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“Comunión y amistad”

La casa, la terra, gli amici. Don Massimo

Las necesidades de la vida me han obligado a cambiar varias veces de ciudad. Y sin
embargo las amistades nacidas en Milán en los años de GS (cuando tenía 15 años), las que
maduraron en el periodo en el cual guié la Acción Católica con un grupo de amigos y
aquellas que surgieron en Bérgamo donde estudié teología y me ordenaron sacerdote, no se
han apagado. Muchas permanecen en el tiempo, incluso a la distancia, y a través de
diversos caminos vocacionales y profesionales.
Pero la amistad, que puede asfixiada por el excesivo apego, sin duda se nutre por la
presencia física. Así, estos años en Roma, donde vivo desde 1978, han visto el surgimiento
de amistades ligadas a las responsabilidades comunes en la Fraternidad San Carlos. Son las
más profundas, que alimentan los días y las jornadas de mi madurez.
De todo eso, he aprendido que los amigos no pueden ser pretendidos ni
programados, sino solamente deseados y buscados.
La amistad nace siempre del vivir una responsabilidad junto a otro: en mi caso por
el Reino de Dios. El trabajo junto a otro se vuelve una ocasión de conversaciones,
vacaciones comunes, lecturas, sugerencias, correcciones: un verdadero y literal “partir”
juntos el pan de la existencia, de las cosas más serias a las más banales. Por eso nadie, al
menos en la antigüedad, ha expresado mejor esto que Cicerón: “Compartir cosas humanas y
divinas”. Esta expresión, que parece casi inspirada, será retomada por muchos escritores
cristianos, que la completarán cada uno según su sensibilidad.
En mi vida he descubierto que la amistad no es una unión entre perfectos, sino entre
gente que camina hacia la perfección. Es una relación que madura si se desea y se acepta la
corrección. La amistad se convierte en una escuela de humildad, de moderación, de
discreción, de amor a la verdad más que de cualquier sentimiento. De hecho, un
sentimiento de bien sin verdad sería solamente una monstruosa falsificación.
Pero la corrección recíproca puede poner en riesgo la amistad, a veces hasta matarla.
Pero ¿es una amistad verdadera aquella de quien no acepta ser corregido? Sin Jerónimo, a
causa de su pésimo carácter, vio cómo muchas amistades se iban al cementerio. Del mismo
modo la amistad entre Basilio y Gregorio de Nacianceno, que quedará en el tiempo como
emblemática por su intensidad, tuvo que superar graves momentos de crisis. Y sin embargo,
al final de la vida de Basilio, Gregorio dirá: “Aspirábamos a un gran bien. La envidia estaba
lejos de nosotros y en cambio apreciábamos la sana imitación del otro. Parecía como si
tuviéramos una alma sola en dos cuerpos”. Esta última frase es en realidad una expresión de
Ovidio, que será retomada por muchos escritores, entre ellos Agustín, Casiano e Isidoro.
Recordemos también la otra frase, “de dos almas, uno”, que encontramos en Cicerón,
Ambrosio y Aelredo.
La amistad siempre necesita de un tercero, sea un hombre de carne y hueso, o bien
sea Dios. Lo más bello de esto que Dios siempre está presente en una amistad verdadera,
como punto a quien mirar, como fuerza para cambiar, como horizonte de toda tensión.

Lo que he aprendido.

De los amigos he aprendido a entrar en nuevos horizontes, antes desconocidos. El


amigo no debe ser como yo. Cicerón escribió que la amistad nace solo entre iguales o entre
aquella que la amistad los vuelve iguales. Es verdad, porque la amistad exige comunicación
y esta puede existir solamente en un común anhelo por el Infinito. Solo así se puede correr
juntos. De los amigos más cercanos he aprendido a conocer autores que antes no conocía:
teólogos, filósofos, escritores. He aprendido de sus discursos, de sus dotes y dones.
La amistad verdadera no debe temer a los momentos de crisis, a las dificultades.
Como entre Gregorio y Basilio, entre amigos pueden volar palabras duras. Pero éstas no
serán más que abono que nutra la profundidad de la amistad.
De hecho, la amistad es un camino de humildad: exige que se aprenda el uno del
otro. Y se puede aceptar aprender sólo cuando se es consciente de ser débiles y necesitados.
Solo entonces la amistad se vuelve fuente de gozo y paz: a través del amigo nos abrimos a
horizontes nuevos y nos confirmamos en los que ya conocemos como seguros y buenos,
hasta ser conducidos a reposar en Dios, en Su voluntad, como puerto cierto de nuestra paz.

