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VI.

Los consejos evangélicos


Hno. Dr. Alexandre José Rocha de Hollanda Cavalcanti
El religioso vive para el Señor y no para sí mismo. Tres obstáculos se oponen a que
nuestro afecto tienda totalmente al Señor: la codicia de los bienes materiales, la concupiscencia
de los deleites sensibles y el desorden de la voluntad. La práctica de los «consejos evangélicos»
buscan alejar estos obstáculos, proporcionando las condiciones ideales para la consagración
total en el seguimiento de Cristo. Ellos no son el fin de la vida religiosa, sino medios excelentes
para alcanzar la perfección de la caridad, liberando al religioso de las tres solicitudes que más
inquietan al hombre.
Por otro lado, no se trata de un voto para practicar cada una de las tres virtudes, sino de
un «voto de vida», puesto que los consejos engloban las tres coordenadas de la existencia
humana: el poseer, el amor humano y la autonomía de la voluntad.
1. Pobreza
La pobreza propuesta por Jesús es un carisma concedido en los tiempos del Reino de Dios,
en que no hay que acumular bienes ni dedicar tiempo a las cosas que pasan. El dios riqueza
(Mammón) no tiene ningún futuro: ya está condenado. La liberación de este dios se llama
pobreza evangélica1. Ella es el primer fundamento para adquirir la perfección de la caridad,
como lo recomendó Jesús al joven del Evangelio (cf. Mt 19,21). El mismo Cristo da el ejemplo,
puesto que, «siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que fuésemos ricos por su
pobreza» (2Co 8,9). Jesús no retuvo ávidamente su patrimonio celeste y se despojó, tomando
«la condición de esclavo» (Flp 2,6). Cuando un escriba se propuso a seguirlo el Señor dijo: «las
zorras tienen sus madrigueras, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt
8,20). También cuando le preguntaron sobre los impuestos, Jesús no sacó una moneda del
bolsillo, sino que mandó a Pedro buscarla en la boca del pez (cf. Mt 17,27).
Este voto lleva consigo un conjunto de privaciones que deben ser acogidas con amor. La
búsqueda de comodidades personales suele ser el inicio de la decadencia del amor que une un
religioso a su vocación.
El dinero y la posesión de bienes ha sido históricamente la causa de muchos conflictos,
incluyendo desde problemas individuales hasta guerras entre naciones. El despojo voluntario
concede al religioso una defensa contra los males de la codicia y las injusticias consecuentes
del mal uso de los medios materiales, influenciando con su ejemplo al mismo tiempo silencioso
y locuaz, a toda la sociedad humana, atrayéndolos hacia la práctica de las virtudes cristianas.
La práctica perfecta de la pobreza es una fuente de virtudes, de paz y de alegría, con
grande fuerza de ejemplaridad. Ella no consiste en la mera carencia de bienes (pobreza efectiva),
sino en el desprendimiento voluntario de ellos (pobreza afectiva). Ella conduce a seguir a Cristo
pobre, con la finalidad de alcanzar la perfección de la caridad. Así, no se trata sòlo de la renuncia
a las riquezas, sino, del desapego total del corazón. Sin embargo, es prácticamente imposible
ser verdaderamente pobre de espíritu sin serlo también materialmente, dada la inclinación del
ser humano a apegarse a lo material2.
San Agustín, citado por santo Tomás, asegura que «la disminución del deseo de las cosas
temporales alimenta y nutre a la caridad» (II-II q. 186, a. 3; 7). Por este motivo, la pobreza
voluntaria es una de las virtudes que más nos asemejan a Dios, que es infinito en su naturaleza,
pero no necesita de nada ni de nadie para tener su plena felicidad esencial: Dios no encuentra
su felicidad fuera de Sí mismo. Del mismo modo, el religioso la encontrará únicamente en Dios
y no en las cosas que lo circundan.

1
Cf. GARCÍA PAREDES, José Cristo-Rey. Teología de la vida religiosa. Madrid: BAC, 2002, pp. 456-457.
2
Cf. ROYO MARÍN, Antonio. La vida religiosa. Madrid: BAC, 1968, pp. 243-245.

