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El valor de la verdad

Hace muchísimos años, un guapo y apuesto príncipe de China se propuso encontrar la esposa
adecuada con quien contraer matrimonio. Todas las jóvenes ricas y casaderas del reino
deseaban que el heredero se fijara en ellas para convertirse en la afortunada princesa. El
príncipe lo tenía complicado a la hora de elegir, pues eran muchas las pretendientes y sólo
podía dar el sí quiero a una.

Durante muchos días estuvo dándole vueltas a un asunto: la cualidad en la que debía basar su
elección.

¿Debía, quizá, escoger a la muchacha más bella? ¿Sería mejor quedarse con la más rica? ¿O
mejor comprometerse con la más inteligente?…Era una decisión de por vida y tenía que
tenerlo muy claro.

Un día, por fin, se disiparon todas sus dudas y mandó llamar a los mensajeros reales.

– Quiero que anunciéis a lo largo y ancho de mis dominios, que todas las mujeres que deseen
convertirse en mi esposa tendrán que presentarse dentro de una semana en palacio, a
primera hora de la mañana.

Los mensajeros, obedientes y siempre leales a la corona, recorrieron a caballo todos los
pueblos y ciudades del reino. No quedó un solo rincón ajeno a la noticia.

Cuando llegó el día señalado, cientos de chicas se presentaron vestidas con sus mejores galas
en los fabulosos jardines de la corte. Impacientes, esperaron a que el príncipe se asomara al
balcón e hiciera públicas sus intenciones. Cuando apareció, suspiraron emocionadas e hicieron
una pequeña reverencia. En silencio, escucharon sus palabras con atención.

– Os he pedido que vinierais hoy porque he de escoger la mujer que será mi esposa. Os daré a
cada una de vosotras una semilla para que la plantéis. Dentro de seis meses, os convocaré aquí
otra vez, y la que me traiga la flor más hermosa de todas, será la elegida para casarse conmigo
y convertirse en princesa.

Entre tanta muchacha distinguida se escondía una muy humilde, hija de una de las cocineras
de palacio. Era una jovencita linda de ojos grandes y largos cabellos, pero sus ropas eran viejas
y estaban manchadas de hollín porque siempre andaba entre fogones. A pesar de que era
pobre y se sentía como una mota de polvo entre tanta bella mujer, aceptó la semilla que le
ofrecieron y la plantó en una vieja maceta de barro ¡Siempre había estado enamorada del
príncipe y casarse con él era su sueño desde niña!

Durante semanas la regó varias veces al día e hizo todo lo posible para que brotara una planta
que luego diera una hermosísima flor. Probó a cantarle con dulzura y a resguardarla del frío de
la noche, pero no fue posible. Desgraciadamente, su semilla no germinó.
Cuando se cumplieron los seis meses de plazo, todas las muchachas acudieron a la cita con el
príncipe y formaron una larga fila. Cada una de ellas portaba una maceta en la que crecía una
magnífica flor; si una era hermosa, la siguiente todavía era más exuberante.

El príncipe bajó a los jardines y, muy serio, empezó a pasar revista. Ninguna flor parecía
interesarle demasiado. De pronto, se paró frente a la hija de la cocinera, la única chica que
sostenía una maceta sin flor y donde no había nada más que tierra que apestaba a humedad.
La pobre miraba al suelo avergonzada.

– ¿Qué ha pasado? ¿Tú no me traes una maravillosa flor como las demás?

– Señor, no sé qué decirle… Planté mi semilla con mucho amor y la cuidé durante todo este
tiempo para que naciera una bonita planta, pero el esfuerzo fue inútil. No conseguí que
germinara. Lo siento mucho.

El príncipe sonrió, acercó la mano a la barbilla de la linda muchacha y la levantó para que le
mirara a los ojos.

– No lo sientas… ¡Tú serás mi esposa!

Las damas presentes se giraron extrañadas y comenzaron a cuchichear: ¿Su esposa? ¡Pero si
es la única que no ha traído ninguna flor! ¡Será una broma!…

El príncipe, haciendo caso omiso a los comentarios, tomó de la mano a su prometida y juntos
subieron al balcón de palacio que daba al jardín. Desde allí, habló a la multitud que estaba
esperando una explicación.

