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El período que cubre entre mediados de la década de los ochenta y mediados de los noventa, fue
una década de grandes transformaciones en el frente económico. Después de los desequilibrios de
comienzos de los años ochenta, la economía colombiana experimentó un proceso de ajuste, que
alcanzó su cúspide en 1984 y 1985. La breve bonanza cafetera de 1986 permitió iniciar un período
de recuperación que fue impulsado, además, por el inicio de una de las fases de mayor
crecimiento de las exportaciones menores y mineras en la historia de Colombia. Estos motores
tendieron, sin embargo, a agotarse a medida que avanzó la década.
Este trabajo analiza las profundas transformaciones de la economía colombiana entre 1986 y
1995. Está dividido en cuatro secciones. En la primera, después de un breve bosquejo del proceso
de desequilibrio y ajuste que precedió el período analizado, se analizan las fases de la política
económica entre mediados de los ochenta y mediados de los noventa y sus principales resultados
en términos de evolución de la demanda agregada interna y de la actividad económica. La segunda
resume la evolución de las tendencias de los principales indicadores eco-nómicos y sociales
durante estos diez años. Las dos secciones finales analizan con mayor detenimiento los dos
cambios más importantes que ha experimentado la economía colombiana durante este período: la
liberación de las relaciones económicas externas y la expansión y transformación estructural del
sector público.
La década de los ochenta ha sido caracterizada, con razón, por la Comisión Económica para
América Latina, como la “década perdida”. La crisis de la deuda, generada por el sobre-
endeudamiento de muchos países latinoamericanos en los años setenta y la radical interrupción
de dichos flujos en 1981-1982, generó en la región una fuerte crisis de desarrollo, que se reflejó en
caídas del Producto Interno Bruto por habitante en la mayoría de los países de la región, el
debilitamiento general de sus estructuras productivas y estatales, la desigualdad creciente en la
distribución del ingreso y el incremento en los niveles de pobreza.
Colombia no fue enteramente ajena a la crisis que experimentó América Latina en los años
ochenta1. Sin embargo, el manejo mucho más prudente del endeudamiento externo en los años
anteriores a la crisis y, en general, una política macroeconómica más cautelosa, le permitió sortear
este período mucho mejor que a otros países de la región, tanto en términos de rigor como de
duración de la crisis. La década se inició, en efecto, en medio de una fuerte desaceleración del
crecimiento económico, acompañado de altos déficit externos y fiscales. El crecimiento
económico, que había promediado un 5.4% entre 1975 y 1980, se redujo rápidamente, alcanzando
menos del 1% en el año más crítico, 1982. Para el conjunto del período 1980-1985, el crecimiento
promedio fue del 2.2% anual, un registro solo ligeramente superior al de la población del país. Esta
“recesión a la colombiana” fue la más fuerte desde aquella que experimentó la economía
colombiana durante los años críticos de la segunda guerra mundial e indica que el mejoramiento
en los niveles de vida promedio de la población se interrumpió durante estos años.
Este proceso estuvo acompañado, además, por un fuerte desequilibrio externo. En su peor
momento, en 1982, el déficit de la cuenta corriente de la balanza de pagos alcanzó 7.4% del PIB
(medido a la tasa de cambio de paridad de 1994). La cuentas fiscales corrieron igual suerte:
después de un período de finanzas públicas muy sólidas durante los años de la bonanza cafetera
que se inició a mediados de los años setenta, éstas se deterioraron rápidamente a fines de dicha
década y comienzos de los ochenta, alcanzando en 1982, un déficit consolidado del sector público
del 7.2% del PIB (medido a precios corrientes). Este proceso estuvo acompañado finalmente, con
una fuerte crisis financiera, que llevó a la quiebra y a la nacionalización de varios bancos e
intermediarios financieros a partir de 1982.
Para enfrentar este deterioro económico, la administración Betancur puso en marcha un proceso
de ajuste, que tuvo dos etapas destacadas. La primera, que se llevó a cabo entre inicios del
Gobierno y mediados de 1984, combinó, en el frente externo, la reversión de las medidas de
liberación de importaciones con un aumento de los aranceles y de los subsidios a las
exportaciones, y una aceleración moderada del ritmo de devaluación; en el frente interno
combinó, a su vez, medidas modestas en el gasto con un aumento del impuesto de renta y la
transformación del impuesto a las ventas en Impuesto al Valor Agregado (IVA); incluyó además,
medidas de saneamiento del sistema financiero doméstico y una política crediticia y de gasto
público en vivienda social orientadas a reactivar la actividad productiva.
En parte porque las medidas de ajuste no fueron suficientemente severas, y en parte porque sus
efectos se produjeron con algún rezago (los del control de importaciones y los aumentos de
impuestos, en particular), esta etapa del proceso de ajuste no logró evitar una fuerte caída de las
reservas internacionales durante 1983 y 1984. Ello llevó, por tanto, a adoptar medidas mucho más
severas, desde mediados de 1984, que incluyeron en particular, una fuerte aceleración del ritmo
de devaluación, un recargo arancelario generalizado del 8% (con el cual la sobretasa general a las
importaciones alcanzó un 15%, que se elevaría poco después, durante la administración Barco, al
18%) y medidas mucho más fuertes en el frente del gasto. Todo este proceso estuvo acompañado
de una monitoría del Fondo Monetario Internacional e intensas gestiones crediticias a nivel
internacional, tanto con la banca multilateral como con la comercial; con esta última, comenzaron
a negociarse una serie de grandes créditos sindicados2, que tenían un componente importante de
“refinanciación voluntaria” por parte de las entidades crediticias.
Para fines de 1985, el país había retornado a una situación de equilibrio externo e interno y había
recuperado su credibilidad frente a la comunidad financiera internacional. Ello permitió que la
bonanza cafetera que se inició entonces, se tradujera tanto en una rápida recuperación de la
actividad económica, como en una consolidación de los ajustes en el sector externo y en las
finanzas públicas. En efecto, en 1986, al tiempo que la economía experimentaba por primera vez
en la década tasas de crecimiento superiores al 5%, la balanza de pagos arrojaba también, por
primera vez en los ochenta, un superávit en la cuenta corriente y el déficit del sector público
consolidado se situaba en niveles sólo ligeramente superiores al 1% del PIB, el nivel más bajo en
ocho años (gráfico 8.1).