La amistad que genera

La reflexión sobre la amistad recorre toda la historia de Occidente. Desde Homero,


Hesíodo, Platón, Aristóteles, Séneca, Cicerón, a Agustín, Juan Crisóstomo, Tomás de
Aquino, Florenskij… Pero es aún más importante recordar que la experiencia de la amistad
ha marcado creativamente los siglos y los acontecimientos de todos los pueblos.
A primera vista la historia es obra de individuos singulares, celebres o escondidos,
conocidos o desconocidos. Pero hay una corriente que se renueva continuamente, y es la de
las uniones afectivas que se crean entre los hombres. Éstas son una fuente permanente de
generación. La historia del mundo puede ser contada también como la historia de “grandes
amistades”; robo esta expresión de Jacques Maritain, cuya vida fue un foco de amistades.
Toda mi vida, en cambio, ha coincidido con el descubrimiento de la potente función
generativa de la amistad, del sufrimiento por su ausencia y sus crisis, de la petición para
que se muestre de nuevo. El diario que tengo desde cuando era adolescente, por ejemplo,
está lleno de reflexiones sobre la amistad y de relatos que documentan sus nacimientos,
traiciones y renacimientos. La amistad de hecho, se nutre de amistades.
También la historia de la Iglesia, y antes la de Israel, está marcada por amistades
que la volvieron posible y fecunda. No podemos pensar los nombres más grandes como san
Benito, san Francisco, san Ignacio, si no en relación al mar de relaciones que se crearon
alrededor a ellos. La vida común que surgió a sus alrededores creo ríos que fluyen por la
historia de la humanidad.

Necesidad de la amistad

“La amistad no pretende nada. No tengo el deber de ser amigo con nadie y ninguno tiene el
deber de serlo conmigo. La amistad es superficial, como la filosofía, el arte, el universo
mismo.” Estoy de acuerdo con la primera parte de esta observación de Lewis, pero para
nada con su conclusión.
No puedo obligar a nadie a que sea mi amigo, pero necesito de amigos, al menos de
uno. Debo buscarlos donde sea, debo pedirlos. Me parece más sabio Aristóteles: “Nadie
elegiría vivir sin amigos, aunque tuviese todos los otros bienes. La amistad es una cosa no
solo necesaria, sino también bella”. Justo viviendo la amistad comprendo que ésta es al
mismo tiempo un don y una necesidad. Es un don necesario.
Necesidad de lo que es gratuito

Se toca el origen divino de la amistad. Dios es sumamente gratuito con nosotros, y también
nosotros lo necesitamos para nuestro bien. Puedo decir que en mi vida adulta desde los
veinte años en adelante, no me ha faltado nunca la amistad. Primero que nada amistades
que duraron algunos años, que crecieron alrededor de intereses profundos, pero
momentáneas. Sólo en la segunda parte de mi vida, entre los treinta y los sesenta años, las
amistades se volvieron sólidas, duraderas y continuas.
¿Por qué la amistad es una necesidad para el hombre y para la mujer? ¿Por qué no
puede ser pretendida y solamente suplicada a Dios? Porque el hombre no se basta a sí
mismo. Ninguna creatura es tan incompleta como el hombre. Durante mis primeros años de
sacerdocio, movido por la necesidad de hablarle a los chicos, medité mucho sobre el inicio
del libro del Génesis. Luego todo se profundizó en la mitad de los años setenta, pues seguí
las catequesis de Juan Pablo II sobre los primeros capítulos de la Sagrada Escritura, retomé
partes de algunas lecturas de Giussani, von Balthasar y Scola. Y así aprendí a ver la
experiencia de la amistad como algo estrechamente ligado a la comunión. No es casualidad
que Jesús haya usado la palabra “amigos”, para referirse a sus apóstoles en el discurso
sobre la comunión que precede las horas de la Pasión.

La comunión.

