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Brugnolo
aller de Laura Luche
125-148, 2010 Los muertos que no mueren en issn
Pedro Páramo…
0716-0798
Stefano Brugnolo
U. de Sássari, Italia
sbrugnolo@libero.it
Laura Luche
U. de Sássari, Italia
luche@uniss.it
El artículo analiza las causas históricas que han llevado al fracaso de algunos pro-
yectos de modernización que se narran de manera simbólica tanto en Pedro Páramo
como en Cien años de soledad. Estas causas podrían tener su origen en el trauma
de la Conquista y en una coacción a repetir las dinámicas de ese episodio histórico
original. De ese fracaso deriva la condición purgatorial que caracteriza ambas novelas,
pobladas de muertos-vivos y vivos-muertos. En efecto, aquí se entiende por condición
purgatorial una situación de suspensión entre una vida y una muerte entendidas me-
tafóricamente, es decir, entre un pasado que no pasa y un futuro que aún no adviene,
entre tradición y modernidad. Este estado remite a un sentido de expiación que, sin
embargo, no está destinado a producir ninguna redención.
Palabras clave: modernidad, fracaso, Conquista, trauma original, coacción a
repetir, violencia, soledad.
This article investigates the historical reasons behind the failure of some projects of
modernization represented metaphorically both in Pedro Páramo and in One Hundred
years of Solitude. These reasons seem related to the traumatic experience of the
Conquest and to a compulsion to repeat the dynamics of that historical ancestral event.
This failure resonates in the purgatorial condition that characterizes the two novels,
both populated by dead people who seem alive and by living people who seem dead.
As matter of fact with the espression “purgatorial condition” we indicate a situation of
suspension between life and death metaphorically considered, between a ever present
past and a never arriving future, between tradition and modernity. This situation recalls
an idea of expiation that nevertheless doesn’t lead to any salvation.
Keyword: modernity, failure, Conquest, ancestral trauma, compulsion to repeat,
violence, solitude.
* Del parágrafo I es autor Stefano Brugnolo, del parágrafo II es autora Laura Luche. Además
este artículo se relaciona con otras investigaciones, individuales y conjuntas, realizadas en torno
al tema literario de la modernidad infeliz, que se da en muchas periferias del mundo.
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Partamos por Pedro Páramo1. Pues bien, todo el libro está construido sobre
un motivo que bien podemos definir purgatorial. El héroe de la novela, Juan
Preciado, es un peregrino que visita un pueblo de muertos-vivos, Comala,
un “mundo lejano” (Pedro Páramo 73), donde vagan almas en pena que
continuamente se agolpan a su alrededor, pidiéndole que interceda por ellas,
pero al final lo hunden en su mundo. El pathos que la novela comunica tiene
que ver con estas imágenes y símbolos religiosos: el pecado, el perdón, la
salvación, el Infierno, el Paraíso, el Purgatorio. Símbolos que aún viven en la
conciencia popular mexicana, pero que aquí se han cargado de nuevos valores
y significados, humanos e históricos. Para entender mejor esta operación
de re-motivación y re-semantización nos conviene distinguir entre dos tipos
de sobrenatural. El primero es el que Francesco Orlando llama de tradición,
o sea aquel “sobrenatural […] acreditado al máximo, convalidado por dura-
1 J.
Rulfo, Pedro Páramo, Madrid, Cátedra, 2003. De ahora en adelante citaremos en el
cuerpo del texto con dos iniciales mayúsculas entre paréntesis (PP).
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2 Orlando,F. “Gli statuti del soprannaturale Il romanzo, vol.I”. F. Moretti (ed.). Torino:
Einaudi, 2001. 208-209.
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murió sin perdón y que no lo conseguirá de ningún modo” (Id. 112). Para
decirlo con Le Goff, la Comala muerta de Rulfo es un purgatorio “infernalizado”
(El nacimiento del Purgatorio 356), es decir, un purgatorio sin esperanza.
