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- Ma Joad: Tommy, no vas a matar a nadie, ¿verdad?

- Tom Joad: No, mamá, eso no. No es eso. Es sólo que, ya que de
todas formas soy un forajido y tal vez pueda hacer algo. Tal vez
pueda averiguar algo, buscar y tal vez descubrir qué anda mal, y
luego ver si hay algo que se pueda hacer al respecto. No lo he
pensado claramente, mamá. No puedo. No sé lo suficiente.
-Ma Joad: ¿Cómo sabré de ti, Tommy? Podrían matarte y yo nunca lo
sabría. Podrían lastimarte. ¿Cómo lo voy a saber?
-Tom Joad: Bueno, tal vez sea como decía Casy. Uno no tiene un
alma propia. Sólo un pedacito de un alma grande, del alma grande
que nos pertenece a todos.
-Ma Joad: Y entonces… ¿Entonces qué, Tom?
-Tom Joad: Entonces no importa. Estaré en cualquier parte de la
oscuridad. Estaré en todas partes dondequiera que pongas la
mirada. Donde quiera que haya una lucha para que puedan comer
los hambrientos, allí estaré. Donde haya un policía golpeando a un
hombre, allí estaré. Estaré en la manera en que los gritos de los
hombres cuando se enojan. Estaré en la risa de los niños cuando
tienen hambre y saben que la cena está lista. Y cuando la gente
coma lo que cultiva y viva en las casas que construyó, también
estaré ahí.
-Ma Joad: No lo entiendo, Tom.
-Tom Joad: Yo tampoco, mamá, pero es algo en lo que he estado
pensando.

(Viñas de Ira, dirigida por John Ford.)


1.

-Fernando: Señorita…
-Francisquita: Caballero…
-Fernando: Que os detenga, perdonad.
-Madre de Francisquita: ¿Qué es, Francisca?
-Francisquita: Nada, madre. El pañuelo que me da. Esperad, no sé si es
mío.
-Fernando: De que es vuestro yo doy fe.
-Francisquita: ¿Está un poco descosido?
-Fernando: En efecto.
-Francisquita: Por ventura, ¿es de encaje?
-Fernando: Sí, yo os lo fío.
-Francisquita: Es el mío.
-Fernando: Y un efe.
-Francisquita: Francisca quiere decir.
-Fernando: ¡Es muy hermosa!
-Francisquita: Aunque las señas coinciden con mi pañuelo bordado, si
alguna dama pregunta que si lo habéis encontrado, decidle vos que aquí
vive la viuda de Coronado y que su hija lo tiene para su dueña guarda.
-Fernando: Perded, señora, cuidado.
-Francisquita: ¡Adiós!
-Fernando: ¡Adiós!
(Doña Francisquita, Comedia lírica en tres actos. Texto de Federico
Romero y Guillermo Fernández Shaw.)

1.

– Buen día.
– Buen día. ¿En qué puedo ayudarla?
– Necesito dos kilos de pan, por favor.
– Dos kilos de pan. Aquí están. ¿Algo más?
– Nada más. ¿Cuánto le debo?
– Treinta pesos.
– Aquí tiene.
– Muchas gracias. Buenas tardes.
– Buenas tardes.
1.

-HUMBERTO: Usted… ¿Tiene para mucho?


-ARÓN: ¿Cómo?
-HUMBERTO: Digo… ¿Si tiene para mucho?
-ARON: No… no, media hora nada más. ¿Usted me espera a mí para
terminar?
-HUMBERTO: Sí…
-ARON: Es que mañana tengo que entregar el balance… lo mejor será que
venga más temprano y termine… si termino… ¿Usted es contratado por la
empresa o el edificio?
-HUMBERTO: La empresa.
-ARON: (Canta el jingle de la empresa) Sugarpoint, Sugarpoint. We are all
of Sugarpoint… Somos de la misma empresa…
-HUMBERTO: Sí.
-ARON: ¿Tiene alguien que le haga impositiva?
-HUMBERTO: No.
-ARON: Si quiere se la hago. El primer año gratis.
-HUMBERTO: Gracias.
-ARON: Vence en nueve días. ¿Casado o soltero?
-HUMBERTO: Soltero.
-ARON: Yo estoy casado con mi mamá. ¡Hasta mañana Humberto!
-HUMBERTO: ¡Hasta mañana!… Arón.