Aunque la bonanza cafetera resultó frustrantemente corta, la economía logró mantener un buen
dinamismo en 1987 y, en menor medida, en los tres años siguientes. El crecimiento provino
fundamentalmente de los sectores de exportación, tanto aquellos correspondientes a renglones
no tradicionales de la agricultura y la industria manufacturera, como a las grandes explotaciones
mineras (petróleo, carbón y ferroníquel, en particular). Las exportaciones de bienes y servicios
aumentaron su participación en el Producto Interno Bruto del país del 15.6% en 1985 al 22.7% en
1991, cuando terminó el gran auge exportador (cuadro 8.1). Este comportamiento es
sobresaliente, ya que dicha relación había disminuido sistemáticamente en Colombia por cerca de
medio siglo, desde los años cuarenta hasta el primer lustro de los ochenta3.
Hasta 1988, la recuperación de la demanda agregada interna también coadyuvó a este proceso,
pero se tornó en un factor poco dinámico desde 1989. Esta desaceleración de la demanda interna,
que puede asociarse a un claro debilitamiento de la inversión privada (gráfico 8.2), explica por qué
el auge exportador de fines de la década, se tradujo en crecimientos modestos para los patrones
históricos del país. Este hecho, unido a la tendencia ascendente de la inflación, serviría de base
para defender la necesidad de ajustes estructurales profundos en el funcionamiento de la
economía colombiana.
En efecto, uno de los argumentos fundamentales de la administración Gaviria, para justificar las
medidas de liberación comercial, fue la tendencia a la desaceleración que mostraba la economía
colombiana, que el Plan de Desarrollo de la administración Gaviria, “La Revolución Pacífica” asoció
al lento dinamismo de la productividad que generaba una economía cerrada.
Independientemente de las virtudes de la liberación comercial, que eran compartidas por diversos
autores, este argumento era inapropiado. Los ejercicios de proyección del resto de analistas
económicos mostraban entonces, que la economía tendería a crecer a tasas del 4% anual o
ligeramente superiores, aun en ausencia de radicales medidas de ajuste estructural5; las tasas
previstas eran similares a las alcanzadas a fines de los ochenta y, según veremos, fueron
confirmadas por los resultados observados.
Para fines de 1990 era evidente, sin embargo, que los altos ritmos de devaluación se estaban
traduciendo fundamentalmente en una aceleración de la inflación. Esto llevó a la adopción de un
severo programa de ajuste en 1991, que incluyó una contracción del crédito interno, la
intervención masiva del Banco de la República, a través de Operaciones de Mercado Abierto
(OMA), para evitar los efectos monetarios de la acumulación de reservas internacionales; una
desaceleración moderada del gasto público; la revaluación del peso y la decisión, adoptada en
agosto de 1991, de acelerar súbitamente el programa de liberación de importaciones que, de
acuerdo con el programa acordado a fines de 1990, tendría lugar durante un período de tres años.
Estas medidas se tradujeron en un freno en seco del crecimiento de la demanda agregada y en una
nueva “recesión a la colombiana” en 1991, cuando la economía sólo creció 2.0%.
Por estos motivos, desde los últimos meses de 1991 la nueva Junta Directiva del Banco de la
República alteró radicalmente la dirección de la política monetaria. Esta Junta reemplazó la vieja
Junta Monetaria a partir de la expedición de la Constitución de 1991, que otorgó autonomía al
Banco. En este nuevo ente rector de la política monetaria y cambiaria, el Gobierno tiene
solamente uno de siete miembros (el Ministro de Hacienda), a diferencia de la Junta Monetaria,
cuyos miembros eran todos miembros del Gobierno6. La autonomía de la nueva Junta se expresó
por primera vez en este giro de la política monetaria, pero se demostraría nuevamente en los años
siguientes, generando en diversos casos controversias públicas con el Gobierno.
Los objetivos de la nueva política fueron claramente frenar la emisión de OMA y reducir las tasas
de interés, para evitar la “bola de nieve” que se estaba generando con las operaciones masivas del
Banco de la República en el mercado. Esta decisión dio inicio a una nueva fase de la política
económica, abiertamente expansionista. De hecho, a la postre demostraría ser una de las más
expansionistas de que se tenga registro en la historia económica del país, ya que a ella se agregó
una política orientada a facilitar el endeudamiento externo privado y una expansión, también con
pocos precedentes, del gasto público.
La nueva política tuvo, así, tres elementos destacados. El primero fue una expansión monetaria y
crediticia espectacular, que incluyó una amplia apertura al endeudamiento externo del sector
privado, particularmente a partir de la reforma cambiaria de septiembre de 1993. El segundo fue
un crecimiento igualmente notorio del gasto público, inducido en gran medida por la Reforma
Constitucional de 1991 y financiado por fuertes aumentos en los niveles de tributación. El tercero
fue el consecuente crecimiento acelerado de la demanda agregada interna, la cual alcanzó ritmos
anuales del 10% o más entre 1992 y 1994, desconocidos en la historia económica nacional, aun en
períodos de bonanza cafetera.
La recuperación tuvo, sin embargo, elementos preocupantes que llevaron a las autoridades
monetarias, primero, y a las fiscales después, a adoptar medidas de ajuste para corregir los
desequilibrios que se generaron a lo largo de estos años. El más notorio fue el resurgimiento del
déficit en cuenta corriente de la balanza de pagos. En efecto, después de experimentar un fuerte
superávit en 1991, del 5.5% del PIB, la cuenta corriente de la balanza de pagos se deterioró
rápidamente, alcanzando un déficit del 4.5% en 1994. Debe anotarse, sin embargo, que aunque el
deterioro fue muy rápido (10 puntos del PIB en sólo tres años), el nivel del déficit alcanzado en
1994 era inferior al de la crisis de comienzos de los años ochenta y coincidía con un período de
apertura, no de cierre del mercado internacional de capitales; por este motivo, no ha generado los
efectos explosivos que se hicieron evidentes en aquella época (gráfico 8.1).
El fuerte giro de la balanza de pagos reflejó los efectos conjuntos de la revaluación real del peso y
de la fuerte liberación de importaciones, característica de estos años (cuadro 8.1). Las
importaciones de bienes y servicios crecieron en forma espectacular, pasando de representar el
15.8% del PIB en 1991 al 30.7% en 1994. Por el contrario, el boom exportador que caracterizó el
comportamiento macroeconómico entre 1985 y 1991 se interrumpió. Este deterioro de la balanza
de pagos, y la revaluación que lo acompañó, fue sin duda el mecanismo a través del cual la
economía pudo absorber el crecimiento acelerado de la demanda sin generar una aceleración de
la inflación.
