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DEVS

MORTALIS
Cuaderno de Filosofía Política

Dossier: Carl Schmitt

Hobbes - Montesquieu - Heidegger - Hernández

Von Mohl: Representación y mundo estatal


In memoriam
Jorge Eugenio Dotti
(1947-2018)
Deus Mortalis

Director: Jorge E. Dotti

Consejo editorial:

Sebastián Abad
Universidad de Buenos Aires - Universidad Pedagógica Nacional

Claudio Amor (†)


Universidad Nacional de Quilmes

Alberto M. Damiani
Universidad Nacional de Rosario - conicet

Jorge E. Dotti
Universidad de Buenos Aires - conicet

José Luis Galimidi


Universidad de Buenos Aires - Universidad de San Andrés

Leiser Madanes
Universidad Nacional de La Plata - cif

Andrés Rosler
Universidad de Buenos Aires - conicet

Diseño: Gustavo Pedroza


Universidad Nacional de Lanús

Diagramación: Silvana Ferraro


Corrección: Roberta Zucchello

Editor responsable y propietario: Jorge E. Dotti


Sección de Filosofía Política y Social
Instituto de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras (uba)
Dirección postal: Zapiola 1941 - (1428) Buenos Aires
jorgedotti@fibertel.com.ar

issn1666-5007
Registro de la propiedad intelectual 509868
Lugar de edición: Buenos Aires. Periodicidad anual
DEVS
MORTALIS
Número 12, 2018

Jorge E. Dotti (1947-2018) 9

Dossier Carl Schmitt

Francisco Bertelloni El problema de la doble soberanía:


desde la teoría política clásica
hasta Carl Schmitt 13

Jorge E. Dotti Técnica y neutralización en Carl Schmitt 37

Sebastián Abad La invisibilidad de la Iglesia: el valor


en la ética estatal 83

Andrés Rosler Carl Schmitt y las dos caras


de la violencia política 113

Miguel Saralegui Schmitt lector de Cossio y Borges 153

Temas

Mario Miceli La razón de Estado en Giovanni Botero:


una teología política entre omnipotencia
y contingencia 175

Luciano Venezia ¿Qué diferencia hace el poder soberano? 211

Diego Vernazza Montesquieu, precursor de otra ciencia social 225

Martín Böhmer
y José Luis Galimidi Caída y salvación en el Martín Fierro 241
Rodrigo Páez Canosa Pueblo sin representación. El esteticismo
político de Martin Heidegger 277

Elisa Goyenechea Arendt sobre Platón: la profesionalización


de la política 345

Biblioteca Robert von Mohl. Representación


y mundo estatal
Introducción, traducción y notas
de Damián Rosanovich
Damián Rosanovich Dilemas de la representación política
en el liberalismo alemán: Robert von Mohl 375
Robert von Mohl El concepto de representación en relación
con la totalidad del mundo estatal 397

Resúmenes / Summaries 429


Jorge E. Dotti
(1947-2018)

El pasado 21 de marzo falleció en Santiago de Chile Jorge Eugenio Dotti, quien


fuera una de las figuras más importantes de la filosofía política en nuestro país.
Dotti se encontraba en Chile dictando un seminario en la Universidad Diego
Portales.
Nacido en Buenos Aires el 14 de febrero de 1947, obtuvo el doctorado en la
Università degli Studi di Roma con la tesis «Logica e politica nella filosofia del
diritto di Hegel», dirigida por Lucio Colletti. De regreso a la Argentina, se incor-
poró al Departamento de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA),
primero en las cátedras de Gnoseología y de Metafísica, y luego inaugurando la
cátedra de Filosofía Política, cuya titularidad aún ejercía. Activo integrante del
Club de Cultura Socialista, miembro del comité editorial de las revistas Punto de
vista, Espacios y La ciudad futura –donde se debatían los fundamentos de la
nueva etapa que se iniciaba en nuestro país–, Jorge Dotti ocupó un lugar desta-
cado en el espacio público desde el advenimiento de la democracia, sin voluntad
de ejercer otro cargo que el de profesor universitario.
En el año 2002 Jorge Dotti creó Deus Mortalis, porque Deus Mortalis fue una
creación enteramente suya, a su imagen y semejanza. En estos anuarios de filo-
sofía política colaboraron estudiosos argentinos y extranjeros de las más diversas
corrientes de pensamiento. La calidad de los artículos publicados y el cuidado de
la edición (Dotti supervisaba personalmente todo: la calidad de la cartulina de
tapa, las ilustraciones, la tipografía, etc.) hicieron de los sucesivos volúmenes de
Deus Mortalis verdaderos objetos de culto, buscados y atesorados por bibliófilos
y coleccionistas. El pensamiento político se abrió en sus páginas a la literatura

Deus Mortalis, nº 12, 2018, pp. 9-10


(Shakespeare, Cervantes, Sófocles, James Joyce, Melville), a la música (Rousseau,
Adorno), al cine, a la Biblia, además de incluir dossiers especiales sobre libera-
lismo, los pensadores griegos, Alexandre Kojève, Agamben, Leo Strauss, Carl
Schmitt, distopías renacentistas, entre otros temas de interés.
Del «back stage» de la producción de Deus Mortalis rescatamos otra cualidad
del trabajo intelectual con Jorge: la alegría en las reuniones para preparar cada
volumen, o en las que celebrábamos su aparición. La tristeza y sensación de or-
fandad que ha producido su fallecimiento entre sus colegas y amigos es testimo-
nio de su generosidad, calidez y hombría de bien.
El próximo número de Deus Mortalis –sea impreso o electrónico– será un vo-
lumen dedicado a su obra, en el que el lector encontrará una bibliografía com-
pleta de su producción intelectual. Se podrá apreciar así la diversidad de aportes
realizados a lo largo de su extensa carrera en el apasionante mundo de la filosofía.

Consejo Editorial
Dossier
Carl Schmitt
El problema Francisco Bertelloni

de la doble soberanía:
desde la teoría política clásica hasta Carl Schmitt1

1. El problema de la doble soberanía en un texto de C. Schmitt

¿Es posible leer el desarrollo de algunos de los momentos más relevantes de la


teoría política, desde la Antigüedad clásica hasta hoy, a la luz de un único hilo
conductor? En un rápido comentario a Die Religionskritik Spinozas de Leo
Strauss, Carl Schmitt ha sugerido esa posibilidad:

… Hobbes combate la típica escisión judeocristiana de la unidad política originaria. Según Hobbes la
distinción entre los dos poderes, el temporal y el espiritual, era ajena a los paganos, porque la religión
era, a sus ojos, parte integrante de la política; […] la Iglesia romana papal […] vive de esa separación
del poder espiritual y el temporal, capaz de aniquilar al Estado. La superstición y el abuso de extrañas
creencias en los espíritus […] han destruido la unidad pagana originaria y natural de la política y la
religión.2

El texto de Schmitt alude al problema de las dos potestates e identifica su ori-


gen. Algo anacrónicamente, hoy el problema podría ser llamado «problema de
la doble soberanía» o de la «simultaneidad de dos soberanías». Schmitt hace de
esa doble soberanía una suerte de leitmotiv con el que unifica y compromete
fuertemente cuatro momentos centrales de la historia y de la teoría políticas:

1. Este artículo reproduce el texto de la conferencia leída el 13 de agosto de 2015 en la mesa presidida
por Carlos Strasser durante el XII Congreso Internacional de Ciencia Política, organizado por la
Sociedad Argentina de Análisis Político (SAAP) en la Universidad Nacional de Cuyo. Una primera
y sintética versión de esa conferencia fue publicada después, bajo el título de «La doble soberanía
desde la edad media hasta Hobbes», en Avatares filosóficos 3, 2016, pp. 71-82. El texto que se publica
aquí es una versión revisada, actualizada y sensiblemente aumentada de los dos textos anteriores.
2. Schmitt, C., Der Leviathan in der Staatslehre des Thomas Hobbes. Sinn und Fehlschlag eines poli-
tischen Symbols. Edition Maschke Hohenheim, Köln-Lövenich, 1982, p. 21.

Deus Mortalis, nº 12, 2018, pp. 13-36


francisco bertelloni

(1) la unidad política originaria del mundo pagano-clásico; (2) la ruptura judeo-
cristiana3 (i.e. romano-papal) de esa unidad de los poderes espiritual y tempo-
ral; (3) el intento de Hobbes de neutralizar esa ruptura llevada a cabo, según
Schmitt, por «la Iglesia romana papal»; y (4) el decidido Plädoyer de Schmitt
en favor del Estado unitario («el Estado moderno exige voluntad y espíritu
unitarios»),4 equivalente a su plena adhesión al programa hobbesiano de desac-
tivación de esa ruptura.
Mi propósito aquí es triple. Primero intentaré reconstruir la historia de esos
momentos. Luego procuraré mostrar el significado teórico del problema de la
doble soberanía que Schmitt presenta como protagonista –directo o indirecto–
de una historia de doce siglos. Para hacer más clara esa historia, agregaré a esa
reconstrucción otros momentos que, si bien no son mencionados por Schmitt,
también forman parte de esa misma historia y la completan. Y en tercer lugar
intentaré ilustrar los momentos más relevantes de mi reconstrucción con cuatro
pasajes de los capítulos XXIX y XLVII del Leviatán, que aluden puntualmente
y con irreprochable precisión histórica a cada uno de esos momentos. Aunque
esas referencias del Leviatán puedan resultar algo fugaces, sin embargo ellas
ponen de manifiesto una notable deuda hobbesiana con hechos históricos muy
puntuales en la construcción de su teoría. Esa deuda de Hobbes con la historia
invita a tomar en consideración esos pasajes cuya fugacidad de ninguna manera
debe opacar su relevancia en la construcción de la argumentación del Leviatán.
Pues se trata de pasajes que ponen de manifiesto la visión retrospectiva que la
teoría política de la temprana modernidad lanza sobre sus antecedentes clásicos
y sobre algunos de los problemas irresueltos que ella hereda del pensamiento
político precedente y se propone resolver.

3. La expresión «judeocristiana» que aquí emplea Schmitt es, en mi opinión, algo confusa. Aunque
ella aparenta envolver judaísmo y cristianismo, creo que Schmitt parece referirse sólo al cristianismo,
al que aquí presenta como religión enraizada en orígenes judíos (quizá por ello utiliza la expresión
«judeocristiana»). No es el caso discutir aquí esa concepción. Más importante es tomar nota de que
este texto de Schmitt suscribe, sin reservas, una tesis principal de Hobbes según la cual el protagonista
de la escisión de la unidad política originaria es el cristianismo en su versión romano-papal, que en el
texto es directamente aludido con la formulación «La superstición y el abuso de extrañas creencias
en los espíritus» (i.e. la filosofía y teología de la escolástica). Schmitt excluye explícitamente al ju-
daísmo de esa escisión cuando, en ese mismo párrafo –que, en favor de la brevedad, obvié en la cita–,
escribe: «die Juden bewirkten die Einheit von der religiösen Seite her» («los judíos construyeron la
unidad desde lo religioso») (ibid., el destacado es mío). Creo que, con ello, Schmitt alude a una suerte
de contrafigura judía de la unidad pagana originaria: mientras que la primera unifica política y reli-
gión desde la religión, la segunda las unifica desde la política.
4. «… die […] Armatur einer modernen staatlichen Organisation erfordert einen einheitlichen Willen
und einen einheitlichen Geist» (Der Leviathan…, op. cit., p. 118).

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el problema de la doble soberanía: desde la teoría política clásica hasta carl schmitt

Tal como lo sugiere el texto de Schmitt, la lógica política del binomio monismo
(soberanía única) / dualismo (doble soberanía) remonta su origen hasta el mundo
clásico precristiano, primero helenístico y luego romano. Más tarde esa misma
lógica conoce inflexiones en el siglo V, cuando la Iglesia cristiana comienza a
formar parte del Imperio en el mundo romano cristiano-bizantino. A partir de
entonces el problema irrumpe de modo vertiginoso para desencadenar desarro-
llos teóricos altamente relevantes, cuyas repercusiones llegan hasta la teoría po-
lítica moderna. En efecto, el problema es heredado, primero, por el mundo
cristiano medieval europeo, cuya literatura política privilegia mayormente la ló-
gica del dualismo. A principios del siglo XIV Marsilio de Padua combate ese
dualismo y defiende con vehemencia el monismo, que entiende como soberanía
única del poder civil. El monismo vuelve a aparecer con insistencia en la primera
mitad del siglo XVI en la Inglaterra de Enrique VIII (1491-1547). Y luego ese
mismo monismo reaparece entre fines del siglo XVI y principios del XVII en la
Inglaterra de Jacobo I (1566-1619). El jesuita Francisco Suárez (1548-1617) re-
toma y unifica toda esa tradición: critica el monismo inglés, identifica a Marsilio
de Padua como presunto inspirador de ese monismo, emprende una fuerte de-
fensa del dualismo político como excusa para garantizar la independencia de la
Iglesia respecto del poder civil y, al mismo tiempo, para asegurar la superioridad
eclesiástica sobre ese poder civil. Hobbes en el Leviatán (1651) combate con
vehemencia el dualismo, cuyo origen atribuye a la Iglesia romana. Y por último
Schmitt vuelve a defender el monismo y la soberanía única, cuyo mejor expo-
nente encuentra, sin duda, en Thomas Hobbes.
A efectos de facilitar la comprensión de este artículo quizá no sea superfluo
recordar que una inteligencia correcta y completa del problema de la doble so-
beranía enfrentado por Hobbes en el siglo XVII exige reconstruir la historia del
problema desde su origen, i.e. desde el momento en que el problema nace en el
siglo V para comenzar a ejercer, a partir de ese momento y de modo insistente,
su fuerte influencia en la teoría política europea. Sólo la identificación del origen
del problema de la doble soberanía y su seguimiento a lo largo de su historia
permitirá entender su vigencia y su continuidad desde sus comienzos hasta la
modernidad, además de su relevancia en la teoría política de Hobbes.

2. Las consecuencias del problema de la soberanía vacante


de Roma según la interpretación de Ernst Benz

Ernst Benz nos ha transmitido un modelo interpretativo de máxima utilidad para


entender ese origen y sus consecuencias teórico-políticas. El modelo de Benz ex-

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francisco bertelloni

plica ese origen tomando como punto de partida los hechos acaecidos en el ámbito
del Imperio romano a partir del momento de su cristianización.5 Recurriendo a
ese modelo puede afirmarse que después de la cristianización del Imperio, después
del traslado de su capital a Bizancio en el siglo IV, y por último, después de la caída
de Roma en el siglo V y con posterioridad a su consecuente desaparición como
sede de la parte occidental del Imperio, tres voces cristianas formularon sendas
interpretaciones acerca de la caída de Roma y acerca del espacio político que esa
desaparición había dejado vacante. Cada una de esas tres voces se presentó como
una diferente propuesta cristiana sobre el futuro destino de la soberanía romana
vacante y sobre la posible continuidad de esa soberanía imperial. La primera pro-
puesta provino del Imperio cristiano romano-bizantino. La segunda fue de San
Agustín. Y la tercera del obispo de Roma, i.e. del Papado romano. En la mutua
interrelación entre esas propuestas se anuncia el origen histórico más remoto del
futuro rumbo que luego habría de tomar el problema de la doble soberanía en la
teoría política europea, por lo menos hasta Thomas Hobbes.

2.1. La propuesta bizantina

La propuesta del Imperio cristiano-bizantino se apoyaba sobre dos ideas.


La primera idea había sido transmitida por una inveterada tradición que se re-
montaba, por lo menos, hasta el Imperio helenístico. Esa tradición, arraigada en
la antigua cultura imperial, se transmitió desde el Imperio helenístico al Imperio
romano ya antes de su cristianización, y luego fue heredada por el Imperio ro-
mano cuando éste se transformó en Imperio romano cristiano. Esa tradición en-
tiende el Imperio como un poder político que incluye, dentro de sí, también la
jurisdicción sobre la religión. Del mismo modo como en el mundo helenístico, y
luego en el romano, la autoridad política del emperador recaía sobre todo el Im-
perio –incluida su religión–, cuando el Imperio se cristianiza su autoridad se ex-
tiende, también, sobre la Iglesia cristiana, que pasa a ser entendida como dimen-
sión interna al Imperio, i.e. como religión del Estado.6 La historiografía ha
bautizado esta concepción con el nombre de césaropapismo. Éste hacía de la reli-
gión una parte más de la política del Imperio, i.e. una dimensión interna de la es-
tructura imperial, y por ello concebía al emperador como un supremo poder polí-
tico y, además, religioso, sin admitir distinciones entre religión y política. Por esa
razón, en Constantinopla, las relaciones entre Imperio e Iglesia evidencian un

5. Cfr. Benz, Ernst, Geist und Leben der Ostkirche. Rowohlt, Hamburg, 1957, pp. 136 y ss.
6. Cfr. Congar, Yves, Eclesiología. Desde San Agustín hasta nuestros días, en M. Schmaus, A. Grillmeier
y L. Scheffczyk (eds.), Historia de los dogmas, T. III, Cuad. 3c-d. BAC, Madrid, 1976, pp. 41 y s.

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el problema de la doble soberanía: desde la teoría política clásica hasta carl schmitt

monismo de poderes que no separa la Iglesia del Imperio y que tampoco admite
división entre el emperador y el papa. Es importante tener en cuenta que ese mo-
nismo era de origen predominantemente cultural. Es decir, no se trataba de una
teoría propiamente dicha, sino de un componente ateórico, pero por ello mismo,
de un integrante inseparable del patrimonio de la cultura helenística y luego ro-
mana. El monismo césaropapista era ostensiblemente equivalente a una suerte de
teología política que entendía al emperador como el primero después de Dios, sin
intermediarios, imagen terrestre del poder monárquico absoluto de Dios, único
custodio e intérprete del cristianismo, en síntesis, una suerte de absoluto en la
tierra. Se trataba de una reformulación cristiana de la antigua idea romana del ca-
rácter divino del emperador, tal como lo expuso el biógrafo del emperador, Eusebio
de Cesarea, en su panegírico del emperador Constantino, la Vita Constantini.7
La segunda idea sobre la que se apoyaba la propuesta del Imperio cristiano-
bizantino no era cultural, sino histórica. Ella sostenía que la desaparición de la
parte occidental del Imperio transformaba a la cabeza de la parte del Imperio
subsistente en automática heredera histórica de la soberanía que Roma dejaba
vacante. Ello hacía de Constantinopla la sucesora histórica, natural y directa de
esa soberanía vacante, que se convertía así en sede de toda la soberanía universal
romana. Más aún, la desaparición de la primera Roma transformaba a la Cons-
tantinopla cristiana en la segunda o –así se la llamó– nueva Roma, con todos los
atributos y pretensiones propios de la primera Roma.
Se observará que, dentro del contexto en el que ambas ideas aparecen, ellas
presentaban un carácter casi indiscutible. En efecto, indiscutible parecía la idea
que sostenía la pertenencia de la religión a la política del Imperio, pues cuando
éste se cristianiza, sustituye automáticamente la vieja religión pagana por el cris-
tianismo, que, aunque logró imponerse como religión del Imperio, nunca logró
alterar la tradicional estructura de pertenencia de la religión a la politicidad de ese
Imperio. Por ello, en el Imperio cristianizado, la religión –ahora cristiana– siguió
siendo un brazo interno de la política imperial. Y también parecía indiscutible la
idea que hacía de Constantinopla la capital del Imperio que, por herencia histó-
rica, recibía automáticamente la soberanía romana vacante y que, por ello, exten-
día su soberanía sobre todos los romanos, orientales y occidentales.

7. De Vries, Wilhelm, Orthodoxie und Katholizismus. Gegensatz oder Ergänzung. Herder, Freiburg-
Basel-Wien, 1965, pp. 21 y ss. Para la construcción de la figura de Constantino como primero des-
pués de Dios, véase la Vita Constantini de Eusebio, L. I, 4-6, accesible hoy en traducción inglesa
(Eusebius. Life of Constantine. Introduction, translation and commentary by Averil Cameron and
Stuart G. Hall, Clarendon Press, Oxford, 1999, p. 69) o española (Eusebio de Cesarea, Vida de Cons-
tantino. Introducción traducción y notas de Martín Gurruchaga, Gredos, Madrid, 1994, pp. 145 y s.).

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francisco bertelloni

Si estas dos ideas –la concepción cultural que reunía en el Imperio religión y
política y la concepción histórica que hacía de Constantinopla la heredera de la
soberanía vacante de Roma– se consideran juntamente, de su conjunción resul-
taba que el Imperio romano cristiano se transformaba en sede de la soberanía de
un Imperio cristiano con alcance universal sobre todos los romanos, que, por lo
demás, eran cristianos. Por ello, según la propuesta bizantina, la renovación del
Imperio se verifica en Constantinopla, ciudad que representaba un nuevo y gran
cristianismo, ahora triunfante y con realización histórica y terrena. El nombre de
nueva Roma, nea Roma, expresa, por una parte, la continuidad histórica y cultu-
ral, en Bizancio, de la plenitud de poder de la vieja Roma que desaparece. Y ade-
más, la nueva Roma constituye la ruptura con el carácter pagano de ese mundo.
Bizancio es ahora la Roma cristiana que efectiviza toda la pretensión de poder del
Imperio romano, pero según la ley de Cristo. Constantinopla, el nuevo nombre de
Bizancio, inauguraba un nuevo eón en la historia de la romanidad, el eón cristiano.
En lo sucesivo, Constantinopla representa y es protagonista principal de una
nueva historia que quiere dejar atrás el paganismo político para convertirse en
representante de una situación nueva: el cristianismo político.

2.2. La propuesta de San Agustín

La segunda propuesta provino de San Agustín. La caída de Roma había generado


entre la aristocracia romana un fuerte reproche contra los cristianos. El reproche
sostenía que la causa de la caída había sido el rechazo cristiano de los dioses na-
cionales que hasta ese momento habían sido el sostén de Roma. Para excusar al
cristianismo de esa acusación de irreligiosidad pagana, Agustín desarrolló una
ambiciosa teología de la historia que intentó identificar el verdadero paganismo.
De allí el título de su obra: De civitate Dei contra paganos.
Más allá del discurso apologético de Agustín, en su tratado sostiene el carácter
estrictamente transhistórico de la civitas Dei. Pues Agustín no mira con simpatía
hacia el cristianismo consolidado en Bizancio. Y menos aún se deja seducir por
el césaropapismo bizantino como espacio de posible realización o de triunfo del
cristianismo en la historia. Por ello, su propuesta ante la caída de Roma nunca
quiso ser política. Para Agustín el triunfo del cristianismo no debía ser el de un
poder histórico o terreno, sino el de la civitas Dei entendida como fenómeno
atemporal y escatológico.
Con ello, la civitas Dei agustiniana se presentaba como un exitus que, sin duda,
resulta de la historia, pues es durante el curso temporal de la historia que ella se
va constituyendo de acuerdo con las obras de los hombres. Pero esa civitas sólo
se concretará y eclosionará fuera de la historia, pues es esencialmente postempo-

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el problema de la doble soberanía: desde la teoría política clásica hasta carl schmitt

ral y escatológica.8 Ese carácter marcadamente no histórico y apolítico que Agus-


tín atribuye a la civitas Dei equivalía a sostener que la soberanía vacante de Roma
no debía identificarse con un poder político cristiano terreno. En cambio, esa
vacancia encontraría su sede en una ciudad mística de definición posthistórica.
Pues si bien la civitas Dei de Agustín ya comienza a existir en el tiempo, su exis-
tencia temporal es sólo peregrina («civitas autem celestis vel potius pars eius,
quae in hac mortalitate peregrinatur et vivit…»9) y a la espera de su efectivización
después del tiempo. Por ello, al mismo tiempo que la civitas Dei carecerá de po-
testas coactiva en este mundo, la Iglesia es solamente una suerte de simple repre-
sentación terrena incompleta de esa civitas Dei posthistórica.10

2.3. La propuesta del obispo de Roma

La tercera propuesta fue la del obispo de Roma, el papa. Mientras la propuesta


bizantina se presentaba como una concepción no teórica, cuyos fundamentos
enraizaban, sobre todo, en la historia y en la cultura del Imperio, los fundamen-
tos de la propuesta romana papal comenzaron a ser construidos como un sólido
sistema doctrinal apoyado en la interpretación del texto bíblico. De esa interpre-
tación papal también resultó una teología política.11 Ésta empieza a aparecer ya en
el siglo V, casi en simultaneidad con la consolidación de la propuesta bizantina,
cuando el Papado emprende la tarea de construcción de la teoría de la monarquía
papal como contrafigura política de la monarquía bizantina y como respuesta al
césaropapismo y a su propuesta de continuidad de la soberanía romana en Bizan-
cio.12 En efecto, al mismo tiempo que Bizancio presentaba la figura del empera-
dor como primero después de Dios, Roma desplazaba esa primacía hacia el
obispo de la sede apostólica romana.

8. Curiosamente, también Hobbes reproduce esa misma distancia agustiniana –por lo demás, caute-
losa– respecto de la posibilidad de una realización del cristianismo en la historia, cuando escribe que
el reino de Cristo «… se realizará en el mundo venidero […]; entonces Cristo juzgará el mundo y
hará un estado espiritual (Spirituall Common-wealth)» (cfr. Hobbes, Thomas, Leviathan. Ed. Noel
Malcolm, Clarendon Press, Oxford, 2012, cap. 42, p. 918).
9. San Agustín, De civitate Dei, XIX, 17
10. Para una presentación sintética de la teología agustiniana de la historia que incluye una interpre-
tación de las ideas de Agustín sobre la ciudad de Dios en clave escatológica y de la realización del
cristianismo como fenómeno fundamentalmente transhistórico, véase Löwith, Karl, Weltgeschichte
und Heilsgeschehen. Die theologischen Voraussetzungen der Geschichtsphilosophie. Kohlhammer,
Stuttgart, 1953, pp. 148 y ss.
11. Cfr. Ullmann, Walter, Principles of Government and Politics in the Middle Ages. N. York, 1961,
p. 111.
12. Cfr. Ullmann, Walter, «Leo I and the Theme of Papal Primacy», Journal of Theological Studies
NS 11, 1960, pp. 25-51.

19
francisco bertelloni

Así, emperador y papa se presentaron como contendientes y pretendientes al


ejercicio de la misma soberanía, pues ambos aspiraban a erigirse como sede de la
misma inmediatez respecto de Dios y de la misma primacía sobre todos los súb-
ditos del Imperio, que el papa consideraba como cristianos y Bizancio como
romanos. La controversia, obviamente, tenía sus motivos, el más relevante de los
cuales quizá haya sido la aspiración a esa inmediatez, que hacía de uno u otro el
primatus, i.e. lo transformaba en intérprete del verdadero cristianismo y, simul-
táneamente, en un ab-solutus que es origen y sede de la totalidad de la soberanía.

3. Primer conflicto: entre la monarquía del obispo de Roma


y la monarquía bizantina: «… the Papacy, is no other, than the Ghost
of the deceased Roman Empire» (Hobbes)

Cada una de estas tres interpretaciones alcanzó una fortuna histórica diferente.
La voz de la ciudad de Dios «mística» de Agustín careció de fortuna en la futura
historia política europea.13 En cambio, entre Bizancio y el Papado se genera un
intenso y largo conflicto, pues emperador y papa se disputan tanto el título de
primatus, i.e. primero después de Dios, como el de soberano sobre los mismos
súbditos. Según Bizancio, el primado pretendido por el Papado se opone a la
tradición histórica y cultural romanas.14 En cambio, según el Papado, que se pre-
senta como titular de la nueva soberanía universal de la Iglesia romana, Bizancio
no puede ser sede de un universalismo cristiano centrado en el emperador por-
que ello destruye la primacía del sacerdocio resultante de la exégesis de la Biblia
y de la teología política resultantes de su interpretación.
Podrá percibirse que de esta conflictiva situación planteada por ambos preten-
dientes al ejercicio de la misma soberanía, resultaba una paradoja de muy difícil
resolución. En efecto, según la teología política de Bizancio la máxima autoridad
de la Iglesia es el emperador porque éste es una autoridad política, imagen de la
monarquía divina, cuya jurisdicción se extiende sobre todos los romanos, incluido
el obispo de Roma, que también es romano. En cambio la teología política cons-

13. No paso por alto el resultado de las investigaciones de Arquillière concernientes a la tendencia de
Agustín «à absorber l’ordre natural dans l’ordre surnaturel». A partir del papa Gregorio I esta simple
tendencia comenzó a convertirse en una absorción efectiva. Con todo, esa absorción no fue respon-
sabilidad agustiniana (cfr. Arquillière, H. X., L’augustinisme politique. Essai sur la formation des
thèories politiques du moyen âge. Paris, 1972, p. 38).
14. Sobre la visión bizantina de la primacía papal, véase Nicol, Donald M., «The Byzantine View of
Papal Sovereignty», en Diana Wood (ed.), The Church and Sovereignty (c. 590-1918). Essays in ho-
nour for Michael Wilks. Oxford 1991, pp. 173-185.

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el problema de la doble soberanía: desde la teoría política clásica hasta carl schmitt

truida por la sede apostólica romana presentaba el poder del obispo de Roma
como una máxima autoridad religiosa cuya jurisdicción, también universal, se
extiende sobre todos los cristianos, incluido el emperador romano-bizantino, que,
según el papa, era un cristiano más.15 Desde perspectivas diferentes –pero con
sólidos argumentos en ambas partes–, emperador y papa esgrimen las mismas
pretensiones: su reconocimiento como primer cristiano y, por ello, como el su-
premo intérprete del cristianismo. Pues allí donde reside la cabeza del cristianismo
reside la verdadera Iglesia. Ambos aspiraban a transformarse en sede de la misma
soberanía universal: imperial-cristiana la bizantina, eclesiológico-política la papal.
Sabemos que hasta el siglo XV, en Oriente, el Imperio salió airoso de esta con-
tienda, mientras que el Papado romano triunfó sobre las pretensiones bizantinas
en Occidente, donde, durante casi diez siglos, hizo ostensibles sus pretensiones.
Hobbes registra ese triunfo papal. En el capítulo XLVII del Leviatán elenca al-
gunos de los obstáculos que deben ser removidos para neutralizar el conflicto
entre dos soberanos, y describe ese conflicto como «destructivo del Estado».
Hobbes alude allí al surgimiento del Papado romano, cuando éste se erigió como
aspirante a ocupar la soberanía vacante del Imperio romano que desaparecía, y
con una descripción tan breve como precisa, lo describe como un soberano que
llega para ocupar el mismo lugar de otro que desaparece:

Si consideramos el origen de este gran dominio eclesiástico [i.e. del Papado romano] se percibe que
el pontificado no es otra cosa que el fantasma del fenecido Imperio romano que se asienta, coronado,
sobre el sepulcro de ese mismo Imperio, porque el pontificado se alzó repentinamente sobre las
ruinas de este poder pagano.16

4. Segundo conflicto: entre los dos poderes (espiritual y temporal)


dentro de la potestas ecclesiae: «… a […] doctrine plainly and directly
against the essence of a Common-Wealth: that the Souveraign
Power may be divided» (Hobbes)

Cuando el Papado comienza a oponerse a la monarquía del monismo césaropa-


pista con su propia teoría de la monarquía papal, ésta muestra una novedad que
habría de hacer un camino exitoso en la teoría política hasta Hobbes. Pues aun-
que el intento de aplicación de la teoría de la monarquía papal fracasó en Oriente,
ello no obstaculizó su aplicación en Occidente, pero incluyendo ahora la distin-
ción y división entre el poder temporal y espiritual, y la subordinación del pri-

15. De Vries, Wilhelm, Orthodoxie und Katholizismus. Freiburg – Basel – Wien 1965, pp. 21-2.
16. Hobbes, Thomas, Leviathan, op. cit., cap. XLVII, p. 1118.

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francisco bertelloni

mero al segundo. Allí debutaba, en términos contemporáneos, la doctrina de la


doble soberanía. Ésta, bajo la forma de la distinción entre las dos potestates, dio
origen al prolongado conflicto teórico-político entre el poder espiritual y el tem-
poral que dominó en el mundo medieval de Occidente y constituyó el motivo
dominante de su teoría política.
Con ello, al primer conflicto entre la Roma papal y Constantinopla centrado
en torno de la titularidad del primatus y de la sede de la monarquía entendida
como única potestas, se agregaba ahora un segundo conflicto, provocado por la
división entre ambos poderes dentro de la misma monarquía papal y por el in-
tento papal de colocar al poder sacerdotal como un poder superior al temporal.
Este nuevo conflicto resultó del modo como el Papado romano entendió la es-
tructura interna de la autoridad monárquica que él, como primer cristiano, aspi-
raba a ejercer sobre todos los cristianos. Pues al mismo tiempo que el Papado
entendía su soberanía eclesiástica como monarquía única, que –sin lograrlo– que-
ría extenderse también hacia Oriente, el Papado incluía dentro de su concepción
de esa monarquía la teoría de la separación entre los dos poderes ejercidos por el
papa, pero aplicada, ahora con éxito, sobre Occidente. En la dicotomía introdu-
cida por el Papado en esa monarquía única debe verse el origen más remoto del
problema de la separación de poderes, que, como tema protagónico, ocupa toda
la teoría política medieval y luego se extiende, muy posiblemente a través de la
segunda escolástica, hasta Thomas Hobbes.
La primera mención medieval a la teoría de los dos poderes se registra a fines del
siglo V. Ella fue esbozada por primera vez por el papa Gelasio I en su famosa epís-
tola dirigida al emperador Anastasio I, en el año 494. En ella el Papado dirige a
Bizancio su primera advertencia orientada a desacreditar el monismo césaropa-
pista. En esa advertencia Gelasio I sostiene que no sólo existe el poder del empe-
rador, sino que son dos los poderes que gobiernan el mundo, la auctoritas pontifi-
cum y la potestas regalis, pero que la primera se encuentra por encima de la segunda
en virtud de la superioridad de sus fines.17 Ello sugiere, ciertamente por primera vez
en el discurso teórico-político cristiano, un evidente dualismo de poderes y, simul-
táneamente, una dependencia del reino respecto del sacerdocio que Gelasio funda-
menta en la superioridad de las funciones sacerdotales sobre las funciones reales.

17. «Duo qippe sunt, imperator auguste, quibus principaliter mundus hic regitur: auctoritas sacrata
pontificum et regalis potestas. In quibus tanto gravius est pondus sacerdotum, quanto etiam pro ipsis
regibus hominum in divino reddituri sunt examine rationem» [Hay, en verdad, augusto emperador,
dos poderes por los cuales este mundo es sobre todo gobernado: la sagrada autoridad de los papas y
el poder real. De ellos, el poder sacerdotal es tanto más importante cuanto que tiene que dar cuenta
de los mismos reyes de los hombres ante el tribunal divino] (cfr. Mirbt, Carl, Quellen zur Geschichte
des Papstums und des römischen Katholizismus. Mohr-Siebeck, Tübingen, 1924, p. 85.

22
el problema de la doble soberanía: desde la teoría política clásica hasta carl schmitt

Francis Dvornik, quizá el mejor conocedor de las relaciones entre el Papado y


Bizancio, ha leído ese dualismo iniciado por Gelasio como el generador, en Oc-
cidente, de una teoría política hasta ese momento inexistente y, por ello, nueva:
la teoría de la superioridad del poder espiritual sobre el temporal.18 Y agrega que
esa teoría no sólo operó como instrumento de ayuda a los canonistas del siglo XI
para desarrollar jurídicamente la idea de la superioridad del poder espiritual, sino
que, además y paradójicamente, habría producido un efecto totalmente contrario
al pretendido por el Papado, i.e. habría causado «la décadence de la papauté à la
fin du moyen âge».19 Pues, con el tiempo, la teoría de los dos poderes habría lo-
grado transformarse en el instrumento más funcional para construir una situa-
ción teórica opuesta a la que, con ella, quiso defender el Papado. Esa situación
tuvo lugar a partir de la segunda mitad del siglo XIII, cuando la teoría de los dos
poderes fue formulada con conceptos filosóficos y utilizada para fundamentar la
independencia del poder temporal respecto del espiritual. Así, mientras que en la
intención de Gelasio la distinción espiritual-temporal debía mantener el reino
dentro de la jurisdicción del sacerdocio, en cambio esa distinción fue el primer
paso hacia la separación de los poderes y la secularización de la política.
A partir de Gelasio el tema de los dos poderes se introduce en la teoría política
occidental y hace una carrera triunfal hasta fines del medioevo, cuando es solem-
nemente formulada en la bula Unam Sanctam (1302) por Bonifacio VIII: dos
potestates diferentes in ecclesia, una a favor de la Iglesia (pro ecclesia), la otra
ejercida de acuerdo con el arbitrio del sacerdocio (ad nutum sacerdotis).20 En lo
sucesivo, el problema de los dos poderes tendrá presencia permanente en la teo-
ría política, por lo menos, hasta Hobbes. El capítulo XXIX del Leviatán acusa
esa presencia, nuevamente con precisión, cuando menciona las causas que con-
tribuyen a la desintegración del Estado, una de las cuales, señala, consiste preci-
samente en la división de la soberanía, que describe así:

… doctrina directamente dirigida contra la unidad del Estado [ella afirma] que el poder soberano
puede ser dividido. Pero dividir el poder del Estado es disolverlo porque los poderes divididos se
destruyen mutuamente […].21

18. Cfr. Dvornik, F., Byzance et la primauté romaine. Editions du Cerf, Paris 1964, p. 52.
19. Ibid.
20. «Uterque [gladius] ergo est in potestate ecclesiae, spiritualis videlicet gladius et materialis. Sed is
quidem pro ecclesia, ille vero ab ecclesia exercendus, ille sacerdotis, is manu regum et militum, sed
ad nutum et patientiam sacerdotis» [Por tanto, ambas están en poder de la Iglesia, esto es, la espada
espiritual y la material. Pero ésta debe ser ejercida en favor de la Iglesia, aquélla por la Iglesia; aquélla
de la mano del sacerdote, ésta de la mano de reyes y caballeros, pero con la anuencia y sumisión al
sacerdote] (cfr. Mirbt, C., Quellen..., op. cit., p. 210).
21. Hobbes, Thomas, Leviathan, op. cit., cap. XXIX, p. 506.

23
francisco bertelloni

El pasaje identifica el nudo del problema que la teoría política hereda, directa-
mente, de la concepción papal que había comenzado a consolidarse ya en el siglo
V, en el momento álgido de su oposición al modelo bizantino. Esa oposición no
sólo se alimentaba de la pretensión de asumir la totalidad de la soberanía imperial
romana, sino también, y sobre todo, del modo como Bizancio y el Papado en-
tendían las relaciones entre religión y política: el primero como una unidad, el
segundo como una dualidad.

5. El dualismo político en la teoría política medieval:


«… every Subject is subject to two Masters» (Hobbes)

Mientras que el monismo bizantino no encontró ninguna repercusión en la teoría


política medieval del occidente europeo, en cambio el dualismo incluido en la
teoría de la monarquía papal hizo una carrera teórica exitosa. Pues el Papado
logró que un poder externo al poder estatal se transformara, durante siglos, en el
límite de la política. En el lenguaje del Papado ese límite tuvo su primer nombre:
potestas spiritualis. Por ello no parece erróneo afirmar que, o bien por adhesión
o por rechazo, el Papado romano fue la institución más eficiente al momento de
perfilar uno de los rasgos más recurrentes en la teoría política en Occidente, hasta
Hobbes: el dualismo de poderes.
En ese dualismo estaba implícita, además, otra novedad que también fue muy
eficiente al momento de generar teoría política: la relación de desigualdad entre
los dos poderes. Dicha desigualdad se percibe ya en el modo como la literatura
política papal entendió esa relación, i.e. como relación de superioridad del poder
espiritual sobre el temporal. Es obvio que, para evitar conflictos, tal desigualdad
debía ser correctamente definida. Como lo he señalado más arriba, desde sus
comienzos el medioevo heredó ese dualismo y esa desigualdad. Pero en esos co-
mienzos la literatura política medieval carecía de conceptos filosóficos para hacer,
del dualismo y de la desigualdad, una rigurosa teoría. Por ello los expresó recu-
rriendo a veces al auxilio de alegorías, también lo hizo utilizando analogías orga-
nológicas o formulando la relación entre ambos poderes en términos jurídicos o
teológicos.22 La literatura política recién adquiere un perfil teórico sólido en el
siglo XIII, cuando aparecen textos filosóficos hasta ese momento desconocidos.

22. El papel de las distintas ciencias en la construcción de los argumentos de las ideas políticas me-
dievales ha sido sintetizado por Juergen Miethke en Las ideas políticas de la Edad Media, Biblos,
Buenos Aires, 1993, pp. 67-76, y luego más detalladamente en De potestate Papae. Die päpstliche
Amtskompetenz im Widerstreit der politischen Theorie von Thomas von Aquin bis Wilhelm von
Ockham, Mohr-Siebeck, Tübingen, 2000, pp. 1-24. Una bibliografía razonada muy completa sobre

24
el problema de la doble soberanía: desde la teoría política clásica hasta carl schmitt

La utilización por parte de la teoría política de esos textos, conocidos tardía-


mente en Occidente, permitió recoger la dualidad y expresarla conceptualmente
en los tratados políticos como relación entre dos poderes diferentes. Por ello,
esos tratados fueron, en su mayoría, deudores de la lógica del dualismo. No es el
caso reconstruir aquí el desarrollo de la historia de la teoría política medieval y
de su marcado perfil dualista. Pero sí puede afirmarse que, a partir de Tomás de
Aquino, la teoría política medieval es expresión de la necesidad de poner fin al
permanente conflicto entre poderes mediante recurrentes, pero poco exitosos,
intentos de definir los límites entre ellos.
Según Hobbes, la causa de ese insistente conflicto entre poderes fueron los
permanentes y fallidos intentos de definición de sus límites y de sus mutuas re-
laciones. Por ello denunció las consecuencias destructivas que esa teoría de la
dualidad de poderes provocaba en el Estado. Nuevamente debe decirse que
Hobbes describió con absoluta precisión la situación de doble legalidad y de
doble autoridad que, a partir de la dualidad gelasiana, se introdujo en el mundo
político medieval:

… algunos piensan que en el Estado existen espíritus diversos [i.e. diversos soberanos] y no sólo uno,
y establecen una supremacía [eclesiástica] contra la soberanía [civil], cánones contra leyes; y autori-
dad eclesiástica contra autoridad civil […] con lo cual un reino resulta dividido en sí mismo y no
puede subsistir […] [pues] cada súbdito debe obedecer a dos señores que quieren ver observados sus
mandatos como si fueran leyes, lo que es imposible […].23

6. La neutralización del dualismo en el Defensor Pacis de Marsilio de Padua:


«… the [Power] must be subordinate to the Temporall» (Hobbes)

Sólo un autor medieval, Marsilio de Padua, recuperó la lógica monista.24 Lo hizo


de modo casi nostálgico, pues su paradigma político es el monismo bizantino

el tema se encuentra en Miethke, Juergen, «Die Entwicklung des politischen Denkens», en Alexander
Brungs/Vilem Mudroch/Peter Schulthess (hrsg.), Die Philosophie des Mittelalters, Bd. 4: 13. Jahrhun-
dert, Schwabe Verlag, Basel, 2017, pp. 1549-1591. Sobre los argumentos jurídicos de los canonistas
puede consultarse Ullmann, Walter, Medieval Papalism. The Political Theories of the Medieval Ca-
nonists. Methuen & Co., London 1949, passim. Y sobre el uso de la Biblia también Ullmann, Walter,
«The Bible and Principles of Government in the Middle Ages», en La Bibblia nell’alto medioevo
(Settimane di Studio del Centro di Studi italiano sull´Alto medioevo, 26 Aprile-2 Maggio). Spoleto
1963, pp. 181-227.
23. Hobbes, Thomas, Leviathan, op. cit., cap. XXIX, p. 510.
24. El lector echará de menos aquí alguna mención del monismo sugerido por el pensamiento de
Egidio Romano. En mi opinión Egidio reitera el dualismo papal pues deriva la espada temporal de la
espiritual y coloca la segunda sobre la primera («Potestas itaque terrena est sub spirituali et instituta
per spiritualem et agit ex institucione spiritualis potestatis» [En consecuencia la potestas terrenal está

25
francisco bertelloni

representado por el emperador Constantino, a quien Marsilio considera ícono de


un poder unitario cuya jurisdicción se extiende sobre el Estado y también sobre
la Iglesia, según sus palabras, «sobre todas las Iglesias del mundo y sobre todos
los sacerdotes y obispos».25
Según Marsilio la causa del conflicto político de esos años reside en la existen-
cia de una suerte de Estado dentro de otro Estado, situación que presenta como
resultado de la pretensión papal de usurpar las funciones del poder civil. Por ello
construye un sistema apoyado en dos afirmaciones que constituyen el apotegma
de su teoría política. De acuerdo con la primera, el monismo es la garantía de la
paz en el Estado. De acuerdo con la segunda, ese monismo equivale a concentrar
la potestas coactiva en el príncipe temporal, única sede de esa potestas.
En efecto, de la pretensión del sacerdocio de ejercer la plenitudo potestatis, i.e.
de asumir la jurisdicción sobre el poder espiritual y el temporal, resulta la exis-
tencia simultánea de dos aspirantes al ejercicio de la misma potestas coactiva sobre
los mismos súbditos: el princeps legítimamente y el papa ilegítimamente. Puesto
que este conflicto entre poderes provoca discordia en la comunidad política,
Marsilio se propone como objetivo restaurar la paz mediante la reconducción de
cada parte de la comunidad política (civitas vel regnum) al ejercicio de su función
específica. Pues si el sacerdocio realiza las funciones de la parte gobernante, la
comunidad política se desordena. Sólo una civitas como conjunto ordenado de
partes garantiza la paz que permite al hombre alcanzar la vida suficiente en este
mundo. De allí el título del más importante de sus tratados: Defensor Pacis.
Para alcanzar su objetivo de recuperación de la paz, Marsilio despliega tres
momentos, fundamentales en la argumentación de su tratado. Primero expone el

bajo la espiritual, ha sido instituida por la espiritual, y actúa por institución de la potestas espiritual] (p.
114). «Gladius ergo temporalis tamquam inferior reducendus est per spiritualem tamquam per superio-
rem, et unus ordinandus est sub alio tamquam inferior sub superiori» [La espada temporal es reducida
por la espiritual como lo inferior es reducido por lo superior, y una espada está ordenada bajo la otra
como lo inferior bajo lo superior] (p. 13). La existencia de la espada temporal como espada no superflua
se justifica pues ella ejerce acciones que contribuyen al mejor gobierno que ejerce la espada espiritual.
Aunque la espada espiritual se extiende a toda la realidad y puede gobernarla directamente, sin embargo
debe dedicarse a actuar sobre lo mejor de ella. De allí que sea preferible y mejor que, además de la espada
espiritual –que puede todo– exista también la espada material. Las dos citas precedentes corresponden
a Aegidius Romanus. De ecclesiastica potestate, ed. de Richard Scholz, Scientia Verlag, Aalen, 1961.
25. «Super omnes mundi ecclesias, reliquosque presbiteros seu episcopos omnes» (DP, II, XI, 8). Cito
el Defensor pacis (=DP) según la edición de Richard Scholz (MGH: Fontes iuris germanici antiqui),
Hahnsche Buchhandlung, Hannover 1932. Menciono parte (dictio), capítulo y parágrafo. He tomado
las traducciones de los pasajes citados de la versión del Defensor de la paz de L. M. Gómez, Tecnos,
Madrid, 1988, en algún caso con muy ligeras modificaciones. Sobre la figura de Constantino en el DP,
véase Piaia, Gregorio, «Il ruolo dell’imperatore Costantino in Marsilio da Padova», en Veritas, vol.
51, N° 3, sept., 2006, pp. 67-73.

26
el problema de la doble soberanía: desde la teoría política clásica hasta carl schmitt

surgimiento de la comunidad política y muestra el proceso de diferenciación


entre sus partes. Luego reconduce esas partes al orden perdido como consecuen-
cia de las pretensiones del sacerdocio de actuar como potestas coactiva, y expone
una teoría que hace de la universitas civium, i.e. de todos los ciudadanos, la sede
de la potestas coactiva en cuanto esa universitas es el origen de la ley. Y por fin
expone una extensa eclesiología que restringe sensiblemente las pretensiones sa-
cerdotales tal como éstas habían sido expuestas en la teología política del Papado.
El monismo marsiliano se apoya, sobre todo, en su teoría de la ley. Marsilio
sostiene que en la civitas los hombres realizan acciones que «pueden derivar en
bien, en mal o en daño de alguien distinto a quien los realiza».26 Pero mientras
que el sacerdocio modera esas acciones en vistas al bene vivere en la vida eterna
y su ley sólo tiene efectos coactivos –i.e. sólo castiga o premia– en el mundo fu-
turo, en cambio la parte gobernante modera las acciones en vistas al bene vivere
en este mundo, y lo hace como parte de la ciudad que ejecuta las normas que
ponen fin a los disensos. Esas normas tienen un sólo origen, el pueblo o univer-
sitas civium, única causa de la ley coactiva de laicos y clérigos. Dentro del orden
político no existe otro poder coactivo que la ley sancionada por esa universitas
civium. Cuando ese poder coactivo es transferido al ejecutor que castiga, i.e. al
princeps, éste absorbe toda la soberanía y se transforma en la única autoridad con
competencia sobre clérigos y laicos para «dictar y ejecutar con poder coactivo las
sentencias dictadas por él mismo».27
En síntesis, con el objetivo de neutralizar los conflictos causados por la exis-
tencia de dos soberanos sobre el mismo súbdito, Marsilio propone reconducir
toda la potestas coactiva hacia el poder temporal, incluso la potestas ecclesiastica
sobre la Iglesia, que hasta entonces estaba reservada al papa. No existe, sostiene,
otro poder coactivo que el poder del soberano temporal, único con competencia
para obligar, pues Cristo no otorgó ni a sacerdotes, ni a obispos, ni al obispo
romano ninguna jurisdicción sobre sacerdotes o sobre laicos. La coacción en este
mundo es sólo una facultad del pueblo y, por delegación, del princeps. La única
facultad otorgada por Cristo al sacerdocio es la administración de los sacramen-
tos y la enseñanza de la palabra de Dios.
Los mismos problemas que percibió Marsilio generados por la dualidad de
poderes fueron señalados por Hobbes como causa de desintegración del Estado:

… si existe un reino, el civil, que es el poder del Estado, debe subordinarse al espiritual, y entonces
no existe otra soberanía que la espiritual; o en cambio el poder espiritual debe subordinarse al tem-

26. DP, I, v, 7.
27. DP, II, ii, 8.

27
francisco bertelloni

poral, y entonces no existe supremacía sino en lo temporal. Por ende, si estos dos poderes se oponen
uno a otro, por fuerza el Estado se hallará en peligro de guerra civil y desintegración.28

7. La reacción de Francisco Suárez contra el monismo


de la corona inglesa

Una serie de hechos acaecidos entre los siglos XVI y XVII transformaron la
historia antigua y medieval del binomio monismo/dualismo, reconstruida hasta
aquí, en una historia cuyas repercusiones lograron extenderse hasta la teoría
política moderna. Pues aunque el monismo bizantino, el dualismo papal y me-
dieval, y la reacción monista de Marsilio son actores del pasado, ellos están di-
recta o indirectamente involucrados en los primeros pasos de la teoría política
moderna. Más concretamente, todos esos actores son momentos de la historia de
la teoría política que confluyen en las disputas que sostuvo Francisco Suárez con
la corona inglesa.
En efecto, dos siglos después de Marsilio, en la primera mitad del siglo XVI,
Enrique VIII coloca la Iglesia bajo la autoridad de la corona y se transforma en
cabeza de la Iglesia anglicana. Con ello la monarquía inglesa vuelve al monismo
y desencadena una obvia ruptura con la Iglesia romana. Ese retorno a la sobera-
nía única reaparece en términos similares algo más tarde, también en Inglaterra,
entre fines del siglo XVI y principios del XVII, en tiempos de Jacobo I, cuando
en 1606 el Parlamento aprueba el acta que obliga a los súbditos británicos a un
Juramento de Obediencia que incluye la negación explícita de la autoridad del
papa sobre el monarca inglés.
No me detendré en estos bien conocidos episodios de la historia política mo-
derna. Menos conocidas son –quizá a causa de su cercanía con la historia ecle-
siástica– las variantes teóricas implicadas en las críticas que el jesuita Francisco
Suárez dirige contra el monismo británico. Y aún menos conocido es el modo
como Suárez, en sus críticas, involucra a Marsilio de Padua, a quien denuncia
como inspirador del monismo británico. Pero no por poco conocidas esas críti-
cas son menos relevantes, pues cuando Suárez critica a Marsilio, construye con
su crítica un momento crucial de la historia de la teoría política. Pues el discurso
antimarsiliano de Suárez tiene un doble efecto. Por una parte, la inclusión de
Marsilio como autor medieval en el discurso de Suárez implica asumir y recupe-
rar, con él, todo el periplo pasado del problema monismo/dualismo. Y por la
otra, insistiendo en su defensa del dualismo, Suárez proyecta hacia el futuro un

28. Hobbes, Thomas, Leviathan, op. cit., cap. XXIX, p. 510.

28
el problema de la doble soberanía: desde la teoría política clásica hasta carl schmitt

problema que poco después asume Hobbes. De ese modo, el tratamiento suare-
ciano del binomio monismo/dualismo se transforma en una suerte de espacio de
tránsito en el que se encuentran pasado y futuro de un mismo problema teórico-
político. Casi podría decirse que esas páginas de Suárez constituyen un carrefour
que une la teoría política clásica y medieval con la moderna y, al mismo tiempo,
facilita el tránsito desde una hacia la otra.
Suárez plantea el problema en dos tratados, De legibus y Defensio fidei. En
cada tratado y respecto del mismo problema, i.e. monismo/dualismo, expone
posiciones que sólo en apariencia difieren y cuyas mínimas diferencias no logran
ocultar un mismo objetivo presente en ambos tratados: justificar –bajo la forma
de monismo o de dualismo– la existencia de un único soberano: el papa.

7.1. Suárez monista

Suárez se ocupa del problema, primero, en el De legibus (1613).29 Allí expone una
rápida eclesiología en la que describe a la Iglesia como un único cuerpo (unum
corpus) con una única cabeza. Pero en ese único cuerpo hay dos poderes, de los
cuales el poder eclesiástico gobierna en lo temporal a través del príncipe. Suárez
llama a ese gobierno dominium indirectum in temporalibus.30 Por ello, aunque los
poderes son dos, sólo gobierna uno, la potestas del papa que es, en última instan-
cia, la única soberana.31 Esa unidad de soberanía garantiza que los poderes de ese

29. Suárez, De legibus ac Deo legislatore (=DL), en Francisci Suarez Opera omnia V. Ed. C. Berton,
Paris, 1856. Cito libro, capítulo y parágrafo.
30. «Potestque eadem ratio declarari et confirmari ex dictis supra de dominio indirecto, quod Ponti-
fex habet in universo orbe: nam hoc dominium non fundatur, nisi in subordinatione harum potesta-
tum. Quia, ut ibidem dixi, non est in Pontifice duplex potestas, sed una, quae directe respicit spiri-
tualia, et consequenter extenditur ad temporalia: haec autem extensio solum esse potest propter
subordinationem temporalis potestatis ad spiritualem» (DL, IV, IX, 3). (Por la misma razón [i.e.
porque la Iglesia es una, porque tiene una sola cabeza que es rex y princeps spiritualis, y porque en
esta única cabeza el poder temporal se subordina al espiritual] puede afirmarse y declararse a partir
de lo dicho acerca del dominio indirecto que el Pontífice tiene en todo el orbe: pues este dominio no
se fundamenta sino en la subordinación de estos poderes. Porque, como se afirmó, no hay en el
Pontífice un poder doble, sino solamente uno que concierne directamente lo espiritual, y que por
consecuencia se extiende a lo temporal: esta extensión sólo puede tener lugar en virtud de la subor-
dinación del poder temporal al poder espiritual).
31. «... igitur constituit Christus Dominus Ecclesiam tanquam unum spirituale regnum, in quo unus
etiam esse rex, et princeps spiritualis; ergo necesse est ut ei subdatur temporalis potestas, sicut corpus
animae [...] sicut homo non esset recte compositus, nisi corpus esset animae subordinatum, ita neque
Ecclesia esset convenienter instituta, nisi temporalis potestas spirituali subderetur» (ibid.). (... así
Cristo constituyó la Iglesia como un reino espiritual en el cual hay un rey y príncipe espiritual; en
consecuencia es necesario que a él se subordine el poder temporal, así como el cuerpo al alma [...],
pues así como el hombre no estaría rectamente compuesto, si el cuerpo no estuviera subordinado al

29
francisco bertelloni

cuerpo único no entren en conflicto y que no esté amenazada la pax. Pues en el


De legibus el monismo de Suárez reduce todo poder a un poder único (una po-
testas) con un objetivo: conservar la paz.32

7.2. Suárez dualista

Exactamente diez años después (1623) Suárez escribe otro tratado, pero ahora
con un objetivo claramente polémico. Tal como surge de su título completo,
Defensio fidei adversus anglicanae sectae errores,33 aquí Suárez se manifiesta
como un decidido defensor de la eclesiología papal romana y como un abierto
enemigo de la monarquía británica que impugna esa eclesiología papal. En
efecto, en el Defensio fidei Suárez alude en términos muy críticos a una cons-
telación de ideas políticas que circulan en Inglaterra desde los años del rey
Enrique VIII y pone un nombre a esas ideas: sententia protestantium. El atrac-
tivo fundamental que este tratado ofrece a la historia de nuestro problema re-
side en que aquí Suárez sustituye estratégicamente su monismo original por un
dualismo y, desde este dualismo, enfrenta el monismo inglés al que reprocha
haber sacrificado la independencia de la Iglesia en beneficio de una extensión
de la jurisdicción del Estado. En este tratado Suárez parece percibir que, si
critica la sententia protestantium de la secta anglicana desde el monismo ecle-
siástico que había sostenido en De legibus, la secta anglicana podría argumen-
tar que, así como Suárez reprocha al monismo inglés la anulación de la inde-
pendencia de la Iglesia, el monismo inglés podría reprochar a Suárez un
monismo eclesiástico que anula la independencia del Estado. Es muy posible
que ésta haya sido la causa que movió a Suárez, en el Defensio fidei, a deslizarse
hacia un claro dualismo desde el que puede defender mucho más cómodamente
la independencia de la Iglesia.
El dualismo del Defensio fidei reitera los habituales argumentos medievales
que separaban los poderes a partir de la distinción de sus fines: un poder tiene
como fin las costumbres en la respublica, el otro la salvación en el otro mundo.
Refuerza esa separación agregando que el papa no posee, por sí, la potestas tem-

alma, tampoco la Iglesia estaría convenientemente instituida si el poder temporal no se subordinara


al temporal).
32. «... quia ubi est unum corpus, necesse est esse unum caput ad quod omnia aliquo modo revocen-
tur; quoniam alias neque pax, neque perfecta unitas posset esse in corpore» (DL, IV, IX, 3). (… donde
hay un cuerpo único, es necesario que sea única la cabeza hacia la cual de algún modo todo puede ser
remitido, pues de otro modo no habría ni paz, ni unidad perfecta en el cuerpo).
33. Suárez, Defensio fidei catholicae adversus anglicanae sectae errores (=DF), en Francisci Suarez
Opera omnia XXIV. Ed. C. Berton, París 1859. Cito libro, capítulo y parágrafo.

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el problema de la doble soberanía: desde la teoría política clásica hasta carl schmitt

poralis, pues Cristo no prometió a Pedro las llaves de un dominium temporal


directo, sino una potestas sólo espiritual.34 Por ello ningún poder se reduce al otro
y la potestas espiritual del papa es diferente de la potestas temporal. Sin embargo,
en su dualismo Suárez todavía encuentra un buen motivo para poder seguir afir-
mando que el papa conserva jurisdicción, también, en el orden temporal. Pues
tiene una superioridad que le permite dirigir al poder temporal con potestas di-
rectiva35 cuando en el orden temporal están comprometidos bienes o fines espi-
rituales («in ordine ad spiritualem finem»).36
Entre ambos tratados, pues, hay diferencias, pero ellas son tan sutiles que no
alteran esencialmente la posición de Suárez concerniente a las posibilidades de
que el papa intervenga en el orden temporal. Las diferencias deben buscarse en
los fundamentos a partir de los que cada tratado construye la doctrina de la ju-
risdicción papal in temporalibus. El De lege es monista porque sostiene que
dentro de la Iglesia, como único y mismo cuerpo, el papa gobierna lo temporal
indirecte a través del príncipe, y así lo hace para conservar la paz. En este caso la
injerencia papal in temporalibus reside en que la Iglesia, como único cuerpo, no
admite dos gobiernos. El Defensio fidei es dualista pues sostiene dos poderes
irreductibles, de los cuales el espiritual es superior al temporal y puede obligarlo
cuando en las cosas temporales está comprometido algo del ámbito espiritual, i.e.
de la salvación del hombre. En este caso, aunque los dos poderes son irreducti-
bles, la injerencia papal in temporalibus reside en que el orden temporal siempre
puede encerrar un compromiso para la salvación ultraterrena.

34. «... non ergo promisit Christus Petro clavis regni terreni, ac proinde non promisit temporale
dominium vel jurisdictionem temporalem directam, sed spiritualem potestatem» (DF, III, V, 14). (...
pues Cristo no prometió a Pedro las llaves del reino terreno, así como no le prometió el dominio
temporal o la jurisdicción temporal directa, sino el poder espiritual).
35. «Per potestatem enim directivam non intelligimus solam potestatem consulendi, monendi aut
rogandi, haec enin non sunt propria superioris potestatis, sed intelligimus propriam vim obligandi,
et cum morali efficacia movendi, quam aliqui solent coactivam appellare, sed haec vox magis as
poenas pertinet [...]; hic autem de jurisdictione ad obligandum in conscientia loquimur» (ibid.). (Por
potestas directiva no entendemos solamente un poder de consejo, de exhortación o de consulta, por-
que éstas no son propias de una potestas superior, sino que entendemos una facultad de obligar y de
mover con fuerza moral, que algunos suelen llamar coactiva, pero este término concierne sobre todo
al castigo [...]; pero aquí hablamos de una jurisdicción de obligar en conciencia).
36. «... Pontificem Summum, ex vi suae potestatis seu jurisdictionis spiritualis, esse superiorem regi-
bus et principibus temporalibus, ut eos in usu potestatis temporalis dirigat in ordine ad spiritualem
finem, ratione cujus potest talem usum praecipere vel prohibere, exigere aut impedire, quantum ad
spiritualem bonum Ecclesiae fuerit conveniens» (DF, III, XXII, 1). (... en virtud de su potestas espi-
ritual el Sumo Pontífice es superior a los reyes y príncipes temporales, de modo que los dirige en su
uso del poder temporal en orden al fin espiritual, en razón de lo cual puede ordenar o prohibir tal
uso, exigir o impedir en cuanto fuere conveniente al bien espiritual de la Iglesia).

31
francisco bertelloni

8. Suárez y Marsilio de Padua

Para poner ahora en evidencia el perfil marcadamente polémico de la segunda


posición de Suárez expuesta en el Defensio fidei, debe notarse que el interés de
este tratado reside, sobre todo, en su identificación del origen histórico de las
doctrinas del monismo británico que Suárez combate. Cuando allí alude en du-
ros términos a la sententia protestantium, i.e. a la constelación de ideas políticas
que circulaban en Inglaterra desde los años de Enrique VIII, Suárez identifica
esas ideas con un monismo estatal que ya existía desde antes de su aparición en
Inglaterra y que fue luego retomado por Jacobo I.37 Pero Suárez no pone el ori-
gen de ese monismo en tierra inglesa, sino que lo identifica con ideas surgidas en
tierra italiana, pues esa sententia protestantium, dice, se remonta a tres tesis ya
sostenidas por Marsilio de Padua.38 Ellas son: 1) no existe primado o jurisdicción
de un sacerdote sobre otro, sino que por derecho divino son iguales todos los
clérigos, sacerdotes y obispos.39 De allí puede concluirse con facilidad que no hay
papa, ni jerarquía eclesiástica, ni jurisdicción sacerdotal sobre otros sacerdotes.
2) No existe jurisdicción de sacerdotes sobre laicos, pues Cristo

no otorgó a su Iglesia, ni a los obispos ni al papa jurisdicción alguna sobre laicos o sobre clérigos para
mandar, obligar, o castigar, sino que sólo dio a los sacerdotes el poder de administrar sacramentos y
de predicar la palabra de Dios.40

Esta tesis equivale a eliminar la jurisdicción sacerdotal sobre el poder civil. 3)


Con excepción de la administración de los sacramentos y la predicación de la

37. DF, III, XXI, 3.


38. Sobre las críticas de Suárez a Marsilio y la monarquía británica, véase el pionero estudio de Batta-
glia, Felice, «I rapporti dello Stato e della Chiesa secondo Francesco Suárez», en Rivista internazio-
nale di filosofia del diritto, XXVIII, fasc. Iv, 1951, pp. 691-704. Más recientemente Piaia, Gregorio,
Marsilio da Padova nella Riforma e nella Controriforma. Fortuna ed interpretazione. Editrice Ante-
nore, Padova, 1977, esp. pp. 222 y ss., y 330 y ss.
39. «Marsilius etiam Paduanus in fide errat, dum supponit omnes clericos, seu sacerdotes et Episco-
pos, jure divino esse aequales» (DF, III, VI, 18). (Marsilio de Padua yerra en la fe, pues supone que
todos los clérigos o sacerdotes y obispos son iguales por derecho divino).
40. «In hac ergo questione fuit haeresis Marsilii Paduani, qui fere ante quingentos annos (sic!) inter
alias haereses dixit, Christum nullam jurisdictionem Ecclesiae suae, aut Episcopis, vel Romano
Pontifici dedisse, vel in laicos, vel in clericos, vel ad praecipiendum seu obligandum, vel ad cogen-
dum sed puniendum; sed solum dedisse sacerdotibus potestatem ministrandi sacramenta, et praedi-
candi verbum Dei...» (DF, III, VI, 3). (En este asunto fue hereje Marsilio de Padua, quien hace casi
quinientos años (sic!) sostuvo, entre otras herejías, que Cristo no entregó a su Iglesia, ni a los
obispos ni al pontífice romano, ni a laicos ni a clérigos, alguna jurisdicción de mandar, obligar o
castigar; sino que sólo dio a los sacerdotes el poder de administrar los sacramentos y de predicar la
palabra de Dios...).

32
el problema de la doble soberanía: desde la teoría política clásica hasta carl schmitt

palabra de Dios, todos los sacerdotes se encuentran bajo jurisdicción del prín-
cipe temporal.41
Suárez, pues, ha visto, y lo ha hecho con certera intuición, que las tesis de Mar-
silio sustraen todo carácter obligante a la potestas ecclesiastica. Por ello, el núcleo
de su crítica a Jacobo I en el Defensio fidei apunta, en rigor, a los errores ya
sostenidos por Marsilio («ante illum Marsilius Patavinus»), consistentes en negar
al papa jurisdicción sobre la Iglesia y los reyes temporales.42 Y agrega que esas
ideas anglo-marsilianas, además de favorecer la autosuficiencia estatal, hacen del
soberano civil un princeps supremus, i.e. un absoluto no subordinado al poder de
ningún hombre.43 Con ello desaparecía la figura del papa como principal prota-
gonista de la teoría política.
¿Pensó Marsilio tal como lo describe Suárez? Efectivamente, Suárez parece
haber conocido bastante bien el pensamiento del paduano. Éste trabajaba con un
sistema articulado sobre dos elementos: por un lado el populus, único origen del
poder y de la ley coactiva; por el otro el princeps, al que el pueblo transfiere la
soberanía y así lo transforma en soberano sobre el Estado y sobre la Iglesia.
Ambos elementos podían ser utilizados para fundamentar la autosuficiencia del
soberano civil –por lo demás, único soberano según Marsilio–, pues el poder
coactivo del pueblo es transferido al princeps, éste absorbe toda la soberanía, se
transforma en la única autoridad con competencia sobre clérigos y laicos, y
ejerce ese único poder coactivo in temporalibus y circa sacra. Es éste, precisa-
mente, el error marsiliano que Suárez denuncia en el Defensio fidei como inspi-
rador del pensamiento de Jacobo I y sus predecesores:

41.«... et in reliquis omnibus, dispositioni et jurisdictioni temporalium principum eos subiectus reli-
quisse» (DF, III, VI, 3). (… y en todas las restantes cuestiones hizo a los hombres súbditos bajo ju-
risdicción y disposición de los príncipes temporales).
42. «Hic est [...] cardo et praecipuus scopus praesentis controversiae. Nam rex quidem Jacobus, qui
Pontificis jurisdiccionem in universam Ecclesiam, et praecipue in reges abnegat [...]. Quod ante illum
etiam Marsilius Patavinus, et alii Ecclesiae hostes commenti sunt» (DF, III, XXIII, 1). (Aquí yace [...]
el núcleo y el centro de la controversia. Pues el rey Jacobo niega jurisdicción al pontífice en toda la
Iglesia, y especialmente sobre los reyes. [...]. Lo cual, antes que él sostuvo Marsilio de Padua y otros
enemigos de la Iglesia).
43. «... sententia Protestantium est, regem temporalem, et in universum principem in temporalibus
supremum nulli homini in spiritualibus esse subjectum, ac subinde nec potestatem regis a potestate
alicujus hominis pendere. Qui error a Marsilio Paduano originem duxit, et illi maxime adhaesit Hen-
ricus VIII, rex Angliae, quem nun serenissimus Jacobus imitatur, ut non solum ejus facta, sed etiam
verba...» (DF, III, XXI, 3). (... la doctrina de los protestantes sostiene que el rey temporal, y en el
universo el príncipe supremo en las cosas temporales, en las cosas espirituales no están subordinados
a ningún hombre, y que el poder del rey no depende de ningún hombre. Este error se remonta a
Marsilio de Padua, y a él adhirió especialmente Enrique VIII, rey de Inglaterra, a quien ahora el se-
renísimo Jacobo imita, no sólo con hechos sino con palabras...).

33
francisco bertelloni

… y en este error [de Marsilio de Padua] parece haberse apoyado Enrique VIII, rey de Inglaterra,
provocando el cisma contra la Iglesia romana. Puesto que [Enrique] negaba obediencia al pontífice y,
consecuentemente, negaba que existiera en la tierra algún superior a él tanto en lo espiritual como en
lo temporal, afirmó que todo el poder supremo [...] residía en su reino [...]. Lo mismo afirma [...] el
rey Jacobo en su alocución a los príncipes cristianos.44

Suárez, pues, atribuye a Jacobo la tesis que extiende la jurisdicción estatal tam-
bién sobre el orden eclesiástico. Esa tesis equivalía a: 1) negar al papa poder ju-
risdiccional sobre príncipes y sacerdotes; 2) transformar al rey en el único sobe-
rano, inclusive sobre la Iglesia; 3) sostener que el princeps recibe ese poder
exclusivo del pueblo; 4) absorber a la Iglesia en el reino; y 5) afirmar que tanto
laicos como eclesiásticos deben obediencia al Estado. Con ello, la tesis de la so-
beranía estatal única volvía a transformar a la Iglesia en una suerte de dimensión
interna de la política estatal. En este renacimiento británico del antiguo monismo
cristiano, la Iglesia se transforma en un cuerpo interno a la vida del Estado. Si el
soberano temporal carece de superior y si su jurisdicción incluye a la Iglesia, ese
soberano se transforma en un absoluto, en un superiorem non recognoscens. De
ello se deduce la idea del Estado autosuficiente y absoluto que Suárez describe
así: «De lo cual resulta manifiesto que [los reyes de Inglaterra] no reconocen en
la Iglesia otro poder jurisdiccional más allá del que está en los reyes temporales
o que de él emana...».45

9. Conclusión

La historia y la teoría política registran la presencia recurrente de dos diferentes


lógicas del poder.
Por un lado, la lógica monista del Bizancio imperial involucra a Marsilio, a
Enrique VIII, a Jacobo I y a Hobbes. Para utilizar, en términos extensivos, el

44. «Et in hoc errore videtur fuisse fundatus Henricus VIII rex Angliae ad schisma contra Ecclesiam
romanam excitandum. Ut enim pontifici obedientiam negaret, consequenter etiam negavit se habere
in terris superiorem tam in spiritualibus quam in temporalibus et consequenter asseruit in suo regno
se habere totam potestatem supremam quae in ecclesia respective esse potest [...]. Idque diserte ac
frequenter vel affirmat vel supponit rex Jacobus in sua ad christianos principes praefatione» (DF,
III, VI, 3).
45. «Ex quo manifeste [los reyes de Inglaterra] convincuntur non agnoscere in Ecclesia aliam potes-
tatem jurisdictionis praeter eam quae est in regibus temporalibus vel quae ab illa manat [...]. Unde
sicut supra diximus regiam potestatem a populo ad reges manasse ita referunt anglicanae historiae
regem Enricum ex consensu regni in parlamento hanc sibi arrogasse potestatem idemque in simili
conventu fuisse in Eduardo proximo successore declaratum, posteaque in Elisabetha innovatum [...]
Idemque satis ostensit Jacobus rex» (ibid.).

34
el problema de la doble soberanía: desde la teoría política clásica hasta carl schmitt

lenguaje del texto de Carl Schmitt con el que he inaugurado este artículo, todos
ellos son abogados de la «unidad política originaria», que atribuye al poder civil
una única soberanía con jurisdicción también sobre la Iglesia.
Por otro lado, la lógica del dualismo sostenida por la Roma papal, por la teoría
política medieval y por Francisco Suárez en Defensio fidei fractura esa «unidad
política originaria» y hace de ella dos poderes diferentes. Se habrá percibido que,
detrás de este dualismo apoyado en la fractura de la unidad política, se escondió
casi siempre un modelo de tendencia intervencionista que llega hasta Suárez, y
que favoreció la injerencia del poder espiritual en el temporal. Suárez transita
desde un monismo eclesiológico expuesto en el De lege hacia su posición en el
Defensio fidei que, aunque se presenta como un dualismo, también es interven-
cionista porque sostiene que el poder espiritual puede obligar al temporal con
potestas directiva en caso de necesidad (quando necessitas postulat).46 Esta posi-
ción equivale a sostener que la intervención del poder eclesiástico en el civil está
justificada cuando los actos temporales del súbdito involucran lo espiritual.
Mi reconstrucción del problema ha sido, ostensiblemente, sólo histórica. Con
todo, a partir de esa historia pueden colegirse algunas características que perfilan
el fuerte contenido teórico del problema de la doble soberanía, desde sus co-
mienzos hasta Hobbes.
En primer lugar, dos preguntas contribuyen a esclarecer ese núcleo teórico:
¿qué sería una doble soberanía no problemática? Ella equivaldría a una situación
ideal, según la cual un mismo sujeto puede ser súbdito de dos soberanos, pero sin
conflicto entre ellos: uno, el sacerdote, que lo gobierna como cristiano; otro, el
príncipe temporal, que lo gobierna como ciudadano del siglo. ¿Qué es una doble
soberanía problemática? Precisamente, éste fue el caso, pues desde el siglo V hasta
Hobbes la coexistencia de dos poderes coactivos sobre el mismo súbdito siempre
fue causa de un conflicto que evidenció el carácter problemático y la imposibili-
dad fáctica de la doble soberanía.
En segundo lugar, el tema de la doble soberanía está indiscutiblemente com-
prometido con la historia institucional del cristianismo. Este compromiso se
percibe no solamente en el hecho de que la doble soberanía se introdujo en la
historia occidental como consecuencia de la interacción de tres actores cristianos,
intérpretes de la soberanía vacante luego de la caída de Roma. Además, este
mismo compromiso del tema con el cristianismo resulta del fuerte protagonismo
del Papado como generador de teoría política en Occidente. Ello hace de la doble

46. «... contra Marsilium et alios ulterius procedamus, eademque Pontificis potestatem, ad coercendos
reges temporalibus poenis ac regnorum privationibus, quando necessitas postulat, extendi posse,
ostendamus» (DF, III, XXIII, 10).

35
francisco bertelloni

soberanía un tema de tipología indiscutiblemente cristiano-teológica, desde su


primer momento hasta Hobbes.
En tercer lugar, y a pesar de su innegable y poco advertida continuidad en el
tiempo, la recurrencia del problema de la doble soberanía mantiene sólidamente
vinculados entre sí momentos importantes de la teoría política hasta hoy. De
hecho, si se pretendiera invocar la modernidad del problema, debería decirse que
esa modernidad es sólo aparente. Pues cuando por primera vez fue formalmente
enunciado por Hobbes como dilema que debía ser resuelto por la teoría política,
el problema, que nació con el papa Gelasio en el siglo V, ya tenía casi doce siglos
de historia. Esos doce siglos de recurrencia hacen de él un locus classicus de la
teoría política.

Universidad de Buenos Aires


conicet

36
Técnica y neutralización Jorge E. Dotti

en Carl Schmitt*

1.

Tomamos como texto básico un ensayo de fines de los años veinte, donde Sch-
mitt expone –de un modo sucinto y muy logrado en cuanto a claridad del razo-
namiento y en la expresión de sus ideas– el hilo conductor de su interpretación
«histórico-espiritual» (una adjetivación muy suya) de la modernidad y de la si-
tuación contemporánea; una lectura que puede resultar pertinente para nuestros
días, con sólo ensayar continuidades y cortes, elaborar legados y reformular
ideas con la mirada necesariamente focalizada en el presente.
De este trabajo Schmitt elabora dos versiones.

1. La primera se origina como conferencia pública y su título es «La cultura


europea en el estadio intermedio de la neutralización [Die europäische Kultur im
Zwischenstadium der Neutralisierung]».
Su circunstancia es la siguiente: con ocasión de la Exposición Internacional de
Barcelona (inaugurada el 20 de mayo de 1929 y concluida el 15 de enero del año
siguiente), el 12 de octubre de 1929, Schmitt leyó este trabajo en el marco de la
Jornada Internacional de la Liga Cultural Europea para la Colaboración Cultu-
ral, fundada por Karl Anton Prinz von Rohan, un intelectual conservador y
tradicionalista, cuyo proyecto recibió el apoyo y/o la participación de intelectua-

* Texto preparado por el autor para ser leído con ocasión de un curso que habría dictado en el Insti-
tuto de Filosofía de la Universidad Diego Portales, en Santiago de Chile, en marzo de 2018.

Deus Mortalis, nº 12, 2018, pp. 37-81


jorge e. dotti

les de primer nivel. En noviembre del mismo año, fue publicada por la Europäis-
che Revue (1929, V, 8, pp. 517-531).1

2. La segunda versión, con alguna reelaboración, aparece en la primera edición


como libro de El concepto de lo político, en 1932.2 El título de esta segunda ver-
sión es, ahora, «La era de las neutralizaciones y despolitizaciones».

1. En la versión republicada en 1940, Schmitt aclara que el título que hemos indicado aparece en la
edición de la Europäische Revue. Sería de suponer que era el mismo de lo leído en Barcelona, con
algunos cambios mínimos, eventualmente. La aclaración obedece a que cuando incorpora este ensayo
a El concepto de lo político, en 1932, el título es otro, como también señala Schmitt en la nota
aclaratoria. Cf. Positionen und Begriffe im Kampf mit Weimar - Genf - Versailles. 1923-1939. Dritte
Auflage, Duncker & Humblot, Berlin, 1994, pp. 138-150. La edición original de Posiciones y
conceptos en lucha contra Weimar - Ginebra - Versailles es de 1940; la segunda, de 1988, ambas en la
misma editorial que la tercera, que utilizamos. Cabe observar que todos los ensayos de este volumen
son anteriores a la noche de los cristales, a la destrucción salvaje de ventanas y vidrieras de negocios
y casas de alemanes judíos, rotos a pedradas por los nazis, la Kristallnacht.
Una breve mención a las traducciones españolas. Además de las que corresponden a las distintas
ediciones en español de El concepto de lo político en los últimos años, quisiera recordar la de
Francisco Javier Conde, porque contiene algunas variantes introducidas por Schmitt mismo, respecto
de la alemana, en consonancia con las variaciones que aparecen en esta traducción de Der Begriff...
mismo: Conde lo titula con dudosa elección del término El concepto de la política; contiene un
prólogo de 1939 que Schmitt escribe para esta edición, ausente de las alemanas, y, finalmente, está
hecha sobre la edición de 1933, no la de 1932 (que es la que vuelve a publicar en 1963, con material
complementario: ver nota siguiente). La edición española, traducida por Conde, entonces, apareció
en el volumen Carl Schmitt, Estudios políticos, Cultura Española, Madrid, 1941, y contiene también
Teología política. La editorial barcelonesa Doncel la republica en 1975.
Antes de esta edición, hay otra publicada en la Revista de Occidente con el título «El proceso de
neutralización de la cultura» (cf. Revista de Occidente, XXVII, 80, febrero-marzo 1930, traductor
anónimo, pero fue Ortega y Gasset. El título no es feliz, pues lo que el proceso va neutralizando no
es la cultura europea (lo cual sería, además, absurdo), sino la decisión política fundacional de
estatalidad, la solidez de la soberanía, y encontrar el cuerpo de saber y conductas consecuentes que
no generarían ninguna conflictividad más en la existencia humana. En todo caso, los neutralizadores
intentan cambiar la cultura. Recordemos que Ortega y Gasset también publica, poco después, otro
ensayo schmittiano: «Die Wendung zum totalen Staat [El viraje hacia el Estado total]», también
aparecido en la Europäische Revue (VII, 4, abril 1931, pp. 241-250), que es un capítulo de Der Hüter
der Verfassung [El custodio de la Constitución] con el mismo título, de 1931; también aparece luego
en Positionen und Begriffe. En español, entonces, se publica como «Hacia el Estado total» (la
traducción del ensayo es de Angelika Scherp).
2. Cf. Schmitt, C., Der Begriff des Politischen. Mit einer Rede über das Zeitalter der Neutralisierungen
und Entpolitisierungen [El concepto de lo político. Con un Discurso sobre La era de las neutralizaciones
y despolitizaciones]. Duncker & Humblot, München/Leipzig, 1932, pp. 66-81. En la edición alemana
de 1963 y en las siguientes, todas en la misma editorial, aparece en pp. 79-95. Citamos de estas
últimas. En 1963, además del «Discurso...» y a la vez artículo de 1929, hay una serie de agregados
muy importantes (tres «Corolarios», con textos de publicaciones anteriores, y una «Indicaciones»,
entre ellas la más famosa, dedicada a Hobbes).

38
técnica y neutralización en carl schmitt

2.

Schmitt busca explicitar desde el comienzo lo siguiente: toda una época histó-
rica, la modernidad (incluyendo las condiciones contemporáneas) tiene su rasgo
político paradójicamente distintivo en la búsqueda de la despolitización, como
intento de diluir la soberanía absoluta, el cual, como tipo de mandato-obedien-
cia propio del Estado, resulta ser la clave para desactivar los conflictos inaugu-
rales de la modernidad y para establecer las condiciones para una convivencia
pacífica.
Históricamente, se trata de las guerras de religión que se desencadenan con la
Reforma.
El Estado es, precisamente, la estructura de orden político que trata de impo-
ner la paz, impidiendo que los credos religiosos diriman sus disputas mediante la
guerra. Para ello, la solución estatal es el confinamiento de la religión en la con-
ciencia, la vigilancia estatal de que ninguna manifestación litúrgica pública
ofrezca motivos de disputa aguda, y en el caso del cristianismo protestante, el
sometimiento del poder eclesiástico al civil, en la forma de Iglesia de Estado, una
institución bajo la potestad del soberano civil, príncipe de esa Iglesia nacional,
con potestad espiritual no inmediatamente asimilable a la potestad civil, in tem-
poralibus. Ambas son inseparables.
Éste es el esquema leviatánico que adopta el Estado naciente ante las primeras
guerras modernas, las de religión que se desencadenan con la Reforma y recorren
los siglos XVI y XVIII; guerras simultáneamente civiles e internaciones, intra- e
inter-estatales.
Ellas presentan los rasgos de ser hiperideologizadas en términos teológicos y
políticos y de comenzar a debilitar y a ignorar las distinciones entre guerra civil
y guerra internacional, entre población fuera del campo de combate y comba-
tientes, que no reconoce derecho alguno al enemigo y lo discrimina, y que está
movida por el afán de aniquilamiento total del enemigo injusto.
Es a estos conflictos que el Estado pone fin.
La lógica de la estatalidad es el tipo de dinamismo institucional que busca –y
logra– domeñar la guerra mediante la pacificación del espacio nacional o territo-
rio soberano y expulsando todo belicismo más allá de sus fronteras.
Ahora bien, la guerra, en su concepto mismo, anida en los principios de la le-
gitimidad del Estado, en su base democrática, en la libertad e igualdad innatas de
todos sus miembros.
Como cuerpo político-jurídico novedoso, específico de la modernidad y no de
cualquier otro momento histórico, el Estado tiene como premisas de no fácil
armonización la consideración de los seres humanos como libres e iguales, una

39
jorge e. dotti

lógica de la horizontalidad, y la necesidad de vivir en paz bajo una autoridad que


imponga un sistema normativo y castigue a quienes no lo respeten, una lógica de
la verticalidad.
Es un orden teológico político cristiano, con la estructura de una cruz. La ver-
dad reside en el cruce de los dos leños (donde se centra el mensaje de Cristo
crucificado al cristiano como creyente y como ciudadano). La conciliación y la
posibilidad de que la Tierra sea el comienzo preparatorio para la redención en el
Cielo presuponen la inseparabilidad de lo vertical (la ley) y el consenso (la obe-
diencia).
Pero el ser humano es la creatura creada a imagen y semejanza del Creador; no
igual a Él (sería teológicamente absurdo), pero tiene su perfección en su misma
condición de ser imperfecto: pecar y errar lo vuelve perfecto sin que esto lo
iguale a Dios. Su perfección es su misma imperfección, porque ésta significa que
el ser humano es libre y responsable. Los humanos podemos optar libremente
por obedecer o rebelarnos. Éste es el cogollo de la guerra civil y de la guerra in-
terestatal, de las situaciones que nos ponen ante la elección de defender la comu-
nidad donde vivimos o de ceder ante el agresor, a la par que nos pone en la
disyuntiva de ser fieles al credo o de obedecer al soberano.
Es en este sentido, entonces, que en la modernidad las guerras ideológicas (de
las cuales la primera fue entre cristianos en Europa) son totales, pues responden
a la universalidad de sus doctrinas, que borran las distinciones entre los límites y
diferencias que –paradójicamente– son constitutivas de la estatalidad, fundamen-
talmente entre las esferas públicas, societales y privadas.
El Estado, estructura destinada a garantizar la protección de sus habitantes,
asume, entonces, que la guerra –sea latente o en potencia, sea real y efectiva– con-
diciona y pone a prueba la legitimidad y vitalidad de su orden, bajo el cual los
humanos –libres, iguales e imperfectos– pueden convivir en paz.
Si la premisa teológico-política de la soberanía es que los hombres somos por
naturaleza libres e iguales, entonces es inevitable que tanto la autoridad como la
potestad y el poder efectivo que los modernos construyen contengan en su
misma base la semilla de la destrucción de esa construcción, el Estado soberano.
Quien construye su modo de vida puede destruirlo y cambiarlo. Es la lógica del
poder constituyente.
Paradójicamente, entonces, el sentido histórico-espiritual de la modernidad es
que cuanto más se garantiza la paz bajo la soberanía, tanto más se comienza si-
multáneamente a intentar disminuir ese poder estatal y, coherentemente, no se
trepida en recurrir a la revolución para tener éxito.

40
técnica y neutralización en carl schmitt

3.

Pasemos al contenido del ensayo más en detalle.


Ante todo, señalemos que Schmitt presenta en este ensayo las peculiaridades de
la era histórico-espiritual moderna, desarrollando una perspectiva justificada en
que su teología política (que no es la única posible en el ámbito del cristianismo
y ni siquiera en el del catolicismo) es el saber que tematiza el proceso histórico
de secularización de los conceptos y categorías fundacionales de la estructura
dogmática y eclesiástica del cristianismo en la teoría política y jurídica moderna.
La teología política acompaña el surgimiento de la soberanía y la consolida
como potestad monopólica del uso del poder público, y, a la vez, alimenta la des-
politización y neutralización de la soberanía en su punto arcóntico: la decisión
excepcional para acabar con la excepción revolucionaria. Es decir, la decisión que
toma el soberano en aras de la defensa del Estado ante la incapacidad de las nor-
mas legales ordinarias, propias de la normalidad institucional, para resolver la
crisis provocada por el cuestionamiento más radical de los principios e institucio-
nes del orden estatal, y por la violencia de acciones imprevisibles y extremas.
La noción de que el pueblo es soberano, porque Dios le ha concedido esta
prerrogativa, es otra intelección de que todo poder viene de Dios (San Pablo, Ad
romanos), distinta de la que sostiene la legitimidad dinástica, o sea que Dios elige
al soberano y a la casa reinante.
Pero ambas perspectivas son afines ante la crisis excepcional. Hobbes, Locke y
Schmitt coinciden en que, en tal situación, el soberano tiene pleno derecho a sus-
pender la legalidad, el sistema normativo, para salvar el derecho, lo cual en los tres
casos significa salvar el Estado, el orden jurídico por excelencia hasta el siglo XX.

4.

Antes de proseguir, es importante hacer una aclaración sobre los significados que
Schmitt le adscribe a una noción que ya ha aparecido en el mismo título del es-
crito en el que se concentran estas páginas. A saber, el de neutralización.
Para ello, tomamos como presentación de sus variados sentidos la que Schmitt
mismo hace en el «Corollarium 1» que agrega a la quinta edición, en 1963, de El
concepto de lo político.3 Como aclara nuestro autor, su intención es despejar la

3. Übersicht über die verschieden Bedeutungen und Funktionen des Begriffes der innerpolitischen
Neutralität des Staates [Una mirada sobre los diversos significados y funciones del concepto de
neutralidad política interna del Estado]» (1931), en Der Begriff..., op. cit., pp. 97-101. Como su

41
jorge e. dotti

«plurivocidad del término “Neutralidad”» presentando de manera sistemática la


variedad de sus sentidos.
En rigor, ninguno de ellos guarda plena correspondencia con la neutralización
de la soberanía absoluta, sino que todos aluden a la neutralidad como una actitud
de las autoridades soberanas en condiciones de normalidad.
Por el contrario, la neutralización o corrosión de la decisión es un proceso
cuyos referentes, a saber, el soberano en el estado de extrema necesidad y urgen-
cia, por un lado, y, por otro, la fuerza revolucionaria antiestatal, no pertenecen a
la normalidad. Asimismo, la medida excepcional extrema, en los detalles especí-
ficos de su operatividad, no puede figurar en el sistema normativo vigente y efi-
caz en la normalidad.
Sin embargo, es importante tener en cuenta la clasificación schmittiana de los
diversos sentidos de la idea de neutralidad.
Estos sentidos están reunidos en dos grupos, de cuatro variantes cada uno.
Schmitt los presenta así:

A) «I. Negativo, es decir, los significados que se alejan del término “neutralidad”».

Y sus cuatro variantes son éstas:

– «1. Neutralidad en el sentido de no-intervención, desinterés, laissez passer,


tolerancia pasiva, etc.».

Es la prescindencia frente a las confesiones religiosas, primero, ante cualquier


tipo de propaganda y difusión de opiniones, después. Naturalmente, se extiende
a la idea del mercado libre, que excluye toda intervención estatal.

– «2. Neutralidad en el sentido de concepciones instrumentales del Estado, para


las cuales el Estado es un medio técnico, que debe funcionar con previsibilidad
objetiva y darles a todos la misma posibilidad de utilizarlo».

El sostén teórico de esta actitud es el relativismo y el nihilismo que trasunta de


la fórmula que Schmitt gusta utilizar: el stato neutrale e agnostico.
Las expresiones de esta neutralismo tecnicista son nociones como «el aparato
judicial y administrativo, la “máquina gubernativa”, el Estado como estableci-

nombre lo indica, se trata de una visión atenta a las especificidades de cada significado. El texto forma
parte de Der Hüter der Verfassung [El custodio de la Constitución], op. cit., pp. 111-115, de 1931. En
1940, Schmitt lo incorpora a Positionen und Begriffe..., op. cit.

42
técnica y neutralización en carl schmitt

miento burocrático, la máquina legislativa, la manija de la legislación y similares»


(p. 98).

– «3. Neutralidad en el sentido de igualdad de chances para la formación de la


voluntad estatal».

Esta noción está en la base de la «igualdad ante la ley» y de las concepciones


«liberales de la igualdad universal del derecho electoral» (pp. 97-98).

– «4. Neutralidad en el sentido de paridad, es decir, igual acceso para todos los
grupos y tendencias que entren en consideración, bajo iguales condiciones y con
igual respeto en la aplicación de beneficios o de otras prestaciones del Estado».

Pasemos a los significados positivos.

B) «II. Positivo, es decir, los significados del término “neutralidad” que condu-
cen a una decisión».

– «1. Neutralidad en el sentido de la objetividad y concretez en el fundamento


de una norma reconocida».

Como ser la neutralidad del juez, su imparcialidad, «en tanto decida sobre la base
de una ley reconocida y determinable en su contenido». Esto garantiza «objeti-
vidad y este tipo de neutralidad, como asimismo la relativa independencia del
juez frente a la voluntad estatal de otro tipo» [aquí notemos que Schmitt no se
refiere al Poder Ejecutivo en particular, sino a la totalidad del Estado] «(es decir,
la expresada de un modo diverso que por una regulación estatal)».
La conclusión es que «esta neutralidad conduce, sí, a una decisión, pero no a
una decisión política» (p. 100). Obviamente, es sólo judicial.

– «2. Neutralidad basada en una pericia sin intereses egoístas».

Ésta es la neutralidad de un perito que dictamina, de consejeros y del asesor idóneo en el tema, en la
medida en que no es representante de los interesados, ni un exponente del sistema pluralista; sobre
esta neutralidad se basa también la autoridad de un mediador y del árbitro, si no caen bajo la próxima
categoría (p. 100).

– «3. Neutralidad como expresión de una unidad y de una totalidad que son en
sí relativizantes y que, en consecuencia, abarcan todos estos agrupamientos con-
trarios entre sí».

43
jorge e. dotti

Ésta es la neutralidad de la decisión estatal de las oposiciones internas al Estado, frente a la fragmen-
tación y partición del Estado en partidos e intereses particulares, cuando la decisión hace valer el
interés del Estado como totalidad (p. 101).

– «4. Neutralidad del extranjero que está afuera del Estado, y que, en caso de
necesidad y como tercero actuando desde afuera, toma la decisión y, de este
modo, vuelve efectiva una unidad».

Son situaciones del derecho internacional, como la que toma

la autoridad protectora [Schutzherren] de un territorio bajo el régimen de Protectorado; la del con-


quistador respecto de los distintos grupos en una colonia; la de los ingleses respecto de hindúes y
mahometanos en India; la de Pilato (quid est veritas?) respecto de las disputas religiosas entre los
judíos (p. 100).

5.

En la primera sección encara la «Secuencia de los cambiantes ámbitos centrales


[I. Die Stufenfolge der wechselnden Zentralgebiete]».
El texto es muy claro y vale la pena citarlo: «Acordémonos de los estadios, a lo
largo de los cuales se ha movido el espíritu europeo durante los últimos cuatro-
cientos años, y de las diversas esferas espirituales, donde encontró el centro de su
existencia humana» (p. 80).
Un comienzo hegeliano que claramente mienta una articulación entre una sus-
tancialidad dinámica, la cultura occidental moderna, que más que recorrer la
historia la va conformando y que en cada momento epocal se configura como el
crisol del patrón hermenéutico que rige la conciencia que los humanos tienen de
su existencia y del sentido de las cosas en general.
El conjunto de ideas, conceptualizaciones y representaciones con que cada
época se entiende a sí misma, entonces, proviene de un tipo de saber o discurso
disciplinario que predomina y condiciona el significado de las manifestaciones
espirituales y prácticas de los hombres. Ese saber conforma el centro cultural
rector de la existencia en el período en cuestión.
Desde esta luz, Schmitt presenta la cultura en general y la político-jurídica en
particular, desde la Reforma en más como una sucesión de distintos centros de
generación de las ideas que, en cada período, prevalecen como rectoras de la
conciencia que la sociedad, o sea sus miembros, tienen de su momento y de sí
mismos como partícipes en él.
Estos focos proyectan en la variedad de actividades existenciales los elementos
que imprimen una identidad epocal a la existencia colectiva y personal, es decir,

44
técnica y neutralización en carl schmitt

a las ideas que conforman una visión de las cosas (con terminología muy fechada
diríamos «cosmovisiones» [Weltanschauungen]) y de sí mismos, y modelan por
ende también las acciones conexas, sus consecuencias y los modos de juzgarlas y
evaluarlas.
La continuidad del proceso secularizante reside en la principal connotación
identitaria de un momento histórico, en la manera como se va llevando a cabo la
neutralización del ejercicio del poder soberano y la deslegitimación del Estado.

6.

Schmitt presenta esta sucesión de esferas espirituales, todas las cuales impregnan
al conjunto completo de actividades humanas con un significado cultural com-
partido y les confieren una identidad histórico-espiritual. Esto abarca también
las posiciones antitéticas dentro de cada época.

Se trata de cuatro grandes pasos, simples y seculares. Guardan correspondencia con los cuatro siglos
y van desde lo teológico a lo metafísico, de aquí a lo moral-humanitario y, finalmente, a lo económico
(p. 80).

Y prosigue:

... En verdad, lo único que puede decirse de modo positivo es que la humanidad europea, desde el
siglo XVI, ha dado varios pasos desde un ámbito central a otro, y que todo lo que constituye el
contenido de nuestro desarrollo cultural está bajo el efecto de esos pasos. En los pasados cuatro siglos
de historia europea, la vida espiritual tuvo cuatro centros diversos, y el pensamiento de la élite activa,
que constituyó en cada caso la fuerza de choque más avanzada, se movió en los diversos siglos en
torno a diversos puntos centrales (p. 81).

Tenemos ámbitos, puntos o focos centrales, desde donde se irradia el sentido con
que una época se entiende a sí misma.
Como proceso, el desarrollo consiste en la secuencia de saberes que ocupan ese
espacio privilegiado como crisol ideológico o venero hermenéutico.
Antes de presentarlos, Schmitt aclara que no se trata de una ley del progreso ni
de la decadencia, ni, menos aún, pseudoprofecías.
Además señala que no debe concebirse el ámbito central como excluyente y
anulador de todos los otros centros hermenéuticos, diversos del imperante,
sino que esas alternativas subsisten junto a la que prevalece, conformándose
así una «coexistencia pluralística de estadios ya en movimiento». El ejemplo
aportado por Schmitt es la mayor afinidad espiritual que tiene «Berlín» con
«Nueva York o Moscú», respecto de la que pueda tener con «Munich o Tré-
veris» (pp. 81-82).

45
jorge e. dotti

Schmitt no deja de ser algo tendencioso mencionando estas ciudades de una


manera muy general, sin entrar en detalles, pero sabe que la condición social y
cultural de la capital del movimiento económico-financiero capitalista a nivel
mundial y la del comunismo internacional son incomparables.
Tampoco eligió dos ciudades alemanas al azar, para relacionarlas descuidada-
mente. Una alude al bastión del catolicismo, aunque también de las vanguardias
estéticas y políticas (experimentadas en persona durante su estadía en Munich),
significativas hasta el punto de que entre noviembre de 1918 y mayo de 1919
hubo dos gobiernos socialistas, de concejos o soviets.
La otra ciudad alemana es donde nació Marx.
Continuamos recordando el texto:

La cuestión de los cambiantes ámbitos centrales concierne solamente al hecho concreto de que, en
estos cuatrocientos años de historia europea, las elitistas minorías dirigentes fueron cambiando, o sea,
concierne a la evidencia de que sus convicciones y argumentos cambiaron continuamente, tanto cuanto
el contenido de sus intereses espirituales, el principio de sus conductas, el secreto de sus éxitos políticos
y la predisposición de masas ingentes a dejarse impresionar por determinadas sugestiones (p. 82).

8.

El primer paso es el de la palmaria secularización filosófica, metafísica, de las


nociones y representaciones de la religión cristiana a partir del Renacimiento y
Reforma.

De modo claro y particularmente evidente como un giro histórico único es el pasaje [Übergang]
desde la teología del siglo XVI a la metafísica del siglo XVI» (p. 82).

Dios perdura como garante de certeza y de realidad objetiva en el conocimiento.


Pero las figuras teológicas están deviniendo simples entes rationis y como tales
están condenadas por la misma secularización a no sobrevivir de la endemia que
les contagia el racionalismo de los sistemas del 1600, imbuidos de una cientifici-
dad novedosa que pone fin a la hegemonía ejercida por las ideas del mundo clá-
sico y medieval.
La del siglo XVII es un gesta ciclópea, y Schmitt la califica como «la edad he-
roica del racionalismo occidental», enunciando nombres que lo atestiguan con
elocuencia: «Suárez y Bacon, Galileo, Kepler, Descartes, Grocio, Hobbes, Spi-
noza, Pascal, Leibniz y Newton» (p. 82).
Y a continuación agrega lo que completa su presentación, a saber, los aportes de
estos «metafísicos de gran estilo» que conforman el «Deísmo». Esta noción reli-
giosa y secularizadora a la vez indica que Dios ha dejado de ser voluntad todopo-

46
técnica y neutralización en carl schmitt

derosa y creadora de todo a partir de la nada, fuente de toda legalidad, física y


moral, para devenir un nombre vacío que se le da a un mecanismo universal abso-
luto, eternamente dinámico, que se despliega por encima de las voluntades huma-
nas, ante el cual son impotentes y deben aceptarlo o ser arrastradas por él (p. 82).

9.

Pasamos al segundo movimiento de transición.

El sucesivo siglo XVIII dejó de lado la metafísica, valiéndose, para ello, de la construcción de una
filosofía deísta; se trató de una vulgarización en gran estilo, de Iluminismo, de una apropiación lite-
raria de los grandes eventos del siglo XVII, fue humanización y racionalización (p. 82).4

El punto que más le interesa a Schmitt en el Siglo de las Luces es el que atañe a
la moral, que es elevada a criterio rector de la auténtica existencia humana.
Ser hombre es ser moralmente probo. Ni el autor del Contrato social ni, menos
aún, el de la Crítica de la razón práctica escapan del criterio moral como el distintivo
de la humanidad del ser humano: «El pathos específico del siglo XVIII es la “vir-
tud”, vertu es su palabra mágica, la obligación. Tampoco el romanticismo de Rous-
seau pasa por encima del muro de las categorías, que él [sin embargo] derrumba».
Poco después leemos: «Una expresión característica de este siglo es el concepto
de Dios en Kant, en cuyo sistema Dios, tal como se ha dicho no sin grosería,
aparece todavía sólo como “un parásito de la ética”» (p. 82).5
Pero es sobre todo en el sentido siguiente que Schmitt acentúa el aporte kan-
tiano: «... cada término de la fórmula “Crítica de la razón pura”, o sea, crítica,
pura y razón, apuntan polémicamente contra dogma, metafísica y ontologismo»
(pp. 82-83).
En este punto, queremos destacar una carencia que lamentamos en el ensayo
que estamos analizando.
Falta la proyección política de la moral, la invocación de la virtud como ban-
dera revolucionaria fácil de ser aceptada por las masas, pues permite contraponer
a la inmoralidad del despotismo la virtud de la revolución purificadora, o sea, de
la regeneración a través de la guillotina.

4. En general, el deísmo no niega expresamente la existencia de Dios, pero permite poner en discusión
la Providencia y, con ella, toda intervención extra-ordinaria, esto es, milagrosa. Socava también la
Revelación, porque el juez es la razón funcionando en conformidad a sí misma. La pena capital espera
a quienes, desde entonces en más, atenten contra la autonomía del ser humano.
5. Mentada es la racionalización de la fe religiosa que Kant lleva a cabo en la Crítica de la razón
práctica y, con una actitud –entendemos– afectada por el Terror, en La religión dentro de los límites
de la mera razón.

47
jorge e. dotti

10.

El pasaje sucesivo, al economicismo del siglo XIX, tiene una previa mediación
muy significativa a cargo del Romanticismo. «Con el siglo XIX, entonces, adviene
una era [Säkulum] en la que se produce el entrelazamiento, aparentemente híbrido
e imposible, de tendencias estético-románticas y económico-técnicas» (p. 83).
Por sorpresivo que esto pueda resultar, o no, el hecho es que Schmitt presenta
al Romanticismo como el mediador que, dejando atrás la espiritualidad abierta a
una trascendencia religiosa o metafísica abstracta, facilita si no el surgimiento, sí
el afianzamiento de la subjetividad yoica autocentrada y de la disciplina que ex-
pone la racionalidad de las conductas basadas en el privilegio del interés particu-
lar (por acotado que el Iluminismo busque presentarlo en términos de racionali-
dad y de sentimientos).
Coherentemente, esto conlleva la justificación de la efectivización racional del
saber económico en la forma de técnica o tecnología, dominatriz del centro his-
tórico-espiritual superador del humanismo moral, por su (presunta) capacidad
para resolver las conflictividades antes no resueltas, sino, peor, agravadas por
todas las neutralizaciones que lo han precedido.
Con esta conexión entre Romanticismo y Economía Política y, a partir de ella,
también con la técnica, Schmitt destaca el entramado profundo entre la visión ro-
mántica de las cosas y el utilitarismo del logos económico-tecnológico como ner-
vio de las conductas racionales. La técnica aporta a este cuadro existencial la validez
última, al concretar en la existencia lo utilitario por excelencia: el instrumento
como condición de posibilidad del rendimiento útil. La producción de mercancías,
constantemente renovada en su tecnología, es prueba fehaciente de esto.
La mirada siempre febril y las actitudes impulsivas, pero autoconsagratorias del
esteta romántico, pero también la nariz levantada y el rictus desdeñoso de su
heredero, el dandy que desprecia la vulgaridad y se condecora a sí mismo como
arbiter elegantiae en las artes, la moda incluida, son el gestus brechtiano que
exhibe la conflictividad entre moral y economía, cuya superación aparece como
factible para el espíritu de lo económico y lo científico-tecnológico. La ciencia de
la Economía Política lo demuestra.
La idea subyacente es que, recorriendo el arco de la noción de placer en su carácter
de experiencia inevitablemente individual, en primera y última instancia, tenemos
que el esteta, el dandy, el burgués y el proletario tienen un aire de familia que les da
el goce de consumir y consecuente realización personal, en la intensidad que fuere,
sin importar lo que consuman ni cómo lo hayan obtenido. A su manera, pertenecen
–y pertenecemos todos, hoy– a la cultura económica y científico-tecnológica.
Leamos a Schmitt:

48
técnica y neutralización en carl schmitt

Pues el camino desde lo metafísico y lo moral a lo económico pasa por lo estético, y el camino que
pasa por el todavía tan sublime consumo y placer estéticos es el camino más seguro y más cómodo a
la economicización [Ökonomisierung] general de la vida espiritual y a una constitución del espíritu
que en la producción y en el consumo encuentran las categorías centrales de la existencia humana.

La conclusión de este razonamiento no deja incertidumbres: «En el desarrollo


espiritual ulterior, el esteticismo romántico está al servicio de lo económico
[dient (…) dem Ökonomischen] y es un típico fenómeno de acompañamiento
[Begleitphänomen]» (p. 83).
¿Es una explicación suficiente? Tenemos nuestras dudas, porque no aclara
como debiera haber hecho la noción de romanticismo.
Ante todo, porque Schmitt podría haber ilustrado qué entiende por romanti-
cismo, a la luz obviamente de lo que ya ha publicado.6 Habría dejado más claro
que el fundamento de por qué el yo cumple ese rol de mediador entre arte y
economía es que, en la seguridad de su condición de fundamento, que ha subro-
gado a Dios, tiene la capacidad de producir el mundo como objeto de conoci-
miento, de producir el arte como objeto de placer y, he aquí el punto, producir
lo que genera con su trabajo, distribuye con su sociabilidad mercantil y consume,
satisfaciendo tres exigencias de su peculiar subjetividad.
El sujeto ocasionalista no es solamente el yo romántico, sino también el yo
burgués y/o proletario. Los tres se valen del aporte científico-tecnológico para
cumplir las funciones que los configuran en sus respectivas identidades. Cada
uno a su manera se considera el factotum determinante del beneficio que logran
y del consumo al que acceden en consecuencia.
A esto cabe sumar los economistas que expresamente quieren espiritualizar la
realidad que estudian, sin que ello conlleve abandonar el rigor del pensamiento
científico, pero incorporando simultáneamente lo estético como uno de los prin-
cipios que sostienen sus opiniones, como un criterio evaluativo de sus propues-
tas, proyectos y resultados concretos.
En todo caso, el problema abierto es que el arte genial es producido por pocos
y consumido por minorías; que las mercancías son producidas por muchos y son
consumidas también por mayorías (lo cual no significa que tales mayorías inclu-
yan a todos los que deberían consumirlas); pero también es indiscutible que los
productos de la ciencia y la tecnología tienen como connotación necesaria la
utilidad que le prestan a grandes masas de consumidores (sin que esto signifique
que a los que no acceden no les sería beneficioso acceder).

6. Pensamos en Schmitt, C., Politische Romantik. Duncker u. Humblot, München/Leipzig, 1919. La


segunda edición, con reelaboraciones, es de 1925. En ella incorpora, con modificaciones, ideas de su
artículo «Politische Theorie und Romantik», Historische Zeitschrift, CXXIII, 3, 1921, pp. 377-397.

49
jorge e. dotti

12.

En este punto, comenzamos a adentrarnos en la Técnica.


Después de aludir al «servicio» que le cumple el romanticismo a lo económico,
con lo cual aquél queda reducido a ancilla de éste, Schmitt escribe: «Mas en el
siglo XIX, lo técnico aparece en una conexión todavía más estrecha con lo econó-
mico, en la forma de “industrialismo”». Esto se hace evidente en «la construcción
de la historia y de la sociedad del sistema marxista», que «considera lo económico
como la base y el fundamento, como el “cimiento” [Unterbau] de todo lo espiri-
tual. En lo económico se divisa ciertamente lo técnico y las épocas de la humani-
dad se determinan en conformidad a los medios técnicos específicos» (p. 83).
En rigor, en Marx no es así. Las épocas de la historia no se catalogan según el
tipo de técnica productiva, porque esto disolvería lo que para Marx es central: las
relaciones de producción y, con ellas, de propiedad. Hay una evolución de la
tecnología, lo que Marx considera el «desarrollo de las fuerzas productivas», que
en un momento dado entran en contradicción con la forma de relaciones sociales
y jurídicas imperantes que conforman las formas de producción, pero la identi-
dad de las fases históricas radica en esta tensión.
Una visión histórica de la humanidad como historia del desarrollo de la técnica
desdibuja la especificidad de los conflictos entre los estratos o capas sociales
como motor del devenir histórico y una tal explicación radicaría, así, en conside-
raciones ajenas a lo económico en el sentido de Marx. En especial, calificar de
explotación el sistema capitalista no tendría un sentido científico, sería un juicio
moral sobre una condición de quienes se ocupan del funcionamiento de la técnica
más avanzada, condición que habrá de ir mejorando a medida que la tecnología
avance. La lucha de clases sería una fórmula de agitación o palabras de orden para
movilizaciones por mejores salarios, pero en verdad no atendería íntimamente a
las relaciones productivas, sino que sería un epifenómeno o simple espejo de un
estadio aún no tan desarrollado de la técnica, pero transitorio y en camino de
mejoramientos para ir aliviando las condiciones de trabajo (como lo fue, digamos
banalmente, la rueda, la roldana, la grúa, el montacargas, la pluma accionada por
computadora, etc.).
Para Marx, por el contrario, la marcha de la historia obedece a otras considera-
ciones, cercanas pero antitéticas. Su problema específico ni siquiera es la historia
de la lucha de clases, pese a que frases lo digan, sino el capitalismo, porque es la
primera formación económico-social donde impera el derecho igual de quienes
son iguales y libres como personas, y donde, en consecuencia, impera la justicia
formal, sobre la base de que la retribución salarial ha eliminado toda explotación.
Marx tiene que demostrar que por debajo de esta apariencia la explotación no

50
técnica y neutralización en carl schmitt

sólo subsiste, sino que ha alcanzado una intensidad mayor que nunca antes,
como se hace evidente a quien capta el dinamismo esencial, profundo, de la rela-
ción contradictoria entre forma de producción capitalista y relaciones sociales de
producción, cuyo núcleo es la correlación burgués-proletario.7
El desarrollo científico-tecnológico de las técnicas productivas (la tecnología
imperante) no es el hilo conductor de la visión marxista en sentido estricto. Si así
fuera, simplemente la historia sería el sucederse de las fases del progreso técnico y
lo socio-económico sería una dimensión meramente deudora del dinamismo de la
tecnología y los elementos políticos, sociales, culturales, si no productos margina-
les, al menos instancias complementarias propias de contextos cambiantes y, a su
manera, meramente accidentales.
Si bien, entonces, Schmitt no es preciso en este punto, no baladí, sin embargo,
hay una notable comunidad entre su visión y la de Marx, no obstante cuánto se
contrapongan.

7. «... En la producción social de su existencia, los seres humanos entran en determinadas relaciones
necesarias, que son independientes de su voluntad; en relaciones de producción que se corresponden
con un determinado grado de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas
relaciones constituye la estructura económica de la sociedad, o sea, la base real sobre la cual se eleva una
sobre-construcción jurídica y política, con la cual guardan correspondencia formas determinadas de la
conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona, en general, el proceso social,
político y espiritual de la vida. No es la conciencia de los seres humanos que determina su ser, sino que,
por el contrario, es su ser social que determina su conciencia. En un determinado punto de su
desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones
de producción existente, es decir, con las relaciones de propiedad (que son tan sólo la expresión jurídica
de aquéllas) dentro de las cuales tales fuerzas se habían movido hasta ese momento. Estas relaciones, de
ser formas de desarrollo de las fuerzas productivas, se convierten en cadenas de las mismas. Es entonces
que se abre una época de revolución social. Con el cambio de la base económica se descompone con
mayor o menor rapidez toda la gigantesca sobre-construcción. Cuando se estudian semejantes
descalabros, es indispensable distinguir siempre entre el descalabro material de las condiciones
económicas de la producción, que puede ser constatado con la precisión de las ciencias naturales, y las
formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, o sea, las formas ideológicas que permiten
a los seres humanos concebir este conflicto y combatirlo. Tal como no se puede juzgar a un hombre a
partir de la idea que tiene de sí mismo, tampoco se puede juzgar una época similar de descalabro a partir
de la conciencia que ella tiene de sí misma; es necesario, en cambio, explicar esta conciencia con las
contradicciones de la vida material, con el conflicto existente entre las fuerzas productivas de la sociedad
y las relaciones de producción. Una formación social no perece hasta que no se hayan desarrollado
todas las fuerzas productivas a las que puede dar curso; relaciones de producción novedosas y
superiores nunca entran en escena antes de que hayan madurado las condiciones materiales de su
existencia en el seno de la vieja sociedad. He aquí por qué la humanidad no se propone sino aquellos
problemas que puede resolver, por qué, considerando las cosas de cerca, se encuentra siempre que el
problema surge solamente cuando las condiciones materiales de solución existen o, al menos, están en
formación» (Marx, Karl y Engels, Friedrich, Werke, «Vorwort» a Zur Kritik der politischen Ökonomie.
Ed. Institut für Marxismus-Leninismus beim ZK der SED, Dietz, Berlin, 1961).

51
jorge e. dotti

Para Marx, la técnica es una de las fuerzas impulsoras del desarrollo productivo
capitalista, el cual crea, de este modo, las condiciones de la revolución que busca
destruir el Estado y, dictadura del proletariado mediante, instaurar la sociedad
libre del comunismo realizado. En este sentido, la aparente neutralidad de la
técnica (su instrumentalidad) deviene condición necesaria también del régimen
comunista (por el desarrollo de la capacidad productiva que exige), meta de la
acción política marxista, revolucionaria primero, y dictatorial después.
Para Schmitt, la técnica cierra el ciclo de la neutralización y despolitización.
Pero desde lo político en su conceptualización específica, es decir, desde la deci-
sión soberana que determina amistad y enemistad en vista de la defensa del orden
estatal frente al ataque que la revolución marxista propone para destruirlo, la
técnica en su máxima disponibilidad para el uso que los adversarios hagan con
ella es simultáneamente neutral (todos pueden usarla como instrumento) y lejos
está de despolitizar o, como mínimo, sonaría absurdo calificarla como neutrali-
zadora de lo político. Nuevamente una paradoja: cuanto más avanza la tecnolo-
gía del instrumento despolitizado, más alimenta la politización total e indiscrimi-
nada, contraria al sentido de das Politische schmittiano.
Esto porque la técnica colabora necesariamente con la intensificación del con-
flicto que apunta al Estado para destruirlo, es decir, buscando que colapse todo
lo que oculta o desfigura la explotación burguesa. Pero también es imprescindi-
ble para que sea efectiva la decisión excepcional. Dicho más sencillamente, lo
científico-tecnológico es condición necesaria tanto de la acción revolucionaria
antiestatal, como de lo político en cuanto decisión desencadenadora de la acción
antirrevolucionaria y de autodefensa del Estado.
Creemos que Schmitt intuye que la técnica contribuye a los intentos de poner
fin a la estatalidad, cuando cierra el párrafo que estamos considerando con pala-
bras que revelan que la técnica, desde la óptica schmittiana, está sometida a lo
económico y que el momento tecnológico está encuadrado en el marco referen-
cial del economicismo, casi en un segundo plano:

Sin embargo, el sistema [marxista] en cuanto tal es un sistema económico, y los elementos tecnológi-
cos [technizistischen] aparecen recién en vulgarizaciones posteriores. En su conjunto, el marxismo
pretende pensar desde la economía [ökonomisch denken] y, con esto, permanece en el siglo XIX, que
es esencialmente económico (p. 83).

Para el jurista alemán, hay algo de anticuado en el economicismo marxista (que


en este aspecto es afín al economicismo liberal), pero lo más significativo del
marxismo es su comprensión y justificación de la lucha de clases. Una forma
totalizante que combate de acuerdo con modalidades incompatibles con las pau-
tas del ius belli, y abre el paso a todos los enfrentamientos cuya fenomenología

52
técnica y neutralización en carl schmitt

va pasando desde el combate con tropas profesionales a la guerrilla, y de ella al


terrorismo; entremezclándose o privilegiando una de estas configuraciones.

13.

Lo que sí experimenta el siglo XIX es el «progreso técnico», que es «sorpren-


dente y, consecuentemente, cambia las situaciones con tal rapidez, que todos los
problemas morales, políticos, sociales y económicos son sobrepasados por la
realidad de este desarrollo técnico» (pp. 83-84).
Schmitt directamente entiende que la técnica se ha revestido de una peculiar
sacralidad laica, que nace de esa «monstruosa [ungeheure] sugestión» que emana
de «los inventos y logros siempre novedosos y sorprendentes».
Utilizando una formulación análoga a la que, en Teología Política, aplica para
categorizar a Bakunin como el anarquista «más grande del siglo XIX» y bauti-
zarlo como quien fue, «en la teoría, un teólogo de la antiteología y, en la práctica,
un dictador de la antidictadura», ahora recurre a ella para definir la Técnica, por
ser la instancia clave en la vida económica de la sociedad de masas, como «una
religión del progreso técnico, para la cual todos los otros problemas se resuelven
precisamente mediante el progreso por sí solo» (p. 84). El fuego que aviva los
corazones de las masas ha pasado a ser el disfrute de las realizaciones tecnológi-
cas, que redimen de los sufrimientos de la existencia.
A diferencia del creyente cristiano en la plenitud de la redención en el Cielo, la
masa urbana quiere la inmediatez (podríamos decir que muchas de las sectas
contemporáneas participan de la misma urgencia y predican una religión del
efecto inmediato: crea hoy y sane mañana). Discípulo de Weber, Schmitt, sin
nombrarlo, está sosteniendo (es decir, lo leemos como si sostuviera) que el des-
encantamiento del mundo ha dejado lugar a un nuevo encantamiento y conexo
sometimiento al fetichismo tecnológico.
Refiriéndose al sujeto anónimo y omnipresente de las macroaglomeraciones
urbanas, escribe:

Para las grandes masas de los países industrializados, esta creencia [en la técnica] fue algo evidente y
comprensible por sí mismo. Pasaron por encima de todos los estadios intermedios, que caracterizan
el pensamiento de las élites rectoras, y para estas masas, a partir de la religión basada en la fe en los
milagros y en el más allá, surge sin ningún eslabón mediador una religión del milagro técnico, de los
logros humanos y del dominio de la naturaleza.

La frase siguiente revela que Schmitt ni siquiera piensa en la fe bíblica, sino en


algo mucho más antiguo: «Una religiosidad mágica traspasa en una tecnicidad no
menos mágica» (p. 84).

53
jorge e. dotti

Le sigue la descripción de la sociedad de primeras décadas del siglo XX, pero


que no tendríamos dificultad en extender a nuestro presente. La técnica es la
matriz semántica más totalizadora porque es la que más adhesión inmediata y fe
en su triunfo despierta.
Escribe nuestro autor:

Es así que, desde su comienzo, el siglo veinte aparece no sólo como la era de la técnica, sino también
de la creencia religiosa en la técnica. Varias veces se lo ha señalado como el de la era de la técnica y la
cuestión del significado de la tecnicidad debe permanecer abierto por ahora. Puesto que, en verdad,
la fe en la técnica no es más que el resultado de una determinada dirección, en la cual se mueve el
desplazamiento de los ámbitos centrales y, como fe, ha surgido como consecuencia lógica de los
desplazamientos (p. 84).

14.

Prosigamos teniendo en cuenta aspectos ya señalados, porque Schmitt los re-


toma y enriquece, completando el panorama de la secuencia de etapas de la se-
cularización.
Ante todo, trata la combinación entre el pluralismo interno a cada uno de ellos
y el que reina a lo largo de todo el proceso neutralizador y despolitizador, y la
peculiaridad nacional que adquiere la cultura en cada forma de convivencia no en
abstracto, sino con las marcas existenciales bien particulares, que Schmitt eng-
loba bajo la adjetivación de nacional. E insiste en que esta existencialidad bien
precisa de la cultura epocal no tiene que ser entendida como la de un factum, ni
tampoco como la de una fuente de normatividad general que impone obligacio-
nes a quienes pertenecen al espacio que es así reglamentado.
En todo caso, el foco de irradiación cultural que prevalece comparte con todos
los otros, con los cuales está integrado en posición dominante, un ethos, al que le
imprime su rasgo específico (como lo hace la técnica, respecto de la teología, que
pervive relegada, por ejemplo), aunque no anula los rasgos de los otros centros
que están en posiciones secundarias. Cada época es inevitablemente pluralista.

Todos los conceptos de la esfera espiritual, incluyendo el de espíritu son en sí pluralistas y tienen que
ser entendidos exclusivamente a partir de la existencia política concreta. Así como cada nación tiene
su propio concepto de nación y encuentra los rasgos que constituyen la nacionalidad en ella misma
y no en otra, así también cada cultura y cada época cultural tiene su propio concepto de cultura.
Todas las representaciones esenciales de la esfera espiritual del ser humano son existenciales y no
normativas (p. 84; las cursivas son nuestras).

La coexistencia de interpretaciones del propio tiempo, que es a la vez la lectura


del pasado y del futuro que les da significación a partir del presente, esa coexis-

54
técnica y neutralización en carl schmitt

tencia hermenéutica, entonces, es inevitablemente plural, polimorfa, y, si bien


cada ámbito secundario conserva su identidad, su aptitud ilocucionaria está su-
peditada a la del ámbito central, es decir que un foco haya sido superado indica
que su persistencia es posible como participante en la conformación de la con-
ciencia general de la época, pero está condicionada por la que cumple el ámbito
que ocupa la posición primaria.
Por último, es consustancial a este movimiento la continua mutación del signi-
ficado de ideas, conceptos, esquemas, perspectivas interpretativas de la realidad,
distintivos de cada época y de cada elemento cultural dentro de ella. Nueva-
mente, la teología –desde el medioevo hasta hoy– es un ejemplo claro de esto.
Pero también la misma ciencia y la técnica conexa, si pensamos los cambios de la
que llamaríamos la conciencia epistemológica, a lo largo del mundo moderno
hasta la actualidad.
Continuamos leyendo:

Si el centro de la vida espiritual, durante los últimos cuatro siglos, se desplaza continuamente, la con-
secuencia es que también vayan mutando continuamente todos los conceptos y palabras, y es necesario
acordarse de la ambigüedad de cada palabra y concepto. Los malentendidos más habituales y toscos
(de los que, ciertamente, viven muchos timadores) se aclaran por la equivocada transposición de un
concepto que se ha radicado en un determinado ámbito –es decir, sólo en la metafísica o solamente en
lo moral, o sólo en lo económico– a los otros ámbitos restantes de la vida espiritual (pp. 84-85).8

E insiste: «También las nociones específicas de cada siglo reciben su sentido ca-
racterístico del respectivo ámbito central del siglo».
El ejemplo que da ahora es la noción de «Progreso», que, en su modulación
logradamente racionalista, «fue rectora en el siglo XVIII», porque además cubrió
todos los espacios semánticos (filosóficos, educativos, autodominio psicológico
tanto individual como colectivo y también «moral»).

Su momento apical, empero, pertenece a «la época del pensamiento económico


y lo científico», donde «es concebido, de manera tácita y evidente de por sí, como
progreso económico o técnico», respecto del cual la misma noción de progreso
sin interrupciones, infinito, pero en clave «moral-humanitaria, aparece –si es que
aún interesa–», ironiza Schmitt, «como resultado colateral del desarrollo econó-
mico» (p. 85).

8. El ejemplo schmittiano es el terremoto de Lisboa de 1755, que motivó una gran cantidad de
literatura moralista (v.g., los casos de Voltaire y Rousseau). Desde entonces, este motivo moral fue
desplazado del lugar primario y pervive, pero estudiado como fenómeno científico o como tema de
estudios humanistas (p. 85).

55
jorge e. dotti

Finalmente, cierra reiterando el ritmo propio de la Aufhebung hegeliana que


tiene esta secuencia de configuraciones epocales, en la medida en que el momento
de decadencia de un estadio, a causa de sus propios puntos de fricción y surgi-
miento de obstáculos irresolubles dentro de él, anuncia la superación resolutiva
de estas dificultades en el estadio siguiente.
Esto es:

Una vez que un ámbito deviene el central, entonces los problemas de los otros ámbitos se resuelven
desde él y valen sólo como problemas de segundo rango, cuya solución resulta por sí misma, una vez
que han sido resueltos los problemas del ámbito central (p. 85).

Creemos que lo que quiere indicar Schmitt es que si el preponderante foco, esfera
y crisol de las interpretaciones y comprensiones de la existencia que prevalecen
en una época no presenta aún dificultades y callejones sin salida, en este mo-
mento de auge, entonces, la resolución de las que presentaba el ámbito superado
no ofrece ninguna dificultad.
La continuación así nos lo da a entender: cuando por ejemplo el momento
teológico tiene sus problemas «en orden, todo lo otro “se les concede a los
hombres sin más”»; lo mismo ocurre en la época de la moral humanista, que
encuentra en la educación la clave que disuelve cualquier otra dificultad; en la
esfera económica, basta con solucionar «el problema de la producción y distri-
bución de bienes» y «las cuestiones morales y sociales ya no presentan más di-
ficultades».
Ahora cito detalladamente la frase que cierra este momento: «para el pensa-
miento meramente técnico, a través de nuevos descubrimientos tecnológicos [tech­
­nische], todas las otras cuestiones pasan a segundo plano [zurücktreten] ante esta
tarea del progreso técnico» (pp. 85-86).
Tomando estas últimas consideraciones en general, nos surge la duda de por
qué Schmitt no contempló la posibilidad de que un centro espiritual desplazado
del centro no pueda volver a ocuparlo gracias, precisamente, a la continua rese-
mantización de sus propias categorías, que todos los centros espirituales llevan a
cabo, tanto si prevalecen, como si han sido superados.
Esto lo habría obligado a desdibujar cierto tono determinista de la descripción
(la cual, reconocemos, se presenta como fiel a lo que sería una interpretación
compartida de la modernidad) y abriría un abanico de posibilidades que escapa-
rían a la mirada filosófica schmittiana, pues toda auténtica filosofía, cuya tarea es
comprender, llega siempre tarde, se constituye como pensamiento de la propia
época una vez que ésta ha desplegado en el tiempo humano sus connotaciones, o
sea, cuando la historia muestra que ya se ha realizado, ya alcanzó su efectividad
y parece estar a la espera de su reemplazante.

56
técnica y neutralización en carl schmitt

Respecto de la técnica, entonces, tenemos que para Schmitt es la configuración


epocal que condiciona el mundo contemporáneo y en la que los humanos han
depositado su principal confianza para la continua superación de sus dificultades.
En este sentido, la esperanza mayor está puesta en la definitiva neutralización
de los conflictos y en su consecuencia lógica, la inutilidad de la soberanía o su
acotamiento a cuestiones punibles según el código de cada país, pero carentes de
proyecciones políticas amenazantes, diríamos: queda limitada a la ilegalidad co-
tidiana y a la administración de recursos para exigencias básicas, privilegiando el
desarrollo de la técnica.
Los casos excepcionales que ponen en jaque la estructura estatal in toto (como
las guerras simultáneamente internacionales y civiles, o sea, las agresiones, sedi-
ciones, rebeliones, revoluciones y demás conflictos bélicos de gran envergadura,
por así decir), irán desapareciendo, tal como Dios ha dejado de hacer milagros
hace tiempo.

15.

Schmitt prosigue con su esquema pluralista, pues presenta una variedad de figuras.
Ahora da un cierto giro a su perspectiva, sin alterarla, más bien reforzándola,
pero ilustrándola con los diversos sentidos que tiene la figura socio-cultural del
intelectual comprometido con su época y cuya conducta es consecuente con la
impronta general del momento al que pertenece. Cada momento tiene su para-
digma de este actor que Schmitt califica «sociológico».

La manifestación [Erscheinung] típica del representante de la espiritualidad y del espacio público


[Publizität], el clerc, en la peculiaridad específica que tiene en cada siglo, está determinado desde el
ámbito central. (p. 86).9

9. Schmitt entiende el clerc con una significación que abarca desde el clérigo medieval, el estudioso
y aun sabio posterior, el ayudante en estudios de abogacía y notariales, el estudioso que se especializa
y participa en los avatares modernos, hasta el intelectual comprometido con sus ideales. Sobre todo,
entendemos, este último es el significado que tiene en cuenta el jurista alemán. Téngase en cuenta
que dos años antes del ensayo schmittiano, Julien Benda (1867-1956) publicó La trahison des clercs,
donde imputa a los intelectuales haber olvidado su tarea de guardianes de la alta cultura, los valores
superiores del espíritu y entidades más o menos abstractas similares, llevados por una politización
extrema. El sentido schmittiano del término, en verdad, no es éste tampoco, pero hemos optado por
describir al clerc como un intelectual comprometido con la política. Benda, en cambio, denuncia la
ideologización contemporánea de los intelectuales, su obediencia a nociones como nación, patria,
clase, partido y análogas, que traicionan así a sus antecesores, forjadores de la alta cultura moderna.
Benda fue particularmente hostil a los dogmatismos religiosos y clericales, al nacionalismo y
tradicionalismo rancio, al marxismo como idea y más aún como régimen, al fascismo y al nazismo.

57
jorge e. dotti

La secuencia de estas figuras coincide con la de etapas en la neutralización y


despolitización (insistamos, en el sentido de rechazo de das Politische).
Schmitt alude al «teólogo y predicador del siglo XVI», al «sistemático erudito
del siglo XVII, que habita una auténtica república de las letras y vive bien alejado
de las masas»; a él lo sucede el «escritor del Iluminismo en el aún aristocrático
siglo XVIII». La siguiente pregunta que nos hacemos huelga, pero hagámosla de
todos modos: ¿qué otra escena podía ocupar el escenario más que el «intermezzo
del genio romántico y de los muchos sacerdotes de una religión privada»? Final-
mente, «el clerc del siglo XIX (cuyo mayor ejemplo es Carl Marx) se vuelve un
perito en economía», aunque Schmitt deja flotando la duda de si los economistas
pueden constituir una «capa espiritual superior de dirigentes». Y la misma duda
se extiende a una dirigencia de tecnólogos: «Ya no parece posible un clerc para el
pensamiento tecnológico [technizistische]» (p. 86).
Schmitt luce convencido de que el momento histórico del intelectual en los
estadios previos ya ha terminado, pues la era tecnológica le es hostil.
Adelantemos una observación interpretativa: si bien no lo dice, este pronóstico
se vincula a la manera radical como la técnica parece cerrar el ciclo de las prece-
dentes neutralizaciones. Su más intrínseca disponibilidad pragmática a ser utili-
zada por cualquier posición política y cualquiera de las acciones que emprenda,
pues los logros tecnológicos son meros enseres útiles para todas ellas. La instru-
mentalidad está caracterizada por la indiferencia e irresponsabilidad frente a su
uso. Lo contrario sería fetichismo. El responsable es el ser humano en cuanto
animal ideológico motivado por la teleología en la política, que presenta una
pluralidad de fines justificatorios de las acciones propuestas y/o llevadas a cabo.
En el resumen de este paso leemos:

Tal como hemos dicho, todos los conceptos y nociones de las esferas espirituales, a saber, Dios, liber-
tad, progreso, las nociones antropológicas de la naturaleza humana, de lo que es el espacio público
[Öffentlichkeit], de [lo que significa ser] racional y racionalización, por último, tanto el concepto de
naturaleza como el concepto mismo de cultura, todo recibe su contenido histórico concreto desde la
situación del ámbito central y sólo cabe concebirlo a partir de él (p. 86).

Schmitt encara la cuestión política, refiriéndose al «Estado» como dependiente,


en lo concerniente a su «realidad y fuerza» al mismo hontanar, pues «los decisi-

Sin embargo, tampoco fue, ni mucho menos, un esteticista ni un intelectual de bandería definida fiel
a principios absolutos, sino un crítico de la época, invocando principios morales de connotaciones
más bien abstractas y genéricas. Con una pirueta ideológica, simultáneamente negación de sus
posiciones iniciales y adaptación a los nuevos tiempos, terminó apoyando al stalinismo. Hélas!
En 1929, el término que usa Schmitt, clerc, no puede no haber llevado a sus lectores a pensar en el
Benda de 1927.

58
técnica y neutralización en carl schmitt

vos temas en discusión se determinan en conformidad al ámbito central decisivo»


(p. 86).
Lo ilustra con situaciones importantes: el barroco, el nacionalismo, la Unión
Soviética, el Estado occidental contemporáneo:
«Mientras lo religioso-teológico ocupó el centro, la proposición cujus regio,
ejus religio tuvo un sentido político», pero cuando decae su posición central,
pierde su «interés práctico», es decir, su densidad teológico-política (pp. 86-87).10
El movimiento prosigue y el principio

ha migrado, pasando a través del estadio cultural de la nación y del principio de la nacionalidad (cu-
jus regio, ejus natio), a lo económico y expresa que en un mismo Estado no puede haber dos sistemas
económicos contradictorios; el orden económico capitalista y el comunista se excluyen recíproca-
mente (p. 87)

El anclaje de Schmitt en la realidad más inmediata es palmario, y lo reafirma


aún más:

El Estado soviético ha dado realidad al principio cujus regio, ejus oeconomia, con un alcance tal, que
demuestra que el conjunto formado por un ámbito compacto y una homogeneidad espiritual com-
pacta de ningún modo es peculiar de las guerras religiosas europeas del siglo XVI y tiene consistencia
sólo para el grupo de pequeños y medianos Estados europeos, sino que esa homogeneidad siempre
se adecua a los cambiantes ámbitos centrales espirituales y a las cambiantes dimensiones de imperios
mundiales autárquicos (p. 87).

Una afirmación que es válida para la Unión Soviética (pero rechazamos la califi-
cación de «Estado» con la que Schmitt designa un régimen totalitario que hace
tabla rasa con las diferencias de espacios, dinamismos y normatividades que son

10. Este principio, enunciado aproximadamente en las últimas décadas del siglo XVI y que
establece que cada unidad política seguirá la religión de su soberano (o que la religión del reino será
la de aquel que lo rige), fue el principio pacificador que se expresa en las distintas paces que ponen
fin a las prolongadas guerras religiosas, políticamente civiles e internacionales a la vez, que agitan
Europa hasta mediados del siglo XVII, fundamentalmente la Paz de Augsburgo de 1555, entre
Carlos V y los príncipes protestantes de la Liga de Schmakalden (derrotados por el emperador en
Mühlberg en 1547), y la Paz de Westphalen en 1648, que pone fin definitivo a las hostilidades (en
verdad, son los Tratados de Paz de Osnabrück y de Münster, de mayo y octubre de 1648) que
prosiguieron después de Augsburg, y sobre todo a las de la Guerra de los Treinta Años, que estalla
en 1618, y a la Guerra de Ochenta Años en los Países Bajos, que empieza con la rebelión contra
España de los principados neerlandeses, en 1568. En ambas se enfrentan las potencias y principados
católicos contra los protestantes.
Después de estas peripecias belicosas sangrientas (y podríamos sumar la Revolución inglesa),
queda instituido el principio de la soberanía nacional, la integridad territorial y la no injerencia en los
asuntos internos, a la par que la Monarquía Española como unidad de la Europa cristiana cede su
lugar histórico al sistema de las Repúblicas Cristianas, de distinto credo, pero euro-occidentales.

59
jorge e. dotti

consustanciales a la estatalidad), pero de igual modo cabe también para los Esta-
dos Unidos, no mencionados.
El paso concluye destacando la marca de espiritualidad, en la forma de auto-
conciencia, pleno conocimiento de la propia identidad, que ha de tener este tipo
de formación macro-estatal totalizante: «Lo esencial de este fenómeno reside en
que un estado económico moderno es el que se corresponde con el pensamiento
económico», como ámbito central. Y podríamos agregar: y con la tecnología que
está ligada a esta visión economicista, antes que teológica, política o racionalista
abstracta, humanitaria. «Un Estado de este talante aspira a ser un Estado mo-
derno, conocedor [wissender] de su propia situación epocal y cultural. Tiene que
tener la pretensión de conocer correctamente todo el desarrollo histórico. Sobre
esto se basa su derecho a imperar» (p. 87).11
Y finalmente, dando muestras de que tiene ante sus ojos la incierta situación de
la república weimariana, flanqueada por dos naciones imperiales, ambas economi-
cistas, ambas caracterizadas por una solidez espiritual en todos sus espacios y, como
tales, totalizadoras, pero una sola totalitaria, Schmitt hace una advertencia ambigua
en su puesta en práctica, pero a la que le atribuimos un sentido político no totalita-
rio, sino de protección del sistema vigente frente a los embates revolucionarios:

Un Estado que en una era económica renuncia a conocer correctamente y a guiar [leiten], a partir de
sí mismo, las relaciones económicas, tiene que declararse neutral en las cuestiones y decisiones polí-
ticas y, de este modo, renunciar a su aspiración a imperar (p. 87).

Admonición que Roosevelt parece refrendar con la política que siguió a partir de
1933 para sacar a Estados Unidos de la crisis que estalla en 1929.
Sin cambiar de tema, Schmitt encuentra que lo que no ha de hacer un Estado
de masas en el siglo veinte europeo es repetir el modelo liberal confiado en un
dinamismo de armonía basada en la neutralización de las contraposiciones me-
diante la total prescindencia, ante todo religiosa, del modelo que condensa en la
fórmula italiana que cita, la del «stato neutrale ed agnostico», que se muestra
pasivo y desentendido de los apremios, puesto que los ve como circunstanciales
y asume que se solucionarían con sólo dejarse llevar por el movimiento racional
del mercado y del compromiso parlamentario.12

11. El término «wissender» que traducimos con «conocedor» (las cursivas son del autor) y la
insistencia en la necesidad de «conocer correctamente» [richtig zu erkennen] se contraponen al
agnosticismo como ideología estatal, que Schmitt rechaza por relativista y por armonizarse con la
fuga de lo político. Ver la nota siguiente.
12. La conjunción de «neutral» y «agnóstico» en la fórmula puede ser de Schmitt, pero la fuente sería
la de «stato agnostico e abulico», tal como la acuña un importante jurista italiano y luego ministro de
Justicia en el régimen fascista, Alfredo Rocco (1875-1935), en su La trasformazione dello Stato. Dallo

60
técnica y neutralización en carl schmitt

En este principio ve un «síntoma de una universal neutralidad cultural en ge-


neral, pues la doctrina del Estado neutral del siglo XIX está enmarcada por una
tendencia general a un neutralismo espiritual, característico de la historia europea
en los últimos siglos». Y concluye este párrafo final, que además cierra la primera
sección del trabajo, así: «Aquí reside, creo, la explicación histórica de lo que ha
sido señalado como la era de la técnica. Lo cual merece al menos una breve ex-
posición» (pp. 87-88).

16.

Esta segunda sección (cuyo título es casi una repetición del primero)13 ahonda,
entonces, el tema que nos reúne hoy, y si bien aquí se vuelven a proponer ideas
ya expuestas, no deja de ser tanto un complemento con explicitaciones de ellas,
como también páginas motivadoras para el lector.
Comienza así:

La secuencia de estadios que hemos expuesto, desde lo teológico, pasando por lo metafísico y moral,
hacia lo económico, significa simultáneamente una serie de progresivas neutralizaciones de los ámbi-
tos desde los cuales el centro se había desplazado [al sucesivo]. En consecuencia, considero que el más
fuerte y pródigo de estos giros espirituales de la historia europea es el paso que da el siglo XVII, desde
la teología cristiana tradicional al sistema de una cientificidad natural. Es por esto que ha sido deter-
minada, hasta el día de hoy, la dirección que todo desarrollo ulterior tenía que tomar (p. 88).

Schmitt da cuenta de la preeminencia del paradigma científico-tecnológico, tras


haber desplazado inclusive al económico, con el cual estuvo y sigue estando (hoy)
integrado.

Stato liberale allo Stato fascista, «La Voce» Anonima Editrice, Roma, 1927. Para esta fórmula y
equivalentes, es decir, alusiones a la inoperancia del Estado que prescinde de todo lo que no sea un
administrativismo de corte tecnicista, porque carece de principios y creencias firmes, ver en su
«Introduzione» las pp. 7, 10, 17, 21-22. Cabe observar que Schmitt poseía un ejemplar de este libro
en su biblioteca personal, de aquí que bien puede haberse inspirado en él.
Schmitt utiliza la fórmula también en un importante artículo de 1930, o sea, contemporáneo al que
nos ocupa, que hemos vertido al español y comentado: cf. Schmitt, Carl, «Ética del Estado y Estado
pluralista», en Deus Mortalis. Cuaderno de Filosofía Política, 10, 2011-2012. Véanse i) nuestra
traducción en pp. 291-307 (la fórmula es mentada por Schmitt en estos términos: «... Estado
“agnóstico”, el stato agnostico del que se burla la crítica fascista», en p. 295; ii) nuestra «Observación
preliminar» en pp. 289-290; iii) nuestras «Notas complementarias», en pp. 309-524. De este tema nos
ocupamos, con muchos más detalles que ahora, en pp. 459-467.
13. Respectivamente «1. La secuencia de estadios de los cambiantes ámbitos centrales», y «2. Los
estadios de la neutralización y la despolitización». La ya señalada versión española de 1941, con
traducción de Javier Conde, alarga los títulos con dudosa elección retórica: «De cómo cada sector del
conocimiento humano puede convertirse, sucesivamente, en centro de atracción intelectual de una
época», y «Desenvolvimiento progresivo de la neutralidad y el destino de la política».

61
jorge e. dotti

El «desarrollo ulterior» al desplazamiento de la teología, la metafísica moral y


el humanitarismo pacifista iluminista es aquel donde la ciencia pasa a encarnar las
esperanzas en una convivencia sin conflictos, mediante la armonización de las
posiciones hasta ese momento enfrentadas.
La economía y el desarrollo de la técnica exigen y fomentan los avances tecno-
lógicos en las distintas ramas de las actividades útiles por sus aportes materiales,
es decir, en los diversos rubros productivos.
Para evitar confusiones, Schmitt reitera que no propone lo que hace una litera-
tura menos seria, no postula ninguna ley de la marcha de la historia (como la «ley
de las tres etapas» de Comte o «la construcción del desarrollo desde la era militar
a la industrial» de Spencer, «y otras construcciones histórico-espirituales simila-
res» [p. 88]).
La idea que lo guía es siempre la misma: destacar cómo la historia moderna está
motorizada por el anhelo del europeo moderno por neutralizar la conflictividad
que acompaña su época desde el comienzo, indicando adónde va conduciendo.
Leemos:

En el núcleo del giro sorprendente reside un motivo básico elementalmente más sencillo y que fue
determinante durante siglos, a saber, el esfuerzo por alcanzar una esfera neutral. Luego de las estéri-
les [aussichtlosen] disputas y querellas teológicas, la humanidad europea buscó un ámbito neutral,
donde cesara la lucha y donde fuera posible el entendimiento, la unidad y el convencimiento recí-
proco (p. 88).

Es el abandono de la teología lo que dispara los pasos sucesivos, a partir de cierto


consenso entre los pensadores, actores y ejecutores del poder público de la nece-
sidad de cerrar las guerras religiosas.14

14. En este punto, Schmitt recuerda que Dilthey destacó lo que él, atendiendo a «la tradición estoica»,
consideró como el paso clave, el abandono de la «teología cristiana tradicional» y la construcción de un
«sistema “natural” para [der] la teología, la metafísica, la moral y el derecho». No obstante reconocer
la importancia de esta interpretación, no lejana a la suya, Schmitt insiste en que «lo esencial» consiste
en que «se abandonó el hasta entonces ámbito central, la teología y se buscó otro». Una vez que la
teología hubo perdido ese sitial privilegiado, las esperanzas se pusieron en el ámbito novedoso que fue
visto finalmente como el más capaz de presentar «el minimum de concordancia y premisas comunes,
que posibilitaran seguridad, evidencia y paz» (pp. 88-89). Y esto se fue repitiendo en cada cambio de
módulo hermenéutico privilegiado. Se fue transitando el camino con el mismo afán y la búsqueda de la
despolitización devino «la ley, que la humanidad europea siguió [nach welchem (...) “angetreten” ist]
durante los siglos siguientes y en conformidad a la cual construyó su concepto de verdad» (p. 89).
Schmitt posiblemente aluda a la idea general que anima, en gran parte, los trabajos publicados en el
Archiv für Geschichte der Philosophie entre 1891 y 1900 (más un trabajo presentado en la Academia
de Ciencias de Berlín, sobre la antropología en los siglos XVI y XVII, en 1904), los cuales, bajo el título
Weltanschaung und Analyse des Menschen seit Renaissance und Reformation, fueron publicados en el
segundo volumen de los Gesammelte Schriften de Dilthey, bajo el cuidado de G. Misch, en 1914.

