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A propósito del súper clásico entre Boca Juniors y River Plate, Diners
le trae una biblia que le explica por qué el fútbol pasó de ser un juego
de plebeyos a un negocio multimillonario.
No tiene como tema los problemas hemofílicos del continente, sino otro más
grato, tema que él denomina con una notable autoridad: el fútbol. ‘El fútbol a sol
y sombra’, tal es su título. Realmente, nada falta allí sobre este juego, al parecer
tan viejo como el mundo.
Leyendo a Galeano, uno descubre que lo que hoy es el negocio más lucrativo del
mundo tiene orígenes muy remotos. Los chinos lo jugaban a su manera, hace
cinco mil años, con una pelota rellena de estopa.
Los egipcios se sirvieron de una hecha de paja envuelta en telas de colores, y los
griegos y los romanos de una vejiga de buey, hinchada y cosida, que pateaban sin
orden ni concierto buscando desesperadamente la meta del contrario.
Galeano asegura que Julio César era un magnífico jugador, en tanto Nerón no
daba, como se dice hoy, pie con bola. El hecho es que las legiones romanas,
encargadas de extender el imperio a lo largo y ancho de Europa, llevaron su
juego a las Islas Británicas y allí, sin saberlo, dejaron sembrada para siempre la
pasión por el fútbol.
Archivo Diners.
Shakespeare, en el Rey Lear, pone en boca del duque de Kent una invectiva feroz
contra otro personaje relacionada con la caótica diversión: “Tú, despreciable
jugador de fútbol”, le dice.
La pasión por este juego llegó hasta el Vaticano, si se le cree a Galeano y sus
fuentes informativas. Él sostiene que los papas Clemente VII, León XIII y
Urbano VIII se arremangaban sus vestiduras para jugarlo en los jardines del
Vaticano en sus momentos de esparcimiento.
Archivo Diners.
Lo que sí debe reconocerse es que los ingleses pusieron orden al tumulto plebeyo
que con un derroche de patadas, empujones y puñetazos, hacía siglos ya tenía el
nombre de fútbol. Todo indica que esta pasión popular acabó contagiando a los
hijos de la aristocracia, de tiempo atrás familiarizados con el rugby. Para ellos
todo fue cuestión de servirse de los pies y no de las manos.
Pero llegó el momento en que las autoridades académicas de Cambridge
consideraron necesario poner orden en las canchas con un reglamento estricto.
Establecido en 1846, dicho reglamento tardó algo más de veinte años en
abandonar los prados universitarios para ser admitido por los clubes ingleses.
El penal o penalti, establecido por primera vez en 1891, evitó huesos rotos y
hasta muertos porque el área candente del juego, la vecina al arco, era escenario
de una sangrienta batalla donde todo parecía permitido, fuera para meter un gol o
para evitarlo. La Fifa, Federación Internacional de Fútbol Asociado, nació en
1904 y acabó dándoles una dimensión universal a las normas inglesas.
Naturalmente que la biblia de Galeano no podía pasar por alto los aportes
sustanciales que hicieron al fútbol países donde esta pasión prendió y se regó con
la rapidez de la pólvora: Argentina y Brasil. El escritor uruguayo sabe encontrar
secretas analogías entre estos aportes y el tango, de una parte, y la samba, de otra.
El hecho es que cuando los jugadores uruguayos, que habían hecho suyo el estilo
del fútbol porteño, por primera vez cruzaron el Atlántico para jugar en las
canchas europeas, fascinaron a muchos espectadores. El escritor Henry de
Montherlant llegó a decir que al lado del fútbol jugado por ellos, el de Europa era
sólo un pasatiempo de escolares.
La biblia de Galeano pasa revista a los mundiales y a los más célebres ídolos del
fútbol: los españoles Divino Zamora y Joseph Samitier; los brasileños Artur
Friedenreich y Pelé (los dos mayores goleadores de la historia del fútbol, con
1.329 goles el primero y 1.279 el segundo) y Garrincha; los argentinos
Pedernera, Di Stéfano, Amadeo Carrizo y Maradona; Raymond Kopa, el arquero
Lev Yashin, el alemán Uwe Seeler, el inglés Stanley Matthews, Platini y tantas
otras luminarias que ahora culminan con Zidane, la máxima figura del fútbol
francés.