Sie sind auf Seite 1von 7

Fútbol, historia de una pasión

A propósito del súper clásico entre Boca Juniors y River Plate, Diners
le trae una biblia que le explica por qué el fútbol pasó de ser un juego
de plebeyos a un negocio multimillonario.

Publicado originalmente en la Revista Diners N. 435, de junio de 2006.

El escritor uruguayo Eduardo Galeano es autor de dos biblias. La primera, que


lleva por título ‘Las venas abiertas de América Latina’, consigna todos los credos
de la izquierda latinoamericana, y tan grande ha sido su éxito que lleva desde su
aparición 64 ediciones. Si se suscribe lo que allí se dice –lo dijimos alguna vez–
uno tendría que salir a empuñar el fusil o –los más pesimistas– la soga para
ahorcarse inmediatamente. La segunda biblia suya es menos dramática.

No tiene como tema los problemas hemofílicos del continente, sino otro más
grato, tema que él denomina con una notable autoridad: el fútbol. ‘El fútbol a sol
y sombra’, tal es su título. Realmente, nada falta allí sobre este juego, al parecer
tan viejo como el mundo.

Leyendo a Galeano, uno descubre que lo que hoy es el negocio más lucrativo del
mundo tiene orígenes muy remotos. Los chinos lo jugaban a su manera, hace
cinco mil años, con una pelota rellena de estopa.

Los egipcios se sirvieron de una hecha de paja envuelta en telas de colores, y los
griegos y los romanos de una vejiga de buey, hinchada y cosida, que pateaban sin
orden ni concierto buscando desesperadamente la meta del contrario.

Galeano asegura que Julio César era un magnífico jugador, en tanto Nerón no
daba, como se dice hoy, pie con bola. El hecho es que las legiones romanas,
encargadas de extender el imperio a lo largo y ancho de Europa, llevaron su
juego a las Islas Británicas y allí, sin saberlo, dejaron sembrada para siempre la
pasión por el fútbol.
Archivo Diners.

Fue, en su origen, un juego eminentemente plebeyo y hasta mortífero. “Se


disputaba en montoneras –escribe Galeano–, y no había límite de jugadores, ni de
tiempo, ni de nada. Un pueblo entero pateaba la pelota contra otro pueblo,
empujándola a patadas y puñetazos hacia la meta, que por entonces era una lejana
rueda de molino.

Los partidos se extendían a lo largo de varias leguas, durante varios días, y a


costa de varias vidas”. Era un espectáculo desastroso que algunos reyes
intentaron prohibir, sin suerte. Exaltaba un espíritu tribal que todavía no ha
desaparecido si se tienen en cuenta los desafueros monumentales que
protagonizan en todos los estadios de Europa los temibles hooligans.

Shakespeare, en el Rey Lear, pone en boca del duque de Kent una invectiva feroz
contra otro personaje relacionada con la caótica diversión: “Tú, despreciable
jugador de fútbol”, le dice.

En la Italia del Renacimiento el fútbol se llamó calcio, nombre que todavía se


mantiene luego que Mussolini lo recuperó para despojar al fútbol italiano de sus
universales denominaciones en inglés. El calcio, que agrupaba a 27 hombres,
hacía furor en Florencia. Maquiavelo era un buen jugador y Leonardo da Vinci
un aficionado irreductible.

La pasión por este juego llegó hasta el Vaticano, si se le cree a Galeano y sus
fuentes informativas. Él sostiene que los papas Clemente VII, León XIII y
Urbano VIII se arremangaban sus vestiduras para jugarlo en los jardines del
Vaticano en sus momentos de esparcimiento.

Vea tambien: Encuentro Ilustre: la primera edición del festival


de historia y cultura en Bogotá

Pinturas encontradas en Teotihuacán y en Chichén-Itzá demuestran que mucho


antes que aparecieran los españoles, los indios jugaban algo parecido al fútbol en
México y América Central. Dichas pinturas representan personajes pateando la
pelota o sirviéndose de los pies y no de las manos para jugar con ella a la manera
que siglos después hicieron famosos a Pelé y Maradona.

De su lado, misioneros jesuitas se sorprendieron viendo a los indios guaraníes del


Alto Paraná jugando a la pelota de la misma manera que se hacía en la Península
Ibérica. Y algo similar vieron otros religiosos en la región amazónica de Bolivia.
Todo indica, pues, que el juego de empujar una bola hacia la meta del equipo
contrario responde a un instinto humano universal.

Archivo Diners.