Escribe Le Goff que esencialmente “El Purgatorio es la esperanza” (Id. 351),
y explica que es esperanza porque está vinculado a una idea de solidaridad
entre las generaciones. Los muertos y los vivos de Comala se refieren to-
davía a esta teología de la solidaridad, pero saben también que ha perdido
validez: “perdí todo mi interés desde que el Padre Rentería me aseguró que
jamás conocería la Gloria […]. Ya de por sí la vida se lleva con trabajos. Lo
único que la hace a una mover los pies es la esperanza de que al morir la
lleven a una de un lugar a otro; pero cuando a una le cierran una puerta y
la que queda abierta es nomás la del Infierno, más vale no haber nacido”
(PP 124). El Purgatorio que Rulfo imagina carece de esperanza porque los
vivos y los muertos se han vuelto culpables de culpas irredimibles, de culpas
demasiado “vergonzosas”: “Son tantas, y nosotros tan poquitos, que ya ni
la lucha le hacemos para rezar porque salgan de sus penas […]. Ninguno
de los que todavía vivimos está en gracia de Dios. Nadie podrá alzar sus
ojos al Cielo sin sentirlos sucios de vergüenza. Y la vergüenza no cura” (Id.
111). En fin, la razón por la cual los vivos no pueden ayudar a los muertos
y viceversa es porque todos han sido cómplices del pecado. Continuamente
Rulfo alude a pecados y a culpas, a remordimientos y a peticiones de perdón,
que no pueden satisfascerse, en la tierra aún antes que en el cielo: “Yo […]
le confesé todo: ‘Eso no se perdona’ me dijo. ‘Estoy avergonzada’. ‘No es el
remedio’” (Id. 111). De todo el libro se desprende una especie de invocación
continua, que queda y quedará sin respuesta “por los siglos de los siglos”: “El
Yo pecador se oía más fuerte, repetido, y después terminaba: ‘por los siglos
de los siglos, amén’, ‘por los siglos de los siglos, amén’, ‘por los siglos... ‘”
(Id. 132). Al final, con uno de los efectos de amplificación e hipérbole que
caracterizan toda la novela, parece que la vida en sí es pecado sin redención:
“¿Y qué crees que es la vida […] sino un pecado?” (Id. 164).
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Ahora, las voces sin sonido que salen de los muros de la ciudad fantasma
son la transposición del poder mortífero, absorbente que puede ejercer sobre
los vivos un pasado sin redención. En este caso el pasado es el del mexicano,
marcado desde sus orígenes modernos por una violencia traumática, que se
ha padecido pero de la que también se ha sido cómplice, y que se transmite
en el tiempo, como una maldición. Que Juan Preciado muera ahogado por los
murmullos de los muertos significa que es imposible heredar de los padres
nada que no esté invalidado por la culpa; y significa también que sobre este
pasado “sucio de vergüenza” no es posible fundar ningún futuro, ninguna
redención. Walter Benjamin, incluso moviéndose en una óptica teológica
lejana a la católica, ha hecho planteamientos semejantes: “Hay un secreto
acuerdo entre las generaciones pasadas y la nuestra. Hemos sido esperados
en la tierra. A nosotros, como a las generaciones que nos precedieron, nos ha
sido dada una débil fuerza mesiánica sobre la que el pasado tiene un derecho”
(Angelus novus 78). En cambio, la muerte de Juan Preciado demuestra que
las generaciones actuales no tienen ningún poder de redención, no pueden
rescatar las culpas del pasado, no logran liberar a los muertos de su vagar,
de sus penas. Sucede al contrario, que son los muertos los que atraen hacia
sí a los vivos. Y esto sucede incluso porque, mientras los muertos por redi-
mir de Benjamin son esencialmente víctimas de la Historia, los de Rulfo son
víctimas y al mismo tiempo culpables.
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que muere pero no está completamente muerto, […] una realidad duradera,
ya no presente, pero no pasada todavía”3. Como decir que los espectros,
los muertos-vivos que atestan la ciudad fantasma, llenándola de rumores,
susurros, lamentos, traducen la experiencia de un mundo histórico “que
muere pero no está completamente muerto”. Continuamente en la novela
encontramos situaciones en las que, como lectores, nos sentimos inciertos
sin saber si estamos ante seres vivos o muertos; es la pregunta que Juan
Preciado dirige a dos personajes que viven en una casa destruida –“¿No
están ustedes muertos?” (PP 107)–, es una pregunta que de hecho se
puede dirigir a los representantes de aquellos “ordenamientos sociales que
no mueren jamás del todo hasta que un nuevo orden social no esté esta-
blecido” (Anderson “The Ghosts of Comala…”). Es decir, que viven una vida
más allá de la muerte.
