fango, la diligencia se balanceaba e Hivert, a la distancia,
halaba a los carricoches del camino mientras los burgueses
que habían pasado la noche en el Bois-Guillaume descendían
tranquilamente por el camino de la costa en sus pequeños
coches particulares.

342
MADAME BOVARY

En la puerta se detenían; Ema se quitaba los chanclos,


se calzaba otro par de guantes, se ajustaba el chal, y veinte
pasos más allá se apeaba de la Golondrina.
La ciudad despertaba. Los dependientes, tocados con
sus bonetes griegos, frotaban los escaparates de las tiendas, y
en las esquinas las mujeres con la cesta apoyada en la cadera
lanzaban de vez en cuando un sonoro grito. Ema caminaba
con los ojos bajos, rozando los muros, sonriendo de placer
bajo su velo negro.
Por temor a que la vieran no solía tomar el camino más
corto. Se internaba en las sombrías callejuelas y toda sudoro-
sa llegaba a la calle Nacional, cerca de la fuente, el barrio de
los teatros, los cafetines y las rameras. A menudo una carreta
pasaba a su lado, con la temblorosa carga de un decorado.
Algunos mozos desparramaban arena sobre las piedras, entre
los verdes arbustos. Había olor a ajenjo, a cigarro, a ostras.
Ema daba vuelta una esquina; reconocía a León por su
cabellera rizada asomando bajo el sombrero.
El proseguía el paseo por la acera. Ella lo seguía hasta el
hotel; él subía, abría la puerta, entraba... ;Qué abrazo!
Luego, tras los besos, se precipitaban las palabras. Se
contaban los pesares de la semana, los presentimientos, las
inquietudes por las cartas; pero todo lo olvidaban entonces y
se miraban cara a cara, con sonrisas voluptuosas y reclamos
de ternura.
La cama era un gran lecho de caoba en forma de bar-
quilla. Las cortinas de seda lisa roja descendían desde el cielo
raso y estaban recogidas muy bajo, a la altura de la ancha
cabecera; nada en el mundo era tan hermoso como su cabe-

343
GUSTAVO FLAUBERT

za morena y su piel blanca sobre ese fondo púrpura, cuando


con un gesto de pudor cruzaba sus brazos desnudos ocul-
tando la cara entre las manos.
La tibia habitación, con su alfombra discreta, sus lasci-
vos adornos y su tranquila iluminación parecía muy adecuada
para las intimidades de la pasión. Las varas terminadas en
punta, los alzapaños de cobre y las gruesas esferas de los
morillos relucían de golpe cuando entraba el sol. En la chi-
menea, entre los candelabros, había dos caracolas rosadas de
esas que cuando se les aplica el oído dejan oír el ruido del
mar.
¡Cuánto amaban ese lindo cuarto lleno de alegría, a pe-
sar de su esplendor un tanto marchito! Siempre encontraban
los muebles en el mismo sitio y algunas veces las horquillas
olvidadas por ella el jueves anterior, bajo el pedestal del reloj.
Almorzaban junto al fuego, en una mesita con incrustaciones
de palo de rosa. Ema trinchaba, él se servía los trozos en su
plato diciéndole muchas zalamerías; y ella reía con risa sono-
ra y libertina cuando la espuma del champaña desbordaba
del ligero vaso, sobre las sortijas de sus dedos. Estaban tan
entregados a la mutua posesión que se creían en su propia
casa, donde vivirían hasta la muerte, como dos recién casa-
dos siempre jóvenes. Decían nuestro cuarto, nuestra alfom-
bra, nuestros sillones; ella decía también mis pantuflas, un
regalo de León, un capricho suyo. Eran unas pantuflas de
raso rosado, con orla de cisne. Cuando Ema se sentaba so-
bre las rodillas de él, sus piernas, demasiado cortas entonces,
colgaban sin tocar el suelo; y sus dedos sujetaban al pie des-
nudo el coqueto calzado sin talón.

344
MADAME BOVARY

Por primera vez León saboreaba la inefable delicadeza


de las elegancias femeninas. Nunca había conocido tanta
gracia en el lenguaje, tanta reserva en el vestir, esas posturas
de paloma adormecida. Admiraba la exaltación de su alma y
las puntillas de su falda. Además, ¿no era, acaso una mujer
de mundo? .Y una mujer casada, por añadidura! ¡En fin, una
verdadera querida!
Por las variaciones de su humor, a veces místico, otras
alegre, elocuente, taciturno, arrebatado, negligente, ella iba
despertando en él mil deseos, evocando instintos o reminis-
cencias. Era la enamorada de las novelas, la heroína de los
dramas, la vaga ella de los libros de poesía. En sus hombros
encontraba el color ambarino de la odalisca en El baño; tenía
el largo talle de las castellanas feudales; se parecía también a
la pálida mujer de Barcelona, ¡pero sobre todas las cosas era
ángel!
A menudo, al contemplarla, le parecía que su alma iba
hacia ella y se volcaba como una ola en torno de su cabeza,
descendiendo impetuosa sobre la blancura de su pecho.
Se arrodillaba delante de Ema; y con los codos en su re-
gazo la examinaba sonriente, atento.
Ella se inclinaba hacia él y murmuraba, como ahogada
por la embriaguez:
- No te muevas, no hables, mírame! ;De tus ojos brota
tanta dulzura, me haces tanto bien!
Lo llamaba mi niño.
-¿Me quieres, niño mío?
Y no escuchaba su respuesta, porque sus precipitados
labios le cubrían la boca.

345
GUSTAVO FLAUBERT

Sobre el reloj había un pequeño Cupido de bronce ro-


deando melindroso con sus brazos una guirnalda dorada. Les
daba risa verlo, pero cuando se separaban todo les parecía
muy serio.
Inmóviles uno frente al otro repetían:
- Hasta el jueves...;hasta el jueves!
De golpe ella asía la cabeza de él con ambas manos y le
daba un rápido beso en la frente exclamando: "¡Adiós!", y
corría escaleras abajo.
Iba a una peluquería de la calle de la Comedia para que
le arreglaran el peinado. Caía la tarde, en la tienda encendían
el gas.
Escuchaba la campanilla del teatro llamando a los parti-
quinos para la función; y veía pasar por la acera a hombres
de cara pálida y mujeres de ropas ajadas que entraban por la
puerta de los actores.
Hacía calor en aquella habitación de techo demasiado
bajo donde la estufa zumbaba en medio de pelucas y poma-
das. El olor de las tenacillas y las manos regordetas que to-
caban su cabeza concluían por aturdirla y se adormecía un
poco dentro de su peinador. Mientras la peinaba, el peluque-
ro solía ofrecerle entradas para el baile de máscaras.
¡Después Ema regresaba! Desandaba las calles, llegaba a
la Cruz roja, recobraba los chanclos ocultos bajo una ban-
queta desde la mañana y se acurrucaba en su rincón, entre
los impacientes viajeros. Algunos descendían al pie de la
cuesta y ella quedaba sola dentro del coche.
A cada recodo se divisaban mejor las luces de la ciudad,
que formaban una ancha nube luminosa sobre las casas en-

346
MADAME BOVARY

tremezcladas. Ema, arrodillada sobre los cojines, hundía sus


ojos en aquel esplendor. Sollozaba, llamaba a León, le envia-
ba tiernas palabras, besos que se perdían en el viento.
En la cuesta se encontraban con un pobre diablo apo-
yado en su bastón, que vagabundeaba entre las diligencias.
Sus hombros estaban cubiertos por un montón de andrajos,
y un viejo sombrero de castor, sin forma, redondo como una
palangana, le tapaba el rostro; cuando se descubría mostraba
en el lugar de los párpados dos abiertas órbitas ensangrenta-
das. La carne se desflecaba en rojos jirones y de ellos brotaba
un líquido que, convertido en verdosa sarna, cubría la nariz
cuyas negras ventanas resoplaban convulsivamente. Cuando
dirigía la palabra a otro, echaba hacia atrás la cabeza con risa
idiota; y entonces sus pupilas azuladas, siempre movedizas,
se pegaban a la llaga viva, girando hacia las sienes.
Cantaba una canción ligera mientras iba tras los coches.

A veces de un hermoso día El calor


A la niña hace soñar con El amor.

El resto de la copla hablaba de pájaros, sol y follaje.


Solía aparecer de golpe, por detrás de Ema, con la cabe-
za descubierta. Ella se apartaba con un grito. Hivert le dirigía
algunas bromas. Lo animaba a instalar una barraca en la feria
de Saint-Romain, o le preguntaba, riendo, por la salud de su
amiguita.
A menudo, en plena marcha, su sombrero, con brusco
envión, penetraba dentro de la diligencia por la ventanilla,
mientras él, con el brazo libre, se colgaba del estribo, entre el

347
GUSTAVO FLAUBERT

fango de las ruedas. Su voz, primero débil y quejumbrosa, se


volvía aguda. Se perdía en la noche como el claro lamento de
una vaga congoja; y entre el son de los cascabeles, el mur-
mullo de los árboles y el ronquido de la vacía caja, asumía un
toque de lejanía que perturbaba a Ema. Bajaba hasta el fon-
do de su alma, como torbellino en el abismo, y la arrastraba
por el ámbito de una melancolía sin límites. AL advertir el
contrapeso, Hivert propinaba al ciego algunos latigazos. La
fusta golpeaba sus llagas y el hombre caía de bruces en el
fango lanzando un aullido.
Luego los pasajeros de la Golondrina se dormían, unos
con la boca abierta, los otros con la barbilla apoyada en el
pecho, recostados en el hombro de sus vecinos o sujetándo-
se de las correas con un brazo, oscilando regularmente en las
sacudidas del carruaje; el reflejo de la linterna que se balan-
ceaba fuera, sobre las ancas de los caballos, penetraba en el
interior a través de las cortinas de calicó color chocolate y
ponía sombras sanguinolentas en aquellos quietos indivi-
duos. Ema, ebria de tristeza, tiritaba bajo sus ropas y sentía
los pies cada vez más fríos y la muerte en el alma.
Carlos la aguardaba en la casa; los jueves la Golondrina
se retrasaba. ¡Por fin llegaba la señora! Apenas daba un beso
a la niña. La cena no estaba lista, ¡no tenía importancia! Dis-
culpaba a la cocinera. Ahora todo parecía estarle permitido a
esa muchacha.
A menudo su marido, advirtiendo su palidez, le pre-
guntaba si se sentía mal.
- No - decía Ema.
- Pero estás muy extraña esta noche.

348
MADAME BOVARY

-¡No es nada! ¡Te digo que no tengo nada!


Ciertos días, no bien llegaba, subía a su cuarto; y Justino,
presente en la casa, circulaba con paso callado, más hábil
para servirla que una excelente camarera. Disponía las ceri-
llas, el candelero, un libro, su camisa de noche, abría la cama.
- Bueno, está bien, vete - decía ella.
Porque se quedaba de pie, con los brazos caídos, los
ojos muy abiertos, como si lo ataran los innumerables hilos
de un repentino ensueño.
El día siguiente era atroz y los otros aún más intolera-
bles, porque Ema estaba impaciente por recuperar su dicha,
áspera codicia, inflamada de imágenes conocidas que, al sép-
timo día, estallaba a sus anchas en las caricias de León. Los
ardores de él se ocultaban en expansiones de asombro y de
gratitud. Ema disfrutaba de aquel amor discretamente, ab-
sorta, manteniéndolo con los artificios de su cariño, y tem-
blaba al pensar que podía perderlo alguna vez.
Solía decirle con voz suave y melancólica:
- Me dejarás... ¡te casarás!..., te portarás como los otros.
León preguntaba:
- Quiénes son los otros?
- Bueno, los hombres - respondía ella.
Y agregaba, rechazándole con gesto lánguido:
-¡Todos ustedes son unos infames!
Cierto día en que conversaban filosóficamente de las
desilusiones terrestres, ella llegó a decir (para poner a prueba
sus celos o cediendo quizá a un deseo demasiado vivo de
expansión) que en otros tiempos, antes de él, había amado a

349
GUSTAVO FLAUBERT

otro hombre; "¡no como a ti!", añadió con presteza, jurando


sobre la cabeza de su hija que no había sucedido nada.
León le creyó, pero lo mismo la interrogó para saber
qué hacía el otro.
- Era capitán de barco, querido.
¿No era ésa una manera de prevenir toda investigación y
a la vez de colocarse muy alto por la pretendida fascinación
ejercida sobre un hombre belicoso por naturaleza y acos-
tumbrado a los homenajes?
El pasante sintió entonces la precariedad de su posición;
envidió los entorchados, las cruces, los títulos, todo aquello
debía gustar a Ema; lo sospechaba por sus hábitos dispen-
diosos.
Sin embargo, ella ocultaba muchas de sus extravagan-
cias, como el anhelo de tener, para sus viajes a Ruán un
tílburi azul, con caballo de tiro inglés, conducido por un
joven lacayo con botas de puño. Justino le había sugerido el
capricho, al suplicarle que lo tomara como criado; y aunque
la privación no atenuaba el placer de la llegada, en cada cita
aumentaba por cierto la amargura del retorno.
A menudo, cuando hablaban de París, ella acababa por
lamentarse:
-¡Ah, qué bien estaríamos allí viviendo los dos juntos!
-¿Acaso no somos felices? - replicaba León acariciando
sus cabellos.
- Sí, tienes razón, estoy loca. Bésame.
Con su marido se mostraba más encantadora que nunca,
le hacía cremas al pistacho, y tocaba para él algunos valses
después de comer. Carlos se sentía el más feliz de los mor-

350
MADAME BOVARY

tales y Ema vivía, pues, sin inquietudes, cuando una noche,


de pronto:
-¿Tomas lecciones con la señorita Lempereur, verdad?
- Sí.
- Bueno, acabo de verla hace un rato - dijo Carlos - en la
casa de la señora Liégard. Le hablé de ti. No te conoce.
Fue como un rayo. Ema, sin embargo, respondió con
naturalidad:
-¡ Sin duda habrá olvidado mi nombre!
- Seguramente - dijo el médico- en Ruán debe de haber
más de una señorita Lempereur maestra de piano.
-¡Es posible!
Luego, vivamente:
- Mira, tengo sus recibos, ¡fíjate!
Fue al escritorio, revisó los cajones, mezcló los papeles y
acabó por perder la cabeza. Carlos le rogó que no se tomara
tanto trabajo por esos miserables recibos.
-¡Oh, los encontraré! - dijo ella.
Efectivamente, el viernes siguiente, Carlos, mientras se
ponía una de sus botas en el oscuro gabinete donde guarda-
ba sus ropas, sintió el roce de una hoja de papel entre el cal-
cetín y el cuero; la tomó y leyó:
"Recibí por tres meses de lecciones y material diverso de
enseñanza la suma de sesenta y cinco francos. FELISA
LEMPEREUR, profesora de música.”
-¿Cómo diablos vino a parar a mis botas?
- Sin duda - dijo ella- se cayó de la vieja carpeta de factu-
ras que está al borde del estante.

351
GUSTAVO FLAUBERT

Desde ese momento su existencia fue una sucesión de


mentiras en las que envolvía su amor, como en otros tantos
velos, para ocultarlo.
Algunas veces se convertía en una manía, en placer,
hasta el extremo de que si declaraba haber pasado ayer por la
acera derecha de una calle, lo lógico era suponer que había
tomado por la acera izquierda.
Una mañana en que, como de costumbre, acababa de
partir vestida ligeramente, cayó una imprevista nevada; y
Carlos mirando el tiempo desde la ventana divisó al señor
Bournisien, a quien el señor Tuvache llevaba a Ruán en su
carricoche. Bajó entonces para entregar al eclesiástico un
abrigado chal para que lo entregara a la señora no bien llega-
ra a la Cruz roja. Apenas se apeó en la posada, Bournisien
preguntó por la mujer del médico de Yonville. La posadera
dijo que la señora frecuentaba muy poco el establecimiento.
Esa tarde cuando se encontró con la señora Bovary en la
diligencia, el cura le confió sus dificultades, sin darle impor-
tancia, aparentemente, porque se enfrascó en el elogio de un
predicador que obraba maravillas en la catedral en esos días
y a quien las demás acudían a escuchar.
Poco importaba que no hubiera pedido explicaciones;
otros, en cualquier momento, podían mostrarse menos dis-
cretos. Ema juzgó útil alojarse en la Cruz roja, de manera
que al verla en la escalera del lugar, las buenas gentes de su
aldea no sospecharan nada.
Otro día, sin embargo, el señor Lheureux la vio cuando
salía del Hotel de Boulogne del brazo de León; Ema temió
sus chismes, pero él no era tan estúpido.

352
MADAME BOVARY

Tres días después entró en su cuarto, cerró la puerta y


dijo: - Necesitaría dinero.
Ella declaró que no podía darle ninguna suma. Lheureux
se deshizo en gemidos y le recordó todas sus bondades.
En efecto, de los dos pagarés firmados por Carlos, Ema
sólo había pagado uno hasta la fecha. En cuanto al segundo,
a pedido suyo, el negociante había consentido en rempla-
zarlo por otros dos, renovados ya a largos plazos. Luego
sacó del bolsillo una lista de artículos impagos, a saber: las
cortinas, la alfombra, la tela de los sillones, varios vestidos y
diversas cosas de tocador cuyo valor sumaba dos mil francos
aproximadamente.
Ella bajó la cabeza y él prosiguió:
- Pero si usted no tiene dinero, tiene bienes.
E indicó una mala propiedad sita en Barneville, cerca de
Aumale, que reportaba poco. Dependía antaño de una vieja
granja vendida por el señor Bovary padre, porque Lheureux
sabía todo, hasta el número de hectáreas y el nombre de los
vecinos.
- Yo, en su lugar, me libraría de la casa y todavía dis-
pondría del sobrante de dinero.
Ella objetó la dificultad de hallar comprador, él le dio
esperanzas de hallar uno y Ema preguntó cómo haría para
vender.
-¿Acaso no tiene el poder? - respondió él.
La palabra le llegó como una bocanada de aire fresco.
-¡Déjeme la cuenta! dijo Ema.
-¡Oh, no vale la pena! - respondió Lheureux.

353
GUSTAVO FLAUBERT

Regresó a la semana siguiente y se jactó de haber descu-


bierto a un cierto Langlois, después de muchas gestiones,
quien le había echado el ojo a la propiedad desde tiempo
atrás sin hablar de precio.
-¡El precio no importa! - exclamó Ema.
Convenía, sin embargo, tantear al tipo, esperar. La cosa
bien valía la pena de un viaje; él ofreció ir a visitar el lugar
para abocarse con Langlois. A su regreso anunció que el
comprador ofrecía cuatro mil francos.
Ema se alegró con la noticia.
- Francamente, es un buen precio - dijo.
Inmediatamente recibió la mitad de la suma y cuando
estaba por saldar la cuenta el negociante le dijo:
- Palabra de honor me da pena ver que se deshace tan
pronto de una suma tan consecuente como ésta.
Ella contempló los billetes de banco soñando con el ili-
mitado número de citas que esos dos mil francos represen-
taban:
-¿Cómo? ¿Qué dice? - balbuceó.
-¡Oh! - replicó él con cara bonachona -, uno pone lo que
quiere en las facturas. ¿Acaso no conozco a los matrimo-
nios?
Y la miraba fijamente mientras sus manos jugaban con
dos tiras de papel. Por fin, abriendo su portamonedas, puso
sobre la mesa cuatro pagarés, de mil francos cada uno.
- Firme acá y quédese con todo.
Ella protestó escandalizada.
- Pero si le doy el remanente - respondió con descaro
Lheureux -, ¿no le estoy prestando un servicio?

354
MADAME BOVARY

Tomando una pluma escribió al pie del acta.


"Recibí de la señora Bovary cuatro mil francos.”
-¿Por qué se aflige? Dentro de seis meses recibirá el
resto de la barraca y el vencimiento del último pagaré coinci-
de con el pago.
Tales cálculos confundían un tanto a Ema y sus oídos
zumbaban como si a su lado se hubiera desfondado un saco
de monedas de oro y éstas cayeran sobre el piso. Por fin,
Lheureux le explicó que un amigo suyo, un tal Vincart, ban-
quero de Ruán, le descontaría los cuatro pagares y además le
entregaría personalmente a la señora el remanente de la deu-
da real.
Pero en lugar de los dos mil francos trajo solamente mil
ochocientos, porque el amigo Vincart (como era justicia) se
había quedado con doscientos francos en calidad de comi-
sión y descuento.
Después reclamó displicentemente un recibo:
- Usted comprende..., en el comercio..., algunas veces...y
por favor, ponga la fecha.
Un horizonte de fantasías realizables se abrió entonces
para Ema. Tuvo la suficiente prudencia de reservar mil escu-
dos con los que pagó, al vencimiento, los tres primeros do-
cumentos; el cuarto, por azar, llegó a la casa un jueves, y
Carlos, alterado, esperó el regreso de su mujer para pedirle
explicaciones.
Si ella no lo había enterado de la existencia de ese paga-
ré era para ahorrarle preocupaciones domésticas; Ema se
sentó sobre sus rodillas, lo acarició, lo arrulló, e hizo una

355
GUSTAVO FLAUBERT

larga enumeración de todas las cosas indispensables com-


pradas a crédito.
- En fin, convendrás que teniendo en cuenta la cantidad,
no es demasiado caro.
Carlos, sin saber cómo tomarlo, recurrió al eterno Lheu-
reux, quien le aseguró que arreglaría las cosas si el señor le
firmaba dos pagarés, uno de setecientos francos pagadero a
los tres meses. Para responder, Carlos escribió a su madre
una patética carta. En lugar de contestar, la madre se pre-
sentó; y cuando Ema quiso saber si le había sacado algo:
- Sí - respondió é l-, pero quiere ver la factura.
Al alba del dio siguiente Ema corrió a casa del señor
Lheureux para rogarle que le rehiciera otra nota sin pasar de
mil francos, porque para mostrar la de los cuatro mil hubiera
debido decir que había pagado los dos tercios, confesar en-
tonces la venta del inmueble, negociación bien dirigida por el
comerciante y que sólo se descubrió después.
A pesar del muy bajo precio de cada artículo, la señora
Bovary madre halló lo mismo exagerado el gasto.
-¿No podían prescindir de una alfombra? ¿Por qué re-
novaron la tela de los sillones? En mis tiempos teníamos un
solo sillón en las casas, para las personas mayores; por lo
menos así se hacía en la casa de mi madre, una mujer ho-
nesta, lo aseguro. ¡Todos no pueden ser ricos! ¡No hay for-
tuna que resista el derroche! A mí me avergonzaría mimarme
tanto como lo hacen ustedes, ¡y eso que soy vieja, que nece-
sito cuidados! . ¡Vean un poco cuánto firulete! ¡Cómo!, seda
para forros a dos francos, ¡pero si hay chaconada a diez suel-
dos y hasta a ocho, perfectamente buena para el caso!