62
técnica y neutralización en carl schmitt

El resultado es claro:

Los conceptos que habían sido elaborados durante muchos siglos de pensamiento teológico pasan a
ser, ahora, cuestiones sin interés y privadas. En la metafísica del Deísmo del siglo XVIII, a Dios
mismo se lo pone fuera del mundo y se vuelve una instancia neutral, frente a las luchas y oposiciones
de la vida real; se vuelve, como le dice Hamman a Kant, un concepto y deja de ser una esencia (p. 89).

En este punto, Schmitt abre su discurso a la dimensión específicamente política.


El texto prosigue así:

En el siglo XIX, primero el monarca y, después, el Estado devienen magnitudes neutrales, y aquí, en
la doctrina liberal del pouvoir neutre y del stato neutrale encuentra su cumplimiento un capítulo de
teología política, donde el proceso de neutralización encuentra su fórmula clásica, porque ahora ha
abrazado también a la instancia decisoria [das Entscheidende], el poder político (p. 89).

Es entonces que Schmitt retoma su pintura de la despolitización y neutralización a


cargo de la técnica, o sea, cómo opera la «dialéctica» del movimiento histórico ante
el fracaso anterior de las aspiraciones e intentos de erosionar lo político, del es-
fuerzo por desactivarlo en su densidad conceptual como recurso extremo del sobe-
rano ante la situación extrema para fundar, proteger y/o restaurar el orden estatal.
Tarea cuyo primer paso es diferenciar entre amigos y enemigos, dilucidar con cla-
ridad quiénes pertenecen al Estado y lo defienden y quiénes buscan destruirlo.
Sólo que la historia muestra que el convencimiento de que esta decisión ha de
ser neutralizada en aras de la convivencia pacífica, que resultaría por sí sola una
vez que se lograra desactivar la soberanía, se fortalece al recurrir al espacio espi-
ritual que más ilusiones despierta, la ciencia, que ahora se apoya sobre las espal-
das de la técnica.
Citamos:

Pero pertenece a la dialéctica de semejante desarrollo, la de que, precisamente al operar el desplaza-


miento del ámbito central, siempre se genera un nuevo campo de lucha. En este campo novedoso y
considerado neutral, se despliega enseguida, con nueva intensidad, la oposición de hombres e intere-
ses, y, en verdad, ella es tanto más fuerte, cuanto más firme es el apoderamiento del nuevo ámbito de
lucha. La humanidad anda siempre traspasando desde un ámbito de lucha a un ámbito neutral, y
siempre el ámbito de neutralidad recién obtenido se transforma nuevamente en ámbito de lucha y se
vuelve necesario buscar nuevas esferas neutrales (p. 89).

Desde una posición que nos resulta excesivamente economicista, nuestro autor
presenta así este resultado previsible para quien comprende el proceso, y sor-
prendente para quienes se esperanzaron con el nuevo ámbito central:

Tampoco la cientificidad natural pudo implantar la paz. Partiendo de las guerras de religión se pasa
a las guerras nacionales del siglo XIX, determinadas a medias como todavía culturales y a medias
como ya económicas, y se llega, finalmente. a las guerras simplemente económicas (p. 89).

63
jorge e. dotti

En verdad, la dialéctica de la oposición insoluble entre neutralización y enfren-


tamientos es una paradoja continuamente repetida: cuanto más se quiere la paz,
más violentas son las guerras que resultan de este deseo; cuanto más se neutraliza,
más violencia se desata.
Dicho de otro modo: cuanto más se avanza en una época cuyo sector central es
ocupado por un nuevo dispositivo cultural paradigmático, cuyo propósito es
neutralizar los conflictos que el estadio previo no logró desactivar, sino que los
empeoró, tanto más surgen grados de enfrentamiento violento antes inexistentes.
Un modo de operar y el saber modélico que lo respalda, desde el laboratorio
positivista a la computadora y todo lo que ella ha originado, la potestad perlocu-
cionaria que alcanza la aplicación tecnológica de la ciencia como rectoría espiri-
tual, terminan aligerando notablemente, pero no vaciando, la inagotable Caja de
Pandora, que siguió deparando horrores.

17.

Como dice la zarzuela más famosa, «Hoy las ciencias adelantan que es una bar-
baridad, / que es una bestialidad, / que es una brutalidad».15
La ironía y la paradoja son aquí evidentes. Schmitt las plantea, con suma serie-
dad, desde su perspectiva decisionista y traza el mapa del camino que siguen los
intentos fracasados de paralizar lo político.
Con mayor precisión, digamos que está en juego la identidad específica de lo
científico-tecnológico, en tanto se lo encara no desde la epistemología (la con-
ceptualización autorreflexiva de la ciencia en términos filosóficos y científicos),
sino desde lo político-jurídico, específicamente encarado desde la conexión his-
tórica y cultural que existe entre, por un lado, la autonomización de la razón
respecto de la religión y del sometimiento de las ideas prevalecientes a los esque-
mas metafísicos clásicos (fundamentalmente, el sustancialismo y la cosmología
consecuente, expuesta en las grandes filosofías de la Antigüedad y de la escolás-
tica tomista) y, por otro, la técnica como discursividad y praxis que hegemoniza
el ámbito central, el hogar del calor que anima la fase final del proceso que quedó
expuesto en este ensayo de 1929-1930.
Schmitt señala que esta autonomía se alcanza a lo largo del siglo XVIII, en la
medida en que los pensadores iluministas desarrollan una justificación racional
de sus ideas y prácticas. Esto no significa una anulación de la fe y la religión ipso

15. La verbena de la Paloma o El boticario y las chulapas y celos mal reprimidos, con música de Tomás
Bretón y libreto de Ricardo de la Vega, de 1894.

64
técnica y neutralización en carl schmitt

facto, pero –dado que las rationes propias de los diversos cuerpos culturales que
fueron ocupando los ámbitos centrales antes que la técnica perviven aun cuando
no sean más las prevalecientes– lo que sí acontece es la subordinación de lo reli-
gioso a una racionalidad que se siente plenamente segura de sí misma una vez que
ve su productividad teórica y material en la ciencia y la tecnología.
La continuidad con lo económico es palmaria: el criterio de verdad es co-
mún, la utilidad (otros criterios de verdad intraepistemológicos, como, por
ejemplo, el más obvio: la coherencia entre premisas y conclusiones, o también
el de evitar el dogmatismo cerrado, para posibilitar, en cambio, la renovación
constante de hipótesis y leyes científicas, y otros, encuentran su confirmación
y renovada aceptación gracias a los resultados positivos que permiten obtener,
medidos en clave pragmática. Lo útil impera en la economía y en la técnica; su
nexo es de continuidad.
Si retomamos el proceso, vemos que, pese a la confianza que despierta la
razón para guiar la construcción de un nuevo mundo, especialmente a partir
del siglo XVIII, sin embargo, el Iluminismo entra en crisis cuando los hechos
son interpretados desde otras lecturas y realidades culturales, especialmente
políticas.
Queremos decir que la luz de la razón se demuestra de bajo voltaje como para
disolver las tinieblas anticivilizatorias que tendrían que estar disipadas. Las ideas
revolucionarias que se vigorizan en 1789 no parecen respaldar el terror impuesto
por la dictadura pedagógica y redentora de los jacobinos, ni la paz buscada pa-
rece encontrar su metodología adecuada durante las guerras de la Revolución y
del Imperio.
La marcha de la secularización neutralizadora y despolitizadora debe dar un
paso ulterior y desplazarse a un nuevo ámbito central, una nueva Thule, que no
podrá ser la última, como en la mitología clásica, pero que terminará resultando
tan peligrosa para los navegantes que quieran alcanzarla como lo era la antigua
para los navíos romanos.
El punto irradiante de renovada espiritualidad, lo económico, sobre el cual se
depositan las esperanzas de las minorías europeas (incluyendo naturalmente a las
de la república norteamericana), genera muchas ilusiones, pero ellas dejan de lado
–con o sin perspicacia– algunos de los elementos económicos, que pueden volver
dificultoso alcanzar la meta aspirada. En última instancia, el motor impulsor de
la actividad económica, la utilidad personal y colectiva, se alimenta con el com-
bustible de la competencia y del dinamismo de la oferta y el consumo, y el logro
del mayor beneficio para el mayor número no siempre encuentra en la realidad
la confirmación de su teorización en la ciencia correspondiente. O, al menos, la
encuentra pero sólo en comunidades cuya espiritualidad no es fácilmente expan-

65
jorge e. dotti

dible en todo el mundo y para toda la humanidad, que tales son las metas indi-
cadas por las metafísicas que respaldan a la ciencia económica.
De todos modos, el proceso sigue adelante y, entonces, lo económico –como
saber y praxis efectiva– se impone como la racionalidad distintiva de las relacio-
nes sociales que mantienen entre sí quienes podríamos llamar los homines oeco-
nomici. Desde el siglo XIX, la economía impregna el sentido de la conciencia
occidental y sigue haciéndolo cuando Schmitt escribe el ensayo que estamos
viendo. Es obvio que sigue haciéndolo hasta la fecha, pero los sucesos de las tres
o cuatro últimas décadas exigen reconsideraciones actualizadoras, complementa-
rias y correctivas, que Schmitt, fallecido nonagenario en 1985, no pudo intentar.

18.

Respecto del dinamismo precedente, el entramado espiritual científico-tecnoló-


gico presenta un rasgo distinto de los centros culturales precedentes.
Schmitt ya se refirió al dinamismo de la secularización que desemboca en la
primacía de la técnica. Mostró lo vigorosa que es la fuerza perlocucionaria, el
convencimiento generalizado que origina la esfera científico-tecnológica como
Tierra Prometida del beneficio universal, de la conexa conciliación y del logro de
una redención laica y hedonista en este mundo.
Sabemos también que el Estado es el régimen político novedoso, específica-
mente moderno, que funciona como dispositivo pacificador estructurado como
orden vertical y consenso horizontal capaz de neutralizar los efectos de las gue-
rras religiosas, pero que el proceso histórico trató de neutralizar la capacidad
soberana de decisión pacificadora auténticamente política, la del dios mortal o
soberano de la república moderna.
Intención infructuosa, porque el ámbito inicialmente superador de las dificul-
tades, tensiones y conflictos surgidos en el momento superado termina siempre
generando crisis más graves aún y volviendo cada vez más utópica la finalidad
irenista buscada.
Cuando Occidente, escenario del proceso que su misma cultura ha generado,
tomó conciencia de la importancia de la técnica deudora de las ideas más renova-
doras de la ciencia en constante desarrollo, creyó que la despolitización sería el
efecto inmediato del ininterrumpible avance hacia mejoras en las condiciones de
la existencia del mayor número de personas, como resultado necesario del pro-
greso científico-tecnológico.
Escribe Schmitt: «La evidencia de la hoy extendida fe en la técnica reposa sólo
en que se podía creer que se había encontrado en la técnica el suelo absoluta y

66
técnica y neutralización en carl schmitt

definitivamente neutral. Esto porque, aparentemente, no hay nada más neutral


que la técnica» (p. 89).
El «aparentemente» [scheinbar] es revelador de la ingenuidad de tal confianza
y una prolepsis del fracaso de este proyecto.
O, por lo menos, no es fácil justificar la afirmación de que desde 1945 a la fecha
la conflictividad ha ido debilitándose cada día más. Simplemente, ésta se ha so-
metido a metamorfosis constantes, generándose una violencia polimórfica que
responde a variadas y entremezcladas motivaciones (teológico-políticas, políticas
nacionales, geopolíticas casi atávicas, culturales varias, etc.) que recurren a las
más variadas tecnologías, incluyendo las más primitivas, como el recurso a los
instrumentos más elementales y arcaicos de la agresión (verbigracia, un cuchillo).
Lo cual demuestra la vitalidad de la decisión política excepcional que intente
poner fin a este estado de excepción antiestatal, que luce como una suerte de
trágica parodización posmoderna.
Pero mantengámonos en Schmitt.
La fe y la confianza en que la paz universal podían llegar a ser una realidad se
asentaban, desde la época del auge incontenible de lo científico-tecnológico (creo
que sigue asentándose en quienes no las han perdido), en que los logros técnicos
no dependen del uso político que se pueda hacer de ellos y que su fuerza dina-
mizadora, intrínsecamente ajena a los posicionamientos políticos, terminaría por
vencer los usos contradictorios con tal neutralidad constitutiva del conocimiento
científico y no tendría otra aplicación que la absolutamente coherente con el
apoliticismo del conocimiento.
Lo interesante es que, en rigor, Schmitt comparte la asepsia ideológica de la tec-
nología, pero ve en ello el peligro más grande de hiperpolitización contraria a lo
político y de inevitable violencia sin restricciones de ningún tipo (insistimos: desde
el combate entre tropas estatales hasta el terrorismo más despiadado, con recursos
desde un arma blanca hasta armas bacteriológicas, en espacios naturales casi despo-
blados hasta los centros urbanos poblados de habitantes y paseantes de todo tipo).

Frente a las cuestiones teológicas, metafísicas, morales y mismo económicas, sobre las cuales se puede
discutir eternamente, los problemas puramente técnicos tienen algo de refrescante objetividad [etwas
erquickend Sachliches]; conocen soluciones clarificantes y es entendible que se busque una salvación
en la tecnicidad para desembarazarse de una problemática imposible de desembrollar, propia de todas
las otras esferas (p. 90).

Es en torno a este punto que «parecen coincidir rápidamente todos los pueblos
y naciones, clases y confesiones, todas las edades y géneros, porque se sirven de
las ventajas y comodidades del confort técnico como de algo evidente para todos
por igual» (p. 90).

67
jorge e. dotti

La visión de que la técnica era la meta buscada fue ampliamente compartida:


«Toda disputa y toda confusión de la contienda [Hader] confesional, nacional y
social resultan aquí niveladas en un ámbito plenamente neutral» (p. 90).
Pero entonces, ¿quién podría rechazar este «sostén básico de un equilibrio
general», sobre todo, en la versión que presenta Max Scheler?16
Schmitt lo hace, pues ve que una cosa es aceptar la importancia de una suerte
de hábito, quizás hasta de un ethos, por el aprovechamiento de las resultados
tecnológicos, que pasan a formar parte imprescindible de todas las facetas de la
vida cotidiana en las sociedades occidentales, y otra distinta es su proyección a
una dimensión política, al modo de una manifestación más del irenismo ingenuo,
que espera encontrar en la ciencia y la tecnología la concordancia y la paz uni-
versal anheladas.
Leemos, entonces:

La esfera de la técnica pareció ser una esfera de la paz, del entendimiento [recíproco] y de la conci-
liación. El contexto de la creencia pacifista y tecnologicista, para nada claro de otro modo, pasa a
esclarecerse al tomar la dirección hacia la neutralización, por la cual se había decidido el espíritu
europeo en el siglo XVII y mantuvo, como llevado por el destino, hasta el siglo XX (p. 90).

En este punto, Schmitt comienza a expresar su conciencia de que la Técnica no se


incorpora tan fácilmente a la secuencia de estadios, porque no puede identificarse
plenamente como uno de ellos.

19.

El jurista comprende que la capacidad neutralizante de la técnica es profunda-


mente paradójica, pero diversa de todas las transiciones anteriores. Queremos
indicar que, al llegar a la técnica, la vis despolitizadora de la técnica no tiene el
aire de familia hegeliano de las transiciones anteriores.

16. En este punto, Schmitt recuerda una conferencia que Max Scheler da en dos ocasiones: como
lección, el 8 de julio de 1927 en la Hochschule für Politik en Berlín y, después, como conferencia
pública, durante el semestre de verano del mismo año. Schmitt pudo haber asistido a alguna de ellas.
Se trata de un texto de Scheler basado en su «Eigene Lehre von “Politik und Moral” (Hauptgedanke)»
(que traduciríamos como «Pensamientos principales de la propia doctrina de la política y la moral»).
Cf. Scheler, Max, Schriften aus dem Nachlaß IV: Philosophie und Geschichte. Manfred S. Frings Hg.,
Bouvier, Bonn, 1990, pp. 43-76. Pero véase también las «Bemerkungen zu Manuskripte», en id., pp.
253 y ss. La Revista de Occidente lo publicó, en su N° 50 de 1927, pp. 129-159, bajo el título «El
porvenir del hombre».

68
técnica y neutralización en carl schmitt

En la filosofía hegeliana, los pasajes de un estadio al otro resultan de una supe-


ración, en el momento emergente, que mantiene lo racional del momento supe-
rado, pero resolviendo las contradicciones irresolubles en él, aunque también
este momento superador genera sus propias contradicciones, que impulsan hacia
el estadio sucesivo, hasta que, finalmente, el entero proceso fenomenológico
encuentra su conclusión en una conciliación final, el de la plena realización o
efectivización de la racionalidad en la configuración ética del Estado. Sólo que
esto no anula lo político, dado que la estatalidad supone una pluralidad de Esta-
dos, interrelacionados tanto pacífica como belicosamente, lo cual exige una insu-
primible decisión excepcional del soberano.
Asimismo, queremos señalar que la visión hegeliana de la técnica tampoco es
homologable a la que ella tiene en el modelo de Marx, si bien mantiene una fami-
liaridad con éste, dado el economicismo como clave interpretativa de la historia y,
consecuentemente, dada la importancia que tiene el progreso de la técnica para
fortalecer la base material productiva que sostendrá, una vez que la revolución
ponga fin a la explotación y las divisiones sociales en clases, el cumplimiento de la
función redentora que caracterizará al comunismo en su condición de cierre defi-
nitivo de la historia como lucha de clases. Y, con ella, acabará también lo político.
La técnica, en Schmitt, es la esfera hegemónica que plantea la contraposición
más sutil con lo político, pues le da una vuelta de tuerca, o sube la apuesta, ya que
abre una hiperpolitización y, con ella, legitima e incentiva conflictos absoluta-
mente ilimitados y del más variado tipo, que lucen destinados a destruir los resi-
duos de estatalidad clásica que mantienen los Estados en el siglo veinte.
Nos resulta evidente, por lo demás, que este diagnóstico es perfectamente vá-
lido para nuestro presente. Pero vayamos por partes.
Lo paradójico de la técnica es que cuanto más se fortalece como aparentemente
resolutoria de los conflictos, más sirven sus logros para agudizar la violencia de
aquellos.
Lo lógica misma de la guerra total no se impondría sin el progreso tecnológico
y, al respecto, podríamos decir que la expansión de la tecnología a todos los es-
pacios de la realidad hace pendant con la hiperideologización de los móviles de
las acciones políticas, la forma más brutal de confirmación de la concepción
schmittiana (en verdad, ya presente en Hobbes o en Hegel, dos grandes pensa-
dores contrarios a la lógica de la revolución), en el sentido de que cuanto más una
teoría política se asienta en nociones abstractas, consignas generales y narracio-
nes utópicas, tanto más brutal es su praxis, por ende, más irrestricta y violenta
será el tipo de guerra que las abstracciones y los principios ambiguos respaldan.
A modo de corolario de lo anterior, digamos que la técnica refuerza la impor-
tancia de la distinción amigo-enemigo, a la par que la distorsiona.

69
jorge e. dotti

Por cierto, las interpretaciones de un texto son siempre variadas y discutibles


todas, pero, en mi lectura de Schmitt, la decisión excepcional del soberano que
enfrenta la crisis extrema está justificada por la existencia misma del orden estatal
que así busca preservar. Formalmente bien puede decirse, porque es cierto, que
en toda la historia y en todos los regímenes llega un momento donde se opera
esta distinción entre los que defienden un orden y quienes lo amenazan y buscan
imponer otro. Pero esto es el tipo de generalidad que, por verdadera que fuere,
bien poca utilidad presta para comprender la especificidad del concepto schmit-
tiano de lo político.
Esta especificidad, como dijimos, es la que exige el Estado, por las peculiari-
dades que lo distinguen de todo fenómeno de orden convivencial precedente,
en el mundo occidental, el único que generó un evento histórico como el de la
estatalidad.
Ahora bien, la técnica forma parte del régimen político estatal desde su co-
mienzo mismo, pero sólo en el momento de disolución de éste es que adquiere
su rol predominante.
La peculiaridad que vuelve a la técnica paradójicamente un incentivador o fo-
mento de belicosidad extrema, cuando resulta depositaria de toda la confianza en
su capacidad desactivadora de los conflictos, es precisamente su instrumentali-
dad, su esencia intrínsecamente pragmática (lo cual no significa que haya una
discursividad inherente a las ciencias, por ejemplo, matemáticas, que se distancia
de la inmediatez de lo útil; sólo que sus resultados son clave para los logros tec-
nológicos que promueve).
Sin entrar a discutir hasta qué punto si la neutralidad es posible, la ciencia y la
tecnología en sí mismas son vistas como carentes de banderías que determinen
quién se vale de ellas correctamente y quién no. Su idiosincrasia es la disponibi-
lidad y, como tal, está abierta a todo aquel que quiera usarla con la finalidad que
tenga ese uso. El espectáculo del escenario de la técnica no conoce restricciones
espirituales de acceso a él (otra cosa son las económicas, pero éstas no conciernen
a lo que queremos destacar); la técnica es apta para todo público, como suelen ser
clasificados los espectáculos cinematográficos, teatrales y semejantes.
Dicho de otro modo: la peculiar neutralidad de la técnica hace que no sea neutral.
Sólo que lo es en la medida en que es incapaz de generar a partir de sí misma una
decisión política determinada, esto es, para Schmitt no hay motivos intrínsecos a la
tecnicidad de los que cabe inferir, primero, un compromiso político en general y,
en segundo lugar, un compromiso político determinado y contrario a otro. Es
simplemente el instrumento dispuesto a servir a quien sepa y pueda usarlo.
Y lo es a un punto tal que toma distancia de su fuerte dependencia de lo eco-
nómico, como lo muestra la historia moderna.

70
técnica y neutralización en carl schmitt

20.

Leamos ahora a Schmitt:

Mas la neutralidad de la técnica es otra cosa que la neutralidad de todos los anteriores ámbitos. La
técnica es siempre sólo instrumento y arma, y precisamente porque sirve a ambos, no es neutral. A
partir de la inmanencia de la técnica no resulta ninguna decisión humana y espiritual, y menos que
ninguna la de la neutralidad. Todo tipo de cultura, todo pueblo y toda religión, toda guerra y toda
paz puede servirse de la técnica como de un arma. [...] Un progreso técnico no tiene por qué ser un
progreso metafísico o moral o ni siquiera económico (p. 90, c. n.).

Con cierta sorna, Schmitt desacredita a quienes, ilusionados con que el progreso
tecnológico conlleve «un progreso moral y humanitario, ligan así técnica y moral
de un modo totalmente mágico» (pp. 91-92). Son quienes creen que «el enorme
instrumental de la técnica actual será utilizado sólo en el sentido que les conviene
[in ihrem eigenen Sinne], que podrán ser amos de esas armas terribles» (p. 92).
Pensemos que esto ha sido escrito en 1929.
La continuación de la argumentación deja asomar una problemática decisiva,
que no es sino la del interrogante que abre el tratamiento schmittiano de la técnica.
A saber, hasta qué punto el nihilismo imperante irá incrementando su efecto
deletéreo o si lo político continuará siendo una respuesta a las crisis que la técnica
misma no podrá domeñar, esto es, si el cogollo decisionista de la soberanía será
desactivado y el orden en cruz de la república moderna (soberanía vertical, con-
senso horizontal) sustituido por un administracionismo tecnocrático que podrá
complementarse con actividades societales masivas, girando en torno a lo que
sería una cultura del ocio y del disfrute en espiral ascendente, que incluirá una
estandarización de una cultura del entretenimiento y de la información sin den-
sidad, fácilmente acogida por una masa culturalmente homogeneizada por los
medios comunicativos y de entretenimiento.
Este posible futuro, postpolítico, que Schmitt tiene in mente estaría sostenido
por una creciente productividad hipertecnologizada. Pero ciertamente, aunque
esta situación anulara la situación trágica mentada por el concepto de lo político
(esencialmente: la necesidad de una respuesta soberana extranormativa para sal-
var el imperio del Derecho y el orden estatal de la guerra simultáneamente civil
e internacional, desconocedora de toda restricción ética), sin embargo nada de
esto borraría del escenario existencial una violencia extrema que recurriría a todo
tipo de medios técnicos; por el contrario, la totalización cualitativa y cuantitativa
de los conflictos no cesaría de aumentar. Sólo que, de ser así, la especificidad de
la decisión excepcional schmittiana se diluiría en la de una tarea de represión si-
milarmente ilimitada sometida a los mismos criterios utilitarios –de autodefensa–
que guían el uso de la tecnología del adversario, cualquiera fuere éste.

71
jorge e. dotti

Lo político queda diluido y se trataría de calcular qué tipo de medio técnico


puede provocar más daño o mejor protección.
Ahondemos esto, pues forma el aspecto que a Schmitt más inquieta, porque
configura el trasfondo de su pensamiento.
Las preguntas son de este talante: ¿seguirá persistiendo lo político tras el hun-
dimiento del Estado, o tras su transformación en una fachada para un dinamismo
que no es el que lo ha definido, de Hobbes a Schmitt? ¿Qué tipo de movimiento
y de estadio ulterior al de la técnica, al de la hegemonía de la teoría y praxis
científico-tecnológica, podría todavía aparecer? O, quizás con mayor especifici-
dad: los problemas que se generan y se generarán bajo el dominio de la tecnocra-
cia, las paradojas y/o contradicciones que despierta y despertará, ¿encontrarán
una esfera superior de neutralización? ¿Cuál podría ser ésta?
Acá nacen las grandes dudas sobre la pervivencia del concepto de lo político en el
sesgo que le da Schmitt al nexo de mandato y obediencia en la era de la estatalidad.
Dificultades como las de si seguirá persistiendo lo político con la fuerza que ha
cumplido en todos los otros pasajes. Es decir, tendrá lo tecnocrático la capacidad
como para impulsar el pasaje a otro estadio superior, un movimiento que debería
tener lugar cuando se agote la capacidad del paradigma de orden postestatal y
surja otro estadio novedoso, que lo supere.
Y también la inquietud siguiente: en caso de producirse este pasaje, en la con-
figuración novedosa resultante de esta transición hacia un nuevo saber ocupante
del ámbito central, ¿podrá tener vigencia todavía lo político, en el sentido que le
ha impreso Schmitt a la decisión de la máxima autoridad específicamente estatal?
Esto equivale a preguntarse si subsistirá una estructura de orden social que
puede conservar el núcleo de la soberanía o si la civilización occidental pasará a
un estadio realmente despolitizado y neutralizado, donde las respuestas a las
crisis que advinieran, lejos de resolverlas pacíficamente, desplegarán toda la
fuerza asentada en la tecnología y en el incremento sin límites de la violencia,
pues habrá sido desactivada la mediación entre paz y guerra que es distintiva del
Estado.
Repitamos la pregunta que complementa el desasosiego ante la incógnita de
todo futuro desde la perspectiva inversa: ¿podrá conformarse una sociedad que
repose sobre la racionalidad tecnocrática, el administrativismo técnico, desideo-
logizado y postideológico, y una cultura del ocio masivo?
Los siguientes textos encaran lo que acabamos de señalar:

Pero la técnica misma permanece, si cabe que lo diga así, culturalmente ciega. De la pura nada-como-
técnica [Nichts-als-Technik], entonces, no puede resultar ninguna de las consecuencias únicas que
suelen seguirse de los ámbitos centrales de la vida espiritual: ni un concepto de progreso espiritual,
ni el tipo de un clerc o líder espiritual, ni un sistema político determinado (p. 91).

72
técnica y neutralización en carl schmitt

Schmitt entiende la técnica como lo absolutamente neutral, tan neutral que luce
como política y socialmente estéril, en antítesis con su gran productividad en
términos de ciencia aplicada y de instrumento económico privilegiado.
De aquí la desilusión de las esperanzas que despertó como el remedio final a
siglos de disputas sangrientas y, sobre todo, la expectativa de que pudiera dar
origen a una capa dirigente apta para la política:

La esperanza de que a partir de la inventiva tecnológica [aus dem technischen Erfindentum] pudiera
desarrollarse una élite políticamente apta para el mando, hasta ahora no encontró cumplimiento [...]
Nunca estuvo en manos de los técnicos la conducción y dirección de la economía actual, y hasta la
fecha nadie pudo construir un orden social conducido por técnicos más que a la manera de una so-
ciedad carente de conducción y dirección (p. 90).17

Mi impresión es que esta observación schmittiana, más allá de que tenga o no


referentes reales, va a contramano de su propia doctrina de lo político, al punto
de que caería, si no en una contradicción, al menos no se ajustaría en nada a las
ideas que expresa en el trabajo donde este ensayo aparece como apéndice.
Queremos indicar esto: la presunta esterilidad de la ciencia, que produce cien-
tíficos y tecnócratas pero no políticos, no se armoniza con la vitalidad que Sch-
mitt les concede a lo político y a la capacidad para politizar de quienes se encuen-
tren en la posición de tener que ejercer la soberanía, digamos, las autoridades de
los Poderes Legislativo y sobre todo Ejecutivo.
Schmitt parece desconfiar de la fuerza transformadora de lo político sobre
quienes se hallan en la posición de enfrentarse cara a cara con su realidad. Quien
asciende al poder como tecnócrata deviene político a la fuerza, o se ve obligado
por la política que no supo o no quiso asumir como tarea a renunciar y volver a
la vida privada; las circunstancias politizan, y el que deviene político a la fuerza
podrá o no demostrarse idóneo para con sus responsabilidades, pero esto no
borra que se haya transformado en algo que, ciertamente, no es un vástago de la
ciencia como tal, sino que nace a la politicidad cuando se encuentra en las condi-
ciones de poder que lo exigen.
En esta condición, haya llegado a ella como fuere, son las situaciones con las
que pasa a enfrentarse las que lo educan y ponen a prueba su idoneidad para la
función que tiene. Si está dotado de la capacidad prudencial, discrecional y ánimo
suficientes, actuará políticamente, pues pronto percibirá que tales circunstancias

17. En esta cita elidimos dos ejemplificaciones. Schmitt ilustra su juicio con los saint-simonianos y
visiones futuristas similares de una sociedad mixta, en el sentido de que se armonizaría la moral
humanista, lo científico-tecnológico y las relaciones pacíficas en la «sociedad industrial». Y alude
también a Georges Sorel, «que dejó su profesión de ingeniero y se volvió un clerc» (p. 91).

73
jorge e. dotti

que lo ponen a prueba llevan en sí mismas, a modo de una potencialidad presta


a desarrollarse, la necesidad de actuar decidiendo quién es amigo y quién ene-
migo, porque la crisis excepcional es imprevisible, salvo la prevención de que
estallará, que no garantiza qué medidas serán las aptas para neutralizarla (en el
sentido paradójico de que lo político enfrentado con la era de las neutralizaciones
debe confrontarse con las amenazas al Estado y neutralizarlas).
Lo que el dinamismo de lo político no tolera son las posiciones neutrales y
asépticas. Rápidamente expulsa a quien no se integra a él, pero integra a quien es
consciente del sentido del movimiento que lo arrastra y que no puede no intentar
pilotear y desactivar. Le va la propia existencia individual y colectiva en esto.

21.

Continuemos con la cita anterior, que atañe al divorcio entre política y técnica:
«Ninguna invención tecnológica significativa permite calcular cuáles serán sus
efectos políticos objetivos».
En los siglos XV y XVI, destaca Schmitt, los inventos tuvieron «efectos libera-
dores» de las ataduras medievales, fueron «individualistas y rebeldes»; tal como
la «invención de la imprenta condujo a la libertad de prensa». A lo cual le sigue
una observación importante: «Hoy en día, las invenciones tecnológicas son me-
dio para un inmenso dominio de las masas [Mittel einer ungeheuren Massenbe-
herrschung]; al de la radiofonía le corresponde el monopolio de la radiofonía; al
del cine, la censura cinematográfica» (p. 91).
En estas líneas Schmitt quiere poner en relevancia que la performatividad de
los medios tiene, por cierto, una condición de posibilidad en ellos mismos, desde
el punto de vista técnico, pero que su proyección política escapa del logos tecno-
lógico; nace de su incidencia cultural en la existencia política y social.

La decisión sobre libertad y servidumbre no reside en la técnica como técnica. Como tal, puede ser
revolucionaria o reaccionaria, servir a la libertad y a la opresión, a la centralización y a la descentra-
lización. De sus principios y puntos de vista solamente técnicos no surge ni un cuestionamiento
político ni una respuesta política (pp. 91-92).

El momento científico-tecnológico es la neutralidad en su manifestación feno-


ménica y en su pureza nouménica a la vez, podría decir un kantiano heterodoxo.
Schmitt acentúa el alcance nihilista de este clima cultural decadentista y lo re-
mite al sentimiento en boga ante la cultura y la política en la Alemania de las
últimas décadas (ya antes del «derrumbe del año 1918 y la de La decadencia de
Occidente» de Spengler, aclara Schmit), es decir, un estado de ánimo atrapado por

74
técnica y neutralización en carl schmitt

la convicción de que la cultura se halla en proceso de descomposición de sus


rasgos tradicionales, sus principios y su repercusión social.18
«La irresistible potencia de la tecnología apareció aquí como dominio de la
carencia de espiritualidad sobre el espíritu o, quizás, como mecánica plena de
espiritualidad, pero sin alma» (p. 92).19
Schmitt entiende que este clima era consecuente con la conciencia de que la
secularización había llegado a sus últimas consecuencia (pensemos en Esperando
a Godot, es decir, Got-ist-tot)), que el «proceso de neutralización» había encon-
trado cumplimiento, pues «con la técnica, la neutralidad espiritualidad había
llegado a la nada espiritual» (p. 92).
Conectándose con el decurso de cuatro siglos esbozado en el ensayo, Schmitt
entiende que la reducción de la fe religiosa a una abstracción es el primer paso de
un recorrido cuya meta es el nihilismo.

Luego de que se hubo hecho abstracción, primero, de la religión y la teología y, luego, de la metafísica
y del Estado, se tuvo la impresión de que ahora se estaba sometiendo todo lo cultural en general a la
abstracción y que se alcanzaba la neutralidad de la muerte cultural (92).

Ninguna resistencia pudo ofrecer una «vulgar religión de las masas», que estaba
esperanzada en que la «aparente neutralidad de la técnica» traería «el paraíso hu-
mano»; ante esta intemperie de la cultura corroída por la lluvia ácida del nihilismo,

los grandes sociólogos sintieron que la tendencia que había dominado todos los estadios del espíritu
europeo moderno, amenaza ahora a la cultura misma. De aquí provino el temor ante las nuevas clases
y masas, que surgían de la tabula rasa resultante de la completa tecnificación.

Del «abismo» nacieron «masas ajenas o directamente enemigas de la tradición y


el gusto tradicionales». De lo que se trataba, en el fondo, era del miedo suscitado
por «la duda en la propia fuerza para poner al propio servicio el soberbio instru-
mental, si bien el mismo estaba a la espera de que solamente se sirvieran de él»
(pp. 92-93).

18. Nuestro autor aporta detalles: «En Ernst Troeltsch, Max Weber, Walter Rathenau se encuentran
numerosas expresiones de tal estado de ánimo» (p. 92). Sumemos el aforismo de Nietzsche: «El
desierto crece, ¡ay de aquel que cobije desiertos!», Also sprach Zarathustra, capítulo 88, «Die
Töchtern der Wüste», comienzo del § 2.
19. El paso prosigue: «A un siglo europeo que se queja de la “maladie du siècle” y que está a la espera
de que Calibán establezca su dominio o “After us the savage God”, se añade una generación alemana,
que se queja de una era de la técnica vaciada de toda alma y en la cual el alma, desamparada, es
impotente. Inclusive en la metafísica de Max Scheler del Dios impotente o en la construcción de
Leopold Ziegler de una élite meramente efímera, fluctuante y, al final de cuentas, impotente queda
documentado el desamparo, sea del alma, sea del espíritu, ante la era de la técnica» (p. 92).

75
jorge e. dotti

Ya en estas últimas vueltas de tuerca se hace visible que Schmitt no se ubica en


la misma posición de quienes se sienten desamparados ante la dictadura tecnoló-
gica y le imputan a la ciencia y a la técnica, «un logro de la inteligencia y la dis-
ciplina humanas, como lo es toda técnica y en particular la moderna, simple-
mente ser algo muerto y sin alma y confunden la religión de la tecnicidad con la
técnica misma».
Aquí comienza el giro que le imprime Schmitt a esa visión generalizada que ha
descrito. La crítica espiritualista vaga al antiespiritualismo de lo científico-tecno-
lógico reposa sobre la uniformidad que le impone a una condición existencial que
presenta articulaciones y distinciones, por mucho que todas ellas compartan su
identidad de instancia neutral frente al mundo de las contraposiciones más agu-
das y violentas.
La marca específica, entonces, de la técnica es ser neutral, lo cual es bien distinto
de carecer de vitalidad y espiritualidad, es inclusive lo contrario. Su aptitud para ser
útil sin distinción de banderías, ajenas por lo demás a la sustancialidad pragmática
de la técnica, hace de ella un factor activo de primer orden. La misma despolitiza-
ción que Schmitt presenta como inherente a la equivocada esperanza y a la fe laica
despertadas por la técnica, pero esto no cabe imputárselo a ella, sino a las masas.
Como ya hemos señalado, la técnica es políticamente activa al incentivar el tipo
de enfrentamiento incompatible con la paz buscada, pero esto es palmario en su
misma neutralidad como apertura a cualquier tipo de posición o actitud teórico-
práctica que se valga de ella para imponerse sobre su adversario. A su modo, es
una clara forma de activismo espiritual –no mecánico– de quienes instrumentali-
zan la tecnología para imponer sus posiciones, no precisamente neutrales.
Reiteramos: la paradoja de la técnica es que su absoluta neutralidad se revierte
en la capacidad que tiene para alimentar el desarrollo de la más extrema y poli-
mórfica conflictividad.
La técnica no es culpable, simplemente es un producto de la evolución occiden-
tal moderna en crecimiento continuo, pero el uso que hagan de ella las personas
responsables depende de la libertad de los seres humanos.
Leamos:

El espíritu de la tecnicidad, que ha conducido a la creencia de las masas en un antirreligioso activismo


del aquende [antireligiösen Diesseitsaktivismus], es [de todos modos] espíritu, tal vez espíritu maligno
y diabólico, pero que no puede ser descartado mecánicamente ni tiene que ser atribuido a la técnica.
Quizás es algo horroroso, pero él mismo no tiene nada de técnico y mecánico. Ese espíritu es el con-
vencimiento de una metafísica activista, de la fe en una potencia ilimitada y en el dominio del ser
humano sobre la naturaleza, hasta sobre la physis [Physis] humana, una fe en el ilimitado «retroceso
de las barreras naturales», en las posibilidades ilimitadas de cambios y de lograr la felicidad en la in-
manencia de la existencia humana. Se puede decir de él que es fantástico y satánico, pero no que es
algo simplemente muerto, sin espíritu, o que es una carencia de alma propia de lo mecánico (p. 93).

76
técnica y neutralización en carl schmitt

Que la máquina o cualquier tipo de entidad tecnológica carezca de espíritu es una


obviedad, pero son los hombres que depositan en ella toda su confianza y sus
anhelos quienes están movidos por un tipo especial de disposición espiritual,
punto de arribo de la secularización y de la búsqueda de instancias despolitiza-
das, sobre las cuales basar una nueva sociabilidad.

22.

El momento de la meditación schmittiana conoce también, e inevitablemente, el


temor ante la expansión del relativismo como el rostro social del nihilismo me-
tafísico.

Asimismo, el miedo frente a la nada cultural y social surgió más de un miedo pánico por el status quo
amenazado, que a causa de un calmo saber acerca de la peculiaridad de los procesos espirituales y su
dinamismo. Todos los sucesos impactantes [Anstösse], novedosos y de envergadura, cada revolución
y cada reforma, toda élite nueva, provienen del ascetismo y de la pobreza voluntaria o involuntaria,
entendiendo por pobreza, ante todo, la renuncia a la seguridad del status quo (p. 93).

El ejemplo histórico sobre el que se concentra Schmitt, con pocas líneas, es la


historia del cristianismo desde sus orígenes a la modernidad.
Tras mencionar al

cristianismo originario y todas las reformas vigorosas dentro del cristianismo, la renovación benedic-
tina, clunicense, franciscana, el anabaptismo y el puritanismo, pero también cada renacimiento autén-
tico, con su regreso al simple principio de su propio tipo, cada auténtico ritornar al principio, cada
regreso a la naturaleza intacta, no corrupta, aparece ante el confort y el buen pasar del status quo
existente, como una nada cultural o social (p. 93).

Por cierto, Schmitt destaca lo que desea que ocurra en Europa occidental, una
regeneración que sea simultáneamente un rescate de la eticidad originaria y una
superación actual del proceso de su corrupción progresiva. En este sentido, la
mayor amenaza nace de la simultánea presencia en el panorama contemporáneo
del nihilismo y del relativismo, a la par que la del marxismo revolucionario, el
leninismo. El Estado debe volver a sus principios originales para recobrar su
impulso y seguir adelante, someterse a una regeneración o renovación integral.
Se trata de un movimiento inicialmente desapercibido, que

crece silenciosamente y en la oscuridad, y en sus primeros comienzos ni un historiador ni un soció-


logo no podrían reconocer más que la nada. Todo instante de representación esplendorosa ya es
también el instante cuando aquella conexión con el comienzo secreto, no manifiesto, está amenazada
(p. 94).

77
jorge e. dotti

Llegar al ápice es simultáneamente poner en peligro lo que se ha alcanzado. Es la


historia humana.
Todo recomienzo (para usar la noción kierkegaardiana, a la que Schmitt le
concede suma importancia, como lo prueba su Teología política) es una puesta a
prueba de la capacidad de redimirse y a la vez el surgimiento de lo que pone en
peligro el esfuerzo.

23.

Estamos llegando al final del ensayo, pero no hemos prestado atención a su ini-
cio, donde Schmitt, de entrada, ubica la discusión que desarrolla en el contexto
de su época.
La frase inicial de este trabajo reza así:

Nosotros en Europa Central, vivimos sous l’oeil des russes. Desde hace un siglo, su mirada psicológica
ha escudriñado nuestras grandes nociones y nuestras instituciones; su vitalidad es lo suficientemente
fuerte como para apoderarse de nuestros conocimientos y nuestras técnicas cual si fueran armas; su
coraje para el racionalismo y para su opuesto, su fuerza para la ortodoxia en lo bueno y en lo malo,
son avasalladoras. Han realizado la ligazón entre socialismo y eslavismo, que Donoso Cortés profe-
tizó, ya en el año 1848, como el acontecimiento decisivo del siglo venidero (p. 79).

Es evidente que la amenaza mayor para Occidente la ubica Schmitt en ese lugar
donde la combinación de una técnica en continuo crecimiento y puesta al servi-
cio de un régimen autoritario, directamente totalitario, que ha demostrado estar
dispuesto a no escatimar esfuerzos y medidas de cualquier tipo para quemar
etapas y ponerse a la par de las naciones más industrializadas, es el ejemplo del
tipo de amenaza que exige decisiones excepcionales, porque sabe cómo neutrali-
zar la soberanía estatal y horadar los cimientos del Estado operando desde aden-
tro de él. Valerse de la legalidad para destruir la legalidad.

Los rusos han tomado el siglo XIX al pie de la letra, lo han conocido en su núcleo íntimo y han sacado
las últimas consecuencias de sus premisas culturales. Vivimos siempre bajo la mirada del hermano radi-
calizado, que obliga a seguir la conclusión práctica hasta el final. De modo totalmente independiente de
prognosis de política exterior o interior, se puede afirmar algo determinado: que en el suelo ruso se tomó
seriamente la antirreligión de la tecnicidad y que en él nace un Estado, que es en mayor grado e inten-
sidad más estatal que otrora un Estado de los príncipes absolutos, como Felipe II, Luis XIV o Federico
el grande. Una situación, ésta, que sólo es comprensible si se considera [aus] el desarrollo europeo del
siglo pasado; lleva a cumplimiento y sobrepasa en pujanza ideas específicamente europeas y muestra, en
proporciones enormemente incrementadas, el núcleo de la historia moderna de Europa (p. 80).

No quedan dudas de que Schmitt, como tantos alemanes, tiene puesto el foco de
su atención en el régimen soviético, pues lo atemorizador es precisamente el

78
técnica y neutralización en carl schmitt

maridaje entre la vitalidad eslava y la intelección del ateísmo socialista y marxista


no ya en términos espirituales, sino como premisa que obliga a entregarse de
lleno al espíritu de la técnica, para dominarla y ponerla al servicio de la revolu-
ción comunista.
En la URSS alcanza su tangible realidad la paradoja capital, y conclusiva, del
proceso de secularización en su punto más alto: cuanto más y mejor se neutraliza
lo político, más se agudiza el conflicto liberado de toda normatividad, que tiene
como objetivo el Estado. El punto básico de la actitud de protección es la deci-
sión excepcional, pero ésta no puede tener lugar a causa de las neutralizaciones
precedentes, cuyo coronamiento exitoso es la técnica: al ser lo neutral por exce-
lencia, favorece a quien simplemente sepa utilizarla con la finalidad que se le
ocurra, por ende, también está a disposición de los enemigos del orden estatal
que sepan dominarla para sus fines.
Como ya vimos, esto es lo que está en curso en Rusia, que ha elevado a princi-
pio rector de su identidad la reformulación del principio westfaliano (el cujus
regio, ejus religio) en cujus regio, ejus oeconomia (p. 87). El oeil ruso viene forta-
leciendo su capacidad escópica a marcha forzada desde Pedro el Grande y llega
al ojo avezado, a la absorción de lo nuevo pro domo propria, de los funcionarios
del Partido Comunista.
En el «Estado soviético» (fórmula que Schmitt, insisto, no debería usar, porque
el régimen dictatorial opresivo y totalizante del comunismo real destruye las
articulaciones básicas de la estatalidad occidental) se ha acelerado el acceso a la
técnica más actual para proveer la base material que la dictadura del proletariado
necesita a toda costa (dispuesto a desmentir a Marx, quien no dudaba de que ni
la revolución ni, menos aún, un régimen comunista eran posibles en países atra-
sados como Rusia, más allá de concesiones epistolares a sus seguidores eslavos).

24.

La opción para salir de la situación neutralizadora –la de la técnica como ámbito


central– que debilita lo político y al mismo tiempo incrementa la conflictividad
que lo político pretende neutralizar, desactivar, en aras del sistema de derecho
moderno consiste para Schmitt en una renovación integral, ab integro.
Retomamos el tema ya visto al comienzo. Ante todo, recordemos cómo cierra
Schmitt su escrito:

Reconocemos el pluralismo de la vida espiritual, sabemos que el ámbito central de la existencia espi-
ritual no puede ser un ámbito central y que es improcedente resolver un problema político con antí-
tesis como mecánico/orgánico o vida/muerte. Una vida que no tiene frente a sí más que la muerte no

79
jorge e. dotti

es ya vida, sino impotencia y desamparo. Quien no conoce otro enemigo que la muerte y nada divisa
en su enemigo que no sea mecanismo vacío está más cerca de la muerte que de la vida, y la cómoda
oposición entre lo orgánico y lo mecánico es en sí misma algo toscamente mecánico. Un agrupamiento
que de su propio lado ve únicamente espíritu y vida y del otro muerte y mecanismo no constituye otra
cosa que una renuncia a la lucha y tiene sólo el valor de un lamento romántico. Pues la vida no lucha
con la muerte ni el espíritu con la falta de espíritu. Espíritu lucha contra espíritu. Vida contra vida, y
de la fuerza de un saber íntegro surge el orden de las cosas humanas. Ab integro nascitur ordo.

Lo colegimos del final del ensayo que analizamos, cuando se proclama la necesi-
dad y la posibilidad de una nueva fuerza espiritual, alternativa al espíritu de las
presuntas neutralizaciones del conflicto extremo, las cuales han desembocado en
la condición presente, donde la instancia mediadora prevaleciente, encargada de
llevar la neutralización a su efectividad más exitosa, es la de la técnica. A esta fase
conclusiva seguiría aquella otra caracterizada por la preeminencia de un «saber
integral», que sostendrá «el orden de las cosas humanas». Con el virgiliano «ab
integro nascitur ordo» cierra nuestro autor su ensayo20 y anuncia que lo distintivo
del nuevo estadio integralmente sería una revigorización de la soberanía en el
cogollo de su función de mando, orientado a la protección del Estado.

25.

Sea como fuere, la historia ofrecerá la superación del estadio científico-tecnoló-


gico, de fuerte impronta economicista, que habrá de encontrar su superación en
otro estadio que opere una neutralización todavía más aguda.

20. Schmitt, Carl, «Das Zeitalter der Neutralisierungen und Entpolitisierungen», en id., Der Begriff
des Politischen. Text von 1932 mit einem Vorwort und drei Corollarien. Duncker & Humblot, Berlin,
1963, pp. 79-95; cf. p. 95.
Independientemente de que Schmitt recuerde con alguna imprecisión el verso 5 de la famosa
Égloga IV de Virgilio, éste es algo diverso; dice así: «magnus ab integro saeclorum nascitur ordo». Si
se nos permite una traducción algo libre y ecléctica, proponemos ésta: «el magno ordenamiento de
las edades vuelve a generarse en su integralidad».
Podría pensarse que su memoria no le fue totalmente fiel a Schmitt, pero también que decidió
simplificar la cuestión, eliminando el hiperbólico adjetivo inicial; aludiendo a una renovación ética,
política y jurídica integral, de raíz, bien lejana de la idea clásica de la reapertura y repetición de todo
el ciclo, que está aconteciendo según el poema; evitando una proyección demasiado segura a un
futuro necesario, impropio de un católico, y confiando en que «ordo» podría ser entendido de un
modo más acotado, como si su referente fuera el Estado, en general, y el de Weimar, en particular. En
este último sentido, Schmitt entiende que la república de Weimar (en rigor un Reich republicano) está
amenazada por la inconciencia y/o irresponsabilidad de liberales y normativistas frente al peligro
marxista, y por la táctica de los Partidos Comunistas fieles a las pautas leninistas emanadas desde
Moscú, esto es, el socavamiento de la legalidad y de la legitimidad estatales valiéndose del
sometimiento formal y aparente a las leyes constitucionales, de modo de aprovecharlas para horadar
el sistema desde adentro y preparar el estallido revolucionario.

80
técnica y neutralización en carl schmitt

Schmitt imagina en sus trabajos el motivo central de una civilización del ocio,
del tiempo económicamente improductivo que podría escapar a la paradoja de la
técnica (cuanto más despolitiza lo político, más politiza en sentido contrario a lo
político) y llegar a convertirse en una pacificación definitiva de la conflictividad
inherente al ser humano. Pero esto sería la muerte de lo político. Sus subrogantes
definitivos serían la gestión tecnocrática, una élite de tecnócratas, un hedonismo
masivo, la espectacularización total mediante la participación –en alma todos, en
cuerpo sólo algunos– en la pluralidad no ya de posiciones políticas, sino de...
entretenimientos.
Schmitt no puede ver en esta variante más que un juego mental. Podrá no tener
respuesta a si el hombre es bueno o malo, pero su pensamiento es que la persis-
tencia de las estructuras más básicas de la soberanía estaría asegurada por un
destino que el ser humano no puede someter a su arbitrario, sino que le es cons-
titutivo: ser libre, posibilitado a decidir si vive bajo la ley o la desafía con su
desobediencia.
No puede pensar una despolitización posterior a la de la técnica, porque los
signos que puede haber percibido en su tiempo eran muy insuficientes como para
inferir de ellos el anuncio de un pasaje a un estadio superior y superador.

Universidad de Buenos Aires

81
La invisibilidad Sebastián Abad

de la Iglesia:
el valor en la ética estatal

Jorge E. Dotti, in memoriam

Acompañarás todo banquete y festejo


estando en boca de muchos.
Teognis

No es sencillo determinar con precisión qué entiende Schmitt por una ética es-
tatal en el texto «Ética estatal y Estado pluralista».1 El jurista no explicita acaba-
damente los conceptos que utiliza e inicia además un sinuoso camino por una
fenomenología del descrédito estatal que sólo al final del texto se cristaliza en un
conjunto de afirmaciones contundentes, pero abiertas. Aquí intentaremos pre-
cisar el estatuto de la ética estatal y explicitar lo que está en juego en tal conste-
lación conceptual, prestando especial atención al uso de la noción de «valor». El
razonamiento se divide en tres momentos. El primero de ellos presenta la carac-
terización schmittiana del pluralismo anglosajón. El segundo describe el funcio-
namiento de la noción de «valor» en el escrito de Habilitación de Schmitt: El
valor del Estado y el significado del individuo, mientras que el tercero busca los
fundamentos de esa noción en la filosofía del valor de H. Rickert, célebre a co-
mienzos del siglo XX y a la vez paradigmática en su género. En la última parte
se discute el significado de la ética estatal y la pertinencia de la noción de «valor»
para pensarla.

1. Schmitt, C., «Staatsethik und pluralistischer Staat», en Positionen und Begriffe. Duncker & Hum-
blot, Berlin, 1994, pp. 151-165. Referencia obligada para una lectura del texto es la traducción y co-
piosísima anotación de J. Dotti (Deus Mortalis 10, 2011-2012, pp. 289-524), que reconstruye las di-
versas discusiones que atraviesan el texto.

Deus Mortalis, nº 12, 2018, pp. 83-111


sebastián abad

§1

Para tener presente con qué clase de pensamiento discute Schmitt, citemos ahora un
pasaje del famoso libro de Laski, Los fundamentos de la soberanía y otros ensayos:

El Estado monista [he aquí el vocabulario que retoma Schmitt2] es una estructura jerárquica en la cual
el poder se concentra, para propósitos decisivos, en un único centro. Los abogados del pluralismo
están convencidos de que esto es no sólo administrativamente insuficiente sino también éticamente
inadecuado [...] Creemos que esto [sc. la capacidad de gobernar y ser gobernados] puede lograrse de
mejor modo en un Estado cuya estructura no sea jerárquica, sino coordinada, es decir: en un Estado
en el cual la soberanía se halle particionada según cierto criterio o función. En efecto, la división del
poder y no su acumulación hace que los hombres sean más aptos para asumir responsabilidades.3

En el pasaje se plantea una dualidad significativa. Ciertamente, una insuficiencia


administrativa (el texto inglés dice que el Estado monista es «administratively
incomplete») no es equiparable a una inadecuación ética. Sin embargo, en esta
dualidad se avizora la «solución» pluralista al problema del monismo estatal so-
berano. Si, como enseñaba Descartes, conviene trazar una distinción cuando se
enfrenta una dificultad, el pluralismo imagina solucionar el problema ético y el
administrativo dividiendo la soberanía. Naturalmente, esta operación convierte
al Estado en un agrupamiento social entre otros, en una agencia que administra
la civilidad en sus aspectos formales y reglamentarios, mientras que en paralelo
la eticidad se realiza en instituciones u organizaciones dotadas de sustancia sig-
nificativa, ya sea las ligadas al trabajo, al culto o a la protección de bienes social-
mente reconocidos. El correlato de esta idea es que el ciudadano moderno forma
parte de diversos colectivos y ninguno de ellos absorbe por completo su compro-
miso existencial y lealtad, con lo cual la pluralidad de lealtades no se traduce en
una jerarquía de obligaciones. En este sentido, la ética estatal es para el plura-
lismo una Spezialethik, dice Schmitt, una ética particular o regional más, un
conjunto de compromisos que no difieren de los compromisos religiosos, gre-
miales, etc., qua compromisos sociales.
Pero la humildad de este «regionalismo» es engañosa. El pluralismo no consti-
tuye, como el posmodernismo, una renuncia a la energía del fundamento en

2. Sobre el sentido de este término en la discusión acerca del pluralismo, véase Hsiao, K. C., Political
Pluralism, Kegan & Paul. London, 1927, pp. 1-7, 175 y ss. Sobre el pluralismo en la obra de Schmitt,
von Waldstein, T., Der Beutewert des Staates. Carl Schmitt und der Pluralismus. Ares, Graz, 2009.
3. Laski, Harold, The Foundations of Sovereignty and Other Essays. Harcourt, Brace and Company,
New York, 1921, p. 240-241. Otro pasaje interesante: «El Estado es un animal absorbente; y hay
pocos períodos históricos más asombrosos que aquellos que registran su triunfo sobre los desafíos
que le plantean grupos competidores. No parece haber, al menos hoy en día, un método cierto para
escapar a sus exigencias» (p. 235).

84
la invisibilidad de la iglesia: el valor en la ética estatal

nombre del fragmento, sino una impugnación de la universalidad política de la


representación en nombre de lo social-humano. Schmitt advierte este punto al
pensar la ética pluralista como un discurso totalizante, pero antiestatal. Así, por
ejemplo, atribuye a Cole –con ciertas reservas– una ética ligada a lo social y a
Laski, ligada al concepto de lo humano. Como va de suyo, estas nociones están
investidas (aunque se pretendan descriptivas o constructivas) de una fuerza nor-
mativa que rivaliza con la pretensión estatal de monopolio hermenéutico. En
otras palabras, sociedad y humanidad, en cuanto conceptos supremos, permiten
impugnar o desobedecer la decisión estatal recurriendo a criterios de justicia no
inmanentes al ordenamiento jurídico estatal-nacional. En particular la noción de
«humanidad» (o bien cualesquiera composita que la contengan) constituye, según
Schmitt, de un lado, el cortocircuito del orden estatal en su lógica interna y, del
otro, el archipermiso de aniquilamiento en situación de guerra, como lo mues-
tran diversas clases de intervención «humanitaria».
En este sentido, el pluralismo no introduce una novedad en el plano especula-
tivo. El argumento pluralista ya había sido ensayado por la Iglesia romana en
contra del Estado moderno (y luego por el pensamiento ilustrado en contra del
Absolutismo). Pero mientras que la intensidad de la objeción católica proviene
de un universalismo de naturaleza jurídica e institucional (como se desprende de
Catolicismo romano y forma política),4 el pluralismo anglosajón suele desembo-
car en una apelación al individuo como juez en última instancia. De ese modo, el
argumento antimonista languidece e incluso se priva a sí mismo de su relevancia.
En efecto, si la sociedad es en verdad un conjunto de agrupamientos que produ-
cen lealtades específicas, el punto de decisión es más bien social que individual.
Las cosas no son lo que parecen. De un lado, el individuo (que en realidad es
efecto de la liquidación de los estamentos) no surge sin el Estado; del otro, pasa
a primer plano el grupo o, si se quiere, la corporación.
Si la fuerza del pluralismo no reside en su originalidad, se manifiesta en cambio
en la forma «filosófica» en la que apela a la experiencia. La argumentación plu-
ralista es relevante por su actualidad, tanto en el plano del pensamiento abstracto
como en la situación política: pone de manifiesto que el Estado depende de di-
versos grupos sociales y que es una expresión de ellos. La pluralidad de agrupa-

4. Cabe señalar que, antes de Catolicismo romano y forma política, este universalismo del Cristia-
nismo romano tiene importancia en la discusión sobre el concepto de «Estado» en el capítulo II de
El valor del Estado y el significado del individuo: Schmitt, C., Der Wert des Staates und die Bedeu-
tung des Einzelnen. Duncker & Humblot, Berlin, 2004, pp. 47 y ss., pp. 76 (nota 4), pp. 81 y ss. La
crítica a la noción kantiana y neokantiana (protestante) de legislación jurídica como «condición ex-
terior» de la «libertad interior», trae a la mente la primera oración de Catolicismo romano y forma
política. Sobre este asunto diremos unas palabras más adelante (§§ 2-3).

85
sebastián abad

mientos es, sin lugar a dudas, un dato de la vida moderna. Schmitt reconoce este
punto al afirmar que la unidad estatal no es sustancialmente independiente de la
pluralidad social. «La unidad del Estado ha sido siempre la unidad de multiplici-
dades sociales [...], en cierto sentido en sí misma pluralista».5 He aquí la verdad
filosófica del pluralismo, que ha de ser reconocida en su especificidad y limita-
ción. Tal límite, que a su vez organiza la especificidad, es justamente el momento
en que la condición de dicha experiencia plural (el orden político) se desquicia
ante la irrupción de lo excepcional.
La irrupción del caso serio permite ver retrospectivamente (y evitar a futuro)
la mala pluralidad de lo social. Cuando el Estado se reduce a un compromiso de
los grupos sociales, se «debilita y relativiza»; se convierte así en una instancia
«que se abstiene de tomar decisiones autoritarias y renuncia completamente a
dominar los enfrentamientos sociales, económicos y religiosos».6 Así pues, si lo
específico del pluralismo es su acierto a la hora de describir la materia de lo so-
cial, su insuficiencia para conceptualizar (y realizar) la unidad política indica en
cambio su limitación. En efecto, atacar un monismo extremo no significa haber
resuelto el problema de la unidad. Este problema incluye, a la luz del pasaje que
citamos a continuación, no sólo la estructura sino la conservación del Estado.

Existen por cierto [...] muchas y diversas posibilidades de configuración de una unidad política. Hay
unidad desde arriba (por mando y poder) y unidad desde abajo (procedente de la homogeneidad sus-
tancial de un pueblo); unidad a través de acuerdos permanentes y de compromisos de grupos sociales
o a través de formas de equilibrio producidas como fuere; una unidad que procede del interior y una
que se basa en la presión del exterior; una más bien estática y una dinámica, que se integra continua-
mente de modo funcional; al fin y al cabo, hay unidad a través del poder y a través del consenso.7

Schmitt, achacando implícitamente naïveté a la posición horizontalista (que ad-


mite sin dilaciones la existencia de un consenso no coactivo), ofrece una respuesta
duramente realista. Mientras que, abandonando la apelación filosófica a la expe-
riencia, el pluralista afirma que el consenso es –o, mejor, debe ser– libre y hori-
zontal, el jurista asegura, en cambio, que proviene de un sistema de medios para
producirlo, no de un procedimiento horizontal que asegura el acceso a la verdad
sin coacción. Una vez más, la disyuntiva se plantea, en términos de poder, en el
enfrentamiento entre grupos sociales (consenso) y la unidad política, es decir: el
Estado (coacción). En el momento en que el pluralismo intenta dar cuenta con
más precisión de la experiencia de lo plural se enfrenta asimismo a la dificultad
que esta experiencia entraña. ¿Qué sucede en una crisis con su superioridad «ad-

5. Schmitt, C., «Staatsethik und pluralistischer Staat», op. cit., p. 158.


6. Schmitt, C., «Staatsethik und pluralistischer Staat», op. cit., p. 154.
7. Schmitt, C., «Staatsethik und pluralistischer Staat», op. cit., p. 158.

86
la invisibilidad de la iglesia: el valor en la ética estatal

ministrativa» y «ética» del Estado pluralista? ¿Es la crisis política un problema


administrativo o ético? Si la superioridad ética reside en el consenso, ¿se resolverá
una crisis por medio del libre acuerdo sobre la verdad? ¿Cuál de todos los grupos
sociales velará por los individuos? ¿Protegerá un grupo a todos los individuos o
sólo a quienes pertenecen a él? La lista de interrogantes continúa.

Si los medios [para generar el consenso] quedan en manos de los grupos sociales o de hombres sin-
gulares y se sustraen al control del Estado, entonces llegamos sin duda al fin de lo que oficialmente
se llama «Estado»; el poder político se ha vuelto invisible e irresponsable, pero el problema ético-
social no se resuelve con esta constatación.8

La vida moderna es plural y el consenso es un momento esencial de esa plurali-


dad. Pero tal pluralidad no puede vivir a partir de sí misma bajo la forma de un
orden visible y permanente. El pluralismo quiere que la inmediatez de la multi-
plicidad de agrupamientos y el juego consensual organicen la vida política, pero
no parece dispuesto a hacerse cargo de la falla seria de esa organización, que llega
tarde o temprano. No pensar el momento de la falla estatal sería la falla del plu-
ralismo, «cuyo sentido ético reside manifiestamente en que concede validez a la
unidad que proviene del consenso» y presupone entonces una «oposición
simple»9 (una contraposición abstracta y no mediada) entre poder y consenso.
Pero ¿qué sería un «sentido ético» puramente consensualista respecto del Es-
tado? ¿Tiene sentido hablar de una ética estatal pluralista cuando una unidad
puramente consensual difícilmente sea un Estado? Esto significaría aceptar que
el pluralismo es una opción posible en lo que se refiere a la vinculación (fiel, leal)
con una unidad política, sólo que la estabilidad de la vinculación dependería del
consenso o legitimación horizontal. En ese caso, una ética estatal pluralista sería
una forma de obediencia vertical, pero horizontalmente condicionada.10
Como dijimos antes, este condicionamiento horizontalista es justamente lo
que, en última instancia, impide un pensamiento serio sobre la intervención de-
cisiva (única e irresistible) ante una crisis. Esta objeción al horizontalismo, al
tomar el camino de las consecuencias, echa luz sobre la metafísica pluralista.
Según esta metafísica (punto conjetural epistemológico y a la vez premisa polí-
tica), toda instancia vertical tiene que poder ser transformada analíticamente en
la resultante de operaciones horizontales. No puede haber algo en el cielo (juri-

8. Schmitt, C., «Staatsethik und pluralistischer Staat», op. cit., p. 158.


9. Schmitt, C., «Staatsethik und pluralistischer Staat», op. cit., p. 158.
10. Restricciones de esta índole son, sin embargo, paradójicas y recuerdan la famosa afirmación o
humorada hobbesiana: «Cuando los ciudadanos privados, es decir, los súbditos, demandan libertad,
no demandan bajo ese nombre libertad sino dominio»: Hobbes, T., De cive X, 8 (Elementos filosófi-
cos. Del ciudadano. Hydra, Buenos Aires, 2010, p. 231).

87
sebastián abad

dicidad estatal) que no haya provenido de la tierra (individuos; en rigor, grupos


sociales). Es en este sentido que el consenso se presenta como reaseguro ético –y,
arriesguemos, democrático– de la humanity o society, y se opone a la imposición
de lo jurídico-estatal.11 Así, la ética «estatal» pluralista supone o, mejor dicho,
afirma que la fidelidad al Estado debe ser ante todo (y antes que nada) un acto de
sociabilidad humana; en otras palabras, que el Estado debe ser humano (¿quién
juzgará qué es humano?) o reconocer su origen o fundamento en lo social si
pretende lealtad. He aquí el rodeo que una ética estatal pluralista requiere. Pero
tal desvío procede en verdad del hecho de que el pluralismo no acepta la forma
política estatal como principio político y se procura la munición pactista para
posicionarse a distancia de tal forma. A su vez, en esta singular toma de distancia
piensa a su adversario como la fusión de coacción y derecho, Estado y norma, y
las opone a la libertad pluralista, entendida como ausencia de coacción de una
instancia monista sobre lo plural.
Veamos ahora el fundamento conceptual de las objeciones de Schmitt al plura-
lismo. En primer lugar (y éste es el argumento central), los pluralistas piensan lo
político como una esfera autónoma junto a otras (religión, economía, arte, etc.)
y al Estado como representante o, mejor dicho, gestor de dicha esfera. Como es
sabido, Schmitt se opone tajantemente a esta idea.

En rigor, lo político designa sólo el grado de intensidad de una unidad. La unidad política puede por
ello tener diversos contenidos y abarcarlos en sí misma. Pero indica siempre el grado más intenso de
unidad, a partir del cual, por ende, se determina también la distinción más intensa, el agrupamiento
amigo/enemigo. La unidad política es la unidad suprema [höchste] no porque sea una dictadora to-
dopoderosa [allmächtig diktiert] o nivele otras esferas, sino porque decide y en su interior puede
impedir que todos los agrupamientos contrapuestos entren en un grado de disociación tal que lleve
a la enemistad extrema (es decir, a la guerra civil).12

El atributo de supremacía, es claro, se refiere a la capacidad estatal de intervenir


para desactivar y/o resolver el conflicto más serio y peligroso: aquel que, pro-

11. Aclaremos que, para Schmitt, el principio de la democracia es la identidad entre gobernantes y
gobernados y la homogeneidad política del pueblo. Según esto, el pluralismo sería un pensamiento
antidemocrático por su individualismo o «tribalismo» societal. Cf. Schmitt, C., Die geistesgeschicht-
liche Lage des heutigen Paralmentarismus. Duncker & Humblot, Berlin, pp. 5-23 (Vorbemerkung) y
27-41; Verfassungslehre. Duncker & Humblot, Berlin, 1993, pp. 223 y ss.
12. Schmitt, C., «Staatsethik und pluralistischer Staat», op. cit., pp. 159-160. El concepto de «intensi-
dad» merecería una reflexión aparte. En Der Begriff des Politischen (Duncker & Humblot, Berlin,
1996, p. 27), la intensidad se refiere a la asociación/disociación y no a la unidad misma. Sobre el tema,
cf. Figal, G., «Die Intensitätsgrad des Politischen. Carl Schmitts Phänomenologie der Feindschaft
und das Ende der ideologischen Weltbürgerkrieges», en Für eine Philosophie von Freiheit und Streit.
Politik – Ästhetik – Metaphysik. Metzler, Stuttgart, 1994, pp. 39-55; Villacañas Berlanga, J. L., «Su-
jeto, identidad y conflicto: el caso Carl Schmitt», en Cuaderno gris 8, 2007, pp. 196 ss.

88
la invisibilidad de la iglesia: el valor en la ética estatal

venga del interior o del exterior, pone en riesgo la conservación de la unidad


política. En el Concepto de lo político (cuyo argumento es en este respecto simi-
lar, aunque desde luego más completo que el de «Ética estatal y Estado plura-
lista»), Schmitt formula el asunto con todas las letras: el Estado es «la unidad
decisiva [maßgebende: otorgadora del criterio de medida] y “soberana”» porque
decide sobre el caso excepcional. En cuanto tal, cuenta con una «facultad mons-
truosa [ungeheure Befugnis]: la posibilidad de hacer la guerra y con ello disponer
abiertamente de la vida de hombres». Sólo «al Estado como unidad política per-
tenece esencialmente el jus belli».13
Volvamos al pasaje de «Ética estatal y Estado pluralista» recién citado. ¿Qué
podría significar una superioridad que no es todopoderosa? Ante todo, la unidad
suprema no es tal sencillamente porque lo más grande/poderoso pueda superar
o doblegar (y supere o doblegue de hecho) a lo más pequeño/débil. Pero tam-
poco se trata aquí de la hipótesis contraria: a saber, que el poder de dicha unidad
es irrelevante, ya que en ese caso el Estado oficiaría de consejero moral de su
pueblo. El tertium datur parece ser aquí un pensamiento en que la efectividad y
la legitimidad son cooriginarias. En términos de la Teología política I, «la unión
del poder supremo fáctico y jurídico es el problema cardinal del concepto de la
soberanía».14 La instancia suprema es aquello que, en virtud de su supremacía/
superioridad, interviene para pacificar y lo hace legítimamente. De otro modo,
una ética estatal no podría ser otra cosa –lo dice Nietzsche en el Zarathustra– que
mera idolatría del poder.15 En vocabulario pluralista: la lealtad a la dominación
maquínica de un aparato.
Pasemos ahora al concepto de «Estado». Schmitt señala sin rodeos que los
pluralistas lo conciben de modo insuficiente y unilateral. Esta afirmación con-
tiene dos momentos. En primer lugar, imaginan que el interlocutor o, mejor di-
cho, el blanco de su crítica son «los restos del Estado “absoluto”». «Estado sig-
nifica, entonces, aparato de gobierno, máquina administrativa; para decirlo

13. Schmitt, C., Der Begriff des Politischen, op. cit., pp. 39, 46, 45.
14. Schmitt, C., Politische Theologie. Duncker & Humblot, Berlin, 1996, p. 26.
15. Nietzsche, F., Also sprach Zarathustra, «Vom neuen Götzen», en Kritische Studienausgabe. De
Gruyter, Berlin, 1980ss, vol. 4, pp. 61-64. El Schmitt de los años 20 es profundamente (anti-) nietzs-
cheano cuando afirma que simbolizar al Estado como un Leviathan es dar por tierra con la represen-
tación (Römischer Katholizismus und politische Form. Klett-Cotta, Stuttgart, 2002, p. 36; cf. además
Verfassungslehre, p. 210). Nietzsche, es de público conocimiento, llama al Estado «el más frío de
todos los monstruos fríos» y (nos vemos tentados de decir por ende) el ladrón o falsificador de la voz
del «pueblo» (Also sprach Zarathustra, «Vom neuen Götzen», p. 61). Monstruosidad y falsificación
son, sin embargo, necesarias para garantizar de modo exterior la protección de la libertad interior. He
aquí la concepción «policial» del Derecho y el Estado que Schmitt atribuye a Lutero y Zwinglio,
fundadores de una larga tradición en el mundo germánico (Der Wert des Staates und die Bedeutung
des Einzelnen, p. 68).

89
sebastián abad

brevemente: cosas que, obviamente, sólo pueden ser objeto de una valoración
instrumental y en ningún caso de fidelidad y lealtad».16 Reservar el término «Es-
tado» para la máquina, aunque más no sea en el plano nomotético, constituye
una decisión gravosa. Las máquinas son instrumentos cuyo sentido y relevancia
se manifiesta en una finalidad extramaquínica. Así pues, al menos hasta nuestros
días, esta clase de relaciones (no diríamos que un ser humano tiene propiamente
un vínculo con una máquina) no se fundan en la fidelidad o la lealtad. Lo intere-
sante empero de este romanticismo antitécnico es la incapacidad de percibir que,
por razones históricas y organizacionales, el argumento maquínico debería apli-
carse a cualquier agrupamiento moderno, al menos si nos tomamos en serio la
afirmación weberiana de que el Estado funciona como una empresa porque la
racionalidad moderna se ha impuesto de modo irresistible.17 En ese caso, no ha-
bría razón para pensar que los agrupamientos sociales de nuestra época, al menos
cuando adquieren una magnitud considerable, puedan ser en general otra cosa
que máquinas, aunque más no sea por las condiciones administrativas de su re-
producción. Pero ningún pluralista osaría decir que una organización gremial, un
agrupamiento social, incluso una iglesia sean máquinas o aparatos.18
En contraste con el pluralismo, la visión filosófica por excelencia –según
Schmitt–, la greco-germánica, afirma que el Estado es una unidad superior real
y eficaz:

[e]l valor del Estado reside, para toda consideración filosófica del Estado, [...] en todos los casos en
su realidad concreta [konkreter Wirklichkeit] y un Estado carente de realidad no puede ser portador
ni recipiendario de exigencias, deberes y sentimientos concretos de naturaleza ético-estatal.19

En cambio, cuando se trata de ideas regulativas (Dios, mundo, humanidad), el


«valor» residiría, justamente, en la carencia de realidad y efectividad o, en otros
términos, en una distancia no-constituyente: «se trata únicamente de ideas regu-

16. Schmitt, C., «Staatsethik und pluralistischer Staat», op. cit., p. 159. La locución «valor instrumen-
tal» es, en alemán, instrumental gewertet.
17. Weber, M., Wirtschaft und Gesellschaft. Grundriss der verstehenden Soziologie. Mohr (Siebeck),
Tübingen, 1976, p. 825.
18. Sí, en cambio, lo dice con todas las letras el muy poco pluralista Louis Althusser, en su archifa-
moso texto publicado en La Pensée en 1970: «Idéologie et appareils idéologiques d’État. (Notes
pour une recherche)». Citamos el texto de la compilación Sur la reproduction, PUF, Paris, 1995, p.
79: «En d’autres termes, l’Ecole (mais aussi d’autres institutions d’Etat comme l’Eglise, ou d’autres
appareils comme l’Armée, qui est aussi gratuite et obligatoire que l’Ecole, sans parler des partis
politiques dont l’existence est liée à l’existence de l’Etat) enseigne des “savoir-faire” […]», etc. He-
mos agregado las cursivas.
19. Schmitt, C., «Staatsethik und pluralistischer Staat», op. cit., p. 155. Retomamos y analizamos este
pasaje más abajo (§ 4).

90
la invisibilidad de la iglesia: el valor en la ética estatal

lativas sin poder directo o indirecto. En ello reside su valor y su imprescindibili-


dad. No hay vida humana, vida política sin idea de humanidad. Pero esta idea no
constituye nada, al menos ninguna sociedad diferenciada».20 En efecto, la Idea de
Humanidad es un punto o vórtice de tensión moral; no funda derecho y orden
sino a través de instancias mediadoras de generalidad decreciente. El quis iudica-
bit se anuncia aquí de modo ineluctable.
En este razonamiento fundamental se divisa la pinza que atrapa las dos derivas
del pluralismo. De un lado, los universales monistas son, por políticamente va-
cíos, inefectivos: carecen de poder constituyente; del otro, la apelación pluralista
al individuo conduce, a través de estos universales, a un extraño monismo:

Para una ética individual el individuo particular tiene valor [Wert] únicamente en cuanto hombre; el
concepto decisivo es según ello el de «humanidad». Efectivamente, la humanidad, por cierto la hu-
manidad como un todo, aparece en Laski y Cole como la instancia superior, y con el término «socie-
dad» Cole alude, aunque oscuramente, a algo similar a la humanidad. Pero eso es el universalismo o
monismo más amplio y extenso que quepa imaginar y cualquier cosa menos una teoría pluralista.21

En resumen, un pluralista consecuente no afirmaría la Idea de Humanidad (o de


Sociedad). Si lo hiciera, sólo sería –o debería ser– para que no se realice. De otro
modo, debería especificar quién, cómo y con qué derecho debería interpretarla.
El valor del Estado, en cambio, reside en su «realidad», que constituye «una
porción de orden».22 Dado que la conexión entre valor y realidad ordenadora no
va de suyo, analizaremos a continuación la noción de «valor» en El valor del
Estado y el significado del individuo.

§2

Importantes pasajes de «Ética estatal y Estado pluralista» que hemos citado se


basan en el concepto de «valor» o recurren a él. Las ideas tienen valor, el Estado
tiene valor; incluso el individuo tiene valor. Este vocabulario desaparece prácti-
camente de la escritura schmittiana en la segunda mitad de los años 20, aunque
se presenta aún de modo inquietante en Catolicismo romano y forma política.

La idea de «representación» está tan dominada por la noción de la autoridad personal que tanto el
representante como el representado tienen que afirmar una dignidad personal. No se trata aquí del
concepto de una cosa [dinghafter Begriff]. En sentido eminente sólo una persona puede representar

20. Schmitt, C., «Staatsethik und pluralistischer Staat», op. cit., p. 161 (cursiva agregada).
21. Schmitt, C., «Staatsethik und pluralistischer Staat», op. cit., p. 157.
22. Schmitt, C., «Staatsethik und pluralistischer Staat», op. cit., p. 162.

91
sebastián abad

y, ciertamente –a diferencia de la «sustitución» [Stellvertretung]– ha de ser una persona provista de


autoridad o una idea que, tan pronto es representada, asimismo personifica. Dios o, en la ideología
democrática, el pueblo, o bien ideas abstractas como libertad o igualdad constituyen el contenido
posible de una representación, pero no así la producción y el consumo. La representación confiere a
la persona del representante una dignidad [Würde] propia, porque el representante de un valor ele-
vado [hohen Wertes] no puede carecer de valor [Wert].23

Si en el texto sobre el catolicismo se expone el juego entre forma y representación,


El valor del Estado y el significado del individuo hace lo propio con la idea y la
mediación, a fin de construir una «teoría jurídico-filosófica del Estado».24 Presen-
temos ahora el capítulo II de ese libro –reservorio al que Schmitt retorna, pero
también transfigura–, no sin antes decir unas brevísimas palabras sobre el capítulo
I. Tendremos en mente, al hacerlo, las indicaciones del autor en la Introducción,
que exhortan al lector de modo casi admonitorio a reparar no sólo en los resulta-
dos, sino también (y ante todo) en el método de investigación en juego.25
La primera sección de El valor del Estado y el significado del individuo tiene
como cometido la destrucción conceptual de la «teoría del poder» referida al
Derecho. Esta teoría reduce el Derecho al poder en cuanto lo concibe como ex-
presión de relaciones entre seres humanos y cosas en el ámbito de la facticidad, o
bien como emanación de una institución política magna. En efecto, si al Derecho,
quintaesencia de la racionalidad, piensa Schmitt, se lo hace provenir de una ins-
tancia de poder fáctico, entonces se afirma que, en sentido estricto (filosófico), no
requiere legitimación. La dureza de esta afirmación ha de retrotraerse a la parti-
ción infranqueable (axiomática en el texto y en la reflexión jurídica de la época)
entre ser, es decir: facticidad, realidad, y norma: Derecho originario, considerado
en su anterioridad apriorística respecto de la mediación estatal, lógicamente se-

23. Schmitt, C., Römischer Katholizismus und politische Form, op. cit., pp. 31-32. Este pasaje funda-
mental, que aproxima a Dios a los valores, no lo habría redactado seguramente Schmitt de este modo
unos años más tarde. No unos, sino muchos años después se mofa el jurista tanto de una declaración
del II Concilio Vaticano –en la que bona se traduce por «valores»– cuanto de la encíclica «Mater et
magistra», donde «la palabra latina bonum se traduce al italiano como valore y al alemán como Wert»
(Schmitt, C., Die Tyrannei der Werte, herausgegeben von S. Schelz. Lutherisches Verlagshaus, Ham-
burg, 1979, pp. 13-14).
24. Schmitt, C., Der Wert des Staates und die Bedeutung des Einzelnen, p. 21. De esta empresa teórica
son interlocutores principales, según Galli, el mismísimo Hegel (a quien Schmitt sigue con reservas,
a pesar del panegírico con que se cierra el libro), el positivismo jurídico (que toma como derecho toda
enunciación estatal), el neokantismo de Marburgo (con su reinterpretación del Derecho en el marco
de la razón práctica), y el intuicionismo y vitalismo del Freirecht. Cf. Galli, C., Genealogia della
política. Carl Schmitt e la crisi del pensiero politico moderno. Il Mulino, Bologna, 1996, p. 315. Res-
pecto de la relación Hegel/Schmitt, cf. Kervégan, J. F., Hegel, Carl Schmitt. Lo político: entre especu-
lación y positividad. Escolar y Mayo, Madrid, 2007. Sobre el Freirecht, véase Klein, M., Demokratis-
ches Denken bei Gustav Radbruch. Berliner Wissenschafts-Verlag, Berlin, 2007, pp. 138 ss.
25. Schmitt, C., Der Wert des Staates und die Bedeutung des Einzelnen, op. cit., pp. 9-10.

92
la invisibilidad de la iglesia: el valor en la ética estatal

gunda respecto de tal originariedad.26 Si el Derecho es poder, se confunde con el


fin (Zweck) o voluntad (estatal): lo que es primero se vuelve segundo.
Según Schmitt, toda definición del Derecho basada en el poder fracasa en un
punto: allí donde tiene que distinguir entre un poder que es capaz (digno) de
convertirse en Derecho y otro que no. En ese momento sale a la luz el siguiente
dilema: o bien la justificación del poder supremo es irrelevante o bien inconfesa-
ble. Esta justificación presupone justamente la escisión Norma/ser, pues debe
haber algo antes del ser que permita oficiar de criterio para juzgarlo. Una radica-
lidad metódica de esta índole tiene consecuencias antipositivistas y antikantianas.
En efecto, en cuanto la Norma o el Derecho originario han sido metódicamente
«vaciados» de empiria, nociones como «coacción», «fin», «voluntad» quedan del
lado de la facticidad, del poder y por ende, en el mejor de los casos, del lado del
Estado como sujeto del éthos jurídico. El Derecho, en cambio, en cuanto norma-
tividad pura, es previo al Estado (y no su criatura) y no puede ser definido por
su coactividad, su finalidad o por alguna clase de voluntad que en él habitara.
Realización y coacción revelan ya una decisión y, por ende, la mediación del
Derecho y no el Derecho mismo. De este modo, la intención del libro resulta
visible en filigrana: el Estado es el único lector y destinatario del Derecho, el cual
lo precede, mientras que el valor del individuo consiste en sumergirse en la uni-
versalidad de la ley que viene de lo alto.27
Consideremos ahora, a la luz del capítulo II de El valor del Estado y el signifi-
cado del individuo, hasta qué punto la noción de «valor» es fundamental para la
caracterización del concepto de «Estado». Ante todo, para una consideración
filosófico-jurídica, no cabe analizar cómo es el Estado ni cuántos Estados hay,
sino el Estado según su idea. Aquí «idealidad» no significa abstracción, sino
sentido, y sin tal idealización metódica sólo cabría decir que el Estado es un po-
der violento28 (o injusto, pagano, homogeneizante, opresivo: cada cual juzgará).
Según esto, pensar el Estado no es recolectar notas empírico-históricas de orga-
nizaciones que presuponemos estatales (lo cual entrañaría una obvia petitio prin-
cipii), sino configurar una totalización conceptual en la cual el Estado adquiere

26. Schmitt, C., Der Wert des Staates und die Bedeutung des Einzelnen, op. cit., pp. 36-37: «Die
beiden Welten stehen einander gegenüber».
27. El análisis del «significado del individuo» y su valor se halla en el tercer capítulo de El valor del
Estado y el significado del individuo. Véase, por ejemplo, Schmitt, C., Der Wert des Staates und die
Bedeutung des Einzelnen, op. cit., p. 93 (y también pp. 12 y ss.). En la densísima Introducción,
Schmitt afirma que el libro pertenece a una época de mediación (mediabilidad: Mittelbarkeit) abso-
luta, un tiempo en modo alguno individualista, sino más bien signado por la técnica y la organización
anónima (Der Wert des Staates und die Bedeutung des Einzelnen, op. cit., pp. 12-13; cf. también el
párrafo final del libro, pp. 107-108).
28. Schmitt, C., Der Wert des Staates und die Bedeutung des Einzelnen, op. cit., p. 45.

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sebastián abad

un sentido en virtud de una colocación jerárquica. De esta colocación valorativa


se deriva la autoridad suprema. Decir que la autoridad es un fenómeno derivado
de una jerarquía significa en efecto aproximadamente lo mismo que afirmar que
el Derecho «crea» el Estado y no al revés. Esta apuesta por el apriorismo del
valor permite a Schmitt revisar el dogma positivista y formalista por el cual es
Derecho todo aquello que el Estado sanciona conforme a procedimientos espe-
cíficos. En este último caso, la autoridad no se deriva del Derecho, sino que po-
sibilita la enunciación jurídica estatal misma.
En cambio, cuando se afirma que la autoridad del Estado es previa al Derecho,
se presupone una «armonía preestablecida» que inviste de juridicidad todo acto
estatal. ¿De dónde procede la superioridad del poder estatal que lo transforma en
sujeto jurídico excluyente y autoritativo? La superioridad no puede proceder del
Derecho (que el Estado crea), sino del Estado mismo, lo cual dista de ser obvio
y justificado. ¿Por qué una realidad empírica sería suprema? Para diferenciarse
de la posición «armonista», es necesario construir la noción de lo «supremo» de
modo normativo y no comparativo; es por eso que, llevando hasta el extremo la
distinción entre poder y Derecho presentada en el capítulo I, Schmitt invierte el
planteo positivista: el poder supremo (no importa cuán enorme sea en sentido
empírico) puede ser sólo aquel que proviene del Derecho. Lo supremo sólo es
pensable a partir de una valoración ordenadora, pues no es un dato. Sólo de este
modo se entiende que el Estado en su idea –en tanto construcción jurídica y no
mera realidad empírica– sea titular de poder supremo cuyo sentido es la realiza-
ción del Derecho en el mundo, y traduce el Derecho originario (el «Derecho
natural sin naturalismo»)29 en un orden positivo. Según este mismo proceder
deductivo Schmitt deriva la permanencia en el tiempo y, por ende, la identidad
de la voluntad estatal de la naturaleza unitaria del poder supremo.30 Esta identi-
dad y unidad son, nuevamente, una postulación ideal-valorativa. En efecto, sin
presuposición idealizante no sólo cabe pensar al Estado como un poder violento,
sino también como una rapsodia contingente de actos aislados que provienen de
diversos grupos u órganos.
La unidad del Estado y su capacidad mediadora resplandecen en la contingen-
cia. Al surgir de una decisión radical en el misterio de la historia no son pensa-

29. Schmitt, C., Der Wert des Staates und die Bedeutung des Einzelnen, op. cit., p. 77. En p. 76, nota
2, aparece una de las citas favoritas de Schmitt, cuyo autor es Goethe: la idea «siempre hace su apa-
rición como un huésped extraño [tritt immer als fremder Gast in Erscheinung]». Según esto, el De-
recho originario puede pensarse como Idea de Derecho que sólo el Estado realiza.
30. Schmitt, C., Der Wert des Staates und die Bedeutung des Einzelnen, op. cit., p. 52: «Die höchste
Gewalt, die den Staat ausmacht, ist ihrem Wesen nach eine Einheit, die nur durch wertende Kriterien
gewonnen wird» (cursiva agregada).

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la invisibilidad de la iglesia: el valor en la ética estatal

bles, por tanto, como instancias de automediación de la Idea. En la medida en


que ser y deber están abismalmente separados, el Estado es un ser anfibio y esta
tensión que lo recorre es insuprimible. De un lado, es una realidad fáctica; del
otro, una construcción jurídica. Este carácter sui generis hace que, a diferencia
del Derecho, tenga un fin (Zweck); sin embargo, mientras que los fines forman
parte del mundo de la facticidad, el fin del Estado es el fin inscripto en la cons-
trucción jurídica misma: «el Estado es […] la estructura jurídica [Rechstgebilde]
cuyo sentido consiste exclusivamente en la tarea de realizar el Derecho»31 y es,
además, la única estructura a la que le corresponde realizarlo.32 El argumento de
la mediación/decisión estatal proyecta dos corolarios fundamentales. En primer
lugar, dado que la consideración filosófica del Estado es extraempírica y ligada a
criterios de valor, los momentos histórico-empíricos del concepto de Estado o,
si se quiere, el Estado en su facticidad, han de ser subordinados a la síntesis filo-
sófica. Por esa razón pasan a un segundo plano las representaciones del Estado
como complejo de poder o como aparato (Apparat).33 En segundo lugar, la con-
ceptualización filosófica que transforma al Estado en mediador del Derecho se-
gún criterios de valor se opone al «menosprecio del Estado ínsito en la teoría de
las condiciones exteriores».34
Esa teoría, dice Schmitt, no es otra que la de Kant y sus seguidores de Mar-
burgo (a los que se suma Stahl)35 y afirma, en términos generales, la diferencia
entre ética (basada en los conceptos de autonomía e interioridad) y Derecho
(fundado en los de heteronomía y exterioridad, y por ende en la eventualidad de
la coacción). Schmitt juzga, apuntando directamente al argumento originario de
Kant, que una determinación del deber jurídico (exterior) basada en resortes de
naturaleza psicológica y no en el contenido de tal deber (o bien en la autoridad
de la cual procede) no es exhaustiva ni coherente. Según el prusiano, una legisla-

31. Schmitt, C., Der Wert des Staates und die Bedeutung des Einzelnen, op. cit., p. 56.
32. Schmitt, C., Der Wert des Staates und die Bedeutung des Einzelnen, op. cit., pp. 10, 86. Véase,
además, p. 43: el Estado como sujeto en sentido eminente del Derecho, p. 73: el Estado como porta-
dor (Träger) de la norma, y p. 75: el Estado como mediador (Mittler) del Derecho.
33. Schmitt, C., Der Wert des Staates und die Bedeutung des Einzelnen, op. cit., p. 57.
34. Schmitt, C., Der Wert des Staates und die Bedeutung des Einzelnen, op. cit., p. 70. Cf. También
p. 67: «El Derecho realiza las condiciones exteriores de la eticidad interna. Todo eso sólo puede sig-
nificar que el Derecho instaura para el hombre una vida tranquila y procura la seguridad necesaria
para las cosas más importantes».
35. El origen de la «teoría» se halla en la Introducción de Kant a la Metafísica de las constumbres:
Kant, I., Metaphysik der Sitten, AB 14-18, en Werke in sechs Bänden, W. Weischedel (Hrg.). Wissens-
chaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1998, vol. 4. Las objeciones a Stammler se refieren al libro
Theorie der Rechtswissenschaften. Buchhandlung des Waisenhauses, Halle, 1911 (Schmitt cita la
edición de 1915) mientras que de Natorp se cita el artículo «Recht und Sittlichkeit», en Kant Studien
18, 1913, pp. 1-79.

95
sebastián abad

ción contiene dos elementos: la ley (o principio práctico) y el móvil (Triebfeder).


Mientras que el principio representa la necesidad objetiva de la acción, el móvil
liga la ley con el fundamento (subjetivo) de determinación del arbitrio. De esta
manera, la acción que una ley representa como necesaria puede realizarse por
distintos motivos. Si el móvil de dicha acción es la representación misma del
deber, la legislación es ética (ethisch); si, en cambio, el móvil no coincide con esa
representación del deber, la legislación es jurídica. Así pues, lo que permite dife-
renciar ambas legislaciones es el segundo elemento: el motivo.
Con cierta sorna, Schmitt vuelve contra el propio Kant la nota al pie del apar-
tado sobre la división de la Metafísica de las costumbres.36 Si una legislación ética
requiere que el deber sea en sí mismo el móvil de la acción, una legislación jurí-
dica (cuyo móvil se define por no ser la representación del deber mismo) tendría
que poder admitir, en caso de que la clasificación o división fuese consecuente,
cualquier otra clase de móvil en su seno. Sin embargo, Kant presenta una restric-
ción adicional que no se deriva del razonamiento clasificatorio mismo:

estos móviles, que son distintos de la idea del deber, tienen que provenir de los fundamentos patoló-
gicos de la determinación del arbitrio, de inclinaciones y aversiones, y entre éstas, de las últimas,
porque ésta ha de ser una legislación que coaccione [nöthigend], mas no una atracción [Anlockung]
que invite.37

Este razonamiento genera algunos interrogantes: ¿en qué sentido la legislación


jurídica no puede ser una atracción? ¿Cómo se explica por otra parte que un
deber exterior es jurídico y prerrogativa excluyente del Estado? ¿Por qué la coac-
ción forma parte de lo jurídico en su idea, cuando en realidad es un fenómeno del
mundo empírico? Para Schmitt, la presencia de la coacción no implica necesaria-
mente la legitimidad de un deber y, por ende, de un principio jurídico. Donde
Kant dice definir un deber jurídico determina en cambio un deber no-moral.
Podríamos afirmar entonces que la conexión débil y discutible entre coacción y
juridicidad está bajo sospecha porque constituye el síntoma de la decisión filosó-
fica primera: la conexión entre la verdadera libertad (la interior) y el individuo.
El jurista detecta esta misma secuencia en los seguidores de Kant. A Stammler
le reprocha una insuficiencia metódica que conduce a la imposibilidad de distin-
guir conceptualmente lo interno de lo externo. A Natorp, en cambio, que la ra-
dicalidad con que concibe el valor ético interior hace incomprensible la relación
de la interioridad con el orden jurídico exterior y el mundo de la cultura, a los

36. Kant, I., Metaphysik der Sitten, AB 15, op. cit., nota.
37. Kant, I., Metaphysik der Sitten, AB 15, op. cit. Schmitt cita parcialmente este pasaje en Der Wert
des Staates und die Bedeutung des Einzelnen, op. cit., p. 60.

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la invisibilidad de la iglesia: el valor en la ética estatal

cuales queda enfrentada de modo abstracto e inmediato. A Stahl le atribuye, fi-


nalmente, haber sacado la conclusión verdaderamente expresiva de la «mezcla»
de principios: dado que la Moralidad y el Derecho coinciden, autonomía y hete-
ronomía confluyen en una unidad (el Estado) «de carácter divino», ecclesiasticall
and civil. A Schmitt no le interesa empero analizar la legislación ética por sí
misma ni llega a construir un concepto general de lo práctico en sentido filosó-
fico tradicional. Antes bien, como dijimos, su insistencia apunta justamente a
destruir la idea de una unidad entre ambas formas de legislación. «Derecho y
Eticidad […] no se pueden derivar de un mismo principio. No pueden hallarse
en contradicción entre sí pues no tienen nada que ver el uno con la otra».38
Esto nos lleva nuevamente a los conceptos de valor específicos del ámbito ju-
rídico. Si no cabe pensar la legislación jurídica de modo ancillar, el Derecho de-
berá contar con sus propios criterios de valor.

Una consideración del Estado que pretenda más que reunir material para asuntos de utilidad no
puede darse por satisfecha con un proceder «inductivo», «exacto»; para ella el concepto de «Estado»
sólo puede obtenerse al referirlo, dentro de un sistema de valores, a una colocación [Stelle] de la cual
se derive su autoridad. El Estado, que ha de ser algo distinto del efecto subsistente del actuar con-
junto de hombres aislados, de un punto de cruce de causas y efectos que se piensa como algo subsis-
tente, que ha de ser más que un poder absurdo, es introducido, según el ritmo de valoraciones, como
miembro de un mundo que no se basa en él, y allí se le atribuye un significado que él no determina
sino que lo determina. Debe por ello su dignidad a una legalidad que no procede de sí mismo, frente
a la cual su autoridad posee un carácter derivado. Esto significa que tal legalidad sólo puede ser ha-
llada en el Derecho; que el Derecho no se puede definir a partir del Estado, sino el Estado a partir del
Derecho; que el Estado no es el creador del Derecho, sino el Derecho el creador del Estado: el De-
recho antecede al Estado.39

Resulta claro entonces que una consideración filosófica del Estado ha de basarse
en criterios de valor «autóctonos»40 y no puede construirse como derivada exte-
rior de una legislación ética a la cual habría que sazonar con un poco de coacción.
He aquí en síntesis la pars destruens antiindividualista, eminentemente dirigida
contra el neokantismo y el protestantismo conservador. En cualquier caso, si
bien la intención del jurista es clara, no lo es tanto el fundamento conceptual en
que se asienta. Presentaremos ahora esquemáticamente algunas variaciones de la
noción de «valor», tal como aparecen en una Wertphilosophie paradigmática,
muy famosa en la época en que Schmitt escribe El valor del Estado y el signifi-
cado del individuo.

38. Schmitt, C., Der Wert des Staates und die Bedeutung des Einzelnen, op. cit., pp. 69, 70.
39. Schmitt, C., Der Wert des Staates und die Bedeutung des Einzelnen, op. cit., p. 50.
40. Schmitt, C., Der Wert des Staates und die Bedeutung des Einzelnen, op. cit., p. 19.

97
sebastián abad

§3

A comienzos del siglo XX, la noción de «valor» y la filosofía del valor se habían
extendido por doquier en Europa. Alemania no era una excepción: no sólo los
herederos de Nietzsche, sino también los neokantianos habían adoptado este
vocabulario.41 Como puede verse en El valor del Estado y el significado del indi-
viduo, Schmitt tiene enormes reservas respecto de los de Marburgo, pero podría
haberse hallado más cerca de los kantianos de Baden. En esta línea, Hofmann
sostiene que la posición del jurista sobre el valor es deudora del neokantismo de
Rickert y que el nexo entre ambos es el libro El objeto de conocimiento,42 donde
aparece la noción de Urteilsnotwendigkeit, la necesidad o apremio de juzgar,
fundamental para comprender el «valor» del Estado.43 En términos generales,
Hofmann está sin duda en lo cierto al subrayar el carácter paradigmático de la
reflexión rickertiana sobre el valor, que podríamos considerar expresión de esa
época. Sin embargo, salvo que tomemos esta inspiración en un sentido muy vago,
no es sostenible desde un punto de vista exegético.
Según Rickert, la filosofía trascendental se ocupa del ámbito de un sentido y
valor trascendentes. Este «reino» posee subsistencia respecto de las actividades
judicativas empíricas y constituye de ese modo un respaldo para el conocimien-
to.44 Lo que interesa a Rickert es superar la idea del conocimiento como represen-
tación, que consiste en la separación de la conciencia y el ser, y en la consiguiente
teoría del conocimiento como «copia» (o imagen: Abbild).45 La alternativa a esta
doctrina es la idea del conocer como juzgar, es decir, como afirmación (Bejahung).46

41. Cf. Ollig, Hans-Ludwig, Der Neukantianismus. Metzler, Stuttgart, 1979, pp. 121 y ss. Como
exponente de esa hegemonía puede consultarse, con valor de resumen –sin detrimento de la finesse
especulativa de su autor–, Lask, E., «Rechtsphilosophie», en Die Philosophie im Beginn des 20. Jahr-
hunderts. Festschrift für Kuno Fischer [Separatabdruck]. Carl Winters Universitätsbuchhandlung,
Heidelberg, 1905. Véase Wiederhold, K., Wertbegriff und Wertphilosophie. Reuther & Reichard,
Berlin, 1920. De esta época son también las Vorlesungen über Ethik und Wertlehre 1908-1914, de E.
Husserl (Gesammelte Werke, herausgegeben von U. Melle, Kluwer, Dordrecht, 1988 [Husserliana
vol. XXVIII]). Como resultará evidente, la reconstrucción de la posición rickertiana que se presenta
a continuación no sólo es esquemática, sino que además carece de intención crítica. Sólo pretende
iluminar la idea de una ética estatal según Schmitt.
42. Rickert, H., Der Gegenstand der Erkenntnis. Einführung in die Transzendental-Philosophie.
Mohr (Siebeck), Tübingen, 1915 [1º edición, 1892], pp. 197 y ss.
43. Hofmann, H., Legitimität gegen Legalität. Der Weg der politischen Philosophie Carl Schmitts.
Duncker & Humblot, Berlin, 2002, p. 51, n. 101.
44. Rickert, H., Der Gegenstand der Erkenntnis, op. cit., p. 280.
45. En «Zwei Wege der Erkenntnistheorie», publicado en Kant Studien 14 (1909), Rickert deja claro que
una teoría del conocimiento como copia (reproducción inmanente de lo que es dado como cosa) es
obsoleta. Su sucedánea, la Erkenntnistheorie, sólo se ocupa de problemas relativos a la forma (p. 177).
46. Rickert, H., Der Gegenstand der Erkenntnis, op. cit., p. 176.

98
la invisibilidad de la iglesia: el valor en la ética estatal

Si bien la representación constituye un momento del juicio, este momento no es


suficiente para definirlo en lo esencial: su posibilidad de ser verdadero o falso, que
sólo se deriva de la decisión afirmativa o negativa que le subyace.47
En principio, esta decisión es propia de una clase particular de enunciados, que
Rickert denomina juicios de realidad o existencia, los cuales constituyen el tema
excluyente de El objeto de conocimiento. Para decirlo de modo esquemático, tales
enunciados tienen la siguiente forma: esto es (sí, por cierto) real.48 Según lo ante-
rior, el sujeto contiene lo representado, mientras que el predicado y la afirmación
constituyen la forma del juicio. En el juicio mismo, por otra parte, hay que dis-
tinguir el acto (empírico, psicológico) de juzgar del significado que tal juicio
porta, y que subsiste y sobrevive al acto. Verdadero, como es de esperar, puede
ser únicamente este segundo momento del juicio, el «sentido trascendente».49 Lo
trascendente al juicio no es una realidad con la que éste se corresponde, sino
prima facie (lo que se aparece como) un deber-ser que ha de ser reconocido, una
«necesidad» que se impone a tal juicio. A esta necesidad o interpelación responde
el sujeto con una toma de posición (afirmación) extrarrepresentacional y, por
ende, no inmanente al contenido, pero sí constitutiva del juicio. La necesidad que
se impone a todo juicio de realidad es el correlato de un deber ser (Sollen). He
aquí la Urteilsnotwendigkeit a la que se refiere Hofmann.
Sin embargo, éste es aún un estadio intermedio del argumento fundamental de
Rickert, ya que en este punto se ha transitado sólo una parte del recorrido en
virtud del cual el filósofo llega a la noción de «valor». En efecto, el deber-ser que
reclama la afirmación ínsita en el juicio es en sí mismo una manifestación del
valor, sólo que tal valor se presenta aún en forma oposicional a un sujeto, mas no
en su absolutez. Así pues, en el deber como exigencia todavía no se comprende
el valor como fundamento trascendente de la objetividad del conocimiento, que
constituye la noción clave de la filosofía trascendental.50 En efecto, la verdad,
«tomada en su concepto más general, es un valor»51 y, a su vez, «los valores mis-
mos no se hallan […] en el ámbito de los objetos ni en el de los sujetos, sino que
constituyen un reino aparte, que se encuentra más allá de sujeto y objeto».52

47. Rickert, H., Der Gegenstand der Erkenntnis, op. cit., p. 182.
48. «Dies ist (ja) wirklich» (Rickert, H., Der Gegenstand der Erkenntnis, op. cit., p. 186).
49. Rickert, H., Der Gegenstand der Erkenntnis, op. cit., pp. 256-257. La cita se halla en la p. 257.
50. Rickert, H., Der Gegenstand der Erkenntnis, op. cit., pp. 279 y ss. Cf. Gurvitch, G., «La théorie
des valeurs de Heinrich Rickert», en Revue Philosophique de la France et de l’Étranger, t. 124, nº
9/10, 1937, p. 81: «La verdad no se puede afirmar más que como un valor opuesto al ser, sensible o
suprasensible».
51. Rickert, H., Der Gegenstand der Erkenntnis, op. cit., p. 253.
52. Rickert, H., «Vom Begriff der Philosophie», en Logos 1, 1910-1911, p. 12. Según B. Centi, la va-
lidez constituye una instancia intermedia entre el ente real inmanente y el objeto irreal trascendente:

99
sebastián abad

Con total independencia de la solidez de la argumentación de Rickert, si cu-


piera explicar el recurso de Schmitt al valor en el marco de la Filosofía del Dere-
cho seguramente habría que apuntar no a la Urteilsnotwendigkeit, sino a la
trascendencia del valor en el sentido señalado. Pero, como dijimos, tal trascen-
dencia oficia, en el marco de la filosofía trascendental, como fundamento de
juicios de existencia y no como soporte normativo de realidades institucionales
como el Estado.53 La noción trascendental de «valor» que consideramos hasta
aquí es entonces teórica, o bien el presupuesto del uso teórico de la razón.

Como hemos visto, lo teórico y el valor no se oponen en modo alguno. Cada teoría y cada conoci-
miento se basa en la validez de valores, y a estos valores teóricos los tiene que tratar la teoría del cono-
cimiento, justamente porque es teoría de la teoría, como valores válidos. Las normas y el deber ser se
derivan de suyo de ellos y pueden considerarse, en ese sentido, secundarios. Por cierto, si se entiende
el deber sólo como la regla para el juzgar derivada del valor, el término «valor» es en efecto la mejor
denominación, si no la única, para el factor en el que se basa la objetividad del conocimiento.54

Si nuestro análisis es correcto, la noción de «valor» que Schmitt utiliza en El


valor del Estado y el significado del individuo no puede identificarse con la no-
ción trascendental objetiva que se expone en El objeto de conocimiento. Esta
variante de la noción de valor está pensada, como dijimos, como fundamento
«irreal» de la objetividad de los juicios relativos a la facticidad (Seinsurteile) pro-
venientes de las ciencias particulares. Así, pues, que el fundamento objetivo de
un juicio sobre la facticidad sea un valor no convierte a este juicio en un juicio de
valor o sobre valores. El valor es, de este modo, un concepto operativo de la
teoría del conocimiento y, en cuanto tal, un valor teórico. Sin embargo,

[p]or «valor» se entiende además (lo que el deber ser jamás podría significar) una realidad valiosa
[wertvolle Wirklichkeit] o un «bien», y es preciso distinguir cuidadosamente este significado del [sc.
que se refiere al] concepto de objeto. De otro modo caeríamos en una metafísica platonizante del
valor, que interpreta lo que tiene validez como si fuera algo real; y justamente esto es lo que ante todo
tenemos que evitar.55

«lo que Cohen consideraba un ideal regulativo se convierte para Rickert en una presuposición, una
idea, una dimensión irreal que proporciona orientación a nuestra actividad cognitiva» (Centi, B.,
«The validity of norms in Neo-Kantian ethics», en N. de Warren & A. Staiti (comps.), New Approa-
ches to Neo-Kantianism. CUP, Cambridge, 2015, p. 135).
53. Un resumen de este argumento se halla también Rickert, H., «Über logische und ethische Gel-
tung», en Kant-Studien 19, 1914, pp. 182-184.
54. Rickert, H., Der Gegenstand der Erkenntnis, op. cit., pp. 281-282 (cursiva agregada). Cf. además
Rickert, H., «Psychologie der Weltanschauungen und Philosophie», en Logos 9, 1920-1921, p. 4:
«Decisiva para la objetividad del “buen” subjetivismo, ganada en el terreno del Criticismo [Kritizis-
mus], sólo puede ser alguna clase de validez o de valor».
55. Rickert, H., Der Gegenstand der Erkenntnis, op. cit., p. 285. Cf. también al respecto Rickert, H.,
«Vom Begriff der Philosophie», pp. 20 y ss. Al analizar el concepto de «valor» en relación con el de

100
la invisibilidad de la iglesia: el valor en la ética estatal

Este pasaje, cuya formulación más precisa se encuentra en el artículo «Sobre el


concepto de filosofía»,56 afirma en verdad dos cosas, y no una, como parece su-
gerir la construcción sintáctica. De un lado, sostiene que en ocasiones se usa el
término «valor» cuando debiera utilizarse el término «bien»; del otro, que toda
concepción que asigne realidad (de cualquier clase: metafísica, cultural, etc.) al
valor transforma un concepto crítico en un concepto metafísico. La primera
afirmación conduce a la distinción bien/valor y a la tipología o «sistema abierto»
del valor. La segunda, en cambio, apunta al problema de la realización del valor
en general.
Comenzamos ahora por la segunda afirmación y luego nos ocuparemos de la
primera. La irrealidad del valor constituye una desontologización de la validez y
del sentido o, si se quiere, una innovación ontológica. Dicho de otro modo, para
Rickert el mundo no es la unidad de la realidad empírica y la extraempírica, sino
de la realidad (en rigor, realidades) y el mundo del valor. Si la tradición filosófica
hipostasia el valor y lo dignifica o sublima al asignarle una realidad sutil, la filo-
sofía crítica (Kritizismus) debe en cambio sostener la diferencia entre ambos
mundos.57 Por el contrario, el uso dogmático o hipóstasis de la noción de «valor»
se convierte, en el caso extremo, en el argumento «filosófico-religioso». En vir-
tud de su forma, este tipo de argumentación suprime la indiferencia valorativa
frente a lo que simplemente existe y acaba por convertir lo que es en algo bueno.58
Según Rickert, la filosofía, en cuanto piensa el mundo como la unidad de valor y
realidad, o sea: cuando tematiza el tercer ámbito o la juntura de ambas dimensio-
nes, va más allá de una mera doctrina del valor (Wertlehre).59 La operación que
aquí se despliega no puede residir en la detección de una relación causal entre
valor y realidad, sino en un descenso desde el primero hacia la segunda, pasando
por la dimensión intermedia del sentido. «[I]ntentamos no llevar la división de

«sentido», Rickert llega a su modo a la idea schmittiana de lo polémico (para la cual Koselleck acuñó
el término asymmetrische Gegenbegriffe) a través de la distinción entre Seinsbegriff y Wertbegriff.
Así, por ejemplo, la negación no-valorativa del adjetivo «humano» carece de contenido, mientras que
su negación en el modo de la valoración produce el par humano/inhumano, que opone, en lo que a
la humanidad se refiere, lo que debe ser a lo que no debe ser (Der Gegenstand der Erkenntnis, op.
cit., p. 269).
56. Rickert, H., «Vom Begriff der Philosophie», op. cit., pp. 11 y ss.
57. Rickert, H., «Psychologie der Weltanschauungen und Philosophie», op. cit., p. 5; «Vom Begriff
der Philosophie», op. cit., p. 17.
58. Cuando se trata de «justificar la existencia del mundo», dice Rickert, «todo se divide en bueno y
malo» (Der Gegenstand der Erkenntnis, op. cit., p. 270).
59. Como señala F. Beiser, «Normativity in Neo-Kantianism: Its Rise and Fall», en International
Journal of Philosophical Studies 17, 2009, pp. 9-27, la conexión, mediación o encuentro de ser y valor
fue el tema de Rickert desde sus inicios en el pensamiento. Según el autor, no logró dar cuenta de
dicho problema.

101
sebastián abad

ambos ámbitos tan lejos como para que valor y realidad se enfrenten como
opuestos inconciliables; sostenemos la conexión originaria al interpretar la viven-
cia del acto desde el valor».60
Al situar el punto de partida de la actividad judicativa en el valor mismo, su-
bordinando el carácter psíquico y empírico de esa actividad, Rickert llega, como
indicamos arriba, a la estructura intermedia o plano del sentido (Sinn), que no es
en sí misma una realidad ni un valor. En este plano está en juego no la explicación
(como sucede en la ciencia) ni la comprensión (como sucede respecto del valor
como tal), sino la interpretación (Deutung), que constituye o produce significa-
ción (Bedeutung) para un valor. Si la Deutung es, empíricamente considerada, un
acto psíquico, filosóficamente se presenta como un «contenido» objetivo. En
efecto, la Sinndeutung no es «constatación de lo que es ni mera comprensión del
valor, sino la consideración de un acto subjetivo en lo que respecta a la significa-
ción de un valor, la concepción de dicho acto como toma de posición respecto de
aquello que vale».61 Mirada la actividad de interpretación desde el valor, ya no
importa quién, cuándo, cómo y por qué realizó tal actividad, sino más bien el
significado subsistente de ese acto efímero. Es necesario «invertir por completo
el camino usual, que intenta captar los valores partiendo del sujeto. Sólo par-
tiendo de los valores podemos ingresar en el sentido del sujeto».62
Llegados a este punto, percibimos el aire de familia de la conceptualización o,
más bien, del vocabulario de Rickert y el de Schmitt en El valor del Estado y el
significado del individuo. En primer lugar, quedan delineados tres planos: el nor-
mativo puro o valor, el plano de la mediación significativa del valor y, finalmente,
el plano de la facticidad o realidad. En segundo lugar, ambos coinciden también
desde un punto de vista metódico en construir la instancia mediadora (la con-
ciencia moral, el Estado) de forma descendente a partir del momento puro del
valor. Sin embargo, en lo que a nuestro problema se refiere, las diferencias son
más importantes y, por así decirlo, decisivas.
A fin de ilustrar el núcleo de las divergencias, retomamos ahora la primera
afirmación del pasaje recién citado: la anfibología del valor. La construcción de
una sistemática de los valores exige que el camino que conecta el valor y el bien
se transite en la dirección opuesta a la que antes consideramos (desde el valor al
sentido), es decir: partiendo del sentido de los bienes culturales para llegar al
valor como tal. Lo que en particular nos interesa de esta vía metódica es captar
no tanto la forma en que Rickert trata el valor en general, sino más bien cierto

60. Rickert, H., «Vom Begriff der Philosophie», op. cit., pp. 25-26 (cursiva agregada).
61. Rickert, H., «Vom Begriff der Philosophie», op. cit., p. 27.
62. Rickert, H., «Vom Begriff der Philosophie», op. cit., p. 28.

102
la invisibilidad de la iglesia: el valor en la ética estatal

tipo de valor. Este proceder conceptual puede hallarse en el texto «Sobre el sis-
tema de los valores», donde el filósofo intenta construir, a partir de un criterio
formal, un sistema abierto (a la contingencia y creatividad históricas) para clasi-
ficar o tipificar el valor.63 El trabajo clasificatorio se orienta por los principales
bienes culturales (esferas, diríamos hoy en día) en las cuales el valor se da o está
adherido (haftet).64 De esta tipificación, que incluye desde luego el valor teórico
–pero también el religioso y el estético–, nos interesa en particular, en línea con
los propósitos de nuestro trabajo, el valor ético.
A diferencia de los valores teóricos, referidos a la contemplación, los valores
éticos se relacionan con la acción, la realización. Lo ético (sittlich) lo piensa Ric-
kert desde la ética (Ethik) como disciplina filosófica abocada a la «personalidad
“autónoma”». A la ética no le interesan según esto las conductas instintivas que
conducen a la obediencia de lo instituido, sino el reconocimiento autónomo de
lo que vale como ley. ¿De qué ley o legislación estamos hablando? ¿Se trata del
individuo, del grupo social, del Estado? ¿Son compatibles esas formas de legisla-
ción? Rickert no ingresa en detalles, pero la sencillez y contundencia con que
toma una decisión sobre el bien ético por antonomasia muestran que la intención
antiindividualista y antirrelativista de la filosofía del valor puede no traducirse en
un resultado acorde con esa intención.

Es preciso considerar la vida social en su totalidad desde el punto de vista en que ésta favorezca la
personalidad libre, autónoma y desde aquí hay que entender agrupamientos como el matrimonio, la
familia, el Estado, la Nación, la Humanidad cultural [Kulturmenschheit], etc., en su significado ético.
En caso de que alguien hallara muy estrecho nuestro concepto de lo ético, denominamos social-éticos
a los valores que se dan [haften] en estos bienes […]. La tendencia social-ética intenta que en todos
lados, en la vida pública y la privada, se construyan personalidades libres.65

El bien ético principal, aquel en el cual se realiza el valor, es originariamente in-


dividual y sólo pensable colectiva e incluso institucionalmente de modo deri-
vado. ¿Obedece este resultado a que el método de trabajo es ascensional, es decir,
procede desde los bienes culturales hacia el valor? La respuesta es negativa, ya
que Rickert llega a conclusiones similares en un texto de 1915, «Sobre validez
lógica y ética», donde el camino metódico es el opuesto. En este escrito, en
efecto, el filósofo intenta subsanar la carencia de reflexión sobre el valor en sen-
tido a-teórico y, además, distinguir claramente validez lógica de validez ética.
Aparecen aquí asimismo algunas novedades respecto del planteo que recién cita-

63. Esta clasificación se ordena a la construcción de una cosmovisión. Sobre el tema, cf. Rickert, H.,
«Psychologie der Weltanschauungen und Philosophie», op. cit., passim.
64. Rickert, H., «Vom System der Werte», en Logos 4, 1913, p. 298.
65. Rickert, H., «Vom System der Werte», op. cit., p. 312.

103
sebastián abad

mos, que no impactan decisivamente en la noción de lo ético pero revelan que


dicha noción se halla en permanente elaboración en paralelo con la idea de «va-
lor». Señalemos dos: la irreductibilidad del valor ético al valor teórico y la distin-
ción entre valores personales y objetuales (referidos a «cosas»: sachliche).
La validez a-teórica del valor ético sería, en primer lugar, un valer a-lógico o
lógicamente inconstruible. «No es posible en general sostener que la validez de
los valores éticos podría de algún modo “demostrarse”. Un valor que adquiriera
validez a través de una demostración no sería un valor ético, sino lógico».66 Según
esto último, Kant se habría equivocado al fundamentar mandatos éticos en virtud
de la contradicción que implicaría no respetarlos, ya que habría construido una
determinación ética a partir de criterios lógicos de validez. Esta distinción entre
ambas formas de validez genera un conjunto de problemas que el texto no ter-
mina de plantear en su decurso vacilante. En efecto, a pesar del tono revolucio-
nario y categórico, las conclusiones relativas al valor ético y a su tópos de inhe-
rencia prácticamente coinciden con las que indicamos más arriba, al analizar el
texto «Sobre el sistema de los valores». Señalémoslas sucintamente: la eticidad se
dice de la acción (no de la contemplación) y, por ende, se refiere a una voluntad.
Pero la voluntad ética es aquella que se deja determinar por la conciencia del
deber, que hace de la obediencia una obediencia de sí misma. El nombre de esta
relación de la persona consigo misma es «autonomía» y es justamente la autono-
mía lo que, en cuanto momento de validez formal de todo juicio moral, eleva la
voluntad a la esfera ética y le confiere significado ético.67
La segunda novedad se presenta cuando Rickert intenta especificar ulterior-
mente el concepto de una voluntad libre y autónoma. Si bien la personalidad li-
bre se da en el modo de lo individual, «la personalidad aislada es una ficción
conceptual», ya que en la ética nos las vemos con «personas reales» que se nos
aparecen «en forma de multiplicidad». El filósofo introduce aquí un singular
postulado, según el cual «es preciso [muss] que el yo o la personalidad, que es
portadora del valor ético, necesariamente sea un yo social o una personalidad
social». En efecto,

[el término] «social» sólo puede significar, como hemos dicho, que el bien ético [ethische Gut], la
personalidad, siempre vive fácticamente en alguna clase de comunidad con otras personalidades y, en
lo que atañe a su [sc. de la personalidad] sentido ético, no es siquiera separable conceptualmente de
tal comunidad.68

66. Rickert, H., «Über logische und ethische Geltung», op. cit., p. 207.
67. Rickert, H., «Über logische und ethische Geltung», op. cit., pp. 190-194.
68. Rickert, H., «Über logische und ethische Geltung», op. cit., pp. 215-216 (cursiva agregada).

104
la invisibilidad de la iglesia: el valor en la ética estatal

¿A qué clase de inseparabilidad se refiere Rickert? Si no entendimos mal el argu-


mento, el carácter social del yo ético es un postulado. La salida del aislamiento
individual es un deseo teórico, mas no el resultado de una construcción concep-
tual. Por otra parte, en tanto la personalidad queda configurada como portadora
auténtica del valor, acaba por oponerse a los valores objetuales, a los cuales co-
rresponde entonces un estatuto secundario en el mundo ético. Pero estos valores
o, mejor, su modo de darse –en lo que a nuestro argumento sobre la ética estatal
se refiere– es esencial y constituye una piedra de toque de la decisión conceptual
de Rickert: los «valores éticos “objetuales” [sachlichen] o suprapersonales como
los del matrimonio, de la familia, del Derecho, del Estado, de la Nación y de la
humanidad se dan siempre en personas en cuanto bienes éticos reales».69
He aquí un énfasis decisivo, que profundiza la vía individualista de la filosofía
del valor. Con ella se reorganiza la subsunción ontológica (o si se quiere óntica)
según el esquema tripartito valor/bien/facticidad: el Derecho y el Estado pueden
ser pensados como bienes éticos (espacios de realización del valor ético) pero
también, como sucede ahora, como momentos del valor ético mismo, aunque en
su objetualidad. ¿Qué diferencia existe entre la objetualidad como momento de
la irrealidad del valor y el bien ético como realización de tal valor? ¿Es la decisión
filosófica de sostener la personalidad como único bien ético real la misma que
lleva a pensar como valor objetual lo que en otro contexto se concibió como bien
ético, es decir, realización histórica del valor? No podemos responder aquí estas
preguntas, pero sí enfatizar el centro de gravedad del razonamiento de Rickert:
sólo la persona, concreta-individual y a la vez social, es el bien ético supremo y,
por ende, porta el valor. Los agrupamientos e instituciones en los que esas per-
sonas viven no son, a los efectos de un análisis ético, más que composita. Desde
un punto de vista metódico, valen como derivados y, en sentido sustantivo, como
meras condiciones de la libertad de la persona.
Interrumpimos aquí nuestro breve y acaso injusto resumen sobre la concep-
ción rickertiana del valor. Digamos, por último, que el argumento y el estilo de
Rickert traen a la mente la lapidaria observación de Lask, quien, al hacer un ba-
lance de la filosofía alemana del Derecho de comienzos del siglo XX, se pregun-
taba si era posible una «fundamentación» no-individualista del Derecho par-
tiendo de una matriz kantiana o neokantiana. Esto es harto dudoso, conjeturaba
el filósofo, toda vez que la «comunidad» (Gemeinschaft) se piense bajo la forma
de la coexistencia de portadores individuales de eticidad; en efecto, dicha coexis-
tencia (entendida como efecto de la construcción individual de lo comunitario o

69. Rickert, H., «Über logische und ethische Geltung», op. cit., p. 218 (cursiva agregada).

105
sebastián abad

social) delata que a la peculiaridad de «lo social» no le corresponde en verdad


ninguna estructura de valor.70
Si bien no puede inferirse de este razonamiento que la idea misma de «valor»
sea necesariamente individualista, sí queda claro, al menos ex negativo, la tenden-
cia o invariante individualista de la filosofía ética del valor. Pero lo más intere-
sante del caso es que la observación de Lask es casi idéntica al reproche que,
como vimos, Schmitt dirige a los neokantianos en El valor del Estado y el signi-
ficado del individuo, obra en la que, irónicamente, la noción de «valor» aparece
por doquier. ¿No conduce esta manera de pensar el valor a concebir la validez (e
incluso la realidad) de todo fenómeno social como un agregado reductible a uni-
dades individuales? ¿Existe en general alguna manera de pensar el valor como
validez que no conduzca en esta dirección? Si estos interrogantes van en la direc-
ción correcta, podemos plantear uno más, el último de este trabajo: ¿cómo hay
que pensar, tras quince años, la reaparición de la noción de «valor» en la crítica
del pluralismo desarrollada en «Ética estatal y Estado pluralista»?

§4

Para Schmitt, como vimos, el Estado es, según su idea, (el único) sujeto del éthos
jurídico, y el concepto de «valor» permite justificar la enunciación estatal como
instancia mediadora del Derecho originario. Si utilizamos el vocabulario ricker-
tiano para expresar la intención schmittiana en El valor del Estado y el significado
del individuo, podríamos decir que de un lado, el valor ético-jurídico se da en la
institución estatal en cuanto bien ético y, del otro, que el sentido del Estado es
realizar el valor jurídico (la Idea de Derecho) en virtud de una legitimidad que
nada adeuda a la facticidad. En otras palabras, la validez de lo jurídico-estatal
debe ser pensada de modo descendente y no sociológicamente, como efecto de
relaciones de poder. Según esto, la jerarquía y el orden no son propiedades in-
trínsecas de las realidades históricas sino, como dijimos antes, Deutungen de
valores. Si, como quiere Rickert, el bien ético (moral) es el yo libre y autónomo,
pensado como yo social, el bien jurídico debería ser en cambio, siguiendo a Sch-
mitt, el Estado. A diferencia de Rickert, quien razona de modo individualista y
hace caso omiso del problema de la mediación institucional del valor ético-jurí-

70. Lask, «Rechtsphilosophie», op. cit., p. 15: «Als das Absolute an allen sozialen Institutionen gilt
so die “Gemeinschaft” im Sinne einer bloßen Koexistenz von individualer Sittlichkeit […]». La ex-
cepción a esta invariante podría ser la teoría de la corporación de Gierke, la cual, sin embargo, recep-
tada en el mundo anglosajón, acaba por trabajar de modo antiestatal.

106
la invisibilidad de la iglesia: el valor en la ética estatal

dico, Schmitt intenta pensar la institución mediadora como tal a la luz del valor
y, así, evitar la deriva individualista que reprocha a los neokantianos. Sin em-
bargo, en el texto de 1930 sobre la ética estatal las cosas son distintas, en parte
porque Europa, y en particular Alemania, han cambiado para siempre en sentido
político. Y esa transformación de lo político no podría dejar intacto al Estado y
a la forma de pensarlo, a punto tal que gran parte de los textos fundamentales de
Schmitt se inscriben en el arco que trazan los años 1914-1930.71 Hecha esta acla-
ración, reiteremos ahora la pregunta que cierra el § 3: ¿cómo hay que pensar, tras
quince años, la reaparición de la noción de «valor» en la crítica del pluralismo
desarrollada en «Ética estatal y Estado pluralista»?
En este texto la noción de «valor» cambia por completo su sentido. Tal muta-
ción podría deberse, entre otras cosas, a la estructura misma del Wertbegriff. Si
bien es cierto que a la idea de «valor» y a la noción de «validez» rickertianas, que
hemos hallado en El valor del Estado y el significado del individuo, se les puede
atribuir una intención antirrelativista y antiindividualista, la constelación del va-
lor contiene inscripta en su lógica misma la tensión entre el origen empírico y la
validez que parece ir en sentido contrario a tal intención. Esta tensión permitiría
explicar la permanente ambigüedad u oscilación del concepto de valor entre una
instancia que se impone al sujeto y éste reconoce en su validez (en virtud de una
donación extraempírica que oficia de freno al relativismo), y otro polo, a saber:
el acto de apreciación en su desnudez, que constituye en cada caso un unicum. Si
ya Nietzsche había desambiguado enérgicamente esta tensión al remitir todo
valor a una voluntad de poder y afirmar, con ello, que el valor en cuanto tal ca-
rece de autosubsistencia,72 Rickert cree superar la «recaída» típicamente nietzs-
cheana en los «valores vitales» o Lebenswerte73 invirtiendo sin más el planteo del
filósofo de Röcken. De esta manera, lejos de solucionar el problema, lo desplaza

71. Mencionemos algunos: El valor del Estado y el significado del individuo (1914), Romanticismo
político (1919), La dictadura (1921), Teología política (1922), Catolicismo romano y forma política
(1923), la Urfassung de El concepto de lo político (1927), la Doctrina de la constitución (1928) y «La
época de las neutralizaciones y las despolitizaciones» (1929). En 1929 Schmitt lee también la ponen-
cia «Ética estatal y Estado pluralista» en un encuentro de la Sociedad Kant en Halle.
72. Cf. Por ejemplo, Nietzsche, F., Nachlaß 1885-1887, en Kritische Studienausgabe, op. cit., vol. 12,
pp. 17, 97, 98 («reducción de juicios de valor lógicos a [juicios de valor] morales y políticos […]»),
107-108, etc. Cf. además Zur Genealogie der Moral, en Kritische Studienausgabe, op. cit., vol. 5, pp.
252-253, 266 y ss. Como es sabido, Heidegger formalizó la conexión entre filosofía del valor y nihi-
lismo a partir de su interpretación de Nietzsche en el marco de la «historia del ser». Véase Heidegger,
M., «Nietzsches Wort “Gott ist tot”», en Holzwege, Gesamtausgabe, tomo I, vol. 5. Klostermann,
Frankfurt am Main, 1977, pp. 250 y ss. En forma condensada aparece la tesis heideggeriana en el si-
guiente pasaje: «Si, con todo, el valor no deja ser al Ser lo que éste es como Ser mismo, entonces la
supuesta superación del nihilismo es antes que nada su consumación» (p. 259).
73. Rickert, H., «Lebenswerte und Kulturwerte», en Logos 2, 1911-1912, passim. Cf., más arriba, § 3.

107
sebastián abad

y emplaza, como dijimos más arriba, en la conexión entre el valor y la realidad.74


A la luz de esta disquisición presentamos la torsión a la que Schmitt somete, en
«Ética estatal y Estado pluralista», el concepto de «valor».
Si en El valor del Estado y el significado del individuo el valor pretendía oficiar
de barrera contra la Machttheorie y, en particular, contra el positivismo jurídico,
la discusión sobre la decisión política en Teología política da por terminado, en
algún sentido, el ajuste de cuentas con el positivismo. Al menos hasta que este
expediente se reabra, en 1934, con la revisión a la que el «pensamiento del orden
concreto» somete al decisionismo y su relación con el positivismo del siglo
XIX.75 En el texto sobre la ética estatal, gestado cinco años antes, el interlocutor
de Schmitt es, como vimos, una doctrina o corpus teórico que impugna la unidad
del Estado en cuanto respuesta a lo político, y saltea de modo societalista el pro-
blema de la mediación y la crisis. El valor trabaja ahora contra el pluralismo an-
glosajón, criatura (al menos en parte) del corporativismo alemán,76 y se presenta
en 1930 como concepto central de una ética estatal asociado al Estado como
realidad efectiva y como unidad.77
Retomando las elaboraciones de la Doctrina de la constitución, Schmitt parte
de la definición del Estado como status político o unidad política de un pueblo,
sujeto político eminente y titular del poder constituyente.78 Referido a esta no-
ción de «Estado», el uso del concepto de «valor» deja de ser crítico-metódico y
se convierte en un desdoblamiento afirmativo de la existencia del orden jurídico
y político. El retruécano y la dilogía permanentes del concepto, la tensión inma-
nente de su ambigüedad se resuelven y disuelven, sin normatividad, en lo exis-
tente: lo que es (en sentido jurídico) se postula como valioso. Así, mientras que
El valor del Estado y el significado del individuo subordinaba el Estado a la Idea
jurídica para inferir de ésta el sentido y tarea de aquél, «Ética estatal y Estado
pluralista» afirma en cambio que el valor del Estado reside en su realidad o exis-
tencia. ¿Qué es realidad estatal? Según Schmitt, la condición a partir de la cual
valen normas jurídicas y éticas en un espacio acotado. La realidad estatal se ex-

74. Rickert tiene plena conciencia de este «subjetivismo de las valoraciones»: véase «Psychologie der
Weltanschauungen und Philosophie», op. cit., p. 8 (cf. también pp. 3-4). Por otra parte, en «Vom
Begriff der Philosophie», postula una «superación del mal subjetivismo en la doctrina del valor
[Wertlehre]» (p. 18).
75. Schmitt, C., Über die drei Arten des rechtswissenschaftliches Denkens. Duncker & Humblot,
Berlin, 1993, pp. 24 y ss.
76. Cf. Dotti, J., «Notas complementarias a “Ética estatal y Estado pluralista”», op. cit., pp. 425 y ss.
77. Cf. Waechter, K., Studien zum Gedanken der Einheit de Staates. Über die rechtsphilosophische
Auflösung der Einheit des Subjekts. Duncker & Humblot, Berlin, 1994, pp. 15-79.
78. Schmitt, C., Verfassungslehre, op. cit., pp. 10, 21, 83 y ss. Cf. además Der Begriff des Politischen,
op. cit., p. 44.

108
la invisibilidad de la iglesia: el valor en la ética estatal

presa en la existencia de una «porción de orden» que produce normalidad insti-


tucional. Recordemos, al respecto, un pasaje ya citado.

El valor del Estado reside, para toda consideración filosófica del Estado –no importa que su impronta
sea individualista o colectivista– en todos los casos en su realidad concreta, y un Estado carente de
realidad no puede ser portador ni recipiendario de exigencias, deberes y sentimientos concretos de
naturaleza ético-estatal. Relaciones éticas como la fidelidad y la lealtad son únicamente posibles, en
la realidad de la vida concreta, respecto de hombres o formaciones que existen de modo concreto, no
respecto de construcciones y ficciones.79

Si, en virtud del análisis realizado hasta aquí, leemos este pasaje desactivando la
noción de «valor», sólo cabe afirmar que la ética estatal versa, en esencia, sobre
la relación de fidelidad ciudadana respecto del Estado, entendido como unidad
irreductible a un «aparato» o «instrumento», pero también a una esfera o mo-
mento de lo social. Esta lectura se verifica en el último apartado de «Ética estatal
y Estado pluralista», donde Schmitt enumera diversas formas, incluso contradic-
torias, de ética estatal. ¿Cuáles son estas formas? O, mejor, ¿cuál es el criterio de
clasificación que permite distinguirlas? Según nuestra lectura, si existe –o no– la
posibilidad histórica de presuponer la realidad política estatal, es decir: la unidad
del Estado.
Si estamos en lo cierto, la división entre las diversas formas de la ética estatal
arrojaría el siguiente resultado: de un lado quedan la ética estatal kantiana (indi-
vidualista) y la hegeliana (Estado como sujeto autónomo del mundo ético), las
cuales presuponen la unidad del Estado, ya que esa unidad no se halla, en la si-
tuación histórico-política del caso, en cuestión; del otro lado, las variantes de la
ética estatal referidas a un Estado cuya unidad no se puede presuponer o, en otras
palabras, un Estado en riesgo de disolución. Ejemplo de esta forma estatal es
justamente el Estado pluralista, el cual según Schmitt constituye la realización –
deseada o no, ajustada a su propósito o no– de la doctrina pluralista de la lealtad
parcial o corporativa, y donde, en virtud del fraccionamiento y división del Es-
tado (y la consiguiente ausencia de una regla de normalidad) la convivencia se
vuelve insoportable.80
La oposición de la época se da, pues, en el horizonte de la crisis del Estado,
entre estatalismo y pluralismo, salvo que ahora el estatalismo actual (a diferencia,
por ejemplo, del estatalismo hegeliano) no puede suponer sin más la unidad del
Estado (y en este sin más cabe un mundo). Así, pues, si llevamos la clasificación

79. Schmitt, C., «Staatsethik und pluralistischer Staat», op. cit., p. 155. Como hemos visto, en Der
Wert des Staates und die Bedeutung des Einzelnen, Schmitt sólo reconoce una conceptualización del
Estado «acorde con su Idea».
80. Schmitt, C., «Staatsethik und pluralistischer Staat», op. cit., p. 164.

109
sebastián abad

hasta las últimas consecuencias, sólo hay en nuestra época una ética estatal, que
es estatalista; la ética pluralista no lo es en sentido estricto, al menos si se la con-
sidera a la luz de la idea schmittiana del Estado y de lo político que reseñamos en
§ 1. Volvamos ahora sobre un pasaje ya citado:

Para una ética individual, el individuo particular [Einzelne] tiene valor únicamente en cuanto ser
humano; el concepto decisivo es el de «humanidad». En el caso de Laski, la humanidad aparece cier-
tamente como instancia superior; y con el término «society» Cole se refiere, aunque de modo con-
fuso, a algo parecido a la humanidad.81

En lo que parece una cita de El valor del Estado y el significado del individuo, el
individuo sólo adquiere «valor» (¿dignidad?) al pensarse bajo un universal, ya
que –como dice Kant82– el valor no se presenta como característica empírica de
un particular.83 En otras palabras, el individuo no es el fragmento dado de la vida
social, sino aquella particularidad que ha podido pensarse a la luz de una ley y
vive entonces según ella. Es una tarea, mas no un dato. En una Individualethik,
el único mediador de cualquier legislación, el juez, es el individuo. Pero para una
ética estatal la mediación de la legislación jurídica siempre tiene lugar en el Es-
tado como unidad del pueblo. Desde este punto de vista, en el caso extremo, una
ética individual basada en la noción «humanidad» constituye, como dijimos, el
permiso de juzgar sobre los asuntos decisivos («exteriores») de la comunidad.
Pero esto es precisamente lo que le está vedado según «Ética estatal y Estado
pluralista» y también El valor del Estado y el significado del individuo, donde –
como vimos– Schmitt reconoce exclusivamente al Estado la potestad de decidir
en el éthos jurídico, y distingue tajantemente la legislación ética de la jurídica.
Según nuestra lectura, la idea de una ética estatal es incompatible con la noción
sublimada de «valor» en sentido neokantiano y también con la recaída vitalista
nietzscheana. Como pudimos ver en el caso de Rickert, a quien tomamos como
un paradigma de la Wertphilosophie, la realización del valor ético no sólo se
piensa, bajo la figura del «individuo social», por fuera de toda mediación polí-
tico-institucional, sino que además se asemeja considerablemente a las categorías
del pluralismo anglosajón que Schmitt critica en su texto sobre la ética estatal. Si

81. Schmitt, C., «Staatsethik und pluralistischer Staat», op. cit., p. 157.
82. La derivación del valor a partir de la ley moral aparece en Kant, I., Grundlegung zur Metaphysik
der Sitten, AB 79, en Werke in sechs Bänden, op. cit., vol. 4. En el famoso pasaje sobre valor y precio
en el Reino de los fines (AB 77), Kant contrapone el valor condicionado de inclinaciones y necesida-
des al valor absoluto –sin reemplazo equivalente– de la Gesinnung éticamente buena. Al primero lo
llama «valor relativo»; al segundo, «valor interno».
83. Schmitt, C., Der Wert des Staates und die Bedeutung des Einzelnen, op. cit., p. 98; cf. además pp.
100, 106.

110
la invisibilidad de la iglesia: el valor en la ética estatal

como sostiene Gurvitch, «los valores no teóricos y, en particular, los valores


morales tienen una “tendencia pluralista”»,84 ¿no es de esperar que, fuera de la
esfera que le corresponde, este pluralismo tienda a disolver la unidad del Estado?
En otras palabras, y acaso llevando las cosas al extremo, podríamos decir que la
filosofía del valor es compatible con el pluralismo, en tanto deja impensada o al
menos indeterminada la mediación institucional del valor ético y, al concentrarse
en la personalidad como bien ético, transforma la juridicidad y el papel del Es-
tado en ancillares. El reproche a los neokantianos puede extenderse mutatis
mutandis a los pluralistas.
A fin de cuentas, no importa demasiado si Schmitt retorna al concepto de «valor»
como gesto y guiño hacia su auditorio kantiano o si pretende honrar de ese modo
la pretérita autosubsistencia del Espíritu objetivo hegeliano. O incluso si lo hace
por otras razones. Lo relevante es el problema que las últimas líneas de «Ética es-
tatal y Estado pluralista» dejan planteado: «el deber en pro del Estado».85 Esto es:
la exigencia y la necesidad de crear y sostener una «porción de orden» en épocas
pluralistas. Si dejamos de lado la impertinencia de principio que, como intentamos
mostrar, conlleva construir un razonamiento estatalista con la noción de «valor»
–al menos en el sentido aquí señalado–, y prestamos atención a la obra posterior
de Schmitt, nuestras hipótesis quedan, por el momento, en pie. No hay que espe-
rar a La tiranía de los valores, donde el jurista, ya anciano, se despacha de modo
definitivo contra la filosofía del valor radicalizada de M. Scheler y N. Hartmann.
Apenas unos meses después de la publicación de «Ética estatal y Estado plura-
lista», Schmitt abandona in praxi el camino del valor en favor del razonamiento
constitucional, inspirado desde luego por su noción de lo político. El análisis del
pluralismo se convierte entonces, en El custodio de la Constitución, en un pro-
blema que debe superarse no tanto desde los valores, sino más bien desde la Cons-
titución como decisión fundamental de un pueblo sobre su existencia política.86

Universidad de Buenos Aires


Universidad Pedagógica Nacional

84. Gurvitch, G., «La théorie des valeurs de Heinrich Rickert», op. cit., p. 82.
85. Schmitt, C., «Staatsethik und pluralistischer Staat», op. cit., p. 165.
86. Schmitt, C., Der Hüter der Verfassung. Duncker & Humblot, Berlin, 1996, pp. 71-91, 96-115,
132-159. Aquí entran en escena dos claves conceptuales de gran importancia: de un lado, la noción
de «Estado total», entendida como un difuminamiento de la distinción entre Estado y sociedad; del
otro, la determinación y especificación político-constitucional del pluralismo como «Estado de par-
tidos de coalición débil». Desde entonces ya no se trata del valor del Estado, sino de la capacidad del
custodio de la Constitución para neutralizar los conflictos, evitar la descomposición del Estado y,
podríamos decir, hacerlo digno de lealtad.

111
Carl Schmitt y las dos Andrés Rosler

caras de la violencia política

Hoy en día, la sola invocación de la expresión «violencia política» provoca una


reacción fundamentalmente condenatoria. El rechazo es tal que algunos pensa-
dores llegan al extremo de creer que se trata de una contradicción en sus térmi-
nos, como si la acción política fuera por definición incompatible con la violen-
cia.1 En cambio, no es ninguna novedad que para pensadores como Carl Schmitt,
la política y la violencia, si bien están lejos de ser nociones intercambiables, están
estrechamente relacionadas.
En efecto, si hubiera que resumir en muy pocas palabras el mensaje de El con-
cepto de lo político, es que el Estado no sólo es un típico actor político, sino que
además, si todo sale bien, es el principal proveedor de violencia política. Sin
embargo, casi al final de su obra, en Teoría del partisano, Schmitt llega a la con-
clusión de que incluso un enemigo del Estado como el partisano también puede
ser un «portador» de lo político.
De ahí que, parafraseando a Carlo Galli,2 podríamos decir que la separación
conceptual entre la violencia criminal y la violencia política tiene dos caras. Por
un lado, según una aproximación que podemos denominar «soberana», la violen-
cia política merece un reproche mayor que la criminal, ya que la primera ame-
naza el orden político. Por el otro, según la tesis que podemos llamar «liberal»
(en razón de que, después de todo, han sido los liberales franceses los que inven-

1. Véase Arendt, Hannah, «On Violence», en Crises of the Republic. Nueva York, Mariner Books,
1972, p. 160.
2. Véase Galli, Carlo, Lo sguardo di Giano. Saggi su Carl Schmitt. Bologna, Il Mulino, 2008.

Deus Mortalis, nº 12, 2018, pp. 113-152


andrés rosler

taron la noción misma de delito político),3 el caso es el inverso, i.e. la violencia


política merece un reproche menor que la criminal –si no es que directamente en
realidad es digna de elogio–. Quisiera entonces en esta oportunidad plantear los
dos caminos diferentes que parece tomar la autonomía de lo político y sugerir
muy brevemente al final una forma de resolver esta paradoja al interior de la tesis
de la autonomía.

1. Un poco de violencia

Michel Wieviorka tiene razón: «Hoy, la violencia parece haber perdido toda le-
gitimidad en el espacio político, al punto de significar el mal absoluto. Es ella la
que la sociedad, unánime, debe proscribir y combatir, tanto en su seno como
afuera de ella».4 Sin embargo, tal como suele pasar con aquello que tiene muy
mala prensa, es muy difícil caracterizar la violencia con alguna precisión, ya que
a nadie le gusta que le digan que lo que hace es violento y, probablemente, al
revés, la mala prensa tenga a su vez algo que ver con esta imprecisión conceptual.
La terminología empleada por los Estados también ha contribuido a la impre-
cisión, ya que por razones ciertamente políticas, más precisamente conservado-
ras, los Estados designan sus propias actividades en términos de «fuerza» (v.g.
«fuerza policial», «fuerzas del orden», etc.), mientras que suelen considerar todo
acto insurgente como «violento» por definición.5 Un defensor del sindicalismo
anarquista y por lo tanto enemigo del Estado como Georges Sorel toma el ca-
mino inverso, ya que reivindica la violencia en perjuicio de la fuerza, precisa-
mente porque la fuerza tiene connotaciones estatales y burguesas mientras que la
violencia se propone destruir la opresión estatal:

la fuerza tiene como objeto imponer la organización de determinado orden social en el cual gobierna
una minoría, mientras que la violencia tiende a la destrucción de ese orden. La burguesía ha empleado
la fuerza desde el comienzo de los tiempos modernos, mientras que el proletariado reacciona ahora
contra ella y contra el Estado mediante la violencia.6

Convendría dejar de lado entonces el discurso normativamente contaminado del


Estado –y el de sus enemigos por supuesto– sobre la caracterización de la violen-
cia, para tratar de buscar una descripción lo suficientemente ecuménica que im-

3. Véase, v.g., Dreyfus, Sophie, Généalogie du délit politique. Paris, Foundation de Varenne, 2009.
4. Wieviorka, Michel, La Violence. Paris, Hachette, 2005, pp. 67-68.
5. Véase Coady, Cecil A. J., Morality and Political Violence. Cambridge, Cambridge University
Press, 2008, pp. 23-24.
6. Sorel, Georges, Reflexiones sobre la violencia. Madrid, Alianza, 1976, p. 231.

