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Constanza Chiorino C.

Ritos y sistemas simbólicos coloniales

Profesor Jaime Valenzuela Márquez.

23 de Octubre de 2019

El poder de los colores


De lo material a lo simbólico en las prácticas culturales andinas.

Gabriela Siracusano.

CAPÍTULO V.
DE REPRESENTACIONES, COLORES Y PODERES DE LO SAGRADO

Para contextualizar cronológica y culturalmente, este texto se sitúa principalmente en


los siglos XVI y XVII en el Virreinato del Perú, enfocándose en las prácticas evangelizadoras
cristianas llevadas a cabo por grupos eclesiásticos para con “los indios” y el pueblo
mestizo. A través de diversos pasajes, este capítulo hace un recorrido de lo material a lo
simbólico en las prácticas culturales que tuvieron lugar en el proceso de “extirpación” de
ídolos producto de la evangelización cristiana. Des-cubriendo y des-componiendo las
representaciones visuales y su significación simbólica, la autora propone examinar con
postura arqueológica una serie de producciones coloniales de pintores del área andina,
mostrando una mirada reflexiva frente al uso de la imagen y el color, como herramienta no
sólo religiosa, sino también política y social, que a partir de este desmembramiento
analítico posibilita lecturas que “revelan un ocultamiento que debe ser atendido cuando nos
enfrentamos a sus producciones” (Siracusano, p. 328).

¿Estas son guacas también, como las nuestras?


El problema de la representación en el escenario andino.

“Estaban ‘en lugar de’ la divinidad y en esa dimensión transitiva debían ser veneradas, frente
a la “falsa” presencia de las huacas, las que, por el contrario, exhibían una dimensión reflexiva, es
decir que no remitían a un objeto externo sino que eran en sí mismas, en su materialidad, la
presencia de lo sagrado.” Siracusano, p. 274-275.

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Tendiendo un hilo conductor entre la materia misma, pasando por las prácticas
culturales en las que ésta se involucró hasta llegar a las representaciones visuales y su
significación simbólica en los procesos de evangelización, Siracusano sostiene que parte
de esta materia; los pigmentos y sus mezclas, no sólo representaron la divinidad a través
de imágenes devocionales, sino que éstas eran per se portadoras de poder divino tanto
para las culturas a las que se pretendían evangelizar como para aquellos que construyeron
dichas imágenes con esos fines. El hecho de que estos polvos estuviesen de alguna
manera ligados a la idolatría para las sociedades andinas pasó inadvertido para quienes
pretendían extirparlas, sin embargo algunos postulan que la alternativa a la represalia fue la
suplantación de ellos por tintes asociados a la divinidad cristiana. Así, se produjo, como
indica Siracusano, “un intercambio de energías” donde la imagen no sólo tenía un valor
transitivo por lo que representa, sino también un valor reflexivo por el contenido divino en
su materialidad.

Para argumentar la hipótesis, la autora describe y analiza las características, desde la


perspectiva del arte, que definieron esta estrategia representativa en el contexto de
“extirpación de idolatrías”, donde las imágenes tuvieron un papel protagónico para lograr
destruir y luego sustituir los objetos o sitios venerados por las culturas conquistadas.
Desde este lugar se plantean dos posibles soluciones, donde la primera es la extirpación
seguida de la sustitución y la segunda es la negociación mediante mecanismo
autorreguladores. Si bien, a primera vista, el incremento y producción masiva de imágenes
cristianas en los talleres coloniales indicarían que la primera solución tuvo gran éxito, el
recorrido por las diversas aproximaciones a esta estrategia que fluctuó entre la visualidad y
la materia dará luces de la existencia implícita de negociaciones, ocultas, reprimidas, que
se expresaron mediante vías tan amalgamadas en este proceso de hibridación cultural que
son aún difíciles de identificar con certeza y claridad.