356
MADAME BOVARY

Ema, reclinada en el confidente, replicaba con la mayor


tranquilidad posible:
- Bueno, señora, ¡basta!
La otra seguía sermoneándola, prediciendo que acaba-
rían en un hospicio. Además, era culpa de Bovary. Por for-
tuna había prometido anular ese poder...
-¿Cómo?
- Me lo ha jurado - dijo la buena mujer.
Ema abrió la ventana, llamó a Carlos, y el pobre hombre
debió confesar que su madre le había arrancado el juramen-
to.
Ema desapareció, regresó en seguida y le tendió majes-
tuosamente una gruesa hoja de papel.
- Gracias - dijo la anciana.
Y tiró al fuego el poder. Ema lanzó una risa estridente,
restallante, continuada; era presa de un ataque de nervios.
-¡Ah, Dios mío! - exclamó Carlos -. ¡Bueno, también tú
has estado mal! ¡Vienes a hacerle escenas!
Su madre se encogía de hombros, pretendiendo que to-
do era pura comedia.
Carlos, rebelándose por primera vez, asumió la defensa
de su mujer, hasta el punto de que la señora Bovary madre
quiso marcharse. Partió al día siguiente, y como en la puerta
él tratara de retenerla, replicó:
-¡No y no! La quieres más que a mí y tienes razón, es lo
normal. Pero ¡tanto peor!, ¡ya lo verás!...Que sigas bien, por-
que no tengo la menor intención de venir a hacerle escenas,
como dices.

357
GUSTAVO FLAUBERT

Carlos no se consoló por eso, ya que Ema no le oculta-


ba su rencor por no haberle demostrado confianza; tuvo que
rogarle mucho para que recobrara el poder y hasta la acom-
pañó a casa del señor Guillaumin a redactar un segundo po-
der igual al otro.
- Lo comprendo - dijo el notario -; un hombre de cien-
cia no puede dedicar su tiempo a los detalles prácticos de la
vida.
Carlos se sintió aliviado al escuchar esa bondadosa re-
flexión que daba a su flaqueza las halagadoras apariencias de
una preocupación superior.
¡Qué jarana hubo el jueves siguiente en el cuarto del
hotel con León! Ema rió, lloró, cantó, bailó, hizo que les
trajeran sorbetes, quiso fumar cigarrillos; a él le pareció ex-
travagante, aunque adorable, soberbia.
León ignoraba esa reacción de todo su ser que la preci-
pitaba cada vez más al disfrute de los goces de la vida. Ema
se volvía irritable, golosa, voluptuosa; se paseaba con él por
las calles con la cabeza alta, sin miedo a comprometerse,
según decía. Sin embargo algunas veces le asustaba la idea de
encontrarse con Rodolfo, porque a pesar de estar separados
para siempre, creía no haberse liberado del todo de su de-
pendencia.
Una noche no regresó a Yonville: Carlos enloqueció y la
pequeña Berta se negaba a irse a la cama sin su mamá, sollo-
zando lastimeramente. Justino recorría la ruta al azar. El se-
ñor Homais abandonó su farmacia.
A las once, sin resistir más, Carlos ató su carricoche,
trepó a él, azotó al caballo y a las dos de la mañana llegó a la

358
MADAME BOVARY

Cruz roja. Nadie. Pensó que quizá el pasante la había misto,


pero ¿dónde vivía León? Carlos, por fortuna, recordó las
señas de su patrón. Y allí corrió.
Empezaba a amanecer. Entrevió unas chapas sobre una
puerta; llamó. Sin abrirle, alguien le gritó la dirección pedida,
agregando fuertes injurias contra los que molestaban a las
gentes en plena noche.
La casa del pasante no tenia campanilla, aldabón ni
portero. Carlos dio fuertes puñetazos contra los postigos.
Un agente de policía acertó a pasar; Carlos tuvo miedo y se
marchó.
- Estoy loco - se dijo -; seguramente la retuvieron a ce-
nar en casa del señor Lormeaux.
La familia Lormeaux no vivía ya en Ruán.
- Se habrá quedado cuidando a la señora Du-
breuil...,pero no, la señora Dubreuil murió hace diez meses...
¿Dónde está Ema, entonces?
Se le ocurrió una idea; pidió una guía en un café y buscó
rápidamente el nombre de la señorita Lempereur, que vivía
en la calle de la Renelle-des-Maro-quiniers, número 74.
Al entrar en dicha calle Ema apareció por el otro extre-
mo; Carlos se abalanzó sobre ella, y en lugar de abrazarla
gritó:
-¿Qué te retuvo anoche?
- Estuve enferma.
-¿De qué?...¿Dónde?...¿Cómo?
Ella se pasó la mano por la frente y respondió:
- En la casa de la señorita Lempereur.
-¡Lo suponía! Iba para allá.

359
GUSTAVO FLAUBERT

-¡Oh, no vale la pena! - dijo Ema- Acaba de salir; pero


en lo futuro, tranquilízate. Comprende que no tengo libertad
si sé que el menor retraso te trastorna tanto.
Ella se otorgaba así una especie de permiso para sus es-
capadas. Y lo aprovechó a su antojo, holgadamente. Cuando
tenía ganas de vera León se marchaba con cualquier pretex-
to, y si él no la esperaba ese día iba a buscarlo a su estudio.
Las primeras veces salió muy bien; pero León no tardó
en decirle la verdad: su patrón se quejaba de esos trastornos.
- Bah, ven conmigo - decía ella.
León se rehusaba.
Quiso que vistiera de negro y se dejara una mosca en la
barbilla para parecerse al retrato de Luis XIII. Deseó cono-
cer su alojamiento y lo encontró mezquino; él se avergonzó,
pero ella, sin hacer caso, le aconsejó la compra de unas cor-
tinas como las suyas, y como él objetara el gasto:
-¡Ah, muy bien! ¡Cuidas tus contados escudos!
Cada vez León debía contarle su conducta desde la úl-
tima cita. Le pidió versos, versos para ella, un poema de
amor en su honor; él nunca pudo hallar la rima del segundo
verso y acabó por copiar un soneto de un álbum.
Lo hizo no tanto por vanidad como por complacerla.
No discutía sus ideas; aceptaba sus gustos; se convertía en la
querida de Ema mucho más de lo que ella era la suya. Ema le
decía tiernas palabras y le daba besos que inflamaban su al-
ma. ¿Dónde había aprendido esa corrupción, casi inmaterial,
a fuerza de profunda y disimulada?

360
MADAME BOVARY

VI

En los viajes que hacía para verla, León solía comer en


casa del farmacéutico y se creyó obligado, por cortesía, a
invitarlo a su vez.
-¡Encantado! - respondió el señor Homais -; además,
necesito distraerme un poco, porque aquí me embrutezco.
;Iremos al teatro, al restaurante, haremos locuras! --Ah, mi
querido - protestó tiernamente la señora Homais aterrada
ante los vagos peligros que él se disponía a correr.
- Bueno, ¿qué hay? ;Si te parece que no arruino bastante
mi salud viviendo entre las emanaciones continuas de la far-
macia! Así son las mujeres: sienten celos de la ciencia pero
luego se oponen a que uno se tome las más legítimas distrac-
ciones. No importa, cuente conmigo, uno de estos días caigo
por Ruán y juntos haremos saltar los cuartos.
En otros tiempos el boticario no hubiera empleado se-
mejante expresión; pero ahora asumía un estilo alocado y
parisiense que juzgaba de buen tono, y como su vecina, la
señora Bovary, interrogaba al pasante sobre las costumbres

361
GUSTAVO FLAUBERT

de la capital, hasta hablaba la jerga parisiense para deslum-


brar... a los burgueses, diciendo zaquizamí, bazar, chic, Bre-
da-Street y me las tomo, por: Me voy.
En consecuencia, un jueves Ema se sorprendió al en-
contrarse con el señor Homais en la cocina del León de oro
con traje de viaje, es decir, arropado en un viejo gabán que
nadie le conocía, llevando una maleta en una de sus manos y
en la otra el calientapiés de la botica. No había confiado el
proyecto a nadie por temor a inquietar al público con su
ausencia.
La idea de volver a ver los lugares donde pasara su ju-
ventud lo exaltaba, sin duda, porque no dejó de discurrir
durante todo el trayecto; luego, apenas llegaron, saltó ágil-
mente del coche para ir en busca del señor León; y nada le
sirvió al pasante resistirse; el señor Homais lo arrastró al gran
café de Normandía, donde entró majestuosamente sin des-
cubrirse, considerando muy provinciano eso de quitarse el
sombrero en un lugar público.
Ema aguardó a León tres cuartos de hora. Por fin corrió
a su estudio, y perdida en toda clase de conjeturas, acusán-
dolo de indiferencia y reprochándose su debilidad, pasó la
tarde con la cara pegada a los vidrios de la ventana.
A las dos de la tarde todavía estaban sentados a la mesa
uno frente al otro. El salón se vaciaba; el caño de una estufa
en forma de palmera redondeaba en el cielo raso su dorado
penacho; y cerca de ellos, detrás de la vidriera, a pleno sol,
gorgoteaba un chorro de agua en una fuente de mármol,
donde entre berros y espárragos tres cangrejos entumecidos
se arrastraban hacia una fila de codornices echadas.

362
MADAME BOVARY

Homais se deleitaba. Aunque el lujo lo emborrachaba


aún más que la buena mesa, el vino de Pomard excitaba un
tanto sus facultades, y cuando apareció la tortilla al ron ex-
puso ciertas teorías inmorales acerca de las mujeres. Sobre
todo lo seducía el chic. Adoraba un vestido elegante en un
apartamento bien amueblado, y en cuanto a las calidades
corporales no detestaba la abundancia.
León contemplaba desesperado el reloj. El boticaria be-
bía, comía, hablaba.
- Usted debe de sentir bastantes privaciones en Ruán.
Pero por lo demás su amor no vive lejos de aquí.
Y al ver que el otro se ruborizaba:
- Vamos, sea franco, no negará que en Yonville...
El joven balbuceó algo.
-¿En casa de la señora Bovary no le hacía usted la cor-
te?...
-¿A quién?
-¡A la criada!
No bromeaba; pero la vanidad pudo más que la pruden-
cia, y León, a pesar de sí mismo, protestó. Además, sólo le
gustaban las morenas.
- Lo apruebo - dijo el farmacéutico -, tienen más tempe-
ramento.
Y al oído de su amigo indicó los síntomas reveladores
del temperamento en una mujer. Hasta se lanzó a una digre-
sión etnográfica; las alemanas eran vaporosas, las francesas
libertinas, las italianas apasionadas.
-¿Y las negras? - preguntó el pasante.

363
GUSTAVO FLAUBERT

-¡Gusto de artistas! - dijo Homais -. ¡Camarero! ¡Dos


medias tazas!
- Vamos ya - dijo por fin León, impaciente.
- Yes.
Antes de salir quiso hablar con el patrón del estableci-
miento para presentarle sus felicitaciones.
El joven, entonces, para librarse de su compañía, alegó
que tenía algo que hacer.
-¡Bueno, lo escolto! - dijo Homais.
Y mientras desandaba las calles con León, hablaba de su
mujer, de sus hijos, del porvenir de éstos y de su farmacia,
contando su anterior decadencia y el punto de perfección
que con él había alcanzado.
Ante la puerta del Hotel de Boulogne, León se despidió
bruscamente, trepó la escalera y halló a su querida muy ner-
viosa.
AL oír el nombre del farmacéutico, Ema se encolerizó.
Pero León le daba buenas razones, no era culpa suya; ¿acaso
ella no conocía al señor Homais? ¿Cómo podía creer que él
prefiriera su compañía? Ema se alejaba; él la retuvo; y cayen-
do de rodillas rodeó su talle con ambos brazos en una postu-
ra lánguida, llena de concupiscencia y de súplica.
Ema estaba de pie; sus grandes ojos enojados lo mira-
ban muy serios, casi con una mirada terrible. Luego las lá-
grimas los velaron, bajó los rosados párpados, le entregó sus
manos y León se las llevaba ya a la boca cuando apareció un
criado para avisar al señor que alguien preguntaba por él.
-¿Volverás? - dijo ella.
- Sí.

364
MADAME BOVARY

-¿Cuándo?
- En seguida.
- Era un truco - dijo el farmacéutico al ver a León -.
Quise interrumpir esa visita que me parecía fastidiosa. Va-
mos a casa de Bridoux a tomar una copita de garus*.
León juró y perjuró que debía regresar a su estudio.
Entonces el boticario hizo algunas bromas sobre los pape-
lotes y los procedimientos.
- Deje un poco en paz a Cujas y a Barthole, ¡demonios!
¿Qué le impide hacerlo? ¡Sea valiente! Vamos a casa de Bri-
doux; conocerá a su perro. ¡Es una curiosidad!
Y como León se obstinara:
- Bueno, voy con usted. Mientras lo espero leeré un dia-
rio u hojearé un Código.
Aturdido con la cólera de Ema, la charla del señor Ho-
mais y quizá el pesado almuerzo, León no acababa de deci-
dirse, como fascinado por el farmacéutico, que repetía:
-¡Vamos a visitar a Bridoux! Es a dos pasos de aquí, en
la calle Malpalu.
Entonces, por cobardía, por necedad, por ese incalifica-
ble sentimiento que nos arrastra a las acciones más antipáti-
cas, dejó que Homais lo llevara a visitar a Bridoux; lo
encontraron en su patiecito, vigilando a tres jadeantes mozos
que hacían girar la gran rueda de la máquina de fabricar agua
gaseosa. Homais les dio consejos, abrazó a Bridoux, toma-
ron la copita de garus. León quiso marcharse veinte veces,
pero el otro lo retenía del brazo, diciéndole:

* Licor compuesto de canela, azfrán y nuez moscada.

365
GUSTAVO FLAUBERT

- Ya nos vamos. Iremos al Fanal de Ruán a visitar a esos


caballeros. Lo presentaré a Thomassin.
León logró zafarse y corrió al hotel. Ema ya no estaba
allí.
Acababa de marcharse, exasperada. Lo detestaba en ese
momento. Su falta de palabra para con la cita le parecía un
ultraje y buscaba otras razones para alejarse de él; era incapaz
de un acto heroico; débil, trivial, más blando que una mujer,
además avaro y pusilánime.
Luego, calmándose, terminó por admitir que, sin duda,
lo había calumniado. Pero al denigrar a los seres amados
siempre nos apartamos un poco de ellos. No hay que tocar
los ídolos; uno se queda con el sobredorado en las manos.
Sus conversaciones sobre temas indiferentes al mutuo
amor se hicieron más frecuentes, y en sus cartas Ema le ha-
blaba de flores, versos, la luna y las estrellas, cándidos recur-
sos de una pasión debilitada que trataba de reavivarse con
ayudas externas. Ema se prometía continuamente una pro-
funda felicidad para su próximo viaje; luego admitía no ha-
ber sentido nada extraordinario. La decepción cedía muy
pronto ante una nueva esperanza y Ema regresaba a él más
enardecida, más ávida. Se desvestía sin miramientos, arran-
cando el frágil lazo de su corsé, que silbaba alrededor de sus
caderas como una culebra al deslizarse. Descalza, en puntas
de pies, iba a ver una vez más si la puerta estaba cerrada;
luego, con un solo movimiento dejaba caer sus ropas, y páli-
da, callada, seria, se arrojaba sobre el pecho de él con un
largo estremecimiento.

366
MADAME BOVARY

Sin embargo, aquella frente cubierta de gotas frías,


aquellos labios balbuceantes, aquellas pupilas extraviadas,
aquel abrazo, tenían un no sé qué de exagerado, una cierta
vaguedad, algo lúgubre, y León sentía que todo eso se desli-
zaba entre ambos como si quisiera separarlos.
No osaba hacerle preguntas; pero al descubrir su expe-
riencia se decía que ella había debido de pasar por todas las
pruebas del sufrimiento y del placer. El encanto de antes lo
asustaba un poco ahora. Además se rebelaba contra la absor-
ción cada vez mayor de su personalidad. Guardaba rencor a
Ema por su permanente victoria. Se esforzaba por no que-
rerla; luego, al oír el crujido de sus borceguíes, se sentía co-
barde como los borrachos a la vista de un fuerte licor.
Por cierto que ella le prodigaba sin cesar toda clase de
atenciones, desde los platos más refinados, hasta las coquete-
rías en el vestir y las languideces del mirar. Traía de Yonville
rosas ocultas en su seno y se las arrojaba a la cara, se preo-
cupaba por su salud, le daba consejos sobre su conducta, y
para retenerlo mejor, esperando quizá la ayuda del cielo, le
puso al cuelo una medalla de la Virgen. Como una virtuosa
madre inquiría acerca de sus camaradas. Le decía:
-¡No los veas, no salgas con ellos, piensa solamente en
nosotros, ámame!
Hubiera querido vigilar su vida, y se le ocurrió hacerlo
seguir por la calle. Había en las cercanías del hotel un vaga-
bundo al acecho de los pasajeros que no se negaría... Pero su
orgullo se sublevó.
-¡Tanto peor! ¿Qué me importa si me engaña? ¿Acaso
eso cuenta para mí?

367
GUSTAVO FLAUBERT

Un día que se separaron temprano, cuando regresaba


sola por el bulevar vio los muros de su convento; Ema se
sentó entonces bajo la sombra de un olmo, en un banco.
¡Qué días más apacibles aquéllos! ;Cómo envidiaba los inefa-
bles sentimientos de amor que trataba de figurarse por sus
lecturas!
Los primeros meses de su matrimonio, sus paseos a ca-
ballo por el bosque, el vals con el vizconde, Lagardy cantan-
do, todo pasó ante sus ojos... Y de repente León le pareció
tan lejano como los otros.
-¡Lo amo, sin embargo! - se decía Ema.
¡Daba lo mismo! No era feliz, nunca lo había sido. ¿De
dónde provenía esa insuficiencia de la vida, esa instantánea
podredumbre de las cosas en que buscaba apoyo? . . . Quizá
había en alguna parte un ser fuerte y hermoso, una naturale-
za valerosa, llena a la vez de exaltación y de refinamientos,
un corazón de poeta bajo la forma de un ángel, lira de cuer-
das de hierro que dedicaba al cielo epitalamios elegíacos;
¿acaso no podía conocerlo por azar? ¡Oh, era imposible! Y
además, nada valía la pena de una búsqueda, todo mentía.
Toda sonrisa ocultaba un aburrido bostezo, toda alegría una
maldición, todo placer su disgusto, y los mejores besos sólo
dejaban en los labios el irrealizable anhelo de una más alta
voluptuosidad.
Por los aires se propagó un metálico estertor y las cam-
panas del convento dieron las cuatro. ¡Las cuatro! ¡Y parecía
una eternidad que estaba allí, sentada en ese banco! Un infi-
nito de pasión puede estar contenido en un minuto, como
una multitud en un pequeño espacio.

368
MADAME BOVARY

Ema vivía entregada a sus cosas y el dinero le preocu-


paba menos que a una archiduquesa.
Cierta vez, no obstante, un hombre enclenque, rubicun-
do y calvo fue a visitarla, anunciándose como un enviado del
señor Vincart, de Ruán. Quitó los alfileres del bolsillo lateral
de su larga levita verde, los pinchó en la manga, y cortés-
mente tendió a Ema un papel.
Era un pagaré por setecientos francos, suscrito por ella,
y que Lheureux, a pesar de todas sus protestas, pasara a la
orden de Vincart.
Ema mandó a su criada a casa de Lheureux. No podía
venir a verla.
El desconocido, que aguardaba de pie, lanzando a dere-
cha e izquierda miradas curiosas disimuladas por sus gruesas
cejas rubias, preguntó con acento ingenuo:
-¿Cuál es la respuesta para el señor Vingart?
- Bueno - respondió Ema -, dígale... que no tengo... será
la semana próxima .... que aguarde. Sí, la semana próxima.
El buen hombre se marchó sin decir palabra.
Al día siguiente, a mediodía, Ema recibió un protesto; la
vista del grueso papel sellado donde se leía repetidas veces y
con grandes letras: Hareng, abogado, oficial de justicia de
Buchy, la aterró de tal manera que corrió a ver al comer-
ciante en paños.
Lo encontró en su tienda, ocupado en atar un paquete.
-¡ Servidor! - le dijo él -. Estoy a sus órdenes.
Lo mismo Lheureux prosiguió su tarea, ayudado por
una niña de unos trece años, algo jorobada, quien le hacía las
veces de dependiente y de cocinera.

