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13er Congreso Internacional de Turismo/

5to Foro Académico Turismo Anáhuac


Hotel Presidente Intercontinental
México, 14 de noviembre de 2013

LA CULTURA COMO OPORTUNIDAD DE DESARROLLO

Néstor García Canclini1

Agradezco la invitación, pero quizá debo comenzar con una advertencia: ¿cuál es la utilidad
de invitar a un antropólogo a hablar sobre el turismo? Desde la antropología, una disciplina
muy sensible a las culturas tradicionales y a sus propias formas de organización, el turismo
ha sido visto a menudo como parte de la cultura masiva que uniforma las diferencias para
adaptarlas a un estilo internacional ecualizado. Me refiero a ecualización en el sentido en
que se usa en música: los artificios electrónicos utilizados en la grabación y reproducción
para reducir las variaciones tímbricas y los distintos estilos melódicos de músicas étnicas a
fin de volverlas confortables para oídos no acostumbrados.

Según Danie J. Boorstin, por ejemplo, el turismo presenta “un mundo manufacturado,
trivial e inauténtico”. Sonia Jalfin sugiere que, como los banderines que indican cuán
peligroso es el mar, deberían existir señales que alertaran a los turistas respecto de los
antropólogos. Tristes trópicos, uno de los textos fundadores de la etnografía
contemporánea, donde Claude Lévi-Strauss relata sus experiencias en sociedades no
europeas comienza con una declaración rotunda: "Odio los viajes y a los viajeros". Las
ciencias sociales en general se acercaron al turismo con desconfianza y especialmente los
historiadores y antropólogos, considerándolo una amenaza para la autenticidad de las
culturas y sus patrimonios.

Pero en seguida hay que aclarar que existe otra visión en la antropología actual. No
aceptamos ingenuamente la autenticidad como algo originario e intocable porque

1
Profesor Distinguido de la Universidad Autónoma Metropolitana e Investigador Emérito del Sistema
Nacional de Investigadores de México.

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percibimos que las culturas son conjuntos híbridos, donde se mezclan elementos de muchas
sociedades, que siguen transformándose constantemente. En esa perspectiva nos
preguntamos ¿Contribuye el contacto con otras al desarrollo de cada sociedad o lo
distorsiona? ¿Qué entender por desarrollo y por desarrollo cultural?

El turismo incita a preguntarnos: ¿Por qué viajamos? ¿Qué buscamos al desplazarnos por el
mundo e ir asignando valores extraordinarios, como la belleza o la autenticidad, a objetos y
costumbres que son valorados de otro modo en distintas épocas o por diferentes grupos?
¿Qué sucede cuando una sociedad incorpora la mirada del turista y se ofrece como
espectáculo para los extraños?

Cómo ha cambiado la relación entre cultura y desarrollo

Los estudios sobre cultura han pasado de centrarse en las artes y el uso del tiempo libre a
registrar sus aportes a la economía y el bienestar social. Las evidencias de que la
producción cultural representa, según los países, entre el 3 o 7% del PIB, atrae inversiones
y crea empleo, volvieron a los productos simbólicos tema de análisis de mercados y
crecimiento económico (Tolila, 2007). En México se ha estimado que la producción de
bienes y mensajes culturales abarca un 7,.3% del PIB (Piedras, 2009).

Entre los libros que en los últimos años redefinen, a través de la investigación empírica, el
valor social y económico de los bienes culturales, sobresale el de George Yúdice, titulado
precisamente El recurso de la cultura. Documenta cómo los bienes y procesos simbólicos
dinamizan el turismo y las industrias audiovisuales, o los museos se vinculan con el
desarrollo urbano. También los debates culturales son examinados como escenas en las que
sectores sociales negocian con los Estados las prioridades del desarrollo, los derechos
humanos y la calidad de vida. Decenas de declaraciones y estudios de la Organización de
las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), el Banco
Interamericano de Desarrollo (BID), la Comisión Económica para América Latina
(CEPAL) y la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la
Cultura (OEI ), entre otros organismos internacionales, registran las implicaciones
estratégicas de la cultura para el desarrollo socioeconómico y la construcción de sociedades
menos injustas y más democráticas.

