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La última noche

Eseñor Utterson estaba sentado junto a su chimenea una noche después de la cena, cuando le sorprendió
la visita de Poole.
-¡Caramba, Poole! ¿Qué le trae por aquí? -exclamó.
Y luego, tras estudiarle con detenimiento, añadió:
-¿Qué pasa? ¿Está enfermo el doctor?
-Mr. Utterson -dijo el mayordomo -. Ocurre algo extraño.
-Siéntese y tome una copa de vino -dijo el abogado-. Vamos a ver. Póngase cómodo y dígame cla ramente
qué es lo que quiere.
-Usted ya sabe cómo es el doctor, señor -replicó Poole -, y cómo a veces se aísla de todos. Pues verá, ha
vuelto a encerrarse en su gabinete y esta vez no me gusta, señor. Que Dios me perdone, pero no me gusta
nada. Mr. Utterson, tengo miedo.
-Vamos, vamos, buen hombre -dijo el abogado-. Sea un poco más explícito. ¿De qué tiene miedo? -Hace
como una semana que vengo temiéndome algo -respondió Poole, haciendo caso omiso tercamente de la
pregunta- y no puedo aguantarlo más. El aspecto de aquel hombre corroboraba amplia mente sus palabras.
Su porte se había deteriorado y, a excepción del momento en que anunció su miedo por primera vez, no
había mirado de frente ni una sola vez al abogado. Aun ahora permanecía sentado, con la copa de vino,
que
no había probado, apoyada en las rodillas y la mirada fija en un rincón de la habitación.
-No puedo soportarlo por más tiempo -repitió. -Vamos, vamos -dijo el abogado-. Ya veo que tiene usted
motivo para preocuparse, Poole. Entiendo que pasa algo muy grave. Trate de decirme de qué se trata.
-Creo que en esto hay algo sucio -dijo Poole con voz enronquecida.
-¡Algo sucio! -exclamó el abogado bastante asustado y, en consecuencia, propenso a la irritación-. ¿Qué
quiere decir con eso? ¿A qué se refiere usted?
-No me atrevo a decírselo, señor -fue la respuesta-. Pero, ¿quiere venir conmigo y verlo con sus propios
ojos?
La respuesta de Utterson consistió en levantarse y tomar su abrigo y su sombrero, pero aun así tuvo
tiempo
de observar con asombro el enorme alivio que reflejó el rostro del mayordomo y de constatar, quizá con
un asombro mayor todavía, que no había probado el vino cuando se levantó para seguirle. Era una noche
inhóspita, fría, propia del mes de. marzo que corría. Una luna pálida yacía de espaldas sobre el cielo como
si el viento la hubiera tumbado, náufraga en un mar surcado por nubes ligeras y algodonosas. El viento
dificultaba
la conversación y atraía la sangre a los rostros de los dos hombres. Parecía haber hecho huir a los
transeúntes hasta tal punto que Mr. Utterson se dijo que jamás había visto aquel barrio tan desierto.
Habría
deseado que no fuera así. Nunca en su vida había sentido un deseo más agudo de ver y tocar a sus
semejantes,
pues por más que trataba de dominarlo había brotado en su mente una especie de presentimiento que
anunciaba una catástrofe inevitable.
En la plaza, cuando llegaron a ella, reinaban el viento y el polvo, y los frágiles arbolillos del jardín
azotaban
como látigos la verja de la entrada. Poole, que se había mantenido durante todo el camino un paso o
dos a la cabeza de su acompañante, se detuvo ahora en medio de la acera y, a pesar de la crudeza del frío,
se quitó el sombrero y se enjugó con un pañuelo rojo el sudor que perlaba su frente, un sudor que, a pesar
del apresuramiento con que habían venido, no era consecuencia del esfuerzo, sino dula angustia que le
atenazaba,
porque su rostro estaba blanco, y cuando hablaba lo hacía con voz áspera y entrecortada.
-Bueno -dijo-, ya hemos llegado. Quiera Dios que no haya pasado nada.
-Así sea, Poole -dijo el abogado.

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