369
GUSTAVO FLAUBERT

Luego, golpeteando sus zuecos sobre las tablas de la


tienda, precedió a la señora al primer piso y la introdujo en
un estrecho gabinete, donde un burdo escritorio de madera
ordinaria soportaba algunos registros, protegidos transver-
salmente por una barra de hierro. Contra la pared, bajo unas
piezas de indiana, se entreveía una caja fuerte de tales dimen-
siones que debía contener algo más que dinero y documen-
tos. En efecto, el señor Lheureux hacía préstamos
prendarios y allí había guardado la cadena de oro de la seño-
ra Bovary y los zarcillos del pobre tío Tellier, quien obligado
por fin a vender, había comprado en Quincampoix una po-
bre despensa donde se moría víctima de su catarro entre
velas menos amarillas que su cara.
Lheureux se instaló en su amplio sillón de paja diciendo:
-¿Qué hay de nuevo?
- Vea esto.
Ema le mostró el papel.
- Y bien, ¿qué puedo hacer yo?
Ella se indignó entonces, y recordó su promesa de no
hacer circular los documentos; Lheureux asentía.
- Pero me he visto obligado a hacerlo. Me ponían el cu-
chillo al pecho.
- Y ahora, ¿qué va a suceder? - dijo ella.
- Oh, es muy sencillo: un juicio de la corte y luego el
embargo... ¡nequaquam!
Ema se contenía para no golpearlo. Con dulzura le pre-
guntó si no había manera de aplacar al señor Vincart.
-¡Cómo no! ¡Eso mismo! ¡Aplacar a Vingart! Usted no lo
conoce, es más feroz que un árabe.

370
MADAME BOVARY

A pesar de todo, el señor Lheureux creyó que debía in-


tervenir.
- Escuche, creo que hasta la fecha he sido bastante bon-
dadoso con usted.
Y abriendo uno de sus registros:
- Mire un poco.
Con el índice señalaba la página:
- Veamos..., veamos..., el 3 de agosto, doscientos fran-
cos, el 17 de junio, ciento cincuenta, el 23 de marzo, cua-
renta y seis..., en abril...
Se detuvo como si temiera cometer alguna tontería.
- Y no digo nada de los documentos firmados por el se-
ñor, uno de setecientos francos, otro de trescientos. En
cuanto a sus pequeños descuentos, con los intereses, es casa
de nunca acabar, uno se enreda en la cuenta. ¡No quiero sa-
ber nada más!
Ema lloraba; lo llamó "su buen señor Lheureux". Pero
él descargaba la culpa en el "terco de Vincart". Además no
tenía un céntimo, nadie le pagaba, se lo devoraban crudo, y
un pobre mercachifle como él no podía conceder adelantos.
Ema callaba, y el señor Lheureux, que mordisqueaba las
barbas de una pluma, se inquietó, sin' duda, ante ese silencio,
porque replicó:
- Por lo menos si tuviera alguna entrada un día de éstos,
podría...
- Pero - dijo ella- si el saldo de Barneville...
-¿Cómo?
Y al enterarse de que Langlois no había pagado se mos-
tró muy sorprendido. Luego, con voz más amable.

371
GUSTAVO FLAUBERT

-¿Y estaría usted dispuesta?...


-¡A lo que usted quiera!
El cerró los ojos para reflexionar, escribió algunas cifras
y declarando que tendría dolores de cabeza, que el asunto era
escabroso, una sangría verdadera, dictó cuatro documentos
de doscientos cincuenta francos espaciados, a plazos de ven-
cimiento de un mes.
-¡Con tal que Vincart quiera escucharme! Además, esta-
mos de acuerdo, no le doy más largas al asunto, me vuelvo
sordo.
Luego, como al descuido, le mostró algunas novedades,
ninguna de las cuales, en su opinión, era digna de la señora.
-¡Cuando pienso que éste es un vestido a siete sueldos el
metro y con garantía de tinte! ¡Vaya camelo! Se tragan el
anzuelo, porque usted se figura que la verdad no se la dicen
pretendía con esa confesión de la bellaquería ajena conven-
cerla de su completa probidad.
La llamó cuando se marchaba para mostrarle tres anas
de encaje halladas hacía poco tiempo en una venta.
-¿No son una hermosura? - decía Lheureux -; ahora se
usa mucho el encaje como cubrerrespaldo en los sillones. Es
la última moda.
Y más veloz que un prestidigitador envolvió el encaje en
papel azul y lo puso en manos de Ema:
-¿Puedo saber, por lo menos...?
-¡Hasta pronto! - dijo él dándole la espalda.
Esa misma noche, Ema apremió a Bovary para que le
escribiera a su madre reclamando el remanente de la heren-
cia. La suegra respondió que no quedaba nada: la liquidación

372
MADAME BOVARY

estaba hecha y aparte de Barneville disponían de seiscientas


libras de renta que les enviaría puntualmente.
La señora, entonces, despachó facturas a nombre de al-
gunos clientes y muy pronto empezó a abusar del recurso
porque le daba buen resultado; se cuidaba siempre de agre-
gar un post-scriptum: "No le diga nada a mi marido, usted
sabe lo orgulloso que es... Dispénseme usted... Su servidora."
Hubo algunas reclamaciones, pero fueron interceptadas por
Ema.
Para obtener dinero vendió sus viejos guantes, sus viejos
sombreros, la vieja quincallería; regateaba con rapacidad,
impulsada a la ganancia por su sangre campesina. Luego, en
sus viajes a la ciudad, compraba cosas de segunda mano,
esperando que el señor Lheureux o cualquier otro se las
comprara a su vez. Adquirió plumas de avestruz, porcelana
china, arcones; pedía prestado a Felicitas, a la señora Lefran-
cois, a la hotelera de la Cruz roja, a cualquiera, a todo el
mundo. Con el dinero que por fin recibió de Barneville pagó
dos de los documentos. Los otros mil quinientos francos se
evaporaron. Ema volvió a contraer deudas, ¡y así sucesiva-
mente!
Algunas veces, es verdad, trataba de sacar cuentas pero
al descubrir resultados tan exorbitantes no podía darles cré-
dito. Rehacía las cuentas, se enredaba muy pronto, abando-
naba todo y no volvía a pensar en ello.
¡Qué triste estaba ahora la casa! Los proveedores salían
de ella con cara furiosa. Los pañuelos yacían sobre la cocina,
y con gran escándalo de la señora Homais, la pequeña Berta
usaba medias agujereadas. Si Carlos, tímidamente, aventura-

373
GUSTAVO FLAUBERT

ba una observación, Ema respondía groseramente que no era


su culpa.
¿Por qué esos arrebatos? Carlos lo achacaba todo a la
antigua enfermedad nerviosa; y reprochándose el haber to-
mado sus males por defectos se acusaba de egoísmo y sentía
ganas de correr a abrazarla.
- Es mejor que no lo haga - se decía -, la incomodaría.
Y se quedaba quieto.
Después de la cena Carlos paseaba a solas por el jardín;
sentaba en sus rodillas a la pequeña Berta y desplegando su
diario de medicina trataba de enseñarle a leer. La niña, sin el
hábito del estudio, abría de par en par unos ojos tristes y se
echaba a llorar. El la consolaba entonces; iba a buscarle agua
en la regadera para que hiciera arroyos en la arena o quebra-
ba las ramas de los ligustros para plantar árboles en los can-
teros, cosa que poco perjudicaba al jardín, donde crecían a su
antojo las hierbas. ¡Se le debían tantos jornales a Lestibou-
dois! De pronto la niña sentía frío y llamaba a su madre.
- Llama a tu niñera - decía Carlos- Sabes bien, nenita,
que mamá no quiere que se la moleste.
Comenzaba el otoño y las hojas empezaban a caer, co-
mo dos años atrás, cuando ella estaba enferma! ¡Cuándo
terminaría todo aquello!...Y Carlos proseguía su paseo con
las manos a la espalda.
La señora estaba en su cuarto. Nadie subía allí. Ema
permanecía en su habitación el día entero, entumecida, a
medio vestir, haciendo quemar de vez en cuando pastillas de
serrallo compradas en Ruán en la tienda de un argelino. Para
no tener a su lado por la noche a ese hombre acostado y

374
MADAME BOVARY

dormido, acabó por relegarlo al segundo piso a fuerza de


melindres; leía hasta el amanecer libros extravagantes llenos
de cuadros orgiásticos y escenas sangrientas. A veces, presa
de terror, lanzaba un grito y Carlos acudía:
-¡Vete, por favor! - decía ella.
Otras, más encendida la llama íntima avivada por el
adulterio, jadeante, conmovida, llena de deseos, abría su
ventana y aspiraba el aire frío soltando al viento su cabellera
demasiado pesada y contemplaba las estrellas soñando con
amores principescos. Pensaba en él, en León. En ese mo-
mento todo lo hubiera dado por uno de esos encuentros que
la saciaban.
¡Eran sus días de gala y los quería espléndidos!; y cuan-
do él no podía pagar el gasto, ella completaba el excedente
con liberalidad, cosa que solía ocurrir frecuentemente. León
intentó hacerle comprender que estarían bien en otra parte,
en un hotel más modesto; ella puso objeciones.
Cierto día sacó de su bolso unas cucharillas de plata so-
bredorada (el regalo de bodas de papá Rouault) y le rogó que
las llevara en su nombre al montepío en seguida; León obe-
deció, aunque la gestión le incomodaba. Tenía miedo de
comprometerse.
Luego, reflexionando, halló extrañas las actitudes adop-
tadas por su querida y pensó que no estaban equivocados los
que pretendían apartarlo de ella.
En efecto, alguien había enviado a su madre una larga
carta anónima para prevenirla de que él se perdía con una
mujer casada; y la pobre mujer, al instante, entreviendo el
eterno espantajo de las familias, es decir, la vaga criatura

375
GUSTAVO FLAUBERT

perniciosa, la sirena, el monstruo que habita fantásticamente


las profundidades del amor, escribió a maese Dubocage, su
patrón, quien se portó correctamente. Durante tres cuartos
de hora intentó abrirle los ojos, advertirlo del abismo. Una
intriga semejante perjudicaría su situación futura. Le suplicó
que rompiera, y si no hacía ese sacrificio en su propio inte-
rés, ¡ que por lo menos lo hiciera por él!
León acabó por jurar que no volvería a ver a Ema; se
reprochaba el incumplimiento de la promesa considerando
los trastornos que esa mujer podía causarle, sin contar las
bromas que le hacían sus camaradas por las mañanas en tor-
no de la estufa. Además, estaba a punto de ascender a primer
pasante; había llegado el momento de portarse con seriedad.
De modo que renunciaba a la flauta, los sentimientos exalta-
dos, la imaginación; porque a pesar de ser muy burgués, en el
enardecimiento de su juventud, quizá tan sólo un día, quizá
tan sólo un minuto, se había creído capaz de pasiones in-
mensas, de grandes empresas. El más mediocre de los liber-
tinos alguna vez sueña con sultanas; cada notario lleva
consigo los despojos de un poeta.
Se aburría ahora cuando Ema, de pronto, sollozaba so-
bre su pecho; y su corazón, como ocurre con las gentes que
sólo pueden soportar una cierta dosis de música, se adorme-
cía indiferente bajo el fragor de un amor cuyas delicadezas ya
no advertía.
Se conocían demasiado para sentir los extravíos de la
posesión, que centuplican su goce. Ema estaba tan disgusta-
da de él como él estaba fatigado de ella. Ella encontraba en
el adulterio todas las vulgaridades del matrimonio.

376
MADAME BOVARY

¿Pero cómo liberarse? En vano Ema se sentía humillada


por la bajeza de semejante dicha; la ataba la costumbre o la
corrupción; y se encarnizaba más y más, matando la felicidad
a fuerza de pretenderla demasiado grande. Acusaba a León
de sus esperanzas fallidas como si la hubiera traicionado; y
llegaba hasta a desear una catástrofe que provocara la sepa-
ración de ambos, puesto que no tenía coraje para decidirla.
Lo mismo seguía escribiéndole cartas amorosas por
aquello de que una mujer debe escribirle siempre a su
amante. 'Pero al escribir, percibía a un hombre diferente, un
fantasma hecho de sus más ardientes recuerdos, sus más
hermosas lecturas, sus más fuerte codicias; y por fin ese
hombre se hacía tan verdadero y accesible que ella palpitaba,
maravillada, sin poder ya imaginarlo con claridad, porque
como un dios la imagen se perdía bajo la abundancia de los
atributos. Habitaba la comarca azulada donde las escalas de
seda se columpian en los balcones, bajo el soplo de las flores
al claro de luna. Ella lo sentía a su lado, vendría y la raptaría
en un solo beso. Luego recaía en la realidad, deshecha; por-
que sus arrebatos de vago amor la fatigaban más que sus
grandes desenfrenos.
Cumplían ahora un ciclo incesante y universal. Ema re-
cibía a menudo cheques, papeles sellados y apenas los mira-
ba. Hubiera querido no vivir más, dormir sin descanso.
Para media cuaresma no regresó a Yonville; esa noche
fue al baile de máscaras. Se puso un pantalón de terciopelo,
calcetines rojos, una peluca con cinta y un sombrero de tres
picos ladeado sobre la oreja. Brincó la noche entera al furio-
so son de los trombones; le hacían círculo, y por la mañana

377
GUSTAVO FLAUBERT

se encontró en el peristilo del teatro rodeada de cinco o seis


máscaras, leñadores y marineros, todos camaradas de León
que hablaban de ir a cenar.
Los cafés del barrio estaban llenos. En el puerto descu-
brieron un mediocre restaurante cuyo patrón los condujo a
una habitación pequeña en el cuarto piso.
Los hombres cuchichearon en un rincón, sin duda con-
sultándose acerca del gasto. Uno de ellos era pasante, dos,
estudiantes de medicina, el otro, empleado. ¡Vaya compañía!
En cuanto a las mujeres, por el timbre de la voz no tardó
Ema en descubrir que debían de ser todas de ínfima ralea.
Entonces sintió miedo, echó hacia atrás su silla y bajó los
ojos.
Los demás empezaron a comer. Ema no comía; le ardía
la frente, sentía pinchazos en los párpados y un frío helado
en la piel. En su cabeza repercutía el piso de la sala de baile,
estremecido aún por las rítmicas pulsaciones de los bailari-
nes. Luego el olor del ponche y el humo de los cigarros la
aturdieron. Se desmayaba, la llevaron a la ventana.
Comenzaba a amanecer y una gran mancha de color
púrpura se ensanchaba en el pálido cielo del lado de Santa
Catalina. El lívido río tiritaba bajo el viento; los puentes es-
taban desiertos, se apagaban los reverberos.
Ema se reanimó y acertó a pensar en Berta, dormida allá
lejos, en el cuarto de la criada. En ese momento pasó una
carreta llena de varillas de hierro, lanzando contra las paredes
de las casas una ensordecedora vibración metálica.
Ema se esquivó bruscamente, se quitó el disfraz, dijo a
León que debía regresar y por fin se halló a solas en el Hotel

378
MADAME BOVARY

de Boulogne. Todo, hasta ella misma, le resultaba insoporta-


ble. Hubiera querido volar como un pájaro y rejuvenecerse
en algún lugar, muy lejos, en los inmaculados espacios.
Salió, atravesó el bulevar, la plaza Cauchoise, el subur-
bio, hasta una calle despejada que concluía en los jardines.
Caminaba de prisa, el aire libre la calmaba; poco a poco los
rostros de la multitud, las máscaras, las cuadrillas, las luces, la
cena, aquellas mujeres, desaparecieron como bruma al disi-
parse. Cuando llegó a la Cruz roja se arrojó sobre su cama,
en el cuartito del segundo piso con sus grabados de la Torre
de Nesle. Hivert la despertó a las cuatro de la tarde.
A su regreso a casa, Felicitas le mostró un papel gris
oculto detrás del reloj. Ella leyó:
“En virtud del traslado de la escritura, en forma ejecuto-
ria de juicio...”
¿Cuál juicio? En efecto, la víspera habían traído otro
papel que ella ignoraba; la dejaron estupefacta las siguientes
palabras:
“Apercibimiento real, de la justicia y la ley, a la señora
Bovary...”
Y saltando algunas líneas leyó:
"Dentro de veinticuatro horas, como último plazo."
¿Qué, pues? "Pagar la suma total de ocho mil francos", y
más abajo decía: "Será obligada a ello por las vías del dere-
cho y sobre todo por el embargo ejecutorio de sus muebles y
efectos.”
¿Qué hacer?... Veinticuatro horas; mañana! Pensó que
Lheureux quería asustarla una vez más; porque de improviso

379
GUSTAVO FLAUBERT

adivinaba sus maniobras y el objeto de sus complacencias.


La tranquilizaba la exageración misma de la suma.
Sin embargo, a fuerza de comprar, no pagar, tomar
prestado, firmar documentos, renovar dichos documentos,
inflados a cada nuevo vencimiento, había concluido por ar-
marle un capitalito al señor Lheureux y éste lo aguardaba con
impaciencia para sus especulaciones.
Ema fue a visitarlo con aspecto indiferente.
-¿Sabe lo que me ocurre? ¡Supongo que será una broma!
- No.
-¡No puede ser!
El se volvió lentamente y le dijo, cruzando los brazos:
-¿Creía, mi linda señora, que hasta la consumación de
los siglos yo sería su proveedor y banquero por amor de
Dios? ¡Buena falta hace que recobre mis inversiones, seamos
justos!
Ella protestó por la deuda.
-¡Tanto peor! ¡El tribunal la ha reconocido! ¡Hay un jui-
cio! ¡Se lo notifican! Además no soy yo, es Vingart.
-¿No podría usted?...
-¡ Por nada del mundo!
- Pero..., sin embargo..., razonemos...
Batió el parche; nada sabía, era una sorpresa...
-¿De quién es la culpa? - dijo Lheureux con irónica reve-
rencia -. Mientras yo sudo corno un negro, usted se lo pasa
tan ricamente.
-¡ Sermones no!
- No están de más - replicó él.

380
MADAME BOVARY

Ema fue cobarde, le suplicó; llegó a apoyar su bonita


mano blanca y larga sobre las rodillas del comerciante.
-¡Déjeme en paz! ¡ Parecería que quiere seducirme!
-¡Usted es un miserable!- exclamó ella.
-;Oh, qué manera de tomarlo! - respondió él riendo.
- Haré saber quién es usted. Diré a mi marido que...
-¡Bueno, yo le mostraré algo a su marido?
Y Lheureux sacó de la caja fuerte un recibo de mil
ochocientos francos firmado por ella cuando se hizo el des-
cuento del pagaré .con Vingart.
-¿Cree que ese pobre hombre no comprenderá su esta-
fita?
Ema se abatió, como si un golpe de maza acabara de
voltearla. Lheureux iba de la ventana al escritorio repitiendo:
- Se lo mostraré..., claro está que se lo mostraré...
Luego se aproximó a Ema con voz insinuante:
- Sé muy bien que no es divertido, pero al fin y al cabo
nadie ha muerto, y puesto que es la única forma que le queda
de devolverme mi dinero...
- Pero ¿dónde quiere que encuentre ese dinero? - dijo
Ema retorciéndose las manos.
-¡Bah! Cuando uno tiene amigos, como usted...
Y la miró de manera tan perspicaz y terrible que ella
sintió estremecerse hasta sus entrañas.
- Le prometo -dijo- que firmaré...
-¡ Firmas suyas! ¡Ya tengo bastantes!
- Venderé...
- Vamos, si no le queda nada - dijo él encogiéndose de
hombros.

381
GUSTAVO FLAUBERT

Y gritó por la mirilla que daba a la tienda:


- ¡Anita!, ¡no olvides los cupones del número 14!
Apareció la sirvienta; Ema comprendió y preguntó
"cuánto dinero necesitaría para detener el procedimiento".
-¡Es demasiado tarde!
- Pero ¿si le trajera varios miles de francos, el cuarto de
la suma, el tercio, la mayor parte?
-¡No, es inútil!
La empujaba suavemente hacia la escalera.
-¡ Se lo ruego, señor Lheureux, concédame unos días
más!
Ema sollozaba.
- Bueno, ¡lagrimitas ahora!
-¡No me haga desesperar!
-¡Me importa un comino! - dijo él cerrando la puerta.

382
MADAME BOVARY

VII

Ema fue estoica al día siguiente, cuando Hareng, aboga-


do, oficial de justicia, se presentó con dos testigos en su casa
para redactar el acta de embargo.
Comenzaron por el consultorio de Bovary y no toma-
ron nota de la cabeza frenológica porque la consideraron
instrumento profesional; pero en la cocina contaron los
platos, marmitas, sillas, antorchas, y en su dormitorio las
chucherías de la repisa. Examinaron sus vestidos, la ropa
blanca, el cuarto de tocador; su existencia, hasta en los más
íntimos repliegues, fue como un cadáver extendido al que se
practica a autopsia, ante las miradas de esos tres hombres.
Hareng, el abogado, ceñido en una liviana levita negra,
con corbata blanca y polainas bien tirantes, repetía de vez en
cuando:.
-¿Me permite, señora? ¿Me permite, señora?
A menudo lanzaba una exclamación:
-¡Qué encanto!..., ¡es muy bonito!

383
GUSTAVO FLAUBERT

Luego seguía escribiendo, mojando la pluma en el tinte-


ro de hueso sostenido en su mano izquierda.
Cuando concluyeron con las habitaciones subieron al
desván.
Ema guardaba allí un pupitre donde tenía escondidas las
cartas de Rodolfo. Hubo que abrirlo.
-¡Ah, correspondencia! - dijo Hareng, el abogado, con
sonrisa discreta -. ¡Pero permítame!, porque tengo que asegu-
rarme de que la caja no contiene otra cosa.
Movió ligeramente los papeles como si quisiera descu-
brir los napoleones ocultos. Ema se indignó cuando la tosca
mano, de dedos rojos y blandos como gusanos, se posó so-
bre las páginas que hicieran latir su corazón.
Por fin se marcharon. Felicitas reapareció. La había
puesto al acecho para despistar a Bovary y entrambas metie-
ron en el desván al oficial de guardia, quien juró no salir de
su escondite.
Esa noche Carlos parecía preocupado. Ema lo espiaba
con mirada llena de angustia, creyendo advertir una acusa-
ción en cada arruga de su rostro. Luego, cuando sus ojos se
posaban sobre la chimenea adornada de pantallas chinas,
sobre las largas cortinas, los sillones, sobre todas las cosas
que habían endulzado la amargura de su vida, era presa del
remordimiento, o mejor dicho de una inmensa congoja que
irritaba su pasión en lugar de aniquilarla. Carlos, plácida-
mente, atizaba el fuego con los pies apoyados en los mori-
llos.
De pronto, el guardia, aburrido sin duda en su escondi-
te, hizo un leve ruido.

