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Lo esencial. Por Carlos Pérez Soto http://www.lemondediplomatique.cl/lo-esencial-por-carlos-perez-soto.

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Lo esencial. Por Carlos Pérez Soto

No perder de vista lo esencial: la profundización del modelo neoliberal en Chile. No se


trata de la privatización de las empresas estatales, no se trata del shock económico
monetarista, no se trata de reprimir al movimiento sindical o de imponer trabas al
desarrollo de la cultura. No se trata, por supuesto, de volver a imponer dictaduras
militares. El asunto es llevar el modelo a todas sus consecuencias posibles, a todos los
ámbitos de la vida pública, estatal, privada. Y se trata de hacerlo en democracia, en
“paz”, con la complicidad pasiva o activa de los partidos políticos, con ritos electorales
cada dos años, con permanentes operaciones de relaciones públicas que presentan
como avances “sociales”, “democráticos”, lo que no es sino la esencia de todo: el
modelo llevado a su extremo, el neoliberalismo como forma de vida. Y en Chile, por
supuesto, que ha servido ya por más de cuarenta y cinco años como plataforma
ejemplar, como escenario de todos los experimentos, de todos los ensayos, para
mostrar al mundo que la extrema avidez capitalista puede perfectamente ser
administrada en forma “pacífica” desde gobiernos social demócratas o, como suelen
decir los canallas, de “centro izquierda”. Por supuesto, no van a privatizar el Metro.
Ni siquiera van a “inyectar” capitales privados. De lo que se trata es de atiborrarlo de
pasajeros, obtener ganancias y con ese excedente subvencionar al sistema de
transporte privado. Se trata de endeudar al Metro en la banca trasnacional, para
obtener “ahorro externo” y poder crear nuevas líneas y de paso, por cierto, pagar los
correspondientes intereses, eternamente “mal negociados”, y con eso transferir
recursos de una empresa estatal, nacional, productiva, a bancos trasnacionales,
privados, especuladores e improductivos. Y si el pasaje es muy alto, si la gente desata
su ira contra la carestía del transporte, simplemente se “inyectan recursos”, desde
luego estatales, para bajar los pasajes sin tocar nada del esquema anterior, para
obtener el mismo resultado de fondo: desviar recursos públicos a bolsillos privados.
Y, más aun, revistiendo esta confirmación de la política que nos ha llevado hasta aquí
como “agenda social”, proclamando a todos los vientos “hemos escuchado el clamor
de la gente”, pactando en torno a un gran “acuerdo nacional” (bajar la tarifa
estudiantil, bajar los pasajes a la tercera edad) habiendo, de paso, reforzado el
mecanismo neoliberal tanto en el plano económico como en su proyección política.

Las escuelas y los liceos municipales no han sido privatizados, ni lo serán. Lo que se
ha hecho es no fiscalizar a los alcaldes que gastan impunemente los fondos
educacionales en otros servicios que les parecen más urgentes y postergan a los
colegios. Con esto, y con la falta de fiscalización sobre el lucro que los sostenedores
educacionales obtienen a pesar de una ley que los limita, los colegios privados
subvencionados por el Estado crecen, invierten en infraestructura, atraen a los
estudiantes con regalías baratas, y los padres sacan a sus hijos de las escuelas
públicas para ponerlos en estas empresas que parecen más seguras, más
competitivas, más “tranquilas”. Las escuelas municipales se van vaciando.

Los alcaldes se ven obligados a juntar alumnos de varias escuelas, y aprovechan de


hacer negocios inmobiliarios con los locales vacíos. Pero la gente reclama. Muchos
insisten en que los colegios del Estado no deben cerrar. La reelección del alcalde
oportunista corre peligro. Pero entonces surge la “solución”: recoger la antigua
demanda, irracional pero efectista, de “devolver los colegios municipales a la
administración directa del Estado”. Una política que se levantó hace cuarenta años en
contra de la municipalización de la educación impulsada por el gobierno de Pinochet.
Desde un gobierno supuestamente de “centro izquierda” se lleva el asunto al
parlamento. De pronto hasta la misma derecha, que había creado la municipalización,
están de acuerdo en des municipalizar. La mala izquierda cree que ha ganado una
batalla. Se presenta el asunto como una conquista. Nuevamente, como una “política
social que desmantela el plan educacional de la dictadura”. Pero lo que se ha hecho no
es sino liberar a los alcaldes, sometidos a presiones electorales, de la responsabilidad
política de cerrar las escuelas, trasladando ese peso a entes regionales, donde
burócratas anónimos podrán cerrarlos de todas maneras sin costo político alguno. La
solución profundiza la absoluta preferencia del Estado en favor de la educación
privada, los políticos se salvan de asumir el peso. Y el Estado, una vez más, “inyectará
recursos” para que esa “racionalización” del número de escuelas a cargo del Estado se
pueda llevar adelante.

Nadie va a privatizar las universidades estatales. Lo que se ha hecho es convertirlas


en centros de pequeños negocios académicos y de consultorías, administrados de
manera privada, bajo el amparo institucional, por una elite de profesores de jornada

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completa, que obtienen salarios extra y ganancias a costa de las instalaciones y de la


marca institucional. Una elite académica que no mueve ni un dedo para evitar la
progresiva externalización de los servicios (aseo, casinos, salas cuna, centros
culturales), que resultan una nueva fuente de buenos negocios relacionados para las
autoridades universitarias de turno.

Una elite que no se ha interesado en absoluto en revertir la externalización de la


propia función docente, que va quedando en manos de académicos contratados a
honorarios, por jornadas parciales, sin estabilidad laboral, sin beneficios sociales, sin
más opción de hacer una carrera académica que la de integrarse a los equipos al
servicio de los académicos con más poder.

Por supuesto se asegurará el acceso a la educación superior de todos. Se hará,


independientemente de si hay un mercado laboral suficiente o rentable para los
futuros profesionales. Se hará porque la educación superior es una inversión privada,
de sujetos económicos individuales, a los que el Estado está interesado en promover a
través de créditos blandos que benefician sobre todo a las universidades privadas. Se
hará porque el estudiantado universitario es una clientela política delicada, y porque
de esa manera se confirma y profundiza la transferencia de fondos estatales a la
educación privada. Se hará porque a pesar de todas las normas que prohíben el lucro
nadie duda de que las universidades privadas son un excelente negocio, financiado
sobre todo a costa del Estado, que tendrá que asumir los costos de esta transferencia
más adelante solicitando “apoyo” a la banca trasnacional para equilibrar una deuda
monstruosa, impagable, que ya se eleva por sobre los ocho mil millones de dólares. Y,
nuevamente, la mala izquierda cree que con la “gratuidad de la educación” ha ganado
una batalla, ha logrado implementar una “política social”. Una vez más los arbustos
del populismo electoralista logran tapar el frondoso bosque de la profundización
neoliberal.

Se aumentará el salario mínimo, se establecerá una proporción entre el salario


mínimo y las pensiones mínimas, se reducirá la jornada laboral y nuevamente el
reverso será un gasto enorme a costa del Estado. Las AFP no disminuirán ni un peso
sus ganancias. Los fondos de los trabajadores aumentarán, y las AFP seguirán
lanzándolos a la lotería de la especulación financiera internacional. La jornada de
cuarenta horas se diluirá en jornadas parciales no fiscalizadas, al borde de la
legalidad, porque los trabajadores se verán obligados a completar su salario con
trabajos extra, más precarios que los que ya tienen.

Nadie va a privatizar los hospitales públicos, simplemente se llevarán a licitación


absolutamente todos sus servicios, incluyendo los mismos servicios médicos. Las
empresas privadas de salud podrán atender en la infraestructura pública, con
insumos públicos, abaratando sus costos, cobrando por las prestaciones médicas más
de su costo real porque los encargados de negociar las licitaciones curiosamente
siempre “calculan mal”. El Estado puede financiar los fármacos más solicitados por
una población enferma debido al mismo sistema neoliberal. Pagará a las
farmacéuticas privadas lo que no invierte en salud preventiva y primaria. Pagará por
parchar los males que produce una política de salud pública irracional porque eso
permitirá a la vez realizar el lucro privado y, una vez más, presentar la complicidad
con el capital privado como “política social”.

Hay que ir a lo esencial. Poco a poco los chilenos vamos aprendiendo en qué consiste
la profundización del disciplinamiento neoliberal de la vida. Poco a poco y, sin
embargo, más rápido que las malas izquierdas. Con más agudeza y perspicacia que los
analistas que hacen política desde la universidad.

Con más ira que conciencia, con más realismo que ilusiones: hemos ido perdiendo
todo. Nos deben treinta años. Nos deben nuestras vidas completas, cooptadas,
administradas, sobre explotadas, por la avidez del capitalismo salvaje revestido
convenientemente de “políticas sociales”.

Lo esencial. No se trata de rebajar el pasaje del Metro, se trata de terminar con la


subvención que el Metro da, de hecho, al sistema de transporte privado. No se trata
de “más fiscalización” al transporte privado. Se trata de terminar con el sistema de
concesiones a privados e instalar, con esas mismas subvenciones, un sistema de
transporte público. No se trata de des municipalizar las escuelas y liceos. Lo que hay
que hacer es terminar con el sistema de subvenciones educacionales a privados.
Progresivamente, con todo el plazo que quieran. Pero terminar con la raíz del sistema.
Se trata de que el Estado asuma la responsabilidad de construir un sistema que cubra
el 100% de la demanda educacional. Un sistema fuertemente descentralizado,
financiado por proyectos, no por matrícula, administrado desde los municipios y las

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comunidades escolares.

Se trata de iniciar una profunda reforma universitaria, que se extienda a todos los
organismos del Estado, que prohíba el lucro privado disfrazado de autonomía. Se
trata de financiar a las universidades del Estado basalmente. De eliminar los sistemas
de sueldo fijados de manera “autónoma” por decanos, directores de empresas
estatales, funcionarios de alto rango, parlamentarios, y establecer una escala única de
salarios en toda la administración estatal. De salarios dignos, de relaciones
contractuales estables, de jerarquización adecuada a la función social. Una
administración descentralizada en su gestión, pero férreamente única en su
financiamiento y en sus escalas salariales. Se trata de terminar con todas las formas
de administración neoliberal en los organismos estatales: los fondos concursables, los
trabajos a honorarios, la externalización a privados, los “bonos de productividad”. Se
trata del neoliberalismo profundo, no del cuento populista que apela a los fantasmas
del pinochetismo para justificar las canalladas actuales.

Hay que ir a lo esencial. Hay que crear un sistema de pensiones solidario, con
respaldo estatal, y dar libertad a los trabajadores para cambiar sus fondos desde las
AFP a un fondo común, que les garantice pensiones dignas, y que sirva a su vez, como
palanca de desarrollo para el país. Para que no se diga nunca más que carecemos de
recursos para invertir en el cobre o en el litio. Para que no se diga que no hay recursos
para proteger el medio ambiente. Para que esa parte de la riqueza creada por todos se
ocupe en crear bienestar para todos.