Desde joven fue introducido por don Giussani a conocer la profundidad de la palabra
“comunión” y ver lo que hay al fondo de ella. Tenía 17 años. En marzo de 1964, en Liguria,
durante la Semana Santa, se organizaron los “tres días” para los chicos de GS. Por primera
vez escuché hablar de la comunión con tal fuerza, tal fascinación, tal profundidad, que
aquellos días fueron para mí el giro decisivo para toda mi vida.
Todavía hoy me parece escuchar aquellas palabras, que encuentro de nuevo en mi
libreta de apuntes: “El punto de arranque de esos días fue el encuentro de Abraham con la
Trinidad”. Don Giussani aludía al episodio del Génesis: “Luego el Señor se le apareció bajo
las encinas de Mamre, mientras se sentaba en la entrada de la tienda en la hora más caliente
del día. Alzó los ojos y vio que tres hombres estaban de pie cerca de él. Apenas los vio y
corrió hacia ellos desde la puerta de la tienda y se postró en el suelo.”
“Dios ha querido comunicarse a nosotros, se ha vuelto un comensal en nuestra
mesa, nos hace participes de Su obra, no hace nada sin nosotros”, comentaba don Giussani.
Una reproducción de la Trinidad de Rublev, que seguramente Giussani había visto
muchas veces, estaba montada en la pared detrás de él mientras pronunciaba estas palabras:
“Todo tiene un fuente: el Padre. Todo tiene un origen. Es del misterio de la Trinidad de
donde viene el mundo. Por una gratuidad y una libertad inmensa Dios ha querido
comunicarse a nosotros… Comunicabilidad infinita: la Trinidad. Esto es lo que indica la
palabra “Verbo”: uno es originado por otro. Como Él, Cristo, nació del Padre, así nosotros
hemos nacido. Somos un eco gratuito y libre de aquella generación, de aquél Hijo, somos
como una “sombra”.
Me parece todavía escuchar la voz ronca, fuerte y decidida, potente y provocadora
del cura milanés: “Existir es una comunicación de aquél origen misterioso. “Existir es la
comunión de Dios con nosotros… Dios es un dialogo continuo, solido. La realidad, desde
las piedras hasta nosotros, es un eco de esta comunión. Dios está más dentro que nosotros
que nuestra propia conciencia y nuestro corazón, más que nosotros mismos… La oración
no es más que acordarse de que la vida es comunión. No existe ningún acontecimiento que
no sea un segmento de un designio que parte de aquél misterio, que no sea una sílaba de
una comunión… Dios ha querido construir con sus dedos una fila de gente que mantenga
con claridad esta comunión, una comunión hecha a través de hombres…
Todo se va, desaparece, si no se fija en el torrente de esa comunión. La misión de
Cristo es la de arrastrar todo a ella. Es el vértice del designio de Dios, que partió en
Abraham”.
Solamente 5 años después GS renació con el nombre de Comunión y Liberación. De
todos modos no me había equivocado: aquella palabra indicaba el corazón del Ser, de Dios,
del mundo, del hombre, el corazón de lo que don Giussani deseaba enseñarnos, desvelarnos
y comunicarnos.