Como se sabe muy bien, el deterioro de la balanza de pagos tiene siempre como contrapartida un
deterioro de los balances internos, ya sea del sector público o del privado. En Colombia, como en
la mayoría de los países latinoamericanos, los déficit externos han estado casi siempre
acompañados por déficit fiscales. Así sucedió durante la crisis de los años ochenta según hemos
visto. Sin embargo, en los años noventa sucedió algo enteramente diferente: el giro de la balanza
de pagos, no estuvo acompañado por un deterioro fiscal, sino más bien por un creciente déficit
privado. En efecto, para el sector privado en su conjunto, el aumento de la inversión coincidió con
una fuerte caída del ahorro, con lo cual el superávit tradicional que caracterizó las finanzas
privadas en Colombia durante las décadas de los setenta y ochenta se transformó en un fuerte
déficit en 1994, equivalente al 4.9% del PIB (gráfico 8.2). El déficit privado fue financiado tanto con
mayores niveles de inversión extranjera directa como con endeudamiento externo.
De esta manera, se fue perfilando una nueva etapa de la política macroeconómica, caracterizada
por medidas monetarias contraccionistas, mayores restricciones al endeudamiento externo
privado, el freno a la revaluación y un menor crecimiento del gasto público. Sus efectos sobre la
demanda agregada, se hicieron sentir desde 1995, cuando el crecimiento de dicha variable se
redujo al 6.3%, y con mayor fortaleza en 1996. El rápido deterioro de la cuenta corriente de la
balanza de pagos también se frenó, tanto como resultado de un menor crecimiento de las
importaciones como del renovado dinamismo de las exportaciones. El deterioro del ahorro
privado se interrumpió. El crecimiento de los sectores productores de bienes y servicios no
comercializables se frenó fuertemente en 1995. Sin embargo, el crecimiento del PIB total siguió
siendo rápido, del 5.2%, gracias a la expansión de sectores más asociados al comercio
internacional. Los efectos del menor crecimiento de la demanda sobre la actividad productiva, se
han hecho más evidentes en 1996, que posiblemente marcará el fin del ciclo económico que se
inició en 1991.
Visto como un todo, la economía creció entre 1985 y 1995, a un ritmo anual del 4.5%. Este ritmo
aunque muy bueno para los patrones latinoamericanos, o si se compara con el de países
desarrollados, es inferior al de países en desarrollo de rápido crecimiento y a nuestro propio
patrón histórico hasta los años setenta. Los dos ciclos económicos que cubre este período, el de
1985 a 1990 y el de 1991 a 1995 (este último incompleto, ya que posiblemente culminará en
1996), mostraron promedios muy similares de crecimiento, algo inferiores en el segundo: 4.6 vs.
4.4%. Esto indica que la expectativa de que la liberación comercial por sí sola generaría un mayor
crecimiento económico no se ha materializado hasta ahora.
De hecho, el mayor objetivo explícito de las reformas económicas, la productividad total de los
factores de producción, no muestra una aceleración clara en los años noventa y ciertamente no ha
retornado a los ritmos que caracterizaron el comportamiento de dicha variable hasta mediados de
la década de los setenta. En su conjunto, la productividad global de la economía sólo se
incrementó levemente, sin ningún quiebre notorio en los años noventa.
En la industria manufacturera, las ramas más afectadas fueron algunas manufacturas livianas con
alto contenido exportador, en especial las confecciones y las manufacturas de cuero, así como
algunas industrias más intensivas en capital que fueron severamente afectadas por las
importaciones, entre las que se destacan las del papel y el caucho. Sin embargo, la gran expansión
de la demanda interna permitió que se generara, hasta 1994, un incremento significativo de la
producción de materiales de construcción y ensamble de vehículos. Aunque la mayor expansión
de estas ramas y de la industria del plástico (que se benefició tanto de inversiones programadas en
el segundo lustro de los ochenta como de la apertura de mercados regionales), no compensó
plenamente el menor crecimiento de otras ramas manufactureras, la sensación de crisis no fue tan
generalizada en la industria como en el sector agropecuario, por lo cual la oposición a las medidas
de liberación fue relativamente débil.
La pérdida de importancia relativa de los sectores agropecuario e industrial estuvo compensada
por el dinamismo de la construcción y de los servicios. Dentro de estos últimos, las ramas que más
aumentaron su peso relativo fueron las de servicios financieros, del Gobierno y de
telecomunicaciones (cuadro 8.2). Como estas ramas no compiten directamente con las
importaciones, su expansión relativa estuvo asociada mucho más al rápido crecimiento de la
demanda interna y del sector público que a los efectos de la liberación comercial. 2. Mejoría en las
condiciones de vida y cambios distributivos El período analizado se caracterizó, por otra parte, por
una clara mejoría en las condiciones de vida de la población, medida tanto a través de índice de
necesidades básicas insatisfechas, como en el nuevo indicador de condiciones de vida desarrollado
recientemente por el Departamento Nacional de Planeación. Así, para el conjunto del país, la
pobreza, medida por necesidades básicas insatisfechas, se redujo del 38.4% al 28.7% entre 1985 y
1993, en tanto que medida por el indicador de condiciones de vida, se redujo del 34.4% al 23.7%
(cuadro 8.3). Cabe señalar que el primero mide la carencia de servicios públicos, en tanto que el
segundo combina los indicadores de acceso a servicios, con los de educación, asistencia escolar,
calidad de la vivienda y hacinamiento. La tendencia a la mejoría de estos indicadores se manifestó
tanto en el sector urbano como en el rural, pero especialmente en este último, en donde la
pobreza era muy alta en 1985. No obstante, pese a la mejoría relativa que ha experimentado el
sector rural, las condiciones de vida del campo siguen siendo considerablemente inferiores a las
de las ciudades.
Cuando se analizan con mayor detalle, se puede apreciar que en todos los indicadores que sirven
de base para la construcción de estos índices ha habido una mejoría en las condiciones de vida
entre 1985 y 1993, tanto a nivel urbano como rural. De esta manera, han mejorado, en uno y otro,
los niveles de educación, la asistencia escolar, tanto a primaria como secundaria, el acceso a
servicios públicos (acueducto, alcantarillado y energía), la calidad de las viviendas (medidas por los
materiales de las paredes y los pisos) y se ha reducido el hacinamiento. Así mismo han mejorado
las condiciones de salud de la población, medidas por los indicadores de mortalidad. En todos
estos indicadores, con la excepción parcial del que mide hacinamiento, las condiciones de vida son
superiores en las ciudades.