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¿Qué sentido pueden tener, después de la crisis económica mundial de 2008, los
documentos bien intencionados de organismos nacionales e internacionales sobre las
interconexiones entre cultura y desarrollo? Todavía seguimos leyendo declaraciones de
cumbres de jefes de Estado y de ministros de cultura que exaltan la potencialidad del
patrimonio, el arte y las industrias audiovisuales como fuentes para generar trabajo,
dinamizar el turismo y elevar el Producto Interno Bruto de cada sociedad. Entre tanto, los
programas presupuestales, asfixiados por las deudas y obligados a la austeridad, recortan
fondos que iban a impulsar el desarrollo cultural, provocan despidos de personal en
organismos públicos y empresas privadas, reducen el poder adquisitivo de las mayorías.

Varios países latinoamericanos conocimos estas contradicciones entre los discursos y las
medidas regresivas desde las crisis de 1982 y 1994 en México, la brasileña de fines de los
años 90 y el derrumbe de la economía argentina en 2001. Por una parte se sigue
argumentando sobre la potencialidad de los productos culturales como recursos para el
desarrollo. Pero al mismo tiempo se insiste en recortar los programas de apoyo a las
industrias comunicacionales, al arte y a la promoción del turismo.

¿Qué sucede, entre tanto, con el desarrollo cultural? La noción de cultura ha ido cambiando
su significado al vincularse con términos mercadológicos lejanos de los conceptos y
procesos sociales que le dieron identidad en el pasado. Para no convertir a los bienes
culturales en simples mercancías ha sido útil pensarlos en el contexto del desarrollo social,
como lugares de conocimiento y elaboración simbólica de las diferencias. Unas señal
alentadora ha sido la tendencia, especialmente en países europeos y unos pocos de América
Latina, a situar la cultura y las ciencias en la fórmula I+D. Pero la agudización de la crisis
económica en países europeos apremiados por sus dificultades financieras, lleva a contraer
los fondos para Investigación y se reducen sus aportes al Desarrollo. Cae la producción
cinematográfica y teatral en varios países europeos, y disminuyen los atractivos de ciertas
ciudades para el turismo.

Valoración económica y valoración cultural del turismo

Dos posiciones suelen enfrentarse al hablar de turismo y cultura. La visión paranoica del
tradicionalismo, que ve las transformaciones como amenaza: los turistas culminarían los

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procesos de masificación, mercantilización y frivolización del patrimonio histórico.
Muchos arqueólogos, historiadores, antropólogos y otras personas sensibles a los valores
humanísticos entienden, en esta perspectiva, que lo mejor es mantener alejados los bienes
culturales de las prácticas turísticas.

Del otro lado, la visión utilitarista: ¿cómo oponerse al turismo si genera riqueza y empleos,
atrae inversiones que revitalizan ciudades y pueblos aislados en playas o montañas, e
impulsan la producción artesanal e industrial locales? El turismo sería, entonces, una de las
manifestaciones más productivas y atrayentes de la vida cultural, un modo de dar a conocer
el patrimonio histórico y artístico, obtener fondos para su mantenimiento y promover
económica y simbólicamente a cada nación.

¿Es posible salir de este antagonismo? Quizá el turismo sea, junto con la industrialización
de la cultura (de la que en cierto modo forma parte), el lugar en el que más se
problematizan las nociones clásicas de patrimonio cultural y de mercado. Hace pocos años
que el patrimonio cultural dejó de ser visto como colección de edificios y bienes
intemporales para reconocer que lo que hoy es una pirámide o un centro histórico resulta de
los usos cambiantes que les dieron épocas y grupos diversos. Sólo puede imaginarse que la
tarea de conservarlos se limita a defender su “autenticidad” si nos olvidamos que por allí
pasaron grupos étnicos y luego el Estado-nación, guerras o revoluciones, modas y
migrantes. ¿Cuántas culturas europeas, africanas, judías y árabes se mezclaron y dejaron
edificios históricos en países como España e Italia? Los turistas, y las operaciones
mercantiles que los convocan, son la última etapa de una larga lista de reapropiaciones y
mudanzas. Como saben los buenos historiadores y antropólogos, que consideran el
patrimonio cultural como resultado de procesos históricos de selección y disputa entre los
sectores hegemónicos y los populares, el turismo se inscribe en una larga lista de
apropiaciones y reelaboraciones.