El “génesis”.
El hombre está destinado a la comunión. Si no se entra en esta experiencia, no se
puede entender ni siquiera lo que es la amistad. Tal destino es una huella imborrable en la
naturaleza de toda persona. Esto ya lo habían advertido los filósofos griegos, cuya sabiduría
aún nos alimenta. La sabiduría griega logra ver al hombre como un ser incompleto,
destinado a cumplirse con otro. Esta es la concepción antropológica que Platón desarrolla
en su Simposio. Más allá de todos los significados que podamos darle a tal camino de
cumplimiento, me interesa subrayar una idea central: el hombre no es solamente un ser
incompleto, sino que es tensión al cumplimiento en otro. Y cuando Aristóteles habla del
hombre como “un ser político”, no quiere en primer lugar señalar la dimensión política de
la vida humana, sino más bien indicar el destino social del hombre. De nuevo está el
destino del hombre a cumplirse en otro.
El inicio del libro del Génesis, como ya he indicado antes, muestra esta misma
visión del hombre. Es más, el texto bíblico llega más profundo: “No está bien que el
hombre esté sólo” (Gen 2,18). Después de haber creado a Adán, Dios lo conduce a una
consideración de la creación, de las cosas, de las plantas, de los animales, mostrándole la
profunda conexión que existe entre él y todos los seres creados. Las piedras, las plantas, los
animales non simplemente una casa, no son solo la gloria del hombre, sino que son para él
algo necesario. Más aún, durante esta exploración cósmica en la cual Dios lo acompaña a
descubrir el universo, alberga en Adán una percepción extraña y casi indescifrable.
Advierte la conexión profunda que existe entre sí mismo y todo el mundo, pero no la puede
desconectar de un sentido último de soledad.
Según la narración, Dios le pide a Adán nombrar las cosas, las plantas y animales. El
nombre establece una identidad y una relación. Y aun así, Dios sabe que en su creatura más
noble, el hombre, queda la espera de un “otro”, de otra cosa.
En nuestra relación con Dios estamos acostumbrados a considerarnos como si
siempre hubiéramos existido. Pero no existimos desde siempre. Antes no existía el hombre.
¿Entonces qué ha llevado a Dios a querer al hombre? ¿Qué cosa “le faltaba” a Dios? Esta
pregunta personal es el “background”, la “razón” de la creación de la mujer. De algún
modo Dios ve en Adán una sombra de aquella razón que había conducido a Él mismo a
crearlo. Así lo dice el Génesis: “Dijo entonces Adán: Es ahora hueso de mis huesos y carne
de mi carne; ésta será llamada mujer (varona) porque del varón fue tomada”. (Gen 2,23).
Pareciera que ha dicho: “finalmente tengo un tú adecuado”. Así está expresado el destino
del hombre a la comunión.
Pero la comunión, antes de ser el destino, es la estructura secreta de nuestro ser hombres.
Mejor dicho, es la estructura secreta de todo ser, pero en el hombre puede ser consciente y
por lo tanto tensión vivida y deseada para realizarse. La soledad no es el destino del
hombre. El testimonio más dramático de todo esto es el suicidio, que nace del deseo de salir
de la soledad vivida como contradictoria al propio ser.
Pero ¿cómo puede el otro entrar a constituir mi yo sin comprometerlo? ¿Cómo
puede existir otro que sea constitutivo de mí mismo? ¿Cómo puede otro entrar en mi yo sin
matarlo? ¿Cómo es que puedo necesitar otro para ser yo mismo? Toda la vida de Jesús y
sobretodo su muerte y resurrección, son la respuesta a estas preguntas. Él nos muestra que
la forma más alta de afirmación de sí coincide con la donación de sí. Esta paradoja es la
síntesis de la vida de Jesús.

Deseo de la naturaleza

Llegados a este punto hace falta descubrir la razón última, la raíz ontológica que está bajo
la estructura comunional que constituye al hombre. El Génesis de nuevo nos ayuda. En el
texto bíblico, de hecho, antes de “no está bien que el hombre esté sólo”, se lee: “Hagamos
al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gen 1,26). Estas palabras que serán explicitas en
la vida, muerte y resurrección de Jesús, indican el fundamento último de la estructura
ontológica del hombre, que como hemos dicho, es originariamente comunión. Los Padres
de la Iglesia pero también muchos judíos ingeniaron y meditaron una posible
interpretación: “Hagamos (para empezar el verbo utilizado ya está en plural) al hombre a
nuestra imagen y semejanza”. ¿Qué significa para el hombre ser a imagen de Dios?
Ciertamente la expresión sugiere la espiritualidad del hombre, su inteligencia, su libertad,
su voluntad… Pero, como advirtieron los Padres, en estas palabras está evocada también la
comunión que es la Trinidad, y por consecuencia el destino de comunión que constituye la
esencia de todo hombre. Quien no entra en el misterio de Dios, no entra en el misterio del
hombre y del mundo. Para entrar en ello es necesario conocer la identidad originaria de
Dios, que es comunión. Dios ha querido imprimir esta estructura originaria en todo ser, y
primeramente en el hombre. Decir que el origen de todo es la Trinidad, coincide con
desvelar que ella es comunión, comunicación y don de sí. El don de sí no es cuestión sólo
de quien quiera ser particularmente santo. El don de sí es la única posibilidad de ser
hombre. El amor propio consiste exactamente en amar a otro; el amor a uno mismo encierra
en sí la alteridad. Jesús dijo esto de modo magistral: “En verdad, en verdad les digo: si el
grano de trigo no muere, sólo quedará; pero si muere dará mucho fruto” (Jn 12,24). Existen
experiencias instintivas de esto, como el amor de una madre por su hijo, el punto germinal
de un enamoramiento, la intensidad de una pasión, la belleza de una amistad…

