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La extraña aventura del doctor Lanyon

Pasó el tiempo. Se ofrecieron miles de libras de recompensa a cambio de cualquier información que
pudiera
conducir a la captura del asesino, pues la muerte de Sir Danvers se consideró una afrenta pública,
pero Mr. Hyde había escapado al alcance de la policía como si nunca hubiese existido. Se desveló gran
parte de su pasado, todo él abominable. Salie ron a la luz historias de la crueldad de aquel hombre a la vez
insensible y violento, de su vida infame, de sus extrañas amistades, del odio que, al parecer, le había
rodeado
siempre, pero nada se averiguó acerca de su paradero. Desde aquella madrugada en que había salido de
su casa del Soho, parecía que se había evaporado en el aire, y gradualmente, conforme pasaba el tiempo,
Mr. Utterson fue olvidando sus antiguos temores y recuperando la paz interior. La muerte de Sir Danvers
estaba, a su entender, más que compensada por la desaparición de Mr. Hyde.
Una vez desvanecida esta mala influencia, una nueva vida comenzó para Jekyll. Salió de su encierro,
reanudó
la amistad que le unía a viejos compañeros, fue una vez más huésped y anfitrión y, si bien siempre
había sido famoso por sus obras de beneficencia, ahora se distinguió también por su devoción. Estaba
siempre ocupado, salía mucho y hacía el bien. Su rostro parecía de pronto más fresco y resplandeciente,
como si interiormente se diera cuenta de que era útil, y durante dos meses vivió en paz.

«No culpo a nuestro viejo amigo -decía Jekyll en la misiva-, pero comparto con él la opinión de que no
debemos volver a vernos. He decidido llevar de ahora en adelante una vida de extremo aislamiento. No
debes sorprenderte ni dudar de mi amistad si mi puerta se te cierra algunas veces. Debes tolerar que siga
mi
oscuro camino. Me he propiciado un castigo
que no puedo siquiera mencionar. Pero si soy el ma yor de los pecadores, también soy el mayor de los
penitentes.
No sospechaba yo que en la tierra hubie ra lugar para tanto sufrimiento y tanto terror. No puedes
hacer sino una cosa, Utterson, que es respetar mi silencio.»
El abogado quedó asombrado. La siniestra in fluencia de Hyde había desaparecido. Jeky11 había vuelto a
sus viejas tareas y amistades. Hacía sólo una semana todo parecía sonreírle con la promesa de una vejez
alegre y respetada y ahora, en un momento, la amistad, la paz interior, su vida entera estaba destruida. Un
cambio tan súbito y radical apuntaba a la locura, pero recordando las palabras y actitud de Lanyon, pensó
que la razón debía de ser mucho más profunda.
Una semana después, el doctor Lanyon caía enfermo y en menos de una quincena había fallecido. Pocas
horas después del entierro, Utterson, extraordinariamente afectado por el suceso, se encerró en su
despacho,
y sentado a la luz de la melancólica lla ma de una vela sacó y puso ante él un sobre escrito por su difunto
amigo y lacrado con su sello, en el cual se leían las siguientes palabras: «Personal. Para G. J. Utterson
exclusivamente,
y, en caso de que él muera antes que yo, para que sea destruido sin que nadie lo lea». El abogado
temió fijar la vista en su contenido: «Hoy he enterrado a un amigo -se dijo-. ¿Y si este documento me
cuesta otro?».

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