Pero es necesario añadir que esta muerte tiene incluso recaídas existen-
ciales, que son ellas también de orden purgatorial. Aquellos que se quedan
anclados a estos mundos, es decir, a esos pueblos casi muertos, a esas
economías casi muertas, sobreviven en una condición que es precisamente
de vida-muerte. La sensación de un tiempo detenido, o que gira sobre sí
mismo, que se vuelve eterno, así como lo encontramos en la novela, trans-
pone la experiencia de inutilidad vergonzosa de todos aquellos a los que
el progreso ha superado: “los pasos, como de gente que ronda” (PP 86);
“Como si hubiera retrocedido el tiempo” (Id. 114). La misma función tienen
las repeticiones que a menudo encontramos en el texto, y que casi siempre
aluden a una temporalidad encantada: “El reloj de la iglesia dio las horas,
una tras otra, una tras otra, como si se hubiera encogido el tiempo” (Id. 77);
“se dio vuelta sobre sí misma una y otra vez, una y otra vez” (Id. 86); “‘por
los siglos de los siglos, amén’, ‘por los siglos de los siglos, amén’, ‘por los
siglos...’” (Id. 132). Pero es de nuevo en “Luvina” donde encontramos ma-
nifestados al grado máximo estos aspectos de una temporalidad que gira
sobre sí misma perversamente: “Perdí la noción del tiempo desde que las
fiebres me la enrevesaron; pero debió haber sido una eternidad… Y es que
allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie
le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan y se
acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día de la
muerte, que para ellos es una esperanza” (“Luvina” 118). Vemos entonces
que la imagen de los muertos-vivos asume un ulterior significado: las almas
que “giran alrededor” “eternamente” por Comala/Luvina representan las vidas
vacías y siempre iguales de aquellos que han quedado irremediablemente
atrás con respecto a la Historia. Representan las existencias de hombres
que ya están muertos mientras aún están vivos. Como para decir que la
ciclicidad inocente, ignorante de la sociedad agropastoral, se transforma en
la ciclicidad culpable sólo después del gran cambio moderno. Si en efecto
la vida de las comunidades agrícolas tradicionales era fundamentalmente
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es. Aquí no vive nadie” (PP 69); “Me acerqué para ver […] y vi esto: lo que
estamos viendo ahora. Nada. Nadie. Las calles tan solas” (Id. 101). Este
es el purgatorio inventado por Rulfo, un páramo desolado y vacío: “Pero
aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los
perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio” (“Luvina” 120). Repetimos:
no se trata de una visión abstracta, metafísicamente nihilista. La causa his-
tórica de esta furia aniquiladora que “rasca, raspa, arranca, escarba” todo,
hay que encontrarla en las relaciones sociales y humanas duras, marcadas
por la violencia. El viento destructor es una especie de correlato objetivo
de esta furia destructora y autodestructora, y al mismo tiempo representa
un contraefecto, una especie de respuesta, de venganza de la naturaleza
ofendida, chingada.
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una madre que ellos mismos desprecian, en cuanto chingada por el Padre
brutal. Ahora bien, la actitud machista con respecto a la mujer y al mundo
no hace sino repetir un trauma histórico originario, que corresponde a la
violencia con la cual el conquistador poseyó y violó un continente y a sus
mujeres: “Es imposible no advertir la semejanza que guarda la figura del
‘macho’ con la del conquistador español (Id. 99). De esa violencia originaria
nacieron los mexicanos, que no han podido o sabido hacer otra cosa que
perpetuarla identificándose con el Padre violento que a su vez no los reco-
noció, y renegando a una madre que se percibe como vergonzosamente
“pasiva” y “abierta”, incluso repitiendo hasta el infinito aquella violencia
originaria contra ella. De nuevo Paz: “Si la Chingada es una representación
de la Madre violada, no me parece forzado asociarla a la Conquista, que fue
también una violación, no solamente en el sentido histórico, sino en la carne
misma de las indias” (Id. 103); y continúa: “La Chingada es aún más pasiva.
Su pasividad es abyecta […]. Pierde su nombre, no es nadie ya, se confunde
con la nada, es la Nada” (Ibid.). Por tanto la tierra maravillosa, que al final
un Padre violento y violador reduce a “polvo y nada”, se identifica a su vez
con esta Madre mítica, que a los ojos de los mexicanos “se confunde con la
nada, es la Nada”. La violencia que permea la epopeya de Pedro Páramo, por
tanto, es repetición de un trauma originario: de la Conquista.