El don de donde todo viene

Pero ¿por qué están raro que esta estructura ontológica se refleje en una experiencia
consciente y continua? La respuesta a esta pregunta reside en el gran misterio del rechazo
de Adán. Después de él la vida de comunión con Dios, con los otros seres humanos y con el
mundo se partió. Lo que era una vida cotidiana en el estado de gracia antes de la caída,
ahora debe ser re-donado y volverse objeto de continua educación. La comunión es siempre
un don: don que el Padre hace de sí al Hijo, donde que el Hijo hace de sí al Padre en la
Trinidad. No es casual que el Espíritu Santo sea llamado en la liturgia como el “donum Dei
altissimi”.
Y así, por analogía, también para nosotros la comunión es antes que nada un don. El
bautismo es exactamente el punto en donde la comunión, que se injerta en nosotros como
aspiración y deseo desde el nacimiento, nos es donada por Dios como respuesta. El resto de
la vida nos es dado para que el don bautismal penetre lentamente en nuestra persona, sus
dimensiones y sus potencias. Como el agua, debe penetrar lentamente el terreno para
fecundarlo. Es por esto que he acentuado la necesidad de una educación: el destino de
comunión de nuestra vida se realiza en una dinámica sacramental, cuyos focos
fundamentales son el bautismo y la Eucaristía, que no por casualidad llamamos
“comunión”.
Existe una disposición del yo al nosotros que es tanto corporal como espiritual. En
el texto del Génesis que arriba he citado Dios dice “Por tanto el hombre dejará a su padre y
a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne” (Gen 2,24). Se trata de una
expresión muy clara, que no alude solamente a la unión sexual, sino también a la comunión
de los bienes y a la fecundidad. Estas palabras de Dios enfatizan algo fundamental: en el yo
existe una disposición original al nosotros.

El Evangelio

El Evangelio es la descripción de un camino en el cual es posible la comunión.


Debemos aceptar ser regenerados desde lo alto, es decir, del don del Espíritu que nos
asemeja a Él. El Evangelio, entendido como enseñanza y vida de Jesús, tiene este núcleo:
enseñarnos que la comunión es posible. La comunión es lo que Él nos ha enseñado y,
sobretodo, lo que Él nos ha donado. Para realizarla, Jesús instituye la eucaristía, muere y
resucita.
Si releemos con atención los capítulos del 14 al 17 del Evangelio de Juan,
descubrimos profundidades siempre nuevas. Los apóstoles, por ejemplo, tienen miedo de
perder eso por lo que Jesús estaba muriendo: la comunión con Él y entre ellos. Eso que para
Jesús representa el camino de la comunión, para ellos es el camino de la separación.
En la lectura que los apóstoles hacen del lavado de pies, está escondido un
dramático malentendido. Para Pedro era suficiente la comunión que ya vivía con Jesús. No
tiene necesidad de más, incluso hasta tiene miedo de profundizar en esa experiencia. Por
eso dice: “No me lavarás los pies jamás. Y Jesús le respondió: si no te lavo los pies, no
tendrás parte conmigo” (Jn 13,8). Cristo en cambio quería conducirlo y ahora quiere
conducirnos a nosotros a esta misma comunión que él vive con el Padre.

La amistad, particular color de la comunión.

Solamente cuando se ha entrado en la experiencia de la comunión, se puede entrar


en la de la amistad. Si, por ejemplo, pensamos en la profundidad con la cual Cicerón
describe la amistad, podemos afirmar que también en la antigüedad pagana algunos vivían,
sin ser conscientes, una parecida experiencia de comunión.
La comunión es una unión objetiva, que se nos dona con el bautismo y que nos
envuelve totalmente. Con el bautismo somos insertados en la comunión de los santos, es
decir en la vida de todos los que participaron de los bienes traídos al mundo por Jesús con
su pasión, muerte y resurrección. Tal unidad envuelve por consecuencia también nuestros
cuerpos y nuestros bienes. Significa y realiza una comunión afectiva. Esta unión congrega a
millones de personas y no puede ser vivida por todos con la misma intensidad. La amistad
es como una flor que nace de la comunión, en el sentido que es la comunión vivida como
experiencia de acogida afectiva e ideal.
La amistad no es una cosa distinta de la comunión, sino que es una intensidad particular de
ella, es su visibilidad.
Justo porque la amistad no sucede con todos, sino sólo con algunos, es un fenómeno
“electivo”, pero no egoísta. El amigo, de hecho, no es elegido, sino que reconocido.