Lo esencial. No basta con subirle los impuestos a los ricos. Lo que hay que hacer es
terminar con los mecanismos de elusión tributaria, con los perdonazos del Servicio de
Impuestos Internos, con la evasión de capitales a paraísos fiscales, con el apoyo
estatal a la banca cada vez que tienen problemas. Hay que crear una legislación que
prohíba al Estado apoyar, respaldar, fomentar el lucro de la banca privada. La fuerza
social que se expresa hoy en ira desatada no puede conducirnos una vez más a la
política de “grandes consensos” en que los únicos que ganan son los grandes. Es la
hora de los pequeños, de los más, de los que construyen toda la riqueza con su trabajo
y sus vidas. Es la hora de pensar en grande y mirar más allá del modelo. Es hora de
revertir la vergüenza de haber sido por décadas el país modelo que contribuyó con su
apariencia de crecimiento y tranquilidad a implementar estas políticas salvajes en
todo el planeta. Es hora de revertir la vergüenza de haber tolerado como “agenda
social” los innumerables modos en que la administración política durante estos
últimos treinta años ha profundizado el neoliberalismo arrogándose de manera
escandalosa el haberle dado un “rostro humano”.

Lo esencial es la fuerza social, nuestro derecho a expresar nuestra indignación en las


calles, nuestro derecho a tener una izquierda a la altura de los desafíos, a la altura de
la ira, a la altura de la historia. Nuestro derecho a recuperar las vidas que nos han
arrebatado en lo que ellos llaman paz. Es así: llaman paz a su violencia, llaman
violencia a nuestra esperanza. Tenemos derecho a esta violencia. Un derecho que
hemos ganado a costa de nuestras propias vidas.

Carlos Pérez Soto


Santiago de Chile
24 de octubre de 2019

A leer también este texto del 5 de febrero de 2014:

La democracia como dictadura. Por Carlos Pérez Soto


Profesor de Estado en Física

La democracia actual es una ilusión. Los representantes no representan a los


representados. Las altas tasas de abstención, el monopolio de los medios de
comunicación, el clientelismo estatal, la falta de transparencia en los actos públicos,
el sistema electoral, la convierten en un medio de contención y administración de la
diferencia radical, vaciándola de sus contenidos clásicos y sustantivos: la
participación ciudadana, el diálogo real sobre alternativas de desarrollo social, la
promoción y construcción progresiva de los derechos políticos, culturales,
económicos y sociales.

La democracia se ha convertido en un medio eficaz para la contención y disgregación


del movimiento social. Más eficaz que los gobiernos militares, más eficaz que la
totalización de lo social bajo las consignas de algún doctrinarismo ideológico. La
combinación de tolerancia represiva y represión focalizada, la constante

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manipulación de la opinión pública a través de “agendas” comunicacionales


artificiosas, el clientelismo objetivo que se produce a través de la precarización del
empleo estatal, el doble discurso que combina mensajes “liberales” y “progresistas”
con amenazas veladas y advertencias sobre “enemigos” e “imprudencias”, son sus
principales herramientas.

En lo que sigue expongo algunos aspectos históricos y políticos que han llevado a esta
situación, las diferencias entre las realidades y los discursos sobre las que han sido
construida, y un análisis de fundamentos que permita una perspectiva histórica más
amplia. A partir de estos elementos propongo algunos derechos básicos que la
ciudadanía puede esgrimir contra esta nueva forma de opresión, y las líneas
fundamentales de lo que puede ser un programa de izquierda radical al respecto.

1. Dictadura real y dictadura imaginada

Los promotores de la democracia manipulada han sostenido sus pretensiones en un


discurso que mistifica las dictaduras militares de los años 70 para producir el efecto
de presentar todo compromiso culpable como realismo obligado y todo pequeño
progreso como un triunfo sobre el terror.

La dictadura es presentada como terror homogéneo e indiscriminado, como exceso


meramente militar, como oscurantismo carente de cualquier racionalidad que no sea
el totalitarismo fascista y el ejercicio de la fuerza bruta. Con esta homogeneidad, que
en Chile se habría extendido desde 1973 hasta 1989, los que sobrevivieron a dos o tres
meses de encierro pueden hoy aparecer como torturados, a la par con los que fueron
asesinados; los que volvieron al país a partir de 1980 pueden aparecer operando en la
“clandestinidad”, bajo una constante amenaza de muerte; y los que en 1988 pactaron
mantener la Constitución de Pinochet pueden ser considerados como astutos
negociadores que habrían logrado derrotar la vanidad ciega y la estupidez de un
tirano.

Cualquier ciudadano que forme parte de la enorme mayoría que se vio obligada al in-
cilio durante esos diez y siete años puede recordar una realidad muy diferente.
Cualquier investigación histórica que haya indagado en la racionalidad de esas
dictaduras puede confirmar ese diagnóstico.

La dictadura militar no fue ni homogénea ni irracional, ni en el plano social y


económico (en que vivimos sus consecuencias hasta el día de hoy), ni tampoco en el
plano directamente represivo.

Aún un estudio muy somero de las formas de la represión militar durante el período
mostraría que en Chile hubo cuatro años y medio de terror (septiembre 1973 – abril
1978) y algo más de diez años de miedo (mayo 1978 – octubre 1989). La diferencia es,
física y políticamente, muy significativa.

Durante el terror, después de un breve período de violencia vengativa e


indiscriminada (septiembre – noviembre 1973), se practicó el exterminio físico de las
estructuras partidarias de los movimientos de izquierda de manera sistemática y
planificada. Tan planificada que cuando se observa la militancia de los asesinados y
desaparecidos de cada época se ve claramente que 1974 fue el año del MIR, 1975-76 el
de los socialistas, 1976-7 el de los comunistas. Tan sistemática que cuando se observa
la relación entre torturados y desaparecidos se constata que, en general, salvo los
inevitables excesos debidos a la brutalidad de los procedimientos, sólo se torturó a
quienes resultaran necesarios para encontrar a los objetivos, y solo se asesinó y se
hizo desaparecer a los objetivos principales, que eran los cuadros que formaban la
estructura de los partidos perseguidos. Se pueden invocar decenas, y quizás cientos,
de excepciones (los torturados fueron decenas de miles, los asesinados alrededor de
3500), pero el plan general, y su siniestra racionalidad, es nítido: sólo se asesinó a los
que se consideró “necesario” asesinar. La enorme mayoría de los apremiados y
torturados para producir tal exterminio fueron liberados, en general después de
períodos que van entre una semana y dos meses, y sirvieron al objetivo, no menos
siniestro, de difundir el temor general en el resto de la población. Es importante
consignar, sin embargo que, debido a la polarización que la sociedad chilena alcanzó
antes del golpe de Estado, este temor difuso se circunscribió casi exclusivamente en el
segmento de la población que había simpatizado con la Unidad Popular. Mucho más
de la mitad de la población chilena simplemente le dio la espalda a los perseguidos
durante esos primeros años. Incluso diez o quince años después del golpe militar
había una significativa proporción de la población que negaba el asesinato masivo
conocido y que, en todo caso, vivió tiempos de plena “tranquilidad”, como si nada
estuviera pasando.

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La lógica de los grandes magnicidios es la misma. Muchos chilenos fueron asesinados


en el exterior. La mayoría en Argentina, como efecto de la coordinación criminal que
fue el Plan Cóndor. Pero no hubo una política homicida en contra de las decenas de
miles de exiliados. Asesinatos como los de Orlando Letelier y Carlos Prats, atentados
como el que afectó a Bernardo Leigthon, obedecieron a propósitos específicos, y
perfectamente “racionales”. En la misma línea se pueden contar los asesinatos tardíos
de Eduardo Frei Montalva y Tucapel Jiménez, y el atentado contra el general Gustavo
Leigh. Otros asesinatos que afectaron a militares como Oscar Bonilla o Augusto Lutz,
a los cuales el Ejército ha bajado sistemáticamente el perfil durante cuarenta años,
obedecieron a la misma lógica.

El terror instaura el miedo general, pero ambos obedecen a lógicas y políticas muy
distintas, claramente diferenciables. Desde mediados de 1978 el número de personas
buscadas, asesinadas y hechas desaparecer disminuye brusca y visiblemente. De
manera consonante, la práctica de apresar y torturar grandes números de personas
relacionadas, que apoyaba ese objetivo, fue abandonada. Se dejó la política del terror
y se implementó de manera consistente la del miedo generalizado.

En esta nueva etapa (mayo 1978 – octubre 1989), con la notoria excepción de la
desarticulación del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (1896-1989), que siguió las
pautas del asesinato buscado y ejecutado de acuerdo a un plan sistemático[1], las
muertes ocurridas en contextos represivos, probablemente entre doscientas y
quinientas personas, ocurrieron sobre todo en las grandes protestas populares de los
años 1983 – 1986. Se buscó disuadir e infundir el miedo masivo disparando de
manera indiscriminada contra manifestantes, pero se usó para esto a personal
emboscado, a francotiradores protegidos, en ocasiones y lugares señalados. Por
supuesto en los barrios populares, no en las comunas en que viven las capas medias
que también, en su momento, salieron masivamente a la calle.[2] Por mucho que se
usara la movilización de tropas para amedrentar a los pobladores más radicalizados,
no hubo, sin embargo, la matanza expresa, directa, de las tropas enfrentadas a la
población civil. Y no es que el Ejército chileno no pudiera o no supiera hacerlo.
Matanzas directas, en que soldados disparan sobre trabajadores, han ocurrido a lo
largo de toda la historia de Chile. Entre 1978 y 1989 no las hubo. Y es muy importante
preguntarse por qué.

Para infundir el miedo general se usaron activamente sobre todo los medios de
comunicación, cuya complicidad con las políticas represivas de la dictadura no ha
sido asumida por sus dueños, los mismos de entonces, hasta el día de hoy. Pero se usó
también el recurso a asesinatos notorios, particularmente crueles, a los que se dio
publicidad masiva. Es el caso de Manuel Guerrero, José Manuel Parada y Santiago
Nattino. Es también el caso de Tucapel Jiménez.

Sin embargo, la gran diferencia, la diferencia crucial, entre el terror y el miedo, es que
el pueblo chileno resistió, luchó en contra y derrotó la política del miedo de manera
activa y masiva. Entre 1983 y 1986 el pueblo chileno simplemente superó el miedo a
la dictadura de Pinochet. Y esa superación ocurrió a través de protestas populares
extraordinariamente amplias y masivas, que alcanzaron grados de radicalidad que
ningún amedrentamiento pudo sofocar.

La amplitud de esas protestas se expresó no sólo en la radicalidad de las barricadas


masivas, que entre 1983 y 1984 alcanzaron incluso los barrios de los sectores medios
y se repitieron en todas las ciudades de Chile, sino también en muy amplios
movimientos de ciudadanos que empezaron a pensar nuevamente en términos de
derechos políticos, económicos y sociales fundamentales. Se pensó en una nueva
Constitución, aparecieron grupos de profesionales que pensaron el derecho a la salud,
a la educación, a la vivienda. Las universidades buscaron liberarse de la tutela militar,
se conversó abiertamente en términos de pluralismo ideológico, e incluso los
comunistas, ya en 1985, pudieron abrir y mantener públicamente un instituto de
trabajo teórico y cultural. Prosperó la prensa alternativa (La Época, Fortín Mapocho,
Análisis, Apsi). Se asistió a un gran florecimiento del arte y la actividad cultural anti
dictatorial. Se inició el camino de la nueva historiografía chilena, de marcada
inspiración marxista. Una institución no reconocida por el Estado, que congregaba a
intelectuales pública y manifiestamente de izquierda (el Instituto que se convirtió
luego en la Universidad Arcis) fue calificada nada menos que por El Mercurio como
una de las “luces de la República”.