Lo que sí debe reconocerse es que los ingleses pusieron orden al tumulto plebeyo
que con un derroche de patadas, empujones y puñetazos, hacía siglos ya tenía el
nombre de fútbol. Todo indica que esta pasión popular acabó contagiando a los
hijos de la aristocracia, de tiempo atrás familiarizados con el rugby. Para ellos
todo fue cuestión de servirse de los pies y no de las manos.
Pero llegó el momento en que las autoridades académicas de Cambridge
consideraron necesario poner orden en las canchas con un reglamento estricto.
Establecido en 1846, dicho reglamento tardó algo más de veinte años en
abandonar los prados universitarios para ser admitido por los clubes ingleses.

Fue el comienzo de la que hoy presenciamos. Sólo el comienzo, pues el


reglamento no limitó la duración de los partidos ni la extensión de la cancha, ni
siquiera la altura del arco. No había árbitro ni arquero, personajes que surgieron
años después: el arquero en 1871 y el árbitro en 1872.

El penal o penalti, establecido por primera vez en 1891, evitó huesos rotos y
hasta muertos porque el área candente del juego, la vecina al arco, era escenario
de una sangrienta batalla donde todo parecía permitido, fuera para meter un gol o
para evitarlo. La Fifa, Federación Internacional de Fútbol Asociado, nació en
1904 y acabó dándoles una dimensión universal a las normas inglesas.

Naturalmente que la biblia de Galeano no podía pasar por alto los aportes
sustanciales que hicieron al fútbol países donde esta pasión prendió y se regó con
la rapidez de la pólvora: Argentina y Brasil. El escritor uruguayo sabe encontrar
secretas analogías entre estos aportes y el tango, de una parte, y la samba, de otra.

Aunque el fútbol lo llevaron a Buenos Aires los marineros ingleses, y en sus


primeras demostraciones tenía un sello rígidamente británico, los porteños de los
suburbios no tardaron en copiar en la cancha, para burlar la vigilancia de las
defensas, las filigranas traviesas del tango.

Inventaron el toque rápido, desconcertante y malicioso, en vez de ese juego largo


de los ingleses. Hicieron de esto un arte. Y de su lado los brasileros introdujeron,
bajo la inspiración de la samba, los quiebres de cintura, las fintas, el juego veloz
de piernas.

El hecho es que cuando los jugadores uruguayos, que habían hecho suyo el estilo
del fútbol porteño, por primera vez cruzaron el Atlántico para jugar en las
canchas europeas, fascinaron a muchos espectadores. El escritor Henry de
Montherlant llegó a decir que al lado del fútbol jugado por ellos, el de Europa era
sólo un pasatiempo de escolares.

Y en realidad Uruguay en aquel debut internacional derrotó a Yugoslavia por


siete goles a cero, lo cual no impidió que la bandera oriental fuera izada al revés
y que en vez del himno nacional uruguayo se difundiera por los parlantes una
marcha de Brasil.

La biblia de Galeano pasa revista a los mundiales y a los más célebres ídolos del
fútbol: los españoles Divino Zamora y Joseph Samitier; los brasileños Artur
Friedenreich y Pelé (los dos mayores goleadores de la historia del fútbol, con
1.329 goles el primero y 1.279 el segundo) y Garrincha; los argentinos
Pedernera, Di Stéfano, Amadeo Carrizo y Maradona; Raymond Kopa, el arquero
Lev Yashin, el alemán Uwe Seeler, el inglés Stanley Matthews, Platini y tantas
otras luminarias que ahora culminan con Zidane, la máxima figura del fútbol
francés.

El precursor de todos ellos fue Leandro Andrade, un lustrabotas de Montevideo.


Era negro, el primero que vieron en París jugando al fútbol. Bautizado por los
periódicos como La Maravilla Negra, se quedó en París, embelesado por su
propia gloria.

Por un tiempo se convirtió en el rey de los cabarés de Pigalle. Gloria efímera y


traicionera, pues en aquella década de 1920 un jugador no llegaba a recibir las
sumas millonarias de hoy. Así que cuando los años lo retiraron de la cancha (la
vejez de un jugador empieza a los 30 ó 35 años), Andrade se quedó sin un peso.
Murió muchos años después en un hospital de caridad, tuberculoso.

El fútbol ha rozado la vida de famosos personajes. Camus fue arquero en Argel y


el Che Guevara entrenador y también arquero en Leticia (Colombia) cuando era
todavía un joven aventurero que recorría Sudamérica en moto. Su compañero de
adolescencia hizo estremecer, tiempo más tarde, los estadios: Adolfo Pedernera.
Deporte de evasión, opio de los pueblos, reminiscencia tribal, para unos; fuente
de tristezas o de alegrías delirantes y espectáculo fascinante para otros, el fútbol
es un negocio que mueve sumas astronómicas: 225.000 millones de dólares por
año, calculaba el célebre zar de la Fifa, João Havelange, en 1994.

Probablemente esa suma es hoy mayor. Negocio y delirio de multitudes, una


pasión universal. Una gran misa pagana, dice Galeano. Y tiene toda la razón.

Das könnte Ihnen auch gefallen