Para Deann MacCannell, nuestros viajes representan un esfuerzo colectivo por unificar un
mundo cada vez más contradictorio y fragmentado. La sociedad moderna atraviesa un
proceso de diferenciación estructural por el cual las categorías que antes la ordenaban —
clase social, profesión o grupo étnico— solo clasifican parcialmente a las personas. Ya no
podemos, dice MacCannell, reconocernos en dualidades simples como la de patrones y

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obreros, nativos y extranjeros, o considerar las identidades sexuales en términos biológicos
binarios. Esa explosión de diferencias, es uno de los estímulos para viajar, conocer ciertos
lugares donde esperamos encontrar elementos auténticos pertenecientes a otras culturas o al
pasado. El acto de viajar nos ayuda a construir totalidades más cómplejas sobre la base de
nuestras experiencias dispares, comparar nuestra sociedad con otras.

Mochileros que se aventuran en la selva, turistas japoneses que llegan después de sus
cámaras, matrimonios colorados por el sol que compran collares autóctonos en la playa,
todos ellos, dice MacCannell, están guiados por la búsqueda de conocer culturas diferentes,
para lograr una comprensión unificada o distinta del mundo. No podemos repetir la
distinción clásica entre el viajero (verdadero) y el turista (superficial). La dicotomía
auténtico-inauténtico se revela como producto de una construcción social que simplifica la
diversidad del mundo.

¿A qué nos referimos cuando hablamos del turismo como una construcción social y
cultural? Los artesanos en México con frecuencia adoptan sus diseños tradicionales para
volverlos más atractivos a quienes se interesan en comprarlos. Ciertas tribus africanas
exageran los rasgos de sus máscaras para acercarlas al gusto europeo. Lo auténtico, en los
lugares turísticos, suele ser fruto de una negociación no exenta de conflicto. Mónica
Lacarrieu, antropóloga argentina, identifica esos procedimientos en su país: "Las
comunidades mapuches del sur argentino administran campos agrestes que están abiertos al
turismo, para lo cual reciben subvenciones del exterior. Los problemas surgen cuando los
auditores externos les exigen exotismo: no sólo deben gerenciar el lugar sino que se espera
que lo hagan vestidos con sus atuendos tradicionales. Lo mismo ocurre en el noroeste
argentino, donde las comunidades locales discuten cuál es el culto a la Pacha Mama que
debe mostrarse a los turistas".

Esta adaptación para interactuar con las expectativas de los otros puede ser valiosa para el
diálogo intercultural. Pero también pueden llevar a construir ficciones y publicitarlas
absurdamente bajo coacciones mercantiles. Así lo ironizaron tres autores australianos que
publicaron, en 2004, una guía turística sobre un país que no existe: Molvania, una tierra no
tocada por la odontología moderna. Con comentarios como "debido a la presión errática del
agua se recomienda no usar bidet", o "las Grandes Planicies fueron declaradas patrimonio

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de la humanidad por la UNESCO debido a su significativa monotonía", la guía de Molvania
se parece tanto a los libros que parodia que es, en sí misma, un ejemplo de las dificultades
para abrir juicio respecto de la autenticidad de los destinos turísticos. (Jalfin, 2006)

Pero esta crítica a las ilusiones de la autenticidad cultural no permite olvidar de los
derechos de cada pueblo a administrar su patrimonio ni absuelve los usos comerciales de
cualquier tipo. Quienes absolutizan la utilidad mercantil suelen desentenderse de los
sentidos acumulados en la historia de los usos de un bien cultural. Seleccionan un ritual o
una época, y desprecian otros, según puedan convertirse en espectáculo vendible. La
arquitectura o la música locales, y los sentidos que tienen para sus habitantes históricos,
sólo serían valorables si contribuyen al crecimiento económico y al prestigio – finalmente
comercial – de la marca: en nombre de la marca “México” o “Río de Janeiro”, “Barcelona”
o “Estambul”, olvidan la complejidad cultural de cada fiesta o cada barrio. A la última
puesta en escena le cuesta hacerse cargo de la historia de escenificaciones del patrimonio
practicada por quienes vivieron allí de distintas maneras, se enfrentaron buscando que un
uso prevaleciera sobre otros, que los motivos propios se impusieran a los migrantes, o a la
inversa. Los gestores mercantiles suponen que todos los turistas están apurados: que no
vinieron para conocer las historias de los dramas locales, sino un paisaje vistoso.