A diferencia de los registros anteriores, aquellos que miden pobreza de acuerdo con la población
que tiene ingresos inferiores a un determinado nivel (línea de pobreza), sólo muestran una ligera
mejoría durante el período analizado. Para el conjunto del país, la población por debajo de la línea
de pobreza se redujo del 59.2% en 1988 al 55.1% en 1995 (cuadro 8.4). Nuevamente, de acuerdo
con esta medición, la pobreza urbana es significativamente más baja que la rural. Además, la
tendencia de una y otra muestran tendencias opuestas, particularmente en el primer lustro de los
noventa. Así, mientras la pobreza urbana se redujo durante estos años, la pobreza rural aumentó
durante la crisis agropecuaria de 1992-1993 y, aunque con la recuperación posterior ha tendido a
disminuir, se encuentra todavía por encima de los niveles de 1988 y 1991.
El contraste entre la evolución de la pobreza, así medida, y la de los indicadores de distribución de
ingreso en las áreas urbanas y rurales, es notorio. Así, la concentración del ingreso en las ciudades,
que había permanecido relativamente invariable durante el segundo lustro de los ochenta, se
deterioró en forma marcada entre 1990 y 1993. Posteriormente ha tendido a mejorar, pero se
encuentra todavía por encima de los registros alcanzados en la década de los ochenta. Por el
contrario, la concentración del ingreso rural ha disminuido notoriamente en los noventa y, a
diferencia de lo que acontecía antes de la crisis agropecuaria de 1992-1993, es menos marcada
hoy que en las zonas urbanas. En conjunto con las variaciones observadas en la proporción de la
población urbana y rural por debajo de la línea de pobreza, estas tendencias indican que la
población urbana experimentó una mejoría en sus ingresos en los años noventa, mucho más
marcada, sin embargo, en los estratos altos; por su parte, la población rural se empobreció,
particularmente los asalariados rurales afectados por la crisis de la agricultura comercial, que
constituyen los estratos medios y altos de la distribución de ingresos rurales.
A nivel global, la distribución de ingresos se deterioró entre 1991 y 1993, pero mejoró en los años
siguientes y estaba en 1995 en niveles no muy diferentes a los de 1978, 1988 y 1991. Esto es, en
cualquier caso, un resultado notorio porque indica que, a diferencia de la mayoría de los países
latinoamericanos, la distribución del ingreso no se deterioró en Colombia en los ochenta y primera
parte de los noventa. No obstante, hoy como ayer, sigue siendo muy inequitativa.
La generación de empleo en la economía fue muy dinámica hasta 1991 en el sector rural, y hasta
1992 en el urbano (cuadro 8.4). De esta manera, entre 1985 y 1992, la proporción de la población
urbana en edad de trabajar ocupada, aumentó de poco más del 48% a más del 55%, en tanto que
en el conjunto el país aumentó del 49% en 1988 a más del 53% en 1991. Es interesante anotar que
el peso del sector informal en el conjunto de empleo urbano fue creciente hasta 1988, pero desde
entonces comenzó a reducirse sustan-cialmente, indicando que la generación de empleo estuvo
acompañada de una mejora en su calidad. Así las cosas, hasta comienzos de los noventa la
economía del país pudo, no sólo absorber el fuerte incremento en la participación laboral,
particularmente de mujeres, sino también reducir los altos niveles de desempleo abierto que se
habían alcanzado a mediados de los ochenta. Desde 1991-1992, sin embargo, el proceso de
generación dinámica de empleo se ha interrumpido: el empleo rural se vio fuertemente afectado
por la crisis agropecuaria de 1992-1993 y no se ha recuperado plenamente en años posteriores;
por su parte, a nivel urbano la tasa de ocupación se ha mantenido constante. En estas condiciones,
la tasa de desempleo abierto ha dependido de evolución de la participación laboral: así, en las
siete principales ciudades, el desempleo disminuyó en 1993, cuando la participación laboral se
redujo, pero aumentó en 1995, cuando esta última variable aumentó.
Este quiebre del mercado laboral indica que la capacidad de generación de empleo de la economía
colombiana se redujo considerablemente a partir de 1992-1993. Este resultado no ha sido
suficientemente analizado. Sobre él pueden haber incidido cuatro factores diferentes. El primero
es la crisis rural, cuyos efectos sobre el empleo en el campo ya han sido señalados. El segundo es
la presión que ha generado la liberación comercial sobre algunos sectores urbanos,
particularmente de la industria manufacturera; este hecho, conjuntamente con las altas tasas de
inversión en estos sectores, ha aumentado la relación capital-trabajo en los procesos productivos y
reducido sustancialmente la generación de empleo industrial. El tercero es la reforma a la
seguridad social de 1993, que elevó sustancialmente los costos de generar empleo formal en la
economía, más que compensando los efectos de la liberación parcial del mercado laboral, que se
había llevado a cabo mediante la Ley 50 de 1990. El cuarto es el escaso dinamismo del empleo
público, que ha pasado de representar el 11.1% del empleo en las siete principales ciudades en
1985 y el 10.4% en 1990 al 8.2% en 1995.
1. La reforma comercial
Las reformas radicales, que en tal sentido se adoptaron a comienzos de la década, han sido
presentadas comúnmente como el tránsito de la “sustitución de importaciones” a una economía
abierta. Esta forma de visualizar la liberación de las relaciones económicas externas es claramente
imprecisa, por tres razones diferentes. En primer lugar, porque protección no es sinónimo de
sustitución de importaciones, al menos si se concibe esta última como una política que busca
explícitamente aumentar la producción doméstica, reemplazando la oferta de bienes y servicios
previamente importados. En segundo término, porque, según veremos, los intentos por disminuir
la protección tenían muchos antecedentes en Colombia. En tercer lugar, y quizás más importante,
porque el énfasis sobre la política de importaciones deja de lado un componente adicional e
igualmente decisivo de la integración a la economía mundial: las exportaciones.
En la práctica, la política pura de sustitución de importaciones, que hizo su aparición en los años
treinta en Colombia, desapareció en nuestro país en forma temprana, a mediados de los años
cincuenta, cuando el colapso de los precios internacionales del café desencadenó una crisis de
balanza de pagos que agobiaría a la economía nacional por más de una década9. A raíz de
entonces, las políticas de protección, tanto arancelaria como no arancelaria (controles directos a
las importaciones, a través de prohibiciones y autorizaciones de diverso tipo) se combinaron con
políticas específicamente dirigidas a diversificar la base exportadora del país. Estas últimas incluían
incentivos cambiarios y tributarios (que fueron sustituidos desde 1967 por el Certificado de Abono
Tributario, CAT, reemplazado después por el Certificado de Reembolso Tributario, CERT), la
posibilidad de importar insumos sin aranceles (Plan Vallejo) y mecanismos crediticios especiales.