Y que sea uno de sus tantos hijos, nacido de sus violencias e inmedia-
tamente no reconocido, quien mate a Pedro Páramo, significa que no se
sale de esta lógica desesperada. El hijo de la chingada, en efecto, nunca
es reconocido por el padre chingador. Dice Paz: “Nada más natural, por
tanto, que su indiferencia frente a la prole que engendra. No es el funda-
dor de un pueblo; no es patriarca que ejerce la patria potestas; […]. Es
el poder, aislado en su misma potencia, sin relación ni compromiso con el
mundo exterior. Es la incomunicación pura, la soledad que se devora a sí
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misma y devora lo que toca” (El laberinto de la soledad 99). También estas
últimas palabras valen como una descripción de la condición casi mítica de
soledad a la que está condenado Pedro Páramo, que sobresale “aislado en
su misma potencia”, y cuya “enorme”4 figura se yergue sobre el fondo de
las tierras desoladas de las que es el señor: “Quedaba él, solo, como un
tronco duro comenzando a desgajarse por dentro” (PP 163); “No dormía.
Se había olvidado del sueño y del tiempo” (Id. 172). Esta soledad, como
dice Paz, se propaga desde él a todos los demás, y en fin al mundo natural
y a todas las cosas, creando a su alrededor un universo de muchas soleda-
des “incomunicadoras”, que es lo que en definitiva nos transmite la visión
purgatorial de Rulfo: una tierra de almas vagabundas donde nadie puede
rezar por el otro, donde nadie puede perdonar al otro, donde nadie puede
escuchar al otro: “Tú y yo allí, rezando rezos interminables, sin que ella
oyera nada, sin que tú y yo oyéramos nada, todo perdido en la sonoridad
del viento debajo de la noche” (PP 134). Este mundo está fundado sobre
la no–comunicación porque esencialmente se funda sobre un rechazo o
sobre una incapacidad del padre de ser padre, es decir, de construir, educar,
gobernar, amar su mundo. Todos son huérfanos de este padre “enorme”,
presente y ausente: “De ahí que el sentimiento de orfandad sea el fondo
constante […] de nuestros conflictos íntimos. México está tan solo como
cada uno de sus hijos” (El laberinto de la soledad 106). Siempre Paz escribe
que este mítico padre lejano obsesiona a los mexicanos. Porque eso está
en la base de sus orígenes, de nación y de personas: “En suma, la cuestión
del origen es el centro secreto de nuestra ansiedad y angustia” (Id. 97).
Y esta cuestión está en la base de la novela, está en la base del viaje que
Juan Preciado emprende en el purgatorio de Comala, como demuestran
las primeras palabras de la novela: “Vine a Comala porque me dijeron que
acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo” (PP 65).
Este viaje prevé dos finales: en uno de los dos el padre mata al hijo. Que
en efecto Juan Preciado muera sofocado por los murmullos de los muertos
significa que es imposible heredar de los padres nada que no esté invalidado
por la culpa; y significa también que sobre este pasado “sucio de vergüenza”
no es posible fundar ningún futuro, ningún rescate. El otro final, el efectivo,
es que el hijo mata al padre. Como hará Abundio Martínez, que desde las
primeras frases del libro es el alter ego de Juan Preciado: “Yo también soy
hijo de Pedro Páramo” (PP 67). Y lo hará de una manera casi ritual, o sea,
degollándolo, como un cordero sacrificial. En uno y otro caso no es posible
elaborar el trauma de los orígenes, al no ser de una manera catastrófica y
fatal, destructiva y autodestructiva. Las últimas frases del libro, “Se apoyó en
los brazos de Damiana Cisneros e hizo intento de caminar. Después de unos
cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra.
Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un
montón de piedras” (Id. 178), nos dicen que la época de Pedro Páramo ha
concluido con un fracaso trágico y definitivo, pero no nos dicen si y cuándo
será posible redimirla.
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II
Macondo aparece como un mundo primordial que carece del pecado ances-
tral. Macondo, se lee al inicio de la novela, “era entonces una aldea de veinte
casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas
que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como
huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían
de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo” (Cien años
de soledad 71). En pocos años el poblado se convierte en “una aldea más
ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus
300 habitantes. […] una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y
donde nadie había muerto” (Id. 80). El pueblo es, en fin, la reproducción del
horizonte de posibilidad que se ofrece a los ojos de Colón y de los primeros
conquistadores5, pero, desde un punto de vista más general, puede leerse
al mismo tiempo como la nueva proposición del horizonte de oportunidad
que se abre al final de las guerras de Independencia del siglo XIX, cuando
América Latina, como escribe Paz, “se transforma […] en un proyecto”, en
un “futuro que realizar” (El laberinto de la Soledad 144), cuando, después
de siglos de colonialismo, los latinoamericanos pueden adquirir una identidad
propia y volverse sujetos del propio devenir histórico. Son estas las metas
que el éxodo pone ante los Buendía: “El éxodo […] les da una oportunidad […]
de fundarse una historia a su imagen y semejanza, el cumplimiento de una
vida trazada con un proyecto existencial concreto y vivo por ellos mismos”
(Cuadra, “Las claves del mito en Cien años de soledad” 185).