114
carl schmitt y las dos caras de la violencia política

pida tanto una naturalización algo nietzscheana de la violencia,7 cuanto su con-


versión en una misteriosa patología. Esta división del trabajo en análisis
conceptual y valorativo nos permite evitar la petición de principio de las defini-
ciones estatales o insurgentes de la violencia.
La palabra misma «violencia» sugiere la violación de algo, pero no queda del
todo claro qué es precisamente aquello que es violado. De hecho, nos hemos
acostumbrado a decir que algo es «violento» para expresar nuestro rechazo, de
tal forma que, por ejemplo, en Argentina se ha vuelto cuasi proverbial creer –en-
tiendo que gracias a una banda de rock– que «violencia es mentir», lo cual en el
mejor de los casos es una metáfora para expresar que mentir está (muy) mal. Por
lo demás, en muchas ocasiones cuando queremos denunciar grandes injusticias
decimos precisamente que son violentas para llamar la atención y enfatizar la
necesidad de que se haga algo al respecto.
Sin embargo, la moralización de la violencia mediante la equiparación entre la
especie (violencia) y el género (inmoralidad), no solamente provoca que la idea
misma de violencia se nos escurra de las manos (¿qué no sería violento en caso
de que la inmoralidad y la violencia fueran sinónimos?), sino que además impli-
caría que cada vez que nos enfrentáramos a una falta moral podríamos actuar
violentamente. Salta a la vista el peligro que podría ocasionar la así llamada «vio-
lencia simbólica», particularmente a juzgar por la reacción que provocan las ca-
ricaturas antirreligiosas en algunos creyentes. Si la violencia simbólica no puede
justificar la violencia literal contra sus autores, ya que en realidad la violencia
simbólica es obviamente distinta a la literal, entonces habría que preguntarse cuál
es el sentido de que lleven el mismo nombre.8
Dado el riesgo que corremos al moralizar la caracterización de la violencia, es
preferible suscribir una noción minimalista según la cual la violencia tiene lugar
fundamentalmente en caso de un daño físico sufrido por una persona. Nadie
podría negar, por ejemplo, que una persona literalmente golpeada es víctima de
violencia.
Ciertamente, el minimalismo conceptual no está exento de riesgos, sobre todo
si, con base en alguna versión del dualismo entre el alma y el cuerpo, la noción de

7. Nietzsche creía que «la vida actúa esencialmente [...] ofendiendo, violando, despojando, aniqui-
lando, y no se la puede pensar en absoluto sin ese carácter» (Nietzsche, Friedrich, Genealogía de la
moral. Madrid, Alianza, 2008, p. 98).
8. Juan Altusio (Johannes Althusius), por ejemplo, también creía que en el caso de un tirano, hay que
responder «con palabras, cuando es solamente con palabras que el tirano viola el culto de Dios y ataca
los derechos y fundamentos del Estado; se puede resistir por la fuerza y por las armas cuando él
ejerce la tiranía a mano armada y desplegando la fuerza» (Politica Methodicae Digesta, § 63, cit. en
Turchetti, Mario, Tyrannie et tyrannicide de l’Antiquité á nos jours. Paris, Presses Universitaires de
France, 2001, p. 559).

115
andrés rosler

daño físico excluyera casos que merecieran ser considerados violentos, como lo
son algunos serios abusos psíquicos. Por otro lado, la noción de daño psíquico
podría adolecer de problemas muy similares a los de las concepciones moraliza-
doras de la violencia, si permitiera que la determinación del daño psíquico depen-
diera del sujeto afectado antes que de un estándar imparcial. Sin embargo, dado
que nos interesan los casos usuales de violencia política, en aras de la argumenta-
ción vamos a proceder sobre la base de la concepción minimalista de violencia.9

II. Violencia criminal y violencia política

Pasemos ahora a la distinción entre violencia criminal y violencia política. La


primera es aquella que simplemente es injustificable, incluso desde el punto de
vista de quien comete el acto violento. En efecto, quien comete un acto de vio-
lencia criminal solamente está interesado en salirse con la suya. Hobbes ilustra el
comportamiento del delincuente común cuando sostiene que si bien este último
«acepta» la ley, sin embargo no la «observa».10 Kant, por su parte, utiliza una
terminología un poco más sofisticada. Quien comete un acto criminal violento
entiende su acción «como una excepción a la regla» que prohíbe actuar violenta-
mente, por lo cual «no hace más que desviarse de la ley (aunque deliberada-
mente)»; es más, «puede a la vez detestar su propia transgresión y desear sólo
eludir la ley, sin negarle formalmente obediencia».11
El ejemplo del homicidio confirma lo que dicen tanto Hobbes como Kant. Si
bien, por alguna razón, la prohibición no es acatada u observada a rajatabla, muy
pocos sostienen que están en contra de ella. En todo caso, quien comete un ho-
micidio desea hacer en su propia situación una excepción a la regla, lo cual mues-
tra que el homicida mismo rechaza la transgresión. La razón es muy simple.
Aunque ocasionalmente nos veamos tentados a violar la regla, jamás estaríamos
de acuerdo en que los demás hicieran lo mismo, sobre todo en relación con no-
sotros mismos. A lo sumo, entonces, alguien querrá salirse con la suya, cometer
el delito sin ser castigado, pero jamás deseará reivindicar su acción.12

9. Bufacchi, Vittorio, Violence and Social Justice. Londres, Palgrave MacMillan, 2007, pp. 41-44. Allí
el autor habla de la violencia como la violación de la «integridad» de la persona.
10. Véase Hobbes, Thomas, Elementos filosóficos. Del ciudadano, traducción de Andrés Rosler. Bue-
nos Aires, Hydra, 2010, pp. 278-279.
11. Kant, Immanuel, Metafísica de las costumbres, traducción de A. Cortina Orts. Madrid, Tecnos,
1989, p. 153.
12. De ahí que Hegel sostenga que el castigo es el derecho del delincuente porque está contenido en
la máxima de su acción. Véase Hegel, Georg W. F., Principios de la Filosofía del Derecho, traducción
de Juan Luis Vermal, 2da. ed. Barcelona, Edhasa, 1988, p. 161.

116
carl schmitt y las dos caras de la violencia política

La violencia política, en cambio, pertenece al género de la violencia principista,


ya que actúa al servicio de una causa, precisamente política. Es por eso que, uti-
lizando la terminología de Hobbes, el delincuente político no observa ni acepta
la regla en cuestión. Kant diría que quien comete un acto de violencia política lo
hace «siguiendo la máxima de una regla adoptada como objetiva (como univer-
salmente válida)», de tal forma que «rechaza la autoridad de la ley misma, […] y
convierte en regla de su acción obrar contra la ley; por tanto, su máxima no sólo
se opone a la ley por defecto (negative), sino incluso dañándola (contrarie) o,
como se dice, […], como contradicción (digamos, de un modo hostil)».13
Quien desobedece la ley por principio contradice la ley, pero no por eso se
contradice necesariamente a sí mismo. En efecto, se trata de una transgresión
reivindicada por el delincuente. Es por eso que es típico de esta clase de acciones
(a) exhibir una pretensión justificadora que invita a la universalización, a que los
demás hagan exactamente lo mismo, y (b) dicha justificación suele tener un alto
componente de abnegación que no pocas veces conduce al sacrificio de quien
realiza la acción.
Tal como dice Schmitt en la edición de 1933 de El concepto de lo político,

Evidentemente, como Hobbes lo ha destacado correctamente, una verdadera enemistad es posible


solamente entre seres humanos. La distinción amigo-enemigo es todavía tanto más profunda que en
todas las oposiciones existentes en el reino animal, del mismo modo que el ser humano se yergue
sobre el animal como una esencia espiritualmente existente.14

De ahí que surja la cuestión de cuál es la relación que guarda la violencia «co-
mún» con la «principista». En efecto, una vez que distinguimos entre dos clases
de violencia, la común y la «súper», emerge la cuestión de, por así decir, cuál es
mejor (o peor, para el caso). Quizás llame la atención la pregunta por la estima-
ción de la violencia principista, sobre todo teniendo en cuenta la muy buena
prensa de la que suele gozar la acción inspirada en principios. Sin embargo, no
hay que olvidar que a pesar de que haya mucha gente que pueda aspirar a justi-
ficar su conducta, e incluso estar dispuesta a morir por ella, no por eso merece
necesariamente nuestra aprobación. Como muy bien decía Oscar Wilde, «una
cosa no es necesariamente verdadera porque un hombre muera por ella».15

13. Kant, Immanuel, Metafísica de las costumbres, op. cit., p. 153.


14. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, 2da. ed. Hamburgo, Hanseatische Verlagsanstalt, 1933,
p. 42.
15. Wilde, Oscar, The Portrait of Mr. W. H., en The Works of Oscar Wilde, ed. G. F. Maine. Londres,
Collins, 1948, p. 1099. De hecho, como muestra debería ser suficiente el botón de Adolf Eichmann,
quien como nos lo recuerda Hannah Arendt, se consideraba a sí mismo como un idealista, dispuesto
a morir por sus ideas e incluso matar a su propio padre si hubiera sido necesario. Véase Arendt,
Hannah, Eichmann in Jerusalem. Londres, Penguin, 2006, p. 39.

117
andrés rosler

Ciertamente, no faltan –aunque tampoco abundan– quienes creen que la dife-


rencia entre la violencia criminal y la política en el fondo es inexistente. En
efecto, para un pacifista toda forma de violencia es criminal, por lo cual está
prohibido recurrir a ella incluso cuando somos víctimas de actos violentos. De
aquí que, para un pacifista, no solamente no hay nada mejor que otro pacifista,
sino que, v.g., la expresión «crimen de guerra» es una redundancia. Por lo tanto,
la más injusta de las paces siempre es preferible a la más justa de las guerras, con
lo cual ni siquiera la defensa nacional queda exenta de la prohibición. En otras
palabras, un pacifista genuino debería comportarse como los cristianos primiti-
vos y ofrecer proverbialmente la otra mejilla en caso de ser atacado. Cipriano se
quejaba precisamente de que «el homicidio, cuando es cometido por un indivi-
duo, es un crimen, pero es llamado virtud cuando es librado públicamente [como
una guerra]».16
Cabe recordar que para Schmitt, el pacifismo o bien es demasiado exigente en
términos morales (por no decir que además deja a la comunidad política expuesta
a quedar en manos de cualquier invasor decidido), o bien se trata de una posición
que suele ser inconsistente, ya que

si la oposición de los pacifistas contra la guerra fuera tan fuerte que podría llevar a los pacifistas a una
guerra contra los no-pacifistas, en una “guerra contra la guerra”, entonces quedaría demostrado que
tiene suficiente fuerza política, porque es lo suficientemente fuerte para agrupar a los hombres según
amigo y enemigo,17

al grito literalmente de guerra de –en las palabras de Condorcet– «razón, toleran-


cia, humanidad».18
Para Schmitt, esta posición no sólo es inconsistente, sino que además hace que
la guerra pueda ser particularmente «intensa e inhumana», ya que «saliéndose de
lo político, ella discrimina al enemigo simultáneamente en categorías morales y
otras, y debe hacer de él un monstruo inhumano, que no sólo debe ser rechazado,
sino definitivamente exterminado, por lo tanto no es más sólo un enemigo a ser
repelido hasta sus fronteras».19 De este modo, el adversario del pacifismo

16. «homicidium, cum admittunt singuli, crimen est, virtus vocatur cum publice geritur» (Cipriano,
Ad Donatum VI, cit. en Grocio, Hugo, De jure belli et pacis. Cambridge, Cambridge University
Press, 1853, vol. III, p. 77).
17. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, texto de 1932 con un prefacio y tres corolarios. Berlín,
Duncker & Humblot, 1963, pp. 36-37.
18. Véase Marqués de Condorcet, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu hu-
mano y otros textos, selección y traducción de Francisco González Aramburo. México, Fondo de
Cultura Económica, 1997, p. 157.
19. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, texto de 1932, op. cit., p. 37.

118
carl schmitt y las dos caras de la violencia política

ya no se llama enemigo, pero para eso, como violador y alterador de la paz, él es declarado hors-la-loi
y hors l’humanité, y una guerra librada por la protección o ampliación de posiciones de poder eco-
nómico mediante la proclamación de propaganda es hecha una «cruzada» y una «última guerra de la
humanidad».20

En cambio, no es ninguna novedad que según Carl Schmitt las acciones políticas
gozan de autonomía normativa. En efecto, para Schmitt «Una determinación del
concepto de lo político sólo puede ser ganada a través del descubrimiento e iden-
tificación de las categorías específicamente políticas». Mientras que los criterios
propios de lo moral son «bueno y malo», y de lo estético son «bello y feo», y de
lo económico «rentable y no rentable», el criterio autónomo de lo político en el
que se basan todas las «acciones y motivos políticos» en sentido propio «es la
distinción de amigo y enemigo».21 Es la autonomía de lo político la que explica,
por ejemplo, por qué el «enemigo político no necesita ser moralmente malo, no
necesita ser estéticamente feo».22
Lo que resta saber es si dicha autonomía normativa de lo político son o buenas
o malas noticias, sobre todo cuando «el punto de lo político es alcanzado» den-
tro del Estado.23 De hecho, se podría decir que el tema de la primera gran mono-
grafía de Schmitt, La dictadura, es precisamente un estudio de lo político en el
plano interno:

debido al interés jurídico, se procura que la martial law contenga una serie de preceptos formales.
Y en realidad no para el campo de batalla, en la guerra contra el enemigo exterior o en las colonias,
sino más bien para la lucha contra el adversario político interno, es decir, allí donde la acción del
Estado se dirige contra los ciudadanos propios.24

III. ¿Violencia política?

Antes de seguir adelante convendría tratar una objeción bastante difundida, se-
gún la cual la expresión «violencia política», bien entendida, en el fondo no es
sino una contradicción en sus términos. En efecto, para Hannah Arendt y sus
acólitos deliberativistas, todo acto violento no solamente no puede ser político,
sino que es en realidad «antipolítico».25 Según Arendt

20. Ibidem, p. 77.


21. Ibidem, p. 26.
22. Ibidem, pp. 27-28.
23. Schmitt, Carl, Verfassungslehre, 7ma. ed. Berlín, Duncker & Humblot, 1989, p. 165.
24. Schmitt, Carl, La dictadura, traducción de José Díaz García. Madrid, Alianza, 1984, p. 228; véase
p. 244.
25. Arendt, Hannah, «On Violence», en Crises of the Republic, op. cit., p. 160.

119
andrés rosler

lo que hace del hombre un ser político es su facultad de acción; le permite encontrarse con sus pares,
actuar en concierto, y alcanzar metas y emprendimientos que nunca habrían entrado en su mente,
qué decir en los deseos de su corazón, si no se le hubiese dado este don –el de embarcarse en algo
nuevo […]. Ninguna otra facultad excepto el lenguaje, ni la razón ni la consciencia, nos distingue tan
radicalmente de todas las especies animales.26

Ciertamente, hasta un arendtiano admitirá que toda comunidad política parece


estar «fundada en una violencia homicida», y no cualquier violencia sino fraterna
además;27 después de todo, los deliberativistas no son necesariamente anarquistas
y/o pacifistas, los únicos que pueden darse el lujo de invalidar tout court las co-
munidades políticas por sus orígenes violentos. Sin embargo, un arendtiano in-
sistiría en que una vez creada la comunidad, la relación entre violencia y política
es absolutamente conflictiva.
Sin duda, se trata de un argumento de raigambre aristotélica, tal como Arendt
misma se encarga de señalar.28 Después de todo, Aristóteles creía que la política
tenía un vínculo especial con el logos, el lenguaje. Sin embargo, habría que tener
en cuenta que no por eso Aristóteles creía que la idea misma de lo que nosotros
consideramos como violencia política era contradictoria. En efecto, uno de los
tópicos de la teoría política aristotélica es su discusión de la noción de virtud cí-
vica o literalmente política, es decir, de las tareas que se espera que cumplan los
ciudadanos o miembros de una polis. De hecho, Aristóteles distingue entre tareas
políticas «pacíficas» y «bélicas»,29 y es muy revelador que la primera tarea política
que aparece en la lista de partes de la polis ofrecida en Política IV.4 corresponda
al género militar: to propolemēson, la que se ocupa de la defensa de la ciudad.30
Es digno de ser destacado que si bien Aristóteles se opone terminantemente al
militarismo, i.e. la doctrina según la cual la guerra debe ser la meta decisiva o
preponderante de la comunidad política, entre otras cosas porque es incoherente

26. Arendt, Hannah, «On Violence», op. cit., p. 178.


27. Véase Girard, René, «La Violence et le Sacré», en De la Violence à la Divinité. Paris, Grasset,
2007, cap. 1.
28. Véase Arendt, Hannah, The Human Condition. Chicago, Chicago University Press, 1958, p. 27.
29. Aristóteles, Política, 1254b31-32. Las traducciones de Aristóteles son nuestras a menos que se
indique lo contrario.
30. El resto de la lista se refiere a quienes «participan en la administración de justicia», a «los que
deliberan» acerca de los asuntos públicos, a «los ricos» o «los que cumplen con un servicio público
por medio de su propiedad», y finalmente a «los servidores públicos, que sirven en conexión con las
diferentes magistraturas» (Política 1291a7, 27-38, 33-34, 35). De ahí que, si bien Armitage tiene ra-
zón en el sentido de indicar que en el discurso político griego no existía la expresión «enemigo po-
lítico» (politikos polemos) (Armitage, David, Civil Wars. A History in Ideas. Nueva York, Alfred A.
Knopf, 2017, p. 45), de ahí no se sigue que para Aristóteles la violencia política era una contradicción
en sus términos.

120
carl schmitt y las dos caras de la violencia política

tal como lo muestra el fracaso espartano,31 sin embargo también cree que las
muertes «más honrosas» o «más admirables moralmente» (kallistois) son las que
tienen lugar en la guerra,32 ya que la guerra es una ocasión para la virtud: mientras
que «el goce de la buena fortuna y el descanso que acompaña a la paz nos vuelven
más soberbios», «la guerra nos obliga a ser justos y sensatos».33 En líneas genera-
les, entonces, Aristóteles entiende la guerra como otros casos de violencia justi-
ficada, es decir, como «correcciones y castigos justos», los cuales ciertamente
«parten de la virtud, pero son necesarios y son moralmente admirables [to kalōs]
por necesidad, (pues sería preferible) que ni el hombre ni la ciudad necesitaran
ninguna de esas cosas».34
Vale recordar asimismo que en su discusión del régimen político ideal, Aristó-
teles prevé tres razones que justifican el entrenamiento militar. La razón que
inaugura el jus ad bellum o derecho aristotélico a la guerra es la de «evitar [...] ser
esclavos de otros».35 Una segunda razón es una guerra ofensiva de esclavización
contra los que a juicio de Aristóteles merecen ser esclavos.36 El motivo restante
por el cual la mejor polis puede librar una guerra es el de «buscar la hegemonía,
con el fin de beneficiar a los gobernados».37 Esta justificación de la guerra nos
remite ciertamente a la referencia a la «vida política» –en oposición a una vida
puramente «teorética» o contemplativa– de la mejor polis, es decir, la vida de una
polis con una robusta agenda internacional,38 aunque fundamentalmente dentro
del contexto griego (si se tratara del ámbito asiático estaríamos por definición
ante un caso de guerra de esclavización antes que de una guerra hegemónica).

31. Véase Aristóteles, Política, 1271b2–6 y 1334a6–9.


32. Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1115a30-31.
33. Aristóteles, Política 1334a26-28, en Aristóteles, Política, traducción de Carlos García Gual y
Aurelio Pérez Jiménez. Madrid, Alianza, 1986, p. 297.
34. Aristóteles, Política, 1332a12-15, op. cit., p. 291, ligeramente modificada. Vale la pena indicar, sin
embargo, que la naturaleza moralmente admirable de la guerra lo compele a Aristóteles a sostener
que los soldados no son sólo necesarios, sino que además son parte de la polis en sentido estricto
(Política, 1326a20–21).
35. Aristóteles, Política, 1333b40-41.
36. Aristóteles, Política, 1334a2. En el cambio del orden de exposición de las justificaciones de la
guerra seguimos a Meister, R., «Aristoteles als ethischer Beurteiler des Krieges», Neue Jahrbücher für
Pädagogik, N° 18, 1915, pp. 481-494.
37. Aristóteles, Política, 1333b41-34a1. Ésta es una de las razones por las cuales el régimen ideal ne-
cesitará personal naval, marineros, etc. Véase Política, 1327b1-15. Sobre Aristóteles y la virtud cívica
véase Rosler, Andrés, «Civic virtue: citizenship, ostracism, and war», en Marguerite Deslauriers y
Pierre Destrée (eds.), The Cambridge Companion to Aristotle’s Politics. Cambridge, Cambridge
University Press, 2013, pp. 144-175.
38. Aristóteles, Política, 1325a5-14; cf. 1265a18-25. Véase Rosler, Andrés, «Aristóteles sobre la gue-
rra», Deus Mortalis, XI, 2013-2014, pp. 241-263.

121
andrés rosler

Hay un segundo argumento de raigambre aristotélica que subyace a la posición


arendtiana sobre la violencia política. En efecto, recordemos que según Arendt,
«Ninguna otra facultad excepto el lenguaje, ni la razón ni la consciencia, nos
distingue tan radicalmente de todas las especies animales». Aquí Arendt evoca el
célebre «argumento del ergon (función)», que para muchos subyace tanto a la
teoría del bienestar aristotélico cuanto a la defensa aristotélica de la política.
Como es sabido, Aristóteles sostiene que solamente los seres humanos cuentan
con logos, lenguaje o razón.39 Sin embargo, no queda del todo claro cuál es el uso
que Aristóteles le da a esta peculiaridad. Por ejemplo, según una interpretación
bastante usual de la ética aristotélica, el bienestar humano deriva de un uso efi-
ciente de la maximización de esta capacidad peculiar.
Ahora bien, creer que el valor de una capacidad proviene del hecho de su pe-
culiaridad es una falacia. Que algo sea peculiar, único, es exclusivamente un he-
cho, y de él muy poco se puede inferir acerca de su valor. Hay gente que tiene la
capacidad de hurgarse la nariz a una velocidad asombrosa, sobre todo durante un
semáforo en rojo. Sin embargo, de ahí no se sigue que dicho hábito sea valioso.
Lo mismo se aplicaría si resultara que la especie humana fuera la única capaz de
llevar a cabo semejante proceso.
De hecho, como explicara Bernard Williams, si usáramos este criterio, creería-
mos que es moralmente admirable «pasar el mayor tiempo posible haciendo
fuego», «o teniendo sexo sin consideración de la estación, o depredando el medio
ambiente y alterando el equilibrio de la naturaleza, o matando por placer».40
Como también explica Cornelius Castoriadis, no debemos olvidar que si bien la
especie humana «creó la razón, la libertad y la belleza, también creó la monstruo-
sidad masiva. Ninguna especie animal jamás podría crear Auschwitz o el Gulag;
para crear eso debes ser un ser humano».41 En rigor de verdad, si nos guiáramos
por la peculiaridad, la violencia política bien podría ser lo que distingue a nuestra
especie: la de actuar violentamente apelando a razones. Por lo demás, y por
suerte para Aristóteles, él tampoco apuesta exclusivamente al argumento de la
función para sustentar su teoría del bienestar.42

39. Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1097b24-1098a18.


40. Williams, Bernard, Morality. An introduction to ethics. Cambridge, Cambridge University Press,
1993, p. 59.
41. Castoriadis, Cornelius, Philosophy, Politics, Autonomy. Essays in Political Philosophy, ed. David
Ames Curtis. Nueva York, Oxford University Press, 1991, p. 88.
42. Véase Everson, Stephen, «Aristotle on nature and value», en Stephen Everson (ed.), Ethics. Cam-
bridge, Cambridge University Press, 1998, y Rosler, Andrés, Political Authority and Obligation in
Aristotle. Oxford, Oxford University Press, 2005, cap. 2.

122
carl schmitt y las dos caras de la violencia política

Finalmente, el rechazo arendtiano de la violencia política tal vez se deba asi-


mismo a cierta estetización de la política. En efecto, dado que para Arendt la
política es un fin en sí mismo,43 la violencia, que es siempre un medio para un fin,
no puede ser de naturaleza política. Sin embargo, aunque Arendt tiene cierta-
mente razón acerca del carácter instrumental de la violencia, no todos comparten
la estetización arendtiana de la política. En realidad, la política, por valiosa que
fuera, además y fundamentalmente debe alcanzar ciertas metas, sin las cuales
sería una actividad puramente expresiva.44
En resumidas cuentas, la crítica arendtiana a la noción de violencia política
tiene sentido en términos normativos, pero no conceptuales. Es ciertamente de-
seable que la violencia política quede reducida al mínimo indispensable. Schmitt
está completamente de acuerdo con eso y es porque no reduce lo político a la
violencia: «la guerra no es ni la meta ni el fin o ni siquiera el contenido de la
política» y por lo tanto «lo políticamente correcto […] podría residir en la evita-
ción de la guerra».45 Pero de ahí no se sigue que sea contradictoria. En todo caso,
Schmitt habría estado de acuerdo con su discípulo Roman Schnur, en que allí
donde se calla la filosofía política de Arendt ya que para ella la violencia y la
política son incompatibles, es donde primordialmente debe hablar el jurista.46

IV. La tesis soberana

Según la tesis soberana, la violencia política es peor que la violencia criminal.


Esto se debe a que, tal como explica De Maistre, «todas las soberanías posibles
actúan necesariamente como si fueran infalibles; pues todo gobierno es absoluto;
y desde el momento en que se lo puede resistir bajo pretexto de error o de injus-
ticia, no existe más».47
Donoso Cortés ofrece una clara descripción de los presupuestos de la tesis
soberana:

No habiendo ninguna especie de bien fuera del orden, no hay nada fuera del orden que no sea un
mal, ni mal ninguno que no consista en ponerse fuera del orden; así como el orden es el bien supremo,

43. Véase Arendt, Hannah, The Human Condition, op. cit., cap. 5.
44. Véase, v.g., Elster, Jon, Sour Grapes. Studies in the Subversion of Rationality. Cambridge, Cam-
bridge University Press, pp. 98-99. Cfr. Bubner, Rüdiger, Antike Themen und ihre moderne
Verwandlung. Frankfurt a.M., Suhrkamp, 1992, p. 199.
45. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, texto de 1932, op. cit., pp. 33, 34.
46. Véase Schnur, Roman, Revolution und Weltbürgerkrieg. Studien zur Ouverture nach 1789. Ber-
lín, Duncker & Humblot, p. 124, n. 11.
47. De Maistre, Jospeh, Du Pape. Paris, Charpentier Ed., 1811, pp. 1-2.

123
andrés rosler

el desorden es el mal por excelencia; fuera del desorden no hay ningún mal, como fuera del orden no
hay bien ninguno.48

Donoso Cortés lo explica muy claramente recurriendo a la teología política: «y


seréis a manera de Dioses: ved ahí la fórmula de la primera rebelión del primer
hombre contra Dios. Desde Adán, el primer rebelde, hasta Proudhon, el último
impío, ésa es la fórmula de todas las revoluciones».49 Es por eso que Lutero
creía que

a un rebelde has de situarlo lejos, lejos del asesino o del ladrón o de cualquier otro malhechor. Un
asesino u otro malhechor dejan subsistir la cabeza y la autoridad, sólo ataca a sus miembros o a sus
bienes; incluso teme a la autoridad. […]. El rebelde, por el contrario, ataca a la cabeza misma, le ataca
su espada y su oficio.50

Kant también cree que la pretensión de actuar correctamente al desobedecer el


derecho juega en contra del rebelde ya que

Entre todas las atrocidades que conlleva un golpe de Estado por insurrección, el asesinato mismo del
monarca no es todavía lo más grave, porque cabe pensar que el pueblo lo hace por miedo de que, si
sobrevive el monarca, puede recuperarse de nuevo y hacer sentir al pueblo el castigo merecido; con
lo cual no se trataría de una disposición de la justicia penal, sino únicamente de una disposición de la
autoconservación. La ejecución formal es la que conmueve el alma imbuida de la idea del derecho
humano con un estremecimiento que se renueva tan pronto como imaginamos una escena como la
del destino de Carlos I o de Luis XVI.51

En la muy útil terminología medieval, para la tesis soberana, entonces, la vio-


lencia política cometida por los rebeldes es una infracción mala in se, es decir, se
trata de una acción mala en sí misma –y por lo tanto no es mala porque está
prohibida–,52 que pone en peligro a toda la sociedad. Como explica Hobbes, «los
crímenes que los latinos entendían por Crimina laesae Majestatis», «son críme-
nes mayores que los mismos actos cometidos en contra de hombres privados:

48. Donoso Cortes, Juan, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, ed. José Vila
Selma. Madrid, Editora Nacional, 1978, p. 195.
49. Donoso Cortés, «Discurso sobre la Dictadura», en Obras. Madrid, Tejado Ed., 1854, vol. III, p. 261.
50. Lutero, Martín, «Carta sobre el duro librito contra los campesinos», en Escritos políticos, ed.
Joaquín Abellán. Madrid, Tecnos, 1986, p. 121.
51. Kant, Immanuel, Metafísica de las costumbres, op. cit., p. 153.
52. «Traición es un delito en sí mismo [of it self], malum in se, y, por lo tanto, un delito de common
law, y alta traición es el delito más alto de common law que puede existir; y por lo tanto, no sólo el
estatuto sino la razón sin un estatuto lo hace un delito» (Hobbes, Thomas, Writings on Common Law
and Hereditary Right, eds. Alan Cromartie y Quentin Skinner. Oxford, Oxford University Press,
2005, p. 69).

124
carl schmitt y las dos caras de la violencia política

porque el daño mismo se extiende a todos».53 De ahí que «Uno de los mayores
crímenes que se pueden cometer es sin duda el atentado contra la soberanía,
ninguno tiene consecuencias más terribles».54
Es digno de ser destacado que aunque sería natural asociar la tesis soberana con
la causa monárquica, en realidad se trata de una tesis de prosapia notablemente
republicana. En efecto, Cicerón estaba convencido de que nada podía ser peor
que «cometer un crimen que disminuye [minueri] la majestad del pueblo romano
mediante la violencia».55 Luego el Imperio romano, amén de otras monarquías e
imperios, le dieron una calurosa bienvenida al régimen del delito de «majestas».
Sin embargo, la asociación con el republicanismo no se interrumpió debido a
la revolución, sino todo lo contrario, como muy bien lo notaran incluso los ad-
versarios de la revolución:

En el siglo dieciséis los revoltosos atribuyeron la soberanía a la Iglesia, es decir al pueblo. El siglo
dieciocho no hizo sino transportar esta máxima a la política; es el mismo sistema, la misma teoría,
hasta sus últimas consecuencias. ¿Qué diferencia hay entre la Iglesia de Dios, únicamente conducida
por su palabra, y la gran república una e indivisible, únicamente gobernada por las leyes y los dipu-
tados del pueblo soberano? Ninguna. Es la misma locura, habiendo solamente cambiado de época y
de nombre.56

Dado que para Schmitt el Estado es una «obra maestra de la forma europea y del
racionalismo occidental», portador «del más asombroso de todos los monopo-
lios, es decir el monopolio de la decisión política»,57 da la impresión de que
«cuando el punto de lo político es alcanzado» dentro de la unidad política o
Estado,58 la desobediencia violenta pone en cuestión o amenaza al Estado y por
lo tanto a primera vista Schmitt parece ser un firme partidario de la tesis sobe-
rana. Después de todo, a diferencia de la mera violencia criminal, la violencia
política afecta la totalidad del orden político.59

53. Hobbes, Thomas, Leviathan. 2. The English and the Latin Texts (i), ed. Noel Malcolm. Oxford,
Oxford University Press, 2012, p. 478.
54. De Maistre, Joseph, Consideraciones sobre Francia, traducción de Joaquín Poch Elío. Madrid,
Tecnos, 1990, p. 13.
55. Cicerón, Discursos contra Marco Antonio o Filípicas, ed. José Carlos Martín. Madrid, Cátedra,
2001, p. 155, traducción modificada.
56. De Maistre, Joseph, Du Pape, op. cit., pp. 3-4.
57. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, texto de 1932, op. cit., p. 10.
58. Schmitt, Carl, Verfassungslehre, op. cit., p. 170.
59. «Jamás los grandes males políticos, jamás sobre todo los ataques violentos llevados a cabo contra
el cuerpo del Estado, pueden ser prevenidos o repelidos sino por medios igualmente violentos. Éste
está en el rango de los axiomas políticos más incontestables. En todos los peligros imaginables, todo
se reduce a la fórmula romana: Videant consules, ne respublica detrimentum capiat [que los cónsules
provean a que la república no sufra detrimento alguno]. En cuanto a los medios, el mejor (excep-
tuando todo crimen) es aquel que tiene éxito. Si ustedes piensan en las severidades de Torquemada

125
andrés rosler

Tal como Schmitt la expone, la tesis soberana recomienda tratar la desobedien-


cia política en términos de un gradiente que, de menor a mayor, alcanza desde la
situación normal o judicial hasta la excepción o crisis «extrema» en la que lo
político emerge en todo su esplendor, pasando por las crisis «graves».60
La situación normal corresponde a los casos estrictamente judiciales, los cuales
son políticos por su objeto aunque no por su forma de operar,61 ya que los jueces
penales pueden intervenir en estos casos sin perder su independencia en relación
con la política. En efecto, Schmitt cree que si bien en estos casos el tipo (Tatbes-
tand) penal –como dicen los penalistas– «ya cruza hacia lo político» debido a que
contiene referencias a, por ejemplo, la seguridad y bienestar del Estado y la pro-
tección del orden constitucional, sin embargo estos casos permanecen sujetos al
«procedimiento conforme al poder judicial [justizförmig] y pierde de ese modo
su fuerza política».62
A juicio de Schmitt,

la Justicia, en la medida en que permanece Justicia, políticamente siempre llega demasiado tarde, y
tanto más tarde, cuanto más detenida y cuidadosamente, cuanto más de acuerdo con el Estado de
Derecho y la forma judicial esté estructurado el procedimiento. En el caso de indudables violaciones
de la constitución, las cuales no serán un hecho cotidiano en un Estado civilizado, esto conduce en el
caso favorable al castigo del culpable y a la indemnización de un ilícito que reside en el pasado.

Por «indudable violación de la constitución» Schmitt entiende «una contradic-


ción evidente e indudable contra las determinaciones constitucionales».63
Por el otro lado, hay casos en los cuales el desafío contra el orden político deja
de ser estrictamente criminal para convertirse en una situación de crisis, y por lo
tanto la consiguiente respuesta deja entonces de ser judicial ya que no se aplican
«las determinaciones normativas para las condiciones de normalidad».64 Estos

sin pensar en todo aquello que previnieron, ustedes cesan de razonar» (De Maistre, Joseph, Lettres à
un gentilhomme russe sur l’inquisition espagnole. Paris, Méquignon Ed., 1822, p. 8).
60. Véase Dotti, Jorge, «La cuadratura del círculo. La Constitución argentina como testimonio de la
imposible normativización de lo político», en Las vetas del texto, 2da. ed. ampliada. Buenos Aires,
Las Cuarenta, 2009, pp. 170, n. 3, 173.
61. Véase Schmitt, Carl, Verfassungslehre, op. cit., p. 134.
62. Ibidem, p. 331.
63. Schmitt, Carl, Der Hüter der Verfassung, 3ra. ed. Berlín, Duncker & Humblot, 1985, pp. 33, 45;
cf. 26-27. Huelga decir que unos años más tarde Schmitt abandonaría sus pruritos liberales en pro-
tección del acusado de delitos políticos para advertir sobre los peligros políticos de que la Constitu-
ción se convierta en algo así como una «Carta Magna de los traidores a la patria». Véase, v.g., «Der
Führer Schützt das Recht», en Positionen und Begriffe im Kampf mit Weimar-Genf-Versailles. 1923-
1939, 3ra. ed. Berlín, Duncker & Humblot, 1994, p. 228 y «Der Rechtsstaat», en Staat, Großraum,
Nomos. Arbeiten aus dem Jahren 1916-1969, ed. Günter Maschke. Berlín, Duncker & Humblot,
1995, pp. 115-116.
64. Dotti, Jorge, «La cuadratura del círculo», op. cit., p. 170, n. 3.

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carl schmitt y las dos caras de la violencia política

casos representan un «estadio intermedio entre la normalidad y la crisis extrema


[…], que las constituciones contemplan bajo los rubros de la emergencia».65
Sin embargo, convendría tener en cuenta que Schmitt cree que cierto tipo de
institucionalización «es una posibilidad mediante la cual terminar con el difícil
problema del estado de excepción», pero no detalla en qué consistiría dicha insti-
tucionalización. Quizás lo que Schmitt tiene en mente es su descripción de lo que
él llama «Estado de administración de los servicios públicos modernos», el cual
no debe permitir que la situación alcance los ribetes de un estado de excepción:

No debe esperar la crisis, que puede devenir letal, para someterla represivamente, sino que debe
prevenirla a tiempo. El estado de excepción clásico hoy aparece como algo que pasó de moda. Para
eso fueron introducidos los procedimientos legales de la efectivización de derechos fundamentales y
las declaraciones de ilegalidad de partidos.66

Finalmente, hay situaciones en las cuales lo político irrumpe, sin más, de modo
excepcional, lo cual provoca una respuesta política en el sentido estricto de la
palabra, al menos para Schmitt. Precisamente, lo que Schmitt llama acción polí-
tica en sentido estricto es lo que permite salvaguardar la Constitución –y por lo
tanto los derechos individuales que ésta consagra– de sus enemigos.67
En el caso de excepción, dice Schmitt, «se revela [offenbart] la esencia de la
autoridad estatal del modo más claro. Aquí se separa la decisión de la norma
jurídica, y (para formularlo paradójicamente) la autoridad demuestra que para
crear derecho no hace falta tener derecho».68 Conviene recordar que es precisa-
mente en aras de la protección del orden político que, según Schmitt, quien
ocupa el poder político tiene una «plusvalía política», un «premio supralegal». Si
bien «en épocas calmas y normales este premio político es relativamente calcula-
ble», «en una situación anormal [es] totalmente incalculable e imprevisible». Esta
«plusvalía política» tiene tres dimensiones: (1) determinación de conceptos im-
precisos o inexactos (como v.g. «orden y seguridad públicas», «estado de necesi-
dad», etc.), (2) presunción de legalidad de los actos estatales y (3) aplicabilidad
inmediata de las decisiones estatales. Estas tres dimensiones salen claramente a la
luz con ocasión de un estado de excepción.69

65. Ibidem, p. 173.


66. Schmitt, Carl, «Die staatsrechtliche Bedeutung der Notverordnung, insbesondere ihre Rechtsgül-
tigkeit», en Verfassungsrechtliche Aufsätze aus den Jahren 1924-1954. Materialien zu einer Verfas-
sungslehre, 4ta. ed. Berlín, Duncker & Humblot, 2003, p. 261.
67. Véase, v.g., Schmitt, Carl, Verfassungslehre, op. cit., pp. 79, 129, 144, 205, 242.
68. Schmitt, Carl, Politische Theologie. Vier Kapitel zur Lehre von der Souveränität, 5ta. ed. Berlín,
Duncker & Humblot, p. 20.
69. Véase Schmitt, Carl, Legalität und Legitimität, 4ta. ed. Berlín, Duncker & Humblot, 1988, p. 39.

127
andrés rosler

El hábitat natural de la excepción es la irrupción de enemistad en el ámbito


interno. Es precisamente la necesidad de pacificación interna la que lleva a que el
Estado tenga que determinar lo que Schmitt entiende como «la declaración del
enemigo interno del Estado». Según Schmitt todo Estado (conservador o revolu-
cionario, monárquico o democrático, antiguo o moderno) apela en diferentes
formas (implícitas o explícitas, más o menos tenues, legales o judiciales) a lo que
«el derecho político de las repúblicas griegas conocían como declaración de po-
lémios, y la romana como declaración de hostis». Esta declaración puede también
tomar la forma de una proscripción, prohibición, destierro, ostracismo, confis-
cación, prohibiciones de asamblea, exclusión de cargos públicos, estado de sitio,
declaración hors-la-loi, etc.70
El caso de los «tribunales de la Revolución» es otro claro ejemplo, ya que,
como explica Schmitt, eran

un complemento, por cierto extraordinariamente eficaz, para el caso de que la situación de las cosas
permitiese la apariencia de un proceso con forma de justicia, es decir, cuando el adversario político
era capturado y el tiempo permitía someterlo a un proceso, desde luego extremadamente sumario,
pero que significaba una justicia finalista en la que se empleaba cierto tiempo.

En este caso, «la condena misma era un medio al servicio del fin revolucionario,
haciendo inofensivos a los condenados y utilizándolos al mismo tiempo como
objeto de una “pena” que tuviese un efecto ejemplar, es decir, para la intimida-
ción y amedrentamiento del adversario».71
La actitud soberana de la revolución frente a la desobediencia política puede
ser ilustrada por el hecho de que los revolucionarios franceses eran abolicionistas
capitales y sin embargo hacían una excepción para el caso de los delitos políti-
cos.72 Durante la Revolución francesa muchos diputados, quizás el más conocido
de ellos era Robespierre, creían que aunque la pena capital no debía tener lugar
en la sociedad civil, Luis XVI presentaba una «cruel excepción a las leyes ordi-
narias» y que era «el único que podía […] recibir legítimamente» la pena de
muerte. Nicolas-Marie Quinette, miembro de la Convención, el 6 de diciembre
de 1792 claramente sacó a la luz la naturaleza agravante de los delitos políticos:
«Estoy de acuerdo con los que piensan que este castigo debe ser borrado de

70. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, texto de 1932, op. cit., pp. 46-47. Véase Schmitt, Carl,
Die Diktatur. Von den Anfängen des modernen Souveränitätsgedankens bis zum proletarischen Klas-
senkampf, 5ta. ed. Berlín, Duncker & Humblot, 1989, pp. 198-199, 204.
71. Schmitt, Carl, La Dictadura, op. cit., pp. 212-213. Véase Schmitt, Carl, Ex Captivitate Salus. Er-
fahrungen der Zeit 1945/47, 2da. ed. Berlín, Duncker & Humblot, 2002, pp. 57-58.
72. Lo mismo se aplica al marqués de Beccaria. Véase Beccaria, Cesare, De los delitos y de las penas,
ed. bilingüe al cuidado de Perfecto Andrés Ibañez. Madrid, Trotta, 2011, p. 205.

128
carl schmitt y las dos caras de la violencia política

nuestra legislación civil; pero demostraré en el futuro que debe ser reservada para
crímenes políticos, o aquellos que buscan destruir a la libertad».73 Los revolucio-
narios entonces compartían la idea de De Maistre, según la cual «Uno de los
mayores crímenes que se pueden cometer es sin duda el atentado contra la sobe-
ranía, ninguno tiene consecuencias más terribles».74 La diferencia, por supuesto,
consiste en que De Maistre les atribuía la comisión del crimen a los revoluciona-
rios franceses mismos.75
Asimismo, las repercusiones procesales de la tesis soberana son dramáticas. Tal
como nos los recuerda Sorel otra vez,

Los procesos contra los enemigos del rey fueron siempre llevados de manera excepcional; se simpli-
ficaban los procedimientos todo lo posible; se daban por suficientes pruebas mediocres, que no hu-
bieran bastado para los delitos ordinarios; se trataba de infligir castigos ejemplares y que intimidasen
profundamente.

Sorel enfatiza que el acuerdo multipartidario entre monárquicos y republicanos


subsiste, ya que lo mismo ocurrió durante la revolución:

La ley del 22 de pradial se contenta con definiciones un tanto difusas del crimen político, con el fin
de no dejar escapatoria a ningún enemigo de la Revolución; y, en lo que a pruebas respecta, son dig-
nas de la más pura tradición del Antiguo Régimen y de la Inquisición. «La prueba necesaria para
condenar a los enemigos del pueblo es cualquier clase de documento, ya sea material, moral, verbal
o escrito, que de modo natural puede lograr el asentimiento de toda persona justa y razonable. La
regla de los juicios es la conciencia de los jurados iluminados por el amor a la patria; su objetivo es el
triunfo de la República y la derrota de sus enemigos».76

La cepa revolucionaria de la tesis soberana, sin embargo, tiene ciertas caracterís-


ticas distintivas que la alejan de la monárquica. En primer lugar, el derecho apli-
cable. Dado que Luis XVI gozaba de inviolabilidad constitucional desde septiem-
bre de 1791, durante su juicio fue invocado el derecho natural o de gentes para
poder acusarlo y condenarlo. Según Saint-Just, v.g., el rey debía «ser juzgado
como enemigo, […] nosotros tenemos menos que juzgarlo que combatirlo, y […]
no estando más en el contrato que une a los franceses, las formas del procedi-
miento no están en absoluto en la ley civil, sino en la ley del derecho de gentes».77

73. Cit. en Edelstein, Dan, The Terror of Natural Right. Republicanism, the Cult of Nature, and the
French Revolution. Chicago, Chicago University Press, 2009, p. 151, n. 97.
74. De Maistre, Joseph, Consideraciones sobre Francia, op. cit., p. 13.
75. Véase ibidem, p. 6: «una revolución completamente criminal».
76. Sorel, Georges, Reflexiones sobre la violencia, op. cit., p. 161.
77. Saint-Just, «Discours sur le jugement de Louis XVI», en Oeuvres complètes. Paris, Gallimard,
2004, p. 476.

129
andrés rosler

En segundo lugar, la naturaleza jurídica de la conducta violenta de la que fue


acusado Luis XVI como tirano osciló entre un crimen y un acto bélico. Por un
lado, la conducta de Luis XVI era considerada criminal. Saint-Just, en efecto,
expresaba su preocupación de que en el futuro los seres humanos «se asombrarán
de la barbarie de un siglo en el cual tenía algo de religioso juzgar un tirano,
cuando el pueblo que tenía un tirano para juzgar lo eleva al rango de ciudadano
antes de examinar sus crímenes». Saint-Just advertía que

Se sorprenderán un día que en el siglo dieciocho se haya avanzado menos que desde los tiempos de
César: allí el tirano fue inmolado en pleno Senado, sin otras formalidades que veinticuatro puñaladas,
y sin otra ley que la libertad de Roma. ¡Y hoy se hace con respeto el proceso de un hombre asesino
de un pueblo, capturado en flagrante delito, la mano en la sangre, la mano en el crimen!78

Pero, por el otro lado, el hecho mencionado por Saint-Just según el cual no tenía
sentido llevar a juicio al rey ya que se trataba de un enemigo que debía ser muerto
en el Senado, sin más, implica que para él la cuestión no era de derecho penal sino
bélica en realidad, algo así como un «derecho penal del enemigo». Obviamente, el
sentido de tratar criminales como enemigos es que elimina la burocracia del proce-
dimiento penal de tal forma que quienes desobedecen la autoridad del Estado pue-
den ser despachados de manera más expeditiva. No hace falta acusación, juicio,
audiencias; pueden ser capturados o detenidos meramente por su pertenencia a un
grupo, no hace falta evaluar la responsabilidad individual; los enemigos son juzga-
dos –si es que lo son en absoluto– según los estándares algo más relajados del dere-
cho natural, no según el derecho positivo, y de hecho no hace falta acción alguna
para poner en marcha el dispositivo estatal sino sólo la capacidad de dañar al Estado.
En tercer lugar, la sinécdoque. En efecto, la concepción revolucionaria de la
tesis soberana no sólo cree que al rey se le debe aplicar el derecho natural y que
es un criminal en contra de o un enemigo de la revolución y/o del pueblo fran-
cés, sino que además es un criminal contra o enemigo de la humanidad en gene-
ral. El rey es puesto en compañía de tiranos, salvajes, forajidos, piratas y demás
hostes humani generis.79
De ahí que Schmitt tenga mucha razón cuando nos recuerda que la tradición
republicana, por lo menos hasta comienzos del siglo XIX, no sólo se caracteri-

78. Ibidem.
79. Véase, v.g., Edelstein, Dan, The Terror of Natural Right, op. cit., pp. 154-157. Luis XVI muy
probablemente haya sido el primer enemigo humano «de la humanidad». Tal como nos lo recuerda
John Milton, el primer «enemigo de la Humanidad» fue Satán, cuyo nombre significa, literalmente
«adversario». Véase Milton, John, Paradise Lost, ed. Scott Elledge, 2da. ed. Nueva York, Norton,
1993, p. 211. Sobre el derecho penal de lesa humanidad véase Rosler, Andrés, «“Si Ud. quiere una
garantía, compre una tostadora”: acerca del punitivismo de Lesa Humanidad», En Letra: Derecho
Penal, III, 2017, pp. 62-102.

130
carl schmitt y las dos caras de la violencia política

zaba por entender la política en términos epistémicos, por no decir liberales,


como «un intercambio de opiniones gobernado por el propósito de persuadir al
oponente mediante la argumentación de una verdad o justicia, o de dejarse ser
persuadidos de algo como verdadero y justo»,80 sino que además no era ajena a
lo político y entendía la dictadura como un «sabio descubrimiento», según el
cual el dictador era «un magistrado extraordinario» introducido luego de la abo-
lición de la monarquía, «para que en tiempos de peligro existiera un fuerte Im-
perium». Si bien originariamente fue instituida con fines militares o externos
(dictatura rei gerendae) luego se extendió como un medio para sofocar sedicio-
nes (dictatura seditionis sedandae).81 Schmitt, a su vez, distingue dos clases de
dictadura. Por un lado, la dictadura comisarial (que corresponde a la tradición
republicana), que la entiende como «exclusión», de tal forma que se delimita un
tiempo y un espacio para la libre acción de un comisario.82 La otra clase es la
dictadura soberana, que corresponde a la acción revolucionaria.
El estado de sitio, por su parte, es un «medio técnico-administrativo» utilizado
habitualmente por la Restauración para hacer frente al estado de excepción, «por
el cual todo organismo competente podía hacer lo que parecía exigible según la
situación de la cosa».83 De hecho, ya había sido empleado durante la época pos-
trevolucionaria. Por ejemplo,

Inmediatamente después de consumado el golpe de Estado del 18 Fructidor, el directorio obtuvo


para sí, es decir, sin la Asamblea Legislativa, la facultad de mettre une commune en état de siège. De
esta manera, el gobierno tenía la posibilidad de implantar el estado de sitio si lo consideraba necesa-
rio. El lugar del estado de necesidad real lo ocupa ahora el acto formal de la declaración del gobierno.
El concepto recibe un sentido político, poniéndose el procedimiento técnico militar al servicio de la
política interna.84

Es en este contexto que debemos entender la insistencia de Schmitt en que las


disposiciones constitucionales no pueden ser confundidas con la Constitución en
su totalidad,85 y que el soberano está autorizado a violar la ley y tomar medidas

80. Schmitt, Carl, Die geistesgeschichtliche Lage des heutigen Parlamentarismus, 7ma. ed. Berlín,
Duncker & Humblot, 1991, p. 9.
81. Véase Schmitt, Carl, Die Diktatur, op. cit., 16-17, n. 3. Véase además Rosler, Andrés, Razones
públicas. Seis conceptos básicos sobre la república. Buenos Aires, Katz Editores, 2016, pp. 272-282.
82. Véase Schmitt, Carl, «Die staatsrechtliche Bedeutung der Notverordnung, insbesondere ihre
Rechtsgültigkeit», op. cit., p. 261.
83. Schmitt, Carl, Die Diktatur, op. cit., p. 192.
84. Schmitt, Carl, La Dictadura, op. cit., p. 238.
85. Véase Schmitt, Carl, Verfassungslehre, op. cit., p. 11. Cf. De Maistre, Joseph, Consideraciones
sobre Francia, op. cit., p. 62: «hay […] siempre, en cada constitución, algo que no puede ser escrito y
que es necesario dejar en una nube sombría y venerable so pena de trastornar el Estado».

131
andrés rosler

excepcionales en situaciones anormales para proteger la Constitución.86 De he-


cho, es precisamente por eso que las previsiones del artículo 48 de la Constitu-
ción de Weimar contenían una bala de plata dictatorial para lidiar con los enemi-
gos de la República.87
Otro tanto se aplica a la distinción hecha por Schmitt entre la legalidad y la
legitimidad a los efectos de mantener a raya partidos inconstitucionales como el
Comunista y el Nacionalsocialista, los cuales querían aprovecharse de la neutra-
lidad «negativa» democrático-liberal para poder subvertir el orden constitucio-
nal mediante una «revolución legal».88 La metáfora que usa Schmitt para ilustrar
el punto es la de una puerta abierta por el texto de la ley constitucional que luego
podría ser cerrada por quienes la utilizan para entrar precisamente al ámbito de
la constitucionalidad. Una teoría constitucional apropiadamente política es la
que blinda la puerta constitucional ante el peligro de partidos inconstitucionales.
Quizás la distinción schmittiana entre la Constitución y la ley constitucional
salga más claramente a la luz en una de las últimas publicaciones de su vida, en
la que insistía en que «en la caótica situación del otoño-invierno de 1932/33»
había sostenido la inconstitucionalidad de la designación incluso legal de un
canciller nacionalsocialista o comunista y de la correspondiente entrega del «pre-
mio político a la ocupación legal del poder»,89 y en la que asimismo se refería
nuevamente a su distinción entre legalidad y legitimidad hecha precisamente en
dicha situación:

Soy de la opinión […] de que toda constitución conoce tales «principios» básicos que pertenecen al
«sistema» básicamente inalterable de la constitución, […], y que no es el sentido de las determinacio-
nes de la constitución sobre la reforma de la constitución abrir un procedimiento para la supresión
del sistema del ordenamiento que puede ser constituido mediante la constitución.

En otras palabras, «Cuando una constitución prevé la posibilidad de reformas de


la constitución, no quiere suministrar un método legal para la supresión de su
propia legalidad ni menos aún el medio legítimo para la destrucción de su
legitimidad».90

86. Véase ibidem, p. 107.


87. Véase ibidem, p. 111.
88. Véase Schmitt, Carl, Der Hüter der Verfassung, op. cit., pp. 112-13; Schmitt, Carl, Legalität und
Legitimität, op. cit., pp. 30-40, 60.
89. Schmitt, Carl, «Die legale Weltrevolution. Politischer Mehrwert als Prämie auf juristische Lega-
lität und Superlegalität», en Frieden oder Pazifismus? Arbeiten zum Völkerrecht und zur internatio-
nalen Politik 1924-1978, ed. Günther Maschke. Berlín, Duncker & Humblot, 2005, p. 922.
90. Schmitt, Carl, Legalität und Legitimität, op. cit., p. 61.

132
carl schmitt y las dos caras de la violencia política

V. La tesis liberal

Hasta aquí hemos visto cómo la tesis de la autonomía de lo político parece ser
hecha a medida para la defensa del orden soberano y es por eso que considera la
violencia política como más peligrosa que la criminal ya que pone en peligro
precisamente el orden político. Ahora bien, habría que recordar que como bien
dice Schmitt, todo orden constitucional implica una decisión a favor de cierta
forma política en contra de otra,91 y las formas políticas excluidas quedan de ese
modo automáticamente criminalizadas ya que por definición atentan contra el
orden constitucional existente. De ahí que sea la propia tesis de la autonomía de
lo político –que implica la simetría normativa entre los contendientes– la que
obliga a Schmitt a pronunciarse en contra de la criminalización de lo político.92
Precisamente, ésta es la intuición que subyace en parte a la tesis liberal de la
violencia política, según la cual la violencia política es preferible a su contraparte
criminal. Es por eso que el delincuente político recibe un tratamiento privile-
giado en prisión, menores condenas, la abolición de la pena de muerte, el derecho
de asilo, amnistía,93 prescripción de la acción, sin mencionar el hecho de que
ocasionalmente el delincuente político podía convertirse incluso en un patriota o
un luchador por la libertad, dependiendo de las circunstancias.
Por ejemplo, Benjamin Constant creía que en el fondo el gobierno mismo o la
sociedad son los verdaderos responsables de la violencia política. La existencia de
una conspiración prueba que «la organización política de un país en donde se
urden estas conspiraciones es defectuosa». Constant cree ciertamente que dichas
conspiraciones deben ser reprimidas,

91. Véase Schmitt, Carl, Verfassungslehre, op. cit., p. 54.


92. Cabe agregar que en lo que atañe a la neutralización de lo político, Schmitt distingue entre una
concepción «positiva» y otra «negativa». Mientras que la «negativa» precisamente niega la autonomía
de lo político, la positiva es requerida por la autonomía de lo político. Véase, v.g., Schmitt, Carl, Der
Begriff des Politischen, op. cit., p. 101.
93. En la antigua Atenas existía una ley de Solón según la cual los ciudadanos que no participaran en
una stasis o guerra civil –sin que importara el bando– eran castigados con la atimia, es decir, la pérdida
de los derechos políticos. Pero la otra cara del culto a la militancia política era asimismo la institución
de la amnistía, por lo cual en virtud de la autonomía normativa que caracteriza a las acciones políticas,
una vez terminada la guerra civil los actos políticos no solamente no eran objeto de persecución penal
sino que eran olvidados, al menos normativamente hablando. Véase, v.g., G. Agamben, La guerre
civile. Pour une théorie politique de la stasis, traducción al francés de Joël Gayraud. Paris, Points,
2015, pp. 23-24, 26-28. En Inglaterra, asimismo, según el De facto Act de 1495, bajo el reinado de
Enrique VII, ningún súbdito debía «perder derecho alguno por haber cumplido con su deber y ser-
vicio de lealtad» en caso de haber tomado partido durante la guerra civil: «Era ciertamente un prin-
cipio más sabio que la matanza más usual de los adherentes del partido derrotado» (Kantorowicz,
Ernst, The King’s Two Bodies. A Study in Medieval Political Theology. Princeton NJ, Princeton
University Press, 1957, p. 372).

133
andrés rosler

pero la sociedad no debe desplegar contra los crímenes de los que sus propios vicios son la causa sino
la severidad indispensable; ya es lo suficientemente lamentable que ella esté forzada a castigar a hom-
bres que, si ella estuviera mejor organizada, no habrían devenido culpables jamás.94

En otras palabras, quien comete un acto de violencia política, según esta visión,
es entendido como

un hombre de progreso, deseoso de mejorar las instituciones políticas de su país, teniendo intencio-
nes loables, apresurando la marcha adelantándose a la humanidad, cuya única culpa es la de querer ir
demasiado rápido y de emplear, para realizar los progresos que él ambiciona, medios irregulares,
ilegales y violentos.95

En segundo lugar, la relatividad constitutiva del delito político, el hecho de que


el delito político para el liberalismo es, para seguir con la útil terminología me-
dieval, mala prohibita, también comenzó a jugar a favor del autor de esta clase de
acciones. Por un lado, se encuentra la relatividad espacial de la noción de ene-
migo, según la cual lo que caracteriza a un buen ciudadano de un régimen podría
considerarse enemistad declarada en otro régimen: el enemigo de una nación no
tiene por qué ser el enemigo del género humano y un traidor a un país puede ser
un excelente ciudadano en otro.
Por el otro lado, la relatividad temporal. Guizot, por ejemplo, advertía que

Apenas se encontrará en la esfera de la política algún acto inocente o meritorio que no haya recibido,
en algún rincón del mundo o del tiempo, una incriminación legal. […]. En cosas tan móviles, tan
complicadas, la verdadera moralidad de las acciones no se deja así determinar absolutamente ni apri-
sionar para siempre en el texto de las leyes;…96

No es exactamente lo que Guizot tenía en mente, pero hoy sabemos, por ejem-
plo, que la huelga dejó de ser un grave acto violento y por eso dejó de ser un
delito que afectaba sustancialmente derechos constitucionales básicos como la
libertad de comercio y la propiedad privada, para convertirse en un derecho
constitucional imprescindible.
En tercer lugar, la separación conceptual entre la sociedad civil y el Estado
(y/o el gobierno) explica que el enemigo del gobierno no es necesariamente un
enemigo de la sociedad.97 Esta separación deja el lugar necesario para poner en

94. Constant, Benjamin, Principes de politiques, en Écrits politiques, ed. Marcel Gauchet. Paris, Ga-
llimard, 1997, p. 580.
95. Vidal, Georges, Cours de droit criminel et de science pénitentiaire. Paris, A. Rousseau, 1901, p.
101. Véase Dreyfus, Sophie, Généalogie du délit politique, op. cit., pp. 353, 359, 360-1, 366.
96. Guizot, François, Des conspirations et de la justicie politique. De la peine de mort en matière
politique. Paris, Fayard, 1984, pp. 117-18.
97. Véase Dreyfus, Sophie, Généalogie du délit politique, op. cit., p. 272.

134
carl schmitt y las dos caras de la violencia política

duda el monopolio de la acción política que la tesis soberana le atribuye al Es-


tado. Lentamente, lo político deja de ser monopolio del Estado y termina co-
brando vida propia, por así decir. Este fenómeno está estrechamente vinculado
con la separación moderna entre la razón u opinión de Estado y la razón u
opinión pública.
En efecto, mientras que, por ejemplo, Montaigne y Hobbes creían que la opi-
nión pública era la del Estado, en el siglo XVIII la opinión pública corresponde
a la de la sociedad civil entendida como una esfera intermedia entre el sector
privado y el Estado,98 fenómeno que ya es perceptible a comienzos del siglo XVII
en el Julio César de Shakespeare. Cuando Antonio declama justo en el centro de
la obra que está dispuesto a ser «amigo […] de todos y amarlos […] a todos» los
que mataron a César, «con la condición de la siguiente expectativa, que Uds. me
darán las razones por qué y en qué César era peligroso», Bruto quizás en un
exceso de confianza le responde: «Nuestras razones están tan llenas de buenas
consideraciones que si fueras tú, Antonio, el hijo de César, estarías satisfecho».
«De otro modo, esto sería un espectáculo salvaje».99
Y en el acto siguiente Bruto nos recuerda que César había sangrado «en aras de
la justicia» y anuncia que «razones públicas serán ofrecidas de la muerte de
César».100 La expresión «razones públicas» muestra no sólo la aspiración princi-
pista de la violencia política, sino que además indica la ambigüedad de la expre-
sión justo con ocasión del pasaje de su connotación estatal a la burguesa, por así
decir: se trata de razones públicas porque atañen al Estado y además porque se-
rán ofrecidas a la esfera pública.
En cuarto lugar, tal como lo sostiene hacia 1875 el penalista francés Joseph
Ortolan en sus Elementos de derecho penal, «la pena del delito político tendrá
siempre en su principio alguna cosa de las medidas que se aplican a un enemigo:
el legislador penal […] no debe perder de vista este carácter».101 El enemigo al que
se refiere el paradigma liberal francés, por supuesto, no es el de la guerra justa
invocada por Saint-Just, sino el enemigo regular del derecho público europeo,
que con el tiempo permitió que incluso quienes combatieran en una guerra civil
fueran comprendidos dentro del régimen de beligerancia. «El derecho interna-
cional europeo de los siglos XVIII y XIX ha desarrollado como una especie de

98. Véase Habermas, Jürgen, Strukturwandel der Öffentlichkeit. Untersuchungen zu einer Kategorie
der bürgerlichen Gesellschaft. Frankfurt, Suhrkamp, 1990, pp. 162-163; Koselleck, Reinhart, Kritik
und Krise. Eine Studie zur Pathogenese der bürgerlichen Welt. Frankfurt, Suhrkamp, 1973, p. 44.
99. Shakespeare, William, The Tragedy of Julius Caesar, en Complete Works, ed. Jonathan Bate y Eric
Rasmussen. Basingstoke, Macmillan, 2007, p. 1833.
100. Ibidem, p. 1835.
101. Ortolan, Joseph, Elements de droit penal. Paris, 4ta. ed., § 707 (énfasis agregado).

135
andrés rosler

institución jurídica el reconocimiento de los rebeldes como beligerantes, como


partido que libra una guerra [kriegführende Partei]».102 El acto del delincuente
ideológico o político entonces merecería el mismo grado de autonomía norma-
tiva concedido al acto de guerra.
En otras palabras, mientras que para la tesis soberana lo peor que le puede
suceder a un sistema político es una guerra civil y por lo tanto, como creía Mon-
taigne, «una guerra extranjera es un mal mucho más suave que la civil»,103 la tesis
liberal evidentemente cree que hay cosas peores que una guerra civil.104 Por ejem-
plo, a mediados del siglo XVIII el filósofo alemán Christoph Wolff ya había
propuesto equiparar la guerra civil con la guerra externa.105 No mucho después,
el jurista suizo Emer de Vattel seguía los pasos de Wolff distinguiendo entre la
mera rebelión, la insurrección y la guerra civil propiamente hablando. La rebe-
lión era un típico acto criminal ya que carecía de toda justificación, en la medida
en que los rebeldes estaban exclusivamente interesados en alzarse contra la auto-
ridad por fines privados y por lo tanto en salirse con la suya. La insurrección y
la guerra civil, en cambio, invocan una causa política genuina. La diferencia
consiste en que mientras que la insurrección solamente estaba interesada en re-
sistir alguna medida gubernamental particular sin cuestionar el derecho a gober-
nar del soberano, en el caso de la guerra civil la desobediencia violenta deseaba
reemplazar la autoridad soberana por otra.106 Vattel era muy claro al respecto:
«Todas las veces […] en que un partido numeroso se cree con derecho a resistir

102. Schmitt, Carl, Der Nomos der Erde. Berlín, Duncker & Humblot, 1950, p. 274.
103. De Montaigne, Michel, Les Essais, ed. Jean Balsamo, Michel Magnien y Catherine Magnien-Si-
monin. Paris, Gallimard, 2007, p. 721.
104. Algunos llegan a sostener que «La guerra civil es un don del cielo». Así de rotundo fue el liberal
español Juan Romero Alpuente en un discurso pronunciado en 1821, haciendo suya una concepción
liberadora de la guerra civil inspirada probablemente por una frase de Mably («La guerra civil es a
veces un gran bien»). Las palabras de Romero Alpuente tuvieron, como dice Armitage, un prolon-
gado eco en la política española, por lo menos hasta la Segunda República, en cuyas Cortes Consti-
tuyentes las recordó don Miguel de Unamuno en octubre de 1931: «No estoy muy lejano de aquello
que decía el viejo Romero Alpuente de que la guerra civil es un don del cielo. Hay ciertas guerras
civiles que son las que hacen la verdadera unidad de los pueblos» (Armitage, David, Civil Wars, op.
cit., p. 164).
105. Véase Di Rienzo, Eugenio, Il diritto delle armi. Guerra e politica nell’Europa moderna. Milán,
Franco Angellli, 2005, pp. 49-50. Hugo Grocio también lo había hecho pero sobre todo para justifi-
car la toma de botines durante una guerra civil. Véase Armitage, David, Civil Wars, op. cit., p. 103.
106. Véase Neff, Stephen C., War and the Law of Nations. A General History. Cambridge, Cam-
bridge University Press, 2005, 254-255. Véase Apiano, Historia Romana, traducción de Antonio
Sancho Royo. Madrid, Gredos, 1985, vol. II, p. 86: «Y por primera vez en Roma tuvo lugar un
combate entre enemigos, no bajo el aspecto de una sedición sino al son de las trompas y con enseñas,
según la costumbre de la guerra. A tal extremo de peligro arrojó a los romanos la falta de solución de
sus luchas intestinas».

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carl schmitt y las dos caras de la violencia política

al soberano y se ve en estado de ir a las armas, la guerra debe ser hecha entre ellos
de la misma manera que entre dos naciones diferentes».107
En quinto lugar, como dice Lucano, la causa victoriosa complace a los dioses.108
O como decía el protestante sir John Harington, ahijado de la reina Isabel I: «La
traición nunca prospera. ¿Cuál es la razón? Bueno, que si prospera nadie se
atreve a llamarla traición».109 En efecto, la otra cara de reconocer que detrás del
delincuente político hay un enemigo es reconocer que la performatividad tiene
mucho que ver con la distinción entre delincuente político y un patriota. Geor-
ges Vidal señalaba en este sentido que «el autor de un crimen político, que es más
un vencido que un criminal, puede devenir, como resultado de una revolución
favorable a sus ideas, el vencedor de mañana llamado a la dirección regular del
Estado y a la administración pública de su país».110 Sorel advertía exactamente lo
mismo: «el criminal de hoy puede pasar a ser el juez de mañana».111
De hecho, Menachem Begin y Yasser Arafat son ejemplos de cómo hasta terro-
ristas pueden convertirse en estadistas. No es casual entonces que los gobiernos
establecidos siempre vean las guerras civiles como rebeliones o revueltas ilegales
contra la autoridad legítima, especialmente si fracasan. Por el contrario, sobre
todo modernamente, quienes triunfan en una guerra civil suelen rememorar su
lucha exitosa describiéndola como una «revolución», la cual se supone iba a re-
emplazar las guerras civiles y sus abyectas motivaciones por algo mucho más
constructivo, esperanzador y prospectivo.112
Schmitt, por su parte, es plenamente consciente de cómo suele resolverse el
conflicto violento entre diferentes asociaciones políticas. En efecto, la idea de que
«las diferentes “asociaciones” […] pueden probarse [sich… erweisen] como las
más fuertes» denota cierta performatividad,113 y por lo tanto ex ante no hay ma-
nera de saber quién es la que toma la decisión: «Recién a partir del éxito y del
logro resulta la autoridad. No al revés. No se puede empezar con una proclama-

107. De Vattel, E., Le Droit des Gens ou Principes de la Loi Naturelle III, ed. por J. Mackintosh y M.
P. Pradier-Fodéré. Paris, Guillaumin et Companie, 1863, pp. 162-163.
108. Lucano, Farsalia, traducción de Jesús Bartolomé Gómez. Madrid, Cátedra, 2003, p. 157. Véase
Kant, Immanuel, Metafísica de las costumbres, op. cit., p. 154.
109. Véase Breight, Curt, «“Treason doth never Prosper”: “The Tempest” and the Discourse of
Treason», Shakespeare Quarterly, 41, 1990, p. 6.
110. Vidal, Georges, Cours de droit criminel et de science pénitentiaire, op. cit., p. 103.
111. Sorel, Georges, Reflexiones sobre la violencia, op. cit., p. 154.
112. Véase Armitage, David, Civil Wars, op. cit., pp. 13-14, 120.
113. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, texto de 1932, op. cit., p. 42. Véase ibidem, p. 30. Cf.
Schmitt, Carl, «Das Problem des Legalität», en Verfassungsrechtliche Aufsätze aus den Jahren 1924-
1954, op. cit., pp. 446-447).

137
andrés rosler

ción de autoridad».114 No hay que olvidarse de que el punto de Schmitt es que no


podemos resolver simplemente a priori la cuestión de dónde reside la sobera-
nía.115 Una vez que la crisis constitucional alcanza el punto de lo político, la de-
cisión en este caso soberana se comprueba decidiendo: «Soberano es quien de-
cide sobre el estado de excepción».116
Schmitt enfatiza que el carácter performativo de lo político emerge asimismo
durante el ejercicio del poder constituyente. «Con una revolución exitosa […]
existe sin más un nuevo status y eo ipso una nueva constitución».117 En otras pa-
labras, «La voluntad del pueblo de darse una constitución sólo puede ser demos-
trada a través del hecho y no a través de la observancia de un procedimiento
normativamente regulado. Ella no puede por supuesto […] ser juzgada desde
antes o a partir de las leyes constitucionales hasta entonces vigentes».118
No debería sorprendernos entonces el hecho de que Schmitt adhiera a la posi-
ción liberal respecto al delincuente político, equiparándolo con un combatiente
y de ese modo reconociéndole un estatus superior al que comete un acto de
violencia criminal. A primera vista es lo que parece querer decir Schmitt en el
Glosario, en su anotación del 28 de noviembre de 1947: «la revuelta se trans-
forma en defensa de la guerra civil, los revoltosos devienen capaces de
gobernar».119 Schmitt es plenamente consciente de que «según el comporta-
miento del enemigo declarado del Estado», esto puede ser «la señal de la guerra
civil».120 En otras palabras,

114. Schmitt, Carl, «Starker Staat und gesunde Wirtschaft», en Staat, Großraum, Nomos. Arbeiten
aus dem Jahren 1916-1969, ed. Günter Maschke. Berlín, Duncker & Humblot, 1995, pp. 84-85.
115. Véase Galli, Carlo, Genealogia della política. Carl Schmitt e la crisi del pensiero politico moderno,
2da. ed. Boloña, Il Mulino, 2010, pp. 337, 466. Cabe recordar que, a pesar de que la ley positiva otorga
claramente poderes normativos a ciertas instituciones, Schmitt cree que la ley «no dice a quién le da
autoridad» (Politische Theologie, op. cit., p. 43; cf. Über die drei Arten des rechtswissenschaftlichen
Denkens, 3ra. ed. Berlín, Duncker & Humblot, 2006, p. 14).
116. Schmitt, Carl, Politische Theologie, op. cit., p. 11. Cf. De Maistre, Joseph, Du Pape, op. cit., p.
225: «Los Papas no se meten en absoluto en los asuntos de los príncipes sabios en el ejercicio de sus
funciones, todavía menos enturbian el orden de las sucesiones soberanas, en tanto que las cosas vayan
según las reglas ordinarias y comunes; es cuando existe un gran abuso, un gran crimen o una gran
duda que el Soberano Pontífice interpone su autoridad».
117. Schmitt, Carl, Verfassungslehre, op. cit., p. 5.
118. Ibídem, p. 83.
119. Schmitt, Carl, Glossario, traducción de Petra Dal Santo. Milán, Giuffrè, 2001, p. 77. Se trata de
una paráfrasis de la Vida de Galba (XXIX.2) de Plutarco: «a la rebelión de éste [Galba], le fue con-
cedido el nombre de revolución y guerra civil, debido a que justo sucedió que dio con un hombre
hegemónico» (Plutarco, Plutarch’s Lives, edición bilingüe griego-inglés, traducción de Bernadotte
Perrin. Cambridge MA, Harvard University Press, 1926, p. 11).
120. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, texto de 1932, op. cit., p. 47.

138
carl schmitt y las dos caras de la violencia política

Si el proscrito y los que son igualmente proscritos por él, por ser sus amigos y secuaces, se oponen
en común a la ejecución, ésta puede, si es llevada adelante, alcanzar unas proporciones que la convier-
tan en guerra […]. De un proceso [judicial] ha salido una guerra totalmente justificada.121

En el Prólogo de 1962 a El concepto de lo político, Schmitt precisamente hace


referencia a la repercusión del ensayo sobre ciertas publicaciones en relación con
cuestiones tales como «delito político y el asilo político» y «la justiciabilidad de
los actos políticos y las decisiones tribunalicias reminiscentes de cuestiones
políticas»,122 pero lamentablemente no trata el tema en detalle.123 Y en 1963 le
dedica un ensayo al partisano en términos de una «observación incidental sobre
lo político», ensayo que es mencionado y puesto a la par de El concepto de lo
político precisamente en el prólogo de este último.
En efecto, «el anciano Schmitt mismo hacía un buen rato detectó lo político en
actores no-estatales –por ejemplo en el partisano– e interpretó su escrito ahora
como emancipación completa de lo político frente al Estado».124 Por ejemplo,
Schmitt habla del «compromiso político intensivo» del partisano, a diferencia
del «ladrón común y del criminal violento», incluyendo al pirata, cuyos motivos
son privados.125 Además, «el partisano necesita de una legitimidad si es que
quiere mantenerse en la esfera de lo político y no quiere simplemente hundirse
en lo criminal».126
En realidad, esta actitud liberal respecto al partisano no corresponde solamente
al «viejo Schmitt», ya que se podría decir que ya emerge en varios pasajes de El
concepto de lo político en los que Schmitt se refiere explícitamente a la emergencia
de lo político en el plano interno. Por ejemplo, en el contexto de su discusión
sobre el jus belli en el § 3 de esta obra, Schmitt explica que la «equiparación:
político=política partidaria» solamente es posible

cuando el pensamiento de una unidad política abarcadora (del «Estado»), relativizadora de todos los
partidos políticos y sus antagonismos, pierde su fuerza y consecuentemente los antagonismos inter-

121. Schmitt, Carl, La Dictadura, op. cit., p. 93.


122. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, texto de 1932, op. cit., p. 13.
123. En su Verfassungslehre, op. cit., pp. 134-138, Schmitt trata al delito político dentro del acápite
sobre la justicia política, junto con el juicio político, los desacuerdos constitucionales y los actos
políticos del gobierno. Véase, además, Schmitt, Carl, Der Hüter der Verfassung, op. cit., p. 22.
124. Schönberger, Christoph, «Der Begriff des Staates im Begriff des Politischen», en Reinhard Me-
hring (ed.), Carl Schmitt. Der Begriff des Politischen. Ein kooperativer Kommentar. Berlín, Akade-
mie Verlag, 2003, p. 24.
125. Schmitt, Carl, Theorie des Partisanen. Zwischenbemerkung zum Begriff des Politischen, 3ra. ed.
Berlín, Duncker & Humboldt, 1992, p. 21.
126. Ibidem, p. 85.

139
andrés rosler

nos del Estado alcanzan una intensidad más fuerte que el antagonismo común de la política exterior
contra otro Estado.127

Schmitt inmediatamente agrega que «cuando dentro de un Estado los antagonis-


mos políticos partidistas devienen completamente “los” antagonismos políticos,
entonces se alcanza el grado extremo de la serie “político-interna”, i.e. los agru-
pamientos amigo-enemigo internos, no los externos, son decisivos para la oposi-
ción armada». Y por si todavía quedaran dudas, Schmitt termina aplicando explí-
citamente la tesis de la autonomía de lo político al conflicto político nacional: «La
posibilidad real de la lucha, que siempre debe estar presente para que se pueda
hablar de política, en una tal “primacía de la política interna” consecuentemente
no se refiere más a la guerra entre unidades de pueblos organizados (Estados o
imperios) sino a la guerra civil».128
No debemos olvidar que la otra cara de la declaración del enemigo interno es
el reconocimiento de estatus político a la oposición violenta y por lo tanto la si-
metría normativa dentro del ámbito nacional entre el Estado y los insurgentes,
de tal forma que el enemigo interno es un genuino «enemigo político», «con
todas las consecuencias» que emanan de dicho concepto, en particular el recono-
cimiento como «partie belligérante».129
El «upgrade» normativo del insurgente como resultado del pasaje de la crimi-
nalización soberana a la politización liberal pueden ser buenas o malas noticias,
tanto para el Estado cuanto para los insurgentes, en términos del tratamiento
penal (y por lo tanto policial) o político (y por lo tanto militar) de la insurgencia.
En lo que atañe al tiempo, mientras que el castigo penal siempre mira hacia el
pasado, ya que el Estado sólo puede imponer un daño como reacción frente a un
delito debido a un acto anterior a su criminalización, en el caso de la guerra el
daño infligido bien puede anticipar la acción del enemigo. Desde un punto de
vista normativo, mientras que la imposición de un castigo penal supone una es-
tricta asimetría entre la acción y la reacción punitiva, la idea de un acto de guerra
es mucho más generosa y en general ambas partes obtienen iguales derechos de
atacarse y defenderse mutuamente. Asimismo, mientras que el enfoque penalista
se suele mover dentro del ámbito nacional, el bélico en cambio tiene como hábi-

127. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, texto de 1932, op. cit., p. 32.
128. Ibidem. Cf. Schmitt, Carl, «Politik», en Staat, Großraum, Nomos. Arbeiten aus dem Jahren
1916-1969, ed. Günter Maschke. Berlín, Duncker & Humblot, 1995, p. 134: «[cuando] el Estado está
desgarrado por las luchas de partido, según el uso del lenguaje de la vida diaria emerge la política
interna como el núcleo y contenido propio de lo político en absoluto».
129. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, texto de 1932, op. cit., p. 43. Véase, además, Schmitt,
Carl, Der Nomos der Erde, op. cit., pp. 138, 139, 275.

140
carl schmitt y las dos caras de la violencia política

tat natural el internacional.130 Desde un punto de vista institucional, el derecho


penal es más exigente que la guerra, ya que requiere una considerable actividad
por parte de los tribunales, al menos ciertas etapas procesales: procesamiento,
juicio, condena. La guerra, en comparación, es muchísimo más expeditiva. Ade-
más, la estricta asimetría normativa característica del derecho penal es acompa-
ñada por reglas muy rigurosas en lo que atañe a la asignación de responsabilidad:
sólo la responsabilidad individual puede estar sujeta a castigo. La guerra, en
cambio, suele operar con la atribución de responsabilidad colectiva.
De ahí que, como hemos visto, la declaración de hostilidad o enemistad per-
mite lidiar con la insurgencia de manera más expedita;131 su contracara, empero,
es que implica una mejoría sustantiva del estatus jurídico y fundamentalmente
político del insurgente. Una vez que se alcanza el grado máximo de intensidad
política, del agrupamiento amigo-enemigo emerge un nuevo grupo o comunidad
política «soberana», en el sentido de que cuenta con «la decisión sobre el caso
determinante [den maßgebenden Fall], incluso cuando este caso es el caso de
excepción».132 En otras palabras, una externalidad de la guerra civil consiste en la
construcción de un Estado, o «state-building» como suele decir la ciencia política
de nuestro tiempo.133
Según esta tesis, quien comete un acto de violencia política merece un recono-
cimiento a la sazón político, debido a que desea subvertir un orden político-
constitucional para reemplazarlo por otro. El delincuente político es entendido
como un combatiente que perdió la guerra. De ahí el estatus jurídico especial en
términos de no extradición, asilo, amnistía, equiparación con combatientes, etc.134
Después de todo, Schmitt es plenamente consciente de que «la ley (o el derecho)
es política solidificada, la política ley (o derecho) futuro».135

130. Cf. Armitage, David, Civil Wars, op. cit., p. 181.


131. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, texto de 1932, op. cit., p. 39. Véase Schmitt, Carl, Die
Diktatur, op. cit., p. 59.
132. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, texto de 1932, op. cit., p. 39.
133. La guerra civil puede ser vista como «un proceso de “normalización” política y administrativa,
y la construcción del Estado puede ser vista como una externalidad de la guerra civil» (Kalyvas,
Stathis, The Logic of Violence in Civil War. Cambridge, Cambridge University Press, 2006, p. 385).
134. Si los defensores del orden soberano objetaran la tesis liberal de la violencia política, quienes
defienden esta última podrían replicar lo mismo que el coro de las Euménides: «Zeus –según tus
palabras– concede mayor importancia a la muerte de un padre, pero él bien que ató al suyo, al anciano
Crono. ¿Cómo no va a haber contradicción entre esto y lo que tú dices?» (Esquilo, Tragedias, tra-
ducción y notas de B. Perea, revisión de B. Cabellos. Barcelona, Gredos, 2006, pp. 308-309).
135. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, texto de 1932, op. cit., p. 23, n. 4. Schmitt reconoce en
su obra temprana sobre la dictadura que «desde un punto de vista revolucionario la totalidad del
orden existente es designado como dictadura» y de ese modo «el concepto es transferido desde lo
jurídico-estatal [Staatrechtlichem] hacia lo político» (Schmitt, Carl, Die Diktatur, op. cit., p. xv).

141
andrés rosler

VI. El partisano y lo político

Es difícil resistir la conclusión de que Schmitt, como todo cultor de la tesis de la


autonomía de lo político, tiene una actitud ambivalente, soberana y liberal a la
vez, sobre la violencia política.
Para tratar de encontrar una solución a lo que parece ser una paradoja, conven-
dría empezar por recordar en qué consiste la tesis de la autonomía de lo político.
Dado que según el propio Schmitt todos los conceptos políticos son polémicos,
es decir, son incomprensibles «cuando no se sabe quién debe ser in concreto re-
ferido, combatido, negado o refutado mediante una palabra tal»,136 para entender
en qué consiste la tesis de la autonomía de lo político tenemos que identificar
cuáles son sus enemigos.
Su enemigo principal es la tesis que moraliza lo político, negando de este modo
su autonomía. Dicha moralización se expresa en tres grandes discursos que sue-
len implicarse mutuamente: pacifismo, cosmopolitismo y anarquismo, los cuales
no por casualidad tienen al Estado como enemigo en común, uno de los concep-
tos que más le interesaban a Schmitt. Estos tres discursos, a su vez, pueden ser
fácilmente sincronizados con las tres grandes posiciones contra las que Schmitt
luchó durante (casi) toda su vida: Versailles, Ginebra y Weimar.137
Comencemos por Versailles y el pacifismo. Para Schmitt, un «globo terráqueo
definitivamente pacificado, sería un mundo sin política».138 La moralización de lo
político en este caso consiste en rechazar como una cuestión de principio toda
forma de violencia. De ahí que, tal como hemos visto, para el pacifista la guerra
estatal –típico ejemplo de violencia política– no es sino un homicidio a gran es-
cala, ya que según el pacifismo todo ejercicio de violencia es inmoral, sin que
importe la razón por la cual es llevado a cabo. Si somos víctimas de violencia,
debemos ofrecer la otra mejilla (o lo que nos quede de ella).
A veces el pacifismo deja de ser deontológico para transformarse en conse-
cuencialista, por así decir, de tal forma que está dispuesto a usar la violencia para
obtener un estado de cosas pacificado. Sin embargo,

si la oposición pacifista contra la guerra deviniera tan fuerte que pudiera impulsar a los pacifistas a
una guerra contra los no-pacifistas, a una «guerra contra la guerra», de este modo estaría demostrado

136. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, texto de 1932, op. cit., p. 31.
137. Véase, v.g., Schmitt, Carl, Positionen und Begriffe im Kampf mit Weimar-Genf-Versailles. 1923-
1939, 3ra ed. Berlín, Duncker & Humblot, 1994, y Quatsch, Helmut, Positionen und Begriffe Carl
Schmitts, 4ta. ed. Berlín, Duncker & Humblot, 1995.
138. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, texto de 1932, op. cit., p. 35.

142
carl schmitt y las dos caras de la violencia política

que ella en verdad tiene fuerza política, porque ella es lo suficiente fuerte como para agrupar a los
seres humanos en amigos y enemigos.139

Salta a la vista, sin embargo, que este pacifismo consecuencialista ha dejado de


moralizar lo político y por lo tanto ha dejado de ser pacifista en sentido estricto.
En todo caso, esta clase de moralización –ingenua o hipócrita según el caso– es
la peor de las politizaciones ya que permite que actuemos violentamente al ser-
vicio de causas morales cuando en el fondo lo que estamos haciendo es perseguir
nuestros propios objetivos políticos.
Además, tal como lo indica el título de un breve artículo de Carl Schmitt
(«¿Paz o pacifismo?»), el pacifismo es incapaz de lograr su cometido. En el caso
particular del así llamado «Tratado de Paz» de Versailles, no fue «ni un tratado
ni fue de paz».140 No es un tratado porque se trató de un Diktat, un dictado o
imposición. Y no logró la paz ya que con sus mismas imposiciones (indemniza-
ciones, desmilitarización unilateral, etc.) lo que produjo fue discordia o falta de
paz (Unfrieden).141 Dado que la paz es un concepto político, no moral, por lo
tanto solamente se puede alcanzar la paz con el enemigo, jamás sin él.142
Por otro lado, el régimen de la guerra justa tampoco es pacifista ya que en lugar
de ofrecer la otra mejilla defiende una teoría de la violencia justa. Ahora bien,
pedirle «a un pueblo políticamente unido que libre una guerra solamente a partir
de un motivo justo» es o bien evidente y por lo tanto redundante ya que según
Schmitt toda guerra se libra contra un «enemigo real», o bien contraproducente
ya que «tras ello se oculta la ambición política de poner en otras manos la dispo-
sición sobre el jus belli y de encontrar normas de justicia sobre cuyo contenido
y aplicación en el caso concreto no decide el Estado mismo, sino algún tercero,
que de este modo determina quién es el enemigo».143 Salta a la vista que Schmitt
está hablando de Versailles como una forma de quitarle a Alemania la posibilidad

139. Ibidem, pp. 36-37.


140. El Tratado de Paz de Versailles parece ser ideal para el programa de Linda Richman. En efecto,
los lectores iniciados recordarán al personaje de Mike Myers que a principio de los años noventa
conducía el programa de TV «Coffee Talk», dentro del programa de TV «Saturday Night Live» de
NBC. Linda Richman, el personaje de Mike Myers, era una conductora de TV que parodiaba a la
suegra de Mike Myers y que cuando hablaba de Barbara Streisand se emocionaba tanto (quedaba
«verklempt») que no podía hablar, y por eso entretenía a su público proponiéndoles temas de discu-
sión cuya estructura típica era: «XY (v.g., la guerra fría): no es X (guerra) ni Y (fría). Discutan».
141. Véase Schmitt, Carl, «Nationalsozialismus und Völkerrecht», in Frieden oder Pazifismus? Ar-
beiten zum Völkerrecht und zur internationalen Politik 1924-1978, ed. Günther Maschke. Berlín,
Duncker & Humblot, 2005, p. 396.
142. Véase Freund, Julien, L’essence du politique, 3ra. ed. Paris, Dalloz, 2004, p. 632.
143. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, texto de 1932, op. cit., p. 50.

143
andrés rosler

de determinar quién es su enemigo y de poner dicha decisión en manos de Gine-


bra o la Liga de las Naciones, es decir, de Gran Bretaña y de Francia.
Hablando de Ginebra, para Schmitt no era sino la continuación de Versalles
por otros medios,144 «un instrumento para la defensa del triunfador de Versalles
y la legalización de su botín».145 Pasemos entonces al segundo discurso que mo-
raliza lo político, a saber, el cosmopolitismo. Según el cosmopolitismo en sentido
estricto, tenemos buenas razones para abogar por una única comunidad política
all-inclusive que abarque a todos los seres humanos por igual y por el solo hecho
de ser tales. Éste parece ser el hábitat natural de lo que a partir de Hegel se suele
denominar como moralidad, la cual se ocupa precisamente de nuestras relaciones
con todos los seres humanos en tanto que tales. Lo que caracteriza a la moralidad
es su respeto irrestricto por la igualdad. El accidente de haber nacido en un país
o en otro no puede tener relevancia normativa.
En cambio, Schmitt insiste una y otra vez en que «del concepto […] de lo po-
lítico se sigue el pluralismo del mundo de los Estados».146 El título de la sección
6 del ensayo El concepto de lo político reza precisamente: «El mundo no es una
unidad política sino un pluriverso político».147 Y en dicha sección aparece una
paráfrasis que Schmitt hace de Proudhon, aunque Schmitt la presenta como una
cita textual: «El que dice Humanidad, quiere engañar».148 La objeción fundamen-
tal de Schmitt al universalismo político consiste en que en el fondo dicho univer-
salismo es falso. Toda organización cosmopolita tiende a convertirse en una si-
nécdoque en la cual cierta comunidad política particular termina aprovechando
la representación de un universal para satisfacer sus propios intereses.
Eso es exactamente lo que sucedió con la Liga de las Naciones y las naciones
triunfadoras en la Primera Guerra Mundial. De ahí que la «juridificación» del
status quo de Versailles consagrada por la Liga de las Naciones impide la formu-
lación de la pregunta acerca de si es moral o políticamente aceptable el nuevo
orden mundial.149 Peor aún, todo aquel que mostrara su insatisfacción con el
nuevo orden de cosas sería considerado un criminal o un enemigo, no solamente

144. Véase Schmitt, Carl, Die Kernfrage des Völkerbundes [1924], en Frieden oder Pazifismus? Ar-
beiten zum Völkerrecht und zur internationalen Politik 1924-1978, ed. Günther Maschke. Berlín,
Duncker & Humblot, 2005, pp. 7-8.
145. Schmitt, Carl, Die Kernfrage des Völkerbundes [1926], en Frieden oder Pazifismus? Arbeiten
zum Völkerrecht und zur internationalen Politik 1924-1978, ed. Günther Maschke. Berlín, Duncker
& Humblot, 2005, p. 97.
146. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, texto de 1932, op. cit., p. 54.
147. Ibidem, p. 7.
148. Ibidem, p. 55. Véase Dotti, Jorge, «Notas complementarias» [a Carl Schmitt, Ética del Estado y
Estado pluralista], Deus Mortalis, X, 2011-2012, p. 508.
149. Schmitt, Carl, Die Kernfrage des Völkerbundes [1926], en Frieden oder Pazifismus?, op. cit., p. 100.

144
carl schmitt y las dos caras de la violencia política

de un país en particular sino de toda la Humanidad. Para evitar esto hace falta
encontrar «un principio de legitimidad que ni sancione eternamente el status quo,
ni le confiera las modificaciones inevitables al accidente de la constelación polí-
tica y de la falta de consideración de los más fuertes».150
Finalmente, si bien Schmitt es un partidario del pluralismo internacional, es un
férreo opositor a la idea del pluralismo interno típico de la Constitución de Wei-
mar, el cual conduce necesariamente a la guerra civil. En otras palabras, Schmitt
defiende el anarquismo –entendido como la falta de autoridad– internacional,
pero no el interno. En efecto, si bien Schmitt hace hincapié en el conflicto, no
debemos olvidar que «la distinción amigo y enemigo tiene el sentido de señalar
el grado extremo de intensidad de una unión o de una separación, de una asocia-
ción o una disociación».151 Entendido correctamente, «lo político designa sola-
mente el grado de intensidad de una unidad».152 Modernamente, la unión o aso-
ciación política por antonomasia es el Estado. El Estado, sin embargo, «es puesto
en cuestión por el pluralismo»,153 ya que es entendido como una asociación más,
una asociación entre otras que forman parte del menú que tienen los individuos
para elegir en caso de que sus identidades entren en conflicto.
De este modo, el pluralismo de autores ingleses como Cole y Laski queda
«atascado en un individualismo liberal» ya que «todas las cuestiones y los con-
flictos son decididos a partir del individuo».154 Desde el punto de vista del plura-
lismo «el Estado se vuelve así un [mero] agrupamiento social o una asociación
que, en el mejor de los casos, está junto a las otras asociaciones, pero en ningún
caso por encima de ellas». La ética estatal no es la eticidad hegeliana, sino una
ética particular junto a otras: existe una ética

de la iglesia, del estamento, del sindicato, de la familia, de la asociación, de la oficina y del comercio,
y otras similares. Para estos conjuntos de obligaciones, para la «pluralidad de lealtades» no hay
ninguna «jerarquía de obligaciones», ningún principio de jerarquización vertical cuyo criterio sea
incondicionado.155

En el fondo, el pluralismo es «una ética de la guerra civil».156

150. Ibidem, pp. 109-110.


151. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, texto de 1932, op. cit., p. 27 (énfasis agregado).
152. Schmitt, Carl, «Staatsethik und pluralistischer Staat», en Positionen und Begriffe im Kampf mit
Weimar-Genf-Versailles. 1923-1939, 3ra. ed. Berlín, Duncker & Humblot, 1994, pp. 159-60.
153. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, texto de 1932, op. cit., p. 7.
154. Ibidem, p. 45.
155. Schmitt, Carl, «Ética del Estado y Ética pluralista», traducción y notas de Jorge Dotti, Deus
Mortalis, X, 2011-2012, p. 293.
156. Schmitt, Carl, «Staatsethik und pluralistischer Staat», en Positionen und Begriffe, op. cit., pp.
164-165.

145
andrés rosler

Tal vez sea Hobbes quien más claramente describa el anarquismo que subyace
al pensamiento pluralista: «o bien no obedecen, o bien obedecen según su pro-
pio juicio, esto es, se obedecen a sí mismos, no al Estado».157 Obedecer según el
propio juicio equivale a no obedecer ya que en tal caso actuamos conforme a o
de acuerdo con la autoridad pero jamás porque la autoridad lo exige. Además,
Schmitt no cree que sean los individuos quienes deciden efectivamente si van a
obedecer o no: «El pluralismo social en oposición a la unidad estatal no significa
otra cosa que el conflicto entre los deberes sociales quede abandonado a la deci-
sión de los grupos sociales. Esto significa entonces la soberanía de los grupos
sociales, pero no libertad y autonomía de los individuos particulares».158
Estas advertencias de Schmitt sobre el pluralismo interno cobraban particular
vigencia en el contexto de una sociedad como la alemana de la segunda década
del siglo XX, es decir, luego de la Primera Guerra Mundial, atravesada por mo-
vimientos de masa, revoluciones, etc. Precisamente, una de las varias críticas que
Schmitt le hace a la Constitución de Weimar es la de haber provocado o en todo
caso tolerado el pluralismo interno llevado hasta el paroxismo en el conflicto de
lealtades provocado tanto por el nazismo cuanto por el comunismo, ideologías
ambas enemigas del Estado ya que deseaban o bien eliminarlo o bien transfor-
marlo en una sinécdoque de un partido.
En efecto, el pluralismo interno en sentido estricto no solamente tiende al anar-
quismo, sino que además comete una sinécdoque al igual que el cosmopolitismo:
«es un engaño peligroso, cuando algunos grupos sociales persiguen sus intereses
especiales y se identifican injustificadamente con el Estado. Entonces el nombre
del Estado sirve solamente a la opresión política y a la privación de derechos».159
Convendría recordar que la tesis de la autonomía de lo político de Schmitt no
se apoya solamente en una metafísica, sino en una antropología, por no decir una
teoría de la naturaleza humana. El punto de Schmitt es que la moralización de lo
político va en contra de la realidad, y si realmente deseamos mantener la violen-
cia, la exclusión e incluso la autoridad dentro de límites razonables, debemos ser
conscientes de que el pacifismo, el cosmopolitismo y el anarquismo no son tanto
indeseables como imposibles: «En un mundo bueno bajo seres humanos buenos
domina naturalmente solamente la paz, la seguridad y la armonía de todos con
todos; los sacerdotes y los teólogos son aquí tan superfluos como los políticos y
los estadistas».160

157. Hobbes, Thomas, Elementos filosóficos, op. cit., p. 246.


158. Schmitt, Carl, «Staatsethik und pluralistischer Staat», en Positionen und Begriffe, op. cit., p. 157.
159. Ibidem, p. 162.
160. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, texto de 1932, op. cit., p. 64.

146
carl schmitt y las dos caras de la violencia política

Puede ser que lo político corresponda a un «resto atávico de épocas bárbaras»,


pero en todo caso no tiene sentido esperar que «un día desaparezca de la tierra»
y mucho menos «por razones educativas […] fingir que no existen más los ene-
migos». No se trata entonces de «ficciones y normatividades», sino de una des-
cripción de la realidad.161 La pretensión científica del concepto que propone
Schmitt evoca entonces lo que dice Spinoza al comienzo de su Tractatus Politicus:
«me he esforzado diligentemente por no reírme de las acciones humanas, no la-
mentarlas, no detestarlas, sino por entenderlas». Esto le permite a Schmitt basar
su teoría política en una psicología realista o una antropología «pesimista».162 El
punto de Schmitt es que no tiene sentido razonar políticamente sin tener en
cuenta la realidad, sobre todo si deseamos transformarla.
Quienes por el contrario parten de una antropología idealizada se oponen al
«conocimiento y la descripción claras de fenómenos y verdades políticas».163 En
efecto, es típico de quienes creen en la «bondad» natural de los seres humanos
abogar por la combinación de pacifismo, cosmopolitismo y anarquismo: «El
radicalismo hostil al Estado crece en el mismo grado que la creencia en la bondad
radical de la naturaleza humana».164 Cuando estos discursos perciben sin em-
bargo que su proyecto no puede ser llevado a la práctica sin administrar dosis
considerables de violencia, nacionalismo y autoridad (por no decir dictadura),
justifican semejantes dosis porque (a) a pesar de la bondad natural la maldad se
muestra mucho más resiliente de lo que se suponía, y (b) se trata de la última vez
en que serán suministradas, con los resultados que todos conocemos.
Cabe recordar que si bien Schmitt se aleja del punto de partida de la bondad
humana natural, no por eso suscribe en rigor el axioma de la maldad natural, ya
que esto último equivaldría a moralizar lo político, lo cual le está expresamente
vedado por la tesis de la autonomía. Schmitt prefiere hablar de «peligrosidad» o
de «malo» como no pacificado:165 «todas las teorías políticas genuinas presupo-
nen que el ser humano es “malo”, es decir, de ningún modo como aproblemático,
sino como una esencia “peligrosa” y dinámica».166
Habiendo visto en qué consiste la autonomía de lo político no podría sorpren-
dernos el hecho de que la tesis que hemos denominado «liberal» –dispuesta a
reconocer estatus político incluso al que combate en una guerra civil contra el
Estado– tiene un límite: sólo alcanza a quienes están interesados en ejercer la

161. Ibidem, p. 28.


162. Véase ibidem, p. 63.
163. Ibidem, p. 65.
164. Ibidem, p. 61.
165. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, texto de 1933, op. cit., p. 41.
166. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, texto de 1932, op. cit., p. 61.

147
andrés rosler

responsabilidad de lo político, en formar una comunidad política, y por lo tanto


excluye a los anarquistas, quienes sólo quieren destruir la autoridad en sí.167
Quien entonces comete actos de violencia política en aras de instituir su propio
Estado, en lugar de concebir la idea de una revolución permanente capaz de des-
hacerse de toda autoridad política, es consciente de que, como dice Julien Freund
–reconocido discípulo de Schmitt–,

la revuelta propiamente política es siempre provisoria, […], puesto que ella debe cesar en principio
con la desaparición de lo que ella considera como abusos, injusticias, anacronismos y privilegios,
contrariamente a la revuelta nihilista que se afirma como protesta permanente. […]. No existe enton-
ces desobediencia alguna que podría liberarnos definitivamente de lo político.168

Para decirlo en pocas palabras, «si hay revoluciones políticas, no hay revolución
en lo político».169
En efecto, los mismos liberales que suscribían la superioridad moral del delito
principista distinguieron entre el delito político y lo que llamaban «delitos anti-
sociales». Juristas como Franz Lieber, que creían representar a la conciencia legal
o jurídica del mundo civilizado, defendían el voto universal, el constituciona-
lismo social y el Estado de derecho, pero no dudaron en apelar a «la represión
para defender su liberalismo aristocrático».170 Para 1869, por otro lado, Fedor
Martens, el famoso profesor y diplomático ruso-báltico, argumentaba en el Ins-
titut de Droit International que los tiempos habían cambiado. Mientras que el
número de refugiados políticos «reales» había disminuido, el número de «crimi-
nales» políticos se había incrementado, y por esto último entendía: miembros de
la Comuna, nihilistas, socialistas, todos los que a través del homicidio y del in-
cendio provocado o estrago deseaban anarquía y celebraban los «instintos bes-
tiales del hombre».171
En este mismo sentido, en 1879 el Instituto de Derecho Internacional adoptó
una resolución según la cual los Estados podían ejercer jurisdicción penal extra-
territorial en caso de actos cometidos en cualquier lado por cualquiera, si tales
actos eran ataques en contra de «la existencia social del Estado» o ponían en
peligro su seguridad. De este modo, anarquismo y comunismo constituían crí-
menes contra todos los Estados, los nuevos enemigos de o criminales contra la

167. Véase, v.g., Schmitt, Carl, Die Diktatur, op. cit., p. 171, y Sorel, Georges, Reflexiones sobre la
violencia, op. cit., pp. 79-80, 165.
168. Freund, Julien, L’essence du politique, op. cit., pp. 175-176.
169. Ibidem, p. ix.
170. Koskenniemi, Martti, The Gentle Civilizer of Nations. The Rise and Fall of International Law
1870-1960. Cambridge, Cambridge University Press, 2001, p. 69.
171. Ibidem.

148
carl schmitt y las dos caras de la violencia política

humanidad. En otras palabras, la aparición del anarquismo sobre el escenario


político sacó a relucir una premisa soberana implícita en la tesis liberal: cuando
el delito ideológico pone en peligro al Estado y/o la propiedad privada, es mucho
peor que su contraparte común.
Alguien podría objetar que el partisano no parece satisfacer los requisitos de la
autonomía de lo político. O mejor dicho, no todo partisano está en condiciones
de cumplir con dichos estándares, sobre todo si nos concentramos en el partisano
de izquierda interesado en llevar a cabo una revolución que se deshará del Es-
tado, establecerá un régimen cosmopolita y finalmente gracias a la marcha inexo-
rable de la Historia hacia el progreso, al final del recorrido, la Humanidad se
reconciliará consigo misma ya que desaparecerán la enemistad y la violencia.172
Sin embargo, en primer lugar, habría que recordar que incluso el partisano de
izquierda que Schmitt tiene en mente es bastante particularista y por lo tanto se
mantiene en guardia contra el cosmopolitismo. Todo partisano entonces tiene
cierta «conexión con el suelo, con la población autóctona y la idiosincrasia geo-
gráfica de la tierra».173 La esencia del partisano cambia significativamente «cuando
él se identifica con la agresividad absoluta de un revolucionario mundial o de una
ideología tecnicista». Es por eso que para Schmitt es muy importante distinguir
entre la «limitación de la enemistad» del partisano, que es eminentemente defen-
siva, y «la pretensión absoluta de una justicia abstracta».174 La segunda hace que
«el defensor autóctono del suelo patrio», con su «fuerza elemental y telúrica»

172. A este respecto es bastante ilustrativo el diálogo que tuvo Julien Freund con su primer director
de tesis, Jean Hyppolite, un destacado especialista en la obra de Hegel y de Marx. Hyppolite era un
típico pensador de izquierda, convencido de la moralización de lo político y por lo tanto cultor de la
trilogía anarco-cosmo-pacifismo. No es de extrañar entonces que después de haber leído las primeras
páginas del manuscrito de la tesis de Freund, Hyppolite le dijera al joven tesista: «Yo soy socialista y
pacifista. Yo no puedo dirigir en la Sorbona una tesis en la cual se declara “No hay política donde no
haya un enemigo”». Cuando Freund le explicó que no podía cambiar el nervio central de su tesis, lo
cual era el fruto no solamente de su reflexión sino de sus propias vivencias, Hyppolite le espetó:
«Entonces le hace falta buscar otro director de tesis». Freund quiso que Hyppolite fuera miembro
del jurado a pesar de que no quiso dirigirlo. Durante la defensa Hyppolite fue otra vez a la carga:
«Queda la categoría de amigo-enemigo definiendo la política. Si Ud. tuviera verdaderamente razón,
no me queda otra que cultivar mi jardín». La respuesta de Freund muy fue reveladora: «Yo creo que
Ud. está a punto de cometer un […] error, pues Ud. piensa, como todos los pacifistas, que es Ud. el
que designa al enemigo. Ud. razona que desde el momento en que no queremos enemigos, nosotros
no los tendremos más. Ahora bien, es el enemigo el que lo designa a Ud. Y si él quiere que Ud. sea
su enemigo, Ud. puede hacerle las más bellas manifestaciones de amistad. Pero Ud. es su enemigo
desde el momento en que él quiera que Ud. lo sea. Y él mismo le impedirá cultivar su jardín». A lo
cual Hyppolite le respondió: «Resultado: no me queda otra que suicidarme». Véase Taguieff, Pierre-
André, «Postface», en Julien Freund, L’essence du politique, op. cit., pp. 831, 854-855,
173. Schmitt, Carl, Theorie des Partisanen, op. cit., p. 26.
174. Ibidem, p. 26.

149
andrés rosler

que reacciona contra la invasión foránea, devenga parte de una «conducción in-
ternacional y supranacional», que apoya al partisano pero «solamente en interés
propio de metas totalmente diferentes, mundialmente agresivas. Así «el partisano
cesa entonces de ser esencialmente defensivo. Él deviene una herramienta mani-
pulada de la agresividad revolucionaria mundial».175
En segundo lugar, precisamente, debemos recordar que, tal como dice Schmitt
al comienzo de su ensayo sobre el partisano, «El punto de partida para nuestras
reflexiones sobre el problema del partisano es la guerra de guerrilla que el pueblo
español libró en los años 1808 a 1813 contra el ejército de un conquistador
foráneo».176 El desarrollo de la teoría del partisano lo lleva a Schmitt hasta la
Prusia invadida por el mismo enemigo, a saber, Napoleón, particularmente al
edicto prusiano del 21 de abril de 1813 sobre la milicia territorial –literalmente
una tempestad de la tierra (Landsturm)–, basado en el «Reglamento de Partidas
y Cuadrillas» del 28 de diciembre de 1808 y en el decreto de «Corso Terrestre»
del 17 de abril de 1809, ambos españoles.
Según el edicto prusiano, todo ciudadano tenía la obligación de repeler al inva-
sor con armas de toda clase y de desobedecer al enemigo en todo.177 Se trata de
una verdadera «Carta Magna» del partisano. Si bien las aguas del Aqueronte en
Prusia se aquietaron poco después,178 ya que la vigencia del edicto fue de sola-
mente tres meses,179 es suficiente para darnos una idea de que si bien el concepto
de partisano tiene potencial revolucionario, no tiene por qué estar vinculado
necesariamente con la negación de la autonomía de lo político, esto es, con el
anarquismo, el cosmopolitismo y el pacifismo.
La trayectoria del partisano, de hecho, pasa por Clausewitz, Bismarck, Lenin
y Mao, entre otros,180 pero termina con Raoul Salan. En efecto,

es impresionante la analogía entre los oficiales del estado mayor prusiano de los años 1808-1813 in-
fluidos por la guerra española de guerrilla y los miembros del estado mayor francés de los años 1950-
1960 que habían experimentado la guerra partisana moderna en Indochina y Algeria.181

Schmitt enfatiza que el «desarrollo consecuente» de la teoría del partisano «se


corporeiza en un impactante caso concreto de los últimos años antes bien a través

175. Ibidem, p. 77.


176. Ibidem, 11.
177. Ibidem, p. 47.
178. Bismarck propone «mover el aqueronte» contra la monarquía Habsburgo y la Francia bonapar-
tista. Véase ibidem, p. 45.
179. Véase ibidem, p. 48.
180. Véase ibidem, pp. 52-65.
181. Ibidem, pp. 67-68.

150
carl schmitt y las dos caras de la violencia política

de un general que a través de un oficial comandante, a saber en el destino del


general Raoul Salan. Él es […] la figura más importante en este contexto para
nosotros»,182 ya que se trata de una «aparición instructiva y sintomática del último
estadio» del partisano.183
En efecto, en Salan

se encuentran y entrecruzan las experiencias y los efectos de las guerras de los ejércitos regulares, de
la guerra colonial, de la guerra civil y de la lucha partisana. Salan ha pensado hasta el final todas estas
experiencias, en la lógica forzosa de la vieja frase, que se debe combatir al partisano solamente de
modo partisano.184

Esto se debe a que

En la posición expuesta del general se ha revelado un conflicto existencial: el conflicto decisivo para
el conocimiento del problema del partisano, que debe emerger cuando el soldado combatiente regu-
lar no sólo ocasionalmente sino permanentemente, en una guerra ocasionada para eso, debe sostener
una lucha contra un enemigo que es un combatiente básicamente revolucionario e irregular.185

Schmitt explica que Salan, quien era un «republicano de izquierda»,186 se vio


«amargamente decepcionado en su esperanza de que De Gaulle defendería in-
condicionalmente la soberanía territorial de Francia sobre Algeria garantizada en
la Constitución». Como resultado, se convirtió en jefe de la OAS (Organización
del Ejército Secreto), la cual llevó a cabo «actos terroristas tanto contra el ene-
migo argelino cuanto contra la población civil, tanto en Algeria como en Francia
mismo».187 Al igual entonces que el partisano español, Salan se vio obligado a
desobedecer a su propio gobierno legítimo e incluso a declararle la guerra civil,188
ya que dicho gobierno no sabía «quién era el enemigo real».189
En conclusión, Salan, como verdadero partisano, sigue la lógica de lo político
en términos de la distinción amigo-enemigo hasta el final, incluso al precio de
desobedecer la legalidad de su propio gobierno. Pero en lugar de ir contra la
autonomía de lo político en aras de un discurso anarquista, cosmopolita y paci-
fista, propone una «nueva legalidad»,190 con su propio orden político particular y

182. Ibidem, p. 66 (énfasis agregado). Le agradezco enormemente a Jorge Dotti por haber llamado
mi atención sobre este punto.
183. Ibidem, p. 83.
184. Ibidem, p. 83.
185. Ibidem, p. 66.
186. Ibidem, p. 68.
187. Ibidem, p. 67.
188. Ibidem, p. 83.
189. Ibidem, p. 14.
190. Ibidem, p. 87.

151
andrés rosler

ocasionalmente violento. Esta clase de propuesta partisana y su consiguiente


dosis de violencia política se mantienen claramente dentro de los límites de lo
político, evitando de este modo la paradoja de la violencia política.

Universidad de Buenos Aires


conicet

152
Schmitt lector Miguel Saralegui

de Cossio y Borges*

1. La importancia de Latinoamérica en la obra de Schmitt

El peso que Latinoamérica posee en la obra de Carl Schmitt merece atención


monográfica. A pesar de que desde hace varias décadas los estudiosos latinoame-
ricanos han prestado un continuo interés por su pensamiento político, apenas se
han detenido a analizar la manera como temas y problemas latinoamericanos se
introducen en sus obras. Si existen trabajos notables sobre la difusión de sus
ideas en Latinoamérica, apenas se ha escrito sobre el peso de cuestiones latinoa-
mericanas en la obra de Schmitt.1 Si siempre será posible encontrar una nueva
perspectiva desde la que contemplar el polifacético corpus de este autor, los te-
mas latinoamericanos poseen algo más que un peso circunstancial. Una mono-
grafía que estudiase de modo completo y coherente las referencias y los temas
latinoamericanos ofrecería una luz interesante sobre, al menos, tres temas funda-
mentales de la obra de Schmitt.
En primer lugar, aclararía la historia y el concepto que Schmitt forja del impe-
rialismo moderno. Sobre todo, en textos reunidos en Posiciones y conceptos,
especialmente «El imperialismo moderno en el derecho internacional» Schmitt
recurre a formas constitucionales centroamericanas para explicar las caracterís-

* Agradezco al profesor Reinhard Mehring su ayuda para la traducción al castellano de las anotacio-
nes manuscritas. Este escrito se inscribe en el proyecto FONDECYT 11140310: «Entre la tragedia
de la cultura y la politización: la filosofía de la técnica de Carl Schmitt». Contacto: miguelsaralegui@
gmail.com.
1. Dotti, J., Carl Schmitt en la Argentina. Homo Sapiens, Rosario, 2000.

Deus Mortalis, nº 12, 2018, pp. 153-171


miguel saralegui

ticas de la tercera etapa del imperialismo, la ejercida por los Estados Unidos.2 La
figura constitucional paradigmática de este nuevo imperialismo sería la de los
controles [Kontrolle], última etapa, tras las colonias y los protectorados, de una
forma política intermedia, ni puramente soberana ni absolutamente súbdita.
Este tipo de constitución expresa de modo paradigmático el refinamiento cons-
titucional del tercer imperialismo: la combinación entre un completo reconoci-
miento de jure de la soberanía y una amplísima influencia de facto del imperio,
sobre todo en cuestiones económicas. Los Estados Unidos ejercen estos contro-
les sobre Cuba, Haití, Santo Domingo y Panamá. A pesar de que formalmente
se trataría de Estados plenamente independientes, sus leyes políticas admiten la
tutela de los Estados Unidos. De hecho, la relevancia de estos países para la
descripción de las relaciones internacionales en el periodo de entreguerras es
difícil de exagerar: serían ellos los responsables de que la relación de Estados
Unidos con Europa fuese de «ausencia y presencia», debido a que estos países
contarían con voto en la Sociedad de Naciones. Estas variaciones constituciona-
les suponen el complemento histórico y concreto del principio de la absoluta
plasticidad de las formas políticas establecido en El concepto de lo político: «To-
das las innumerables modificaciones y vuelcos de la historia y de la evolución
humanas han hecho surgir nuevas formas y nuevas dimensiones de la agrupa-
ción política, han aniquilado viejas construcciones políticas».3
En segundo lugar, sería necesario estudiar si los autores latinoamericanos que
Schmitt cita en el Nomos lo influyen en su concepción del derecho internacional y
las relaciones internacionales. En el epígrafe «La disolución del ius publicum euro-
paeum (1890-1918)», Schmitt cita de modo positivo a Carlos Calvo y a Alejandro
Álvarez. Carlos Calvo (1824-1906) es un diplomático y jurista argentino, autor de
un importante manual: Derecho Internacional teórico y práctico de Europa y Amé-
rica (1863), donde se expone la famosa doctrina Calvo, según la cual los pleitos de
los extranjeros debían ser resueltos por los tribunales locales, de tal modo que no
fuese necesaria la intervención diplomática. Esta cláusula buscaba evitar la injeren-
cia de los países poderosos en los menos poderosos, por lo que es natural que
Schmitt, siempre sensible a la historia y los efectos del imperialismo, le prestara
atención. En principio, la relación de Schmitt con la doctrina Calvo es equívoca,
pues si no aprueba la injerencia de Estados Unidos en cuestiones europeas, es mu-
cho más laxo a la hora de evaluar la influencia sobre los países latinoamericanos.

2. Aunque no existe una traducción completa de Posiciones y conceptos, existe una versión española
de este texto: Schmitt, C., «El imperialismo moderno en el Derecho internacional», en H. O. Aguilar,
Carl Schmitt, teólogo de la política. FCE, México DF, 2001, pp. 95-113.
3. Schmitt, C., El concepto de lo político. Alianza, Madrid, 2004, p. 75.

154
schmitt lector de cossio y borges

Schmitt también cita de modo especialmente positivo otra obra de un jurista


latinoamericano, Le Droit international américain de Alejandro Álvarez (1868-
1960). Se trata de un jurista chileno, quien también ejerció como diplomático y
llegó a ser miembro permanente de la corte de arbitraje de La Haya. Schmitt
parece encontrar en Álvarez no sólo una autoridad, sino también un predecesor:
«En el año 1910 apareció finalmente una obra innovadora que se enfrentaba al
derecho internacional universalista y exponía la particularidad de un Derecho
internacional americano».4 Schmitt se inscribe en el camino de Álvarez al consi-
derarse partidario de una postura concreta y antiuniversalista sobre el derecho
internacional.
Si el estudio monográfico de estos dos puntos aclararía cuestiones relativas a la
concepción schmittiana de lo político y del derecho internacional, el tercer punto
enriquecería un aspecto más concreto: la cultura de Schmitt. En su biblioteca,
existe un importante número de libros dedicados a cuestiones latinoamericanas.
Ya que Schmitt apenas publicó sobre estas cuestiones y ni siquiera los cita, para
conocer su parecer será necesario detenerse en las marcas de lectura que Schmitt
dejó en los ejemplares conservados en su biblioteca.
En este trabajo, me concentraré en este aspecto de la presencia de Latinoamé-
rica en la obra de Schmitt. Aunque se trata del punto menos sustancial desde una
perspectiva politológica y filosófica, puede tener valor para certificar que el co-
nocimiento que Schmitt tenía de cuestiones americanas era de primera mano, y
así servir de impulso a estudiosos que quieran centrarse en los dos primeros
problemas. En esta contribución, estudiaré la lectura de una traducción de Kelsen
realizada por Carlos Cossio y, de modo más importante, la atención que Schmitt
dedicó al escritor argentino más importante del siglo XX: Jorge Luis Borges.

2. Schmitt lector de Cossio

La biblioteca de Carl Schmitt es una muestra inequívoca de su polifacética perso-


nalidad. No se trata de la colección de un profesor –los volúmenes se dispersan
por caminos ajenos a la especialidad– ni la de un bibliófilo –apenas se cuentan
ediciones lujosas o rarezas de coleccionista–, sino la de un curioso, la de quien se
encuentra abierto a todo tipo de conocimiento y no tiene miedo a la dispersión.
Estas variadas lecturas reflejan el estilo intelectual que Schmitt adoptará a partir
de 1945, el cual se puede conectar con el tono adoptado en sus primeras obras
sobre Däubler y el Romanticismo político. El catálogo que hoy contemplamos es

4. Schmitt, C., El Nomos de la Tierra. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1979.

155
miguel saralegui

el de un intelectual atraído por una enorme cantidad de temas y autores: relaciones


internacionales, clásicos de la filosofía política y de la literatura, teoría revolucio-
naria. El repertorio de lecturas expresa a las claras las características del último
Schmitt: un intelectual total, que pasa del ensayo sobre Shakespeare a la filosofía
de la técnica, sin renunciar a viejas dedicaciones como internacionalista y consti-
tucionalista. Tanto la literatura como la política latinoamericana alcanzarán un
lugar en las lecturas de este inquieto anciano. En este trabajo, me concentraré en
analizar el modo como Schmitt leyó a Kelsen a través de Cossio, y a Borges.
Aunque, como Dotti ha recordado, en la biblioteca de Schmitt hay varias refe-
rencias de obras publicadas por Cossio, una sola obra acapara los comentarios.5
Curiosamente no se trata de una obra original de Cossio, sino de una traducción
al español de la obra de Hans Kelsen, Problemas escogidos de la teoría pura del
derecho. Teoría egológica y teoría pura, la cual incluye un debate entre Cossio y
Kelsen.6 El mismo Carlos Cossio le habría regalado este volumen con una dedi-
catoria muy formal: «Para el profesor Carl Schmitt, con todo respeto, Buenos
Aires, 1952». A pesar de esta aparente distancia, gracias a una carta de Schmitt a
José Luis Lois, se sabe que existía un contacto fluido en estos años de postguerra:

Si todavía tiene tantas separatas, envíe alguna de ellas a las direcciones que en esta carta le adjunto. Al
líder de los ególogos Carlos Cossio quiero que le llegue una, porque en el último tiempo me ha en-
viado muchos de sus últimos escritos, sobre todo un intercambio con Kelsen.7

Como es su costumbre, Schmitt realizará comentarios a esta obra. A pesar de que


los marginalia son relativamente escasos, son importantes. En el intercambio
entre Kelsen y Cossio, Schmitt muestra su total acuerdo con el argentino y con-
firma que el pensamiento de Kelsen sólo le produce rechazo. En primer lugar,
hay una anotación irónica que confirma la distancia con Kelsen. Cuando en el
diálogo con Cossio, Kelsen afirma que

[l]a teoría egológica tiene un punto de partida metafísico y yo rechazo toda metafísica. Usted me
habla de la libertad como de algo real y existente, y eso es hablarme de un ente metafísico en el que
yo no creo ni puedo aceptar. La ciencia no conoce ese ente. […] Así yo he tratado de hacer la teoría
del Derecho sin recurrir a la hipótesis metafísica de la libertad,8

5. Dotti, J., Carl Schmitt en la Argentina, op. cit., p. 327, nota 363. Para la impresión que Cossio tenía
de Schmitt, cfr. ibidem, pp. 323-328.
6. Kelsen, H., Problemas escogidos de la teoría pura del derecho. Teoría egológica y teoría pura, trad.
C. Cossio. Guillermo Kraft, Buenos Aires, 1952, RW 265 23899 (catalogación del Archivo Schmitt
en el Nordrhein-Westfälischen Hauptstaatsarchiv).
7. C. Schmitt a J. Lois, 12. 2. 1953, RW 265 12950.
8. Kelsen, H., Problemas escogidos de la teoría pura del derecho. Teoría egológica y teoría pura, op.
cit., RW 265 23899, p. 117.

156
schmitt lector de cossio y borges

Schmitt subraya la palabra «ciencia» y anota al margen de modo irónico: «la


ciencia=Kelsen». Este comentario revive una vieja crítica de Schmitt, ya expuesta
en Teología política, donde acusa a Kelsen de la reducción del conocimiento
científico al matemático, de tal manera que las disciplinas jurídicas y políticas
habrían quedado desnaturalizadas.9 En esta anotación, se confirma un detalle
importante de la relación entre Schmitt y Kelsen: la diversidad del concepto de
ciencia jurídica impide casi de raíz el debate.
El resto de los comentarios de Schmitt estarán dedicados al intercambio entre
Kelsen y Cossio. Schmitt se limitará a escribir dos «muy bien» y dos «sehr gut»
para certificar su respaldo a la postura de Cossio. La primera idea de Cossio que
Schmitt aprueba con un «sehr gut» es la siguiente:

Kelsen aparecía como el filósofo frente al desamparo antifilosófico de sus adversarios; Kelsen era
quien hurgaba en los fundamentos dogmáticos y pretemáticos de sus contrincantes y no a la inversa;
Kelsen era el crítico reflexivo que, frente al realismo ingenuo plural, que él desenmascaraba y hacía
envejecer con sus infalibles piedras de toque. […] Pero en el drama de Buenos Aires, el papel polé-
mico habitual quedó invertido: por primera vez Kelsen ha estado en una polémica a la defensiva.
Aquí Kelsen ha aparecido como el antifilosófico, como el ciego para los puntos de vista vigentes en
los actuales tiempos filosóficos y a cuyo contacto se desenmascaraba en retraso la marchita lozanía
de su horizonte intelectual del mundo jurídico.10

Los dos siguientes comentarios son también escuetos y muestran que Schmitt
respalda sustancialmente la postura del teórico argentino. Ante la siguiente inter-
vención de Cossio, Schmitt escribirá «muy bien»: «La teoría egológica, lanzada
a la búsqueda de un hecho jurídico indubitable, se sintió en la más firme posición
al detenerse en la sentencia judicial. Por eso es que metódicamente procedió con
una fenomenología de la sentencia».11 Schmitt vuelve a mostrar su aprobación,
esta vez de nuevo en alemán «sehr gut»:

En este caso lo más plausible es enraizar el problema jurídico en la mejor metafísica, pero no quedar
en una actitud pretemática a ese respecto. Su ciencia del Derecho no es una ciencia natural y usted se
ve por ello forzado a hablar también de libertad.12

Es posible que Schmitt desconociera que este intercambio rompió de modo de-
finitivo el intercambio intelectual entre Cossio y Kelsen. Después de casi tres

9. Cfr. Schmitt, C., Teología política. Trotta, Madrid, 2009, pp. 21-35.
10. Kelsen, H., Problemas escogidos de la teoría pura del derecho. Teoría egológica y teoría pura, op.
cit., RW 265 23899, pp. 97-98.
11. Kelsen, H., Problemas escogidos de la teoría pura del derecho. Teoría egológica y teoría pura, op.
cit., RW 265 23899, p. 111.
12. Kelsen, H., Problemas escogidos de la teoría pura del derecho. Teoría egológica y teoría pura, op.
cit., RW 265 23899, p. 118.

157
miguel saralegui

décadas del inicio de la polémica entre Kelsen y Schmitt, ésta se reproduce en


Argentina, aunque entre dos interlocutores con puntos más coincidentes. De
alguna manera, Schmitt puede sentir que en Argentina se está repitiendo el con-
flicto entre dos concepciones del derecho, una naturalista y otra trascendente.
Hay que reconocer, sin embargo, que su alter ego argentino resulta mucho más
moderado y concede a las posturas de Kelsen mucho más de lo que Schmitt ha-
bría admitido. La figura del alter ego distante se volverá a reproducir en el mo-
mento en que Schmitt comente las obras de Jorge Luis Borges.

3. Schmitt lector de Borges

3.1. Una vieja afición

A los lectores de Schmitt la presencia de Borges en su biblioteca no les pillará por


sorpresa. En La tiranía de los valores, se menciona al escritor argentino:

La neutralización universal suprime todas las oposiciones tradicionales; también la oposición de


ciencia y utopía, con la cual Friedrich Engels pudo trabajar tan exitosamente en su época, cuando
escribía su tratado sobre el desarrollo del socialismo desde la utopía hacia la ciencia (1882). Hoy ve-
mos que la utopía y la ciencia se hallan en sintonía desde hace largo tiempo. La utopía se vuelve
científica –quels savants que les poètes! Había ya exclamado el matemático Henri Poincaré (muerto
en 1912) cuando ni siquiera podía presentir la actualidad de Jorge Luis Borges, el escritor premiado
en 1961– y la ciencia se vuelve utópica, como se anuncia particularmente en declaraciones de célebres
biólogos, bioquímicos y evolucionistas.13

No es fácil saber qué texto de Borges Schmitt tenía en mente. Más que para ex-
plicar el significado de este pasaje –por otra parte, marginal para La tiranía de los
valores–, se puede reconstruir el modo en que Borges se introdujo en la vida del
pensador alemán. Las lecturas de Schmitt reflejan su biografía: son cicatrices no
sólo de una vida plagada de sobresaltos, sino de un siglo de cuya tragedia Schmitt
es a la vez responsable y símbolo. Jorge Dotti ha intentado explicar cómo dio con
Borges: «podría no descartarse un primer contacto de Schmitt con las versiones

13. Schmitt, C., La tiranía de los valores, traducción de S. Abad. Hydra, Buenos Aires, 2009, p. 106.
Para una explicación de esta difícil referencia, cfr. Dotti, J., «Schmitt lee a Borges», en C. Schmitt, La
tiranía de los valores, op. cit., pp. 149-153. En ibidem, pp. 153-154, llega a sugerir que «[e]l artículo
que al evento [concesión del premio Formentor] le dedica Der Spiegel (el 10 de mayo de 1961) puede
haber despertado, quizás, el interés de Schmitt por un oriundo de un país sudamericano que no le era
indiferente por varios motivos, entre ellos el hecho de que hacia fines de los años cuarenta pudo
haber sido un lugar para residir y retomar su actividad docente».

158
schmitt lector de cossio y borges

originales en algunos de sus viajes a España».14 Esta hipótesis no me parece, sin


embargo, concluyente. Ciertamente sus habituales viajes a España desde que su
hija Ánima se casa con Alfonso Otero Varela le permiten a Schmitt conocer de
primera mano libros españoles y también latinoamericanos. Muchas veces Sch-
mitt adquiere obras por su cuenta en la librería compostelana Gali; otras, serán
los amigos españoles quienes le recomienden qué leer y qué evitar. Enrique
Tierno Galván le desaconseja la lectura de uno de los escritores preferidos du-
rante el franquismo:

En cuanto a [José María] Pemán mi opinión, compartida por todas las personas de talento que co-
nozco, es la de que se trata de una mediocridad, sobrevalorado por la purpurina de la retórica. No se
merece que usted se ocupe de él.15

Debido a que los libros que Schmitt lee de Borges están vertidos al alemán, es
más probable que el pensador haya llegado por su cuenta a Borges. Por otra
parte, hay que tener en cuenta que la obra de Borges era muy poco conocida en
la década de los sesenta en España. A diferencia de otros autores latinoamerica-
nos más jóvenes, sus libros, al no editarse en la Península, llegaban con cuenta-
gotas a las librerías.16
Si tuviésemos que buscar el origen de esta lectura en la recomendación de algún
amigo, deberíamos dirigir la mirada, más que a las amistades españolas, a los
discípulos alemanes Günter Maschke y Günther Krauss. En dos razones quiero
sustentar esta hipótesis que no considero definitiva. En primer lugar, las obras de
Borges conservadas en la biblioteca de Schmitt son traducciones al alemán. En
segundo lugar, a lo largo de sus epistolarios, Maschke y Krauss le ofrecen a Sch-
mitt numerosas recomendaciones sobre literatura tanto española como hispano-
americana. Sabemos que Maschke le regaló el 27 de mayo de 1980 la novela de
Augusto Roa Bastos, Yo el supremo, con la siguiente dedicatoria: «Una nueva
mirada a la dictadura. Al profesor Carl Schmitt en agradecimiento».17 El mismo

14. Dotti, J., «Schmitt lee a Borges», op. cit., pp. 154-155. Ninguno de los corresponsales españoles
de Schmitt guardan relación con los primeros lectores españoles de Borges. Sobre la escasa difusión
de Borges en España durante la dictadura, cfr. Adriaensen, B. & Steenmeijer,  M., «Le mythe et la
realité: Le Prix International des Éditeurs et la réception de l’ouevre de Borges», Les Lettres roma-
nes, vol. 65, N° 3-4, 2012, pp. 355-374.
15. E. Tierno Galván a C. Schmitt, junio de 1953, NW 265-16028 (catalogación de las cartas de y a
Schmitt en el ya mencionado Archivo de Nordrhein-Westfalen).
16. En Adriaensen, B. & Steenmeijer, M., «Le mythe et la realité: Le Prix International des Éditeurs
et la réception de l’ouevre de Borges», op. cit., p. 371.
17. Roa Bastos, Augusto, Ich, der Allmächtige, trad. J. A. Friedl Zapata. Anstalt, Stuttgart, 1977, RW
265- 27899.

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miguel saralegui

Maschke le regaló una traducción del poeta cubano Heberto Padilla que entu-
siasmó a Schmitt:

Este Padilla es un inesperado rayo de luz de un valor incalculable en la creciente oscuridad de mi


abandono, ¡muchas gracias! Intentaré hacerme pronto con la edición española. Naturalmente me
queda el deseo de escuchar un par de detalles sobre la autoacusación [Selbstbezichtigung] de un
hombre así.18

Este Schmitt de voraz afición lectora depara más de una sorpresa: encuentra un
alter ego en la figura del excastrista Padilla por la forzosa autoinculpación que el
dictador cubano le obligó a realizar.
Pero la hipótesis de que Schmitt conoció el nombre de Borges a través de cual-
quiera de estos dos amigos y discípulos tampoco es definitiva. Más probable me
parece la hipótesis que atribuye el interés por Borges a la característica que define
su personalidad a partir de 1945: una inagotable curiosidad. A un Schmitt que
siempre fue un gran lector de periódicos y que, a pesar de la retórica reaccionaria
«de perder el tiempo y ganar el espacio», siempre estuvo al día, no le debió de
pasar desapercibido que un autor originario de Argentina –país que pudo ser
destino profesional tras la Segunda Guerra–19 recibiera ex aequo con Samuel
Becket el premio internacional de la crítica en mayo de 1961, poco antes de que
Schmitt emprendiera su viaje estival a Galicia.
Se conservan cuatro obras de Borges en la biblioteca de Schmitt: El libro de los
seres imaginarios (en coautoría con Margarita Guerrero), Elogio de la sombra,
Seis problemas para don Isidro Parodi (en coautoría con Adolfo Bioy Casares) y
El informe Brodie.20 El listado no incluye los dos libros –Ficciones y El Aleph–
que han dado a Borges reconocimiento universal. Lamentablemente no podemos
conocer la reacción ante algunas de las narraciones más brillantes de la literatura
del siglo XX. Si Dotti ha imaginado a Schmitt como personaje de La muerte y la
brújula,21 es difícil no sentir curiosidad por la reacción de Schmitt a las siguientes
frases de Deutsches Requiem:

18. C. Schmitt a G. Maschke, Empresas Políticas, X/XI, 2008, p. 319: «dieser Padilla ist ein unerwar-
teter Lichtblick im steigenden Dunkel meiner Vergreisung, unschätzbar; vielen Dank! Ich werde mir
gleich die spanische Aufgabe zu verschaffen suchen. Es bleibt natürlich der Wunsch, von einem
solchen Mann ein paar Andeutungen über seine Selbstbezichtigung zu hören». Se trata de Padilla,
Heberto, Ausserhalb des Spiels. Gedichte, traducción de G. Maschke. Suhrkamp, Frankfurt, 1971.
19. Cfr. Dotti, J., Carl Schmitt en Argentina. Homo Sapiens, Rosario, 2000, pp. 121-134.
20. Borges, J. L., Einhorn, Sphinx und Salamander. München, 1964, RW 265-25167; Lob des Schat-
tens. München, 1971, RW 265-25860; Sechs Aufgaben für Don Isidro Parodi. Frankfurt, 1971, RW
265-25861; David Brodies Bericht. München, 1972, RW 265-24944.
21. Dotti, J., «Schmitt lee a Borges», op. cit., p. 156: «¿Sería extremadamente forzado incluir forzada-
mente a Schmitt en esta escena [de La muerte y la brújula], como quien confirma, con su teología

160
schmitt lector de cossio y borges

Durante el juicio (que afortunadamente duró poco) no hablé; justificarme, entonces, hubiera entor-
pecido el dictamen y hubiera parecido una cobardía. Ahora las cosas han cambiado; en esta noche
que precede mi ejecución, puedo hablar sin temor. No pretendo ser perdonado porque no hay culpa
en mí, pero quiero ser comprendido. Quienes sepan oírme, comprenderán la historia de Alemania y
la futura historia del mundo.22

Además, gracias al archivo, se puede saber que la afición a Borges era compartida
por la familia Schmitt completa. La fascinación del nieto Carlos por el narrador
porteño es compartida por muchos miembros de su generación:

Mientras tanto, desde que volvimos de Alemania, me he aficionado mucho a leer Borges. He leído
varias cosas suyas, y me gusta porque le veo un conocimiento inmenso, me parece uno de los hom-
bres más cultos de los que he leído algo, y que, en sus relatos o consideraciones, incita a pensar y a
enterarse, por lo menos a mí, que en muchas cuestiones de filosofía de las que habla no tengo prác-
ticamente ningún conocimiento acerca de los temas que toca. Resulta casi como un maestro. También
me he aficionado un poco, a raíz de una película sobre su vida que he visto, a Nietzsche, y esto a
mamá le ha resultado gracioso, porque dice que ya en sus tiempos pensaba que estaba anticuado.
También pienso leer pronto El único y su propiedad y te contaré qué me parece, porque me ha ense-
ñado mamá el libro que tú has leído, con notas y apuntes, y me ha hecho mucha gracia.23

Al nieto le hace gracia una de las características fundamentales de su biblioteca:


Schmitt nos sigue hablando a través de los impulsivos y peculiares marginalia
inscritos en sus volúmenes.
También su hija participó de esta inclinación. En una carta de Ánima a su pa-
dre, le comenta la lectura de un poema de Borges, Blind pew, incluido en El
hacedor, obra que no se enumera en el catálogo de la biblioteca personal de Sch-
mitt conservada en el archivo de Renania del Norte-Westfalia:

Dusanka leyó finalmente un soneto de Borges, que tú conoces, un viejo pirata, quien se traslada como
un miserable por los pueblos ingleses, pero que sabe dónde se esconde un tesoro. Eso le gustó, me
gustó, a ti también te gustó, porque lo has subrayado muchas veces.24

Si la carta del nieto Carlos confirma la importancia de los comentarios que Sch-
mitt hacía en sus libros, esta segunda confidencia valida la hipótesis de que Schmitt
leyó, subrayó y comentó obras del escritor argentino que no se conservan en la
biblioteca del archivo de Nordrhein-Westfalen. El día en que los libros de Schmitt
en posesión de sus herederos integren el archivo se podrán describir de modo

política, tan combativa y opuesta a la del drama, lo que un irlandés le decía a Scharlach, para conver-
tirlo a la “fe de Jesús […]; la sentencia de los goím: todos los caminos llevan a Roma?».
22. Borges, J. L., Cuentos completos. Emecé, Buenos Aires, 2012, p. 234.
23. C. Otero a Carl Schmitt, 1 de enero de 1979, RW 265-10726.
24. A. Schmitt a C. Schmitt, 30 de diciembre de 1976, RW 265 12716.

161
miguel saralegui

completo sus reacciones ante el más importante escritor argentino del siglo XX.
Es momento de detallar las opiniones que sí podemos conocer.

3.2. Una lectura distante: El libro de los seres imaginarios

La «gracia» y los «muchos subrayados» se concentran exclusivamente en dos de


las cuatro obras de Borges conservadas: El libro de los seres imaginarios y Elogio
de la sombra.25 Ni Seis problemas para don Isidro Parodi ni El informe Brodie
merecen a Schmitt un solo comentario o anotación, ni siquiera un subrayado a
lápiz. Esta total carencia de marcas resulta lo suficientemente anómala como para
suponer que estas dos obras no le interesaron.
Como ha recordado Dotti con acierto, la atracción que Schmitt –y que cual-
quier lector de Hobbes– habría de sentir por El libro de los seres imaginarios es
fácil de predecir.26 Todo parece indicar que ésta es la primera obra de Borges que
Schmitt adquirió. En el vigésimo primer capítulo, El libro de los seres imaginarios
se extenderá sobre la contrarréplica terrestre del Leviatán: el Behemoth, figura
que debía atraerle como lector de Hobbes y que, con seguridad, le interesaba
desde que escribió a fines de los años treinta El Leviatán en la teoría del Estado
de Thomas Hobbes.27
Como era previsible, en el índice de Einhorn, Sphinx und Salamander. Ein
Handbuch der phantastischen Zoologie –la traducción al alemán es libre, Unicor-
nio, esfinge, salamandra. Un manual de zoología fantástica– aparece subrayado
el nombre de Behemoth. La lectura, sin embargo, no confirma este predecible
interés: Schmitt deja intacto este capítulo. Los motivos por los que la descripción
de Borges le deja indiferente son fáciles de entender. En este capítulo, el autor
argentino se limita a dar una explicación muy general y vaga sobre la morfología

25. No es del todo preciso el comentario de J. Dotti en «Schmitt lee a Borges», op. cit., p. 154: «los
tres primeros, además, contienen sus anotaciones personales [es decir, todos menos el de Isidro Pa-
rodi]». Es posible que Dotti confíe en el catálogo de la biblioteca de Carl Schmitt de Martin Tielke,
tantas veces impreciso para libros españoles.
26. Dotti, J., «Schmitt lee a Borges», op. cit., p. 156: «Limitémonos a no pasar por alto que el Manual
de zoología fantástica bien puede haberle llamado la atención no sólo por el tema general (la visión
política de Schmitt atiende siempre a la iconografía, y sus juicios sobre las artes plásticas revelan una
mirada teológico-política), sino especialmente porque allí Borges estiliza, entre otros, al Behemoth,
al Grifo».
27. Volpi, F., «El poder de los elementos», en C. Schmitt, Tierra y mar. Trotta, Madrid, 2007, p. 86:
«Con el bagaje de unos estudios jurídico-políticos que, tras el gusto por la erudición, esconden la
vocación por lo esencial, Schmitt busca la trama secreta de la historia universal. Le obsesiona una
visión que está en los límites de la escatología, presidida por tres grandes monstruos de la mitología
judeo-cristiana: el Leviatán, Behemot y el Grifo. Figuras que turban sus sueños, como le escribe a
Jünger pidiéndole informaciones».

162
schmitt lector de cossio y borges

de la palabra hebrea y a transcribir las traducciones al español de Fray Luis de


León y de Cipriano Valera de los pasajes del libro de Job en los que aparece este
monstruo. A Schmitt hubo de decepcionar que Borges no mencionara ni a Hob-
bes ni la dimensión política de este temible monstruo terrestre.
Son tres los animales mitológicos cuya descripción interesará a Schmitt: la pe-
luda de la Ferté-Bernard, los Animales Esféricos y el Peritio. En la descripción
del primero de ellos, apenas se descubren temas del repertorio schmittiano. Sólo
subrayará las primeras frases del capítulo:

A orillas del Huisne, arroyo de apariencia tranquila, merodeaba durante la Edad Media la peluda
(velue). Este animal habría sobrevivido al Diluvio, sin haber sido recogido en el arca. Era del tamaño
de un toro; tenía cabeza de serpiente, un cuerpo esférico cubierto de pelaje verde, armado de aguijo-
nes cuya picadura era mortal.28

Más relevantes para detectar las afinidades entre Borges y Schmitt son las marcas
que le suscita la lectura del capítulo de los «Animales Esféricos». A pesar de su
lejanía con la política, Schmitt pudo encontrar cercanía en estas páginas. Sal-
vando las distancias, su estilo se parece al que el autor alemán adoptará en mu-
chas de sus obras tardías. ¿Qué hay de común entre la caracterización de los
Animales Esféricos y Tierra y mar o Teoría del Partisano? Tanto en el escrito de
Borges como en los de Schmitt nos encontramos ante genealogías muy idiosin-
crásicas de objetos aparentemente neutros, como, en el caso de Schmitt, los
puntos cardinales o los elementos básicos y, en el de Borges, las formas geomé-
tricas. Si Tierra y mar reconstruye la historia universal a través del enfrenta-
miento entre estos dos elementos, en este capítulo Borges narra una historia
esotérica de los planetas, como seres absolutamente perfectos:

por su facultad de girar alrededor del eje sin cambiar de lugar y sin exceder sus límites, Platón […]
aprobó la decisión del Demiurgo que dio forma esférica al mundo. […] Más de quinientos años
después, en Alejandría, Orígenes enseñó que los bienaventurados resucitarían en forma de esferas y
entrarían rodando en la eternidad. […] Giordano Bruno sintió que los planetas eran grandes animales
tranquilos, de sangre caliente y hábitos regulares.29

Los motivos por los que Schmitt se acerca a la caracterización del Peritio son
evidentes. Por su cosmopolitismo narrativo, Borges enmarca la descripción de
este animal –un ave con cabeza de ciervo que proyecta una sombra humana– en
Alemania. El único documento, de origen judío, que permitiría la reconstrucción

28. Borges, J. L. y Guerrero, M., Libro de los seres imaginarios, en Obras completas en colaboración.
Emecé, Barcelona, 1997 p. 681.
29. Borges, J. L. y Guerrero, M., El libro de los seres imaginarios, op. cit., p. 579.

163
miguel saralegui

de este ente fantástico se resguardaba en la misma universidad de Munich de la


que Schmitt había sido alumno. Precisamente durante la Segunda Guerra Mun-
dial, este testimonio habría desaparecido:

El folleto del rabino que permitió esta descripción se hallaba depositado hasta antes de la última
guerra mundial en la Universidad de Múnich. Doloroso resulta decirlo, pero en la actualidad ese
documento también ha desaparecido, no se sabe si a consecuencia de un bombardeo o por obra de
los nazis. Es de esperar que, si fue esta última la causa de su pérdida, con el tiempo reaparezca para
adornar alguna biblioteca del mundo.30

Ambas posibilidades habrían de inquietar a Schmitt, al mismo tiempo filonazi


desde 1933 y uno de los primeros críticos de los bombardeos aliados sobre Ale-
mania.

