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Desconcierto y repetición: las elites políticas ante “la cuestión española”

Javier Franzé (Profesor de Teoría Política, Universidad Complutense de Madrid)


El debate de los cinco candidatos ha mostrado el desconcierto fenomenal en el
que han entrado las elites políticas en España. Cuanto más se encalla la resolución
del principal problema del país, más agresivos e impotentes se muestran los líderes.
Los síntomas de esa incapacidad son varios: la preminencia de los vetos mutuos,
en un país que ha asociado democracia a consenso; la centralidad que ha tomado
la idea de “desbloqueo”, como si el problema fuera formar gobierno y no
gobernar; y la repetición traumática por parte de los candidatos del mismo
discurso desde, al menos, las últimas generales.
El principal problema del país es la “cuestión española”: cómo generar una básica
y común identificación en la mayoría de los ciudadanos con la comunidad. Que
esto sea denominado “cuestión catalana” o incluso “cuestión territorial” es ya un
signo de la imposibilidad de nombrar el problema, de diagnosticarlo y por tanto
de imaginar una solución. Si toda comunidad es tal porque comparte una matriz
de sentido, España ha entrado en una crisis inocultable. Que los actores confíen en
que ese sentido pueda reconstruirse a través de lo jurídico, la violencia, la fuerza
y/o la imposición muestra la profundidad del brete en que nos encontramos.
Una variante elegante de la negación del problema es centrar todo en el
“desbloqueo”. Hay bloqueo porque no hay acuerdo sobre qué hacer, no al revés.
Convertir el bloqueo en el problema es transformar las consecuencias en las causas.
Hay bloqueo porque no hay ni siquiera un diagnóstico mínimo común acerca de
qué representa la desidentificación de importantes sectores de la sociedad catalana
con la comunidad nacional española, no a la inversa. Cuando hubo acuerdo se
procedió conjuntamente, incluso para algo inédito como fue la aplicación del
artículo 155.
Esa incapacidad de proponer una solución imaginativa que canalice el problema
es lo que lleva a cada fuerza a repetir hasta la saciedad el mismo discurso, con
algún adorno para la ocasión, pero sin modificaciones de fondo. La repetición de
elecciones no es más que la reiteración al infinito de la negación del problema
clave de la política en España.
La crisis de sentido que vive España lleva a la clase dirigente a aferrarse a una
interminable inercia de gestos, mímicas y ceremonias, donde cree encontrar la
política, y que determina preocupaciones como el color de la corbata, la altura
del atril o el tamaño de plató. Todo ello abonado por un ejército de expertos en
comunicación, redes, marketing, complementado por periodistas desvelados por
saber a qué hora exacta llega el candidato y qué zumo prefiere.
El afán por todos esos detalles no es más que la confesión de una descomunal
impotencia política: donde no hay un discurso de envergadura ni una personalidad
política, el tropiezo dialéctico, los segundos de menos o dejar que el otro cierre el
bloque devienen abismos de los cuales no se vuelve. Y así acaba siendo, en efecto.
Pero la palabra política es otra cosa: atraviesa los cuerpos y los espíritus por la
densidad y el volumen de su envergadura, que construye mundos, sujetos,
presentes y futuros. No radica en el timbre de voz, ni en la gota de sudor que esa
iluminación desnudó, ni en el botón de la camisa cuidadosamente desabrochado.
Quizá haya que empezar por lo más sencillo y crucial: ¿qué sentido ético-político
tiene que yo esté reclamando la atención de la ciudadanía para pedirle que me
confíe el poder político? ¿Tengo un horizonte de vida en común que ofrecer?
¿Estoy hecho para escuchar, persuadir, luchar, todo lo cual requiere tiempo,
paciencia, perseverancia, fe, fortaleza interior?
Ahora sí tal vez España se esté acercando a una crisis de gran calado. La crisis del
sentido de su proyecto de vida en común. Llegados a este punto, analizar el debate
en términos de quién ganó o perdió es tocar la lira mientras Roma tal vez ya esté
ardiendo.

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