Hablar de miedo en Chile entre 1980 y 1988 es simplemente omitir esta enorme y
pública actividad de resistencia y lucha social, cultural y política. La mayoría de los
exiliados por razones políticas volvieron,[3] y la mayoría de los que volvieron
encontraron oportunidades laborales, con la obvia excepción de los empleos

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dependientes del Estado. Notoriamente los exiliados que provenían de las capas
medias, y que aprovecharon su exilio para obtener cualificaciones académicas,
encontraron amplias oportunidades en el frondoso mundo de las ONG, que en esos
años contó con múltiples fuentes de sustanciales recursos. Un efecto curioso de este
retorno, y de esta vida que ha superado el miedo, es que nunca antes en Chile, ni
siquiera bajo el gobierno de Salvador Allende, se escribió y publicó tanto en Ciencias
Sociales como en el período 1983-1988. Por primera vez llegó a existir un estrato de
intelectuales relativamente masivo, cuya enorme mayoría salvo, por supuesto, por el
fenómeno de su “renovación” entonces plenamente en curso, podía contarse en la
izquierda, en todo caso, y públicamente, contraria a la dictadura.

Nadie puede decir, al menos sinceramente, que en 1984-1989 imperaba el miedo en


Chile. Aún con los asesinatos esporádicos, aún con las campañas de
amedrentamiento, el Chile cotidiano, los círculos políticos e intelectuales, ya no
funcionaban bajo la clave opresiva del temor. El resultado político de todo esto,
extremadamente decisivo y relevante, es que simplemente desapareció la capacidad
de la dictadura de darle una salida militar a sus dificultades. La apelación a la
solución militar, en cualquier circunstancia, requiere de un sólido contexto político y
social. Desde luego, las clases dominantes deben necesitarla y requerirla. Pero debe
haber también importantes sectores de la población dispuestos a respaldarla. Ese
contexto existió en Chile entre 1973 y 1978. Y había desaparecido completamente en
1984-1989. Dispuestos a desarrollar el capitalismo sin contratiempos doctrinarios
ninguna aventura militar, como la de Tejero en España, o la de los generales
argentinos en la Guerra de las Malvinas, pueden detener el firme propósito de las
clases dominantes de completar su hegemonía económica a través de la “normalidad
política”. Y es por eso que nadie, ni los comandantes de las otras ramas de las FFAA,
ni su propio Ministro del Interior, ni la embajada de Estados Unidos, apoyó el deseo
irreflexivo de Pinochet de revertir por la vía militar el resultado del plebiscito de
1988. Cualquier conocedor medianamente agudo, en el momento mismo, e incluso
desde dos años antes, podía prever que sería llevado a esa situación. Desde luego la ya
formada Concertación de Partidos por la Democracia lo sabía. Por eso la tranquilidad
de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, entrevistado por la propia televisión estatal
supuestamente en manos de Pinochet, en la noche del 5 de octubre de 1988. Por eso
Ricardo Lagos es salvado por una mano oscura de los asesinatos cometidos en
venganza por el atentado contra Pinochet en septiembre de 1986. Y es por eso que el
triunfo del plebiscito se celebró en las calles, masivamente, sin que nadie esperara ser
acribillado a balazos o siquiera disuadido con gases lacrimógenos.

2. El sentido de la dictadura

Existe un amplio consenso entre los analistas sociales e historiadores en torno a que
el gran contenido de la dictadura chilena no fue otro que la implementación del
modelo neoliberal. Prácticamente nadie duda ya que el modelo institucional y político
social consagrado en la Constitución de 1980 fue pensado para hacer posible ese
modelo económico, y darle estabilidad política. Y hoy día se sabe que los promotores
del modelo, conocidos como “Chicago boys”, estuvieron presentes ya en el programa
presidencial de Jorge Alessandri en 1970, que se presentaron ante militares y
empresarios como alternativa fundacional incluso antes del golpe de 1973, y
conocemos por múltiples vías, incluso a través de sus propios relatos, la lucha que
dieron al interior del gobierno de Pinochet contra los escasos militares nacionalistas
entre 1973 y 1975.

El terror ejercido por la dictadura, motivado en su origen por los fantasmas y


tensiones de la Guerra Fría, sirvió de marco objetivo no sólo para la “pacificación” y el
sometimiento de las demandas sociales levantadas en el ciclo 1963-1973, sino
también para su extremo desmantelamiento. Operó como el marco de hecho de la
destrucción de todo asomo de Estado de Bienestar o proyecto desarrollista, y de la
liquidación de toda demanda o conquista social relativamente avanzada. Desde la
simple y llana derogación en bloque y de un plumazo del Código del Trabajo, hasta la
elaboración de un marco institucional completo. Pocos dudan de que el terror político
y el shock económico neoliberal fueran dos caras de un mismo proceso.

La dictadura operó como una gran fuerza disciplinante. De la fuerza de trabajo, de las
aspiraciones sociales, del horizonte de expectativas de los sectores que ocuparon el
centro político, en particular de la Democracia Cristiana.

Pero también la notoria descomposición del bloque de países socialistas a lo largo de


los años 70 operó en el mismo sentido. Los sectores medios, los políticos e
intelectuales que provenían del asenso y apertura de las capas medias y que fueron
llevados al radicalismo político en los años 60, emprendieron su “renovación”. Un

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amplio viraje hacia la “moderación”, acompañado de sonadas autocríticas, de


oportunas desilusiones, y del “descubrimiento” de las bondades de la democracia
liberal. Los palos de la dictadura y las tentadoras zanahorias ofrecidas por las ONG
resultaron irresistibles. La crítica de las realidades del socialismo, ampliamente
criticables, operó como puente oportuno para la aceptación implícita de los
fundamentos del modelo económico y social que se promovía desde la derecha.[4]

El “socialismo democrático” que surgió de esta serie de factores convergió con


facilidad y sospechosa rapidez con el “liberalismo democrático” proclamado ahora
por los mismos que habían fomentado el golpe de 1973. Respecto de esta feliz
conjunción, que realizaba hasta más allá de imaginable las ambiciones del
“compromiso histórico” promovido por el centro político europeo en los años 70, sólo
restaban dos escollos visibles y molestos: la dictadura militar y el movimiento popular
en asenso.

Entre 1985 y 1989, en un contexto de superación del temor, en que incluso el Partido
Comunista, declarado ilegal y reprimido, mostraba voceros y actividad pública
reconocida, surgió una tendencia que en principio podría parecer curiosa, y que se
mantiene hasta el día de hoy: los propios partidos de la Concertación se convirtieron
en voceros del miedo masivo, agitando el peligro de una nueva escalada de terror
militar como modo de llamar a la “paz”[5], a la moderación, a la negociación.
Levantaron un discurso en torno a la eventual irracionalidad de Pinochet,
atribuyéndole un poder personal sin fisuras ni límites, y una capacidad de represalia
masiva y sin contemplaciones. La gran mayoría de los adherentes a ese
conglomerado, sobre todo los provenientes de los sectores medios, se convencieron
de este discurso, lo hicieron suyo con una rapidez y profundidad a todas luces
sospechosa. Se llegó al absurdo de que justamente los sectores sociales menos
reprimidos, aquellos a los que se toleraban los más amplios niveles de autonomía y
acción política, proclamaban un temor sostenido por los horrores que no sufrían, un
temor mucho mayor que el que imperaba en los sectores populares en los que la
represión, ahora policial, se había convertido en una realidad cotidiana.

Los muchos analistas y teóricos políticos que escribían y construían discurso a diario
(más que en ninguna otra época en Chile), incluso los de izquierda, levantaron un
discurso que lisa y llanamente asimiló el terror de los años 1973-1978 a las políticas
del miedo de los años 1980-1988. Un discurso que alcanzó a los artistas, a las
organizaciones de profesionales, y que trascendió al mundo, donde se había
reactivado desde las protestas de 1983 la solidaridad con Chile, luego de que había
decaído tras una serie de causas tercermundistas emergentes. El terror en Chile se
convirtió en un ícono mundial que llevó al absurdo de que muchos europeos
simpatizantes de la causa chilena se sorprendieran al visitar el país ante el enorme
contraste entre la oscuridad que se trasmitía al exterior y la realidad de la fuerza y la
amplitud del movimiento popular en auge. Hasta el día de hoy se suele encontrar
personajes que relatan sus “heroicos actos de resistencia” de los años 86-89,
omitiendo por completo el contexto de pérdida general del miedo en que ocurrieron.

Y esto es crucial: el relato del miedo general es necesario para presentar, como
contraste, el “heroísmo” de la lucha por la democracia como gesta fundacional. La
Concertación inventó su propia auto glorificación exagerando la represión que sus
personeros sólo sufrieron de manera esporádica, y omitiendo por completo el amplio
movimiento social sobre el cual pudieron ejercer sus “heroísmos”.[6]

3. Democracia imaginada, democracia real

La lucha de todos los sectores en contra de la dictadura fue unánimemente calificada


de “lucha por la democracia”. La contraposición simple “democracia-dictadura”,
además de operar como un muy buen eslogan de campaña, parecía no ofrecer mayor
complejidad. Aparentemente todos sabían qué era una democracia, y a nadie le cabía
ninguna duda de qué es lo que se rechazaba como dictadura. La euforia general tras
los graves compromisos políticos y económico-sociales que marcaron la llegada de la
Concertación al gobierno fue motivada, según la óptica general, por un “triunfo de la
democracia”. Más de veinte años de plena vigencia, y progresiva profundización, del
modelo económico y social neoliberal, sin embargo, nos obligan a preguntarnos qué
fue lo que realmente triunfó en ese conjunto de eventos tan celebrados.

Tal como hace veinticinco años nuestro problema parecía ser la dictadura, hoy en día
es muy evidente que nuestros problemas derivan de lo que llegó a ser el régimen
“democrático” que la siguió. Ni la dictadura ni la democracia que nos han presentado
son realmente lo que se pretende. La dictadura militar no fue sino la máscara,
ineficiente, de un modelo económico depredador y sobre explotador, la democracia

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actual no es sino otra máscara, pero ahora muy eficiente, exactamente para el mismo
modelo. Tal como examinar los dobleces de lo que se nos ha presentado como
dictadura es necesario para entender nuestro pasado, y el modo en que nos condujo a
la situación actual, entender los profundos dobleces de lo que ahora se nos presenta
como “democracia” es esencial para entender nuestro presente.

La democracia moderna, en general, ha seguido una historia paradójica: mientras su


concepto no ha dejado de enriquecerse y crecer en contenido, su práctica real,
después de unas cuantas décadas de avances iniciales, se ha empobrecido de manera
profunda y progresiva.

Se puede rastrear el origen y desarrollo de la democracia moderna, tanto en su


concepto como en las luchas para realizarlo, prácticamente hasta los siglos XIII y
XIV. Desde la idea de soberanía popular y la demanda por la positividad del derecho
en Marsilio de Padua, pasando por las repúblicas italianas, y luego por todos y cada
uno de los momentos revolucionarios a través de los que la burguesía fue
consolidando su hegemonía como gobierno, su historia es larga y compleja. Su
realidad efectiva, masiva, hegemónica, como modelo institucional, sin embargo, no va
más allá de la segunda mitad del siglo XIX, sobre todo a través de la progresiva
ampliación del censo electoral, primero en Francia y Alemania, y luego en el resto de
los países de Europa. En rigor los estándares mínimos de lo que hoy aceptaríamos
como un sistema realmente democrático sólo fueron alcanzados después de la
Primera Guerra Mundial, e incluso, en la enorme mayoría de los países del mundo,
mucho después de la Segunda. Como contraste, esa es justamente la época (años
20-30) en que empezó a ser vaciada de todo contenido real.

Al horizonte democrático, considerado como concepto, se han ido incorporando


progresivamente rasgos, condiciones y consecuencias que, como ideal ético y político,
lo convierten en la culminación del humanismo moderno. Existe una clara
consciencia de que un sistema político democrático requiere ciudadanos autónomos,
con altos niveles educacionales y culturales, con pleno acceso a la información y
amplia capacidad de expresar, intercambiar y promover ideas.