Sin embargo, la trayectoria reciente del turismo se ha diversificado y reconoce las diversas
motivaciones por las cuales la gente viaja. El ecoturismo y el agroturismo, el turismo
revolucionario (Chiapas, El Salvador) y étnico (gran parte de América Latina y Asia), el de
aventura y el esotérico, el de bienales y festivales, exhiben las formas alternativas al simple
paseo entretenido o relajado, como si a alguna gente le gustara complicarse la vida cuando
va de un país a otro. Se ha dicho que la autenticidad buscada por muchos peregrinos no es
la dudosa originalidad de unas piedras o un baile, sino la experiencia singular de
asombrarse ante lo diferente o lo impensado. Los estudios sobre turistas muestran que
muchos no se comportan pasivamente: buscan actividades intensas, exploración y
conocimientos creativos.

Para ser un poco más específico en el análisis de esta variedad de motivaciones del turismo,
incluso la diversidad de formas de turismo cultural, hay que mencionar que varios
diagnósticos (Moragues Cortada, 2006) señalan que en México se ha priorizado el pasado

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cultural, o sea los monumentos arqueológicos y centros históricos. Incluso cuando se
promueve dentro y fuera de México el arte del siglo XX, el énfasis en el muralismo, en
Frida Kahlo y otros artistas de la primera mitad de ese siglo, deja en gran parte de los
visitantes la sensación de que el arte se reduce a las artes plásticas y a esos artistas. Cabe
imaginar cuánto más se podría atraer a otro tipo de visitantes si, incluso en lugares
históricos de gran valor, como las ciudades declaradas patrimonio de la humanidad las
asociadas a los grandes sitios precolombinos, como Oaxaca o Yucatán, se ofrecieran
también festivales de cine y música contemporáneo de México, ferias de artesanía y diseño
innovador. Los premios obtenidos por creadores mexicanos en los principales festivales de
cine y bienales de arte en años recientes evidencian que disponemos también de un rico
patrimonio cultural contemporáneo.

En la medida en que se logre alcanzar a turistas con perfiles más diversos, es posible
imaginar que el turismo puede consistir en algo más que empaquetar productos culturales
para que multitudes se sientan atraídas. Paranoicos y utilitaristas tienen un lugar de
encuentro en las oportunidades complejas, imprevistas, que un planeta globalizado por
aviones e Internet ofrece a muchos para salir del aburrimiento de los prejuicios y de las
semejanzas entre todos los hoteles y shoppings del mundo.

El turismo como una selección que empobrece

“¿Museización del mundo o californicación de Occidente?”, se titula un estudio de Serge


Guilbaut. Se pregunta qué buscan los peregrinos del turismo cultural ¿La autenticidad en la
dudosa originalidad de unas piedras o un baile, o la experiencia singular de asombrarse ante
lo diferente o lo impensado? Hay orientaciones múltiples. Los deseos de los turistas
desbordan, por eso, las guías y catálogos que se limitan a la oferta histórica consagrada
hace siglos: en Europa, primero París; en París el Louvre; dentro del Louvre, la Venus de
Milo y la Gioconda, escribía Dean Mc Cannel en 1976; en 2005, Jean-Didier Urbain lo
corrige y sostiene que ahora esa serie se alarga: “Si no tengo tiempo de ver la Venus de
Milo, tengo que ver al menos la Gioconda, porque he leído El código Da Vinci”. Esa ley de
embudo del turismo cultural, delineado cada vez más según la industrialización de la

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cultura, no se cumple siempre. Crece el número de turistas que no se comportan
pasivamente: buscan actividades intensas, exploración y conocimientos creativos. También
cambia la noción de patrimonio cultural, que no se reduce a monumentos históricos y
tradiciones congelados; debe incluir la historia de los usos y significados que esos
monumentos o paisajes han tenido para los pobladores en distintas épocas.

Se puede reconocer hoy que existen muchos tipos de patrimonios culturales. Urbain
menciona “el patrimonio sensorial”, no sólo los monumentos o colecciones sino los olores,
luces o sonidos; “el patrimonio cotidiano”, es decir la inmersión en los hábitos comunes de
una población; “el patrimonio excéntrico”, los lugares periféricos o secretos, la vivencia
“confidencial”; el “patrimonio narrativo”, basado en itinerarios e intrigas que enlazan de
modos novedosos sitios ya conocidos. Comprobamos su importancia en una larga lista de
guías, casi todas europeas, que se titulan, por ejemplo, Où trouver la calme à Paris,
Toulouse à pied, Grecia sin monumentos, o la guía de Roma que invita al turista a ver esa
ciudad como “un actor de filmes neorrealistas”.