– Durante mucho tiempo estuve meditando sobre cuál es la cualidad que más me atrae de
una mujer y me di cuenta de que es la sinceridad. Ella ha sido honesta conmigo y la única que
no ha tratado de engañarme.

Todas las demás se miraban perplejas sin entender nada de nada.

– Os regalé semillas a todas, pero semillas estériles. Sabía que era totalmente imposible que
de ellas brotara nada. La única que ha tenido el valor de venir y contar la verdad ha sido esta
joven. Me siento feliz y honrado de comunicaros que ella será la futura emperatriz.

Y así fue cómo el príncipe de China encontró a la mujer de sus sueños y la hija de la cocinera,
se casó con el príncipe soñado.
Kitete y sus hermanos

Había una campesina africana llamada Shindo que vivía en Tanzania, muy cerquita del monte
Kilimanjaro. No tenía marido ni hijos, así que se pasaba el día sola trabajando en el campo.
Cuando llegaba a casa preparaba la comida, daba de comer a los animales, fregaba los platos y
lavaba la ropa. Sin nadie que la ayudara, la pobre mujer se sentía siempre muy cansada.

Un día, nada más aparecer la luna y las estrellas en el firmamento, salió a pasear y se quedó
mirando la gran montaña nevada.

– ¡Oh, Gran Espíritu del Monte Kilimanjaro! Me paso los días solita, sin nadie con quien
compartir las tareas ni con quien hablar ¡Ayúdame, por favor!

No una noche sino varias fue al mismo lugar a rogarle al Gran Espíritu, pero este no hizo caso
de sus plegarias.

Una tarde, cuando ya había perdido toda esperanza, un desconocido llamó a su puerta.

– ¿Quién es usted, caballero?

– Soy el mensajero del Gran Espíritu del Monte Kilimanjaro y vengo a ayudarte.

La campesina, asombrada, vio cómo el hombre extendía su mano hacia ella.

– Toma estas semillas de calabaza para que las siembres en tu campo. Ellas son la solución a tu
soledad.

En cuanto dijo estas palabras, el extraño emisario se esfumó.

Shindo se quedó desconcertada, pero como no tenía nada que perder, corrió al campo y
plantó con mucho esmero el puñado de semillas. Además, las regó y las protegió con una valla
para que ningún animal pudiera escarbar y comérselas.

En unos días las semillas se transformaron en cinco hermosas calabazas. Entusiasmada, se


llevó las manos a la cara y exclamó:

– ¡Qué lindas calabazas! Cuando se sequen bien las vaciaré y con ellas fabricaré cuencos para
meter agua. Después las llevaré al mercado para venderlas.

Las metió en un gran saco y al llegar a casa las colgó en una viga del techo para que se secaran
al aire. Todas menos una que puso junto a la chimenea.

– Esta calabaza chiquitita es tan mona que me la quedaré, no quiero venderla. Voy a ponerla
junto al fuego para que se seque antes que las demás.

Esa noche Shindo durmió plácidamente y al amanecer salió a trabajar al campo como todas las
mañanas de su vida. Mientras, en su hogar, sucedió algo increíble: ¡las cinco calabazas se
transformaron en cinco niños!
Los cuatro que estaban colgados de las vigas llamaron al más pequeño que estaba junto a la
chimenea.

– ¡Kitete, ayúdanos a bajar, por favor!

Kitete les ayudó a descolgarse y en cuanto pusieron los pies en el suelo comenzaron a hacer
todas las tareas de la casa. Para ellos era un juego divertido limpiar, fregar y lavar, así que
terminaron en un periquete. Kitete, en cambio, se quedó quietecito al lado de la chimenea.
Toda la noche junto al fuego le había dejado muy débil y sin fuerzas para colaborar con sus
hermanos.

Acabado el trabajo Kitete les ayudó a subir otra vez a la viga y los cinco volvieron a
transformarse en unas anaranjadas y rugosas calabazas.

Una hora después la campesina regresó a la casa y se dio cuenta de que todo estaba recogido y
reluciente.

– ¡Qué extraño!… ¿Quién habrá entrado aquí durante mi ausencia? ¡Si está todo limpio y
ordenado!

Se acostó y no pudo pegar ojo en toda la noche pensando en lo que había sucedido. Después
de mucho darle vueltas, lo tuvo claro.