Se considera un requisito mínimo que la voluntad de estos ciudadanos sea


representada en la estructura del Estado a través de elecciones abiertas, libres e
informadas. Y se considera que un complemento necesario para estos mecanismos de
representación es que los actos de la administración estatal sean plenamente
transparentes y fiscalizables tanto de manera directa como a través de organismos
independientes sobre los que también pese esta exigencia. Sin embargo, los
promotores del ideal democrático están de acuerdo también en que estos mecanismos
de representación de la ciudadanía no deben consistir en la simple delegación de la
soberanía, por razones operativas, sino que deben contemplar y ejercer de manera
permanente la participación activa de los representados en las deliberaciones y
decisiones. Muchos teóricos incluso consideran que es esta condición participativa la
que es la verdadera sustancia del régimen democrático, y que los mecanismos de
representación deben estar subordinados a ella. Existe, por esto, un consenso muy
amplio en torno a que un sistema formal y meramente procedimental, que se limite a
asegurar mecanismos eleccionarios, debería considerarse incompleto y defectuoso.

Pero el ejercicio real y efectivo de la soberanía popular es considerado hoy en día sólo
el modo de un sistema democrático, no su fundamento ni su contenido. Arraigando
su reflexión en el idealismo ético kantiano, la mayoría de los teóricos de la
democracia consideran que el fundamento de la democracia es el supremo respeto
por la dignidad humana, y muchos van más allá: el contenido y propósito de un
sistema democrático sería promover y realizar esa dignidad.

Es por eso que hoy en día se considera que un requisito mínimo para que un sistema
político sea llamado democrático es el respeto de los derechos humanos. Otros han
agregado a este mínimo el respeto y la promoción de los derechos económicos y
sociales. Se han agregado aún, desde muy diversos sectores ideológicos, el respeto y la
promoción de los derechos de género, y étnicos y culturales. Hay quienes sostienen
incluso que un sistema político no debería ser considerado como realmente
democrático si no promueve la viabilidad de la comunidad humana misma, es decir,
si no promueve una convivencia sustentable y en armonía con el medioambiente.
Muchas condiciones, muchos ideales, todos deseables.

Es respecto de estos estándares, que los “defensores de la democracia” no se cansan


de repetir de una manera curiosamente unánime, que deberíamos preguntarnos ¿qué
tan democrático es el sistema político que se nos presenta como tal?

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Considerando la calidad y la altura de tales ideales, se trata de una pregunta trivial.


Sin embargo una pregunta sospechosamente omitida por tales “defensores”. Incluso,
curiosamente, el sólo formularla con ánimo radical frecuentemente es visto como in
indicio de ánimo “antidemocrático”. El discurso sobre el ideal democrático es tan
unánime, tan insistente que, repetido como sonsonete por políticos y medios de
comunicación, parece tener el efecto mágico de inhibir la indagación sobre su
realidad efectiva. Decir en voz alta que la democracia imperante no es democrática
parece por sí mismo un atentado contra su estabilidad.

Y si la realidad no sólo no se compadece con el ideal que se predica de ella sino que
está tan alejada que incluso lo contradice frontalmente deberíamos preguntarnos
contra la estabilidad de qué apuntan nuestras preguntas.

Si consideramos los nobles ideales que se nos presentan como democracia debería ser
obvio que no pueden llamarse democráticos sistemas donde impera el monopolio
privado o estatal sobre los medios de comunicación, o donde exista una flagrante y
enorme diferencia entre las capacidades de acceso a la información y de propagación
de ideas entre los ciudadanos comunes respecto de las que detentan grandes
oligopolios o aparatos estatales.

Debería ser obvio que no puede llamarse sistema democrático a un marco


institucional en que la representación esté gravemente distorsionada por mecanismos
electorales no proporcionales, por el lobby de las grandes empresas sobre los
representantes, por la falta de transparencia real sobre los actos de los organismos del
Estado, por la inexistencia de mecanismos de consulta general y directa a los
ciudadanos sobre los problemas que los afectan, o mecanismos de revocatoria directa
del mandato de las autoridades cuestionables.

Debería ser bastante obvio también que no pueden llamarse democráticos a sistemas
políticos en que los representantes, en contradicción expresa con lo que debería ser su
mandato, aprueban normas que perjudican gravemente a sus representados, que
permiten destruir su acceso real a los derechos económicos y sociales más básicos,
que omiten o niegan sus derechos de género, étnicos y culturales, que permiten e
incluso una relación desastrosa con el medio ambiente.

La magnitud de estas contradicciones y daños es hoy tan grande y tan evidente que no
deberíamos dudar en nuestro juicio: no vivimos en un sistema democrático.

4. Un cambio histórico en la ideología dominante

Justamente este flagrante contraste entre lo que el discurso democrático proclama y


la realidad prosaica y opresiva está en el centro del problema. El asunto más relevante
no es el que no haya realmente convivencia e institucionalidad democrática. En algún
sentido es trivial que en un sistema donde impera la sobreexplotación, la
especulación financiera, la catástrofe medioambiental, no hay, ni puede haber,
ejercicio democrático. Si lo hubiese estaríamos ante una “torpeza”, un “descuido” o
una “irresponsabilidad” tan monstruosa de parte de nuestros representantes que
sería realmente difícil de explicar. El asunto es más bien por qué se insiste en calificar
como “democrático” al sistema en que de manera tan manifiesta despliegan esas
conductas, y qué sentido tiene esa insistencia.

Desde hace ya mucho tiempo la tradición teórica ha llamado “ideología” a los


sistemas discursivos que encubren y armonizan de manera artificial situaciones
sociales en que imperan graves contradicciones. El discurso ideológico provee
identidades, en principio no conflictivas, a los actores sociales en juego; les permite
verse a sí mismos y a sus antagonistas como agentes racionales, y reformular sus
antagonismos como dificultades contingentes, que pueden ser suavizadas; les permite
una racionalización simétrica tanto de la posición hegemónica como de la
subordinada en que las causas tanto de sus éxitos como de la opresión son puestas
más allá del alcance humano, son naturalizadas como condiciones que admiten
mejoras pero no un cambio radical.

Todo el sistema ideológico centrado en la noción de “naturaleza humana” es una


racionalización en este sentido. Convierte la realidad de la explotación capitalista en
parte de la condición humana, y la posibilidad de su superación en una utopía noble
pero ingenua y engañosa. Si los hombres son “por naturaleza” egoístas, competitivos,
agresivos, pensar en una sociedad solidaria y pacífica sería simplemente un engaño.

Es importante notar que en este discurso ideológico la desigualdad o la opresión


provienen de un elemento permanente, estable, en que impera la necesidad (la

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naturaleza), un elemento que en principio es difícilmente modificable por la acción de


la cultura. Este sentido fatalista, sin embargo, que permitiría explicar el “destino
manifiesto” de los blancos sobre los negros, o de los hombres sobre las mujeres, es
difícilmente conciliable con la fuerte impresión burguesa de que (entre los blancos,
entre los hombres) se puede salir adelante con esfuerzo y astucia. Es difícilmente
conciliable con el viejo mito del “self made man”.

Durante todos los siglos en que la hegemonía capitalista se construyó sobre la base
del saqueo de la periferia (siglos XV al XIX), sin embargo, la racionalidad burguesa
no tuvo problemas para atribuir sus éxitos de manera bruta a su superioridad natural.
El asunto se complejizó sólo desde fines del siglo XIX, con el auge y la masividad de
las capas medias, con la disputa cultural entre Estados Unidos y Europa (una disputa
entre blancos), y con el auge de la hegemonía burocrática.

A lo largo del siglo XX creció y se impuso la idea de que el origen de las desigualdades
tiene una raíz más bien de tipo cultural. No completamente natural, aunque el factor
“naturaleza”, ahora convertido en explicación biológica, se mantuvo como fondo
objetivo. Pero tampoco, y esto es crucial, un origen plenamente histórico. Las
contradicciones y dificultades de la vida social, según esta nueva combinatoria,
podrían ser atenuadas pero no radicalmente ni, mucho menos, rápidamente
superadas. En esta “prudencia” el fondo biológico resulta clave, como también, por
otro lado, la idea de que los cambios introducidos sólo pueden ser administrados y
alcanzados en su verdadera eficacia sólo muy lentamente: “con el tiempo”.

Mientas el discurso sobre el fondo natural de las desigualdades permanece en


segundo plano, siempre bajo la amenaza de ser considerado como políticamente
incorrecto, la cara visible de la retórica legitimadora se centra cada vez más en una
“desgraciada circunstancia”, seguramente heredada de épocas menos civilizadas: los
ciudadanos no están suficientemente preparados para sumir su autonomía y poder de
deliberación. Las diferencias educacionales, producto de sistemas educativos eterna y
sospechosamente ineficientes, los hacen proclives a seguir discursos fáciles, a hacerse
adeptos de caudillos irresponsables, a creer promesas que la realidad objetiva no
permite cumplir. Esta triste realidad hace que el ejercicio democrático tenga que ser
tutelado no ya, por supuesto, por militares o ideologías benefactoras, sino por el
juicio experto de los que sí han tenido la fortuna de superar esos límites a través de
una formación cultural y educacional más avanzada.

El discurso imperante puede mantener así la condición formal mínima que ha


resuelto considerar como democrática – los ciudadanos deben concurrir a elecciones
libres para expresar opciones genéricas – estas opciones, sin embargo, deben ser
especificadas por representantes competentes, asesorados por expertos profesionales.
Incluso, en la medida en que el mecanismo electoral puede tentar a los
representantes a formular promesas irresponsables y populistas, estos mismos
representantes a su vez deben ser tutelados. Esto ocurre básicamente a través de dos
modos: con organismos supra representativos, que pueden rechazar sus
deliberaciones (como es en Chile el Tribunal Constitucional), o simplemente sacando
del campo de sus decisiones posibles áreas enteras, que se consideran demasiado
delicadas, y que se entregan a organismos “técnicos” (como ocurre en Chile con la
autonomía del Banco Central).

Las técnicas legislativas permiten todavía otro mecanismo, cada día más extendido,
para limitar la eventual voluntad populista de los representantes: legislar de manera
general, obteniendo leyes que contienen sólo fórmulas genéricas, vagas, y encargar
luego a una “comisión técnica”, en el ámbito del poder ejecutivo, para que dicte el
reglamento que la especifique y la haga aplicable. Por esta vía, a pesar de la
apariencia representativa de la legislación, finalmente, en la práctica, las normas
aplicables y concretas son dictadas por decreto, más bien desde el poder ejecutivo que
desde el parlamento.

5. Del terror a la administración

El horizonte democrático clásico, que formó parte del pensamiento progresista


burgués desde el siglo XVII, culminó en el terror y en la dictadura totalitaria. El
nazismo, el fascismo, el estalinismo en Europa, las dictaduras militares de los años 70
en América Latina. Las promesas de participación, autonomía ciudadana y soberanía
popular, resultaron simplemente incompatibles con la explotación capitalista, la
anarquía del mercado, la depredación de los recursos naturales.