384
MADAME BOVARY

-¿Alguien camina allí arriba? - preguntó Carlos.


- No - dijo ella -, es una lucerna que ha quedado abierta
y el viento la golpea.
Al día siguiente, domingo, fue a Ruán para visitar a los
banqueros cuyos nombres conocía. Estaban en el campo o
de viaje. No se desanimó y pidió dinero a todos los que
acertó a encontrar, argumentando que lo necesitaba pero que
lo devolvería. Algunos se le rieron en plena cara, y todos se
negaron.
A las dos de la tarde corrió a casa de León y llamó a su
puerta. Nadie abría. Por fin apareció él.
-¿Por qué has venido?
-¿Te incomoda?
- No..., pero...
Le confesó que el dueño de casa no quería que recibiera
"mujeres".
- Tengo que hablarte - insistió ella.
El buscó la llave. Ella detuvo el ademán.
- Oh, no, allí, en casa...
Fueron a su habitación del Hotel de Boulogne.
Cuando entraron ella bebió un gran vaso de agua. Esta-
ba muy pálida. Le dijo:
- León, vas a prestarme un servicio.
Y sacudiendo sus manos, juntas entre las suyas, agregó:
- Escucha, ¡necesito ocho mil francos!
-¡Estás loca!
- Todavía no.
A renglón seguido le contó la historia del embargo, le
expuso su aflicción; Carlos ignoraba todo; su suegra la de-

385
GUSTAVO FLAUBERT

testaba, papá Rouault nada podía hacer, pero él, León, se


pondría en movimiento al instante para encontrar esa indis-
pensable suma.
-¿Cómo quieres que...?
-¡No seas tan cobarde! - exclamó ella.
Entonces él fue torpe:
- Exageras el mal. Quizá ese hombre se calmaría con un
millar de escudos.
Razón de más para intentar alguna gestión, no era im-
posible encontrar tres mil francos. León podía muy bien
servirle como garantía.
- Vamos, ¡hazlo!, ¡es necesario!, ¡corre!...¡Oh, trata de ha-
cerlo, te querría tanto... !
León salió para regresar una hora después, diciendo con
semblante solemne:
- Fui a ver a tres personas... inútilmente.
Se sentaron uno frente al otro, a ambos lados de la chi-
menea, inmóviles, silenciosos. Ema se encogía de hombros,
enfurecida. El la oyó murmurar:
- Si yo estuviera en tu lugar, ¡ya lo creo que encontraría
ese dinero!
-¿Dónde, por favor?
-¡En tu estudio:
Lo miraba.
Una infernal audacia brotaba de sus pupilas encendidas
y sus párpados se entrecerraban de manera lasciva y provo-
cadora. León sintió flaquear sus fuerzas bajo la muda volun-
tad de esa mujer que le aconsejaba un delito. Tuvo miedo,

386
MADAME BOVARY

entonces, y para evitar toda explicación se dio un golpe en la


frente, exclamando:
-¡Morel debe regresar esta noche! Espero que no me
niegue el dinero (era uno de sus amigos, hijo de un rico ne-
gociante) y mañana te lo llevaré - agregó.
Ema no pareció acoger esa esperanza con tanta alegría
como él había supuesto. ¿Sospechaba la mentira? El prosi-
guió, sonrojándose:
- Pero si a las tres no he aparecido, no me esperes, que-
ridita. Tengo que irme, ¡ adiós!
Estrechó su mano y la sintió inerte. Ema había perdido
toda capacidad de sentimiento.
Dieron las cuatro; Ema se puso de pie para regresar a
Yonville, obedeciendo como un autómata al impulso de sus
hábitos.
Hacía buen tiempo; uno de esos días del mes de marzo,
claros y ásperos, en los que el sol reluce sobre un cielo blan-
co. Algunos ruaneses endomingados paseaban con caras
felices. Ella llegó a la plaza del Tribunal. La gente salía de
vísperas por los tres portales, como un río bajo los tres arcos
de un puente, y en medio de la multitud estaba parado el
suizo, más quieto que una roca.
Ema recordó entonces el día en que, ansiosa y llena de
esperanzas, penetró en la gran nave extendida ante sus ojos,
menos profunda que su amor; y siguió andando, llorando
bajo su velo, aturdida, vacilante, a punto de desfallecer.
-¡Cuidado! - gritó una voz que surgía de una puerta co-
chera al ser abierta.

387
GUSTAVO FLAUBERT

Se detuvo para dejar paso a un caballo negro piafante


entre las varas de un tílburi conducido por un caballero con
abrigo de cibelina. ¿Quién era ese hombre? Ella lo conocía...
El coche avanzó y desapareció.
¡Pero si era el vizconde! Ema se volvió; la calle estaba
desierta. Se sintió tan abrumada y triste que debió apoyarse
contra la pared para no caer.
Luego pensó en sus errores. Por lo demás, ¿qué sabía?
Todo la abandonaba, en su fuero íntimo y en el mundo exte-
rior. Se sentía perdida, rodando al azar hacia indefinibles
abismos, y casi con alegría divisó, al llegar a la Cruz roja, al
bueno de Homais contemplando cómo cargaban en la Go-
londrina una caja llena de productos de farmacia; envueltos
en un pañuelo de seda tenía en la mano seis cheminots para
su mujer.
La señora Homais adoraba esos panecillos pesados, re-
dondos como turbantes, que se comen en cuaresma untados
con manteca salada; resabio de los alimentos góticos, se re-
monta tal vez a la época de las Cruzadas, y hacía las delicias
de los robustos normandos, que creían ver sobre la mesa, a
la luz de los amarillos blandones, las cabezas de los sarrace-
nos listas para ser devoradas. Como ellos, la mujer del boti-
cario los masticaba heroicamente, a pesar de su deficiente
dentadura; y cada vez que el señor Homais hacía un viaje a la
ciudad, invariablemente le llevaba algunos, comprados siem-
pre en casa del mejor repostero, en la calle Masacre.
-¡Encantado de verla! - dijo ofreciendo la mano a Ema
para ayudarla a subir a la Golondrina.

388
MADAME BOVARY

Luego puso los bollos dentro de la red y permaneció


descubierto, con los brazos cruzados, en postura medita-
bunda y napoleónica.
Pero cuando, como de costumbre, el ciego apareció al
pie de la cuesta, exclamó:
-¡No comprendo cómo las autoridades toleran aún estas
industrias culpables! Debían encerrar a estos desdichados,
forzarlos a trabajar; ¡palabra que el progreso marcha a paso
de tortuga! ¡Andamos a tientas en plena barbarie!
El ciego tendía su sombrero vacilante sobre el borde de
la portezuela como si fuera un bolsillo del desclavado tapi-
zado.
- Vean un poco - dijo el farmacéutico -, ¡ una enferme-
dad escrofulosa!
Y aunque conocía al pobre diablo, fingió verlo por pri-
mera vez y murmuró palabras como córnea, córnea opaca,
esclerótica, facies; luego preguntó con acento paternal:
-¿Hace mucho tiempo, amigo mío, que padeces esta es-
pantosa enfermedad? En lugar de emborracharte en la ta-
berna, harías mejor en seguir un régimen.
Lo animaba a beber buen vino, buena cerveza, buenos
asados. El ciego proseguía su canción; parecía casi idiota.
Por fin, el señor Homais abrió su bolsa:
- Toma, ahí tienes un sueldo, devuélveme dos octavos; y
no olvides mis recomendaciones. Te hará bien.
Hivert se permitió en voz alta algunas dudas sobre su
eficacia. Pero el boticario afirmó que él mismo lo curaría con
una pomada antiflogística que preparaba, y le dio sus señas:

389
GUSTAVO FLAUBERT

- El señor Homais, al lado del mercado, todos me cono-


cen.
- Bueno - dijo Hivert -, en pago haznos la comedia.
El ciego se dejó caer al suelo, echó hacia atrás la cabeza,
alzó los ojos verdosos, sacó la lengua, y mientras se frotaba
con ambas manos el estómago lanzó una especie de sordo
alarido, como un perro hambriento. Ema, asqueada, le tiró
sin volverse una moneda de cinco francos, toda su fortuna.
Le parecía hermoso desprenderse así de ella.
El coche había reanudado la marcha cuando el señor
Homais se asomó de golpe por la ventanilla y gritó:
-¡Ni farináceos ni lácteos! ¡Usar lana sobre la piel y darse
vahos de humo de bayas de jengibre en las partes enfermas!
Poco a poco, el espectáculo de las cosas conocidas dis-
traía a Ema de su dolor presente. La agobiaba una intolera-
ble fatiga, y llegó a su casa atontada, desalentada, casi
adormecida.
-¡Que sea lo que Dios quiera! - se decía.
Y además, ¿por qué no?, en el momento menos pensado
podía surgir un hecho extraordinario. Hasta podía morir el
mismo Lheureux.
A las nueve de la mañana la despertó un ruido de voces
en la plaza. En el mercado la gente se reunía para leer un
gran cartel pegado a uno de los postes y Ema vio cómo Jus-
tino trepaba a un mojón y desgarraba el aviso. En ese mismo
momento el guarda rural aferró al muchacho del cuello. El
señor Homais salió de la farmacia y la tía Lefrancois parecía
perorar en medio de la multitud.

390
MADAME BOVARY

-¡ Señora, señora! - exclamó Felicitas entrando -, es un


horror!
La muchacha, emocionada, le tendía un papel amarillo
recién arrancado de la puerta. Ema leyó de una ojeada que su
mobiliario estaba en venta.
Ambas se miraron en silencio. No había secretos entre
ama y criada. Por fin, Felicitas suspiró:
- Si yo fuera usted, señora, iría a visitar al señor Gui-
llaumin.
-¿Te parece?
La interrogación quería decir:
"Tú conoces la casa por el sirviente; ¿acaso el amo habló
de mí alguna vez?”
- Sí, vaya, hará bien.
Ema se vistió, se puso su traje negro y la capota con
cuentas de azabache; y para que no la vieran (había siempre
mucha gente en la plaza) tomó por las afueras de la aldea,
por el sendero que bordeaba el río.
Llegó sin aliento ante la verja del notario; el cielo estaba
sombrío y caía nevisca.
AL son de la campanilla apareció Teodoro en el pórtico,
con su chaleco rojo; acudió a abrir casi familiarmente, como
a una conocida, y la introdujo en el comedor.
Una gran estufa de porcelana zumbaba bajo un cactus
en su nicho y dentro de sus marcos de madera oscura, sobre
el papel de color de roble, estaban la Esmeralda de Steuben y
el Putifar de Schopin. La mesa puesta, dos calentadores de
plata, el picaporte de cristal de las puertas, el entarimado y
los muebles, todo relucía con minuciosa prolijidad inglesa;

391
GUSTAVO FLAUBERT

los vidrios de las ventanas tenían en cada uno de sus ángulos


un trozo de color.
- Este es el comedor que a mí me haría falta- pensaba
Ema.
El notario entró, sujetando con el brazo izquierdo la
bata de entrecana con adorno de palmas, en tanto que con la
otra mano se quitaba y se ponía sucesivamente el gorro de
terciopelo castaño, pretenciosamente ladeado hacia la dere-
cha, del que asomaban los cabos de tres mechones rubios
peinados sobre el occipucio que contorneaban el cráneo
calvo.
Después de ofrecer un asiento a Ema se sentó para al-
morzar, pidiendo mil perdones por su falta de cortesía.
- Señor - dijo ella -, le rogaría que...
-¿Qué, señora? La escucho.
Ema empezó a exponerle su situación.
El notario Guillaumin la conocía, puesto que tenía una
asociación secreta con el comerciante en paños, en cuyo
despacho siempre encontraba capitales para los préstamos
hipotecarios pedidos por sus clientes.
Por lo tanto, sabía (y mejor que ella) la larga historia de
esos pagarés, mínimos en un principio, con diferentes endo-
sos y vencimientos a largos plazos, continuamente renova-
dos hasta el día en que, reunidos todos los protestos, el
comerciante encargó a su amigo Vingart la iniciación en su
nombre del pleito necesario, porque no quería pasar por un
tigre ante sus conciudadanos.
Ema entremezcló su relato de recriminaciones dirigidas
a Lheureux, acusaciones a las que el notario respondía de vez

392
MADAME BOVARY

en cuando con alguna palabreja insignificante. Mientras co-


mía su costilla y bebía su té, hundía el mentón en la corbata
color azul cielo, sujeta por dos alfileres de diamantes unidos
por una cadenita de oro, y sonreía con extraña sonrisa, de un
modo dulzón y ambiguo. Luego, advirtiendo que Ema tenía
los pies húmedos:
- Acérquese a la estufa, por favor..., más cerca, póngase
junto a la porcelana.
Ella temía ensuciarla. El notario replicó con acento ga-
lante:
- Las cosas hermosas no manchan.
Entonces Ema trató de conmoverlo, y conmoviéndose
a su vez le contó la estrechez de su hogar, sus apuros de
dinero, sus necesidades. El lo comprendía: ¡una mujer ele-
gante!, y sin interrumpir su almuerzo se había vuelto hacia
ella hasta rozar con su rodilla uno de sus borceguíes, cuya
suela se curvaba y despedía vapor al secarse.
Pero cuando Ema le pidió mil escudos, apretó los labios
y luego declaró estar muy apenado por no haber tenido antes
el manejo de su fortuna, porque había mil maneras cómodas,
aun para una señora, de dar valor al dinero. Habrían podido
aventurarse a excelentes y seguras especulaciones sobre las
turberas de Grumesnil o los terrenos del Havre; y dejó a
Ema consumirse de rabia pensando en las fantásticas sumas
que con toda certeza habría ganado.
-¿Por qué no vino a verme? - le preguntó.
- No lo sé bien - dijo ella.
-¿Por qué? ¿Yo le inspiraba miedo, acaso? ¡Pero si soy
yo quien debiera quejarse! ¡Nos conocemos apenas! Y yo

393
GUSTAVO FLAUBERT

siento por usted una gran devoción. Espero que se habrá


dado cuenta de eso.
Estiró la mano, tomó la de Ema, la cubrió con un beso
voraz, la mantuvo sobre su rodilla; y jugaba delicadamente
con sus dedos mientras le decía mil ternezas.
Su blanda voz susurraba como un arroyo que corre; de
sus pupilas brotaba una chispa a través del espejeo de sus
gafas, y sus manos se metían por la manga de Ema para pal-
parle el brazo. Ella sentía contra su mejilla el soplo de una
respiración agitada. Aquel hombre le molestaba horrible-
mente.
Se puso de pie de un salto y le dijo:
-¡ Señor, estoy esperando!
-¿Qué, por favor? - preguntó el notario, que de pronto
se puso muy pálido.
-¡Ese dinero!
- Pero...
Luego, cediendo a la irrupción de un deseo demasiado
fuerte:
- Bueno, ¡sí!...
Se arrastraba de rodillas ante Ema sin cuidarse de su
bata.
-¡Quédese, por favor! ¡Yo la quiero!
Asió su talle.
Una ola de púrpura subió rápidamente al rostro de la
señora Bovary. Retrocedió con expresión terrible, gritando
casi:
-¡ Señor, usted se aprovecha impúdicamente de mi aflic-
ción! ¡Soy digna de lástima, pero no me vendo!

394
MADAME BOVARY

Y salió.
El notario quedó harto estupefacto, con los ojos clava-
dos en sus bonitas pantuflas bordadas. Era un regalo amoro-
so, y por fin su visión lo consoló. Además, pensaba que una
aventura semejante lo hubiera llevado demasiado lejos.
-¡Miserable, canalla, infame! - se decía ella recorriendo
con paso nervioso el camino de los álamos. La desilusión del
fracaso redoblaba la indignación de su pudor ultrajado; le
parecía que la providencia se encarnizaba en su persecución,
y ensalzándose orgullosa, nunca se estimó tanto ni despreció
tanto a los demás. La transportaba un sentimiento belicoso.
Hubiera querido golpear a los hombres, escupirles en plena
cara, hacerlos pedazos; y con paso rápido segura adelante,
pálida, temblorosa, enfurecida, recorriendo con su mirada
llorosa el vacío horizonte, como si se deleitara con el odio
que la ahogaba.
Cuando divisó su casa un entorpecimiento se apoderó
de ella. No podía dar un paso más; pero tenía que hacerlo,
¿adónde huir?
Felicitas la aguardaba en la puerta.
-¿Y?
-¡No! - dijo Ema.
Durante un cuarto de hora ambas pasaron revista a las
diferentes personas de Yonville dispuestas tal vez a soco-
rrerla. Pero cada vez que Felicitas nombraba a alguien, Ema
replicaba:
-¡No es posible! ¡Se negarán!
-¡El señor debe de estar por llegar!
- Ya lo sé... déjame sola.

395
GUSTAVO FLAUBERT

Todo lo había intentado. Ahora nada quedaba por ha-


cer; y cuando Carlos se presentara le diría:
- Retírate. Esa alfombra que pisas no es nuestra. De tu
hogar no te queda un mueble, un alfiler, una brizna de paja,
¡yo te he arruinado, pobre hombre!
Entonces habría un gran sollozo, luego Carlos lloraría a
mares y, por fin, pasada la sorpresa, perdonarla.
- Sí - murmuraba Ema rechinando los dientes -, perdo-
narme él, a quien no le bastaría un millón para que lo discul-
pe por haberme conocido. ¡Jamás, jamás!
La exasperaba la idea de la superioridad de Bovary sobre
ella. Además, confesara o no, en seguida, dentro de un rato,
mañana, lo mismo se enteraría de la catástrofe; por consi-
guiente, era necesario esperar la horrible escena y padecer el
peso de su magnanimidad. Tuvo ganas de visitar nueva-
mente a Lheureux: ¿para qué?; de escribir a su padre: era
demasiado tarde; y quizá se arrepentía ahora de no haberse
entregado al otro cuando oyó el trote de un caballo en la
avenida. Era él, abría la valla, más pálido que la pared de
yeso Ema corrió escaleras abajo y escapó por la plaza; la
mujer del alcalde, que charlaba con Lestiboudois delante de
la iglesia, la vio entrar en casa del recaudador.
Corrió a prevenir a la señora Caron. Las dos señoras
treparon al desván y ocultas tras la ropa colgada se apostaron
cómodamente para ver lo que pasaba en casa de Binet.
Estaba solo en su bohardilla, tratando de imitar con
madera uno de esos indescriptibles marfiles compuestos de
medias lunas, esferas incrustadas unas en las otras, formando
un objeto erguido como un obelisco que no sirve para nada;

396
MADAME BOVARY

atacaba la última pieza, ¡ llegaba a su meta! En el claroscuro


del taller, el polvillo rubio volaba de su instrumental como
un airón de chispas bajo la herradura de un caballo al galope;
las dos ruedas giraban, roncaban; Binet sonreía con la cabeza
gacha, abiertas las narices, perdido en una de esas dichas
completas propias únicamente de las ocupaciones mezqui-
nas, que divierten la inteligencia con dificultades fáciles y la
sacian con una realización, más allá de la cual no hay posibi-
lidad de sueño.
- Ahí está ella - dijo la señora Tuvache.
Pero el ruido del torno no dejaba oír lo que decía.
Por fin las señoras creyeron percibir la palabra francos y
la tía Tuvache sopló por lo bajo:
- Le suplica que le conceda una demora en sus contri-
buciones.
-¡Así parece! - respondió la otra.
La vieron pasear de un extremo al otro del cuarto exa-
minando contra las paredes los aros de servilleta, los cande-
leros, las perillas de escalera, mientras Binet, satisfecho, se
acariciaba la barba.
-¿Habrá ido a hacerle algún encargo? - dijo la señora
Tuvache.
-¡ Pero si él no vende nada! - objetó su vecina.
EL recaudador parecía escuchar, mientras abría tama-
ños ojos, como si no comprendiera. Ella seguía hablando
con semblante tierno, suplicante. Se acercó, palpitante el
seno; ya no hablaban.
-¿Se le está insinuando?- dijo la señora Tuvache.
Binet estaba rojo hasta las orejas. Ema tomó sus manos.

397
GUSTAVO FLAUBERT

-¡Ah, es demasiado!
Sin duda le proponía una atrocidad; porque el recauda-
dor, que sin embargo era valiente - habla combatido en
Bautzen y Lutzen y hecho la campaña de Francia hasta ser
propuesto para la cruz -, de pronto, como si viera una ser-
piente, retrocedió lejos, exclamando:
-¡ Señora, cómo se le ocurre!
- Debían azotar a esas mujeres - dijo la señora Tuvache.
-¿Dónde está? - respondió la señora Caron.
Ema había huido al oír tales palabras; la vieron luego
tomar por la Calle Mayor, dar vuelta a la derecha como si
fuera al cementerio, y se perdieron en conjeturas.
-¡Tía Rollet! - dijo cuando llegó a casa de la nodriza -.
¡Me ahogo! ¡Aflójeme las ropas!
Se arrojó sobre la cama; sollozaba. La tía Rollet la dejó
en enaguas y se quedó de pie a su lado. Lugo, como Ema
callaba, la buena mujer se alejó, tomó su rueca y empezó a
hilar.
-¡Acabe de una vez! - gritó Ema creyendo oír el torno de
Binet.
"¿Qué la aflige? - se preguntaba la nodriza -¿Por qué ha
venido aquí?”
Ema había acudido a esa casa impulsada por una especie
de espanto que la expulsaba de su hogar.
De espaldas, inmóvil sobre la cama, con los ojos fijos,
discernía vagamente los objetos a pesar de que les aplicaba
su atención con idiota persistencia. Miraba el desconchado
de las paredes, dos tizones que ardían hasta el fin, una araña
caminando por encima de su cabeza en la grieta de una viga.