5 Para un estudio detallado de las relaciones entre el Macondo inicial y la imagen de América
que emerge de las crónicas de la Conquista véase S. Calasans Rodríguez, “Cien años de
soledad y las crónicas de la conquista”, en J.G. Cobo Borda (ed.), Repertorio crítico sobre
Gabriel García Márquez, t. I., Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1995. Escribe Calasans
Rodríguez: “La descripción geográfica de Macondo y de sus alrededores a partir de los
viajes, y las tentativas de ligarlo con la civilización tiene como intertexto la visión de los
descubridores y conquistadores del Nuevo Mundo” (85).
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en “contacto con la civilización” (Cien años de soledad 82), ”recibir los be-
neficios de la ciencia” (Id. 85), conectar Macondo a las tierras de las cuales
provienen los inventos que llevan los gitanos cada año, y que suscitan en
él y en los demás habitantes el mismo estupor que la visión de las nuevas
tierras suscitó en los conquistadores: “En el mundo están ocurriendo cosas
increíbles”, afirma José Arcadio Buendía, “Ahí mismo, al otro lado del río,
hay toda clase de aparatos mágicos, mientras nosotros seguimos viviendo
como los burros” (Id. 79). De hecho, gran parte de la magia que caracteriza
la novela no se debe tanto a entes o a eventos sobrenaturales, cuanto a
la actitud de asombro y fascinación de los habitantes de Macondo frente a
los productos de la modernidad, entre los que figuran el imán, la brújula,
la lupa. Como bien ha sintetizado Rosalba Campra, “cada uno de estos ele-
mentos que en nuestro mundo forman parte de lo cotidiano, se carga de una
fulguración mágica, por el sólo hecho de su aparición subitánea. Del mismo
modo, pero en sentido inverso, los hechos que en la realidad fuera del texto
resultarían extraordinarios, como la invisibilidad, […] o la ascensión al cielo
[…] aparecen reducidos a la cotidianidad” (Campra, “Gabriel García Márquez:
un itinerario de lectura” 601). Así, José Arcadio permanece impasible ante
un fantasma o a un hombre que se transforma en un charco de alquitrán,
sin embargo, se queda atónito “por la evidencia del prodigio” (Cien años
de soledad 91) ante el hielo, y “fulminado […] por el tecleo autónomo” de
una pianola, que le parece un “milagro” (Id. 137). El aura mágica que se le
confiere a la técnica evidencia la inmensa distancia espacial y temporal que
separa Macondo de la modernidad. Y es tal distancia la que causa que sus
productos tecnológicos no se perciban correctamente. El patriarca de los
Buendía, por ejemplo, piensa usar el imán para extraer el oro de la tierra
(Cien años de soledad 72) o usar la lupa como arma bélica (Id. 73); y a la
llegada del cine los habitantes de Macondo se indignan “porque un personaje
muerto y sepultado en una película, y por cuya desgracia se derramaron
lágrimas de aflicción, reapareció vivo y convertido en árabe en la película
siguiente” (Id. 300).
6 Cfr.
Palencia-Roth, Michael. Gabriel García Márquez: la línea, el círculo y la metamorfosis
del mito. Madrid: Gredos, 1983. 74-75.