El crecimiento objetivo de los niveles educacionales de la población general, que


formaba parte tanto de ese ideal como de las necesidades del desarrollo técnico de la

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producción, produjo un sustancial aumento de la consciencia de la opresión entre los


trabajadores, las mujeres, las minorías discriminadas y, a la vez, un progresivo
aumento de la expectativa de una vida cómoda y satisfactoria que estaba implícita en
los revolucionarios aumentos de la productividad. Tanto las luchas sociales como las
crisis capitalistas aumentaron en extensión e intensidad hasta un punto tal que
pareció que sólo podían ser contenidas a través del totalitarismo. En la superficie
política la guerra mundial y el empate nuclear durante la guerra fría mostraron el
fracaso de esa alternativa. En el orden estructural, muy por debajo de estos eventos
llamativos, una nueva clase social se abrió paso promoviendo un orden que resultó
capaz de contener a la vez la anarquía capitalista y el potencial subversivo del
movimiento popular.

Tanto en el nivel de la división técnica del trabajo como en la coordinación global de


la división social del trabajo, es decir, tanto en el orden de la producción misma como
en el de la operación del Estado, la burocracia estableció e hizo crecer su hegemonía a
partir del distanciamiento progresivo del propietario capitalista respecto del saber
técnico de la producción y la incapacidad sistemática de los agentes capitalistas
mismos, en competencia, para regular sus relaciones económicas.

La burocracia empresarial, que fue tomando en sus manos la gestión concreta de la


producción y las ventas en las grandes corporaciones, promovió una extraordinaria
ampliación del capital accionario con lo que, de hecho, el control del propietario
clásico se debilitó aún más. Paralelamente promovió una política de grandes acuerdos
entre las corporaciones, repartiendo el mercado por productos y nichos de
consumidores en lugar de continuar la guerra comercial abierta. Desde los años 50 la
competencia capitalista se convirtió en una apariencia, más bien al nivel de las
técnicas de comercialización, que en la guerra sustantiva que caracterizó al
capitalismo de libre concurrencia. El enorme volumen de los contratos establecidos
directamente con los Estados, la diversificación de las marcas y modelos en los
productos de consumo, la apelación cada vez mayor al capital financiero privado y
estatal, convirtieron la competencia capitalista abierta y agresiva más bien en una
excepción que una regla. Las empresas capitalistas, trasnacionalizadas no sólo en su
producción y en la extensión de sus mercados sino incluso en sus capitales y
estructuras corporativas, convirtieron a las guerras inter imperialistas en un fantasma
del pasado. Un solo momento de este proceso sirva como ejemplo: la otrora
poderosísima industria automotriz norteamericana[7] colapsó completamente ante el
auge de las fábricas chinas, nominalmente bajo un régimen comunista, sin que a
nadie se le haya ocurrido resucitar la guerra fría.

Bajo el poder burocrático la negociación entre empresas trasnacionales y el


consiguiente reparto de los mercados convirtió a la competencia capitalista en un
fenómeno local, en un recurso extremo, en un modo de incentivar y disciplinar la
producción. Perdió la sustantividad que la hacía parte de la esencia del sistema y se
convirtió más bien en una gran apariencia cuyo efecto estructural real no es sino
vehiculizar la administración global. Lo mismo ocurrió con la democracia. La
competencia capitalista actual no mueve el mercado global, lo administra. La
contradicción directa, las crisis cíclicas (que siguen existiendo), han perdido su sello
de “lucha a muerte” para dar paso a las negociaciones entre los grandes y la simple
depredación de los empresarios medianos y pequeños en condiciones de brutales y
abrumadoras diferencias en la capacidad de acción económica de los supuestos
competidores. Es el caso de la relación entre las grandes corporaciones
manufactureras y sus proveedores de partes y piezas repartidos en maquilas a lo largo
y ancho del mundo. Es también el caso de las grandes trasnacionales de la
alimentación y la explotación que ejercen sobre los pequeños y medianos agricultores.
Los principales afectados por estas relaciones, por supuesto, son los trabajadores, que
deben soportar ahora sobre sus espaldas el efecto de una doble relación de
explotación.

No es que no haya competencia. El asunto es más bien que esta se da sólo entre los
pequeños y medianos empresarios, en el marco de la hegemonía absoluta de los
pactos entre las grandes empresas trasnacionales. Esto la ha convertido realmente en
un modo de administrar la productividad en un mercado altamente regulado a nivel
macroeconómico. Es decir, la ha convertido en un mecanismo que mantiene la
esencia del capitalismo a nivel local mientras se pierde completamente a nivel global.
¿Compitió la industria automotriz norteamericana con la japonesa o la china? No. Los
grupos económicos trasnacionales mismos optaron por destruir la primera
potenciando la segunda, buscando con ello aumentar sus márgenes de ganancia.

Lo que me interesa destacar aquí no es el hecho mismo de la desustancialización de la


competencia sino la notoria diferencia entre apariencia y realidad que contiene. El

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asunto no es que ya no haya capitalismo. El asunto es en qué nivel operan los


mecanismos capitalistas y cuál es la hegemonía que los preside. Esa diferencia me
interesa porque es la misma que hay entre la apariencia democrática y su contenido
totalitario. No es que no haya democracia. El asunto, al revés, es que hoy en día la
democracia no es sino el modo de la operación local de la dictadura global. Del mismo
modo en que la competencia no es sino el modo de operación de la depredación local
en un mercado completamente regulado a nivel global.

6. La democracia como administración

Ya la gran expansión del censo electoral ocurrida entre 1880 y 1930 estuvo atravesada
por tendencias anti democráticas. Con una actitud a medio camino entre la sorpresa y
la hipocresía los intelectuales e incluso los medios de comunicación señalaron a los
gobiernos norteamericanos de los años 20 como los más corruptos de su historia.
Mientras más coloridas y sonadas eran las elecciones de los congresistas y presidentes
de Estados Unidos menos representantes reales de la voluntad popular eran sus
triunfadores.

El uso de los medios de comunicación de masas en campañas de manipulación


evidentes de la “opinión pública”, la intervención a gran escala de los intereses
empresariales en todos los aparatos del Estado, el uso del doctrinarismo ideológico
como modo de quitar complejidad y eficacia a la soberanía popular, son signos
evidentes y señalados desde todos los sectores. Que el propio presidente de los
Estados Unidos haya denunciado el poder del “complejo industrial-militar” (y su
propia impotencia) es de algún modo la culminación de estas críticas. Otro tanto
podría decirse del curioso coro de voces oficiales en contra de la “irresponsabilidad y
la avidez” de los bancos desde 2008, o de Al Gore denunciando la catástrofe
ambiental. Quejas que, en todo caso, no logran tocar ni un pelo de lo que denuncian e
incluso, paradójicamente, permiten a sus autores un cierto grado de legitimidad para
consagrar una vez más a los propios poderes que critican.

El tránsito desde la hegemonía burocrática de baja tecnología, asociada a la guerra


fría y a la industria armamentista, al dominio de una burocracia de alta tecnología,
ligada al capital financiero, a las nuevas tecnologías de la información y a la
industrialización post fordista, ha dado lugar a un significativo cambio en el carácter
“corrupto” de las democracias del siglo XX. Derrotado el doctrinarismo de la guerra
fría, destruido el estilo de industrialización en que se fundaba, el discurso
“democrático” se ha convertido en el principal recurso ideológico en la nueva
situación. Por todas partes la caída del socialismo, que no hace sino encubrir la caída
de la industrialización fordista, es proclamada como “triunfo de la democracia”. Por
todas partes, a la vez, los signos de la esencial debilidad y pérdida de sustantividad de
esta nueva “democracia” se hacen cada vez más notorios. La democracia se ha
convertido en el modo de administración eficaz de todo aquello que las dictaduras no
lograron administrar.

La formas “democráticas” que han prosperado desde los años 80, que son la
expresión política de la profunda re-estructuración de la división internacional del
trabajo que llamamos post fordismo, tiene su precedente en las que surgieron tras la
gran crisis del 29 (en estados Unidos) y la Segunda Guerra Mundial (en Europa
“occidental”). Ya en el autodenominado “mundo libre” se impusieron, fuertemente
condicionados por la guerra fría, sistemas institucionales que enfatizaron la
formalidad electoral quitando en cambio todo contenido realmente participativo a ese
mecanismo.

Coaliciones de partidos “centristas”, basadas en una amplia y profunda aceptación del


marco capitalista y su necesidad de regulación burocrática, coparon el espectro
político sobre la base del control (privado pero funcional) de los medios de
comunicación, el financiamiento estatal de sus propias actividades y estructuras, y
mecanismos electorales que distorsionaban gravemente la representación
proporcional y directa. La sustantiva elevación de los estándares de vida, fundada en
la industrialización fordista y el saqueo del Tercer Mundo, generó una ciudadanía
pasiva, a pesar de sus altos niveles educacionales, que se acostumbró a asistir a la
política más bien en una actitud de consumidores o clientes que de ciudadanos
autónomos. El empate político obligado por la guerra fría acostumbró a la oposición a
la impotencia, a circunscribir su horizonte de demandas en lo que el Estado de
Bienestar (fundado en el saqueo) permitía.

En un marco en que los “opositores” resultaban tan sistémicos como los defensores,
el debate político perdió toda radicalidad, el discurso imperante perdió el horizonte
de alguna alternativa real hasta configurar lo que Herbert Marcuse diagnosticó como

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pensamiento unidimensional.

Para las izquierdas del Primer Mundo la radicalidad se desplazó hacia la periferia. Allí
el movimiento popular en ascenso, tanto bajo formas nacionalistas como bajo
retóricas marxistas, avanzó efectivamente hacia una progresiva apertura democrática
centrada en la autonomía nacional y la participación popular, a lo largo de los años 50
y 60. Esa ampliación democrática en el Tercer Mundo es la que llagó a su fin en los
años 70, con las dictaduras militares en América Latina, las guerras fratricidas
provocadas desde el exterior en África y Medio Oriente y, en todos los casos que fue
necesario, la agresión militar imperialista directa a favor de los dictadores locales.

El colapso de la apertura democrática en el Tercer Mundo es paralelo a una profunda


agudización del carácter meramente procedimental de las democracias europeas y
norteamericana. La “corrupción”, que no es más que la publicidad de los excesos de
un sistema de cooptación del Estado por el capital, que funcionaba ya desde hacía
más de un siglo, perece emerger y llegar a la vista de los ciudadanos. Las altas tasas
de abstención electoral terminan por viciar completamente los mecanismos de
representación, convirtiéndolos en un mero espectáculo de reproducción de la casta
de políticos profesionales. Los mismos partidos políticos europeos, cuyo carácter se
había formado en el marco ideologizado de la guerra fría, se disuelven o re-
estructuran radicalmente, dando origen a agrupaciones de un carácter ideológico
vago, con la característica común y transversal de aceptar en diversos grados tanto las
formalidades políticas liberales como el emergente modelo económico neoliberal.

Con la caída de la Unión Soviética y la conversión de China al capitalismo se pierde,


en la política oficial, el último vestigio de bidimensionalidad.[8] Pero, a la vez, sin un
enemigo exterior poderoso se hacen innecesarias las dictaduras militares que
contenían a los países que podrían haberse volcado hacia la órbita soviética.

Es ese contexto internacional el que preside el “triunfo de la democracia” en América


Latina. Un contexto que permitió el traslado y perfeccionamiento de la corrupción
democrática europea en países cuyas tradiciones políticas sólo conocían la alternancia
entre tímidas aperturas debidas al auge de las capas medias y la recurrencia de la
represión militar.