También se museifican barrios históricos. Y no sólo por su valor artístico. En los años
recientes, además del turismo de sol y la playa y el turismo cultural que admira edificios de
siglos lejanos, se visitan zonas peligrosas. Hay un turismo de aventuras urbano. ¿Adónde
pretenden llegar quienes se internan como turistas en los cerros cariocas o los suburbios
precarios y violentos de ciudades colombianas? Al analizar los folletos de los Favela Tours,
la socióloga Beatriz Jaguaribe encuentra claves: ante todo, esas visitas ofrecen confrontarse
con “the real thing”. Un análisis amplio de las representaciones literarias, periodísticas y
fotográficas le sugiere que, además, ofrecen una confrontación con los imaginarios
culturales de la modernidad globalizada, en los cuales esas zonas de pobreza, violencia y
solidaridad aparecen como “comunidades auténticas”. A diferencia de la alteridad cultural
del nativo o del folclorismo pintoresco de las costumbres rurales, los villeros o favelados,
más aún si van mezclados con el narcotráfico, surgen como ejemplo de quienes
automodelan sus vidas en medio de los conflictos extremos de la contemporaneidad. En una
época en la cual las identidades nacionales y la evolución conjunta de la humanidad se
vuelven tan dudosas, dice esta autora, aquellos “dejados fuera de las promesas del futuro”,
de los intentos (fracasados) de ordenar las ciudades, la economía y la política, presentan

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otro tipo de construcciones precarias y movilizaciones, modos de organizarse y negociar
imágenes diferentes de lo nacional-popular desde la marginalidad.

Los turistas que van a Río de Janeiro a disfrutar de la playa, el sexo y los ritmos musicales
de la topografía tropical depositan también sus dólares en el Jeep Tour, el Favela Tour o el
Exotic Tour da Rocinha porque estas agencias, así como las fotos y el cine, consagraron
esos recintos de violencia y precariedad como comunidades orgánicas que, con recursos
creativos “heterodoxos”, superan sus adversidades. Los guías prometen un “extrañamiento
sin riesgo” distinto del empaquetamiento convencional del turismo. El éxito de estas visitas
ya no reside en que se disfrace o mitifique la pobreza, sino en que “la relación entre el
escenario favelado y el turista es inevitablemente una relación de voyerismo protegido”.

Si pensamos que gran parte de los turistas buscan, más que la autenticidad, la diferencia, los
viajeros –o al menos un gran número de ellos- están dispuestos a hacer experiencias
interculturales. Según Mónica Lacarrieu: "Los viajeros de la era postindustrial buscan
lugares diferenciados, exóticos y localizados. Esperan escapar de la uniformidad de la
globalización y apelan a novedades como el tour por una villa miseria, la participación en
celebraciones religiosas indígenas o incluso el turismo rural. Ya no crece el turismo de
playa, sino el turismo cultural"

Quizá las distintas perspectivas sobre los vínculos entre turismo y cultura no sean
excluyentes. Algunos persiguen la autenticidad, otros un peregrinaje hacia lo extraordinario
que nos ayude a entender lo ordinario o la necesidad de unificar una modernidad
fragmentaria. La antropología reciente ofrece diversas interpretaciones para explicar
nuestros deseos de recorrer el mundo. Y también nos exige prestar atención a que, con la
expansión del turismo, no solo aumenta el conocimiento de otras culturas sino también la
incomprensión.

Malentendidos interculturales

¿Cuántos malentendidos interculturales pueden aclararse en una visita de una semana?


Seguramente, muy pocos. Pero es posible lograr más comprensión de las diferencias que
viendo sólo fotos o un documental televisivo, leyendo noticias siempre desde el mismo
sillón casero. O instalándose en todos los países en hoteles idénticos.

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Tal vez este sea el sentido más elogiable del turismo cultural. No sólo viajar a conciertos o
atiborrar museos, sino exponerse a interacciones afectivas, sin escenografías prefabricadas,
con los diferentes. Si lo vemos de este modo, la relación entre el valor simbólico de los
bienes culturales y su valor económico, que el turismo suele privilegiar, no tiene que verse
como fatalmente antagónica. No hay por qué desvalorizar que los anfitriones seduzcan y
vendan, que los invitados regateen y compren. Desde el Imperio Romano hasta la
revolución industrial, cuando aún no se hablaba de turismo, el comercio con los extraños ha
servido para conocerlos, y para conocerse con menos ilusiones que las que engendra el
aislamiento en el propio grupo. El turismo sería otra cosa si hubiera diálogo, y no sólo
monólogos, entre los profesionales del turismo y la cultura. Cabe mencionar a la variedad
de actores indispensables para hacer una política en la que el turismo sea un recurso
creativo para el desarrollo. Comerciantes y vendedores de artesanías, hoteleros y gestores
culturales, gerentes de agencias de viajes, antropólogos y, sobre todo, los habitantes
históricos: indígenas, campesinos, pobladores urbanos.