De esta manera, se puede decir que el país hizo un tránsito temprano hacia un “modelo mixto”,
que combinaba la sustitución de importaciones con una política de promoción de exportaciones.
Este modelo mixto tuvo su edad de oro durante la administración Lleras Restrepo.
De esta manera, a mediados de los años ochenta, el país había retornado a un alto grado de
proteccionismo y a un uso intenso de los instrumentos de promoción de exportaciones. Aunque
ello tenía alguna similitud con el “modelo mixto”, uno de sus componentes, la idea de promover
nuevas actividades productivas que sustituyeran las importaciones, seguía tan muerta como había
estado desde comienzos de los años setenta. Quizás la única excepción muy parcial a esta regla
fue la idea de promover una industria nacional de bienes de capital, que resurgió durante la
Administración Betancur, pero no fue muy lejos. Por ello, el “modelo de desarrollo” que prevaleció
durante el segundo lustro de los años ochenta, si es que el término es apropiado, fue más bien un
modelo exportador, en el cual los instrumentos de protección se mantenían por razones
estrictamente coyunturales, asociadas a la debilidad de la balanza de pagos.
Más aún, las políticas adoptadas durante estos años estuvieron orientadas a reducir gradualmente
el rigor de la protección. Así, desde mediados de 1985 se inició una nueva fase de liberación
gradual de importaciones, que incluyó la reducción drástica de la lista de prohibida importación: el
traslado al régimen de libre importación de una tercera parte del universo arancelario, compuesto
fundamentalmente por bienes intermedios y de capital que no competían con la producción
nacional; y la reducción gradual de los aranceles y de los rechazos de solicitudes de licencias de
importación. Por otra parte, en el frente de las exportaciones, en 1985 se eliminó el requisito de
consultar la existencia de producción nacional para la importación de insumos y bienes de capital
utilizados por los sectores de exportación. Al mismo tiempo se inició un proceso de reducción
gradual de los niveles del CERT y de los subsidios crediticios de Proexpo, reorientando las
actividades de este fondo hacia crédito de posembarque e inversión.
La protección frente a las importaciones y los incentivos a exportar dependen no sólo del uso que
se haga de los instrumentos de comercio exterior que las afectan, sino también de la tasa de
cambio. Los efectos globales de unos y otra sobre importaciones y exportaciones se recogen en lo
que se denominan las tasas de cambio reales efectivas. El gráfico 8.3 muestra la evolución de
dichas tasas, tanto para las exportaciones como para las importaciones. Como se puede apreciar,
durante el segundo lustro de los años ochenta ambas tasas se mantuvieron en niveles muy
elevados. Esto indica, por tanto, que la devaluación real de mediados de la década, y la adicional
de 1989 y 1990, compensó ampliamente la reducción gradual de la protección y los incentivos
directos a las exportaciones. La tasa de cambio real demostró ser, así, el instrumento fundamental
de la evolución de la protección y de los incentivos a exportar.
Unido a lo anterior, este resultado indica tres cosas: primera, que lo que dominó la economía
colombiana durante el segundo lustro de los ochenta, fue el dinamismo exportador, es decir, una
notable apertura exportadora; segunda, que la protección no fue un obstáculo para ello; y tercera,
que, pese a los altos niveles de protección, la sustitución de importaciones no avanzó, mostrando
el agotamiento que este proceso traía desde comienzos de los años setenta. Así las cosas, las
medidas de liberación comercial, cambiaria y de inversión extranjera de 1990 a 1993 no se dieron,
por tanto, después de un período de “sustitución de importaciones”, sino de una fase muy exitosa
de apertura exportadora. Por este motivo, tal como lo señalábamos al comienzo de esta sección,
el término “liberación externa” puede ser más apropiado para referirse a ellas que el de
“apertura”.
Este proceso de liberación se inició en febrero de 1990, cuando la administración Barco anunció
un programa de reducción gradual de los controles directos a las importaciones (el sistema de
licencias), los cuales serían sustituidos por protección arancelaria y aquella que proporcionaría una
tasa de cambio más competitiva. Una vez culminado este proceso, que duraría dos años, se
reducirían gradualmente los aranceles durante tres años adicionales, hasta alcanzar un 25% en
promedio, que se consideraba adecuado para proteger la producción nacional. Cabe agregar que
el anuncio de este proceso de liberación de importaciones coincidió con la dinamización de los
procesos de integración regional, que se materializó en diciembre de 1989, cuando los Presidentes
Andinos, reunidos en las Islas Galápagos, se comprometieron a revitalizar el Grupo Andino, que
había estado a punto de desaparecer durante la crisis de la década de los ochenta.]
De esta manera, en vez de los dos años previstos en el programa inicial de la administración Barco,
los controles a las importaciones se eliminaron en nueve meses, y en vez de los cinco años
previstos, la desgravación arancelaria se hizo en un año y medio, reduciendo la protección
promedio del 43.7 al 14.3%, en vez del 25% previsto inicialmente; más aún, en marzo de 1992,
cuando se adoptó un arancel común con Venezuela, se redujo aún más el nivel de protección
arancelario promedio, al 11.7%. Por último, el intento por devaluar en términos reales el peso,
para compensar la menor protección arancelaria y no arancelaria con una tasa de cambio más
competitiva, se abandonó en 1991, según vimos en la primera sección de este ensayo.
Cabe agregar que estas medidas en el frente de las importaciones estuvieron acompañadas, entre
1990 y 1992, por una reducción de los niveles del CERT y la eliminación de los subsidios crediticios
de Proexpo. Esta última entidad se dividió en 1991 en tres entidades: el Banco Colombiano de
Comercio Exterior, Bancoldex, una fiduciaria adscrita a él, Fiducoldex, y un fondo de promoción de
exportaciones propiamente dicha, Proexport.