Democracias “de baja intensidad”, con sistemas electorales no proporcionales, altos


niveles de abstención, tutelas institucionales, intensos compromisos con la banca
internacional y el capital trasnacional extractor de recursos. Democracias dirigidas
por políticos profesionales que se auto perpetúan, que operan abiertamente a
espaldas de sus electores. Estados que gastan una significativa proporción de sus
ingresos en sí mismos, cuidando en todo caso de reservar una proporción aún mayor
directamente a los empresarios. Gobiernos formalmente de “centro izquierda” que
resultan más derechistas que sus propios opositores. Retóricas democráticas y
progresistas perfectamente paralelas a la consistente profundización del modelo
económico y social neoliberal. “Superación de las ideologías” en beneficio de la única
que, cumpliendo justamente una de las connotaciones esenciales de las ideologías,
resulta invisible: la de la dominación capitalista y burocrática.

7. Mecanismos de una nueva dictadura

A pesar de que ya he ido mencionando los mecanismos que permiten que la


democracia administrada resulte una férrea forma de dictadura, es bueno reunirlos y
enumerarlos de forma explícita y agregar algunos que también constituyen su
sustento. Sólo desde esta enumeración podremos vislumbrar hasta qué punto es
crucial para la lucha revolucionaria una profunda revalorización de la democracia
efectiva, y una discusión detallada de las formas a través de las cuales puede ser
alcanzada y garantizada. Justamente esta es una de las conclusiones para las que he
escrito este texto: si la democracia se ejerce como dictadura la lucha por hacerla real
debe formar parte de la lucha revolucionaria. No hacerlo es abandonar al enemigo su
principal fuente de legitimación.

Como he señalado más arriba, el fundamento de la democracia administrada es el


idologismo según el cual los ciudadanos no están preparados o carecen de las
competencias necesarias para ejercerla de manera real y directa. Se trata de un
recurso que opera sobre una doble falacia. Por un lado se exageran de manera
artificiosa las complejidades de los actos y decisiones que requiere el buen gobierno
de la sociedad. Por otro lado se subestima de manera grosera la capacidad de los
ciudadanos comunes para dominar tales supuestas complejidades o su capacidad
para alcanzar las competencias necesarias. A su vez ambos argumentos cuentan con
una consistente y abrumadora campaña de apoyo por todas las vías de la

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comunicación social. Por un lado se reiteran ad nauseam las excelencias de las


supuestas certificaciones y cualificaciones de los expertos. Cada vez que aciertan en
algo sus éxitos son voceados con todo entusiasmo; cada vez que se equivocan (lo que
ocurre la mayor parte de las veces) sus fracasos son atribuidos a terceros o a
circunstancias exteriores a su gestión. Por otro lado, paralelamente, por todos los
medios se enseña a los ciudadanos a desconfiar de su propio criterio, a considerarse
parte de una masa indiferenciada, consumista, advenediza, dispuesta a apoyar
cualquier promesa populista. En el extremo de esta doble operación ocurre, por un
lado, que los supuestos expertos, supuestos supremos responsables de la gestión
social, nunca pagan ni se hacen cargo de su incompetencia, ni aún en los casos en que
significan enormes y profundos daños.[9] Y ocurre, por otro lado, que se enseña a los
ciudadanos a sentirse incapaces de manejar incluso su propia vida psíquica, la crianza
de sus hijos, sus relaciones intersubjetivas. El mensaje general, omnipresente y
ominoso es “pida ayuda a un experto”, “ni usted ni sus amigos (que son simples
aficionados) saben cómo abordar estos asuntos”. Escuelas y revistas especializadas
para padres, manipulación subjetiva permanente en el lugar de trabajo, historias de
terror subjetivo recurrentes en los medios de comunicación. Y, por cierto, la
tautología final, al más puro estilo de la Inquisición medieval: si usted se empeña en
creer y afirmar que no necesita de un experto… es porque urgentemente requiere uno.

Ya en otro texto[10] he sostenido que el sistema del saber es la forma de legitimación


del poder burocrático constituido como polo hegemónico del bloque de clases
dominantes. La pretensión de saber, que es su núcleo, el sistema de auto
certificaciones que avala esa pretensión, la desautorización autoritaria de los saberes
comunes, la depredación y propiedad privada de los saberes efectivamente
operativos, son sus principales elementos. De todo esto lo que aquí me importa es su
efecto sobre lo que se nos presenta como democracia.

La legitimación democrática, por supuesto, exige que esta dictadura de la experticia


no se ejerza de manera directa. El sistema eleccionario legitima, con sus formas
tramposas, ante el conjunto de la ciudadanía, lo que los burócratas deciden entre
ellos revistiéndolo (incluso para ellos mismos) con el aura de la pretensión de saber.
Es para que esta doble operación funcione que es necesario, como he señalado más
arriba, que los ciudadanos, e incluso sus representantes, sean tutelados por los que
“realmente saben”.

La forma más directa de este tutelaje consiste en establecer mecanismos electorales


no proporcionales que aseguren que las eventuales mayorías parlamentarias
inconvenientes puedan ser contrapesadas por representantes designados o elegidos
de tal manera que resulten sobre representados. El sistema binominal que impera en
Chile es un ejemplo de esto. Por cierto entre nosotros es ya bastante impopular, y se
levantan voces incluso oficiales que lo critican como antidemocrático. Los que esas
voces omiten mencionar, sin embargo, es que se trata de un sistema comúnmente
usado en los países que se consideran de manera automática y casi por definición
como “democráticos”. Curiosamente, cuando se hace un mínimo recorrido histórico y
geográfico, se encuentra que es justamente América Latina la región que tiene más
sistemas proporcionales[11], mientras que la realidad de las llamadas “democracias
occidentales”, tan invocadas como modelos, es casi uniformemente vergonzoso.
Empezando desde luego por las groseras alteraciones de la proporcionalidad en el
sistema electoral de Estados Unidos (la “gran democracia del norte”) y luego por los
sistemas que imperan en Inglaterra, Italia y Alemania desde la Segunda Guerra
Mundial, sin que ningún defensor de la democracia siquiera repare en ello.

La elección proporcional de representantes, sin embargo, es apenas un requisito


mínimo. El monopolio estatal o mercantil de los medios de comunicación, y su papel
en la formación espuria de una “opinión pública” sesgada, es el segundo gran
mecanismo de tutela. Una realidad respecto de la cual nuevamente las orgullosas
grandes democracias no pasan la más mínima prueba de blancura.

Pero aún con una representación proporcional y medios de comunicación alternativos


medianamente poderosos el camino hacia los estándares democráticos puede ser muy
largo.

La “corrupción” es un gran obstáculo. Un obstáculo que hay que poner entre comillas
porque es presentado con tintes morales, como si se tratara de prácticas
excepcionales y de mera responsabilidad individual, omitiendo con ello todo el
entramado de normas que expresamente crean el espacio para su práctica y su
encubrimiento.

El financiamiento privado por parte de las grandes empresas de las campañas

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electorales es la forma más común. Por supuesto los burócratas en lugar de perseguir
toda forma de financiamiento privado sospechoso han agregado a este el
financiamiento estatal de los partidos políticos, obligando a los ciudadanos a
financiar a la propia casta política que los oprime. Hay que notar que, en la medida en
que este financiamiento estatal es proporcional a la votación, favorece
sistemáticamente la reproducción en el poder de los grandes bloques políticos
mayoritarios, tendiendo a disuadir la aparición de vertientes alternativas.

Todos saben, sin embargo, que la forma más efectiva de la “corrupción” política se
realiza a través de lo que se llama de manera elegante “lobby”, es decir, la presión
constante de cabilderos que representan los intereses de las grandes empresas ante
los representantes elegidos. Por supuesto, nuevamente, los burócratas en lugar de
prohibir y perseguir tales presiones han optado, exactamente al revés, por
legitimarlas, dictando leyes y reglamentos que les ofrecen un manto legal y a la vez,
sistemas de transparencia y fiscalización intencionalmente débiles, exentos de
castigos realmente significativos. Y, por cierto, nuevamente, es precisamente en las
alardeadas grandes democracias donde este sistema ha llegado al extremo de que los
ciudadanos comunes no tienen la menor oportunidad de influir sobre los que se
supone son sus propios representantes si no apelan al oficio mediador (y pagado) de
estos agentes. En nuestro país, por otro lado, ejemplo de prácticas antidemocráticas,
no sólo se ha abandonado completamente la idea de dictar una ley contra el lobby,
sino que se ha llegado al extremo de aceptar por más de una década un activo lobby
para que no haya siquiera una ley que lo regule.

Los efectos nocivos del lobby y los financiamientos turbios a las campañas políticas
son posibles gracias a la falta general de transparencia de los actos del estado y de sus
instituciones asociadas. La tónica general, en todo el mundo “democrático”, no es
impedir la transparencia sino, aparentemente al revés, dictar leyes que la consagran.
Pero, nuevamente, leyes extraordinariamente débiles, sin fiscalizaciones ni castigos
eficaces, provistos de toda clase de mecanismos y mediaciones que impiden el acceso
real a la información. Otra vez un primerísimo ejemplo de este doble estándar es la
gran democracia norteamericana donde en principio toda información pública es
accesible y, sin embargo, hasta en los temas más banales puede ser declarada secreta
por simple decreto ejecutivo, y donde la sonada desclasificación de estos secretos
veinte o cuarenta años después es burlada simplemente tachando de negro los
párrafos inconvenientes en los documentos. También nuestro país es fuente de
ejemplos interesantes. Por un lado se pide a los violadores de los derechos humanos
que declaren donde enterraron a los asesinados y desaparecidos, por otro se declaran
secretos por décadas sus testimonios para que no puedan ser perseguidos legalmente:
el propio Estado como agente obstructor de la justicia.

La decadencia general del horizonte liberal democrático y su conversión progresiva


en dictadura burocrática es notoria también en la decadencia general del horizonte
garantista del derecho burgués.

La creciente práctica de generar normas orientadas a combatir, anular, erradicar


“enemigos”, creando tipos penales vagos y genéricos, respecto de los cuales se
disminuyen abruptamente las garantías procesales, penales y penitenciarias, permite
que la “libertad” democrática, que ya no parece estar amenazada por la tutela militar
esté, sin embargo, atravesada lado a lado de vigilancia y represión policial.

El constante amedrentamiento de la población en torno a la delincuencia y al


terrorismo crea un respaldo social aparente a estas políticas. Un respaldo que no pasa
de la operación tautológica de sembrar el miedo y recoger luego la demanda que se
crea a partir de él. Incluso, en el extremo, exista esa demanda o no: hace bastante
tiempo que sabemos que lo que los medios de comunicación presentan como “lo que
la gente pide” no es sino lo que ellos mismos han decidido previamente se debe pedir.
Respecto de los “enemigos públicos” toda voz alternativa es encasillada en una puesta
en escena maniqueísta: cómplices, ingenuos o, peor, quizás enemigos ellos mismos.

Pero aún con todos estos mecanismos a su favor las clases dominantes no pueden
confiar completamente los asuntos públicos a los políticos, a los que ya en sus formas
ideológicas fascistoides anteriores había optado por descalificar y desprestigiar. Sobre
todo aquellos que tengan que recurrir al molesto pero necesario escrutinio electoral
siempre serán sospechosos de querer incurrir en políticas populistas y demagógicas.

La mejor manera de prevenir estas desviaciones es simplemente rebajar la


importancia del parlamento y gobernar directamente desde el ejecutivo. La vía para
que esto sea realmente eficaz no es, como se podría creer, aumentando el poder del
presidente o de un primer ministro como figuras aisladas. Esto sería nuevamente

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peligroso: demasiado poder en muy pocas manos. La vía eficaz es más bien aumentar
el poder de la administración ejecutiva como conjunto frente a los poderes legislativo
y judicial. Y, a su vez, controlar a los funcionarios de la administración uno por uno,
dedicándose cada rubro de los intereses de la banca y la gran empresa a los que les
atañen a través del omnipresente lobby.