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A veces nos fijamos en la pobreza material, pero el religioso puede apegarse a posiciones,
honras personales, comodidades, etc. En este sentido, el P. Royo Marín observa que los que
tienen mucho cuidado con las cosas de su uso y no con las de la comunidad, son verdaderos
egoístas3.
En el Antiguo Testamento la pobreza aparece como un mal, acarreando humillación,
dependencia y abuso. La figura de los «pobres del Señor», o anawin, indica bien el motivo del
amor de Dios a los pobres: no es por su indigencia, sino por su confianza. Del Señor reciben el
alimento: el trigo que cae, las uvas que se quedan en la cosecha, etc. Ellos no viven de su propia
suficiencia, sino de la confianza en el Señor.
Ser pobre no es una virtud, sino una carencia. Lo que sí es virtud es la generosidad que
da preferencia a las necesidades ajenas sobre las propias, la dadivosidad, que disfruta con el
bien de los demás, la compasión, que nos lleva a emplear los recursos para disminuir los
sufrimientos del prójimo. Estas actitudes son un don divino, un auténtico carisma del Espíritu,
un don que debe ser acogido libremente.
2. Castidad
En su liminalidad antropológica el voto de castidad tiene una enorme fuerza simbólica
que orienta las comunidades religiosas hacia la trascendencia del reino de Dios4. La entrega al
Señor no debe ser vista como simple renuncia al matrimonio, puesto que la virginidad
consagrada se caracteriza por una opción existencial humana llena de sentido en el
direccionamiento de la potencia del amor hacia Jesús, a los hermanos y al Reino. Se establece
una relación más viva y más profunda de donación, puesto que no se limita a una persona o una
familia, sino que es una relación universal en que el amor humano se dirige a toda la familia de
los hijos de Dios5, plenificando al ser humano con el carisma donado por el Espíritu. Esta fuerza
es capaz de sublimar la energía afectiva, poniéndola al servicio de la pasión religiosa. Esta
entrega involucra al ser humano en su totalidad, no abarcando únicamente el impulso
reproductivo.
Renunciar al pecado es obligación de todo cristiano. La virginidad consagrada implica la
renuncia al uso ordenado de la sexualidad dentro del matrimonio, conllevando también una
entrega del «instinto de sociabilidad», en que el anhelo de «amar y ser amado» no se dirige a
otro ser humano, sino a Dios, y al «instinto de paternidad o maternidad», innato al ser humano.
Esta triple dimensión de renuncia, implica una triple dimensión de entrega, de amor y
dedicación: las fuerzas de la pasión se direccionan al Señor y a su servicio, el deseo de vivir en
una sociedad que ampara a la fragilidad humana se convierte en confianza total en Dios; la
paternidad y la maternidad serán ejercidas en relación a la humanidad y, si es el caso, a la grey
confiada a la influencia del religioso.
En la realidad humana, no se puede esperar que todo aspirante haya conservado intacta
su inocencia bautismal. Pero quien desea asumir la vida religiosa debe tener una determinación
firme de llegar a la castidad perfecta, reservada exclusivamente para Dios.
La castidad es una virtud moral y, consecuentemente humana y cristiana, vivida por la
persona como ser corporal y espiritual que recibe el amor como don divino, de acuerdo con la
vocación a que Dios le llama 6 . Es llamada la virtud angélica por cuanto hace al hombre
semejante a los ángeles7. Esta importante virtud es la garante de la estabilidad vocacional tanto
de los consagrados cuanto de los casados.

3
Cf. ROYO MARÍN, Antonio. La vida religiosa. Madrid: BAC, 1968, p. 66.
4
Cf. GARCÍA PAREDES, José Cristo-Rey. Teología de la vida religiosa. Madrid: BAC, 2002, p. 491.
5
Cf. GUTIÉRREZ VEGA, L. Teología sistemática de la vida religiosa. Madrid: Instituto Teológico de Vida Religiosa,
1976, p. 325.
6
Cf. CEC n. 2345.
7
Cf. ROYO MARÍN, Antonio. Teología moral para seglares. I: Moral fundamental y especial. Madrid: BAC, 1996,
p. 445.

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La decisión por la castidad consagrada no implica la eliminación de las pasiones y
tendencias propias de la naturaleza humana, ni impiden la acción diabólica de las tentaciones.
Existirá siempre un aspecto de lucha que exige vigilancia, con prontitud y totalidad de entrega,
eliminando toda discusión con la tentación, lo cual implica un generoso dinamismo de la virtud.
Esta victoria supone un aprendizaje y una progresividad. En este camino puede sobrevenir dos
modos de renuncia volitiva: negativamente, por la mortificación y la vigilancia, y positivamente,
como anhelado y alegre sacrificio para obtener la íntima unión con Dios, en el cual, el corazón
no es sofocado (mortificado = hecho muerto), sino entregado, hecho sagrado. Sólo esta segunda
actitud es digna de la castidad religiosa. El valor positivo prevalece sobre el negativo llevando
a la verdadera tendencia del propio ser a la voluntad superior y no a la inclinación inferior,
insertándose en la esfera espiritual del divino amor, que es el fin de la virginidad consagrada.
Dios es el amor recíproco entre Personas y ha creado a los hombres por amor y para amar,
determinando una vocación innata al amor, debiendo diferenciar entre el amor mendicante y el
amor oblativo. El amor verdadero implica donación, de modo que la vocación a la virginidad
consagrada indica no la destrucción del amor, sino su direccionamiento hacia Dios.
Respondiendo a una consulta escrita, san Pablo trata del tema de la castidad con
motivaciones escatológicas y cristológicas. Su texto abarca las diversas situaciones de la
comunidad, señalando la recomendación a «permanecer en el estado en que ha sido llamado»,
a «estar sin preocupaciones», contextualizando su enseñanza en la «necesidad presente» y en
las «tribulaciones de la carne», proporcionando comprender las motivaciones cristológicas de
la castidad.