– “Mañana fingiré que voy a trabajar al campo pero me quedaré espiando ¡Necesito saber
quién demonios ha entrado en mi casa a escondidas”

Así lo hizo; después de desayunar salió de su hogar pero al llegar a un recodo del camino dio
media vuelta y regresó por la parte de atrás. En silencio, se agazapó junto a la ventana del
comedor.

¡Casi se desmaya cuando observó lo que dentro sucedió! Como por arte de magia ¡las
calabazas se transformaron en niños de verdad ante sus ojos!

Con el corazón a mil y sin dejarse ver, escuchó las voces de los cuatro que estaban colgados de
la viga.

– Kitete, ayúdanos a bajar, por favor!

Kitete, que seguía junto a la chimenea, extendió las manos para que pudieran bajar sin hacerse
daño. Después, como el día anterior, comenzaron a limpiar el polvo, a barrer, y a dejarlo todo
como los chorros del oro.

Shindo no pudo aguantar más y entró por sorpresa haciendo aspavientos y dando muestras de
felicidad.

– ¡Qué emoción! ¡Mi casa está llena de niños! Es lo que más he deseado durante toda mi vida
¡Por favor, no os transforméis otra vez en calabazas! A partir de hoy, este será vuestro hogar y
yo vuestra madre.

Los muchachitos aceptaron encantados y se quedaron a vivir allí.

Pasaron las semanas y los cuatro mayores se convirtieron en los hijos con los Shindo siempre
había soñado: eran guapos, sanos y siempre dispuestos a ayudar en todo. En cambio, el
pequeño Kitete siguió siendo un niño enfermizo y de carita triste que se pasaba las horas junto
al fuego. Shindo lo amaba como a los demás, pero no soportaba verlo ahí, sin hacer nada en
todo el día.

Una mañana la mujer atravesó el comedor sosteniendo en sus manos una gran olla de lentejas
y sin querer tropezó con las frágiles y delgaduchas piernas de Kitete. No pudo evitar caerse al
suelo y que todas las lentejas se desparramaran por todas partes.

Enfurecida, gritó a Kitete sin compasión:

– ¡Mira lo que ha pasado por tu culpa! Si no estuvieras ahí, tirado en el suelo como un inútil,
no habría tropezado contigo.

Kitete la miraba con ojos llorosos sin poder articular palabra. La mujer siguió vociferando,
completamente fuera de sí:

– Tus hermanos son buenos hijos, pero tú ni siquiera te mueves ¡No sé para qué te has
transformado en niño si eres igual de inservible que cuando eras una calabaza!

Las duras palabras de Shindo tuvieron un efecto devastador: ¡Kitete se transformó de nuevo
en una pequeña calabaza!

¡Qué mal se sintió la campesina cuando se dio cuenta de las barbaridades que había dicho!
Corrió hacia el fuego llorando desconsoladamente, abrazó la calabaza y la apretó junto a su
pecho.

– ¡¿Oh, no, ¿pero qué he hecho?!… ¡Vuelve, mi querido Kitete! No lo decía en serio… ¡Yo te
amo tanto como a tus hermanos! ¡Perdóname, chiquitín, he sido muy cruel contigo!

Pero a pesar de sus ruegos, la calabaza seguía siendo una calabaza.

Los cuatro hermanos, que estaban correteando por el jardín, oyeron los llantos y entraron en
la casa. Se entristecieron al ver a su madre gimiendo y llorando con la calabacita en su regazo.

Se miraron y sin decir nada, treparon por la viga. Desde allí, dijeron una vez más:

– ¡Kitete, ayúdanos a bajar, por favor!

Y entonces, sucedió el milagro: la calabaza se convirtió una vez más en un niño, en el dulce y
tierno Kitete.

Shindo sintió una emoción indescriptible en su corazón y comenzó a besar en sus pálidas
mejillas.

– ¡Hijo mío, gracias por regresar! Eres más delicado que tus hermanos pero te quiero y te
respeto igual que a ellos. No temas, que yo estaré aquí siempre para cuidar de ti.

Con mucha ternura sentó al pequeño Kitete en su lugar favorito junto a la chimenea y le
dedicó una dulce sonrisa que reflejaba mucho amor.