Para esta política los mismos cuerpos legislativos, en todo el mundo, han aceptado
progresivamente legislar sólo en general, reservando a la administración el poder de
establecer las normas concretas y eficaces por simple decreto. Finalmente es una
enorme fronda de funcionarios de segundo orden, anónimos para el gran público, la
que decide en concreto todos y cada uno de los actos del Estado. La comisión asesora
que establece las políticas y recomendaciones, las comisiones que redactan los
reglamentos, las que negocian los tratados, las que establecen los estándares de las
licitaciones, las que asignan los fondos concursables. Funcionarios fácilmente
sobornables, fiscalizadores escasos y mal pagados, responsabilidades que se ejercen
prácticamente desde el anonimato. Y como producto reglamentos que contradicen
flagrantemente las leyes desde las que derivan, contratos que perjudican los intereses
del Estado y dañan directamente a los ciudadanos, estándares que benefician
generosamente a los empresarios privados, fiscalizadores débiles y castigos irrisorios
en comparación a los daños causados.

Este es el corazón de la dictadura democrática. Es en buenas cuentas, más allá de los


mecanismos anteriores, esta realidad cotidiana la que convierte a la democracia
formalmente en una dictadura: la decadencia de la función legislativa y la
concentración del poder social en la maquinaria de actos administrativos del poder
ejecutivo.

Pero aún los funcionarios, cuyas mínimas y parciales recomendaciones pueden tener
enormes efectos sociales, deben ser controlados. Se trata de un doble control. Por un
lado la eventual voluntad advenediza de las autoridades de más alto rango es
distorsionada y encausada por las decisiones eficaces de los funcionarios menores que
los asesoran, o simplemente actúan a sus espaldas. Pero, por otro, el poder de acción
de estos funcionarios aislados está gravemente limitado por la naturaleza de su
relación contractual. En esto el estado chileno ha llegado a ser pionero y líder a nivel
mundial: la precarización del empleo estatal permite que cada funcionario por
separado tenga que asumir obligadamente una actitud de colaboración y clientela de
las mayorías de turno para algo tan elemental y decisivo como mantener su empleo.

Es bueno agregar a esta constatación que en casi todos los países del mundo, sobre
todo en las democracias forjadas a la sombra del Estado de Bienestar, el empleo
estatal sigue siendo estable, “de por vida”, y los cargos estatales de confianza, que
cambian con cada cambio de bando político gobernante, se mantienen en un mínimo.
Chile es el país pionero, y el más adelantado, en esta otra faceta del modelo neoliberal
de precarización general del trabajo. En Chile el empleo estatal mismo es precario.
Por un lado, en contra de los manidos discursos en torno a la “reducción del Estado”,
el empleo estatal real ha aumentado enormemente. El asunto, sin embargo, es que la
mayoría de ese empleo está regido bajo modalidades contractuales precarias
(honorarios, a contrata), o depende de fondos concursables a los que se debe postular
una y otra vez. Estos modos, que convierten por una larga diferencia al Estado en el
principal empleador del país, crean una enorme red neo clientalista que explica en
una gran proporción la votación de los bloques políticos principales (Concertación, o
Nueva Mayoría, y Alianza) lo que, a su vez, sólo cuentan a su favor con un universo
electoral que oscila sólo entre un 18% y un 25% del electorado total.

A la hora de la verdad, ninguna democracia efectivamente existente se priva del


recurso a la represión cuando el clamor popular amenaza con sobrepasar todos sus
mecanismos de control. Confirmando la grave decadencia del derecho liberal
garantista, las más reputadas y vanidosas democracias centrales no han vacilado en
dictar legislaciones “antiterroristas” que hacen retroceder los derechos de los
ciudadanos a las épocas más oscuras de la arbitrariedad monárquica. Jueces y
testigos anónimos o encapuchados, coacción de defensores y de testigos favorables,
investigaciones secretas, espionaje a gran escala de las comunicaciones privadas,
juicios sumarios, privación de derechos procesales y penales, regímenes de excepción
declarados por simple decreto… todo legalizado convenientemente. Y esto incluso con
el apoyo de la “centro izquierda europea” que se ha auto proclamado por décadas
como el sector más democrático de todos.

Es importante, sin embargo, notar que el recurso a la represión militar ha sido


restringido. Sobre todo el uso del golpe de Estado y la represión militar masiva, al
estilo de los años 70.[12] Nada hace suponer que estos recursos se han vuelto

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imposibles, o que no serán usados consistentemente cuando se les necesite. El asunto


es más bien que la represión militar se ha distribuido, fundido en el cuerpo social,
como represión policial, focalizada.[13] Represión avalada y apoyada en gran escala
por los medios de comunicación, temor selectivo y ejemplarizador entre los grupos de
riesgo, protección descarada a los policías que cometen excesos. Para quien quiera
asumir posturas de oposición medianamente radical al sistema la democracia puede
parecerse bastante a las más simples y tradicionales dictaduras.

Pero, en rigor, sólo los que quieran ser críticos realmente radicales tendrán que
enfrentar ese temor. La impresión democrática se sustenta, desde el punto de vista de
los procesos ideológicos, en una política que ya Herbert Marcuse, en los lejanos años
60, llamó “tolerancia represiva”. Ahora, bajo la reindustrialización post fordista, esa
idea cobra una nueva y más poderosa realidad.

La lógica fordista, que se expresó en todos los campos de la acción social, se


caracterizaba por una fuerte verticalidad en las relaciones de poder. Un sistema de
producción y una forma de organización que necesitaba homogeneizar para dominar.
Una situación en que se creía que para tener el poder era necesario tener todo el
poder. En este plan todo poder local o alternativo era visto como subversivo y
peligroso. La represión tenía que aplanar las diferencias, no podía permitirlas.

La lógica post fordista, sustancialmente más compleja y eficaz, no requiere


homogeneizar para dominar. Es capaz de producir diversidad y a la vez su poder
consiste en la capacidad de administrar esa diversidad. No requiere todo el poder
para ejercer el poder. Su habilidad consiste en producir, incluso fomentar, poderes
locales y mantener a la vez la capacidad de administrarlos. La represión ahora no
requiere sofocar toda diversidad sino que puede y debe focalizarse más bien en la
diversidad radical. Y el efecto conjunto es que la tolerancia que se muestra y fomenta
respecto de la diversidad funcional actúa como legitimación y refuerzo de la
intolerancia extrema que se contrapone a las manifestaciones sociales que escapen a
la administración. En la medida en que esta tolerancia tiene el efecto global de
confirmar al sistema de dominación, de ser una forma eficaz de contener el
pensamiento y la acción realmente alternativa, puede ser llamada, ahora con más
razón que en los años 60, tolerancia represiva.

8. La democracia como tarea para la izquierda

La única forma de reducir radicalmente toda esta trama dictatorial es desconcentrar


radicalmente la gestión del Estado. La única forma de empoderar realmente a los
ciudadanos es criticar radicalmente la ideología de la experticia. Para la izquierda
radical la principal dificultad de esta perspectiva es su resistencia a alejarse de su
compromiso histórico con el estatismo fordista y el vanguardismo ilustrado.

Desde luego el primer paso para una política realmente democrática desde la
izquierda es asumir una clara consciencia del carácter dictatorial de las formas
democráticas existentes. La dificultad evidente para asumir esta consciencia es el
profundo grado de compromiso que la gran mayoría de los partidos y colectivos de
izquierda mantienen con las eventuales ventajas locales del clientelismo democrático.
En una política de tolerancia represiva siempre habrá puestos de trabajo, fondos
concursables, representatividades artificiosas que, en la medida en que resulten
funcionales, podrán ser cómodamente ocupadas por militantes formalmente de
izquierda. La cuestión no es, por supuesto, abandonar de manera principista estas
posibilidades, siguiendo los vicios fundamentalistas típicos del idealismo ético. De lo
que se trata, en primer lugar, es de tener consciencia del grado en que en el uso de
esos recursos se está operando como representante de los ciudadanos ante el poder
del Estado, o más bien como representante y agente del Estado en la operación de su
legitimación y administración. Por cierto, un cálculo difícil que hay que enfrentar en
cada caso de manera estrictamente pragmática.

Una forma de mantener ese pragmatismo en la línea de las opciones doctrinarias o, lo


que es lo mismo, lo más alejado posible del simple y puro oportunismo, es tener claro
a cada momento en que programa se inscriben nuestras acciones. Es necesario, en
contra de los usos habituales, formular un programa estratégico, fuertemente
fundado en las opciones doctrinarias más básicas, y hacer todo lo posible por
especificarlo hasta el nivel que muestre que nuestras acciones políticas cotidianas
tienen efectivamente sentido.

¿Qué es, en buenas cuantas, lo que finalmente queremos? Lo que queremos es la


construcción de una sociedad sin clases sociales, en que los ciudadanos puedan
relacionarse entre sí directamente, de manera autónoma, y realizar en ello sus vidas.

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Los caminos que nos conduzcan en esa dirección no pueden contradecir, ni en


general ni en particular, el objetivo que hemos trazado.

Desde un punto de vista marxista[14] el problema material de la construcción de una


sociedad sin clases sociales es el modo en que los productores directos de bienes
pueden ganar progresivamente hegemonía frente a las clases dominantes, y convertir
a su vez progresivamente esa hegemonía en gobierno. Lo que he sostenido ya en otro
texto[15] es que ese proceso material sólo puede darse en el ámbito de la producción
misma de bienes y que el asunto crucial en ese orden es la progresiva disminución de
la jornada laboral. Una disminución que, en buenas cuentas, permita distribuir los
aumentos de productividad entre los trabajadores, a expensas de la ganancia
capitalista. Lo que he sostenido es que este proceso debe estar acompañado de un
esfuerzo paralelo que conduzca a sacar los servicios de la relación mercantil primero,
y luego de la relación salarial, es decir, de una radical des-tercerización de la
economía.

En el contexto de la lucha democrática el sentido de este camino de construcción de


hegemonía material desde el ámbito de la producción es eludir la fórmula clásica de
estatización de los medios de producción. La experiencia histórica ha enseñado que,
lejos de ponerse al servicio de una superación de la división del trabajo, la propiedad
estatal sólo se convirtió en un modo de usufructo de una burocracia gobernante que
finalmente transitó con extrema facilidad hacia el capitalismo.

Seguirá siendo necesario un gran papel para la acción estatal, sin embargo ese papel
no puede pasar por la figura legal y social de concentrar la propiedad. Y mucho menos
los medios de comunicación. Y, menos todavía, por concentrar la capacidad de acción
política. En un programa democrático la acción central del Estado debe
circunscribirse a recoger y repartir recursos que sean gestionados de manera directa y
distribuida por los propios ciudadanos. Incluso, a partir de grandes coordinaciones de
acciones locales, deben ser los ciudadanos mismos los que decidan emprender la
construcción de infraestructuras económicas de gran envergadura, que trasciendan
por su naturaleza los ámbitos de los poderes locales desconcentrados.

La gran perspectiva de disminución progresiva y real de la jornada laboral debe


distinguirse, por supuesto, de la actual precarización del empleo, que recurre a las
jornadas laborales parciales con el único objetivo de reducir los salarios y ahogar la
capacidad de negociación sindical. La lucha por la disminución real de la jornada
laboral es abiertamente subversiva porque de lo que se trata es de disminuirla
manteniendo el salario. Es obvio que esto sólo puede hacerse a expensas de la
ganancia capitalista. O, si los capitalistas quieren mantener sus márgenes de
ganancia, a expensas de los aumentos en la productividad del trabajo. En cualquiera
de los dos casos el resultado es el mismo: la reapropiación por parte de los
productores directos de una proporción cada vez mayor de su propio trabajo.