Quería ahorraros Preocupaciones


El no casado . De las cosas del Señor
Se preocupa:
. De complacer al Señor
. De las cosas del mundo
El casado en cambio Se preocupa: . De complacer a la mujer
Está dividido.

La no casada y la virgen Se preocupa


. De las cosas del Señor
. Para ser santa en cuerpo y en espíritu
La casada en cambio Se preocupa
. De las cosas del mundo
. De complacer al marido
Esto os digo para vuestro
Miro al decoro y a una adhesión al Señor ininterrumpida.
bien personal

San Pablo caracteriza así la castidad por una dedicación a los asuntos del Señor, buscando
su complacencia, es decir, la santidad del cuerpo y del espíritu por la adhesión ininterrumpida
a Jesucristo.
Aún reconociendo el valor del matrimonio, éste se queda eclipsado ante la experiencia de
Dios, denunciando la dominación con que el eros, afectado por el pecado, impone, destruye y
rompe la unidad del ser humano consigo mismo, con la humanidad y con Dios.
El aspecto escatológico lleva al célibe a vivir lo último como presente, haciendo de su
vida una parábola que indica a todos los cristianos cómo es posible vivir esperando la plena

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manifestación de Dios. Por eso, la castidad consagrada tiene su raíz más profunda en la
comprensión del Reino de los cielos, siendo toda una realidad carismática que hace comprender
la cercanía de este Reino, representando el género de vida que el Hijo de Dios llevó entre
nosotros. El que se consagra por amor al reino quiere que su unión con el Señor sea
ininterrumpida. Es la misericordia de Dios que hace posible a nuestra frágil existencia el poder
abrazar y perseverar en el camino en el que el Señor es nuestro único bien8.
3. Obediencia
La obediencia es una virtud relacionada a la justicia, la cual tiene por objeto dar a cada
uno lo que le corresponde9. Ella supone siempre el ejercicio voluntario de la libertad.
Santo Tomás explica que el único ser dotado de verdadera autoridad es Dios, pero Él
quiere que su voluntad sea manifestada en cada caso particular a través de aquellos que deben
gobernar, confiriéndoles una legítima autoridad. Por eso toda autoridad legítima viene de Dios
(Rm 13,1)10. Explica también que entre las virtudes morales la obediencia ocupa el primer lugar
por razón de los bienes que sacrifica11.
La obediencia es un elemento esencial de la vida religiosa, puesto que tanto la obediencia
cuanto la autoridad ejercida en la vida consagrada son aspectos complementarios de la misma
participación en la ofrenda de Cristo. Para los que están constituidos de autoridad, se trata de
servir en los hermanos al designio amoroso del Padre, mientras los que obedecen, siguen el
ejemplo del Maestro y se asocian a la obra de la salvación (ET 25).
El punto esencial es comprender al misterio de la obediencia del Hijo que recapitula la
desobediencia de la humanidad, como parte de su proceso de anonadamiento (Flp 2,8). A partir
de Pentecostés este espíritu se comunica a toda la Iglesia convirtiéndose en una nueva ley del
Reino.
El concepto de misión es también fundamental: Cristo es el enviado por el Padre. Él envía
a los Apóstoles (Jn 20,21). El Espíritu Santo enviado por Cristo suscita en la Iglesia el carisma
de la vida religiosa. Ésta recibe los carismas y los envía a los Institutos, que, a su vez, en nombre
de la Iglesia, los envía a las personas. Todo nace de la misma fuente: la voluntad salvífica del
Padre.
La obediencia alimenta el carácter religioso de la vida consagrada y renueva, a cada
momento, el nacimiento del «hombre nuevo» separado de la esclavitud a su propia voluntad y
atado libremente a la voluntad de Dios que se le hace presente a diario a través de la voz de los
superiores.
El pecado de Adán se caracterizó por querer «ser como Dios», es decir, hacer su propia
voluntad sin depender del Creador, a quien, por naturaleza, debía obediencia. El consagrado,
imitando a Cristo, actúa en sentido contrario: acepta libremente obedecer a quienes, por
naturaleza, no debían obediencia.
Por el pecado original nacemos en estado de desobediencia y rebeldía. Cuando pecamos,
ratificamos este estado, haciendo nuestra la desobediencia original. Del mismo modo,
incorporados a Cristo por el Bautismo, nos constituimos en estado de obediencia. Los actos de
obediencia religiosa ratifican y renuevan este estado asumido en el Bautismo. Por la obediencia
entramos más decididamente en el designio divino de salvación (ET 25). Romper la obediencia
es dejar de ser instrumento de salvación. Por eso, sin obediencia no es posible el verdadero
apostolado.