Cabe anotar que la revitalización de los procesos de integración latinoamericana, que había
acompañado la primera fase de este proceso de reformas, lo siguió haciendo en los años
posteriores. Gracias a intensas negociaciones que se llevaron a cabo durante 1990 y 1991, en 1992
se liberalizó totalmente el comercio colombo-venezolano y, con un rezago, con otros países del
Grupo Andino (con excepción de Perú, que decidió sustraerse de los acuerdos). Además, según se
señaló, se adoptó un virtual arancel colombo-venezolano, que en diciembre de 1994 se convertiría
en lo fundamental (aunque con varias excepciones), en el Arancel Externo Común del Grupo
Andino. Durante estos años se iniciaron, además, múltiples negociaciones comerciales con otros
países de la región, de las cuales sólo prosperaron, durante el período de análisis, tres: el acuerdo
de libre comercio con Chile, que se firmó en diciembre de 1993 y se hizo efectivo en enero de
1994; y el Grupo de los Tres (Colombia-México-Venezuela), cuyo proceso de desagravación fue
acordado a mediados de 1994 y se inició en enero de 1995; y el acuerdo con el Caribe Inglés
(Caricom), que se firmó en 1994 y empezó a regir igualmente en enero de 1995.
El efecto conjunto de la reforma comercial y la evolución de la tasa de cambio fue una marcada
revaluación de las tasas de cambio reales efectivas, tanto de importaciones como de
exportaciones. Si se toma como punto de referencia el promedio de los años 1986-1988, antes de
los esfuerzos de devaluación real que se adoptaron en los dos años siguientes, la tasa de cambio
real efectiva de importaciones se revaluó un 23% y la de exportaciones un 9%. De esta manera, la
evolución de la tasa de cambio no sólo no compensó la reforma comercial, sino que contribuyó a
disminuir tanto la protección global a la producción nacional como los incentivos a exportar.
Sus efectos fueron evidentes. Entre 1991 y 1994, las importaciones aumentaron 143%. Aunque
todos sus componentes evolucionaron en la misma dirección, las más dinámicas fueron las de
bienes de consumo, seguidas por las de bienes de capital. Por el contrario, pese a los efectos
benéficos de los mayores flujos comerciales con las economías vecinas, asociados a los procesos
de integración, las exportaciones se desaceleraron. A nivel global, las ventas externas de
productos no tradicionales, que habían crecido a un ritmo anual del 21.0% entre 1985 y 1991,
redujeron su crecimiento a sólo 4.2% entre este último año y 1994. Esta evolución es la prueba
más clara de que la tasa de cambio, mucho más que la liberación comercial, es el determinante
fundamental de la evolución de las exportaciones. Además, la composición de las ventas externas
de productos no tradicionales se alteró: el freno al crecimiento fue mucho más pronunciado en las
agropecuarias y las de manufacturas livianas (o de desarrollo temprano, según se les denomina en
el cuadro 8.5), que en las manufacturas más pesadas (o “tardías”). Esto refleja la importancia
creciente de los mercados regionales, a donde se destinan primordialmente estas últimas, y quizás
su menor sensibilidad a la tasa de cambio.
La liberación comercial coincidió con una apertura cambiaria, aunque en este caso las decisiones
fueron mucho más limitadas en sus alcances. A mediados de 1991 se permitió que los
intermediarios financieros operaran directamente en el mercado, eliminando, así, el monopolio
que tenía hasta entonces el Banco de la República sobre las transacciones de divisas. Por otra
parte, se dio mayor libertad para manejar cuentas corrientes en el exterior. Sin embargo, con
pocas excepciones, se mantuvo la obligación de canalizar los flujos de divisas a través de los
canales autorizados. En septiembre de 1993, el Banco de la República liberalizó un poco más el
régimen cambiario, en particular aquel correspondiente a flujos privados de capital. Según vimos,
sin embargo, estos controles se agudizaron nuevamente, particularmente en agosto de 1994.
Finalmente, desde este último año se introdujo una mayor flexibilidad en la tasa de cambio,
permitiendo que ésta fluctuara libremente dentro de una banda, cuyos límites establece la Junta
Directiva del Banco. Esta última también ha fijado reglas de intervención dentro de la franja, para
evitar fluctuaciones muy bruscas de la tasa de cambio; por este motivo, el régimen adoptado
corresponde a lo que internacionalmente se denomina una “flotación sucia”.
Finalmente, pero no menos importante, las medidas de liberación adoptadas en 1990 y 1991
incluyeron también una apertura a la inversión extranjera directa, y una liberación de las
inversiones de empresas colombianas en el exterior. En realidad, este proceso se había iniciado en
1987, cuando se cambió la famosa Decisión 24 de 1970 del Grupo Andino, que había restringido o
prohibido la inversión extranjera en varios sectores de la economía y establecido restricciones a la
remisión de utilidades de las empresas extranjeras al exterior (que, sin embargo, existían en
Colombia con antelación a dicha norma). Un elemento importante de las decisiones de 1987 fue la
devolución a los países andinos de la autonomía en el manejo de la mayoría de las regulaciones en
materia de inversión extranjera. En uso de las nuevas prerrogativas, la administración Barco
eliminó una buena parte de las restricciones a la inversión extranjera y elevó el límite de remisión
de utilidades.
El período que cubre entre mediados de los ochenta y mediados de los noventa fue también una
etapa de grandes cambios en el tamaño y estructura del Estado. Desde el punto de vista
cuantitativo, el segundo lustro de los ochenta fue un período de saneamiento fiscal, lo cual exigió
aumentar los ingresos y reducir y posteriormente estabilizar los gastos del sector público
consolidado. Esta etapa estuvo sucedida, en la primera mitad de los años noventa, por un fuerte
crecimiento del gasto público, uno de los más espectaculares de la historia económica nacional.
Esta expansión cuantitativa estuvo acompañada de grandes cambios en la estructura del Estado y
de apertura a la actividad privada de espacios tradicionalmente reservados al sector público.
El gráfico 8.4 muestra la evolución de los grandes agregados del sector público no financiero, neto
de transferencias intragubernamentales11. Como se puede apreciar, el proceso de ajuste de
mediados de los años ochenta tuvo dos elementos destacados. El primero fue la reducción y
estabilización de los niveles de gasto. El gasto total, neto de transferencias, que había crecido
rápidamente a fines de los setenta y comienzos de los ochenta, hasta superar, en 1983 y 1984, el
26% del PIB, se redujo a un promedio de 24% entre 1985 y 1990. Esta estabilización recayó
fundamentalmente sobre la inversión, aunque también, en las etapas iniciales del proceso de
ajuste, sobre los gastos corrientes. El segundo fue el aumento en los ingresos, tanto tributarios
como no tributarios. En el caso de los tributarios, el elemento más importante fue el incremento
de los impuestos nacionales, gracias a los sucesivos recargos arancelarios decretados para frenar
las importaciones, y a las reformas tributarias de 1983 y 1986, que modificaron sustancialmente
los impuestos a la renta y a las ventas (este último fue transformado en Impuesto al Valor
Agregado, IVA, mediante las facultades extraordinarias otorgadas al Gobierno en la primera de
dichas reformas).