3.3. El imprevisto apasionamiento: el Elogio de la sombra

Mucho más expresivas son las anotaciones que Schmitt escribe a propósito de
algunas piezas del Elogio de la sombra, publicado en 1969.31 Esta obra de Borges
causó verdadero entusiasmo al alemán. Hay constancia de que este título, en el
que prosa y poesía se intercalan, ha sido leído y releído. ¿Cómo explicar la atrac-
ción por esta obra en principio alejada de la cosmovisión schmittiana? A pesar de
la aparente lejanía, por muchos motivos pudo identificarse –y en menor medida
airarse– con el narrador porteño.32 En primer lugar, estilísticamente a Schmitt
hubo de parecerle familiar el carácter híbrido y original de esta composición.
Aunque de modo restringido por la naturaleza discursiva de sus obras, el mismo
Schmitt se atreve con géneros –como el diálogo, el dietario, incluso el cuento y
la fábula– muy originales para la escritura de la teoría política.
Sustancialmente le debió gustar el contenido de la obra. A un Schmitt íntima-
mente antisemita no pudo pasar desapercibido el filosemitismo que destila El
elogio de la sombra. Como consecuencia de la visita de Borges a Israel como
invitado oficial, los comentarios sobre cuestiones judías abundan en tres poemas:
A Israel; Israel; Israel, 1969. Borges jugará con el contraste entre la antigüedad
del pueblo judío y la novedad de la instauración de su Estado: «La más antigua

30. Borges, J. L. y Guerrero, M., El libro de los seres imaginarios, op. cit., p. 683.
31. Borges, J. L., Lob des Schattens, traducción de Curt Meyer-Clason. Hanser, Múnich, 1971.
32. Por motivos diferentes a los que aquí se van a exponer, la incompatibilidad entre Borges y Schmitt
la ha defendido J. Dotti en «Schmitt lee a Borges», op. cit., p. 156: «Como sea que fuere, el estilo
distanciado e irónico, el juego con las fuentes, la ligereza, si no superficialidad, en la declinación pre-
posmoderna de problemas axiales en la visión schmittiana de las cosas son rasgos que le generan di-
ficultades a una lectura como la que Schmitt podría haber hecho con vistas a una recepción de estos
u otros motivos de la producción borgeana».

164
schmitt lector de cossio y borges

de las naciones es también la más joven».33 Se entretiene describiendo su geogra-


fía: «La llanura es ubicua. Los he visto/en Iowa, en el Sur, en tierra hebrea,/en
aquel saucedal de Galilea/que hollaron los humanos pies de Cristo».34 A diferen-
cia de Schmitt, condena el Holocausto: «un hombre lapidado, incendiado/y
ahogado en cámaras letales,/un hombre que se obstina en ser inmortal/y que
ahora ha vuelto a su batalla,/a la violenta luz de la victoria,/hermoso como un
león al mediodía».35 Por último, se atreve –quizá una inquietud para todo antise-
mita– a jugar con la posibilidad de pertenecer al pueblo hebreo: «¿Quién me dirá
si estás en el perdido/laberinto de ríos seculares/de mi sangre, Israel? ¿Quién los
lugares/que mi sangre y tu sangre han recorrido?».36
Sin embargo, también son numerosas las ideas con las que Schmitt podía co-
mulgar. En uno de los poemas, Borges reinterpreta las categorías fundamentales
de la filosofía de la historia de Schmitt: tierra y mar. Más aún, en Los Gauchos, el
poeta mantendría una postura que podría considerarse schmittiana, al decantarse
hacia la anticomercial tierra, lugar propio de la civilización para el alemán:
«Quién les hubiera dicho que sus mayores vinieron por un mar, quién les hubiera
dicho lo que son un mar y sus aguas».37
Como pensador del enemigo, Schmitt hubo de sentir atracción por una obra
donde abundan las reflexiones acerca del enemigo y del perdón. Las contunden-
tes frases de El concepto de lo político suelen servir de embajadoras de su pensa-
miento: «Pues bien, la distinción política específica, aquella a la que pueden re-
conducir todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y
enemigo».38 Desde que publicara la versión de este ensayo en 1932, Schmitt no
dejará de reflexionar acerca del enemigo (Feind), y así esta distinción adquiere un
rango que supera lo político y se extiende a lo metafísico. Sobre todo en el Glos-
sarium, Schmitt muestra hasta qué punto todo su pensamiento se sustenta sobre
esta categoría: «No muero, porque mi enemigo todavía vive. La única categoría
concreta del existencialismo la he encontrado yo: amigo y enemigo».39 Las re-
flexiones sobre el enemigo marcan algunas de las confidencias más agresivas de
este dietario. Schmitt critica a aquellos que proclaman carecer de enemistades:
«¡Ay de aquel que no tiene enemigos, pues él será su enemigo el día del juicio

33. Borges, J. L., Elogio de la sombra, en Obras completas. Emecé, Buenos Aires, Barcelona, 2000
[1969], vol. II, p. 384.
34. Borges, J. L., Elogio de la sombra, op. cit., p. 381.
35. Borges, J. L., Elogio de la sombra, op. cit., p. 375.
36. Borges, J. L., Elogio de la sombra, op. cit., p. 374.
37. Borges, J. L., Elogio de la sombra, op. cit., p. 379.
38. Schmitt, C., El concepto de lo político, op. cit., p. 56.
39. Schmitt, C., Glossarium, 23 de septiembre. Duncker & Humblot, Berlín, 1991, 1948, p. 199.

165
miguel saralegui

final».40 Por este motivo, las frases del prólogo en las que Borges se describe
como un ser completamente irénico lo debieron trastornar. Schmitt había de leer
las siguientes frases como un desvergonzado acto de hipocresía: «Tampoco ha
faltado en mi vida la amistad de unos pocos, que es lo que importa. Creo no tener
un solo enemigo. La verdad es que nadie puede herirnos salvo la gente que
queremos».41 Si la primera frase de esta cita hubo de repelerle, pudo ver con más
simpatía la segunda idea, pues de alguna manera expresa una convicción querida
a Schmitt: el enemigo nunca puede ser total, porque su capacidad de agresión
depende de nuestro reconocimiento. Pero existen otras imprevistas afinidades
entre la reflexión de Borges y Schmitt sobre el enemigo.
A pesar de la declaración de irenismo, la figura del enemigo es recurrente en el
Elogio de la sombra. Ambos autores conceden mucha importancia al fratricidio
de Caín para elaborar su consideración del enemigo. Para Schmitt, este asesinato
original confirma que la enemistad es consustancial a la historia humana:

¿Debemos excluir de la esencia del hombre la enemistad? ¿Lo humano debe significar: paz, armonía
y concordia? ¿Los hermanos deben ser amigos para siempre? ¿En esto deben creer cristianos o ju-
díos? Entonces deben dejar de creer que son descendientes de nuestro padre Adán, el primero de los
hombres. Adán tenía dos hijos: Caín y Abel. Bonito ejemplo de una fraternización universal.42

Si bien también discurrirá sobre este homicidio, Borges insistirá en la compleji-


dad de las nociones de perdón y de culpa. En Leyenda, al relatar la historia de
Caín y de (un redivivo) Abel, el ofensor es perdonado cuando se perdona a sí
mismo. Borges se sirve de este acontecimiento histórico para insistir en la con-
traintuitiva doctrina de que todo perdón es en esencia autoperdón: «–Ahora sé
que en verdad me has perdonado –dijo Caín–, porque olvidar es perdonar. Yo
trataré también de olvidar. Abel dijo despacio: –Así es. Mientras dura el remor-
dimiento, dura la culpa».43 Recordará en otro poema –Una oración– que no
perdonar resulta más perjudicial al agredido que al agresor: «El perdón purifica
al ofendido, no al ofensor, a quien casi no le concierne».44 A pesar de la caricatura
como apologeta de la enemistad desatada, ni la idea de que todo perdón es per-
dón a uno mismo ni la de que el odio perjudica al damnificado son extrañas a la
sofisticada e impulsiva reflexión de Schmitt sobre el enemigo. La convicción de
que quien más sufre es el ofendido que no perdona aparece en esa biblia de la
enemistad y el perdón que es el Glossarium: «Lo he dicho mil veces: el hombre

40. Schmitt, C., Glossarium, 6 de mayo de 1948, op. cit., p. 146.


41. Borges, J. L., Elogio de la sombra, op. cit., p. 353.
42. Schmitt, C., Glossarium, 17 de enero de 1949, op. cit., p. 215.
43. Borges, J. L., Elogio de la sombra, op. cit., p. 391.
44. Borges, J. L., Elogio de la sombra, op. cit., p. 392.

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schmitt lector de cossio y borges

no puede aniquilar nada. Adam Müller lo dijo contra Fichte: quien condena a
otro de manera absoluta, se condena a sí mismo a una pelea eterna».45
Hasta este momento tan sólo he señalado las ideas de Borges que si no suscitan
la atención directa de Schmitt, hubieron de acercarle anímicamente a El elogio de
la sombra. Schmitt, que sentía que había encontrado a un alma contradictoria-
mente paralela, destapa su intimidad ante una de las piezas más discursivas del
libro «Fragmentos de un evangelio apócrifo». A diferencia de lo que suele ser
habitual en sus libros, Schmitt no sólo subrayará, sino que hará varias anotacio-
nes de diverso tipo, y llegará incluso a continuar estos fragmentos con uno de su
propia cosecha.
Coherentemente con el resto de la obra, en estos fragmentos se continúa la
reflexión acerca del enemigo, el perdón y la venganza. Éstos serán los versículos
que llamen la atención de Schmitt. Subraya una idea ya mencionada, no perdonar
es más perjudicial para el agredido que para el agresor: «19. No odies a tu ene-
migo, porque si lo haces, eres de algún modo su esclavo. Tu odio nunca será
mejor que tu paz».46 La idea de la renuncia a la venganza como castigo vuelve a
incitar al Schmitt lector, cuando en el código borgeano se añade un matiz a una
de las más famosas frases de Jesucristo: «26. Resiste el mal, pero sin asombro y
sin ira. A quien te hiriere en la mejilla derecha, puedes volverle la otra, siempre
que no te mueva el temor».47 Como se podía esperar, a Schmitt le agrada la sofis-
ticación de Borges que identifica perdón y venganza: «27. Yo no hablo de ven-
ganzas ni de perdones; el olvido es la única venganza y el único perdón».48 Sch-
mitt vuelve a subrayar el texto cuando Borges recuerda las complicaciones
morales del amor al prójimo: «28. Hacer el bien a tu enemigo puede ser obra de
justicia y no es arduo; amarlo, tarea de ángeles y no de hombres. 29. Hacer el bien
a tu enemigo es el mejor modo de complacer tu vanidad».49 Realza también el
contenido del decimonoveno fragmento, en el que detecta una idea muy afín a su
reflexión sobre el enemigo, el odio nos liga de manera definitiva al enemigo: «No
odies a tu enemigo, porque si lo haces, eres de algún modo su esclavo. Tu odio
nunca será mejor que tu paz».50
Schmitt no sólo subraya, sino que une con diagrama de flechas «los manda-
mientos» décimo, decimotercero y decimoséptimo. A pesar de la unión trazada,
el parecer de Schmitt sobre estos tres mandamientos debía de ser muy diferente.

45. Schmitt, C., Glossarium, 2 de septiembre de 1947, op. cit.


46. Borges, J. L., Elogio de la sombra, op. cit., pp. 389-390.
47. Borges, J. L., Elogio de la sombra, op. cit., p. 390.
48. Borges, J. L., Elogio de la sombra, op. cit., p. 390.
49. Borges, J. L., Elogio de la sombra, op. cit., pp. 389-390.
50. Borges, J. L., Elogio de la sombra, op. cit., p. 389.

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miguel saralegui

El decimoséptimo debió de desagradarle, en la medida en que aprobaba y pro-


movía una de las doctrinas más peligrosas posteriores a la Segunda Guerra Mun-
dial. A través de la noción de guerra justa, la justicia aparece como una amenaza
muy peligrosa, pues elimina toda limitación jurídica y política y, por tanto, per-
mite la posibilidad de una guerra total, fracaso definitivo del derecho internacio-
nal: «El que matare por la causa de la justicia, o por la causa que él cree justa, no
tiene la culpa».51 Por otra parte, tanto en el décimo como sobre todo en el deci-
motercero hubo de sentir que su intimidad, especialmente tras el proceso de
Núremberg, quedaba reflejada. Él se veía condenado como la víctima de una
justicia descontextualizada: «Bienaventurados los que no tienen hambre de
justicia»,52 «Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia,
porque les importa más la justicia que su destino humano».53
Pero las intervenciones de Schmitt no se limitan a subrayados. También realiza
correcciones y añadidos al escrito de Borges. La primera adición importante
modifica el título. La traducción de Curt Meyer-Clason del título –que es com-
pletamente literal– no le satisface: «Fragmente eines apokryphen Evangeliums».
Schmitt tacha tanto «Fragmente» como «Evangeliums». Añade algunas palabras.
El personal título que ofrece es el siguiente: «Kaleidoskope impressionische [sic]
in Apokryph Watenten», lo que se podría traducir como «Caleidoscopio impre-
sionista en el vadear apócrifo».
El segundo añadido se produce tras haber leído los versículos vigésimo sexto y
vigésimo séptimo, que subraya: «Resiste el mal, pero sin asombro y sin ira. A
quien te hiriere en la mejilla derecha, puedes volverle la otra, siempre que no te
mueva el temor» y «Yo no hablo de venganzas ni de perdones; el olvido es la
única venganza y el único perdón».54 Justo tras el último versículo, Schmitt es-
cribe un comentario en directa conexión con el nuevo título propuesto: «Zwei
Quellen in seinem Waten in Apokryphen»,55 lo que puede traducirse como «Dos
fuentes vadeando en lo apócrifo». Estos añadidos sirven para mostrar que, como
católico, Schmitt no se escandaliza ante los juegos con la ortodoxia que se em-
prenden en estos fragmentos. Más que indignarse, parece sentirse cómodo con
este juego. Cuando Borges pone a la misma altura las palabras de Jesucristo y
Virgilio –«Felices los que guardan en la memoria palabras de Virgilio o de Cristo,
porque éstas darán luz a sus días»56–, un Schmitt tentado de heterodoxia escribe

51. Borges, J. L., Elogio de la sombra, op. cit., p. 389.


52. Borges, J. L., Elogio de la sombra, op. cit., p. 389.
53. Borges, J. L., Elogio de la sombra, op. cit., p. 389.
54. Borges, J. L., Elogio de la sombra, op. cit., p. 390.
55. Borges, J. L., Lob des Schattens, op. cit., p. 46.
56. Borges, J. L., Elogio de la sombra, op. cit., p. 390.

168
schmitt lector de cossio y borges

al margen en tinta azul: «Virgil»,57 como si encontrase mayor consuelo en la me-


moria de los versos del poeta latino.
El tercer añadido es quizá el menos relevante. Tras haber leído el peculiar man-
dato del desprendimiento recomendado por Borges –«Da lo santo a los perros,
echa tu perlas a los puercos; lo que importa es dar»58–, Carl Schmitt garabatea al
margen: «wem werfen?»,59 es decir: «¿a quién tirárselas?».
La enumeración de esta mezcla de mandamientos y consejos sobre la felicidad
y la vida termina con una admonición de aspecto tautológico: «Felices los feli-
ces». Schmitt no se conforma con este último principio y añade uno de su propia
cosecha. Como si Borges no hubiera respetado la conexión debida entre co-
mienzo y final, el mandato de Schmitt retoma el tema de lo apócrifo, cuando
escribe: «Glücklich die Apokryphen»60 («Felices los apócrifos»). El mismo
Schmitt ya había aceptado este juego de lo apócrifo y lo verdadero, lo hetero-
doxo y lo ortodoxo, cuando había subrayado el mandamiento vigésimo cuarto:
«No exageres el culto a la verdad; no hay hombre que al cabo de un día, no haya
mentido con razón muchas veces».61 Posiblemente cuando Schmitt escribe que
sólo son felices los apócrifos está haciendo una confesión oblicua. Como él
mismo no ha sido apócrifo, está condenado a la infelicidad. Nuevamente la lec-
tura de un libro argentino lleva a Schmitt a tocar uno de los aspectos más im-
portantes de su biografía. Cuando lee este catecismo borgeano, Schmitt nos
confiesa que sólo son felices los falsos y que a él, por ser auténtico, solo le ha
quedado la infelicidad.

4. Una biblioteca total para un intelectual total

Los historiadores del libro y la lectura han insistido en las dificultades a las que
el estudioso se enfrenta para conocer las reacciones y las opiniones de un lector
ante una obra.62 Salvo que éste se convierta en crítico y publique sobre la obra

57. Borges, J. L., Lob des Schattens, op. cit., p. 47.


58. Borges, J. L., Elogio de la sombra, op. cit., p. 390
59. Borges, J. L., Lob des Schattens, op. cit., p. 46.
60. Borges, J. L., Lob des Schattens, op. cit., p. 47.
61. Borges, J. L., Elogio de la sombra, op. cit., p. 389.
62. Darnton, R., El beso de Lamourette. Reflexión sobre historia cultural, traducción de A. Saborit.
FCE, Buenos Aires, 2010, p. 168: «En pocas palabras, sería posible desarrollar una historia y una
teoría de la respuesta del lector. Posible, pero no fácil, pues los documentos rara vez muestran a los
lectores en acción, en el acto de sacarles sentido a los textos y los documentos son textos en sí mis-
mos, que también requieren interpretación. Pocos de estos documentos tienen la riqueza necesaria
para darnos acceso, aunque sea indirecto, a los elementos cognitivos y afectivos de la lectura».

169
miguel saralegui

leída, la lectura puramente individual queda olvidada para la historia pública. La


biblioteca de Schmitt, dotada de una enorme cantidad de libros con muchos su-
brayados y alguna anotación, permite limitar esta incertidumbre. Incluso si es
posible albergar alguna duda sobre su opinión acerca de El elogio de la sombra,
se puede tener la certeza de que el libro lo conmovió. En este caso, la historia de
la lectura nos permite conocer la opinión de Schmitt sobre dos autores a los que
jamás dedicó atención monográfica.
Para este restringido caso –al fin y al cabo, Cossio y Borges son dos entre los
cientos de autores que leyó en las últimas cuatro décadas de su vida–, ¿qué nos
dice Schmitt de sí mismo a través de los comentarios a las obras de Cossio y
Borges? Este lector aparece marcado por dos características. En primer lugar,
Schmitt aprecia en Problemas escogidos y en El elogio de la sombra aquellas pos-
turas en las que su pensamiento se refleja de modo inequívoco. El libro ajeno
aparece como un espejo, en que Schmitt descubre un inesperado retrato de sus
propias ideas y obsesiones. La segunda característica como lector es un poco
diferente. Schmitt busca categorías propias en la obra de Borges y Cossio, in-
cluso cuando las ideas de estos dos autores poseen una fisonomía bastante di-
versa. Schmitt busca sus libros en los libros de autores con una idiosincrasia y
cosmovisión muy diferentes.
Estas dos características no son extraordinarias. Schmitt se comporta como la
mayoría de lectores y autores. Más definidora de su personalidad intelectual re-
sulta una característica de su lectura de Borges. En muchos cuentos de Borges –
como en El duelo entre las pintoras Clara Glencairn de Figueroa y Marta Piza-
rro–, dos enemigos descubren que comparten una misma identidad. También en
este caso en dos almas contradictorias –Borges es filosemita y conservador de un
modo indeciso y liberal que había de repeler a Schmitt– existe una secreta simi-
litud. Como en las narraciones borgeanas, los enemigos acaban por ser la misma
persona: Judas es Jesús, el filósofo realista es el idealista, Borges es Schmitt.
Más allá del súbito entusiasmo que causó la lectura de los Fragmentos de un
Evangelio apócrifo, esta compenetración que siente por quien debía ser su adver-
sario no es en absoluto excepcional en el último Schmitt, sobre todo cuando se
relaciona con el mundo hispánico. Precisamente, en la España franquista, Sch-
mitt es capaz de dialogar con algunos de los más destacados opositores al Régi-
men, por quienes a su vez –como en el caso de Enrique Tierno Galván– siente la
más devota admiración. Quizá sería excesivamente benévolo considerar la aper-
tura como la marca definitiva del último Schmitt. Sin embargo, también sería
injusto minusvalorar la importancia de esta dimensión de su personalidad, sin la
que no se explican los derroteros por los que se expresa su obra y circula su for-
tuna durante el último medio siglo.

170
schmitt lector de cossio y borges

Esta apertura no se restringe a autores con diferentes ideas políticas. La afición


hacia Borges es también paradigmática por este motivo. La apertura que caracte-
riza a Schmitt le permite liberarse de cualquier límite profesional. Al abandonar
definitivamente el especialismo tras 1945, Schmitt se siente atraído por todo tipo
de temas y autores, lo que queda claramente expuesto no sólo en el catálogo de
su biblioteca, sino en los trabajos que escribió. Ambos índices –el de las obras
poseídas y las escritas– muestran hasta qué punto Schmitt se ha convertido en un
intelectual total.

Universidad Adolfo Ibáñez

171
Temas
La razón de Estado Mario Leonardo Miceli

en Giovanni Botero:
una teología política entre omnipotencia y contingencia

Introducción

Hace ya varias décadas que se viene estudiando en detalle el proceso particular


de formación del Estado moderno soberano en su relación con una serie de con-
ceptos que en última instancia provienen de la teología medieval. De esta manera
se intenta interpretar a la luz de ese marco teológico desarrollado especialmente
por los teóricos de la teocracia papal la serie de transformaciones que a nivel
político, jurídico, institucional y económico llevaron a cabo en particular las
monarquías absolutas y en cierto sentido las ciudades del norte de la península
itálica. Sin duda que Carl Schmitt es un ejemplo cabal de este tipo de análisis,
pero en general varios investigadores contemporáneos se adentraron en el exa-
men de la transición entre los modelos políticos medievales y modernos, tra-
tando de dar nuevas respuestas a la clásica explicación basada en una especie de
quiebre entre ambas edades.
El siguiente artículo se enmarca dentro de esta temática, examinando específi-
camente el pensamiento político del piamontés Giovanni Botero (1540-1617). La
elección de este autor no resulta casual, debido a la relevancia que sus textos
cobraron hacia fines del siglo XVI y principios del XVII. No sólo su fama se
consolidó por ser considerado el responsable de difundir el concepto de «razón
de Estado», sino también porque sus obras eran leídas en las cortes de la época.
Felipe II de España encargó la traducción de su texto más conocido, Della Ra-
gion di Stato, a Antonio de Herrera en 1593, sólo cuatro años después de la

Deus Mortalis, nº 12, 2018, pp. 175-210


mario leonardo miceli

primera edición veneciana de 1589,1 y en los años posteriores se publicaron cerca


de sesenta ediciones en varios idiomas.2 Un hecho anecdótico que prueba lo an-
tedicho es que para 1630 existían en Inglaterra seis ediciones de su obra Relationi
Universali, que adquirió fama probablemente por los análisis de economía polí-
tica que desarrolla, y gracias a la cual se introdujo en el país anglosajón parte del
pensamiento de Jean Bodin.3 Además debe tenerse en cuenta su no menor expe-
riencia política práctica, dado que cumplió distintas tareas en Francia, Roma y
España, y llegó a ser secretario de Carlo Borromeo y consejero de Carlo Emma-
nuele de Saboya.
La hipótesis de trabajo consistirá en demostrar cómo este publicista recrea un
arte de gobierno que se basa en la aplicación práctica de principios clásicos y
medievales en pos de enfrentar los mayores problemas que acuciaban a la realidad
de su época, siendo resultado de ello el surgimiento de ideas que se acercan a
conceptos políticos modernos, pero siempre manteniendo en el fondo fuertes
ataduras con las estructuras medievales de pensamiento. Se explicará cómo su
teoría se fundamenta en una teología política que por un lado produce un poder
cuasi omnipotente, acercándose a la moderna idea de soberanía, pero por el otro
inscribe este mismo poder en un marco más típicamente medieval, donde la polí-
tica se centra en la idea de contingencia y se subordina a ámbitos religiosos, mo-
rales y jurídicos. De esta manera la razón de Estado boteriana se presentará como
un accionar político que hereda la fuerza de las estructuras renacentistas pero que,
debido a las ataduras con el pasado medieval, se acerca a un pensamiento ligado a
la Reforma Católica, que se convierte en preludio de esos impulsos contradicto-
rios entre omnipotencia y limitación típicos del gobernante barroco.

1. F. Pardo, Osvaldo, «Giovanni Botero and Bernardo de Balbuena: Art and Economy in La Gran-
deza mexicana», Journal of Latin American Cultural Studies, 10, No 1, 2001, p. 103.
2. Headley, John M., «Geography and Empire in the Late Renaissance: Botero’s Assignment, Wes-
tern Universalism, and the Civilizing Process», Renaissance Quarterly, 53, No 4, 2000, p. 1134.
3. Schackleton, Robert, «Botero, Bodin and Roberto Johnson», The Modern Language Review, 43,
No 3, 1948, pp. 405-409. Ver también Meadows, Paul, «Giovanni Botero and the Process of Urbani-
zation», The Midwest Sociologist, 20, No 2, 1958, p. 90. Suele apuntarse la relevancia que tuvo el
piamontés más allá del Canal de la Mancha, dados los gérmenes de economía política que poseían sus
escritos, junto a inicios de estadística moderna, advirtiendo que Le Relationi Universali tuvo tanto
éxito y fue tan difundida que sólo podría compararse con la difusión de la Gerusalemme Liberata del
Tasso (Gioda, Carlo, La vita e le opere di Giovanni Botero. Ulrico Hoepli, Milano, 1894, vol. I, pp.
222-223 y vol. II, p. 605). Asimismo en Inglaterra fueron conocidas las traducciones hechas por
Robert Johnson de las Relationi Universali con un sentido ligado estrictamente al comercio y la
política de colonización que ese país inició en el siglo XVII (Fitzmaurice, Andrew, «The Commercial
Ideology of Colonization in Jacobean England: Robert Johnson, Giovanni Botero, and the Pursuit
of Greatness», The William and Mary Quarterly, 64, No 4, 2007, p. 794).

176
la razón de estado en giovanni botero

El núcleo de la razón de Estado boteriana

Resulta primero indispensable entender por qué Botero se ve ante la necesidad


de detallar las características de aquello que para la época se mentaba ya como
«razón de Estado». En el libro titulado justamente Della Ragion di Stato, el pia-
montés expone de manera bastante clara cuál era la situación que movía sus
elucubraciones políticas. Así comenta desde el mismo inicio que le

ha causado suma maravilla el escuchar todo el día mencionar razón de Estado, y en tal materia citar
ora a Nicolás Maquiavelo, ora a Cornelio Tácito. […] Pero aquello que me movía no tanto a mara-
villa, sino más bien a desdeño, era el ver que semejante bárbara manera de gobernar fuese acreditada
en modo que se contraponía descaradamente a la ley de Dios, hasta decir que algunas cosas son líci-
tas por razón de Estado, otras por conciencia.4

La sed que mueve al escritor aparece explícitamente: enfrentar la nueva realidad que
deslindaba la política de su época, y que hacía necesario un replanteo de la forma
de gobernar, sin escaparse de los cánones que habían regido a la cristiandad durante
siglos, y evitando los consejos que pretendían imponerse a través de la interpreta-
ción de la obra maquiavélica. Se podría decir, en lenguaje de Pocock, que Botero
intenta «hacer una movida», la cual en palabras del investigador contemporáneo
supone «un juego y una maniobra táctica», la cual debe ser estudiada en dependen-
cia con «la forma en que entendamos la situación práctica en que se encontraba, el
argumento que deseaba plantear, la acción o norma que deseaba legitimar o
deslegitimar».5 Es decir, busca relegitimar el concepto de «razón de Estado» bajo
cánones distintos, acaso como una «contramovida» frente al maquiavelismo.
Con base en la cita de Botero, no puede aquí obviarse que investigadores con-
temporáneos comenzaron una elocuente reinterpretación de las obras de Ma-
quiavelo, intentando en algunos casos demostrar que el florentino estaba lejos de
ser un pensador ateo o tendiente a una secularización extrema.6 Si bien este tra-

4. Botero, Giovanni, Della Ragion di Stato. Donzelli Editore, Roma, 1997, pp. 3-4. Este artículo,
Della Ragion di Stato (junto a los agregados que se le fueron adhiriendo) y Delle Cause della Gran-
dezza delle Città fueron estudiados a través de ediciones contemporáneas según se detallará en la
bibliografía. El resto de los textos del piamontés fueron analizados a través de digitalizaciones de las
primeras publicaciones realizadas hacia fines del siglo XVI y principios del XVII, y se explicitarán las
editoriales e instituciones responsables de ellas. Finalmente, la Quinta Parte de las Relationi Univer-
sali, que fue escrita con posterioridad (en 1611), se obtuvo de la transcripción hecha en el volumen
III de la obra de Carlo Gioda sobre Botero. Todas las citas que se transcribirán serán traducidas al
español por el autor de este artículo.
5. Pocock, J. G. A., «Historia intelectual: un estado del arte», Prismas, No 5, 2001, pp. 156-157.
6. Como ejemplo de ello puede citarse la concepción sobre la teología política de Maquiavelo que
esgrime Miguel Vatter o los trabajos que, fundándose en las conclusiones de este último investigador,
desarrollan el concepto de milagro en la teoría maquiavélica (Orrego Torres, Ely, «Desafiando a la

177
mario leonardo miceli

bajo no se centra en la figura del florentino, cabe aclarar que estas reinterpreta-
ciones no invalidan la tarea que emprendió Botero respecto del supuesto mensaje
de Maquiavelo. En primer lugar porque, si bien Botero podría estar basándose
en una errónea interpretación de Maquiavelo, se marcará que las tesis del pia-
montés responden además a teorías de otros pensadores. En segundo término, si
se me permite la siguiente lectura, y según los planteos metodológicos que sugie-
ren la importancia de analizar la obra del autor en relación con su marco contex-
tual, me atrevería a decir que quizás sea más importante relevar cómo Maquia-
velo fue entendido en las décadas que siguieron a su obra, por más que haya sido
de una manera que hoy descubriríamos como errónea. En este sentido, lo notable
es que, según esgrime Botero, en las cortes de la época la visión que se tenía del
florentino era la de un pensador cuya teoría política estaba lejos de preceptos
teológicos, siendo el temor del piamontés que muchos gobernantes actúen sobre
la base de dichas premisas, lo cual por otra parte se condice con el proceso de
secularización de lo político que se inició en el mundo occidental, aún más allá
de si Maquiavelo haya sido o no un profeta de éste. Y en tercer y último lugar
puede apuntarse que, aun aceptando las conclusiones de estas nuevas tesis sobre
Maquiavelo, las premisas teológicas del florentino difieren de aquellos conceptos
medievales en los cuales se basaba Botero.7
Teniendo en cuenta su objetivo, Botero da una primera definición del término
como la «noticia de los medios aptos para fundar, conservar y ampliar un
dominio».8 Esta primera significación resulta ya un claro ejemplo del eje de la
hipótesis de este artículo, dado que se dejan notar ciertas conexiones con el pen-
samiento político medieval, pero a la vez introduciendo sutiles (pero no meno-
res) diferencias respecto de él, como consecuencia de una posible adaptación al
contexto que vive el piamontés. La cita parecería en principio remontar a lo ex-
puesto por Tomás de Aquino en su Del gobierno de los príncipes,9 pero en el

Fortuna: Maquiavelo y el concepto de milagro», en Diego Sazo Muñoz (ed.), La revolución de Ma-
quiavelo. El Príncipe 500 años después. RIL Editores, Santiago de Chile, 2013, p. 257). Otro caso
paradigmático es el de Maurizio Viroli, quien en un reciente texto presenta en extenso cómo en
Maquiavelo seguía existiendo una cierta idea del Dios cristiano con no menores influencias sobre sus
teorías políticas (Viroli, Maurizio, Machiavelli’s God. Princeton University Press, New Jersey, 2010).
7. Por ejemplo Ely Orrego Torres, en el ya citado trabajo, describe la idea del milagro en Maquiavelo
más ligado a lo humano y no como un fenómeno estrictamente sobrenatural. En cuanto a Viroli,
presenta la figura de Dios en Maquiavelo en conexión con el republicanismo, la idea de patria y el
desarrollo de ciertas virtudes que no eran pensadas desde una especie de paganismo, lo cual, si bien
tenía fuertes conexiones con el Medioevo, el mismo investigador italiano contemporáneo acepta que
representaba un cristianismo sui generis que se alejaba de la Iglesia romana (op. cit., pp. 2-3).
8. Botero, Giovanni, Della Ragion di Stato, op. cit., p. 7.
9. «Y siendo enseñado por la ley divina, su principal cuidado [el del gobernante] ha de ser cómo hará
que viva bien el pueblo que le está sujeto; el cual cuidado se divide en tres cosas. Lo primero, cómo

178
la razón de estado en giovanni botero

aquinate la cuestión nuclear alude al objeto del «bien vivir», muy probablemente
en referencia a la búsqueda de un estilo de vida virtuoso que coadyuve a la ple-
nificación del hombre tanto en lo material como en lo espiritual. Sin embargo, en
el piamontés el objeto de las tres acciones es claramente otro: no la vida buena o
virtuosa sino el dominio, entendido como la extensión territorial, sus recursos
materiales o hasta en el moderno sentido del Estado como máquina de monopo-
lización del poder. El uso de la palabra «medios» es sintomático en este sentido,
hecho que parece acercarlo más a Hobbes que al aquinate.10 Si bien Botero no
contradiría el objetivo de vida virtuosa que describe Tomás de Aquino, es parti-
cular que, a la hora de expresar aquello que primeramente es la función del go-
bernante, tome la tríada tomista pero la reinterprete en un sentido similar al que
ya había realizado Maquiavelo.11
El problema no se resuelve aquí, ya que a pesar de la modernidad de esta primera
definición, Botero no claudica respecto de su primer objetivo de refundar un arte
de gobierno que respete la verdadera religión, a fin de que sus principios se con-
viertan en el eje transversal que guíe todo accionar político, aun el de su época. En
todo caso, aquí debería apuntarse entonces que, si bien su razón de Estado puede
referirse a medios para realizar ciertos proyectos políticos, éstos no se relacionan,
como diría Bobbio, a aquello que materialmente se necesita para alcanzar simple-
mente un cierto objeto de deseo, sino que están ligados a fines que van más allá de
lo estrictamente político y de los intereses personales de tal o cual gobernante.

ha de fundar en el pueblo este modo de bien vivir. Lo segundo, cómo lo ha de conservar después de
comenzado. Y lo tercero cómo podrá hacer que cada día vaya en aumento» (Tomás de Aquino, Del
gobierno de los príncipes. Editora Cultural Bs. As., Buenos Aires, 1945, Libro I, capítulo 15).
10. Puede aquí traerse a colación la manera en que algunos politólogos contemporáneos describen el
concepto de Estado con anterioridad al siglo XVII, ligándolo estrictamente a la figura del gobernante
y concluyendo que, dado que el Estado era de alguien, por ello ese alguien podía conservarlo o
agrandarlo, en una directa ligazón a la idea de «medio de dominación» (Mansfield Jr., Harvey C.,
«On the Impersonality of the Modern State: A Comment on Machiavelli’s Use of Stato», The Ame-
rican Political Science Review, 77, No 4, 1983, p. 853). En un sentido similar habla Bobbio cuando
describe las teorías sustancialistas del poder en referencia a aquellas que lo entienden como un medio
que sirve para alcanzar lo que es objeto de nuestro deseo, y pone como ejemplo a Hobbes (Bobbio,
Norberto, Estado, gobierno y sociedad. Por una teoría general de la política. Fondo de Cultura Eco-
nómica, México, 1996, p. 103). Algo análogo exhibe Guillermo O’Donnell pero refiriéndolo al Es-
tado capitalista de los siglos XIX y XX y dentro de un marco ideológico diverso al tomado en este
artículo, cuando describe la asimetría que se crea gracias a ese ente estatal que tiene los recursos (es
decir, los «medios») de coacción física, económicos, de información e ideológicos para ajustar los
comportamientos (O’Donnell, Guillermo, «Apuntes para una teoría del Estado», Revista Mexicana
de Sociología, 40, No 4, 1978, p. 1159).
11. No es el objetivo de este trabajo comparar con exactitud los textos de Botero con los del florentino,
pero sólo recuérdese que en El Príncipe se pueden rastrear referencias a la cuestión recién descripta
usando los mismos términos de «medios» para la fundación o adquisición, conservación y ampliación
del Estado (Machiavelli, Nicolò, Il Principe. Le Monnier, Firenze, 1969, pp. 80, 110, 139 y 152).

179
mario leonardo miceli

Nótese la siguiente cita: «Y qué mayor locura puede ser que el prevaricar contra
la ley de Dios para ampliar el Estado; y dañar su alma, en pos de dejar el reino más
grande a sus sucesores», agregando luego que la fama y la gloria (aquellas virtudes
que había querido ensalzar el Renacimiento) son un arma de doble filo.12 La ver-
dadera ley de Dios es la que debe seguir rigiendo las ciencias prácticas, entre ellas
la política, y aquí es donde se ve claramente la conexión que Botero marca entre la
política medieval y el surgimiento del Estado moderno. Así deja en claro que los
medios políticos están inscriptos en el marco de una clara jerarquía de fines, siendo
que «las riquezas, la dignidad, los reinos y los imperios tanto tienen del bien
cuanto de comodidad se orientan a honrar a Dios y de conseguir el fin último».13
Botero busca sistematizar la razón de Estado bajo un arte de gobierno que se
fundamente en principios claros, y que ese mismo arte se convierta en una estruc-
turación consistente de los medios legítimos a utilizar de manera normal en po-
lítica para la consecución del bien común, una razón subordinada a la ética (una
recta ratio para elegir los medios), interpretación que también aparecía en los
teóricos españoles de la razón de Estado.14 Por lo tanto, el nuevo concepto no
necesariamente implica una conexión con ese supuesto proceso de autonomía de
lo político y ni siquiera se tiñe de un sentido peyorativo. Se presenta simple-
mente como los medios que, en concordancia con principios éticos, buscan so-
brellevar los problemas políticos que se generan en la vida de las comunidades.
Este objetivo trasciende su obra Della Ragion di Stato, para transformarse en un
eje transversal a lo largo de su vida como publicista. Fíjese en este sentido cómo
en la misma dedicatoria a De Prencipi Christiani explica que

en años pasados entregué para su publicación las más importantes maneras del buen gobierno, de
manera sucinta en mi Razón de Estado recopiladas; y ahora publico la primera parte de los Príncipes

12. Botero, Giovanni, De Prencipi Christiani [Parte Prima]. Dominico Tarino (digitalizado por Goo-
gle), Torino, 1601, p. 90.
13. Idem, p. 91. Apúntese cómo Chabod resalta esta particularidad de Botero de no pensar en una
ciencia política autónoma. Siguiendo las líneas metodológicas de Quentin Skinner («Meaning and
Understanding in the History of Ideas», History and Theory, 8, No 1, 1969), podría firmemente decirse
que esto no significa en absoluto un error del piamontés. Ahora, paradójicamente, esto sirve a Chabod
para referenciar una ventaja que surge de esa supuesta falencia: «Feliz defecto, por un lado, que le
permitía ver lo que Maquiavelo, presa de una sola pasión, no había visto; que le hacía advertir, junto a
la actividad política, la vida económica de las naciones y le hacía posible concebir, escribir y publicar
las Cause della grandezza delle città» (Chabod, Federico, «Giovanni Botero», en Federico Chabod,
Escritos sobre el Renacimiento. Fondo de Cultura Económica, México, 1990, p. 256). El contemporá-
neo historiador italiano estaría diciendo entonces que es justamente esa conexión con la estructura
medieval de disciplinas lo que lleva a Botero a poder profundizar ciertos temas mejor que el florentino.
14. Fernández-Santamaria, José A., «Reason of State and Statecraft in Spain (1595-1640)», Journal of
the History of Ideas, 41, No 3, 1 iulie 1980, p. 355.

180
la razón de estado en giovanni botero

Cristianos, donde, en las acciones de óptimos y valerosísimos Reyes, la práctica y uso de esa Razón
de Estado, como pintura a su luz, se aprecian.15

Se recrea así un arte político que, sin desentenderse de los problemas coetáneos,
busca consolidarse como un accionar que pueda ser considerado normal más allá
de las circunstancias propias de tal o cual reinado, dentro de la estructura teleoló-
gica que aparecerá continuamente como escenario de fondo de sus postulados.16
Dicho trasfondo deberá ser tomado en cuenta a lo largo de este artículo, espe-
cialmente si, frente a las interpretaciones contemporáneas sobre la razón de
Estado moderna y la boteriana en particular, se intenta buscar un camino dis-
tinto que muestre que, más allá de los atisbos de modernidad que se analizarán
en el piamontés, la conexión con la cristiandad medieval sigue siendo muy
fuerte. Un claro ejemplo de estas problemáticas se encuentra desde la mera de-
finición del concepto de razón de Estado dado por pensadores del siglo XX. Por
tomar sólo un ejemplo, Foucault habla de la nueva ratio gubernatoria que se
descubre en el siglo XVI, el cual opera bajo una racionalidad propia, de modo
que se liga a Botero con una definición no territorial de Estado sino con una
firme dominación sobre los pueblos, con una especie de revolucionaria inven-
ción de técnicas de poder parangonable al descubrimiento del heliocentrismo o
la ley de gravedad.17 En un sentido similar habla Viroli cuando explica la razón
de Estado como «el conocimiento de los medios para preservar la dominación
sobre un pueblo», dentro de aquello que el italiano considera como una revolu-
ción en el lenguaje de la política.18 Estas enunciaciones sobre el tema en cuestión
parecen partir de esa idea de «medios» presente en la primera definición bote-
riana, pero el inconveniente es que decididamente se detienen en este punto.
Recuérdese que se marcó cómo Botero explícitamente busca recrear sí un arte
de gobierno como dice Foucault, pero con íntimas relaciones con la teología
moral, al punto de admitir que su verdadera intención había sido siempre una
especie de catequesis de buenas virtudes para los gobernantes.19 La razón de

15. Botero, Giovanni, De Prencipi Christiani, op. cit., dedicatoria.


16. A pesar de lo profundamente crítico que es respecto de Botero, Meinecke acepta que en el pen-
samiento político del piamontés se entrevé el lado general de la teoría de la razón de Estado y no los
intereses estatales propios de cada país (Meinecke, Friedrich, La idea de la razón de Estado en la edad
moderna. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1952, p. 67).
17. Foucault, Michel, Seguridad, territorio, población. Curso en el Collège de France (1977-1978).
Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006, pp. 67-70.
18. Viroli, Maurizio, From politics to reason of state. Cambridge University Press, Lexington, 2011,
p. 2.
19. Botero, Giovanni, Detti memorabili di personaggi ilustri. Bartholomeo Fontana (digitalizado por
Google), Brescia, 1610, p. 236.

181
mario leonardo miceli

Estado boteriana está inscripta así en medio de esta necesidad de recreación de


un arte gubernamental que, a diferencia de lo postulado por Foucault o Viroli,
puede enmarcarse, sin necesidad de ampulosas definiciones sobre una supuesta
revolución (término que es usado casualmente tanto por el francés como por el
italiano), dentro de aquello que clásicamente se conocía como literatura de es-
pejo de príncipes.

La omnipotencia política y los medios concretos


de la razón de Estado boteriana

Teniendo en cuenta lo expuesto, ya se deja entrever en el pensamiento de Botero


una especie de péndulo entre las ataduras medievales que subordinan la política
a otros preceptos y la aparición de ciertas posturas que lo ligan (quizás tímida-
mente) a una teoría política moderna. Centrándonos ahora en una de las facetas
de ese péndulo, conviene apuntar aquellas secciones de la obra boteriana que
recrean un poder gubernamental que en cierto sentido asemeja una teología po-
lítica donde el gobernante, en su relación con la comunidad que rige, se trans-
forma en un análogo del Dios creador. Esta tendencia se emparenta con el pro-
ceso de centralización del poder que la teoría clásica explica en relación con la
conformación del Estado soberano. En este marco, se mostrará cómo Botero no
escapa a dicho desarrollo y hasta se transforma en un fiel exponente de él, sin
olvidar que justamente su arte de gobierno, aún bajo la subordinación a los pre-
ceptos de la ley divina, intenta convertirse en un accionar eficaz para el éxito de
los gobiernos de la época.
Antes de continuar, me permito abrir un pequeño paréntesis para simplemente
explicitar una cuestión que creo relevante para entender el tipo de gobierno que
plantea Botero. Se refiere a la antropología filosófica pesimista que subyace a su
teoría política. Es importante destacar que ella no es desarrollada de forma explí-
cita a lo largo de sus obras, en el sentido de que no se encuentra ninguna sección
que específicamente trate el tema. Aquello que solapadamente surge es una serie
de aseveraciones que pueden acercarnos a una posible interpretación del tema. El
punto puede verse en primer lugar respecto de la existencia de la autoridad como
instrumento necesario frente a la maldad presente en toda comunidad. Más allá
de cómo describe diversas teorías sobre el origen del poder, valga en principio
apuntar que en el piamontés florece aquella idea ya presente en los primeros
Padres de la Iglesia de que la existencia del pecado original hace inevitable la
presencia de un gobernante que castigue los desvíos a los que todo ser humano
tiende. Nótese el siguiente extracto:

182
la razón de estado en giovanni botero

La vida, el honor y nuestras facultades están en las manos de los jueces, porque, faltando en gran
parte el amor y la caridad, crece no obstante la violencia y la codicia de los hombres malvados, de los
cuales si no fuésemos defendidos por los jueces, mal pasarían nuestras necesidades.20

Parece estar más que explícito el lenguaje de la vis coactiva de los primeros pen-
sadores cristianos (San Agustín entre ellos) que encontraban la justificación úl-
tima de la autoridad en la necesidad de reprimir el pecado. La perspectiva no
aflora sólo respecto de los jueces sino también en referencia a la definición de
“política”. Es así que, hablando de las ciencias que sirven para afinar la pruden-
cia, argumenta que «la moral da el conocimiento de las pasiones comunes a to-
dos, la política enseña a moderar o secundar estas pasiones y los efectos que se
siguen en los súbditos con las reglas del buen gobernar».21 El arte gubernamental,
es decir, la razón de Estado, se basa en un accionar que controle las pasiones
humanas, hecho que a su vez demuestra que Botero sigue anclado a una concep-
ción de la política que dista de ser la ciencia autónoma que habría supuestamente
fundado Maquiavelo.22 Una vez más será importante considerar que la perspec-
tiva de Botero no resulta novedosa, si recordamos que en todo caso es este pesi-
mismo de origen clásico y medieval aquello que lo llevará por ejemplo a esgrimir
que la «experiencia enseña que, por la corrupción de la naturaleza humana, la
fuerza prevalece sobre la razón y las armas sobre las leyes».23
Como consecuencia emergen en las obras de este clérigo secciones donde
claramente se inscribe en un decadente ambiente de desilusión. En medio de
esa supuesta literatura que buscaba mostrar a los gobernantes ejemplos de
virtud política, asevera que «los príncipes, por los goces en los cuales están
insertos, y por la majestad en la cual viven, poco suelen acordarse de la debili-

20. Botero, Giovanni, Delle Cause della Grandezza delle Città, en Della Ragion di Stato, con tre li-
bri: Delle Cause della Grandezza delle Città, due Aggiunte e un Discorso sulla popolazione di Roma.
Tipografia Torinese, Torino, 1948, p. 374.
21. Botero, Giovanni, Della Ragion di Stato, op. cit., p. 44.
22. Apréciese que, al comparar a Maquiavelo con Tomás de Aquino, Chabod declara cómo el floren-
tino considera al «Estado como realidad de hecho cuya validez teórica es inútil o hasta absurdo
buscar; el Estado que es lo que es sin conexión alguna con presupuestos metafísicos –con la idea
agustiniana del pecado por ejemplo–, y la política, como esfera de actividad autónoma, más allá del
bien y el mal morales» (Chabod, Federico, «El Renacimiento en las interpretaciones recientes», en
Escritos…, op. cit., p. 17). Será importante entonces saber diferenciar, más allá de los párrafos que
conecten a Botero con Maquiavelo, que el piamontés tiene, a diferencia del segundo, una base teoló-
gica como la que Chabod asociaba al agustinismo.
23. Botero, Giovanni, Delle Cause della Grandezza delle Città, op. cit., p. 399. Este pesimismo llega
a tal extremo de citar sin tapujos a Mohamed II rey de los turcos, quien «decía que el mantener la
palabra dada era cosa de mercader, no de príncipe, porque el mercader vive del crédito y de la fe, el
príncipe se vale de la fuerza y de las armas» (Botero, Giovanni, «Della neutralità», en Della Ragion
di Stato, con tre libri…, op. cit., p. 446).

183
mario leonardo miceli

dad [imbecillità] humana».24 Consecuentemente, en ciertas ocasiones no tiene


demasiada esperanza respecto de la clase política que lo circunda, hecho que no
suele florecer necesariamente a través de críticas puntuales a gobernantes (aun-
que sí respecto de pensadores como Maquiavelo o los politiques) sino por escue-
tas referencias, generalmente apuntando a los buenos ejemplos del pasado que en
su presente no solían repetirse. Finalmente, esta desilusión lleva al paradójico
Botero que, como postulan muchos de sus biógrafos, tanto se inmiscuía en los
aspectos terrenales, a menospreciar explícitamente la vida activa, cayendo en una
especie de ascetismo donde sólo el verdadero hombre religioso tiene posibilida-
des de escapar de la miseria humana.25 Esta postura antropológica lo lleva por un
lado a intentar reforzar el poder político, pero también por otro a perder en
ciertas ocasiones las esperanzas de reformar a los gobernantes de la época y que
se condice con el ambiente general en el cual se iba insertando Europa.26 La po-
lítica en este contexto no parece proveer a la plenitud del ser humano sino que
solamente se convierte en un medio para mantener el orden. Como se analizará
a continuación, la exageración de esta tendencia, que parte de un cierto agusti-
nismo pero que parece rayar con el luteranismo, llevará a Botero a una concep-
ción del poder bastante particular.
Centrándonos ahora sí en el tipo de gobierno que propone Botero, debe remar-
carse que en la mayor parte de sus obras Botero se muestra como un clásico ab-
solutista del siglo XVI. La primera respuesta respecto de quién debería llevar las
riendas de la razón de Estado es sin duda el príncipe o rey, descripto en principio
como un poder omnímodo. Así asevera que «es cosa de Príncipe grande (imi-
tando en esto al Altísimo Dios) el elevar las cosas bajas y agrandar las pequeñas
con su benignidad y favor»;27 postura que se ve reforzada cuando explicita en otra
obra que «es tanta la eficacia y la fuerza de la residencia de los príncipes, que sólo
ésta es suficiente para constituir y formar de una vez las ciudades».28 Aquel ám-
bito citadino, que Botero reclama como el lugar donde verdaderamente la per-
sona logra su plenitud, es visto como producto del poder del príncipe. Funda-
menta esta cuestión con ejemplos que sirven para ilustrar sus teorías, los cuales
son extraídos de manera paradójica no sólo de la historia occidental antigua y

24. Botero, Giovanni, De Prencipi Christiani [Parte Prima], op. cit., p. 180.
25. Botero, Giovanni, Detti memorabili di personaggi ilustri, op. cit., pp. 146-147.
26. Véanse las referencias a las ideas que surgen en pensadores del siglo XVI sobre la «mutabilidad
del ser», el escepticismo general en varios ámbitos del saber humano o el sentimiento de melancolía
asociado a la ansiedad por la alteración de todas las cosas (Bouwsma, William J., The waning of the
Renaissance. Yale University Press, New Haven, 2002).
27. Botero, Giovanni, Della Ragion di Stato, op. cit., p. 6.
28. Botero, Giovanni, Delle Cause della Grandezza delle Città, op. cit., p. 394.

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la razón de estado en giovanni botero

cristiana sino también de reinos como Egipto, Asiria y finalmente China.29 Esta
misma tendencia lo lleva a situar en parte a la Iglesia católica dentro de este
marco, ya que advierte que «Roma, centro del mundo, no sería muy diferente a
un desierto que a una ciudad si el Sumo Pontífice no residiese en ella, y la enalte-
ciese con la grandeza de su corte y con el concurso de los embajadores, prelados
y príncipes».30 Puede apreciarse así la conciencia que tenía Botero sobre la analo-
gía entre el proceso de centralización que había sobrellevado la teocracia papal y
aquel que se estaba realizando en las demás monarquías absolutas, los cuales por
otro lado curiosamente son asimilados a los legendarios reinos orientales.
Este poder supremo se ve asimismo reflejado para con sus más cercanos cola-
boradores, dado que recomienda a su príncipe que «no permita a sus ministros,
por grandes que sean, el arbitrio y la facultad absoluta de hacer razón, sino que
los someta lo máximo posible a la prescripción de las leyes, reservando el arbitrio
para sí mismo».31 El gobernante debe retener, por encima del recinto de sus mi-
nistros (los cuales sí deben estar sometidos al imperio de la ley), un ámbito de
decisión que no esté condicionado bajo ningún aspecto. Se parece aquí a ese
Leviatán que describe Schmitt en relación con la obra de Hobbes que, como «el
titular del poder supremo, rector y gobernador del Estado, el “Gobernor” como
reza el texto inglés, “Rector” en el texto latino, dispone las penas y las
recompensas».32 Nótese además que Botero no posee ningún tapujo en hablar de
«arbitrio», sin declamar si éste se basa en algún tipo de precepto superior o en el
mero capricho de la autoridad. Si bien más adelante se encontrarán respuestas a
este dilema, por el momento sólo se pinta la figura de un gobernante que se
transforma en la instancia última del poder de decisión, premisa que termina de
confirmar cuando comenta que «es de gran importancia el secreto [secretezza],
porque es aquello que rinde al príncipe similar a Dios […] hace que los hombres,
ignorando los pensamientos del príncipe, estén expectantes de sus diseños».33 En

29. Idem, p. 388.


30. Idem, p. 398.
31. Botero, Giovanni, Della Ragion di Stato, op. cit., p. 33.
32. Schmitt, Carl, El Leviathan en la Teoría del Estado de Tomás Hobbes. Struhart & Cía., Buenos
Aires, 1990, p. 19.
33. Botero, Giovanni, «Della Riputazione», en Della Ragion di Stato, con tre libri…, op. cit., p. 430.
Estos consejos se enmarcan por otro lado en una tendencia generalizada del absolutismo que reivin-
dicaba la importancia de los secretos de Estado, proceso muy estudiado por Ernst Kantorowicz,
quien asocia la cuestión al «pontificalismo» de las nuevas monarquías que estaban absorbiendo po-
deres que anteriormente se encontraban en la esfera de la teocracia papal, donde el gobierno empieza
a presentarse como una especie de «mysterium administrado sólo por el alto sacerdote real [el propio
rey] y sus indiscutibles funcionarios» (Kantorowicz, Ernst H., «Secretos de Estado (un concepto
absolutista y sus tardíos orígenes medievales)», Revista de Estudios Políticos, 1959, p. 45). Se advierte
asimismo cómo los textos políticos del momento empezaban a usar una serie de conceptos que ha-

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mario leonardo miceli

este cuadro, sólo el príncipe debe conocer aquello que hoy denominaríamos
como las grandes políticas de Estado, o lo que en lenguaje boteriano sería la
esencia de la razón de Estado.
Debe siempre tenerse en cuenta que Botero estaba viviendo la plena consolida-
ción de las signorie en la mayor parte de la península itálica, y así resulta lógico
que su teoría política se transforme (en parte) en justificación de esta realidad.
Pero más allá de esta adecuación al contexto, algunos párrafos parecen ir aún más
lejos hacia las raíces de toda filosofía política, transformando al príncipe en la
base misma de la comunidad, aquello que le da verdadera vida y del cual depende
la salud de toda la estructura política.34 Esta óptica del gobernante que vitaliza al
Estado, otra vez al estilo de un Dios creador, queda explícitamente confirmada
por Botero: «Y la causa es que la Razón de Estado supone al Príncipe y al Estado
(aquel casi como artífice, éste como materia)».35 El Estado, aquí probablemente
en referencia al cúmulo de territorios, población e instituciones, pero a la vez
como algo exterior al gobernante, es una materia maleable por este último; es el
artesano que da la forma a algo que sin este agente no tendría existencia. El go-
bernante se transforma en la causa eficiente de la persona pública y de él depende
su esencia, en una analogía directa con la divina Causa prima.36
Esta última cuestión se cristaliza en las ocasiones en que Botero trata el lugar
del pueblo dentro de su teoría política, generalmente haciendo referencia a aque-
lla agrupación de hombres que se diferencia del príncipe y la aristocracia, como
un todo homogéneo falto de voluntad, el cual debe ser ordenado y controlado
(reapareciendo aquí su antropología pesimista). Si bien el tema podría desarro-
llarse en detalle, para los fines de este artículo conviene apuntar brevemente esa
visión del pueblo como una masa informe que puede ser determinada por la
voluntad de los gobernantes.37 Florece la figura paternalista del príncipe que tiene
a cargo una grey, hecho que Botero confirma aseverando que «la lejanía suele
producir que los Príncipes, sin poder por sí mismos ver las necesidades de los

bían fundamentado la teocracia papal, siendo un claro ejemplo sobre cómo los lenguajes de una tra-
dición muchas veces extraen ideas de áreas no políticas que migran hacia la esfera de lo político
(Boucher, David, «Language, Politics & Paradigms: Pocock & the Study of Political Thought», Po-
lity, 17, No 4, 1985, p. 766).
34. Botero, Giovanni, Della Ragion di Stato, op. cit., pp. 20 y 90-91.
35. Extraído de los agregados a la edición romana de 1590 de Della Ragion di Stato (op. cit., apéndice
1, p. 231).
36. Gentile, Francesco, Inteligencia política y razón de Estado. EDUCA, Buenos Aires, 2008, pp.
74-75.
37. Aquí puede recordarse que Leo Strauss describía en un sentido análogo la teoría de Maquiavelo
donde, dada la «maleabilidad infinita del hombre», el príncipe podía transformar a los súbditos a
través de la coacción (Strauss, Leo, Qué es la filosofía política. Guadarrama, Madrid, 1970, pp. 56-57).

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la razón de estado en giovanni botero

súbditos, dejan [a sus pueblos] a presa de la avaricia, de la libido y de la insolen-


cia de los ministros».38 Si con anterioridad el absolutismo de la razón de Estado
boteriana aconsejaba reducir el poder de los ministros subordinándolos a la ley,
ahora directamente los descalifica moralmente frente a la figura de ese gober-
nante que debe hacerse cargo de un pueblo que sin su ayuda no podría llegar a la
virtud que plenifica a todo hombre. La tendencia se vuelve extrema cuando en
ocasiones despersonaliza a los súbditos; por ejemplo cuando, citando al padre
Ignacio de Loyola, recuerda que la «prudencia no es virtud de quien obedece y
sirve, sino de quien gobierna y comanda».39 Sólo importa que el gobernante po-
sea ciertas virtudes, principalmente en referencia a la más política de todas ellas
como es la prudencia, aun yendo en contra de parte de las teorías platónicas,
aristotélicas o tomistas donde se exigía también la prudencia en los gobernados
para el correcto funcionamiento de la comunidad.40 Si se analiza el punto aislada-
mente hasta podría llegar a inferirse que esos súbditos deberían obedecer a su
gobierno ciegamente, dado que para ello no se necesita ningún tipo de virtud
política; en todo caso quizás sólo la templanza que limite esas pasiones que, con
base en su antropología pesimista, serían la causa de los desórdenes sociales. Esta
ciega obediencia del pueblo puede aún convertirse en consejos útiles para esos
príncipes que deben lidiar en el Cinquecento sumido constantemente en guerras,
ya que Botero, relatando unas batallas del rey Enrique III de Francia contra el
duque de Guisa, recuerda lo siguiente: «Es claro que si el Rey hubiese con todas
sus fuerzas asaltado la casa del Duque, lo habría fácilmente apresado o matado.
El pueblo quedándose sin cabeza, no habría tenido el ánimo de sublevarse o
habría sido fácilmente rebatido por no tener cabeza».41 Sin el gobernante, el pue-
blo es un cuerpo acéfalo, incapaz de comandarse en ningún tipo de accionar
político, ya sea una guerra o una rebelión. Por último, el pueblo emerge como un
recurso de máxima relevancia para la gobernabilidad (pero como recurso al fin).
Ya no se trata aquí de evitar que la masa se insubordine, sino inversamente inten-
tar usarla como medio (de eso trataba la razón de Estado según la definición de
Botero) para los emprendimientos del gobernante. Justamente ello será posible
porque parte de la base de que el pueblo es algo (una cosa o una especie de ani-
mal) plausible de ser utilizado. En este marco, cita por ejemplo la importancia de
la cantidad de población, advierte que la multitud es buena para la economía,

38. Botero, Giovanni, De Prencipi Christiani [Parte Seconda], op. cit., p. 429.
39. Botero, Giovanni, Detti memorabili di personaggi ilustri, op. cit., p. 303.
40. Cfr. Raffo Magnasco, Benito, «La política como prudencia en Santo Tomás», Sapientia, 21, No 22,
1967, p. 273.
41. Botero, Giovanni, I Capitani. Alessandro Vecchi (digitalizado por Google), Venezia, 1617, p. 50.

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mario leonardo miceli

siendo el contraejemplo de ello su admirada España, que tiene buenas tierras


pero poca gente, y llega aun a criticar la política de expulsión de moros y judíos.42
Otro tópico en el que se aprecia esta omnipotencia política es en una proble-
mática muy cara al cristianismo medieval: la manera de actuar ante las herejías.
Quizás ésta sea la obsesión principal de la obra boteriana (junto a la afrenta con-
tra el maquiavelismo) y por ello conviene apuntar cómo se relaciona con la cues-
tión del poder gubernamental. El piamontés asocia la lucha contra la herejía (y
contra el infiel, según se analizará más adelante) como la principal tarea respecto
de la consolidación del bien público.43 Ahora bien, Botero emparenta al hereje
con el concepto de enemigo interno, y ejemplifica lo expuesto no sólo desde la
teoría política sino también al describir hechos históricos.44 La problemática reli-
giosa se torna en política y hasta podría relacionarse con las conceptualizaciones
que Carl Schmitt propugna sobre la base de la definición de lo político a través
de la idea del enemigo.45 En sus escritos el hereje resulta ser la peor de las amena-
zas porque ofende en primer lugar al orden espiritual y, en estricta conexión con
las ideas medievales, desvirtúa como consecuencia la paz temporal, de modo que
la cuestión se convierte en el núcleo del problema político.46 En este marco, Bo-
tero cree que la razón de Estado debe desplegar en su mayor potencia los medios

42. Botero, Giovanni, Della Ragion di Stato, op. cit., p. 151. El tópico reaparece constantemente en
las obras, por ejemplo elogiando a Venecia por mantener bien poblada a su república (Botero, Gio-
vanni, Relatione della Republica Venetiana. Kessinger Publishing LLC, Whitefish, 2010, p. 18) o
aconsejando al príncipe aquello que hoy denominaríamos como políticas demográficas (Botero,
Giovanni, Della Ragion di Stato, op. cit., pp. 159 y 162), que llega a tener enfoques que hoy asocia-
ríamos a la estadística.
43. Idem, p. 276.
44. Por ejemplo, presentando al hereje como traidor político en época de Carlos IX de Francia al
relatar las imputaciones hechas a un líder calvinista (Botero, Giovanni, De Prencipi Christiani [Parte
Prima], op. cit., p. 143). El miedo de Botero excede lo teológico, ya que expone el peligro de esos
herejes que «se fortifican en las plazas, donde se vuelven más potentes, las rigen a su modo, con
consejos y diseños particulares para la conservación de su secta [, haciendo] ligas con príncipes ex-
tranjeros»; como si estuviese diciendo que son capaces de gestar un Estado dentro del Estado (Bo-
tero, Giovanni, Le Relationi Universali [Parte Quinta], op. cit., p. 40).
45. Schmitt, Carl, Concepto de lo político. Struhart & Cía., Buenos Aires, 2006, p. 31.
46. Citas en este sentido pululan a lo largo de toda la obra boteriana. Márquese por ejemplo cuando,
hablando de las facciones religiosas de la Francia de Carlos IX, explica que «habiendo crecido las
fuerzas de una y otra parte […] no se deseaba otra cosa que el venirse a las manos» (Botero, Giovanni,
De Prencipi Christiani [Parte Prima], op. cit., p. 135). Una vez más en lenguaje schmittiano, la crónica
boteriana muestra cómo el problema religioso había adquirido el nivel de violencia suficiente para
convertirse en político. Esto generaba el mayor de los peligros para ese Botero que funda sus teorías
principalmente en las ideas de orden y concordia, dado que la consecuencia directa de la herejía era
la desunión al interno de la comunidad, y en muchísimas ocasiones advierte que la desobediencia a
nivel religioso lleva inexorablemente a la desobediencia política, con lo cual refuerza la idea de la
herejía como germen constante de rebeldía e inestabilidad.

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la razón de estado en giovanni botero

que resultan necesarios para que el gobernante pueda cumplir su oficio de pro-
tector de la fe y de la paz política.47 Más allá de los consejos concretos (e innume-
rables) que esgrime el clérigo, lo interesante es que el punto confirma de manera
más que particular que en estos casos es solamente lícito al príncipe enfrentar
dicha amenaza. Se demuestra cómo los gobernantes de la época comenzaban a
monopolizar las funciones gubernamentales, siendo las obras de Botero un claro
indicio de que dichos procesos no se fundamentaron solamente en cuestiones
políticas o económicas sino también, y con mucha fuerza, en problemas de origen
religioso.48 La cólera lleva a Botero a otorgar al gobernante los medios para que,
en lenguaje schmittiano, culmine con el estado de excepción que produjeron los
herejes e instaure el correcto nomos para armonizar el reino.49 Es más, aquello
realmente curioso es que Botero se percata de que, si bien él no dudaría que el
catolicismo es la verdadera fe y que el citado nomos no podría escapar de ciertos
principios que van más allá de la voluntad principesca, existen gobernantes pro-
testantes que entienden correctamente cuál es el camino a seguir en pos de man-
tener el orden público y, paradójicamente, critica a los príncipes católicos por no
seguir el mismo accionar dentro de sus reinos. Es en este contexto que los gober-
nantes empiezan a adquirir con cada vez mayor fuerza los instrumentos que
Botero describe a la hora de ponderar la figura del príncipe.50 La lucha contra la
herejía termina de confirmar que el gobernante boteriano se encontraría bastante

47. Botero, Giovanni, De Prencipi Christiani [Parte Seconda], op. cit., p. 562.
48. En este marco Botero critica a ciertos gobernantes católicos (de manera paradójica si se considera
su catolicismo, pero lógica dentro de su esquema absolutista) porque «no faltan hoy hombres impíos
no menos que insanos, que dan a entender a los Príncipes que las herejías no tienen nada que ver con
la política [y] sin encontrarse ningún Príncipe herético que quiera por razón de Estado soportar el
ejercicio de la religión católica en su dominio, no faltan Príncipes que, haciendo profesión de ser
buenos cristianos, consienten espontáneamente las herejías en sus Reinos» (Botero, Giovanni, Della
Ragion di Stato, op. cit., p. 276; la frase vuelve a repetirse casi con idénticos términos en Botero,
Giovanni, De Prencipi Christiani [Parte Prima], op. cit., p. 139, y en Botero, Giovanni, Le Relationi
Universali [Parte Terza], op. cit., p. 60).
49. De hecho un pensador contemporáneo como Ernst Forsthoff postulaba que «el Estado moderno
es una creación de la época de las guerras de religión y fue el instrumento para su superación», siendo
la soberanía el medio específico para ello (Forsthoff, Ernst, El Estado de la sociedad industrial. Ins-
tituto de Estudios Políticos, Madrid, 1975, p. 10).
50. Emulando a Borrelli, el príncipe boteriano se transforma en claro ejemplo de esa razón de Estado
que sirve para neutralizar los elementos de conflicto que emergen de la vida privada, a través de
«prerrogativas arbitrarias de intervención por parte del sujeto detentor del comando»; es el gobierno
que se convierte en la instancia última para confrontar la emergencia de la diversidad cultural y social
(Borrelli, Gianfranco, Ragion di Stato e Leviatano. Il Mulino, Bologna, 1993, pp. 257-259). Cabe sin
embargo volver a aclarar que esta visión debe ser morigerada si se recuerda que el accionar político
en contra de los herejes había sido una práctica común durante todo el Medioevo, sin que se pensase
como una forma de control de la diversidad social, sino como un lógico programa de manutención
de la unidad religiosa.

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mario leonardo miceli

cercano a aquello que Schmitt conceptualiza al hablar del Estado como una espe-
cie de Dios creador.51 Gianfranco Borrelli habla en términos casi idénticos en
referencia a esos príncipes del siglo XVI que tenían como fin recrear el orden
político análogamente a lo que Dios hacía en el orden natural.52 El monarca se
transforma así en el vínculo entre Dios y el hombre; sin negar el teocentrismo, se
sitúa como la mejor analogía del artífice divino.53

A fin de detallar un poco mejor esta perspectiva de consolidación de un poder


con claras características de omnipotencia, creo interesante centrarnos por úl-
timo en algunos de los medios concretos que los gobernantes tendrían para po-
der llevar a cabo el arte político que Botero se propone redefinir. El tratamiento
resultará de relevancia porque se podrá demostrar cómo estas propuestas concre-
tas se complementan con lo anteriormente expuesto, pero a la vez comenzarán a
delimitar un camino confuso que en la siguiente sección nos llevará a morigerar
la tendencia hasta aquí analizada.
Uno de los tópicos que afloran en primer lugar es el de los consejeros o minis-
tros que rodean al gobernante. Es decir, de aquello que en la teoría política de-
nominaríamos como la surgente burocracia moderna. Como ya se estipuló, este
cuerpo de servidores debe estar, según el piamontés, fuertemente subordinado al
príncipe, y sería anacrónico pensarlo con algún tipo de independencia.54 La bu-
rocracia era sólo por ahora un instrumento en manos del gobernante absoluto
para llevar a cabo sus políticas.55 Recuerda, análogamente a lo que decía Maquia-
velo, que el príncipe debe estar atento a la elección de los ministros, a fin de
evitar los aduladores que poco sirven a la verdadera gestión del reino, a lo que
suma el peligro de que los ministros trabajen para intereses extranjeros.56 Asi-
mismo advierte que el príncipe debe evitar la compra de puestos ministeriales, de
modo de promover la idea de la virtud y el profesionalismo en la burocracia, y
velar por la integridad de sus ministros.57 De ello se extrae que los ministros pa-

51. Schmitt, Carl, El Leviathan…, op. cit., p. 65, y Teología política. Doncel, Madrid, 1975, p. 67.
52. Borrelli, Gianfranco, Ragion di Stato…, op. cit., p. 13. Ver también Bouwsma, William J., The
waning…, op. cit., p. 226.
53. Monod, Paul Kleber, El poder de los reyes. Monarquía y religión en Europa, 1589-1715. Alianza,
Madrid, 2001, p. 14.
54. Botero deja el punto en claro: «me maravillo de que en muchos reinos del Cristianismo los oficios
de mayor importancia sean perpetuos. ¿Qué razón puede existir para que un oficio sea perpetuo si
la cualidad que busca no lo es?» (Botero, Giovanni, De Prencipi Christiani [Parte Seconda], op. cit.,
p. 185).
55. Burns, Tom, «Sovereignty, Interests and Bureaucracy in the Modern State», The British Journal
of Sociology, 31, No 4, 1980, p. 494.
56. Botero, Giovanni, Della Ragion di Stato, op. cit., pp. 26-29.
57. Idem, pp. 30-31.

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la razón de estado en giovanni botero

recerían estar obligados a rendir cuentas por su renombre y accionar.58 Esto no


resulta un hecho menor porque sirve para entender que esta rendición de cuentas
se realiza principalmente en nombre del príncipe, y no de los ideales republica-
nos que sustentaban las ciudades medievales de la península, y ni hablar respecto
de cualquier esbozo de soberanía popular. Nótese por otro lado que Botero no
clarifica de qué extracción social deben ser electos los consejeros, hecho de rele-
vancia si se piensa en las clásicas teorías que apuntan a esa burguesía en forma-
ción que se avecinó al príncipe. De todas formas, para el Botero que vivía en las
ciudades italianas donde se entremezclaban los modelos del típico aristócrata
feudal y el citadino comerciante,59 lo importante no es la extracción social sino, y
aquí la conexión con otros ámbitos por fuera del económico-político, la im-
pronta moral de las personas.60 Esto también se transforma por otra parte en
ejemplo de aquello que puede analizarse respecto del valor del elemento «nacio-
nal» en Botero, y muestra que esto no resulta una problemática en su pensa-
miento, sino que su objetivo es aconsejar a los gobernantes la formación de un
cuerpo eficaz y subordinado, que sea moralmente intachable y que ayude al
príncipe en la imposición del orden.61
Junto a estos consejos sobre los ministros y funcionarios que acompañan al
príncipe, brota la discusión sobre otro de los medios relevantes que pueden ayu-
dar a la gestión eficaz del reino, y que se refiere a los recursos económicos, tema
más que preponderante dentro de aquello que significó el surgimiento del Estado
moderno. Aquí Botero muestra algunos vaivenes no menores, los cuales lenta-

58. El punto puede a la vez relacionarse con aquellos estudios que señalan que en el Barroco surge la
idea de que los ministros son personajes poco transparentes que actúan de manera espuria en nombre
de la razón de Estado, práctica que debía ser controlada por los príncipes decentes (Vagts, Alfred,
«Intelligentsia versus Reason of State», Political Science Quarterly, 84, No 1, 1969, p. 86).
59. Cfr. Waley, Daniel, Las ciudades-república italianas. Ediciones Guadarrama S.A., Madrid, 1969,
p. 165; Von Martin, Alfred, Sociología del Renacimiento. Fondo de Cultura Económica, México,
1966, p. 73.
60. Chabod estudia el tema de la extracción social de la burocracia y ejemplifica el caso con aquella
que se formó en Milán con miembros de antiguas familias aristocráticas (Chabod, Federico, «¿Existe
un Estado del Renacimiento?», en Escritos…, op. cit., p. 541). Procacci describe un proceso similar
respecto de la aristocracia napolitana (casualmente otro de los dominios españoles) y su inserción en
la burocracia y el ejército, hasta llega a hablar de una diarquía entre baronía y corona (Procacci,
Giuliano, Storia degli italiani. Laterza, Roma, 2003, p. 176). Véase también Ruggiero, Romano y
Tenenti, Alberto, Los fundamentos del mundo moderno. Siglo XXI, Madrid, 1975, p. 265, donde se
apunta que las oficinas podían ser una solución a las familias de antiguo renombre alcanzadas por la
crisis político-económica de fines del Medioevo.
61. Véase la referencia que hace Bireley a la formación de estos cuerpos de administración tanto a
nivel de los gobernantes seculares como en la cada vez más centralizada Iglesia católica, y cómo éstos
coadyuvaban al proceso de disciplinamiento de la comunidad (Bireley, Robert, The Refashioning of
Catholicism 1450-1700. The Catholic University of America Press, Washington, 1999, p. 122).

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mente nos empiezan a mostrar algunas grietas dentro de esa estructura de omni-
potencia política. En este sentido también resulta interesante apuntar que la temá-
tica no es tratada de manera específica, sino que aparece esporádicamente a lo
largo de sus obras. Márquense solamente algunas citas al respecto. En Della Ra-
gion di Stato relata cómo es necesaria la acumulación de riquezas en tiempos de
paz pero previendo futuros conflictos, dado que una vez comenzada la guerra, no
hay tiempo para recaudar dinero.62 Este tipo de frases no resultan menores, no
sólo porque se inscriben en el pragmatismo del autor, sino porque de manera ve-
lada muestran el trasfondo del proceso de centralización del poder que estaban
llevando a cabo los monarcas absolutos o los signori italianos, en donde es bien
sabido que las guerras fueron una circunstancia más que propicia para favorecer
este desarrollo. En última instancia, Botero está aconsejando que el propio gober-
nante (es decir, sin la ayuda de los señores feudales o cualquier otra institución)
tenga la capacidad de obtener recursos para enfrentar esas guerras que el siglo XVI
presentaba por doquier, aun advirtiendo la posibilidad de acumularlos en momen-
tos donde no eran necesarios. El tema no es exhaustivamente desarrollado por el
piamontés, pero no por ello deja de preocuparle. De hecho lo vuelve a tratar años
después, paradójicamente en su obra menos absolutista sobre la República de
Venecia. Aquí argumenta que no es conveniente que el príncipe tenga muchos
recursos ordinarios, sino que es mejor que tenga la capacidad de recabar extraor-
dinarios. Esta aseveración que parece ir en contra de los procesos del absolutismo
que se producían para la época es luego moderada de la siguiente manera: «No
pretendo quitar a los Príncipes los ingresos porque ¿cómo podrían vivir, conser-
var el decoro y la majestad, la justicia y la milicia? Pero sí de moderarlos de modo
que los pueblos no sean consumidos»; termina de «definir» (por no decir confun-
dir) la cuestión cuando renglón seguido explica que los recursos necesarios para
una guerra pertenecen al grupo de los extraordinarios.63 Nos encontramos nueva-
mente ante ese contradictorio Botero que es criticado por los historiadores con-
temporáneos por su incapacidad de cerrar conceptos que luego fueron vitales para
el desarrollo del Estado moderno. Sin embargo creo que deberíamos ser cuidado-
sos con el tema. Si bien es cierto que la cuestión es muy confusa, y que el primer
Botero, que proponía a los gobernantes acumular dinero en tiempos de paz para
prepararse para probables guerras, ahora inversamente piensa que esta actividad
debería ser extraordinaria, el punto tiene que entenderse dentro del contexto ge-
neral de su obra. Aquello que parece emerger es el constante vaivén boteriano
entre la adecuación a la realidad y los preceptos morales que deben guiar el accio-

62. Botero, Giovanni, Della Ragion di Stato, op. cit., pp. 142-143.
63. Botero, Giovanni, Relatione della Republica Venetiana, op. cit., pp. 23-25.

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la razón de estado en giovanni botero

nar político. Nótese que por un lado no puede obviar el hecho irrefutable de que
los príncipes de su época debían contar con recursos para enfrentar las adversida-
des constantes que proveía un siglo lleno de conflictos. Pero por otro lado surge
ese equilibrio, uno podría decir, basado en la idea del justo medio aristotélico, que
previene a Botero que no es aconsejable que una persona acumule tal grado de
poder, estando siempre la idea de tiranía presente a lo largo de sus textos.
Un buen resumen de los medios de la razón de Estado boteriana, y que se
asocian directamente a las funciones que iba adquiriendo el naciente Estado mo-
derno, vuelve a apreciarse en relación con la necesidad del príncipe de mantener
ciertos aspectos de la gobernabilidad bajo su estricta esfera. Así aconseja que

no comunique a cualquiera aquello que pertenece a la grandeza, a la supremacía, a la majestad, como


ser la autoridad de hacer leyes y entregar privilegios, de hacer la guerra y la paz, de instituir magistra-
dos y oficiales de paz y guerra, y dar gracias, honor y bienes a aquellos que fueron privados de ello;

a lo que agrega en otra edición del mismo texto el poder de «acuñar moneda, de
instituir medidas y pesos, de imponer gravámenes y tasas sobre los pueblos, de
nombrar capitanes en las fortalezas o cosas similares que conciernen al Estado».64
La cita es más que elocuente si se piensa cómo se abrevian explícitamente todas
esas funciones políticas, jurídicas, económicas y militares que los monarcas ab-
solutos fueron centralizando y que pueden hasta compararse con aquello que
Bodin asociaba a las funciones propias del soberano. Recálquese además un de-
talle: Botero define todas esas funciones, si bien muy probablemente pensando
en la figura de los reyes o los signori, dentro de aquello que «concierne al Es-
tado». Finalmente, cabe anotar un interesante resultado de todo lo expuesto, y es
que en la teoría de este clérigo parece ya estar completamente diluida la idea del
imperio medieval. Si bien con posterioridad se analizará que la figura de la Iglesia
y la idea de cristiandad están todavía muy presentes en el piamontés, en cuanto
a la esfera del poder temporal, la balanza termina de inclinarse a favor de los
reinos y principados particulares. Los Estados son los que tienen a cargo la ma-
yor parte de las funciones relevantes de la espada temporal. Asimismo Botero
deja en claro la cuestión cuando trata la figura del emperador, el cual, a pesar del
celo que muestra por los Austria y por el rey católico como un gobernante uni-
versal, es presentado sólo como aquel que gobierna una serie de ciudades y prin-
cipados, de manera no absoluta sino a través de dietas que ni siquiera puede in-
timar.65 Nótese también a este respecto la siguiente cita:

64. Botero, Giovanni, «Della Riputazione», op. cit., p. 434.


65. Botero, Giovanni, Le Relationi Universali [Parte Seconda]. Kessinger Publishing LLC, White-
fish, 2010, p. 46.

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¿Qué razón puede tener para llamar a un concilio o de presidirlo; con qué autoridad hará esto con
los españoles, franceses, ingleses, escoceses, daneses, suizos, polacos, húngaros, cuyos Reyes no re-
conocen en nada al emperador? ¿Cómo llamará a los Cristianos súbditos del Turco, el Persa o el Gran
Kan, Príncipes todos ellos más independientes y absolutos que el Emperador?66

Tanto los reinos cristianos como los infieles y paganos poseen su propia indepen-
dencia y son ellos los que adquieren los medios que componen la razón de Es-
tado que se necesita para conservar el orden.

De la omnipotencia a la contingencia: la razón de Estado


boteriana subordinada a la moral y la religión

Hasta aquí se intentó trazar una serie de puntos que muestran cómo Giovanni
Botero propone una especie de teología política que termina creando un go-
bierno con no menores tintes de omnipotencia, y que en lo concreto adquiere
una serie de funciones que se complementan con los procesos de centralización
del poder que dieron origen al Estado moderno. Ahora bien, si se analiza en
detalle el conjunto de las obras de este clérigo, comienzan a florecer por doquier
una serie de premisas que morigeran fuertemente esta postura y terminan ligando
el esquema político boteriano a una serie de posturas que no culminan en una
teología política de la omnipotencia sino en una serie de esquemas más típica-
mente medievales.
Para comenzar, deseo retomar la figuración de Botero sobre el gobernante
como un análogo del Dios creador. A pesar de lo expresado en párrafos anterio-
res, parecería que en Botero la comparación de los príncipes con Dios tiene en
todo caso el fin práctico de reforzar un poder necesario para la imposición del
orden y no el surgimiento de una entidad soberana que por sí sola pueda recrear
el orden. Si bien varias de las citas expuestas podrían estudiarse a la luz de la
nueva teología política que un Schmitt explica, la cuestión en Botero no adquiere
tal fuerza, y la analogía del príncipe con Dios es más bien una especie de metáfora
(y sólo eso). Volviendo a las siempre presentes influencias medievales, puede aquí
recordarse que en Tomás de Aquino existía la analogía entre el Dios creador y el
gobernante,67 y también en Egidio Romano puede encontrarse la idea de que los
reyes deben tener virtudes heroicas que los asemejan a dioses.68 Si Botero pro-

66. Botero, Giovanni, De Prencipi Christiani [Parte Seconda], op. cit., pp. 475-476.
67. Lukac de Stier, María Liliana, «Origen y legitimidad del Poder Político. Medioevo y Temprana
Modernidad», Revista de la Sociedad Argentina de Filosofía, No 22, 2013, p. 112.
68. Galino Carrillo, María de los Ángeles, Los tratados sobre educación de príncipes (siglos XVI y
XVII). Bolaños y Aguilar, Madrid, 1947, p. 136.

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la razón de estado en giovanni botero

baba haber leído al aquinate y otros pensadores medievales, puede concluirse, sin
llegar al concepto que plantea Schmitt (y que lo piensa más con base en el Levia-
tán de Hobbes) o las figuraciones que describen Borrelli o Kleber Monod, que
nuestro autor cree que el gobernante no es Dios (ni siquiera un análogo perfecto)
sino que, como él mismo dijo, debería imitar el modo del accionar divino. En
todo caso parecería jugar el reflejo de esa idea del hombre renacentista, capaz de
gobernar con su voluntad, y que el siglo XVI lo había aplicado principalmente a
los gobernantes.69
Un punto que de manera más que interesante demuestra esta postura de Botero
emerge cuando, de una manera muy confusa, trata la definición de la autonomía
de las comunidades políticas. En Della Ragion di Stato discute cómo conviene a
un príncipe organizar sus fuerzas y proteger sus dominios. Para resolver el di-
lema advierte que el «principal establecimiento de un dominio es la independen-
cia y el poder sustentarse por sí mismo», pero a renglón seguido diferencia dos
tipos de independencia:

una excluye la idea de mayoría y superioridad, y de esta manera el Papa, el Emperador, el Rey de
Francia, de Inglaterra, de Polonia, son Príncipes independientes; la otra excluye la necesidad de ayuda
y apoyo externo, del cual modo son independientes aquellos que tienen fuerzas superiores o iguales
a sus enemigos y emolumentos.

La sorpresa es que confirma que es más importante la segunda. Exalta así el sus-
tento estatal que no se funda en preceptos jurídicos o religiosos (como sucede en
el primer tipo de independencia) sino en lo meramente factual. De hecho Botero
agrega en referencia a los dos tipos: «aquélla hace que yo sea señor absoluto y
soberano, ésta que sea poderoso y de fuerzas suficientes para la conservación de
mi Estado y que yo sea Príncipe grande y no Rey».70 La frase es realmente cho-
cante, ya que relega el término de absoluto y soberano (posiblemente recordando
a Bodin, al cual Botero leyó) para el tipo de independencia de menor valía, y basa
el fundamento del Estado no en la legitimidad jurídica de la idea de soberanía
sino en la fuerza.71 Con algo de esfuerzo pero con extremo cuidado de no caer en

69. Skinner, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno, vol. I. Fondo de Cultura
Económica, México, 1993, p. 118. En este marco también podría tomarse el modelo que Kantorowicz
ve presente en Dante Alighieri sobre la «realeza antropocéntrica», donde se establece una imagen del
gobernante «meramente humana y de la cual el hombre, puro y simple, fuese el centro y la medida;
el hombre, por cierto en todas sus relaciones con Dios y el universo, con el derecho, la sociedad, la
ciudad, la naturaleza, el saber y la fe» (Kantorowicz, Ernst H., Los dos cuerpos del rey. Un estudio de
teología política medieval. Alianza, Madrid, 1985, p. 421.)
70. Todas las últimas citas corresponden a Botero, Giovanni, Della Ragion di Stato, op. cit., p. 176.
71. Respecto de esta perspectiva de Botero, Luigi Firpo argumenta que «la teoría de la soberanía,
último vértice de la especulación política del Cinquecento, lo encuentra sordo, negado a cualquier

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anacronismos, podría verse en este tipo de aseveraciones de Botero sobre el valor


de la fuerza una anticipación de aquellos que definen la autarquía política (y aun
a la misma idea de soberanía) en referencia a quien tiene el poder de coacción
física sobre un determinado territorio o como la habilidad para regular el com-
portamiento.72 Lo paradójico es que Botero justamente dice que la soberanía no
es el poder que se basa en la fuerza sino en una legitimidad que va más allá de
ésta, y agrega sin embargo que el tema no es relevante, ya que lo verdaderamente
imperioso es poseer los recursos para ser fácticamente independiente.
En este marco a lo largo de sus obras la fuerza y la violencia cobran un rol
relevante, hecho que llevará a investigadores contemporáneos a asociarlo con una
especie de maquiavelismo enmascarado. Bajo esta tendencia Botero pondera en
ciertas ocasiones las circunstancias frente a las obligaciones morales, lo que
queda explícitamente marcado en frases como la siguiente: «Alarico hizo un acto
indigno; pero la indignidad fue excusada por la necesidad, la cual no conoce ley
alguna».73 Asimismo se atreve a citar encomiásticamente a gobernantes de la civi-
lización islámica, que en otras secciones tanto vilipendia, por ejemplo arguyendo
que «Mohamed II rey de los Turcos reducía todas las acciones de un Príncipe al
castigo y al premio [y en] verdad quien sepa manejar bien estas dos cosas, no
tiene necesidad de otra filosofía para gobernar correctamente un Estado».74 El
gobierno y la justicia se reducen, volviendo a la antropología pesimista, al impar-
tir penas. También emergen frases que muestran nuevamente su confuso uso de
la palabra «soberano», que suele referirse a un título de legitimidad y no de poder
efectivo.75 Finalmente, resume lo expuesto con la siguiente frase: «Porque la au-
toridad fundada en otro lado que no sean las verdaderas fuerzas, y en inmediata
dependencia de los súbditos, dura poco».76 El verdadero poder se basa así en los
recursos que cada gobernante pueda adquirir. Estaría de más decir que en este
marco el pueblo no es el sustento último de la autoridad y en todo caso sirve
solamente para coadyuvar al desarrollo de los recursos necesarios para que el
gobernante sustente sus dominios sin dependencia externa. El tema de la fuerza
resulta así importante de marcar, no sólo para entrever un cierto maquiavelismo

tipo de comprensión fecunda» (en la introducción a Della Ragion di Stato, con tre libri…, op. cit., p.
22). Si bien esto es cierto, debemos tener mucho cuidado de no pretender que todos los pensadores
del siglo XVI tengan que haber desarrollado correctamente términos que se fueron cultivando du-
rante siglos, y no culpar a aquellos que no lo hayan hecho.
72. Krasner, Stephen D., «Abiding Sovereignty», International Political Science Review / Revue in-
ternationale de science politique, 22, No 3, 1 iulie 2001, pp. 231-233.
73. Botero, Giovanni, De Prencipi Christiani [Parte Prima], op. cit., p. 74.
74. Botero, Giovanni, Detti memorabili di personaggi ilustri, op. cit., p. 50.
75. Botero, Giovanni, De Prencipi Christiani [Parte Prima], op. cit., p. 96.
76. Botero, Giovanni, Le Relationi Universali [Parte Seconda], op. cit., p. 83.

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la razón de estado en giovanni botero

en sus fórmulas, sino para examinar cuál era la verdadera omnipotencia que po-
día adquirir su razón de Estado y las supuestas contradicciones que implicaría
según nuestros cánones de teoría política moderna. Si bien sus definiciones resul-
tan poco claras (sin seguir la línea de aquello que después se fue definiendo es-
trictamente como soberanía), ellas no deberían menospreciarse si se recuerda que
gran parte del proceso de conformación de los Estados modernos implicó la
centralización de recursos (tanto políticos como militares y hasta financieros); es
decir, esos elementos que Botero consideraría como el sustento de la verdadera
independencia. Quizás un atisbo de solución podría encontrarse si, con sumo
cuidado, se relaciona la fórmula de Botero con la definición weberiana del Es-
tado que se basa en el monopolio exitoso de una violencia que, Botero no lo
negaría, debería ser legítima. En todo caso, la cuestión no menor será desentrañar
cómo el piamontés entiende la legitimidad del poder.
¿Puede entonces argumentarse simplemente que Botero entra en confusiones
y contradicciones que le impiden develar el verdadero significado de la sobera-
nía? Creo que sería erróneo enfocar el problema bajo esta perspectiva, cayendo
en aquello que Skinner mencionaba como la mitología de las doctrinas,77 por la
cual se juzga un autor por el haber participado (o no haberlo hecho) del desarro-
llo de un cierto concepto constitutivo de una disciplina. La respuesta al dilema
puede encontrarse si analizamos cómo se da en Botero la relación de la política
con algunos preceptos morales y religiosos. No me propongo detallar en extenso
esta cuestión, pero sí marcar algunos puntos que ayudarán a entender mejor la
supuesta teología política presente en el piamontés.
El punto general que circunda su obra es que todo accionar político está fuer-
temente subordinado a ciertos preceptos. Por ejemplo la justicia se transforma en
el fundamento de toda comunidad política, y remarca, sobre la base de aquello
que parece una clara influencia ciceroniana, la importancia de «conservar y ase-
gurar a cada uno lo suyo con la justicia, en la cual sin duda consiste el funda-
mento de la paz y el establecimiento de la concordia de los pueblos», aseveración
que renglón seguido lo lleva a determinar que los cambios políticos dependen de
la justicia (o injusticia, mejor dicho) en la cual se basan los gobiernos.78 Botero no
deja de lado su preocupación por la conservación del orden, pero junto a la ne-
cesaria presencia de la fuerza, no olvida la platónica virtud que debe consolidarse
por detrás, y ello no sólo por una justificación abstracta, sino porque estima que
la historia enseña que «para establecer y dar firmeza a sus Estados, conviene
procurar que las leyes, la obediencia de los súbditos y las buenas costumbres

77. Skinner, Quentin, «Meaning and Understanding in the History of Ideas», op. cit., pp. 7 y 11.
78. Botero, Giovanni, Della Ragion di Stato, op. cit., pp. 22-23.

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mario leonardo miceli

echen raíces para beneficio de la paz».79 Estas premisas se transforman en una


contraposición no menor a estudios sobre Botero, como los de Foucault cuando
describe que la razón de Estado se sitúa por fuera de los cánones de justicia,80 o
los de Viroli, quien presenta un art of state donde la política y la justicia van por
caminos paralelos.81
Junto al valor de la justicia, resuena constantemente en sus obras la necesidad
de que los gobernantes posean virtudes cardinales y teologales,82 y cita ejemplos
de príncipes movidos por la santidad, beneficencia, caridad para con los pobres,
destreza en el negociar, prudencia y virtud militar, hecho que luego comprueba
a través de relatos históricos concretos.83 Botero intenta así inscribir su pensa-
miento político dentro de una cosmovisión que subordina la política a la moral,
sin por ello perder su eficacia. No puede olvidarse que dicha actitud se comple-
menta con gran parte de esa tendencia que surge con la Reforma Católica, la cual
no necesariamente es representante de una decadencia cultural, sino que se en-
marca en un nuevo tipo de vitalidad que, a pesar de ser distinta a la del Renaci-
miento, no por ello carece de fuerza. El mismo Carlo Borromeo, al cual Botero
asistió, fue ejemplo de ello. Recrea un gobernante que, en el desarrollo de las
virtudes y el control de las pasiones desenfrenadas, puede lograr el ansiado obje-
tivo de la conservación del orden, aplicando la fuerza (siempre necesaria) de
forma justa y equilibrada. Esto termina creando una política conservadora que,
en consonancia con aquello que Borrelli enmarca como el «paradigma
conservador»,84 tiene como fin principal preservar los dominios, pero, yendo más
allá de lo postulado por el contemporáneo filósofo italiano, debe fundamentarse
en preceptos que superen la mera disciplina política. Aquella primera imagen del
gobernante como un Dios creador se morigera fuertemente por la necesidad de
subordinar su accionar a fuertes preceptos morales.
La cuestión termina de resolverse si finalmente se presenta la relación que Bo-
tero esgrime entre la política y la religión. No deseo extenderme sobre esta cues-
tión, sino ver las consecuencias prácticas que tiene sobre la idea de soberanía.
Para el clérigo piamontés la religión se convierte no sólo en el sustento socioló-
gico-político de la estabilidad de los regímenes, sino teológico. De esta forma,
cree que la religión es el fundamento de todo gobierno, que sin ella todo otro
basamento del Estado vacila y que se vuelve un elemento necesario para conse-

79. Botero, Giovanni, De Prencipi Christiani [Parte Prima], op. cit., pp. 78-79.
80. Foucault, Michel, Seguridad, territorio…, op. cit., p. 80.
81. Viroli, Maurizio, From politics…, op. cit., p. 249.
82. Botero, Giovanni, Detti memorabili di personaggi ilustri, op. cit., pp. 76 y 140.
83. Botero, Giovanni, De Prencipi Christiani [Parte Seconda], op. cit., pp. 2 y 24.
84. Borrelli, Gianfranco, Ragion di Stato…, op. cit., pp. 9-10.

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la razón de estado en giovanni botero

guir la obediencia de los súbditos y la grandeza de la ciudad.85 El punto adquiere


también una explicación estrictamente teológica porque Botero advierte que
todo accionar político (ya sea favorable o desfavorable para los príncipes cristia-
nos) depende del accionar de la Providencia sobre la historia.86 La Providencia es
tan misteriosa e inconmensurable que aun a los virtuosos pueden advenir tiem-
pos aciagos, especialmente como consecuencia de la judaica idea del quebranta-
miento de la alianza del pueblo (y especialmente sus gobernantes) con Dios.
Aflora en escena el cierto pesimismo y melancolía barroca, pintando un Dios que
con su entera libertad puede cambiar los destinos de los gobernantes. En este
marco se ve fuertemente obstaculizada la verdadera autonomía de lo político, y
en todo caso el gobernante necesita congraciarse con el absoluto poder del Dios
Providencial, hecho que, como suele suceder en el piamontés, tiene la doble fa-
ceta de ser a la vez una obligación moral y una necesidad práctica para conservar
los dominios. Aquí la razón de Estado pierde casi en su totalidad su fuerza crea-
dora, dado que «sin buena ventura, que no es otra cosa que la asistencia de Dios,
poco vale la fuerza, poco la prudencia, poco el arte militar, poco cualquier otra
cosa».87 Es decir, cualquiera de los medios de la razón de Estado que él explica a
lo largo de sus obras es inútil si no cuenta con el favor divino.
En relación con el tema que nos atañe, y más allá de los innumerables ejemplos
que Botero utiliza para justificarse y comprobar sus ideas, esta perspectiva trae
consecuencias prácticas muy concretas. Por ejemplo, en cuanto a la estructura
política que debe acompañar al gobernante en su gestión diaria, es más que par-
ticular el hecho de que Botero proponga a su príncipe el ser aconsejado por un
conseglio di conscienza, en el cual intervienen doctores en teología y derecho

85. A modo sólo de ejemplo, puede verse Botero, Giovanni, Della Ragion di Stato, op. cit., pp. 74-75,
o Delle Cause della Grandezza delle Città, op. cit., p. 369.
86. Las citas en este sentido son innumerables, pero creo que la siguiente resume claramente la cues-
tión: «A veces Dios niega la felicidad al príncipe y al capitán por los pecados del pueblo: por eso
permitió la muerte del rey Josías. Pero si Dios se complace del Príncipe y del Capitán, y los pecados
del pueblo no obstaculizan, no se puede dudar de las victorias ni de los triunfos, y si bien esta felici-
dad no está siempre acompañada de la virtud, porque Dios hace prosperar también a los gentiles,
turcos y moros contra los malos cristianos, suele acaecer de la forma descripta» (Botero, Giovanni,
Della Ragion di Stato, op. cit., pp. 217-218). En otro texto reafirma la cuestión, aun advirtiendo que
los castigos divinos pueden provenir tanto por los pecados del pueblo como de los gobernantes: «Los
príncipes son a veces castigados por los pecados de los pueblos, a veces los pueblos son castigados
por los deméritos de los Príncipes» (Botero, Giovanni, Le Relationi Universali [Parte Quinta], op.
cit., pp. 49). En este sentido puede verse el estudio J. R. Hale que relata las interpretaciones que veían
a la guerra como un castigo divino cuando éstas se extendían y se hacían más patentes sus desventajas
(Hale, J. R., «Sixteenth-Century Explanations of War and Violence», Past & Present, No 51, 1 may
1971, p. 8).
87. Botero, Giovanni, Le Relationi Universali [Parte Quinta], op. cit., p. 232.

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mario leonardo miceli

canónico.88 El hecho resulta curioso porque, si bien el organismo parece tener


solamente un carácter consultivo y siempre subordinado al príncipe, Botero
vuelve a la idea medieval de que la política cotidiana debe estar imbuida de alguna
manera de los preceptos religiosos, de manera de crear una especie de burocracia
regular dedicada a este propósito. Además en variadas ocasiones retrata la buena
disposición de aquellos gobernantes que, a diferencia del animal exclusivamente
político de un Maquiavelo, debe aceptar que «no es obra menos gloriosa para un
Príncipe el humillarse ante Dios que el sojuzgar a los pueblos; ni menos laudable
el vencerse a sí mismo con la mortificación que a los enemigos con las armas».89
Ningún gobernante debe olvidar la necesidad de su salvación y la introducción
de la misma religión en sus dominios posee en primer lugar, y aun con anteriori-
dad a sus potencialidades para ordenar el Estado, el beneficio de propender a este
fin.90 Es el reflejo del príncipe barroco al cual de nada sirve la gloria y la fama si
su alma se pierde. Salen a la luz continuamente las dudas de una época que ya no
parece tener la vitalidad del Renacimiento. Los ejemplos de dirigentes ya no son
esos soberbios hombres capaces de cambiar la historia. Son reemplazados por
biografías de hombres firmes pero a la vez humildes e imbuidos de fuertes con-
troversias religiosas al interno de sus personas, siendo frecuentes los relatos so-
bre sueños, visiones y apariciones que tienen los gobernantes.91
Siguiendo esta línea, en Botero sigue teniendo cierta vigencia la teoría de las
dos espadas que de a poco el absolutismo monárquico del siglo XVI hacía desa-
parecer. Así, recomienda a sus príncipes que «en cuanto al ordenamiento, deje
libre a los Prelados el juicio de la doctrina y la dirección de las costumbres y toda
aquella dirección que al buen gobierno de las almas refiere».92 Más allá del ya
explicado absolutismo presente en el piamontés, frases como las citadas demues-
tran que este autor seguía reivindicando una importante esfera de autonomía de
la Iglesia católica, especialmente en lo referente a la injerencia en las costumbres
de las poblaciones. Lejos nos encontramos de una perspectiva como la expuesta
en Foucault respecto del poder que cobraban los príncipes como nuevos pastores
de almas. Botero sigue siendo en este sentido un hombre del Medioevo, y por lo
tanto un mal representante de un absolutismo principesco extremo. Ni hablar si
se quisiera encontrar en dicho autor una centralización del poder que se trans-
forme en prefiguración (de manera peligrosamente anacrónica) de los totalitaris-

88. Botero, Giovanni, Della Ragion di Stato, op. cit., p. 73.


89. Botero, Giovanni, De Prencipi Christiani [Parte Prima], op. cit., p. 101.
90. Botero, Giovanni, Relatione della Republica Venetiana, op. cit., p. 87.
91. Botero, Giovanni, De Prencipi Christiani [Parte Prima], op. cit., pp. 205 y 218, y De Prencipi
Christiani [Parte Seconda], op. cit., pp. 266 y 344.
92. Botero, Giovanni, Della Ragion di Stato, op. cit., p. 79.

200
la razón de estado en giovanni botero

mos modernos. Si bien con anterioridad pergeñaba la idea de que el príncipe


podía reformar costumbres, ahora deja bien en claro que el pastoreo de las almas
y las buenas usanzas son ámbitos que quedan fuera de la órbita política.93 El go-
bierno pasa a ser un arte para el regimiento de las personas, pero excluyendo
taxativamente los ámbitos del ser que se reservan a la Iglesia. Quizás por ello
también Botero se permitía, a la par de su claro absolutismo monárquico, admi-
rar el orden republicano de Venecia, porque en última instancia la función del
gobierno es imponer el orden (el paradigma conservador de Borrelli) y no pro-
pender a la redención de los habitantes. El gobernante boteriano no adquiere, a
pesar de las metáforas que pudo haber usado, verdaderas características divinas.
Esto queda reservado para la Iglesia instaurada por el mismo Dios.
Es importante consecuentemente mitigar el «absolutismo» presente en el pia-
montés. La función de los gobernantes respecto de la lucha contra la herejía es
claro ejemplo de esto. Los medios que endilga al príncipe como esencia de la
verdadera razón de Estado están siempre ensombrecidos por la figura preponde-
rante de lo religioso. El hecho puede apreciarse claramente en sus recurrentes
críticas a los politiques, al tildarlos de católicos traidores que terminan apoyando
al rey y los grupos herejes, demostrando así que este clérigo no estaba dispuesto
a recrear la figura de un príncipe que se sitúe por encima de las facciones religio-
sas.94 A la par, esta conflictiva relación debe entenderse de manera especial en el
contexto de la península itálica donde las tensiones, por ejemplo entre príncipe e
inquisidor, que en otras partes de Europa se resolvían a favor del primero, en el

93. El piamontés se transforma así en un claro representante de ese legado católico medieval donde
la Iglesia, en palabras de Pocock, «descansaba en el divorcio agustiniano entre escatología e historia;
negaba toda significación redentora a la estructura y a la historia de cualquier sociedad profana (se-
cular), mientras reclamaba para sí la posibilidad de actuar y ejercer autoridad como un puente entre
la Civitas Dei y el saeculum, como una suerte de institucionalización del nunc-stans» (Pocock, J. G.
A., El momento maquiavélico. El pensamiento político florentino y la tradición republicana atlántica.
Tecnos, Madrid, 2002, p. 129). Resultado de ello es que en Botero no se hallarán indicios del poder
como redentor de lo humano. Como diría Eric Voegelin, «no habría divinización de la sociedad más
allá de la presencia espiritual de Cristo en su Iglesia» (Voegelin, Eric, La nueva ciencia de la política.
Katz, Buenos Aires, 2006, p. 135).
94. I Capitani, op. cit., p. 46. Tilda a los politiques como personas que no están dispuestas a diferenciar
entre el Evangelio de Cristo y la felonía de Calvino, haciendo que hoy se liguen a Dios o luego al
Diablo (ibid., p. 13). En este marco llega a increpar a Bodin como «secuaz de Calvino» (Le Relationi
Universali [Parte Terza], op. cit., p. 92). Estudios contemporáneos describen que era una actitud re-
currente de los pensadores católicos antimaquiavelistas el juzgar a los politiques como conversos que
sólo buscaban la secularización del Estado (Beame, Edmond M., «The Use and Abuse of Machiave-
lli: The Sixteenth-Century French Adaptation», Journal of the History of Ideas, 43, No 1, 1 ianuarie
1982, p. 50; Fernández de la Mora, Gonzalo, «Maquiavelo, visto por los tratadistas políticos españo-
les de la Contrarreforma», Arbor, 42, No 13, 1949, p. 445).

201
mario leonardo miceli

caso italiano quedaban del lado eclesiástico.95 Botero busca un equilibrio al in-
terno de esta tensión, otorgándole al gobernante los medios suficientes en el
marco de una correcta y eficiente razón de Estado pero a la vez recalcando la
inclaudicable participación de la Iglesia en el proceso.
Por último, y en estricta relación con el problema de la soberanía moderna,
Botero resulta ser un defensor del rol político de la Iglesia, y postula explícita-
mente respecto del papa que

nada digo de la autoridad que le otorga la religión, nada del interés que los otros Príncipes de Italia
tienen en la conservación del estado Eclesiástico, cuya depresión los arruina; nada de la prontitud con
la cual los príncipes extranjeros se moverían para proteger la Iglesia, ya sea por la gloria que procede
o por razón de Estado.96

El sumo pontífice se transforma en la figura central de las relaciones interestatales


de los reinos de la península itálica y Europa. En este cuadro es lógico que prote-
ger a los Estados pontificios se convierta en uno de los pilares de la razón de
Estado de todo príncipe ya que, volviendo a la siempre presente preocupación
por la conservación, su existencia es base de la paz entre los Estados. La justifica-
ción de esta postura tiene en Botero un carácter estrictamente teológico debido a
la misión evangelizadora universal de la Iglesia dentro del plan salvífico,97 siendo
los poderes temporales para este objetivo contingentes e instrumentales a la causa
divina. La contingencia de los reinos se aprecia claramente cuando explica que

la autoridad del Vicario de Cristo, en aquello que respecta al bien público y al servicio de la Iglesia, no
tiene fin; y la autoridad de los Reyes está circunscripta y la superioridad del Emperador limitada por
los confines de los reinos y del imperio; de ello se deriva que muchos príncipes, para obtener títulos y
grandeza aun puramente temporales, han recurrido no al Emperador sino al Pontífice Romano;

aclarando a renglón seguido que el papa resuelve discordias entre gobernantes y


actúa como verdadero árbitro en las relaciones entre ellos.98 La universalidad y
necesidad del poder papal se opone a la endeble contingencia de los dominios de
los gobernantes temporales, hecho que determina por un lado que el papa se
convierta en el justificado árbitro de las discordias interestatales (en otra clara
vuelta a las teorías hierocráticas medievales, a Egidio Romano o a las bulas, más

95. Fragnito, Gigliola, «Istituzioni ecclesiastiche e costruzione dello Stato. Riflessioni e spunti», en
Giorgio Chittolini et al. (ed.), Origini dello Stato. Procesi di formazione statale in Italia fra medioevo
ed età moderna. Il Mulino, Bologna, 1994, pp. 534-539.
96. Botero, Giovanni, Discorso intorno allo Stato della Chiesa. Kessinger Publishing LLC, Whitefish,
2010, p. 101.
97. Botero, Giovanni, Le Relationi Universali (Dell’Isole), op. cit., p. 3.
98. Botero, Giovanni, Le Relationi Universali [Parte Seconda], op. cit., p. 151.

202
la razón de estado en giovanni botero

recientes para Botero, sobre el otorgamiento de la jurisdicción sobre las tierras


americanas a españoles y portugueses) y por otro en el fundamento mismo de
toda verdadera autoridad.99 Nótese que el poder papal es descripto de tal manera
que llega a contradecir sus ideas expuestas respecto de los dos tipos de indepen-
dencia, ya que ahora la majestad del Pontífice es capaz de sobreponerse a la au-
tonomía política basada en la fuerza, dado que se fundamenta «no en dinero
acumulado ni en ejércitos armados, no en el acopio de municiones u otra cosa
similar, sino en autoridad tal que con ella puede dirigir las fuerzas y los tesoros
de la Cristiandad, los Príncipes y los pueblos fieles».100 Cerrando la idea, confirma
que existen tres príncipes universales en este mundo: el rey católico, el turco y el
papa; y de este último agrega que «tiene de Cristo Nuestro Señor la autoridad de
Vicario universal, la cual no puede ser limitada por montes ni por mares, sino que
se ensancha sin fin y se extiende sin horizonte».101 La impronta medieval es más
que clara. En Botero pueden encontrarse tintes muy modernos respecto de una
gran gama de problemáticas políticas, pero la mayor de sus obras demuestra que
su esquema mental del orden mundial sigue siendo el medieval: el poder espiri-
tual del papa que reina sobre toda la tierra, el poder temporal del emperador
encarnado en su época en el rey español, y el turco como el gran enemigo de la
siempre presente Cruzada contra el mal. Así, a pesar de los improperios que ha-
bía confirmado contra la supuestamente débil figura del emperador en su época,
ahora gracias a la impronta religiosa de su pensamiento y a la presencia del papa,
el emperador vuelve a recobrar esa función que Schmitt asociaba al problema del
Kat-echon, como el único capaz de detener la aparición del anticristo.102
Para finalizar este acápite, puede apuntarse que en Botero se abren dos cuestio-
nes que marcan de manera muy clara cómo lo político, lejos de teñirse de omni-
potencia, termina formando parte del reino de lo contingente, para sólo cumplir
funciones muy particulares relacionadas con el plan providencial. En primer lu-
gar florece el interrogante sobre la posibilidad de conformación, tal cual pedía
Maquiavelo, de un Estado italiano políticamente unificado. En el piamontés no
se aprecian atisbos ciertos de ideas como la expuesta al final de El Príncipe. Creo

99. En este marco Botero aclara que los gobernantes obtienen su poder de «la autoridad de los pue-
blos, que los eligieron para el gobierno y regimiento, desde donde luego fue pasando a sus sucesores
por razón de sangre y herencia. Pero el Papa tiene su grandeza y majestad sobre el género humano
inmediatamente de Dios», y así justifica con ello la posibilidad de que el papa pueda declarar como
incapaces de gobernar a los gobernantes que sean «indignos del grado en el cual Dios les ha puesto,
[absolviendo] a los súbditos del juramento de fidelidad, y [transfiriendo] los reinos y los imperios a
otros» (Botero, Giovanni, Le Relationi Universali [Parte Seconda], op. cit., pp. 147-149).
100. Idem, p. 152.
101. Idem, p. 117.
102. Schmitt, Carl, El nomos de la tierra. Struhart & Cía., Buenos Aires, 2005, p. 40.

203
mario leonardo miceli

que esto no se debe a una especie de falta de patriotismo y/o de nacionalismo


como apuntan algunos investigadores,103 sino principalmente a la contingencia en
la cual inscribe al accionar político. En variadas ocasiones Botero describe a Ita-
lia como una especie de unidad geográfica o cultural, pero nada lo lleva a que ella
culmine en una unión política, ya que la estructuración de lo político no tiene por
qué adquirir una forma única. Nótese en este sentido cómo aquella maraña de
comunidades políticas diversamente institucionalizadas tan típica del Medioevo
aparece de manera más que clara en la siguiente cita:

Pero antes de pasar adelante, presupongamos que donde no existe pluralidad de Príncipes […] no
podría tener lugar el contrapeso del cual razonamos. Ello se ve claramente en España, Inglaterra,
Francia, Polonia y otros reinos, habiendo estado primero divididos en más principados y luego uni-
dos bajo una sola corona. Si todo el mundo fuese de una República o de un Príncipe, no sería nece-
sario el arte del contrapeso; pero por la pluralidad de Príncipes se sigue que el contrapeso es útil y
bueno, no por su naturaleza sino por accidente. Y el mismo es de dos tipos, porque a veces tiene por
fin la paz de una República compuesta de Estados diferentes, como los casos de Italia, Alemania y la
Cristiandad, y otras veces la seguridad y el bienestar de un Estado particular; en el primer caso el
contrapeso consiste en una cierta igualdad por la cual el cuerpo de la República no posee miembros
que no estén proporcionados entre sí…104

Botero parece en este párrafo vislumbrar que España, Inglaterra y Francia están
transitando un camino diverso al de Italia y Alemania, pero curiosamente no
percibe nada esencialmente fallido en esta situación. De hecho nombra a estas
últimas bajo las palabras («Italia» y «Alemania») que siglos después adquirirán
cuando se consoliden como Estados modernos pero en su significado típica-
mente medieval, como «Repúblicas» (en el sentido que tenía este término du-
rante la Edad Media), como unidades (geográficas, culturales, históricas) que
pueden agrupar varios «estados» y por ende análogas a la más amplia unidad de
la cristiandad. Ejemplo claro de lo expuesto vuelve a presentarse cuando en Le
Relationi Universali dedica un capítulo a describir a «Italia» de la misma manera
que lo había hecho con España o Francia, luego denominándola como Provintia
y confirmando la misma pluralidad política que aparecía en la anterior cita: «La
Italia está sujeta a más Príncipes y Repúblicas. Entre los Príncipes de autoridad,
ninguno es mayor que el Pontífice Romano y de potencia al Rey Católico. Entre
las repúblicas tiene sin duda el primer lugar Venecia».105 Salta claramente a la luz
que Botero no advierte ninguna contradicción en el hecho de que la «unidad» de
la península esté compuesta por distintos tipos de comunidades políticas (aun

103. Chabod, Federico, «Estudios de historia del Renacimiento», en Escritos…, op. cit., p. 281; y
Gioda, Carlo, op. cit., vol. I, p. 305.
104. Botero, Giovanni, Relatione della Republica Venetiana, op. cit., pp. 8-9.
105. Botero, Giovanni, Le Relationi Universali [Parte Prima], op. cit., pp. 36-37.

204
la razón de estado en giovanni botero

caracterizadas por antagónicas formas de gobierno). Usando su propia termino-


logía, podría decirse que, justamente porque Italia no posee una estructura polí-
tica como la de España o Francia, es que necesita de un arte gubernamental dis-
tinto. En El Príncipe, Maquiavelo proponía que esa misma Italia que décadas
después veía Botero iniciase un ciclo de unificación con una ordenación política
centralizada. Botero en cambio simplemente le aconseja una «razón de Estado»
distinta para el siempre contingente mundo de la política, un arte de gobierno
que no obligue a las comunidades a conllevar ese único camino que, recordando
lo que criticaba Miglio, conduciría necesariamente al moderno Estado de dere-
cho.106 Todo lo expuesto sólo se entiende si enmarcamos a Botero como un autor
que no puede dejar de pensar con categorías medievales.107
El otro punto que tomo como ejemplo es su visión del Imperio turco. Botero
postula que el bien público tanto temporal como espiritual es atacado particular-
mente por este enemigo externo.108 Una vez más usando las categorías de Schmitt,
el Imperio turco parecería en principio no ser un elemento a neutralizar (como
Botero opinaría para el caso de los herejes que se desarrollan al interno de las
comunidades cristianas), sino una especie de enemigo externo a enfrentar. Es
decir, otro Leviatán soberano. El Imperio turco perpetra aquello que Schmitt
definía como enemigo en el sentido de que «la existencia del extraño implica la
negación del propio modo de existir, debiendo, por tanto, combatirle o defen-
derse de él para salvar la manera de vivir propia, conforme al propio ser».109 Si
bien herejes y turcos representarían para Botero enemigos existenciales, resulta
claro que los primeros deberían ser neutralizados, mientras que la acción a em-
prender contra los segundos es más bien el combate. De hecho en ciertas ocasio-

106. Miglio, Gianfranco, «Genesi e transformazioni del termine-concetto Stato», en Le regolarità


della politica. Scritti scelti raccolti e pubblicati dagli allievi. Giuffrè, Milano, 1988, pp. 802-803.
107. Puede aquí traerse a colación al Antonio Gramsci que juzgaba a Botero como un intelectual de
carácter cosmopolita y alejado de la «vida nacional», típico de los pensadores de la Contrarreforma
y que habla de Italia como de cualquier otro país, sin importarle sus problemas particulares (Gram-
sci, Antonio, Quaderni del carcere. Einaudi, Torino, 1977, cuaderno 3, punto 141, p. 399 y cuaderno
6, punto 145, p. 806). Para el pensador marxista, Botero escapa al proceso de la historia y por ello se
lo juzga en consecuencia. Las citas anteriormente expuestas muestran que esto no es del todo co-
rrecto, porque de hecho a Botero le interesa la vida de su Italia. El inconveniente para un marxista
como Gramsci es que la respuesta que dio el piamontés a los problemas de su nación se basa en cá-
nones diversos.
108. Botero, Giovanni, Della Ragion di Stato, op. cit., p. 276.
109. Schmitt, Carl, Concepto de lo político, op. cit., pp. 32-33. De hecho el propio Schmitt, páginas
más adelante, interpretando que la idea neotestamentaria del amor a los enemigos no se refiere al
enemigo público, comenta: «Por lo demás, que yo sepa, durante la milenaria lucha entre Cristianismo
y el Islam, a ningún cristiano se le ha ocurrido, movido por su amor a los sarracenos, o a los turcos,
que debiera entregarse Europa al Islam, en vez de defenderla» (idem, p. 36).

205
mario leonardo miceli

nes llega a mencionar virtudes militares y políticas (aunque pocas veces morales)
de estos clásicos enemigos, aun en la obra dedicada a los venecianos.110 La inter-
pretación que se puede dar a la cuestión, sin necesidad de extralimitarse en el
análisis, es que considera de cierta manera al turco como un enemigo que no se
podrá eliminar completamente (como sí pensaría para los herejes), de modo que
lo presenta como un Estado estable del cual hay que defenderse o atacar. Quizás
la prueba más clara de lo expuesto es que, a renglón seguido de la cita donde
recrimina a los príncipes católicos el no neutralizar a los herejes dentro de sus
territorios, Botero concluye que el enemigo público contra el cual el príncipe
debe guerrear y mostrar su valor es sin duda el turco.111 El piamontés termina
aseverando que la guerra justa en toda su conceptualización debe aplicarse al
turco, y es obligación de todo cristiano llevar a cabo esta tarea. Ahora bien, es
aquí cuando emerge nuevamente uno de los tantos vaivenes del piamontés, por-
que Botero todavía es deudor de la idea medieval de la guerra justa. De cierta
manera sigue pensando la guerra contra el turco en términos de Cruzada. Bajo
las categorías de Schmitt, Botero no logra llegar al concepto de guerra entre Es-
tados soberanos (y tampoco debería criticarse a Botero por esta falta), pero
tampoco queda claro su estricta conexión con el medievalismo. Si bien habla en
términos similares a los de Cruzada, aquello que no confirma es si el papa debía
ser el encargado de encomendar dicho accionar. Es cierto que no deben olvidarse
las citas que se explicitaron respecto del rol del Pontífice en su misión universal,
pero parecería ser que a la hora de la política fáctica, la preeminencia queda del
lado del príncipe. La paradoja no tiene una respuesta concisa, pero probable-
mente para Botero la cuestión podía ser bastante más simple. Él no reniega de la
idea de cristiandad y son múltiples las veces que resalta que las guerras entre
cristianos de nada ayudan a la República Cristiana.112 Aquí sí es claro que todavía
posee fuertes ataduras con el mundo medieval que no le permiten llegar al con-
cepto moderno de guerra, el cual es definido por Schmitt sobre la base de la
mutua consideración de los contendientes como iusti hostes.113 El piamontés ca-
tólico está lejos de aseverar dicha concepción de la guerra, dado que el tema del
Imperio turco sigue siendo una cuestión que implica no sólo el ámbito político

110. Botero, Giovanni, Relatione della Republica Venetiana, op. cit., p. 2-3. Otro ejemplo surge
cuando describe a Saladino como «Príncipe sagaz, y de valor excelente, magnánimo y liberal» (De
Prencipi Christiani [Parte Prima], op. cit., p. 64). Curiosamente no podrían encontrarse en sus obras
elogios por el estilo para gobernantes herejes.
111. Botero, Giovanni, Della Ragion di Stato, op. cit., p. 276.
112. Botero, Giovanni, De Prencipi Christiani [Parte Prima], op. cit., p. 250.
113. Schmitt, Carl, El nomos de la tierra, op. cit., p. 136.

206
la razón de estado en giovanni botero

sino también el espiritual.114 En este contexto rebrotan las fuertes críticas a aque-
llos que no se percatan de esta renovada Cruzada. Aquí no podía faltar la diatriba
contra el florentino que daba origen a gran parte de su cólera:

Verdaderamente yo no sé con qué juicio la razón de Estado podría mostrarse más enemiga de los
cristianos que de los Turcos u otros infieles; Maquiavelo exclama impíamente contra la Iglesia, pero
contra los infieles no abre la boca, y las fuerzas de los Príncipes cristianos se están arruinando tanto
entre sí como si no hubiese otros enemigos en el mundo.115

Vuelve a surgir así el malestar de Botero por las guerras entre cristianos, hecho
que apunta como la justificación última de su idea de neutralidad,116 frente a la
estricta necesidad de enfrentar al verdadero enemigo de la cristiandad.
Considérese para concluir el siguiente párrafo, el cual parece meramente la
descripción de un historiador pero que en el fondo resume la teología política de
Botero. A la hora de relatar la división de las facciones en Francia durante la
época de las guerras de religión, explica lo siguiente:

Aquéllos eran socorridos y sustentados por Isabel de Inglaterra, los rebeldes de Holanda, los Herejes
de Alemania y el Turco, sin faltarles tampoco el consejo y dinero de algún que otro Príncipe Italiano.
Éstos eran ayudados por el Papa, los Duques de Saboya y de Lorena y el Rey Católico.117

Botero encuentra así en el laboratorio francés el eco de sus teorías: la lucha de las
fuerzas que siguen a la verdadera fe, las cuales incluyen a los que páginas atrás
habían sido descriptos como dos de los grandes príncipes universales junto a sus
mecenas saboyanos, y enfrente aquellos que Botero no dudaría en denominar
como fuerzas del mal y contrarias al bien público, resumidas curiosamente en los
herejes de Europa y ese tercer príncipe universal, el turco, que encarna la contra-
cara de las dos espadas. La idea de guerra justa surge clara como el agua cuando
los contendientes son descriptos en estos términos, hasta llegar al punto de ad-
vertir que una de las formas de adquirir gloria es emprender una guerra contra el

114. El hecho se refuerza cuando ese mismo Botero que en ciertas ocasiones sabía apreciar las virtu-
des del infiel, en el fondo los sigue pensando como bárbaros en los cuales no se puede confiar (Detti
memorabili di personaggi ilustri, op. cit., p. 62), y que «no tienen otro arte que el guerrear y por
consecuencia arruinar y destruir» (Le Relationi Universali [Parte Prima], op. cit., p. 143). La diferen-
ciación espiritual lleva a la inferioridad cultural.
115. Botero, Giovanni, Della Ragion di Stato, apéndice 8, op. cit., p. 277. Luego critica a los príncipes
que se aliaron a los turcos por conveniencia (posiblemente pensando en los franceses) exclamando:
«¡Ése es el fruto de la política moderna!».
116. Véase su ensayo titulado justamente «Della Neutralitá» (en Della Ragion di Stato, con tre libri…,
op. cit.).
117. Botero, Giovanni, I Capitani, op. cit., p. 108.

207
mario leonardo miceli

infiel en defensa de la «patria».118 Este último concepto no se entiende en los


términos del piamontés fuera de su relación con la cristiandad. A la vez sigue
demostrando que Botero piensa la cuestión siempre con fundamentos claramente
teológicos. Las relaciones en el orbe boteriano siguen teñidas de medievalismo.

Conclusiones

Creo que el pensamiento de Giovanni Botero y su conceptualización de la razón


de Estado puede ser un interesante disparador para reinterpretar algunas nocio-
nes en torno a la teología política, la soberanía y la conformación del Estado
moderno. La teoría de Botero puede demostrar que, aun aceptando la existencia
del proceso de centralización (y posible absolutización) de la política, debería-
mos percatarnos de que éste no se dio de una manera única y monolítica a través
del tiempo y los autores. La razón de Estado boteriana refleja que hacia los siglos
XVI y XVII la teoría política estaba ingresando en una nueva dinámica, pero
todavía seguían muy presentes las influencias medievales. Lo expuesto asimismo
cobra una especial relevancia si se toma en cuenta que, si bien Botero no suele ser
reconocido como uno de los grandes representantes de la historia del pensa-
miento político, en su época fue muy leído en las cortes y sus obras recorrieron
gran parte de Europa. Esto no es un hecho menor porque, si se desea entender
cabalmente cómo se produjo cualquier cambio histórico, resulta indispensable
detectar cuáles eran las ideas que proliferaban en el momento en que se ocasionó
y no tanto la manera en que éste fue reinterpretado siglos después. En este cuadro
es importante el intento de analizar su pensamiento no sólo como una transición
a o como una bisagra entre otros procesos. Volviendo a Miglio o a las advertencias
de Skinner, si nos desligamos de la idea de que toda teoría debería ser un avance
hacia el inexorable proceso que condujo al Estado de derecho, quizás se podrá
examinar cada pensador con sus propios criterios y no sólo viendo cómo se ade-
cúan o no a los nuestros.
El artículo así intentó vislumbrar cómo en este clérigo piamontés se reproducía
una teoría política que en principio se orientaba hacia la creación de un poder
omnipotente, basado en una especie de teología política que presenta al gober-
nante como un análogo del Dios creador, pero que luego esa misma presencia de
lo teológico llevaba a este paradójico intelectual a reducir considerablemente ese
poder político hasta transformarlo en un servidor enérgico y potente (pero ser-
vidor al fin) de objetivos superiores. A pesar de las interpretaciones que Viroli y

118. Botero, Giovanni, De Prencipi Christiani [Parte Seconda], op. cit., p. 95.

208
la razón de estado en giovanni botero

otros investigadores dan al supuestamente poderoso (y hasta tiránico) art of State


boteriano, el piamontés termina demostrando que lo político debe siempre que-
dar sepultado en el reino de lo contingente, y sólo debe adquirir mayor fuerza si
ciertas circunstancias lo requieren y considerando que ellas no pueden ser deter-
minadas por ese mismo centro de poder. Aquí quizás estribe la mayor diferencia
con el concepto moderno de soberanía o la teología política que retrata Carl
Schimitt. El gobernante boteriano no está en absoluto capacitado para transfor-
marse en el decisor de última instancia, ni para definir al enemigo público ni para
actuar de manera autónoma ante anormalidades. Lo excepcional puede presen-
tarse, pero Botero parecería decir que es lo teológico (y la Iglesia católica como
única legítima intérprete de ello) quien define. Los herejes o el infiel islámico
pueden transformarse en enemigos públicos pero el político tiene poca cabida en
la definición de ello; es la Iglesia quien previamente lo establece. En todo caso, el
gobernante sólo puede aprovechar el uso de ciertos medios, que necesita para
resolver la situación, pero que previamente tuvieron que ser santificados para que
su utilización sea legítima.
Uno podría tildar de inocente a este pensador que creía poder instituir semidio-
ses a cargo de las comunidades pero que pudiesen controlar sus pasiones y ten-
dencias hacia la tiranía, respetando preceptos superadores. Quizás cabría decir
que resulta de un esfuerzo trágico ante la necesidad de enfrentar una situación
histórica que superaba las soluciones clásicas que podía ofrecer un clérigo cató-
lico. Sin embargo, la respuesta de Botero no escapa a una idea que resultaba clara
para cualquier hombre medieval: aquella que recuerda que la política actúa siem-
pre sobre el reino de lo contingente, y por ello las maneras de pensar y organizar
lo político son siempre cambiantes dependiendo de las circunstancias. En esto
radica el sentido de ese arte de gobierno que Botero buscaba consolidar más allá
de las circunstancias excepcionales. Para lidiar con estas últimas existe la pruden-
cia, y si se desea plantear una razón de Estado que vaya más allá de lo excepcional,
lo importante es no perder de vista aquellos principios inmutables que deben
influir sobre el accionar político en cualquier momento y lugar. El gobierno
puede adquirir más o menos funciones, dependiendo de aquello que soliciten las
circunstancias, pero siempre dentro de los límites que impidan el surgimiento de
la tiranía. Para Botero, la gran diferencia con el Imperio turco radicaba casual-
mente no en cuestiones materiales, ya sea económicas o de orden político, sino
justamente en este aspecto. El «paradigma conservador» de Borrelli, que esta ci-
vilización oriental podía cumplir casi a la perfección, sucumbía ante los límites
que la tradición antigua y medieval habían siempre querido imponer a la política.

UCA

209
mario leonardo miceli

Bibliografía de Botero utilizada

Botero, Giovanni, Della Ragion di Stato, Donzelli Editore, Roma, 1997. Publi-
cación original: 1589.
Botero, Giovanni, De Prencipi Christiani, Dominico Tarino (digitalizado por
Google), Torino, 1601.
Botero, Giovanni, Detti memorabili di personaggi ilustri, Bartholomeo Fontana
(digitalizado por Google), Brescia, 1610.
Botero, Giovanni, Della Ragion di Stato, con tre libri: Delle Cause della Gran-
dezza delle Città, due Aggiunte e un Discorso sulla popolazione di Roma, Ti-
pografia Torinese, Torino, 1948. Publicación original: 1588.
Botero, Giovanni, I Capitani, Alessandro Vecchi (digitalizado por Google), Ve-
nezia, 1617.
Botero, Giovanni, Relatione della Republica Venetiana, Kessinger Publishing
LLC, Whitefish, 2010. Publicación original: 1608.
Botero, Giovanni, Le Relationi Universali, Kessinger Publishing LLC, White-
fish, 2010. Publicación original: 1596.
Botero, Giovanni, Discorso intorno allo Stato della Chiesa, Kessinger Publishing
LLC, Whitefish, 2010. Publicación original: 1608.

210
¿Qué diferencia hace Luciano Venezia

el poder soberano?*

Introducción

La introducción del soberano1 en el Estado tiene varias implicaciones y conse-


cuencias. Por ejemplo, permite que tenga lugar una paz estable y que aparezcan
derechos de propiedad y consideraciones de justicia. El poder soberano también
hace una diferencia en la deliberación práctica de los súbditos. Con todo, hay
dos maneras distintas de interpretar la diferencia práctica introducida por el
soberano. De acuerdo con la lectura no normativa, el rasgo clave del soberano
consiste en su poder causal o empírico de forzar a los súbditos a cumplir con las
leyes naturales y consiguientemente a actuar de una manera razonable. De esta
forma, el soberano y su principal instrumento –el Derecho– hace una diferencia
empírica en el razonamiento práctico de los súbditos. Por su parte, la interpre-
tación normativa señala que la característica principal del soberano consiste en

* Este trabajo elabora y expande ideas desarrolladas por primera vez en Venezia, Luciano, Hobbes
on Legal Authority and Political Obligation. Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2015, esp. sec. 3.1 a
3.3 y 5.2. Dirección de e-mail: lvenezia@unq.edu.ar.
1. En el trabajo identifico al soberano con una persona política antes que con una persona natural
y por consiguiente utilizo las expresiones “soberano” y “poder soberano” de manera intercambia-
ble. Para la distinción entre las capacidades naturales y políticas del soberano, ver Hobbes, Thomas,
Elementos filosóficos. Del ciudadano [De cive], trad. Andrés Rosler. Buenos Aires, Editorial Hydra,
2010, VII, 14; Hobbes, Thomas, Leviatán, trad. Antonio Escohotado. Buenos Aires, Losada, 2003,
XIX, 177-178; XXIII, 215; XXVIII, 273; Hobbes, Thomas, Behemoth, trad. Miguel Ángel Rodilla.
Madrid, Tecnos, 2013, I, 69; Hobbes, Thomas, Diálogo entre un filósofo y un jurista y otros escritos
autobiográficos, trad. Miguel Ángel Rodilla. Madrid, Tecnos, 2013, 138-139, 140-141.

Deus Mortalis, nº 12, 2018, pp. 211-223


luciano venezia

su poder normativo para imponer obligaciones moralmente vinculantes a los


súbditos, que, además, no tienen un vínculo directo con los deberes naturales
introducidos por las leyes naturales. De este modo, en esta interpretación la
diferencia introducida por las directivas legales es normativa antes que empírica
o causal.2
El principal pasaje en el que Hobbes analiza explícitamente la desigualdad que
tiene lugar en el Estado puede ser interpretado tanto en términos no normativos
como normativos. Sin embargo, hay consideraciones de peso a favor de la lectura
normativa. En particular, el fragmento donde Hobbes desarrolla la normatividad
de las obligaciones contractuales articula la idea de que hay diferencias normati-
vas entre el soberano y sus súbditos. Asimismo, hay otras consideraciones para
preferir esta lectura. En primer término, el análisis del Derecho como mandato
favorece la interpretación normativa. Segundo, la teoría que considera que sólo
existen diferencias causales o empíricas entre el soberano y sus súbditos está
pobremente articulada con una genuina teoría contractualista de la obligación
política; en realidad, esta interpretación no permite articular una teoría de la
obligación política en absoluto. Por último, la manera característica en que las
sanciones para el caso de incumplimiento afectan el razonamiento práctico
ofrece motivos adicionales en contra de la interpretación no normativa y a favor
de la lectura normativa.
El presente trabajo está organizado de la siguiente manera. En primer lugar,
examino el pasaje en el que Hobbes discute explícitamente la desigualdad carac-
terística que tiene lugar en el Estado. A continuación, muestro que el pasaje
donde Hobbes desarrolla la noción de obligación contractual fundamenta la tesis
de que hay diferencias normativas en la sociedad civil. Luego, sostengo que los
elementos característicos de la teoría del Derecho de Hobbes fundamentan la
interpretación normativa. Más abajo, muestro que la lectura no normativa está
pobremente relacionada con una teoría contractualista de la obligación política.
Seguidamente, afirmo que la manera en que las sanciones para el caso de incum-
plimiento afectan el razonamiento práctico provee consideraciones adicionales
en contra de la lectura no normativa y a favor de la lectura normativa. Por úl-
timo, concluyo el trabajo con algunos comentarios finales.

2. La interpretación normativa permite asimismo dar cuenta de diferencias no normativas entre el


soberano y sus súbditos. De acuerdo con esta interpretación, con todo, estas no son las principales
diferencias que introduce el Derecho en el Estado.

212
¿qué diferencia hace el poder soberano?

Dos interpretaciones

En un famoso pasaje de De cive, Hobbes enfatiza las desventajas del estado de


naturaleza y las ventajas de la sociedad civil, «para que nadie piense que quizás
es preferible que cada uno viva a su arbitrio antes que instituir en absoluto un
Estado». Allí Hobbes escribe lo siguiente:
Fuera del estado civil cada uno tiene en verdad la más íntegra libertad, pero es infructuosa, dado que
el que hace todo a su arbitrio, debido a su libertad, sufre todo al arbitrio ajeno debido a la libertad de
los otros. Pero una vez instituido el Estado, cada uno de los ciudadanos retiene para sí la libertad
suficiente para vivir bien y tranquilamente, y del mismo modo se quita a los otros tanta libertad como
para que no se les tema. Fuera del Estado, cada uno goza de un derecho a todo que no le permite, sin
embargo, disfrutar de cosa alguna. En el Estado, en cambio, cada uno disfruta de manera segura de
un derecho finito. Fuera del Estado, cualquiera puede con derecho despojar y matar a cualquiera. En
el Estado, sólo uno puede hacerlo. Fuera del Estado, estamos protegidos sólo por nuestras fuerzas.
En el Estado, por las de todos. Fuera del Estado, el fruto de la propia industria no es cierto para
nadie; en el Estado, para todos. Finalmente, fuera del Estado existe el imperio de las pasiones, guerra,
miedo, pobreza, fealdad, soledad, barbarie, ignorancia, fiereza; en el Estado, el imperio de la razón,
paz, seguridad, riqueza, ornato, sociedad, elegancia, ciencia, benevolencia.3

De acuerdo con Hobbes, el estado de naturaleza es absolutamente terrible, mien-


tras que el Estado es un lugar perfectamente razonable. ¿Qué elemento explica
esta diferencia entre los dos escenarios? Un elemento clave de la concepción
hobbesiana es que el estado de naturaleza es un espacio de igualdad, mientras que
existe una importante desigualdad en el Estado. Hobbes menciona la desigualdad
característica que tiene lugar en la sociedad civil en la presentación de la novena
ley de naturaleza (contra el orgullo), que prescribe «que todo hombre reconozca
a los demás como sus iguales por naturaleza».
La cuestión de quién es el mejor hombre no tiene lugar en la condición de mera naturaleza, donde
[…] todos los hombres son iguales. La desigualdad que ahora existe ha sido introducida por las leyes
civiles. Sé que Aristóteles, en el primer libro de su Política, y como fundamento de su doctrina, con-
sidera a algunos hombres más dignos por naturaleza de gobernar, refiriéndose a la especie más sabia
(tal como se consideraba a sí mismo por su filosofía), a otros más dignos de servir (refiriéndose a
aquellos que tenían cuerpos más fuertes, pero que no eran filósofos como él), como si amos y siervos
no fueran instituidos por el consentimiento de los hombres sino por la diferencia de ingenio, lo que
es no sólo contrario a razón sino también contrario a experiencia […].4

El soberano y su principal instrumento –el Derecho– dan cuenta de la desigual-


dad que tiene lugar en el Estado, y consiguientemente explican la diferencia que

3. Hobbes, De cive, op. cit., X, 1.


4. Hobbes, Leviatán, op. cit., XV, 150. Ver también Hobbes, Elementos de Derecho Natural y Polí-
tico, trad. Dalmacio Negro Pavón. Madrid, Alianza, 2005, I, XVII, 1; Hobbes, De cive, op. cit., III,
13; IV, 11.

213
luciano venezia

existe entre el estado de naturaleza y la sociedad civil. Con todo, dicha conside-
ración no explica completamente esta cuestión. En efecto, hay dos maneras dife-
rentes de caracterizar la noción misma de poder soberano y, en consecuencia, la
manera en que las directivas jurídicas afectan el razonamiento práctico de los
súbditos. Estas dos interpretaciones están estrechamente relacionadas con la ca-
racterización de la igualdad humana en el estado de naturaleza.
De acuerdo con la interpretación no normativa, la igualdad del estado de natu-
raleza y, consecuentemente, la desigualdad del Estado son empíricas. En el primer
escenario las personas tienen habilidades físicas y mentales parecidas; ninguna
persona es lo suficientemente fuerte como para no poder ser asesinada por un
grupo de otras personas.5 Por supuesto, esta igualdad empírica es problemática,
puesto que eventualmente lleva a la guerra de todos contra todos del estado de
naturaleza.6 A su vez, la interpretación no normativa sostiene que en el Estado el
soberano posee tanto poder causal o empírico como es necesario para forzar a los
súbditos a cumplir con la ley natural, y en virtud de ello a actuar de manera razo-
nable. De esta forma, la interpretación no normativa considera que el Estado se
caracteriza fundamentalmente por ser un espacio en el que existe una desigualdad
empírica fundamental entre el soberano y sus súbditos. Por lo tanto, la lectura no
normativa sostiene que las directivas legales que impone el soberano afectan el
razonamiento práctico modificando la situación prudencial de los súbditos.7
Por su parte, la interpretación normativa sostiene que, además de ser un espa-
cio igualitario en términos empíricos, el estado de naturaleza se caracteriza fun-
damentalmente por ser un espacio en donde existe una igualdad normativa entre
los seres humanos. Las personas no sólo tienen habilidades físicas y mentales
parecidas; ellas también tienen libertades iguales sin deberes correlativos.8 Este
fenómeno es el punto de partida para todo tipo de problemas; Hobbes enfatiza
que la superabundancia de libertades normativas tiene por resultado el conflicto
generalizado.9 A su vez, la lectura normativa sostiene que la creación del Estado

5. Hobbes, Elementos de Derecho Natural y Político, op. cit., I, XIV, 2; Hobbes, De cive, op. cit., I, 3,
15; Leviatán, XIII, 127-128; XX, 187.
6. La igualdad empírica entre los seres humanos da lugar a la competencia por recursos escasos, que
eventualmente da lugar a «inseguridad», que a su vez da lugar a la realización de ataques preventivos
por «anticipación», lo que tiene por resultado un conflicto generalizado. Hobbes, Leviatán, op. cit.,
XIII, 128-129.
7. La elección de terminología del párrafo está influenciada por Edwin Curley, «Reflections on Hob-
bes: Recent Work on His Moral and Political Philosophy», Journal of Philosophical Research, XV,
1989-1990, p. 188.
8. Hobbes, Elementos de Derecho Natural y Político, op. cit., I, XIV, 6-11; Hobbes, De cive, op. cit.,
I, 7-12; Hobbes, Leviatán, op. cit., XIV, 132-133.
9. Hobbes desarrolla esta explicación en el pasaje en el que enfatiza las desventajas del estado de
naturaleza y las ventajas del Estado. Ver Hobbes, De cive, op. cit., X, 1.

214
¿qué diferencia hace el poder soberano?

tiene por resultado una desigualdad normativa clave. En la sociedad civil el sobe-
rano posee el poder normativo de imponer a los súbditos obligaciones moral-
mente vinculantes. En otras palabras, en el Estado el soberano tiene autoridad, lo
que conlleva que los súbditos tienen la obligación moral de obedecer sus directi-
vas. Por cierto, la interpretación normativa concede que existen asimismo dife-
rencias empíricas entre el soberano y sus súbditos. Además de poder normativo,
el soberano tiene el poder causal o empírico para forzar a los súbditos a obedecer
el Derecho. Con todo, la lectura normativa considera que las normas legales
hacen una diferencia moral antes que prudencial en la deliberación práctica de los
súbditos. La capacidad causal o empírica de ejercer la coerción es meramente un
instrumento para motivar a los súbditos en caso de que no obedezcan en virtud
del reconocimiento de la autoridad del soberano.
La lectura no normativa es adoptada por los intérpretes que consideran que
Hobbes desarrolla una «teoría de la sanción» de la obligación política.10 En par-
ticular, las lecturas que consideran que el rol fundamental del soberano consiste
en resolver problemas del estilo del «dilema del prisionero», sobreponer la in-
fluencia de pasiones antisociales y alinear el autointerés racional de corto plazo
con el de mediano plazo, están comprometidas con una teoría de esta naturale-
za.11 Aun cuando son minoritarias, existen asimismo interpretaciones de Hobbes
que enfatizan la autoridad del soberano y consiguientemente caracterizan la di-
ferencia introducida por las directivas legales en términos normativos antes que
puramente causales o empíricos.12
¿Existe una manera de decidir qué interpretación constituye la mejor versión
de la diferencia que introduce el Derecho en el razonamiento práctico de los
súbditos? En la siguiente sección de este trabajo voy a mostrar que los pasajes en
los que Hobbes analiza la normatividad de las obligaciones contractuales apoyan
la tesis de que hay diferencias normativas en el Estado, y consiguientemente
respaldan la idea de que el soberano posee no sólo poder causal o empírico sino
asimismo poder normativo, de manera tal que sus directivas hacen una genuina
diferencia práctica en la deliberación de los súbditos.

10. La interpretación de Howard Warrender, que enfatiza las “condiciones validantes” de la obliga-
ción, también asume que la diferencia que hace el Derecho es puramente causal o empírica.
11. En la literatura filosófica de corte analítico dedicada a la teoría política de Hobbes, estas interpre-
taciones están fundamentalmente asociadas con la obra de David Gauthier, Jean Hampton y Gregory
Kava, aun cuando en realidad hay muchas más lecturas que comparten esta visión.
12. Por mi parte, desarrollo una teoría de esta naturaleza en Venezia, Hobbes on Legal Authority and
Political Obligation, op. cit., cap. 3. Para otras interpretaciones que comparten este punto de vista, ver
nota 48 en ese capítulo.

215
luciano venezia

La normatividad de la obligación contractual

Presumiblemente, los términos clave incluidos en el pasaje en el que Hobbes


desarrolla la desigualdad característica que tiene lugar en el Estado, que cité en la
sección anterior –es decir, amos, siervos y especialmente consentimiento–, pueden
ser parte tanto de la interpretación no normativa como de la interpretación nor-
mativa.13 La lectura no normativa considera que el soberano posee el poder causal
o empírico necesario para forzar a que los súbditos obedezcan la ley natural
como resultado de un pacto realizado por las personas en el estado de naturaleza.
Con todo, este acuerdo es caracterizado de manera particular en esta visión. Tal
como explica S. A. Lloyd, en una lectura de esta naturaleza «la idea de un con-
trato social realizado en el estado de naturaleza es un dispositivo puramente ex-
positivo que no tiene la tarea de describir un evento histórico, sino representar
qué es prudente que hagan las personas».14
La interpretación normativa también utiliza el pacto realizado por las personas
en el estado de naturaleza para dar cuenta del poder del soberano, sólo que con-
sidera que ese acuerdo tiene por objeto fundamentar el poder normativo del
soberano de imponer normas moralmente obligatorias y no el poder causal o
empírico de forzar a los súbditos a obedecer sus directivas. De hecho, en el
marco de la lectura normativa, la interpretación del objeto de ese acuerdo es más
natural. Las personas renunciaron a la mayoría de sus derechos naturales en el
estado de naturaleza –incluyendo fundamentalmente su derecho natural a auto-
gobernarse– y por consiguiente se obligaron a obedecer las directivas impuestas
por el soberano, quien, por su parte, no renunció a derecho alguno y por lo tanto
se transforma en la única persona con el derecho a dar órdenes y ser obedecido.15
En mi opinión, la lectura normativa asigna un significado más plausible a los
términos clave del pasaje bajo análisis. De cualquier modo, concedo que la inter-
pretación no normativa también ofrece una versión atendible, aun cuando esta
lectura desarrolla una teoría con características idiosincráticas. Sin embargo, los

13. Asimismo, otros pasajes, que también señalan la desigualdad característica que tiene lugar en el
Estado, pueden ser interpretados de las dos maneras. Ver, por ejemplo, Hobbes, Elementos de Dere-
cho Natural y Político, op. cit., II, I, 19; Hobbes, De cive, op. cit., I, 3; X, 4.
14. Lloyd, S. A., Ideals as Interests in Hobbes’s Leviathan: The Power of Mind over Matter, Cam-
bridge, Cambridge University Press, 1992, p. 8. Ver también la discusión que sigue a la oración citada
en el cuerpo del texto.
15. El análisis ciertamente idiosincrático de la naturaleza de los derechos de Hobbes tiene un impacto
en la forma en que él da cuenta del derecho a mandar y ser obedecido del soberano. Para una inter-
pretación de esta parte de la teoría política de Hobbes, ver Venezia, Hobbes on Legal Authority and
Political Obligation, op. cit., sec. 5.1.

