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Hemos escuchado el inicio de la segunda carta del apóstol san Pedro. Esta, es
una carta enviada a los cristianos en nombre y con la autoridad de Pedro. Los
destinatarios son cristianos de la segunda o tercera generación. La finalidad del
escrito es ponerlos en guardia frente al riesgo o la amenaza que representaban
los disidentes, o sea, los que se mostraban contrarios a la doctrina cristiana de
Pedro. Al parecer, esta disidencia estaba representada por “falsos maestros” o
“falsos profetas”. Por lo cual, cabe pensar que el texto de la segunda carta de
Pedro nació de una preocupación polémica y de la intención de confirmar a los
cristianos fieles.
Por lo tanto, podemos decir que la lectura de hoy, es ante todo una invitación a
crecer. Podría parecer algo obvio, pero no es así. Si nos fijamos bien, hoy en día
existen muchos afanes: afán de dinero, de prestigio, de placer, etc. Detrás de
esos afanes hay diversas clases de amor a los bienes de esta tierra. A menudo,
un amor desordenado e impetuoso, que pasa por encima del hermano más débil.
Y como la gente tiene ese amor a esta tierra, y por ese amor tiene aquel afán,
entonces se dedica a prepararse cada vez mejor, para ser más competitivo, o sea,
para entrar con mejores garantías al mundo. Hay personas que acumulan títulos,
empresas, desarrollo, etc. Quieren crecer, pero es un crecimiento que en últimas
no llena a la persona. Frente a toda esa actividad uno puede preguntarse: ¿qué
pasa con la vida de la fe? El apóstol san Pedro nos dice hoy: “poned todo
empeño en añadir a vuestra fe… amor”. El cuál es el que le da sentido a la vida.
Bien decía san Agustín: “ponle amor a las cosas y tendrán sentido, quítales el
amor y se tornarán vacías”. Hoy somos invitados a crecer, a competir en el
mundo, pero no para ganar monedas que tendremos que dejar cuando nos
vayamos de esta tierra, sino para acumular los tesoros que nunca se oxidan y
que jamás mueren.
2 Timoteo 1,1-3.6-12
¿Qué podemos concluir de todo esto para nuestra vida personal? Pablo invita a
su discípulo a “reavivar el don recibido”. De esta sencilla exhortación
aprendemos que lo que Dios nos ha dado es como una semilla y que estamos
llamados a cultivarla. Podemos preguntarnos: ¿hemos dejado morir los dones
de Dios en nosotros? ¿Qué obras de misericordia hemos dejamos de practicar?