A partir de ese día todos respetaron que Kitete fuera diferente y formaron la familia más unida
y dichosa que jamás ha vivido a los pies del Kilimanjaro.
La bolsa de monedas

Hace mucho tiempo, en una ciudad de Oriente, vivía un hombre muy avaro que odiaba
compartir sus bienes con nadie y no sabía lo que era la generosidad.

En una ocasión, paseando por la plaza principal, perdió una bolsa en la que llevaba quinientas
monedas de oro. Cuando reparó en ello se puso muy nervioso y quiso recuperarla a toda costa.

¿Sabes qué hizo? Decidió llenar la plaza de carteles en los que había escrito que quien
encontrara su bolsa y se la devolviera, recibiría una buena recompensa.

Quiso la casualidad que quien se tropezó con ella no fue un ladrón, sino un joven vecino del
barrio que leyó el anuncio, anotó la dirección y se dirigió a casa del avaro.

Al llegar llamó a la puerta y muy sonriente le dijo:

– ¡Buenos días! Encontré su bolsa tirada una esquina de la plaza ayer por la tarde ¡Tenga, aquí
la tiene!

El avaro, que también era muy desconfiado, la observó por fuera y vio que era igualita a la
suya.

– Pasa, pasa al comedor. Comprobaré que está intacta.

Echó las monedas sobre la mesa y, pacientemente, las contó. Allí estaban todas, de la primera
a la última.

El chico respiró aliviado y le miró esperando recibir la recompensa prometida, pero el tacaño,
en uno de sus muchos ataques de avaricia, decidió que no le daría nada de nada. El muy
caradura encontró una excusa para no pagarle.

– Sí, es mi bolsa, no cabe duda, pero siento decirte que en ella había mil monedas de oro, no
quinientas.

– Señor ¡eso no es posible! Yo sería incapaz de robarle y presentarme aquí con la mitad de sus
monedas ¡Tiene que tratarse de un malentendido!

– ¿Malentendido? ¡Aquí había mil monedas de oro así que lo siento pero no te daré ninguna
recompensa! ¡Ahora vete, te acompaño a la puerta!

¡El pobre muchacho se quedó helado! No había robado nada, pero no podía demostrarlo. Se
puso su sombrero y se alejó triste y desconcertado. El avaro, desde la puerta, vio cómo
desaparecía entre la niebla y después regresó al comedor con aire de chulería.

El muy fanfarrón le dijo a su esposa:

– ¡A listo no me gana nadie! He recuperado la bolsa y encima he dejado a ese desgraciado sin
el premio.
La mujer, que era buena persona, le contestó indignada.

– ¡Eso no se hace! A nosotros nos sobra el dinero y él merecía la gratificación que habías
prometido ¡Podía haberse quedado con el dinero y no lo hizo! Id juntos a ver al rabino para
que os dé su opinión sobre todo esto.

Al avaro no le quedó más remedio que obedecer a su mujer ¡Estaba tan enfadada que
cualquiera le decía que no!

Buscó al chico y acudieron a pedir ayuda al rabino, el hombre más sabio de la región y el que
solía poner fin a situaciones complicadas entre las personas. Aunque ya era muy anciano, los
recibió con los brazos abiertos; Seguidamente, se sentó en un cómodo asiento a escuchar lo
que tenían que contarle.

El avaro relató su versión y cuando acabó, el rabino le miró a los ojos.

– Dime con sinceridad cuántas monedas de oro había en la bolsa que perdiste.

El avaro era tan avaro que se atrevió a mentir descaradamente.

– Mil monedas de oro, señor.

El rabino le hizo una segunda pregunta muy clara.

– ¿Y cuántas monedas de oro había en la bolsa que te entregó este vecino?

El tacaño respondió:

– ¡Sólo había quinientas, señor!

Entonces el rabino se levantó y alzando su voz profunda, sentenció:

– ¡No hay más que hablar! Si tú perdiste una bolsa con mil monedas y ésta tiene sólo
quinientas, significa que no es tu bolsa. Dásela a él, pues no tiene dueño y es quien la ha
encontrado.

– Pero yo me quedaré sin nada!

– Sí, así es. Tu única opción es esperar a que un día de estos aparezca la tuya.

Y así fue cómo, gracias a la sabiduría del rabino, el avaro pagó sus mentiras y sus calumnias
quedándose sin su propia bolsa.

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