398
MADAME BOVARY

Por fin resumió sus ideas. Recordaba... Un día, con León...


¡Oh, qué lejos estaba!...El sol brillaba sobre el río y las cle-
mátides perfumaban el aire... Arrastrada entonces por sus
recuerdos como por un hirviente torrente, logró acordarse
del día anterior.
-¿Qué hora es? - preguntó.
La tía Rollet salió, levantó los dedos de su mano dere-
cha del lado donde el cielo era más claro y regresó lenta-
mente, diciendo:
- Van a ser las tres.
-¡Ah, gracias, gracias!
Porque León vendría. ¡Con toda seguridad! Habría en-
contrado el dinero. Pero quizá reía allá en la aldea, sin sospe-
char dónde estaba ella; ordenó a la nodriza que fuera a su
casa para traerlo.
- ¡Dese prisa!
- Pero, querida señora, ya voy, ya voy.
Ema se asombraba ahora por no haber pensado en él
desde el primer momento; le había dado su palabra ayer y no
faltaría a ella; se veía ya en el despacho de Lheureux deposi-
tando sobre el escritorio los tres billetes de banco. Luego
sería preciso inventar una historia para explicar las cosas a
Bovary. ¿Cuál?
Entre tanto la nodriza tardaba en regresar. Pero como
en la choza no había reloj, Ema temía exagerar lo largo del
tiempo. Se dedicó a pasear por el jardín, paso a paso; reco-
rrió el sendero del vallado y retornó ligero esperando que la
buena mujer hubiera regresado por otro camino. Por fin,
cansada de aguardar, asediada por rechazadas sospechas, no

399
GUSTAVO FLAUBERT

sabiendo si hacía un siglo o un minuto que estaba allí, se


sentó en un rincón y cerró los ojos, tapándose los oídos.
Chilló la valla: Ema dio un brinco, y antes de que pudiera
hablar, la tía Rollet le había dicho:
-¡En su casa no hay nadie!
-¿Cómo?
-¡Nadie! Y el señor llora. La llama. La están buscando.
Ema no respondió. Respiraba agitada, girando los ojos
en torno, mientras la campesina, asustada de su semblante,
retrocedía instintivamente creyéndola loca. De pronto Ema
se dio una palmada en la frente y lanzó un grito, porque el
recuerdo de Rodolfo, como un rayo en una noche oscura,
había iluminado su alma. Era tan bueno, tan delicado, tan
generoso. Y además si vacilaba en prestarle aquel servicio,
ella sabría muy bien obligarlo, recordándole en un abrir y
cerrar de ojos su amor perdido. Partió, pues, hacia la Hu-
chette sin advertir que corría a ofrecerse al hombre que tanto
la exasperara, ni sospechar siquiera esa prostitución.

400
MADAME BOVARY

VIII

Mientras andaba se preguntaba: "¿Qué le diré?" "¿Por


dónde empezaré?" Y a medida que avanzaba reconocía los
matorrales, los árboles, los juncos marinos sobre la colina, el
castillo allá lejos. Se reencontraba con las sensaciones de su
primer amor, y su pobre corazón oprimido se dilataba afec-
tuosamente. Un viento tibio soplaba sobre su cara; la nieve al
derretirse caía gota a gota sobre la hierba.
Como antaño, entró por el portillo del parque y luego
llegó al patio principal bordeado por una doble fila de fron-
dosos tilos. Balanceaban con un silbido sus largas ramas. En
el cortil los perros ladraron todos a la vez y sus ladridos re-
sonaron sin que nadie apareciera.
Ema subió la ancha escalera recta, con balaustrada de
madera que conducía hasta el corredor embaldosado y pol-
voriento, al que daban varios cuartos en fila, como en los
monasterios o las posadas. La suya estaba al fondo; en el
extremo, a la izquierda. Cuando acertó a poner sus dedos
sobre el picaporte, sus fuerzas la abandonaron de improviso.

401
GUSTAVO FLAUBERT

Temía que él no estuviera allí; casi lo deseaba, y sin embargo


era su última esperanza, la única oportunidad de salvación.
Se concentró e intento antes de entrar cobrar fuerzas con el
sentido de la necesidad presente.
Rodolfo estaba junto al fuego, con los pies apoyados en
el marco de la chimenea, fumando una pipa.
-¡Vaya, es usted! - dijo poniéndose bruscamente de pie.
- Sí, yo..., Rodolfo..., quisiera pedirle un consejo.
Pero, a pesar de sus esfuerzos, no conseguía despegar
los labios.
- No ha cambiado... ¡siempre está encantadora!
-¡Oh! - respondió ella con amargura -, un triste encanto,
amigo mío, puesto que usted lo desdeñó.
Rodolfo inicio entonces una explicación de su conducta,
en términos vagos, a falta de mejor invención.
Ella se dejó llevar por sus palabras, mejor aún por su
voz y por el espectáculo de su persona; y simuló creerle o tal
vez creyó en el pretexto de su ruptura: un secreto del que
dependían el honor y hasta la vida de una tercera persona.
- Lo mismo da - dijo Ema mirándolo con tristeza -, yo
sufrí mucho.
EL respondió con acento filosófico.
-¡La existencia es así!
- Por lo menos - replicó Ema -, ¿fue buena para usted
después de nuestra separación?
- Oh..., ni buena ni mala.
- Quizá hubiera sido mejor no separarnos...
- Sí... ¡quizá!
-¿Lo crees así? - dijo ella acercándose.

402
MADAME BOVARY

Y suspiró:
-¡Oh, Rodolfo! Si supieras..., ¡te he querido mucho!
Tomó entonces su mano y permanecieron un momento
con los dedos entrelazados, ¡ como el primer día, en los co-
micios! Por orgullo, él se resistía al enternecimiento. Pero
Ema se dejó caes sobre su pecho y le dijo:
-¿Cómo querías que viviese sin ti? ¡No es posible desa-
costumbrarse cuando se es feliz! Estaba desesperada. ¡Creí.
morir! Te contaré todo y sabrás la verdad. ¡Y tú huiste de mí!
En aquellos tres años Rodolfo la había evitado cuidado-
samente debido a la natural cobardía característica del sexo
fuerte; Ema proseguía con graciosos movimientos de cabeza,
más mimosa que una gata enamorada:
- Confiesa que amas a otras. ¡Oh, mira, lo comprendo!
Las disculpo, las habrás seducido como a mí. Eres hombre y
tienes todo lo que hace falta para que te quieran. Pero ¿ver-
dad que volveremos a querernos? ;Nos amaremos! Mira, me
río, soy feliz..., ¡ dime algo!
Estaba encantadora con esos ojos en los que temblaba
una lágrima como gota de lluvia en un cáliz azul.
Rodolfo la atrajo a sus rodillas, y con la palma de la ma-
no acariciaba las crenchas lisas en las que, a la luz del crepús-
culo, espejeaba un último rayo de sol coma una flecha de
oro. Ema inclinaba la frente, y él acabó por besar sus párpa-
dos suavemente, rozándolos con los labios.
-¡ Pero has llorado! ¿Por qué?
Ema estalló en sollozos. Rodolfo creyó en la explosión
de su amor; como ella callaba tomó aquel silencio por un
resto de pudor y dijo entonces:

403
GUSTAVO FLAUBERT

-¡ Perdóname! ¡Eres la única que me gusta! He sido per-


verso e imbécil,. ¡Te amo y te amaré siempre! ¿Qué tienes?
¡Habla!
Se arrodillaba.
- Y bien..., ¡estoy arruinada, Rodolfo! ¡Tienes que pres-
tarme tres mil francos!
- Pero..., oye... - dijo él incorporándose lentamente,
mientras su fisonomía asumía una expresión grave.
- Sabes - seguía diciendo ella de prisa- que mi marido
había colocado su fortuna en casa de un notario; el hombre
huyó. Pedimos prestado, los clientes no pagaban. Además la
liquidación no está concluida, tendremos dinero más ade-
lante. Pero hoy van a embargarnos porque nos faltan tres mil
francos, ahora mismo, en este momento, y yo he venido
contando con tu amistad.
"¡Ah! - pensó Rodolfo palideciendo de golpe -, ¡por eso
ha venido!”
Por fin, dijo con mucha tranquilidad:
- No los tengo, mi querida señora.
No mentía. De haberlos tenido se los hubiera dado, sin
duda, aunque resulte desagradable llevar a cabo acciones tan
hermosas: de todas las borrascas que caen sobre el amor, una
demanda pecuniaria es la más fría y desarraigante.
Ella lo miró fijamente durante algunos minutos.
-¡No los tienes!
Repitió varias veces:
-¡No los tienes!... Debí ahorrarme esta última vergüenza.
¡Nunca me has querido! ¡No vales más que los otros!
Se descubría, se perdía.

404
MADAME BOVARY

Rodolfo la interrumpió, afirmando que él también tenía


"dificultades".
- Ah - dijo Ema -, ¡si supieras cuánta pena me das!
Sus ojos se fijaron en una carabina adamascada que bri-
llaba en la panoplia.
- Pero cuando uno es tan pobre, no adorna de plata la
culata de su fusil, ¡ no se compra un reloj con incrustaciones
de carey! - siguió diciendo señalando el reloj de Boulle -, ni
silbatos de plata sobredorada para las fustas - ¡ las tocaba! -,
¡ni dijes para el reloj! ¡Oh, el señor no se priva de nada! Tie-
nes un portalicores en tu cuarto, te amas, vives bien, tienes
un castillo, granjas, bosques; sales de caza, viajas a París. ¡Y si
sólo tuvieras esto! - gritó tomando de encima de la chimenea
los gemelos de camisa- ¡Una chuchería cualquiera puede
convertirse en dinero! ¡Oh, no los quiero! ¡Quédate con
ellos!
Y arrojó lejos el par de gemelos, cuya cadenilla de oro se
rompió al chocar contra la pared.
- Yo te hubiera dado todo, todo lo hubiera vendido, hu-
biera trabajado con mis manos, mendigado por los caminos
por una sonrisa, una mirada, por oírte decir "gracias". Y tú te
quedas ahí, muy tranquilo, sentado en tu sillón, como si no
me hubieras hecho sufrir antes. Sin ti, óyelo bien, habría
podido vivir feliz. ¿Por qué te empeñaste? ¿Fue una apuesta?
Me querías, sin embargo, me lo decías... Me lo has dicho
hace un instante... ¡Más hubiera valido que me echaras! Ten-
go tus besos cálidos en mis manos, y en este lugar, sobre esta
alfombra, me jurabas de rodillas una eternidad de amor. Me
hiciste creer en ella, ¡ durante dos años me arrastraste al más

405
GUSTAVO FLAUBERT

dulce y magnífico de los sueños! ¿No...? ¿Te acuerdas de


nuestros proyectos de viaje? ¡Oh, tu - carta, tu carta!, ¡me
desgarró el corazón! Y ahora que regreso a él, hacia él, que es
un hombre rico, para implorarle una ayuda que cualquiera
me prestaría, suplicante, aportándole otra vez mi ternura, me
rechaza porque ¡eso le costaría tres mil francos!
- No los tengo - respondió Rodolfo con la perfecta cal-
ma que cubre, como un escudo,, las resignadas cóleras.
Ema salió. Las paredes temblaban, el cielo raso la
aplastaba; ~y recorrió la larga avenida tambaleante, trope-
zando con los montones de hojas muertas dispersadas por el
viento. Por fin llegó a tientas hasta la reja, se quebró las uñas
con la prisa por abrir el cerrojo. Luego, cien pasos más allá,
sin aliento, a punto de caer, se detuvo. Y volviéndose enton-
ces, vio otra vez el impasible castillo con su parque, los jar-
dines, los tres patios y las ventanas de la fachada.
Muda de estupor, sin otra conciencia de sí misma que el
latido de sus arterias, creía oírlo brotar como ensordecedora
música que se propagaba por los campos. Bajo sus pies el
suelo era más blando que una ola y los surcos le parecían
inmensas ondas oscuras que se rompían contra la costa.
Como las mil piezas de un fuego de artificio, escapaban de
un brinco de su cabeza reminiscencias e ideas. Vio a su pa-
dre, el despacho de Lheureux, el cuarto de ellos en la ciudad,
otro paisaje. La locura la hacía su presa; tuvo miedo y logró
recobrarse de manera confusa, es verdad, porque no recor-
daba la causa de su horrible estado, es decir, la cuestión mo-
netaria. Sufría solamente por su amor y sentía que el alma se

406
MADAME BOVARY

le iba con el recuerdo, como los heridos agonizantes sienten


que su existencia se les va por la llaga sangrante.
Caía la noche, volaban las cornejas.
De pronto le pareció que glóbulos de color de fuego
estallaban en el aire como fulminantes bolas al chocar contra
el suelo y giraban, giraban, para derretirse en la nieve, entre
las ramas de los árboles. En el centro de cada uno de ellos
aparecía la cara de Rodolfo. Se multiplicaron, se acercaron, la
penetraron; todo desapareció. Reconoció las luces de las
casas resplandeciendo a lo lejos, entre la bruma.
Como un abismo se le presentó su situación. Jadeaba
hasta romperse el pecho. Luego, en un rapto de heroísmo
que la hacía sentirse casi feliz, descendió la cuesta a la carre-
ra, atravesó el vado de las vacas, el sendero, la avenida, el
mercado, y llegó a la botica del farmacéutico.
No había nadie. Ema iba a entrar; pero al son de la
campanilla alguien podía venir, y deslizándose por el portal,
conteniendo el aliento, tanteando los muros, llegó hasta el
umbral de la cocina, donde ardía una candela sobre el horni-
llo. Justino, en mangas de camisa, llevaba una fuente.
- Están cenando..., aguardemos.
Justino regresó. Ella golpeó el vidrio. El salió.
-¡La llave!, ¡ la de arriba donde están los...
-¡Cómo!
La miraba azorado ante la palidez de su rostro recortado
en blanco sobre el negro fondo de la noche. La veía extraor-
dinariamente bella, majestuosa como un fantasma; sin com-
prender sus deseos, presentía alguna cosa terrible.
Ella repitió, en voz baja, con voz suave, disolvente:

407
GUSTAVO FLAUBERT

- La. quiero... ¡Dámela!


Como el tabique era delgado se oía el retiñir de los te-
nedores sobre los platos en el comedor.
Ema argüía que necesitaba matar las ratas porque le im-
pedían dormir.
- Tendría que prevenir al señor.
-¡No vayas!
Luego, con acento indiferente:
-¡No vale la pena! Se lo diré luego. Vamos, alúmbrame.
Entró en el corredor al que daba la puerta del laborato-
rio. Contra la pared había una llave con una etiqueta: Des-
ván.
-¡Justino! - llamó el farmacéutico, perdida ya la pacien-
cia.
-¡ Subamos!
El la siguió.
La llave giró en la cerradura y Ema fue derecho hacia el
tercer estante, porque su recuerdo la guiaba muy bien, tomó
el frasco azul, le quitó la tapa, metió la mano, la retiró llena
de un polvo blanco y se puso a comerlo allí mismo.
-¡Deténgase! - exclamó Justino abalanzándose sobre ella.
-¡Calla! ¡Van a venir!
Justino, desesperado, quería llamar.
- No digas nada, ¡le echarían la culpa a tu patrón!
Ema se volvió, apaciguada de pronto, casi con la sereni-
dad de un deber cumplido.
Cuando Carlos, trastornado por la noticia del embargo,
regresó a la casa, Ema acababa de salir. Carlos gritó, lloró, se
desvaneció, pero ella no regresó. ¿Dónde podía estar? Envió

408
MADAME BOVARY

a Felicitas a casa de Homais, a la de Tuvache, al despacho de


Lheureux, al León de oro, a todas partes; y en las intermiten-
cias de su angustia veía su buena fama perdida, su fortuna
deshecha, ¡el porvenir de Berta destruido! ¡Y sin saber la
causa! ...Aguardó hasta las seis de la' tarde. Por fin, sin resis-
tir más, suponiendo que había ido a Ruán, fue a la carretera
principal, anduvo una media legua, no encontró a nadie,
aguardó otro poco- y regresó a casa.
Ema había retornado.
-¿Qué sucede?...¿Por qué?... ¿Me lo explicarás?
Ema se sentó ante su escritorio, escribió una carta, la
selló despacio y agregó la fecha y la hora. Luego dijo con voz
solemne:
- La leerás mañana; hasta entonces te pido que no me
hagas una sola pregunta... ¡Ni una!
- Pero.. .
-¡Déjame en paz!
Y se tendió sobre la cama.
La despertó un agrio sabor en la boca. Entrevió a Carlos
y volvió a cerrar los ojos.
Se vigilaba cuidadosamente para discernir sus sufri-
mientos. ¡Pero no, nada todavía! Oía el tictac del reloj, el
ruido del fuego y la respiración de Carlos, de pie junto a su
lecho.
"¡Qué poca cosa es la muerte! – pensaba -, me dormiré y
todo habrá concluido.”
Bebió un sorbo de agua y se volvió de cara a la pared. El
atroz sabor a trota persistía.
-¡Tengo sed! ¡Tengo mucha sed! - suspiró.

409
GUSTAVO FLAUBERT

-¿Qué tienes, por favor? - dijo Carlos alcanzándole un


vaso.
- No es nada..., abre la ventana..., me ahogo!
á Y fue presa de una tan repentina náusea que apenas
tuvo tiempo de buscar su pañuelo bajo la almohada.
-;Llévatelo! - dijo muy apurada- ¡Tíralo!
Carlos la interrogó; ella no respondía. Estaba inmóvil,
temiendo que la menor emoción la hiciera vomitar. De
pronto sintió que un frío glacial subía por sus piernas hasta
el corazón.
- Bueno, ya empieza - murmuró.
-¿Qué dices?
Movía la cabeza con leve agitación, llena de angustia,
abriendo sin cesar las mandíbulas como si tuviera algo muy
pesado en la lengua. Los vómitos reaparecieron a las ocho.
Carlos observó una arenilla blanca en el fondo de la jo-
faina, pegada al casco de porcelana.
-¡Es extraordinario! ;Qué raro! - repetía.
Entonces ella dijo en alta voz:
- No, te equivocas.
Delicadamente, casi como una caricia, él le pasó la mano
por el estómago. Ella lanzó un grito agudo. El retrocedió,
aterrado.
Luego Ema comenzó a gemir, primero débilmente. Un
fuerte estremecimiento sacudían sus hombros y estaba más
pálida que la sábana en que hundía los dedos crispados. Su
pulso desigual era ahora casi imperceptible.
Gotas de sudor bañaban su cara azulada, que parecía
estereotipada en la exhalación de un vapor metálico. Entre-

410
MADAME BOVARY

chocaba los dientes, sus ojos agrandados miraban vagamente


en torno y respondía a toda pregunta meneando la cabeza;
pudo sonreír dos o tres veces. Poco a poco sus gemidos
fueron más fuertes. Dejo escapar un ronco alarido; pretendía
estar mejor y aseguraba que se levantaría en seguida. Pero
fue presa de convulsiones y gritó:
-¡Ah, es atroz, Dios mío!
Carlos se arrojó de rodillas contra su cama.
-¡Habla!, ¿qué has comido? ¡En nombre del cielo, res-
ponde!
Y la miraba con los ojos llenos de una ternura descono-
cida en él.
- Allí... allí...dijo Ema con voz desfalleciente.
Carlos se precipitó hacia el escritorio, rompió el sello y
leyó en voz alta: No se acuse a nadie... Se detuvo, se pasó la
mano por los ojos y releyó la carta.
-¡Cómo! ¡Socorro! ¡Socorro!
Sólo atinaba a repetir la palabra: ¡Envenenada! ¡Envene-
nada! Felicitas corrió a casa de Homais, quien lo dijo a gritos
en la plaza; la señora Lefrancois lo oyó en el León de oro;
algunos se levantaron para enterar a sus vecinos, y la aldea
estuvo despierta toda la noche.
Enloquecido, balbuceante, casi sin tenerse de pie, Carlos
recorría el cuarto. Chocaba con los muebles, se arrancaba los
cabellos; el farmacéutico jamás había pensado en la existen-
cia de un espectáculo tan espantoso.
Homais regresó a su casa para escribir al señor Canivet y
al doctor Lariviére. Perdía el juicio; hizo más de quince bo-
rradores. Hipólito fue enviado a Neufchátel y Justino espo-

411
GUSTAVO FLAUBERT

leó tan fuerte al caballo de Bovary que tuvo que dejarlo a la


entrada del Bois-Guillaume casi reventado.
Carlos quiso hojear su diccionario de medicina; nada
veía, las líneas bailaban.
-¡Calma! - dijo el boticario -. Sólo es cuestión de admi-
nistrar un poderoso antídoto. ¿Cuál es el veneno?
Carlos mostró la carta. Ere arsénico.
- Bueno - dijo Homais -, habría que hacer un análisis.
Sabía que en todo envenenamiento debe hacerse un
análisis; el otro, sin comprender, respondió:
-¡Hágalo! ¡Hágalo!, ¡sálvela!...
Luego regresó junto a Ema, se desplomó sobre la al-
fombra y con la cabeza apoyada en el ladero de la cama so-
llozó.
-¡No llores! - le dijo ella -. ¡Pronto dejaré de atormen-
tarte!
-¿Por qué? ¿Quién te ha obligado a esto?
Ema replicó:
- Tenía que hacerlo, querido.
-¿No eras feliz? ¿Es culpa mía? ¡Hice todo lo que pude,
sin embargo!
- Sí... es cierto..., ¡tú eres muy bueno!
Y le pasaba la mano por los cabellos, lentamente.
La dulzura de esa sensación aumentaba su tristeza; se
sentía próximo al derrumbe en la desesperación. pensando
que iba a perderla, cuando, por lo contrario, ella confesaba
quererlo más que nunca; no se le ocurría nada; nada sabía,
nada osaba, la urgencia de una resolución inmediata concluía
de enloquecerlo.