La estabilización del gasto fue sucedida por un rápido crecimiento durante el primer lustro de los
noventa. Esta expansión se ha concentrado fundamentalmente en gastos corrientes, aunque en
algunos años parcialmente en gastos de inversión. A diferencia, sin embargo, de la expansión
previa que experimentó el sector público a fines de los años setenta y comienzos de los ochenta, la
de los noventa ha sido financiada por un crecimiento simultáneo de los ingresos corrientes, con lo
cual las finanzas del sector público consolidado se han mantenido en equilibrio. No obstante, la
dinámica continua del gasto, que se refleja en la multiplicidad de leyes de gasto decretadas por el
Congreso a partir de 1992, comenzó a generar un desajuste estructural de las finanzas públicas,
que se ha hecho cada vez más evidente a medida que avanza la década. Esto es particularmente
cierto en el caso del Gobierno Nacional que, pese al crecimiento en los ingresos, comenzó a
enfrentar presiones deficitarias agudas en 1995 y 1996.
Durante la década de los noventa, los mayores ingresos han provenido fundamentalmente de dos
fuentes. La primera ha sido las tres reformas de los impuestos nacionales que se llevaron a cabo
en 1990, 1992 y 1995. Como resultado de ellas, la tarifa del IVA se elevó del 10 al 16%, y la de
renta de sociedades del 30 al 35%12. Cabe anotar que, mientras la reforma de 1990 se orientó en
parte a compensar la reducción de aranceles, decretada como parte de las medidas de liberación
de importaciones, las de 1992 y 1995 tuvieron como propósito explícito financiar el incremento en
gastos. La segunda fuente de aumento de los ingresos ha sido de las cotizaciones a la Seguridad
Social, las cuales se elevaron utilizando, primero, las facultades del ISS y posteriormente las de la
Ley 100 de 1993, que reformó de manera integral el sistema de seguridad social en Colombia. De
esta manera, las cotizaciones básicas, como proporción de los salarios, se elevaron del 13.5% en
1990 al 25.5% en 1996, cuando culminó la etapa de incremento gradual de las contribuciones
decretado por la Ley 100.
Como reflejo de los mayores ingresos, la expansión del gasto ha estado igualmente concentrada
en el Gobierno Nacional y en la Seguridad Social (cuadro 8.6). En el primer caso, las fuentes de
expansión han sido fundamentalmente tres: el aumento de los gastos de defensa y justicia, las
mayores transferencias a los departamentos y municipios para inversión social, y las transferencias
a la seguridad social. Nótese que, aunque los gastos de inversión del Gobierno Nacional se
recuperaron en 1991 y han seguido aumentando ligeramente en años posteriores, siguen siendo
muy inferiores a los niveles de 1981-1985, cuando alcanzaron, en promedio, un 3.0% del PIB.
Como se puede observar, tres cuartas partes de la expansión del gasto del Gobierno Nacional se
han destinado, por vía de mayores transferencias, a otras entidades públicas. De esta manera, el
Gobierno Central se ha convertido, cada vez más, en un canal de generación de ingresos para
otros niveles de Gobierno.
Dos de estos procesos, la expansión del aparato judicial y las transferencias regionales, fueron un
resultado directo de las decisiones de la Asamblea Constituyente en 1991. Los mayores gastos de
defensa reflejan, por su parte, decisiones explícitas de incrementar el pie de fuerza y mejorar las
remuneraciones y la dotación de las fuerzas militares. Las transferencias del Gobierno Nacional a
la seguridad social han tenido, por su parte, dos orígenes diferentes: el incremento sustancial en el
número de pensionados a cargo de la Nación y la Ley 100, que elevó e hizo efectivas las
cotizaciones a la seguridad social correspondientes a los trabajadores del Estado y decretó unos
aportes nacionales a los fondos de solidaridad creados en dicha Ley.
Como resultado del incremento en las mesadas pensionales y de las mayores erogaciones en
salud, los gastos del sistema de seguridad social también han aumentado considerablemente en
los años noventa. Sin embargo, existe una diferencia notoria entre la evolución de las finanzas del
Gobierno Nacional y las de la seguridad social: mientras, en el primer caso, el aumento de los
gastos ha excedido el de los ingresos corrientes, generando un déficit creciente, en la seguridad
social ha acontecido lo opuesto. De hecho, a mediados de la década, el superávit de la seguridad
social se había convertido en una de las fuentes fundamentales de financiamiento del déficit del
Gobierno Nacional.
La expansión del gasto del Gobierno Nacional y de la seguridad social ha estado acompañada por
el crecimiento de los gobiernos regionales y locales. Aunque la fuente más importante de
crecimiento ha sido las transferencias nacionales, esta expansión se ha apoyado también en los
mayores recaudos tributarios de los municipios más grandes y en el uso creciente del
endeudamiento interno por parte de algunas entidades territoriales.
Uno de los reflejos fundamentales de la expansión del gasto público ha sido el rápido crecimiento
de la inversión (o gasto público) social. En efecto, la inversión social, que había oscilado en
Colombia entre 1970 y 1992 entre el 7 y el 9% del PIB, aumentó rápidamente en los años
siguientes, alcanzando el 12% del PIB en 1995 y se espera que supere el 13% en 1996 (gráfico 8.5).
El punto de quiebre de esta serie indica claramente los efectos notorios que tuvo la expedición de
las nuevas normas constitucionales en 1991, que ampliaron claramente las responsabilidades
sociales del Estado. Este crecimiento ha tenido tres fuentes diferentes: la expansión de la
seguridad social, las mayores transferencias de inversión social a los departamentos y municipios y
los programas complementarios de la Nación, que han sido particularmente dinámicos durante la
ejecución del Plan de Desarrollo de la Administración Samper, “El Salto Social”.
