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HOMILÍA SOLEMNIDAD DE NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE 2018

Hoy nos reunimos como familia de Dios, en esta Eucaristía para alabar a nuestro Padre celestial y darle gracias
a Jesucristo por el don de su Madre, a quien nos envió en el cerro del Tepeyac hace 487 años: «No ha hecho
cosa semejante con ninguna otra nación» (Sal 147, 20). Las palabras que hemos proclamado en la primera
lectura, tomadas del libro del Sirácide, describen de manera perfecta a María, aunque este cántico propiamente
está dirigido a la Sabiduría, quién sino Ella es la Madre del amor, del temor, del conocimiento y de la santa
esperanza.

«María se encaminó presurosa a las montañas de Judea» (Lc 1, 39)


El pasaje del Evangelio que hoy hemos escuchado nos resulta muy familiar, pues así como la Madre del Señor
salió al encuentro de su prima Isabel después del anuncio del Ángel. Hace 487 años ella se encaminó presurosa
a otra montaña, la del Tepeyac. La Santísima Virgen María vino a nuestra tierra, a nuestra patria naciente. Eran,
sin duda, años difíciles para el pueblo mexicano, muchos sufrimientos, penurias, enfermedades, injusticias,
malos tratos y muerte. Una realidad no muy distinta a la que hoy vivimos.

Aunque muchos se empeñan en desacreditar el papel de la Virgen de Guadalupe en la historia y en la


consolidación de nuestro país, basta con mirar detenidamente el corazón de los mexicanos para comprobar que
nuestro pueblo es guadalupano en su esencia y en sus raíces. Este acontecimiento guadalupano sigue
construyendo nuestra identidad como mexicanos, y nuestra identidad como Hijos amados de Dios y de la
Santísima Virgen.

Sabiendo que sería la Madre de Dios, la actitud de María no es otra sino la de servir a su prima. Así mismo, María
de Guadalupe se encamina presurosa a las montañas del Tepeyac para acompañar a un pueblo que estaba
pasando por una grave situación de aflicción. Con esta actitud, la Virgen nos enseña cómo esperar y preparar a
Cristo en esta Navidad: en la entrega generosa al prójimo, en la preocupación por el que padece necesidad, en
la urgencia de llevarlo a los demás. Quien lleva a Jesucristo en su corazón no puede hacer las cosas de otra
manera. Qué lejos está de María el orgullo y la altanería, qué lejos la presunción y el engreimiento.

Escuchar y meditar el pasaje de la Visitación es una llamada de atención para nosotros, que nos hemos
encerrado en nuestras propias preocupaciones y problemas y nos hemos olvidado de que hay otros que quizás
sufran mucho más. Es el reclamo a nuestros egoísmos y a nuestros intentos por ser el centro del universo. Qué
grande lección imparte hoy la Virgen a quienes nos hemos olvidado de ser humildes y de ser siervos, servidores
de los demás.

«¿Quién soy yo para que la Madre de mi Señor venga a verme?» (Lc 1, 43)
Dios es sin lugar a dudas, el Dios de los humildes. La humildad en el corazón del hombre es lo que enamora y
encanta Su corazón: María, Isabel, Juan Diego. El evangelio de hoy describe el encuentro de dos mujeres
humildes que han hallado el favor de Dios. Humilde es Juan Diego y por eso es el elegido. Entre muchos nobles
y renombrados personajes que pueden servir de mensajeros, es el corazón sencillo del indito el oportuno para
llevar el recado de la humilde Señora del Cielo. Isabel nos ha regalado la pregunta ideal para nuestro examen
de conciencia como mexicanos y como hijos predilectos de la Virgen. ¿Quiénes somos para que la Madre de
nuestro Dios venga a vernos y se quede entre nosotros?

Conviene que nos preguntemos ahora, los mexicanos de esta generación, los que tenemos un corazón altanero,
los que nos encaprichamos en nuestros intereses, los que desfiguramos nuestro ser hijos de Dios, los que
vivimos como enemigos y no como hermanos, los que hemos llenado de violencia las calles, los que nos
destruimos unos a otros, los que hemos perdido la fe, los que ignoramos a Jesucristo y no lo tenemos como
Señor, los que llamamos Madre a María y no hacemos lo que ella pide, ¿quiénes somos para que Ella
permanezca entre nosotros? Esta fiesta guadalupana debe ser un estímulo para nuestra vida cristiana.

Que la Virgen de Guadalupe no permanezca como adorno de nuestras casas, que deje de ser un amuleto colgado
en la pared, llevado en la cartera o en una medalla al cuello, sino que se convierta en verdadero lazo que une
las familias, una presencia real que nos mueve al amor mutuo, el modelo y guía de nuestro seguimiento de
Jesús. Que esta fiesta no se quede sólo en flores, en música, en alboroto y pirotecnia, hay algo que alegrará más
a Nuestra Señora y es la ofrenda de nuestros corazones, el empeño de nuestra conversión, la promesa firme
de parecernos a ella en la aceptación de la voluntad de Dios en nuestra vida, el rechazo al pecado que nos
esclaviza y la proclamación de su Hijo como único Señor.

Santa María de Guadalupe, la Madre del verdadero Dios por quien se vive, pidió un templo y se han levantado
miles a lo largo y ancho del planeta, pero quizás falta el templo que más le importa, un templo en cada corazón
que late donde pueda mostrar su amor y protección, su ternura y su consuelo. Ojalá que cada uno de nuestros
corazones sean ayates donde se quede impresa la imagen de la Niña del Cielo, de aquella que nos trae a Jesús,
que nos pide hacer lo que Cristo nos dice, que nos enseña a enfrentarnos al mundo y a no perder la esperanza.

En el intento de vivir como hijos de Dios, como buenos ciudadanos y verdaderos hermanos, no estamos solos,
las tiernas palabras de la Virgen a Juan Diego, resuenan hoy para cada uno de nosotros: «Por favor presta
atención a esto, ojalá que quede muy grabado en tu corazón, Hijo mío el más querido: No es nada lo que te
espantó, te afligió, que no se altere tu rostro, tu corazón. Por favor no temas esta enfermedad, ni en ningún
modo a enfermedad otra alguna o dolor entristecedor. ¿Acaso no estoy yo aquí, yo que tengo el honor de ser
tu madre? ¿Acaso no estás bajo mi sombra, bajo mi amparo? ¿Acaso no soy yo la fuente de tu alegría? ¿Qué
no estás en mi regazo, en el cruce de mis brazos? ¿Por ventura aun tienes necesidad de cosa otra alguna?»

Honremos nuestra Madre, amorosa y solícita, asumiendo cada día de nuestra vida, un compromiso de
conversión, amor y servicio. Regresemos renovados, transformados, felices, comprometidos en la causa de Dios
y de su Reino. Que así sea.

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