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TODOS AMAMOS LA ASTRONOMÍA

Víctor Ángel Buso, un modesto cerrajero argentino, ha pasado la


mayor parte de su vida observando el cielo. Desde su
observatorio casero se dedica a su mayor pasión: la astronomía.
La madrugada del 20 de septiembre de 2016, logró lo que
ningún ser humano, profesional o aficionado, había conseguido:
fotografiar el nacimiento de una supernova, la explosión de una
estrella varias veces más grande que el Sol. En 2018 su
descubrimiento fue publicado en la revista Nature y, desde
entonces, se convirtió en una celebridad. Él sólo quiere
aprovechar su tiempo para explorar el espacio.
En la noche de verano, sobre la fachada del local, lo único que
resalta es el cartel amarillo con forma de llave y un número de
teléfono celular escrito en negro. El interior de la cerrajería es
pequeño, iluminado por la luz blanca de tubos fluorescentes. En
el piso de cerámica clara, algunas manchas parecen agujeros
negros. Colgadas de paneles o apiñadas en cajas, las llaves se
multiplican con una profusión simétrica: doradas, plateadas,
con o sin muescas, con o sin fundas plásticas. Y detrás de la
puerta de ingreso, casi invisible, un cuadro pequeño dice:
“Cerrajería Halley”, el nombre del negocio que Víctor Buso
montó a diez cuadras de su casa hace ya casi cuarenta años.
—Soy viejo en el barrio, ya tengo mi clientela —dice Víctor,
acodado en el mostrador, mirando hacia afuera—. Es una
cerrajería chica, pero entre lo que gano yo y
lo que aporta mi señora nos alcanza para vivir. Si yo me metía
mucho a nivel empresario, no iba a tener tiempo libre para la
astronomía. Las empresas te absorben mucho, entonces lo fui
regulando. A otros les gusta la pesca, o el fútbol, o el ajedrez; a
mí me gustó la astronomía, yo quería mirar el cielo.
Aquí, Buso pasa buena parte del día si no está haciendo
trabajos a domicilio. Tiene un empleado, Fernando Rodríguez,
no muy alto, morrudo, pelo corto, sonrisa amplia. Trabaja en la
cerrajería desde los veinte años: tiene treinta y cinco.
—Antes trabajaba en una fábrica de pastas y venía igual para
aprender, porque este es un trabajo muy mañero. Víctor es
buena persona, me llevo rebien con él. Somos más amigos que
jefe-empleado, con tantos años de trabajo juntos —dice
mientras Víctor le entrega las llaves de un auto a un cliente
fuera de la cerrajería.
Después, Rodríguez aprovecha para mostrar el depósito
contiguo, también pequeño y abarrotado de cosas. Al fondo,
hay un torno con el que Buso fabrica las piezas accesorias para
su telescopio. Desde el local llega el tono jocoso de la voz de
Víctor:
—Ojo que es muy exagerado.

Como para mostrar que no exagera, Rodríguez cuenta, entre


otras cosas, que su auto, estacionado en la puerta, un Renault
18 Break, se lo regaló Buso. Víctor se hace el distraído y ofrece
una taza de café.
Víctor Ángel Buso nació con el Sol en Géminis, el 30 de mayo de
1959. Siempre vivió en la ciudad de Rosario —provincia de
Santa Fe—, trescientos kilómetros al norte de Buenos Aires.
Desde allí, la madrugada del 20 de septiembre de 2016, logró lo
que ningún ser humano, profesional o aficionado, había
conseguido: fotografiar el nacimiento de una supernova, la
explosión de una estrella varias veces más grande que el Sol. Y
lo hizo desde el observatorio construido en la terraza de su
casa. La noticia recorrió el mundo a partir de la publicación en
la revista científica N at ur e , después del procesamiento de
datos realizado por un equipo de científicos en la Argentina.
Buso no es astrónomo, es cerrajero. Aunque le gusta
presentarse como “un aficionado, avanzado, a la astronomía”.
—Disculpame, pero no venís a ningún centro espacial, venís a
mi casa —advierte con una sonrisa, después de saludar.

La vivienda está en el Barrio Hospitales, al sudeste del


macrocentro rosarino. Es una zona de edificaciones sencillas, a
excepción de los hospitales y otras construcciones antiguas, de
estilo italiano. Él y su esposa, Viviana Bicciré, la compraron un
año antes de casarse, en diciembre de 1993. Tres años después
nació
Camila, la única hija del matrimonio.