El poder de la ausencia

Como parte de las prácticas de dominación religiosas y políticas de la época,


Siracusano aborda el rol de la imagen y materialidad en la condición de “ausencia” del
poder. En esta época el contar con el sello real, eran la “palabra e imagen” de un rey que
estaba ausente fisicamente en el Virreinato, sin embargo la materia hacía posible su
presencia e identidad como “emanador de poder”. De la misma manera, así como se
instalaban verdades y poderes a través de representaciones producto de la ausencia “de la
fuente”, se iba instalando también en América el concepto y las bases de la fé. Aquello que
no se puede ver ni tocar cobra realidad pro medio de sus emisarios, sus producciones
materiales, representativas, y por cierto la elocuencia y dominación ejercida a través de
ellos. “…estas prácticas funcionaron en la fundamentación de un mental set para el cual las
representaciones visuales eran herramientas privilegiadas…” (Siracusano, p. 278.)

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Lo visible y lo invisible con los ojos del cuerpo y del alma

“Este recurso que transformaba lo invisible en pura presencia, cuando de representaciones


del poder se trataba, parecía desdoblarse cuando lo que se manifestaba como presencia
poderosa no eran las imágenes del invasor, sino aquellas manifestaciones de la sacralidad
indígena. En este caso, la apelación a la capacidad de ver y a la primacía de los sentidos como
señales de lo ‘verdadero’ eran las herramientas óptimas ara la argumentación.” Siracusano, p. 279.

Siracusano analiza un punto clave en relación a esta tensión entre lo invisible y lo


visible. Esta herramienta que encarnaban la materia y las imágenes para facultar y
transmitir un cierto poder “invisible” tenia también otra cara de la moneda, y la
interpretación era usada a conveniencia; en el caso de las huacas, estas debían verse
como simples cosas o elementos sin representación alguna de poder, divinidad o
sacralidad. Aquí se instalan dos capacidades de ver, una es cruda y llana, lo que se ve es
estrictamente lo que es, mientras que otra requería situarse en un espacio simbólico entre
“los ojos del cuerpo” y “los ojos del alma”; representar y conmover, ver y evocar, mover el
ánimo de los fieles.

Entre los mecanismos de sustitución, así como para transmitir la conmoción y evocar,
Siracusano destaca el uso del color. Comienza a desarrollarse una nueva iconografía y
simbología cromática, donde donde surgen puentes de asociaciones visuales. Mientras
éstos eran usados a conciencia por las entidades evangelizadoras, a su vez instalaban
asociaciones a las creencias e imaginarios en la memoria indígena que aludían a un pasado
cada vez más lejano.

Sermones, imágenes y color: Loci de la memoria

De esta misma manera, como señala la autora con diversos ejemplos, la prédica y el
sermón fueron herramientas sutiles pero clave en la extirpación de idolatrías y
evangelización. Estas a su vez, producto de las diferencias y dificultades lingüísticas,
fueron en muchas ocaciones acompañadas de imágenes que acompañaban y fortalecían
un discurso que se debía transmitir en “lenguaje simple” y con claridad. A través del
sermón se iban sustituyendo creencias de manera imperceptible y eficaz, una estrategia
que podríamos llamar pasivo-agresiva que no deja rastros evidentes al ojo superficial, pero
que sin duda Siracusano va desentramando para revelar como la representación, la imagen
y también la palabra son capaces de crear realidad, sustituir y borrar la memoria.

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Los colores en el proceso de extirpación de idolatrías: El color… ¿sustancia o accidente?

Se destaca a lo largo del texto una diferencia fundamental en la apreciación y


significación de los colores entre los colonizadores y el pueblo indígena. Mientras que para
los colonizadores el color era mero accidente de la materia, para el pueblo indígena, el
color estaba presente de manera protagónica en las prácticas políticas, sociales,
económicas y religiosas así como instalado en la vida cotidiana como código significante
que permitía diferenciar estas. Para el mundo Inca, al estar la sacralidad presente en el
objeto mismo, las huacas, el color tenía una carga especial, estaba vinculado
ineludiblemente a esta sacralidad y poder.