El escándalo de la elección

Hoy la amistad es muchas veces considerada un fenómeno anticristiano. Privilegiar una


relación con algunos parecería negar la universalidad del amor. En realidad, detrás de esta
negación de la amistad como valor, está el “escándalo de la elección”, el rechazo radical del
método de Dios. Debemos reconocer que la elección es parte del método de la existencia: el
hombre, al ser limitado, no puede llegar al universal sino a través del particular. No puedo
por ejemplo aprender “las lenguas” en general: debo empezar a estudiar una lengua; ni
tampoco puedo empezar a estudiar todo sobre una lengua, sino que debo empezar de la
gramática, de la sintaxis, etc. El hombre no puede amar el universo entero: puede amar solo
a algunas personas, que son una milésima parte de éste.
No podemos expresar nuestro ser espiritual sino a través de un cuerpo. No puedo
amar a todos sino amando a alguno. Mi contribución a la construcción del mundo es la
particular acción o el particular trabajo que se me pide hacer en un día a un momento, así
como para una madre la construcción del mundo coincide con la educación del propio hijo.
Dios mismo se ha adecuado a nuestra finitud. Ha decidido proceder en el mundo a
través de la preferencia, porque se trata del método más conveniente a la naturaleza
humana. En analógica a lo que dicho sobre la comunión, también la amistad, fenómeno
particular y electivo, revela una estructura de la existencia.
Nadie tiene derecho a la amistad, pero ella es necesaria para todos. La sed de
amistad es un nivel de la personalidad que debe encontrar respuesta. Y esta respuesta, en
último análisis, es Cristo mismo. En nuestra vida, tanto la presencia como la ausencia de la
amistad reclaman a Cristo del mismo modo. De hecho no solo el amigo es una anticipación
de Cristo, sino también su ausencia, porque permite intuir que sólo Él es verdaderamente
amigo.

La conversión de la amistad.

Para que exista amistad ante todo es esencial la gratuidad. Su primer nivel de corrupción es
la posesión del otro. Miremos a Cristo, que murió por todos los hombres. El don de la
comunión es un don que Dios hace a toda la humanidad. En virtud de la cruz de Cristo todo
hombre está llamado a la comunión. Dios quiere que todos los hombres se salven y puedan
conocer, es decir experimentar la verdad de la comunión. También la amistad es un don. El
amigo es alguien que me es cercano, que me es donado para que me conozca a mí mismo y
mi lugar en el mundo. No hay verdadera amistad si no está Dios, el destino, el infinito. La
amistad vive como apertura continua a lo imprevisible que es el don de Dios.
De aquí surge la dificultad de la amistad, la tentación de poseer y apoderarse del
otro, de vivir la relación con el amigo no como apertura a lo que aún no soy, sino como
confirmación de lo que ahora soy. La amistad es buscada como espejo de mí mismo. Es
narcisismo: el amigo es buscado solo como aprobación y exaltación de mi yo. Tal
morbosidad nos cierra a nosotros mismos, busca solo aprobación de la existencia, nace del
miedo. La amistad, al contrario, es una aventura generada por el descubrimiento de que la
donación de sí renueva continuamente la vida.

La comunión que ilumina el mundo

Toda amistad es dada para iluminar al mundo, no solo para iluminarse a sí mismo. Ella por
eso, no puede quedarse escondida, no puede cerrarse en sí misma. Entonces hace falta
condenar otra negación de la amistad, la que se pervierte en egoísmo, en un cerrarse a los
demás. San Agustín escribió: “El fin de la amistad es que Dios sea todo en todos”. Por eso
la amistad no puede tener otro fundamento que el amor de Dios. Por un lado, el amor que
proviene de Dios, porque la amistad es una comunicación de sí que Dios hace al hombre;
por otro lado, el amor hacia Dios, porque la razón de la amistad es ayudar al amigo, y así a
todo hombre hasta llegar a Dios.
La amistad exige una cierta comunión de la vida, de bienes y de juicios, para que la
comunión se exprese en formas visibles alrededor de ella. Tal dinamismo está en la
naturaleza humana. La amistad puede sobrevivir, por ejemplo, en las distancias creadas por
el tiempo y por los caminos que cada uno debe recorrer para seguir la propia vocación. Yo
aún soy amigo de personas con las que en el pasado tuve una vida común a veces incluso
muy intensa, si bien luego las circunstancias me hayan llevado lejos de ellas. Pero esta
amistad que con ellos continua, existe todavía en el presente una cierta forma de algo en
común; por ejemplo, escribirse una carta una vez al año, afrontar cosas juntos, buscar la
unidad del juicio y de lecturas. La amistad es una movilización continua del ser a una
comunión concreta, por la cual ésta realiza verdaderamente mi yo como un nosotros y el
nosotros como un yo: la identidad entre el yo y el nosotros. En este sentido, la amistad es la
anticipación de la definitividad. La amistad nace de una comunicación de lo que hay en la
profundidad de nuestra vida.
Es intrínseco a la amistad el deseo de la conversión. Sin esto no hay verdadero
camino hacia el infinito. Esta es la razón por la cual las pseudo-amistades antes o después
terminan. Cuando uno se da cuenta de que el otro no es simplemente una confirmación de
uno mismo, ya no se le quiere.
El camino hacia el infinito se nutre de cosas cotidianas concretas, basta con que
sean relativas a Dios. Contar lo que uno lee, ver juntos una película: todo nutre la amistad,
siempre que sea percibido como camino hacia la realización de uno mismo.