La casa de los Buso, con su modesta fachada, podría pasar


desapercibida si no fuera por la cúpula del observatorio, visible
desde la calle. El interior también es modesto, sin lujos ni
ornamentos: un garaje adaptado como escritorio, una cocina-
comedor, la sala, dos habitaciones y el baño. En la terraza,
sobre una habitación amplia construida para la hija —Camila,
de 21 años—, se alza lo que él llama Observatorio Astronómico
Busoniano.

Para llegar allí, Víctor sube dos escaleras; primero, la de


material que conduce desde el patio trasero a la terraza y,
después, la de hierro, que lleva desde la terraza al
observatorio, compuesto por una oficina amplia y una cúpula
cilíndrica. En la cúpula se encuentra montado el
telescopio; hasta allí, a su vez, se llega a través de una
escalera de pino.

En la oficina del observatorio, Buso pasa noches enteras


observando el cielo, saltando de galaxia en galaxia como los
dados saltan sobre el paño. Sin embargo, y paradójicamente, lo
hace sin poner el ojo en el ocular.
—Van treinta años que no miro por el telescopio. No estudio
más las estrellas con el ojo, olvidate.
Excepto en la pantalla de la computadora, cuando procesa las
imágenes que bajan desde las cámaras digitales. La
astronomía, aun para aficionados, pegó un salto de calidad a
raíz del desarrollo tecnológico. Hacia fines del siglo XIX, gracias
a la fabricación de telescopios de mayor apertura y la
introducción de técnicas fotográficas; en el XX, gracias al
perfeccionamiento de estas técnicas, que permitieron captar
objetos más remotos y difusos. Por esa razón, hacer astronomía
casera implicó para Buso aprender a manejar cámaras
sofisticadas y programas digitales complejos con voluntad de
autodidacta.
La oficina del Observatorio Busoniano tiene mucho de aula: un
pizarrón blanco enorme, un televisor de 50 pulgadas con
conexión HDMI para proyectar las imágenes de la computadora,
una mesa oval y varias sillas y banquetas desperdigadas. Tiene
baño y cocina integrados que independizan el espacio del resto
del hogar, porque el Observatorio Astronómico Busoniano es,
también, sede de reuniones y campañas de la Asociación
Santafesina de Astronomía, un organismo creado por Buso y
otros astrónomos amateurs en el año 2001 con la intención de
promover la actividad de los aficionados y el trabajo en equipo.
—Son buenos los equipos. A algunos les gustan las matemáticas
y se encargan de hacer cálculos, otros nos inclinamos más por
la parte técnica. Y así nos vamos complementando —dice.
Pero las actividades en el observatorio no se reducen a trabajos
astronómicos o reuniones de aficionados. Buso invita una o dos
veces por año a estudiantes del profesorado de física del
Instituto Olga Cossettini, un terciario ubicado a ciento
cincuenta metros del observatorio.
—Tratamos de darles una clase para que se interioricen de
cómo funciona esto, qué hace la física con la astronomía.
Todos los encuentros son a la noche y esas instalaciones le
permiten “no molestar a la familia cuando duerme” y ofrecer
algunas comodidades a los visitantes.
—El descubrimiento fue acá —dice Buso señalando una mesa
oval—. Este es el control del telescopio y por aquí bajan las
imágenes a esa notebook —comenta, y agarra un manojo de
cables que conectan la computadora con el telescopio.
Entonces invita, poniendo un pie en el primer peldaño de la
escalera de pino y tomándose de la baranda:

—Vení, subamos.

La cúpula del observatorio, de unos cinco metros de diámetro,


fue proyectada y armada completamente por él. Su forma
cilíndrica recuerda la de un silo bajo: dos rollos de chapa,
cosidos por una hilera de remaches, se pliegan alrededor de
una estructura de hormigón y caños. La apertura lateral, al
correrse, produce el efecto de un relincho metálico; hace
temblar las paredes como si pasara un regimiento a caballo. La
compuerta del techo, más silenciosa, es como una boca abierta
por la que entra y sale una lengua de luz.
En este pequeño anillo de hormigón y chapa, un modesto
telescopio solar —ya en desuso—, una escalera roja y una
computadora vieja son los testigos privilegiados del siseo
robótico que el telescopio reflector chino, una especie de brazo
de coloso, deja escapar entre dientes. Si fuera un cañón como
los de los antiguos circos, con los que se disparaba un hombre-
bala, Buso entraría en él holgadamente.
—Tocalo porque te da suerte —dice él, y lo acaricia—. Éste es el
que descubrió la supernova, el que sacó la lotería cósmica.