En este contexto, el texto esclarece un punto esencial para seguir el análisis; si bien
fueron prohibidas y rechazadas las producciones que representaran a estos elementos
sagrados como eran el sol, la luna, el bosque, los cerros, entre otros, las percepciones
cromáticas vinculadas a estas sacralidades se resistían a desaparecer, y aún más,
permanecían sus bases materiales: los polvos de colores.

Controlando los poderes del color: Divinissimas misturas

Cabe destacar el relato que hace la autora de las multiples producciones artísticas
donde los colores eran protagonistas de la creación de imágenes taumatúrgicas,
extraordinarias, “milagrosas”, cargadas de sacralidad, donde a pesar de las múltiples
prácticas de control y dominación de las órdenes evangelizadores, los polvos de colores
cargaban los poderes de la simbólica de los ritos andinos, los cuales eran preparados por
manos nativas. A lo largo de estos relatos se entreteje una hibridación compleja y
sugerente, a veces tal vez con algo de ingenuidad, otras más desafiantes con tonos de
desobediencia, sin embargo todas parte de este nuevo mundo amalgamado, evangelizado,
co-construido que era el Virreinato del Perú.

“La simbólica de los colores teñidos, de los brillos solares y los resplandores de cultos
ancestrales reconocían sus lazos con la idolatría que María, como simulacro de la idea celestial,
debía transformar en devoción iridiscente para un “Nuevo Mundo” cuyas riquezas habían sido
otorgadas a España como regalo por todo lo que sufrieron sus mártires bajo el dominio de la
herejía musulmana.” (Siracusano, p. 325).

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Este texto nos permite entender gráficamente el espacio, proceso y complejidad de
una de las hibridaciones culturales que se desarrollaron en este período. Plasmadas en
imágenes, encontramos cómo las prácticas culturales articulan y a su vez son hilos
tensores entre lo que había, lo que se intenta imponer y lo que finalmente se desarrolla.
Estas imágenes apocalípticas resultantes orquestan y vinculan el poder de lo político, lo
social y lo religioso; y entre estas dos últimas se encuentra el espacio material de dichas
representaciones. Los polvos de colores, inadvertidos para quienes son simple accidente
material, son portadores de significado y sacralidad para quienes ven en la materia más
que su mera existencia casual, instrumental o bien utilitaria. De esta manera, en medio de
esta tensión, aparece un nuevo dispositivo; la imagen que carga un cierto poder en si
misma, la “imagen milagrosa” o mágica, digna de devoción per se.

Los alcances de esta propuesta hecha por Siracusano son múltiples, abre
posibilidades y visibiliza procesos que nos serían imperceptibles desde una mirada
occidentalizada, pero que nos son evidentes cuando intercalamos lentes con las prácticas
locales y la cultura popular, cuando escarbamos en la memoria por rastros de singularidad
y resignificación en lo que nos parece dado o cotidiano.

Es interesante pensar que se podría extender este análisis a tantas áreas y elementos
como prácticas culturales tenemos, y que las claves no están simplemente en los objetos o
ritos en si, sino también en las relaciones que establecen con quienes las desarrollan o
practican. Las relaciones, en el caso de las imágenes y los colores, no acaban en la
dominación de la evangelización; sino que van desde su encargo, pasando por quién las
ejecuta, hasta la manera en que se producen las materias primas para ejecutarlo. Ahí
donde se obvian los procedimientos y las relaciones cotidianas están los descubrimientos
notables. Tal vez no como prácticas premeditadas o planificadas, sino como un fluir del
cruce de lo público, lo privado, lo doméstico, de interpretaciones, imposiciones, memorias,
creencias, suposiciones y así, un sin fin de elementos que van tejiendo esa nueva realidad,
fluctuante, con arraigos que perduran pero que están en constante transformación.

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