216
¿qué diferencia hace el poder soberano?

pasajes en donde Hobbes analiza la normatividad de las obligaciones contractua-


les no permiten tal variedad de interpretaciones.
Hobbes enfatiza la normatividad de las obligaciones contractuales en dos pa-
sajes clave del De cive.16 En primer término, Hobbes sostiene que «[e]stamos
obligados por un pacto; por la ley se nos mantiene obligados. El pacto obliga por
sí mismo; la ley nos mantiene obligados en virtud de pactos generales de prestar
obediencia».17 Hobbes luego explica en una nota agregada en la segunda edición
del libro:

A algunos les ha parecido que es lo mismo obligarse y mantenerse obligado y, en consecuencia, que
si bien existe alguna distinción en las palabras, no existe distinción alguna en la realidad. Por lo tanto,
digo esto más claramente: el hombre se obliga mediante el pacto, es decir, debe cumplir debido a la
promesa. Pero se mantiene obligado mediante la ley, es decir, está compelido al cumplimiento por
miedo a la pena que está establecida por la ley.18

El acto mismo de pactar o prometer obediencia crea nuevas obligaciones y de


esta manera modifica la situación normativa de las personas. Además, las sancio-
nes para el caso de incumplimiento introducidas por el Derecho juegan un rol
importante en el razonamiento práctico de los súbditos. Con todo, Hobbes en-
fatiza que se trata una función meramente motivacional. Los súbditos están
obligados a obedecer en virtud de haber acordado tal cosa; las sanciones para el
caso de incumplimiento establecidas por la ley en todo caso motivan a los súbdi-
tos a cumplir con esta obligación y consiguientemente a obedecer las directivas
impuestas por el soberano. Por tanto, las obligaciones contractuales tienen el
papel normativo de establecer las obligaciones políticas de los súbditos, mientras
que las sanciones para el caso de incumplimiento únicamente juegan el rol moti-
vacional adicional de asegurar la obediencia al Derecho.19

16. Dado que la evidencia textual para establecer esta tesis proviene únicamente de esta obra, queda
abierta la posibilidad de que la concepción desarrollada en el Leviatán sobre esta cuestión sea dife-
rente. En mi opinión, una interpretación «evolutiva» de la filosofía política hobbesiana de esta natu-
raleza no es realmente plausible, pero no puedo desarrollar esta consideración en este contexto. Por
tanto, mi argumento meramente asume que la concepción de Hobbes es similar –en este punto–
desde 1642/47 hasta, al menos, principios de la década siguiente.
17. Hobbes, De cive, op. cit., XIV, 2.
18. Hobbes, De cive, op. cit., XIV, 2, nota.
19. Ver, también, Barry, Brian, «Warrender and His Critics», Philosophy, 43(164) (1968), pp. 126-127;
Grover, Robinson A., «Hobbes and the Concept of International Law», en Hobbes: War among
Nations, eds. Timo Airaksinen y Martin A. Bertman. Aldershot, Averbury, 1989, p. 81; Riley, Patrick,
Will and Political Legitimacy: A Critical Exposition of Social Contract Theory in Hobbes, Locke,
Rousseau, Kant, and Hegel. Cambridge y Londres, Harvard University Press, 1982, pp. 53-54; Riley,
Patrick, A Treatise of Legal Philosophy and General Jurisprudence. Volume 10: The Philosophers’
Philosophy of Law from the Seventeenth Century to Our Days. Dordrecht, Springer, 2009, p. 42;
Rosler, Andrés, «El enemigo de la república: Hobbes y la soberanía del Estado», en Hobbes, Elemen-

217
luciano venezia

La teoría del mandato

En el resto de este trabajo voy a mostrar que la interpretación no normativa tiene


una serie de problemas adicionales, mientras que la lectura normativa no tiene
estas dificultades. En mi opinión, este fenómeno introduce razones adicionales a
favor de la interpretación normativa. La primera cuestión a analizar está relacio-
nada con la concepción del Derecho de Hobbes.
La teoría del Derecho de Hobbes es usualmente caracterizada como una forma
particularmente cruda de «teoría del mandato» de acuerdo con la cual las normas
legales no son más que órdenes asociadas a sanciones para el caso de incumpli-
miento.20 Por cierto, Hobbes considera que las normas jurídicas son «mandatos».
En concreto, Hobbes afirma que «es manifiesto que la ley, en general, no es con-
sejo sino mandato».21 Con todo, esto no conlleva que Hobbes analice al Derecho
meramente como órdenes asociadas a sanciones para el caso de incumplimiento.22
La concepción del Derecho de Hobbes incluye diferentes elementos que no
puedo analizar detalladamente ahora. En cambio, voy a focalizar la atención en
un sólo punto de su teoría. Aun cuando sostiene que el Derecho consiste en
mandatos, Hobbes asimismo señala que no es «un mandato de cualquier hombre
a cualquier hombre, sino sólo a aquel cuyo mando se dirige a alguien previa-
mente obligado a obedecer».23 Cualquier mandato no es una norma jurídica, sino
únicamente aquellos que los súbditos tienen la obligación previa de obedecer.
Hobbes sostiene que la obligación de obediencia es anterior a la promulgación
de las leyes civiles. Por supuesto, el acto que fundamenta estas obligaciones es el
pacto en el cual los súbditos renunciaron a una parte sustantiva de sus derechos

tos Filosóficos. Del Ciudadano, pp. 34-35; Rosler, Andrés, «Odi et Amo? Hobbes on the State of
Nature», Hobbes Studies, 24(1), 2011, pp. 98-99; Saada, Julie, Hobbes et le sujet de droit. Contractua-
lisme et consentement. París, CNRS Éditions, 2010, p. 159; Warrender, Howard, The Political Philo-
sophy of Hobbes: His Theory of Obligation. Oxford, Clarendon Press, 1957, pp. 205, 212, 223-224.
20. Ver, por ejemplo, Goldsmith, M. M., «Hobbes on Law», en The Cambridge Companion to
Hobbes, ed. Tom Sorell. Cambridge, Cambridge University Press, 1996, pp. 274-275. El ejemplo
clásico de esta concepción es la teoría del Derecho de John Austin. Ver Austin, John, The Province
of Jurisprudence Determined, ed. Wilfried E. Rumble. Cambridge, Cambridge University Press,
2001, I, 21-25, 29-30.
21. Hobbes, Leviatán, op. cit., XXVI, 233; ver también Hobbes, Elementos de Derecho Natural y
Político, op. cit., I XIII, 6; I, XVII, 12; II, VIII, 6; II, X, 4; Hobbes, De cive, op. cit., VI, 9, 11, 16; XIV,
1, 2, 13; Hobbes, Leviatán, op. cit., XXVI, 238; XLII, 454; Hobbes, Behemoth, op. cit., I, 68.
22. De esta forma, aun cuando comparten algunos rasgos, las concepciones del Derecho de Hobbes
y Austin son completamente diferentes. Para un análisis de esta cuestión, ver Mark C. Murphy,
«Hobbes (and Austin, and Aquinas) on Law as Command of a Sovereign», en The Oxford Hand-
book of Hobbes, eds. A. P. Martinich y Kinch Hoekstra. Oxford, Oxford University Press, 2015.
23. Hobbes, Leviatán, op. cit., XXVI, 233; ver también Hobbes, Elementos de Derecho Natural y
Político, op. cit., II, X, 2; Hobbes, De cive, op. cit., XIV, 2, 21; Hobbes, Leviatán, op. cit., XLII, 420.

218
¿qué diferencia hace el poder soberano?

naturales –incluyendo el derecho a autogobernarse– a favor del soberano. De


esta manera, Hobbes sostiene asimismo que «en la ley primero estamos obliga-
dos a hacer algo; lo que de hecho se ha de hacer se determina después».24
La interpretación no normativa no permite realmente desarrollar la tesis de que
«primero estamos obligados a hacer algo» y que el Derecho luego determina «lo
que de hecho se ha de hacer». Si la característica distintiva del poder soberano es
su capacidad causal o empírica, ello conlleva que las normas jurídicas son obliga-
torias en virtud de que el Derecho incluye sanciones para el caso de incumpli-
miento. En una concepción de esta naturaleza las normas jurídicas transforman
la balanza de razones y determinan lo que los súbditos deben hacer por medio de
desincentivos para el caso de incumplimiento. Por consiguiente, en esta concep-
ción no hay obligación alguna anterior a la promulgación de las leyes; las sancio-
nes para el caso de incumplimiento, por sí mismas, imponen esas obligaciones. En
otras palabras, en la interpretación no normativa la obligación es en sí misma
parte del Derecho, antes que anterior a la promulgación de las normas jurídicas.25
En cambio, la interpretación normativa permite dar cuenta de la existencia de
una obligación anterior a la promulgación de las leyes civiles. De acuerdo con
esta lectura, el contrato social fundamenta la autoridad del soberano, de manera
tal que la obligación de obediencia de los súbditos es anterior a la promulgación
de las normas legales. En este sentido, la interpretación normativa considera que
el Derecho es en sí mismo normativo en tanto los súbditos tienen la obligación
de obedecer las directivas que impone el soberano.

¿Una teoría contractualista de la obligación política?

En tanto y en cuanto explica la diferencia introducida por el poder soberano y el


Derecho únicamente en términos empíricos, la interpretación no normativa no
desarrolla una teoría contractualista de la obligación política.26 En particular, las
obligaciones contractuales no juegan un papel relevante en el establecimiento de

24. Hobbes, De Cive, op. cit., XIV, 2; ver también Hobbes, Elementos de Derecho Natural y Político,
op. cit., II, X, 2; Hobbes, De cive, op. cit., VIII, 1, 8; XIV, 10, 21.
25. Ver, también, Finkelstein, Claire, «Hobbes and the Internal Point of View», Fordham Law Re-
view, 75(3), 2006, pp. 1215-1220; Gauthier, David, «Thomas Hobbes and the Contractarian Theory
of Law», Canadian Journal of Philosophy, supl. 16, 1990, pp. 7-9, 15; Slomp, Gabriella, «The incon-
venience of the legislator’s two persons and the role of good counsellors», Critical Review of Inter-
national Social and Political Philosophy, 19(1), 2016, p. 70.
26. Acá meramente asumo que Hobbes desarrolla una teoría contractualista de la obligación política.
Aun cuando el contractualismo hobbesiano tiene rasgos idiosincráticos, la idea misma de que Hobbes
desarrolla una concepción de este tipo está fuera de discusión.

219
luciano venezia

la obligación de obediencia de los súbditos. Si las sanciones para el caso de in-


cumplimiento son suficientemente pesadas como para inclinar el balance de ra-
zones a favor del cumplimiento de las normas jurídicas, entonces los súbditos
tienen la obligación de obedecer al Derecho; si las sanciones para el caso de in-
cumplimiento no superan a otras razones, entonces los súbditos no están obliga-
dos a obedecer sino que pueden legítimamente desobedecer al Derecho. Tanto en
uno como en otro caso, lo que los súbditos hicieron en el pasado –particular-
mente, el hecho de que los súbditos renunciaron a su derecho a autogobernarse
y adquirieron la obligación de obedecer al soberano– no juega ningún rol en el
establecimiento de cómo deben actuar en el Estado. Como explica Lloyd en el
pasaje citado más arriba, en una lectura de esta naturaleza el contrato social es
meramente una herramienta heurística. Por tanto, la interpretación no normativa
no desarrolla una teoría contractualista, puesto que en esta lectura las obligacio-
nes contractuales no establecen las obligaciones políticas de los súbditos.27
En realidad, el problema de la interpretación no normativa es aún más grave;
una concepción de esta naturaleza no constituye una teoría de la obligación po-
lítica en absoluto. La lectura no normativa considera que las sanciones para el
caso de incumplimiento establecidas por el Derecho impactan sobre el costo de
posibles actos de desobediencia, de manera tal que la obediencia se transforma en
algo recomendado por el autointerés racional de los súbditos. Ahora bien, a lo
sumo, este fenómeno muestra que los súbditos están obligados a actuar de la
forma indicada por el Derecho, pero no establece que ellos tienen la obligación
de obedecer al Derecho.28 Por supuesto, las dos nociones no son sinónimas: obli-
gación es un concepto normativo, mientras que estar obligado no lo es.29
Ninguna de estas dificultades afecta a la interpretación normativa. En primer
lugar, las obligaciones contractuales juegan un verdadero rol normativo en esta
lectura, en tanto las obligaciones contractuales establecen las obligaciones políticas
de los súbditos. Asimismo, la interpretación normativa permite afirmar que los
súbditos tienen verdaderamente la obligación de obedecer al Derecho y no sólo
que están obligados a cumplir con las normas jurídicas. De acuerdo con esta inter-
pretación, los súbditos tienen obligaciones políticas porque renunciaron a su de-
recho de autogobierno y por consiguiente adquirieron la obligación de obedecer
las normas impuestas por el soberano. El hecho de que obedecer sea recomendado
–o no– por el autointerés racional no cumple papel alguno en esta interpretación.

27. Ver, también, Lloyd, Ideals as Interests in Hobbes’s Leviathan, op. cit., pp. 8-9.
28. Para la distinción entre las nociones de estar obligado y tener una obligación, ver Hart, H. L. A.,
El concepto de Derecho, trad. Genaro R. Carrió. Buenos Aires, Abeledo Perrot, 1998, pp. 102-107.
29. Ver, también, Barry, «Warrender and His Critics», p. 132.

220
¿qué diferencia hace el poder soberano?

El rol de las sanciones para el caso de incumplimiento

Si consideramos que la desigualdad característica introducida por el poder sobe-


rano en el Estado es empírica antes que normativa, entonces estamos lógicamente
compelidos a aceptar asimismo que las sanciones para el caso de incumplimiento
son las consideraciones relevantes que los súbditos tienen para obedecer al De-
recho. Sin embargo, las sanciones para el caso de incumplimiento constituyen
razones de tipo incorrecto para obedecer.30
Si los súbditos actuaran de la forma exigida por el Derecho meramente porque
ello promueve su autointerés racional, entonces el hecho de que tal curso de ac-
ción sea un mandato jurídico no sería el hecho que les hubiera dado la razón para
actuar sino, en cambio, su propia evaluación del contenido de la directiva o di-
rectamente la consideración de las consecuencias desagradables del incumpli-
miento (ponderadas por la probabilidad de sufrir tales sanciones). Asumamos
que los súbitos efectivamente actúan de la manera exigida por el soberano. Aun
cuando sus acciones se conformaran con las directivas del soberano, los súbitos
no estarían realmente obedeciendo al Derecho. En particular, ellos no estarían
asignando carácter autoritativo a las normas legales y por consiguiente el Dere-
cho no guiaría realmente sus acciones. En cambio, los súbditos estarían actuando
de la manera que consideran que es la mejor en las circunstancias. En este sen-
tido, la interpretación no normativa desarrolla una visión errada de la forma en
que el Derecho afecta el razonamiento práctico de los súbditos.
En cambio, la interpretación normativa asigna al Derecho un rol adecuado
como guía para la acción humana y en consecuencia desarrolla una interpretación
correcta de la normatividad del Derecho. En caso que asumamos que el poder
soberano y el Derecho introducen una verdadera diferencia normativa en el ra-
zonamiento práctico de los súbditos, entonces podemos asimismo considerar
que la razón principal que los súbditos tienen para obedecer es el hecho de que
el soberano exige que actúen de ese modo.
La manera en que las lecturas no normativas y normativas entienden cuáles son
las razones que los súbditos tienen para obedecer introduce una última conside-
ración a favor de la segunda interpretación. Hobbes sostiene que «MANDATO
es cuando un hombre dice haz esto o no hagas esto sin esperar razón distinta de
la voluntad de quien lo dice. […] CONSEJO es cuando un hombre dice haz o
no hagas esto y deduce sus razones del beneficio que esto produciría a quien se

30. Raz, Joseph, Razón práctica y normas, trad. Juan Ruiz Manero. Madrid, Centro de Estudios
Constitucionales, 1991, p. 187.

221
luciano venezia

lo dice».31 La razón para obedecer un mandato está en la voluntad de la persona


que da la orden; el mandante no espera ninguna «razón distinta» para la obedien-
cia. De esta forma, la teoría del mandato del Derecho de Hobbes considera que
la voluntad del soberano no es una razón adicional que los súbditos tienen que
tener en cuenta al momento de actuar, ni siquiera una razón particularmente
pesada, que consiguientemente inclinaría la balanza de razones que tiene en
cuenta a todas las consideraciones relevantes. En cambio, la voluntad del sobe-
rano introduce una razón de un tipo diferente a las razones ordinarias para ac-
tuar. La voluntad del soberano tiene el propósito de interrumpir la deliberación
al mismo tiempo que proveer la razón relevante para obedecer. De este modo, la
teoría del mandato de Hobbes enfatiza que las normas legales introducen razo-
nes autoritativas que, precisamente, reemplazan otras consideraciones y proveen
la razón relevante para actuar de la manera ordenada.32

Consideraciones finales

El poder soberano y su principal instrumento –el Derecho– dan cuenta de la


desigualdad que tiene lugar en el Estado y así explican la diferencia entre el es-
tado de naturaleza y la sociedad civil. En este trabajo señalé que el pasaje en el
cual Hobbes desarrolla explícitamente la desigualdad que tiene lugar en el Estado
puede interpretarse como enfatizando tanto los elementos empíricos como los
elementos normativos del poder soberano y el Derecho. Al mismo tiempo, mos-
tré que existe evidencia textual adicional para afirmar que la característica distin-
tiva del soberano es su capacidad normativa de imponer obligaciones moral-
mente vinculantes. En un conjunto clave de pasajes del De cive, Hobbes
desarrolla la idea de que las obligaciones contractuales son genuinamente norma-
tivas; los acuerdos antes que las sanciones para el caso de incumplimiento funda-
mentan las obligaciones políticas de los súbditos. Asimismo, Hobbes argumenta
en estos pasajes que las sanciones para el caso de incumplimiento que acompañan
a muchas normas legales juegan únicamente un rol motivacional.
Finalmente, argumenté que existen consideraciones adicionales en contra de la
interpretación no normativa y a favor de la lectura normativa. En primer tér-
mino, una interpretación que sólo da cuenta de diferencias causales o empíricas
en el Estado no permite sostener que el Derecho consiste en mandatos que los

31. Hobbes, Leviatán, op. cit., XXV, 226; ver también Hobbes, Elementos de Derecho Natural y
Político, op. cit., I, XIII, 5-6; II, X, 4; Hobbes, De cive, op. cit., XIV, 1.
32. Raz, Joseph, The Morality of Freedom. Oxford, Clarendon Press, 1986, p. 46.

222
¿qué diferencia hace el poder soberano?

súbditos tienen la obligación previa de obedecer. Asimismo, sostuve que la inter-


pretación no normativa no permite caracterizar a una verdadera teoría contrac-
tualista; de hecho, una lectura de esta naturaleza no permite articular una teoría
de la obligación política. Por último, mantuve que las sanciones para el caso de
incumplimiento proveen consideraciones erradas para obedecer al Derecho. Por
otro lado, en el trabajo mostré que estas consideraciones pueden ser fácilmente
explicadas en el contexto de una interpretación que enfatiza el poder normativo
del soberano y por consiguiente sostiene que las directivas legales hacen una
verdadera diferencia práctica en el razonamiento de los súbditos.
Parece legítimo concluir que Hobbes entiende al poder soberano en términos
normativos antes que empíricos. De esta consideración se infiere que tenemos
que revisar las interpretaciones corrientes de la filosofía política hobbesiana, en
tanto estas lecturas normalmente asumen que el rol del soberano consiste exclu-
sivamente en imponer sanciones para el caso de incumplimiento, de forma tal de
dar incentivos para facilitar el cumplimiento de los contratos y promover la paz
en el Estado.33 Ahora bien, cuando vemos que el papel del soberano consiste en
imponer obligaciones moralmente vinculantes, la caracterización de la filosofía
política de Hobbes que obtenemos es complemente diferente.

conicet
Universidad Nacional de Quilmes

33. Para una presentación de esta lectura tradicional ver, por ejemplo, Hoekstra, Kinch, «Hobbes on
the Natural Condition of Mankind», en The Cambridge Companion to Hobbes’s Leviathan, ed.
Patricia Springborg. Cambridge, Cambridge University Press, 2007, pp. 114-115.

223
Montesquieu, precursor Diego Vernazza

de otra ciencia social

Introducción

El gran renombre del capítulo XI, 6 del Espíritu de las leyes, de Montesquieu
(1748), consagrado a la división de poderes, ha tendido a oscurecer un aspecto
fundamental: el esbozo de una nueva concepción de la sociedad, punto de par-
tida para el nacimiento de las ciencias sociales. La sociedad como conjunto de
relaciones desplegadas históricamente en un contexto determinado; ya no la
materia sin nombre que espera ser moldeada por el legislador, sino una totali-
dad compleja que posee sus reglas y tiempos propios, sedimentados en la me-
moria y la costumbre. Noción que, a diferencia de la sociedad civil de la tradi-
ción contractualista, no es definida jurídicamente –como cúmulo de derechos
naturales a ser resguardados por el Estado– sino más bien, diremos aquí, so-
ciológicamente.
Las ciencias sociales, al momento de hacer su propia historia, no dudarán en
situar a Montesquieu en el lugar de precursor, y este enaltecimiento supondrá,
paralelamente, un olvido. En la urgencia por constituirse en protección lógica de
la sociedad moderna, la ciencia social naciente buscó, y terminó por encontrar,
un cierto Montesquieu, aquel que correspondía cómodamente a la imagen que,
en su joven positivismo, ésta buscaba para ella misma.
Por ello nos abocaremos aquí a desarrollar otra lectura de la obra de Montes-
quieu, centrada en la noción de «espíritu general», a fin de explorar una genealo-
gía posible de las ciencias sociales, ya no simplemente como una empresa de dis-
tinción de su ancestro mayor, la filosofía política, sino como un intento por

Deus Mortalis, nº 12, 2018, pp. 225-239


diego vernazza

redefinir los problemas que ésta, a lo largo de su historia, había planteado, y por
lo tanto de inmiscuirse en un terreno que hoy, tiempo después, les parecería ajeno.

El espíritu general, o lo social según Montesquieu

El de la «infinita diversidad de leyes y costumbres» es uno de los presupuestos


fundamentales del Espíritu de las leyes. Como Montaigne siglos atrás, Montes-
quieu pone entre signos de pregunta el universal humano a partir de la simple
confrontación con la diversidad efectiva del mundo: «Pareciera que no hay
pueblo que no tenga su crueldad particular, que cada nación no se sienta tocada
por la de la otra, como si la barbarie fuera una cuestión de usos, como las modas
y las vestimentas».1 Gran admirador de la diferencia humana, viajero apasio-
nado por la singularidad, por el sentimiento de sorpresa, de maravilla, que
provoca el encuentro con el otro, sus Cartas persas (1721) constituyen un ejer-
cicio formidable, tanto desde el punto de vista literario como conceptual, de
puesta en cuestión de las evidencias propias, gracias a una mirada ajena y a la
vez comprometida.2
Lejos sin embargo de buscar revalidar una mirada escéptica sobre la posibilidad
de pensar, más allá de las diferencias, la ley humana, la constatación de la diver-
sidad se vuelve, en el Espíritu de las leyes, el motor de una indagación que no
resigna su horizonte universalista. Como lo anuncia desde el “Prefacio”, se trata
de demostrar que «en esa infinita diversidad de leyes y costumbres, [los seres
humanos] no se conducen sólo por sus fantasías», es decir que hay una razón, o
una serie de razones detrás de ello. Esta búsqueda lo llevará a redefinir entera-
mente los términos del problema, y a proponer una nueva definición de la ley,
tanto en su acepción política y social como física y metafísica. Si las diferentes
leyes y costumbres son «tan propias del pueblo para el cual fueron hechas, que

1. Montesquieu, Pensées – Le spicilège. Robert Laffont, Paris, 1991, p. 517 (n° 1638). Todas las tra-
ducciones de Montesquieu, así como de las otras obras citadas en francés, son propias. Para el Espí-
ritu de las leyes, reutilizo, modificándola, la traducción castellana de Siro García del Mazo, Librería
General de Victoriano Suarez, Madrid, 1906.
2. Sobre las Cartas persas, Jean Starobinski escribe: «La buena nueva que aportan las Cartas persas a
los lectores europeos de 1721 es la de una universal facticidad. Los hombres son tales que sus hábitos,
su clima, su educación, los han hecho. Cuando los Persas irán a París preguntando el porqué de cada
costumbre y de cada rito, lo importante no será la respuesta a ese por qué, sino el hecho simple de
que se pueda preguntar por qué. […] El Oriente real tiene poco que hacer allí. Es un espectáculo que
los hombres de Occidente se dan para liberarse de los valores tradicionales de Occidente. Mediante
esa ironía universal, el espíritu pierde al menos posesión de su propia evidencia» (Starobinski, Jean,
Montesquieu par lui-même. Seuil, Paris, 1953, p. 63).

226
montesquieu, precursor de otra ciencia social

es un gran azar si aquellas de una nación pueden convenir a otra»,3 el sentido de


la ley, su espíritu, no puede buscarse en un modelo abstracto, filosófico o reli-
gioso, sino en el carácter de la colectividad que les dio origen. Se pone allí en
cuestión, visiblemente, la transcendencia de la ley. Ésta debe ser comprendida no
sólo en una relación de circularidad con la costumbre, sino también con todo
aquello que condiciona el modo en que se establece, históricamente, esa circula-
ridad: el clima, el territorio, la religión, el tipo de economía, etc. La noción de ley
se aleja así de su carácter de mandamiento, de «puro acto de poder», para acer-
carse a una forma de «relación». La ley, en general, es definida como una relación
necesaria (rapport nécessaire) que deriva de la naturaleza de las cosas, y la obra
mayor de Montesquieu propone, consecuentemente, «examinar todas esas rela-
ciones», las cuales «forman todas juntas eso que llamo espíritu de las leyes».4
La noción que intenta englobar los resultados de esa indagación es la de «espí-
ritu general de una nación», definida en el capítulo XIX, 4:

Varias cosas gobiernan a los hombres: el clima, la religión, las leyes, las máximas del gobierno, los
ejemplos de las cosas pasadas, las costumbres, las maneras; de todo ello se forma un espíritu general,
que es su resultado. A medida que, en cada nación, una de estas causas actúa con más fuerza, las otras
ceden ante ella en la misma proporción.5

El concepto, sin dudas uno de los más interesantes de la obra, responde justa-
mente a la necesidad de proponer una filosofía práctica que se constituya en re-
lación con las diferentes cosas que gobiernan, de hecho y diversamente, a los
hombres. Por ello nos detendremos aquí en la historia interna del concepto, para
luego intentar definirlo exhaustivamente.
La primera aparición de un concepto cercano al de «espíritu general» se en-
cuentra en un texto de juventud, llamado De la política (circa 1722-23): «En to-
das las sociedades, que no son más que una unión de espíritu, se forma un carác-
ter común. Ese alma universal toma la forma de un modo de pensar que es efecto
de una cadena de causas infinitas, que se multiplican y se combinan de siglo en
siglo». Montesquieu subraya aquí la existencia de un modo de ser compartido,
de un carácter que es expresión de una sociedad determinada. La sociedad, en
general, es comprendida como una «unión de espíritu», que se expresa, históri-
camente, en un cierto «modo de pensar», en un cierto tono, por así decir, de la
razón. «Desde que ese tono es dado y recibido, es él solo quien gobierna, y todo

3. Montesquieu, De l’esprit des lois, en Œuvres complètes, vol. II. Pléiade, Paris, 1951, p. 237.
4. Idem., pp. 232 y 238. Véase sobre este punto el artículo de Denis de Casabianca, «Rapports», en
el Dictionnaire Montesquieu [en línea], Catherine Volpilhac-Auger (dir.), ENS de Lyon, septiembre
de 2013: < http://dictionnaire-montesquieu.ens-lyon.fr/fr/article/1376426916/fr>.
5. Montesquieu, De l’esprit des lois, XIX, 4, op. cit., p. 558.

227
diego vernazza

lo que los soberanos, magistrados y pueblos pueden hacer o imaginar, sea que
parezcan chocar ese tono, o seguirlo, siempre se le refiere, y domina hasta la total
destrucción».6 En este escrito de juventud, llamado, justamente, De la política,
Montesquieu pone entre signos de pregunta la idea de que la política gobierna, o
al menos de que el político, en tanto sujeto, gobierna: es el tono, el carácter ge-
neral de un pueblo el que gobierna, ese sujeto impersonal porque es compartido,
resultado histórico de «causas infinitas». Y ese tono, ese carácter, gobierna, ante
todo, porque lo hace de manera poco aparente: dándole un cierto contorno al
espíritu, a la manera de pensar.
En un texto posterior, inédito, llamado Ensayo sobre las causas que pueden
afectar los espíritus y los caracteres (1735-1739), Montesquieu continúa su inda-
gación, concentrándose en los factores que ayudan a comprender la conforma-
ción de ese espíritu. Se trata allí de un «carácter general, del cual cada particular
se carga más o menos», producido a la vez «por las causas físicas que dependen
del clima […] y por las causas morales que son la combinación de las leyes, la
religión, las costumbres y las maneras».7 Este ensayo, preparatorio del Espíritu
de las leyes, aporta varios elementos fundamentales a lo que será su definición
del espíritu general. Primeramente, y reconociendo que «la complicación de
causas que forman el carácter general de un pueblo es muy grande», se concen-
trará en especificarlas, agrupándolas en factores físicos y morales, entre los cua-
les aparecen, por primera vez, el clima, las leyes, la religión, las costumbres y las
maneras. Paralelamente, el texto propondrá una jerarquía entre esos factores:
«las causas morales forman más el carácter general de una nación y deciden más
la calidad de su espíritu que las causas físicas».8 Lejos de cualquier perspectiva
mecanicista sobre la influencia del clima en las costumbres, Montesquieu sos-
tiene que los factores físicos no son capaces de dar enteramente cuenta de una
determinada configuración del espíritu: este se explica, ante todo, por el modo
en que las causas morales traducen, históricamente, las causas físicas, y confor-
man así un carácter general. El «clima contribuye infinitamente a modificar el
espíritu», escribe, pero «su efecto no es inmediato», es necesaria una «larga serie
de generaciones para producirlo».9 El Ensayo permite así no sólo avanzar en la
definición del concepto de espíritu general, sino también aclarar una de la sen-
tencias más discutidas del Espíritu de las leyes, la de que «el imperio del clima es

6. Montesquieu, De la politique, en Œuvres complètes, vol. I. Pléiade, Paris, 1949, p. 114.


7. Montesquieu, Essai sur les causes qui peuvent affecter les esprits et les caractères, en Œuvres com-
plètes, vol. II, op. cit., p. 61.
8. Idem., p. 60.
9. Idem., p. 44.

228
montesquieu, precursor de otra ciencia social

el primero de todos los imperios».10 No se trataría aquí, como pareciera a pri-


mera vista, de una afirmación de carácter ontológico, acerca de la primacía de las
causas físicas sobre las morales. Buscando explicar la infinita diversidad de leyes
y costumbres, Montesquieu sostiene que el clima, cronológicamente hablando,
es el primer factor que condiciona el desarrollo de una sociedad, y que como tal
se encuentra en el origen de las diferencias que existen entre ellas.11 Ahora bien,
aclarará más tarde en su definición del espíritu general, «a medida que, en cada
nación, una de estas causas actúa con más fuerza, las otras ceden ante ella en la
misma proporción. La naturaleza y el clima dominan casi solos a los salvajes; las
maneras gobiernan a los chinos […]», lo cual significa, manifiestamente, que el
clima, objetivación primera de lo natural, se subordina progresivamente a la ley
y la costumbre. Entre la naturaleza y la sociedad, dicho en otras palabras, se
encuentran los sucesivos modos humanos de agenciar las cosas que componen
un espíritu general, es decir, la historia.
El interés de este Ensayo pasa no sólo porque Montesquieu busca allí, basán-
dose en investigaciones de todo género, un modo de dar cuenta de la infinita
diversidad de leyes y costumbres, sino también porque emerge de ese texto,
como una suerte de derivado general, una teoría del espíritu, una hipótesis sobre
el modo en que se forma, localmente, la razón humana. Y lo que es más intere-
sante aún, Montesquieu busca esa teoría en la condición social del hombre, en el
hecho de que «comunica» tanto con su ambiente como con los otros: «las má-
quinas humanas están invisiblemente ligadas, los resortes que hacen mover a una
afectan a la otra», y «nuestro genio se forma en gran medida con aquel de las
personas con las que vivimos», ya que «nos comunicamos el carácter».12
En un texto posterior, intitulado Consideraciones sobre las causas de la gran-
deza de los romanos y de su decadencia, Montesquieu emplea por primera vez,
tal cual, la noción de espíritu general: «hay en cada nación un espíritu general,
sobre el cual se funda el poder; cuando éste lo choca, se choca a sí mismo, y se
detiene necesariamente».13 La elaboración del concepto se enmarca aquí en la
explicación del auge y la crisis de un imperio, buscando fundar, en la afirmación
según la cual la sociedad es una totalidad compleja, tanto física como moral, que
tiene sus reglas propias, una tesis política, la de que el buen gobierno consiste en
dirigir un carácter y no en chocarlo, ya que de ese modo evita chocarse a sí

10. Montesquieu, De l’esprit des lois, XIX, 14, op. cit., p. 565.
11. Cf. Beyer, Charles Jacques, Nature et valeur dans la philosophie de Montesquieu. Analyse métho-
dique de la notion de rapport dans l’Esprit des lois. Klincksieck, Paris, 1982, p. 215.
12. Montesquieu, Essai sur les causes…, op. cit., p. 62.
13. Montesquieu, Considérations sur les causes de la grandeur des Romains et de leur décadence,
XXII, en Œuvres complètes, vol. II, op. cit., p. 203.

229
diego vernazza

mismo. Pero el verdadero aporte a la elaboración del concepto vendrá en uno de


sus Pensamientos, en el cual la definición se acerca a la que dará en el Espíritu de
las leyes: «Los Estados son gobernados por cinco cosas diferentes: por la religión,
por las máximas generales del gobierno, por las leyes particulares, por las cos-
tumbres, y por las maneras. Esas cosas tienen una relación mutua entre ellas».14
Aparece por primera vez aquí el concepto de Estado, en el sentido de Estado
nación, de sociedad política. El factor climático, extrañamente, está ausente, qui-
zás porque el orden de los factores muestra una tonalidad más que clásica: la
religión primero, el gobierno después, las leyes, las costumbres y las maneras al
final. Este orden clásico será transgredido en la definición del capítulo XIX, 4 del
Espíritu de las leyes, donde el clima quitará el primer lugar a la religión, dando
así motivos más que suficientes a la censura.15 Otras definiciones aparecen en sus
Pensamientos,16 entre las cuales se destaca una en particular, donde surge un ele-
mento importante en la comprensión de un espíritu general, la gran ciudad:

ESPÍRITU GENERAL. Es ante todo una gran capital la que hace al espíritu general de una nación;
es París que hace a los franceses; sin París, la Normandie, la Picardie, la Artois, serían alemanas como
Alemania.17

Hasta aquí las definiciones previas dadas por Montesquieu de aquello que el
capítulo XIX, 4 definirá como el «espíritu general de una nación». Es posible
ahora intentar una definición exhaustiva. El espíritu general es ante todo un es-
píritu, es decir, una «substancia viva e incorpórea», tal como define la palabra
«espíritu» la primera edición del Diccionario de la Academia francesa de 1694.18
Está ligado a múltiples factores, entre los cuales se encuentran los físicos, como
el clima o el territorio –y Montesquieu llegará incluso a plantearse, en la primera
parte de su Ensayo sobre los caracteres, la pregunta por el pasaje de lo material, o
cerebral, a lo inmaterial, o espiritual–. Es general, es decir, común, compartido.
El espíritu general es la sustancia incorpórea –irreductible a todo cuerpo indivi-
dual– de lo social, encarnada en una «manera de pensar total»19 que se expresa, de
manera siempre singular, en cada sujeto.

14. Montesquieu, Pensées…, op. cit., p. 316 (n° 542).


15. Cf. Montesquieu, Défense de l’esprit des lois, en Œuvres complètes, vol. II, op. cit., pp. 1145-1146,
y Réponses et explications données à la faculté de théologie, en Œuvres complètes, vol. II, op. cit., pp.
1172 y ss.
16. Montesquieu, Pensées…, op. cit., p. 359 (n° 854).
17. Idem., p. 582 (n° 1903).
18. Le dictionnaire de l’académie française, vol. 1. Chez Coignard, Paris, 1694, pp. 399-400.
19. Montesquieu, Pensées…, op. cit., p. 556 (n° 1794).

230
montesquieu, precursor de otra ciencia social

Desde un punto de vista político, el concepto busca, como decíamos antes,


comprender radicalmente la manera de pensar de un pueblo, mostrando que ésta
no es sólo un cúmulo arbitrario de prejuicios –que «en esa infinita diversidad de
leyes y costumbres, [los seres humanos] no se conducen sólo por sus fantasías»–,
sino que se encuentra en una relación necesaria, o al menos de conveniencia, con
su vida efectiva. Esta intuición protosociológica, la de que no hay, a fin de cuen-
tas, institución humana totalmente arbitraria, está en la base de una nueva forma
de racionalidad política: aquella que funda la necesidad de pensar las institucio-
nes del gobierno, las leyes, en una relación de conveniencia con la manera de
pensar total de un pueblo, redefiniendo así la noción misma de buen gobierno.20

El riesgo relativista

Poco sorprende que Hegel haya sido un pionero en señalar la importancia de la


noción de espíritu general. En «su obra inmortal», escribe el autor de la Fenome-
nología del espíritu, Montesquieu tuvo la

intuición de la individualidad y del carácter de los pueblos; y si bien no se ha elevado hasta la Idea más
vital, sin embargo, no ha deducido sin más las estructuras (Einrichtungen) y las leyes singulares de la
así llamada razón, ni las ha abstraído de la experiencia, elevándolas luego a algo universal, sino que
[…] las ha concebido lisa y llanamente, deduciéndolas del carácter del todo y de su individualidad.

Montesquieu habría demostrado, en suma, que

la razón, el entendimiento humano, la experiencia de los que proceden las leyes concretas, no son
ninguna razón ni ningún sentido común a priori, ni tampoco alguna experiencia a priori, la cual sería
absolutamente universal, sino pura y simplemente, la individualidad viviente de un pueblo, una indi-
vidualidad cuyas más elevadas determineidades cabe concebirlas a su vez a partir de una necesidad
más universal.21

El pasaje es interesante en muchos aspectos, ya que muestra claramente tanto los


puntos de encuentro como los desacuerdos entre los dos grandes pensadores de
la moral efectiva. Tanto aquello que Hegel elogia en Montesquieu, el haber com-

20. Sobre la importancia de la noción de conveniencia en la obra de Montesquieu, véase Spector,


Céline, Montesquieu. Liberté, droit et histoire. Michalon, Paris, 2010. Para la cuestión de la conve-
niencia en el arte de gobierno me permito reenviar al artículo: Vernazza, Diego, «L’art de gouverner
suivant l’esprit des lois», en Adrien Louis y Ariane Revel (dir.), L’art de gouverner: entre éthique et
politique. Editions Peter Lang, Berne, 2013, pp. 109-117.
21. Hegel, Sobre las maneras de tratar científicamente el derecho natural. Aguilar, Madrid, 1979, pp.
108-9. Sobre Hegel y Montesquieu, cf. Hyppolite, Jean, Introduction à la philosophie de l’histoire de
Hegel. Editions Marcel Rivière et Cie, Paris, 1968, pp. 19-28; y Taylor, Charles, Hegel and Modern
Society. Cambridge University Press, Cambridge, 1979, p. 84.

231
diego vernazza

prendido la razón como razón situada, como aquello que le reprocha, el no ha-
berse «elevado hasta la Idea más vital», resultan reveladores. Al buscar la signifi-
cación y la justificación de la ley en las relaciones que establece con una serie de
determinaciones específicas, la obra de Montesquieu aporta, según Hegel, la
novedad de comprender un pueblo como totalidad. Ahora bien, por no haberse
apoyado en un principio superior, éste se encontró frente a la necesidad de tener
que justificar aquello que, desde el punto de vista de ese principio, iría contra el
derecho, es decir, a desplazar el problema de la justificación hacia una entera
justificación por las circunstancias, poniendo lo relativo en lugar de lo absoluto.22
En efecto, si cada nación tiene sus razones, relativas a su espíritu general, las
leyes y las costumbres se comprenden, y justifican, por un principio de conve-
niencia. Si «los hábitos y costumbres de las naciones» no pueden «ser juzgados
unos mejores que otros», lo relativo adquiere un lugar central. «¿Con qué regla
juzgaríamos», pregunta Montesquieu en sus cuadernos de viaje, «si no tienen una
medida común?».23 En el Espíritu de las leyes, la dificultad se vuelve manifiesta al
momento de tener que comprender prácticas como el esclavismo, el incesto o la
tortura, en relación con las «cosas» que configuran un cierto espíritu general:

Iba a decir que [la tortura] podría ser conveniente en los gobiernos despóticos, donde todo aquello
que inspira temor es propio de los resortes de gobierno, iba a decir que los esclavos entre los griegos
y los romanos… pero oigo la voz de la naturaleza que grita contra mí.24

La evocación de esta axiología abstracta, la de una «voz de la naturaleza» llamada


a transcender la mera justificación por las circunstancias, poco tiene que ver,
afirmará más tarde Durkheim, con los principios objetivos de la nueva ciencia
social. «La ciencia social, escribe, repartiendo las diversas sociedades humanas en
tipos y en especies, no puede hacer otra cosa que describir cual es la forma nor-
mal de vida social en cada especie». Por ello mismo, y siguiendo su criterio de
conveniencia, Montesquieu debería haber concluido, explica el autor de la Divi-
sión del trabajo social, que el despotismo es la forma política «normal» para
cierto tipo de sociedades, pero en lugar de hacerlo, afirma que «el gobierno
despótico, tiene por sí mismo algo anormal», afirmación que «es incompatible
con la naturaleza de un tipo, ya que cada tipo posee su perfección propia».25

22. Hegel, Principios de la filosofía del derecho. Sudamericana, Buenos Aires, 2011, § 3.
23. Montesquieu, De l’esprit des lois, XIX, 20, op. cit., p. 571; Montesquieu, «Voyage de Gratz à la
Haye», en Œuvres complètes, vol. 1, op. cit., p. 767.
24. Montesquieu, De l’esprit des lois, VI, 17, op. cit., p. 329.
25. Durkheim, «La contribution de Montesquieu à la constitution de la science sociale», en Montes-
quieu et Rousseau précurseurs de la sociologie. Librairie Marcel Rivière et Cie., Paris, 1966, pp. 35 y
111. Sobre la lectura durkheimiana de Montesquieu, véase Karsenti, Bruno, «Politique de la science
sociale. La lecture durkheimienne de Montesquieu», Revue Montesquieu, N° 6, 2001, pp. 33-55.

232
montesquieu, precursor de otra ciencia social

Las críticas de Hegel y Durkheim, en esencia dispares, se encuentran en un


punto: Montesquieu habría quedado a medio camino de una empresa radical-
mente novedosa. No se habría elevado a un verdadero principio, ni tampoco
habría asumido enteramente las consecuencias de su ciencia social. Ahora bien,
si la noción de espíritu general es comprendida desde la perspectiva propuesta
más arriba, el problema podría plantearse en otros términos. La teoría social
contenida en la noción de espíritu general supone, como intentamos mostrarlo,
un elemento normativo que es desestimado tanto por Hegel como por Durkheim:
la comunicación humana en tanto acción recíproca que transforma los caracteres.
Y es justamente la afirmación de esta normatividad intrínseca a la relación social
lo que permite a Montesquieu alejarse, al menos provisoriamente, del riesgo re-
lativista: «Se comunica menos en un país en el que cada uno, como superior o
como inferior, ejerce y sufre un poder arbitrario, que allí donde la libertad reina
en todas las condiciones».26 El régimen despótico es criticable no sólo porque
termina, tarde o temprano, por destruirse a sí mismo, sino sobre todo porque
impide, radicalmente, la libre socialización, condición del desarrollo humano.
Cuando se vive aislado y en el miedo, cuando «cada casa es un imperio separado
del resto», la humanidad se degrada, ya que sólo puede desarrollarse plenamente,
en tanto tal, en un contexto social de libertad.27
La crítica política que Montesquieu hace del despotismo, y la exploración y
comparación sistemática del espíritu de las naciones, tienen entonces una base
epistemológica, filosófica, común. Gracias a ella, Montesquieu puede explicar las
causas de la diversidad, al mismo tiempo que evitar el embarazo de tener que
comprender la tortura cuando «conviene» a un régimen basado en el miedo, o el
esclavismo cuando «conviene» a ciertos climas cálidos. Despótico es todo régi-
men, podríamos decir, toda forma de sociedad, que impide la verdadera sociali-
zación, la acción recíproca que transforma los caracteres, y esto, claro está, más
allá de toda circunstancia.
Respecto a la crítica de Hegel, acerca de la ausencia de un principio superior,
se hace necesario aquí introducir otro concepto clave, de algún modo comple-
mentario al de espíritu general. Si éste no es el Volkgeist es porque, como explica
Markovitz, «el espíritu general es genérico sin ser principio de vida, unidad sin
ser intención, historia singular sin implicar un tribunal de la historia universal».28
Ahora bien, sin elevarse, como afirma Hegel, a un principio vital, Montesquieu

26. Montesquieu, De l’esprit des lois, XIX, 12, op. cit., p. 563.
27. Montesquieu, Pensées…, op. cit., p. 365 (n° 885) y De l’esprit des lois, IV, 3, op. cit., p. 265.
28. Markovits, Francine, «Montesquieu: l’esprit d’un peuple. Une histoire expérimentale», en Céline
Spector y Thierry Hoquet (dir.), Lectures de L’Esprit des lois. Presses universitaires de Bordeaux,
Bordeaux, 2004, pp. 65-99, citada por Spector, Céline, «Esprit général», Dictionnaire Montesquieu

233
diego vernazza

no duda en afirmar que un pueblo es también una «serie de ideas».29 Lejos de ser
la encarnación secular del universal, la historia de un pueblo es aquella de la su-
cesión, y el encadenamiento, de una serie de ideas. Esa intuición estará en la base
de otro concepto capital, menos comentado, el de «objeto de una nación». Éste
aparece en el capítulo que precede al famoso XI, 6, consagrado a la constitución
de Inglaterra:

Más allá de que todos los Estados tengan en general un mismo objeto, que es el de mantenerse, cada
Estado tiene sin embargo uno que le es propio. La ampliación era el objeto de Roma; la guerra el de
Lacedemonia; la religión el de las leyes judaicas; el comercio el de Marsella; la tranquilidad pública el
de las leyes de China; la navegación el de Rodas […].

Inmediatamente después de esta variopinta descripción de los «objetos de los


diversos Estados», tema específico del capítulo, Montesquieu llega a Inglaterra,
«la nación en el mundo que tiene por objeto directo de su constitución la libertad
política».30
El párrafo sugiere mucho más de lo que dice. Todos los Estados tienen, en
tanto tales, el mismo objeto, que es el de mantenerse, pero cada uno de ellos tiene
uno que le es propio, y que ocupa, claramente, el lugar de una finalidad colectiva.
Si el espíritu general es el conjunto de «cosas» que constituyen la manera de
pensar total de un pueblo, resultado de una combinación de causas físicas y mo-
rales, el objeto de una nación es la idea que, entre ellas, ha sido erigida, en un
momento histórico determinado, en ideal, en objetivo a alcanzar de manera co-
lectiva. El imperio para los romanos, el comercio para los marselleses, la religión
para los judíos, la tranquilidad para los chinos. Tener ese ideal, subraya Montes-
quieu, no es un acto gratuito. Es condición tanto de la acción individual como de
la «felicidad pública»:31

Para ser feliz hay que tener un objeto, es el medio para dar vida a nuestras acciones. Éstas se vuelven
incluso más importantes según la naturaleza del objeto, ya que ocupa aún más el alma. […] Somos
felices en la búsqueda de un objeto, aunque la experiencia nos haga ver que no es el objeto mismo,

[en ligne], Catherine Volpilhac-Auger (dir.), ENS de Lyon, septiembre de 2013: <http://dictionnaire-
montesquieu.ens-lyon.fr/fr/article/1376474276/fr>.
29. Montesquieu, Pensées…, op. cit., p. 556 (n° 1794).
30. Montesquieu, De l’esprit des lois, op. cit., XI, 5, p. 396. Hay una cuestión aquí, que no abordare-
mos ya que nos llevaría a la infinita discusión del lugar que ocupa Inglaterra en el Espíritu de las leyes,
y es la de saber por qué motivos el objeto de esta nación es «directo», adjetivo que Montesquieu no
utiliza en los otros casos. Ciertamente, esto tiene que ver con el nivel de explicitación, y por lo tanto
de reflexividad, que tiene ese objeto, en el caso de una república moderna como es la inglesa. El tema
es vasto, y ameritaría ciertamente un desarrollo suplementario.
31. Montesquieu, Pensées…, op. cit., p. 353 (n° 815).

234
montesquieu, precursor de otra ciencia social

sino la ilusión la que cuenta: la razón reside en que el alma es una serie de ideas, y que sufre cuando
no está ocupada, como si la interrupción de la serie amenazara su existencia.32

Hay aquí toda una teoría del deseo, y con ella, del sujeto, que podría desarrollar-
se.33 Retengamos lo esencial: sin objeto no hay búsqueda, no hay acción. Ésta
cobra sentido cuando series de ideas logran sucederse, encadenarse, sin vacío de
por medio. Por ello el alma universal que es el espíritu general de una nación ne-
cesita, para dar vida a sus acciones, integrarlas en un horizonte común, en un ideal.
Ese ideal, que da sentido, y unidad, a un espíritu general, es estructurante de la
sociedad en su conjunto. Roma no sería Roma sin imperio, Marsella sin comercio,
Lacedemonia sin guerra. Y es justamente ese «objeto» el que permite inscribir la
acción de un pueblo en un horizonte ideal, sin necesariamente subsumirlo a un
principio, o tribunal universal, que pretenda unificar todas «las historias».34
Es así que Montesquieu intenta, con más o menos éxito, sobrepasar el umbral
del relativismo, sin por tanto aspirar al escalón que lo lleve a lo absoluto. Al ligar
la noción de espíritu general de una nación a una idea, o mejor, a una serie de
ideas, su obra propone, no sin grandes dificultades, una suerte de pluralismo
normativo, el cual tiene como límite externo la figura del despotismo, en tanto
negación misma de la condición social del hombre. Buscando un procedimiento
que permita ordenar la diversidad del mundo sin subsumirla a la sombra de un
modelo, la obra de Montesquieu habilita a pensar la pluralidad al interior mismo
de un universal, en este caso, el proyecto moderno de autonomía. Es por ello que
es posible encontrar en su obra, si se la recorre atentamente, varios modos de
construir una sociedad moderna, siguiendo precisamente el espíritu de cada na-
ción: el tipo inglés, basado en la independencia; el tipo francés, basado en la so-
ciabilidad, o el tipo holandés, basado en el comercio. Cada uno de ellos, llevado
a su extremo, corre un riesgo específico de corrupción: el ciudadano inglés, ob-
sesionado con su libertad individual, puede perderse cuando olvida su dimensión
social –véanse las «Notas sobre Inglaterra», donde advierte sobre esta amenaza–.
El francés, apasionado por la sociabilidad, se pierde cuando la confunde con una
obligación política, con un mandato legal. El holandés, por su parte, consagrado

32. Idem., pp. 529-530 (n° 1675).


33. Sobre este tema, me permito reenviar al artículo: Vernazza, Diego, «Montesquieu et la probléma-
tique de l’inquiétude», en Luigi Delia y Catherine Volpilhac-Auger (ed.), (Re)lire L’Esprit des lois.
Publications de la Sorbonne, Paris, 2014, pp. 33-45.
34. «Le suplico [al lector] que no se ofenda por lo que digo: hablo a partir de todas las historias»,
escribe Montesquieu en el “Prefacio” al Espíritu de las leyes. Sobre la filosofía de la historia o su
crítica en Montesquieu, véase Binoche, Bertrand, Introduction à De l’esprit des lois de Montesquieu.
PUF, Paris, 1998, p. 160, y La raison sans histoire. Echantillons pour une histoire comparée des philo-
sophies de l’Histoire. PUF, Paris, 2007, pp. 252-3.

235
diego vernazza

casi exclusivamente al desarrollo de su comercio, corre el riesgo de transformar


en mercancías las virtudes mínimas que exige la humanidad, como la hospitali-
dad, el don, o la caridad.35 Se abre así la posibilidad de pensar una suerte de divi-
sión del trabajo del ideal, en el cual cada nación moderna se encuentra con las
otras en una aspiración común, la de gobernarse libre y racionalmente a sí misma.

El lugar social de lo político

Auguste Comte, en sus Cursos de filosofía positiva, observará en el procedi-


miento de Montesquieu ante todo un trasfondo crítico: la puesta en cuestión de
la idea clásica de legislador, constitutiva de un cierto modo de pensar la acción
política. La definición de espíritu general, ubicando la ley entre otras tantas cosas
que gobiernan a los hombres, supone en efecto, como hemos visto, un descen-
tramiento de la política, el cual constituye un paso previo a la exploración de una
normatividad intrínseca de lo social. Por ello el Espíritu de las leyes será, en los
principios de la sociología, una referencia fundamental. Ayudará ante todo a
oponerse a aquello que Comte denomina «política metafísica», y que consiste en
la presunción del poder de la ley sobre la costumbre, de lo político sobre lo social
o, en sus propios términos, de la «potencia absoluta e indefinida de los legislado-
res, armados de una autoridad suficiente como para modificar a voluntad el es-
tado social».36 Ese trabajo crítico, subraya Comte, es tan necesario filosófica
como políticamente, ya que reside allí, en la interminable disputa entre diferentes
concepciones metafísicas de la política,

la causa intelectual principal de la perturbación social actual; ya que la especie humana se encuentra
así librada, sin ninguna protección lógica, a la experimentación desordenada de diversas escuelas
políticas, cada una buscando hacer prevalecer infinitamente su tipo inmutable de gobierno.

Por haber contribuido a «implantar el espíritu positivo en el dominio de las ideas


políticas», Montesquieu será para Comte un gran aliado en su empresa de «rege-
neración radical de la ciencia política». Un aliado que, sin embargo, tomará una
«dirección viciosa e ilusoria», justamente por no haber descartado completa-
mente la «vana pretensión de gobernar» los hechos sociales, la cual se expresa,
claramente, en la figura, más o menos mitológica, del legislador.37

35. Cf. Montesquieu, De l’esprit des lois, XIX, 5 y 6, XX, 2, op. cit., pp. 559-559 y 585-586; «Notes
sur l’Angleterre», en Œuvres complètes, vol. 1, pp. 875-884; y Pensées…, op. cit., p. 323 (n° 592).
36. Comte, Cours de philosophie positive, 47e leçon, vol. IV. Bachelier Imprimeur-Librairie, Paris,
1839, p. 245.
37. Idem., pp. 308, 311, 245, 248 y 308.

236
montesquieu, precursor de otra ciencia social

En efecto, en un pasaje de sus Pensamientos, Montesquieu escribe: «Licurgo


hizo todo para volver a los ciudadanos más guerreros; Platón y Tomas Moro,
más honestos; Solón más iguales; los legisladores judíos, más religiosos; los Car-
tagineses, más ricos; los Romanos, más magnánimos».38 Montesquieu pareciera
sostener aquí, extrañamente, una visión clásica del legislador, y con ella del go-
bierno. Durkheim, en su tesis latina, insistirá también en este punto: se supone
allí la existencia de un sujeto excepcional, capaz de «examinar con perspicacia la
naturaleza de las cosas y distinguir hacia qué finalidad el pueblo debe tender y
por qué medios», algo que, a fin de cuentas, es insostenible, ya que «la vida social
contiene tantas cosas que ningún espíritu individual es capaz de captarla en su
totalidad, ni de prever qué será útil y qué será dañino».39
La crítica es legítima ya que de algún modo pone a Montesquieu frente a sí
mismo. Si es el espíritu general de la nación quien gobierna, el legislador no de-
bería hacer más que intentar adaptarse a ese espíritu, o mejor aún, limitarse a
procurar las instituciones capaces de dar lugar a su libre expresión. Ahora bien,
lo más notable del pasaje citado se encuentra en el «más»: Licurgo hizo todo para
volver a los ciudadanos más guerreros, Platón más honestos, Moisés más religio-
sos.40 El matiz pone en evidencia el carácter, por así decir, prudentemente volun-
tarista del legislador de Montesquieu: éste no busca implantar un «objeto» ex-
traño a las costumbres, al espíritu general de la nación, sino desarrollar,
profundizar y extender prácticas, modos de ser y de pensar, que ya son parte de
ese espíritu. Por eso debe, ante todo «estudiar el espíritu de su nación», a fin de
comprender cuáles son los principios que lo forman, y evitar chocarlos directa-
mente.41 El legislador sociólogo de Montesquieu actúa sobre tendencias existen-
tes, y lo que es más importante aún, busca desarrollarlas en función de un objeto,
de una finalidad específica: la religión, la riqueza, el imperio, o la libertad. Es aquí
donde reside el elemento irreductiblemente voluntario de la acción. La voluntad
política no es en modo alguno borrada en provecho de una suerte de autorregu-
lación social, o más tarde económica, sino que es enteramente redefinida a fin de
volverla, al mismo tiempo, más eficaz y menos despótica. Mostrando a los legis-
ladores que las sociedades tienen sus costumbres e ideas propias –objetivo sin
dudas principal del Espíritu de las leyes, una «obra útil» destinada a reformar las

38. Montesquieu, Pensées…, op. cit., p. 415 (n° 1248).


39. Durkheim, «La contribution de Montesquieu…», op. cit., p. 40.
40. Agradezco esta indicación a Bruno Karsenti.
41. Montesquieu, Considérations sur les causes de la grandeur des Romains..., op. cit., p. 203, y Pen-
sées…, op. cit., p. 375 (n° 965). Véase el capítulo XIX, 5 del Espíritu de las leyes, intitulado: «Cuánto
cuidado hay que tener en no cambiar el espíritu general de una nación».

237
diego vernazza

«opiniones»42–, se trata, como lo entenderá perfectamente ese otro gran lector de


Montesquieu que es Rousseau, de señalar a la instancia política que si gobierna
«equivocándose de objeto», y

elige un principio diferente del que nace de la naturaleza de las cosas, de modo que aquél tienda a la
servidumbre y éste a la libertad, aquél a las riquezas y éste a la población, aquél a la paz y éste a las
conquistas, veremos las leyes insensiblemente debilitarse, la constitución alterarse, y el Estado no
dejará de agitarse hasta que sea destruido o transformado, y que la invencible naturaleza haya reco-
brado su imperio.43

Se trata, dicho de otro modo, de redefinir el lugar de lo político, repensándolo a


la luz de esa otra instancia normativa que es la sociedad, a fin de evitar toda de-
riva metafísica de la política, la cual, tarde o temprano, termina constituyendo
una forma u otra de despotismo.
En su desarrollo posterior, la ciencia social, en particular la de Durkheim, vol-
verá a encontrarse con algunos de estos problemas, sobre todo al momento de
plantearse, ya sin las urgencias propias a su fundación, la pregunta por el rol del
Estado en la sociedad moderna; y es por ello que quizás no sea estéril, a modo de
conclusión, detenerse muy brevemente en su obra. Partiendo de la constatación
del rol constitutivo que cumple un ideal a la hora de pensar, retrospectiva y pros-
pectivamente, la unidad de un cuerpo social –«¿ese tipo ideal que cada sociedad
exige realizar a sus miembros no es de algún modo la piedra angular de todo el
sistema social, aquello que hace a su unidad?»44–, la obra de Durkheim puede
pensarse en la continuidad no sólo de aquel Montesquieu que este autor reivin-
dicaba tanto como criticaba en su tesis latina, sino también como precursor de
una indagación sobre la génesis y las condiciones de realización del ideal mo-
derno de libertad, formulado ahora como realización de la persona humana. La
obra de Durkheim podría ser así leída como una vasta reflexión sobre las impli-
cancias sociales, políticas y económicas de una sociedad donde «ya nadie discute
el carácter obligatorio de la regla que nos ordena ser, y ser cada vez más, una
persona», es decir, una «fuente autónoma de acción».45 Desde la División del
trabajo social, donde intentará mostrar que «una concepción mecanicista de la
sociedad no excluye el ideal», a condición de comprenderlo no como una utopía
sino como «representación anticipada de un resultado deseado».46 hasta sus For-

42. Montesquieu, Défense de l’esprit des lois, op. cit., pp. 1138-1138.
43. Rousseau, Du contrat social, II, XI. Marc-Michel Rey, Amsterdam, 1762, pp. 114-116 (trad. propia).
44. Durkheim, «Détermination du fait moral», en Sociologie et philosophie. Librairie Felix Alcan,
Paris, 1924, pp. 81-82.
45. Durkheim, De la division du travail social, op. cit., pp. 399-401.
46. Idem., pp. 331-332.

238
montesquieu, precursor de otra ciencia social

mas elementales de la vida religiosa, donde intenta explicar de qué modo surgen
y se renuevan los ideales colectivos;47 pasando por sus Lecciones de sociología,
donde se aboca a explicitar las condiciones institucionales que el ideal moderno
de libertad requiere para su realización, las de un Estado regulador trabajado por
la comunicación con asociaciones intermedias, y cuya finalidad es la de «organi-
zar el medio en que se mueve el individuo para que allí pueda desarrollarse libre-
mente», o más precisamente, garantizar que «la persona pueda realizarse más
plenamente»,48 los problemas planteados por Montesquieu serán reformulados
por una determinada ciencia social, aquella que, como lo anunciaba Comte, se
comprenderá a sí misma como una regeneración radical de la ciencia política.

conicet / ehess

47. Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religieuse. PUF, Paris, 2008, p. 603.
48. Durkheim, Leçons de sociologie. PUF, Paris, 1950, pp. 83 y 86. Véase sobre este tema Callegaro,
Francesco, La science politique des modernes. Durkheim, la sociologie et le projet d’autonomie. Eco-
nomica, Paris, 2015.

239
Caída y salvación Martín Böhmer
José Luis Galimidi

en el Martín Fierro

Estudiosos de diferentes épocas y disciplinas coinciden en enfatizar la relevancia


que reviste lo mítico para los procesos de integración y autopercepción de los
agrupamientos sociales y políticos. La idea consiste en considerar que esta ma-
nera de orientar la atención colectiva hacia lo sagrado, representado simbólica-
mente mediante la ceremonia ritual que guarda memoria venerante del relato
mítico, cumple una función potente e indelegable. En períodos de normalidad, la
referencia a lo mítico ofrece un marco de alcances cósmicos para las formas con-
cretamente situadas de identidad y ordenamiento; y en tiempos de crisis, recu-
pera energías atávicas de cohesión y de entrega. La dimensión mítica, en otras
palabras, no sólo antecede, cronológicamente, a la instauración jurídica y admi-
nistrativa de un logos, sino que también, y especialmente, contribuye con la
consolidación afectiva de un ethos. En este sentido, no es arriesgado decir que la
intensidad y la persistencia de la recepción del Martín Fierro de José Hernández
por parte de una amplia variedad de públicos se deben, entre otras cualidades, a
su capacidad para poner en escena situaciones atinentes a la intervención de lo
mítico en la conciencia espiritual de los argentinos.
Manifiesta en numerosos pasajes del texto y explicitada por su autor en cartas y
escritos que sirven de prefacio a diferentes ediciones del poema, es precisamente
esta intención general de vérselas con los elementos fundantes de un orden colec-
tivo lo que ha concentrado la atención de buena parte de los estudios en diversas
áreas de la producción intelectual, tanto académica cuanto ensayística. Para men-
cionar apenas algunos de los casos más eminentes, el interés por la dimensión
mítica o trascendente del Martín Fierro en particular queda ilustrado por la lec-

Deus Mortalis, nº 12, 2018, pp. 241-275


martín böhmer y josé luis galimidi

tura espontaneísta y épica de Leopoldo Lugones, que lo ve como el libro del


origen de lo argentino;1 de Ezequiel Martínez Estrada, que propone un análisis
anagógico de su escritura críptica, centrado en los significativos silencios, mento-
res de lo trágico y aun de lo demoníaco, de los personajes Fierro y Cruz;2 de Ri-
cardo Rojas, quien en su Historia de la literatura argentina insiste sobre su carác-
ter épico, equivalente para la nacionalidad argentina a los cantares de Roland y del
Mío Cid;3 de Jorge Luis Borges, que la piensa como una obra destinada a la in-
mortalidad, equivalente para los argentinos a La divina comedia, el Quijote o
Paraíso perdido, y que, por tanto, incluye con carácter necesario la temática de la
eternidad del mal, la desventura y el destino;4 de Leopoldo Marechal, que celebra
el libro de Hernández como la ocurrencia de un milagro que invita simbólica-
mente a que la nación argentina comience a merecer su propio futuro;5 de Alejan-
dro Losada Guido, que lo piensa como un poema elegíaco, vinculado con lo
sapiencial;6 de Carlos Astrada, que ensaya un rescate marxista-humanista de la
rebeldía del gaucho;7 de Juan Carlos Scannone, en fin, que lee el periplo del pro-
tagonista como un itinerario pascual que se enfrenta con el pecado para reconfir-
mar la fe en una reconciliación social y evangélica.8 En este mismo sentido, pero
con un tono crítico cabe citar, además, lecturas que destacan la supuesta oposición
entre la rebeldía del Fierro de la parte primera frente a la actitud “catequística” y
redimida de la Vuelta señalada por el mismo Martínez Estrada,9 a la que, con va-

1. “Facundo y Recuerdos de provincia son nuestra Ilíada y nuestra Odisea. Martín Fierro nuestro
Romancero” (Lugones, Leopoldo, Historia de Sarmiento. Buenos Aires, Eudeba, 1960, p. 151).
2. Martínez Estrada, Ezequiel, Muerte y transfiguración del Martín Fierro, Ensayo de interpretación
de la vida argentina. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1993.
3. Rojas, Ricardo, Historia de la literatura argentina, Los gauchescos, Tomos 1 y 2. Buenos Aires,
Editorial Guillermo Kraft, 1957.
4. “Hernández escribió para denunciar injusticias locales y temporales, pero en su obra entraron el
mal, el destino y la desventura, que son eternos”, en Borges, Jorge Luis, y Guerrero, Margarita, El
Martin Fierro. Madrid, Alianza Editorial, 1998, p. 40. En la misma línea de la lectura de Borges,
Rubén Benítez propone para el poema una intención universal de ilustrar, a propósito del gaucho y
en clave cristiana, la condición del hombre en el cosmos, frente a Dios y a su destino (Benítez, Rubén,
“La condición humana en Martín Fierro”, Revista Iberoamericana, 40, 1974, p. 88).
5. Cf. Marechal, Leopoldo, “Simbolismos del Martín Fierro”, texto de una conferencia transmitida
por LRA Radio del Estado en febrero de 1955, reproducida por Elbia Robaco Marechal en Mi vida
con Leopoldo Marechal. Buenos Aires, Paidós, 1973, pp. 113-128.
6. Losada Guido, Alejandro, Martín Fierro: Héroe-Mito-Gaucho. Buenos Aires, Plus Ultra, 1967.
7. Astrada, Carlos, El mito gaucho. Edición crítica de Guillermo David. Buenos Aires, Fondo Na-
cional de las Artes, 2006.
8. Scannone, Juan Carlos, “Poesía popular y teología. El aporte del ‘Martín Fierro’ a una teología de
la liberación”, Concilium, 115, 1976, pp. 264-275.
9. Martínez Estrada, op. cit., nota 2.

242
caída y salvación en el martín fierro

riaciones, adhiere Jitrik,10 o la situación de enemistad absoluta, de neto corte


teológico, que advierte Viñas entre el mundo cristiano y el espacio del indio.11
En el presente trabajo seguimos esta orientación general, que atiende a la pre-
sencia de lo mítico en el texto de Hernández, y destacamos la importancia –para
nosotros determinante– de la serie de episodios que va de la muerte de Cruz
hasta el encuentro con la Cautiva y el combate con el Indio. Entendemos que es
ahí, en tierra de salvajes, en donde se condensan las experiencias transformadoras
que ponen al personaje Fierro en contacto con lo sobrenatural, lo exponen a la
prueba de pasaje del héroe y lo habilitan para retornar a su espacio social origi-
nario con una misión espiritual reconciliadora. Nuestra interpretación supone
una perspectiva divergente respecto de las lecturas que celebran la rebeldía dis-
ruptiva del protagonista, y se apoya, además, en una rearticulación de la línea del
tiempo, que modifica en buena medida el orden de los acontecimientos que su-
giere la exposición sucesiva de los cantos que componen las dos partes del
poema. Creemos que este reordenamiento de la cronología, propiciado además
por ciertas perplejidades generadas por el texto mismo, permiten acceder al re-
lato de la trayectoria espiritual de un hombre de ideas más o menos comunes,
pero de un vigor anímico excepcional.12 A punto de sucumbir bajo la opresión de
un orden social injusto, que era soportado por una población en apariencia de-
cente, pero en verdad sumisa y profundamente insolidaria, el personaje Martín
Fierro, en nuestra lectura, resurge agraciado por una vivencia de lo trascendente
y asume un compromiso existencial que es tanto personal y doméstico cuanto
público y ciudadano.

1. Una cronología entre líneas

Digamos, para empezar, que la apología de sí mismo que hace el personaje Mar-
tín Fierro –quien se presenta como un hombre bueno, habilidoso, valiente e
impulsivo, que sólo actúa mal porque a ello lo fuerza un entorno injusto y
opresivo–13 nos resulta, como a muchos otros lectores, poco convincente. Si Fie-

10. Jitrik, Noe, “José Hernández. El Martín Fierro”, en Capítulo, la Historia de la literatura argen-
tina, 16. Centro Editor de América Latina. Buenos Aires, 2001; y también Lois, Élida, “Cómo se
escribió y se desescribió El gaucho Martín Fierro”, Orbis Tertius, 2002-2003, VIII (9).
11. Viñas, David, Indios, ejército y frontera. México, Siglo XXI Editores, 1982.
12. Cf. Vossler, Karl, La vida espiritual en Sudamérica. Buenos Aires, Instituto de Filología, Facultad
de Filosofía y Letras, UBA, 1935, p. 37.
13. Por ejemplo:
Y sepan cuantos escuchan
De mis penas el relato

243
martín böhmer y josé luis galimidi

rro es el personaje adecuado para protagonizar un relato que se propone –o que,


al menos, ha logrado– pulsar como ningún otro las cuerdas más íntimas del ethos
nacional, entonces sería razonable esperar que su alma tenga un espesor moral
considerable, y que la combinación de motivaciones, prioridades y decisiones
que lo anima, si bien compleja, nos hable de un carácter rico, tan capaz de pecar
cuanto de mirar alto y profundo.14 Lo mismo vale para los coprotagonistas y
antagonistas. Todos ellos, por integrar el elenco que integran, tienen derecho a
ser leídos como seres existencialmente responsables, pasibles de aprecio y repro-
che, como almas potencialmente conscientes de su condición ontológicamente
carente, tan expuestas a la condena como a la redención.
Encontramos que la cuestión del ejercicio responsable o desordenado de la li-
bertad de los protagonistas puede encararse a partir del análisis cuidadoso de un
aspecto del texto que ha sido relativamente poco estudiado por los comentaris-
tas. La exposición del relato en Martín Fierro, en efecto, plantea un problema casi
aritmético de cronología, porque la sucesión de los Cantos ordena en forma in-
discriminada una serie de hechos que, en verdad, pertenecen a zonas temporales
muy diversas. Dibujada con trazo grueso, los contenidos de la línea de tiempo
propuesta por la progresión meramente numérica de los Cantos en la vida del
personaje Martín Fierro serían algo así: un primer período de felicidad, de dura-
ción indeterminada, como padre de familia y trabajador de estancia (GMF, II),
que concluye abruptamente con una leva forzada y arbitraria, a la que sigue la
condena a servir en el ejército impuesta por un juez corrupto y rencoroso (GMF,
III). Sobrevienen tres años de existencia miserable en el fortín de frontera que
culminan con la deserción de Fierro y con su regreso al rancho desolado, en el

Que nunca péleo ni mato


Sino por necesidá;
Y que a tanta adversidá
Sólo me arrojó el mal trato.
(GMF, I, 103- 107)
Cf. también VMF XI, 1595 y ss.
Citamos el texto según la siguiente referencia: Hernández, José, Martín Fierro. Edición crítica coor-
dinada por Élida Lois y Ángel Núñez. 1ra. edición, Madrid, Barcelona et alia, ALLCA XX, 2001;
GMF indica la primera parte, El gaucho Martín Fierro; VMF indica la segunda parte, La vuelta de
Martín Fierro. En romanos, se indica el número de canto; en arábigos, de verso.
14. Sobre la condición singular, y por tanto moralmente responsable del protagonista Fierro, puede
verse también Molina, Hebe, “Identidad personal y memoria colectiva en Martín Fierro de José
Hernández”, Revista de Literaturas Modernas, No. 36, 2006, p. 171. Para una lectura sugestiva en
dirección contraria, que ve a Fierro como un personaje abstracto, que sólo exhibe la condición su-
frida de un pueblo atormentado, cercenado en sus impulsos vitales y en su capacidad reflexiva, ver
Cárdenas de Monner Sans, M., Martín Fierro y la conciencia nacional. Buenos Aires, La pléyade,
1977, p. 109.

244
caída y salvación en el martín fierro

que ya no están ni su mujer ni sus hijos (GMF, IV a VI). De allí al baile en la


pulpería, donde Fierro insulta y mata al Moreno (GMF, VII), y algo más tarde a
una nueva pelea y muerte del terne provocador (GMF, VIII), acciones éstas que
inauguran dos años de vida matrera, los cuales terminan en el enfrentamiento con
la partida policial y en el encuentro con el Sargento Cruz (GMF, XII). Sobre-
viene entonces la rotura de la guitarra y la ida de ambos protagonistas a las tol-
derías (GMF, XIII), donde los dos pasan cinco años entre los pampas (VMF, II
a V). Allí muere Cruz (VMF, VI), Fierro combate con el Indio y regresa a tierras
cristianas con la Cautiva rescatada (VMF, VII a X). Eventualmente se encuentra
con sus dos hijos y con el de Cruz, hay una celebración en la que cada uno de los
mencionados canta su historia (VMF, XI a XXVIII), Fierro enfrenta en una pa-
yada al hermano del Moreno, al que había matado en duelo unos siete años antes
(VMF, XXIX y XXX), para luego apartarse y mantener una reunión íntima con
sus hijos y con Picardía, a quienes les brinda consejos de padre. Los cuatro se
dispersan y cambian de nombre (VMF, XXXI a XXXIII). Fin del poema.
Es sabido que esta historia resulta de la emisión entrelazada de dos voces prin-
cipales: la del protagonista y la de un Narrador, que se hace cargo de contar las
conclusiones de cada una de las dos partes. Pero esta dualidad de voces no obsta
para que el esquema de lectura precedente parezca discurrir con fluidez. Si se
acepta que la obra es una composición única con dos partes, tendríamos que la
primera de ellas, El gaucho Martín Fierro, publicada por primera vez en 1872, es
un relato que abarca un período aciago de cinco años en la vida del protagonista
y que se interrumpe por la ida de éste al desierto; y que La vuelta de Martín
Fierro, la segunda parte, publicada por primera vez en 1879, retoma la narración,
cinco ficcionales años después, al volver Fierro de las tolderías, en el mismo
punto en que el Cantor la había dejado. La comunión que existe entre el autor
Hernández y sus presuntos portavoces Fierro y Narrador parece corroborarse,
desde aquella perspectiva, con una similitud cuantitativa: así como Fierro tardó
cinco años en volver del desierto y retomar su canto, así también Hernández
tardó siete años en publicar la segunda parte del poema.
Sin embargo, advertimos que este orden cronológico es inconsistente cuando
se atiende a la relación recíproca entre algunos sucesos de la ficción. Para com-
probarlo, proponemos ajustar la lente sobre el episodio de la rotura de la guitarra
(GMF, XIII, 2269 y ss.). De un modo implícito, el poema venía pidiendo la co-
laboración del lector para recrear imaginariamente una situación típica: un cantor
canta sus peripecias y desventuras ante un auditorio. Dados el tipo de lenguaje y
las apelaciones más o menos directas al público, se puede decir que el lector de
El gaucho Martín Fierro es tácitamente invitado a hacer de cuenta que está “es-
cuchando” un relato en la voz entonada del protagonista, que también es cantor

245
martín böhmer y josé luis galimidi

y payador, en algún lugar de la campiña bonaerense, que puede ser una pulpería,
la sombra de un ombú, un fogón; en suma, el “Aquí” del verso 1. Pero llegado el
relato al momento en que Fierro le propone a Cruz salirse “de estas pelegrina-
ciones” (GMF, XIII, 2268) y marcharse hacia el oeste incivilizado, aparece, sor-
presivamente, una voz nueva. Un Narrador, que no se presenta como tal, y que
también habla en verso, nos cuenta que el Cantor se negó a seguir cantando y
que, movido por una oscura pero firme determinación, actualizó su decisión
estrellando el instrumento contra el suelo. De todas maneras, el público no queda
en ayunas, ya que el Narrador completa el relato que había dejado vacante el
Cantor. Da a entender que Cruz aceptó el convite y cuenta que los dos amigos,
después de robarse una tropilla, cruzaron la frontera en dirección a las tolderías.
La primera parte del poema termina con la celebérrima apelación a que el público
se haga cargo de “Males que conocen todos / Pero que naides cantó”.
Repasemos el texto a partir de la última estrofa con la que Fierro redondea su
convite a Cruz:

El amor como la guerra


Lo hace el criollo con canciones
–A más de eso en los malones
Podemos aviarnos de algo
En fin amigo, yo salgo
De estas pelegrinaciones.
......................................
......................................
......................................
......................................
......................................
......................................15

En este punto el cantor


Buscó un porrón pa consuelo,
Echó un trago como un cielo
Dando fin a su argumento;
Y de un golpe al istrumento
Lo hizo astillas contra el suelo.

“Ruempo, dijo, la guitarra


Pa no volverme a tentar;
Ninguno la ha de tocar.
Por siguro tenganló:
Pues naides ha de cantar
Cuando este gaucho cantó”

15. Estas líneas punteadas que sugieren una sextina muda son parte del texto que escribe Hernández.

246
caída y salvación en el martín fierro

Y daré fin a mis coplas


Con aires de relación,
Nunca falta un preguntón
Más curioso que mujer,
Y tal vez quiera saber
Cómo jué la conclusión;

Cruz y Fierro de una estancia


Una tropilla se arriaron–
Etc.

El lector atento se sobresalta al percibir que las reglas implícitas de la convención


han cambiado, y que las cosas no son lo que parecían. Superado un primer mo-
mento de desconcierto, y releyendo con cuidado, se puede empezar por notar que
los respectivos públicos del personaje/Cantor Fierro y del Narrador son distintos.
Si el Narrador nos cuenta que el Cantor tomó un largo trago, presumiblemente de
ginebra, antes de romper la guitarra y nos transcribe –notemos, entrecomillada– la
última estrofa que Fierro pronunció antes de dar fin a su argumento, es evidente
que lo hace para decirnos algo que nosotros, lectores, no sabemos; y si no lo sa-
bemos es porque no “estábamos” allí cuando sucedió dicha rotura. En compensa-
ción por nuestra recién advertida ausencia, se nos informa de una serie de eventos
que Fierro no cantó (que decidió no cantar) ante su propio público. A saber: que
Cruz aceptó la invitación, que robaron una tropilla y que, embargados por la
emoción, cruzaron la frontera. En otras palabras, desde el Canto I creíamos estar
escuchando (creíamos tener que fingir, mientras leíamos, que estábamos escu-
chando) la voz de Fierro, pero hacia el final del Canto XIII caemos en la cuenta
de que, en verdad, habíamos estado leyendo una transcripción –suponemos que
razonablemente literal–, recuperada y repetida por el Narrador, de lo que Fierro
cantó alguna vez ante un auditorio rural. Como si antes del Canto I estuviera
implícita, como enunciada por el Narrador, una sextina como la siguiente:

Les voy a contar el canto


De un gaucho de gran valía
Cantaba como sentía
Las penas de su aflición
Atiendan la relación
Que hizo Fierro hace unos días:

A lo cual seguiría, con comillas (semejantes y anticipatorias de las comillas que


abren el verso que dice “Ruempo, dijo, la guitarra”) el celebérrimo: “Aquí me
pongo a cantar / Al compás de la vigüela, etc.”.
Advertidos de esta anomalía que, por ahora, aparece como meramente estilís-
tica nos vemos llevados a pensar una cuestión que promete revelarse sustantiva:

247
martín böhmer y josé luis galimidi

¿en qué momento de su vida se puso Martín Fierro a cantar el canto que, con
presunta fidelidad, transcribe en algún momento necesariamente posterior el
Narrador? O, lo que, como veremos, es casi lo mismo: ¿cuándo, dónde y por qué
Fierro obedeció al impulso de romper su guitarra?
Empecemos por desarticular, para descartarla, la cronología ingenua, que sería,
abundemos: pelea con la partida-rotura de la guitarra-cruce de la frontera. La
propuesta de Fierro/protagonista a Cruz de irse a los indios, que corona una
sucesión de eventos nefastos, pertenece al orden de lo sucedido en un tiempo
pasado que, en algún presente posterior, Fierro/Cantor le está cantando a su pú-
blico. A este presente pertenecen, como acontecimientos, y no como relato de
acontecimientos, la acción de echar un “trago como un cielo”, el anuncio verbal
de la rotura del instrumento, su consumación efectiva, física, y, en general, el
hecho mismo de ponerse a cantar, que había empezado en ese “Aquí” (el aquí de
la pulpería, o del ombú) unas dos horas atrás, que es lo que se tarda, aproxima-
damente, en recitar con cadencia musical El gaucho Martín Fierro. Si el robo de
la tropilla, el cruce de la frontera y el lagrimeo al mirar las últimas poblaciones
son, tal como dice el Narrador, hechos inmediatamente posteriores a la propuesta
de exilio que le hizo a su amigo reciente Cruz, Fierro, en obvia consecuencia, no
pudo haberlos realizado después de quebrar la guitarra con la que había cantado
todos los sucesos previos a dicha propuesta. Creer eso equivale a fundir el mo-
mento del cantar (presente para el público oyente de Fierro y pasado para noso-
tros, el público lector del Narrador) con el momento de lo cantado (pasado para
el cantor Fierro y su público, y plusquampasado para nosotros, el público del
Narrador). Confusión entendible, si se piensa que puede venir inducida por la
afinidad de los sentimientos de furia e impotencia que llevaron a Fierro/protago-
nista a cruzar la frontera, por un lado, y a Fierro/Cantor a romper la guitarra
cuando, tiempo después, rememora aquella situación, por el otro. Tenemos, en-
tonces, una ruptura con el orden de la sociedad que estaba habitando Fierro, que
es representada (es decir, vuelta a ser hecha presente durante el ritual escénico del
cantar), pero no preanunciada (es decir, profetizada), por la rotura de la vigüela.
Reparemos, por otra parte, en los tiempos de los verbos conjugados del verso
2275, “Ruempo, dijo, la guitarra”: el presente indicativo de romper, pronunciado
por Fierro, es, con toda evidencia, contemporáneo gramático y complementario
semántico del presente del verbo poner en voz media en “Aquí me pongo a can-
tar”; está dirigido al mismo público y pertenece a la misma tenida, a la que da,
violentamente, por terminada. Fierro está rompiendo una escena en la que un
rato antes se había puesto. Pero el momento del “ruempo” es pasado respecto del
momento en que, algún tiempo después, el Narrador dice (escribe) lo que el Can-
tor “dijo”. Por lo mismo, el momento en el que Fierro dice “Ruempo” es poste-

248
caída y salvación en el martín fierro

rior, en la cronología de la ficción, al momento que refiere el Narrador cuando


dice, por ejemplo, que los dos fugitivos “se arriaron” una tropilla y “cruzaron”
la frontera. Ocurre, en fin, que la maestría de Hernández presenta, en apretada y
usualmente no advertida condensación, no dos sino tres escenarios con tempora-
lidades diferentes: la de Fierro protagonizando aventuras intensas (por ejemplo:
peleando con la partida, robando una tropilla y cruzando la frontera), la de Fierro
cantando y evaluando esas mismas desventuras (lo cual, a su vez, también es un
modo de realizar acciones decisivas para la trama del relato –como, precisamente,
las de ponerse a cantar y de decidir dar el canto por concluido–, pero de una
manera, digamos, más estática y definitivamente menos violenta), y la del Narra-
dor reponiendo el canto de Fierro y contando algunos sucesos vinculados con la
circunstancia del protagonista, pero no cantados por aquél.16
Por lo demás, exportar el suceso del quiebre de la guitarra y de la negativa a
seguir cantando hacia el momento del pasado en el que Fierro y Cruz estaban
por irse a los indios nos obligaría a aceptar una de dos situaciones igualmente
absurdas, desde el punto de vista de la aventura: o bien nuestro héroe estaba
matrereando y huyendo con una guitarra a cuestas, y después de derrotar a la
partida tuvo tiempo y ánimo para contarle a su nuevo amigo, en la soledad de la
pampa, no sólo su vida pasada, sino también la aventura que acaban de transitar

16. Para abundar, reparemos en la simetría formal que existe entre el mencionado “Ruempo, dijo, la
guitarra” y el anterior “Yo me voy, le dije, amigo”, del Canto IX (1669), ocurrido con ocasión de la
invitación de Fierro de irse a tierra de indios. Mutatis mutandis, nuestro análisis se mantiene: el
anuncio, en tiempo presente y dirigido a Cruz, “Yo me voy”, se pronunció en un momento que
corresponde a un tiempo pasado, el de las cosas que habrían de ser cantadas, mientras que la paren-
tética “le dije” está dirigida a su público oyente, y se conjuga en consonancia con ese mismo pasado
pero se pronuncia en el momento presente en el que Fierro está cantando. Ese presente es contem-
poráneo, obviamente, del ahora en el que se pone a cantar y en el que rompe el instrumento. En
cuanto al propósito de vincular el impulso de separarse existencialmente del orden de la sociedad
rural blanca y mestiza con el hecho simbólico de quebrar la guitarra, podemos decir que queda re-
forzado con una tercera ruptura, que es de carácter formal: tanto en “Yo me voy, le dije, amigo”
cuanto en “Ruempo, dijo, la guitarra” se da el caso de que el discurso evocado sería anómalo en
términos de métrica: sin “le dije” y sin “me voy”, los respectivos versos tendrían seis sílabas, y no las
ocho habituales. En el mismo sentido, la intención de condensar las tres voces de emisión en una sola
se reafirma con las colaboraciones extemporáneas de Fierro/Cantor en el verso de Fierro/protago-
nista, en un caso, y del Narrador en el de Fierro/Cantor (y agente, porque romper la guitarra también
es una acción involucrada en la serie de eventos del relato). Martínez Estrada, por mencionar un caso
eminente de lectura divergente a la que presentamos, habla, sin mayor trámite, de incongruencias
insalvables en el orden lógico de los acontecimientos, y dice que la intención original, y más genuina,
de Fierro de no volver de las tolderías está expresada y anticipada por la rotura de la guitarra, como
si ese momento fuera la imagen de un “final definitivo” (op. cit., p. 183). Para similares lecturas del
episodio de la guitarra como expresión de la intención de Fierro de exiliarse donde los pampas para
nunca regresar, cf. Lugones, op. cit., p. XX, Jitrik, p. XX, Chavez, op. cit., p. XX, Lois, op. cit., p. XX.

249
martín böhmer y josé luis galimidi

juntos,17 o bien Fierro, al cantar ante un auditorio en regla, se está arriesgando a


que, en cualquier momento, pueda venir una previsiblemente reforzada patrulla
policial para prender al matrero y al sargento traidor que habían “muerto tanta
gente”. El Narrador, que se sepa, nunca mencionó esta función postrera, pero sí,
en cambio, nos informa que, con bastante lógica para un contexto de huida,
“pronto, sin ser sentidos / Por la frontera cruzaron” (GMF, XIII, 2291-2). Por si
hiciera falta, agreguemos que tampoco tiene sentido, dadas las reiteradas demos-
traciones de comunidad social y lingüística con el público que lo escucha, que
Fierro haya cantado sus trece cantos en la soledad del desierto, allende la fron-
tera, y menos aún entre pampas. Si el “Aquí” de “Aquí me pongo a cantar” es un
lugar indeterminado de la campiña bonaerense, interior a la línea de fortines, su
ahora, por descarte, sólo puede ser ubicado… a su regreso de las tolderías.
Con leves variaciones, La vuelta de Martín Fierro (VMF) presenta una estruc-
tura similar a la de su precedente, pero, aunque también incluye racconti y flash-
backs, está libre de aporías temporales. En el comienzo de La vuelta, Fierro se
desdobla, como cantor que pide atención al silencio y como protagonista de la
historia que habrá de cantar ante esta silenciosa atención. A su vez, este com-
puesto escénico de cantor que se canta a sí mismo,18 al que se agregan los cantos
de otros personajes y algunos sucesos ocurridos en el tiempo presente del cantar
(es decir, en los días contiguos a la fiesta del reencuentro), resulta, en verdad, re-
cantado, completado y evaluado, ya sin sorpresa para el lector, por nuestro co-
nocido Narrador. Tomando en cuenta, entonces, las aporías mencionadas y su-
mando ahora la información que provee VMF, el reordenamiento cronológico
para el libro completo que proponemos es el siguiente:
– La historia comienza en la estancia, un supuesto paraíso luego perdido, en el
que Fierro lo tenía todo: trabajo en el que desarrollar sus múltiples destrezas,
mujer, hijos, amigos y un patrón benevolente.

17. Aquí se nos podría objetar que Cruz sí tuvo tiempo y ánimo para contar a Fierro sus desventuras,
y que incluso parece haber escuchado el Canto I del poema, porque, en obvia referencia a “Las coplas
me van brotando / Como agua del manantial” (GMF, I, 53-4) opone su “A otros les brotan las coplas
/ Como agua del manantial” (GMF, XI, 1885-6). Pero la dificultad es fácilmente salvable; es evidente
que Fierro le está repitiendo a su auditorio lo que en las postrimerías de aquella jornada terrible Cruz
le había confesado, y para hacerlo se toma todas las licencias poéticas que cree convenientes, como
podría ser la de hacer de cuenta que es el mismo Cruz el que está cantando después de haber escu-
chado a su amigo. Fierro, ante su público, imposta (entrecomilla) la voz rememorada de Cruz del
mismo modo en que después el Narrador impostará ante nosotros la voz rememorada de Fierro (y
aun la de Fierro impostando a Cruz).
18. Volvamos a anticipar que cantarse a sí mismo, en este caso, es mucho más un confesarse que un
autoexaltarse.

250
caída y salvación en el martín fierro

– El idilio termina abruptamente, un día en el que Fierro prefiere no huir de


una leva en la pulpería y en el que un juez, rencoroso porque Fierro no había
votado como se le indicaba, lo envía a servir a un fortín.
– En el ejército nada es como debe ser: los prometidos seis meses de servicio se
vuelven años, no se pagan los salarios y a cada protesta se le responde con veja-
ciones y tortura. Fierro se hastía y termina desertando.
– La vuelta al pago desmiente la memoria de un paraíso: durante la prolongada
ausencia de Fierro, nadie cuidó del rancho, ni a su mujer (que se tuvo que ir con
otro), ni a sus hijos (que tampoco están).
– Fierro concurre a un baile en la pulpería y se emborracha. Insulta y mata al Mo-
reno en un duelo y huye. Al poco tiempo desafía y mata a un Cantor presuntuoso.
– Siguen dos años de deambular por la campiña, como desertor y matrero.
– Cercado por una partida policial que le seguía el rastro, se salva de una
muerte segura gracias a la intervención del sargento Cruz.
– Ambos parten a las tolderías y son recibidos de manera hostil, hasta que un
indio interviene para mostrar que ellos pueden ser útiles para dar información
estratégica sobre las guarniciones militares de los huincas.
– Gracias a esta entrega de información salvan la vida y quedan en las tolderías
por cinco años.
– En un brote de viruela muere Cruz en los brazos de Fierro, no sin antes pe-
dirle que busque a su hijo y le pida que interceda por él ante Dios.
– Fierro salva a una Cautiva del ataque de un Indio, lo mata en una pelea y
huyen los dos.
– Al llegar a territorio cristiano Fierro se despide de la Cautiva y se entera de
que sus delitos están prescriptos, lo que le permite comenzar la búsqueda del hijo
de Cruz y de los suyos.
– Fierro se pone a cantar “Aquí”, en algún lugar de “esta tierra bendita / que
ya no pisa el salvaje”, en la cual, no obstante, habían comenzado sus desdichas,
al regresar del desierto. Es decir, Fierro canta su así llamada “Ida” después de su
vuelta. Es la forma –conjeturamos, y esperamos poder demostrar– que encuentra
de hacerles saber a los hijos que está vivo y que los busca.
– Llegado su relato de los primeros cinco años (tres de fortín y dos de matre-
rismo) a un punto definido, el de su invitación a Cruz de irse a las tolderías,
Fierro/Cantor se niega a seguir cantando y rompe su instrumento. Le queda
mucho por contar (“… a mi historia / Le faltaba lo mejor”, diría después) (VMF,
I, 5-6), pero por razones que la primera parte, El gaucho Martín Fierro, no deja
claras y ni siquiera sugiere, todavía no lo puede hacer público.
– Transcurrido un tiempo, indefinido pero más bien breve, de algunas semanas
o, a lo sumo, unos pocos meses, Fierro asiste a unas cuadreras, es reconocido, y

251
martín böhmer y josé luis galimidi

se encuentra con sus hijos. Este encuentro, precisamente, es el que lo decide a


completar el relato, contando los últimos cinco años de su periplo. Se organiza
una fiesta para celebrar la reunión de los tres varones de la familia y en ella sucede
todo esto: Fierro retoma la narración que había dejado inconclusa desde el
mismo lugar en el que la había interrumpido (“Recordarán que con Cruz / Para
el desierto tiramos”, VMF, II, 199-200) y cuenta su ida, estadía y vuelta del de-
sierto, hace lugar para que sus dos hijos cuenten sus respectivas historias, aparece
Picardía, el hijo de Cruz, que hace lo propio, y se disputa la payada con el Mo-
reno, que termina de manera un tanto tumultuosa, pero ya sin violencia física.
– Terminada la fiesta, Fierro se reúne a solas con sus hijos y con Picardía, les
da algunos consejos, los cuatro se despiden, acuerdan en cambiarse los nombres
y se dispersan. Fin del poema. Esta última parte, igual que la alocución final,
vuelve a ser enunciada, como en la primera parte, por el Narrador.

2. Unidad y desdoblamiento

Estamos persuadidos de que nuestra conjetura es plausible y tiene un buen po-


tencial heurístico. Pero sabemos que para consolidarla tenemos que lidiar con
algunas zonas del texto que parecen apuntar en contrario. Veamos una de ellas, a
modo de ilustración.
En el Canto VI de GMF, Fierro, usando el tiempo verbal pasado, cuenta que,
después de desertar del fortín volvió a su pago, pero no encontró nada ni a nadie:

No hallé ni rastro del rancho,


Sólo estaba la tapera!
Por Cristo, si aquello era
Pa enlutar el corazón–
Yo juré en esa ocasión
Ser más malo que una fiera.

En el mismo tono y tiempo verbal, continúa diciendo que, poco después, se ha-
bría de enterar de que sus hijitos se habían conchabado de peones y que su mujer,
desvalida, no tuvo más opciones que irse con un gavilán. Pero, y aquí viene
nuestro problema, cuando imagina la infortunada suerte de los suyos, Fierro
vira, imperceptiblemente, al uso del tiempo presente, y desde ese aparente pre-
sente de pesadilla canta su desesperación como si todavía estuviera en medio de
las ruinas de su rancho. El texto lo enfatiza con signos de admiración:

¡Tal vez no te vuelva a ver


Prenda de mi corazón!

252
caída y salvación en el martín fierro

Dios te dé su protección
Ya que no me la dio a mí–
Y a mis hijos desde aquí
Les echo mi bendición.

Como hijitos de la cuna


Andarán por ai sin madre–
Ya se quedaron sin padre
Y ansí la suerte los deja.
Sin naides que los proteja
Y sin perro que les ladre.
(...)
Los pobrecitos muchachos
Entre tantas afliciones
Se conchabaron de piones
¡Mas qué iban a trabajar
Si eran como los pichones
Sin acabar de emplumar!

Tal vez los verán sufrir


Sin tenerles compasión–
Puede que alguna ocasión
Aunque los vean tiritando,
Los echen de algún jogón
Pa que no estén estorbando.

Y al verse ansina espantaos


Como se espanta a los perros,
Irán los hijos de Fierro
Con la cola entre las piernas,
A buscar almas más tiernas
O esconderse en algún cerro.

Al momento de quedar desamparados, los hijos de Fierro tendrían una edad que,
a la vez que justificara pintarlos como niños necesitados y de almas tiernas, ya les
permitiera desempeñar algún tipo de trabajo rentado. Digamos, el hijo menor no
debería tener menos de 8 años y el mayor no más de 14. Siete u ocho años des-
pués, que es el momento en el que en este artículo suponemos que Fierro canta
por primera vez, esas edades tendrían topes estimativos, respectivamente, de 15
y 21 años. ¿Cómo justificar, entonces, que Fierro haya esperado siete años para
pedir a Dios que proteja a su ex mujer, y que se lamente, en tiempo presente, por
el desamparo de jóvenes que, a esa altura, ya debían estar más que curtidos por
la vida, y que serían percibidos casi como jóvenes adultos?
Nuestra respuesta es afín a la que ya ensayamos para el episodio de la guitarra.
Al cantar lo que le había sucedido siete años atrás, luego de desertar del fortín,
Fierro se compromete afectivamente con lo relatado y revive ante su auditorio el

253
martín böhmer y josé luis galimidi

dolor de la herida de su alma, que sigue abierta. Hace de cuenta que la escena
terrible de sus hijos pequeños y sin madre que son echados del fogón como si
fueran perros está sucediendo en el momento mismo de su canto; está re-presen-
tando la desunión familiar. El momento de la bendición, frente a los restos des-
habitados de su rancho, es el mismo que el del juramento de volverse lobo del
hombre. Este último, como veremos en lo que sigue, ya fue redimido, por eso se
lo canta en pasado. Pero el estado de desprotección de sus hijos, como el delito
de desaparición de personas, sigue sucediendo para él –y para el público de buena
voluntad–, hasta tanto no se produzca una reparación, libidinal o jurídica.19
Y como obstáculo para la viabilidad de nuestra lectura también está, desde
luego, el problema de la unicidad del texto mismo. En vida de José Hernández
(que murió en 1886) aparecieron doce ediciones autorizadas de El gaucho Martín
Fierro y una edición, con cinco reimpresiones, de La vuelta de Martín Fierro. El
autor nunca suscribió ni dio venia formal para un proyecto editorial que inclu-
yera ambas obras como parte de un solo libro. Esta circunstancia, considerada
junto con la diferente situación personal y política por la que atravesaba Hernán-
dez en los respectivos momentos de escribir una y otra, es la base fáctica que
alienta a muchos intérpretes para leer una diferencia inconciliable de propósito y
de talante entre ambas partes. En esta perspectiva, el Fierro que se va a los indios
es enérgico y rebelde, mientras que el que vuelve del desierto regresa cansado y
sumiso. Además del célebre ensayo de Martínez Estrada, ya mencionado, es bien
conocida la tesis de Josefina Ludmer, quien propone que la Ida anima la voz de
un outsider rebelde y violento, mientras que la Vuelta lo reconcilia con el orden
liberal estatal. Para ello Ludmer pivotea, entre otros señalamientos, sobre el he-
cho de que en El gaucho Martín Fierro, el protagonista abriga esperanzas de una
vida holgada y sin trabajar en las tolderías, mientras que en La vuelta de Martín
Fierro, en cambio, recomienda el trabajo decente a sus hijos, y casi que lo exige,
como reclamo legítimo para con el orden socioeconómico.20 En la misma direc-

19. Este arranque angustiado termina con el fin del Canto VI, y está marcado en el texto con cierto
énfasis. En efecto, el Canto VII vuelve al cantar en tiempo pasado (“De carta de más me vía / sin
saber a donde dirme”) y cambia de estrofas de seis versos a estrofas de cuatro. Parece así que la an-
gustia que lo llevó a volver a aquel pasado y a sentirlo como presente pasó y que, no sin esfuerzo, el
Cantor vuelve ahora al presente del cantar y retoma la conjugación en tiempo pasado en su canto (cf.,
Hughes, op. cit., p. 120).
20. Cf. Ludmer, Josefina, “Héroes hispanoamericanos de la violencia popular: construcción y trayec-
toria”, Actas del XII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas. University of Bir-
mingham, 1995. Para diferentes maneras de argumentar –y de deplorar– los quiebres que padece
Fierro en su espíritu rebelde y combativo a causa del viraje ideológico de Hernández, puede verse
Shumway, N., La invención de la Argentina. Buenos Aires, Emecé, 1993, pp. 309 y ss.; Feinman, J.
P., Filosofía y Nación. Buenos Aires, Legasa, 1982; Heffes, G., “Martín Fierro ante la ley”, Revista de
Crítica Literaria Latinoamericana, año 37, No. 74 (2011), 9- 23. Para una lectura que defiende la

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caída y salvación en el martín fierro

ción de Ludmer, Élida Lois, la encargada de la edición que venimos manejando,


propone una enemistad existencial entre las dos partes de la saga. La premisa
básica de Lois es que no se puede –y, por tanto, no se debe intentar– representar
a un sujeto subalterno. Si bien Hernández no era dirigente principal de la elite
social y política, el dato relevante es que tampoco pertenecía a la clase popular
cuya voz pretendió hacer pública; intentó, por tanto, algo irrealizable. En la Ida
abrió un horizonte de energías emancipatorias que después, en la Vuelta, se vio
forzado a clausurar, doblegado por la fuerza de las circunstancias políticas y, por
así decir, por la lógica de las cosas mismas. La primera parte, dice Lois, explora
la posibilidad de una toma de conciencia de la existencia de formas de resistencia
alternativas frente a un sistema de dominación injusta. El intento de los protago-
nistas Fierro y Cruz por conciliar diferencias entre el grupo oprimido (gauchos)
y el grupo excluido (indios) podría comenzar a “subvertir el orden establecido”
y a redefinir identidades más genuinas. La segunda parte, en cambio, confirma
que, desde la perspectiva de un no dominado, los subalternos no pueden torcer
el curso de la historia. Hernández, devenido en siete años liberal progresista, se
muestra incapaz de ir en contra de las propias pautas biográficas de inclusión.
Como cuadro político e intelectual del grupo opresor, el autor se somete a la
ideología dominante. Obliga a su personaje Martín Fierro a descargar sobre sus
semejantes la culpa que, en un comienzo, había intentado adjudicar lúcidamente
a sus verdaderos enemigos de clase, y a comprometer a sus propios hijos con el
discurso del Poder.21 La gauchesca, como género que utopiza ilusoriamente una
alianza de clases, se apropia de la voz del subalterno y, “desde adentro de la do-
minación misma”, se enfrenta con el objeto de su elaboración poética, cosifi-
cando a los sujetos a los que pretende representar. Lois entiende que Hernández
–inconsciente de sí– al escribir La vuelta de Martín Fierro vuelve sobre sus
bienintencionados pasos iniciales y “desescribe” El gaucho Martín Fierro. Soste-
ner la unicidad del texto, por tanto, equivale para Lois a avalar la versión liberal
del mito de la identidad nacional mediante la convalidación de un proceso cultu-
ral y político de cooptación y retroceso.22

unicidad de la obra y que ve los cambios en la actitud de Fierro como una consecuencia de la diná-
mica interna en el alma del protagonista, cf. Hughes, J., Arte y sentido de Martín Fierro. Madrid,
Castalia, 1970, p. 119; en el mismo sentido, pero asentando la continuidad en las necesidades narra-
tivas que son, a la vez, complejidades y carencias sociales, cf. Gramuglio, M. y Sarlo, B., “Martín
Fierro”, en Historia de la literatura argentina 2. Del Romanticismo al Naturalismo. Buenos Aires,
Centro Editor de América Latina, 1968, pp. 50-51.
21. Operación inversa a la que intenta Fernando Solanas en su película “Los hijos de Fierro” (1975),
en la cual utiliza el poema para proponer una versión de la resistencia peronista en la cual Perón es
Fierro y sus tres hijos son militantes sindicales, barriales y de organizaciones armadas.
22. Lois, Élida, “Cómo se escribió y se desescribió El gaucho Martín Fierro”, Orbis Tertius, VIII (9).

255
martín böhmer y josé luis galimidi

Nosotros vemos las cosas de otra manera. En favor de la unicidad del texto
obran, en primer lugar, algunas circunstancias formales muy contundentes. Ya el
propio Hernández, en un pasaje muy citado de sus “Cuatro palabras de conver-
sación con los lectores”, que prologan La vuelta de Martín Fierro, dice que la
entrega como “la segunda parte de un libro que ha tenido una acogida tan
generosa”.23 Pero también nos habla de una sola obra el hecho de que, después de
las primeras reimpresiones de la Vuelta, la enorme mayoría de las ediciones que la
siguieron, en idioma original y en traducciones a otras lenguas, titulan la presen-
tación de ambas partes como, simplemente, Martín Fierro, si bien algunas tienen
el cuidado de indicar, en forma de subtítulos, los nombres originales de cada una
de ellas. Y así también, en este aspecto relativamente externo, la consideran una
sola obra la gran mayoría de los estudios académicos y culturales, por lo menos,
en lo que hace al modo en que titulan los trabajos dedicados al poema.24 En cuanto
a los contenidos, huelga mencionar lo que saben todos los lectores: es el protago-
nista mismo el primero en dar por supuesta una continuidad en su propia persona,
en la de sus coprotagonistas, en las circunstancias de época y geografía que le
sirven de escenario y en el público al que se dirige. Y lo mismo hace el Narrador.25
Para un argumento en favor de la unicidad sustantiva del libro Martín Fierro
viene muy al caso reconstruir la lectura que hace Jorge Luis Borges. Lo indoma-
ble también es una nota central en el carácter de Fierro para la visión de este
autor y pensador. Pero hay varios puntos de discrepancia con el tipo de análisis
que unas décadas después habría de hacer Lois.26 Borges, por empezar, deslinda
el valor del poema de la intención de denuncia y de reparación de las injusticias
que podría estar animando a su autor. Discrepa, además, con lo que Lois valo-
riza: no considera que la rebeldía violenta frente a las fuerzas de la autoridad
constituida sea, en principio, una virtud encomiable. Y disiente también en

23. En la edición que venimos citando, “Cuatro palabras de conversación con los lectores”, p. 261.
24. Cf. Becco, J. y Romanos de Tirdel, S., “Bibliografía e índices”, en la edición crítica de, precisa-
mente, Martín Fierro, que venimos citando.
25. La voz del Narrador, definitivamente, es la más cercana a la del Autor. Por un lado, porque ex-
plicita las intenciones de su propio “cantar” y porque se refiere a éste en su formato de libro (“no se
ha de llover el rancho / en donde este libro esté”). Podría agregarse que también por el hecho de
fungir como Narrador omnisciente, testigo de escenas de suprema intimidad: sabe, por ejemplo, que
Fierro lagrimeó al cruzar la frontera, y transcribe los consejos que aquél ofreció a sus hijos y al de
Cruz. Sin embargo, esta identidad Narrador/Autor no es total, ya que el primero, por lealtad al
protagonista, calla, o dice ignorar, lo que es lo mismo, datos que Fierro, en algún momento, quiso
mantener no dichos, a saber: el hecho de haber cruzado la frontera, el secreto que se comprometió a
guardar con sus hijos, los nuevos nombres que adoptaron y el rumbo de sus respectivos destinos. El
Narrador se involucra con voluntad propia en la trama del libro, y, en tal sentido, entendemos, co-
rresponde atribuirle, parcialmente al menos, carácter de personaje de ficción.
26. Recordemos, en línea con Martínez Estrada, Ludmer, Lugones.

256
caída y salvación en el martín fierro

cuanto a la solución de continuidad en la disposición anímica del protagonista.


Borges lee –y deplora–, como veremos, un solo libro, sin cambios abruptos de
postura existencial entre una parte y la otra.
En su ensayo “Sobre los clásicos”, publicado en Otras inquisiciones, Borges
propone que un clásico no es un libro que necesite tener determinadas virtudes
intrínsecas que lo habiliten para integrar un grupo selecto. Se trata más bien de
textos que devinieron clásicos porque generaciones sucesivas de una nación, o de
un grupo de naciones, motivadas por razones diversas, tomaron la decisión de
leerlo con “previo fervor” y con “misteriosa lealtad”. Como si todo en ellos fuera
deliberado, fatal, profundo y “capaz de interpretaciones sin término”.27 El su-
puesto aquí parece ser que los pueblos tienen una necesidad primordial de vene-
ración leal que es previa a la existencia de tal o cual libro. Si aparece el texto
adecuado, es muy probable que sea investido con esta libido legendi. Conti-
nuando con la temática, Borges, en su escrito de 1953 “El Martín Fierro”, incluye
el libro de Hernández entre los clásicos de la literatura universal. Pero cambia
levemente el enfoque respecto del ensayo recién citado. No habla tanto de las
decisiones colectivas de recepción y de las necesidades primordiales de lectura
aglutinante cuanto de las condiciones de producción autoral. Martín Fierro, dice
Borges, es una obra destinada a la inmortalidad y, en tal sentido, el valor y la
inteligencia del poema no se agotan por su referencia a las circunstancias históri-
cas y a las motivaciones personales que pudieron obrar al momento de su escri-
tura. Por el contrario, por virtud de su condición de clásico, el libro tiene raíces
hondas e inaccesibles a las intenciones conscientes de su creador. La obra de
Hernández “excede infinitamente” el propósito, ciertamente existente, de de-
nunciar injusticias locales y temporales, puesto que se involucra con temas eter-
nos, como el mal, la desventura y el destino.28
La condición de clásico, así, parece en la visión borgeana una cualidad relacio-
nal. Las razones de la sinergia empática que Borges encuentra entre los conteni-
dos espirituales que ofrece el Martín Fierro y la recepción colectiva que lo ungió
como libro nacional están mencionadas en un ensayo tan célebre cuanto breve,
“Nuestro pobre individualismo”,29 en el que el autor se refiere a las características
paradójicamente antigregarias de los argentinos.30 El argentino de Borges no se

27. Borges, Jorge Luis, “Sobre los clásicos”, en Otras inquisiciones. Incluido en Obras completas.
Volumen II (1952-1972). Emecé editores, Barcelona, 1989, p. 151.
28. Cf. Supra, nota 4.
29. Borges, Jorge Luis, “Nuestro pobre individualismo”, en Otras inquisiciones. Incluido en Obras
completas. Volumen II (1952-1972). Emecé editores, Barcelona, 1989, p. 36.
30. Así como creemos que la opinión ensayística de Borges se inserta casi sin fricción en algunas de
sus ficciones, también habría que ser prudentes y aceptar que el talante esteticista de este autor puede

257
martín böhmer y josé luis galimidi

identifica con el Estado, si bien, indirectamente, construye sus vectores de iden-


tidad por referencia oposicional a la autoridad instituida. Más allá de la ingrata
circunstancia de que históricamente la Argentina haya tenido gobiernos pésimos,
se trata –en la opinión del ensayista– de una incapacidad ética más que intelec-
tual, por razón de la cual el Estado resulta ser “una abstracción inconcebible”. El
argentino cree que el mundo es un caos y que, por tanto, no tiene sentido buscar
la propia función dentro de un orden que en verdad es ilusorio e inexistente. Este
persistir como individuo y nunca como ciudadano convencido se expresa, según
Borges, como valoración positiva respecto de las actitudes de desafío o transgre-
sión hacia las normas y personas investidas con autoridad oficial (por ejemplo,
elogiando la sagacidad de quien se apropia dineros públicos) y, recíprocamente,
en forma de valoración negativa respecto de quien ejerce una coerción legal con-
tra un semejante. Todo esto aparece particularmente “confirmado” por dos cir-
cunstancias muy notorias de la cultura literaria argentina: el hecho de que se
tenga a Martín Fierro por un héroe popular en virtud de haber peleado él solo
contra la partida policial, y, más todavía, el hecho de que el sargento Cruz se haya
puesto del lado del asesino, matrero y desertor al que venía a prender, comba-
tiendo cuerpo a cuerpo en contra de sus propios soldados.31
La visión borgeana de una empatía sinérgica entre el individualismo pobre de
los argentinos y el talante ético que pulsa en el alma del personaje de su libro
clásico se despliega en dos piezas de ficción. En “Biografía de Tadeo Isidoro
Cruz”,32 Borges imagina para el personaje Cruz un pasado que él parece juzgar
consistente con los datos que aporta el poema. Y corroborando la continuidad
entre su doxología y su escritura ficcional, insiste con la clasicidad del Marín
Fierro, porque en el cuento dice que algunos episodios de la vida de Cruz apare-
cen en un libro insigne, capaz –tal como postularía luego sobre todos los libros
clásicos– “de inagotables repeticiones, versiones, perversiones”. El Cruz enri-
quecido por Borges prefigura las características morales y las acciones que el li-
terato ve como centrales en Fierro: pelea y mata a cuchillo a un peón por cues-
tiones de honra herida, combate solo contra toda una partida policial que viene

estar permeando en algo de su escritura doxológica. En todo caso, nos interesa más marcar las con-
tinuidades y consistencias entre ambos registros que discutir si Borges opina mediante la escritura de
ficciones o más bien mitologiza simulando que adoctrina. Todo esto, con el fin de denotar una opción
de lectura de Martín Fierro que nos parece muy clara, y a partir de la cual podemos delinear con
mayor contraste la nuestra.
31. “… esa desesperada noche en la que un sargento de la policía rural gritó que no iba a consentir el
delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra sus soldados, junto al desertor Martín
Fierro”. Id. nota 27, p. 36.
32. Borges, Jorge Luis, “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, en El Aleph. Incluido en Obras completas.
Volumen I (1923-1949). Emecé editores, Barcelona, 1989, p. 561.

258
caída y salvación en el martín fierro

a prenderlo, sirve en el ejército como forma de purgar una condena, lucha contra
los indios. Pero el momento que revela la verdad espiritual de su existencia, y que
también habría de revelar la verdad del propio Fierro, es la decisión de pasarse
de bando y de pelear en defensa de un criminal y desertor, enfrentando a los
soldados que venía comandando:

Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de Cruz. Éste, mientras
combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad) empezó a comprender. Com-
prendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro.
Comprendió que el uniforme y las jinetas ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo,
no de perro gregario; comprendió que el otro era él.33

La noche reveladora que menciona Borges34 es “lúcida” porque, según creemos


entender, expresa con claridad la incapacidad de los protagonistas del libro que
la cultura argentina lee “con misteriosa lealtad” para adherir afectivamente a un
orden legal decente. Y es “fundamental” porque el libro que la relata propicia
que se justifique dicha incapacidad como si fuera una virtud y una identidad
cultural. Todo esto, en verdad, ya había sido plenamente establecido con la escri-
tura de “El fin”,35 otro cuento en el que Borges imagina, simétricamente con
“Biografía…”, una continuación de las peripecias del poema, y en el que, por las
mismas razones que venimos mencionando, refuerza dos continuidades: una,
entre la Ida y la Vuelta, y la otra, entre el poema hernandiano y la auto(in)con-
ciencia nacional.
“El fin” relata qué fue de Fierro una vez que se separó de sus hijos.36 El cono-
cido argumento consiste en mostrar cómo el protagonista regresa a la pulpería en
la que había payado con el Moreno, hermano del Negro al que había matado en
duelo, para saldar con aquél la deuda de honor que se le reclama. La pulpería
tiene un patrón, Recabarren, quien al día siguiente de la payada que se relata en
La vuelta de Martín Fierro ha sufrido un accidente cerebro vascular que lo dejó
postrado, sin habla y con la parte derecha del cuerpo paralizada. Recabarren re-
presenta alguna forma de autoridad, ya que dirige el establecimiento en el que se

33. Id., p. 563.


34. “Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio
su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre”. Id., p. 562.
35. Borges, Jorge Luis, “El fin”, en Otras inquisiciones. Incluido en Obras completas. Volumen I
(1923-1949). Emecé editores, Barcelona, 1989, p. 519.
36. En la “Introducción” de Artificios Borges afirma que “El fin” es una continuación que está ahí,
teoremáticamente implícita en el poema mismo: “… todo lo que está en él está implícito en un libro
famoso y yo he sido el primero en desentrañarlo o, por lo menos, en declararlo”. Borges, Jorge Luis,
“Introducción”, en Artificios. Incluido en Obras completas. Volumen I (1923-1949). Emecé editores,
Barcelona, 1989, p. 483.

259
martín böhmer y josé luis galimidi

dan los encuentros y las discusiones públicas. Y el mal resultado del contrapunto
entre Fierro y el Moreno dejó en evidencia que su autoridad era muy endeble, ya
que, en la imaginación de Borges, ninguno de los dos tenía verdaderas intencio-
nes de dejar atrás los rencores o, al menos, de tramitarlos de un modo discursivo
y simbólico. El Recabarren de “El fin”, creemos, es la ilustración borgeana de
una autoridad que tiene paralizada la capacidad de preservar el derecho, y que
tampoco puede preservar el valor de la palabra. Igual que el Estado del que suele
mofarse la vulgata liberal, es apenas un “gran cuerpo inútil”.37
No creemos, sin embargo, que Borges opine que el nulo predicamento del
patrón de la pulpería –y de todo lo que éste simboliza– deje expuestos a los pa-
rroquianos a la violencia descontrolada de sus pasiones. Fierro y el Moreno
atraviesan, más bien, un conflicto de eticidades contrapuestas. De un lado, son
capaces de discurrir payando en público acerca de temas abstractos y, según dice
el mismo Borges, metafísicos. En la tenida, inclusive, se está reconociendo, de
manera indirecta, la autoridad de la Iglesia, ya que el Moreno dice, orgulloso, que
todo lo que sabe lo ha aprendido “de un flaire”. Ambos contrincantes se tratan
con respeto, no sólo durante la payada, sino también en el encuentro previo al
duelo. Aunque Fierro tutea al negro, que lo trata de “Señor”, es evidente que, al
aceptarlo como adversario, lo considera su igual. Se excusa, incluso, por la tar-
danza en acudir a la cita. El Moreno, por su parte, al aceptar las disculpas parece
convalidar su intención de cumplir con todas las formalidades del encuentro con
sus hijos, lo cual incluye, con eminencia, tratar de no aparecer como alguien que
no consigue dejar de andar a las cuchilladas. Y aquí el texto del cuento genera una
duda, que parece sugerir cierta probidad moral de los personajes. Fierro evitó
pelear en público con el Moreno, y éste convalidó tácitamente su actitud. Luego
dio consejos de convivencia ciudadana a sus hijos, y también en eso el Moreno le
dio su aprobación, diciendo que de esa forma “no se parecerán a nosotros”. La
pregunta, entonces, es: ¿creen los protagonistas sinceramente que los meros con-
sejos, desmentidos además por la acción deliberada, pueden salvar por sí solos a
las próximas generaciones de la cadena de muertes y venganzas? ¿Por qué el
Fierro de Borges predica consejos de prudencia y reconciliación que ya sabe que
no está dispuesto a cumplir? Descartando la atribución de pura hipocresía, en-
tendemos que Borges está imaginando una lucha interior en los protagonistas, en
la cual la ética ilustrada –representada por el canto en contrapunto como manera
de tramitar las diferencias– terminó cediendo ante la lealtad a los códigos de
honor, infinitamente más poderosa, por arcaica. Por eso, precisamente, es que
Fierro se energiza cuando “oye” el odio de su adversario. Es el retorno a la mo-

37. Id., nota 34, p. 519.

260
caída y salvación en el martín fierro

ral duelística, que no concibe la licitud de recurrir a la autoridad positiva de un


tercero para dirimir conflictos. Pero este retorno, en la visión de Borges, es indi-
cio del imperio de un sistema de justicia que al realizarse no construye nada, y
que aniquila a su ejecutor, porque sólo se puede proponer como meta la realiza-
ción de una muerte:

Cumplida su tarea de justiciero, ahora [el Moreno] era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino
sobre la tierra y había matado a un hombre.38

El aura de Fierro, que por identificación, ya había transformado en desertor a


Cruz, ahora, según Borges, también hizo un asesino del Moreno. Éste deambu-
lará sin rumbo, como lo habían hecho su propio vencido, y antes de él, Caín, y
ya no podrá dejar nunca “estas pelegrinaciones”. Se confirma así en la Argentina
la defección del Estado, que es la realidad de la idea moral, según el “aforismo”
hegeliano que había citado Borges en “Nuestro pobre individualismo”. “Reca-
barren, desde su catre vio el fin”, escribe Borges. Lo que creemos que (Borges
imagina que) Recabarren vio en realidad es la infinita recurrencia del individua-
lismo empobrecedor o, lo que es lo mismo, el fin de la ilusión de que al regresar
del desierto, Fierro, y con él los argentinos, hayan aprendido a investir a una
autoridad estatal que vele por la tramitación no violenta de las disputas por el
reconocimiento.39
Nosotros, por nuestra parte, también estamos interesados en insistir sobre la
conveniencia hermenéutica de leer un único libro, basándonos para ello, como lo
hace Borges, en un aspecto menos externo y formal que profundo y sustantivo. Y
al encarar la lectura, que en parte es divergente de la del Escritor, nos encontramos
con un protagonista y con un autor que, si bien se muestran sensibles a la presión
de las respectivas circunstancias, asumen, no obstante, su condición de seres libres
y creativos de una manera particularmente intensa, y hacen cosas –uno en el
mundo de la ficción, y el otro en el de la producción cultural– que exceden los
condicionamientos mecánicos del orden de la sociología, la psicología, la ideolo-
gía o el género literario. Según la reconstrucción que venimos proponiendo, El
gaucho Martín Fierro, al concluir, dejó planteadas deliberadamente algunas cues-
tiones de orden ético que podríamos resumir así: ¿es la huida a las tolderías todo

38. Id., nota 34, p. 521.


39. Es bien conocida sobre este punto, la tesis de Beatriz Sarlo: Borges, en “El fin” termina de ajustar
las cuentas con la tradición literaria, que venera las interpretaciones canónicas de Lugones y de Rojas.
Borges, según Sarlo, mata a Fierro para escribir a contrapelo de la tradición a la que quiere dejar atrás,
destituyendo al personaje del sitial de héroe del poema máximo. Sarlo, Beatriz, Borges, un escritor en
las orillas. Buenos aires, Ariel, 1995, Cap. IV.

261
martín böhmer y josé luis galimidi

lo que tiene para ofrecer, a sí mismo y a su gente, alguien que proclama su condi-
ción de cantor comprometido como si se sintiera investido con una misión quasi
profética? Hay una desproporción evidente entre la fe en sí mismo y en su audi-
torio con la que Fierro dice que canta, de un lado, y la actitud desolada y, diga-
mos, nihilista, con la que culmina la primera parte de su alegato rebelde.
El Martín Fierro, entendemos, es un solo libro porque la denuncia de la pri-
mera parte dejó implícita la posibilidad –ética, además de solamente literaria– de
una segunda pars, ahora construens. La reorganización de la línea de tiempo en la
biografía del protagonista, queremos sugerir, nos puede facilitar el acceso a la
comprensión del significado de las diferentes figuras por las que ha de transcurrir
su periplo espiritual de caída y, tal como no lo ve Borges, de renacimiento. Si hay
algo que hace de Fierro un héroe fundador es, creemos, su renovada fe en el re-
ordenamiento del mundo y en la integridad que le puede ofrecer la restitución de
la función paterna, a la que él y su amigo Cruz habían deshonrado.

3. Canto y fundamento

El mundo social que habitaban Fierro y los gauchos no era el paraíso que re-
cuerda el Cantor, aunque aquél diga que en la estancia “era una delicia el ver /
cómo pasaban los días” (GMF, II, 137). El poema denuncia, desde luego, la ini-
quidad corrupta de todas las figuras oficiales de autoridad: del Juez, que obligaba
a votar según sus propios intereses; del Comandante del fortín, que obligaba a
trabajar a los forzados reclutas en sus propias estancias y coordinaba una cadena
de robos sistemáticos al aprovisionamiento; del lejano Gobierno central, que
toleraba y propiciaba estos abusos. Pero también deplora, de manera menos
frontal aunque igualmente airada, la cruel indiferencia con la que los amigos, los
vecinos y el patrón abandonaron a su suerte a los hijitos y a la mujer de nuestro
protagonista cuando a éste le tocó padecer males “que conocen todos”, y que,
seguramente, ya habían padecido muchos de sus conocidos. Este estado general
de desunión entre los gauchos se corrobora con creces con los relatos de las des-
dichas y malos tratos sufridos por Cruz, en la Primera Parte, y por Picardía y los
hijos de Fierro, en la Segunda.40

40. Martínez Estrada es muy claro respecto del “estado de descomposición del sentido de justicia”
denunciado por el poema. Y esto tanto en lo referente a los miembros del grupo dominante cuanto a
los propios dominados. Dado que unos y otros exhiben por igual un acostumbramiento rutinario a
la crueldad y a la ignorancia, Estrada rechaza la tesis de Lugones, que pone al protagonista Fierro en
el lugar de paladín liberador, que personifica la “vida heroica de la raza” (Martínez Estrada, op. cit.,
p. 374). Seguimos en esto la lectura de Estrada, pero sólo en parte, porque, a diferencia de su pers-

262
caída y salvación en el martín fierro

A las condiciones de hipocresía y degradación de los vínculos humanos, no sólo


los verticales entre los que mandan y los que deben obedecer, sino también y espe-
cialmente los horizontales entre estos últimos, se agregan las decisiones cuestiona-
bles del propio Martín Fierro en tanto agente moral. A su regreso del fortín como
desertor, hubiésemos esperado que pusiera toda su energía indómita y su astucia
(cualidades de las que presume repetidas veces al cantar) al servicio de la empresa
superior de buscar a sus hijos, a los que sabe desamparados. Hubiésemos preferido
que los efectos de su juramento de “ser más malo que una fiera” (GMF, VI, 1014)
no afectaran, por omisión, a sus seres más queridos. Pero en lugar de ello, Fierro
se entrega, gozoso, se diría, a su resentimiento, y se convierte en lo que Aristóteles
llamaría un incontinente. Se desgracia en un duelo injustificable con el Moreno, y
luego redunda con la muerte del Matón prepotente. Estos dos hechos suman la
comisión de dos delitos graves a su ya problemática situación de desertor. Es ver-
dad que su deserción está más que justificada como respuesta rebelde a un sistema
de autoridad perverso. En el mismo sentido, su actitud vulgar y pendenciera en un
contexto de fiesta se puede entender como explosión emocional de una acumula-
ción enorme de frustración y desengaño, a la vez que como mensaje: todos deben
enterarse de que él se siente traicionado, por sus superiores y por sus iguales. Pero,
al mismo tiempo, Fierro sabe –no puede no saber– que, con su participación en
ambos duelos, se dificulta enormemente la ya de por sí complicadísima tarea de
buscar a sus hijos, y, en el caso improbable de que los encuentre, de darles un co-
bijo apropiado y proporcionado al pesar con el que dice que los recuerda.
La declinación moral del protagonista no se detiene ahí. Después de matrerear
durante dos años y de vencer, con la inesperada ayuda de Cruz, a la patrulla que
lo había acorralado, Fierro persuade a su salvador de que lo acompañe en su
huida, a la que –con cierta, pero sólo con cierta, justicia– llama destierro. Algunas
de las razones que esgrime a tal efecto son muy oscuras. Sabe, porque así lo de-
talla la descripción que acompaña el relato del combate en el Canto III de GMF,
que en las tolderías reinan la crueldad, la desconfianza y la barbarie, pero, sin
embargo, para convencer a su amigo, sostiene que serán tratados como hermanos
y que pasarán sus días como señores “mirando dar güelta el sol”. Mal que le pese
al ala nacional y popular de la hermeneusis, Fierro y Cruz conservan la vida en
las tolderías no a pesar de haber llegado en el momento de preparación de un
malón, sino, precisamente, gracias a ello.41 El precio que pagaron los dos amigos

pectiva, nosotros no creemos que el texto hernandiano clausure la posibilidad de remediar tamaña
generalización de males orgánicos.
41. Este propósito de pasarse activamente al grupo existencialmente enemigo ya había sido anunciado
por Fierro en GMF, XIII, 2265-6: “A más de eso en los malones / Podemos aviarnos de algo”.

263
martín böhmer y josé luis galimidi

exiliados para sobrevivir entre los pampas es la comisión de una infamia capital,
porque revelaron información militar vital para el éxito de las incursiones enemi-
gas de saqueo y asesinato:

Nos averiguaban todo


Como aquel que se previene
Porque siempre les conviene
Saber las fuerzas que andan
Dónde están, quiénes las mandan
Qué caballos y armas tienen.

A cada respuesta nuestra


Uno hace una exclamación.
Etc. (VMF, II, 313- 20)

Puede decirse que, a partir de este comienzo innoble, la calidad moral de la exis-
tencia de los dos amigos durante los cinco años que pasaron entre los indios es
ambivalente. De un lado, han cultivado un sentimiento recíproco muy profundo
de amistad, intensificado por la adversidad que los circundaba y por los casi dos
años de separación a que fueron sometidos por los jefes pampas. Y hay que agre-
gar, como elemento elogiable, que incluso se dedicaron a cuidar al indio que
había intercedido por ellos y que permitió que volvieran a juntarse, durante el
tiempo que duró la enfermedad que finalmente lo llevó a la muerte. Pero, del
otro lado, no podemos menos que reparar en el hecho de que la infamia inicial se
consolidó bajo la forma de una indiferencia embrutecida, pues Fierro y Cruz se
declararon de facto incompetentes ante los recurrentes episodios de bárbara
crueldad que ambos paladines se vieron obligados a presenciar (v. g. el maltrato
a las cautivas y a las propias compañeras de los varones pampas, la muerte del
gringuito al que la hechicera mandó que augaran en un charco, etc.). La Cautiva
a la que Fierro salva poco tiempo después de la muerte de Cruz es la primera con
cuya suerte se involucra activamente, pero no es la primera mujer a la que vio
sufrir tortura moral y física. Algo excepcional tuvo que haber sucedido para que
Fierro, en su vivencia de la iusnaturalista condición extrapolítica, pasara de ser
más hobbesiano que Hobbes, a volverse más lockeano que Locke. Una hipótesis,
que nos apresuramos a rechazar, que podría dar cuenta de esta súbita actitud de
caballero andante, diría que Fierro sostenía su endeble equilibrio anímico me-
diante su alianza con Cruz, y que, una vez fallecido éste, dispuso de un caudal de
energía amorosa que sólo pudo orientar hacia alguien de su misma etnia, de ahí
el (repetimos, novedoso) gesto altruista y desesperado en favor de la Cautiva. En
el mismo sentido, el regreso a tierras cristianas después de matar al Indio no se
debería a un supuesto hastío moral ante tanta desolación y salvajismo, sino que,

264
caída y salvación en el martín fierro

simplemente, sería una nueva huida, en la que, como otras veces, se ha optado
por el menor entre dos males (“Infierno por infierno / Prefiero el de la frontera”,
le dice Fierro a su compañera al despedirse después de atravesar el desierto).
Preferimos ensayar otro tipo de lectura, que rescate el carácter genuinamente
desinteresado del enfrentamiento con el Indio y considere a Fierro en la condi-
ción de héroe, con la que ha sido asiduamente celebrado.
Con vistas a nuestro análisis, conviene aquí que mencionemos los elementos
principales de dos nociones que son afines: lo liminar y lo hierofántico. Lo limi-
nar, según Victor Turner,42 es una cierta manera de manifestarse lo extraordinario.
Cualifica un período y una zona del espacio en los que se suspenden, o directa-
mente, se invalidan las jerarquías vigentes. Se da ahí una situación de soledad y
desnudez totales, emblemáticas de un tiempo único de muerte y renacimiento.
“Empobrecimiento estructural y enriquecimiento simbólico”, en palabras de
Turner. Ocurre, entonces, un retorno a los primeros principios, porque se sus-
pende –o, ya dijimos, se aniquila– la posición particular, social o jerárquica, del
protagonista; cesa, correlativamente, la determinación de contenidos que venían
ejerciendo las perspectivas estrechas que son propias de un sector o de una bio-
grafía, y se gana, en cambio, la posibilidad de una visión totalizadora. La eficacia
ontológica de lo liminar, según Turner, consiste en propiciar la identificación
entre los protagonistas de la situación mítica y los que, posteriormente, habrán
de escucharla. Pero esta identificación no significa anulación sino más bien re-
configuración de las jerarquías, una manera más auténtica de vitalizar lo coti-
diano por referencia a lo excepcional. Por tal razón, si bien la participación
comprometida habilita a los fieles con nuevas capacidades anímicas, también
advierte severamente acerca del peligro de ignorar el carácter metafórico y no
literal de los contenidos evocados por el ritual. Lo liminar sucede en un marco
de libertad supralegal, en el que, por un momento, se han hecho presentes los
poderes misteriosos del universo. Para que tal aparición no resulte un paradójico
catalizador de disolución de los vínculos de la convivencia, es imprescindible que
el orden que surge de ella preserve las imágenes que ofrece de los efectos vulga-
rizantes de miradas y manipulaciones profanas. El correlato eficaz de la soledad
despojada del protagonista de lo liminar es la ritualización de la reverencia de la
población para con su memoria.
En términos de Mircea Eliade, lo anterior puede decirse en referencia a la hie-
rofanía.43 Se trata, en este caso, de la presentificación de lo sagrado, con el doble

42. Turner, Victor, “Myth and Symbol”, en International Encyclopedia of the Social Sciences. New
York & London, Vol. 9, pp. 577-9.
43. Cf. Eliade, Mircea, Lo sagrado y lo profano. Barcelona, Paidós, 1998, p. 22.

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martín böhmer y josé luis galimidi

propósito de vivificar lo profano, y también de contenerlo, impidiendo que se


expanda más allá de los límites que le corresponden. La manifestación excepcio-
nal de lo sagrado, dice Eliade, “sobresatura de ser” los objetos y las situaciones
cotidianas. La hierofanía es la circunstancia fronteriza en que lo sagrado y único,
que es lo real por excelencia, beneficia con su visita la multiplicidad de lo pro-
fano, propiciando, por evocación, su participación en lo altísimo. Una de las
maneras eminentes de generación de orden consiste en la jerarquización del es-
pacio y del tiempo, oficiando como escudo contra los efectos caóticos de la ex-
tensión sin centro y de la duración sin particiones. La hierofanía, así, constituye
una experiencia primordial, un punto temporal y espacial fundante absoluta-
mente fijo, por referencia al cual se puede marcar la diferencia entre la verdadera
realidad y la apariencia vacía, diferencia indispensable para contrarrestar a las
fuerzas siempre acechantes de la confusión y la degradación.
Entendemos, en referencia a estos elementos teóricos, que lo sagrado irrumpe
en la vida de Fierro y lo hace atravesar una experiencia liminar a partir de la
muerte de su amigo Cruz, cinco años después de haber llegado a las tolderías.
Tras una dolorosa agonía, Cruz, que había contraído la viruela por acompañar al
cacique que los había protegido, muere, y parece dejar a Fierro paralizado en una
situación extrema de soledad y de indigencia espiritual y material.44 Para reforzar
esta sensación confluyen diferentes factores: la opresión social y moral de la que
se había escapado, la barbarie pagana del mundo pampa y, básicamente, la con-
ciencia que tiene el propio Fierro de la bajísima calidad, tanto prudencial cuanto
moral, de las decisiones que lo han traído hasta su actual condición. Sin embargo,
escondido entre los pliegues de esta apariencia de muerte espiritual irreversible,
palpita un elemento dinamizador. Cruz, antes de morir, le confiesa a Fierro que
él también, al comenzar su trayecto de marginalidad y desventuras, había dejado
librado a su suerte a un hijito, y le pide que lo encuentre, que le cuente el final de
su padre, y que lo persuada de que quiera interceder por la salvación de su alma
ante Dios (VMF, VI, 913-918).
Aunque la conmoción del dolor no le permita tomar plena conciencia de ello,
Fierro ha recibido un mensaje con un potencial renovador. Cruz le ha dado a
entender que él sí cree en la posibilidad del arrepentimiento y de la reconcilia-

44. Privado de tantos bienes


Y perdido en tierra ajena,
Parece que se encadena
El tiempo y que no pasara,
Como si el sol se parara
A contemplar tanta pena.
(GMF, VII, 967-972)

266
caída y salvación en el martín fierro

ción, con Dios y con su hijo, y además, básicamente, que cree en Fierro mismo,
en su capacidad para volver a su tierra y para estar a la altura de la misión que le
encomendó. Este acto postrero de contrición, amor paternal y amistad es lo que
rescata a Fierro de su embotamiento resentido, y resignifica su sentido de la dig-
nidad. Los símbolos que, a nuestro entender, preanuncian el milagro del renaci-
miento que sigue a la muerte redentora de Cruz son la mención del rayo, como
principio vertical que conecta al cielo con la tierra en sentido descendente; la
invocación al Hijo, en sentido ascendente, el desvanecimiento y la oscuridad que
precede a la nueva luz:45

De rodillas a su lado
Yo lo encomendé a Jesús
Faltó a mis ojos la luz
Tuve un terrible desmayo;
Caí como herido del rayo
Cuando lo ví muerto a Cruz.
(VMF, VI, 925-30)

A esta iluminación graciosa, que, por lógica, es desproporcionadamente superior


a cualquier mérito que haya podido acreditar Fierro en el pasado, sólo cabe res-
ponder con una actitud de entrega, que active la esperanza en el futuro. A estar
con la caracterización clásica de Joseph Campbell, el que ha sido llamado (o más
bien llevado por la fuerza de las cosas) a pasar por una experiencia que trasciende
los límites de lo habitual, es el héroe. Poniendo en acto una virtus que no sabía
que tenía, el héroe se entrega a algo que es más grande que sí mismo, en una ac-
ción decisiva que, por vía de la hazaña física, comporta una transformación espi-
ritual.46 El periplo heroico implica un ciclo de salida y retorno, de muerte y re-
nacimiento, que es personal y, por representación, también y especialmente,
colectivo. La superación exitosa de la prueba habilita un nuevo estado de con-
ciencia, en el que se asume tanto lo indigente de la situación pasada cuanto la
riqueza anímica del horizonte conquistado. La acción heroica, así, se constituye
en mensaje fundante para la sociedad de la que el protagonista se había desga-
rrado, lo cual, en palabras de Campbell, “permite al grupo recuperar la esperanza
en la plenitud y en la seriedad de la existencia”. Por eso es que el relato que per-
petúe su memoria no puede ser banalizado como mero entretenimiento, sino que
debe ser respetado como pedagogía existencial, necesaria para que las sucesivas
generaciones asuman como propio este modo idiosincrático de separar la luz y
la calidez del frío y de las tinieblas.

45. Cf. Mateo 27: 45.


46. Cf. Campbell, Joseph, The Power of Myth. New York, Anchor Books, 1991, pp. 155 y ss.

267
martín böhmer y josé luis galimidi

Fierro, repetimos, aunque todavía no lo sepa con claridad, está ahora en con-
diciones de superar la prueba de pasaje del héroe.47 La oportunidad se la dará una
escena cargada con elementos sobrecogedores: la Cautiva que está sola en el
desierto, castigada por el Indio y sosteniendo los restos de su hijito asesinado
entre los brazos. Por efecto de la misión recibida, Fierro, que parecía entregado
sin reservas a su aflicción, puede escuchar seriamente, por primera vez, el la-
mento, tantas veces antes desoído, de una mujer indefensa, y puede decidirse a
arriesgar su vida por la de otra persona de la que sólo conoce su condición de
cristiana.48 La muerte de Cruz en brazos de Fierro, queremos conjeturar, es el
acontecimiento que limpia sus pecados, porque le encomienda la tarea de volver
a ese otro desierto encubierto que es la tierra de los cristianos, para comenzar a
regenerar allí un entramado de amor familiar y de amistad cívica que, con toda
evidencia, estaba deshilachado. La voluntad agónica de Cruz de reconciliarse
con Dios y con su hijo,49 la milagrosa intervención de la Cautiva en el combate
con el Indio50 y, básicamente, la escena de piedad, que el héroe, después de su
triunfo, compone con la mujer hincada ante los restos el niño (ibid., 1355-64),
son, para nosotros, el centro emisor de sentido de todo el poema,51 el verdadero

47. También Losada Guido, entre tantos, enfatiza el carácter heroico de Fierro. Pero lo hace resca-
tando una decisión que para nosotros, precisamente, inicia una etapa de decadencia, y no de ascenso
espiritual, porque pone la mira en el momento en el que el protagonista le advierte a Cruz que abrirá
su camino hacia tierra de indios a golpes de cuchillo. Esos versos, para el ensayista, expresan el espí-
ritu heroico del hombre que, frente a un destino sin horizonte, se ha reconquistado a sí mismo,
asumiendo la condición sapiencial del justo sufriente (cf. Losada Guido, Alejandro, Martín Fierro,
Héroe-Mito-Gaucho. Buenos Aires, Plus Ultra, 1967, p. 88).
48. Las peleas anteriores de Fierro, recordemos, habían sido o bien interesadas por la propia defensa,
o bien motivadas por emociones oscuras, como el rencor o la vanidad.
49. Lo apretaba contra el pecho
Dominao por el dolor
Era su pena mayor
El morir allá entre infieles–
Sufriendo dolores crueles
Entregó su alma al Creador.
50. ¡Bendito Dios poderoso,
Quién te puede comprender!
Cuando a una débil mujer
Le diste en esa ocasión
La juerza que en un varón
Tal vez no pudiera haber–
(VMF, IX, 1249-54)
51. Como símbolo de este punto fijo absoluto que reclama Eliade para constituir lo hierofántico, está
la cruz que Fierro puso en la tumba de su amigo. El piadoso cuidado observado en esta sepultura
contrasta con el descuido, lindante con el sacrilegio, que Fierro había mostrado ante los cuerpos de
otros muertos: el del Indio con el que había combatido cuando estaba en el fortín, al que dejó “como
mojón”, el del Moreno, al que abandonó “como un saco de huesos”, o los cuerpos de los milicos de

268
caída y salvación en el martín fierro

fundamento carismático por virtud del cual Fierro afirma, con convicción hu-
milde que

Más que yo y cuantos me oigan


Más que las cosas que tratan
Más que lo que ellos relatan
Mis cantos han de durar–
(VMF, I, 97- 101)

Profecía/bienaventuranza ésta que ha de reconfirmar el Narrador cuando diga,


como ya vimos, que

No se ha de llover el rancho
En donde este libro esté.
(VMF, XXXIII, 4857-8)52

Fierro vuelve de las tolderías porque, interpretamos, ha sido ungido para cantar
su peripecia. Al cantarse a sí mismo, con todas sus sombras y sus luces, sirve a un
propósito que se despliega en dos dimensiones, y que es muy superior a la mera
descarga afectiva o al autoencomio presuntuoso.53 En lo privado, se trata de en-
contrar a sus hijos y al de Cruz, y de restaurar así la función paterna que había
descuidado. Y en lo comunitario, de expandir el beneficio de su nuevo estado
espiritual a todos sus paisanos. Su primitiva autenticidad, que a menudo se expre-
saba como rebeldía violenta y desatinada, ha dado un salto cualitativo para deve-
nir humilde y digna madurez. Nos sentimos inclinados, inclusive, a creer que,
mientras disfrutaba la aparente armonía de su vida en la estancia, ya había algo en
Fierro que quería ser sobrecargado con pesares injustos, como si estuviera empe-
cinado en demostrar en su propia persona la perversidad del orden social que
estaba habitando. Ofreciéndose como chivo para ninguna expiación. Si no es así,
no se entiende cómo su probada astucia no lo previno de privarse de recursos
elementales de autopreservación que tenía a su disposición (definición hobbe-
siana de ley natural). Es decir, vemos que una parte del alma de Fierro, atraída

la partida, a los que rezó un bendito y dejó “amontonados”. Para abundar sobre el particular, se
puede comparar el amor piadoso de Fierro hacia los restos y la memoria de su amigo con el horror
de la sepultura descuidada que mereció Vizcacha, fallido padre sustituto de uno de los hijos de Fierro,
a quien, incluso, le dejaron “una mano dejuera”.
52. Cf. Mateo 7: 24- 25.
53. Martínez Estrada entiende que el que vuelve no es Fierro sino su espectro; y que no actúa, sino
que deambula. Vencido, renuncia a todo desafío, convertido en “un ser pasivo” (op. cit., p. 81). Desde
nuestra perspectiva, en cambio, creemos que Fierro regresa animando una condición de peregrino
legítimo, diametralmente opuesta a la que él mismo había mencionado con un sarcasmo agrio al de-
cirle a su amigo: “En fin amigo, yo salgo / De estas pelegrinaciones” (GMF, III, 2267-8).