8
Cf. APARICIO RODRÍGUEZ, Ángel, «Carisma». En: Diccionario Teológico de la Vida Consagrada. Madrid:
Claretianas, 1989,180-187.
9
Cf. ROYO MARÍN, Antonio. La vida religiosa. Madrid: BAC, 1968, p. 324.
10
Cf. S. Th. II-II, q. 104, a. 1.
11
Cf. S. Th. II-II, q. 104, a. 3.

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La obediencia nace del amor. Por eso, tanto la obediencia, cuanto la autoridad ejercida en
nombre de Cristo, deben caracterizarse como actos de amor que se convierten en actos de
salvación: «aunque era Hijo… se convirtió en causa de salvación para todos los que le
obedecen» (Hb 5,8-9).
El ejemplo de María, que se presenta como esclava del Señor, identifica plenamente el
sentido de la obediencia religiosa: «hágase en mí». María no pregunta qué se hará, sino cómo
hará, es decir, se pone en disponibilidad total, de modo que la obediencia, siguiendo la
ejemplaridad de María, significa que es Dios quien «hace en mí» su voluntad. Mi voluntad no
es simplemente entregada, muerta, sino sacrificada, es decir, hecha sagrada, puesto que es
sustituida por la voluntad de Dios. Por eso la obediencia no debe estar apoyada en ningún
fundamento humano (dotes naturales del superior, simpatía, etc.), sino en la autoridad divina.
Jesús dijo: «El que a vosotros oye, a mí me oye» (Lc 10,16). Estas palabras encierran toda la
teología de la obediencia. Ver a Dios en el superior es el principio fundamental de la obediencia
religiosa12.
Cristo tenía dos voluntades y, en cierto momento, nos ha dado ejemplo de una lucha
interna entre estas dos voluntades, para mostrarnos que la obediencia no quita la realidad de
nuestra individualidad, sino que, a imitación del Maestro, debemos siempre decir: «hágase Tu
voluntad y no la mía».
1.1. Obediencia y sumisión.
La obediencia tiene siempre como objeto inmediato a Dios. La sumisión tiene una
relación con las mediaciones humanas y las leyes. Es a través de esta sumisión que obedecemos
a Dios. La sumisión es el medio y la obediencia es el fin.
Cristo vive en obediencia y sumisión: obediencia al Padre y sumisión a José y a María en
sus treinta años de vida oculta (cf. Lc 2,51). Este ejemplo nos deja claro la verdadera dimensión
de la obediencia: someterse a María y a José era la manera concreta de obedecer al Padre. La
palabra revelada, la voz de los hermanos, las autoridades, la jerarquía de la Iglesia, son
expresiones de la voluntad de Dios, como cauces e instrumentos de ella: no son su misma
voluntad, sino signos materiales expresivos de ella. Así, obedecemos a la voluntad de Dios que
se nos manifiesta a través de estos intérpretes. A los que están revestidos de autoridad, es
necesario considerar esto con profunda seriedad: hacer obedecer a su propia voluntad es
destronar a Dios y usurpar su lugar13.
Obedecer a los superiores en lo que exige la virtud es obligación. Lo que es propio de los
religiosos es obedecer en lo que se refiere a alcanzar la perfección. En virtud del voto, todos los
actos de obediencia están influenciados por la virtud de la religión y tienen el mérito de la
misma. Por otro lado, rehusar obedecer a las reglas y determinaciones superiores es quebrantar
la obediencia religiosa, faltar al compromiso contraído con Dios en virtud del voto.
El P. Royo Marín enseña que hay grandes ventajas en la obediencia:
1. Para la inteligencia:
a. Certeza de conocer y hacer infaliblemente la voluntad divina.
b. Certeza del socorro divino: «Yo estaré contigo» (Ex 3,12).
c. Certeza del éxito sobrenatural, aunque se equivoque el superior.
2. Para la voluntad:
a. Es la fuente de la verdadera libertad. Nada esclaviza tanto como el apego a la
propia voluntad.
b. Es fuente de fortaleza.
c. Es garantía de perseverancia en el bien.