412
MADAME BOVARY

Ema pensaba que aquél era el final de todas las menti-


ras, las bajezas, las innumerables codicias que la torturaban.
Ahora no odiaba a nadie; una confusión crepuscular caía
sobre su pensamiento, y entre todos los ruidos de la tierra,
Ema sólo oía el intermitente lamento de ese pobre corazón
dulce y claro como el último eco de una sinfonía que se apa-
ga.
- Traigan a mi hijita - dijo incorporándose, apoyada en,
un codo.
- Estas mejor, ¿verdad? - preguntó Carlos.
-¡No, no!
La niña vino en brazos de la niñera, con su larga camisa
de noche bajo la cual asomaban los pies descalzos, seria y
todavía somnolienta. Miraba azorada el cuarto en desorden y
guiñaba los ojos, deslumbrada por las luminarias que ardían
sobre los muebles. Sin duda le recordaban los días de Año
Nuevo o de la media cuaresma, cuando la despertaban tem-
prano a la luz de las bujías e iba a la cama de su madre para
recibir sus regalos, porque empezó a decir:
- Pero ¿dónde está, mamá?
Y como todos callaban:
-¡No veo mi zapatito!
Felicitas la inclinó sobre la cama, en tanto que ella se-
guía mirando hacia la chimenea.
-¿Se lo habrá llevado la nodriza? - preguntó.
Al oír el nombre que la retrotraía al recuerdo de sus
adulterios y de sus calamidades, la señora Bovary apartó la
cabeza, como si. el asco de otro veneno más fuerte subiera a
su boca. Berta, entre tanto, estaba sobre la cama.

413
GUSTAVO FLAUBERT

-¡Qué ojos más grandes, mamá!, ¡ qué pálida estás!, ¡có-


mo sudas!
Su madre la miraba.
- Tengo miedo - dijo la niña retrocediendo.
Ema tomó su mano para besarla; Berta se resistía.
-¡Basta!, ¡llévenla! - exclamó Carlos sollozando en la al-
coba.
Luego los síntomas desaparecieron por unos instantes;
Ema parecía menos agitada; cada palabra insignificante, cada
soplo de su pecho algo más tranquilo infundia esperanzas a
Carlos. Por fin, cuando entró Canivet, se arrojó en sus bra-
zos llorando.
-¡Ah, es usted!, ¡ gracias!, ¡qué bueno es! Pero todo va
mejor. Vea, mírela.
El colega no fue de la misma opinión y, porque no le
gustaban los rodeos, como solfa decir, prescribió un emético
para limpiar por completo el estómago.
Ema no tardó en vomitar sangre. Sus labios se apreta-
ron más. Tenía los miembros crispados, el cuerpo cubierto
de manchas pardas y su pulso se escapaba bajo los dedos
como un hilo tenso, como una cuerda de arpa próxima a
romperse.
Luego comenzó a gritar horriblemente. Maldecía el ve-
neno, lo insultaba, le suplicaba que se diera prisa, rechazaba
con sus brazos rígidos todo lo que Carlos, más agonizante
que ella misma, se empeñaba en darle de beber. Carlos esta-
ba de pie, con el pañuelo apretado sobre la boca, rugiendo,
llorando, sofocado por los sollozos que lo sacudían de la
cabeza a los pies; Felicitas corría de un lado al otro del

414
MADAME BOVARY

cuarto; Homais, inmóvil, lanzaba hondos suspiros, y el señor


Canivet, sin perder su aplomo, empezaba a sentirse pertur-
bado.
- Demonios..., la hemos purgado..., y puesto que la cau-
sa cesa...
- El efecto debe cesar - dijo Homais -, es evidente. - Pe-
ro ¡sálvenla! - exclamaba Bovary.
Sin escuchar al farmacéutico, quien aventuraba aún la
hipótesis: "Quizá sea un paroxismo saludable", Canivet se
disponía a administrar teriaca, cuando se oyó el chasquido de
un látigo; temblaron los vidrios y una berlina de viaje, arras-
trada fogosamente por tres caballos cubiertos de fango, de-
sembocó a la carrera por la esquina del mercado. Era el
doctor Lariviére.
La aparición dé un dios no hubiera causado tanta con-
moción; Bovary alzó los brazos, Canivet se detuvo en seco,
Homais se quitó el bonete griego antes de la aparición del
médico.
Pertenecía a la gran escuela quirúrgica surgida del cua-
dro de Bichat, a esa generación, desaparecida hoy, de médi-
cos filósofos, que amaban su arte con fanático cariño y lo
ejercían con exaltación y sagacidad. Cuando se encolerizaba,
todo temblaba en su hospital, y sus alumnos lo veneraban
tanto que, apenas establecidos, se esforzaban por imitarlo en
todo lo posible, de tal manera que en .ellos reaparecían, en
las aldeas del contorno, su largo gabán de merino y su ancha
levita negra, cuyos puños desabotonados cubrían un poco
sus manos carnosas, unas manos bastante hermosas, siempre
sin guantes, como si quisieran estar prontas para hundirse en

415
GUSTAVO FLAUBERT

todas las miserias. Desdeñoso de cruces, títulos, academias,


hospitalario, liberal, paternal con los pobres, practicaba la
virtud sin creer en ella y hubiera pasado por un santo si por
la fineza de su espíritu no se lo temiera como a un demonio.
Su mirada, más cortante que los bisturíes, se metía en el alma
y desarticulaba cualquier mentira a través de los alegatos y
los pudores. Así se presentaba, lleno de la majestad bonda-
dosa otorgada a la conciencia por un gran talento, la fortuna
y cuarenta años de una existencia laboriosa e irreprochable.
Frunció el entrecejo en la puerta misma al divisar la faz
cadavérica de Ema, acostada de espaldas, con la boca abierta.
Luego, mientras parecía escuchar a Canivet, se pasaba el,
índice por las ventanas de la nariz y repetía:
- Está bien, está bien.
Tuvo un leve encogimiento de hombros. Bovary lo ob-
servaba; cambiaron entonces una mirada y aquel hombre tan
acostumbrado a la presencia de los dolores no pudo conte-
ner una lágrima que cayó sobre su chorrera.
Quiso llevarse a Canivet a la habitación contigua. Carlos
los siguió.
-¿Está muy mal, verdad? ¿Y si le pusiéramos sinapis-
mos?, ¡cualquier cosa! ¡Encuentre algo, usted que ha salvado
a tantos!
Carlos le rodeaba el cuerpo con ambos brazos y lo
contemplaba asustado, suplicante, semidesvanecido contra
su pecho.
-¡Vamos, mi pobre muchacho. coraje! No hay nada que
hacer ya.
El doctor Lariviére se apartó.

416
MADAME BOVARY

-¿Se marcha usted?


- Volveré luego.
Salió como si fuera a dar una orden al postillón, acom-
pañado del señor Canivet, quien tampoco quería ver morir a
Ema en sus manos.
El farmacéutico se les reunió en la plaza. Por tempera-
mento, no podía separarse de las gentes célebres. E instó al
señor Lariviére para que le hiciera el insigne honor de acep-
tar su invitación a almorzar.
A prisa enviaron a buscar palomas al León de oro, todas
las chuletas que hubiera en la carnicería, crema a casa de
Tuvache, huevos a la de Lestiboudois, y el propio boticario
ayudaba en los preparativos, mientras la señora Homais de-
cía, ajustándose los cordones de su camisola:
- Tendrá que disculparnos, señor, porque en esta desdi-
chada comarca si no estamos preparados desde la víspera...
-¡Las copas de tallo alto! - sopló Homais.
- Si al menos estuviéramos en la ciudad tendríamos el
recurso de los embutidos.
-¡Cállate!... ¡A la mesa, doctor!
Juzgó oportuno, después de los primeros bocados, su-
ministrar algunos detalles de la catástrofe.
- Primero tuvimos una sensación de sequedad en la fa-
ringe, luego dolores intolerables en el epigastrio, superpurga-
ción, coma.
-¿Cómo se envenenó?
- Lo ignoro, doctor, y tampoco sé cómo pudo procurar-
se ese ácido arsénico.
Justino, que traía una pila de platos, se echó a temblar.

417
GUSTAVO FLAUBERT

-¿Qué tienes? - dijo el farmacéutico.


El muchacho, al oír la pregunta, dejó caer todo al suelo
con gran estrépito.
-¡Imbécil! - chilló Homais -, ¡torpe!, ¡bestia!, ¡borrico!
De repente se dominó:
- Quise, doctor, intentar un análisis, y primo introduje
delicadamente en un tubo...
- Más hubiera valido introducirle los dedos en la gar-
ganta dijo el cirujano.
Su colega callaba, porque poco antes había recibido
confidencialmente una fuerte reprimenda por su emético; de
manera que el bueno de Canivet, tan arrogante y conversa-
dor en el caso del pie zambo, ese día sonreía sin cesar de
manera aprobatoria.
Homais se regodeaba en su orgullo de anfitrión, y la
afligente idea de Bovary contribuía a su placer, por un
egoísta retorno a sí mismo. Además, la presencia del doctor
lo arrobaba. Citaba a la vez las cantáridas, los zumos vene-
nosos de las flechas javanesas, el manzanillo, las víboras...
Y he leído también que varias personas fueron halladas
intoxicadas y fulminadas por morcillas que habían recibido
una fumigación demasiado fuerte. Por lo menos lo dice un
hermoso informe escrito por una de nuestras cumbres far-
macéuticas, uno de nuestros maestros, ¡el ilustre Cadet de
Gassicourt!
Reapareció la señora Homais portando uno de esos va-
cilantes artefactos que se calientan con alcohol, porque Ho-
mais insistía en preparar personalmente el café en la mesa,

418
MADAME BOVARY

habiéndolo primero tostado, porfirizado y mezclado con sus


propias manos.
- Saccharum, doctor - dijo, ofreciendo el azúcar.
Después hizo descender a sus niños, ansioso por cono-
cer la opinión del médico sobre sus constituciones.
Por fin, el señor Lariviére se disponía a partir cuando la
señora Homais le pidió una consulta acerca de su marido.
Sentía cierta pesadez por las noches y se dormía en seguida
de la cena.
-¡Oh! el peso no le molesta.
Sonriendo disimuladamente por el inadvertido chiste, el
doctor abrió la puerta. Pero la farmacia desbordaba de gente
y a duras penas pudo librarse del señor Tuvache, quien temía
que su esposa padeciera una afección pulmonar, porque te-
nía la costumbre de escupir sobre las cenizas; luego fue el
señor Binet que algunas veces sentía cosquilleos; y la señora
Caron, víctima de agujetas; Lheureux con sus vértigos; Lesti-
boudois con su reumatismo; la señora Lefrancois y sus ardo-
res de estómago. Por fin, los tres caballos arrancaron y todos
comentaron que el médico se había mostrado poco compla-
ciente.
La atención pública se distrajo con la aparición del se-
ñor Bournisien, quien cruzaba el mercado con los santos
óleos.
Homais, obligado por sus principios a hacerlo, comparo
a los sacerdotes con los cuervos atraídos por el olor de los
muertos; la vista de un eclesiástico le era personalmente de-
sagradable, porque la sotana le hacía pensar en la mortaja y
en parte execraba a la una por el terror a la otra.

419
GUSTAVO FLAUBERT

Lo mismo, sin retroceder ante lo que llamaba su misión,


regresó a casa de Bovary en compañía de Canivet, a quien el
señor Lariviére, antes de partir, comprometió a esa tarea; y
hasta, si no fuera por los reparos de su mujer, habría llevado
consigo a sus dos hijos para habituarlos a las circunstancias
difíciles, para que aquello les sirviera de lección, de ejemplo,
un cuadro solemne que guardarían en la memoria.
Cuando entraron, el cuarto estaba lleno de lúgubre so-
lemnidad. Sobre la mesa de costura, cubierta por una servi-
lleta blanca, había cinco o seis bolitas de algodón en un plato
de plata, junto a un gran crucifijo, entre dos candelas encen-
didas. Ema, con la barbilla hundida en el pecho, abría des-
mesuradamente los ojos, y sus manos yacían sobre las
sábanas con el además repulsivo y dulce de los agonizantes
cuando parecen buscar ya el abrigo del sudario. Pálido como
una estatua, con los ojos enrojecidos como brasas, Carlos,
sin lágrimas, estaba frente a ella, a los pies de la cama, mien-
tras el sacerdote, con una rodilla hincada, murmuraba algu-
nas palabras.
Ella volvió lentamente el rostro y pareció alegrarse mu-
cho al ver de improviso la estola violeta, reencontrándose
quizá en medio de una extraordinaria paz con la perdida
voluptuosidad de sus primeros arrebatos místicos, con visio-
nes de eterna beatitud que comenzaban ya.
El sacerdote se incorporó para tomar el crucifijo; ella
entonces estiró el cuello como un sediento, y pegando sus
labios al cuerpo del Hombre-Dios depositó en él, con toda
su fuerza expirante, el mayor beso de amor que diera jamás.
Luego, él recitó el Misereatur y la Indulgentiam, mojó en el

420
MADAME BOVARY

óleo su pulgar derecho e inició las unciones: primero en los


ojos, que tanto codiciaran las suntuosidades terrestres; luego
en la nariz, golosa de brisas tibias y de amorosos aromas;
luego en la boca, que se había abierto para la mentira, que
había gemido de orgullo y gritado en la lujuria luego en las
manos, que se deleitaban con los contactos suaves, y por fin
en la danta de los pies, tan veloces antaño, cuando ella corría
para saciar sus deseos y que ya no caminarían más.
El cura se enjugó los dedos, arrojó al, fuego los restos
del algodón empapado en aceite y volvió a sentarse junto a la
moribunda para decirle que ahora ella debía unir sus sufri-
mientos a los de Jesucristo y entregarse a la misericordia
divina.
Al concluir sus exhortaciones, intentó ponerle en la ma-
no un cirio bendito, símbolo de las glorias celestiales que la
rodearían dentro de poco. Ema muy débil, no pudo apretar
los dedos, y de no ser por el señor Bournisien el cirio hu-
biera caído al suelo.
Pero no estaba tan pálida y su rostro tenía una expresión
serena, como si el sacramento la hubiera sanado.
El sacerdote no dejó de hacerlo notar, explicando ade-
más a Bovary que el Señor algunas veces prolonga la existen-
cia de las personas cuando lo juzga conveniente para su
salvación; Carlos recordó el día en que, tan próxima a morir
como entonces, Ema había recibido la comunión.
- No debí desesperar - pensó.
En efecto, Ema miró en torno, lentamente, como si
despertara de un sueño; luego, con voz clara, pidió su espejo
y se contempló un momento, hasta que de sus ojos brotaron

421
GUSTAVO FLAUBERT

gruesas lágrimas. Entonces echó hacia atrás la cabeza, lanzó


un suspiro y cayó de nuevo sobre la almohada.
En seguida su pecho comenzó a agitarse y la lengua en-
tera salió fuera de la boca; sus ojos, dados vuelta, palidecían
como globos de lámpara al apagarse; sin la aterradora acele-
ración de los flancos, sacudidos por un furioso hálito, como
si el alma diera brincos para separarse, se la hubiera creído
muerta. Felicitas se hincó ante el crucifijo, y hasta el mismo
farmacéutico dobló un poco la rodilla, mientras el señor
Canivet echaba una vaga mirada a la plaza. Bournisien había
vuelto a sus oraciones, con la cabeza gacha sobre el ladero
de la cama, y su larga sotana negra barría el piso de la habita-
ción a sus espaldas. Carlos estaba del otro lado, de rodillas,
con los brazos tendidos hacia Ema. Había tomado sus ma-
nos y las apretaba, estremeciéndose a cada latido de su cora-
zón como si fuera El contragolpe de una ruina al caer. A
medida que el estertor se hacía más fuerte, el eclesiástico
apuraba sus oraciones; se mezclaban con los sollozos ahoga-
dos de Bovary, y algunas veces y todo parecía borrarse den-
tro del sordo murmullo de las sílabas latinas, tintineantes
como tañido de campanas.
De pronto se oyó en la acera un ruido de burdos zuecos
y el roce de un bastón; una voz se elevó, una voz ronca que
cantaba:

A veces, de un hermoso día el calor,


A la niña hace soñar con el amor.

422
MADAME BOVARY

Ema se incorporó como un cadáver al ser galvanizado,


los cabellos sueltos, los ojos fijos, boquiabierta.

Para amasar diligente


Las espigas por la hoz cortadas,
Mi Nanette obediente
Va al surco que nos las regala.

-¡El ciego! - gritó Ema.


Y se echó a reír con una risa atroz, frenética, desespera-
da, porque creía ver la repugnante cara dei miserable alzán-
dose en las eternas tinieblas como un espantajo.

Ese día el viento sopló


¡Y la enagua se le voló!

Una convulsión la desplomó sobre el colchón. Todos se


acercaron. Ema ya no existía.

423
GUSTAVO FLAUBERT

IX

Siempre después de la muerte de alguien hay un des-


prendimiento de estupor, tan difícil resulta comprender esa
aparición de la nada y resignarse a creer en ella. Pero cuando
Carlos advirtió su inmovilidad, se abalanzó sobre ella gritan-
do:
-¡Adiós, adiós!
Homais y Canivet lo arrastraron fuera del cuarto.
-¡Modérese!
- Sí - decía él debatiéndose -, seré razonable, no haré
daño. Pero ¡dejadme! ¡Quiero verla! ¡Es mi mujer!
Y lloraba.
- Llore - respondía el farmacéutico -, dé libre curso a la
naturaleza, ¡ eso lo aliviará!
Más débil que un niño, Carlos dejó que lo condujeron
abajo, a la sala, y en seguida el señor Homais regresó a su
casa.

424
MADAME BOVARY

En la plaza lo abordó el ciego, que a duras penas había


ido hasta Yonville con la esperanza de la pomada antiflogís-
tica, y preguntaba a cada transeúnte dónde vivía el boticario.
-¡Bueno, eso me faltaba! ¡Como si no tuviera nada que
hacer! Tanto peor, véame luego.
Y precipitadamente se metió en la farmacia.
Tenía que escribir dos cartas, preparar una poción cal-
mante para Bovary, encontrar una mentira para ocultar el
envenenamiento, redactarla como artículo para el Fanal, sin
contar con las personas que aguardaban sus informaciones; y
cuando los yonvilleses hubieran escuchado su historia del
arsénico que Ema confundió con azúcar mientras preparaba
una crema de vainilla, Homais regresó a la casa de Bovary.
Lo encontró a solas (el señor Canivet acababa de mar-
charse), sentado en el sillón junto a la ventana, contemplan-
do con mirada idiota las baldosas de la sala.
- Será necesario que usted fije ahora la hora de la cere-
monia - dijo el farmacéutico.
-¿Por qué?, ¿cuál ceremonia?
Luego, con voz balbuceante y asustada:
-¡Oh, no!, ¿verdad que no? ¡Quiero que se quede con-
migo!
Homais, discretamente, tomó una garrafa de la repisa y
se puso a regar los geranios.
-¡Gracias! - dijo Carlos -, ¡qué bueno es usted!
No concluyó la frase, sofocado por la abundancia de los
recuerdos que el gesto del farmacéutico le despenaba.