269
martín böhmer y josé luis galimidi

teleológicamente hacia el punto nodal de su existencia, colaboró activamente con


su perdición: al enfrentarse en evidente inferioridad de condiciones al Juez de
paz; al quedarse manso y desafiante cuando vino la leva mientras sus conocidos
escapaban; al esmerarse en llevar sus mejores pertenencias al fortín, dejando a su
china “medio desnuda ese día” y sin pedirles a sus compañeros, o al propio pa-
trón, que cuidaran de su familia en su ausencia; al demorarse para pedir su salario
en el fortín; al fastidiarse con el gringo inepto que hacía la guardia nocturna y no
darle el santo y seña; al decidirse a concurrir a una fiesta en la pulpería, sabiendo
que su estado de ánimo no era el más propicio, etc. Transitado y superado aquel
desorden inicial pneumopatológico relatado en esa pars destruens a la que se
llama la Ida, pero que, en verdad, culmina en la Vuelta, un poco antes de la
muerte de Cruz, el protagonista, ahora en trayectoria ascendente puede, con toda
legitimidad, pedir la asistencia de los Santos del Cielo, y de Dios mismo, para
comenzar a cantar (GMF, I, 7-18). La ocasión es ruda por varias y profundas
razones. Fierro tiene la tarea primordial de dar testimonio en público de su pro-
pia maldad, y también de su acto de contrición. Sólo exhibiendo esas credenciales
puede aspirar a reencontrarse, como padre pródigo, con los hijos abandonados.
Fierro canta, sin duda, para denunciar las injusticias de un sistema tiránico de
dominación política perversa, y también para confrontar a la sociedad civil rural
con sus propias miserias y deslealtades. Pero excusar las propias faltas adjudicán-
doselas al entorno no es digno de un hombre, y no puede, por tanto, ser ésa la
última palabra de Fierro si es que ha de estar a la altura de la empresa que asumió
y que el Narrador celebra con tanta solemnidad. Si el periplo espiritual de Fierro
tiene algún mérito, si es digna de encomio su actitud valerosa frente a la prepo-
tencia (del cristiano) o a la barbarie (del indio), nuestro héroe debe poder consi-
derarse a sí mismo, al menos en parte, como un agente moral libre. Los funda-
mentos que habilitan el elogio son los mismos que, cuando es el caso, exigen el
reproche. “Aquí me pongo a cantar” puede ser leído, entonces, como equivalente
de “Aquí me y nos afirmo al cantar”. Es una dicción autoperformativa. Afín, por
un lado, a ese tipo de acciones autoafirmativas y productivas de humanidad que
no se le permiten al gaucho en el mundo alienante que se está denunciando:

Pues si usté pisa54 en su rancho


Y si el alcalde lo sabe
Lo caza lo mismo que ave
Aunque su mujer aborte.
(GMF, II, 259-64)

54. Aquí el verbo “pisar” tiene todas las connotaciones del ejercicio literal y simbólico de las atribu-
ciones de masculinidad.

270
caída y salvación en el martín fierro

Pero entendemos, del otro lado, que su canto también es tributario de aquellos
actos iniciadores que toman y espiritualizan el territorio, como la fijación de
aquella cruz que sacraliza el lugar de sepultura de su amigo.55 El canto es una
acción ritual atávica, que revitaliza el sentido de sí de la comunidad. Por eso debe
referirse a cosas de fundamento, y no debe tomarse apenas como diversión auto-
complaciente.56 En su origen, es un don divino, que debe ser voluntariamente
puesto en acto:

Y esta confianza adelanto


Porque recibí en mí mismo
Como el agua del bautismo
La facultá para el canto.
(VMF, I, 21- 24)

En esta dirección de lectura es lícito proponer una conjetura para integrar en el


fluir de la narración el significado del episodio del quiebre de la guitarra. Fierro,
con el alma parcialmente renovada por haber recibido en el desierto “el agua del
bautismo”, tiene la responsabilidad de cantar su historia con la esperanza de que
ésta llegue a oídos de sus hijos y del de Cruz. Pero la pena que lo desvela es ver-
daderamente “estrordinaria”, porque, junto con sus desdichas, sus reiteradas im-
prudencias y sus desbordes pasionales, tendrá que exponer ante sus paisanos (a los
que, recordemos, también va a acusar de manera implícita) la propia condición de
traidor, de alguien que colaboró para el éxito de varios malones.57 Para esto último
el corazón de Fierro todavía no está preparado. Y entonces, llegado al momento
de relatar su ida, y, especialmente, su llegada a las tolderías, renuncia sorpresiva-

55. Allí señala su tumba


Una cruz que yo le puse.
No es casual, entendemos, la presencia del verbo poner, porque es el mismo que, en voz media, utiliza
Fierro para indicar su decisión de comenzar a cantar.
56. Procuren si son cantores
El cantar con sentimiento–
No tiemplen el estrumento
Por sólo el gusto de hablar
Y acostúmbrense a cantar
En cosas de fundamento.
(VMF, XXXII, 4763- 68)
57. Es verdad que al convidar a Cruz para que lo acompañara en su ida a los indios, Fierro ya había
mencionado el hecho de que podrían tener que participar de un malón. Es decir que antes de romper
la guitarra, su público ya sabía que el Cantor había barajado esa posibilidad. Pero una cosa es decir
las ideas más o menos confusas que uno tiene en mente cuando necesita convencerse de la necesidad
de abandonar la tierra natal y otra muy diferente es volver confirmando ante las posibles víctimas y
familiares de víctimas de esos malones que, durante un tiempo prolongado, se ha estado colaborando
con un enemigo feroz y cruel.

271
martín böhmer y josé luis galimidi

mente a seguir cantando. Tal vez porque teme que si se enterasen de cómo salvó
la vida, sus paisanos y, básicamente, sus hijos ya no querrán saber más nada de él.
Tal vez porque, recién ahora, a su regreso del desierto, toma plena conciencia de
la gravedad de su falta –gravedad que es proporcional a la riqueza que supone
tener una comunidad de iguales ante los cuales es lícito cantar “cosas de funda-
mento”–, y entonces, en su fuero interno, todavía no se siente alcanzado por la
amnistía legal ni por la amnesia social que cubrió a sus otros delitos.58 En todo
caso, Fierro, otra vez, se reconoce incapaz de continuar solo, y por eso rompe la
guitarra. Pero la Providencia vuelve a acudir en su ayuda, haciendo que encuentre
a sus hijos un domingo de carreras. Llorar con ellos en privado (VMF, XI, 1675-6)
puede significar, sin forzar el texto, contarles –de hombre a hombre, en la intimi-
dad– la integridad de su peripecia, con sus méritos y sus miserias. Una vez puesta
en claro su condición de traidor arrepentido, Fierro, rehabilitado como padre por
el perdón y la comprensión de sus hijos, puede seguir adelante con su relato en
público, para encontrar al hijo de Cruz y completar así el ciclo simbólico de
muerte, redención, renovación espiritual y consolidación de la memoria mítica.
Vizcacha, como contrafigura arquetípica –no demasiado improbable en vista de lo
relatado por los hijos de Fierro y por el de Cruz–, no puede volver a ser una op-
ción para la función de autoridad paternal, moral y pedagógica.
Ahora bien, en este punto podría objetarse: ¿qué es, precisamente, eso que el
relato del canto de Fierro viene a fundar, dado que en el año 1872 (primera edi-
ción de El gaucho Martín Fierro), y más todavía, en 1879 (primera edición de La
vuelta), el país ya está internamente unificado y pacificado –al menos en lo que
hace a su población criolla y mestiza–, y que están empezando a funcionar las
instituciones jurídicas y políticas prescriptas por el texto constitucional? A
riesgo de redundar, digamos que la obra muestra un horizonte que, con Gu-
glielmo Ferrero,59 podríamos caracterizar como prelegítimo. En la Argentina de
los años setenta ha finalizado lo más virulento de las luchas civiles, pero por
debajo de la apariencia de paz y unidad, se verifican fuertes oposiciones y ener-
gías disolutivas: ejercicio delictivo, en diversos estamentos, de la autoridad legal
constitucional; población rural enajenada respecto de los centros de poder urba-
nos; cultura letrada que desprecia el lenguaje afectivo popular; islotes de barbarie
indígena y pagana en el interior de un territorio estatalizado y cristianizado, etc.
En su estudio sobre los símbolos y los mitos políticos, García Pelayo entiende,60
precisamente, que el movimiento de integración de las asociaciones políticas

58. Ver Canto XI de VMF.


59. Ferrero, G., Les Génies de la Cité. Paris, Plon, 1944.
60. García Pelayo, Manuel, Mitos y símbolos políticos. Madrid, Taurus, 1964.

272
caída y salvación en el martín fierro

modernas, en tanto unidades de poder, tiene dos dimensiones complementarias.


Una, constituida por la dimensión jurídico-institucional, que se expresa con
eminencia observando las formas racionales y conceptuales que son propias de la
conciencia teórica. Y otra, que es propia de la conciencia mítica, y que se nutre
en las fuentes emotivas e impulsivas del ser colectivo. La conciencia mítica se
expresa por medio de configuraciones simbólicas, que exceden la sobriedad del
concepto con su riqueza plurivalente de contenidos y con su capacidad para
habilitar potencias del alma que son inmunes al discurso racional. En este sen-
tido, una determinada configuración simbólica, que incluye imágenes, relatos
heroicos y figuras arquetípicas, adquiere características de mito político en la
medida en que contribuye sustantivamente al proceso de integración. Para que
ello suceda, el mencionado plexo de representaciones y afectos convocado por
dicha configuración debe tener una referencia sumamente intensa a lo que, a la
vez que inefable, se intuye indispensable como centro emisor de identidad y de
salud espiritual. En tiempos de inauguración o consolidación de un nuevo orden
político, dice García Pelayo, resulta esencial, como apoyo atávico para la estruc-
tura lógico-jurídica, la comunión ritual en un nuevo simbolismo que exprese la
profundidad del cambio existencial. 61
Contestamos la autoobjeción retórica, entonces, repasando, a riesgo de redun-
dar, la serie de eventos tal como la hemos reconstruido. Biografía y contexto se
conjugaron para llevar a Fierro hasta su momento liminar, indispensable para
habilitar en él su potencial heroico. Pero la visita excepcional de lo sagrado, ne-
cesaria ante un estado generalizado de crisis, sólo tiene sentido si, ocurrida en la
soledad del desierto y sobre la persona de un individuo, demuestra su vocación
expansiva, reanimando una socialidad desintegrada. El evento, por tanto, debe
ser instituido como relato, para propiciar la identificación entre el héroe y su
gente, y para consolidar su memoria reverente. Fierro/Cantor, entonces, canta el
periplo del Fierro oprimido, caído, redimido y héroe, y con ello, forma un pri-
mer auditorio de pares que participan, contritos y esperanzados (esperanzados
sólo si contritos), de la ceremonia ritual. Este auditorio se amplía de dos maneras.
Una, con la dispersión a los cuatro vientos, previo cambio de nombres, de Fierro,
sus dos hijos y el hijo de Cruz. Y otra, con la mediación del personaje Narrador,
que presenta la historia precedente como libro, y convoca, así, a las generaciones
futuras a perpetuar el mito mediante la lectura. Lo que se refunda es, en los tér-
minos en que lo expone García Pelayo, la dimensión afectiva y la conciencia de

61. Cf. García Pelayo, op. cit., p. 200. Véase, también, Schöpflin, G., “The functions of myth and a
taxonomy of myths”, en Hosking, G., y Schöpflin, G. (eds.), Myths and Nationhood. New York,
Routledge, 1997, p. 21.

273
martín böhmer y josé luis galimidi

lo sagrado de la comunidad política. Nuestro Martín Fierro, así, es un mito po-


lítico, pero no en el sentido soreliano de ofrecer un acervo de imágenes que
energizan la acción revolucionaria frente al letargo que intentan imponer las
formas discursivas de la legalidad burguesa, sino porque advierte que la funda-
mentación de un orden justo, que se diferencie radicalmente de la cacofonía
moral que impera más allá de la línea de fortines, en donde sólo se grita,62 se liga
indefectiblemente con ciertas actitudes virtuosas: valentía sensata, asunción de
responsabilidades indeclinables para con las generaciones venideras, y referencia
reverente a lo sumamente alto. La conciencia de pecaminosidad de la condición
humana, la búsqueda y la concesión del perdón –ésa es nuestra conjetura sobre
una significación posible del Martín Fierro– son condiciones indispensables para
la esperanza colectiva de una vida en común próspera y pacífica.
Nuestra lectura, entonces, difiere de una perspectiva como la que ilustra Lois
porque situamos lo heroico y la emisión restauradora de amistad en las antípo-
das. No en la pelea de Fierro y Cruz con la partida policial y menos aún en el
intento frustrado de alianza con los indios, sino en la prueba de pasaje que lleva
al gaucho de regreso a tierras cristianas y al reencuentro con sus hijos. Más en
general, porque no restringimos la atribución de maldad por parte de Hernández
solamente a las clases dirigentes y a sus servidores, sino que creemos que la mal-
dad, como expresión de la finitud, abarca, en el texto, a todos los hombres por
igual. No es clasista, sino genuinamente integradora, la frase del final que dice
que el libro se escribió “… para mal de ninguno / sino para bien de todos”. Y
diferimos, también, de la lectura que, según nuestra reconstrucción, supone una
afinidad posible entre la ficción y la ensayística de Borges. Entendemos que el
autor de “El Aleph” tiene una actitud ambivalente al valorar la dimensión ética
del poema. Por una parte, ata de una manera casi fatal la suerte del desempeño
moral de Fierro y de Cruz a la incapacidad ontológica de lo argentino para cons-
tituir un vínculo decente y eficaz entre lo privado y lo público. Pero, por la otra,
espera que esa misma cualidad de extremo individualismo, “inútil y perjudicial”63
en el pasado, pueda servir como antídoto saludable contra la deriva perversa de
la autoridad estatal que, hacia mediados del siglo veinte, adoptó las formas polí-
ticas del fascismo y del comunismo. En el comienzo de “Biografía de Tadeo Isi-
doro Cruz”, Borges dice, como ya vimos, que el Martín Fierro es un libro cuya
materia puede ser todo para todos, capaz de promover infinitamente versiones y

62. El indio lo arregla todo


Con la lanza y con los gritos.
(GMF, III, 485)
63. Id., nota 28, p. 37.

274
caída y salvación en el martín fierro

perversiones. Y cita, para ilustrar su posición, 1 Corintios 9: 22, que en versión


de la Biblia de Jerusalén dice: “Me he hecho débil a los débiles, para ganar a los
débiles; a todos me he hecho de todo, para que de todos modos salve a algunos”.
Sin embargo, Borges privilegia como momento de comprensión del sentido de sí
de Cruz, y a partir de él, de Fierro, del Moreno y, en última instancia, de todos
nosotros, el gesto de arrancarse las jarreteras y de pelear del lado del desertor.
Elige, en otras palabras, la versión de Martín Fierro que, según el mismo Borges,
no puede salvar a nadie. Pues bien, digamos, para cerrar, que el gaucho Martín
Fierro que leemos nosotros se hizo auténtico pero desaforado primero, para re-
nacer después moderado y responsable.64 La antítesis al totalitarismo que está
buscando Borges bien podría encontrarse en la dinámica interna del libro clásico
que el Escritor lee como novela trágica.

Universidad de Buenos Aires


y Universidad de San Andrés

64. Volvemos a acercarnos en este aspecto, si bien desde nuestra perspectiva específica, a la lectura de
Molina (cf. Molina, Hebe, op. cit., pp. 178 y 179).

275
Pueblo sin representación Rodrigo Páez Canosa

El esteticismo político de Martin Heidegger

Das erste Kind der göttlichen Schönheit ist die Kunst. So war es bei
den Athenern. Der Schönheit zweite Tochter ist Religion. Religion
ist Liebe der Schönheit. Der Weise liebt sie selbst, die Unendliche,
die Allumfassende; das Volk liebt ihre Kinder, die Götter, die in
mannigfaltigen Gestalten ihm erscheinen. Auch so war‘s bei den
Athenern. Und ohne solche Liebe der Schönheit, ohne solche Re-
ligion ist jeder Staat ein dürr Gerippe ohne Leben und Geist, und
alles Denken und Thun ein Baum ohne Gipfel, eine Säule, wovon
die Krone herabgeschlagen ist.
Friedrich Hölderlin, Hyperion oder Der Eremit in Griechenland

Introducción

En el marco del pensamiento político moderno la cuestión de la mediación esta-


tal se convirtió en un problema. El proceso de inmanentización característico de
la Modernidad implicó una paulatina reducción de la antigua auctoritas a la po-
testas.1 Como se percibe abiertamente en la doctrina política de Thomas Hobbes,
la unificación de autoridad y poder volvió inseparables lo sacro y la efectividad,
el ethos y la técnica, que conformaron en su tensión el concepto moderno de
soberanía. En esa particular convivencia, la autoridad perdió su autonomía de lo
terrenal y su reconocimiento no pudo ya desentenderse de los efectos concretos
que obtuviese con vistas a la seguridad y el orden. El poder, por su parte, ganó
un importante respaldo, ya que la precisión técnica apareció rodeada de un aura
particular que justificaba las múltiples incomodidades que generaba su ejercicio.
El saldo favorable para este último no es más que uno de los modos de darse de
la inmanentización y secularización modernas.
Cuando hacia fines del siglo XIX la técnica cierra definitivamente la puerta a
la trascendencia, aquélla pierde su aura y el respaldo que ésta le brindaba. En la

1. Véase Preterossi, Geminello, Autoridad. Léxico de política, traducción al español de Guillermo


Piro. Buenos Aires, Nueva Visión, 2002.

Deus Mortalis, nº 12, 2018, pp. 277-343


rodrigo páez canosa

segunda mitad del siglo XX, un pensador lúcido como Carl Schmitt reconocía el
fin de la era de la estatalidad2 como resultado de aquel proceso, y en un breve
diálogo de 1953 ofrecía de él una formulación breve pero precisa: «La sentencia
Dios ha muerto y la otra sentencia El poder es malo en sí mismo proceden de la
misma época y de la misma situación. En el fondo ambas afirman lo mismo».3
Desde esta perspectiva el horizonte trazado por estas dos célebres sentencias
hace que toda mediación institucional quede en una situación compleja. La
puesta en cuestión de la legitimidad implicada en la primera y la impugnación del
ejercicio de la dominación en cualquiera de sus formas inherente a la segunda
dejan poco espacio para el reconocimiento del Estado, paradigma de la articula-
ción de legitimidad y dominación, como forma política de una comunidad. A este
proceso corresponde asimismo la creciente autonomización del pueblo respecto del
Estado. El punto inicial del problema lo había planteado Hobbes al referir la
existencia del pueblo a su articulación estatal: populus, hoc est, civitate.4 Sin me-
diación estatal no hay pueblo sino multitud. La gran polisemia del concepto y su
carácter extremadamente polémico se ordena en la Modernidad a partir de esta
propuesta del pensador político de Malmesbury. Efectivamente, el pueblo ha
sido pensado por fuera del Estado o incluso contra el Estado innumerables veces
y con diversos propósitos, pero era justamente su vínculo con el Estado y la
soberanía establecidos por Hobbes lo que constituía el trasfondo contra el cual
se afirmaban aquellos modos de comprenderlo. La Revolución francesa y su si-
multánea y posterior codificación fueron a su vez la bisagra que explica la refe-
rencia ineludible al pueblo en las constituciones modernas, que se desarrolla en

2. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen. Text von 1932 mit einem Vorwort und drei Corollarien,
Berlin, Duncker & Humblot, 1979 (reimpresión de la edición de 1963), p. 10.
3. Schmitt, Carl, Dialogo sobre el poder y el acceso al poderoso, traducción al español de Silvia Ville-
gas. Buenos Aires, FCE, 2010, p. 44. Schmitt remite las sentencias a Friedrich Nietzsche y Jakob
Burckhardt respectivamente. Ambas datan de finales del siglo XIX: la muerte de Dios es formulada
por Nietzsche en 1882 en La ciencia jovial, §§ 108 y 125 (véase Nietzsche, Friedrich, Die fröhliche
Wissenschaft, Sämtliche Werke. Kritische Studienausgabe [KSA], herausgegeben von Giorgio Colli
und Mazzino Montinari, Berlín/NY, de Gruyter, 1999, B. 3, pp. 467, 480-482). Burckhardt por su
parte repite varias veces que el poder es malo en sus Reflexiones sobre la historia universal, texto que
reproduce un curso dictado tres veces entre 1868 y 1872 en Basilea, al que Nietzsche asistió. Cf.
Burckhardt, Jacob, Weltgeschichtliche Betrachtungen. Mit einer Nachwort von Alfred von Martin,
Krefeld, Im Scherpe, 1948, pp. 42, 148. En verdad, Burckhardt aclara allí que la sentencia proviene de
«[Friedrich Christoph] Schlosser», historiador alemán (1776-1861).
4. Hobbes, Thomas, De Cive, XII, 8, p. 250. Se sigue la siguiente edición: Hobbes, Thomas, Elemen-
tos Filosóficos. Del Ciudadano, traducción y prólogo de Andrés Rosler, Buenos Aires, Hydra, 2010
(1642). Véase también Leviathan, cap. 16, p. 220: «Porque es la unidad del representante y no la
unidad de lo representado lo que hace a la persona una». Se sigue la siguiente edición: Hobbes,
Thomas, Leviathan, edited with an introduction by C. B. MacPherson, Middlesex, Pinguin Books,
1968 (1651).

278
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

la doctrina del poder constituyente.5 La creciente exclusividad que fue ganando


el pueblo como sujeto político fundamental tenía como correlato su creciente
independencia del Estado. Asimismo ésta trajo consigo una mayor distancia del
concepto de representación para pensar su constitución. Irreductible a mera po-
sitivización sociológica, su aparición visible autonomizada del Estado fue con-
ceptualizada de maneras muy variadas. Desde los diversos dispositivos electora-
les, los partidos y los sindicatos hasta los sondeos de opinión, el pueblo fue
concebido como una dimensión a la vez fundante y condicionante del Estado.6
La «muerte de Dios» dejó al pueblo como referencia exclusiva y a la vez proble-
mática de todo pensamiento político,7 ya que se vuelve necesaria además la com-
prensión del poder del pueblo y su sentido.
En el contexto en el que escribe Martin Heidegger el concepto de pueblo se
había consolidado como el eje fundamental de la argumentación política en todo
su espectro, de izquierda a derecha. La Primera Guerra consolidó la idea del
pueblo alemán como una realidad espiritual autónoma. Mientras que en el
preámbulo de la Constitución Alemana de 1871 todavía aparecía como objeto de
la acción política de los reyes, el preámbulo y el artículo primero de la de 1919
ya lo erige en soberano y fuente del poder estatal. A pesar de las grandes diferen-
cias que separan a los principales juristas y pensadores políticos del período
weimariano, todos ellos coinciden en señalar al pueblo como sujeto político
fundamental. Por un lado, en el amplio espectro de los juristas todos concebían
al pueblo en su articulación estatal-institucional. En los posicionamientos más
normativistas como los de Kelsen, Thoma o Preuss, críticos del concepto de
soberanía, la articulación es más estrecha: el pueblo puede valer como un con-
cepto jurídico-constitucional, pero carece de competencias jurídicas. Otros como

5. En su ¿Qué es el tercer estado? Sieyès establece la distinción entre poder constituido y poder
constituyente. Esta distinción se encuentra en el núcleo de la comprensión revolucionaria y postre-
volucionaria de la Constitución que la liga a la existencia misma de la nación. Véase Sieyès, Emma-
nuel, Qu’est-ce que le Tiers état? Paris, Editions du Boucher, 2002 (reproduce la tercera edición de
1789), pp. 50-63.
6. Para las vicisitudes del concepto de pueblo tras la Revolución francesa, ver desde una perspectiva
alemana la entrada «Volk, Nation, Nationalismus, Masse», en Otto Brunner, Werner Conze, Rein-
hart Koselleck (Hrgs.), Geschichtliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon zur politisch-sozialen
Sprache in Deutzschland. Stuttgart, Klett-Cotta, 2004, Band 7, pp. 321-431. Para una perspectiva
francesa ver Rosanvallon, Pierre, Le peuple introuvable. Histoire de la représentation démocratique
en France. Paris, Gallimard, 1998.
7. Carl Schmitt identifica claramente este problema cuando en su Teoría de la Constitución señala el
fin de la legitimidad monárquica y a la Revolución francesa como «el comienzo de un nuevo princi-
pio político», incluso frente a la Independencia de los Estados Unidos. Este nuevo principio es la
legitimidad democrática como única fuente de legitimidad disponible. Véase Schmitt, Carl, Verfas-
sungslehre. Berlin, Duncker & Humblot, 2010 (1928), pp. 49-50.

279
rodrigo páez canosa

Heller y Schmitt, que piensan la articulación entre lo jurídico y lo político a


través del concepto de soberanía, no reducen el pueblo a mero punto de imputa-
ción formal, pero tampoco le otorgan una autonomía extrajurídica. Su existencia
está siempre ligada a su articulación jurídico-política.8 Es decir, si afirmaban al-
gún tipo de presencia o realidad del pueblo, ella era siempre mediada por algún
dispositivo institucional. Este punto de vista no agotaba sin embargo los modos
de comprender dicho concepto. Por fuera de los planteos jurídico-políticos, el
concepto de pueblo poseía una gran polisemia. La tradición herderiana que veía
al pueblo como una realidad natural constituida mediante el lenguaje y la poesía
continuaba mostrando su productividad a través de diversos abordajes que lo
tomaban como una realidad autónoma con relación a toda articulación político-
institucional.9 Tanto el abordaje racial que luego será elevado a doctrina oficial
con el nacionalsocialismo, aunque no se limitaba a éste, como la concepción
metafísica y esencialista del pueblo característica del conservadurismo protes-
tante prescindían del Estado para pensarlo, y de hecho hacían depender la legiti-
midad de las instituciones políticas de la adecuada constitución del pueblo, ya sea
a partir de rasgos biológicos o de su confesión y pertenencia a la Iglesia.10
En el contexto de la crisis de la República de Weimar se había vuelto un tema
central la cuestión de qué institución era la auténtica representante del pueblo
alemán. Mientras los discursos liberales buscaban asentar en el Parlamento el
lugar propio de la representación popular, los posicionamientos antiliberales, de
los cuales Carl Schmitt fue una de sus más lúcidas expresiones, abogaban por una
intensificación de la representación personal bajo la figura de una conducción
política fuerte.11 Por su parte, Heidegger explora vagamente los aspectos jurídi-

8. Acerca de los distintos posicionamientos de los juristas en el período de Weimar, véase Groh,
Kathrin, Demokratische Staatsrechtslehrer in der Weimarer Republik: von der konstitutionellen Staats-
lehre zur Theorie des modernen demokratischen Verfassungsstaats. Tübingen, Mohr Siebeck, 2010. Y
también Hebeisen, Michael W., Souveränität in Frage gestellt: die Souveränitätslehren von Hans Kel-
sen, Carl Schmitt und Hermann Heller im Vergleich. Baden-Baden, Nomos Verlagsgesselschaft, 1995.
9. «Ellos [los Estados] pueden ser vencidos, pero la nación perdura», en Herder, Johann Gottfried,
Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit. Berlin, Deutsche Bibliothek in Berlin, 1914, p
165. Para la contraposición entre pueblo o nación (aparecen aquí como sinónimos) y Estado véase
ibid., pp. 103-120.
10. Un ejemplo paradigmático se encuentra en Stapel, Wilhelm, Volk, Untersuchungen über Volkheit
und Volkstum, 4. Auflage der «Volksbürgerlichen Erziehung» (1932), Hamburg, Hanseatische Ver-
lagsanstalt, 1942.
11. Sin que la figura de Hitler fuese aún una alternativa para estos pensadores, Schmitt realizó durante
toda la década del 20 una fuerte apuesta teórico-política para fundamentar la necesidad de interven-
ción del presidente del Reich como representante del pueblo alemán como un todo. No sólo en
Schmitt, Carl, Die Diktatur. Von den Anfängen des modernen Souveränitätsgedankens bis zum
proletarischen Klassenkampf. Berlin, Duncker & Humblot, 2006 (1921), sino fundamentalmente en
Schmitt, Carl, Die Hüter der Verfassung. Berlin, Duncker & Humblot, 1996 (1931).

280
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

cos e institucionales vinculados al pueblo. Si bien es clara la crítica de su tiempo


y el rechazo al liberalismo, ni el sentido de su adhesión coyuntural al nazismo ni
sus convicciones políticas específicas son identificables fácilmente. Sin duda hay
múltiples elementos retóricos y temáticos que en su contexto permitirían inscri-
birlo en las filas de cierto conservadurismo exaltado, pero ni encaja allí perfecta-
mente, ni esta adscripción es reveladora por sí misma de su conceptualización
específica de lo político. En todo caso, es preciso definir un criterio a partir del
cual indagar su pensamiento con vistas a una definición respecto de su concep-
ción de lo político. Aquí se ha tomado el concepto de representación como eje
sobre el que es posible establecer una distinción que permita una definición sobre
la posición político-filosófica de Heidegger, por tres razones. En primer lugar,
éste es uno de los conceptos centrales del pensamiento político moderno, en
torno a él, en sus diversos modos de abordarlo, sea para sostenerlo o para criti-
carlo, han girado las principales líneas de la reflexión política. Así, una lectura de
los textos de Heidegger atenta al concepto de representación hace posible com-
prender sus reflexiones acerca de lo político no como una búsqueda singular, sino
en referencia a la filosofía política moderna. Sólo así es posible percibir la espe-
cificidad de Heidegger a este respecto. En segundo lugar, el concepto de repre-
sentación se refiere específicamente a la lógica de la subjetividad política. Pueblo,
Estado, autoridad, pero también ciudadano e individuo se constituyen para la
filosofía política moderna bajo una economía representativa. En relación con ésta
es pues preciso pensar la politicidad o no del concepto heideggeriano de pueblo.
Por último, la crisis de la concepción moderna de lo político se liga justamente al
debilitamiento o incluso destrucción de la representación como lógica específica
de lo político. En ese sentido, pensar lo político en Heidegger contribuye a cla-
rificar la posición y el aporte del filósofo en el proceso de despolitización cre-
ciente. En definitiva no se trata de pensar sus posicionamientos políticos coyun-
turales, particularmente su adhesión al nacionalsocialismo, que, por otra parte,
no necesariamente se siguen o tienen que estar en sintonía con su pensamiento
filosófico. Más bien se intenta pensar cómo son abordados ciertos conceptos
fundamentales del pensamiento político y el sentido de dicho abordaje.
La propuesta interpretativa del presente trabajo es que el concepto moderno de
representación política que liga la existencia de un pueblo a la producción de una
forma política no sólo se encuentra ausente en la reflexión heideggeriana al res-
pecto, sino que se opone en gran medida a él. En la conceptualización moderna
clásica la representación no sólo es aquello que constituye la unidad política del
pueblo, sino también lo que vuelve visible dicha unidad en instituciones y perso-
nas concretas. Es a través de aquélla que el Estado y su cúspide, el soberano,
existen y son legítimos. La oposición de Heidegger a la representación se re-

281
rodrigo páez canosa

suelve así en una comprensión esteticista de la convivencia política caracterizada


por el desprecio y el rechazo de lo actual y positivo; es decir, no sólo prescinde
de toda mediación institucional para pensar el concepto de pueblo, sino que lo
institucional concreto y visible aparece en su núcleo conceptual como una marca
de la retirada de aquél.
Muchas de las ideas de Heidegger acerca de lo político pueden ser leídas como
una respuesta al malestar que producía en amplios sectores de la Alemania de la
entreguerra el predominio del individuo liberal y sus ideas consagrados en la
República de Weimar. Frente al mismo malestar otro pensador señalado muchas
veces junto a Heidegger como representante de una misma línea de pensamiento
político, Carl Schmitt, también ofreció una respuesta vinculada al concepto de
pueblo. Ambos comparten la negativa a comprender la comunidad como una
sumatoria de individuos y rechazan la perspectiva utilitaria-economicista. El
pueblo revela para ambos una decisión común más originaria, que se afirma
como el presupuesto de la movilidad del intercambio que aparecía ya entonces
como única realidad. Sin embargo, ambos pensadores difieren en el punto deci-
sivo. Por un lado, desde una perspectiva teológico-política, el jurista liga la exis-
tencia misma del pueblo a la forma representativa que lo vuelve visible y, de ese
modo, otorga un lugar esencial a las instituciones políticas. Por otro, Heidegger
desarrolla un concepto de pueblo que, no ligado inicialmente a una reflexión
política, al ser puesto en relación con ella, encuentra grandes dificultades para ser
articulado con la dimensión institucional. Aun en aquellos textos en los que la
cuestión del pueblo y el Estado es desarrollada más ampliamente, la dimensión
institucional concreta, ligada a la visibilidad, es escasamente desarrollada y su-
bordinada al abordaje existencial de dichos conceptos, que antes que precisar la
relación entre ellos, dificulta aún más su comprensión. Luego de la mención del
pueblo en el § 74 de Ser y tiempo y tras los desarrollos específicos en los años 33
y 34, en los seminarios del 34 y 35 Heidegger destaca con más énfasis el carácter
fundante de la poesía con relación a su ser; esto aparece como el corolario de los
desarrollos previos del concepto de pueblo que parece ligarlo más al entusiasmo
y la exaltación que a un concepto de la responsabilidad política.
En ese contexto, antes que como concepto político, el pueblo aparece como
categoría ontológica que sin embargo no deja de establecer una determinada
perspectiva con relación a la política. Aun si se tienen en cuenta las ambigüedades
del pensamiento de Heidegger al respecto, se mantiene firme el punto con rela-
ción al cual se lo caracteriza aquí como esteticista, a saber que el pueblo se cons-
tituye o, más precisamente, acontece como un modo de ser singular con plena
autonomía de toda mediación político-institucional. Es decir, frente a la com-
prensión moderna de lo político, el pueblo no precisa de la representación para

282
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

existir. Incluso la ambigua y confusa introducción del Estado en la reflexión


heideggeriana hacia mediados del 30 se caracteriza, precisamente, por vincularlo
al pueblo «ontológicamente», sin que la representación juegue papel alguno en
dicho vínculo. Esta comprensión de la figura del pueblo desligado de toda me-
diación representativa no remite sin embargo al pensamiento económico-libe-
ral.12 Para Heidegger, en efecto, el pueblo no existe en virtud de acuerdos entre
particulares, como tampoco a partir de determinación concreta alguna como
raza, lengua, costumbres o historia. Ahora bien, esta prescindencia de mediación
tiene como correlato la indecidibilidad respecto de la existencia del pueblo que
se halla regida por una lógica del acontecimiento y ligada a una alteración modal
y no positiva de la existencia. No hay pues criterio disponible para afirmar o
negar dicha existencia, y descansará en la apreciación del filósofo una resolución
al respecto. En esto reside otro elemento característico del esteticismo heidegge-
riano: la imposibilidad de determinar los actores y factores concretos que inter-
vienen en la vida política y la correlativa ligereza al momento de señalar instan-
cias de aparición u oclusión del pueblo en tal o cual fenómeno coyuntural. Este
giro esteticista es, asimismo, una de las formas en las que se expresa el debilita-
miento del esquema estatal y sus conceptos característicos en el contexto de en-
treguerras. La comprensión de la reflexión heideggeriana de lo político permite
de ese modo una mayor comprensión de dicho fenómeno.
Para el abordaje de lo político en Heidegger se intentará dilucidar en el primer
apartado aquella distinción modal de la existencia sobre la que se afirma la posi-
bilidad misma del pueblo en el contexto de Ser y tiempo: la distinción entre
propiedad e impropiedad. Bajo una perspectiva atenta a las posibles indicaciones
prácticas de dicha distinción, es posible reconocer en ella un modo de conceptua-
lizar tanto un rechazo de la normalidad propia de un orden institucional en su
funcionamiento regular como cierto llamado indeterminado a un cambio radical
que, sin embargo, parece no poder articularse con ninguna práctica política con-
creta. En este mismo atolladero se encuentra el concepto de pueblo que será
desarrollado en el segundo apartado y cuya caracterización por parte de Heide-
gger ofrece recursos para formular una crítica entusiasta de su época, pero que,
al articularse bajo la lógica de la posibilidad y la apertura, le permite alternativa-
mente adherir y distanciarse de diversos sucesos políticos (fundamentalmente el
nacionalsocialismo) sin dejarse determinar por ellos. Desarrollado fundamental-
mente en textos del 33 y 34, el concepto de pueblo presenta algunas variaciones

12. Para una interpretación liberal del ser ahí en Ser y tiempo, véase Salem-Wiseman, Jonathan,
«Heidegger’s Dasein and the Liberal Conception of the Self», Political Theory, Vol. 31, N° 4, Aug.,
2003, pp. 533-557.

283
rodrigo páez canosa

respecto del texto del 27 que si bien es preciso clarificar, no alcanzan a modificar
la perspectiva esteticista del planteo de Heidegger. En el tercer apartado se
atiende a los textos en los que el filósofo desarrolla el concepto de Estado y lo
político. Aunque ausentes en Ser y tiempo, estos conceptos son dilucidados a
partir de su filosofía de la existencia. Al igual que en el caso del pueblo, la pers-
pectiva singular con la que Heidegger se acerca a los conceptos políticos clásicos
les imprime una torsión que le permite integrarlos a su planteo filosófico y defi-
nir un posicionamiento frente a su presente, pero que se aleja tanto de una com-
prensión específicamente política de su época como de una posible articulación
práctica que, sin embargo, parece anhelar. Esta posición frente a su presente,
coherente con su planteo filosófico, es la que define su esteticismo, que será de-
sarrollado en el último apartado. Allí se intentará conceptualizar dicho posicio-
namiento y sus implicancias relativas a la comprensión de lo político.

1. Impropiedad, propiedad

La lectura de Ser y tiempo que se propone en este apartado sostiene que el modo
de ser propio, que según Heidegger es la única modalidad de existencia posible
de un pueblo, no se despliega ni puede hacerlo mediante acciones o determina-
ciones concretas. No puede ser caracterizado por un conjunto de notas o carac-
terísticas positivas que sirvan como criterio de su realización, ni es una «condi-
ción» que se alcanza mediante un tránsito o conversión alguna.13 Se constituye
más bien como una operación sobre la existencia ordinaria tomada tal como ella
se da efectivamente y no tal como podría ser postulada mediante teorías que la
buscasen en su «pureza», siempre idéntica a sí misma. En Ser y tiempo Heidegger
llama impropia a esta existencia efectiva del hombre; es decir, al modo en que éste
existe concreta y normalmente en su vida cotidiana. El modo de ser propio se
refiere así a la apertura a un nuevo sentido de esa existencia normal; esta opera-
ción no implica sin embargo una transformación visible de aquélla. La existencia
del hombre, propia o impropiamente, se da siempre en un mismo mundo, en el
cual se encuentra situada. Las normas, instituciones y sentidos en medio de los
que se constituye no se ven necesariamente alterados porque un hombre o un
pueblo exista propiamente. El modo de ser propio es una operación sobre el

13. En una de las interpretaciones clásicas de Ser y tiempo, de Waelhens concibe la existencia propia
como impulsada por una conversión, pero aclara que tal concepto no es propio de Heidegger. De
Waelhens, Alphonse, La filosofía de Martin Heidegger. Puebla, Universidad Autónoma de Puebla,
1986 (primera edición belga de 1942), p. 135.

284
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

modo de salir al mundo –i.e. de existir– y no una acción sobre el mundo –i.e. una
praxis– que pudiera ser tanto emancipatoria, resistente, transformadora, como
conservadora o represiva. En una formulación paradójica podría decirse que no
se trata de una modificación en las prácticas mismas sino en el sentido de las
prácticas. La paradoja reside empero en que las prácticas son inseparables de su
sentido. No se trata de acciones o conductas positivas y objetivas sobre las cuales
es posible indagar luego teóricamente su sentido, causas y efectos. En su com-
prensión del ser en el mundo Heidegger subsume la comprensión teórica en la
producción de sentidos frente al involucramiento directo con ellos bajo la forma
del estar a la mano [Zuhandenheit] (SZ, §§ 15-16).14 El mundo no contiene cosas
que luego pueden tener tal o cual sentido; lo comprende más bien como un plexo
de sentidos que constituye una estructura fundamental de la existencia del hom-
bre. Al actuar, pensar, comunicarse el hombre lidia con sentidos; de allí que una
modificación en el sentido de las practicas es una modificación de las prácticas
mismas. Pero es justamente en la formulación paradójica así planteada que se
expresa la dificultad para pensar la cuestión de la propiedad y su dimensión prác-
tica. ¿Cómo dar cuenta de una modificación de la existencia en su aspecto más
originario? Si la existencia propia no se refiere tanto a qué se hace sino a cómo se
lo hace, a la relación no con tal o cual acción sino con la praxis misma, ¿cuál es
el criterio para reconocerla? ¿Quién puede hacerlo? ¿O la distinción propio-
impropio sólo es comprensible como fruto de una investigación ontológica, pero
indistinguible e irrelevante prácticamente?
En principio, la propiedad aparece como un modo de ser posible que no puede
darse inmediatamente, sino que opera sobre la existencia impropia. Esta última
no constituye sin embargo la estructura ontológica original del hombre, su punto
de partida, sino que implica también otro aspecto fundamental de dicha estruc-
tura con relación al cual se afirma. Que el hombre pueda existir tanto propia
como impropiamente supone la posibilidad misma como un rasgo originario
suyo en cierto modo anterior a una modalización existencial. «En cierto modo»,
porque la perspectiva fenomenológica impide una comprensión de dicha posibi-
lidad separada de la manera en la que se manifiesta.15 El hombre existe ya siempre

14. La paginación y otras referencias a Ser y tiempo (en adelante SZ) corresponden a Heidegger,
Martin, Sein und Zeit. Tübingen, Max Niemeyer Verlag, 1967 (1927). La traducción de ésta y todas
las obras en idioma extranjero citadas corresponden a RPC (salvo indicación). En el caso de Ser y
tiempo se han tenido en cuenta las traducciones españolas de Gaos y Rivera.
15. Véase el § 7 de Ser y tiempo, en el que Heidegger caracteriza a la investigación fenomenológica en
la que se inscribe como un método que «frente a todas las construcciones en el aire» «deja ver a
partir de sí mismo aquello que se muestra, tal como se muestra a partir de sí mismo» (SZ, 28, 34). De
allí la imposibilidad de comprender la existencia del hombre independientemente del modo en que
aparece fácticamente ya siempre en medio de un mundo.

285
rodrigo páez canosa

de un modo u otro, pensar la simple posibilidad como un rasgo más originario


sólo puede derivar en una vacua abstracción: «Los caracteres destacables en este
ente no son “propiedades” que están presentes [vorhandene] de un ente que está
presente [vorhandenen] con tal o cual aspecto, sino modos de ser posibles para
él y sólo eso» (SZ, 42). En esto consiste la afirmación de que «la “esencia” del ser
ahí está en su existencia» (ibid.). Ella señala la insuficiencia de toda comprensión
del hombre –en la que se inscribiría prácticamente toda la filosofía moderna– que
lo muestre a partir de rasgos desligados del modo efectivo en que éstos aparecen
fácticamente. De allí que la posibilidad no pueda expresar una instancia previa
ontológicamente que luego, sin poder explicar bien ni cómo ni por qué, se actua-
lizase de tal o cual modo. En efecto, ¿qué fenómeno correspondería a una pura
posibilidad tal, carente de todo grado y forma de realización?
El ser en cada caso mío [Jemeinigkeit] arroja al ámbito de la abstracción toda
pretensión de definir un género –sea como fuere que se definiese– del cual cada
hombre sería un ejemplar. La posibilidad tiene que darse siempre de algún modo,
lo que equivale en este contexto a decir que tienen que aparecer de algún modo.
No puede ser algo disponible al modo de un objeto del pensar que exista inde-
pendientemente de su realización. El darse de la posibilidad en la existencia del
hombre es siempre fáctico: «El ser ahí es en cada caso su posibilidad y no la
“tiene” tan sólo al modo de una propiedad, como algo que está presente [ein
Vorhandenes]» (SZ, 42). De allí que la existencia del hombre implique siempre
alguna forma de actualización que lo saque de la indeterminación propia de la
pura posibilidad. La distinción entre «ser» y «tener» es decisiva: la posibilidad que
es el hombre es siempre posibilidad fáctica. Esto no remite a un craso empirismo,
sino al hecho de que el ser del ser ahí está ya siempre en medio de la existencia:

La facticidad no es la efectividad de hecho del factum brutum de lo presente ahí, sino un carácter de
ser del ser ahí sumido en la existencia, aunque inmediatamente reprimido. El «que es» de la facticidad
no puede ser hallado nunca en una intuición (SZ, 135).

El ahí del ser ahí lleva consigo la modalización efectiva del ser del ser ahí. La
actualización que ya siempre ha decidido de algún modo sobre las posibilidades
no implica su negación. El «ser en cada caso mío» indica que la existencia del
hombre comprendida fenomenológicamente es fáctica, lo cual supone una deci-
sión sobre el modo del darse. La decisión supone a su vez la posibilidad como
aquello sobre lo cual opera. Esta última remite entonces a una estructura onto-
lógica a priori (SZ, 44):

El ser ahí se determina como ente en cada caso a partir de una posibilidad que él es y comprende de
algún modo en su ser. Éste es el sentido formal de la constitución existenciaria [Existenzverfassung]
del ser ahí (SZ, 43).

286
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

Y a continuación vuelve a insistir Heidegger en el hecho de que esta estructura


no implica la construcción de una idea general de la existencia, y que ésta sólo
puede comprenderse fácticamente. Antes que un a priori ideal del cual se deriva-
rían las propiedades de la existencia del hombre, la posibilidad constituye un a
priori como condición de posibilidad formal de la existencia, es pre-fáctica pero
sólo en el sentido de estructura ontológica que posibilita la existencia.16
Ahora bien, ¿cómo aparece esta posibilidad? ¿Cuáles son los modos de su ac-
tualización? Propiedad e impropiedad son precisamente los modos en los que
ella se da. Ambos implican ya una determinación, una decisión por uno y el re-
chazo del otro: «Y en tanto el ser ahí es esencialmente en cada caso su posibili-
dad, este ente puede en su ser “elegirse” a sí mismo, ganarse, puede perderse, es
decir, nunca ganarse o sólo “aparentemente”» (SZ, 42). Ahora bien, parece intro-
ducirse aquí un nuevo elemento. Si bien ambas modalizaciones son operaciones
sobre la posibilidad, Heidegger las distingue respecto de su relación con el «sí
mismo». Mientras que la propiedad consiste en elegir encontrarse, la impropie-
dad es elegir perderse. Pero ¿qué es lo que se encuentra o se pierde? ¿A que se
refiere Heidegger con este “sí mismo”? Según la indicación metodológica que
desarrolla en el § 9, aun cuando en primera instancia sólo es posible acercarse al
fenómeno de la existencia del hombre a partir del modo en que el ser ahí existe
inmediata y regularmente, lo relevante es comprender la estructura ontológica de
la operación de determinación a partir de la posibilidad. Esta estructura, la del
determinarse de algún modo, es común a la propiedad y a la impropiedad (SZ,
44). De allí que a esta altura de la argumentación todavía no sea posible percibir

16. En el curso de 1928, Metaphysische Anfangsgründe der Logik im Ausgang von Leibniz (GA, 26,
Frankfurt/M, Vittorio Klostermann, 1978) Heidegger es particularmente claro respecto del carácter
pre-fáctico de la indagación de la estructura ontológica del ser ahí al que aquí llama «neutral». Sobre
él dice: «la interpretación de este ente se ha de llevar a cabo antes de toda concreción fáctica […]. Este
ser ahí neutral no es nunca el existente; el ser ahí existe cada vez sólo en su concreción fáctica. Pero
el ser ahí neutral es plenamente la fuente originaria de la posibilidad interna que mana en cada existir
y posibilita internamente la existencia» (172). Desde esta perspectiva, el aspecto a priori, incluso
trascendental, del pensamiento de Heidegger en Ser y tiempo se encuentra circunscripto a esta com-
prensión del ser posibilidad del ser ahí como instancia pre-fáctica o neutral. Si bien se encuentra fuera
de los alcances de esta nota y este trabajo, es posible señalar de manera general que en el marco de las
discusiones acerca de lo a priori y lo trascendental en Heidegger, otros puntos de vista que no se re-
fieren a la posibilidad misma como pre-fáctica en el sentido aludido identifican, aunque de diversos
modos, lo ontológico como tal con lo a priori. Y, a partir de esa identificación, señalan inconsistencias
o problemas en Heidegger al intentar articular lo trascendental y la facticidad. Se diluye así cierta
especificidad de su pensamiento que elude encasillamientos apresurados bajo rótulos como «idea-
lismo», «realismo» o «pragmatismo». Para esta discusión véase Crowell, Steven y Malpas, Jeff (eds.),
Trascendental Heidegger. Stanford, Stanford University Press, 2007. En particular, la introducción
de los editores y los artículos de Blattner, William, «Ontology, the A Priori, and the Primacy of
Practice» (pp. 10-27) y de Lafont, Cristina, «Heidegger and the Synthetic A Priori» (pp. 104-118).

287
rodrigo páez canosa

claramente por qué la modalidad impropia se constituye como una pérdida de sí


y la propia como una conquista de sí. Justamente por ello, al introducir esta dis-
tinción, Heidegger se esfuerza en establecer que «impropio» no significa ni me-
nos, ni inferior (SZ, 42). Sólo el despliegue de esta estructura ontológica formal
de la determinación puede volver inteligible la distinción propio-impropio y su
comprensión como conquista y pérdida respectivamente.
El tratamiento de esta cuestión, que se anticipa en el § 12 y se desarrolla a par-
tir del quinto capítulo, remite al ser-en [In-Sein] y al cuidado [Sorge]. Con estos
conceptos se aborda la estructura originaria del ser ahí que permite explicar el
sentido y la especificidad de las operaciones que constituyen la existencia propia
e impropia. El despliegue del ser-en, en primer lugar, se lleva adelante mediante
los llamados «existenciarios» [Existenzialen]: el encontrarse [Befindlichkeit], el
comprender [Vertehen] y el discurso [Rede]. Éstos son los modos del darse del
ser ahí en su condición de estar abierto [Erschlossenheit]. A través de aquellos
existenciarios Heidegger busca comprender la «constitución primaria» (SZ 133)
de esta última. En tanto modos constitutivos del abrirse en cuanto tal, el encon-
trarse, el comprender y el discurso también están sujetos a la modalización. Así,
en el encontrarse el ser ahí se abre al mundo mediante un determinado estado de
ánimo [Stimmung], tomado en un sentido existencial y no psicológico. Como
una suerte de apropiación de los abordajes filosóficos sobre las pasiones, parti-
cularmente el aristotélico,17 el encontrarse indica el modo en que el ser ahí se
dispone anímicamente en su ser afectado por el mundo al que se abre. Análoga a
la estructura del paschein griego, el encontrarse no puede entenderse como una
mera respuesta anímica a estímulos externos. Por el contrario, se liga a una ope-
ración activa de apertura a la posibilidad misma de ser afectados y, más específi-
camente, de padecer el mundo: «En el encontrarse se da existencialmente un
modo aperturizante de referenciarse al mundo a partir de la cual puede hacer
frente lo que concierne [al ser ahí]. De hecho, desde un punto de vista ontológico
fundamental hay que confiar el descubrimiento primario del mundo al “mero
estado de ánimo” [i.e. no a alguno en particular]» (SZ, 137-138). Es decir, abrirse
al mundo es dejarse afectar por el mundo. El estado de ánimo en cuanto tal es la
estructura del poder ser afectado que, de todos modos, siempre se da de una
determinada manera. En este punto, Heidegger vuelve sobre la cuestión del

17. Heidegger afirma que la Retórica de Aristóteles es la «primera hermenéutica sistemática de la


cotidianeidad del ser uno con otro» (SZ, 138), y en el § 30 remite a ella (SZ, 140) en el marco de su
abordaje del temor como modo del encontrarse. El tratamiento de este último en el § 29 emplea un
léxico de la afección que remite a la doctrina aristotélica de las pathe que, desarrollada originalmente
con relación a la retórica, es reapropiada por Heidegger en clave ontológica. Véase Volpi, Franco,
Heidegger e Aristotele. Padova, Daphne Editrice, 1984, pp. 90-116, especialmente pp. 105-106.

288
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

abandono de sí: en el dejarse afectar por el mundo que constituye el encontrarse,


el ser ahí «en cierta forma se esquiva a sí mismo». Pero, tal como se afirma explí-
citamente a continuación, aún no se encuentran todos los recursos suficientes
para comprender acabadamente ese esquivarse a sí mismo: «La constitución
existencial de este esquivarse será clarificada en el fenómeno de la caída» (SZ,
139), que será abordado más adelante.
El comprender como existenciario brinda un elemento fundamental para la
comprensión del sí mismo del ser ahí. Bajo este concepto Heidegger da cuenta
del ser ahí como ser posible [Möglichsein] (SZ, 143), dicho en un sentido especí-
ficamente ontológico. Es decir, no se trata de algo posible en el sentido de «lo aún
no real y nunca jamás necesario», sino de la posibilidad como «la determinabili-
dad [Bestimmtheit]18 ontológica positiva más originaria y última del ser ahí»
(ibid.). La posibilidad se sitúa así en el núcleo de la existencia humana, que, sin
embargo, es siempre fáctica y no puede por ello identificarse nunca con la virtua-
lidad de lo meramente posible. A esta posibilidad en su vínculo ineludible con la
facticidad Heidegger la llama posibilidad arrojada [geworfene Möglichkeit]:

La posibilidad como existenciario no significa el poder ser que flota libremente, en el sentido de la
«indiferencia del arbitrio» (libertas indifferentiae). En tanto se encuentra esencialmente de algún
modo, el ser ahí ya siempre se ve envuelto en determinadas posibilidades, en cuanto él es poder ser,
ha dejado pasar otras; se vuelve constantemente a las posibilidades de su ser, las ase y las pifia. Esto
quiere decir: el ser ahí es ser posible responsable de sí mismo, posibilidad arrojada de cabo a rabo. El
ser ahí es la posibilidad del ser libre para el más propio poder ser. El ser posible es transparente para
sí mismo en distintos modos y grados posibles (SZ, 144).

El lazo íntimo entre lo potencial y lo factual impide una comprensión abstracta


de la existencia del hombre. Ella es posibilidad, pero una posibilidad ya siempre
situada, ligada a una actualización posible que la saca de su indeterminación. Sin
embargo, Heidegger no deja de afirmar la prioridad de la dimensión de la posi-
bilidad como el núcleo más propio de la existencia del hombre. Que sea «arro-
jada» no la niega en su carácter de posibilidad. Podría afirmarse que de ese modo
vuelve a caer en una concepción apriorística de la subjetividad como las que
busca impugnar. Pero no sólo no retorna a posturas tales, sino que refuerza su
embestida. Remitir a la posibilidad en cuanto tal como lo más propio del hombre
cancela definitivamente todo intento de reducirlo a una cosa o sustancia. Toda
determinación metafísica positiva es rechazada por la virtualidad de lo posible

18. Curiosamente, tanto Gaos como Rivera traducen Bestimmheit por «determinación» (que traduce
mayormente la palabra alemana Bestimmung) y pierden así la especificidad que Heidegger introduce
con ese concepto, que no remite tanto a una determinación positiva como a la efectiva capacidad de
ser determinado.

289
rodrigo páez canosa

que, aún ligada esencialmente a la facticidad, no deja de (in)determinar al hombre


no ya como una cosa que piensa o actúa, sino como una «cosa» que se abre.
Esta prioridad otorgada al comprender es la que permite asimismo sostener las
modalizaciones de la existencia del hombre. Si él se pierde o se gana a sí mismo
es porque la posibilidad y el estar abierto son prioritarios, aun cuando no puedan
propiamente existir sin actualizarse de algún modo, es decir, sin dejar de ser sí
mismas. En verdad, la pérdida de sí es un movimiento ineludible en la medida
que la existencia es fáctica. Sólo perdiéndose a sí mismo, es decir, al actualizarse
y cerrarse, puede existir el hombre:

El comprender es el ser de un poder ser tal que no queda pendiente como algo aún no presente ahí,
sino que, como algo esencialmente nunca presente ahí, es con el ser del ser ahí en el sentido de la
existencia. El ser ahí es en el modo de haber comprendido o no en cada caso el ser de tal o cual ma-
nera. En cuanto un comprender tal, «sabe» lo que pasa consigo mismo, es decir, con su poder ser. Este
«saber» no ha surgido de una percepción inmanente, sino que pertenece al ser del ahí, que es esen-
cialmente un comprender. Y sólo porque el ser ahí que comprende es su ahí, puede perderse y mal-
entenderse. En tanto el comprender se encuentra [siempre de algún modo] y, en cuanto tal, existen-
cialmente entregado a su condición de arrojado, el ser ahí ya siempre se ha perdido y malentendido.
En su poder ser se hace responsable de la posibilidad de reencontrarse en sus posibilidades (SZ, 144).

Mientras que el encontrarse remite al ahí [Da] del ser ahí [Dasein], el compren-
der se refiere al ser [sein]. No se dan uno sin el otro, ambos son igualmente ori-
ginarios, pero revelan distintos aspectos de la existencia del hombre. Mientras
que el comprender remite al sí mismo caracterizado por la apertura y la posibi-
lidad en cuanto tales, el encontrarse lo hace al cierre (pérdida de sí) y la actuali-
zación que ya siempre determina la existencia del hombre. Esta duplicidad es
inherente a toda caracterización posible de aquélla, ya reconocible en el concepto
mismo de «ser ahí»: es ser (potencia, posibilidad, apertura) ahí (actualización,
facticidad, determinación); es un comprender que se encuentra ya siempre de una
determinada manera. Un ser que no puede otra cosa más que ya siempre haber
salido de sí hacia un ahí concreto.
Heidegger desarrolla esta cuestión más acabadamente mediante el fenómeno de
la caída, entendida como la operación constitutiva de la impropiedad, ineludible
para el ser ahí. El sí mismo no puede nunca permanecer en sí mismo, sino que,
por la propia estructura existencial de hombre, cae de sí mismo al mundo que le
es inherente (SZ, 176). Esta alienación [Entfremdung] no supone sin embargo el
sometimiento a una determinación exterior proveniente de otro hombre, cosa o
proceso. Es el ser ahí mismo el que no puede más que dejarse determinar por su
mundo: la caída, el abandono de sí, la alienación son determinaciones existencia-
les suyas que lo sitúan en un modo de ser específico, el impropio, que es el modo
de ser del sí mismo como «no en sí mismo». El fenómeno de la caída muestra,

290
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

por un lado, que la facticidad de la existencia del hombre vuelve ineludible la


impropiedad. Es decir que incluso la existencia propia no puede ser entendida en
contraposición o antagonismo con la impropiedad, sino como «un asirla modifi-
cadamente» (SZ, 179). Por otro lado, indica que ésta es el estado normal en el que
el hombre existe «inmediata y regularmente». Tal como se explicita en el § 71,
con estas palabras se expresa la manera en que el hombre se «manifiesta»
[offenbar] «por lo general» [in der Regel] en la convivencia con otros en el espa-
cio público (SZ, 370). Este modo de ser impropio está constituido por el con-
junto de prácticas y perspectivas que constituyen al hombre en una situación de
normalidad, que son las que predominan y prefiguran su modo de comprender
su mundo y a sí mismo.
La impropiedad es pues un modo de ser del hombre caracterizado por la pér-
dida de sí y la absorción en el mundo que le es inherente. Lo propio del sí mismo
remite por su parte al ser como posibilidad y apertura, pero la operación origi-
naria de la apertura no puede más que dejarse tomar por aquello a lo que se abre
–el mundo– y de allí la inevitable determinación que actualiza y cierra su ser
posibilidad. Así como la comprensión de la modalización impropia como aliena-
ción o pérdida de sí conlleva una comprensión de la posibilidad como dimensión
prioritaria, en el sentido de que es aquello que se pierde en la inmediata apertura
al mundo, así también esa simple posibilidad permanece bajo una perspectiva
meramente formal o pre-fáctica. Es decir, aquella prioridad no remite a una di-
mensión más originaria que se aliena y luego recupera; opera, por el contrario,
como una indicación formal [formaler Anzeige] que impide toda fijación sustan-
cialista de un fundamento de la existencia del hombre.19
Como se dijo al comienzo de este apartado, la propiedad es una operación
sobre la impropiedad que constituye, por un lado, el modo en que la existencia
del hombre se da inmediata e ineludiblemente y, por otro, la situación normal de
dicha existencia. Ambos modos de ser son igualmente originarios y se implican
mutuamente: así como la propiedad se constituye como una manera singular de
asir la existencia impropia, ésta «tiene por fundamento una posible propiedad»
(SZ, 259) y, asimismo, es también «una modificación existencial del sí mismo
propio» (SZ, 317). Las formas de la implicación son, sin embargo, diversas. La
impropiedad constituye el estado efectivo sobre el cual opera la propiedad. Esta
última, a su vez, y tal como expresan las citas precedentes, conlleva una doble
referencia a aquélla. Por un lado, se afirma como posibilidad e impide de ese

19. Para la distinción formal-concreto como dos puntos de vista no antagónicos, cercana a la expuesta
aquí, véase González Roso, Mauricio, Fuera de casa o de la existencia impropia. Hacia otra lectura de
Ser y tiempo de Heidegger. Bogotá, Universidad de los Andes, 2005, pp. 160 y ss.

291
rodrigo páez canosa

modo la reducción de la existencia humana a su efectiva cotidianeidad. El estar


abierto que caracteriza a la existencia del hombre lo vuelca hacia su mundo en el
que se pierde, pero también, en el mismo movimiento, imposibilita que se cons-
tituya plenamente en esa pérdida. Por otro lado, la propiedad aparece como una
indicación pre-fáctica del ser del ser ahí en cuanto ser posible. Es decir, mienta la
estructura ontológica del sí mismo como posibilidad. La propiedad es justamente
asumirse como tal posibilidad. Esta asunción es desarrollada por Heidegger
como un «retroceso» hacia sí mismo o un «hallarse» a sí mismo del sí mismo que
se encuentra perdido.20 Pero en la medida en que ese sí mismo al que se retrocede
es la estructura formal pre-fáctica, no puede tratarse de un simple retroceso o
reencuentro con sí mismo. La alienación a la que se refiere Heidegger no plantea
un origen perdido existente, al que podría retornarse; aquélla expresa la apertura
a la existencia misma. Hallarse a sí mismo o retroceder parecen expresar la posi-
bilidad de actualizar de algún modo aquella estructura ontológica formal del ser
ahí como posibilidad. Es decir, el retroceso sería en verdad la articulación, por
primera vez, de la estructura pre-fáctica de la posibilidad con la facticidad de la
existencia. ¿En qué consiste pues esta singular articulación? ¿Es viable práctica-
mente? ¿Qué efectos produciría en la cotidianidad concreta?
La propiedad consiste en una suerte de reedición de aquel movimiento formal
de apertura al mundo, pero ahora sobre la propia existencia que permanece sub-
sumida en los sentidos dados en la cotidianeidad. Esta «reedición» no significa
empero un mero volver o retornar a esa apertura, justamente porque se trata de
una instancia estructural formal. Es decir, constitutiva de la existencia del hom-
bre como tal, pero no como un momento en el tiempo. La existencia del hombre
se abre para cerrarse inmediatamente, concretamente el hombre es siempre en un
mundo. Al sumergirse en él, la apertura se clausura, encorsetada por las institu-
ciones, normas y límites que configuran la vida cotidiana. Podría decirse que el
gesto fáctico de la existencia es la clausura, pero que ésta presupone la apertura
para poder llegar a ser. De allí que la propiedad se refiera a una «reedición» del
gesto de apertura que nos constituye pero se encuentra apaciguado o meramente
presupuesto: constituye nuestra existencia, pero no tenemos experiencia de él.
Experimentar dicho gesto nos permitiría, según Heidegger, empuñar nuestra

20. En este punto se apoyan aquellos que afirman el rol metodológico de la propiedad: sólo una
existencia propia es capaz de escribir acerca de la ontología fundamental. Véase Gignon, Charles B.,
«Heidegger’s “Authenticity” Revisited», en Hubert Dreyfus y Mark Wrathall (eds.), Heidegger Re-
examined, Volumen 1. New York and London, Routledge, 2002, pp. 191-209; Philipse, Herman,
Heidegger’s Philisophy of Being. A Critical Interpretation. Princeton, Princeton University Press,
1998, pp. 3-66; Carman, Taylor, Heidegger’s Analytic. Interpretation, Discourse, and Authenticity in
Being and Time. Cambridge, Cambridge University Press, pp. 264-313.

292
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

existencia. Pero si bien esto no supone una sustracción del mundo, sino un modo
diverso de habitarlo que consiste en no dejarse dominar por él, tampoco se ex-
presa en trasformaciones o fenómenos ónticos determinados.
En tanto modo de ser singular del hombre, la propiedad es asimismo un singular
modo de darse del estar abierto que Heidegger llama estar resuelto [Entschlossen-
heit]. Tal como lo señala en el § 60 de Ser y tiempo: «Estar resuelto es un modo
señalado del estar abierto del ser ahí» (SZ, 297). Esta condición de estar abierto
que constituye la existencia del hombre lo entrega inmediatamente a un modo de
ser mediocre. El estar resuelto es un modo de ser que rompe con esa mediocridad,
pero no lo hace mediante un imposible abandono o renuncia al ser como apertura,
sino mediante una modificación en el modo de abrirse. No saca al hombre del
mundo en el que se encuentra subsumido, sino que supone el establecimiento de
una forma diversa de relacionarse con él: «El estar resuelto, como modo propio del
ser-sí-mismo, no corta el vínculo del ser ahí con su mundo, ni aísla el ser ahí con-
virtiéndolo en un “yo” que flota en el vacío» (SZ, 298).21 ¿Qué modifica pues el
estar resuelto? ¿En qué consiste su operación sobre el modo de ser impropio? En
la medida en que no se trata de cuáles son los sentidos que constituyen el mundo,
sino del modo de relacionarse con ellos, la modificación no se da respecto del
contenido. Lo que se modifica es más bien el carácter establecido y cerrado de
dichos sentidos y se los «descubre» como posibilidades fácticas y, en ese sentido,
abiertos. Es decir, se rompe con la sumisión del hombre a los sentidos establecidos
impersonalmente. Cuando está resuelto, el hombre hace frente a los sentidos que
constituyen su mundo sin «entregarse» a ellos. Se vuelve así responsable del modo
en que se vincula con aquello que está presente ahí y le hace frente:

Ahora bien, el estar abierto propio modifica entonces cooriginariamente el estar-al-descubierto del
«mundo» en ella fundado y el estar abierto de la coexistencia de los otros. Esto no significa que el
«mundo» a la mano se vuelva otro «en su contenido», que el círculo de los otros sea sustituido por
uno diferente, y sin embargo, el comprensor estar vuelto en ocupación hacia lo a la mano y el estar
con solícito con los otros quedan determinados ahora desde su más propio poder-ser-sí-mismo (SZ,
297-298, subrayado final de RPC).

La modificación tiene lugar en el plano ontológico. Aquellos aspectos ónticos


que Heidegger liga a la existencia propia, y que serán desarrollados más adelante,
son siempre relativos a la interpretación que se haga de ellos. No existe una ins-
tancia o persona que tenga, por su misma posición, por su autoridad o sabiduría,
la capacidad de determinar si aconteció o no esta modificación ontológica. El
quedar «determinados ahora desde su más propio poder-ser-sí mismos» de la

21. Ver también SZ, 299: «El estar resuelto no se substrae a la realidad…».

293
rodrigo páez canosa

relación con las cosas y con los otros no es una determinación que produzca
correlativamente efectos concretos: al estar resuelto como determinación ontoló-
gica corresponde una indeterminación óntica.

Pero ¿a qué se resuelve el ser ahí al estar resuelto? ¿A qué podrá resolverse? La respuesta sólo puede
ser dada por el acto resolutorio mismo. Sería comprender el fenómeno del estar resuelto de un modo
completamente equivocado si se lo entendiera como un mero echar mano de posibilidades propues-
tas y recomendadas. El acto resolutorio es precisamente el primer proyectarse y determinar aperiente
de la correspondiente posibilidad fáctica. Al estar resuelto le pertenece necesariamente la indetermi-
nación que caracteriza a todo fáctico y arrojado poder-ser del ser ahí. El estar resuelto no está seguro
de sí mismo sino como acto resolutorio. Pero la indeterminación existentiva [existenzielle] del estar
resuelto, que sólo se determina en cada caso en el acto de resolverse, tiene, como contrapartida, una
determinación existencial (SZ, 298, subrayado final de RPC).22

Si todo modo de vincularse con los entes está mediado por una comprensión del
ser de los entes,23 el estar resuelto mienta el abrirse del hombre a las cosas y a
otros en cuanto tal; es el gesto simple de la apertura que se consuma y consume
en sí mismo. Por ello no hay y no podría haber una determinación en el plano
óntico, ya que supondría negar dicha apertura y las posibilidades que habilita. El
estar resuelto se constituye así como una liberación de los sentidos preestableci-
dos: la existencia propia «violenta» la interpretación cotidiana e impropia de ésta,
puesto que se afirma «contra» ella, como algo que tiene que serle «arrancado»
(SZ, 311). El estar resuelto parece constituirse así en torno a una operación exis-
tencial de resistencia a dejarse ser interpretado por el sentido ordinario que apa-
rece en las instituciones, la opinión pública, etc. Resistencia que, sin embargo, no
tiene una traducción inmediata en una praxis determinada. No se trata de un
pensamiento subversivo o anárquico orientado a la emancipación del hombre.24

22. Ver también SZ, 383: «A qué se resuelve en cada caso fácticamente el ser ahí no puede por prin-
cipio dilucidarlo el análisis existenciario».
23. La cuestión de la «diferencia ontológica» se encuentra implícita en Ser y tiempo, aunque no tema-
tizada. En esos años (fines del 20) sus desarrollos más importantes se encuentran en Heidegger,
Martin, Die Grundprobleme der Phänomenologie, GA 24. Frankfurt a/M, Vittorio Klostermann,
1975 (curso de 1927), § 22 y «Vom Wesen des Grundes» (1929) en Heidegger, Martin, Wegmarken,
GA 9. Frankfurt a/M, Vittorio Klostermann, 1976, pp. 132 y ss.
24. Diversos autores indagan el vínculo entre la diferencia ontológica y la práctica. Bajo el motto «el
retorno del ente desde la verdad del Ser [Seyn]», que da nombre a su libro, Ausberg sostiene un modo
de la implicación entre ser y ente en el que la filosofía qua pensamiento de la diferencia entre ellos se
erige como una forma de pensamiento que supera la alternativa entre una primacía de la teoría bajo
la forma de metafísica y una primacía de las ciencias particulares de los entes que ofrecen una imagen
matemática del mundo. Dicha superación estaría dada justamente en la esfera práctica. En el arte, la
filosofía política, la antropología, la ética y la teología tienen lugar las distintas figuras de preserva-
ción [Bergunsfiguren] del ser en el ente (obra de arte, acción creadora de Estado, etc.) que libera a
estos últimos de todo intento de objetivación e instrumentalización. La diferencia ontológica es leída
así como habilitante de la salvación/liberación [Rettung] de los entes, es decir, su comprensión bajo

294
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

La cotidianeidad no es un estado de cosas a ser superado en pos de un orden li-


berador más justo o algo por el estilo, ni podría serlo porque es un componente
inherente a nuestra existencia fáctica. En ese sentido no se trata de una resistencia
a tal o cual orden institucional (liberal, socialista, comunista, constitucional o
cualquier otro), sino a la normalidad en cuanto tal. La ruptura no es pues res-
pecto de un orden político ni cultural y tampoco puede plasmarse con claridad
de un modo positivo, bajo la forma de un orden institucional. Coherentemente,
Heidegger señala al instante [Augenblick] como modalidad propia de la tempo-
ralidad constitutiva de ser ahí. Indica al respecto que la ruptura con la monotonía
de lo cotidiano tiene lugar «tan sólo por un instante», sin eliminarla (SZ, 371). La
excepcionalidad de esta ruptura no puede ser normalizada ni sostenida como un
modo de ser regular sin perder su carácter propio. Sólo se afirma en cuanto tal
en y por la excepción.
No se trata sin embargo de una situación de emergencia política o conflictivi-
dad extrema. Ni Ausnahmezustand schmittiano ni revolución proletaria, la ex-
cepcionalidad heideggeriana se afirma fundamentalmente con relación al instante
del estar resuelto que, sin embargo, no puede ser entendido como una válvula

la forma de la posibilidad que abre a la esperanza mesiánica que el autor lee como la posición heide-
ggeriana con relación a la práctica. Augsberg, Ino, «Wiederbringung des Seienden». Zur ontologis-
chen Differenz im seinsgeschichtlichen Denken Martin Heideggers. München, Wilhelm Fink Verlag,
2003. En una lectura atenta a las relaciones con Hegel y Schmitt, Franco de Sá interpreta a la diferen-
cia ontológica como la vía para evitar la ontificación del ser y superar así tanto el liberalismo como
el nacional socialismo. Así Heidegger entendería que el núcleo de lo político no se encuentra ni en el
pueblo ni en el Estado, sino en la relación entre ellos bajo la impronta de la diferencia ontológica (De
Sá, Alexandre Franco, «Politics and Ontological Difference in Heidegger», On Hegel’s Philosophy
of Right. The 1934-35 Seminar and Interpretative Essays, translated by Andrew J. Mitchell. NY/
London, Bloomsbury, 2014, pp. 49-65). Schürmann, por su parte, desarrolla su conocida interpreta-
ción anárquica de Heidegger a partir de su comprensión de la diferencia ontológica. Antes que Le
principe d’anarchie, desarrolla dicha interpretación en dos artículos que en parte anticipan el argu-
mento de aquél: Schürmann, Reiner, «Political Thinking in Heidegger», Social Research, Vol. 45, N°
1, Spring, 1978, pp. 191-221, y Schürmann, Reiner, «The Ontological Difference And Political Phi-
losophy», Philosophy and Phenomenological Research, Vol. 40, N° 1, September, 1979, pp. 99-122.
Con relación a la comprensión heideggeriana de la diferencia ontológica como «diferencia simbólica»
(en los artículos) o bajo la idea de un «a priori práctico» (en el libro), el autor destaca la relevancia
política de la primacía de la acción sobre el pensamiento que se da en Heidegger, en particular por la
carencia de un fundamento que regule la acción. Así, para el autor, la acción sin arché se resuelve en
una práctica subversiva que delinea una «filosofía política alternativa» que se expresa en 5 puntos: 1.
la abolición de la primacía de la teleología en la acción; 2. la abolición de la primacía de la responsa-
bilidad en la legitimación de la acción; 3. la acción como una protesta contra el mundo administrado;
4. un cierto desinterés en el futuro de la humanidad debido a un viraje en la comprensión del destino;
5. la «anarquía» como la ausencia tanto del origen como de la práctica originaria (véase «Political
Thinking in Heidegger», op. cit., pp. 200-215 y Schürmann, Reiner, Heidegger on Being and Acting:
From Principles to Acting, translated from the french by Christine-Marie Gros and the autor. Bloo-
mington, Indiana University Press, pp. 251-281.

295
rodrigo páez canosa

mecánica que se abre o se cierra y determina así la existencia propia o impropia.


Para Heidegger ese abrirse es más bien un modo de vincularse con los sentidos
heredados que constituyen el mundo con vistas al futuro. Este abordaje de la
existencia del hombre ligado al porvenir entendido como la direccionalidad pros-
pectiva de la apertura mienta la cuestión de la temporalidad (SZ, 325-326). Ésta
constituye la existencia misma del hombre en tanto que la apertura que lo carac-
teriza no se da como un mero situarse y dejarse afectar por lo que allí se encuen-
tra, sino como una apertura activa que determina un proyecto, es decir, el sentido
de esa apertura hacia el futuro. Tal proyectarse no nace nunca de la nada sino que
supone un modo de comprender el pasado. Esta comprensión no es sin embargo
un ejercicio intelectual de revisión y análisis de «hechos» que tuvieron lugar con
anterioridad, sino el modo en que, al abrirse prospectivamente, el pasado consti-
tuye efectivamente la existencia del hombre de un modo particular. El pasado no
se retoma pues de un modo transparente, esos «hechos» son también abiertos en
su afirmación como sentidos asumidos por el proyectarse. Cuando Heidegger
identifica temporalidad y cotidianeidad25 se vuelve claro que este modo de abrirse
con vistas a un futuro que toma lo pasado como recurso no remite a una opera-
ción de análisis o revisión consciente, sino a la existencia del hombre en cuanto
tal. De allí que las referencias al futuro, al pasado y al presente sean llamadas
éxtasis de la temporalidad, es decir, modos de estar «fuera de sí» (SZ, 329).
Esta apertura es siempre temporal y «regular e inmediatamente» se da en una
modalidad impropia del tiempo en la que esa relación del futuro con el pasado se
encuentra ya determinada. Este modo impropio de abrirse supone inscribirse en
una historia que se encuentra ahí como algo preestablecido. Heidegger señala
que éste es el modo ordinario de comprender la historia, pero que ésta y lo his-
tórico como tal sólo pueden ser entendidos adecuadamente si se comprende
primero el carácter histórico del ser ahí: «El ser ahí tiene en cada caso fáctica-
mente su “historia” y puede tenerla porque el ser de este ente está constituido
por la historicidad» (SZ, 382). La investigación heideggeriana sobre la historici-
dad aparece en este sentido como una indagación acerca del acontecer mismo de
la existencia propia del hombre: «Poner al descubierto la estructura del acontecer
y sus condiciones existencial-temporales de posibilidad significa alcanzar una
comprensión ontológica de la historicidad» (SZ, 375). La historicidad indaga en-
tonces el modo propio del abrirse temporal del hombre, porque se refiere al
abrirse del hombre en tanto sí mismo y no bajo la modalidad impropia de la caída
en la cotidianeidad, en la que, al dejarse interpretar por sentidos ordinarios, no

25. «Pues con el término “cotidianeidad” en el fondo no se quiere decir otra cosa más que “tempo-
ralidad”» (SZ, 371-372).

296
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

se afirma plenamente en su carácter de ser que se abre. Esta distinción modal de


la temporalidad replica con relación al tiempo el rechazo de lo presente y actual,
por un lado, y efecto rupturista del estar resuelto. Así en el modo impropio de la
temporalidad el impersonal «se pierde en la presentificación del hoy». «Por el
contrario, la temporalidad de la historicidad propia es, en cuanto instante precur-
sor y repitente, una despresentificación del hoy y un desacostumbramiento de las
habitualidades del impersonal» (SZ, 391).
El tiempo impropio es actual y concreto, es el tiempo que se gasta, se emplea y
que rige la vida cotidiana y sus instituciones. La temporalidad propia consiste en
el acontecer de la ruptura con lo ordinario y sus sentidos. Es una excepcionalidad
que, sin embargo, no desarticula el orden positivo de lo cotidiano ni se orienta a
una praxis determinada, sino que abre a una experiencia singular en el modo de
estar en el mundo que para ser tal apertura y experiencia no puede determinarse
ónticamente. De allí que el planteo heideggeriano coloque en un lugar problemá-
tico una posible articulación política y/o institucional.
Ahora bien, ese acontecer de lo excepcional en el que se cifra la existencia pro-
pia del hombre supone para Heidegger atender al carácter compartido de tal
experiencia que no podría tener lugar de modo aislado, ya que se refiere a una
dimensión más originaria y fundamental que la indicada con conceptos como el
yo y el individuo, y remite a la figura del pueblo. Aun cuando en Ser y tiempo
recibe un desarrollo conciso, en este concepto confluyen, según lo desarrollado
previamente, las líneas centrales de la argumentación heideggeriana de esta época:
tanto la cuestión de la propiedad y el estar resuelto como el acontecer, la tempo-
ralidad y la historicidad.

2. Pueblo como categoría ontológica

Tal como es introducido en el § 74 de Ser y tiempo, el pueblo es para Heidegger


un modo de ser singular de la existencia del hombre. No se refiere ni a rasgos
empíricos ni tampoco a determinaciones como un territorio, una raza, un repre-
sentante o voluntad común. Es el acontecimiento de una decisión común por una
misma causa (SZ, 122). Antes que fenómenos empíricos determinados, se liga a
una transformación compartida respecto del modo de relacionarse con los senti-
dos que constituyen el mundo. «Inmediata y regularmente»26 el hombre se en-

26. Si bien estos conceptos son introducidos en los primeros parágrafos de Ser y Tiempo, recién en el
§ 71 se da una definición explícita: «En los análisis precedentes hemos usado a menudo la expresión
“inmediata y regularmente”. “Inmediatamente” significa la forma como el ser ahí se manifiesta en el

297
rodrigo páez canosa

trega a lo dado y se deja tomar por los sentidos establecidos, se deja interpretar
por ellos. La impropiedad es una experiencia ineludible, pero no agota todo lo
que el hombre puede ser. A partir de ella, en ella y contra ella, como una opera-
ción sobre ella, se afirma el modo de ser propio que constituye el ser de un pue-
blo. Porque resolverse por una causa común supone sustraerse a los sentidos
dados, ya determinados, y responsabilizarse por el modo de relacionarse con las
cosas y los otros. De este modo, con el concepto de pueblo, Heidegger no parece
referirse tanto a un concepto político ligado a un sentido polémico o a un posi-
cionamiento respecto de los acontecimientos de su época, como a una categoría
de su análisis de la existencia del hombre que, en todo caso, estaría a la base de
toda referencia política posterior.
En el § 26 de Ser y tiempo el estar con [Mit-Sein] mienta una estructura onto-
lógica y no algo que se añade a una imposible existencia aislada del ser ahí. En su
mundo el hombre no sólo se encuentra con útiles disponibles sino con otros
hombres, pero así como la posibilidad de manipular los útiles supone una estruc-
tura ontológica que le permita hacerlo, del mismo modo el estar con es la estruc-
tura que le posibilita relacionarse con otros: tanto atenderlos como agredirlos,
asistirlos como perjudicarlos, amarlos como ignorarlos. Incluso el estar solo su-
pone que uno es con otros: es un modo deficiente del estar con (SZ, 120). Como
se dijo, la figura del pueblo se liga al modo de ser propio; en lo que respecta a la
existencia compartida remite al cuidado de los otros, la solicitud [Fürsorge], cuya
modalidad propia Heidegger llama anticipativo-liberadora (SZ, 122). Él intro-
duce esta figura en contraposición a la sustitutivo-dominadora, con la que ex-
presa un modo de cuidado de los otros en el que se les establece una relación con
las cosas y los hombres bajo una interpretación dada. Es decir, se los descarga de
su responsabilidad en la relación con su mundo y se les ofrece un plexo de sen-
tidos establecidos. Éste es el modo cotidiano de la solicitud que se expresa en el
lugar predominante de las instituciones en la mediación de las relaciones entre los
hombres.27 El modo liberador, por el contrario, es aquel que deja en libertad al
otro en su relación con las cosas y los otros, a la vez que lo comprende como
posibilidad. Es decir, se destraba toda interpretación cerrada del sentido del otro
y, de ese modo, tampoco se lo determina en su relación con su mundo. La figura

convivir de la publicidad, aun cuando “en el fondo” haya “superado” existentivamente la cotidiani-
dad. “Regularmente” significa la forma como el ser ahí se muestra “por regla general”, aunque no
siempre, a cualquiera» (SZ, 370).
27. Sobre este punto llama la atención Bourdieu, cómo el lenguaje eufemístico de Heidegger opera
sobre el lenguaje ordinario para señalar el sentido degradado de esa mediación institucional, ligada
fundamentalmente a las instituciones de asistencia social. Bourdieu, Pierre, La ontología política de
Martin Heidegger, traducción española de César de la Mezsa. Barcelona, Paidós, 1991, pp. 75 y ss.

298
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

de la solicitud liberadora que Heidegger introduce en el § 26, la pone en relación


con el estar resuelto en el § 60:

Sólo el estar resuelto para sí mismo pone al ser ahí en la posibilidad de dejar «ser» a los otros en su
poder ser más propio, incluyendo este poder ser en la apertura de la solicitud anticipante y liberadora.
El ser ahí resuelto puede convertirse en «conciencia» de los otros. Del modo propio de ser sí mismo
en la resolución nace por vez primera el modo propio de la convivencia, y no de ambiguos y mez-
quinos acuerdos ni de locuaces fraternizaciones en el uno y en lo que él pueda emprender (SZ, 298).

Este «modo propio de la convivencia» es el que tiene lugar con el acontecer del
pueblo, que no está constituido por una sumatoria de particulares resueltos, sino
que se constituye como un estar en común resueltos para una misma causa. De
allí que no se sustente ni en acuerdos entre partes ni en consentimiento o autori-
zación alguna. La cotidianeidad donde impera el impersonal no es tierra fértil
para la comunidad resuelta, que supone una transformación radical en el modo
de asumir la propia existencia. Heidegger define de esta manera dos modalida-
des contrapuestas de la convivencia, una en la que impera la mediocridad y no
hay comunión verdadera, sino sumatoria de particularidades, y otra en la que
tiene lugar una unidad verdadera, sin que sea posible sin embargo delinearla
positivamente.28
A partir de esta caracterización es preciso atender a dos cuestiones que requie-
ren mayor precisión para comprender la figura heideggeriana del pueblo. En
primer lugar se presenta la cuestión de la singularización radical característica de

28. Para una interpretación de las modalidades impropia y propia del ser con como una estilización
de la dicotomía sociedad-comunidad de Tönnies, a la que Heidegger se referiría sin nombrarla, véase
Rossi, Luis A., «Ser y tiempo y la fenomenología de la comunidad y la sociedad», en Alfredo Rocha
de la Torre (comp.), Heidegger hoy: estudios y perspectivas. Buenos Aires, Grama Ediciones - Edito-
rial Universidad de San Buenaventura, 2011, pp. 327-346. Del mismo autor, «El problema de la co-
munidad en Ser y tiempo», en Esteban Lythgoe y Luis A. Rossi, Ser y tiempo, singularización y co-
munidad. Buenos Aires, Biblios, 2016, pp. 103-200. De Beistegui también remite a Tönnies para
pensar el sentido del «nosotros» heideggeriano. En su caso, sin embargo lo hace para mostrar la
«sobredeterminación óntica» del análisis de aquel «nosotros». La vaguedad ontológica de dicho
análisis lleva implícita una orientación política que opera como «trasfondo ideológico impensado» y
que situaría a Heidegger como partidario de Deutschtum, en contra de las conceptualizaciones en
términos de «sociedad y Estado», que estarían más ligadas a una perspectiva liberal. Véase De Beis-
tegui, Miguel, Heidegger & the Political. Dystopias. London and New York, Routledge, 1998, pp.
18-23. Dostal por su parte conecta la distinción de Tönnies con la contraposición de Heidegger entre
lo público y el pueblo para, a su vez, establecer un contrapunto con la recepción que Dewey hace de
Tönnies mediante los conceptos «Great Society» y «Great Community» (Dostal, Robert J., «The
Public and the People: Heidegger’s Illiberal Politics», Review of Methaphysics, 47, March, 1994, pp.
517-555. En otra dirección González Roso interpreta la comunidad en Heidegger a la luz de la filo-
sofía contemporánea francesa e italiana, fundamentalmente Agamben. Sostiene que «Si hay en Hei-
degger un pensamiento de la comunidad, se trata en todo caso de comunidad en potencia. Comunidad
es siempre comunidad posible» (González Roso, Mauricio, Fuera de casa…, op. cit., p. 177).

299
rodrigo páez canosa

la existencia propia, que podría ser pensada como contraria o incompatible con
la posibilidad de una comunidad que es anterior y algo más que una mera suma-
toria de particulares. Puesto que si ella es entendida como aislamiento o indife-
rencia del hombre respecto del mundo y los otros hombres, difícilmente pueda
ser pensada en relación con el pueblo. Sin embargo, antes que a una experiencia
ermitaña, la singularización remite a la comprensión de sí mismo como finito que
encuentra en el estar vuelto hacia la muerte la estructura ontológica que hace
posible dicha comprensión en toda su radicalidad. Pero este modo propio de re-
lacionarse con la muerte como la posibilidad más peculiar del hombre conlleva la
reivindicación de éste en su singularidad. Es decir que exhibe al hombre en tanto
singular conjunto de posibilidades que él es: «Esta singularización es un modo
del abrirse del “ahí” para la existencia» (SZ, 263). La facticidad de la existencia del
hombre, su «ahí», se abre y saca al hombre de la falsa eternidad y generalidad que
lo caracteriza en su existencia cotidiana bajo el dominio del impersonal. Pero esta
singularización no implica un aislamiento, ni de las cosas, ni de los demás hom-
bres, sino un viraje en la comprensión de la relación con ellos, ya que los vínculos
establecidos no son asumidos como eternos e inmutables –como es propio del
impersonal–, sino como posibilidades, en la medida en que la propia existencia en
toda su concreción, en su singular «ahí», es comprendida como posibilidad.29
Pero este modo de entender la singularización no como aislamiento, sino como
apertura a la comprensión de la propia finitud lleva a la segunda cuestión que
precisa ser planteada: la indeterminación. Porque el hecho de estar vuelto hacia
la muerte no produce ni revela un contenido particular que hubiese permanecido
oculto. Antes bien, en la medida en que se constituye plenamente en la angustia,30
el estar vuelto hacia la muerte deja a la existencia frente a sí misma, es decir, asu-
mida como posibilidad. Toda referencia a una determinación concreta, por más
general que fuese, supone alguna forma de actualización que rompe con la com-
prensión de sí como «poder ser». La existencia del hombre no puede ser objeto
de definición: «bípedo implume», «animal racional o risible», «cosa pensante»,
«espíritu», «voluntad» expresan decisiones ya tomadas que sustraen al hombre
del instante mismo de la decisión en el que, justamente, la existencia aparece
plenamente expuesta como pura potencia. En cuanto tal, la apertura que se da en
la angustia es simple y pura apertura indeterminada.

29. Sobre la singularización pensada en relación con lo político, véase Rossi, Luis A., «El problema
de la comunidad en Ser y tiempo», op. cit., especialmente pp. 115-118; De Beistegui, Miguel, Heide-
gger & the Political. Dystopias, op. cit., pp. 8-31; Dostal, Robert, «Friendship and Politics: Heidegger’s
Failling», Political Theory, Vol. 20, N° 3, Aug., 1992, pp. 399-423, especialmente, pp. 404-410.
30. «El estar vuelto hacia la muerte es esencialmente angustia» (SZ, 266).

300
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

Ahora bien, si el modo de ser propio en el que acontece el pueblo es asimismo


experiencia de singularización e indeterminación, ¿cómo se da el encuentro entre
hombres resueltos? ¿Cómo se constituye una experiencia común? Aun cuando
sean dilucidadas en su sentido filosófico, en estas preguntas se juega en gran me-
dida el sentido político del pensamiento de Heidegger. Pues incluso si la singula-
rización y la indeterminación no implican aislamiento e indiferencia, es preciso
dar cuenta del modo específico de articulación que permite la existencia de un
pueblo en tanto existencia propia. Y ello no principalmente a causa de una posi-
ble comprensión de la singularidad como individualización, a partir de la cual se
plantearía la necesidad de un dispositivo de enlace de individuos particulares,
sino fundamentalmente en virtud del aspecto de la indeterminación. En efecto, es
preciso dar cuenta de la existencia de una comunidad en la que sus miembros no
pueden dejarse determinar por nada, en el sentido de que toda determinación
común (lengua, territorio, historia, voluntad) tiene que ser asumida como posibi-
lidad y no como fuente constituyente del pueblo. Heidegger señala al respecto
que no son propiedades lo que los miembros de una comunidad tienen en común,
ni tampoco la voluntad de estar juntos, sino un destino común [Geschick]. Con
este concepto busca dar cuenta de la historicidad del pueblo, en el sentido de que,
si bien éste no se constituye a partir de un conjunto positivo de atributos, tam-
poco se reduce a un modo de ser vacío e indiferente respecto del mundo. El
destino [Schicksal] aparece como un concepto que da cuenta de la historicidad
entendida como instante de la afirmación de la propia existencia en tanto posibi-
lidad, pero no simpliciter, sino como posibilidad heredada, como la apertura de sí
mismo a la facticidad del «ahí» tomado en su dimensión histórica. Es decir,
abierta a un proyecto a partir de una decisión respecto de lo transmitido en
cuanto posibilidad, i.e. que no es seleccionado conscientemente del pasado como
algo manipulable, ni tampoco tomado como una determinación objetiva deduci-
ble técnicamente, sino como posibilidad que ya constituye el sido del ser ahí.
El pueblo como modo propio de la convivencia acontece entonces como el
común entregarse a las posibilidades heredadas que se constituye asimismo como
un estar resuelto que se proyecta. De acuerdo con el tratamiento que se dio de
estos conceptos, la transformación en el modo de ser que se expresa en ellos se
da en el plano ontológico. Se trata de conceptos que forman parte del pensa-
miento de Heidegger sobre la existencia que no se ligan, en su articulación argu-
mentativa, con fenómenos políticos determinados. Con el acontecimiento de la
comunidad no se producen modificaciones políticas visibles; lo que acontece es una
variación modal de la existencia. Vuelve entonces la pregunta acerca del modo en
que se articula esta existencia común que puede ser precisada ahora en términos
de cómo acontece el destino común. Si las instituciones, normas y costumbres no

301
rodrigo páez canosa

cambian, sino el modo de relacionarnos con ellas, ¿cómo dar cuenta de la reso-
lución y el nacimiento de un pueblo resuelto? Heidegger no plantea claramente
estas cuestiones ya que no son un problema en el contexto de su argumentación
filosófica en Ser y tiempo. Estos interrogantes empero no pueden ser pasados por
alto al momento de pensar las figuras del pueblo y la comunidad desde una pers-
pectiva política en la que la cuestión de la visibilidad y la mediación institucional
adquieren un lugar central.
Como se había dicho anteriormente, frente a la masificación entendida como
mediocridad y achatamiento, un pueblo se afirma a sí mismo como una experien-
cia compartida de apertura. Pero no se trata aquí de la simple apertura constitu-
tiva de la existencia del hombre como tal, sino de un modo «señalado» de ella, el
estar resuelto, que, ligado al estar con otros, es comprendido por Heidegger
como un «común comprometerse con la misma causa [que] es determinado a
partir del ser ahí expresamente asumido» (SZ, 123). Se trata entonces de una
común afirmación en lo mismo que, sin embargo, no orienta o limita la libertad
de los otros en algún sentido, sino que los deja en plena libertad. La «misma
causa» no podría referirse entonces a un programa o conjunto de normas u ob-
jetivos determinados que antes que liberar, acotaría las posibilidades de los otros.
Se trata más bien del compromiso en el lazo mismo entre los hombres carente de
toda determinación positiva, la simple vinculariedad. Se percibe de este modo la
particular articulación de la convivencia propia, que se constituye como una ins-
tancia de decisión a nivel ontológico que tiene como correlato problemático una
indeterminación a nivel óntico: el estar resuelto en cuanto tal no puede tener un
contenido positivo,31 ya que esto sería una fijación, un cierre de la apertura que
la resolución es. Esto es justamente lo que caracteriza el abordaje esteticista de
Heidegger: la elusión de la actualización concreta de las transformaciones que
tiene lugar en el plano ontológico. Se da aquí una particular articulación entre
decisión ontológica e indeterminación óntica que se expresa más claramente en
los fenómenos que en el § 74 Heidegger liga al acontecer del pueblo como des-
tino común: la comunicación [Mitteilung] y la lucha [Kampf] (SZ, 384).32

31. Al referirse a esta particular indeterminación de la resolución Löwith ironizaba respecto de la


recepción de dicho concepto: «En Ser y tiempo, cuyos jóvenes lectores estaban resueltos sin saber a
qué…» (Löwith, Karl, Heidegger Denker in dürftiger Zeit. Frankfurt a/M, S. Fischer Verlag, 1953,
p. 15. El mismo «chiste» aparece puesto en boca de «un estudiante» en Löwith, Karl, Mein Leben in
Deutschland vor und nach 1933. Ein Berich. Stuttgart, J.B. Metzlersche Verlagsbuchhandlung, 1984,
p. 29. La referencia corresponde a dos textos (pp. 27-42) que en conjunto son una variante de «Les
implications politiques de la philosophie de l’existence chez Heidegger», aparecido en 1946 en Les
Temps Modernes 2, 1946, pp. 343-360.
32. Es llamativo que ni Gaos ni Rivera traduzcan en este pasaje Mitteilung por «comunicación». El
primero vierte «coparticipación» y el segundo «compartir». En lo restantes pasajes, cuando se refiere

302
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

El fenómeno de la comunicación es abordado en su sentido «existencial fun-


damental» en el § 34 de Ser y tiempo y se refiere fundamentalmente al discurso
como una de las determinaciones existenciales del hombre. Según Heidegger en
la comunicación tomada en este sentido fundamental «se constituye la articula-
ción del convivir que comprende» (SZ, 162). Ligada intrínsecamente al discurso,
la comunicación también se modaliza propia e impropiamente. La comunica-
ción impropia está ligada a los fenómenos de las habladurías y la ambigüedad.33
Es decir, un modo de expresarse en el que los otros son comprendidos como
una cosa que tiene sentimientos y vivencias que puede traficarse mediante pro-
posiciones. La comunicación propia, constitutiva del modo propio de ser de un
pueblo, en cambio, tiene que darse de modo tal que sustraiga la existencia del
hombre de la cotidianeidad. Heidegger señala dos modos posibles: la poesía y
el silencio.
Respecto del primero sostiene Heidegger: «La comunicación de las posibilida-
des existenciales de la disposición afectiva, es decir, la apertura de la existencia,
puede convertirse en finalidad propia del discurso “poetizante”» (SZ, 162). En
Ser y tiempo no hay un desarrollo ulterior del discurso poético; para una articu-
lación específica de la poesía con el pueblo es preciso atender al seminario dic-
tado el semestre de invierno 1934/35, Los himnos de Hölderlin «Germania» y
«El Rin».34 El texto se encuentra al final del período más intenso de la reflexión
heideggeriana sobre el pueblo. En él persiste la impronta politizante de los con-
ceptos de su filosofía de la existencia, pero ya se percibe un repliegue de las te-
máticas específicamente políticas. Así pues, como si se tratara de una explicita-
ción de la mención en Ser y tiempo, la poesía es entendida aquí como el elemento
fundamental a partir del cual es posible romper con la cotidianeidad:

Queremos verificar si aún estamos en el ámbito de poder de la poesía, pero no mediante discusiones
generales sobre el arte y la cultura, sino en tanto hemos abandonado una poesía y su poder, y no una

al lenguaje, sí emplean «comunicación». Lo que llama la atención es que existen múltiples pasajes en
los que Heidegger liga la comunicación a la existencia propia y, con ella, al pueblo y la comunidad.
También Marcia Sá Cavalcante Schuback vierte «participação» en su traducción portuguesa. Contra-
riamente, las traducciones al inglés, al francés y al italiano emplean diversas variantes de «comunica-
ción» (se han revisado las traducciones inglesas de John Macquarrie/Edward Robinson, Joan Stam-
baugh y la de Thomas Sheehan/Corinne Painter en su artículo «Choosing One’s Fate: A Re-Reading
of Sein und Zeit § 74», Research in Phenomenology, XXVIII (1999), pp. 63-83; en francés la de
Emmanuel Martineau y la de François Vezin; en italiano la de Pietro Chiodi y la de Alfredo Marini).
33. Véanse los §§ 35-37 de SZ.
34. Heidegger, Martin, Hölderlins Hymnen «Germanien» und «Der Rhein», GA 39. Frankfurt a/M,
Vittorio Klostermann, 1999. En adelante HHGR. Para la relación entre poesía y política a partir de
una abordaje de este texto, véase De Beistegui, Miguel, Heidegger & the Political. Dystopias, op. cit.,
pp. 87-113.

303
rodrigo páez canosa

poesía cualquiera, sino sólo y directamente la poesía de Hölderlin. Puede ser entonces que algún día
tengamos que sustraernos de nuestra cotidianeidad e ingresar en el poder de la poesía, de modo tal
que ya no podamos volver a la cotidianeidad del mismo modo en que la dejamos (HHGR, 22, subra-
yado de RPC).

La posibilidad de sustraerse se liga pues a una particular constitución de lo co-


mún con el discurso poético como fundamento. Como se señaló anteriormente,
la apertura, vehiculizada en este caso por la poesía, no sustrae al hombre de su
vida cotidiana y lo vuelve un eremita, así como tampoco es el origen de comuni-
dades o logias secretas, sino que produce un modo diverso de habitar esa cotidia-
neidad; modo que sin embargo permanece indeterminado y no podría dejar de
estarlo. La poesía se afirma entonces como lenguaje originario de un pueblo
(HHGR, 74). Es entendida en este texto como la dimensión primordial a partir
de la cual nace la existencia histórica de un pueblo, y es desde la poesía que nace
a su vez el verdadero conocimiento filosófico, y de ambos se obtiene la existencia
estatal-política de un pueblo:

Ya oímos que la existencia histórica del pueblo, ascenso, cima y descenso surge de la poesía y de ésta
surge el saber propio, en el sentido de la filosofía, y de ambos surge la obtención de la existencia de
un pueblo como pueblo a través del Estado y la política. Este tiempo originario e histórico de los
pueblos es por lo tanto el tiempo de los poetas, pensadores y fundadores de Estado, es decir, de
aquellos que propiamente fundan y fundamentan la existencia histórica de un pueblo. Ellos son
propiamente los creadores (HHGR, 51).

Se especifica así el sentido de la comunicación en cuanto determinación existen-


cial, y la poesía aparece justamente como su modo originario, como uno de los
fenómenos que dejan ver el poder del destino común como acontecimiento del
pueblo y la comunidad. Este «tiempo originario» de los creadores es justamente
el instante de la apertura que en este pasaje encuentra en la poesía la operación
más originaria.35
El otro modo de darse de la comunicación propia es el silencio. Afirma Heide-
gger en el § 34 de Ser y tiempo:

35. Véase también HHGR, 144: «la verdad del ser ahí de un pueblo es fundada originariamente por
los poetas», luego esa verdad es conceptualizada por los pensadores y, por último, son los que a par-
tir de ella crean el Estado conforme a la esencia del pueblo así determinado. En un discurso de no-
viembre del mismo año Heidegger identifica a estas tres figuras como «poderes fundamentales»
[Grundmächten] (RZL, 318) de un mismo «acontecimiento fundacional», la prioridad en ese sentido
no es temporal, ni histórica, sino relativa al modo de aparición de la verdad: ésta nunca se desvela
originariamente en la política para luego ser pensada y poetizada. Ver Heidegger, Martin, «Die gegen-
wärtige Lage und die künftige Aufgabe der deutschen Philosophie», en Reden und andere Zeugnisse
eines Lebenweges, GA 16. Frankfurt a/M, Vittorio Klostermann, 2000, p. 318 (en adelante RZL).

304
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

Sólo en el auténtico discurrir es posible un verdadero callar. Para poder callar, el ser ahí debe tener
algo que decir, esto es, debe estar él mismo verdadera y fructíferamente abierto. Entonces el silencio
manifiesta algo y acalla la «habladuría». El silencio, en cuanto modo del discurso, articula en forma
tan originaria la comprensibilidad del ser ahí, que es precisamente de él de donde proviene la autén-
tica capacidad de escuchar y el convivir transparente (SZ, 165, subrayado final de RPC).

Así, en el contexto de su comprensión del discurso como categoría existencial, el


silencio aparece como el modo propio de la comunicación en la medida en que
no determina ni domina al otro a partir de un contenido transmitido. Sólo en la
indeterminación del silencio el otro queda plenamente libre, ligado exclusiva-
mente a la comunicación en cuanto tal. El pueblo y la comunidad como modo
propio de convivencia en el que los hombres se vinculan en el modo liberador
encuentra así en la indeterminación óntica del silencio, la resolución por la pura
relación constitutiva del estar con otros propio. De allí que la figura del silencio
vuelva con fuerza en el desarrollo heideggeriano del estar resuelto en el § 60.
Puesto en relación con el fenómeno de la conciencia como el «testimonio, ínsito
en el ser ahí mismo, de su poder ser más propio» (SZ, 295), el silencio aparece
como el modo en que el discurso se articula en el «querer tener conciencia» cons-
titutivo del estar resuelto:

El ser ahí da a entender en la llamada su poder-ser más propio. Por eso, este llamar es un callar. El
discurso de la conciencia jamás habla en voz alta. La conciencia sólo llama callando, es decir, la lla-
mada viene de la silenciosidad de la desazón, y llama al ser ahí a retomar, también callando, al silencio
de su ser. El querer-tener-conciencia comprende, pues, en forma adecuada este discurso silente úni-
camente cuando calla. El silencio hace callar la habladuría del uno (SZ, 296).

La salida del modo impropio de la cotidianeidad no tiene lugar mediante un


nuevo discurso, sino mediante el silencio como fenómeno de apertura a la pura
comunicación en cuanto tal, es decir, sin un contenido proposicional alguno. Allí
se abre la posibilidad de un estar con otros propio, donde ninguno busca trans-
mitir nada a otros, haciendo depender el vínculo de lo transmitido, sino donde la
convivencia consiste, justamente, en dejar al otro libre, sin imposición o determi-
nación alguna sobre él.36

36. Sobre el silencio véase el § 5 del seminario «De la esencia de la verdad» del semestre de invierno
33/34 (en Heidegger, Martin, Sein und Wahrheit, GA 36/37. Frankfurt a/M, Vittorio Klostermann,
2001, en adelante SW). Allí Heidegger afirma que «el poder callar como discreción es el origen y fun-
damento del lenguaje» (SW, 112). También en HHGR, 70 y 218, donde puede leerse: «Cualquier si-
lencio premundano es más poderoso que todos los poderes humanos». En las antípodas de esta in-
terpretación Radloff busca conectar la comunicación con la retórica como medio para la aparición de
una esfera pública bajo la modalidad propia de la existencia. El pueblo y la comunidad se constitui-
rían en el «espacio dialógico de lo político». No es de extrañar que el autor omita por completo el
tratamiento heideggeriano del silencio. Véase Radloff, Bernhard, Heidegger and the Question of

305
rodrigo páez canosa

El otro fenómeno donde se revela el acontecer del pueblo como destino común
es el de la lucha. En Ser y tiempo nada se dice explícitamente sobre ella salvo su
mención en el § 74. Las menciones posteriores, en los primeros años del 30, pre-
sentan registros variados. Siempre ligados de un modo u otro a la coyuntura,
tienen lugar tanto en seminarios académicos, en los que lo liga a los griegos,
como discursos e intervenciones públicas. Aun en el marco de esa diversidad
Heidegger busca establecer un sentido específico del concepto. Independiente-
mente de la fuente primaria para comprenderlo (si se trata de un concepto to-
mado en su origen griego para luego «aplicarlo» al presente o es un concepto
nacido de la situación política alemana que luego es transpuesto anacrónicamente
al estudio de la Antigüedad clásica), es clara la búsqueda de Heidegger por brin-
dar una dilucidación filosófica de la lucha para situarla en el núcleo de su com-
prensión del pueblo.
Por su relevancia, el discurso de asunción del rectorado en 1933 es una referen-
cia ineludible para comprender la economía del concepto de lucha. Allí aparece
referida a la «comunidad de lucha de profesores y alumnos» (RZL, 116) y se
percibe con claridad la particular torsión que Heidegger le imprime al concepto,
marcado por una doble estetización. Por un lado, la que llega de la literaturiza-
ción de la guerra en las «novelas del frente», en particular la obra de Ernst Jünger.
El lugar de fundamento que ocupa la lucha en textos como La lucha como expe-
riencia interior y Tempestades de acero se orienta a delinear una figura antagónica
a la cultura burguesa que, en clave nietzscheana, sitúa el peligro por sobre la se-
guridad como determinación principal de la existencia.37 En ese sentido no se
trata de un intento de comprensión de las transformaciones de la guerra a partir
de 1914 y sus consecuencias políticas y sociales, sino de un llamado a una trans-
formación vital: «[La guerra] nos ha educado para la lucha y seremos luchadores
mientras existamos».38 La caracterización exaltada de la guerra y los efectos que
produce son así recursos dispuestos para tal fin. Heidegger se nutre de esta ca-
racterización estetizada de la lucha y de su potencia transformadora. Para Jünger
sin embargo la experiencia de la lucha remite en última instancia siempre a la
guerra, el combate efectivo, la trinchera y la lucha hombre a hombre,39 y es desde
allí que debe extenderse al resto de la experiencia. Heidegger en cambio opera

National Socialism. Disclosure and Gestalt. Toronto, University of Toronto Press, 2007. Especial-
mente pp. 62-83.
37. Véase Rossi, Luis Alejandro, «La lucha. Variaciones de un motivo», en Jorge Dotti y Julio Pinto
(comps.), Carl Schmit. Su época y su pensamiento. Buenos Aires, Eudeba, 2002, pp. 57-87.
38. Jünger, Ernst, Der Kampf als inneres Erlebnis. Berlin, E. S. Mittler & Sohn, 1926, p. 4.
39. Así aparece en los textos referidos, pero también en Jünger, Ernst, Der Arbeiter. Herrschaft und
Gestalt. Stuttgart, Klett-Cotta, 1981 (1932), p. 28.

306
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

una nueva estetización y sitúa la lucha como una experiencia que reconduce a la
esencia de las cosas, pero no necesariamente ligada al combate armado o cuerpo
a cuerpo. La lucha parece extenderse a todas las instancias fundamentales de la
constitución de un pueblo resuelto.40
En el marco del discurso rectoral Heidegger define estas instancias como «ser-
vicios» a los que el estudiantado alemán se encuentra ligado y que constituyen su
«libertad» (RZL, 113).41 El «servicio del saber» [Wissensdienst] se orienta al com-
promiso de la universidad con la formación de «el funcionario y el profesor, el
médico y el juez, el sacerdote y el arquitecto». Sin necesidad del combate efec-
tivo, aquí también, en la trinchera de la ciencia y el conocimiento, la lucha se
constituye como la experiencia que reconduce a profesores y alumnos a la esen-
cia del saber y los acomuna de ese modo con el pueblo: «Todas las capacidades
de la voluntad y el pensamiento, todas las fuerzas del corazón y las habilidades
del cuerpo deben quedar desarrolladas mediante la lucha, espiritualizadas en la
lucha y acreditadas como lucha» (RZL, 116).
En tanto constitutiva y constituyente del pueblo, la lucha aparece como una
experiencia capaz de mantener la unidad por sobre las tensiones entre las partes
que la conforman. Así, en su ambigua afirmación de la autonomía universitaria,42

40. Heidegger afirma explícitamente que no se trata de una posición militarista. En su elogio del es-
píritu del frente sostiene la necesidad de una «conquista espiritual y una transformación creativa de
la guerra» (RZL, 300). Al abordar el fragmento 53 de Heráclito Heidegger cambia la traducción
clásica de pólemos por «guerra» y vierte «lucha» para evitar una interpretación militarista que no
capta el sentido fundamental, filosófico, del fragmento, que, según él, sí se aprehende con la segunda
opción (SW, 90-91).
41. Sobre estos «servicios», véase Rossi, Luis Alejandro, «La autoafirmación de la nación alemana…»,
op. cit., pp. 151-155, y Kisiel, Theodore, «The Seminar of Winter Semester 1933-34 within Heidegger’s
Three Concepts of the Political», en Martin Heidegger, Nature, History, State. 1933-1934, translated
and edited by Gregory Fried and Richard Polt. London/NY, Bloomsbury, 2013, pp. 127-149.
42. Según Grosser es en el campo de las ciencias y de la universidad donde se encuentra el pensa-
miento político de Heidegger, en el sentido más corriente del término, ya que es allí donde piensa
concretamente las instituciones y propone reformas concretas. Véase Grosser, Florian, Revolution
denken. Heidegger und das Politische 1919 bis 1969. München, Verlag C.H. Beck, 2011, p. 28. Para
un tratamiento cronológico (de 1911 a 1933) del pensamiento de Heidegger acerca de la política
universitaria, véase Thompson, Iain, «Heidegger and the Politics of the University», Journal of the
History of Philosophy, vol. 41, 2003, pp. 515-542. El autor señala la unidad del período 27-33, es
decir, entre Ser y tiempo y el discurso rectoral, en lo que se refiere a la universidad. Destaca la influen-
cia del diagnóstico negativo de Spengler y el intento de Heidegger de situar a la filosofía en un lugar
privilegiado en la universidad y a ésta en el movimiento político nazi como modo de revertir esa
decadencia. Para un tratamiento de las ideas heideggerianas acerca de una reforma universitaria en
contrapunto con Jaspers, véase Denker, Alfred, «Martin Heidegger, Karl Jaspers un die Universitäts-
reform (1919-1933)», en Alfred Denker und Holger Zaborowski (Hrgs.), Heidegger und der Natio-
nalsozialismus II (Heidegger-Jahrbuch 5). München, Verlag Karl Albert Freiburg, 2009, pp. 32-45.
Desde otra perspectiva, para una lectura despolitizada del discurso rectoral, que lo entiende como un
intento de superar la metafísica de la voluntad de poder a través de la pregunta por la propia identidad

307
rodrigo páez canosa

Heidegger remite a la lucha para afirmar al mismo tiempo la adhesión resuelta de


la universidad al nuevo orden sin renunciar a una administración independiente.
No rechaza la conducción del Führer, pero tampoco se desconoce la tensión con
él. «Toda conducción debe conceder fuerza propia al séquito. Toda adhesión
empero conlleva resistencia. Esta oposición esencial entre conducción y adhesión
no debe ser borroneada ni eliminada» (ibid.). Porque no es la relación entre con-
ducción y séquito lo que constituye una comunidad, sino el compartir un mismo
«estado de ánimo» que tiene lugar en y por la lucha: «Sólo la lucha mantiene la
oposición abierta e implanta en toda la corporación de profesores y estudiantes
aquel estado de ánimo fundamental a partir del cual la autoafirmación delimitada
habilita la autorreflexión resuelta para una correcta autogestión» (ibid.).
Si la comunidad de lucha de profesores y estudiantes se abre al mundo bajo la
Grundstimmung adecuada, el compromiso con el pueblo está sellado y la univer-
sidad puede mantener su autonomía: en la lucha común parece reinar una armo-
nía entre conductores y conducidos.
Bajo esa impronta pues aparece también en ese año la figura del Führer. En un
posicionamiento similar al de Jünger, es decir, de adhesión incómoda al nazismo,
Heidegger busca situar el momento decisivo por fuera de la voluntad del conduc-
tor. Ni ésta es por sí misma ley, ni tampoco un mandato al que se obedece por
tradición, temor, seguridad o fundamento racional. Ajeno a toda mediación re-
presentativa o institucional, la posición del Führer pierde la centralidad que las
diversas figuras de la soberanía poseen en el pensamiento político moderno. No
es su autoridad lo que lo sitúa en una posición de mando, sino su capacidad de
escucha y obediencia a la «ley interna del pueblo».

Sólo quien es capaz de oír y obedecer verdaderamente puede también conducir. Conductor no es
aquel que está ante-puesto [vo­r-gesetz]43 a los otros, sino aquel que puede oír incondicionalmente a
los otros y obedecer resueltamente la ley. Conductor es aquel que hace más que los otros, porque
soporta más, arriesga más y sacrifica más (RZL, 300).

en un sentido «específicamente filosófico y no económico-político», véase Blok, Vincent, «An-


merkungen zu Martin Heideggers Die Selbstbehauptung der deutschen Universität», en Alfred
Denker und Holger Zaborowski (Hrgs.), Heidegger under Nationalsozialismus II, op. cit., pp. 46-64.
Sobre la cuestión de la reforma y la autonomía universitaria, véase también, en el mismo volumen,
Grün, Bernd, «Martin Heidegger als Gleichschaltungsrektor. Eine vergleichende Studie anhand der
Rektoratsreden des Jahres 1933», pp. 76-109.
43. Se pierde en el español el juego que Heidegger realiza con este verbo, ya que el participio de
setzen (gesetz) tiene, cuando es sustantivado (Gesetzt), el sentido de ley. Así, al negar que el conduc-
tor se antepone a los otros, está afirmando además que tampoco está situado antes de la ley, cosa que
constituye un rasgo característico de las figuras clásicas de la soberanía.

308
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

El Führer no es custodio de la Constitución, tampoco el presidente, ni el parla-


mento. La perspectiva esteticista de Heidegger se trasluce en la elisión de una
argumentación jurídico-política, diluye en gran medida la cuestión de la perso-
nalidad política y desplaza hacia su concepción abstracta y estetizada de la lucha
y la comunión inmediata las situaciones capaces de producir y sostener la unidad
de un pueblo.

El poder de la lucha reina en todo el ser de las cosas y los hombres doblemente: como el poder crea-
dor y como poder de preservación. La lucha no sólo crea para retirarse de las cosas una vez que se
han establecido y han encontrado su realidad, sino que la lucha preserva y gestiona también sola las
cosas en su existencia esencial (RZL, 283).

Esta concepción de la lucha constituye pues el modo de ser de la existencia


propia de una comunidad. El pueblo sólo existe por y en esta lucha ontologi-
zada, toda merma en su intensidad reconduce la existencia a su modalidad im-
propia: «Sobre todas las cosas entonces, donde cesa la lucha creadora, comienza
la quietud, la paridad, la mediocridad, lo tibio, lo inofensivo, lo atrofiado y la
caída» (ibid.).
La dilucidación filosófica del concepto de lucha en el marco de las clases dic-
tadas por Heidegger se encuentra principalmente en los seminarios del 1933 y
1934 reunidos bajo el título Ser y verdad.44 Aun cuando los cursos giran en
torno a textos y problemáticas clásicas, Heidegger sitúa la filosofía explícita-
mente en un lugar fundamental para comprender y actuar en su presente polí-
tico. Por ello sus reflexiones aquí acerca de la lucha ofrecen un aporte funda-
mental para comprender su conceptualización del pueblo propio y lo político.
En primer lugar se encuentra una importante referencia a la lucha en la intro-
ducción a «La pregunta fundamental de la filosofía». Allí Heidegger indaga la
relación entre el presente del pueblo alemán y la filosofía, y define esta última
como «la ininterrumpida lucha que pregunta por la esencia y el ser del ente»
(SW, 8). En la misma dirección que la estetización llevada a cabo en los discur-
sos, pero con referencia al pensar y su intento de articularlo con lo político, la
lucha aparece como la modalidad específica en la que se lleva adelante la pre-
gunta por el ser del pueblo; es el modo del interrogarse en el que se descubre la
misión histórica de un pueblo:

Nos buscamos en la medida en que nos preguntamos quiénes somos. ¿Quién es este pueblo de esta
historia y de este destino común en base a su ser?
Tal preguntar no es en modo alguno un cavilar superfluo por curiosidad, este preguntar es por
el contrario el más alto cometido espiritual, es la actuación más esencial. En tal preguntar sostene-

44. Véase nota 36.

309
rodrigo páez canosa

mos nuestro destino; nos sostenemos a nosotros mismos hacia fuera en la oscuridad de la necesi-
dad. Este preguntar en el que nuestro pueblo sostiene su existencia histórica, sostenida enteramente
mediante el peligro, sostenida hacia fuera en la magnitud de su misión, esta pregunta es su filosofar,
su filosofía (SW, 4).

El pueblo llega a ser verdaderamente pueblo en el ejercicio de la filosofía enten-


dida como lucha. Heidegger articula así la doble torsión que hace de la filosofía
una pieza fundamental para la política y de la lucha una práctica extendida mu-
cho más allá de cualquier enfrentamiento efectivo y que se yuxtapone con el
pensar en su más alto grado de intensidad. En su vínculo intrínseco con la histo-
ricidad, a este preguntar también es inherente la indeterminación, pues no puede
determinarse sin dejar de ser pregunta. En la lucha, i.e. en el interrogarse dejado
abierto, es que acontece el pueblo histórico. Así pues, en este particular abordaje
Heidegger ratifica los lineamientos centrales de su comprensión de la lucha.
El desarrollo específico de este concepto se encuentra principalmente en la
interpretación heideggeriana del fragmento 53 de Heráclito en la introducción a
«De la esencia de la verdad» (SW, 83-126). El análisis se extiende a la alegoría
platónica de la caverna (SW, 127-229) y ocupa un lugar central en el § 39 que
cierra el seminario (262-264). En su desarrollo Heidegger busca determinar la
lucha como poder originariamente productivo y conservador, pero ¿de qué?
¿Cuál es su rendimiento? Heidegger lo expresa mediante el recurso a conceptos
del fragmento heraclíteo:

ἔδειξε — ha expuesto [stellt heraus], έποίησε — ha dejado que lleguen a ser [läßt hervor-kommen].45
Con ello debe quedar claro: el llegar-al-ser de un ente en y por la lucha es un llegar a ser expuesto.
¿Adónde — fuera y afuera? En la visibilidad y perceptibilidad de las cosas en general, es decir, en la
manifestabilidad, el desocultamiento, la verdad. De la misma manera el ποιεῖν no es sólo un hacer,
sino el dejar surgir fuera, en el que fuera quiere decir, fuera a partir de la previa ausencia y oculta-
miento en el pre-ponerse, de modo que el ente está en la manifestabilidad, es decir, «es».
La lucha trae el ente al ser, y eso quiere decir igualmente: lo expone en el desocultamiento, en la
verdad (SW, 117-118).

Es en ella y por ella que la verdad y el ser se manifiestan. Pero no se trata aquí de
un manifestarse empírico. La verdad heideggeriana no es positivista, se trata en
todo caso de la condición previa a la verdad en el sentido de lo sensible, de la
condición de manifestable y perceptible que tiene que preceder la manifestación

45. Véase el abordaje del mismo fragmento (con alguna variación en la traducción) en HHGR, 125.
Allí sigue una interpretación similar y busca conectar la lucha con la armonía (presente en el frag-
mento 53 de Heráclito) como dos conceptos solidarios: «Pues cuando todo lo ente se encuentra en
armonía, entonces directamente la disputa y la lucha tienen que determinar todo a partir del funda-
mento». Véase más adelante el tratamiento de la armonía con relación al acontecer del pueblo.

310
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

y la percepción efectivas. En el marco del fragmento heraclíteo Heidegger pone


la lucha como aquello que saca la verdad a la luz, en el sentido de un manifestarse
propio del ser de los entes y particularmente de la existencia humana.
Con base en esta caracterización filosófica le imprime a continuación un cariz
político y de actualidad: ella es capaz de oponerse y destruir el «gran obstáculo»,
que no es otra cosa que «toda la historia previa de la existencia occidental, en
cuya tradición estamos y cuyo poder se vuelve tanto más resistente, cuanto más
originario e inevitable resulta la gran transformación de la existencia del hombre»
(SW, 119). Y denuesta a continuación a quien desde un «nacionalsocialismo libe-
ral que chorrea ingenuidad y afectación y excitación juvenil» (ibid.) busca refutar
al liberalismo sin atender a que no se trata más que de un epifenómeno, y que lo
decisivo no radica en contraponer una «teoría erudita sobre el concepto de ver-
dad» a otra, sino en la «comprensión o incomprensión activa del momento cru-
cial del mundo, en el que ingresa el espíritu de esta tierra» (SW, 120).46 El abordaje
del fragmento de Heráclito no pretende ser pues una búsqueda filosófica desin-
teresada, sino un medio de acercarse a la esencia de la verdad con vistas a lograr
que el «ser ahí propio» se decida (ibid.).
Todo el seminario gira en torno a esta comprensión de la filosofía como lucha,
como vehículo de un despertar esencial en la decisión capaz de trabajar para una
transformación fundamental de la existencia en el presente. Los griegos son la vía
de acceso a una verdad activa y activista. Tras su análisis de la alegoría platónica
de la caverna que constituye el capítulo uno del seminario, Heidegger ofrece una
clara articulación entre la filosofía, la lucha y su comprensión de lo político:

En la medida que existe el hombre está en la verdad. Pero se ve que el hombre existe como pueblo
histórico en la comunidad.
El hombre existe al mismo tiempo en la verdad y la falsedad, en el ocultamiento y el desoculta-
miento. No son dos esferas separadas, sino que estar en la verdad es cada vez un enfrentamiento, una
lucha. Perseverar en la falsedad es desistir en la lucha. Cuanto más tajante es el hombre en su histo-
ricidad, cuanto más tajantemente es conmovido y amenazado un pueblo, tanto más necesaria es la
lucha por la verdad, es decir, el enfrentamiento con la falsedad.
Esto presupone que el hombre luchador ante todo se decida por la realidad de tal manera que las
fuerzas propias determinantes del ser ahí brillen y resistan en la historia, en la realidad de un pueblo.
La realidad no puede proporcionar al pueblo puesto alguno, sino que el espíritu y el mundo espiritual
de un pueblo surge en la historia. Esto no se lleva a cabo en un espacio de tiempo hasta 1934 o 35,
sino quizás hasta 1960 (SW, 184-185).

46. La tensión entre el entusiasmo por la irrupción del nacionalsocialismo como corte con el libera-
lismo y la percepción de que éste no ha sido realmente vencido se percibe también en el seminario de
1934 sobre lógica: «Nuestra manera cotidiana de pensar todavía se afirma por completo en la base no
vulnerada del liberalismo». Heidegger, Martin, Logik als die Frage nach dem Wesen der Sprache, GA
38. Frankfurt a/M, Vittorio Klostermann, 1998 (1934), p. 148 (en adelante LFWS).

311
rodrigo páez canosa

Por un lado se expresa aquí el intento heideggeriano por politizar la filosofía y


adjudicarle un rol central en la transformación de la historia, por conectar la re-
flexión profunda acerca de las problemáticas y autores clásicos del pensamiento
occidental con la coyuntura más próxima. Por otro, se apuntala la centralidad de
la lucha como el concepto a través del cual se lleva adelante esta politización e
intento de articulación activa de reflexión e intervención. Asimismo, la economía
conceptual de la lucha tal como es presentada aquí no difiere de la presentada en
los otros textos abordados: la existencia propia de un pueblo se da en la experien-
cia de la lucha, pero resulta indecidible determinar si ella se da o no, ya que no
sólo no puede plasmarse en instituciones públicas concretas, sino que parece vi-
vir sólo de la confrontación con ellas; la lucha es ruptura con los sentidos insti-
tuidos en la cotidianeidad donde impera la mediocridad. Desde el punto de vista
moderno clásico, el sentido y la tarea principal de las instituciones públicas y el
Estado consiste en brindar seguridad al pueblo, pero es justamente allí donde
Heidegger encuentra la falsedad y el ocultamiento. La verdad radica para él en el
riesgo, en la lucha como rechazo de la seguridad, por un lado, y apertura al peli-
gro de la exposición, por otro. Sin ello no hay destino ni historia para el pueblo:
«sólo mediante la decisión de esta lucha creamos para nosotros la posibilidad de
un destino. Sólo hay destino allí donde un hombre en su libre decisión se expone
al peligro de su existencia» (SW, 264).
La lucha se refiere entonces a una modalidad de la existencia y no necesariamente
al enfrentamiento efectivo. Así en estos textos y discursos de los años 33 y 34 se
especifica y desarrolla, bajo la impronta de esos años, la mención de la lucha en el
§ 74 de Ser y tiempo. La intensidad de este concepto puede abonar una interpreta-
ción militarista de la postura heideggeriana en estos años, que él mismo se cuida de
descartar (RZL, 300). Sólo mediada por una doble estetización es que la lucha in-
gresa en su conceptualización de la existencia de un pueblo. No se trata aquí del
enfrentamiento a muerte con un enemigo político, sino la lucha con lo inesencial,
lo falso y lo mediocre.47 De allí que para Heidegger la lucha deba llevarse adelante
tanto en el servicio de las armas que se presta en el frente, como en la universidad.
Porque antes que la victoria bélica, interesa la victoria espiritual. La lucha se lleva
adelante con la espada, con la pluma y la palabra. De allí también la asociación con
la poesía como modo propio de la comunicación. El enemigo no es otro pueblo o
Estado, sino lo Umwesen y la Unwahrheit; el campo de batalla, el lenguaje.48

47. En HHGR, 22-23 la estetización de la lucha asume más marcadamente esta referencia a una opo-
sición a lo mediocre cuando toma la forma de «lucha contra nosotros» que, sumidos en la cotidianei-
dad, nos mantenemos fuera del ámbito de poder de la poesía.
48. «Lo inesencial del lenguaje puede ser comprendido entonces como peligro y resistencia, como
violencia contra la siempre renovada preservación de lo esencial frente a lo inesencial» (HHGR, 64).

312
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

En el seminario del año 1934, Lógica como pregunta por la esencia del len­
guaje,49 puede encontrase un ejemplo que expresa claramente el sentido de la
concepción heideggeriana de la lucha y una posible articulación con el silencio
como modo propio de la comunicación:

El jefe de una compañía en el frente la convoca y dice que en la noche será llevada a cabo una peli-
grosa misión. La reclutación es voluntaria. Se reclutan 20. Los enumera 1, 2, 3, 4, etc.; son meros
números los que especifica. Estos 20 se han presentado para cumplir órdenes. Este nosotros es ahora,
cuando se han vuelto a reclutar, un nosotros completamente diferente, un nosotros sobre el cual nada
es dicho. Son tan indeterminados como algo puede llegar a serlo; para no ser reconocidos deben
despojarse de todas las insignias. Están resueltos en tal medida que es posible que no sobrevivan al
día siguiente. En el momento de la enumeración se ha constituido este nosotros a través del jefe
[Führer] (LFWS, 47).50

En este ejemplo se percibe el sentido de la resolución común que constituye al


pueblo. Supone una indeterminación respecto de los sentidos e instituciones
establecidos con vistas a la producción de una unidad en otro orden, no mediada
por formas. Pues no es en la reclutación voluntaria (donde podría sospecharse la
presencia de una comprensión moderna de la subjetividad por su referencia a la
voluntad), sino en la enumeración que se produce en la indeterminación donde
se constituye el nosotros «sobre el cual no se puede hablar». La figura del Führer
aparece asimismo como aquel que lleva a la indeterminación mediante la enume-
ración. Esta última y no el mandato aparece aquí como su tarea en la constitu-
ción del pueblo. Esta unidad acontece asimismo en la inminencia de la muerte,
es decir, en la afirmación de la propia finitud y singularidad. Se conjugan así los
principales motivos que delinean el modo de existencia propio y, con él, la figura
del pueblo.
Este ejemplo, como también el fenómeno de la comunicación desarrollado
anteriormente, señalan un sentido de la figura de la comunidad y del pueblo
como modos de ser ligados a una articulación que escapa a la mediación insti-
tucional visible (los soldados se despojan de las insignias) y se articula en un

49. Heidegger, Martin, Logik als die Frage nach dem Wesen der Sprache, GA 38, op. cit. Para un
abordaje de este texto, véase Rossi, Luis, «Fenomenología del pueblo: el análisis de la identidad co-
lectiva en el curso de Martin Heidegger La lógica como pregunta por la esencia del lenguaje (1934)»,
en Res publica, 15, 2005, pp. 141-161, y, en conjunto con el seminario sobre Hölderlin, Rossi, Luis
A., «Heidegger en 1934: la crítica al liberalismo y los fundamentos de la comunidad», en Deus Mor-
talis, N° 6, 2007, pp. 247-271; Radloff, Bernhard, Heidegger and the Question…, op. cit., pp. 173-209;
Kisiel, Theodore, «Political Interventions in the Lecture Courses of 1933-1936», en Alfred Denker
und Holger Zaborowski (Hrgs.), Heidegger und der Nationalsozialismus II, op. cit., pp. 110-129.
50. Estas referencias se ligan a la llamada literatura del frente, de la que Jünger era una de las princi-
pales figuras. También en el curso del invierno 34-35 se recurre al ejemplo de los soldados. Véase
HHGR, 72-73.

313
rodrigo páez canosa

nivel ontológico. Ónticamente permanece indeterminado y, por ello, se re-


suelve en un cierto desdén por las instituciones públicas, a las que Heidegger
deja fuera de toda instancia fundamental en la constitución de la comunidad
política: «La comprensión común del uno no conoce más que el cumplimiento
o violación de la regla práctica y de la norma pública» (SZ, 288). Así pues, la
poesía y el silencio como modos propios de la comunicación, por un lado, y la
lucha, por otro, ambos son concebidos fundamentalmente como fenómenos de
desmarcación de las normas e instituciones vigentes, y se refieren así a algún
tipo de unidad fundamental que no requiere de mediación alguna ni para cons-
tituirse ni para mantenerse.
Ahora bien, si no intervienen ni insignias ni rasgo visible alguno y sólo acon-
tece en la afirmación de la propia finitud y singularidad, ¿cómo es pensado por
Heidegger el lazo que constituye al pueblo? En el seminario del 34 sobre lógica
Heidegger señala que la comunidad de singularidades sólo puede tener lugar a
partir de una coincidencia espontánea:

A pesar de que nos individualizamos en la decisión, no somos reintroducidos en esa decisión a


nosotros mismos en el sentido de un egoísmo. A través de esta decisión somos introducidos más
bien por sobre nosotros en la pertenencia conjunta al pueblo. En esta situación surge de nosotros
mismos una armonía oculta de tal modo que de hecho podemos decir «nosotros» (LFWS, 64, su-
brayado de RPC).

Pero esta armonía no es fruto de la acción de los hombres, sino algo que cae fuera
de toda previsión, construcción o comprensión: «A pesar de la separación de los
individuos conforme a decisión se cumplimenta aquí una armonía oculta, cuyo
ocultamiento es esencial. Esta armonía es en su fundamento siempre un miste-
rio» (LFWS, 59).
Un pueblo en tanto comunidad auténtica es aquel que en virtud de una miste-
riosa armonía oculta permite articular colectivamente un conjunto de singulari-
dades irreductibles e insubsumibles entre sí o a un tercero superior. Lo común
a estas singularidades no puede ser nunca algún rasgo o propiedad compartida.
Sólo en la apertura del estado extático de la decisión es posible aquella armonía
de singularidades. El pueblo existe en el instante de la decisión y sólo allí, como
afirmación de un nosotros «decidible», [entscheidungshaft] (LFWS 59) y «con-
forme a decisión» [entscheidungsmäßig] (LFWS, 60). Pero no se trata aquí de
una determinación ligada a la voluntad, núcleo de la comprensión moderna del
pueblo como sujeto político, sino al estar resuelto como apertura del ser ahí.
Frente a la comprensión del pueblo como producto de la voluntad, la inscrip-
ción en el pueblo es indeducible: «¡Existimos! ¡Listos! ¡Acontece!» [Wir sind
da! Wir sind Bereit! Es geschehe!] (LFWS, 57). Así expresa Heidegger el instante

314
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

de la existencia como pueblo y determina la destrucción de la figura del pueblo


como sujeto:

Abrimos el ser del hombre de tal modo que, en comparación a la determinación corriente del hombre
como sujeto, debemos decir: exponibilidad [Ausgesetzheit], éxtasis [Entrückung], tradición y misión
–de ese modo se disuelve el ser-sujeto, lo cósico en la caja de la conciencia es correlativamente di-
suelto, el ente se abre y de ese modo es sólo sí mismo. […] Este modo del ser-hombre nos permite
captar en primer lugar cómo y quién debe ser el ente que satisfaga por sí solo a tal ser. Este ente no
es nunca sujeto, ni tampoco un rejunte de muchos sujetos que fundan una comunidad en base a
convenios, sino que sólo puede ser el ente originariamente unificado, portador de exponibilidad,
éxtasis, tradición y misión que llamamos «pueblo». […] El ser del pueblo ni es mera presencia de una
población ni un ser animal, sino la determinación como temporalidad e historicidad (LFWS, 157).

En todos estos fenómenos constitutivos del acontecer del pueblo como destino
común aparece con claridad la particular articulación entre determinación onto-
lógica e indeterminación óntica. Tanto la poesía como el silencio expresan una
comunidad de escucha que se destruye en la nominación. La decisión fundamen-
tal y fundante de un pueblo no puede ser explicitada. Frente al pronunciamiento
o la declaración que se erigen como fundamento de las comunidades políticas
modernas, de sus normas, códigos y Constituciones, lo que allí liga es una común
escucha a un decir poético o al silencio, una comunión en el callar. La necesidad
de explicitación no puede significar más que la pérdida del lazo comunitario
fundamental porque oculta lo expuesto, trae a sí, lo fuera de sí. Con la poesía
sucede como con las bromas, si hay que explicarlas, dejan de ser lo que son, el
vínculo entre los involucrados deja de ser poético o lúdico y pasa a ser teórico,
lo que para Heidegger equivale a falso en cuanto a la existencia se refiere. La lu-
cha en el sentido desarrollado en los textos citados tiene una misma estructura:
doblemente estetizada es entendida como ruptura con lo cotidiano y mediocre,
ruptura que sin embargo no puede concretizarse positivamente. La causa común
que se erige en la inminencia de la muerte no puede ser nominada. Lo que liga no
son ni uniformes ni jerarquías, sino una afinidad implícita. Toda marca institu-
cional también aparece como señal del debilitamiento o pérdida de la comunidad
de lucha. Si los soldados precisan de insignias visibles es porque el lazo íntimo se
ha debilitado y necesitan un suplemento. Esta apelación a una comunidad espon-
tánea se percibe en las reflexiones de Heidegger acerca de las instituciones de
asistencia que se mencionan en el § 26 de Ser y tiempo. Ellas son necesarias en la
medida en que lo que opera cotidianamente es un modo deficiente de estar con
otros. Nadie se hace responsable ni del otro ni de sí mismo, y por eso es preciso
una institución suplementaria que atienda las relaciones entre los hombres. La
comunidad propia, el pueblo no precisa instituciones, si las hay es porque «in-
mediata y regularmente» nos encontramos en un modo de existencia impropio.

315
rodrigo páez canosa

Asimismo, la transformación existencial que se produce al estar resuelto no mo-


difica las instituciones establecidas sino, como se dijo anteriormente, la relación
que se tiene con ellas. La existencia de un pueblo es ónticamente indecidible. Éste
es el núcleo del esteticismo político de Heidegger.51
El estar resuelto determina plenamente el ser del pueblo en tanto éste se afirma
en esa apertura sin dejarse determinar por marcas, propiedades o signos visibles.
La constancia y estabilidad de la decisión como estar resuelto no se expresa pues
en instituciones políticas o de otro tipo. Ni los símbolos y ritos patrios, ni los
representantes y funcionarios, como tampoco las costumbres, la lengua, la histo-
ria común o los rasgos biológicos son nunca manifestaciones de un pueblo re-
suelto. Todas esas formas visibles de la existencia de un pueblo son para Heide-
gger aspectos secundarios que implican en última instancia un cierre de la
apertura propia de aquélla. Si hay una estabilidad en la decisión, ella no remite a
una duración temporal, a modos de permanencia de la voluntad en formas insti-
tucionales, sino al carácter total de su determinación sobre el ser ahí:

Estamos resueltos a algo: eso quiere decir que aquello a lo que estamos resueltos se encuentra fijo
ante nosotros determinando todo nuestro ser. No se vincula con nosotros ocasionalmente, sino que
el estar resuelto le ofrece a nuestro ser un carácter y una constancia completamente determinada. Con
ello no se refiere a composición alguna que uno lleve siempre consigo, de modo que pueda decirse
«él es un hombre capaz de estar resuelto». En el estar resuelto el hombre es introducido más bien en
el acontecer venidero. El estar resuelto es él mismo un suceso que asiendo previamente el aconteci-
miento, lo determina constantemente (LFWS, 77).

Esta determinación total del estar resuelto es la que permite el modo propio de
existencia del ser ahí que, como se señaló anteriormente, no es un mero abrirse
al mundo, sino una apertura que se proyecta: «Con el estar resuelto nos encon-
tramos en el ámbito de la historia» (LFWS, 78). No se trata para Heidegger de
dejar de ser determinado por las instituciones y sentidos vigentes para entregarse
sin restricciones a un acontecimiento puro, sino de afirmarse históricamente en
esa apertura.

51. Lacoue-Labarthe también identifica en el pensamiento heideggeriano un rasgo esteticista. Pero,


contrariamente al sentido aquí desarrollado, lo liga a la producción del lenguaje como mito. Frente
a la concepción extática del ser ahí, la introducción de la figura del pueblo revelaría cierta inconsis-
tencia en Heidegger, puesto que aquél se caracterizaría por su fuerza autopoiética. La poesía es
aquella fuerza creadora de la propia esencia en el lenguaje. De allí que indique los textos posteriores
al 34 como aquellos donde tiene lugar dicho esteticismo, y no tanto Ser y tiempo y los textos cerca-
nos, que estarían más ligados a la idea heideggeriana de ciencia. Véase Lacoue-Labarthe, Phillipe, La
ficción de lo político. Heidegger, el arte y la política, traducción española de Miguel Lancho. Madrid,
Arena, 2002, pp. 76 y ss.

316
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

En un pasaje similar del § 75 de Ser y tiempo se afirma que el estar resuelto


constituye la fidelidad [Treue] de la existencia con el sí mismo (SZ, 391). Es
decir, con un estado de abierto del ser ahí y no con un determinado modo de
ser positivo. La estabilidad [Stätigkeit] no remite pues a formas de permanencia
o aparición de la decisión tomada, tal como sucede en la doctrina del poder
constituyente de Sieyès a Schmitt, sino a una suerte de determinación origina-
ria que, aunque intraducible a formas visibles, debe estar a la base de toda
afirmación existencial. Si atendemos a los escasos e imprecisos ejemplos que
ofrece Heidegger, estos instantes decisivos se ligan a los momentos de mayor
intensidad política y estética, como podrían ser la decisión de los alemanes por
Hitler o la poesía de Hölderlin. Sin duda esos momentos son singulares y el
estado de apertura que los caracterizaría no podría regularizarse sin dejar de ser
lo que es. La mediocridad de la cotidianeidad por otra parte es una modalidad
ineludible de la existencia del hombre. Aunque no se encuentra tematizada
explícitamente por Heidegger, habría algún tipo de determinación de los ins-
tantes existenciales decisivos sobre el modo de ser impropio. Aun cuando no
desarrolle –ni sea posible– una argumentación clara y coherente al respecto, a
sus ojos la cotidianeidad de la antigua Atenas es sin duda diversa y más «con-
forme a la decisión» de la que se vivía en la Alemania liberal de Weimar o en
los Estados Unidos del veinte.52
Es necesario establecer sin embargo algunas precisiones respecto a la concep-
tualización del estar resuelto, ya que en el seminario sobre la lógica de 1934 se
producen algunos desplazamientos conceptuales. Con relación a la historicidad
es posible señalar algunas indicaciones ulteriores a su desarrollo en Ser y tiempo.
Por un lado, mientras que en el texto de 1927 aparece ligada fundamentalmente
al acontecimiento como el instante de la afirmación resuelta que da existencia al
pueblo en cuanto tal, en el curso de 1934 ese instante es escandido en tres mo-
mentos que constituyen la determinación [Bestimmung] del pueblo. En primer
lugar misión y envío [Auftrag und Sendung] mientan los modos de apertura al
futuro y el haber sido como los éxtasis temporales fundamentales. En segundo
lugar aparece el trabajo [Arbeit] como referencia al presente en cuanto instante,
en el sentido del «hacerse presente» entre las cosas y los otros, y en la creación

52. Aunque no ofrece ejemplos históricos, Grosser brinda una suerte de tipificación de la evolución
del sentido de comunidad en Heidegger. Así mientras que en Ser y tiempo se delinearía un tipo mo-
nástico de comunidad, pre o subpolítico, en los años 33 y 34 se trataría de «un modelo total, i.e., una
comunidad unificada y rectificada (gleichgeschaltet-gleichgerichtet Gemeinschaft)». Véase Grosser,
Florian, «Zwischen Gleichschaltung und robustem Pluralismus. Volten des “Mitseins”», en Paul
Sörensen y Nikolai Münch (Hg.), Politische Theorie und das Denken Heideggers. Bielefeld, Trans-
cript Verlag, 2013, pp. 21-42.

317
rodrigo páez canosa

de obras, pero ni como un mero yacer ahí ni como un acto de inspiración del yo,
sino siempre a partir del futuro y lo sido como determinaciones históricas. Es
decir, nuestra posición y comportamiento tomados en su totalidad, el modo en
que nuestra existencia se referencia con el mundo y los otros hombres, lleva
siempre consigo inscriptas una tarea y un lazo con aquello que nos sobreviene
desde lo sido:

… en cuanto comportamiento fundamental del hombre el trabajo es el fundamento de la posibili-


dad de ser con y por los otros. El trabajo en cuanto tal, incluso cuando es realizado por un indi-
viduo, saca al hombre de sí y lo pone en el ser compartido [Mitsein] con y por los otros. Este éx-
tasis en la exponibilidad acontece en la medida en que el hombre esté arrojado sobre la tradición
(LFWS, 156).