Los he llamado amigos

La palabra que más me ha ayudado para poder desear la amistad es la que dijo Jesús: “Los
he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre se las he dado a conocer” (Jn
15,15). No hay expresión sobre la amistad más importante para mí.
Tratemos de ensimismarnos en los momentos justo antes de la pasión y muerte de
Jesús, a los momentos en los que no hay tiempo sino sólo para lo esencial. Las palabras
toman un peso supremo, de testamento y de despedida final, de consejo y de mandamiento.
Antes había dicho: “Este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros como yo los
he amado. Nadie tiene mayor amor que este, que uno de su vida por sus amigos. Ustedes
son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamaré siervos, porque el siervo
no sabe lo que hace su señor” (Jn 15, 13-15).
Jesús está dando la vida por sus amigos y por todos los hombres. Quienes aceptan
este don, que lo acogen, se vuelven con él hijos del Padre. Aquí Juan dice una palabra
nueva: se vuelven amigos. Los discípulos se vuelven amigos porque son llamados a entrar
en la comunión del Padre con el Hijo, se han vuelto participes de la donación que el Padre
hace del Hijo y que el Hijo hace de sí mismo. Así se vuelven no solo capaces, sino deseosos
de dar la vida por los propios amigos. Este nombre nuevo florece en la boca de Jesús al
final de su vida. Y de nuevo lo usará pocas horas después con Judas, que para Jesús queda
como un amigo, como los demás: a pesar de toda su traición, desea salvarlo.
Aristóteles dice que no se puede ser amigos de Dios: viviendo en una luz
inaccesible, él no permite la reciprocidad. Esta reciprocidad es posible desde cuando Dios
se ha hecho hombre. Podemos amarlo, escucharlo y verlo, amando, escuchando y viendo a
sus amigos, para volvernos uno de ellos.

La comunidad apostólica.

Los Evangelios documentan el crecimiento de la fe de los apóstoles, al menos de algunos


de ellos, pero señalan también las dificultades que había en aquella pequeña comunidad.
Entre ellos la amistad estaba desde un inicio y brillaba solamente como un frágil
reflejo de su amistad con Jesús. Solamente en la transformación operada en ellos por la
pasión, muerte y resurrección de Jesús y cumplida en Pentecostés, pudieron descubrirse
amigos verdaderos. Y entendieron aquella palabra de Jesús, porque entendieron aquel
“todo” que Jesús les había traído a sus vidas. Se descubrieron amigos porque era
radicalmente nuevo su relación con Jesús. Permanecieron juntos por poco tiempo, pues
fueron fieles al mandamiento de Jesús: “Serán mis testigos hasta los confines de la tierra”
(Hechos 1,8), y partieron hacia tierra muy lejanas, pero sin alejarse sustancialmente el uno
del otro. La persona de Jesús los mantenía juntos.
Es la experiencia que también yo vivo con mis hermanos, los sacerdotes de la
Fraternidad san Carlos. Por esto he escrito de ellos, en ocasión de la Pascua, hacia muchos
años: “Hombres que Cristo ha llamado a vivir lejos. Pero viven lejos como si vivieran
siempre juntos”.
Caterina Emmerich, en la parte de sus visiones dedicadas a la Virgen María, cuenta
de haber visto a los apóstoles correr a Éfeso sostenidos por los ángeles, en ocasión de la
muerte de la Virgen. No se habían nunca alejado el uno del otro.

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