425
GUSTAVO FLAUBERT

Para distraerlo, entonces, Homais juzgó oportuno ha-


blar un poco de horticultura; las plantas necesitaban hume-
dad. Carlos bajó la cabeza en señal de aprobación.
- Además, pronto vendrá el buen tiempo.
-¡Ah! - dijo Carlos.
El boticario, agotadas las ideas, se dedicó a espiar leve-
mente por las entreabiertas cortinillas.
- Mire, ahí pasa el señor Tuvache.
Carlos repitió como una máquina.
- Ahí pasa el señor Tuvache.
Homais no se atrevió a hablarle de las disposiciones fú-
nebres y por fin el sacerdote logró convencerlo.
Se encerró en su gabinete, tomó una pluma y tras unos
sollozos escribió:
"Quiero que la entierren con su vestido de boda, zapa-
tos blancos, una corona. Los cabellos sueltos sobre los
hombros; tres féretros, uno de roble, otro de caoba, otro de
plomo. No me digan nada, tendré fuerzas. La cubrirán con
una gran pieza de terciopelo verde. Lo quiero. Háganlo así.”
Aquellos señores se asombraron no foco con las ideas
novelescas de Bovary, y el farmacéutico vino a decirle en
seguida:
- El terciopelo me parece una exageración. Sin contar
que el gasto...
- ¿Y a usted qué le importa? - exclamó Carlos -. ¡Déjeme
en paz! ¡Usted no la quería! ¡Váyase!
EL sacerdote lo tomó del brazo para llevarlo a dar un
paseíto por el jardín. Discurría sobre la vanidad de las cosas

426
MADAME BOVARY

terrestres. Dios era muy grande y muy bueno; debían some-


terse sin murmurar a sus decretos, darle las gracias.
Carlos estalló en blasfemias.
-¡ Su Dios, yo lo execro!
- El espíritu de la rebelión lo asiste aún - suspiró el ecle-
siástico.
Bovary estaba lejos. Andaba a grandes zancadas a lo lar-
go del muro, junto al espaldar, rechinando los dientes, alzan-
do al cielo una mirada de maldición; pero ninguna hoja se
agitó siquiera.
Caía una llovizna. Carlos, que tenía el pecho descubier-
to, acabó por tiritar y regresó para sentarse en la cocina.
A las seis se oyó un ruido de latas en la plaza; llegaba la
Golondrina, y Carlos con la cara pegada a los vidrios vio
cómo descendían todos los pasajeros, uno tras otro. Felicitas
le tendió un colchón en la sala; se tiró encima y se adorme-
ció.
Aunque filósofo, el señor Homais respetaba a los
muertos. Sin guardar rencor al pobre Carlos, regresó esa
noche para velar el cadáver, trayendo consigo tres libros y
una carpeta para tomar notas.
El señor Bournisien estaba allí, y dos grandes cirios ar-
dían a la cabecera de la cama que habían retirado de la alco-
ba.
El silencio se hacía pesado al boticario, quien no tardó
en formular algunos lamentos sobre "esa infortunada joven",
y el sacerdote respondió que ahora sólo restaba orar por ella.
- Sin embargo - dijo Homais -, una de dos: o ella ha
muerto en estado de gracia (como se expresa la Iglesia) y

427
GUSTAVO FLAUBERT

entonces no tiene necesidad alguna de nuestras oraciones, o


murió impenitente (creo que es la expresión eclesiástica), y
entonces Bournisien lo interrumpió, replicando malhumora-
do que no por eso había que dejar de rezar.
- Pero - objetó el farmacéutico -, puesto que Dios cono-
ce todas nuestras necesidades, ¿para qué sirve la oración?
-¡Cómo la oración! - exclamó el eclesiástico -¿Acaso us-
ted no es cristiano?
Dispense usted - dijo Homais -. Admiro al cristianismo.
En primer lugar liberó a los esclavos, introdujo en el mundo
una moral -¡No se trata de eso! Los textos ...
- Bueno, en cuanto a textos, lea la historia; sabido es que
fueron falsificados por los jesuitas.
Carlos entró, y acercándose al lecho descorrió lenta-
mente las cortinas.
Ema tenía la cabeza ladeada sobre el hombro derecho.
La comisura de su boca abierta formaba un agujero oscuro
en la parte inferior de su cara, y ambos pulgares estaban se-
parados de las palmas de las manos; un polvillo blanco cu-
bría sus pestañas y sus ojos empezaban a borrarse en una
palidez viscosa semejante a una fina tela, como si las arañas
hubieran tejido sus hilos encima. La sábana se hundía desde
los senos hasta las rodillas, levantándose a la altura de los
dedos de los pies; Carlos sentía que una masa infinita, un
enorme peso gravitaba sobre ella.
El reloj de la iglesia dio las dos. Se oyó el fuerte rumor
del curso del río en la tiniebla, al pie de la terraza. De vez en
cuando el señor Bournisien se sonaba estrepitosamente y el
señor Homais hacía rechinar su pluma sobre el papel.

428
MADAME BOVARY

- Vamos, mi buen amigo, retírese – dijo -, ¡este espectá-


culo lo desgarra!
Cuando Carlos se marchó, el farmacéutico y el cura rea-
nudaron su discusión.
-¡Lea a Voltaire - decía el uno -, lea a d'Holbach, lea la
Enciclopedia!
- Lea las Cartas de unos judíos portugueses - decía el
otro lea La razón del Cristianismo, por el ex magistrado Ni-
colás!
Se enardecían, se arrebataban, hablaban a la vez sin es-
cucharse; Bournisien se escandalizaba ante tanta audacia;
Homais se asombraba ante tanta necedad; y estaban a punto
de injuriarse cuando de pronto reapareció Carlos. Lo atraía
cierta fascinación; continuamente subía las escaleras.
Recordaba cuentos de catalepsia, los milagros del mag-
netismo; y se decía que con un deseo muy firme lograría tal
vez resucitarla. Una vez se inclinó sobre ella y llamó en voz
baja: "¡Ema!, ¡Ema!" Su hálito, con el fuerte impulso, hizo
temblar la llama de los cirios contra la pared.
Al alba llegó la señora Bovary madre; cuando la abrazó,
Carlos tuvo un nuevo desborde de llanto. Ella, como lo hi-
ciera el farmacéutico, intentó darle algunos consejos sobre
los gastos del entierro. Carlos se enojó tanto que la madre
calló y él le pidió entonces que fuera a la ciudad para com-
prar lo que hiciera falta.
Carlos pasó la tarde a solas; habían llevado a Berta a ca-
sa de la señora Homais; Felicitas estaba arriba, en el dormi-
torio, con la señora Lefrancois.

429
GUSTAVO FLAUBERT

Por la noche tuvo visitas. Se ponía de pie, les estrechaba


la mano, sin poder hablar, luego se sentaba con los demás,
que formaban un gran semicírculo ante la chimenea. Con la
cabeza gacha y las piernas cruzadas, balanceaban una, lan-
zando hondos suspiros a intervalos regulares; todos se abu-
rrían desmesuradamente; pero nadie se atrevía a marcharse.
Cuando regresó a las nueve, Homais (hacía dos días que
se lo veía continuamente en la plaza) cargaba una provisión
de alcanfor, benjuí, hierbas aromáticas. Llevaba también una
vasija llena de cloro para combatir los miasmas. En ese mo-
mento la criada, la señora Lefrancois y mamá Bovary daban
vueltas en torno de Ema, terminando de vestirla; la cubrie-
ron con el lar-go velo hasta la punta de los zapatos de raso.
Felicitas sollozaba:
-¡Ah, mi pobre ama, mi pobre ama!
- Mírenla - decía entre suspiros la posadera -¡qué bonita
está todavía! Si parece que fuera a levantarse.
Luego se agacharon para ponerle la corona.
Hubo que levantar un poco la cabeza y entonces de su
boca brotó un chorro de líquido negro, como un vómito.
-¡Ah, Dios mío! ¡El vestido, tengan cuidado! - exclamó
la señora Lefrancois -. ¡Ayúdenos, vamos! - decía al farma-
céutico -. ¿O tiene miedo acaso?
-¿Miedo yo? - replicó él encogiéndose de hombros- ¡Eso
faltaba! Peores he visto en la Morgue, cuando estudiaba far-
macia. ¡Hacíamos ponche en el anfiteatro durante las disec-
ciones! La nada no asusta a un filósofo, y lo digo y lo repito:
tengo intención de legar mi cuerpo a los hospitales para que
sirva ala ciencia.

430
MADAME BOVARY

Al llegar, el cura preguntó cómo estaba el señor; y a la


respuesta del boticario dijo:
-¡Usted comprende que el golpe es demasiado reciente!
Homais lo felicitó entonces porque no estaba expuesto,
como los demás, a la pérdida de una compañera querida; se
entabló una discusión sobre el celibato de los sacerdotes.
Porque - decía el farmacéutico- no es natural que un
hombre prescinda de las mujeres. Crímenes se han visto
que...
Pero ¡cáspita! - exclamó el sacerdote- ¿Cómo quiere que
un individuo sujeto al matrimonio pueda guardar, por
ejemplo, el secreto de la confesión?
¡ Homais atacó la confesión; Bournisien la defendió:
se explayó sobre los buenos efectos operados por ella.
Citó diferentes anécdotas de ladrones convertidos de
golpe en hombres de bien. Militares que al acercarse al tri-
bunal de la penitencia abrían los ojos a la verdad. En Fribur-
go había un ministro que Su compañero dormía. Como se
sofocaba un poco en la atmósfera demasiado pesada de la
habitación, abrió la ventana y eso despertó al farmacéutico.
- Tome una pizca de rapé - dijo éste- Acéptela que eso
disipa.
A lo lejos se oían continuos ladridos.
-¿Oye aullar a ese perro? - dijo el farmacéutico.
- Se pretende que sienten la muerte - respondió el ecle-
siástico -, como las abejas que vuelan de la colmena cuando
una persona fallece. - Homais no atacó tales prejuicios por-
que se había quedado dormido otra vez.

431
GUSTAVO FLAUBERT

El señor Bournisien, más robusto, siguió moviendo los


labios durante algún tiempo; luego, insensiblemente, bajó la
cabeza, dejó caer su libraco negro, empezó a roncar.
Estaban uno frente al otro, con la barriga proyectada
hacia adelante, la cara tumefacta, el semblante enojado, tras
tantas discusiones, de acuerdo por finen la misma flaqueza
humana, tan quietos como el cadáver junto a ellos, que pare-
cía dormir.
Carlos no los despertó cuando entró nuevamente.
Era la última vez. Venía a decirle adiós.
Todavía humeaban las hierbas aromáticas y los torbelli-
nos de vapor azulado se confundían en el vano de la ventana
con la niebla que por ella penetraba. Había algunas estrellas,
la noche era apacible.
La cera de los cirios caía en gruesos lagrimones sobre las
sábanas del lecho. Carlos los miraba arder, fatigando sus ojos
con la irradiación de su llama amarilla.
Sobre el vestido de raso blanco como un claro de luna
que cubría por entero a Ema, temblaban los reflejos, y a
Carlos le parecía que ella desparramándose fuera de sí misma
se perdía confusamente en las cosas de su alrededor, en el
silencio, en la noche, en el viento que soplaba, en los húme-
dos aromas montantes.
De pronto la veía en el jardín de Tostes, en el banco,
contra el cerco de arbustos espinosos, o en las calles de
Ruán, en el umbral de su casa, en el cortil de los Bertaux.
Escuchaba de nuevo las risas de los mozos cuando bailaban
bajo los manzanos; la habitación estaba llena del perfume de

432
MADAME BOVARY

sus cabellos y su vestido temblaba en sus brazos con rumor


de chispas. ¡Era esa misma mujer!
Durante un largo rato recordó las dichas desaparecidas,
sus actitudes, sus gestos, el timbre de su voz. Una desespera-
ción sucedía a la otra, inagotables, como las olas de un mar
desbordante.
Tuvo una terrible curiosidad: lentamente, con la punta
de los dedos, levantó el velo. Lanzó un grito terrible que
despertó a los otros. A la fuerza lo llevaron abajo, a la sala.
Luego apareció Felicitas diciendo que pedía una mecha
de sus cabellos.
-¡Córtela - replicó el boticario.
Y como ella no se atrevía, se acercó él con las tijeras en
la mano. Temblaba tanto que pinchó repetidas veces la piel
de las sienes. Por fin, venciendo la emoción, propinó dos o
tres tijeretazos al azar, dejando marcas blancas en la hermosa
cabellera negra.
El farmacéutico y el cura se sumergieron otra vez en sus
ocupaciones, sin dejar de dormitar de vez en cuando, cosa de
la que se acusaban recíprocamente a cada nuevo despertar.
Entonces el señor Bournisien rociaba el cuarto con agua
bendita y el señor Homais regaba el piso con cloro.
Felicitas había cuidado de dejarles sobre la cómoda una
botella de aguardiente, queso y un gran bollo. El boticario,
sin resistirse más, alrededor de las cuatro de la mañana suspi-
ró un:
- De buena gana me alimentaría, palabra de honor.
El eclesiástico no se hizo rogar; salió para decir su misa
y luego regresó; luego comieron y bebieron, bromeando un

433
GUSTAVO FLAUBERT

poco sin explicarse el porqué, excitados por la vaga alegría


que se apodera de nosotros después de los momentos de
tristeza; con la última copita, el sacerdote dijo al farmacéuti-
co, palmeándole el hombro:
-¡Acabaremos por entendernos!
Abajo, en el vestíbulo, se cruzaron con los obreros re-
cién llegados. Durante dos horas Carlos debió padecer en-
tonces el suplicio del martillo al golpear sobre las tablas.
Luego la pusieron en su ataúd de roble metido dentro de los
otros dos, pero como el féretro era demasiado ancho fue
preciso tapar sus intersticios con la lana de un colchón.
Cuando por fin las tres tapas estuvieron colocadas, clavetea-
das, soldadas, expusieron el féretro delante de la puerta; se
abrieron de par en par las puertas de la casa y las gentes de
Yonville comenzaron a afluir.
Llegó papá Rouault. En la plaza, al divisar el paño ne-
gro, se desvaneció.

434
MADAME BOVARY

Había recibido la carta dei farmacéutico treinta y seis


horas después del acontecimiento; por consideración a su
sensibilidad, el señor Homais la redactó d° tal manera que
era imposible hacerse una idea exacta. El buen hombre cayó
como fulminado por una apoplejía. Luego .entendió que
Ema no había muerto. Pero podía morir... Por fin se puso
una blusa, tomó su sombrero, ajustó un par de espuelas a sus
zapatos y partió a caballo, a la carrera. En todo El trayecto,
papá Rouault, jadeante, fue devorado por la angustia. Hasta
tuvo que apearse una vez. No veía nada, escuchaba voces a
su alrededor, creía enloquecer.
Amaneció. Divisó tres gallinas negras dormidas bajo un
árbol. Se estremeció aterrado ante el presagio. Prometió en-
tonces a la Santa Virgen tres casullas para la iglesia e ir des-
calzo desde el cementerio de los, Bertaux hasta la capilla de
Vassonville.
Entró en Maromme llamando a gritos a la gente de la
posada, empujó la puerta con el hombro, se lanzó sobre el
saco de avena, vertió en el comedero una botella de sidra

435
GUSTAVO FLAUBERT

dulce y atragantó a su rocín, que echaba chispas por las cua-


tro herraduras.
Se decía que sin duda la salvarían; los médicos descubri-
rían algún remedio, seguro. Recordó todas las curaciones
milagrosas que le contaran.
Luego la veía muerta. Estaba allí, ante él, tendida de es-
paldas, en mitad de la ruta. Tiraba de las riendas y la alucina-
ción desaparecía.
En Quincampoix, para darse ánimo, tomó tres cafés
uno tras otro.
Pensó que se habrían equivocado de nombre al escribir.
Buscó la carta en su bolsillo, la tocó, pero no se atrevió a
abrirla.
Llegó a suponer que era una farsa, quizá una venganza
de alguien, una fantasía de algún deschavetado; y además,
¿acaso no se sabría si ella había muerto? ¡Nada de eso! El
campo estaba como siempre, el cielo era azul, los árboles se
mecían; pasó un rebaño de ovejas. Divisó la aldea; se lo vio
llegar, agachado sobre su montura, azotando al caballo cuya
cincha tenía gotas de sangre.
Cuando recobró el conocimiento, se arrojó lloroso en
los brazos de Bovary:
-¡Mi hija! ¡Ema! ¡Mi niña! ¿Qué ha pasado?
El otro respondió entre sollozos:
-¡No lo sé! ¡No lo sé!, ¡es una maldición!
El boticario los separó.
- Estos horribles detalles son inútiles. Yo instruiré al se-
ñor. Ahí viene gente. ¡Dignidad, caray, un poco de filosofía!

436
MADAME BOVARY

El pobre Carlos quiso mostrar fortaleza y repitió varias


veces:
- Sí..., ¡valor!
-¡Está bien! - exclamó el bueno del padre -. ¡Tendré va-
lor, rayos y truenos! ¡La llevaré hasta su última morada!
La campana doblada. Hubo que ponerse en marcha.
Sentados uno junto al otro en los escabeles del coro,
vieron pasar una y otra vez a los tres cantores entonando los
salmos. El órgano sonaba a todo vapor. El señor Bournisien,
de tiros largos, cantaba con voz aguda; saludaba al, taberná-
culo, estiraba los brazos. Lestiboudois circulaba por la iglesia
con un apagavelas de largo mango; cerca del coro reposaba
el féretro entre cuatro hileras de cirios. Carlos sentía ganas
de levantarse para apagarlos.
Intentó, sin embargo, excitar su devoción, lanzarse a la
esperanza de una vida futura donde volvería a verla. Imagi-
naba que Ema había partido de viaje, muy lejos, hacía mucho
tiempo. Pero cuando pensaba que estaba allí abajo, que todo
había concluido, que iban a enterrarla, lo dominaba una rabia
salvaje, negra, desesperada. A veces le parecía que nada sen-
tía, y saboreaba ese apaciguamiento de su dolor, sin dejar de
reprocharse su bellaquería.
Se oyó sobre las losas el ruido seco de un bastón con
contera de hierro que daba unos golpes rítmicos.
Venía desde el fondo y se detuvo en las naves laterales
de la iglesia. Un hombre con burdo chaquetón oscuro se
arrodilló a duras penas. Era Hipólito, el mozo del León de
oro. Se había puesto la pierna nueva.

437
GUSTAVO FLAUBERT

Uno de los cantores recorrió la iglesia para hacerla co-


lecta y sobre el platillo sonaban las monedas, una tras otra.
-¡Dese prisa, por favor!, ¡no aguanto más! - exclamó Bo-
vary arrojándole, encolerizado, una moneda de cinco fran-
cos.
El eclesiástico le agradeció con una prolongada reveren-
cia.
Cantaban, se arrodillaban, se incorporaban; ¡era cosa de
nunca acabar! Recordó que una vez, al principio de su ma-
trimonio, habían asistido juntos a misa; estaban del otro la-
do, a la derecha, contra la pared. La campana volvió a
doblar. Hubo un ruido de sillas. Los portadores colocaron
las varas bajo el féretro y todos salieron de la iglesia.
Justino apareció en la puerta de la farmacia. Volvió a
meterse dentro, de golpe, pálido, tambaleante.
La gente se asomaba a las ventanas para ver pasar el
cortejo. Carlos, a la cabeza, erguía el talle. Simulaba coraje y
saludaba con un ademán a los que desembocaban de las ca-
llejuelas y salían de las puertas para incorporarse a la multi-
tud. Los seis hombres, tres de cada lado, caminaban
despacio, jadeando un poco. Los sacerdotes, los cantores y
los dos niños del coro recitaban el De Profundas; sus voces
se perdían por los campos, subiendo y bajando según las
ondulaciones. Algunas veces desaparecían en los recodos del
sendero, pero la gran cruz de plata se elevaba siempre entre
los árboles.
Seguían las mujeres, cubiertas con mantos negros cuyos
capuchones se habían quitado; en las manos portaban un
grueso cirio encendido, y Carlos se sentía desfallecer ante

438
MADAME BOVARY

aquella continua repetición de oraciones y de antorchas, con


los rancios olores de lacera y las sotanas. Soplaba una brisa
fresca, verdeaban el centeno y las colzas, temblaban las go-
titas de rocío al borde del camino, en los cercos espinosos.
Alegres ruidos llenaban el horizonte: el chasquido de
una carreta rodando a lo lejos sobre las huellas, el canto re-
petido de un gallo o el galope de un potrillo bajo los manza-
nos. El cielo puro estaba manchado de nubes rosadas;
lumbres azules caían sobre las cabañas cubiertas de lirios.
Carlos reconocía los cortiles al pasar. Recordaba otras ma-
ñanas como aquélla, cuando luego de visitar a algún enfermo
regresaba hacia ella.
De vez en cuando el paño negro sembrado de lágrimas
blancas se alzaba y descubría el féretro. Los portadores, fati-
gados, acortaban el paso; el ataúd avanzaba con cadencias
continuas, como una chalupa sacudida por las olas.
Llegaron.
Los hombres siguieron su camino hasta el lugar donde
habían cavado la fosa, en el césped.
Se dispusieron en torno, y mientras el sacerdote habla-
ba, la tierra roja arrojada a un costado se desmoronaba en los
bordes del montón, sin cesar, silenciosamente.
Cuando estuvieron listas las cuatro cuerdas, pusieron el
ataúd sobre ellas. Carlos lo vio descender. Descendía cada
vez más hondo.
Por fin se oyó un choque, las cuerdas rechinaron al su-
bir. Entonces Bournisien tomó la pala que le tendía Lesti-
boudois, y mientras con su mano derecha rociaba de agua
bendita la fosa, con la izquierda echó una vigorosa palada de

439
GUSTAVO FLAUBERT

tierra; la madera del ataúd, al recibir el golpe de los guijarros,


hizo ese ruido formidable que tomamos por el sonido de la
eternidad.
EL eclesiástico pasó el hisopo a su vecino, el señor
Homais. Este lo sacudió gravemente, luego lo ofreció a
Carlos, quien cayó de rodillas sobre la tierra y echó varios
puñados mientras gritaba: "¡Adiós!" Le enviaba besos; se
arrastraba hacia la fosa para ser enterrado con ella.
Lo llevaron; pronto se calmó, porque quizá, como los
demás, sentía la vaga satisfacción de que aquello hubiera
terminado.
Al regreso, papá Rouault se dedicó a fumar una pipa,
muy tranquilo, cosa que Homais juzgó poco conveniente en
su fuero intimo. Observó también que el señor Binet se ha-
bía abstenido de presentarse, que Tuvache "se largó" des-
pués de la misa y que Teodoro, el criado del notario, vestía
una chaqueta azul, "como si no hubiera podido ponerse un
traje negro, que es lo que se estila, ¡ qué diablos!" Para comu-
nicar sus observaciones iba de grupo en grupo. Todos deplo-
raban la muerte de Ema, sobre todo Lheureux, quien no
faltó al entierro.
-¡ Pobrecita señora!, ¡ qué dolor para su marido!
El boticario respondía:
- Si no fuera por mí, ¿sabe?, se hubiera dejado llevar por
sus sentimientos y habría cometido cualquier desatino.
-¡Tan buena persona! ¡Y decir que el sábado pasado es-
tuvo en mi tienda!
- No he tenido tiempo de preparar algunas palabras para
pronunciarlas en su tumba - dijo Homais.