El trabajo aparece así como una radicalización de los motivos del cuidado, ya que
el ser entre las cosas y con los otros común a ambos no expone ahora el modo de
ser del hombre en el mundo sin más, sino determinado por una tarea histórica,
es decir, en el modo de ser propio: «El trabajo no como ocupación cualquiera,
sino como la realización, el carácter y la disposición de aquello que en nuestra
existencia histórica está en obra como tarea» (LFWS, 134). Sólo trabaja un pue-
blo que está resuelto, que existe propiamente. La tarea, la decisión por la tradi-
ción no mientan un obrar determinado, sino la apertura al acontecimiento. Si hay
una transformación del ser, no se vehiculiza mediante la praxis, sino gracias a
aquella apertura. De allí que, aun en el marco de un léxico de la acción, el trabajo
se articule bajo la lógica del acontecimiento que dificulta su comprensión como
alguna forma de praxis política.
Además de esta articulación de los tres éxtasis temporales Heidegger señala un
tercer aspecto de la determinación del pueblo, el estado de ánimo [Stimmung].
Ya presente en Ser y tiempo y otros seminarios de este período, este concepto
indica una determinación de aquellos tres en cuanto totalidad. La historicidad no
sólo se constituye como una apertura en la que se encuentran implicados lo sido,
el presente y el futuro, sino que además esa apertura en cuanto tal se encuentra a
su vez modalizada. El estado de ánimo es lo que determina la apertura o la cerra-
zón a lo histórico qua acontecimiento y su grado. En Ser y tiempo, por ejemplo,
se destacaba la angustia como la Stimmung propia de la apertura (SZ, 184 y ss.).
En el curso del 34 por su parte Heidegger señala los grandes estados de ánimo
como aquellos que determinan silenciosamente las gestas de los grandes hombres,
y los pequeños como aquellos que se perciben públicamente y hacen gala de sí
mismos bajo la forma de lo penoso [Jämmerlichkeit] o de un desenfado insípido
[fader Ausgelassenheit] (LFWS, 130). Es decir, mientras que las Stimmungen
pequeñas determinan el modo de ser de la cotidianeidad, impropio y cerrado al

318
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

acontecimiento, las grandes determinan la creación de una gran acción u obra


que sólo puede tener al pueblo como fundamento: «una gran obra sólo es posible
gracias a un estado de ánimo fundamental, y por cierto al estado de ánimo fun-
damental de un pueblo» (LFWS, 130). Al igual que en el caso del trabajo, el lé-
xico de la creación, la gesta y la obra se monta sobre una lógica refractaria de
acción política concreta. La «gran obra» sólo tiene lugar silenciosamente y lejos
de la aparición pública, tiene lugar pues como una gesta ontológica, sin que pue-
dan determinarse ónticamente sus implicancias.
De este modo, el nexo pueblo-historicidad establecido en Ser y tiempo es desa-
rrollado más detalladamente, pero sin modificaciones conceptuales sustanciales.
Es decir que la díada determinación ontológica-indeterminación óntica perma-
nece inalterada. Sin duda la transición de Weimar al nacionalsocialismo influen-
ció en la reorientación del pensamiento de Heidegger hacia cuestiones ligadas a
la vida en común. La articulación de los conceptos centrales de su reflexión con
los acontecimientos políticos de su época tuvo lugar sin embargo como un in-
tento de comprender los segundos a partir de los primeros. Este modo de posi-
cionarse permite más entender las marchas y contramarchas de Heidegger con el
nazismo que la dinámica política de su época. Heidegger realiza en ese sentido
un abordaje no político de conceptos y acontecimientos políticos, del cual es
expresión también la retórica exaltada y el ambiguo activismo de aula que se
percibe en sus intervenciones de esos años. Ausentes en Ser y tiempo, la intro-
ducción de conceptos de marcada intensidad política, no sólo en los discursos de
la época del rectorado, sino también en sus cursos y seminarios, revela su intento
de dar un giro provocador y movilizador a su reflexión filosófica. Pero si por el
contrario se atiende a la economía conceptual de los términos políticos involu-
crados, la persistencia de los puntos fundamentales de su filosofía de la existencia
con relación a la convivencia arroja como resultado una exaltación agitada de la
decisión que sin embargo no tiene, ni puede tener como correlato modos visibles
e institucionales de articularse. La postura heideggeriana resulta así antes una
performance esteticista que un posicionamiento político.
Con respecto al concepto de pueblo, la triple determinación de envío y misión,
trabajo y estado de ánimo lo constituye como una afirmación de la existencia co-
mún que estaría a la base o como trasfondo, aunque sin una mediación clara, de
toda forma visible de aparición. La indiferencia o incluso el desprecio de Heidegger
por las instituciones públicas termina por convertirlo en un vocero que anuncia un
acontecimiento singular, pero que confina su incidencia al plano ontológico y se
desentiende de toda articulación concreta en instituciones. Heidegger propone así
un concepto singular de pueblo que le sirve de sustento para un discurso exaltado
pero al mismo tiempo le dificulta la tarea de pensar el modo en que el pueblo se da

319
rodrigo páez canosa

positivamente, lo que lo distancia de una perspectiva político-jurídica y lo confina


a un abordaje esteticista, caracterizado por su aversión a lo actual.53
La remisión a la lucha y a la comunicación en Ser y tiempo, y el desarrollo
posterior de la triple determinación imprimen una torsión estetizante a la figura
del pueblo que se constituye como una afinidad existencial en el nivel ontológico
y que no puede ser reconocida a partir de instituciones concretas. No sólo pres-
cinde de las mediaciones representativas para constituirse, sino que es esencial-
mente antirrepresentativa: la representación destruye la existencia del pueblo. Sin
mediación tampoco son identificables las operaciones capaces de instituir comu-
nidad: ella es espontaneidad, acontecimiento innominable. Si la dimensión óntica
de la comunicación propia inherente al pueblo es el silencio, todo nombre que
intente dilucidar el sentido de ese silencio es una pérdida de aquella comunión
existencial. Si sólo la poesía como acontecimiento del ser en el lenguaje expresa
la decisión fundamental de un pueblo, entonces toda acción guiada institucional-
mente ahoga ese llamado originario. Si el trabajo no es exteriorización y acción
pública, sino exposición difusa del ser, entonces no hay institucionalización ni
praxis política posible.
El carácter antirrepresentativo del pueblo vuelve indecidible su acontecer. Un
determinado Estado puede ser o no una manifestación histórica de un pueblo
resuelto, su obrar mismo, su «forma de dominio» (LFWS, 57), pero nada hay que
pueda indicar que sea o no el caso. Queda entonces toda una esfera de libre juego
que no puede ser cortada por presencia pública alguna que la determine. De ese
modo, el envés problemático de aquello que Heidegger señala con el concepto de
responsabilidad –i.e. el hacerse cargo de la propia existencia y su relación con el
mundo, no dejarse dominar por los sentidos dados en la cotidianeidad (SZ, 288)–
es una libertad irresponsable en el plano político, ya que, por un lado, supone
desmarcarse de toda norma y legalidad vigente, y por otro, posibilita la adhesión
a cualquier fenómeno que sea asumido como manifestación de un pueblo re-
suelto, sin tener que atender a su articulación política e institucional concreta.
Pues así como no hay marca alguna, sea histórica, política o cultural, que deter-
mine per se la existencia de un pueblo, tampoco determina su inexistencia. En
última instancia, sólo alguna forma de resistencia, desdén u oposición a la nor-

53. Para un abordaje diverso véase Rossi, Luis A., «El acontecer de la comunidad en Ser y tiempo: la
revolución y la lucha», en Síntese – Revista de Filosofia, vol. 41, N° 131, 2014, pp. 373-391. Aun con
algunos puntos en común con lo desarrollado aquí, el autor subraya la importancia de los debates
acerca de la díada comunidad-sociedad planteada por Tönnies ya a fines del s. XIX, pero muy pre-
sente en la década del 20. De allí la afirmación del carácter político del pensamiento de Heidegger ya
desde Ser y tiempo e incluso antes.

320
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

malidad vigente puede ser indicativa de dicha existencia, pero acerca de ello
persiste la cuestión de quién y cómo se juzga si es o no el caso.

3. La pregunta por el Estado y la política del cuidado

¿Cómo piensa Heidegger el Estado en el marco de su menosprecio por toda me-


diación institucional? Ignorado en Ser y tiempo, se dan algunas indicaciones en el
seminario Lógica como pregunta por la esencia del lenguaje y recibe una trata-
miento específico en los seminarios Sobre la esencia y el concepto de naturaleza,
historia y Estado, de inicios del 34,54 y «Filosofía del derecho» de Hegel, del semes-
tre de invierno34-35 (dictado en paralelo con el curso sobre Hölderling).55 En
éstos Heidegger introduce una serie de desplazamientos que generan imprecisio-
nes y ambigüedades en su planteo;56 no obstante lo cual, se mantiene aquel punto
que, de acuerdo con la presente interpretación, caracteriza el abordaje heidegge-
riano de lo político: la ausencia de la representación y el desdén por lo actual y
positivo. De allí justamente las dificultades, ya que introduce algunos elementos
clásicos del pensamiento estatal sin modificar el hueso conceptual de su planteo,
que difícilmente pueda asociarse con aquéllos, en la medida en que son deudores
de presupuestos metafísicos contra los cuales Heidegger desarrolló su pensa-

54. Heidegger, Martin, «Über Wesen und Begriff von Natur, Geschichte und Staat», en Alfred
Denker und Holger Zaborowski (Hrgs.), Heidegger und der Nationalsozialismus I, Heidegger-
Jahrbuch 4. Freiburg/München, Verlag Karl Alber, 2009, pp. 53-88. En adelante WBNGS. De este
seminario sólo existen los apuntes de alumnos recopilados. De allí que no se puedan tomar como
determinantes, ya que aun cuando la tarea de registrar las clases de Heidegger haya sido realizada de
modo acabado, no puede asegurarse la precisión en los conceptos empleados por Heidegger, que, por
tratarse de un pensador con un léxico muy específico, es algo fundamental. Por otra parte, del con-
junto de los textos acerca de lo político abordados en este apartado, éste es el que presenta mayores
disrupciones y diferencias tanto con los planteos de Ser y tiempo como con los otros dos seminarios
referidos, que guardan una mayor correspondencia entre sí. En función de todo esto, se hará referen-
cia a este seminario en notas al pie marcando cuando sea oportuno similitudes y diferencias con los
otros textos abordados. Sobre este seminario véanse los trabajos que acompañan la traducción in-
glesa: Heidegger, Martin, Nature, History, State. 1933-1934, traducido al inglés y editado por Gre-
gory Fried y Richard Polt. London/NY, Bloomsbury, 2013, pp. 65-194.
55. Heidegger, Martin, Seminare Hegel-Schelling, GA 86. Frankfurt a/M, Vittorio Klostermann,
2011. De este seminario están disponibles las anotaciones del propio Heidegger (pp. 59-187), en
adelante HR, y también dos registros de las clases. Unos apuntes de Wilhelm Hallwachs (pp. 549-
612), en adelante HRm, y un protocolo (pp. 613-636), en adelante HRp.
56. Según Grosser «Heidegger sitúa a la ambigüedad como rasgo estructural esencial de todo pensa-
miento significativo y, con ello, del suyo propio». Busca indicar de ese modo el carácter abierto e
interrogativo de todo pensar relevante. Véase Grosser, Revolution denken…, op. cit., pp. 33-43 y
224-234. El abordaje heideggeriano de lo político se contrapone así al jurídico, que se afirma en la
determinación de sentidos unívocos.

321
rodrigo páez canosa

miento. Estas dificultades se perciben con claridad en los dos ejes que articulan su
comprensión del Dios mortal: el Estado leído con base en la diferencia ontológica
como ser del ente pueblo y su concepto de lo político como cuidado [Sorge].
En el seminario sobre lógica del 34, con un esquema conceptual similar al de Ser
y tiempo, la unidad del pueblo está ligada a una decisión que, según se vio, no se
articula en cuanto tal a partir de la producción de forma o institucionalidad al-
guna, sino del acontecimiento como instante de apertura. En este marco Heide-
gger concibe al Estado como el dispositivo histórico que asegura el obrar del
pueblo, en tanto forma o voluntad de dominio de éste sobre sí mismo (LFWS,
57), y establece una distinción entre la nacionalidad en tanto pertenencia formal a
un Estado [Staatsangehörigkeit] y la pertenencia al pueblo [Volkszugehörigkeit]:
mientras que la primera puede ser objeto de una elección personal, la segunda no,
porque cae bajo la órbita de la decisión y el sí mismo, i.e., no ligado a la voluntad,
la conciencia o el yo particular (LFWS, 60). Así, sólo puede existir Estado en
sentido propio si acontece un pueblo resuelto. La unidad de éste no se liga prime-
ramente a aquél como en el esquema moderno clásico, sino que el Estado sería
algo así como el envés histórico del modo de ser de un pueblo en cuanto comu-
nidad resuelta. Ahora bien, ¿qué quiere decir esto in concreto? ¿Cómo piensa
Heidegger la relación entre ambas figuras?
La respuesta se expresa en su comprensión del Estado como «ser histórico del
pueblo» (LFWS, 165). Una mirada desatenta podría interpretar que en esta afir-
mación Heidegger intenta articular de un modo más concreto y ligado a institu-
ciones determinadas su comprensión del concepto de pueblo. Sin embargo, si se
atiende al sentido específico que para Heidegger tiene tanto el concepto de «lo
histórico» como el de «ser», se percibe claramente que no es éste el caso. El ca-
rácter «esencialmente necesario» del Estado se liga en este esquema a «asegurarse
la duración histórica del pueblo, es decir, la custodia [Bawahrung] de su envío y
la lucha por su misión» (ibid.). Si, como se señaló anteriormente, la duración no
se liga en este caso a una concepción cuantitativa del tiempo, sino a una fidelidad
con un modo resuelto de existencia, esencialmente incapaz de plasmarse en
forma institucional alguna, entonces el Estado se constituye como fenómeno li-
gado a la economía del acontecimiento:

… tampoco es el Estado sólo la forma organizativa actual, en cierto modo inactiva, de una sociedad.
El Estado solamente es en tanto y en cuanto acontece la imposición de una voluntad de dominio que
emana del envío y la misión y se vuelve por otro lado trabajo y obra (LFWS, 165).

El Estado es pues una figura consonante y coexistente al pueblo en cuanto co-


munidad resuelta. El Dios mortal sólo llega a ser a partir de un «acontecimiento
emanado» de la triple determinación de la historicidad. Ligado a esta última, su

322
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

existencia en cuanto Estado sólo puede ser afirmada a partir de la misma decisión
originaria constitutiva del pueblo, que, según lo visto anteriormente, se liga fun-
damentalmente al modo de apertura que se afirma en lo indeterminado y rehúye
toda marcación institucional. En ese sentido la correlación Estado/ser - pueblo/
ente lleva consigo una importante dificultad, ¿cuál sería el sentido de un Estado
desligado de lo institucional? ¿Por qué recurrir a una de las figuras paradigmáti-
cas de lo institucional para pensar una experiencia o dimensión ajena o incluso
contraria a las instituciones? Porque, como se ha visto, el desprecio de Heidegger
a lo corriente y cotidiano no se refiere a esta o aquella normalidad en particular,
sino per se. Por otro lado, si sólo la pregunta permite abordar fielmente el ser sin
objetivarlo al modo de las filosofías precedentes, ¿qué sucede con el Estado en
tanto ser? ¿Qué tipo de reflexión política se delinea mediante «la pregunta por el
Estado» en el sentido específico que le da Heidegger?
En las conferencias dictadas alrededor del rectorado, esta comprensión del
Estado sobre la base de la diferencia ontológica y la pregunta por el ser se com-
bina con determinaciones empíricas e introduce así una serie de imprecisiones y
ambigüedades que dificultan la comprensión clara de su pensamiento acerca del
Dios mortal. En un texto de noviembre de 1934 acerca del estado de la filosofía
en el presente y su tarea venidera se encuentra un pasaje característico:

La liberación de un pueblo para sí mismo acontece mediante el Estado; pero no el Estado como
máquina, ni como obra de arte ni como limitación de la libertad, sino como confinamiento a la liber-
tad interna de todos los poderes esenciales del pueblo conforme a la ley de su orden jerárquico in-
terno. Un Estado sólo es en la medida que llega a ser, llega a ser el ser histórico del ente llamado
pueblo. La verdadera libertad histórica de los pueblos de Europa constituye la condición previa para
que occidente retorne de nuevo espiritual e históricamente a sí mismo y asegure frente a lo asiático
su destino en la gran decisión de la tierra (RZL, 333).57

57. Este pasaje se encuentra en el tercer apartado de «La situación actual y la tarea venidera de la
filosofía alemana» (RZL, 316-334), que, curiosamente, se llama «La preparación de la decisión»
(RZL, 331): de acuerdo con el desarrollo que se ha hecho aquí de la decisión, una «preparación» de
ésta resulta conceptualmente imposible. Véase Sá Cavalcante Schuback, Marcia y Marder, Michael,
«Philosophy without Right? Some Notes on Heidegger’s Notes for the 1934/35 “Hegel Seminar”»,
en On Hegel’s Philosophy of Right…, op. cit., p. 87. Allí los autores caracterizan esta preparación
como «La utopía de Heidegger». Esta apelación a la preparación de un gran acontecimiento se en-
cuentra también en las anotaciones privadas de Heidegger reunidas en los Cuadernos negros. El
tratamiento de estas anotaciones requiere de un desarrollo particular y no serán abordadas en el
presente trabajo. De todos modos, es posible indicar que en aquellas correspondientes a la primera
mitad de los 30 se expresa un claro optimismo respecto de una transformación integral del hombre
y, con él, Heidegger delinea como tarea para la filosofía dicha «preparación». Véase Heidegger,
Martin, Überlegungen II-VI (Schwarze Hefte 1931-1938), GA 94. Frankfurt a/M, Vittorio Kloster-
mann, 2014, en particular los §§ 141, 153, 159, 211 y 218 del primer apartado (Winke X Überlegun-
gen (II) und Anweisungen).

323
rodrigo páez canosa

A la particular articulación de las categorías ontológicas con los conceptos polí-


ticos se suman determinaciones históricas concretas que parecen incompatibles
con el desarrollo específico que el propio Heidegger hace de dichos conceptos.
A la luz de la reflexión sobre la diferencia ontológica, tal como aparece en los
textos de fines de los años veinte, la identificación de Estado y ser parecen caer
en aquello que Heidegger buscaba evitar para la filosofía: la objetivización inde-
bida del ser.58 Nada como «un orden jerárquico interno» o la oposición «frente a
lo asiático» puede referirse al ser sin determinarlo al modo de las ciencias positi-
vas o de un programa político que se encuentran en las antípodas del abordaje
filosófico que Heidegger plantea en esos textos, centrado en la cuestión de la
temporalidad y la trascendencia del ser ahí.59
En el seminario sobre la filosofía del derecho de Hegel, por su parte, Heidegger
justifica su abordaje de la temática con vistas a comprender filosóficamente (y en
contraposición al abordaje sociológico) el Estado en el presente, al que califica
bajo el término «Estado total» (HRm, 606; HRp, 651).60 Si atendemos a las clases,
la interpretación crítica de la filosofía hegeliana del Estado se alterna allí con
puntuales remisiones a los griegos y algunas pocas referencias a la cuestión esta-
tal en el presente. En los apuntes del propio Heidegger, por su parte, se encuen-
tran fragmentariamente algunas indicaciones más puntuales sobre la cuestión
estatal en el presente. Se destaca en este punto una sección final, ausente en las
clases: «Principios para una teoría del Estado». Heidegger parece encontrar en
Hegel una modalidad adecuada de acercamiento a la cuestión, pero, previsible-
mente, no coincide en las líneas principales de su pensamiento al respecto (HR,
66, 67; HRm, 565, 606-607; HRp, 651). Hegel pensaba un Estado que él consi-
deraba realizado; Heidegger, uno por venir. De allí que comparta el abordaje
metafísico, pero ponga reparos a la articulación específica que Hegel da al Es-
tado. Tanto el Parlamento como la figura del príncipe y, fundamentalmente, el

58. Véase Heidegger, Martin, Die Grundprobleme der Phänomenologie, GA 24. Frankfurt a/M,
Vittorio Klostermann, 1975 (curso de 1927), pp. 455-461.
59. En Sobre la esencia y el concepto de naturaleza, historia y Estado también se produce un desplaza-
miento semejante; allí afirma que «el pueblo es el ente, cuyo ser es el Estado» (WBNGS, 79), y antes
había especificado: «el ente del Estado, su substancia, su fundamento portante: el pueblo» (WBNGS,
72). Nuevamente, frente a la búsqueda de un replanteo de la tradición filosófica implicada en su abor-
daje de la diferencia ontológica, aquí recurre Heidegger a conceptos como el de substancia, que pare-
cen reinscribirlo en una objetivación del ser, propia de las ciencias positivas, pero ajena a la filosofía.
60. En HRm 606 parece estar refiriéndose al concepto schmittiano de Estado total, ya que inmedia-
tamente antes de introducirlo, remite al jurista al señalar que, contrariamente a lo que afirma éste
(véase Schmitt, Carl, Staat, Bewegung, Volk. Die Dreigliederung der politischen Einheit. Hamburg,
Hanseatische Verlagsanstalt, 1933, pp. 31-32), en 1933 Hegel no ha muerto, sino que comienza a vivir
por primera vez. En el texto citado, Schmitt se refiere al Estado total en las páginas 32-34. Véase
también HR, 74.

324
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

funcionariado son figuras que Heidegger desconoce como pertenecientes origi-


nariamente al Estado.
En la misma dirección se sitúa la distinción tajante que establece entre lo jurí-
dico y el derecho. Heidegger encuentra en el planteo hegeliano una distinción de
ambas esferas con vistas a preservar al derecho en lo metafísico, por fuera de lo
jurídico: «El derecho por lo tanto no es tomado [en Hegel] en el sentido del
derecho jurídico (como la justicia), sino que tiene un sentido metafísico» (HRm,
571). Independientemente de la lectura que se haga de Hegel en este punto, lo
que se percibe es el esfuerzo de Heidegger por desligar el orden positivo del
derecho, las leyes, la burocracia, los funcionarios, las instituciones, por un lado,
y la dimensión metafísica, metapolítica sub- o parayacente, por otro. Mientras
que el primero pertenece al tiempo impropio de lo cotidiano, la segunda lo hace
a la historicidad, al modo propio de existencia de un pueblo y, también en estos
textos, del Estado. De allí que pueda haber decisiones jurídicas (y orden jurídico)
sin Estado (HRm, 586). Pero, nuevamente, ¿quién decide cuándo hay o no Es-
tado? Esta pregunta permanece indeterminada, pues al identificar el Estado con
la autoafirmación del ser histórico de un pueblo (HRm, 609), reintroduce la ló-
gica del acontecimiento como economía propia de lo político y acentúa las am-
bigüedades de su planteo.
Éstas se expresan, en el marco de su reflexión sobre el concepto hegeliano de
Estado, en la interpretación de la sentencia «Lo que es real es racional, lo que es
racional es real».61 En ella se percibe la centralidad del concepto de representa-
ción para Hegel y de allí las dificultades que presenta para Heidegger, cuyas re-
flexiones sobre lo político prescinden o se oponen a aquél. Al igual que el silencio
sobre la figura del monarca/soberano, la omisión de todo elemento representa-
tivo para pensar lo político se expresa en las idas y vueltas de Heidegger al abor-
dar la famosa sentencia. Un primer punto reside en la distinción que establece
entre lo real [Wirklich] y lo meramente existente o casual [bloss da-saiende, zu-
fällig] (HR, 118, 154; HRm, 558). Así, el concepto representativo de Hegel a
través del cual podía afirmar la realización plena de la idea de derecho aparece
aquí como un criterio para juzgar el presente: «Entender a Hegel no es una cosa
tan dificultosa y extraña que ya no nos incumbe, sino que veremos cómo en este
modo hegeliano del saber la realidad del mundo es abierta de un modo particu-
lar» (HRm, 558). La particular torsión que Heidegger imprime en la sentencia
hegeliana para empuñarla en su comprensión del presente (y así actualizarlo) es
deudora de su distinción entre lo esencial y lo inesencial, presente en los semina-

61. Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, Grundlinien der Philosophie des Rechts oder Naturrecht und
Staatswissenschaft im Grundrisse. Frankfurt a/M, Suhrkamp, 1986, p. 24.

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rodrigo páez canosa

rios de 1934 y 1935: «La realidad es la realización de la esencia de las cosas. […]
Quiere decir precisamente que no por el hecho de estar presente cualquier cosa
se encuentra justificada» (ibid.). Heidegger parece reconducir así la reflexión
hegeliana a la perspectiva de la justificación (o no) de lo existente; lo inesencial
puede existir, pero no es ni racional ni real ni está justificado; es sólo el aparecer
de lo mediocre y, por lo tanto, falso.62 Este punto de vista se aparta del punto de
vista crepuscular en el que Hegel situaba a la filosofía y le imprime un cariz ju-
dicativo que tampoco se encuadra fácilmente en la perspectiva de Ser y tiempo y
los textos afines. El Estado sólo es tal si se lo juzga realización de lo esencial
contra la inesencial, sólo entonces se afirma como ser del pueblo; pero la consta-
tación queda librada al juicio del filósofo capaz de reconocer o no su llegada. El
Estado parece encontrarse en el mismo atolladero al que Heidegger había con-
ducido al pueblo: o bien es cosa jurídico-política, entonces se afirma en lo imper-
sonal-cotidiano y por ello es ajeno al modo de ser propio; o bien es tomado como
una categoría ontológica, pero entonces es incompatible con las múltiples deter-
minaciones político-históricas que al mismo tiempo le asigna Heidegger. Al Es-
tado como ser del ente pueblo no puede referírsele una forma, orden o Consti-
tución, ya que al ser le es ajena toda determinación actual y positiva.63
Respecto de la conceptualización de lo político como cuidado se dan asimismo
una serie de desplazamientos que, al igual que el caso de la identificación del
Estado como ser del ente pueblo, introduce una serie de ambigüedades que mar-
can las dificultades de Heidegger para enlazar sus reflexiones acerca del ser con
la política y sus instituciones. En el seminario sobre Hegel lo político se delinea
como una pregunta por el origen de la distinción schmittiana amigo-enemigo.
Para Heidegger ella es una consecuencia de lo político, pero no su fundamento
(HR, 173).64 Éste debe encontrarse en el cuidado en tanto ser del hombre, en un
sentido cercano al desarrollado en Ser y tiempo pero con una flexión ciertamente
politizante. Como en el texto del 27, el cuidado aparece aquí como ser-en-el-

62. Véase LFWS, 117. El ejemplo histórico que ofrece Heidegger es el Tratado de Versalles (HR, 154;
HRm, 557). Con relación a la distinción esencial-inesencial, el propio Hegel la identifica como el
momento más pobre y extrínseco de la Doctrina de la esencia. «En la medida en que sean distinguidos
uno de otro, algo esencial de algo inesencial en un ser presente [Dasein], esta distinción es un poner
exterior, un separar una parte de otra parte de ese ser presente que no le atañe a él mismo, una sepa-
ración que cae en un tercero. De ese modo queda indeterminado qué pertenece a lo esencial y qué a
lo inesencial» (Hegel, Georg Friedrich Wilhelm, Wissenschaft der Logik II. Erster Teil: Die objektive
Logik. Zweites Buch. Die Lehre vom Wesen. Frankfurt a/M, Suhrkamp, 2003, pp. 18-19).
63. El seminario Sobre la esencia y el concepto de naturaleza, historia y Estado es donde Heidegger
procura más claramente articular los conceptos de su filosofía de la existencia con los conceptos ju-
rídicos clásicos como Forma y Constitución. Al respecto véase la nota 59.
64. Heidegger indica incluso que dicha distinción es extrínseca y liberal. Véase HR, §§ 220, 225, 232,
233, 235, 243.

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pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

mundo (SZ, 193; HR, 168), pero Heidegger busca ahora extender aquel abordaje
en dirección a lo político y el Estado. Si allí se abordaba el cuidado como el modo
de ser del hombre en el mundo de un modo integral en su vínculo con las cosas
y los otros hombres, aquí parece privilegiarse este último aspecto. De allí la lla-
mativa ausencia del concepto de solicitud en los seminarios del 34 y 35. Éste,
cómo se vio anteriormente, era uno de los puntos más relevantes para pensar la
dimensión política de Ser y tiempo. Su omisión es comprensible en el marco de
la politización del concepto de cuidado, ya que éste es inmediatamente pensado
aquí en su dimensión interpersonal, la Sorge es aquí eminentemente Fürsorge. Si
en el seminario del 34 sobre lógica el cuidado se radicaliza en la figura del trabajo,
aquí parece hacerlo en su reducción al fenómeno de la solicitud. Este desplaza-
miento es paradigmático del giro politizante de muchos de los conceptos heide-
ggerianos en estos años, giro que se revela también en la insistencia –y en gran
medida, la desprolijidad– respecto de la cuestión del modo de ser propio. Podría
decirse que en Ser y tiempo se privilegia una perspectiva crítica y contemplativa,
en cierta medida pesimista, que pone el fenómeno de la cotidianeidad y lo imper-
sonal en el centro de la escena, mientras que los textos del 34 y 35 parecen querer
impulsar, no sin ambigüedades, marchas y contramarchas, una transformación.
Cierto optimismo y entusiasmo son componentes necesarios de tal posiciona-
miento, y el punto de apoyo conceptual es justamente la comprensión del ser del
ser ahí, el cuidado, como fundamento de la politicidad existencial del hombre y,
coherentemente, la preeminencia de la cuestión del modo de ser propio y todos
sus conceptos asociados. El fragmento 209 del seminario sobre Hegel se refiere
a lo político como cuidado y desglosa el tránsito desde los conceptos de la onto-
logía hacia el Estado:

209. Lo político
En tanto cuidado — histórico — por ello instantaneidad — estar resuelto — disposición y decisión.
En tanto cuidado — entonces fisura y fundamento del peligro.
En tanto cuidado — el ser como ser ahí sin más— por ello el todo y lo determinante — y por ello
lo político — portante — que conduce — ¡y el Estado históricamente necesario en esencia! (HR, 162).

Heidegger afirma de este modo una flexión existencial del naturalismo político
que conduce a la inevitabilidad del Estado.65 Lo político como cuidado se sitúa así

65. Esta «politicidad existencial» es uno de los puntos destacados del seminario Sobre la esencia y el
concepto de naturaleza, historia y Estado. Allí afirma Heidegger que «el ser de los hombres es polí-
tico» (WBNGS, 71) y distingue esta politicidad existencial que funge como posibilitante del Estado
tanto del concepto schmittiano como del bismarckiano de lo político (WBNGS, 74). Ni distinción
amigo-enemigo ni personalismo de los grandes hombres de Estado, la politicidad esencial al hombre
se manifiesta en la adscripción al pueblo de una «compulsión, un ἐρῶς por el Estado» (WBNGS, 76).

327
rodrigo páez canosa

en primer lugar en el terreno del modo de ser propio en el que, como se vio an-
teriormente, se gesta el pueblo. El giro que toma en estos textos consiste en ligar
lo político como cuidado a una fisura [Aufriss] o grieta [Zerklüftung] (HR, 115,
139, 146) y el peligro, en el sentido del conflicto como elemento que lo consti-
tuye, y de allí a la inevitabilidad del Estado. Heidegger liga esta idea de un inters-
ticio al conflicto, al πόλεμος y a la lucha entendidos como presupuestos de lo
político en cuanto distinción amigo-enemigo (HR, 115, 120, 135, 139, 146, 162,
168, 173-174, 177).66 Es decir, el cuidado, el modo de ser en el mundo del hombre
en su relación con las cosas y los otros, es el que abre la posibilidad tanto de la
unidad como de la separación entre los hombres. Esto ya se encontraba implícito
en Ser y tiempo, pero aquí esta referencia al conflicto se acota a la solicitud y, aún
más estrechamente, al modo propio de ella, conforme al estar resuelto:

Heidegger lo explica del siguiente modo: «El amor, el deseo, la voluntad de Estado del pueblo se
expresa como toma de posición, rechazo, entusiasmo, en definitiva como preocupación por la esencia
y la forma del Estado. De modo que también incluso la forma, la Constitución del Estado es esen-
cialmente la expresión de aquello que el pueblo establece como sentido para su ser. La Constitución
no es un contrato racional, un orden jurídico, una lógica política y tampoco algo discrecional, abso-
luto. La Constitución y el derecho son realizaciones de nuestra decisión por el Estado, son los testi-
gos fácticos [faktischen Zeugen] de aquello que asumimos como nuestra tarea histórica y popular, de
aquello que buscamos para vivir» (WBNGS, 76).
Parece ponerse así en suspenso la conceptualización del ser con y la cotidianeidad en la que el
pueblo y la comunidad aparecían como posibilidad y no como un modo de ser ineludible y efectivo.
A diferencia del seminario sobre lógica del 34, aquí parece tener lugar una particular inversión del
planteo heideggeriano en Ser y tiempo: si puede decirse que allí el derecho era «testigo fáctico» de la
irresponsabilidad del modo impropio de ser en común, aquí es exactamente lo contrario: la Consti-
tución y el derecho atestiguan una decisión por un modo propio de ser en común, i.e., de acuerdo
con el «verdadero orden» del pueblo que surge «sólo donde el conductor y los conducidos se ligan
juntos en un destino y luchan por la realización de una idea» (WBNGS, 77). Es decir que el aconte-
cimiento de la decisión (y, según lo visto anteriormente, la consonancia espontánea de las singulari-
dades que presupone) precede a la institución de la forma política. Se establece así una clara ambigüe-
dad entre la conceptualización heideggeriana del ser y el ser propio, refractarios de todo lo efectivo
y actual, y su intento de pensar el Estado, el derecho y la Constitución; entre un lenguaje metafísico
y otro de la praxis; entre el acontecimiento y la acción.
66. Marder entiende que ésta es la principal crítica de Heidegger a Schmitt: la distinción amigo-ene-
migo es un derivado de lo político como cuidado. Al desconocer a este último como fundamento de
la distinción, Schmitt habría adoptado un punto de vista extrínseco. Véase Marder, Michael, «The
Question of Political Existence: Hegel, Heidegger, Schmitt», en Martin Heidegger, On Hegel’s Phi-
losophy of Right…, op. cit., p. 41. Para una interpretación que extiende el pólemos como concepto
central del pensamiento de Heidegger anterior y posterior a los 30, véase Fried, Gregory, Heidegger’s
Polemos. From Being to Politics. New Heaven & London, Yale University Press, 2000. El texto está
escrito con anterioridad a otros fundamentales al respecto, como Ser y verdad, aparecido en 2001, y
presta poca atención a textos fundamentales en relación con el tema, por ejemplo Lógica como la
pregunta por la esencia del lenguaje.

328
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

… el conflicto tiene su trascendencia interna — hacia el Estado — su significado fundamental — en


su referencia al Estado — siempre y cuando éste [exista] como ser del pueblo — sin embargo el Estado
puede igualmente también no «ser» (entonces ¿qué es el «Estado»? Status formal, decorado, actua-
ción.67 «Estado matemático». Prefacio a la Fenomenología68 (HR, 174).

Como se ha visto más arriba, Heidegger empuña la conceptualización hegeliana


de la racionalidad de lo real con afán judicativo con vistas a distinguir lo esencial
de lo inesencial que aquí se expresa como distinción entre Estado ontológico
propio y Estado formal impropio.69 Si bien no es claro qué determinaciones per-
tenecen a este último, aquél, circunscripto a la propiedad, queda sujeto a todas
aquellas dificultades del modo de ser propio para aparecer en fenómenos e insti-
tuciones públicas. De acuerdo con este planteo de Heidegger, la política como
cuidado y más precisamente como modo de ser propio de la solicitud lleva ins-
criptos el conflicto y la lucha, y ambos establecen la inevitabilidad del Estado que
existe en y por ellos. Tal como ha sido analizada anteriormente, la doble esteti-
zación de la lucha es constitutiva de la figura del pueblo; al inscribirla al Estado
se percibe con claridad la oposición de la concepción heideggeriana frente al
planteo estatal clásico: para este último el Estado es la neutralización del con-
flicto, para aquél el Estado vive en y por el conflicto.
Esta articulación de cuidado, lucha y Estado es abordada también en el semi-
nario sobre la lógica. En la medida en que no tiene lugar allí el contrapunto con
Schmitt acerca de lo político, el cuidado no aparece primeramente asociado a esto
último, sino que se desarrolla en torno a la cuestión del ser del hombre como sí
mismo. El cuidado es el modo en el que el ser se expone y, en ese sentido, hace
«saltar por los aires» la subjetividad porque sólo se afirma en la exponibilidad
que rompe toda determinación positiva. Este estar expuesto fuera de sí como
modo de aparición problemática del ser constituye para Heidegger la libertad. Y
a partir de ella, como cuidado de ella, se afirma al Estado:

Libertad no es la falta de ataduras del hacer o dejar hacer, sino la imposición de la inevitabilidad
[Unumgänglichkeit] del ser, el hacerse cargo del ser histórico en la voluntad sapiente, la acuñación de
la inevitabilidad del ser en el dominio de un orden coincidente de un pueblo. El cuidado de la libertad

67. Es particularmente significativo que Heidegger utilice aquí para señalar lo que no es un Estado en
sentido propio tres conceptos que son fácilmente asociables a la concepción clásica del Estado ba-
rroco moderno, ligado a la teatralidad y la representación.
68. Véase Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, Phänomenologie des Geistes. Frankfurt a/M, Suhrkamp,
1989, p. 47. Esta referencia también podría pensarse con relación a la concepción moderna, más pre-
cisamente hobbesiana, del Estado bajo el modelo matemático con sus axiomas y definiciones.
69. Heidegger establece una relación directa entre la impropiedad como no estar resuelto y lo inesen-
cial: «En cuanto negación de la esencia del ser ahí humano-histórico, el estar irresuelto es siempre la
afirmación de lo inesencial en él» (LFWS, 161).

329
rodrigo páez canosa

del ser histórico es en sí mismo habilitación [Ermächtigung] del poder del Estado como entramado
esencial de un envío histórico (LFWS, 164).70

Lejos de la tradición estatalista moderna en la línea hobbesiano-hegeliana que


llega hasta Carl Schmitt y concibe al Dios mortal como instancia de corte y cierre
de la conflictividad pre- o parapolítica, el Estado se liga para Heidegger con el
instante de apertura existencial, del cuidado como exponibilidad que, por el con-
trario, relativiza las formas jurídicas vigentes o las subordina a una imprecisa
coincidencia con la afirmación de lo sido y el futuro como determinaciones fun-
damentales de un pueblo resuelto. La inevitabilidad del ser remite justamente a
la imposibilidad de dicho cierre bajo el influjo del acontecimiento que sostiene
una incidencia singular, en cierta medida desquiciante, en el seno mismo del «or-
den» y el «Estado». Así pues, tanto en referencia al conflicto o la lucha como en
referencia a la exponibilidad, el cuidado como ser del hombre conduce a una
comprensión del Estado bajo una lógica del acontecimiento y la apertura que
vuelca también sobre éste la estetización que arrastran dichas figuras.

70. Por un lado, el concepto de habilitación tenía en Alemania una intensidad política específica, en
la medida en que se refería a las «leyes de habilitación» o «leyes habilitantes» [Ermächtigungsgesetze].
Éstas fueron leyes que, en distintas ocasiones y por motivos excepcionales desde la Gran Guerra en
1914, daban facultades legislativas al gobierno. Puntualmente la Ermächtigungsgesetz del 24 de
marzo de 1933 fue la ley que otorgó amplios poderes legislativos al gobierno de Hitler y abrió el
camino para la posterior disolución de la Constitución de Weimar. Independientemente de la discu-
sión acerca de la legitimidad de las acciones de gobierno realizadas a partir de las facultades otorga-
das, la promulgación de la ley se trató de un acto jurídico previsto por las normas vigentes, también
para el propio NSPD, como lo expresa una anotación de Goebbels en su diario del mismo 24 de
marzo: «Ahora somos también amos del Estado conforme a la Constitución» (citado en la compila-
ción de Morsey, Rudolf (hrg.), Das »Ermächtingungsgesetz« vom 24. März 1933. Göttingen, Vand-
enhoeck & Ruprecht, 1968, p. 57). En ese sentido, podría interpretarse la introducción heideggeriana
de este concepto con relación al Estado como una suerte de legitimación o interpretación ontológica
de la ley sancionada en marzo de 1933: el gobierno de Hitler puede tomar el control absoluto del
Estado porque en el cuidado de la libertad del pueblo alemán, lo conduce a su misión histórica. Por
otro lado, el concepto aparece en algunos seminarios de este mismo período: en el año 32 para carac-
terizar a tò ápeiron de Anaximandro como «poder habilitante del aparecer [die ermächtigende Macht
des Erscheinens]» (Heidegger, Martin, Der Anfang der abendländischen Philosophie. Auslegung
desAnaximnder un Parmenides, GA 35. Frankfurt a/M, Vittorio Klostermann, 2012, pp. 28-32). En
Sein und Wahrheit introduce el concepto para señalar cómo el silencio habilita la palabra y el lenguaje
y nos habilita (SW, 112), y posteriormente identifica la habilitación con la idea platónica del bien y la
verdad, entendidas ambas como «desocultamiento» (SW, 204). Por último, es preciso señalar que este
concepto es empleado asiduamente en los Cuadernos negros correspondientes a este período. Allí lo
liga a diversos conceptos (poesía, filosofía, trabajo) para afirmarlo como «habilitación del ser», en el
sentido de una apertura de sentidos. Se liga de este modo a cierto optimismo (véase nota 57) y a una
imprecisa apelación a efectivizar de algún modo el ser, más allá de la pregunta. Véanse los §§ 34, 57,
110, 113, 116-118, 121, 159, 165, 218 y 230 del primer apartado (Winke X Überlegungen (II) und
Anweisungen); 77 y 126 del segundo apartado (Überlegungen und Winke III), en Heidegger, Martin,
Überlegungen II-VI (Schwarze Hefte 1931-1938), op. cit.

330
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

En su relación recíproca, tanto la idea del Estado como ser del ente pueblo,
como lo político en cuanto cuidado sustraen toda densidad existencial a lo jurí-
dico: el derecho y el Estado, pensado como una institución jurídica, no tienen
lugar alguno en la conceptualización heideggeriana de lo político. Debido a ello,
falta en la reflexión de Heidegger un criterio claro que permita definir si el Es-
tado se ha constituido como ser histórico de un pueblo, es decir, si existe verda-
deramente como Estado o no. Como en el caso del pueblo, no hay instancia
mediadora sobre la que recaiga el monopolio de la decisión acerca de la existencia
misma de la comunidad política. Una instancia tal parece caer fuera de las insti-
tuciones y personas políticas. De ese modo Heidegger pone de cabeza la com-
prensión estatal clásica (hobbesiano-schmittiana) de la relación entre pueblo y
Estado. Para esta última el primero no existe sin el segundo ya que su existencia
es eminentemente político-jurídica y no se da sin una instancia concreta de re-
presentación: sin Leviatán no hay pueblo sino multitud. Heidegger por el con-
trario invierte la ecuación: sólo la existencia resuelta de un pueblo posibilita la
existencia del Estado. Se inscribe así dentro de la tradición herderiana que sos-
tiene la autosuficiencia del pueblo como unidad idiomático-cultural frente al
Estado, pero también desde una particular torsión; el pueblo se mantiene tal
mientras se halle abierto a sus posibilidades sin constituirse nunca como unidad
visible y durable.
En cierto modo la vaguedad con la que Heidegger trata al Estado es condición
para poder introducir dicho concepto en el marco de su pensamiento, ya que
todas las notas que lo caracterizan (fundamentalmente ligadas a lo jurídico-insti-
tucional) son incompatibles con su conceptualización del pueblo: ni puede ser
status de un pueblo, ya que todo status es cierre de posibilidades, ni puede ser
orden legal subordinado a un pueblo, porque para Heidegger un pueblo pasible
de ser ordenado no es pueblo. Si la existencia resuelta es apertura, el Estado es
cierre; si aquélla se afirma en la potencia, éste lo hace en acto; si aquélla busca
desmarcarse de las normas, éste busca marcar; si aquélla vive de/en la excepción
y la lucha, éste lo hace en la normalización y la pacificación;71 si aquélla acontece
en el tiempo, éste se asienta en el espacio.72 A partir del giro politizante que da a

71. Así expresa Heidegger su oposición a la comprensión clásica del derecho como dispositivo paci-
ficador en el marco de su interpretación del fragmento 80 de Heráclito en el seminario sobre Hölder-
lin del 34-35: «El derecho es disputa. El entendimiento común dice: el derecho, en sí está establecido
en algún lado, y con su ayuda y en su aplicación la disputa es decidida y eliminada. ¡No! El derecho
se erige primeramente como tal originariamente y según su esencia, se constituye y se preserva, llega
a ser verdadero en la disputa» (HHGR, 126).
72. Una perspectiva similar a la que se desarrolla aquí es la de Phillips, quien afirma que Heidegger
comete un «error» al introducir el concepto de Estado. El autor entiende el concepto heideggeriano de
pueblo como «cesura», «ausencia», «no presente a la mano», lo que define su incapacidad para mani-

331
rodrigo páez canosa

su reflexión Heidegger afirma vagamente la posibilidad de (y el entusiasmo por)


algún modo de efectivización del modo propio de la convivencia, aquella del
pueblo y la comunidad. Oscila así entre una posición en que ella sólo se afirma
en esa posibilidad y permanece como una virtualidad desde la cual es posible
reconocer y criticar la mediocridad del presente, y otra en la que ambigua e im-
precisamente busca apuntalar conceptualmente una articulación concreta del
pueblo y el Estado. Mientras que la primera parece compatibilizarse mejor con
los desarrollos de su pensamiento acerca del ser, la segunda parece naufragar en
sus intentos de pensar lo político-institucional con conceptos refractarios de lo
actual, la forma y la mediación.
La díada determinación ontológica-indeterminación óntica abordada anterior-
mente se vuelve aquí un obstáculo insalvable en su intento de articular su abordaje
filosófico de la existencia con los conceptos e instituciones políticas. ¿Quién de-
cide si somos un pueblo o estamos inmersos en la chata cotidianeidad? ¿Quién, si
el Estado es el ser histórico del pueblo o un frío monstruo gris? ¿Es el filósofo?
¿Se lo percibe espontáneamente? En verdad, por más exaltada y revolucionaria
que sea, toda política pública parece incapaz de ser fiel al pueblo heideggeriano.
Y ello porque toda institucionalización supone justamente un cierre y una nor-
malización de fenómenos singulares. El Estado como categoría ontológica queda
sujeto a las determinaciones de lo propio y de allí las dificultades para pensarlo
como una institución pública visible. Pensado desde la diferencia ontológica
como ser del ente pueblo, presupone las dificultades referidas al modo en que
Heidegger piensa el ser y su aparecer, refractario de toda institución. ¿Cómo
pensar un Estado que se exponga a través de la poesía y el silencio? ¿Cómo po-
dría darse una articulación política concreta de un fenómeno al que sólo podemos
referirnos mediante la pregunta? La política público-estatal es justamente la ins-
titución y el cuidado de la cotidianeidad que Heidegger desprecia. Al quedarse
anclada en el instante de la decisión como apertura, su reflexión adopta un perfil
activista, más ligado a pensar el socavamiento de las instituciones vigentes y la
ruptura de la normalidad que, por el contrario, el Estado y el pensamiento estatal
buscan afianzar y sostener. En la medida en que los desarrollos de Ser y tiempo
dejaban poco o nulo espacio para pensar las instituciones públicas bajo la moda-
lidad de lo propio, para introducir una reflexión acerca de ellas Heidegger tendría
que haberla desarrollado como una ampliación de su reflexión acerca de la caída

festarse de un modo visible u organizarse institucionalmente. Busca ligarlo así con el pensamiento
contemporáneo de Agamben, Derrida y Deleuze, y oponerlo a las concepciones específicamente polí-
ticas que lo ligan a la legitimidad, la homogeneidad o la soberanía. Véase Phillips, James, Heidegger’s
Volk. Between National Socialism and Poetry. Stanford, Stanford University Press, 2005, pp. 1-53.

332
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

y la cotidianeidad, o bien tendría que haber modificado sustancialmente muchas


de las líneas centrales de su filosofía. Sin embargo, como se vio anteriormente,
incluso en el contexto de una radicalización y politización de ciertos conceptos
fundamentales, o de la introducción de nuevos conceptos (como el caso de la
triple determinación desarrollada en el seminario sobre lógica), Heidegger se
mantiene fiel a sus lineamientos fundamentales. De ese modo toda su reflexión
acerca de lo político queda marcada por ambigüedades e imprecisiones que se
cierran con una decidida opción por la estética como núcleo de su pensamiento
de la convivencia.
Las últimas páginas del seminario del 34 y el que le dedica a Hölderlin en el
semestre siguiente revelan con mayor claridad aún la deriva esteticista que sin
embargo se encuentra presente a lo largo de su reflexión, tal como se ha querido
mostrar en el presente trabajo. Si, como se ha visto, ya en Ser y tiempo la poesía
aparece como uno de los modos de la comunicación propia, constitutiva del acon-
tecer de un pueblo, en estos textos gana el centro de la escena. Todo el activismo
y la apelación a una transformación plena de la existencia en su conjunto se vuelve
un llamado a ingresar en el ámbito de poder [Machtbereich] de la poesía, dejarse
determinar por ella y preservarla. Pues aquí la poesía se revela como fuente última
del acontecer de un pueblo como modo de existencia común propia; de ella nace
el «ser ahí histórico del pueblo», su «ascenso, cima y decadencia» y constituye así
el «tiempo histórico originario de los pueblos» en el que tienen lugar junto a la
poesía, pero a partir de ella, las otras dos grandes modalidades de la creación ori-
ginaria: la filosofía y la política (HHGR, 51, 143-144). En efecto, la comprensión
lúcida en una existencia común propia y la determinación histórica en un Estado,
aun en la particular flexión heideggeriana, son determinaciones originarias res-
pecto de las vicisitudes ordinarias de la vida de una comunidad, pero subordinadas
a la poesía en cuanto «lenguaje originario de un pueblo» (HHGR, 64).73 Frente a
las figuras del filósofo y el fundador de Estados como grandes figuras de creado-
res, Heidegger destaca al poeta como aquel que ofrece originariamente el «estado
de ánimo fundamental, y eso quiere decir la verdad de la existencia de un pueblo»
(HHGR, 144). Esta centralidad de la poesía revela la desaprensión de Heidegger
por toda consideración específicamente política, es decir, atenta a la lógica y la
dinámica concreta de las instituciones político-jurídicas, y muestra con claridad el
carácter esteticista de su tratamiento de los conceptos políticos.74

73. Véase también HHGR, 217 y ss.


74. Peter Trawny plantea este paso a la estética como una suerte de secuencia desde la política hacia
ella expresada en las grandes figuras abordadas por Heidegger en sus seminarios: Hegel expresa la
consumación de la filosofía (y con ella de la política) occidental y Hölderlin, el iniciador de una nueva

333
rodrigo páez canosa

4. Todo lo actual es impropio: el esteticismo político de Heidegger

El abordaje temático del pensamiento de Heidegger en el que se destacan algunos


conceptos o motivos polémicos muy transitados en el período de Weimar y los
primeros años nacionalsocialistas ha sido uno de los modos privilegiados al mo-
mento de introducirse en el aspecto político de su pensamiento.75 Desde esta
perspectiva se ha destacado muchas veces el carácter marcadamente político de
su pensamiento y la coherencia respecto de sus compromisos coyunturales con
el nazismo.76 En la misma dirección apuntan los intentos de vincular su pensa-
miento al de uno de los pensadores más relevantes del mismo período respecto
de lo político: Carl Schmitt.77 Si se atiende al común entusiasmo y posterior
desencanto que los dos tuvieron con el ascenso de Hitler, podría intentarse esta-

historia. Véase Trawny, Peter, «Heidegger, Hegel, and the Political», en Martin Heidegger, On
Hegel’s Philosophy of Right…, op. cit., pp. 3-18.
75. La decisión en Von Krockow, Christian Graf, Die Entscheidung. Eine Untersuchung über Ernst
Jünger, Carl Schmitt, Martin Heidegger. Frankfurt/NY, Campus Verlag, 1990 (1967); la lucha en
Rossi, Luis A., «La lucha…», op. cit.; Víctor Farías también asume esta perspectiva cuando interpreta
el sentido político del pensamiento de Heidegger con base en la referencia a ciertos conceptos (pue-
blo, héroe, lucha). Así entiende que la referencia al pueblo «nos reenvía a una estructura totalizante»
(Farías, Víctor, Heidegger et le nazisme, traduit de l’espagnol et de l’allemand par Myriam Benarroch
et Jean-Baptiste Grasset. Lagrasse, Verdier, 1987, p. 74), cuando el concepto de pueblo, según se ha
desarrollado en este trabajo, es lo contrario de una estructura totalizante.
76. Además de los abordajes más conocidos que afirman el carácter político del pensamiento heide-
ggeriano (Löwith, Pöggeler, Habermas, Bourdieu, Farías, Faye, Wolin, entre otros) es destacable el
punto de vista que aporta Reinhard Mehring. Para él Heidegger no es un pensador político. Ni ha
desarrollado una reflexión política significativa ni ha actuado políticamente. Incluso su paso por el
rectorado y sus reflexiones sobre la política universitaria (que empiezan tempranamente antes de la
década del 20) no pueden ser considerados políticamente relevantes. La intervención política más
significativa la ubica este autor en el modo en que piensa y prepara la transmisión de su obra. No es
en la intervención en las condiciones de su presente, sino en el modo de interpelar a los hombres en
el futuro a través de la preparación de su Gesamtausgabe que ha de buscarse la acción política más
importante de Heidegger. Véase Mehring, Reinhard, «Von der Universitätspolitik zur Editionspoli-
tik. Heideggers politischer Weg», en Alfred Denker und Holger Zaborowski (Hrgs.), Heidegger und
der Nationalsozialismus II (Heidegger-Jahrbuch 5), op. cit., pp. 298-315.
77. Faye se destaca en su intento de identificar a Heidegger y Schmitt, y a ambos con el nacionalso-
cialismo. Su interpretación en ambos casos es que no sólo han mantenido una adhesión sin fisuras al
nazismo sino que su pensamiento ya era nazi antes del 33 y lo fue después del 45. La radicalidad de
su posición se refiere, como el mismo autor lo señala en el prólogo, más a una disputa intelectual en
el presente que a un intento de comprensión del pensamiento de estos autores, su relación entre sí y
con los fenómenos políticos de su época. Véase Faye, Emmanuel, Heidegger. L’introduction du na-
zisme dans la philosophie. Autour des séminaires inédits de 1933-1935. Paris, Albin Michel, 2005 p. 7.
Sobre la relación entre ambos autores, véase también Rossi, Luis A., «Ir más allá de “lo político”: la
reflexión de Carl Schmitt y la respuesta de Heidegger», en Francisco de Lara (ed.), Studia Heidegge-
riana, Vol. II, Logos - Lógica - Lenguaje. Buenos Aires, Teseo - Sociedad Iberoamericana de Estudios
Heideggerianos, 2012, pp. 213-142.

334
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

blecer afinidades teóricas a partir del dato biográfico en cuestión. Sin embargo,
los motivos del inicial y breve acercamiento al nazismo parecen tener pocos
puntos en común. Con un marcado antiliberalismo como punto de partida com-
partido Schmitt percibió, no sin ambigüedades, al nuevo gobierno como un
modo de contener una excepcionalidad en ciernes; Heidegger por su parte se vio
atraído sin ambigüedades por el potencial revolucionario del movimiento nacio-
nalsocialista.78 El desencanto en el primer caso vino a cuenta del escaso potencial
katechóntico demostrado, en el segundo, de la falta de radicalidad.
Sin embargo, antes que particularidades biográficas, el contrapunto con Sch-
mitt permite dar cuenta de la singular flexión que Heidegger da a los conceptos
políticos. Pues las diferencias señaladas respecto de la percepción de cada uno
frente al nazismo se corresponden con una marcada distancia en el plano teó-
rico. Efectivamente en el período abordado, términos como «pueblo» y «deci-
sión» ocupan un lugar central en las reflexiones de ambos autores sobre lo po-
lítico, pero la economía conceptual en uno y otro es diversa al punto de
oponerse. Y ello porque la divergencia no se refiere a cuestiones accesorias sino
a un punto decisivo a partir del cual se articulan las restantes distinciones y
desarrollos, a saber, la cuestión de la mediación. Aun cuando el propio Schmitt
afirma el fin del esquema estatal clásico, se sirve de él para pensar la nueva si-
tuación y los riesgos que conlleva. Desde la tradición teológico política en la
que se inscribe el jurista, aquellos conceptos, pueblo y decisión, aparecen en el
centro de la cuestión del Estado y la soberanía como conceptos límites que dan
cuenta del carácter político de toda forma jurídica. Sin embargo, ligados intrín-
secamente al concepto de representación de raigambre católica y hobbesiana, ni
uno ni otro pueden ser concebidos con prescindencia de su articulación institu-
cional específica. Pueblo es para el jurista un concepto del derecho público79 y
no puede existir políticamente con independencia del Estado, que constituye la
«unidad política» de aquél.80 La decisión por su parte remite a un actor con-

78. En su biografía intelectual de Heidegger, Safranski sintetiza bien esta diferencia entra ambos au-
tores. Así resume las razones de la adhesión de uno y otro al nazismo: «Heidegger quería la revolu-
ción, Schmitt buscaba el orden» (Safranski, Rüdiger, Un maestro de Alemania. Martin Heidegger y
su tiempo, traducción de Raúl Gabás. Barcelona, Tusquets, 2003, p 285). En la misma dirección Rossi
liga conceptualmente la idea de revolución y lucha con el pensamiento de Heidegger acerca de la
comunidad, véase Rossi, Luis A., «El acontecer de la comunidad en Ser y tiempo: la revolución y la
lucha», op. cit.
79. Schmitt, Carl, Die geistesgeschichtliche Lage des heutigen Parlamentarismus. Berlin, Duncker &
Humblot, 1985 (6ta. reimpresión de la segunda edición de 1926), p. 22.
80. En la apertura misma de su Verfassungslehre (§ 1, p. 3) Schmitt define al Estado como la unidad
política del pueblo, concepto que desarrolla desde diversos aspectos a lo largo de toda la obra. Véase
Schmitt, Carl, Verfassungslehre. Berlin, Duncker & Humblot, 2010 (10ma. ed.; 1ra. ed.: 1928).

335
rodrigo páez canosa

creto, el soberano, que decide acerca de una situación concreta, determina su


excepcionalidad y las medidas concretas conducentes a producir orden. Para
Schmitt estos conceptos remiten a una dimensión «existencial», pero esto no
conduce hacia una relativización de las instituciones en las que se articulan pue-
blo y decisión, sino, por el contrario y en oposición explícita a las perspectivas
formalistas y normativistas, hacia una fundamentación política de éstas. Las
normas e instituciones no son meros instrumentos de una existencia política
autónoma, v.g. el pueblo, que podría subsistir sin ellas, ni tampoco el signo de
la disminución de su poder. Por el contrario es en ellas que éste adquiere unidad
y aparece públicamente.
Para Schmitt la representación enlaza lo visible con lo invisible de modo tal que
uno no puede existir sin el otro y ambos adquieren una grandeza singular. El
pueblo nada es políticamente si no se manifiesta en un conjunto de instituciones
y personas públicas. Éstas, lejos de expresar una modalidad cadente de la existen-
cia común, la encarnan.81 El Estado es el status mismo de un pueblo y no un
epifenómeno.82 La representación es constitutiva de la forma política del pueblo
que se encarna en el Dios mortal y antes que a una común decisión, apela a una
instancia personal y singular de decisión capaz de pacificar una situación conflic-
tiva y destructiva de la convivencia. A esta operación neutralizadora le es inhe-
rente la delimitación de un espacio constituido política y jurídicamente. La deci-
sión excepcional es tal en cuanto no está determinada por norma alguna. Pero se
sustrae a la norma porque ésta se ha revelado insuficiente para mantener a raya
el conflicto y tiene lugar exclusivamente para restituir o producir las condiciones
de vigencia de la norma. Una decisión que no deja paso a la normalidad jurídica
no es en sentido estricto una decisión política. La institucionalidad alcanzada se
expresa entonces en una forma de dominación, en la consolidación y cuidado de
la relación mandato-obediencia y el principio de autoridad. Es decir, el recono-
cimiento de una persona a la que se debe obediencia por sí misma y cuyas pala-
bras y acciones deben ser consideradas como propias. Desde esta perspectiva la
existencia del pueblo está ligada necesariamente a una instancia mediadora que lo
haga visible y no queda ya lugar para articulaciones espontáneas de las singulari-
dades o ambiguas armonías.
Para Heidegger, por el contrario, la representación constituye la lógica de la
convivencia impropia que tiene lugar en la cotidianeidad.83 El decidir y actuar por

81. Ibid., § 16, pp. 200-220.


82. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, op. cit., p. 20.
83. En la misma dirección, véase De Sá, Alexandre Franco, «Politics and Ontological Difference in
Heidegger», op. cit., p. 63.

336
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

otro, característico del vínculo representativo, son los rasgos centrales del modo
impropio de la solicitud en el que nos encontramos «inmediata y regularmente»:

Respecto de sus modos positivos la solicitud tiene dos posibilidades extremas. Puede, por decirlo así,
quitar al otro su «cuidado» y, al ocuparse, tomar su lugar y reemplazarlo. Esta solicitud se hace cargo
por el otro de aquello que hay que ocuparse […]. En tal solicitud el otro puede volverse dependiente
y dominado, aun cuando este dominio sea tácito y permanezca oculto para el dominado (SZ, 122).

A esta modalidad impropia de la solicitud Heidegger contrapone otra que «de-


vuelve [al otro] verdaderamente su cuidado en cuanto tal» y, frente al dominio
oculto, ayuda a que se vuelva manifiestamente libre para su cuidado (ibid.). Di-
cha libertad es pues sustracción de la normalidad cotidiana y un (in)determinarse
en la pura relación espontáneamente armónica con los otros, ya que la interven-
ción de una mediación o un mediador supondría la negación de la modalidad
propia de la solicitud. Aun cuando no se tratase de una distinción moral, la alter-
nativa «dominación o libertad» implica de algún modo una apelación por la se-
gunda, cierto llamado indeterminado a recuperar o volver al modo propio de la
existencia. Y, aun cuando se quisiese despojar al planteo heideggeriano de esta
apelación, es patente su aprensión a la normalidad de lo cotidiano. Al prescindir
por completo de la representación, el pueblo heideggeriano repele toda media-
ción institucional: un pueblo mediado es aquel que ha caído en la impropiedad y
la irresponsabilidad; no se encuentra ya resuelto, sino sumido bajo la dinámica
aplacadora de la cotidianeidad; es decir, ya no es pueblo. La liberación de toda
instancia mediadora desdibuja el vínculo mandato-obediencia, de difícil articula-
ción con la idea de una «armonía» constitutiva del pueblo en su autoafirmación.
De allí las ambigüedades y abstracciones al momento de referirse a figuras ligadas
al concepto clásico de representación política como autoridad o incluso al
Führer, que, como se ha visto, es pensado como el más capaz (para la escucha y
el sacrificio) en el marco de una situación sobre la cual no ha decidido, ni es ar-
tífice en ningún sentido.
En una de las escasas menciones que hace acerca de la autoridad en Ser y
tiempo, Heidegger sostiene:

El estar resuelto constituye la fidelidad de la existencia al propio sí mismo. Al igual que el estar re-
suelto presto a la angustia, la fidelidad también es respeto posible ante la única autoridad que una
existencia libre puede tener, a las posibilidades repetibles de la existencia (SZ, 391, subrayado RPC).

Ahora bien, ¿qué quiere decir esta última afirmación? Por lo pronto no es una
instancia personal; el concepto de autoridad se escinde aquí de toda articulación
concreta capaz de emitir un mandato. El respeto se configura aquí como fideli-
dad que, como se mostró anteriormente, se constituye en la apertura de la deci-

337
rodrigo páez canosa

sión y no en el reconocimiento o autorización de institución o persona política


alguna. Una existencia libre sólo puede reconocer autoridad en la virtualidad de
lo posible y, precisamente, es en una común fidelidad a dicha virtualidad que se
constituye un pueblo. Sólo aquellos libres para sí mismos y ajenos a los modos
impropios de la solicitud pueden sostener una fidelidad tal. Esta perspectiva
impide, como se señaló más arriba, situar a la figura del líder (Führer) en un lugar
destacado. Al ligar la existencia propia de la comunidad al acontecimiento y la
armonía, las figuras mediadoras pierden relevancia y, en última instancia, apare-
cen como subordinadas a aquel acontecimiento y sus efectos; la figura de un lí-
der, un soberano queda sujeta a su consonancia y fidelidad con dicho aconteci-
miento, es decir, carecen de autoridad. En este concepto, tan cercano a la
representación para el pensamiento político moderno, parece revelarse la oposi-
ción de Heidegger a dicha mediación. No sólo en función de la cita precedente,
sino también por la mínima presencia en los textos posteriores donde aborda
conceptos políticos clásicos, y por el sentido que le imprime en esas escasas apa-
riciones, siempre regido por la lógica del acontecimiento.84
En este punto la contraposición con la perspectiva hobbesiano-schmittiana
vuelve patente el carácter esteticista del pensamiento heideggeriano acerca del
pueblo y la comunidad. Para ella el pueblo es siempre pueblo representado; las
instituciones, normas y autoridades que rigen la vida pública cotidiana son, a
través de diversas mediaciones y mediadores, constitutivas y constituidas del y
por el pueblo. La responsabilidad se afirma desde esta perspectiva en la obedien-

84. Ausente en el seminario de lógica y el de Hölderlin, aparece en dos encabezados de las notas
sobre la Filosofía del derecho de Hegel. La mención más significativa se encuentra entrecomillada y
lo liga a una «Superioridad conforme al origen» que se refiere a su vez al «ser ahí histórico» (HR, 74).
En el seminario Sobre la esencia y el concepto de naturaleza, historia y Estado, el más problemático
conceptualmente debido a que introduce en mayor medida conceptos y temáticas políticas clásicas,
este concepto es mencionado una sola vez junto con «dominio», «subordinación» y «servicio» para
señalar su común fundamento en una «tarea común» (WBNGS, 77). Como se ha visto, tanto el ser
ahí histórico como la tarea se rigen por una economía del acontecimiento. Sobre esta cuestión Schür-
mann es quien ha afirmado con mayor énfasis que el pensamiento heideggeriano, incluso antes de la
Kehre, se opone al reconocimiento de una autoridad política. Así, la filosofía de Heidegger, «al privar
a la acción política de fundamentos exteriores para su legitimación, pone radicalmente en cuestión la
autoridad institucionalizada» (Schürmann, Reiner, «Political Thinking in Heidegger», op. cit., p. 221).
En su libro sobre el pensamiento político de Heidegger, Richard Wolin remite a este aspecto de la
interpretación de Schürmann para oponérsele. Según su propio abordaje, el planteo de Heidegger en
Ser y tiempo se inscribe en el decisionismo de corte schmittiano y, en ese sentido, no sólo no niega la
autoridad, sino que termina planteando un modo elitista y autoritario de comprensión de lo político
que concluye en la identificación del modo propio de existencia con los líderes, y el modo impropio
con los seguidores: «si el ser ahí propio debe mandar, el ser ahí impropio tiene que seguirlo» (Wolin,
Richard, The Politics of Being: The Political Thought of Martin Heidegger. New York/Oxford, Co-
lumbia University Press, 1990, p. 66).

338
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

cia –i.e., el reconocimiento en acto de la dominación política (permanezca o no


oculto para el dominado)–, sin la cual no hay forma política ni comunidad. Sin
duda, tanto el acontecer del pueblo heideggeriano como la decisión soberana
hobbesiano-schmittiana mientan una instancia suprainstitucional. Pero mientras
que el primero, ajeno a la representación, sólo puede existir en ese instante de
apertura y toda mediación destruye su modo de ser específico y lo rebaja a una
modalidad de existencia caracterizada por la irresponsabilidad, el dominio y la
chatura, la segunda articula representativamente dicha instancia de apertura, que
sólo se revela auténtica decisión si se cristaliza en un conjunto de instituciones
que dan forma y ordenan una existencia común singular. Es decir, ambas perspec-
tivas afirman la trascendencia de lo político por sobre lo jurídico, pero el planteo
teológico político de ella se liga a la representación: la legitimidad del soberano
para suspender el orden constitucional con vistas a conservarlo. En el caso de
Heidegger el exceso de lo político sobre lo jurídico se liga al cuidado y la diferen-
cia ontológica, ajenas a la representación. Allí donde la teología política articula
lo visible y lo invisible, donde afirma más radicalmente el carácter concreto, po-
sitivo y actual de lo político (i.e. la soberanía), Heidegger apela a lo abierto y
potencial. En este punto, núcleo del esteticismo heideggeriano, confluyen los
planteos de Ser y tiempo con los de los seminarios de la primera mitad del 30, con
todas sus ambigüedades e imprecisiones.
Esta prescindencia de la representación destaca el rasgo esteticista del pensa-
miento heideggeriano de lo político. De un lado, el principio de la representación
dispone un corte al momento creativo de la política. En analogía con el bíblico,
el fiat jurídico-político que funda el Estado no responde a una cadena causal,
sino que surge de una nada política. Es decir que no se apoya ni en instituciones,
procedimientos o pactos precedentes. Bajo la conceptualización clásica –hobbe-
siano-schmittiana– ése es el momento de apertura en el que la potencia creativa
del sujeto constituyente (sea el rey o el pueblo) se expresa del modo más radical
y absoluto. Sin embargo, esa potencia revela su grandeza en la conformación de
un orden pacificador. Es decir, la decisión soberana es tal si se manifiesta como
poder constituyente, i.e., «la voluntad política cuyo poder o autoridad es capaz de
tomar la concreta decisión de conjunto acerca de modo y forma de la existencia
política propia».85 La decisión política es creación de forma política pacificadora,
despliegue de la existencia política en personas e instituciones que la representan.
Del otro lado, el esteticismo heideggeriano prescinde de toda forma e hipostasia
el instante de una creación sin sujeto. Radicaliza de ese modo los esteticismos
previos de corte romántico, demasiado presos de un yo endiosado. Si se atiende

85. Schmitt, Carl, Verfassungslehre, op. cit., p. 75.

339
rodrigo páez canosa

por ejemplo al Programa sistemático más antiguo del idealismo alemán o al «oca-
sionalismo subjetivado» con el que Carl Schmitt define el romanticismo, ambos
toman el acto creativo como acto de un sujeto que no reconoce otra autoridad
más que sí mismo y que encuentra una de sus formas más acabadas en la idea de
una arte sin consumación tal como Hegel encuentra en Schlegel.86 Su rechazo o
indiferencia frente a lo político nace de la negativa del sujeto a reconocer una
instancia capaz de limitar su productividad infinita: el Estado es o bien un dispo-
sitivo maquínico refractario de lo bello y, con ello, de la auténtica actividad del
espíritu, o bien ocasión para el inicio de una nueva aventura romántica, al igual
que cualquier otro fenómeno. Más cercano se encuentra el esteticismo del joven
Nietzsche, con el cual sin embargo no se identifica. Los escritos juveniles del
filólogo desplazan al yo romántico del centro de la escena y sitúan en su lugar los
impulsos de lo apolíneo y lo dionisíaco. La grandeza o debilidad de una cultura
en sus manifestaciones fundamentales (el arte, la religión y el Estado) se encuen-
tra determinada por la relación e intensidad de estos impulsos. El artista es siem-
pre un medio de expresión de lo apolíneo y/o lo dionisíaco, verdaderas fuentes
del acto creativo. Nietzsche configura así un esteticismo sin sujeto a partir del
cual indaga en su presente las potencias artísticas capaces de cumplir con la pro-
mesa del renacimiento de la tragedia que se anuncia, pero no termina nunca de
realizarse. Es en la esfera del arte que dicho renacimiento puede tener lugar, y las
restantes (la política y la religión) o bien quedan subordinadas a ella o, si predo-
minan, sólo pueden fungir de obstáculos para aquel renacimiento.87

86. Véase «Das älteste Systemprogramm des deutschem Idealismus», en Georg Wilhelm Friedrich
Hegel, Frühe Schriften. Frankfurt a/M, Suhrkamp, 1971, pp. 234-236; Schmitt, Carl, Politische Ro-
mantik. München & Leipzig, Duncker & Humblot, 1925. Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, Vorles-
ungen über die Ästhetik I. Frankfurt a/M, Suhrkamp, 1986, pp. 94-95.
87. Nietzsche, Friedrich, Die Geburt der Tragödie, en Sämtliche Werke. Kritische Studienausgabe
[KSA], herausgegeben von Giorgio Colli und Mazzino Montinari. Berlín/NY, de Gruyter, 1980, B.
1, pp. 9-156; en el mismo volumen Unzeitgemässe Batrachtungen I-IV, pp. 157-510. En el volumen
7 de KSA también el importante Fragment einer erweiterten Form der Geburt der Tragödie, pp. 333-
349 (véase la traducción al español y la introducción de Sebastián Abad: «Introducción a la traduc-
ción de “Fragment einer erweiterten Form der Geburt der Tragödie”», Deus Mortalis, Nº 4, 2005,
pp. 449-485). Véase también Páez Canosa, Rodrigo, El pueblo como obra de arte. Lo político en el
pensamiento del joven Nietzsche, tesis de licenciatura. Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras,
Universidad de Buenos Aires, 2006, reproducida parcialmente en Páez Canosa, Rodrigo, «El pro-
blema político del renacimiento de la tragedia. La cultura y el Estado bajo la lógica estética del dis-
pendio», en ¿Nietzsche ha muerto? Memorias del Congreso Internacional, Martínez Cisterna Que-
zadas Martín (comps.). México DF, Hombre y Mundo, 2009, pp. 505-533, y Páez Canosa, Rodrigo,
«La constitución estética de la comunidad política en el joven Nietzsche. De la masa al pueblo a
través del genio», en Instantes y azares –escrituras nietzscheanas (Buenos Aires), año VII, N° 4-5,
primavera de 2007, pp. 83-101.

340
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

Estas formas de esteticismo y el heideggeriano tienen en común su rechazo a la


normalidad institucional, no tanto por introducir un régimen de mandato-obe-
diencia, sino por establecer falsas jerarquías, no tanto por sus presupuestos y
dispositivos coercitivos, sino por ser expresión de decadencia y/o mediocridad.
En ese sentido no se trata para esta tradición del esteticismo de promover la
emancipación del Estado, sino el primado de lo bello y grande sobre lo gris y
pequeño.88 Sin embargo, el esteticismo romántico y el nietzscheano mantienen
demasiadas deudas con el sujeto y la forma. La radicalización operada por Hei-
degger se halla en que la autonomización e hipóstasis del momento creativo
prescinde de ellos. Recoge en cierto sentido el rechazo romántico de la obra que
niega el acto creativo, pero le sustrae el sujeto. Continúa la crítica de la subjeti-
vidad moderna prefigurada ya en Nietzsche, incluso en su obra temprana, y le
añade la prescindencia de toda forma para pensar la apertura que constituye la
existencia propia del hombre. No se trata pues de señalar sin más la productivi-
dad estética como «la verdadera actividad metafísica de la vida»:89 el pueblo hei-
deggeriano no es una comunidad en la que el arte y sus obras se sitúan como
centro de la vida común. El estar resuelto se constituye de un modo más radical
como una apertura de la existencia sin sujeto y sin forma; el simple abrirse que
se da como acontecimiento indeterminado de una pura creación sin obra y sin
artista. El esteticismo heideggeriano consiste en hipostasiar el acto creativo en un
sentido extremo: independizarlo de todo sujeto y forma creada. Esta última neu-
traliza siempre la intensidad del acto creativo y destruye el acontecimiento. No
es entonces el poder del arte sino la potencia de lo indeterminado lo que carac-
teriza al esteticismo heideggeriano.
En su rechazo de lo positivo y actual, esta perspectiva rinde sus frutos como
modo de pensar la destrucción o deconstrucción de la subjetividad moderna,
pero deja poco espacio, si alguno, para pensar lo político y sus instituciones. Así,
cuando Heidegger inicia esa tarea se encuentra con la dificultad de intentar sos-
tener conceptos ligados intrínsecamente a dicha subjetividad al mismo tiempo
que busca suprimirla. La indeterminación propia de una creación como simple
apertura deja en un espacio problemático a las posibles formas de mediación o
aparición pública de dicha creación. El envés problemático de la prescindencia
heideggeriana del principio de autoridad representativa es la sustracción a las
instituciones políticas de toda grandeza digna de reconocimiento y su confina-
miento a una mediocridad que, a causa de la mera contraposición con otra ins-
tancia pretendidamente más auténtica, opera de facto como un llamado a sus-

88. Véase HHGR, 144-146.


89. Nietzsche, Friedrich, Die Geburt der Tragödie, op. cit., p. 24.

341
rodrigo páez canosa

traerse del poder de éstas. Aun cuando comparten la referencia a una instancia
excepcional fundante, Heidegger y la teología política hobbesiano-schmittiana la
articulan de modos antagónicos. La representación permite a esta última enlazar
dicho momento con las instituciones que ordenan la vida común en situación de
normalidad. La forma representativa produce moderación y apaciguamiento de
los conflictos. Es el fundamento político de los modales y maneras que configu-
ran una convivencia en forma. Heidegger, por el contrario, los contrapone: todo
lo que hace a la forma pertenece al dominio de lo impersonal, mediocre, inesen-
cial y falso. Así, mientras que el pensamiento político moderno busca acallar la
excepción, neutralizarla y retrasar su llegada inevitable, Heidegger parece querer
despertarla como modo de arrancar a la existencia del hombre de su letargo y
medianía. De un lado se procura suspender la lucha de la vida común; aun en el
plano internacional donde aparece como un elemento irreductible, el planteo
hobbesiano-schmittiano presenta lo político como el intento de limitarla y orde-
narla; del otro lado se la exalta como un elemento constitutivo de la convivencia
propia y, al sustraerla del espacio institucional-estatal, la libera de la distinción
entre lo externo y lo interno que la caracterizaba en el planteo moderno. Ajena
a las distinciones clásicas, tampoco la somete Heidegger a un nuevo criterio y
posibilita de ese modo que permanezca indeterminado el acontecer o no de la
lucha y, con ella, del pueblo. ¿Es la comunidad universitaria alemana en 1934 una
comunidad de lucha? ¿Lo es el pueblo alemán? ¿Qué clase de comunidad es la
conformada por los soldados en las trincheras? No se trata por cierto de la con-
formación de unidades políticas territoriales en las que rija un orden legal; en
efecto la distinción entre comunidad propia y cotidianeidad impropia no se vin-
cula con criterio jurídico alguno.
La ausencia tanto de un criterio firme como de una autoridad en la que recaiga
en última instancia el quis iudicavit? abre a una amplia multiplicidad hermenéu-
tica respecto de los acontecimientos políticos. Sólo una vaga oposición más o
menos exaltada a la normalidad cotidiana puede oficiar de índice. Es en ese sen-
tido que, aun cuando se considere aquí un error establecer un vínculo estrecho
entre el pensamiento de Heidegger con el nazismo, sí puede comprenderse la
adhesión del propio Heidegger a ese movimiento, así como también su posterior
decepción y alejamiento. Rotas las ataduras con instancias visibles de articulación
política, queda librada a la interpretación del filósofo el acontecer o no de la
decisión del pueblo alemán y la fidelidad o no a ella. El desconocimiento del
principio de autoridad en pos de una apelación a la gesta heroica de un pueblo
abre el camino tanto para afirmaciones exaltadas en contra de las instituciones
vigentes como para la adhesión a cualquier forma de expresión política que se
presente como ruptura con el orden y la renovación total de la existencia, pero

342
pueblo sin representación. el esteticismo político de martin heidegger

poco aporta para pensar la política en su articulación concreta en personas, nor-


mas e instituciones.
La figura de un pueblo sin representación expresa cabalmente la posición este-
ticista de Heidegger. El pueblo aparece como un concepto ligado al aconteci-
miento indeterminado de una armonía existencial que rompe con una tempora-
lidad decadente, pero que no puede, a costa de dejar de ser pueblo, articularse ni
personal ni institucionalmente. En esta prescindencia de lo jurídico-político para
pensar la comunidad se delinea la disolución de la autoridad del Estado, que
queda sujeto, no sin ambigüedades, a la lógica del acontecimiento. En ese sen-
tido, en el contexto de un proceso de creciente despolitización o, si se prefiere,
de una profunda resignificación del sentido de lo político, el pensamiento de
Heidegger aparece como una expresión cabal de dicho proceso, muy relevante al
momento de pensar su lógica y las alternativas que abre, pero de escasa potencia
para aquellos que perciban en el Estado y el derecho un problema aún vigente e
incluso un desafío.

Universidad de Buenos Aires

343
Arendt sobre Platón: Elisa Goyenechea

la profesionalización de la política

Este trabajo propone examinar un aspecto de la interpretación de Hannah


Arendt sobre la tradición de la filosofía política occidental. Cierto es que la au-
tora considera a Platón como el iniciador de la filosofía política y dedica muchas
páginas al examen de su posición; su indagación –empero– se extiende también a
los grandes representantes del pensamiento político moderno. Por mencionar
algunos, Arendt dialoga con Thomas Hobbes, en el segundo tomo de The Orig-
ins of Totalitarianism,1 en el contexto de su examen del fenómeno imperialista.
Estudia el pensamiento de J. J. Rousseau en On Revolution, y el de John Locke
en The Human Condition. En este último caso, el análisis del autor de Carta
sobre la tolerancia no gira en torno al tema del pacto, sino que Arendt lo toma
como voz autorizada para fundar su original tesis de la distinción entre labor y
trabajo, a partir de la fórmula lockeana «la labor de nuestro cuerpo y el trabajo
de nuestras manos».2 En On Revolution y en «Civil Disobedience», en cambio,
Arendt sí alude al pacto lockeano. En On Revolution, a propósito de la distinción
entre «contrato social» y «contrato mutuo», atribuye el primero a Hobbes y el
segundo a Locke (también a Rousseau). Mientras que el contrato social contiene
in nuce el principio de soberanía nacional, el contrato mutuo contiene in nuce el

1. Cf. Arendt, Hannah, The Origins of Totalitarianism (New Edition with added Prefaces), A
Harvest Book. Harcourt, Inc., Orlando. Austin. New York. San Diego. London, Copyright 1951,
1994 (ebook. Harvest Book, Hb244); positions 3322-3497.
2. Cf. Arendt, Hannah, The Human Condition (Second Edition. Introduction by Margaret
Canovan). The University of Chicago Press, Chicago & London, 1998, p. 79.

Deus Mortalis, nº 12, 2018, pp. 345-371


elisa goyenechea

principio republicano y, eventualmente, también el federal.3 En «Civil Desobe-


dience», incluido en Crises of the Republic, defiende la desobediencia civil como
una figura compatible con la Constitución estadounidense. Precisamente por
tratarse del pacto lockeano, los ciudadanos no deben esperar el azote de la tiranía
y el gobierno de la arbitrariedad para reaccionar, sino que pueden rebelarse antes
de estar encadenados, habida cuenta de que el acuerdo entre individuos –el pacto
de sociedad– permite que la comunidad sobreviva, aun sin un gobierno.4
La discusión con Rousseau le permite explicitar su posición respecto de la na-
turaleza distintiva de los cuerpos políticos resultantes del pacto y, sobre todo,
enunciar su crítica al concepto de soberanía. La pensadora celebra la recupera-
ción de la libertad positiva y promueve la virtud cívica, posición que la acerca a
Rousseau. Asimismo, comparte con el francés la advertencia sobre los peligros
de la actitud burguesa y el adormecimiento de las energías cívicas. Los distancia,
empero, la concepción dispar del espacio público: como artefacto, el primero,
como cumplimiento, la segunda. Las reflexiones de Arendt sobre Rousseau tie-
nen su centro en su rechazo a la soberanía, su aspecto más decididamente anti-
moderno, y a la noción de voluntad general como sede de la soberanía. En el
marco de sus discusiones con los representantes de la gran tradición de la filoso-
fía política, entendemos que Arendt es, también, tributaria de Tocqueville. Su
deuda se evidencia en su elogio del asociacionismo, no menos que en su crítica a
la tiranía de la mayoría. En el marco de la distinción entre autointerés, interés
ilustrado e interés común,5 la posición de Arendt respecto de la felicidad pública6
comparte los rasgos del sensato egoísmo7 de Tocqueville.
En el marco de este escrito, nos limitaremos a exponer la interpretación del pen-
samiento político de Platón, a quien le imputa el sometimiento de la política a la

3. Cf. Arendt, Hannah, On Revolution (Introduction by Jonathan Schell). Penguin Books, New
York, 2006, pp. 160-164.
4. Arendt, Hannah, «Civil Disobedience», en Crises of the Republic, A Harvest Book. Harcourt
Brace & Company, San Diego. New York. London, Copyright 1972, 1971, 1970, 1969 (ebook), pp.
50-101; cf. pp. 86-87.
5. Para la posición de Arendt respecto de esta triple articulación del interés, véase Arendt, Hannah,
«Public Rights and Private Interests: In Response to Charles Frankel», en Michael Mooney and
Florian Stubel (ed.), Small Comforts for Hard Times: Humanists in Public Policy. New York,
Columbia University Press, 1977; cf. pp. 104-106. También puede consultarse: Arendt, Hannah, «On
Violence», en Crises of the Republic, A Harvest Book. Harcourt Brace & Company, San Diego, New
York, London, Copyright 1969, 1972, pp. 104-183; cf. pp. 174-175. Para un examen de la posición de
Arendt, puede consultarse: Parekh, Serena, «Two Realms of Existence», en Hannah Arendt and the
Challenge of Modernity. A Phenomenology of Human Rights. Routledge, New York, London, 2008,
pp. 93-120.
6. Véase Arendt, Hannah, On Revolution. Schocken Books, New York, 2006, pp. 110, 114-118.
7. Tocqueville, La democracia en América. Alianza, Madrid, 2006; cf. p. 159.

346
arendt sobre platón: la profesionalización de la política

tutela de la filosofía. Hannah Arendt presenta tres grandes temas: la transformación


de la πράξιϛ en πόιησιϛ, en primer lugar, y la desvinculación de los momentos de la
praxis: άρχεῖν y πράττειν, en segundo. En este contexto, examina –por último– la
introducción de la figura del experto en el terreno político y la expulsión del ciuda-
dano común de la esfera pública. Con el fin de esclarecer la categoría de praxis,
Arendt alude a la analogía de la acción con las artes representativas, en detrimento
de las artes productivas. En estas últimas, lo decisivo es el producto terminado,
mientras que las primeras exhiben su virtuosismo en la representación. Así, lo po-
lítico en su sentido más elemental es para la pensadora un espacio de apariciones; el
espacio propicio en el que los hombres pueden exhibir su celo por lo público, en
perjuicio de sus conveniencias privadas. Concluiremos afirmando que el aspecto
decisivo de la discusión de Hannah Arendt con Platón es que éste posicionó la
política en el terreno de los medios, y la entendió como una técnica o –también–
como una ciencia normativa, que gobierna la praxis. Este significado prevaleciente
por siglos ha llegado hasta nosotros en la forma de un testamento legado en tradi-
ción. Para Arendt, empero, el sentido de lo político ha de buscarse en acontecimien-
tos ejemplares, en su mayoría infructuosos, a los que denomina «el tesoro revolu-
cionario perdido».8 Tal sentido olvidado se halla, en consecuencia, en otra tradición.

***

Platón y la aparición del experto en política

La tarea de Hannah Arendt en Was ist Politik?,9 en The Human Condition y en


los ocho ejercicios de pensamiento político que componen Between Past and
Future10 consiste en pensar el evento político. Su estrategia es evocar las experien-
cias políticas originarias sustrayéndolas de la sanción que la tradición del pensa-
miento político occidental ha impuesto sobre ellas. Este procedimiento la con-
duce a imputarle a Platón el sometimiento de las actividades de la vita activa a la
supremacía y al potencial poder ordenador de la vida contemplativa, ajena a la
praxis.11 En otras palabras, le atribuye el rebajamiento de la preeminencia de la

8. Arendt, Hannah, On Revolution, op. cit., p. 207.


9. Arendt, Hannah, Was ist Politik? Fragmente Aus dem Nachlass (Herausgegeben von Ursula Ludz.
Vorwort von Kurt Sontheimer). Piper, München, Zurich, 2003.
10. Arendt, Hannah, Between Past and Future. Eight Exercises in Political Thought. Penguin Books,
New York, 1993.
11. Para la interpretación de H. Arendt de la filosofía política platónica puede consultarse: Abensour,
Miguel, «Against the Sovereignty of Philosophy over Politics: Arendt’s Reading of Plato’s Cave

347
elisa goyenechea

actividad ciudadana, que la filósofa registra en los testimonios de historiadores y


poetas previos a la escuela socrática, en beneficio de la vida del sabio.

La solución platónica del filósofo-rey, cuya «sabiduría» resuelve las perplejidades de la acción como
si fueran solubles problemas de cognición, es sólo una variedad –y de ningún modo la menos tirá-
nica– del gobierno de uno. […] En este contexto, el surgimiento de un sistema político utópico que
pudiese ser construido de acuerdo a un modelo por alguien que dominara con maestría las técnicas
de los asuntos humanos, se volvió una verdad consabida. Platón, que fue el primero en diseñar un
prototipo para la hechura de los cuerpos políticos, ha perdurado como inspiración de todas las uto-
pías posteriores.12

En el parágrafo 31 de The Human Condition, Arendt le imputa a Platón, el filó-


sofo cuyo elitismo Arendt comparte en otras cuestiones, enaltecer la quietud y
autarquía de la vida del filósofo como el fin al que han de dirigirse todos los es-
fuerzos directivos y ordenadores que conforman la técnica política, la cual pasa
a ser un hacer en manos del que sabe más. En consecuencia, quien sabe más
monopoliza la praxis en la forma del ordenar, mientras que a los muchos les atañe
obedecer.13 Al respecto, leemos en República:

Ahora bien, el que forma parte de ese reducido número de filósofos y ha gustado la dulzura y la fe-
licidad que la sabiduría procura, a la vez ha descubierto la locura de la mayoría y la insensatez de
cuantos se ocupan de los asuntos políticos […]. Un gobierno adecuado beneficia y permite crecer al
filósofo, y éste, junto con sus propios asuntos, salva los de la ciudad.14

Cierta impaciencia por el orden, que la pensadora le endilga al discípulo de Só-


crates, lo condujo a mudar la πράξιϛ en πόιησιϛ y a rebajar, en consecuencia, la
dignidad de la política, cuya razón de ser era asegurar un espacio de acción e
intercambio para individuos libres de las compulsiones vitales y los ajetreos so-
ciales. Mientras que en el ámbito social tienen lugar las técnicas y experticias,
cuyo manejo diestro le endosa Arendt al homo faber, el ámbito público no acoge
la maestría de las técnicas, sino la virtud política, potencialmente presente por
igual en todo hombre. Arendt atribuye el deslizamiento de la acción hacia la fa-
bricación, presente en los libros VI y VII de República y en El Político, a la na-
tural y perfectamente comprensible desconfianza del filósofo hacia la esfera de
los asuntos humanos, la cual, precisamente por albergar a muchos y distintos, no

Allegory», Social Research: An International Quarterly, Volume 74, Number 4, Winter 2007; cf. pp.
955-982. También, Villa, Dana, Politics, Philosophy, Terror. Essays on the Thought of Hannah Arendt.
Princeton University Press, Princeton, New Jersey & Chichester, West Sussex, 1999; cf. pp. 191-198.
12. Arendt, Hannah, The Human Condition, op. cit.; cf. pp. 221, 222.
13. Cf. Arendt, Hannah, The Human Condition, op. cit.; pp. 220-230.
14. Platón, República. Buenos Aires, Eudeba, 1998; cf. 496c-497a.

348
arendt sobre platón: la profesionalización de la política

conforma un hombre de dimensiones gigantescas.15 La «pluralidad»,16 la condi-


ción humana a la que vienen a dar respuesta la acción y el discurso, explica la
precariedad e inseguridad connaturales a la esfera de los asuntos humanos, o de
todo aquello que acontece entre los hombres, cuando se consideran libres e igua-
les entre sí.17 Este singular aspecto del ámbito político, fuente de inseguridades e
indeterminaciones, ha suscitado la ambición por imponer un control que reme-
die sus imprecisiones. Tal control –juzga Arendt– no guarda afinidad con la ac-
ción (πράξιϛ), sino con la fabricación (πόιησιϛ).

Siempre ha sido una gran tentación para los hombres de acción no menos que para los hombres de
pensamiento, encontrar un sustituto para la acción con la esperanza de que el ámbito de los asuntos
humanos pueda librarse de su carácter azaroso y de la irresponsabilidad moral inherente a una plu-
ralidad de agentes. Hablando en líneas generales, siempre han buscado protegerse de las calamidades
de la acción por medio de una actividad, en la que un solo hombre aislado de los demás, permanece
como dueño de sus acciones desde el principio hasta el final. […] Todas las calamidades de la acción
surgen de la condición humana de la pluralidad, que es la condición sine qua non de ese espacio de
apariciones que es el espacio público.18

Para la autora de The Human Condition, la armonía dócil y en apariencia incues-


tionable de la expresión que conjuga filosofía y política, que aceptamos como
obvia y cuyo sentido va de suyo, oculta el conflicto entre filosofía y política.19 No
se trata de un conflicto entre disciplinas, sino entre dos modos de existencia
prácticamente inconciliables que pugnan por establecer una supremacía, recono-
ciéndole excelencia y superioridad a la bíos theoretikós en detrimento de la bíos
politikós. Cuando lee el mito de la caverna en clave política, Arendt enuncia una
crítica incisiva a la filosofía política, cuyo principio la pensadora consigna en
«Philosophy and Politics: What is Political Philosophy?».20 Allí leemos:

15. Platón, Las leyes. Madrid, Alianza, 2002; cf. libros V y IX.
16. Cf. Arendt, Hannah, The Human Condition, op. cit., pp. 175, 176, 177, 178.
17. Para un estudio sobre el concepto de comunidad política en H. Arendt, puede consultarse: Fuss,
Peter, «Hannah Arendt’s Conception of Political Community», en Melvyn A. Hill (ed.), Hannah
Arendt: The Recovery of the Public World, St. Martin’s Press. New York, cf. pp. 157-176.
18. Arendt, Hannah, The Human Condition, op. cit.; cf. p. 220.
19. Para un estudio de las tensiones entre filosofía y política en Arendt, véase: Canovan, Margaret,
Hannah Arendt. A Reinterpretation of her Political Thought. Cambridge University Press,
Cambridge, New York, Melbourne, 1995; cf. 253-274. Puede consultarse también: Parekh, Bhikhu,
Hannah Arendt and the Search for a New Political Philosophy. The Macmillan Press, London, 1981;
cf. pp. 1-19.
20. Es el nombre de un curso que Arendt impartió en New School for Social Research, New York.
No está incluido en sus obras publicadas. Hemos accedido a sus párrafos más salientes a través del
artículo de Canovan, Margaret, «Socrates or Heidegger? Hannah Arendt’s Reflections on Philosophy
and Politics», Social Research, Volume 57, Number 1, Spring 1990; cf. pp. 135-165.

349
elisa goyenechea

Platón, el padre de la filosofía política en Occidente, ha intentado muchas veces oponerse a la polis y
a su concepción de la libertad. Se ha esforzado en ello gracias a una teoría política en la cual los cri-
terios de lo político no son determinados a partir de lo político mismo sino a partir de la filosofía.

Platón, que empleó la imagen del médico que cura al enfermo,21 del pastor que
guía al rebaño22 y del timonel diestro en el arte de la navegación,23 para referirse
al mejor gobernante, buscó poner término a la anomia y al desmanejo de su pa-
tria natal, pergeñando un mejor régimen que restableciera el orden. Por ello, in-
terpreta Arendt, Platón pone al servicio de su proyecto político, su propia elabo-
ración de la filosofía: la teoría de las ideas. La carta del 8 de mayo de 1954 dirigida
a Martin Heidegger ilustra la sospecha de la pensadora respecto de la expresión
–en apariencia inocua– filosofía política:

partiendo de la alegoría de la caverna (y de tu interpretación), [investigo] una presentación de las


relaciones tradicionales entre filosofía y política, que consiste, más precisamente, en considerar la
posición de Platón […] con respecto a la polis como la base de toda teoría política. (Me parece deci-
sivo que Platón vea la idea suprema en el agathón más bien que en el kalón, por razones que yo lla-
maría «políticas»).24

Dos años más tarde, en una carta a Karl Jaspers y en el contexto de la valoración
de la interpretación heideggeriana del mito de la caverna, escribe:

Me parece que en República Platón ha querido «aplicar» a la política su propia doctrina, aunque ésta
hubiera tenido orígenes diferentes. Heidegger […] tiene razón cuando dice, en su presentación del

21. Platón, República (traducción directa del griego por Antonio Camarero. Estudio preliminar y
notas de Luis Farré. Revisión técnica, Lucas Soares). Eudeba, Buenos Aires, 2000. En el Libro III,
Platón describe la educación, los cuidados y el estilo de vida recomendados para los guardianes
(401c-404c). A continuación, repentinamente, Platón deja de hablar del régimen de vida de los
guardianes y traslada su argumentación al resto del Estado. Presenta una analogía entre los desórdenes
y enfermedades, que pueden aquejar a los guardianes mal educados, y los males que se multiplican en
una ciudad mal gobernada (405a-406b). A partir de 408a, describe las cualidades y el tipo de educación
de los mejores médicos, y en 409a, las virtudes del buen médico se presentan en analogía con las del
buen juez. Así, enfermedad e injusticia reclaman médicos y jueces buenos y probos. Tanto en el caso
del médico como en el del juez, lo que en realidad nos dice Platón es que en la polis, se deben prevenir
las enfermedades que aquejan al cuerpo, pero también los vicios, que enferman al alma. Para un
estudio detallado de la medicina política de Platón, puede consultarse: Villegas Contreras, Armando,
«Sobre el antropomorfismo político en la República de Platón», en Andamios. Revista de
Investigación Social, volumen 10, número 21, enero-abril 2013, Universidad Autónoma de la Ciudad
de México. México; cf. pp. 257-277.
22. Platón, El político (introducción, texto crítico, traducción y notas de Antonio Gonzales Lazo.
Segunda edición). Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1981 (edición bilingüe); cf. 261e y 266e.
23. Platón, República, op. cit.; cf. 488a-489d.
24. Hannah Arendt and Martin Heidegger, Letters. 1925-1975 (translated from the German by
Andrew Shields. Edited by Ursula Ludz). Harcourt Brace & Company, San Diego, New York,
London, 2004; véanse pp. 120-121.

350
arendt sobre platón: la profesionalización de la política

mito de la caverna, que la verdad se transforma subrepticiamente en justeza [correctness] y que las
ideas, en consecuencia, llegan a ser normativas [and, consequently, ideas into standards].25

Mientras que el sentido, por ejemplo, de la justicia o de la libertad, es más afín a


una actitud aún teórica respecto de la política o de la historia, puede, empero,
devenir la medida26 con arreglo a la cual calibrar los hechos y las acciones indivi-
duales, como la pensadora verifica en la filosofía política platónica. El término
sentido tiene –para Arendt– afinidad con la praxis, con el ámbito de lo político y
con el juicio o la comprensión, que son las facultades connaturales a ese espacio.
La noción de medida, en cambio, remite al homo faber, a la actividad de la fabri-
cación (πόιησιϛ) y a la facultad de la cognición27 (como algo distinto de la com-
prensión y el juicio). Cuando el sentido deviene la vara conforme a la cual medir,
cambia su naturaleza e ingresa en el plano de la instrumentalidad; permite enfo-
car la política con arreglo a las categorías de medios y fines, y elevar la figura del
experto, o del que sabe más. En consecuencia, sólo quien gobierna con maestría
la técnica política está capacitado para hacer lo que se necesita para el logro de
los objetivos, a saber, decidir, dirigir y mandar. El resultado de dicha maniobra
es posicionar lo político en el dominio de los medios por los que se alcanzan los
fines que, sean cuales fueren, se hallan más allá o por fuera de lo político: la paz,
la seguridad, el orden, el autoabastecimiento, la abundancia, el consumo o el auge
de la productividad. En «The End of Tradition», enseña Arendt:

25. Lotte Kohler and Hans Saner (ed.), Hannah Arendt and Karl Jaspers. Correspondence, 1926-1969
(translated from the German by Robert and Rita Kimber). A Harvest Book, Harcourt Brace &
Company. San Diego, New York, London, 1992; cf. pp. 288- 289. Platons Lehre von der Wahrheit,
«La doctrina de Platón acerca de la verdad», es el título de una conferencia pública pronunciada por
Martin Heidegger por primera vez entre los años 1930 y 1931. Su texto definitivo no fue compuesto
sino diez años más tarde. En la carta, Arendt hace referencia a esta conferencia, donde Heidegger
interpreta una transformación en el concepto griego de verdad en los textos platónicos. Verdad como
«des-ocultamiento (aléetheia)» pasa a ser entendida como corrección, adecuación, congruencia,
conformidad o justeza «de la percepción y del enunciar (orthórtees)». La nueva noción, afirma
Arendt con Heidegger, permite concebir las ideas como varas o unidades de medición, en
conformidad con las cuales calibrar la bondad, la belleza, la justicia, la valentía, etc., de los agentes,
las acciones o las instituciones. Para la conferencia de Heidegger, véase: Heidegger, Martin, «La
doctrina de Platón acerca de la verdad», en Eikasía. Revista de Filosofía, 12, extraordinario I, 2007;
cf. pp. 277-300.
26. Arendt, Hannah, «The tradition of Political Thought», en The Promise of Politics. New York,
Schocken Books, 2005; cf. pp. 52-53. Allí leemos: «La transformación de la acción en gobernar y ser
gobernado –esto es, en aquellos que ordenan y aquellos que ejecutan órdenes– mencionada
anteriormente, es el resultado inevitable cuando el modelo para comprender la acción es tomado del
ámbito privado de la vida en el hogar y transportado al dominio público político, en donde la acción,
hablando con propiedad, como actividad que se desarrolla entre personas, tiene lugar». Véase
también, Arendt, Hannah, Between Past and Future, op. cit., pp. 110, 112.
27. Cf. Arendt, Hannah, The Human Condition, op. cit., pp. 270-271.

351
elisa goyenechea

Así, nuestra tradición de filosofía política, por desgracia y fatalmente, ha privado a los asuntos polí-
ticos, esto es, a aquellas actividades que conciernen el ámbito público común que viene a la existencia
donde sea que los hombres vivan juntos, de toda la dignidad que por sí misma le corresponde. En
términos aristotélicos, la política es un medio para un fin; no es un fin en y por sí mismo. Más aún, el
verdadero fin de la política es, de algún modo, su opuesto, a saber, no participación en los asuntos
públicos, σχολῄ, la condición para la filosofía, o mejor dicho, la condición de una vida a ella dedicada.28

En «What is Authority?», incluido en Between Past and Future, Arendt inter-


preta a Platón y opone a las experiencias del filósofo, que registra, por ejemplo,
en el arrobamiento místico en el que culmina el relato del mito del carro alado
del Fedro29 y en el discurso de Diotima sobre eros, en Banquete,30 las experiencias
del político. Mientras que el filósofo recibe el apelativo de φιλοκαλόϛ, o amante
de la belleza, y se lo encolumna bajo la égida de la Idea de Belleza, el político,
ilustrado en el descenso del prisionero liberado cuando regresa al antro, actúa
guiado por la Idea de Bien. Así, τὸ καλόν –lo bello– muda en τὸ αγαθόν, el patrón
conforme al cual medir y rectificar. El siguiente fragmento ilustra la lectura de
Arendt, que avanza en su interpretación y tilda al filósofo rey de tirano:

Si la República debe ser hecha por alguien que es el equivalente político del artesano o el artista, con
arreglo a una τέχνη establecida y las reglas y medidas válidas para este particular «arte», el tirano es,
verdaderamente, el que se encuentra en la mejor posición para lograr este propósito.31

Las experiencias del político, en el contexto de la filosofía platónica, son las del
rey-filósofo: el que gobierna y es diestro en el arte de la medida, el que practica

28. Arendt, Hannah, «The End of Tradition», en The Promise of politics, op. cit., pp. 82-83.
29. Cf. Platón, Diálogos III. Fedón, Banquete, Fedro. Gredos, Madrid, 1997; cf. 249d-251a. Así
describe Platón al filósofo: «Apartado, así, de humanos menesteres y volcado a lo divino, es tachado
por la gente como de perturbado, sin darse cuenta de que lo que está es “entusiasmado”. Y aquí es
donde, precisamente, viene a parar todo ese discurso sobre la cuarta forma de locura, aquella que se
da cuando alguien contempla la belleza de este mundo, y recordando la verdadera, le salen alas y, así
alado, le entran deseos de alzar vuelo, y no lográndolo, mira hacia arriba, como si fuera un pájaro,
olvidado de las de aquí abajo, y dando ocasión a que se le tenga por loco. Así que, de todas las formas
de “entusiasmo”, es ésta la mejor de las mejores […]; y al partícipe de esta manía, al amante de los
bellos, se le llama enamorado».
30. Idem, cf. 210d-212c. Allí, por ejemplo, leemos: «¿Qué debemos imaginar, pues –dijo–, si fuera
posible a alguno ver la belleza en sí, pura, limpia y sin mezcla y no infectada de carnes humanas, ni
de colores, en suma, la divina belleza en sí, específicamente única? ¿Acaso crees –dijo– que es vana la
vida de un hombre que mira en esa dirección, que contempla esa belleza con lo que es necesario
contemplarla y vive en su compañía? ¿O no crees –dijo– que sólo entonces, cuando vea la belleza con
lo que es visible le será posible engendrar, no ya imágenes de virtud, al no estar en contacto con una
imagen, sino virtudes verdaderas, ya que está en contacto con la verdad? Y al que ha engendrado y
criado una virtud verdadera, ¿no crees que le es posible hacerse amigo de los dioses y llegar a ser, si
algún otro hombre puede serlo, inmortal él también?».
31. Arendt, Hannah, «What is Authority?», en Between Past and Future, op. cit., pp. 91-141; cf. p. 112.

352
arendt sobre platón: la profesionalización de la política

con pericia la técnica de calibrar todas las costumbres prácticas y privadas, por-
que es capaz de ver con el ojo del alma, los patrones eternos de medición. Han-
nah Arendt halla, a partir de la escuela socrática, el instante en que «los hombres
de acción y los hombres de pensamiento separaron sus caminos»,32 circunstancia
que activó el conflicto entre el filósofo y la polis, o entre dos modos de existencia
insolubles. Porque Sócrates fue enjuiciado, condenado y ejecutado en ejercicio
de la ley, el espacio público se le revela al filósofo en extremo amenazante, y en
tal circunstancia, sentencia la discípula de Heidegger, se enciende el cortocircuito
entre el filósofo y la polis. Para decirlo en palabras de la autora:

En el comienzo, por ende, no de nuestra historia política o filosófica, sino de nuestra tradición de
filosofía política se yergue el deprecio de Platón por la política, su convicción de que «los asuntos y
las acciones de los hombres […] no merecen ser considerados con seriedad» y que la única razón por
la que el filósofo necesita comprometerse con ellos es el hecho desafortunado de que la filosofía […]
la bios theôrêtikos […] es materialmente imposible sin un […] ordenamiento razonable de todos los
asuntos humanos que concierne a los hombres en la medida en que viven juntos.33

Arendt busca destacar la desconfianza y el recelo de la mentalidad del filósofo,


más proclive al aislamiento que al inter homine esse, que busca la forma más
perfecta de gobierno, en vistas de la tranquilidad y la seguridad de aquellos que
se dedican al «diálogo silencioso consigo mismo».34 Entendemos que la relación
tensa que Arendt observa entre la filosofía y la política yace en la incompatibili-
dad entre la tradicional búsqueda filosófica de la verdad incontrovertible (o la
aquietada visión de la verdad incomunicable) y la apertura y la pluralidad del
pensamiento político (al que llama «pensar representativo»35). Empeora la ten-
sión el hecho de que la actividad filosófica ha sido tradicionalmente entendida
como un alejamiento del mundo común y del ajetreo cotidiano. La solitariedad
del filósofo, siempre en diálogo consigo mismo y ensimismado en sus pensa-
mientos, es una imagen que contribuye a concebirlo como un hombre que está
fuera del mundo o que se mueve en otro mundo, el mundo de las cosas pensadas.
Para Arendt, la filosofía tradicional demanda una retirada del mundo en el que
convivimos con otros, un repliegue del filósofo a la quietud de sus propios pen-
samientos. Es decir, aun estando en compañía, el filósofo se sustrae subrepticia-
mente de la presencia de los demás, precisamente para poder pensar; se encuentra
en otra parte, se mueve en otro registro de la existencia, por así decirlo, absorto
en sus ideas y representaciones mentales, y distraído de las exigencias mundanas.

32. Cf. Arendt, Hannah, The Human Condition, op. cit.; p. 17.
33. Arendt, Hannah, The Promise of Politics, op. cit.; cf. p. 81.
34. Hannah Arendt, «Sócrates», en The Promise of Politics, op. cit., pp. 5-39; cf. pp. 28, 36.
35. Cf. Arendt, Hannah, «Truth and Politics», en Between Past and Future, op. cit., pp. 223-259; cf.
pp. 241-242.

353
elisa goyenechea

Esta imagen hace del filósofo la figura más apolítica o antipolítica concebible.
Platón lo registra con maestría cuando describe la resistencia, las burlas y la in-
comprensión de la mayoría respecto de quien habita fuera del mundo, pero
pretende poner orden en él.36 Bajo estas condiciones, la filosofía política parece
ser una empresa infructuosa y una contradicción de términos, porque ¿cuán
apartado del mundo necesita estar el filósofo para la práctica de la filosofía, y –
aun así– involucrado con el domino público para apreciar, comprender y com-
partir la acción pública?
Es importante señalar que cuando Arendt eleva a Sócrates (o al Platón de los
diálogos socráticos) como tipo ideal de pensador (no de filósofo), busca un de-
nominador común que aproxime el pensar a lo político (aunque nunca lo llama
filosofía, pues ésta –sostiene Arendt– comenzó con Platón).37 En este contexto, el
pensar, en general, y el pensar político (como algo distinto de la filosofía política),
en particular, consistirían en un proceso interminable (o tan extenso como la vida
misma), aporético y circular, que siempre arriba a conclusiones tentativas y a
verdades provisorias. Éstas nos permiten transitar por la vida con una seguridad
relativa, pues nunca ofrecen garantías incontestables, y organizar los asuntos
humanos conforme a principios, ejemplos y precedentes, que –como comuni-
dad– tenemos por vinculantes. Dicho con las palabras de las Lectures on Kant’s
Political Philosophy, ese pensar mundanamente relevante, o públicamente opera-
tivo, es la facultad del juicio. Esencialmente discriminante y potencialmente libre
de conceptos y prejuicios, el juicio o el «sentido comunitario»38 es la capacidad
mental humana más connatural a las ciencias sociales, en general, y a la política,
en particular.
En repetidas ocasiones, Arendt nombró el ámbito público y político como
espacio de apariciones.39 La apariencia es la más elemental de las exposiciones al
mundo; el sólo hecho de estar junto a otros para quienes –políticamente ha-
blando– no soy irrelevante significa que aparezco; en términos de la autora, que
ingreso al mundo de palabra y de obra. El sentido más básico de lo público está
aquí concernido. En The Human Condition asevera que «para nosotros, la apa-
riencia –algo que es visto y oído por otros y por nosotros mismos– constituye la

36. Por ejemplo, en República, hallamos esta imagen tanto en el mito del piloto y la nave, en el libro
VI, como en la alegoría de la caverna, en el VII. Cf. Platón, República, op. cit., 488a-489d; 516e-517a.
37. Arendt, Hannah, «Thinking and Moral Considerations. A Lecture», en Responsibility and
Judgment. Schocken Books, New York, 2003, pp. 159-189; cf. pp. 168-186.
38. Cf. Arendt, Hannah, Lectures on Kant’s Political Philosophy (edited and with an Interpretative
Essay by Ronald Beiner). The University of Chicago Press, Chicago, 1989, pp. 67-71.
39. Cf. Arendt, Hannah, The Human Condition, op. cit., pp. 199, 200, 207.

354
arendt sobre platón: la profesionalización de la política

realidad».40 Arendt entiende esta aparición ante otros como vida humana, estar
vivo significa estar entre humanos –inter homines esse–, mientras que lo contra-
rio –morir– significa dejar de estar en compañía. Morir significa abandonar el
mundo –el espacio de apariciones– y ser removido de la compañía de los demás.
En este marco, la pensadora interpreta las secciones de Fedón (a partir del pará-
grafo 64), en donde se describe el alejamiento del filósofo de la compañía de sus
iguales como una exaltación de la muerte, y a la filosofía como una preparación
para la muerte. En los siguientes fragmentos, Platón enaltece la muerte como un
estado ideal para el filósofo. Para el ateniense, la clave está en la separación del
cuerpo, fuente de desvaríos y errores. Para Arendt, en cambio, lo decisivo de la
experiencia de quienes se consideran amantes de la sabiduría es el alejamiento de
la vida en común con otros y el desprecio por la vida dedicada a la política, que
busca honores y reconocimiento; abandonar la compañía de los semejantes es
sinónimo de morir. Leemos en Fedón:

Ahora quiero ya daros a vosotros, mis jueces, la razón de por qué me resulta lógico que un hombre
que de verdad ha dedicado su vida a la filosofía en trance de morir tenga valor y esté esperanzado de
que allá va a obtener los mejores bienes, una vez que muera. […] Porque corren el riesgo cuantos
rectamente se dedican a la filosofía de que les pase inadvertido a los demás que ellos no se cuidan de
ninguna otra cosa, sino de morir y de estar muertos. […] Conque, en realidad, tenemos demostrado
que, si alguna vez vamos a saber algo limpiamente, hay que separarse de él [del cuerpo] y hay que
observar los objetos reales en sí con el alma por sí misma. Y entonces, según parece, obtendremos lo
que deseamos y de lo que decimos que somos amantes, la sabiduría, una vez que hayamos muerto,
según indica nuestro razonamiento, pero no mientras vivamos. Pues si no es posible por medio del
cuerpo conocer nada limpiamente, una de dos: o no es posible adquirir nunca el saber, o sólo muer-
tos. […] En realidad, por tanto –dijo–, los que de verdad filosofan […] se ejercitan en morir, y el
estar muertos es para estos individuos mínimamente temible. […] ¿No sería una gran incoherencia
que no marcharan gozosos hacia allí adonde tienen esperanza de alcanzar lo que durante su vida
desearon amantemente –pues amaban el saber– y de verse apartados de aquello con lo que convivían
y estaban enemistados? […] Por lo tanto, eso será un testimonio suficiente para ti –dijo–, de que un
hombre a quien veas irritarse por ir a morir, ése no es un filósofo, sino algún amigo del cuerpo. Y ese
mismo será seguramente amigo también de las riquezas y de los honores.41

Además de entender lo público como espacio de apariciones, en The Human


Condition, Arendt se refiere a un segundo sentido, ahora entendido como
mundo común. Previo y diferente a la publicidad y exposición inherente al
mundo, hay una vida singular que aparece como tal, como única y distinta, aun-
que siempre vivió entre humanos. La apariencia como tal es siempre un aparecer
al mundo, una exhibición mundana, aunque no se trata –aún– de una aparición
al mundo común. Este último está constituido por intereses, preocupaciones y

40. Cf. idem, p. 50.


41. Platón, Fedón, 64a-b, 66d-67a, 67d-68a, 68c.

355
elisa goyenechea

afinidades compartidas: la comunidad de intereses, de juicios, de opiniones y de


cometidos de una pluralidad de hombres. Lo público en este sentido es inter-esse,
lo que yace entre ellos, uniéndolos, separándolos, relacionándolos; involucra
estar (a gusto) con otros o junto a otros, concernidos por algo común o compar-
tido. Creemos que sólo el segundo sentido de lo público es más propiamente
intersubjetivo y político.42
En opinión de Hannah Arendt la ecuación entre apariencia y realidad, clave para
lo político y el ámbito de los asuntos humanos, es precisamente lo que Platón
rechaza. Puesto que sólo algunos hombres selectos, aquellos que los filósofos re-
yes escogen por medio de un exigente proceso de depuración, son capaces de ver
la verdadera realidad, y habida cuenta de que tal verdadera realidad puede devenir
la vara conforme a la cual medir, ordenar y corregir, entonces ellos serán los más
diestros en el arte del buen gobierno. Así, leemos en el libro VII de República:

[Los filósofos reyes] deberán ser conducidos hasta el fin y obligados a elevar los ojos del alma y
mirar de frente al ser que ilumina todas las cosas, y después de contemplar el bien en sí lo tomarán
como modelo para encargarse uno tras otro, durante el resto de su vida, de organizar la ciudad y
gobernar a los particulares y a sí mismos. […]. Tendrán que cargar con el peso de la autoridad política
y gobernar sucesivamente por el bien de la ciudad, con la convicción de que su tarea es, más que un
honor, un deber ineludible.43

El conflicto insoluble entre el filósofo y la polis tiene su cénit cuando el primero


vuelve a la caverna y se encuentra fatalmente incapacitado para transmitir las
verdades evidentes que ha visto: la incomunicabilidad de sus intuiciones. El meo-
llo del problema es que el pasmo y el asombro, que constituyen la sustancia
misma de la actividad del filósofo y que son el disparador básico de la interroga-
ción, no pueden ser activados en la mayoría. Se trata de un πάθος –entiende
Arendt– que no todos están dispuestos a sobrellevar. Los demás, la mayoría, no
ven lo que él ha visto, de allí que la mofa, la risa o la burla son las respuestas más
comunes –y las más inofensivas– que provoca. La pensadora se esfuerza en pre-

42. Véase Arendt, Hannah, The Human Condition, op. cit., pp. 50-58. En la página 50, leemos: «En
primer lugar significa que todo lo que aparece en público puede ser visto y oído por otros. Para
nosotros, la apariencia […] constituye la realidad. […] La presencia de otros que ven lo que vemos y
escuchan lo que escuchamos nos asegura la realidad del mundo […]». Y en la página 52: «En segundo
lugar, el término “público” significa el mundo mismo. Este mundo, sin embargo, no es idéntico a la
naturaleza o a la tierra […]. Se relaciona, más bien, al artefacto humano [human artifact], la
fabricación de las manos humanas, como también los asuntos que transcurren entre aquellos que
habitan juntos el mundo hecho por el hombre. Vivir juntos en el mundo significa esencialmente que
un mundo de cosas yace entre aquellos que lo tienen en común, así como una mesa se ubica entre los
que se sientan a su alrededor; el mundo, como todo inter-medio [in-between], relaciona y separa a
los hombres al mismo tiempo».
43. Platón, República, op. cit.; cf. 540b.

356
arendt sobre platón: la profesionalización de la política

sentar el pensar filosófico y la actividad del político como órdenes de la existen-


cia incompatibles, o al menos, difícilmente armonizables. En «Sócrates», leemos:

En lo que a la filosofía respecta, si es cierto que se enciende con el thaumadzein y culmina sin pala-
bras [speechlessness], entonces culmina exactamente donde comenzó. Comienzo y final son aquí lo
mismo, y esto es lo más fundamental de los, así llamados, círculos viciosos que uno encuentra en
tantos argumentos estrictamente filosóficos. Es este shock filosófico del que habla Platón, que atra-
viesa toda gran filosofía y que separa al filósofo, quien lo sobrelleva [a este πάθος], de aquellos con
quienes vive. Y la diferencia entre los filósofos, que son pocos, y la multitud, no es de ningún modo
[…] que la mayoría no entiende nada de este páthos del asombro, sino más bien, que se rehúsan a
soportarlo. Este rechazo está expresado en el doxadzein, en formar opiniones acerca de cuestiones,
de las cuales uno no puede sostener opiniones porque los estándares comunes y comúnmente acep-
tados del sentido común aquí no sirven. Doxa, en otras palabras, llegó a ser lo opuesto de verdad
porque doxadzein es verdaderamente lo opuesto de thaumadzein. El tener opiniones se malogra
cuando está concernido con aquellas cuestiones a las que accedemos sólo en mudo asombro.44

La descripción que hace Platón de la desorientación del filósofo cuando ingresa


al ámbito de los asuntos humanos (el regreso al antro) ilustra la posición anti-
política del gobernante platónico: la ceguera que golpea sus ojos, los infructuosos
intentos de comunicar a los demás lo que ha visto, y –lo más importante– los
peligros que amenazan su vida cuando busca despojar a sus conciudadanos de la
ignorancia y promoverlos a la vida virtuosa. En esta instancia, concluye Arendt,
el filósofo apela a lo que ha visto –las Ideas– pero las concibe como estándares y
medidas. Finalmente, las emplea como instrumentos de dominación; bajo esta
circunstancia, se transforman en estrategia política. Con su alegoría de la caverna,
Platón no buscó plasmar en imágenes las experiencias del filósofo qua filósofo,
sino exhibir en una parábola la infructuosidad de la filosofía y el destino del fi-
lósofo cuando asume prerrogativas políticas. Contiene una valoración específica-
mente defectiva del ámbito público y un juicio desfavorable con respecto a la
eficacia del filósofo para gerenciar la cosa pública: «La alegoría de la caverna fue,
así, diseñada para describir no tanto cómo la filosofía se ve desde el punto de
vista de la política, sino cómo la política, el ámbito de los asuntos humanos, se ve
desde el punto de vista de la filosofía».45

No se puede entender a Platón sin tener en mente tanto su repetida y enfática insistencia en la irre-
levancia filosófica de este domino [el ámbito de los asuntos humanos], acerca del cual él siempre
advirtió que no se lo debía tomar con seriedad, y el hecho de que él mismo, a diferencia de casi todos
los filósofos que lo siguieron, aún consideraba los asuntos humanos con la suficiente seriedad, como
para cambiar el mismo centro de su pensamiento para hacerlo aplicable a la política. […] En el con-
texto de esta búsqueda [la de la mejor forma de gobierno], Platón cuenta su parábola [la alegoría de
la caverna], que resulta ser la historia del filósofo en este mundo, como si hubiera querido escribir la

44. Arendt, Hannah, «Socrates», en The Promise of Politics, op. cit., pp. 5-39; cf. pp. 34-35.
45. Arendt, Hannah, «Socrates», The Promise of Politics, op. cit.; cf. p. 31.

357
elisa goyenechea

biografía concentrada de el filósofo. En consecuencia, la búsqueda de la mejor forma de gobierno se


revela como la búsqueda del mejor gobierno para los filósofos, el cual resulta ser un gobierno en el
que los filósofos se han transformado en los gobernantes de la ciudad, una solución no tan sorpren-
dente para quien había sido testigo de la vida y muerte de Sócrates.46

En los inicios de la filosofía política (no de nuestra historia política), la política


comenzó a ser una τέχνη en manos de uno o de pocos, el experto o el tecnócrata;
para los que ejercitan con excelencia su arte, la política es un medio para un fin:

Aquí, el concepto de experto ingresó por primera vez al ámbito de la acción política y se consideró
al hombre de estado como el más competente para gerenciar los asuntos humanos, de la misma ma-
nera en que un carpintero es competente para hacer muebles o un médico para curar al enfermo.47

Ciertamente, el filósofo experto de Platón está intensamente interesado por la


política y por la incursión en los asuntos públicos, aunque sólo en el sentido del
άρχειν, dar origen, principiar, dirigir, pero no en el de llevar a cabo o completar
la acción (πράττειν). Estas dos fases inherentes a la dinámica de la praxis, más
compatibles con la figura del primus inter pares que con la del gobernante o rey,
mudaron en acciones y circunstancias distintas, la de mandar y la de obedecer. La
palabra πράξιϛ involucraba, en origen, los dos momentos contenidos en los tér-
minos; el primero –άρχειν– aludía a la tarea del principiante, el que toma la ini-
ciativa y propone a los demás el curso de acción a seguir. Para poder concluir su
empresa, necesitaba el apoyo y la ayuda de sus pares, que completaban, llevaban
a buen término, realizaban lo que el iniciador había comenzado, circunstancia
que designa el segundo momento de la praxis, πράττειν. Con Platón, ambos sen-
tidos contenidos en la experiencia genuina de praxis se desvincularon, pasando
entonces a designar el momento del ordenar, gobernar, impartir órdenes, por un
lado, y el momento de obedecer y cumplir un mandato, por el otro.48

46. Arendt, Hannah, Between Past and Future, op. cit.; cf. pp. 113-114.
47. Cf. Arendt, Hannah, «What is Authority?», en Between Past and Future, op. cit., p. 111.
48. Cf. Arendt, Hannah, The Human Condition, op. cit., pp. 222-223. Leemos: «En términos
teóricos, la versión más fundamental de huir de la acción hacia el concepto de gobierno [rule] está en
el Político, donde Platón abre una brecha entre los dos modos de acción, archein y prattein
(“comenzar” y “llevar a cabo”), que de acuerdo a la comprensión griega, estaban interconectados. El
problema, tal como Platón lo vio, era asegurarse de que el iniciador permanecería como el completo
señor de lo que él había comenzado, no necesitando la ayuda de los otros para llevarlo a buen
término. En el dominio de la acción, este señorío aislado sólo se logra cuando ya no se necesita que
los demás se unan al emprendimiento voluntariamente, con sus propios motivos y cometidos, sino
que son usados para ejecutar órdenes, y si, por otra parte, quien tomó la iniciativa no se involucra él
mismo en la acción. Comenzar (archein) y completar (prattein) pueden, así, volverse dos actividades
completamente diferentes, y el iniciador transformarse en gobernante (un archón en el sentido doble
del término), quien “no tiene que actuar (prattein), sino que gobernar (archein) sobre aquellos que

358
arendt sobre platón: la profesionalización de la política

Aquí, la antigua relación entre άρχειν y πράττειν, entre comenzar algo y, junto a otros que lo necesitan
y se alistan voluntariamente, llevarlo a cabo, es reemplazada por una relación que es característica de
la función de supervisión de un amo que les indica a sus sirvientes como ejecutar y completar una
tarea. En otras palabras, la acción se vuelve ejecución, que está determinada por alguien que sabe y
que, por lo tanto no actúa él mismo.49

Arendt remite a la evidencia de los textos de El político,50 en donde Platón señala


que la verdadera ciencia del hombre de Estado no involucra en sí misma «hacer
(πράττειν)», sino «dirigir (άρχειν)» sobre aquellos que «sí pueden actuar (τῶν
δυναμένων πράττειν)»,51 mas sólo en la forma de ejecutar órdenes. Platón desplaza
la praxis hacia el concepto de gobierno (rule), introduce el binomio gobernante-
gobernados y, en el mismo gesto, inaugura la filosofía política. Entendemos que
El político ilustra sobremanera aquel especial aspecto del pensamiento de Pla-
tón que Arendt busca destacar; repasemos, entonces, los fragmentos más salien-
tes. La política se define como un arte teórico, que no hace, sino que conoce.52
También como un arte o «técnica directiva (επιτακτική τεχνη)»,53 cuyo dominio
es prerrogativa de pocos, la multitud no la posee.54 La destreza en el manejo de
la técnica del buen gobierno de los hombres (επιστήμη […] ἄνθρωπων ἀρχῆ55) es
ilustrada en analogía con el oficio del médico que cura al enfermo,56 del «timo-
nel (κυβερνετής)»57 que pilotea el navío con pericia, del maestro de gimnasia,58
del «pastor del rebaño humano (ποιμένα τῆς […] ἀνϑρωπίνης ἀγέλης)».59 Este
último oficio requiere un expertise particular, que Platón identifica con una
«ciencia de la crianza colectiva de los hombres (ἀνϑρώπων κοινοτροφικνὴν
ἐπιστὴμην)»60 y –también– con un «arte de criar rebaños (ἀγελαιοτροφικνὴ)».61
Platón pone una distancia meramente cuantitativa entre el amo de casa y el go-
bernante (δεσποτής y βασιλέυς). Una «gran mansión y una ciudad» no tienen di-

son capaces de obedecer”. […] La acción como tal es enteramente eliminada y reemplazada por la
mera ejecución de órdenes».
49. Arendt, Hannah, «The End of Tradition», en The Promise of Politics, op. cit., pp. 81-92; cf. p. 91.
50. Platón, El político (Introducción, texto crítico, traducción y notas de Antonio Gonzales Lazo.
Segunda edición). Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1981 (edición bilingüe).
51. Cf. idem, 305 c-d.
52. Cf. idem, 259 b-c.
53. Cf. idem, 260 c-d.
54. Cf. idem, 292 e.
55. Cf. idem, 292 d.
56. Cf. idem, 293 b-c y 295 d-e.
57. Cf. idem, 297 a.
58. Cf. idem, 295 b-c.
59. Cf. idem, 275 a.
60. Cf. idem, 261 d-e, 263c, 267 e, 300 c-d.
61. Cf. idem, 275 d.

359
elisa goyenechea

ferencia en cuanto a gobierno; casa y polis son esencialmente lo mismo y hay una
sola ciencia gubernativa, que puede ser calificada –indistintamente– como «real
(βασιλικὴν), política (πολιτικὴν) o económica (οἰκονομικήν)».62
Platón presenta en paralelo el arte de la política con «el arte de tejer»63 (un ofi-
cio) y al gobernante en analogía con el cardador que «entrelaza y disgrega»64 en
«justa medida».65 Su pericia se exhibe en la capacidad de medir y en el arte de ver
la justeza, «lo conveniente (τὸ πρέπον)».66 Esta capacidad es virtud de los pocos
que dirigen a los que se avienen a actuar, mas sólo en la forma de obedecer. Cierto
es que Platón distingue al «varón político real» del tirano, pues este último go-
bierna con violencia, «sin atender a leyes ni a costumbres (μήτε κατά νόμους μήτε
κατά ἒϑη πράττῃ)»,67 mientras que el primero gobierna sobre quienes se prestan a
gusto, voluntariamente a ser gobernados.68 Sin embargo, señala también que el
buen gobernante recurre a la violencia cuando lo cree conveniente y esto no
constituye una falta al arte de la política. Empleando la analogía del gobernante
y el piloto de la nave, dice:

En cuanto a los que, a pesar de las leyes escritas y de las costumbres de los antepasados, se ven obli-
gados por fuerza a hacer cosas más justas, mejores y más bellas, dime, ¿no sería el colmo del ridículo
criticar esta violencia, de la que podrá decirse cuanto se quiera, pero nunca que se les ha obligado a
ejecutar cosas vergonzosas, injustas y malas? […] Y hagan lo que quieran estos jefes prudentes, no se
les puede hacer cargo alguno, en tanto que cuiden de la única cosa que importa, que es hacer reinar
con inteligencia y con arte la justicia en las relaciones de los ciudadanos, y en tanto que sean capaces
de salvarlos, y de hacerlos en lo posible, mejores de lo que antes eran.69

En detrimento de los criterios clasificatorios prevalecientes, Platón define el


«más completo y verdadero gobierno» y ubica la autoridad en el rey sabio, al que
define como legislador (νομοθέτη), en detrimento de las leyes vigentes, escritas u
orales: «En cierto sentido es evidente que el legislar es una de las atribuciones del
reinado». El ideal, sin embargo, «no es que la autoridad resida en las leyes (τό
ἄριστον οὐ τοὺς νόμους ἐστὶν ἰσχύειν)», sino en un «rey sabio y hábil (ἀλλ´ ἄνδρα
τόν μετὰ φρονήσεως βασιλικόν)».70 Refuerza su posición cuando caracteriza al
mejor gobierno aludiendo a la posesión de la ciencia política como elemento

62. Cf. idem, 259 b-d.


63. Cf. idem, 279 a-b.
64. Cf. idem, 281 a-b.
65. Cf. idem, 284a.
66. Cf. idem, 286 d.
67. Cf. idem, 301c.
68. Cf. idem, 276e-277a.
69. Cf. idem, 296 c-e.
70. Cf. idem, 294 a-b.

360
arendt sobre platón: la profesionalización de la política

inexcusable, con prescindencia de la estructura de legalidad y de la aquiescencia


de los ciudadanos.

El más completo y verdadero gobierno será aquel, en el que se encuentren jefes instruidos en la
ciencia política […], sea que reinen con leyes o sin leyes, con la voluntad general o a pesar de esta
voluntad, y ya sean ricos o pobres; de estas últimas consideraciones no hay que tener absolutamente
ninguna en cuenta al fijar cualquier norma de rectitud.71

A las seis πολιτείας tradicionales, Platón añade otra –la «séptima»– a la que valora
como a un «dios entre los hombres y entre las otras constituciones (οἶον θεὸν ἐξ
ἀνθρώπων, εκ τῶν ἂλλων πολιτειῶν)».72 O sea, si bien alude a la consabida tipolo-
gía que rotula los regímenes según criterios de número, de legalidad e ilegalidad,
de aquiescencia o fuerza, de riqueza o de pobreza,73 en definitiva ninguno de ellos
alude al mejor y más completo gobierno. No son verdaderos «políticos
(πολιτικούς)», sino «sediciosos (στασιαστικούς)».74 Finalmente, el gobierno real es
una ciencia de mando, y

la verdadera ciencia política no debe obrar por sí misma, sino mandar (άρχεῖν) a las que tienen el
poder de obrar (πράττειν); a ella corresponde discernir las ocasiones favorables o desfavorables, para
comenzar y proseguir en el Estado las empresas vastas; y corresponde a las otras ejecutar (πράττειν)
lo que ella ha decidido.75

En Was is Politik?, cuando examina el concepto de libertad como la posibilidad


humana de sentar nuevos comienzos, o de «forjar [to forge] por sí mismo una
nueva cadena»,76 Arendt alude a la mutua pertenencia de los dos momentos de la
acción, que la filosofía política platónica desvinculó y asignó a agentes precisos.
Leemos allí una apreciación similar:

Que la libertad de acción signifique lo mismo que sentar un comienzo y empezar algo, nada lo
ilustra mejor en el ámbito político griego que el hecho de que la palabra «archein» se refiera tanto
a comenzar como a dominar. Este doble significado pone de manifiesto que se denominaba diri-
gente [Führer] a quien comenzaba algo y buscaba los compañeros para poder llevarlo a cabo [dur-
chführen zu Können]; y este realizar y llevar a fin lo empezado era el sentido originario de la palabra
actuar, «prattein».77

71. Platón, El político, op. cit.; cf. 293 c-d.


72. Cf. idem, 303 b-c.
73. Cf. idem, 292 c-d.
74. Cf. idem, 303 e.
75. Cf. idem, 305 c-d.
76. Arendt, Hannah, «Introduction into Politics», en The Promise of Politics, op. cit., pp. 93-200; cf.
pp. 113, 126.
77. Arendt, Hannah, Was ist Politik?, op. cit.; cf. p. 49.

361
elisa goyenechea

Esta circunstancia, que escinde los dos momentos inherentes a la praxis, que los
separa en actividades diferentes y que remite a actores con prerrogativas dispares,
ha permanecido a lo largo del tiempo y ha determinado nuestra manera de en-
tender la acción política. Dicho de otra manera, se trata de uno de los hábitos de
pensamiento y de los criterios estandarizados conforme a los cuales comprende-
mos la política. Si bien para Platón se trataba de un juicio fundado y espoleado
por las circunstancias que atravesaba su patria, ha sido arrastrado sin reparo a lo
largo de los siglos de modo tal que para nosotros –posiblemente– es una verdad
de Perogrullo afirmar que la acción política acontece cuando algunos mandan y
otros obedecen. Dicho con Arendt:

Considerar la acción como ejecución de órdenes y, por lo tanto, distinguir en el ámbito político entre
aquellos que saben y aquellos que hacen se ha mantenido intacto en el concepto de gobierno preci-
samente porque este concepto encontró su lugar en la teoría política por medio de las especiales ex-
periencias del filósofo, mucho antes de que pudiera justificarse en la experiencia política general.78

Arendt impone una brecha insalvable entre el filósofo y el político, al primero le


atribuye el pasmo ante la verdad y el mutismo ante la belleza incomunicable. Al
segundo le es afín la comunicación de la opinión razonada y el pensar represen-
tativo, por el cual «me pongo en el lugar del otro» al formar mis juicios, es decir,
«me los represento».79 Asimismo, consigna que la tarea pública y las responsabi-
lidades políticas son incompatibles con el aquietamiento y el ocio indispensables
para el ejercicio de la filosofía. Dice Arendt:

[el filósofo] teme, como Platón manifestó en tantas ocasiones, que a causa del mal gerenciamiento de
los asuntos políticos, no le será posible dedicarse a la filosofía. Scholê, como el término latino otium,
no significa ocio, como tal, sino ocio respecto de las cargas públicas, no participación en política.80

Rigurosamente hablando, el fin de la técnica política, a saber, la liberación de


unos pocos respecto de las cargas públicas (la scholê), o sea, la pre-condición de
la vida dedicada a la filosofía, termina siendo precisamente la clausura de la polí-
tica: la buena administración de las cosa pública; el arte del buen gestor ordena
el ámbito caótico e inseguro de los human affaires, concede seguridad, garantiza
el orden y la tranquilidad. En otras palabras, la comprensión tradicional y preva-
leciente de la política la concibe instrumentalmente como un saber hacer, según
el modo de la antigua poiesis, y la ubica en el ámbito de los medios y estrategias.

78. Arendt, Hannah, «The Tradition of Political Thought», en The promise of Politics, op. cit., pp.
40-62; cf. p. 52.
79. Arendt, Hannah, Between Past and Future, op. cit.; cf. pp. 241-242.
80. Arendt, Hannah, The Promise of Politics, op. cit.; cf. pp. 81-82.

362
arendt sobre platón: la profesionalización de la política

Idealmente hablando, si se alcanzaran los cometidos, la política sería superflua;


nada más alejado de la posición de Arendt, para quien la política es un fin en sí
mismo y la única fuente de felicidad pública. El verse interpelado por la cosa
pública, sentencia Arendt, ha sido tradicionalmente presentado como una activi-
dad esencialmente defectiva –las cargas públicas–; no está espoleado por el amor
mundi,81 ni por el placer de ser visto en acción –el spectemur agendo de John
Adams–,82 menos aún suscitado por el júbilo de la mutua ilustración. Para des-
gracia del rey-filósofo, que administra y gobierna en el modo de ordenar con-
forme a un patrón que orienta y mide la interacción de los hombres en la esfera
pública, éstos –los mejores–

serán obligados a descender por turnos a la morada de vuestros conciudadanos y acostumbrar vues-
tros ojos a las tinieblas que allí reinan; una vez que os hayáis familiarizado con la oscuridad, veréis
en ella mil veces mejor que sus moradores y reconoceréis la naturaleza de cada imagen […] porque
habréis contemplado lo bello, lo justo, lo bueno en sí.83

El aspecto central es que, para Arendt, la categoría de medios y fines es extraña


al ámbito político, o más aún, significa su ruina cuando se borran las fronteras de
los ámbitos técnico-político y práctico-político, o –más rigurosamente ha-
blando– estético-político. La defensa incondicional del carácter específico y
privativo de la política como ámbito de acción y discurso; como espacio de apa-
rición en el que los hombres muestran no qué clase de personas son (alusivo al
ámbito social), sino quiénes son, en su distinción y unicidad;84 como ámbito de
manifestación de la libertad no como arbitrio, sino como «hecho del mundo»,85
la conduce a insistir, al costo del desconcierto de sus lectores contemporáneos,
en el desatino del criterio de medio y fin para indicar el sentido de la política.
Cuando, en Was ist Politik?, Arendt proclama que el sentido de la política es la
libertad, admite que para sus lectores ésta es una afirmación trivial y una verdad
consabida,86 porque la comprensión estandarizada –hemos dicho– es que el sen-

81. En la carta del 6 de agosto de 1955, Arendt escribe a Karl Jaspers que su deseo es titular su gran
obra dedicada a la vida activa Amor Mundi. El texto, que apareció en 1958, es The Human Condition.
Véase Lotte Kohler and Hans Saner (ed.), Hannah Arendt and Karl Jaspers. Correspondence, 1926-
1969, op. cit.; cf. pp. 263-264.
82. Adams, John, The Works of John Adams, Second President of the United States: with a Life of the
Author, Notes and Illustrations, by his Grandson Charles Francis Adams. Boston, Little, Brown and
Co., 1856 (10 volúmenes). Vol. 6. Recuperado el 4 de septiembre de 2015 de <http://oll.libertyfund.
org/titles/2104>. Arendt alude a la fórmula de Adams en On Revolution, op. cit.; pp. 127, 229.
83. Platón, República, op. cit.; cf. 420c-d.
84. Cf. Arendt, Hannah, The Human Condition, op. cit.; cf. pp. 175-176.
85. Arendt, Hannah, «What is Freedom?», en Between past and Future, op. cit.; cf. pp. 154-155.
86. Arendt, Hannah, Was ist Politik?, op. cit.; pp. 17, 28-29.

363
elisa goyenechea

tido de la política, es decir su fin, consiste en asegurar la libertad de los individuos


y garantizar que su libertad de acción y de emprendimientos en el ámbito de lo
privado, lo social y de lo político será la más amplia posible. Éste es el credo li-
beral que eleva las libertades negativas y el resguardo de un espacio de movi-
mientos emancipado de las regulaciones del Estado lo más extenso posible: la
sociedad es el resultado de nuestras necesidades, el Estado o el gobierno de
nuestros vicios.87 Cuando Arendt indaga el sentido de la política, no quiere decir
que no haya estrategias políticas, o que la praxis no persiga sus cometidos. Lo
que busca evidenciar es que con independencia de los logros, los éxitos y fracasos
en la consecución de los fines, el sentido de la política permanece indemne. Su
naturaleza –su razón de ser, no su fin– no se halla en la instrumentalidad, sino
que la política es un fin en sí mismo e involucra el discurso, la buena argumenta-
ción, la mutua ilustración y el placer que conlleva la «felicidad pública»,88 el gusto
por la acción mancomunada en pos del bien público, o sea, el bien de todos.
En «Hannah Arendt y el republicanismo»,89 Fernando Vallespín examina el
pensamiento de Arendt en relación con la tradición de la filosofía política y enal-
tece la recuperación del «espíritu revolucionario»,90 que la pensadora registra en
situaciones de praxis mancomunada en circunstancias diversas de la historia. Di-
chas circunstancias, que Arendt eleva al rango de acontecimientos, evidencian el
sentido originario de la política. El «tesoro perdido»91 de la tradición revolucio-
naria, que la pensadora identifica en contextos dispares y en sucesos en apariencia
inconexos del pasado político, conforma una nueva tradición bajo la inspección
de Arendt. La polis griega, la civitas romana, el sistema de consejos en sus variadas
manifestaciones (las 48 secciones de la comuna de París, las repúblicas elementales
de Jefferson, los Systemräte, los Soviets, o el levantamiento de 1956 en Hungría)
evidencian un arquetipo ejemplar, lo político como fenómeno originario.92 El
sentido legítimo de lo político, que Arendt se propone rescatar –interpreta Valle-
spín– involucra los principios de la felicidad pública y la virtud republicana, se
opone a las diversas formas de la representación, que expulsan al ciudadano de la

87. Como apunta Thomas Paine en su Common Sense, de 1776: «La sociedad es el resultado de
nuestras necesidades y el gobierno de nuestras iniquidades: la primera promueve nuestra felicidad
positivamente, uniendo nuestras afecciones, y el segundo negativamente, restringiendo nuestros
vicios: la una activa el trato de los hombres, el otro cría las distinciones: aquélla es un protector, y éste
un azote de la humanidad». Véase <http://oll.libertyfund.org/titles/343#Paine_0548-01_163>.
88. Cf. Arendt, Hannah, On Revolution, op. cit.; p. 62.
89. Vallespín, Fernando, «Hannah Arendt y el republicanismo», en Manuel Cruz (comp.), El siglo de
Hannah Arendt. Barcelona, Buenos Aires, México, 2006; cf. pp. 107-138.
90. Cf. Arendt, Hannah, On Revolution, op. cit.; pp. 133, 165.
91. Cf. idem, p. 305.
92. Cf. idem, pp. 150-154.

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arendt sobre platón: la profesionalización de la política

escena pública, y relativiza el valor de las libertades civiles, del bienestar indivi-
dual del mayor número y la opinión pública como fuerza rectora de las socieda-
des democráticas. En relación con la «profesionalización de la política», la cir-
cunstancia iniciada por la filosofía política platónica, leemos a Vallespín:

[…] la profesionalización de la política y la aparición del conocimiento experto asociado a la gestión


de una política cada vez más tecnocratizada […], ha propiciado la aparición de políticos profesionales
que se diferencian en poco de los meros gestores administrativos. Y la participación de los ciudadanos
en los asuntos públicos carece de sentido cuando, en el fondo, la mayoría de las cuestiones políticas
se presentan como cuestiones de administración que deben ser resueltas por expertos.93

Ser libre para el mundo –condición sine qua non de las actividades políticas– in-
dica el estado de emancipación respecto de premuras vitales, pero también su-
pone la independencia y superioridad del Weltbetracher, el espectador cosmopo-
lita, que Arendt evoca de los textos políticos de Kant, y hace suyo en las Lectures
on Kant’s Political Philosophy.94 Esta figura acerca a Arendt al espíritu universa-
lista e igualitario que las revoluciones burguesas del XVIII trajeron al mundo y,
en consecuencia, la encolumna tras los ideales de la Modernidad, a los que parece
abdicar en, por ejemplo, The Human Condition, donde predomina su antimo-
dernismo y la añoranza por el valor ejemplar del paradigma griego antiguo. El
observador cosmopolita encarna la virtud del desprendimiento, el desdén por los
intereses subjetivos y las conveniencias de grupo, todas estas notas ameritan su
enaltecimiento al rango de virtud política por excelencia. Si nos hemos acostum-
brado a asociar política y libertad, en el sentido de que la verdadera libertad es
liberación de las tareas y preocupaciones políticas, en otras palabras, si la libertad
consiste en la emancipación de las cargas públicas, entonces el esfuerzo teórico
de Arendt busca desenmascarar los viejos prejuicios, desenterrar del pasado y
llevar a la luz las experiencias políticas originales, que condensan el sentido de lo
político que, aún hoy, late bajo capas sedimentadas de significación. En conse-
cuencia, la hermenéutica del fenómeno político es la tarea que emprende la pen-
sadora, que defiende la capacidad de juzgar de nuevo, sin medidas y sin varas. O
también, justipreciando acontecimientos pretéritos de un modo distinto al pre-
valeciente por siglos. Con estas palabras lo expresa J. Kohn, profesor asistente de
Arendt e introductor de The Promise of Politics:

Si la valentía, la dignidad y la libertad son elementos inherentes a su significado [el de la política],


entonces nosotros podemos decidir que no es de la política per se, sino de sus prejuicios y pre-con-

93. Vallespín, Fernando, «Hannah Arendt y el republicanismo», en Manuel Cruz (comp.), El siglo de
Hannah Arendt, op. cit., pp. 107-138; cf. p. 137.
94. Cf. Arendt, Hannah, Lectures on Kant’s Political Philosophy, op. cit.; pp. 42, 52, 53, 54, 55, 58, 61
y 63.