(Fragmentos de “Rebatibles” de Norman Briski.)

1.

– Disculpe.
– Sí, dígame.
– ¿No vio por aquí un perro negro?
– Pasaron varios perros esta mañana.
– Busco uno que tiene un collar color azul.
– Ah, sí, fue en dirección al parque, hace sólo un momento.
– Muchas gracias, hasta luego.
– Hasta luego.
-Juan: ¿De quién es este paraguas?
-Ana: No lo sé, mío no es.
-Juan: ¿Alguien olvidó un paraguas en el pasillo?
-Alberto: Yo no.
-Diana: Yo no.
-Juan: ¿Entonces quién lo dejó?
-Ana: Margarita estuvo aquí más temprano. Probablemente sea de ella.
-Juan: Voy a llamarla para avisarle que está aquí.
1.

—Perdonen que venga tan tarde —empezó a decir; y entonces, perdiendo


de repente el dominio de sí misma, se abalanzó corriendo sobre mi
esposa, le echó los brazos al cuello y rompió a llorar sobre su hombro—.
¡Ay, tengo un problema tan grande! —sollozó—. ¡Necesito tanto que
alguien me ayude!
—¡Pero si es Kate Whitney! —dijo mi esposa, alzándole el velo—. ¡Qué
susto me has dado, Kate! Cuando entraste no tenía ni idea de quién eras.
—No sabía qué hacer, así que me vine derecho a verte. Lo mismo de
siempre. Las personas en dificultades acudían a mi mujer como los
pájaros a la luz de un faro.
—Has sido muy amable viniendo. Ahora tómate un poco de vino con agua,
siéntate cómodamente y cuéntanoslo todo. ¿O prefieres que mande a
James a la cama?
—Oh, no, no. Necesito también el consejo y la ayuda del doctor. Se trata de
Isa. No ha vuelto a casa en dos días. ¡Estoy tan preocupada por él!

(“El hombre del labio retorcido”, Arthur Conan Doyle.)


– Disculpe, ese es mi asiento.
– ¿Está seguro?
– Sí, mi entrada dice fila seis, asiento doce. Es ese mismo.
– Disculpe, había visto mal mi entrada. Mi asiento es el dos. Ya le dejo su
asiento.
– Muchas gracias.
– De nada.
1.

– Veo que se ha roto la vidriera, ¿eh?


– Sí, señor – dijo éste, muy preocupado con darle el cambio, y sin hacer
mucho caso de Valentin.
Valentin, en silencio, añadió una propina considerable. Ante esto, el
camarero se puso comunicativo:
– Sí, señor; una cosa increíble.
– ¿De verdad? Cuéntenos usted cómo fue – dijo el detective, como sin
darle mucha importancia.
– Verá usted: entraron dos curas, dos párrocos forasteros de ésos que
andan ahora por aquí. Pidieron alguna cosilla de comer, comieron muy
quietecitos, uno de ellos pagó y se salió. El otro iba a salir también,
cuando yo advertí que me habían pagado el triple de lo debido. «Oiga
usted (le dije a mi hombre, que ya iba por la puerta), me han pagado
ustedes más de la cuenta. » «¿Ah?», me contestó con mucha indiferencia.
«Sí», le dije, y le enseñé la nota… Bueno, lo que pasó es inexplicable.
– ¿Por qué?
– Porque yo hubiera jurado por la santísima Biblia que había escrito en la
nota cuatro chelines, y me encontré ahora con la cifra de catorce chelines.
– ¿Y después? – dijo Valentin lentamente, pero con los ojos llameantes.
– Después, el párroco que estaba en la puerta me dijo muy
tranquilamente: «Lamento enredarle a usted sus cuentas; pero es que voy
a pagar por la vidriera.» «Qué vidriera?» «La que ahora mismo voy a
romper»; y descargó allí la sombrilla.

(“La cruz azul”, G. K. Chesterton.)

1.

– ¿Hola?
– Hola, soy Juan.
– Hola, Juan, ¿cómo estás?
– Bien, gracias. ¿Podría hablar con Julia? No consigo comunicarme con su
teléfono.
– Me dijo que su teléfono se quedó sin batería. Ya te paso con ella.
– Muchas gracias.
– De nada.

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