440
MADAME BOVARY

Una vez en la casa, Carlos se desvistió y papá Rouault


planchó su blusa nueva. Era flamante, y como durante el
trayecto se había secado a menudo los ojos con las mangas,
destiñó sobre su rostro y la huella de las lágrimas dibujaba
surcos en la capa de polvo que lo cubría.
La señora Bovary madre los acompañaba. Los tres ca-
llaban. Por fin el buen hombre suspiró:
-¿Se acuerda, amigo mío, la vez que fui a Tostes, cuando
usted acababa de perder a su primera difunta? ¡Entonces yo
lo consolaba! Encontraba qué decirle, pero ahora...
Luego un prolongado gemido agitó su pecho:
-¡Ah, para mí es el. final! Vea usted, vi morir a mi mu-
jer..., después a mi hijo... ¡y hoy es el turno de mi hija!
Quiso regresar en seguida a los Bertaux, diciendo que
no podría dormir en aquella casa, negándose a ver a su nieta.
-¡No, no!, me daría demasiada pena. ¡ Dele un gran beso
en mi nombre, eso sí! Adiós... ¡usted es un buen muchacho!
¡Y yo no lo olvidaré nunca! - dijo dándose palmadas en los
muslos -¡ descuide!, seguirá recibiendo su pavita.
Cuando llegó a lo alto de la cuesta se volvió como se
había vuelto antaño, en el camino de Saint-Victor, cuando se
separó de Ema. Las ventanas de la aldea relucían bajo los
rayos oblicuos del sol, que se ocultaba en la pradera. Hizo
pantalla con la mano y divisó en el horizonte un recinto ce-
rrado donde los árboles, aquí y allá, dibujaban negras man-
chas entre las piedras blancas; luego prosiguió su marcha al
trotecito porque su rocín cojeaba.
Carlos y su madre conversaron hasta tarde aquella no-
che, a pesar de la fatiga de ambos. Hablaron de los días pa-

441
GUSTAVO FLAUBERT

sados y del porvenir. Ella vendría a vivir a Yonville dirigiría


su hogar, nunca más se separarían. Fue ingeniosa y tierna,
feliz en su fuero intimo porque recuperaba un afecto que se
le escapaba desde muchos años atrás. Dieron las doce. La
aldea estaba silenciosa, como de costumbre, y Carlos, des-
pierto, seguía pensando en Ema.
Rodolfo, que para distraerse había pasado el día cazando
en el bosque, dormía tranquilamente en su castillo; y allá
lejos, León también dormía.
Pero había otro que tampoco dormía esa noche.
Sobre la fosa, entre los pinos, un chico lloraba de rodi-
llas, y su pecho agitado por los sollozos jadeaba en la sombra
bajo la presión de un inmenso pesar, más dulce que la luna,
mas insondable que la noche. De pronto la verja crujió. Les-
tiboudois venía en busca de su pala olvidada poco antes allí.
Reconoció a Justino cuando escalaba el, muro y supo enton-
ces quién era el malhechor que le robaba sus patatas.

442
MADAME BOVARY

XI

Al día siguiente, Carlos hizo traer a la niña. Berta pre-


guntó por su mamá. Le respondieron que estaba ausente,
que le traería juguetes; la niñita habló varias veces de su ma-
dre, luego dejó de pensar en ella. La alegría de aquella criatu-
ra incomodaba a Bovary, que además debía soportar los
intolerables consuelos del farmacéutico.
Pronto recomenzaron los asuntos de dinero, porque el
señor Lheureux incitaba a su amigo Vincart, y Carlos se
comprometió por una suma exorbitante, puesto que jamás
hubiera permitido la venta del más insignificante de los
muebles que le habían pertenecido. Su madre se exasperó, él
se indignó aún más. Había cambiado por completo. Ella se
marchó de la casa.
Entonces cada uno aprovechó a su modo. La señorita
Lempereur reclamó seis meses de lecciones, aunque Ema
jamás tomara una (y a pesar de la factura pagada que ella
mostrara a Bovary): era un arreglo entre ambas; el que pres-
taba libros exigió tres años de abono; la tía Rollet, el pago del

443
GUSTAVO FLAUBERT

despacho de unas veinte cartas, y cuando Carlos le pidió


explicaciones tuvo la delicadeza de responderle:
- Yo no sé nada, eran cosas de negocios.
Carlos creía haber terminado cada vez que pagaba una
deuda, pero otras aparecían sin cesar.
Exigió el pago de cuentas atrasadas a sus clientes.
Le mostraron las cartas escritas por su mujer. Tuvo que
pedir disculpas.
Ahora Felicitas usaba los vestidos de la señora, no to-
dos, porque él había conservado algunos e iba a contem-
plarlos al cuarto de tocador donde se encerraba; Felicitas
tenía casi el mismo talle de Ema, y algunas veces Carlos, al
verla de espaldas, era presa de una ilusión y repetía:
-¡Quédate! ¡Quédate!
Pero para Pentecostés Felicitas huyó de Yonville, rapta-
da por Teodoro, robando todo lo que quedaba del guarda-
rropas.
Por esa época, la señora viuda de Dupuis tuvo el honor
de participarle "el casamiento del señor León Dupuis, su
hijo, notario en Ivetot, con la señorita Leocadia Leboeuf de
Bondeville". Carlos le escribió una carta de felicitación, en la
que decía entre otras frases:
"¡Mi pobre mujer se habría sentido tan feliz!”
Cierto día, errando por la casa sin objetivo, subió al des-
ván y sintió bajo su pantufla una hoja de fino; papel. La
abrió y leyó: "¡Valor, Ema, ¡Valor! No quiero ser el causante
de la desdicha de su existencia." Era la carta de Rodolfo, que
había caído al suelo entre dos cajas y allí quedó hasta que el
viento, entrando por la lucerna, la empujó hacia la puerta.

444
MADAME BOVARY

Carlos permaneció inmóvil y boquiabierto en el mismo lugar


donde Ema, más pálida que él, desesperada, quiso morir. Por
fin descubrió una pequeña R al final de la segunda página.
¿Quién era él? Recordó las asiduidades de Rodolfo, su re-
pentina desaparición, y su expresión turbada cuando lo viera
en dos o tres oportunidades. El tono respetuoso de la carta
lo engañó:
- Tal vez se amaron platónicamente - se dijo.
Por otra parte, Carlos no era hombre de descender al
fondo de las cosas; retrocedió ante las pruebas y sus inciertos
celos se perdieron en la inmensidad de su congoja.
Pensaba que habían debido de adorarla. Seguramente
todos los hombres la codiciaron. Ema le pareció aún más
hermosa; concibió un furioso y permanente deseo de ella
que, por ser irrealizable ahora, encendía ilimitadamente su
desesperación.
Para complacerla, como si aún viviera, adoptó sus pre-
dilecciones, sus ideas, compró botas charoladas, usó corbatas
blancas, se untaba los bigotes con cosmético, firmó pagarés
como ella. Más allá de .la tumba Ema lo corrompía.
Se vio obligado a vender la platería, pieza por pieza, y
luego vendió los muebles de la sala. Las habitaciones fueron
quedando vacías, pero el cuarto, su cuarto, se mantuvo in-
tacto. Después de la comida, Carlos subía al dormitorio.
Colocaba delante del fuego la mesa redonda y le acercaba su
sillón. Se sentaba enfrente. En uno de los candelabros dora-
dos ardía una candela. Junto a él, Berta pintaba estampas.
El pobre hombre sufría al verla tan mal vestida, con sus
borceguíes sin cordones y las bocamangas de la blusa desco-

445
GUSTAVO FLAUBERT

sidas hasta la cintura, pues la criada no se ocupaba de ella.


Pero la niña era tan dulce y gentil, y su cabecita se inclinaba
con tanta gracia, dejando caer sobre las sonrosadas mejillas
su linda cabellera rubia, que lo invadía un deleite infinita, un
placer entremezclado de amargura, como los vinos mal fa-
bricados que huelen a resina. Arreglaba sus juguetes, le
construía payasos de cartón, o zurcía la desgarrada panza de
sus muñecas. Luego, si sus ojos tropezaban con el costurero,
con una cinta olvidada, o con algún alfiler caído dentro de
alguna ranura de la mesa empezaba a soñar, y ponía una cara
tan melancólica que la niña se entristecía tanto como él.
Nadie venía a visitarlos ahora; Justino había huido a
Ruán, donde era mandadero de una despensa, y los hijos del
boticario frecuentaban cada vez menos a la niña, porque en
vista de su diferente condición social, al señor Homais había
dejado de importarle la prolongación de aquella intimidad.
El ciego, a quien su pomada no logró curar, regresó a la
cuesta del Bois-Guillaume, donde narraba a los viajeros la
vana tentativa del farmacéutico, hasta el extremo de que,
cuando Homais iba a la ciudad, se ocultaba tras las cortinas
de la Golondrina para evitar el encuentro. Lo execraba; para
cuidar su reputación quiso librarse de él de cualquier modo y
le armó una guerra secreta, reveladora de la profundidad de
su inteligencia y de la perfidia de su vanidad. Durante seis
meses seguidos las gentes leyeron en el Fanal de Ruán algu-
nas notas redactadas de la siguiente manera:
"Toda persona que se dirige hacia las fértiles comarcas
de Picardía, habrá visto sin duda en la cuesta del Bois-
Guillaume a un miserable atacado de una horrible llaga fa-

446
MADAME BOVARY

cial. Importuna a todo el mundo, persigue a los viajeros y


obtiene de ellos un verdadero impuesto. ¿Vivimos aún los
tiempos monstruosos de la Edad Media, cuando se permitía
a los vagabundos exhibir en nuestras plazas públicas la lepra
y las escrófulas contraídas en las Cruzadas?”
O bien:
"A pesar de las leyes contra el vagabundaje, los alrede-
dores de nuestras grandes ciudades aún están infestados por
bandas de mendigos. Se los ve circular aisladamente, a veces,
y no suelen ser los menos peligrosos. ¿En qué piensan nues-
tros ediles?”
Luego, Homais inventaba anécdotas:
"Ayer, en la cuesta del Bois-Guillaume, un caballo resa-
biado...", y seguía el relato de un accidente provocado por la
presencia del ciego.
Tanto hizo que lo encarcelaron. Pero lo soltaron en se-
guida. Volvió a las andadas, Homais también. Era una lucha.
Obtuvo la victoria: su enemigo fue condenado a reclusión
perpetua en un hospicio.
El triunfo lo envalentonó; desde entonces no hubo en el
distrito perro aplastado, granja incendiada o mujer golpeada,
sin que el público se enterara al instante, gracias a él, guiado
siempre por el amor al progreso y el odio a los sacerdotes.
Establecía comparaciones entre las escuelas primarias y los
ignorantes frailes en detrimento de éstos, recordaba la San
Bartolomé a propósito de una donación de cien francos he-
cha a la iglesia, denunciaba abusos, tenía salidas ingeniosas.
Era su consigna. Homais cavaba; se tornaba peligroso.

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GUSTAVO FLAUBERT

Pero se ahogaba en los estrechos límites del periodismo,


y pronto necesitó del libro, ¡ la obra! Compuso entonces una
Estadística general del cantón de Yonville, seguida de algu-
nas observaciones climatológicas, y la estadística lo impulsó
hacia la filosofía. Lo preocuparon los grandes problemas: el
problema social, la moralización de las clases pobres, la pis-
cicultura, el caucho, los ferrocarriles, etcétera. Se avergonzó
de ser un burgués. Adoptó el estilo artista, ¡fumaba! Se com-
pró dos estatuillas chic Pompadour para adornar su sala.
No abandonaba su farmacia; ¡todo lo contrario!, estaba
al corriente de los descubrimientos. Seguía el gran movi-
miento del chocolate. Fue el primero que trajo al distrito del
Sena Inferior el choca y la revalentia. Se entusiasmó con las
cadenas hidroeléctricas Pulvermarcher; hasta usaba una; por
la noche, cuando se quitaba el chaleco de franela, la señora
Homais quedaba atónita ante la espiral de oro que lo cubría y
sentía aumentar su pasión por aquel hombre con más vueltas
de lazo que un escita y espléndido como un mago.
Concibió hermosas ideas acerca de la tumba de Ema.
Primero propuso una columna truncada con su manto caído,
luego una pirámide, después un templo de Vesta, una especie
de rotonda..., o bien un "montón de ruinas". Y en todo plan
Homais no olvidaba el sauce llorón, porque lo consideraba el
símbolo obligado de la tristeza.
Carlos hizo un viaje a Ruán en su compañía para ver al-
gunas tumbas en la casa de un contratista de sepulcros, ase-
sorados por un artista pintor, un cierto Vaufrylard, amigo de
Bridoux, quien se pasó la tarde haciendo chistes. Después de
examinar un centenar de diseños, encargar un croquis y ha-

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MADAME BOVARY

cer un segundo viaje a Ruán, Carlos se decidió por un mau-


soleo que llevaría en ambos frentes "un genio sosteniendo
una antorcha apagada".
En cuanto a la inscripción, Homais no encontraba nada
tan hermoso como: Sta viator, y de allí no se movía; se ex-
primía la imaginación; repetía sin cesar: Sta viator... Por fin
encontró: amabilem con jugem calcas! y la frase fue adopta-
da.
Bovary, cosa extraña, olvidaba a Ema sin dejar de pen-
sar en ella continuamente; se desesperaba al sentir escapár-
sele la imagen de la memoria en medio de los esfuerzos que
hacía para retenerla. Sin embargo, soñaba con ella todas las
noches; el sueño siempre era el mismo: él se aproximaba a
Ema, pero cuando llegaba a abrazarla, Ema se deshacía en
podredumbre en sus brazos.
Durante una semana lo vieron entrar en la iglesia. El
propio señor Bournisien le hizo dos o tres visitas y luego lo
abandonó. Además, el bueno del cura caía en la intolerancia,
en el fanatismo, como decía Homais; tronaba contra el espí-
ritu del siglo y cada quince días, invariablemente, contaba en
el sermón la agonía de Voltaire, que, coma es sabido, murió
devorando sus excrementos.
A pesar de las privaciones, Bovary no alcanzaba ni mu-
cho menos a amortizar las viejas deudas. Lheureux se negó a
renovar los documentos. El embargo se hizo inminente.
Recurrió entonces a su madre, quien consintió en concederle
una hipoteca sobre sus bienes, pero haciéndole llegar duras
recriminaciones sobre Ema; en pago de su sacrificio pedía un

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GUSTAVO FLAUBERT

chal salvado de las depredaciones de Felicitas. Carlos se lo


negó. Disputaron.
Ella hizo los primeros intentos de acercamiento propo-
niéndole llevar consigo a la niña para que la ayudara en la
casa. Carlos consintió. Pero en el momento de la partida no
tuvo el valor de dejarla ir. La. ruptura fue entonces definitiva,
completa.
A medida que sus afectos desaparecían, sé limitaba más
y más al amor de su hijita. Sin embargo, la niña lo inquieta-
ba.; tosía algunas veces y tenía manchas rojas en los pómu-
los.
Ante sus ojos, lucía floreciente y feliz la familia del far-
macéutico, para quien todo en el mundo era motivo de satis-
facción. Napoleón lo ayudaba en el laboratorio; Atalía le
bordaba un bonete griego, Irma cortaba redondeles de papel
para tapar las mermeladas y Franklin recitaba de un tirón la
tabla de Pitágoras. Era el más dichoso de los padres, el más
afortunado de los hombres.
¡Grave error!, una sorda ambición roía a Homais: desea-
ba la cruz. No le faltaban los títulos:
1°. Haberse destacado por su devoción sin límites cuan-
do la epidemia de cólera. 2° Haber publicado, a mi costa,
diferentes obras de utilidad pública, como... (y recordaba su
memoria titulada: De la sidra, de su fabricación y de seas
efectos, más algunas observaciones sobre el pulgón de la
lana enviadas a la Academia; su volumen de estadística y
hasta su tesis de farmacia); sin contar que soy miembro de
varias sociedades científicas (lo era sí, pero de una sola).

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MADAME BOVARY

- Por fin - decía haciendo una pirueta -, ¡con sólo seña-


lar mi actuación en los incendios!
El señor Homais, entonces, recurría al gobierno. En se-
creto, prestó grandes servicios al señor prefecto durante las
elecciones. Se vendió luego, se prostituyó. Hasta dirigió al
soberano una petición en la que le suplicaba que le hiciera
justicia; lo llamaba nuestro buen rey, comparándolo con En-
rique IV.
Todas las mañanas, el boticario se abalanzaba sobre el
periódico para descubrir su designación; no llegaba nunca.
Por fin, sin aguantar más, hizo diseñar en su jardín una es-
trella de honor de césped, con dos pequeños recortes de
hierba en el pico superior imitando las cintas. Se paseaba
alrededor con los brazos cruzados, meditando sobre la inep-
titud del gobierno y la ingratitud de los hombres.
Por respeto o por una especie de sensualidad que lo ha-
cía conducir con lentitud las investigaciones, Carlos no había
abierto aún el compartimiento secreto del escritorio de palo
de rosa que Ema solía utilizar. Por fin un día se sentó frente
a él, hizo girar la llave, apretó el resorte. Allí estaban todas
las cartas de León. ¡No más dudas esta vez! Las devoró hasta
la última, registró los rincones, los muebles, los cajones, de-
trás de las paredes, lloroso, lanzando alaridos, perdido el
juicio, loco. Descubrió una caja y la deshizo de un puntapié.
El retrato de Rodolfo saltó ante sus ojos, confundido entre
los mensajes de amor:
Su desaliento asombró a todos. No salía ya ni recibía a
nadie, se negaba a ver a sus enfermos. Pretendieron entonces
que se encerraba para beber.

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GUSTAVO FLAUBERT

Algunas veces, sin embargo, un curioso se empinaba


por encima del cerco del jardín y, atónito, sorprendía a ese
hombre de larga barba, cubierto de ropas sórdidas, huraño,
llorando a gritos mientras andaba.
En las tardes de verano llamaba a su hijita y la llevaba al
cementerio. Regresaban cuando era ya noche cerrada y en la
plaza sólo brillaba la lucerna de Binet.
Pero la voluptuosidad de su dolor era incompleta por-
que no tenía a su lado a alguien para compartirlo; visitaba
entonces a la tía Lefrancois para poder hablar de ella,. La
posadera lo escuchaba a medias, pues también tenía sus pe-
sares: el señor Lheureux acababa de inaugurar las Favoritas
del comercio, e Hivert, que gozaba de una sólida reputación
como comisionista, exigía un sobreprecio y amenazaba con
firmar contrato con "la concurrencia".
Cierto día en que Carlos fue al mercado de Argueil para
vender su caballo, el último recurso, se encontró con Rodol-
fo.
Palidecieron al verse. Rodolfo, que se había limitado a
enviar una tarjeta, balbuceó primero algunas excusas, luego
se envalentonó y llevó su aplomo (hacía mucho calor, esta-
ban en el mes de agosto) hasta invitarlo a tomar una botella
de cerveza en la taberna.
Acodado junto a él, masticaba su cigarro mientras ha-
blaba, y Carlos se perdía en ensoñaciones ante aquel rostro
amado por ella. Le parecía volver a ver algo de Ema. Era un
prodigio. Hubiera querido ser ese hombre.
El otro seguía hablando de cultivos, ganados, abonos,
tapando con frases triviales los intersticios por donde pudie-

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MADAME BOVARY

ra colarse una alusión. Carlos no lo escuchaba. Rodolfo lo


advertía y en la movilidad de su semblante seguía el paso de
los recuerdos. Poco a poco su cara se ruborizaba, latían lige-
ras las ventanas de la nariz, los labios temblaban; hubo un
instante en que Carlos, lleno de sombrío furor, fijó sus ojos
en Rodolfo, y éste, aterrado, se interrumpió. Pero en seguida
la misma fúnebre lasitud reapareció en aquel rostro.
- No le guardo rencor - dijo Carlos.
Rodolfo enmudeció. Carlos, con la cabeza entre sus
manos, repitió con voz apagada, con el acento resignado de
los grandes dolores:
- No, ¡ya no le guardo rencor!
Agregó una frase importante, la única que dijera en su
vida:
-¡Ha sido culpa de la fatalidad!
Rodolfo, conductor de esa fatalidad, la halló demasiado
bondadosa para un hombre en su situación, cómica quizá,
un poco vil.
Al día siguiente, Carlos fue a sentarse al banco de la glo-
rieta. La claridad se filtraba por el enrejado; las hojas de la
vid dibujaban sus sombras sobre la arena, el jazmín perfu-
maba el aire, el cielo era azul, las cantáridas zumbaban alre-
dedor de los lirios en flor, Carlos se sofocaba como un
adolescente bajo los vagos efluvios amorosos que henchían
su acongojado corazón.
A las siete de la tarde, la pequeña Berta, que no lo había
visto desde el almuerzo, vino a buscarlo para comer.

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GUSTAVO FLAUBERT

Tenía la cabeza apoyada contra la pared, los ojos cerra-


dos, la boca abierta, y sus manos sujetaban un mechón de
cabellos negros.
- Ven, papá, vamos - dijo ella.
Supuso que su padre quería jugar y lo empujó suave-
mente. Carlos cayó al suelo. Estaba muerto.
Treinta y seis horas después acudió el señor Canivet,
llamado por el boticario. Lo abrió y no halló nada.
Cuando todo fue vendido, quedaron doce francos con
setenta y cinco céntimos que sirvieron para pagar el viaje de
la señorita Bovary hasta la casa de su abuela. La buena mujer
murió ese mismo año; papá Rouault estaba paralítico y una
tía se encargó de la niña. Es pobre y la envía a ganarse la vida
en una hilandería de algodón.
Después de la muerte de Bovary, tres médicos han des-
filado por Yonville sin lograr fortuna, porque el señor Ho-
mais los obliga a batirse en retirada. Ha obtenido una
clientela infernal; la autoridad lo respeta y la opinión pública
lo protege.
Acaba de recibir la cruz de honor.

FIN

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