La lógica de esta vía de construcción de hegemonía por parte de los productores


directos es ir socavando el espacio desde el cual se ejerce la hegemonía de las clases
dominantes, es decir, el poder que les da su dominio de la división social del trabajo.
Esta tarea negativa, que consiste en disminuir uno de los factores, debe estar
paralelamente apoyada en otro aspecto positivo: fomentar la autonomía productiva
de los ciudadanos en los ámbitos en que el dominio desde el gran capital se traduce
en dominio social y político prácticamente directo. Estos ámbitos productivos son
básicamente dos: la alimentación y la energía. Una política radical estratégica debe
promover la radical desconcentración de la producción de alimentos y de energía o,
dicho de otra forma, debe promover activamente la autonomía de las comunidades
locales en estos rubros. Una autonomía que les permita no ser presionadas política y
socialmente a partir del monopolio, la incompetencia técnica, y la escasez
premeditada.

Pero la lucha radical por la democracia resulta abiertamente subversiva además, si


consideramos las condiciones que he examinado antes, porque la democracia es
incompatible con el gran capital financiero, con el gran capital depredador de
recursos naturales, con el monopolio privado sobre los medios de comunicación
social. Estos son los principales enemigos del pueblo. Y la lucha debe estar
encaminada esencialmente y en primer lugar contra ellos.

Sin embargo, si consideramos la vía de construcción de hegemonía que he expuesto


en el párrafo anterior, esto también implica un cambio respecto de la perspectiva
marxista clásica. No se trata ya de considerar a todos los propietarios de medios de
producción, a todos los agentes sociales que técnicamente puedan ser llamados
capitalistas, como enemigos sin más. Se trata en cambio de hacer una clara

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estratificación social en el campo de estos enemigos. La oposición radical debe


enfocarse en el gran capital financiero trasnacional, en el gran capital extractivo
trasnacional. Los medianos y pequeños productores serán, y deben ser, durante
mucho tiempo, más bien aliados del movimiento popular. Agentes concretos de la
reproducción económica de la sociedad cuya hegemonía debe ser superada más bien
por la desconcentración radical de la producción y la gestión social que por su
supresión ya sea por la vía estatalista o a través de la imposición de requisitos
cooperativos o comunitarios. Dicho en los términos clásicos, la gran izquierda debe
seguir un camino pluriclasista para derrotar a quienes son, en la práctica real y
efectiva, sus enemigos estratégicos.

Las grandes tareas históricas no puedan ser ordenadas bajo la forma de prioridades
lineales. No es ni defendible ni necesario sostener que esa construcción de hegemonía
en el ámbito material de la producción es “previa” o “posterior” a otras grandes
tareas. La lucha por las formas democráticas directas, es decir, las que tiene relación
con la gestión social y política, debe ser pensada de manera estrictamente paralela a
la que se dé respecto del ámbito de la producción.

La izquierda radical debe perseguir, con ánimo estratégico, un conjunto de reformas


radicales de los procesos sociales y de la acción del Estado que nos acerquen a las
formas de la democracia real y efectiva que he enumerado en las secciones anteriores.
La completa proporcionalidad en los mecanismos electorales, la completa
transparencia en todos los actos de la administración del Estado, la promoción de los
mecanismos plebiscitarios y de participación directa de los ciudadanos en todos los
niveles de las decisiones y responsabilidades políticas, los mecanismos de revocatoria
del mandato de las autoridades ineficientes o corruptas, la completa eliminación de
toda clase de financiamiento que permita la existencia de políticos profesionales.
Todas tareas que se inscriben plenamente en el horizonte que la propia burguesía
declaró históricamente como suyo y que terminó por vaciar completamente de
contenido. Tareas que la propia burocracia altamente tecnológica declara
formalmente como suyas y que sin embargo distorsiona y falsea cotidianamente.

Curiosamente hoy en día plantear las reivindicaciones democráticas que forman parte
del propio discurso dominante resulta altamente subversivo. Esta aparente paradoja
es la que he tratado de despejar en este texto. El proceso social real en que vivimos no
corresponde a lo que declara como democracia: vivimos en realidad en una férrea
dictadura. Identificar sus fuentes y sus modos es una condición mínima para toda
posibilidad de oposición radical al sistema.

Santiago de Chile, 5 de febrero de 2014.

[1] Es importante señalar, en cambio, que los asesinatos de los principales cuadros
del FPMR no estuvieron en general precedidos de cadenas de secuestro, apremio y
tortura de un gran número de personas que condujeran a ellos, como ocurrió entre
1973 y 1978. Esta diferencia afortunada muestra, sin embargo, un reverso dramático:
el relativo aislamiento social de esos militantes, y el profundo grado de infiltración de
las estructuras del Movimiento. Cuando quisieron asesinarlos los buscaron, sabían
dónde estaban, los ejecutaron a mansalva. El recurso a la tortura masiva
prácticamente no fue necesario.

[2] Es necesario insistir también sobre esta notoria diferencia. Mientras el terror
1973-1978 no reparó en torturar y asesinar a personas provenientes de las capas
medias, el miedo 1978-1980 sólo afectó de manera indirecta y atenuada a esos
sectores. El hecho debe ser resaltado porque, paradójicamente, mientras los sectores
populares, como expondré luego, alcanzaron importantes niveles de desafío a la
represión, y una aguda sensación de que la indignación se sobreponía al miedo, los
sectores medios en cambio, fueron los que más expresaron y desarrollaron el discurso
del temor. Y esto tiene luego importantes consecuencias políticas.

[3] Y se incrementaron notoriamente, en cambio, los “exiliados” que, bajo una


retórica política, salieron del país más bien buscando nuevas oportunidades
económicas.

[4] Es bueno hacer una diferencia entre dos generaciones entre los ex izquierdistas
que terminaron sustentando directamente al modelo neoliberal. La generación de los
años 60, que participó en la Unidad Popular, que fue protagonista de la “renovación”
de los años 80, y pactó luego directamente con la dictadura, debe ser distinguida de la
generación de los años 80, que participó en las grandes protestas contra Pinochet
que, luego de convenientes y rentables estudios de postgrado en Europa y Estados

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Unidos, volvieron a implementar y administrar directamente el modelo neoliberal,


sin siquiera haber pasado por grandes o públicas “autocríticas” o conversiones
ideológicas. A los primeros pertenece Enrique Correa Ríos y José Joaquín Brunner, a
la segunda hornada pertenecen Nicolás Eyzaguirre Guzmán y prácticamente todos los
militantes PPD y PS que han formado la generación joven de los gobiernos de la
Concertación.

[5] Por supuesto, en esa tarea contaron incluso con la ayuda del inefable y siempre
oportuno Karol Wotyila, siempre dispuesto a llevar la “paz” a los lugares en que esta
favoreciera a las clases dominantes, omitiendo de manera oportuna lo que la lucha
pudiera dar a las clases oprimidas.

[6] Un ejemplo incidental, mínimo, pero revelador, de este tipo de construcción


discursiva, y que data de los tiempos del terror, se puede leer en el artículo sobre
Michele Bachelet en Wikipedia. Allí se puede leer que “tras años de clandestinidad”
ella y su madre fueron detenidas el 10 de enero de 1975 y llevadas a Villa Grimaldi
(entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de enero de 1975 transcurrieron un año y
cuatro meses), donde fueron “torturadas y interrogadas”. Sin embargo el sitio
Internet de CIDOB, que se indica como fuente de esta información dice “[Michelle
Bachelet y su madre] pasaron un calvario de interrogatorios, condiciones degradantes
y maltratos físicos y psicológicos que ella… no describe categóricamente como
torturas en el sentido habitual de la palabra”. El relato omite mencionar que, lejos de
estar en la clandestinidad, Michelle Bachelet continuó, públicamente, sus estudios de
medicina en la Universidad de Chile. Incluso, en la misma Wikipedia, pero ahora en
la biografía correspondiente a su madre, Ángela Jeria, dice que esta, lejos de estar en
la clandestinidad, continuó, también públicamente, en 1974, sus estudios en
Arqueología, a los que había ingresado en 1969. Lo que sí se establece, es que ya en
mayo de 1975 ambas, tras viajar primero hacia Australia, estaban en la República
Democrática Alemana. En el libro La memoria Perdida, editado por Andrés Pinto y
otros en Editorial Pehuén, en 1989, se establece que madre e hija fueron deportadas a
Australia el 1 de febrero de 1975. Ambas permanecieron sólo 21 días retenidas por los
militares chilenos.

En otro ejemplo del mismo tipo, el ex ministro de Hacienda, Nicolás Eyzaguirre relata
que en 1980, a propósito de su participación en el conjunto musical Aquelarre,
público opositor al régimen, fue sorpresivamente visitado en su casa por Osvaldo
Romo, un conocido torturador perteneciente a la DINA. El ex ministro cuenta que el
ominoso personaje, que se presentó a su hogar completamente solo, le hizo, de
manera descuidada, una serie de preguntas sobre la actividad del grupo y que,
después de recibir sus (comprensiblemente asustadas) respuestas se retiró, sin hacer
el menor comentario, sin ni siquiera formular amenaza alguna, tal como había
llegado. Esta fue su gran experiencia con el terror pinochetista.

[7] Que, por cierto, no sólo fabricaba automóviles sino también, e incluso
principalmente, armamentos.

[8] Por cierto una bidimensionalidad espuria: escoger entre el totalitarismo


burocrático o la dictadura burocrática liberal.

[9] Los gerentes de los bancos más grandes del mundo, responsables de su quiebra
masiva, se retiran a sus vidas privadas llevándose millonarias compensaciones. Los
responsables de los errores médicos masivos nunca llegan a ser conocidos. Lo que las
grandes empresas pagan por los enormes daños ambientales que producen es
grotescamente menos que las ganancias que obtienen, y los técnicos y gerentes que
idearon y promovieron esos daños quedan siempre en el anonimato.

[10] Proposición de un marxismo hegeliano, publicado en línea, bajo licencia Creative


Commons, disponible en http://carlosperez.cc/proposicion-de-un-marxismo-
hegeliano/

[11] Ejemplarmente Chile y Uruguay antes de las dictaduras militares, y hoy en día
Venezuela, Ecuador, Colombia.

[12] Con la notable y gruesa excepción, por supuesto, de la intervención militar


foránea directa, como en los casos de Afganistán, Yugoeslavia e Irak. Las evidencias
hacen pensar, sin embargo, que en estos casos no es tanto el peligro político el que se
ha tenido en cuenta, sino los más prosaicos y tradicionales intereses mercantiles.

[13] Un cambio estratégico que corresponde al paso de la antigua Doctrina de


Seguridad Nacional a la nueva Doctrina de los Conflictos de Baja Intensidad.

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[14] Es necesario repetir aquí algo en lo que he insistido muchas veces: los marxistas
no somos los únicos progresistas que quisieran ese objetivo final, no somos toda la
izquierda, ni siquiera podemos considerarnos los únicos revolucionarios. Lo que digo
en estos párrafos desde el marxismo, por lo tanto, debe considerarse estrictamente
como una contribución al debate que debe establecerse entre muchas izquierdas,
entre muchas perspectivas revolucionarias, que tengan la sabiduría de actuar en red,
bajo un espíritu común.

[15] Proposición de un marxismo hegeliano, publicado en línea, bajo licencia Creative


Commons, disponible en http://carlosperez.cc/proposicion-de-un-marxismo-
hegeliano/

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