Si suponemos que el objetivo del turismo, en tanto mercado, también es atraer más gente,
construir y justificar más hoteles, más vuelos y tiendas y restaurantes ¿cuánta expansión
pueden aguantar las ciudades convertidas en parques temáticos? En países sobrevisitados
comienzan a escucharse reclamos: “que venga la mitad y gaste el doble”, como leí en un
diario de Barcelona en agosto de 2004.

No estoy seguro de que sea la mejor solución. Creer que todo se arregla elitizando el
turismo es ocultarse los conflictos interculturales, la confrontación de diferencias y
desigualdades, que la globalización intensifica en todas partes. Hay que hablar también de
quienes llegan como turistas y se quedan a trabajar, de los que no consiguen trabajo y se
arreglan como pueden en ocupaciones ilegales, o de la incómoda cercanía de quienes tienen
otras religiones, costumbres que rechazamos, lenguas y modos de relacionarse que no
entendemos. El turismo es una de las modalidades de la comprensión y la incomprensión
intercultural, y se articula con procesos conflictivos en la economía y la política, que
debemos tener en cuenta. Pretender huir de su conflictiva complejidad reduciendo el
número y aumentando los precios de los servicios turísticos es tan ilusorio como imaginar

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que resolveremos la cuestión migrante levantando muros en las fronteras, o la inseguridad
urbana atrincherándonos en barrios cerrados y blindando los autos.

Estos razonamientos conducen a revisar la cultura y el turismo como partes de una política
de desarrollo. Quiero decir que implica ver las actividades turísticas como ocasión para
promover el desenvolvimiento económico, crear empleo y también fomentar una
interacción atractiva y comprensiva de cada país con los demás, de cada región de un país
con las otras. Se requieren, por tanto, políticas que regulen los usos del patrimonio con
criterios de sustentabilidad y participación de las poblaciones involucradas, tanto en la
gestión y apropiación de beneficios como en la interpretación de los bienes culturales. Es
evidente que tales tareas no pueden ser realizadas sólo como prácticas de mercado ni sólo
por los organismos del Estado. Suponen la colaboración de actores locales, nacionales y
globales (gobiernos e industria turística, ciudadanos, artistas, especialistas en el patrimonio
y en la comunicación). El turismo es uno de los principales globalizadores de las culturas, y
a la vez no puede operar ni tener sentido sino como articulación significativa de la vida
local con los viajes y las experiencias de interculturalidad.

Bilbiografía

 Centro de Estudios Superiores en Turismo (2002) El turismo cultural en México.


Resumen Ejecutivo del Estudio Estratégico de Viabilidad del Turismo Cultural en
México, Secretaría de Turismo, México
 Getino, Octavio (2002). Entre el ocio y el neg-ocio. Identidad cultural y desarrollo
económico para América Latina y el Mercosur. Buenos Aires: Editorial La Crujía.
 Guilbaut, Serge “¿Museización del mundo o californicación de Occidente? En
Nexus, No. 35, Invierno 2005-2006. p. 41-45-
 Jafin, Sonia, “El turista: elige tu propia aventura” en Revista Ñ [en línea] 14 de
enero de 2006. Disponible en: http://edant.clarin.com/suplementos/cultura/2006/01/14/u-
01123267.htm
 McCannell, Dean (2003) EL turista: una nueva teoría de la clase ociosa. Barcelona:
Melusina
 Piedras, Ernesto (2009): ¿Cuánto vale la cultura? Contribucion económica de las
industrias protegidas por el derecho de autor en México, México, Conaculta,
SOGEM, SACM, CANIEM.
 Moragues, Damián (2006) Turismo, cultura y desarrollo, Madrid: Agencia
Española de Cooperación Internacional/ Ministerios de Asuntos Exteriores y de
Cooperación.
 Tolila, Paul (2007): Economía da cultura, San Pablo, Editor Illuminauras.

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