Uno de los elementos tradicionales de la economía colombiana había sido el tamaño reducido del
gasto público en relación con los patrones internacionales. La escasez de recursos públicos era
visualizada por muchos analistas como una restricción esencial para garantizar una provisión
adecuada de bienes públicos. Esto era particularmente cierto de la inversión social. Para mediados
de la década, era evidente que, aunque la provisión de bienes públicos enfrentaba todavía muchos
problemas, las afirmaciones relativas al tamaño de los recursos y gastos del Estado, o a la
inversión social, habían dejado de ser ciertas. Por el contrario, el sector público enfrentaba una
verdadera crisis de crecimiento. La capacidad para sostener el crecimiento de la inversión social de
los últimos años y, especialmente, para racionalizar y aumentar la eficiencia del gasto público
serán, así, las tareas esenciales del manejo fiscal en el último lustro del siglo. 2. Los cambios en la
estructura del Estado El crecimiento del Estado ha estado acompañado de grandes cambios en su
estructura. Entre las múltiples transformaciones que se han experimentado, conviene, sin
embargo, resaltar dos procesos. El primero es la descentralización. El segundo es la privatización
de entidades públicas y la apertura al sector privado de áreas tradicionalmente reservadas al
Estado.
Al igual que en otros países, las tendencias descentralistas se han expresado en Colombia en
épocas recientes por dos vías diferentes: la primera ha estado asociada al debate sobre la
racionalización del gasto público en un proceso de modernización estatal; la segunda a las
discusiones sobre apertura democrática.
El primero de estos debates tiene como punto de partida la creación, en 1968, del situado fiscal y
de la cesión del impuesto a las ventas. El situado fiscal fue creado en la reforma constitucional de
1968 y desarrollado mediante la Ley 46 de 1971, como una renta de carácter nacional, destinada a
la financiación de la salud y la educación que se prestaba, en ese momento, de manera
desconcentrada a través de los Fondos Educativos Regionales y los servicios seccionales de salud.
La Ley 33 de 1968, por su parte, asignó, a partir de 1969, el 10% del impuesto a las ventas a los
departamentos, municipios y el Distrito Especial de Bogotá, previendo un aumento de dicha
participación al 20% en 1970 y 30% en 1971. La Ley 43 de 1975, de nacionalización de la
educación, destinó una parte de dicha cesión al Ministerio de Educación para financiar los costos
correspondientes.
Este proceso se complementó con el de la apertura democrática, cuyo primer gran resultado fue la
expedición del Acto Legislativo número 1 de 1986, mediante el cual se restableció en Colombia la
elección popular de alcaldes. Esta Reforma Constitucional y la Ley 12 del mismo año evidenciaron,
por lo demás, un sesgo municipalista, que sólo sería parcialmente superado por la Asamblea
Nacional Constituyente de 1991, que intentó rescatar el papel de los departamentos en el
ordenamiento político. La nueva Constitución consolidó definitivamente el proceso de
descentralización en Colombia, estableciendo un Estado unitario y descentralizado, con autonomía
de las entidades territoriales y mecanismos de participación y control ciudadano a la gestión
pública en todos los niveles de gobierno.
Para fortalecer la inversión social territorial, la Constitución estableció que una proporción
creciente de los ingresos corrientes de la Nación debería ser transferida a departamentos y
municipios. Como resultado de esta norma, que fue desarrollada por la Ley 60 de 1993, las
transferencias a las entidades territoriales pasaron de representar menos del 30% del total de los
ingresos corrientes totales de la Nación en 1990 a más del 40% en 1996. De acuerdo con las
normas vigentes, estas transferencias deberán seguir aumentando hasta el año 200113. Este
proceso ha estado acompañado, además, de la transferencia efectiva de la administración de los
servicios de educación y salud a los departamentos y municipios. De esta manera, se ha pasado de
manera progresiva, pero relativamente rápida, de una administración desconcentrada a una
descentralización efectiva de dichos servicios.
Este modelo híbrido se ha caracterizado por la dificultad para definir en forma precisa las
responsabilidades de los distintos niveles de gobierno y para coordinar las distintas fuentes de
financiamiento. Las dificultades que se han enfrentado en una y otra área, así como múltiples
obstáculos de carácter institucional, han dado lugar a agitados debates, que deberán servir de
base para consolidar un ordenamiento estable de las relaciones entre los gobiernos Nacional,
departamental y municipales, preferiblemente con base en la expedición de una ley de
ordenamiento territorial, que defina en forma precisa las competencias y recursos, tal como lo
ordena la Carta Política.
La Ley 100 de 1993 abrió la posibilidad de participación privada en el sistema de seguridad social.
En materia pensional, creó un sistema mixto, en el cual fondos privados de pensiones compiten
con el Instituto de Seguros Sociales, aunque a través de sistemas pensionales diferentes: el de
capitalización individual, en el primer caso, y el tradicional de prima media, en el segundo. En el
sector salud, diseñó también un sistema en el cual entidades privadas y públicas compiten en la
promoción y en la prestación directa de servicios de salud. Ambos sistemas, pero particularmente
el de salud, incluyen mecanismos de solidaridad para permitir el acceso a la seguridad social de las
familias más pobres.
La Constitución de 1991 fue lejos en esta materia, al establecer tres principios interrelacionados: la
posibilidad de que el sector privado pudiera participar en la prestación de servicios públicos; el
principio de eficiencia para la prestación de dichos servicios por parte del Estado, con la obligación
de enajenar o liquidar las empresas monopolísticas del Estado cuando no cumplan dichos
requisitos; y el establecimiento de claros principios antimo-nopólicos que abarcan la prestación de
servicios por parte del Estado.
En parte como continuación del proceso iniciado por la Administración Barco y en parte como
desarrollo de los nuevos principios constitucionales, las esferas de acción del sector privado en
infraestructura se ampliaron considerablemente durante la Administración Gaviria. En 1991 se
inició el proceso de privatización de la administración portuaria. En 1992 se abrieron espacios a la
participación privada en la generación eléctrica (permitiendo la venta de excedentes de
autogeneradores y el libre acceso a las redes de transmisión y distribución) y se sentaron las bases
para otorgar concesiones de obras públicas. Este último principio que fue desarrollado
ampliamente en 1993 en las nuevas leyes de contratación pública y de transporte. También en
este año se reglamentó la telefonía móvil celular, cuya licitación se llevó a cabo en 1994, al tiempo
que Telecom iniciaba la era de contratos de riesgo compartido con empresas privadas de
telefonía. Finalmente, en este último año se aprobaron las leyes de servicios públicos y eléctrica,
que consolidaron los principios de libre acceso y competencia en los sectores de infraestructura.
Como elemento esencial de este proceso, la primera de estas leyes creó la Superintendencia de
Servicios Públicos prevista en la Constitución y reorganizó el sistema de regulación del sector, que
se había estructurado en 1992, y que incluye tres comisiones, encargadas respectivamente de
regular la competencia y vigilar las posiciones dominantes en la prestación de servicios de energía
y gas, telecomunicaciones y agua potable.