Víctor Buso no parece estar a punto de cumplir cincuenta y


nueve años. Alto, robusto, de tez rosada y ojos claros, muestra
en su andar cierta jovialidad, cierta picardía que desmienten su
edad más allá de la incipiente calvicie. Suele estar en
zapatillas, jeans y remera —con o sin manga, según la
temperatura—; pero, últimamente, a raíz de la repercusión de
su descubrimiento, en casi todas partes se lo ve de traje y
corbata.
Luego de la publicación en Nature, el 21 de febrero de 2018,
distintas personalidades —incluso políticas, entre ellas la
Intendenta de Rosario, Mónica Fein, y el gobernador de Santa
Fe, Miguel Lifschitz— visitaron el observatorio de Buso como
quien visita un museo.
Para Viviana, su mujer durante casi veinticinco años, Víctor
pertenece al tipo de personas inquietas y activas, capaces de
arreglar cualquier cosa, que nunca se ciñen demasiado a una
rutina. Sin embargo, admite que la fama repentina profundizó
esa situación más de lo deseable:
—Quiere atender a todos pero no se puede, tiene que dormir un
poco más y comer mejor —dice.
A él parecen preocuparle otras cosas:
—El tiempo para mirar el cielo no lo quiero perder. No hago esto
por plata ni por fama, lo hago por explorar el cielo —repetirá
como un mantra—. Las ganas que tenés de subir y mirar el
firmamento es para robarle un secretito todas las noches.
Dice que le quedan pocos años para disfrutar, que en unos
pocos tendrá que cuidarse del frío, o no podrá subir las
escaleras, o perderá visión.

—Yo estoy cerca de los sesenta años. Mi abuelo vivió hasta los
76, mi papá también. No sé si me explico.
Hijo mayor de Severino Julio Buso —obrero metalúrgico— y de
Hilda Olga Tenaglia —cosmetóloga—, Víctor Buso vivió con ellos
y su hermana, Marisa, en distintos barrios de la zona sur de
Rosario. De aquellos tiempos recuerda una noche previa a la
celebración de Reyes Magos, en el jardín florido de una casa
sencilla. Tenía seis o siete años y su mamá, mientras
preparaban el pastito para los camellos y los zapatos para que
los Reyes dejaran sus regalos, le indicó que mirara el cielo. No
sabe si los Reyes pasaron. No sabe si alguno dejó algo. Pero
sabe que su madre le dijo que mirara bien, porque adentro de la
Luna había un Rey Mago que lo estaba mirando.

—Y yo miro la Luna y todavía veo un Rey Mago, con coronita y


todo, que me está mirando —dice.

Desde chico les ponía nombres propios a las estrellas. En la


secundaria, adoró el libro El telescopio del aficionado , de Jean
Texereau, que ahora es para él una reliquia. En sus páginas
encontró las explicaciones, paso a paso, para construir un
telescopio verdadero. De niño, nunca se le ocurrió pedirles a
sus padres que le regalaran uno: los fabricaba él mismo. Se las
arreglaba para armarlos con lupas, latas y plastilina:
—Eran muy improvisados, con variaciones cromáticas, pero yo
estaba fascinado.
A principios de los setenta, el padre andaba mal de trabajo y
decidió instalar un taller en la casa. Trabajaba como contratista
de varias metalúrgicas que fabricaban colectivos de larga
distancia:
—Lo contrataban para terminar los interiores y para todo lo que
era aberturas; las puertas plegadizas, las gavetas de abajo. Ahí
engancha lo de la cerrajería. Ese oficio lo aprendí de mi papá.
Víctor no terminó la secundaria porque empezó a trabajar en el
taller: allí aprendió a soldar, a hacer matrices, a manejar un
torno. La experiencia le permitió, después, fabricar los
accesorios de sus telescopios:
—Hay piezas que no vienen como vos querés, entonces me hago
yo mi material.

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