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era el comercio de pescaditos de oro” (Id. 275); “era una sombra […] apenas
si abandonaba el taller para orinar” (Id. 333-334); “la familia terminó por
pensar en él como si hubiera muerto” (Id. 338). El coronel, por su parte,
espera sólo que pase el propio funeral (Id. 277). También su bisnieto José
Arcadio Segundo, después de haber tratado de rebelarse contra el poder
económico y político que se impone sobre Macondo, transcurre la parte final
de su existencia enterrado en una habitación y sumergido “en un mundo
de tinieblas […] infranqueable y solitario”, aterrorizado con la “simple idea
de abandonar el cuarto que le había proporcionado la paz” (Id. 409). Como
ellos, otros Buendía son prisioneros de una vida inútilmente prolongada,
que pasa a la espera de una muerte que ponga fin a sus penas. Entre éstos,
Amaranta, que transcurre los últimos años de su vida tejiendo su propio
sudario, y Rebeca Buendía, que después de la muerte del marido se sepulta
viva: “cerró las puertas de su casa y se enterró en vida” (Id. 210); era un
espectro del pasado […] que […] se movía a través de una atmósfera de fuegos
fatuos” (Id. 233). Cuando el pueblo se ve embestido por la lluvia que anuncia
el principio del fin, todos los habitantes aparecen como “fantasmas vivos”
(Id. 333) que esperan que escampe sólo para morir: “todos los habitantes
de Macondo, estaban esperando que escampara para morir” (Id. 394). No
es casual que en la novela se aparezca la figura del judío errante que, según
la leyenda, está destinado a peregrinar en eterno, a no poder gozar de la
paz de la muerte por haber pecado contra Jesús. Como el judío errante, los
Buendía tienen un pecado que expiar, una penitencia que cumplir con una
vida vivida a pesar de ellos: “Morirse”, declara el coronel Aureliano Buendía,
”es mucho más difícil de lo que uno cree” (Id. 246).
7 Figueroa, C. “Cien años de soledad: reescritura bíblica y posibilidades del texto sagrado”.
AA. VV. “Cien años de soledad”, treinta años después. XX Congreso Nacional de Literatura,
Lingüística y Semiótica. Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 1998. 115.
8 Observa al respecto Katalin Kulin (“Mito y realidad en Cien años de soledad de Gabriel
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10 Sobreel tema véase Farías, V. Los manuscritos de Melquíades. “Cien años de soledad”,
burguesía latinoamericana y dialéctica de la reproducción ampliada de negociación. Frankfurt/
Main: Vervuert, 1981. 199 y siguientes.
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11 Más adelante Aureliano Segundo cumplirá el mismo acto destructivo: “Aureliano Segundo
[…] con una furia perfectamente regulada y metódica fue agarrando uno tras otro los
tiestos de begonias, las macetas de helechos, los potes de orégano, y uno tras otro los
fue despedazando contra el suelo. […] rompió el cristal de la vidriera, y una por una, sin
apresurarse, fue sacando las piezas de la vajilla y las hizo polvo contra el piso. Sistemático,
sereno […] fue rompiendo luego contra las paredes la cristalería de Bohemia, los floreros
pintados a mano, los cuadros de las doncellas en barcas cargadas de rosas, los espejos de
marcos dorados, y todo cuanto era rompible desde la sala hasta el granero, y terminó con
la tinaja de la cocina que se reventó en el centro del patio con una explosión profunda”
(Cien años de soledad 399).
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Una vez más nos parece que la soledad que condena a los Buendía a la
condición purgatorial hay que relacionarla con la figura del padre, que en
la novela, en primer lugar la representa José Arcadio Buendía. El patriarca
de la estirpe, en efecto, presa de su imaginación y de sus experimentos
estrafalarios, se aísla cada vez más de la familia: “José Arcadio Buendía
pasó los largos meses de lluvia encerrado en un cuartito que construyó en
el fondo de la casa para que nadie perturbara sus experimentos […]. Fue
esa la época en que adquirió el hábito de hablar a solas, paseándose por
la casa sin hacer caso a nadie […]” (Cien años de soledad 74-75). Como
el padre mítico descrito por Paz, José Arcadio parece incapaz de ser padre,
de educar y amar a sus hijos: “Así fue siempre, ajeno a la existencia de
sus hijos, en parte porque consideraba la infancia como un periodo de in-
suficiencia mental, y en parte porque siempre estaba demasiado absorto
en sus propias especulaciones quiméricas” (Id. 88). Desde él se difunde
la soledad que marca a todos los personajes, todos igualmente incapaces
de ser padres. En efecto, la relación entre padres e hijos en Cien años de
soledad es inexistente. Si el patriarca se desinteresa de la prole, el coro-
nel Aureliano Buendía apenas conoce a sus dieciocho hijos, cerrado en el
círculo de la guerra y de la propia soledad, y el hermano, José Arcadio, huye
físicamente de la paternidad uniéndose a un grupo de gitanos cuando le
comunican que será padre. Así Arcadio, su hijo, crece sin saber quiénes son
sus padres y es acogido en la casa de los Buendía de “mala gana” (Id. 112).
Lo educan junto a la tía Amaranta, de quien es casi coetáneo, pero nadie
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Bibliografía
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