12
Cf. ROYO MARÍN, Antonio. La vida religiosa. Madrid: BAC, 1968, p. 332.
13
Cf. ALONSO, Severino-María. La vida consagrada. Síntesis teológica. Madrid: ITVR, 1985, pp. 235-242.

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3. Para el corazón:
a. Es fuente de paz individual y colectiva.
b. Es el principio del orden, resultando en la paz, que es «la tranquilidad del
orden».
c. Exime al súbdito de responsabilidad o de escrúpulos: «obedecí», es la única
cuenta que habrá de dar a Dios14.
4. María: modelo de vida consagrada
Siendo María «espejo de justicia» y ejemplar acabadísimo de todas las virtudes cristianas,
ella es el modelo perfecto de la vida consagrada. Su unión total a Jesús nace antes incluso de la
Anunciación. Su fe y esperanza en el Mesías venidero la llevó a consagrar su vida
completamente. Conociendo su vocación y aceptándola con fe y obediencia libres (LG 56),
María consagró su perpetua virginidad, que ya había entregado al Señor, renunciando a su vida
privada, aceptando unirse inescindiblemente a la obra salvífica de Jesús, de modo que su fiat
mihi fue fruto de su donación total en la virginidad (RM 39).
En el Magnificat María se incluye entre los anawim bíblicos, es decir, los que estaban
alejados de la idolatría de la riqueza y del poder, llenos de profunda humildad de corazón,
totalmente abiertos a la gracia salvadora15. Se encuentra aquí la realidad de que la vida pobre,
separada de los intereses mundanos y dedicada a Jesús, tuvo su primera realización en María.
La imitación de María como modelo de vida consagrada conlleva a considerarla como
aquella que arrastra para la imitación a la entrega total con que Cristo nos salvó y nos invita a
la perfección. Convoca a salir de sí mismo y servir a la Iglesia con la madurez y fortaleza de
verdaderos cristianos que anhelan la perfecta configuración con Cristo.
Imitar a María significa donarse integral e irrevocablemente a Dios. Los días actuales
representan un momento decisivo en que la Iglesia convoca a sus hijos a tomar posición, a no
ser «uno más» en medio de un mundo que abandona a Dios. A tener el coraje de Jesús que dice
«soy Yo» cuando los soldados le buscaban para la confrontación final, a decir «fiat mihi»
cuando somos llamados a entregar nuestra propia vida, dedicándola enteramente al servicio de
Dios, sin miedo de «ser diferente a los otros».
En estos momentos de prueba es nuestro deber imitar a Jesús, imitar la donación total de
María. No podemos reeditar la cobardía de Pilatos delante de Cristo, que buscó «componer la
situación» y terminó por condenar a Jesús. Pero si Pilato se nos apareciese en este momento,
podría decir: «yo seré imitado por muchas personas en todos los siglos».
Cuántas veces, por amor a nuestros intereses, por pereza, o por el miedo de decir no,
permitimos que la Iglesia sea calumniada y perseguida, y nos callamos. Presenciamos de brazos
cruzados el pecado, por la vergüenza de decir «no» a los que forman nuestro ambiente, por el
miedo «de ser diferente de los demás», como si Dios nos hubiera creado, no para imitar a Jesús,
sino para imitar servilmente a nuestros compañeros.
La mirada que recibimos de Dios al concedernos el don de nuestra vocación, indica el
modo cómo alcanzaremos la meta que debe brillar siempre como un faro a nuestros ojos:
nacemos para ser santos. No nacemos para la mediocridad, mas para ser verdaderos espejos de
nuestro Maestro. El ejemplo de fortaleza de Jesús que enfrentó el dolor y la muerte nos convoca
a expulsar de nuestras almas la llaga del egocentrismo, del miedo y de la pereza, cumpliendo
con el mandato de Jesús que debo escuchar como dicho sólo para mi: ¡Hijo mío, te he creado
para que seas SANTO!

14
Cf. ROYO MARÍN, Antonio. La vida religiosa. Madrid: BAC, 1968, pp. 334-335.
15
Cf. BENEDICTO XVI. Audiencia general del 15 de febrero de 2006, n. 1.

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