365
elisa goyenechea

ceptos de lo que nos debemos liberar. Sin embargo, después de tantos siglos, tal libertad quizás pueda
ser alcanzada, juzgando de nuevo cada nueva posibilidad de acción que presenta el mundo. Pero,
¿con qué estándares? Esta gravosa cuestión aproxima al lector cerca del corazón del pensamiento
político de Arendt.95

La acción en analogía con las artes representativas

El afán por develar prejuicios y malentendidos alcanza también el sentido elusivo


de praxis, a la que la pensadora sustrae de consideraciones práctico-técnicas. La
acertada valoración de la praxis yace en ella misma, con independencia de sus
logros o fracasos. Para comprender esta tesis que Arendt toma de Aristóteles96 y
prolonga hacia otras consideraciones, es conveniente examinar la analogía de la
acción con las artes (o técnicas) representativas, ya que, si bien siguen siendo
artes o técnicas, se asemejan a la praxis en el hecho de que no tienen resultados
independientes de la misma ejecución. Hablando con propiedad, en ellas no hay
manufactura ni producto terminado. Si bien siempre actuamos en vistas de fines,
no valoramos la praxis con criterios resultistas. Así, no está emparentada con las
artes productivas, pero es análoga a las artes representativas, en donde la excelen-
cia es ínsita a la actuación; en la performance, para decirlo con el término em-
pleado por la pensadora, se pone de manifiesto la excelencia del artista. Otro
elemento relevante que sostiene la analogía es que en las artes productivas o
creativas, como la escultura o la pintura, el artista trabaja en aislamiento y el
proceso de manufactura no necesita ser desplegado ante un público, ya que lo
relevante es el producto final que clausura el proceso y añade un artefacto más
(en este caso, una obra de arte) al mundo.97
En las artes representativas, como la actuación, la música o la danza, el pro-
ducto, por así decirlo, coincide con la ejecución y no hay una cosa tangible e
independiente de la performance, que sea añadida al mundo. Lo decisivo, y lo
que la emparenta con la praxis, es que es indispensable un público o una audien-
cia que atestigüen la calidad y el virtuosismo (o sus contrarios) de la actuación.
Ciertamente, los artistas creativos necesitan de un espacio acondicionado para la
exhibición de sus productos finales, como las exposiciones, las galerías de arte o
los museos. Allí, lo que se muestra en la obra de arte es el manejo diestro de una
técnica, en ella se exhiben sus cualidades como artesano. Para los artistas repre-

95. Kohn, Jerome, «Introduction», en Arendt, Hannah, The Promise of Politics, op. cit.; cf. Ix-x.
96. Aristóteles, Ética a Nicómaco. Alianza, Madrid, 2001; 1112b, 1139b-1141a.
97. Villa, Dana, Arendt and Heidegger. The Fate of the Political. Princeton University Press, Prince-
ton, New Jersey, 1996; cf. pp. 52-59.

366
arendt sobre platón: la profesionalización de la política

sentativos como para los hombres de acción (las personas o los funcionarios
públicos) se precisa –también– la existencia de un ámbito en el que se pueda
mostrar a otros su práctica; se necesita de un espacio público en el que desplegar
su virtuosismo. Si bien podemos decir que el actor, el bailarín o el músico eviden-
cian ante otros su destreza en la técnica (porque sigue tratándose de un arte),
creemos que sus habilidades se muestran en la excelencia de la interpretación (de
una pieza musical o de un drama, por ejemplo). Media, podríamos decir, un jui-
cio hermenéutico, que en el artista potencia sus talentos naturales; allí –juzga-
mos– reside su virtud.
Este juicio interpretativo aparece de manera sobresaliente, también, en los
hombres de acción, cuando saben calibrar con juicio (con buen gusto, con buen
sentido, con sensatez) cómo actuar o qué decir en una situación determinada, en
la que los principios universales de racionalidad práctica tienen un valor relativo
o meramente orientador. Además, como se trata de personas públicas, su manera
de actuar y de juzgar se expone a la vista de todos; esta publicitación de su gusto
–juicio– manifiesta su calidad personal, al tiempo que pone en existencia un prin-
cipio aristocrático de reunión. Es decir, por el modo en que los hombres actúan
y por lo que expresan discursivamente, nos atraen o nos repelen. Lo que los
asocia (y –por ende– lo que atrae) no son tanto los fines que persiguen, sean
privados o colectivos, sino sus gustos, su razonabilidad, su buen criterio. Si lo que
está en juego fuesen sólo los propósitos, una vez alcanzados, los así reunidos se
desvincularían. En cambio, el buen sentido y el juicio sensato suscitan admira-
ción y fundan asociaciones perdurables. En «What is Freedom?», la autora ex-
pone la analogía:

El punto aquí no es si el artista creativo es libre en el proceso de creación, sino que el proceso creativo
no es desplegado en público y no está destinado a aparecer en el mundo. De allí que el elemento de
libertad, ciertamente presente en las artes creativas, permanece oculto; no es el proceso creativo libre
el que finalmente aparece y cuenta para el mundo, sino la obra de arte en sí misma, el producto final
del proceso. Las artes performativas, por el contrario, tienen por cierto una fuerte afinidad con la
política. Los artistas representativos –bailarines, actores, músicos [...] tienen una audiencia para mos-
trar su virtuosismo, así como los hombres de acción necesitan la presencia de otros ante quienes
puedan aparecer; ambos necesitan de un espacio públicamente organizado para su «trabajo», y ambos
dependen de otros para la performance misma. […] La polis griega fue precisamente esa «forma de
gobierno» que proveía a los hombres un espacio de apariencias [a space of appearances] donde ellos
podían actuar, una especie de teatro donde la libertad podía aparecer.98

La elección del vocablo performance es acertada por dos razones: en primer lugar,
al no haber un producto terminado, que clausura el proceso de producción, puede

98. Arendt, Hannah, Between Past and Future, op. cit.; cf. pp. 153-154.

367
elisa goyenechea

endosársele la excelencia a la acción misma, en el caso de un actor o de un músico,


a su performance on stage, o a la grandeza de un acto de valentía en el public stage,
el escenario político, como Arendt nomina, algo escenográfica o dramáticamente
(en el sentido más literal del término) a la esfera público-política. Además, la
apreciación de las virtudes de un músico, o de un deportista, o de un ciudadano
es imposible sin un público, poblado de testigos oyentes o espectadores.
La comunidad interpelada por los juicios políticos incluye a los que justipre-
cian libres de parámetros universales, ahistóricos y dogmáticos, y por esa razón,
están habilitados para la novedad o lo extraordinario. O sea que la acción no
produzca nada, es decir: que sea desatinado comprenderla a imagen y semejanza
de las artes creativas (que se aprecian por el logro del producto) no significa que
no tenga sentido, más bien lo contrario. Y este sentido reclama como facultad
connatural el ejercicio de la memoria, la evocación y la configuración de un pa-
sado significativo, es decir, exige la narración de los eventos en una historia, que
reifique, que otorgue consistencia a lo que per se no la tiene: lo fútil y efímero de
la praxis, desligada del significado que remite al juzgar. Este hacer cosa de los
eventos pasados, o de las acciones memorables o –también– de aquellas que ofen-
den nuestro sentido moral (como lo fue para Arendt el régimen totalitario), sí
involucra el oficio de los artistas creativos: el compositor, el poeta, el escultor o
el artista plástico. Inclusive el historiador, al que no podemos tildar apresurada-
mente de artista, ha de fraguar la crónica y hacer la historia. Los agentes no
producen la historia, sino que se hallan inmersos en la trama según los modos del
padecer y el actuar. El agente necesita del observador que justiprecie su praxis.
En otras palabras, con independencia de los cometidos, la acción y la palabra
despliegan sentido, exponencialmente más rico y complejo, habida cuenta de la
mediación del tiempo que permite apreciar sus implicancias en los agentes, hoy.

Es precisamente a causa de esta red preexistente de relaciones humanas, con sus innumerables volun-
tades conflictivas e intenciones, que la acción casi nunca logra su propósito; pero es también debido
a este medium, en el que sólo la acción es real, que ella «produce» historias con o sin intención tan
naturalmente como la fabricación produce cosas tangibles. Aunque estas historias pueden ser graba-
das en documentos y monumentos, pueden ser visibles en objetos de uso u obras de arte, pueden ser
contadas y vueltas a contar, y pueden ser trabajadas en toda clase de materiales. Ellas mismas, en su
realidad viviente, son de una naturaleza completamente diferente a estas reificaciones. Nos dicen más
acerca de su sujeto, el «héroe» en el centro de cada historia, que lo que cualquier producto de manos
humanas podría jamás decirnos acerca del maestro que lo produjo, y aun así, no son productos, ha-
blando con propiedad. […], nadie es el autor o productor de su propia historia. En otras palabras, las
historias, el resultado de la acción y el discurso, revelan un agente, pero este agente no es un autor o
productor. Alguien comenzó la historia y es su sujeto en el doble sentido de la palabra, a saber, su
actor y su paciente, pero nadie es su autor.99

99. Arendt, Hannah, The Human Condition, op. cit.; cf. p. 184.

368
arendt sobre platón: la profesionalización de la política

De los muchos ejemplos tomados de la literatura y de la historiografía, que


Arendt emplea para ilustrar sus intuiciones, el parlamento final de Antígona, en
la tragedia homónima de Sófocles, evidencia tanto lo infructuoso como lo me-
morable de la praxis. En este caso, el discurso y el ineludible oficio del poeta
para dar sustancia y otorgarle un lugar en el mundo a lo que merece la pena que
permanezca en él. «Oh lecho, oh tálamo nupcial»,100 con que Antígona inicia su
último discurso, no cambian su suerte, ni evitan su desgracia, no pueden ser
rectamente apreciadas con parámetros utilitarios, porque no le sirven para elu-
dir su destino, de manera que su grandeza, que no es sinónimo de bondad
moral pasible de ser elevada como patrón de conducta, yace en otra parte. Tal
gloria o grandeza (el brillo, o el esplendor de lo público), que es más afín a un
ejemplo iluminador que a una fórmula normativa, es digna de permanencia,
porque da cuenta de la colisión entre dos esferas de competencia irreductibles,
que reclaman con la misma intensidad la devoción de Antígona: los afectos de
los vínculos sanguíneos del oikos, el ámbito de las devociones familiares, por
un lado, y las lealtades debidas a la polis, por otro. El hecho de que la heroína
haya quedado apresada en un conflicto irresoluble y que lo haya pagado con su
vida manifiesta las oscuridades y aporías de la vida humana; condensa en un
ejemplo las reclamaciones inconciliables de esferas de valoraciones que se resis-
ten a ser ordenadas en una jerarquía, que facilite las decisiones de la vida prác-
tica de las lealtades, la convicciones y los principios de acción. El inútil dis-
curso de Antígona, estima Arendt, condensa el carácter inseparable de hablar y
actuar; el autor de grandes gestas –apunta Arendt– debía ser también el orador
de grandes palabras, no solamente porque sin las palabras las gestas caerían
mudas en el olvido, sino también porque el habla misma se concebía como una
especie de acción.

Contra los golpes del destino [...] el hombre no podía defenderse, pero sí enfrentarlos y replicarles
hablando, y aunque esta réplica no vence al infortunio ni atrae la fortuna, es un suceso como tal
[gehören solche Wörte doch zu dem Geschehen als solchem]; si las palabras son de igual condición que

100. Sófocles, Edipo, rey. Antígona. Ciordia, Buenos Aires, 1971; cf. pp. 79-80: «¡Oh tumba, oh
tálamo nupcial, oh subterránea mansión que me has de tener encerrada para siempre! Ahí voy hacia
los míos […]. Pero en bajando, abrigo la firme esperanza de que he de llegar muy agradable a mi
padre, y muy querida de ti, ¡oh madre!, y también de ti, hermano mío. Porque al morir vosotros yo
con mis propias manos os lavé y adorné, y sobre vuestra tumba ofrecí libaciones. Y ahora, ¡oh
Polinices!, por haber sepultado tu cadáver, tal premio alcanzo. […] Y ahora me llevan entre manos,
así presa, virgen, sin himeneo, sin llegar a alcanzar las dulzuras del matrimonio, ni de la maternidad;
sino que, abandonada de los amigos y desdichada, me llevan viva a las cóncavas mansiones de los
muertos. ¿Qué transgresión he cometido contra ninguna ley divina? ¿Qué necesidad tengo, en mi
desdicha, de elevar mi mirada hacia los dioses? ¿Para qué llamarlos en mi ayuda, si por haber obrado
piadosamente me acusan de impiedad?».

369
elisa goyenechea

los sucesos, si (como dice al final de Antígona) «grandes palabras responden y reparan los grandes
golpes de los elevados hombros», entonces lo que acontece [was sich ereignet] es grande y digno de
recuerdo glorioso.101

***

En los mismos orígenes del pensamiento político occidental –como hemos mos-
trado– la pensadora observa una tergiversación, un desplazamiento del origen,
que posiciona lo político en el reino de los medios y ubica los fines y los come-
tidos afuera: el orden, la paz, la seguridad o la tranquilidad que posibilitan el ocio
o, en clave moderna, la productividad, la expansión y el consumo. Hannah
Arendt, que en la mayoría de sus escritos se muestra como una defensora de la
libertad positiva, de la virtud republicana y de la participación activa de los ciu-
dadanos en el manejo de la cosa pública, confronta el –así llamado– credo liberal.
Su esfuerzo teórico busca rastrear el sentido originario o el fenómeno primario
de lo político, que late silencioso siempre que mencionamos la palabra política.
Como lo expresa Paul Ricoeur en Pouvoir et violence, Arendt indaga el «inme-
morial perdido»,102 que aún hoy sostiene lo que entendemos por política. Esta
tarea le exige buscar en el pasado «las perlas y corales»,103 que sobreviven, aunque
no intactos, sino transidos por el tiempo y a la espera de ser redescubiertos. Así,
la historia de las revoluciones, enseña Arendt, entraña un «tesoro perdido», un
legado del pasado que no tiene la sanción de la tradición, que decide sobre su
transmisibilidad. Las revoluciones modernas corporizan en forma intermitente e
independiente de su éxito, el modo de organización entre hombres libres e igua-
les, que conciertan su acción. Esta circunstancia genera un ámbito de palabra y
de acción liberado del acicate de la necesidad, que Arendt ubica originariamente
en la experiencia de la polis. Si esto es así, lo que significó polis, para los griegos
presocráticos, para Homero o Herodoto, por ejemplo, e incluso para Pericles,
después de más de dos mil años de manoseada repetición –proclama Arendt– se
ha disuelto en su especificidad. El fenómeno originario y el «inmemorial per-
dido» aluden a un sentido de lo político que pretende eludir comprensiones
prevalecientes y definiciones taxativas. Con esta convicción, Hannah Arendt
examina la filosofía política platónica como algo distinto de su filosofía, e inter-
preta el nacimiento de tal filosofía política como resultado de la posición plató-
nica frente al mal manejo de su patria, no menos que ante el proceso y condena

101. Arendt, Hannah, Was ist Politik?, op. cit.; cf. p. 48.
102. Ricoeur, Paul, «Pouvoir et violence», en Lectures I. Autour du politique. Paris, Seuil, 1991; cf. p. 30.
103. Cf. Arendt, Hannah, «Introduction», en Benjamin, Walter, Illuminations. Schocken Books,
New York, 2006, pp. 45, 51.

370
arendt sobre platón: la profesionalización de la política

de su maestro, Sócrates. Así, la filosofía política, tal como nos hemos acostum-
brado a concebirla, alude a la pericia en el gobierno de una técnica –la τέχνη
πολιτικῄ–, que Platón claramente endosa a individuos con cualidades especiales,
que deberán cargar con las responsabilidades políticas, menos por gusto que por
la aprensión a ser gobernados por ineptos o corruptos. Que determinada contin-
gencia histórica haya conducido a Platón a descreer de las instituciones políticas
libres de Atenas no significa –enseña Arendt– que debamos arrastrar sin escrú-
pulo sus conclusiones y que elevemos sus juicios como necesariamente alusivos
al fenómeno político. Creemos que Arendt ha intentado probar que nuestras
concepciones habituales acerca de lo político incluyen numerosos prejuicios,
ciertamente fundados en juicios pretéritos, mas mantenidos acríticamente en el
tiempo. Arendt espolea al lector a repensar lo político, refiriendo experiencias
originales poéticas e históricas, pero no políticas, en el sentido prevaleciente y
habitual del término.
Arendt sospecha de las conceptualizaciones tradicionalmente aceptadas y eleva
lo político como un fenómeno ligado a un espacio, poblado por muchos y dis-
tintos, que se tienen a sí mismos por iguales. En tanto que fin en sí mismo, lo
político elude su inclusión en el reino de los medios y es definido como el ámbito
para el ejercicio de la libertad activamente considerada. La libertad mundana-
mente considerada, es decir, como ejecutada públicamente en acciones, guarda
similitud con las artes performativas en perjuicio de las creativas. Mientras que
las primeras exhiben la calidad de los actores en la misma ejecución sin aludir a
manufacturas, las productivas o creativas involucran la fabricación de un objeto,
que requiere un patrón o modelo que debe ser hecho. Estas cualidades inherentes
a lo político observa Arendt en circunstancias políticas usualmente olvidadas; las
fórmulas «felicidad pública» y «libertad pública» ofrecen la clave para compren-
derlo.104 Es decir, una felicidad y una libertad que descargan el peso gravoso de
las responsabilidades públicas, y que, contrario a lo que acríticamente creemos,
no son privadas, no se ubican en el ámbito privado o en el social, sino precisa-
mente, en el público.

UCA

104. Cf. Arendt, Hannah, Between Past and Future, op. cit., pp. 5, 6.

371
Biblioteca
Robert von Mohl
Representación y mundo estatal
Dilemas Damián Rosanovich

de la representación
política en el liberalismo alemán: Robert von Mohl

Querer detener la democracia parecerá entonces luchar contra


Dios mismo. Entonces no queda a las naciones más solución que
acomodarse al estado social que les impone la Providencia.
Alexis de Tocqueville, La democracia en América

En su Intercambio epistolar entre dos alemanes,1 aparecido hacia 1831, Paul


Achatius Pfizer afirmaba prospectivamente que el estudio del desarrollo del sis-
tema representativo habría de ser la tarea más importante para su actual genera-
ción. En cierto sentido es posible afirmar que su frase sintetiza la tarea de los
pensadores del Vormärz (1815-1848), en particular, de aquello que ha sido lla-
mado liberalismo alemán en este período.2
Frente a tal afirmación, pueden formularse dos primeros interrogantes: ¿a qué
tipo de representación se refiere Pfizer? ¿Por qué la representación es puesta en
cuestión? El problema de la representación política es tematizado, ante todo,
desde un punto de vista (a) político y (b) jurídico. Es decir, se trata de dar una
respuesta a las cuestiones que se desprenden de la cifra política paradigmática del
período, a saber, la monarquía constitucional; de reflexionar acerca de los princi-
pios distributivos del poder público que operan como sustratos de los criterios
utilizados para determinar la naturaleza, alcance y finalidad del poder del mo-

1. Paul A. Pfizer, Briefe zweier Deutschen, Berlin, B. Behr’s Verlag, 1911, carta 14, p. 151.
2. La cifra en cuestión suele abarcar a un conjunto de pensadores reformistas, los cuales, por lo ge-
neral, comparten la característica de haber sido docentes universitarios y funcionarios públicos de
rango medio y ocasionalmente alto. Entre los más destacados, vale citar a Karl von Rotteck (1775-
1840), Paul Achatius Pfizer (1801-1867), Friedrich Dahlmann (1785-1860), Karl Welcker (1790-1869)
y Robert von Mohl (1799-1875). Para una consideración introductoria sobre el fenómeno, véase
Lothar Gall, «Liberalismus und “bürgerliche Gesellschaft”. Zu Charakter und Entwicklung der li-
beralen Bewegung in Deutschland», en Historische Zeitschrift, t. 220, 1975, pp. 324-356; idem, Der
deutsche Liberalismus als regierende Partei: das Großherzogtum Baden zwischen Restauration und
Reichsgründung, Wiesbaden, Steiner, 1968, pp. 23-57.

Deus Mortalis, nº 12, 2018, pp. 375-395


damián rosanovich

narca, y principalmente, de la asamblea (unicameral o bicameral). Al mismo


tiempo, este aspecto político es acompañado usualmente de reflexiones jurídicas,
las cuales no carecen de importancia, puesto que ponen en evidencia el ejercicio
de la soberanía al interior del orden político. En este sentido, estos pensadores
frecuentemente visitan y comentan textos constitucionales de la época, tales como
el Acta de Viena de 1820 o la Constitución de Baden de 1818, puesto que en ellos
se encuentran consagradas las cuestiones que operan como punto de partida para
efectuar tales reflexiones, al ser los documentos en los cuales se formaliza la rede-
finición del espacio político germano luego de la caída de Napoleón.
Ahora bien, la pregunta por la representación política, a la cual se refiere explí-
citamente Pfizer, es preciso responderla a partir de la consideración del binomio
reforma/revolución, el cual opera como hilo conductor de las reflexiones del li-
beralismo alemán. Se trata de ofrecer una respuesta satisfactoria a cuestionamien-
tos de diversa índole que, desde el punto de vista de estos autores, merecen ser
respondidos dentro de los alcances de la monarquía constitucional. En este sen-
tido, podría pensarse en (c) un aspecto de la representación política en lo concer-
niente a la forma estatal en sentido estricto, en virtud de que lo que se pone en
discusión no son tanto los principios de distribución del poder al interior del
orden político o los límites de la soberanía, sino más bien la determinación misma
de las nociones fundamentales de dicho orden sobre las cuales a posteriori habrán
de definirse las instituciones mismas: la revolución entendida como guerra civil,
la relación entre sociedad civil y Estado, la tesis acerca de la existencia de cuerpos
intermedios en el Estado, la pregunta por el poder constituyente o la posición del
individuo frente al orden político en su conjunto. A menudo, este último aspecto
no se explicita en todas sus dimensiones, pero puede ser reconstruido a partir de
la exposición que los autores hacen de los anteriores. Entre otras cosas, esta di-
cotomía es la que, en el contexto de 1848, permitirá entender filiaciones entre la
Guerra de los Treinta Años y la Revolución francesa. En el caso de Mohl, llegará
incluso a caracterizar el clima epocal de mediados de los años cuarenta como
semejante a aquel que precedió al citado conflicto del siglo XVII.3 En líneas ge-
nerales, la revolución es rechazada por dos razones: por una parte, como se ha
percibido en Francia, introduce un conflicto interno cuyos alcances y resultados
no pueden ser controlados; de aquí que la revolución sea identificada con la guerra
civil. Por otra, existe en el liberalismo alemán una fuerte confianza depositada en
la posibilidad de reformar no solamente la legislación y las instituciones del dere-
cho público, sino la forma estatal misma. Allende sus resultados y las asimetrías

3. Robert von Mohl, «Das Repräsentativsystem, seine Mängel und die Heilmittel», en Staatsrecht, Völke-
rrecht und Politik, Tübingen, Verlag der Laupp’schen Buchhandlung, t. I, 1860 [1852], pp. 377-378.

376
dilemas de la representación política en el liberalismo alemán: robert von mohl

manifiestas entre Austria, Prusia y los demás Estados, el Congreso de Viena no


deja de operar en el horizonte conceptual como la posibilidad tangible de redefinir
las características fundamentales de los Estados alemanes a través de la reforma.
Muchos intérpretes han intentado sistematizar el aporte del liberalismo alemán
al Vormärz. Mientras que Ernst Rudolf Huber4 y Joaquín Abellán5 han pro-
puesto dos corrientes para entenderlo (una más anglófila, constitucional, segui-
dora de Montesquieu; otra más racionalista, afín a Guizot y a Constant), Hart-
wig Brandt6 y Volker Hartmann7 han sostenido una tripartición del espectro
(romántico, racionalista y evolutivo); por su parte, Hans Boldt8 ha sugerido, más
detalladamente, seis perspectivas distinguibles. Más allá de las taxonomías, existe
un consenso en torno a valorizar la originalidad de Mohl como una contribución
teórica que busca formular una posición doctrinal intermedia entre dos extre-
mos, articulada en torno al concepto de Estado de derecho.9 Mientras que uno de
los extremos se encontraría en el principio monárquico, entendido como el ejer-
cicio de la soberanía por parte del príncipe, sin que éste pueda ser puesto en
discusión por las asambleas, tal como aparece cristalizado en el artículo 57 del
Acta Final de Viena de 1820 (véase infra); el otro se hallaría en el espectro de lo
que en este período puede ser considerado como democracia, al menos asociado
a un rasgo específico hoy irrenunciable: el sufragio universal.10 Si bien es posible

4. Ernst R. Huber, Deutsche Verfassungsgeschichte, Stuttgart, Kohlhammer, 1995, t. II, pp. 390-391.
5. Joaquín Abellán, «Estudio preliminar» a Liberalismo alemán en el siglo XIX (1815-1848), Madrid,
Centro de Estudios Constitucionales, 1987, p. VIII.
6. Hartwig Brandt, Landständische Repräsentation im deutschen Vormärz. Politisches Denken im
Einflußfeld des monarchischen Prinzips, Berlin, Neuwied, 1968, p. 164.
7. Volker Hartmann, Repräsentation in der politischen Theorie und Staatslehre in Deutschland, Ber-
lin, Duncker & Humblot, 1979, pp. 23-27.
8. Hans Boldt, Deutsche Staatslehre im Vormärz, Düsseldorf, Droste, 1975, pp. 282-293.
9. Cf. Joaquín Abellán, «Liberalismo alemán del siglo XIX: Robert von Mohl», en Revista de Estu-
dios Políticos, Nº 33, 1983, pp. 127-133.
10. El tópico del sufragio universal recibe un tratamiento creciente a lo largo de este período. Es
posible observar un paralelismo entre la conflictividad política en los años cuarenta y la importancia
que en paralelo gana esta noción. Con todo, es ostensible la incomodidad con la cual es tematizada.
A mediados de los años 30, Rotteck participa activamente de la elaboración del Staatslexikon junto a
Karl Welcker. Al analizar esta idea en 1836, Rotteck sostiene por la vía negativa que la mayor parte
de la población no debe ser excluida de la participación política, puesto que lo contrario implicaría
cristalizar privilegios políticos (devenidos sociales y económicos) para una elite gobernante. Con
todo, desde el punto de vista propositivo, a los efectos de determinar los criterios para conceder el
derecho a sufragar culmina afirmando la idea de que debe excluirse a aquellos que no puedan ganar
su sustento por sí mismos. Este criterio es claramente ambiguo, puesto que, si se considera sólo al
Mittelstand, es evidente que la mayor parte de la población ha de quedar sin tal derecho. Por el con-
trario, si se avanza sobre los trabajadores, no es claro determinar cuáles sean los sectores que puedan
gozar de este beneficio. Mohl, por su parte, argumentará en contra del sufragio universal en más de
una oportunidad. Sólo al final de su vida, hacia 1871, reconocerá una suerte de empuje democrático

377
damián rosanovich

acordar con esta interpretación, es necesario precisar una asimetría teórica: mien-
tras que tales extremos se encuentran ya teorizados en este período, la noción de
Estado de derecho es algo que se encuentra in fieri, a pesar de que, en su esencia,
aspire a limitar las arbitrariedades del poder del Estado contra la esfera de liber-
tad del individuo. El problema que deben asumir dichas posiciones teóricas son
los cambios que se dan al interior de la sociedad civil y en su relación con el
Estado, particularmente, luego de la Revolución de Julio de 1830. El mismo
Mohl escribe un texto en 1835 advirtiendo acerca de la importancia de que el
Estado intervenga en la economía, a causa de los desequilibrios producidos entre
la estructura económica y la estructura política de la sociedad.11 Como veremos,
es Mohl uno de los que se ocuparán de caracterizar la naturaleza del Estado de
derecho, entendido como una forma estatal opuesta a la teocracia, el despotismo,
el Estado patrimonial y el Estado patriarcal.12
Uno de los intentos más singulares por ofrecer una reflexión que pueda articu-
lar el Estado de derecho se encuentra en el pensamiento de Rotteck, quien in-
tentó cristalizar una forma estatal en la cual convergieran monarquía y democra-
cia. Este tipo de Estado realizaría la voluntad general a través de un sistema
constitucional, el cual garantiza los derechos reconocidos a las personas: «liber-
tad personal, seguridad de la propiedad y del trabajo, igualdad ante la ley y el
juez».13 Para este autor no es incompatible que esta forma estatal sea monárquica
y simultáneamente democrática.14 Sólo puede haber Estado de derecho cuando se

que habría de introducir en el futuro próximo el sufragio universal «en todos los Estados». Cf. Karl
von Rotteck, «Census, insbesondere Wahlcensus», en Staats-lexikon oder Encyklopädie der sämmt-
lichen Staatswissenchaften, editado por Karl von Rotteck y Karl Welcker, Altona, Johann Friedrich
Hammerich, 1836, primera edición, t. III, pp. 366-388; Robert von Mohl, «Die geschichtliche Phasen
des Repräsentativsystemes in Deutschland», en Zeitschrift für die gesamte Staatswissenschaft, t. 27,
1871, pp. 68-69.
11. Robert von Mohl, «Über die Nachteile, welche sowohl dem Arbeiter selbst, als dem Wohlstande
und der Sicherheit der gesamten bürgerlichen Gesellschaft von dem fabrikmässigen Betrieb der In-
dustrie zugehen, und über die Notwendigkeit gründlicher Vorbeugungsmittel», en Archiv der poli-
tischen Ökonomie und Polizeiwissenschaft, 1835, p. 158, citado por Joaquín Abellán, «Estudio preli-
minar», op. cit., p. XXXVI.
12. Robert von Mohl, Die Polizei-Wissenschaft nach den Grundsätzen des Rechtstaates, Tübingen,
Verlag der Laupp’schen Buchhandlung, t. I, 1866 [1832-1833], pp. 3-9.
13. Karl von Rotteck, «Constitution; Constitutionen; constitutionelles Princip und System; consti-
tutionell, anticonstitutionell», en Staats-Lexikon..., op. cit., t. III, pp. 761-797, p. 781. A excepción de
que se indique lo contrario, todas las traducciones son nuestras.
14. Sobre el principio democrático, sostiene Rotteck: «… de ninguna manera es lo opuesto a la mo-
narquía, sino que entendemos por democracia la idea de un derecho común de los miembros del
pueblo, plenamente capaces según el derecho natural, unidos para formar una sociedad política
[Staatsgesellschaft]…», Karl von Rotteck, «Demokratisches Prinzip; demokratisches Element und
Interesse; demokratische Gesinnung», en Staats-Lexikon…, op. cit., t. IV, pp. 254-255.

378
dilemas de la representación política en el liberalismo alemán: robert von mohl

realiza el principio democrático, puesto que éste pertenece a la esencia del orden
estatal. Así Rotteck señala: «Aristocracia y monarquía son personificaciones ar-
tificiales del poder de la sociedad; únicamente la democracia es natural y por
tanto originaria».15 Empero, esto no implica que la democracia tenga que soste-
nerse sobre la práctica del sufragio universal (activo y pasivo), algo que es consi-
derado por este autor como una formalidad. Por el contrario, la esencia del
principio democrático puede ser realizada a través de una monarquía que le
conceda el lugar correspondiente al momento puramente democrático presente
en la asamblea. En este sentido, advierte Rotteck, la verdadera enemiga de la
democracia no es la monarquía sino la aristocracia, la cual, apelando a la idea de
la conducción de la sociedad en vistas del bien común, impone sus atávicos pri-
vilegios, obstaculizando la posibilidad de progreso al conjunto de la sociedad.
Así, juzga como un error histórico el hecho de que las monarquías, frente a
acontecimientos revolucionarios, se hayan apoyado tradicionalmente en sectores
aristocráticos, en lugar de hacerlo sobre las democracias.
Sin embargo, es preciso tener en cuenta que la reformulación de la noción de
Estado no es independiente de la redefinición del concepto de sociedad civil.
Como ha indicado Lothar Gall,16 el liberalismo alemán abandona la cifra prerre-
volucionaria societas civile sive res publica sin adoptar la caracterización hege-
liana de la Filosofía del Derecho, ni postular una idea de sociedad como un mero
agregado de individuos. Por el contrario, la concepción de la sociedad civil del
liberalismo alemán puede ser caracterizada por dos rasgos: (a) la presencia de
mediaciones y (b) su carácter activo frente al Estado. En primer lugar, como se-
ñala Dahlmann, en la sociedad los individuos son interpretados como ciudada-
nos que forman parte de diferentes estamentos articulados en torno a las ramas
del trabajo,17 motivo por el cual las acciones que puedan llevarse a cabo por la
sociedad en relación con el Estado habrán de ser el resultado de los actos de estos
sujetos colectivos. A la inversa, la penetración que el Estado tenga en los distin-
tos círculos sociales –tema sobre el cual insistirá Mohl– es algo que deberá estar
articulado en torno a la especificidad de cada estamento. En segundo lugar, como
indica Welcker, la participación de los ciudadanos en la vida pública es concebida
como una virtud para el orden político:

La esencia de la constitución representativa consiste, precisamente, en que reúne, en la medida de lo



posible, a los ciudadanos –en sus articulaciones orgánicas y asociaciones con el gobierno para el

15. Idem, p. 257.


16. Lothar Gall, «Liberalismus und “Bürgerliche Gesellschaft”...», op. cit., pp. 327-328.
17. Cf. Friedrich Dahlmann, Die Politik, auf den Grund und das Maaß der gegebenen Zustände
zurückgeführt, Göttingen, Dieterich, 1835, p. 122.

379
damián rosanovich

bien común, y al mismo tiempo, pone a los ciudadanos entre sí y con el gobierno en una interacción
recíproca que custodia la libertad.18

Por lo tanto, es preciso tener en cuenta la convergencia entre un concepto de


Estado que es reformulado al mismo tiempo de una idea de sociedad civil que
busca tomar distancia del orden estamental prerrevolucionario, sin por ello aban-
donar los estamentos entendidos como una mediación fundamental entre el in-
dividuo y el Estado; estamentos ya no signados por prerrogativas fundadas en el
linaje, sino a través de las diferentes articulaciones que la sociedad civil ofrece en
el mundo del trabajo.

Constitución

A los efectos de comprender críticamente la fórmula prototípica del Vormärz es


preciso tener en cuenta la cuestión constitucional de la época, puesto que ésta
será un tópico clave a través del cual los distintos autores llevarán a cabo discu-
siones sobre la naturaleza y finalidad del orden estatal. Como ha señalado
Canale,19 durante el siglo XVIII los debates políticos e intelectuales en torno a la
constitución del Estado (Verfassung o Staatsverfassung) presuponían un con-
cepto de constitución rígidamente reformista. Este término podía ser intercam-
biado con otros, como Código o Código Civil, en virtud de que no era pensado
como una ley fundamental, es decir, como un conjunto de presupuestos básicos
resultante de la decisión de un poder constituyente respecto del cual todo orde-
namiento jurídico-político ulterior tuviera que ordenarse. En este sentido, ha
sido altamente discutido hasta qué punto los códigos tales como el Austríaco o
el Prusiano merecerían ser llamados de tal modo.20 Así, el hecho de ser compila-
ciones normativas carentes de una organización jerárquica contribuía negativa-
mente a la posibilidad de articular sistemáticamente la idea de un orden público
exhibido en una ley fundamental con la legislación ulterior correspondiente.

18. Karl Welcker, «Association, Verein, Gesellschaft, Volksversammlung (Reden ans Volk und collec-
tive Positionen), Associationsrecht», en Staats-Lexikon.., op. cit., t. III, p. 37.
19. Damiano Canale, La costituzione delle differenze. Giusnaturalismo e codificazione del diritto ci-
vile nella Prussia del ‘700, Torino, Giapichelli, 2000, p. 118. Cf. asimismo Dieter Grimm, «Konstitu-
tion, Grundgesetz(e) von der Aufklärung bis zur Gegenwart», en Heinz Mohnhaupt y Dieter
Grimm, Verfassung. Zur Geschichte des Begriffs von der Antike bis zur Gegenwart, Berlin, Duncker
& Humblot, 1995, pp. 101-106.
20. Damiano Canale, Le costituzione delle differenze…, op. cit., pp. 12-27.

380
dilemas de la representación política en el liberalismo alemán: robert von mohl

Como han señalado Dieter Grimm21 y Michael Stolleis,22 las revoluciones nor-
teamericana y francesa, junto con sus constituciones, serán la causa de alteracio-
nes significativas en la perspectiva de análisis de lo constitucional en Alemania.
Desde el punto de vista genético, el origen de estas constituciones es inequívoca-
mente diferente al de la antigua tradición germana. Se trata de un poder consti-
tuyente revolucionario que se da una ley fundamental que se erige por oposición
al antiguo orden, respecto del cual prima facie no se reconoce deuda alguna. El
nuevo orden se determina a través de un ideario en muchos tópicos incompatible
con el precedente (v. g. los privilegios), y a fin de clausurar la posibilidad del
retorno de los viejos institutos jurídicos del pasado, este nuevo orden constitu-
cional ofrece una estructuración novedosa, la cual no puede consistir meramente
en contenidos (v. g. distribución de las prerrogativas estamentales en el conjunto
de la sociedad). La formulación más acabada de este giro conceptual puede en-
contrarse en el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre: «Toda
sociedad en la cual la garantía de derechos no esté asegurada, ni tampoco esté
determinada la separación de poderes, no tendrá una constitución».23 Estos dos
requisitos tendrán una importancia capital para pensar el Estado en el siglo XIX,
y en particular, el Estado de derecho, tanto desde la perspectiva del süddeutscher
Konstitutionalismus, muy cercano al liberalismo alemán, como desde el constitu-
cionalismo del noreste, de cuño más conservador. Esto presenta al menos dos
problemas atendibles: en primer lugar, los textos precedentes así llamados cons-
titucionales (como el Allgemeines Landrecht de 1794) ya exhibían una separación
de derechos y garantías. En efecto, la estructura de los privilegios no sólo se
encontraba presentada y desarrollada sino también justificada.24 La fundamenta-
ción más usual que buscaba sostener esta división de la sociedad era el bien co-
mún del conjunto de la sociedad, y no meramente de la parte prima facie benefi-
ciada por tales prerrogativas. Asimismo, aunque no hay algo así como garantías
constitucionales en el Allgemeines Landrecht, es posible encontrar allí la presen-

21. Dieter Grimm, «Konstitution, Grundgesetz(e) von der Aufklärung bis zur Gegenwart», op. cit.,
pp. 107-108.
22. Michael Stolleis, Geschichte des öffentlichen Rechts in Deutschland [t. II: Staatsrechtslehre und
Verwaltungswissenschaft 1800-1914], München, C. H. Beck, 1992, pp. 99-102.
23. «Déclaration des droits de l’homme et du citoyen», en Les déclarations des droits de l’homme (Du
Débat 1789-1793 au Préambule de 1946), editado por Lucien Jaume, Paris, Flammarion, 1989, p. 16.
24. Como sostiene Heinz Monhaupt, la estructura de privilegios estamentales en el siglo XVIII se
encontraba sostenida desde el punto de vista argumentativo en la promoción del bien común del
orden político. Cf. Heinz Mohnhaupt, «Privilegien und “gemeines Wohl” im ALR sowie deren Be-
handlung durch die Theorie und Praxis im 19. Jahrhundert», en Barbara Dölemeyer y Heinz Moh-
nahupt (comps.), 200 Jahre Allgemeines Landrecht für die Preußischen Staaten: Wirkungsgeschichte
und internationaller Kontext, Frankfurt am Main, Klostermann, 1995, pp. 125 y ss.

381
damián rosanovich

cia de diferentes artículos que buscan reforzar las concesiones de determinados


privilegios. Por consiguiente, si bien la Declaración de 1789 se presentaba como
universalista, podía discutirse hasta qué punto no introducía conceptos ya pre-
sentes en el orden político precedente, bajo una interpretación revolucionaria.
De aquí que, en segundo lugar, en el territorio alemán el aspecto singularmente
controversial fuera el origen inequívocamente revolucionario de las nuevas ideas
constitucionales.25 Aun cuando pudiera existir un consenso en torno a esta con-
ceptualidad, no por ello dejaba de resultar un intríngulis la introducción de los
contenidos racionales y aceptables. Al este del Rin, el período entre 1789 y 1815
ofrece un conjunto de reflexiones acerca de la posibilidad de que en Alemania
pueda tener lugar una revolución. El paso de los años, la caída del Sacro Imperio
y el período de anarquía de la Revolución francesa contribuirán, por una parte,
a juzgar negativamente la vía revolucionaria, y por otra, a poner en el centro de
discusión el problema de la unidad de los Estados alemanes.
Histórica y conceptualmente, este dilema encuentra una suerte de resolución
en 1815 con el Congreso de Viena, la creación de la Confederación Germánica y
el Acta de Viena de 1820. Más allá de los desequilibrios internos provocados por
Prusia y Austria, la creación de un poder destinado a proteger la seguridad e
integridad de los Estados alemanes constituía un intento tangible por ofrecer una
respuesta al problema de la unidad alemana. Si bien la Confederación tuvo en
ciertos aspectos un carácter programático, en muchos casos se establecieron
cuestiones de efecto y trascendencia inmediatos. El artículo 13 del Acta, por

25. Como ha señalado Martin Hecker, los actores responsables del desplazamiento semántico se en-
contrarán en la publicística revolucionaria y el constitucionalismo napoleónico. En sus palabras: «No
antes de las revoluciones del siglo XVIII que termina se consuma el tránsito de una comprensión
conceptual ontológica a una normativa. Constitución [Verfassung] significará ahora la reglamenta-
ción general uniforme y formal de las relaciones entre sociedad y Estado, las cuales, partiendo de la
función política de la seguridad de las libertades individuales, y bajo la recepción de la representación
del pouvoir constituant del pueblo, ante todo, constituyen, legitiman y limitan la autoridad del Estado
con su división de poderes, bajo la determinación de las modalidades de su desarrollo», Martin Hec-
ker, Napoleonischer Konstitutionalismus in Deutschland, Berlin, Duncker & Humblot, 2005, p. 39.
Esta deriva habrá de ser una alternativa en el sudoeste alemán frente al dilema entre el atraso y la
revolución, en cierto modo apoyada, entre otros, por Hegel, quien en una carta del 11 de febrero de
1808, afirmaba: «Hace medio año bromeaba con el Sr. von Welden, quien más que nada como pro-
pietario, teme la introducción del Código Napoleónico. Le decía que a los príncipes alemanes les
sería imposible no poder tener la amabilidad de hacerle el cumplido al emperador francés de adoptar
y aceptar la obra en la cual él mismo había trabajado y que consideraba como su obra personal […]
No obstante, los alemanes siguen todavía ciegos [blind] como hace veinte años […] Pero la impor-
tancia del Código no puede ser comparada a la importancia de la esperanza de que, junto con él, se
introduzcan en Alemania otras partes de la constitución [Konstitution] francesa o westfaliana»,
Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Briefe von und an Hegel, editadas por Johannes Hoffmeister, Ham-
burg, Felix Meiner, 1952, t. I, pp. 217-219.

382
dilemas de la representación política en el liberalismo alemán: robert von mohl

ejemplo, establecía que los Estados miembro debían dotarse de constituciones


que tuvieran asambleas estamentales, lo cual implicaba ya una comprensión mo-
derna del concepto de constitución, esto es, como una ley fundamental.26
Ahora bien, el documento que sintetiza de manera programática la articulación
del principio monárquico es el célebre artículo 57 del Acta Final de Viena de
1820, el cual establece lo siguiente:

Como la Confederación Germánica está formada, a excepción de las ciudades libres, por príncipes
soberanos, en virtud de este concepto fundamental el poder total del Estado ha de permanecer unido
[vereinigt] en el jefe del Estado. Los estamentos tendrán coparticipación [Mitwirkung] sólo en el
ejercicio de determinados derechos y en razón de una constitución representativa estamental con
carácter vinculante para el soberano.27

Como señala Hans Boldt, aquí quedaba cristalizado el principio monárquico,


que determinaba sin ambigüedades la definición de la soberanía, la cual iba a
sufrir modificaciones en las ulteriores décadas a partir de la pendularidad entre
el poder del príncipe y el de la asamblea. En cierto sentido, es posible afirmar
que, en la medida de lo posible, este artículo buscaba unificar los Estados alema-
nes a través de compromisos concretos de defensa común, entre otras cosas, a los
efectos de evitar experiencias como la Confederación del Rin, gracias a la cual
Francia ejerció un poder político inequívoco sobre el territorio germano entre
1806 y 1813.
El Vormärz será el espacio en el cual los liberales alemanes lleven a cabo una
reflexión reformista sobre elementos que, en última instancia, se desprenden de
la relación entre el poder del príncipe y la constitución estamental: la representa-
ción política, la naturaleza de la constitución, los límites del poder monárquico,
o la relación entre este orden político y la reflexión en torno a la forma de go-
bierno. Un claro ejemplo de ello lo constituye la distinción entre forma y esencia
de la democracia para Rotteck. En efecto, uno de los temas largamente discutidos
en estos pensadores es la cuestión del sufragio censitario y la (lenta y milimétri-
camente articulada) apertura a una forma de sufragio universal. La discusión
sobre el sufragio se desprende de la controversia acerca de la estructura y la
función de la asamblea. En este sentido, Rotteck claramente sostiene que la rea-
lización del principio democrático no sólo es compatible con la monarquía, sino
que no necesita del sufragio universal, puesto que hay una diferencia entre su
forma y su esencia. Mientras que la esencia se refiere a la realización de la demo-

26. Cf. Ernst R. Huber (comp.), Dokumente zur deutschen Verfassungsgeschichte [Deutsche Verfas-
sungsdokumente 1803-1850], Stuttgart, Kohlhammer, t. I, 1992, p. 88.
27. Idem, p. 99.

383
damián rosanovich

cracia en el Estado de derecho, en la realización de un conjunto de derechos


«humanos y civiles» de la totalidad de la población, la forma aparece caracteri-
zada bajo el sufragio universal, derecho que para Rotteck no es entendido como
esencial de la forma democrática.28
Ahora bien, superado el dilema entre atraso y revolución, aparece en este ho-
rizonte un nuevo binomio que habrá de signar la reflexión teórica acerca del
Estado. Si el poder del Estado se ejerce a través del príncipe y de una constitución
estamental, es decir, de una asamblea de estamentos representantes del pueblo,
¿quién es el soberano? ¿El monarca o la asamblea del pueblo? Gran parte de la
filosofía del Estado en el siglo XIX estará atravesada por este nuevo dualismo.

In dubio pro rege? El dualismo de la monarquía constitucional

El concepto de monarquía constitucional ha sido popularizado en los últimos


años por la controversia existente entre Ernst Rudolf Huber29 y Ernst Wolfgang
Böckenförde.30 Por una parte, Huber afirma que la monarquía constitucional en
Alemania habría sido una suerte de solución de compromiso a la confrontación
sobre la pregunta por la soberanía. Esto se habría visto en la figura de la «cons-
titución concedida [oktroyierte Verfassung]» de 1851 y en la clausura de este
proceso en la «constitución acordada [verbundene Verfassung]» de 1871, con
Bismarck. Böckenförde, por su parte, sostiene que la monarquía constitucional
del siglo XIX alemán ofrece rasgos definidos como para considerarla una forma
estatal distinta, reconocible en sí misma. Probablemente, este debate tenga su
origen en la Teoría de la Constitución de Carl Schmitt, quien en 1928 se refería
a la fórmula de compromiso formal dilatorio,31 para hablar de las constituciones
que postergaban la pregunta por el sujeto titular de la soberanía. A través de
distintas figuras, el pensamiento político del siglo XIX habría postergado la
definición de la pregunta por el soberano a través de instancias sustitutivas,
tales como la soberanía de la ley, del Estado o de la constitución. La respuesta
liberal a la pregunta por el soberano habría sido la soberanía de la ley, fórmula

28. Karl von Rotteck, «Demokratisches Prinzip; demokratisches Element und Interesse; demokratis-
che Gesinnung», en Staats-Lexikon…, op. cit.
29. Ernst R. Huber, «Das Bismarcksche Reichsverfassung im Zusammenhang der deutschen Verfas-
sungsgeschichte», en Ernst W. Böckenförde, y Reiner Wahl (comps.), Moderne deutsche Verfassungs-
geschichte, Regensburg, Anton Hain, 1981, pp. 171-207.
30. Ernst W. Böckenförde, «Der deutsche Typ der konstitutionellen Monarchie im 19. Jahrhundert»,
en Recht, Staat, Freiheit, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 2006, pp. 273-305.
31. Carl Schmitt, Verfassungslehre, Berlin, Duncker & Humblot, 1993, § 3.

384
dilemas de la representación política en el liberalismo alemán: robert von mohl

sugerente pero insatisfactoria a los efectos de dar cuenta del momento genético-
fundacional del orden político, que, por su parte, es puesto en discusión siste-
máticamente por la crítica social que habrá de radicalizarse en términos revolu-
cionarios hacia 1848.32 Contrariamente a la tesis de Schmitt, Boldt ha interpretado
este proceso en otra clave de lectura. A su entender, el principio monárquico
del Vormärz define claramente una soberanía del monarca que se opone a la
soberanía popular, determinación que, en términos constitucionales, aparecería
con las vestimentas de la monarquía constitucional. Los ropajes constituciona-
les con los cuales habría sido ataviada la forma política premarcista no debería
quitar la atención del carácter inequívoco que la soberanía del monarca habría
presentado en el período, como un intento de detener las diferentes formas de
soberanía popular.33
De aquí que pueda pensarse la discusión entre Huber y Böckenförde a partir
de un concepto fundamental del Estado. Esto no implica necesariamente que,
como tal, históricamente la monarquía constitucional no haya sido más o menos
satisfactoria para los actores que formaron parte de ella. Por el contrario, se trata
de evaluar filosóficamente su coherencia interna, la cual fue discutida por el li-
beralismo alemán durante treinta años. Más concretamente, esta controversia
pasaba por analizar si este dualismo contribuía positivamente u obstaculizaba el
reiterado problema de la unidad alemana, al mismo tiempo que determinaba o
no al titular de la soberanía y exponía de manera satisfactoria una representación
política para los actores en cuestión. Gran cantidad de los textos publicados en
vísperas de la Revolución de 1848 supondrán una combinación nefasta para mu-
chos de los liberales alemanes: la falta de resolución del dilema constitucional –
cifra que, recordemos, habría sido la encargada de superar el viejo dualismo en-
tre atraso y revolución– habría activado nuevamente este dilema, poniendo en
discusión otra vez la pertinencia y eventual necesidad de una revolución en
Alemania para poder alcanzar los resultados no ofrecidos por la reforma. He
aquí que Mohl escribe en el contexto revolucionario una serie de cartas34 desti-
nadas a identificar la revolución con la guerra civil, y su consecuente destrucción
de todo el orden político; y a impugnar el presunto éxito de los Estados Unidos
basado en el origen revolucionario de su gobierno. De manera no menor, la re-
volución habrá de aparecer en estos autores como la antítesis de toda solución
posible al problema de la unidad de los Estados alemanes, cuestión que se solapa

32. Cf. Peter Wende, Radikalismus im Vormärz: Untersuchungen zur politischen Theorie der frühen
deutschen Demokratie, Wiesbaden, Steiner, 1975, cap. III.
33. Hans Boldt, Deutsche Staatslehre im Vormärz, op. cit., cap. 1.
34. Véase nota 3.

385
damián rosanovich

con el tópico de la unidad nacional, motivo que será discutido particularmente a


partir de 1871.35
Como ha señalado Boldt,36 desde el punto de vista de su génesis, la constitu-
ción aparece como una concesión del monarca, como un gesto de autolimitación
[Selbsbeschränkung], el cual, sin embargo, no deja de tener injerencia en la vida
política del Estado. Si en Francia Thiers supo sintetizar ese lugar con el sintagma
le roi règne mas il ne gouverne pas, la fórmula alemana del período, como señala
Boldt, ha de ser «nada contra él, nada sin él [nichts gegen, nichts ohne]». Tanto
desde el punto de vista histórico como teórico, el monarca tiene una actividad
concreta que no se limita meramente a refrendar la acción ministerial. Esto es
patente en uno de los temas que aparecen discutidos de manera recurrente por
estos autores, a saber, la cuestión de la responsabilidad de los ministros, tópico
que supo ser caracterizado como una de las maneras de compensar los desequi-
librios del dualismo.37 Efectivamente, tanto Mohl como Rotteck subrayan la
necesidad de que los ministros sean responsables por sus acciones frente al pue-
blo, ya que el monarca carece de este tipo de responsabilidad.38 De esta forma, el
monarca ejerce su poder de manera indirecta, puesto que, aun siendo la causa de
las acciones de los ministros, él mismo no se expone frente a la asamblea y al
conjunto del pueblo.
Ahora bien, desde el punto de vista de la asamblea, habría que añadir que sus
problemas están caracterizados por la búsqueda de una superación de los extre-
mos: ¿tiene que estar representada la nación sin más, o la nación a través de sus
esferas de derechos e intereses? ¿Cuáles deben ser los criterios para determinar
qué individuos pueden sufragar y ser elegidos como representantes? ¿Cómo
deben organizarse las diferentes fracciones que disputen la contienda electoral?
¿Qué hacer con los extremistas («comunistas» y «ultramontanos»)? Estos inte-
rrogantes son los principales que se discuten en las reflexiones en torno a la
asamblea, a los cuales habría que agregarles las cuestiones que giran alrededor de

35. Sobre la derrota política del liberalismo frente al nacionalismo de Bismarck, véase Heinrich Au-
gust Winkler, Liberalismus und Antiliberalismus. Studien zur politischen Sozialgeschichte des 19. und
20. Jahrhunderts, Göttingen, Vandenhoeck & Ruprecht, 1979, pp. 36-51.
36. Hans Boldt, Deutsche Staatslehre im Vormärz, op. cit., cap. 2.
37. Mohl dedica un libro exclusivamente a tematizar la cuestión: «Die Verantwortlichkeit der Minis-
ter in Einherrschaften mit Volksvertretung», Tübingen, Verlag der Laupp’schen Buchhandlung, 1837.
En especial véase pp. 3-13.
38. Un tema no menor relacionado con éste es el de la burocracia. Para Mohl, en la medida en que el
funcionariado desarrolle un interés propio dependiente de la suerte del monarca, se corre el riesgo de
que se convierta en una suerte de poder paralelo al del Estado. Mohl tematiza la importancia de es-
tablecer controles para la burocracia del Estado a los efectos de evitar la conformación de dicho po-
der. Cf. Robert von Mohl, «Über Büreaukratie» [1846], en Staatsrecht, Völkerrecht und Politik, op.
cit., t. II, pp. 109-112.

386
dilemas de la representación política en el liberalismo alemán: robert von mohl

la relación entre el monarca y la asamblea misma. ¿El monarca debe apoyarse en


los partidos? ¿Debe ser independiente de ellos? Sobre estos asuntos no existe un
consenso que permita unificar posiciones. El caso de Mohl es particular, porque,
aun sin adoptar un abordaje sistemático, tiene intervenciones sobre cada uno de
estos temas, defendiendo la responsabilidad de los ministros frente a la asamblea,
las alianzas entre el príncipe y los partidos, argumentando a favor de la represen-
tación de los círculos sociales en el Estado y no meramente de los individuos en
la abstracción de un concepto de nación carente de mediaciones.
Estos conflictos conducen indudablemente a la necesidad de generar compen-
saciones que puedan equilibrar el dualismo, a fin de poder conservar la unidad
del Estado, la cual, como hemos visto, adolece de una estabilidad institucional
sobre la que pueda descansar. Como han reconocido distintos autores, entre ellos
Schmitt39 o von Beyme,40 Mohl ha sido el único autor de relevancia en Alemania
que ha propuesto enfáticamente una salida a este dualismo, tanto antes como
después de marzo de 1848. La fórmula teórica parte de una reductio ad absurdum
del citado dualismo: corrupción [Korruption] o parlamentarismo. Efectivamente,
para Mohl el movimiento pendular del sistema de compensaciones para poder
establecer o reestablecer los equilibrios de poder entre la monarquía y la asam-
blea no puede conducir sino a una completa desnaturalización de la unidad
constitucional del Estado. El concepto de corrupción no se refiere aquí a una
categoría ética, no se trata de dar cuenta de la honestidad de los agentes del Es-
tado, sino más bien de la distorsión sistemática a la cual conduce este dualismo.
En palabras de Boldt, la discusión no es entre monarquía constitucional y mo-
narquía parlamentaria sino entre una concepción dualista y una noción monista
del Estado. Para Mohl la posición dualista sólo puede conducir al camino de la
corrupción porque tiende inevitablemente a que el príncipe, los ministros y la
asamblea busquen establecer negociaciones para sus mutuos beneficios, desnatu-
ralizando la distribución funcional de poder de cada instancia.41

39. Carl Schmitt, Verfassungslehre, op. cit., § 24. La lectura de Schmitt es acertada, si se tiene en
cuenta, por ejemplo, la muy escasa presencia de un debate sobre la soberanía. Sin embargo, si se
suscribe la idea de que lo que se trata de evitar es la revolución (para Mohl, consecuentemente, la
guerra civil), no sería ciertamente una fórmula satisfactoria la de la soberanía de la ley. En este sen-
tido, al menos en los textos dedicados a la cuestión de la representación, Mohl no utiliza ni sugiere
esa cifra para referirse al orden jurídico político teorizado.
40. Klaus von Beyme, «Einleitung» a Robert von Mohl, Politische Schriften, Köln/Opladen, Wes-
tdeutscher Verlag, 1966, pp. XXVIII-XXXIII.
41. Señala Mohl: «... esta corrupción no contiene, de ninguna manera, intenciones necesariamente
inmorales o perjudiciales para el Estado, ni implica medios de aplicación viles». En el sistema de co-
rrupción se compra la unidad de los poderes estatales al precio de la aversión y la insatisfacción de la
mayoría del pueblo, cf. Robert von Mohl, «Das Repräsentativsystem, seine Mängel und die Heilmit-
tel», op. cit., p. 395.

387
damián rosanovich

Foja de servicio

Robert von Mohl42 constituye un pensador poco conocido en general, y podría


decirse casi desconocido en lengua española.43 Por esta razón, es preciso realizar
algunas advertencias preliminares, tanto para poner en conocimiento su obra
como para ofrecer alguna hipótesis explicativa de por qué un autor muy leído en
su tiempo ha dejado de ser frecuentado.
Ante todo, es preciso señalar que Mohl es un teórico del Estado, ya que el
orden público es el objeto de reflexión que ocupa el lugar central en toda su obra,
desde su tesis doctoral de 1821, hasta sus últimos escritos en la década de 1870.
Dentro del horizonte estatal de pensamiento, supo identificar ramificaciones
propias de la temática, en las cuales expuso distintas aristas de la naturaleza de lo
estatal (la burocracia, los derechos laborales, la constitución, etc.), pero induda-
blemente, todas ellas giraban en torno a un núcleo fundamental: la representación
política. Sobre este tópico publicó libros, opúsculos y artículos periodísticos44 en
los cuales criticó el citado dualismo constitucional y defendió la idea de una
monarquía parlamentaria. Si bien es cierto que su posición en torno a este locus
tuvo algunos cambios a lo largo de más de cuarenta años, es posible identificar
un núcleo de reflexiones fundamentales presentes en estos textos.
Ante todo es preciso rescatar su defensa del Estado de derecho como un orden
opuesto al Estado patrimonialista, a la teocracia o al Estado patriarcal. Según

42. Nacido en Stuttgart en 1799, falleció en Berlín en 1875. Estudió derecho en Tübingen y Heidel-
berg, y se doctoró en 1821 con una tesis sobre la diferencia entre la constitución estamental y la
constitución representativa. Fue profesor universitario y fundó en 1844 la revista Zeitschrift für die
gesamte Staatswissenschaft. Asimismo, tuvo una actividad política intensa, ya que en 1848 fue parla-
mentario en la Asamblea Nacional de Frankfurt, en 1857 fue representante en el parlamento de Ba-
den, en 1861 en el Bundestag de Frankfurt y en 1874 fue elegido diputado para el Reichstag en Berlín.
Entre sus numerosos textos, es preciso mencionar los siguientes: Staatsrecht des Königreichs Württ-
emberg (1829-1831), Die Polizeiwissenschaft nach den Grundsätzen des Rechtstaats (1832-1834), y
tres grandes obras en donde se compilan una gran cantidad de artículos: Die Geschichte und Literatur
der Staatswissenschaften (tres tomos, 1855-1858), Enzyklopädie der Staatswissenschaften (1859) y
Staatsrecht, Völkerrecht und Politik (tres tomos, 1860-1869). Sobre aspectos biográficos de Mohl,
puede consultarse Erich Angermann, Robert von Mohl, 1799-1875. Leben und Werk eines altlibera-
len Staatsgelehrten, Neuwied, Luchterhand, 1962; E. Meier, «Robert von Mohl», en Zeitschrift für
die gesamte Staatswissenschaft, t. 34, cuaderno 3, 1878, pp. 431-528; Joaquín Abellán, «Liberalismo
alemán del siglo XIX: Robert von Mohl», op. cit., pp. 123-146.
43. La única obra traducida de Mohl al español es una selección de textos realizada por Joaquín
Abellán, aparecida en Liberalismo alemán en el siglo XIX (1815-1848), op. cit., pp. 149-196.
44. Entre ellos, pueden destacarse: «Die Verantwortlichkeit der Minister in Einherrschaften mit Vo-
lksvertretung», 1837; «Das Repräsentativsystem, seine Mängel und die Heilmittel», 1852; «Über die
verschiedene Auffassung des repräsentativen Systemes in England, Frankreich und Deutschland»,
1846; «Die geschichtlichen Phasen des Repräsentativsystemes in Deutschland», 1871; y nuestro tra-
bajo, aparecido en 1860.

388
dilemas de la representación política en el liberalismo alemán: robert von mohl

Mohl, el Estado de derecho encuentra su sentido en «… la conformación lo más


armónica posible de todas las fuerzas humanas en cada uno de los individuos»45.
Esto se lleva a cabo a través de dos funciones elementales que le caben al orden
institucional. En primer lugar, el Estado tiene que procurar por la seguridad del
orden político que ha de ser la condición de posibilidad para que los diferentes
individuos puedan realizarse como tales. Debe evitar que se produzca todo tipo
de agresión física y espiritual contra los sujetos particulares. En este sentido,
«ningún derecho puede quedar sin protección»,46 puesto que lo contrario sería
incompatible con el fin mismo del Estado. Es importante destacar que al Estado
no le resulta irrelevante la realización de los fines individuales en relación con el
todo, puesto que el conjunto de la sociedad y de los círculos sociales que la
componen no deben ser utilizados para el beneficio de una parte de ella. Así,
Mohl sostiene que «Sólo en cuanto cada individuo alcance sus objetivos de igual
modo, se cumplirá lo común; la vida en común sólo existe para el fomento de los
fines de los individuos y no viceversa».47 Esta concepción individualista, «egoísta
y atomista», es atenuada por Mohl mediante el elemento policíaco48 que no puede
estar ausente en un Estado de derecho, a saber, la asistencia necesaria para que
los individuos puedan alcanzar sus fines «… en asuntos razonables, donde ésta
[la asistencia] sea posible…», en aquellos casos en los cuales existan dificultades
materiales o espirituales para que los ciudadanos puedan desarrollarse como ta-
les. Esta segunda función del Estado es caracterizada por Mohl como el principio
supremo de la actividad del Estado: «El Estado debe prestar su ayuda en todos
aquellos casos en los cuales el ciudadano particular no pueda alcanzar indivi-
dualmente un objetivo permitido y útil para todos».49 Este principio se des-
prende de la naturaleza misma del Estado de derecho, conforme al cual el obje-
tivo perseguido es el desarrollo de todos los individuos y no tan sólo de una
parte de la sociedad, y también de la función relativa a la seguridad del Estado,
en virtud de que a través de ella se busca no sólo evitar la lesión de los derechos
individuales sino también la protección misma de los derechos garantizados por
las leyes. En este sentido, la función asistencial del Estado no aparece expuesta

45. Robert von Mohl, «Polizei», en Staats-Lexikon..., op. cit., t. 12, 1841, p. 644.
46. Idem, p. 645.
47. Idem, p. 644.
48. Mohl define el concepto de policía como «... el conjunto de todas las diferentes instituciones que,
mediante la utilización del poder del Estado, tienden a remover los obstáculos que impiden el desa-
rrollo completo de las fuerzas del hombre, que no pueden ser superados o pueden serlo sólo de
manera imperfecta por la fuerza del individuo, pero que sí pueden ser eliminados utilizando la fuerza
común de los ciudadanos», idem, p. 646.
49. Idem, p. 648.

389
damián rosanovich

de manera ad hoc sino –a juicio de Mohl– articulada con una concepción ato-
mista y egoísta del individuo.50
Es preciso señalar que esta asistencia no sólo tiene un sentido inicialmente
material, sino que incumbe el «fomento de la formación intelectual» y «la forma-
ción de la sensibilidad estética», puesto que la experiencia muestra que sin la
presencia del Estado las asociaciones privadas y las fundaciones no pueden alcan-
zar a dotar a los individuos de las condiciones mínimas para el desarrollo de sus
fuerzas espirituales y materiales. Sin embargo, Mohl advierte la importancia de
tener en cuenta la posible colisión entre los deseos e intereses de los individuos,
y la decisión del Estado acerca de la satisfacción de éstos. En lo relativo a la ad-
ministración de justicia este conflicto no se presenta, ya que prima facie los ciu-
dadanos y sus respectivos derechos, al menos idealmente, han de ser protegidos
por igual.
Ahora bien, en cuanto al momento asistencial, es evidente que la autoridad es-
tatal debe evaluar y decidir acerca de las diferentes demandas de la sociedad, ya
sea por (a) la escasez de medios para poder satisfacer las necesidades de asistencia,
ya sea por (b) la decisión política de promover, censurar o sencillamente no fo-
mentar determinadas actividades al interior del Estado. Es evidente que una
consecuente concepción de la vida del individuo como un ser egoísta tiene como
correlato el posible conflicto entre (a) la convergencia no armonizable de deman-
das insatisfechas por parte de individuos guiados sólo por su autointerés y (b) el
intento deliberado de que el Estado busque asistir y fomentar cualquier capricho
de lo particular. En este sentido, es claro que existe una dimensión conflictiva en
la conducción de lo múltiple hacia lo uno presente en la decisión del Estado que
necesita de una mediación. ¿Cómo es posible articular de otra manera la relación
entre lo multiforme de la menesterosidad presente en la experiencia y la decisión
del Estado acerca de la asistencia a la sociedad? Se podría subrayar el matiz de
eficacia presente en este problema, distinguiendo entre una utilización racional y
una irracional de los recursos (materiales o espirituales) en cuestión. No obstante,
con anterioridad al problema de la eficacia es preciso afrontar el problema de la
decisión ético-política que el Estado, bajo la concretización del sujeto titular de
la soberanía, toma acerca de una dirección del conjunto de la sociedad. En este
sentido, es posible afirmar que el correlato del problema de la mediación entre lo

50. Por esta razón Mohl es crítico del nacionalismo, ya que esta doctrina pone al individuo como un
medio para la realización de la nación en lugar de ponderarlo como un fin en sí mismo, obstaculi-
zando su libertad y desarrollo espiritual: «Todos aquellos planes de la así llamada educación nacional,
con los que se oprime la autodeterminación espiritual y la actividad libre de los ciudadanos, y con los
que todo se forma según un único plan, no son compatibles con las ideas básicas del Estado de dere-
cho», idem, p. 662.

390
dilemas de la representación política en el liberalismo alemán: robert von mohl

múltiple y lo uno (de la forma heterogénea de la carencia a la unidad conceptual-


mente abundante del Estado) tiene el problema espejado en la dirección del Es-
tado hacia la sociedad y el individuo: ¿por qué ha de tomarse la decisión A y no
B? La misma falta de mediación presente en la relación entre el individuo, la so-
ciedad y el Estado puede hallarse en el nexo existente en la decisión asistencial del
fomento y la formación de determinados elementos ético-políticos.
Al mismo tiempo, este problema, contemplado en sus dos caras, ofrece una faz
(a) epistémica y una relacionada con (b) su legitimidad. Por una parte, se trata de
decidir acerca de la preferencia de diferentes necesidades a ser asistidas, persi-
guiendo el bien común y buscando maximizar el desarrollo de las fuerzas indivi-
duales, a los efectos de no consagrar como universal cualquier arbitrariedad. Por
otra, junto al problema epistémico aparece la legitimidad del sujeto que ha de
tomar la decisión acerca de la asistencia. Aquí es central subrayar que no se trata
de una mera ayuda episódica que, generosamente, el Estado le concede a conjun-
tos de individuos necesitados de ella, sino que involucra la dirección que el Es-
tado le ha de imprimir al curso de los acontecimientos que han de tener lugar en
el marco de una sociedad, ya sea por la promoción y el fomento de ciertas acti-
vidades, ya sea por la reprobación y rechazo de otras. En este sentido, es evidente
que la politicidad presente en este momento trasciende altamente el problema de
la asimetría entre demandas individuales y uso eficaz de los recursos del Estado.
Si es irreductible la dimensión ético-política de la decisión propia sobre este
principio del Estado, de aquí se sigue que sólo puede ser objeto del soberano,
puesto que si fuera decidida por una instancia diferente, tendría que ser refren-
dada por el soberano, en cuyo caso la decisión política caería nuevamente en él.
En síntesis, Mohl presenta dos problemas que pueden ser resumidos en uno: la
relación entre la multiplicidad de lo social y lo individual, y la unidad del Estado.
Gran parte de su obra estará destinada a ofrecer una respuesta a este problema a
través de dos conceptos: los círculos sociales y la representación política.
La necesidad de asistencia que poseen los individuos se justifica a través de la
propia concepción del Estado de derecho y de su comprensión de la administra-
ción de justicia. Ahora bien, el Estado no puede satisfacer los deseos de los indi-
viduos considerados de manera atomística:

… el Estado no radica sólo en la satisfacción de los deseos e intereses de los particulares, sino que
está formado por la promoción de los fines de la vida resultantes de la cultura concreta de la totalidad
de un pueblo, siempre y cuando ésta necesite de un apoyo por medio de un orden y de un poder
unificado.51

51. Robert von Mohl, Encyclopädie der Staatswissenschaften, Tübingen, Verlag der Laupp’schen
Buchhandlung, 1859, p. 507.

391
damián rosanovich

La precisa articulación del pueblo se da en torno a «círculos sociales», los cuales


articulan derechos e intereses, los dos goznes alrededor de los cuales Mohl con-
duce la multiplicidad de la experiencia a la unidad. El Estado actúa de manera
directa e indirecta sobre los individuos a través de dichos círculos.52 Éstos no
sustituyen ni anulan la dignidad del individuo sino que la complementan e intro-
ducen una mediación a los efectos de ofrecer elementos para la determinación de
un criterio utilizable para la decisión estatal acerca de la asistencia. Asimismo,
son estos intereses los que tienen que estar presentes en la representación de la
Asamblea, ya que, según Mohl, son los derechos e intereses de estos círculos
sociales los que deben ser ponderados en la Asamblea y no la representación
según el «mero número de cabezas [nach blosser Kopfzahl]».53
La representación política, por su parte, es el elemento de mayor importancia
en el planteamiento de la presente cuestión, ya que, por un lado, establece la me-
diación entre individuo, sociedad civil y Estado, sin la cual no podría pensarse un
auténtico gobierno autolegislativo del conjunto de la población. Por otro, la re-
presentación es de igual modo la instancia a partir de la cual se determina la sobe-
ranía, y es por ello que las citadas críticas a la presunta opacidad de la cifra de la
monarquía constitucional, en lo que a la determinación del sujeto de la soberanía

52. Mohl sostiene: «En los círculos sociales se reúnen aquellos que no pueden alcanzar individual-
mente un interés común y por ello se reúnen en un vínculo voluntario […] el aislamiento constituye
la regla, pero el círculo social es un complemento necesario. Y del mismo modo se relaciona en un
nivel más alto con el Estado. Sólo la insuficiencia de los vínculos sociales y la necesidad de un orden
y de la conservación del derecho bajo estos mismos conduce a un Estado global y homogéneo. El
principio yace también en el hecho de que la autonomía del individuo y en segundo lugar la del cír-
culo social, ambas se complementan y se ordenan por medio de una idea uniforme y el poder sobe-
rano del Estado», idem, p. 324. Como señala Sandro Chignola, «[estos círculos] denotan para von
Mohl la existencia de dinámicas de socialización aestatales –por no decir explícitamente extra-estata-
les– de los sujetos, destinadas a agregar y a diferenciar entre los grupos de individuos sobre la base
de la materialidad y la diversificación concreta de intereses», Sandro Chignola, Fragilo cristallo. Per
la storia del concetto di società, Napoli, Editoriale Scientifica, 2004, p. 301.
53. Mohl afirma: «Los círculos sociales, sus intereses y sus logros son de importancia muy variada
para la vida del pueblo en el Estado y para su vitalidad (geistige Regsamkeit); pero más allá de esto
hay que destacar que el Estado procede de tales círculos necesaria y convenientemente, en muy dife-
rentes grados», Robert von Mohl, «Das Repräsentativsystem, seine Mängel und Heilsmittel», op. cit.,
p. 437. Si bien es cierto que, como señala P. Wende, por momentos la exposición de los círculos so-
ciales evoca las mediaciones hegelianas estamentales entre individuo y sociedad, hay una diferencia
importante que subrayar. Como para Lorenz von Stein, para Mohl la sociedad exhibe una autonomía
respecto del Estado que exige una perspectiva de análisis desde un punto de vista social. Como es-
cribe Maurizio Fioravanti: «[para Mohl] La realidad social no es una creación de la voluntad de los
individuos o del Estado, sino que posee una autonomía y una objetividad de la cual es necesario to-
mar las expresiones para una correcta consideración científica. Precisamente, la doctrina de la socie-
dad tiene la tarea de investigar las leyes que preceden a la formación de esta realidad social, que no
pueden considerarse como idénticas con aquellas de la voluntad individual o estatal», Maurizio
Fioravanti, Giuristi e constituzione politica nell’ottocento tedesco, Milano, Giuffrè, 1979, p. 170.

392
dilemas de la representación política en el liberalismo alemán: robert von mohl

se refiere, encuentran su espacio de controversia en el problema de la representa-


ción política. Este fenómeno tiene lugar en un contexto en el cual el liberalismo
alemán, por una parte, intenta impugnar la democracia concretizada esencial-
mente en el sufragio universal, por entender esta fórmula, en el caso de Mohl,
como una forma de gobierno cercana al comunismo,54 y por otra parte, se intenta
pensar una reforma del Estado que le proporcione más importancia y poder po-
lítico tanto a la asamblea como a la asunción por parte del Estado de conflictivi-
dades sociales que no pueden alcanzar una solución de manera autónoma. En el
caso particular de Mohl esta conflictividad se encontrará tematizada en (a) la
cuestión social y el reclamo por los derechos de los trabajadores y (b) la crítica de
la burocracia entendida como un poder autónomo al interior del Estado.
Como fue señalado, Mohl lee el dilema constitucional en términos absolutos: el
binomio entre poder monárquico y poder de la asamblea no puede conducir sino
a la corrupción de dicho nexo o al gobierno parlamentario. Es evidente que la
dinámica de la monarquía constitucional recuerda una suerte de concepto de
soberanía mixta, puesto que la representación de la asamblea ostenta un derecho
de queja y de cooperación frente al poder del monarca.55 La ausencia de consenso
entre ambos poderes podría conducir, o bien a una parálisis del poder del Estado,
o bien a una determinación unilateral por parte del monarca, lo cual provocaría
una suerte de anulación del poder de veto de la asamblea. La corrupción consiste
básicamente en la neutralización del poder de la asamblea, lo cual implica una
ostensible aniquilación de la representación del pueblo que se encuentra impli-
cada en ella. La opción parlamentaria, por su parte, implica la búsqueda de acuer-
dos entre el parlamento (de composición prima facie bipartidaria) y los ministros
de gobierno, los cuales han de proceder de la mayoría del parlamento, sin que
esto implique una quita de poder al príncipe. Como señala Mohl:

…se requiere que el príncipe considere como una necesidad política dirigir la administración con-
forme a la mayoría correspondiente de la cámara parlamentaria y, según esto, que no sólo elija sus
consejeros oficiales sinceramente y sin reservas, sino que gobierne y deje gobernar según sus opinio-
nes […] No se le impone ningún servidor determinado o concreto; pero él no podrá elegir, sin des-
ordenar y paralizar la administración entera, a ninguno que estuviera en contradicción con la orien-
tación política necesaria en ese momento.56

54. Idem, p. 388.


55. Idem, p. 394.
56. Idem, p. 401. Mohl agrega: «El Estado no debe ser dirigido según el punto de vista personal del
príncipe, sino según el programa del partido político que se encuentra en la mayoría; y puede y tiene
que suceder que el gobernante dé su aprobación formal a medidas que personalmente no le gustan»,
idem, pp. 403-404. Boldt lee críticamente el tránsito de la cifra constitucional al parlamentarismo
como una «ultima ratio contra la democratización del Estado». Cf. Hans Boldt, Deutsche Staatslehre
im Vormärz, op. cit., p. 259.

393
damián rosanovich

Para Mohl aquí se encuentra la clave de la superación del dualismo: la elección


de los ministros de gobierno no constituye el resultado de una prerrogativa ex-
clusiva del príncipe, sino de un acuerdo con la mayoría del parlamento, lo cual,
por una parte, no neutraliza la negociación intraparlamentaria, ni tampoco el
vínculo entre el gobierno y la Cámara. Por otra parte, esta medida contribuye a
impugnar la burocratización del funcionariado del Estado dependiente del go-
bierno –denunciada por Mohl ya en 1846–, sea por una obediencia automática a
los intereses del príncipe (frente al Estado), sea por la persecución de sus propios
intereses guiados por el deseo de progresar en la carrera del Estado.57
Para Mohl la monarquía constitucional es teórica e históricamente objetable,
puesto que ha dejado descontentos tanto a los republicanos como a la aristocra-
cia que vio perder sus privilegios con el ordenamiento posterior a 1815, sin
poder entender que «El Estado moderno se ha constituido en el heredero de
estos derechos».58 Empero, la experiencia del 48 no habría sido particularmente
aleccionadora para los alemanes, puesto que luego de los acontecimientos revo-
lucionarios el poder monárquico no habría sido reformado. Los textos de los
últimos veinte años de su vida intentarán subrayar la importancia de favorecer
una transición del dualismo constitucional a la monarquía parlamentaria, tanto
para superar las contradicciones internas del sistema impugnado como para
evitar el fomento de los ideales revolucionarios. Es por ello que Mohl sostuvo
también que el gobierno debía tener una estrecha relación con los partidos del
Parlamento, rechazando la idea de instancia neutral que debía situarse por en-
cima de los partidos.59
El texto que aquí presentamos fue publicado en 1860, y propone llevar a cabo
un abordaje histórico-conceptual del concepto de representación política. Si bien
por momentos Mohl utiliza de manera indistinta diferentes términos para refe-
rirse al fenómeno analizado, subraya en reiteradas ocasiones la importancia de
distinguir entre la representación en el derecho privado de la representación es-
trictamente política. Asimismo, precisa la especificidad de la noción estudiada en
el marco del Estado moderno, a diferencia de órdenes políticos premodernos en
los cuales puede hablarse de representación política, pero en un sentido muy
diverso. Si bien es cierto que el presente análisis se mueve en el horizonte de la
eventual superación del citado dualismo, creemos que vale la pena leer crítica-

57. Cf. Robert von Mohl, «Über Büreaukratie», op. cit.


58. Robert von Mohl, «Das Repräsentativsystem, seine Mängel und die Heilmittel», op. cit., p. 374.
59. Mohl afirma: «Un gobierno por encima de todos los partidos es un ideal utópico que fácilmente
se convierte en una mera facción y corre el peligro de ser odiado y atacado por todas partes como un
egoísmo dinástico o como la dominación monótona de los funcionarios», en Robert von Mohl, En-
cyclopädie der Staatswissenschaften, op. cit., p. 153.

394
dilemas de la representación política en el liberalismo alemán: robert von mohl

mente hoy el artículo en cuestión en virtud de su pertinencia para la reflexión en


torno a la representación política y su relación con el Estado, tanto en su con-
texto como en el nuestro.
Por último, es posible acordar con Schmitt,60 quien ha afirmado que la doctrina
parlamentarista de Mohl habría sido derrotada frente a Bismarck, quien habría
de prolongar la primacía del elemento monárquico. No obstante, luego de refor-
mas y revoluciones que se han sucedido desde estos escritos hasta el presente sin
alcanzar a conformar a los actores que participaron de ellas, se hace necesario
recuperar las lecturas de quienes transitaron los caminos del pensamiento estatal
desde la perspectiva del análisis de sus categorías fundamentales.

conicet
Universidad de Buenos Aires

60. Carl Schmitt, Verfassungslehre, op. cit., p. 314.

395
El concepto Robert von Mohl

de representación
en relación con la totalidad del mundo estatal1

I. Determinación conceptual

En todos los tiempos y en los diferentes grados de civilización de los pueblos ha


habido comunidades en las cuales la decisión acerca de los asuntos generales es-
tuvo a cargo de la totalidad de los ciudadanos libres reunidos. De igual modo, no
han existido infrecuentemente Estados en los cuales la conducción de los asuntos
públicos correspondiera a un pequeño número de hombres por derecho propio,
fundado en un mandato divino, en una conquista o en la posición social. Sin
embargo, existe en la actualidad la idea nueva de conceder el derecho a una mi-
noría, en nombre y por mandato de la totalidad, por una parte, en lo relativo a la
adquisición del derecho, por otra, para su compromiso de ocuparse de los asun-
tos públicos.
Indudablemente, en la puesta en práctica muy difundida que ha encontrado
esta idea existe una necesidad científica de investigar su núcleo desde el punto de
partida del derecho, de la eticidad y su finalidad. Puede ser llamativo que sólo
muy raramente se haya llegado a penetrar con profundidad en el objeto. Se
afirma que el uso frecuente e inobjetable de la representación [Stellvertretung]2

1. Trabajo publicado en von Mohl, Robert, Staatsrecht, Völkerrecht und Politik, t. I, Tübingen, Ver-
lag der Laupp’schen Buchhandlung, 1860, pp. 3-32.
2. [Como es usual en la lengua alemana, Mohl utiliza los términos Vertretung, Stellvertretung y Re-
präsentation para referirse a lo que en español llamamos representación. Si bien hoy en día las prime-
ras dos voces suelen utilizarse para dar cuenta de la representación en el ámbito privado, y la última
se reserva para el ámbito público, es posible afirmar que dicha distinción no se encontraba consoli-

Deus Mortalis, nº 12, 2018, pp. 397-426


robert von mohl

en los sucesos de la vida civil es el fundamento en virtud del cual se contempla


una relación similar en los asuntos del Estado como si fuera, de igual modo,
comprendida de suyo: esto sería, como mínimo, una conclusión precipitada. En
sí mismo, podría ser posible que en el derecho privado una relación pudiera
mostrarse como justificada y necesaria, contra cuyo uso en la vida del Estado
pudieran ser formuladas objeciones válidas. Así, la cuestión debe investigarse
cuidadosamente, en todo caso, en relación con los asuntos del Estado.
Las apreciaciones de los pocos que se han ocupado de la justificación interna
de la representación [Stellvertretung] en el Estado han estado divididas. Mien-
tras que un hombre importante en el estudio de la representación ha visto una
profunda falta de eticidad y una decadencia de la convicción ciudadana, otro ha
percibido en la misma institución el cumplimiento necesario de los deberes. Es
conocido el ataque vehemente de Jean-Jacques Rousseau a la representación
[Vetretung]:

Desde el instante en que el servicio público deja de ser el principal interés de los ciudadanos y que
prefieren servir con su bolsa antes que su persona, el Estado se encuentra ya cerca de su ruina. ¿Hay
que ir a la guerra? Pagan tropas y se quedan en casa. ¿Hay que ir al Consejo? Nombran diputados y
se quedan en casa. A fuerza de pereza y de dinero, acaban por tener soldados para sojuzgar la patria
y representantes para venderla […] La soberanía no puede ser representada, por la misma razón por
la cual no puede ser enajenada; consiste esencialmente en la voluntad general, y la voluntad no se
representa; es la misma o es otra; no hay término medio. Los diputados del pueblo no son, pues, ni
pueden ser sus representantes, no son más que sus mandatarios; no pueden concluir nada definitiva-
mente. Toda ley no ratificada por el pueblo en persona es nula; no es una ley.3

Por el contrario, en su Historia del gobierno representativo,4 Guizot expresa de


modo ingenioso y contundente que la representación, en efecto, jurídicamente
no puede basarse en la autonomía innata y en la independencia de cada ser hu-
mano particular. La aceptación de esta libertad e igualdad entre todos conduci-
ría, o bien, con Rousseau, a la imposibilidad legal e incluso ética, de comisionar
a un representante [Stellevertreter] para la expresión de la voluntad y la autoli-
mitación de la libertad, lo cual trascendería incluso las conclusiones extraídas

dada en la primera mitad del siglo XIX. En este texto, mientras que los dos primeros términos son
utilizados para referirse al ámbito privado o al público, la voz Repräsentation es reservada para el
ámbito público. Con todo, consciente de la cuestión, en reiterados pasajes del texto Mohl hace refe-
rencia a la importancia de distinguir entre ambos ámbitos. Dado que es el tema preciso del artículo,
ponemos los citados términos entre corchetes cuando sea oportuno].
3. Jean-Jacques Rousseau [«Du contrat social», en Oeuvres complètes, editadas por Bernard Gagne-
bin y Marcel Raymond, Paris, Gallimard, 1964, t. III, L. III, cap. XV, pp. 428-430. La traducción es
nuestra].
4. François Guizot, Histoire des origenes de gouvernement répresentativ en Europe, Bruxelles, So-
cietè typographique belge, 1851, t. II, «Lección 10», pp. 95 y ss.

398
el concepto de representación en relación con la totalidad del mundo estatal

por el mismo Rousseau y haría imposible todo tipo de orden de la sociedad civil
y del Estado. O bien, sólo a través de un conjunto de inconsecuencias podría ser
defendido el nombramiento de un representante [Stellvertreter] para el ejercicio
de la voluntad de otros, donde uno sólo podría tener nuevamente la elección
entre dos fundamentos igualmente malos, a saber, entre una dependencia incon-
dicional y casi esclava del representante, quien solamente tendría que llevar a
cabo los mandatos conferidos a él por sus representados particulares; o respecto
de un dominio absoluto del diputado, derogatorio de toda autonomía y libertad
del pueblo. La propia doctrina de Guizot expresa que no es la voluntad humana
sino que son las altas leyes de la razón, de la justicia y de la eticidad las que están
autorizadas a constituir el derecho, y que los elementos de la razón, diseminados
entre los hombres y desigualmente distribuidos, deben ser reunidos y realizados
en el poder público. Pero aquí, entonces, el mejor medio para esto sería una
elección de los representantes por parte de la multitud del pueblo reunida.
Por respeto a estos pensadores podemos permitirnos oponer algunas conside-
raciones para ambas doctrinas. La condena de Rousseau de la representación del
pueblo se refiere, teóricamente, a una reconocida comprensión (extendida y
errada) de la soberanía y de su relación con el pueblo; prácticamente, remite a
una presuposición espacial y económicamente muy restringida a relaciones que
no tienen lugar en la mayoría de los Estados modernos. Pero el testimonio de
Guizot acerca de la necesidad de una representación no es superficial sino que
compromete otras objeciones decisivas. Según los conceptos filosófico-jurídicos
de la infinita mayoría de los pensadores, es una afirmación errónea decir que la
voluntad humana (bien expresada exteriormente) no puede ejercer ningún dere-
cho. Por tanto, existe una idea flamante pero poco clara según la cual, hasta
donde sabemos, los fragmentos dispersos en una masa desigual deben ser unidos
por la razón para la generación de las leyes inviolables. Por último, existe un gran
salto de dicha necesidad de unión al hecho de la auténtica reunión por medio de
una elección de hombres particulares del pueblo. ¿Dónde hay algún tipo de se-
guridad de que precisamente estos elegidos han de ser los portadores de los
fragmentos de racionalidad?
Afortunadamente, es posible emprender un camino distinto para la fundamen-
tación del sistema representativo. No sólo es posible sino incluso muy conve-
niente responder a la pregunta de qué es la representación y cómo se relaciona en
absoluto este concepto con las instituciones humanas, algo mucho más fácil de
comprender, inmediatamente a partir de la vida.
Sin preocuparse por las contradicciones, dos hechos pueden ser aceptados no
sólo como correctos, sino también como pertenecientes a relaciones y modifica-
ciones diferentes. En primer lugar, muy frecuentemente ocurre que un hombre

399
robert von mohl

no puede esperar por sí mismo la satisfacción de un derecho o de un interés, y


por ello debe estar contento cuando otro asume una carga de manera prudente
y honrada. En segundo lugar, para un mayor número de hombres, poseedores de
un derecho o interés común, es una tarea difícil defender por sí mismos de ma-
nera eficaz la conservación y el ejercicio de sus derechos frente a un tercero. Pues
éstos han de permanecer aislados en semejante situación, de modo que en esta
fragmentación no sólo tendrán un pequeño poder, sino que también ha de ser
altamente probable que ellos, bajo el influjo de diversas opiniones, contraríen y
obstaculicen mutuamente sus propios fines. Una reunión de todos en una asam-
blea social es algo dificultoso, altamente molesto e inquietante, particularmente
con ocasión de una gran masa de participantes, e incluso imposible frente a la
existencia de una distancia espacial significativa entre todos. Ambos hechos
constituyen ahora la causa de que en una multitud incontable de casos de la vida
civil cotidiana, representaciones de derechos e intereses por medio de alguien
diferente a sus mismos propietarios, y particularmente a través de un número
más pequeño, se encuentren en lugar de numerosos representantes. Cada tutor
o administrador y cada comisión de acreedores o accionarios es una prueba de la
posibilidad jurídica y de la necesidad fáctica de una representación [Stellvertre-
tung]. Ningún derecho civil puede omitir el reconocimiento de la existencia de
curadores, mandatarios, etc., ni la determinación de las relaciones jurídicas a
través de ellos mismos.
Pero en lo relativo a intereses y derechos públicos, los cuales están en posesión
de muchos, ¿podría tener lugar también una medida semejante? La más frecuente
incapacidad personal para una propia actuación y la gran incomodidad de la
reivindicación social por parte de muchos son hechos que convergen. De aquí se
sigue que, cuando los derechos no se extinguen o al menos no deben ser inefica-
ces, es necesaria una solución. Pero ahora tampoco puede afirmarse que una re-
presentación de las incapacidades personales o de la numerosa multitud sea el
único medio posible para la conservación del derecho, esto sería así innegable-
mente un medio de información útil en sí. La cuestión es: en la esencia del dere-
cho público del ciudadano, esto es, en una pretensión sobre algún tipo de in-
fluencia estatal, ¿está fundamentada una recusación o al menos una disuasión
[Abmahnung] por parte de la representación? Porque aquí no existe ningún
fundamento para tal afirmación. Desde el punto de vista jurídico, respecto de la
potestad universal, correspondiente a un número más grande de personas, la
cuestión no tiene la menor decencia [Anstand]. Respecto de una participación tan
extendida, tal como aparece en los derechos civiles universales o también en las
facultades de las clases particulares, no es posible hablar de atributos personales
como condiciones para el ejercicio. Pero tales atributos, los cuales deben estar

400
el concepto de representación en relación con la totalidad del mundo estatal

presentes de algún modo en los numerosos pactantes originarios,5 pueden encon-


trarse también en los representantes. Es acertado que un privilegio puramente
personal no pueda ser ejercido por medio de otros, justamente porque sólo ha
sido dado a esa persona. La autorización para la representación de un derecho,
que también corresponde de suyo a quien ha de hacerse cargo de él, no puede ser
impugnada. También el lugar de quien se halla obligado a actuar por la autoriza-
ción, es decir, del jefe de Estado en la monarquía y de los súbditos particulares
en la democracia, legalmente no puede ser alterado o deshonrado de manera al-
guna, cuando el cumplimiento de su tarea no es exigido de manera inmediata por
los pactantes, sino por parte de un mandatario, y no por todos los pactantes
particulares, y jamás por pocos representantes, es decir, cuando la práctica de
acciones comunitarias se efectúa por parte de estos últimos. Éste sólo puede
exigir no ser superado por la masa concreta de su obligación, y que él realmente
sea liberado por medio de la obra realizada en la persona que la recibe. No obs-
tante, de más está decir, el representante no puede reclamar algo que vaya más
allá de su representado o de su pupilo [Mündel]; y la eficacia de la tarea de un
representante comisionado legalmente es absolutamente suficiente para el cum-
plimiento de la obligación. Sin embargo, a causa de dos razones es infundada la
objeción según la cual de un representante sólo emanaría un voto que actuaría en
una dirección, aun cuando, en rigor, con toda probabilidad, las opiniones y fines
más diferentes de la multitud estarían presentes en él, y, por tanto, una válida
dirección [Geschäftsführung] de lo uno para la multitud no podría tener lugar.
En primer lugar, con seguridad la totalidad de los representados puede prescindir
de cada voluntad particular en favor del representante común y con anticipación
pueden declararse incondicionalmente de acuerdo con sus acciones. Esto es algo
que sucede con frecuencia, como es sabido, en la vida privada. Pero esto también
puede ocurrir en el derecho público sin reparo alguno. Por consiguiente, se trata,
en lo esencial, de la idea de salvaguardar y dejar ejercer derechos constitucionales
de los ciudadanos particulares, comparativamente, por medio de pocas personas;
no a partir de satisfacer la validez de cada opinión subjetiva (lo cual, de ningún
modo sería posible, aun cuando los particulares se reunieran en una asamblea),
sino más bien a partir de la producción del derecho objetivo. Pero a tal efecto, se
encuentra autorizado un representante elegido correctamente, y con la obtención
de esta finalidad se satisface la exigencia del derecho. A Jean-Jacques Rousseau
perteneció la extravagancia totalmente errónea de encontrar una imposibilidad
ética en la representación del derecho estatal. La transferencia de una acción a

5. [El término remite a la capacidad que, a través de la representación, los particulares le conceden al
representante, sin referirse necesariamente a la teoría del pacto social del contractualismo].

401
robert von mohl

otro sólo puede ser deshonesta en dos casos: cuando esto acontece a partir de un
móvil en y por sí despreciable o cuando, previsiblemente, por medio de esto un
fin útil es obstaculizado o puesto en peligro. Ninguno de estos casos se da aquí.
Los fundamentos de la transferencia del derecho público al representante de
ninguna manera constituyen, necesariamente, un acto de cobardía y comodidad,
tal como Rousseau supone, y su éxito no debe ser entendido como traición a la
patria. Por el contrario, la demanda de representantes en la mayoría de los casos
es una necesidad, de otro modo el derecho mismo sería ineficaz, y la experiencia
nos enseña que los representantes prestan grandes servicios. Cuando también, en
cierto modo, en casos particulares la administración del derecho público fuera
posible a través de la totalidad de los hombres competentes, siempre podríamos
preguntarnos si acaso esa tarea no sería incompatible con la obtención de fines
esenciales de la vida (v. g. que exigen demasiado tiempo). Si esta cuestión fuera
respondida afirmativamente, el cuidado propio del derecho debería ser conside-
rado como irracional y consecuentemente deshonesto. Por último, aquello que
concierne a la finalidad de la representación depende demasiado de los órganos
en particular como para que esto pueda resolverse de manera absoluta en un
juicio normativo. En todo caso, sólo cuando exista una elección entre una impo-
sibilidad plena de un ejercicio del derecho propio e inmediato y de transferencia
de éstos a un representante particular, no podrá haber duda alguna acerca de la
finalidad de la última medida. Como ya ha sido señalado, dicha imposibilidad no
es algo que sea infrecuente. La cuestión no puede consistir en discutir las even-
tuales desventajas de la transferencia de derechos en oposición a su ejercicio de
in abstracto; sino que más bien se trata sólo de tipificar tales medios en particular,
asegurar cuáles ventajas son apropiadas y qué inconvenientes han de evitarse.
Sería oportuno notar que el tipo de derecho y de interés no marcan ninguna di-
ferencia en la conveniencia de una representación. En efecto, de una u otra ma-
nera, en sí misma será siempre posible una representación [Stellvertretung] si las
competencias y los derechos en cuestión pueden influir inmediata o sólo media-
tamente sobre la decisión de un asunto estatal; si éstas pueden consistir en la
participación en una acción, en su control o en una acción independiente; si se
trata de una decisión [Beschluss] o sólo de un consejo o de un pedido; o si final-
mente, el pueblo en su totalidad o sólo esta o aquella parte de él tenga un derecho
semejante. Con esto también es defendible la aplicación de la idea de representa-
ción [Vertretung] al derecho público en general, discusión que ahora es posible
tratar con más proximidad.
Sin embargo, ante todo, a tal efecto es necesario determinar con precisión el
concepto de representación [Repräsentation]. Los diferentes usos concretos de la
noción de representación [Vertretung] no infrecuentemente han dado como re-

402
el concepto de representación en relación con la totalidad del mundo estatal

sultado teorías particulares demasiado estrechas, incorrectas, e incluso falsas


determinaciones. Pero esto es así porque esta idea es tomada en su gran aplicabi-
lidad y sin tener frente a los ojos un fin preconcebido, de lo cual se sigue que la
representación [Repräsentation] o sustitución [Vertretung] en sentido estatal se-
ría el mismo fenómeno. Es posible referirse ahora a la influencia sobre los asun-
tos del Estado correspondiente a una parte o a la totalidad de los súbditos a
través de un número más pequeño de los representados, en cuyo nombre y vin-
culantemente ha de actuarse.
Las siguientes consideraciones justifican las características particulares de este
proceso: intencionalmente se utiliza el término influencia [Einfluss] sobre los
asuntos del Estado, y no «parte» en éstos, o algo semejante. No obstante, es con-
cebible que, de acuerdo con las determinaciones de un orden estatal concreto, a
los súbditos también les corresponda una participación oficial en ciertos actos de
soberanía, de modo que éstos aparezcan necesariamente como co-actores y en-
tonces ocupen una posición igual a la de su representante. Pero un derecho que
vaya tan lejos no es en modo alguno imprescindible e indispensable para la obten-
ción de consecuencias útiles, y de ninguna manera siempre está disponible un
derecho de esta naturaleza en los sistemas representativos. Con seguridad, más
bien puede imaginarse algo razonable según las circunstancias, alcanzar una pro-
tección deseada o una ventaja a través de una influencia alejada de los ciudadanos
y menos coactiva (por ejemplo, a través de consejos, presentaciones y protestas).
Con todo, según la acción que tenga lugar, puede aparecer un control como el
medio adecuado para la conservación de una determinación jurídica. De cualquier
manera, en todos estos casos es posible la representación [Repräsentation] y por
tanto debe ser usado en adelante el concepto y la palabra según corresponda.
Así, con premeditación nos hemos referido en general a los «asuntos del Es-
tado» como objeto de la influencia de los súbditos sin detallar géneros determi-
nados particulares de éstos. De todos modos, la experiencia y la reflexión pueden
señalar que una influencia de los súbditos en ciertos tipos de asuntos públicos
preferentemente es acertada, puesto que justamente se trata de lo que ha sido más
fácilmente desconocido o postergado en su derecho o interés, como por ejemplo
la legislación, la medición de las cargas del Estado o la determinación de tareas
públicas. Pero de aquí no se sigue que no puedan realizarse otras acciones y tareas
ulteriores del poder del Estado en el ámbito de la influencia de los súbditos, o que
sean dejadas sin consideración las ya mencionadas. En efecto, en muchos Estados
han sido incorporadas numerosas cuestiones ulteriores, mientras que en otros
una influencia determinada sobre alguno de los fenómenos mencionados ante-
riormente fue interpretada como superflua o inadmisible. En particular, es posi-
ble afirmar que es esencialmente erróneo poner el fin último de la representación

403
robert von mohl

[Repräsentation] en la participación en la legislación y afirmar de manera conclu-


yente que un hombre libre sólo podría obedecer a aquellas leyes con las cuales
hubiera consentido mediata o inmediatamente. Al margen de esta última tesis
absolutamente arbitraria, no puede reconocerse ningún fundamento en virtud del
cual el pueblo deba ejercer una influencia en la legislación y por qué deba corres-
ponder también una influencia semejante en su representación. Claramente po-
dría pensarse que por medio de otro ordenamiento se procurara el cuidado y la
justicia de las leyes, o que una confianza (es indiferente ahora si es o no justifi-
cada) en el jefe de Estado o en otro legislador hiciera ver cada control ulterior
como superfluo. Sin embargo, existe una influencia de los súbditos en otras rela-
ciones y a tal efecto existe una representación [Repräsentation]. Se recuerdan sólo
algunas asambleas de estamentos medievales, a las cuales no correspondía en las
leyes ordinarias ninguna participación. Una equiparación de la representación
con el poder legislativo es, por una parte, una injustificada reducción del con-
cepto, y por otra, un presupuesto no evidenciado.
Si ha sido aceptado lo expuesto, a saber, que la influencia expresada por la re-
presentación [Repräsentation] podría corresponder a la «totalidad o a una parte»
de los ciudadanos [Staatsbürger], así se encontrará justificada una limitación
posible tanto por medio de la teoría como a través de lo heterogéneo de la expe-
riencia. En relación con el derecho, hay que mencionar que no es de ninguna
manera inconcebible que sólo una parte del pueblo participe de un control o de
otra medida de protección. Así, por ejemplo, esto puede darse donde una parte
se componga de estamentos, donde se trate de los derechos de determinadas
clases poseedoras, donde estén aseguradas determinadas preferencias para los
habitantes de una parte del territorio nacional, etc. De manera más ostensible se
da esto en relación con intereses, los cuales se diferencian mucho entre sí, de
manera evidente y en todas partes, según las diferentes clases de la sociedad,
geografías, aun según el linaje; y donde incluso regularmente no se trate de una
comprensión de la totalidad de la población como una extensión uniforme. Pero
en todos estos casos puede existir con seguridad una representación [Repräsen-
tation] de los involucrados en los asuntos dependientes del Estado. Incluso se ha
defendido la tesis –de la cual nos ocuparemos extensamente más adelante– según
la cual el modo más apropiado de composición de cada representación popular
[Volksvertretung] sería a partir de representantes [Repräsentanten] de los dife-
rentes sectores sociales, los cuales también habitualmente actuarían solamente
respecto de estas partes específicas. Conceptualmente, la representación [Reprä-
sentation] no puede interpretarse meramente como una sustitución [Stellvertre-
tung] de la totalidad. Y aún menos es posible hacer esto si se observa la experien-
cia. Comparativamente, la representación [Vertretung] de la totalidad del pueblo

404
el concepto de representación en relación con la totalidad del mundo estatal

constituye un nuevo ordenamiento, al menos en la mayoría de los Estados. En


general, durante siglos sólo estamentos particulares han sido representados, los
cuales han poseído suficiente poder para promover sus derechos e intereses.
Como ahora también se observa esta condición desde la perspectiva histórica del
derecho y de la finalidad, es preciso destacar el hecho de que esta representación
[Vertretung] limitada es puesta en tela de juicio, y esto tampoco puede ser omi-
tido en la tarea de precisar el concepto.
La determinación de que el representante [Vertreter] proceda del medio de los
«representados» puede no ser directamente convincente. No obstante, donde no
exista la necesidad imperiosa, este criterio puede alcanzar para demostrar sufi-
cientemente su conveniencia. El hecho de que el reducido número determinado
para la representación [Vertretung] deba tomarse del número de ciudadanos
[Staatsangehörigen] se sobreentiende por sí mismo, puesto que los pactantes no
pueden estar asignados orgánicamente al Estado con el encargo de los asuntos del
Estado, pero después de todo sería posible que el representante [Vertreter] de un
derecho o de un interés no estuviera representado personalmente en aquellos
asuntos que han de ser gestionados por él. Tampoco uno querría ni podría remi-
tirse a las determinaciones del derecho civil, según las cuales los mandatarios
necesitan no estar implicados en absoluto en las cuestiones que han de ser repre-
sentadas por ellos mismos. Uno más bien se aferra al punto de vista conforme al
cual los representantes [Repräsentanten] reciben sus tareas [Auftrag] relativas a
asuntos estatales por medio de la ley, si bien esto se da bajo la colaboración faci-
litadora de personas privadas. Así, no habría aquí ningún fundamento jurídico
concluyente para detectar una vinculación personal. Asimismo, una competencia
podría estar transferida en y por sí respecto del propósito de un asunto con el fin
de cumplir con una obligación, o sea, de una autorización específica. Sin em-
bargo, existen causas [Veranlassungen] ulteriores para el establecimiento de la
exigencia de una participación personal de los representantes [Repräsentanten].
En relación con las acciones públicas en juego, ante todo se necesita de un cono-
cimiento más preciso de las circunstancias y deseos, así como de un empeño
sincero y persistente por el bien público de los representados. Ambas condicio-
nes pueden ser racionalmente presupuestas en aquellos cuyos propios asuntos
deben ser ordenados, particularmente si los implicados o los mejores hombres
procedentes de éstos no son exhortados enteramente al azar a la actividad de
protección, sino que son escogidos. Con todo, en lo relativo a los extranjeros, ha
de tratarse de una misma aptitud, pero aun cuando no sea inconcebible, es psico-
lógicamente menos factible. Y dado que en ningún caso se niega a los convocados
a la representación [Vertretung] que se valgan del consejo de aquel en cuyo co-
nocimiento y empeño han puesto su confianza, aunque ellos sean ajenos a la

405
robert von mohl

cuestión en lo personal, es una simple demanda de la razón el hecho de tomar a


los representantes [Vertreter] sólo del medio de los mismos representados. Úni-
camente determinadas clases [Klassen] están habilitadas [berechtigt] para una
representación, la cual debe constar solamente de camaradas. Por el contrario, en
una representación [Vertretung] de la totalidad del pueblo es suficiente por regla
general con ser ciudadano [Staatsbürger]; y en particular los distritos electorales
no pueden estar ligados a los habitantes de la localidad, puesto que estas distri-
buciones del territorio sólo están determinadas para la facilitación y repartición
homogénea de los nombramientos, y no para la promoción de un mosaico de
intereses y celebridades locales.
Muy deliberadamente ha ocurrido que, cuando en la determinación conceptual
no se señaló expresamente la denominación de representantes [Repräsentanten]
como una «elección», fue dejado un margen de acción completamente libre para
el tipo de su acentuación de la multitud de los representados. El concepto de re-
presentación [Repräsentation] de ninguna manera presupone determinaciones
imperativas acerca de la designación de sus miembros particulares. Más bien fa-
cilita percibir de cerca las relaciones del género particular de representación
[Vertretung]. La representación natural [natürliche Vertretung] de los diferentes
círculos de la población puede ser muy diferente. Pues una elección no ha de ser
entendida como una condición necesaria para la utilidad y la autorización, sino
tan sólo como uno de los medios aplicables. Existe todavía una gran cantidad de
otras posibilidades de designar a los representantes [Vertreter] (muchas de ellas
incluso apoyan los privilegios), las cuales están exactamente en la misma condi-
ción que en la designación por medio de una elección. Si, por ejemplo, una aso-
ciación o corporación autorizada ya posee órganos apropiados para su represen-
tación a través de su ordenamiento habitual, no habrá fundamento alguno para
que los mismos ordenamientos no pudieran también ejercer la influencia corres-
pondiente de la asociación en los asuntos del Estado. Además, con seguridad es
posible que los titulares de determinados cargos con funciones en asuntos estata-
les (que deben ser representados) sean debidamente de confianza y al mismo
tiempo, según su posición, suficientemente imparciales e independientes, a fin de
aparecer como los representantes [Vertreter] naturales o al menos como muy
útiles. Incluso un nombramiento por medio del jefe de Estado probablemente
podría crear representantes [Repräsentanten] que deberían ser reconocidos como
calificados según sus atributos intelectuales y éticos (aunque, en general y como
regla, este tipo de designación no es recomendable, ya que aquellos que son de-
signados con ligereza por el gobierno han de carecer de imparcialidad e indepen-
dencia). Por último, en los fundamentos a favor y en contra de un derecho here-
ditario para la representación es preciso tener en cuenta los riesgos, contemplando,

406
el concepto de representación en relación con la totalidad del mundo estatal

por una parte, la posibilidad de una autorización y participación mínima, y por


otra, la independencia de todo tipo de comitentes y de opiniones circunstancial-
mente influyentes. En una palabra, nada es más incorrecto que tomar la represen-
tación y la elección como fenómenos unidos indisociablemente, considerados
como los únicos destinos permitidos para cada uno de ellos. Pero incluso si la
elección fuera el medio más deseado y necesario entre las circunstancias dadas,
habría que tener en cuenta todavía la muy extendida opinión de que, en relación
con los derechos e intereses a representar, de alguna manera, cada representado
también debiera tomar parte necesariamente en la designación de los representan-
tes [Repräsentanten]. En otras palabras, el sufragio universal podría exigirse de
acuerdo con la naturaleza de la cuestión como un arreglo decisivo. Como ha sido
expuesto, la tarea de la representación radica en ejercer influencia sobre asuntos
específicos del Estado respecto de la conservación de determinados derechos o
intereses. Con todo, respecto de estos derechos e intereses cada representado (y
así ha de ser efectivamente) ha de obtener una ventaja para sí y para sus circuns-
tancias particulares. Ahora bien, lógicamente, la participación en la designación
de los representantes [Repräsentanten] de ningún modo tiene que ver con este
derecho; sino que, comprensiblemente, el peso principal debe estar puesto en que
quienes sean determinados a ser miembros de la representación sean apropiados
para los asuntos que se les han transferido. Si se los designa a través de una elec-
ción, la obtención de esta exigencia ha de depender, ante todo, del conocimiento
y de la voluntad pura de los electores. Pero no sólo no puede presuponerse sino
que, por el contrario, ha de ser improbable que estos atributos justamente estén
presentes en todos aquellos que estén implicados en los derechos a representarse,
los cuales deban extraer una utilidad de la eficacia de la representación [Repräsen-
tantion]. Ya que la mezcla de malos electores sería ostensiblemente un peligro
para el resultado de la elección, en cada género particular de elecciones es cues-
tionable cuán lejos se encuentre difundida la aparente idoneidad para elegir entre
los representados, respecto de los derechos a defender. Una apariencia general
puede estar presente en pequeñas corporaciones electorales, particularmente
cuando la existencia de ciertos atributos constituye ya una condición para la
aceptación en la corporación; y entonces un sufragio universal ha de ser también
una exigencia justa. Pero dicha presunción es imprudente en la totalidad de los
ciudadanos, y por esto debe enfrentarse definitivamente la pretensión de un su-
fragio universal ilimitado. La gran tarea de la política radica, pues, en encontrar
las idoneidades aparentes que luego han de percibirse en el conjunto.
Sólo en la democracia representativa la cuestión funciona de otra manera. En
esta forma estatal tienen que gobernar los órganos representativos en lugar del
pueblo, que no está capacitado o dispuesto a reunirse en una asamblea demasiado

407
robert von mohl

numerosa. Pues aquí el miembro particular de la representación [Repräsentation]


no debe meramente intentar conseguir condiciones justas y prósperas para cier-
tas circunstancias, sino que tiene efectivamente que actuar en lugar de cierto
número de sus conciudadanos completamente legitimados en sí a cogobernar en
su derecho. Y no es más que justo y coherente que cada uno tome parte en la
elección de quien ha de actuar en su nombre. Si las consecuencias han de ser
ventajosas en este sufragio universal democrático, hay que verlo. Pero esto ha de
darse cuando existe la soberanía popular y en tanto ella deba existir no habrá
cuestiones abiertas a discusión. Con la adopción del derecho de gobierno tam-
bién se adoptan sus consecuencias.
Va de suyo que las acciones del ejercicio representativo son «obligatorias» para
la totalidad de los representados. De lo contrario, no tendría sentido ni utilidad
toda esta fundamentación, esto no merece mayor comentario. Sin embargo, hay
una cuestión importante vinculada con esto: los representados [Representierte],
¿deben tener la potestad de ejercer una influencia indirecta, más o menos coerci-
tiva [zwingend] sobre los modos de proceder de los representantes? Tampoco
aquí hay un criterio para decidir tanto sobre el derecho como sobre la finalidad,
puesto que no está presente una determinación pertinente en el concepto de re-
presentación [Repräsentation] en sí. Los fundamentos para conceder una influen-
cia se basan en la posibilidad de que los representantes, o bien omitan cumplir
con su deber conscientemente, o bien que a ellos les pueda faltar el conocimiento
justo de la situación y del deseo de aquellos que han de ser representados. Por el
contrario, contra una influencia obligatoria es válido (y con todo derecho) tener
en cuenta que, con respecto a las normativas vinculantes acerca de la acción y
omisión, tanto los consejos bajo los miembros de la representación como las ex-
plicaciones dadas para ellos por el gobierno, así como las eventuales refutaciones
serían totalmente inútiles e ineficaces. Asimismo, hay que considerar que posi-
blemente tales acciones (las cuales habrían de estar informadas imperfecta e in-
cluso injustamente acerca de la auténtica situación de las cosas) tendrían que de-
terminar dicho modo de proceder. De igual modo, se dictaría una sentencia antes
de la discusión. Por último, bajo mandatos esencialmente divergentes respecto de
grupos diferentes de representados, o bien no podrían ser tomadas decisiones en
absoluto, o bien, a fin de cuentas, debería actuarse contra la demanda de los mis-
mos representados. En general, el peso de los últimos fundamentos ha sido reco-
nocido como algo de tanta importancia que nuevas constituciones han introdu-
cido la prohibición de dar tareas obligatorias a los miembros de los organismos
representativos, los cuales más bien deberían tener que comportarse con toda
lealtad y conciencia, según el diagnóstico de las circunstancias. Pero si esto es así,
de aquí se siguen dos cosas. Por una parte, la prohibición de una influencia vin-

408
el concepto de representación en relación con la totalidad del mundo estatal

culante tampoco puede evadirse de una manera indirecta, por ejemplo, por medio
de una señal de desconfianza, un exhorto a dimitir en el cargo, entre otras; o del
lado de los representantes, a través de promesas vinculantes antes de la elección
o con ocasión de éstas. Por otra parte, cuando tengan lugar las representaciones
generales emanadas de las elecciones, deberán realizarse nuevas elecciones en es-
pacios de tiempo no demasiado grandes. Así, una patente contradicción entre la
opinión y el modo de actuar de representantes y representados encuentra una
solución a corto plazo, y antes de la entrada de un incurable malhumor contra la
completitud del orden estatal, por medio de la relación de un nuevo miembro
previsible que se comporte de manera más afín al elector.
Hasta aquí se encuentra detalladamente la discusión y justificación del con-
cepto existente de representación. Pero es preciso hacer otras dos consideracio-
nes ulteriores a fin de clarificar inequívocamente este asunto. En primer lugar, es
preciso llamar la atención sobre el hecho de que el concepto de representación
no puede meramente padecer una aplicación en los asuntos generales, esto es,
relacionados con la totalidad del Estado. En rigor, no hay nada más fácil que
usarlo como el mismo ordenamiento también respecto de los meros asuntos lo-
cales o por lo demás particulares. Esto puede ser indudable cuando una provincia
particular o incluso un distrito tuviera derechos e intereses especiales, cuya re-
presentación fuera gestionada por la autoridad pública local competente por
medio de una representación de la región participante. De igual modo, sería
plenamente posible una representación en la administración de los municipios
particulares si, o bien el número de habitantes fuera demasiado grande como para
ser convocados a una asamblea, o bien se quisiera ahorrar el esfuerzo y la pérdida
de tiempo de reuniones generales. Finalmente, puede pensarse en una represen-
tación de los involucrados frente al gobierno en géneros particulares de asuntos
públicos. Por ejemplo, podría darse el caso del representante del acreedor del
Estado frente al de la deuda pública del Estado. Con ocasión de una modifica-
ción en las relaciones fundamentales impositivas o en la supresión de las condi-
ciones de servidumbre podrían ser convocados provechosamente representantes
de los beneficiarios o de los obligados, quizás ambos. Bajo ciertas circunstancias
podrían estar presentes representantes de asociaciones eclesiásticas no mera-
mente al interior mismo de la asociación, sino también frente al gobierno, etc. En
todos estos casos, de manera ordenada y efectiva, se alcanzaría el fin de hacer
posible una influencia legal en los asuntos del Estado por parte de los represen-
tados, de lo cual no se sigue que aquí no esté presente un desarrollo significativo
de las relaciones estatales en esta dirección.
En segundo lugar, es necesario hacer una advertencia frente a una confusión de
la representación con algunos fenómenos más o menos similares, los cuales, con

409
robert von mohl

todo, tienen un significado diverso en el Estado. Éstos no solamente son posibles


sino que también son puestos en práctica habitualmente. Por una parte, se en-
cuentra el nombramiento de funcionarios particulares –presente en numerosos
Estados y muy apreciado en diferentes épocas–, a los cuales se les transfiere la
protección de los derechos del pueblo frente al poder público del gobierno. Así,
es posible nombrar a los éforos espartanos, los tribunos de la plebe en Roma
(convocados para la protección de la plebe contra el Senado patricio), o la justicia
mayor de Aragón, que tenía como tarea fiscalizar el Consejo Real y prevenir las
violaciones a los derechos regionales. Por último, con la modificación de una
fiscalización del poder privado legal, es posible mencionar a los antiguos defen-
sores de los súbditos en Austria o a los procuradores de esclavos ingleses en las
Indias Occidentales. Aquí no puede hablarse de representación alguna, sino de un
cargo oficial y de una tarea determinados por medio de la ley. No han sido pocos
los que fueron separados del total de los representados (dado que los últimos eran
demasiado numerosos) a los efectos de hacer uso de una influencia (correspon-
diente a ellos) sobre los asuntos del Estado; sino que se trataba de un ordena-
miento independiente, con todo, determinado para la defensa de derechos no por
medio de los participantes sino a través de una parte específica del organismo del
Estado. Se trataba de una custodia convocada para la observación y limitación de
un poder determinado, pero no extraída del conjunto de los sujetos vulnerables,
incluso dotados de derechos que no correspondían a estos mismos. Estos tribu-
nados constituyen una forma tan precaria de representación que, posiblemente,
en oposición a ellos, podrían existir otros órganos para el ejercicio de derechos
que no corresponderían a los últimos o no serían considerados oportunos para su
administración. De igual modo, tampoco puede hablarse de representación donde
un derecho de cogobierno consista en conspicuos participantes particulares del
Estado, como por ejemplo grandes barones, las cabezas más altas de la Iglesia, los
actuales nobles del estamento. Éstos no son representantes [Stellvertreter] de una
gran multitud para hacer valer su influencia correspondiente, sino para ejercer un
derecho correspondiente para ellos mismos. Incluso quizás ellos considerarían
como una gran afrenta ser incluidos en esta multitud o que se los considere como
encargados de sus asuntos. El Campo de Marte Franco, los Parlamentos de los
barones normandos o la Dieta Imperial de los reyes sajones no constituían asam-
bleas representativas sino reuniones [Zusammenkünfte] conformes al derecho
propio de quienes se presentaban y cogobernaban. Empero, es posible que tam-
bién los magnates que custodian y ejercen sus propios derechos exigieran algo al
gobierno para el interés general de los que se enriquecen [Gereichende]. Esto se
da en virtud de una conveniente comprensión del fin del Estado, por compasión
o por la propia ventaja bien entendida; pero de ninguna manera por la represen-

410
el concepto de representación en relación con la totalidad del mundo estatal

tación y el cargo asociado a ella. No obstante, sea por un resabio histórico, sea por
una nueva determinación a causa de razones políticas, cuando existen prerrogati-
vas de este tipo junto a las constituciones representativas de algunos Estados, e
incluso son introducidas en ellas y se vinculan a la totalidad del orden, no se ex-
pone en particular la esencia característica de esta autoprerrogativa y se desvanece
en una interpretación confusa. Pero ha de permanecer siempre en su singularidad
respecto de una incisiva interpretación política y jurídica. Finalmente, el concepto
de representación ha de estar ausente sólo allí donde tenga lugar un departamento
de asuntos públicos entre una comisión y la totalidad de los pactantes. Como
ejemplo de ello puede pensarse en el Senado veneciano, que ejercía el derecho que
no correspondía a la gran asamblea de nobles, lo cual no ocurría por su encargo,
sino como consecuencia de una posición alcanzada por ley. E incluso esto es así
donde una comisión más estrecha y una más amplia exista en municipios particu-
lares, donde cada uno ejerza su propio derecho. Ésta no convoca al representante
de manera autónoma sino por medio de la ley. En un órgano así, cada grupo tiene
su propio derecho, a través del cual, por tanto, actúa el órgano mismo. La prerro-
gativa más grande que corresponde al grupo menos numeroso no constituye la
transferencia de la multitud, sino una tarea asignada directamente a través de la
ley. Cuando, como ocurre naturalmente, las acciones de las pequeñas delegacio-
nes [Behörde] realizadas dentro de su competencia también obligan a las más
grandes, esto no es así por el hecho de que estas últimas hayan dado una orden,
sino porque ellas se hallan subordinadas en esta relación.

II. Historia

Es muy comprensible que, comparativamente, la representación aparezca tardía-


mente en la historia de las instituciones estatales, pero incluso así entendido ésta
conserva una importancia siempre creciente y ahora tiene un significado casi
mayor al de ningún otro momento de la vida del Estado. Como se desprende de
lo expuesto, a los efectos de hacer posible la representación es necesario tener en
cuenta dos cosas. En primer lugar, a un gran número de personas debe corres-
ponder una influencia determinada sobre los asuntos del Estado sin que esto
implique directamente un lugar en el gobierno. Pero, en segundo lugar, esta
multitud conformada para dicha influencia debe estar satisfecha con un mero
efecto ejecutivo por medio del representante, sea a causa de la imposibilidad
manifiesta de una aparición de la totalidad, sea porque ésta se deba más al éxito
que a su propia participación. Con todo, ha pasado mucho tiempo antes de que
ambas condiciones convergieran.

411
robert von mohl

Apenas merece ser señalado que en las teocracias y los despotismos asiáticos y
africanos no era, ni aún hoy es, posible hablar de un derecho de los súbditos a
tomar parte de los asuntos del Estado. Por el contrario, la otra condición faltaba
en los Estados de la Antigüedad clásica. En efecto, aquí existía una decisiva –por
no decir exclusiva– participación, ya de las clases aristocráticas, ya de la totalidad
de los ciudadanos. Pero ni los griegos ni los romanos concibieron un derecho
estatal ejercido solamente a través de un representante. Cada ciudadano estaba
tan inmediatamente vinculado al Estado, tomaba parte tan plenamente en la vida
pública, su concepto de libertad coincidía tanto con el de una participación en los
asuntos públicos, que no había lugar alguno para un intermediario. Al sugerirles
el hecho de dejar ejercer derechos políticos a través de unos pocos particulares
procedentes del propio medio, estos pueblos habrían divisado en esta propuesta
un derecho tan pequeño, que semejante ordenamiento habría sido más bien con-
cebido como una pérdida absoluta, la cual habría sido entendida como una burla
ignominiosa. Además existían en esos tiempos y en esos países sólo constitucio-
nes donde tampoco era impensable el ejercicio propio de los derechos correspon-
dientes (más allá de su alcance) de la multitud congregada.
Tampoco en el Medioevo alemán fue descubierta la representación y nada
puede ser más erróneo que atribuir esto a la condición de los alemanes todavía
en su patria o a las formas de los reinos originados en las provincias romanas
conquistadas. La conocida tesis de Montesquieu, según la cual el gobierno repre-
sentativo habría sido encontrado en los bosques alemanes, es incorrecta, así
como muchas de sus afirmaciones destellantes. En los bosques alemanes sólo
había asambleas generales de hombres libres reunidos, pero ningún tipo de reu-
nión de legisladores. Y de igual modo, en el Campo de Marte y en el Campo de
Mayo de Franconia existieron quizás asambleas de aristócratas profanos y espi-
rituales, así como existieron asambleas de los convocados a la exhibición general
de armas y al ejército aprobado por la declaración del rey y de sus vasallos, pero
nunca representantes. Las instituciones auténticamente germanas de los anglosa-
jones no conocieron en la Witenagemot6 ningún tipo de representante electo,
sino sólo particulares, y en sentido estricto, comparecientes [Erscheinende]. Aun
el orden feudal señala en su esencia nada más que la participación personal de
grandes barones, arzobispos y abades. Algo similar puede decirse de la dieta
imperial de los emperadores alemanes hasta la caída de los Hohenstaufen, de los
Parlamentos de los barones normandos luego de la conquista o los de los reyes

6. [La Witenagemot (traducido como concilium o synodum) era una institución del derecho anglosa-
jón de la Alta Edad Media. Constituía un consejo de sabios u hombres notables que tenían la función
de asesorar al rey].

412
el concepto de representación en relación con la totalidad del mundo estatal

franceses bajo los Capetos. Incluso en particular se observa la señalada aparición.


Cuando el poder feudal conformado en los territorios alemanes particulares in-
trodujo gradualmente asesoramientos de los más importantes miembros del or-
den feudal, ante todo, estaban presentes sólo los señores feudales particulares por
derecho propio. Recién cuando, aproximadamente en el siglo XIII, las ciudades
se abrieron paso a una importancia económica, y por medio de éstos, al poder
como corporaciones y a los derechos [Berechtigung] de los particulares cobró
vida la representación, y esto se dio casi simultáneamente de igual modo en todos
los reinos europeos. En ese entonces, pues, estaban presentes ambas condiciones:
una influencia que no podía rechazarse y la necesidad de las voluntades plena-
mente libres de hacer válida la nueva posición en la que se encontraban sólo por
medio de un representante. En primer lugar, con el significado cambiante del
estamento medio de los ciudadanos, pero luego también con el de los nacientes
habitantes libres de las llanuras, la importancia y el alcance de la representación
creció y decayó a lo largo del tiempo hasta su actual relevancia y extensión.
Por lo demás, es preciso diferenciar esencialmente entre dos tipos diversos de
utilización del término. Una mitad de la representación estatal aparecida en la
historia ha estado presente en las monarquías, y se encuentra todavía en éstas. Su
finalidad reside en la protección contra el eventual abuso del poder del príncipe;
y éstas hacen válidas las pretensiones del conjunto de la población existente bajo
los derechos comunes del territorio, ya sea junto a los órganos de los estamentos
privilegiados, ya sea de todos los existentes. Este género de representación ha
comenzado en Inglaterra bajo Enrique III, ante todo con la convocatoria de al-
gunos representantes de los caballeros menores en cada condado, y casi directa-
mente por medio de la consulta a los legisladores de ciudades particulares; en
Francia, con la consulta al Tercer Estado en la dieta imperial de Felipe II; en
Alemania, con la admisión de legisladores de las ciudades en las dietas imperiales
en la segunda mitad del siglo XIII. Lejos de quedarse atrás frente a los estamen-
tos participantes por derecho propio, poderosos y personalmente presentes,
ganó más y más importancia la representación en la monarquía, aunque a dife-
rentes marchas en los territorios particulares; hasta situarse ahora en un estatus
interno, y en general también, externo, lejos de sus camaradas orgullosos y ori-
ginales, que desde lo bajo la miran con desprecio. En Inglaterra, la poderosa
Cámara Baja ha devenido tempranamente grande a través de la feliz vinculación
de los legisladores de la aristocracia caballeresca de los condados con los ciuda-
danos. En Francia, por su parte, el Tercer Estado no ha estado a la altura del
poder y del orgullo de la espiritualidad y de la nobleza. Habría debido adaptarse
a una posición objetivamente modesta y externa, pues incluso la monarquía de-
cadente no tuvo al final ninguna limitación y ningún consejo, mientras que casi

413
robert von mohl

dos siglos liquidaron totalmente los estamentos generales del reino y sólo en al-
gunas provincias particulares todavía fueron dejadas huellas del derecho local y
entonces también de la representación. Pero la mundialmente estremecedora re-
volución de 1789 alzó de un momento a otro la representación a una altura nunca
conocida antes, en la cual entonces se ha sostenido, pero con fines alternantes y
opacados, en particular en los momentos presentes. Desde Francia se ha infil-
trado la representación popular en todas las monarquías, con la única excepción
de Rusia, ya como un fenómeno permanente, ya como transitorio. Particular-
mente en Alemania, donde las ciudades han conseguido sólo una miserable posi-
ción en el Reichstag, donde también en los territorios particulares (con la excep-
ción de Sachsen, Mecklenburg y Württemberg) la representación no logró
alcanzar ninguna gran importancia, e incluso en la mayoría de los lugares ha in-
volucionado, también en Alemania la representación popular ha echado nuevas
raíces a consecuencia de los fenómenos franceses, conquistando ahora –en torno
a la mitad del siglo XIX– una posición muy influyente en la vida del Estado. Ésta
tampoco ha podido arraigarse en el organismo general de la federación. Ante
todo, ha sido prometida pero no introducida en Austria, e incluso no a menudo
todavía tiene que luchar en los pequeños Estados por el reconocimiento de sus
derechos y de su importancia. Así, con toda probabilidad, no se trata de un re-
troceso repetido, sino, por el contrario, de una consolidación y expansión del
concepto. De igual modo (se puede presumir que) ella está presente con funda-
mentos sólidos en Bélgica y Holanda, en los tres reinos escandinavos, en Pie-
monte, e incluso en España y Portugal, tanto como en la Grecia todavía semio-
riental. También fuera de Europa la representación popular ha obtenido una
amplia difusión, al menos hasta ahora, en tanto que las colonias inglesas obedez-
can a la madre patria y Brasil sea regido monárquicamente.
Un tipo de representación esencialmente diferente es aquel que, en ciertos Es-
tados de la modernidad, es mediado a través de un gobierno del pueblo. En la
gran (en parte, incluso desmesurada) extensión de los Estados modernos no se
puede pensar en absoluto en una dirección de los asuntos del Estado por medio
de una asamblea general de ciudadanos, con excepción de algunas pequeñas Hir-
tenländchen suizas.7 Así ha sido utilizada también la representación en estos ti-
pos de Estado. Es inequívoco el hecho de que aquí exista una gran atenuación de
los derechos de los ciudadanos individuales. También aparecen gradualmente

7. [El término se refiere a la organización agraria de la Antigua Suiza en cuatro tipos de zonas: Kor-
nland, Feldgrasszone, Inneralpine Zone y Hirtenland, o «tierras de pastoreo». La particularidad de
la forma citada por Mohl habría adquirido más independencia que las demás, puesto que, concen-
trada en la cría de ganado y la producción de quesos, es la última que surge históricamente, a fines de
la Edad Media, y no paga cánones feudales].

414
el concepto de representación en relación con la totalidad del mundo estatal

ciertos obstáculos en la esencia de los partidos y en las corporaciones represen-


tativas gobernantes, los cuales eran antes absolutamente desconocidos, y cuyo
alcance y pleno desarrollo todavía no puede calcularse. Pero una elección de re-
presentantes y una transferencia a ellos de derechos de gobierno no sólo ha ex-
puesto visiblemente la única posibilidad de un comprensible orden estatal (si, por
una parte, no debe existir el poder del príncipe), sino que también ha sido desa-
tado un problema importante de la política a través de la aplicación de la repre-
sentación al gobierno directo, a saber, la fundación de grandes Estados federales
democráticos. Esta aplicación democrática del concepto de representación es
mucho más nueva que aquella que buscaba la protección de los derechos civiles
en la monarquía. Los primeros comienzos (por supuesto, no del todo claros)
tuvieron lugar en las Provincias Unidas de los Países Bajos. Aun cuando no duró
demasiado, una utilización muy característica de este concepto se puso en prác-
tica en Inglaterra, cuando el Parlamento Largo le arrebató la corona a Carlos I.
Pero la representación democrática alcanzó un significado preciso y un creci-
miento histórico-mundial sólo a través de la rebelión de las colonias inglesas en
Norteamérica. Aquí no sólo se utilizó esta noción para el gobierno de los Esta-
dos particulares surgidos a partir de las colonias, sino también para la conforma-
ción de un gran reino federal democrático como ideal de un ordenamiento estatal
en innumerables lugares, incluso en otros países y partes del mundo. La repre-
sentación popular apareció un tiempo a través de la victoria que había alcanzado
en Francia, destinada también a un gran futuro en Europa, mientras que un gran
conjunto de efímeras repúblicas epígonas en Holanda, en Suiza y en Italia se
ordenaron según este fundamento. No obstante, cuando en Francia la democra-
cia representativa fue nuevamente sofocada por los soldados del emperador, au-
tomáticamente se extinguieron también las imitaciones. De modo que ahora,
luego de que en Francia una nueva llamarada haya padecido un final similar por
medio de los pretorianos, en nuestra parte del mundo sólo Suiza todavía está
orientada como democracia representativa tanto en general como en sus partes
individuales más importantes. Por el contrario, con algunas excepciones como
Brasil y las colonias que se encuentran en posesión de los poderes europeos, la
representación como forma de gobierno del pueblo se ha propagado sobre la
totalidad del hemisferio occidental. Si hay que celebrar que esto se haya dado por
todas partes, y si en las antiguas posesiones españolas este proceso tuvo la corres-
pondiente preparación, eso es otra cuestión.
No le ha sido dado al ser humano la posibilidad de ver el futuro, y las enseñan-
zas de la historia sólo proporcionan puntos de referencia para ofrecer conjeturas
más o menos probables. Sin embargo, no sería demasiado audaz presagiar que la
aplicación de los dos géneros de la forma de gobierno representativa no ha alcan-

415
robert von mohl

zado todavía su más amplia dimensión, y mucho menos su extinción. Aun


cuando Europa no debiera ofrecer un lugar [Stätte] más grande, más bien pare-
ciera aproximarse una expansión muy considerable para su proporción e impor-
tancia mediante las colonias inglesas. Particularmente, apenas podría haber al-
guna duda justificada de que la población europea (que ha comenzado por
adueñarse de la quinta parte del mundo) sólo progresó en esta forma hacia la
independencia, y nuestra civilización sólo es detenida y nuevamente expandida
bajo las modalidades que son producidas por medio de dicha forma de gobierno.

III. Significado de la representación

El ordenamiento representativo puede darse de dos maneras. Por una parte, la


participación de muchos hombres en los asuntos del Estado sin una asamblea
general de éstos, e incluso en aquellos casos en los cuales el número demasiado
grande obstaculizara una participación común de otra manera. Por otra parte,
respecto de un derecho o interés, la posibilidad de oír [vernehmen] a los repre-
sentados en grandes acontecimientos; y concederles un dispositivo de protección
contra eventuales abusos o malos entendidos.
La unificación de ambas posibilidades concede múltiples utilidades y la repre-
sentación ofrece instituciones a los Estados modernos sin las cuales ésta sería
impracticable. Ante todo, el cumplimiento de los fines del Estado puede ser ase-
gurado también en relación con dicha parte del pueblo, la cual de otro modo
carecería de todo tipo de poder para hacer válidas sus exigencias. El peligro de un
abandono de derechos e intereses no es tan grande donde los representados se
encuentran en la situación de hacer válidos sus derechos de manera personal e
independiente, tomando parte finalmente en acciones concretas de gobierno.
Pero también es posible que incluso pasen desapercibidas advertencias justifica-
das a la tarea del Estado y del gobierno si una gran multitud de ciudadanos tienen
que pedir o que reclamar en circunstancias subordinadas y en diferentes partes
del territorio. Por un lado, el individuo ha de temer exponerse con una demanda
[Gesuche], en cuyo otorgamiento él esté representado sólo en un aspecto apenas
perceptible, y cuya gestión, por el contrario, para él haya sido una carga, la cual
incluso quizás le haya demandado inconvenientes. Por otro, la responsabilidad
para la gestión asignada de dicho individuo podría ser fácilmente negada. Y en
cada caso, su presencia tiene un peso escaso. En parte, finalmente, puede incluso
imaginarse, si bien es probable, que el individuo no sea completamente recono-
cido en las relaciones de los asuntos públicos en todas las partes del territorio y
en los diferentes estratos de la sociedad, de modo tal que sus esfuerzos, o bien

416
el concepto de representación en relación con la totalidad del mundo estatal

permanezcan meramente como un reproche muy superficial de fundamento vi-


cioso y parcialidad; o bien, si fueran excepcionalmente exitosos, podrían real-
mente ocasionar daños. La representación se encarga de poner remedio a esto, se
encuentra autorizada a hablar y a actuar en nombre de todos. El gran peso de la
multitud que está detrás de sí se pone en la balanza, sin dejar de poseer en el
medio los elementos de un conocimiento abarcativo de los asuntos públicos. Con
todo, este ordenamiento completo presupone al menos una importancia inci-
piente de aquellos que han de ser representados en virtud de que, de lo contrario,
tampoco serían admitidos. Pero esto yace en la naturaleza de la cuestión, aunque
también ha sido extensamente demostrado por la historia que cuando ya se ha
alcanzado el accionar conjunto planificado, se produce el progreso de la relevan-
cia y la reivindicación siempre eficaz de los derechos e intereses sociales, tanto
como, en general, del completo posicionamiento de éstos. Así, debidamente re-
saltan partes constitutivas del pueblo en vida del Estado sin que sea necesaria una
modificación esencial en los fundamentos generales o formas de gobierno.
Como una segunda ventaja relevante es posible observar que las más altas ins-
tituciones del Estado puedan informarse acerca de las condiciones del territorio
y del pueblo por medio de órganos representativos, lo cual, de otro modo, apenas
podría lograrse. Si, pues, también un gobierno cumple con sus deberes y busca
informarse regular y extensamente sobre las circunstancias reales, sobre los efec-
tos de las leyes y sobre el estado de ánimo de los súbditos, esto se da sólo por
medio de sus funcionarios. Incluso en el caso de una completa escrupulosidad de
los informantes (algo no siempre esperable en la realidad), éstos han de propor-
cionar únicamente opiniones parciales –de los que mandan– y sólo de modo in-
completo (quizás del todo) tendrán conocimiento de la opinión de los que obe-
decen, por tanto, bajo las circunstancias de los que sufren. La completa y absoluta
verdad aparece solamente cuando ellos también se expresan. Pero a tal fin es ne-
cesario un motivo y un estímulo, incluso una protección especial, para que el
todo carezca del individuo, si bien esté presente en la representación. En efecto,
la prensa libre presta grandes servicios en esta correlación. Aunque, por un lado,
es sólo casual si ha de ocuparse de los asuntos públicos (y con qué alcance); por
otro, lo informado no es siempre confiable y por ello, lo correcto a veces no re-
cibe ninguna consideración; además, ante todo, hay que tener en cuenta que la
conservación de la libertad de prensa exige fuertes dispositivos para su protec-
ción, incluso una representación nuevamente muy esencial, donde no es necesa-
riamente imprescindible.
En tercer lugar, es preciso poner un gran peso sobre la relación de los poderes
no empleados. ¿Cómo puede actuar el jefe de Estado para que hombres idóneos
accedan a la posesión de cargos públicos? Nunca resultará fácil para él ubicar en

417
robert von mohl

el servicio público a todos los talentos y hombres comprometidos disponibles en


el pueblo, lo cual se explica por distintas causas. El número de funcionarios
nunca ha de ser lo suficientemente grande para dicha absorción: una parte de los
hombres calificados no tendrá ganas de incorporarse al servicio público. Ade-
más, puede ocurrir y frecuentemente sucederá que un hombre completamente
calificado y dispuesto para el desempeño de los asuntos del Estado, por alguna
razón, no encuentre ningún crédito y no sea utilizado en absoluto, o lo sea, pero
sólo en un lugar sin importancia. La representación, pues, tiene que ser una oca-
sión óptima de beneficio para favorecer, en la multitud, un conjunto de numero-
sas utilidades que se encuentran abandonadas. Por supuesto, puede ocurrir
también que aparezcan cabezas inquietas que se sobreestiman o para las cuales
esté de su lado un llamado local inmerecido, a través de influencias. Sería necio
negar que hombres de este tipo pueden ocasionar múltiples daños en una posi-
ción influyente. Pero la experiencia nos enseña que la utilidad es en gran medida
lo predominante y ya repetidas veces se ha dado la ocasión, cuando, en particular,
hay una razón oportuna para que nos convenzamos con asombro, en la cual la
multitud puede sacar a la luz del día talentos inutilizados hasta ahora, por medio
de la representación. Así, por ejemplo, puede pensarse en la gran Asamblea
Constituyente en Francia y en el Parlamento alemán en Frankfurt.
En ciertos tiempos, es de gran valor que las pretensiones democráticas puedan
aplicarse al camino legal en una representación y por medio de su misma satis-
facción, sin ser peligrosas para la monarquía. Estas tendencias existen siempre y
en todos lados con una necesidad interna; ya que nunca falta el ser humano para
el cual la obediencia exclusiva es molesta y la preferencia de estamentos más altos
y de posiciones sociales es adversa. De vez en cuando se propaga esta convicción
incluso por todas partes, al ser particularmente revitalizada. La posibilidad que
le corresponde a un representante de hacer válidas sus opiniones y planes en los
asuntos estatales, el derecho de contestar públicamente frente a cada reproche
arbitrario, la ocasión de cambiar al menos por un tiempo el rol de los que obe-
decen con el de los que mandan y de quienes exigen introduce una satisfacción
natural no peligrosa de estas inclinaciones y antojos en un ordenamiento repre-
sentativo bien entendido. Cuando está dada la consecuencia de la representación,
a saber, que la auténtica dirección de los asuntos del Estado se transfiere a los
hombres más excelsos de su medio; así y todo –incluso en el órgano representa-
tivo mismo– sigue existiendo una advertencia imperiosa para cada hombre ambi-
cioso y eminente, de no ir demasiado lejos en contradicción contra lo existente,
en la pretensión de limitar el poder y en las exigencias de mejoramiento. Con
esto, una ulterior participación propia en el gobierno no ha de ser imposible, o
podrá ser aceptada sólo por medio de la inconsecuencia y el desconocimiento del

418
el concepto de representación en relación con la totalidad del mundo estatal

pasado. Esto no quiere decir que nuestra consideración se cumpla y siempre se


haya cumplido. Pero el ejemplo de Inglaterra señala, pues, donde un ordena-
miento representativo se lleva en la sangre y se lo comprende completamente, he
aquí una sordina espontánea que funciona.
De igual modo, una cuestión de importancia fundamental, incluso histórico-
universal, es que por medio de la aplicación del concepto de representación haya
sido posible la soberanía popular también en numerosos pueblos y en muy ex-
tendidos territorios. Las opiniones acerca del beneficio de este tipo de Estado
para la más alta constitución del hombre, y sobre su aplicación en condiciones
sociales complejas y tradicionales pueden ser muy divergentes entre sí: incluso
un rotundo adversario de la introducción de una constitución democrática en su
propia patria debe admitir el derecho en sí a una forma de gobierno semejante,
pues aun la posibilidad exclusiva de esta forma estatal radica en determinadas
condiciones de civilización y en ciertos fenómenos históricos. No puede depen-
der de ninguna duda razonable que un pueblo adulto, desacostumbrado por un
estricto orden y servilismo, que creció en una independencia semisalvaje y dura,
donde cada piedad se componga de legítimos elementos contra una dinastía his-
tórica, no sobrelleve otra forma de Estado que la relación de colonización. Pero
en rigor existen tales pueblos parcialmente conformados, y con toda probabili-
dad humana, su número crece todavía significativamente. La posibilidad de un
orden que prometa las oportunas conquistas del Estado de derecho y la más alta
civilización ha de ser, pues, de la más alta importancia para toda la historia del
género humano.
Por último, es preciso destacar un punto muy importante para la total confor-
mación del Estado, que, por medio de la aplicación de órganos representativos,
ha facilitado y perfeccionado la constitución de los Estados federales. Mientras
sea posible una influencia proporcional sobre los asuntos de la federación por
medio de la representación tanto de la población completa del todo como de cada
Estado adherente, es practicable el establecimiento de un poder central uniforme
y bien organizado. A través de la participación en los órganos representativos del
Estado federal se satisface la justa exigencia de influencia y control, así como cada
Estado particular está asegurado respecto de una plena ausencia de considera-
ción; pero luego, sin envidia ni peligro, el gobierno actuante puede devenir inde-
pendiente y, de ser oportuno, habrá de transferir muy pocos derechos a muy
pocos hombres. La gran dificultad (por no decir imposibilidad) de realizar una
prudente gestión federal a través de un mero congreso de legación es superada
por medio de la representación. Con todo, esta idea ha sido puesta en práctica
hasta hoy de manera auténtica sólo en Estados federales democráticos; pero la
prueba no ha mostrado de ninguna manera que haya que hacer una aplicación

419
robert von mohl

(por supuesto, modificada) sobre un Estado federal compuesto de principados ni


tampoco respecto de una buena voluntad. Esto es de máxima importancia no
meramente para los pueblos que ya se hallan en condición de realizar su bienes-
tar y quizás su independencia sólo en una auténtica constitución federal, sino que
también hay que considerar que, de no tratarse de un engaño, esta dirección ha
de marcar todavía un gran futuro para configuraciones ulteriores. Ostensible-
mente, dos poderosos géneros de concepciones pelean por la supremacía en el
desarrollo actual de los Estados y de la civilización. Por una parte, por medio del
desmesurado crecimiento de algunos Estados y a través de su siempre creciente
desarrollo de poder, la existencia de pequeños Estados ha devenido endeble e
inestable en virtud de la seguridad y la autoconservación, mientras que una ne-
cesidad exterior empuja hacia configuraciones grandes y poderosas. De igual
modo, al interior de la vida del Estado, las demandas siempre crecientes según
número y extensión requieren del apoyo de los medios más importantes de la
finalidad de la existencia del pueblo, no infrecuentemente se requiere de las ins-
tituciones correspondientes una gran expansión espacial para su progreso. Por
otra parte, asusta justificadamente ver la desertificación del espíritu y del fre-
cuente abandono objetivo de las provincias por parte de un gran Estado centra-
lizado frente a condiciones de este tipo. La posesión de numerosos (aun bien
pequeños) centros de acción y diligencia constituye una ventaja invaluable para
la expansión homogénea de cultura y ayuda del Estado, así como para la conser-
vación de los legítimos atributos de estirpe. También existe un fundamento (de-
mostrado extensamente por la fastidiosa experiencia) para considerar seriamente
la provocación de las más bruscas y frecuentes revoluciones por medio de una
capital que se devora todo lo demás. Sólo un ordenamiento federal puede ser
equitativo para ambos tipos de exigencias, ya que sólo éste puede articular uni-
dad y poder con diferencia y autonomía de las partes. Pero una buena constitu-
ción federal existe, nuevamente, allí donde no está condicionada sino facilitada a
través de la representación. Sin embargo, esta circunstancia se encuentra todavía
en sus inicios. Por lo tanto, es posible que para las próximas generaciones ésta
alcance todavía una importancia aún mayor, así como la tiene ya para nosotros.
Asimismo, es factible que el Estado federal representativo sea el arca de la salva-
ción de las necesidades del Estado por las cuales el presente sufre tanto.

IV. Aplicación a diferentes fines

De lo hasta aquí expuesto se sigue que la representación puede utilizarse con dos
fines esencialmente diferentes. Por una parte, de manera directa para el gobierno.

420
el concepto de representación en relación con la totalidad del mundo estatal

Por otra, sólo para la protección de los gobernados frente al gobierno. Según
cada uno de estos fines habrá de ser diferente el alcance de su derecho a ser prio-
rizado, y requerirá también diversas instituciones.
En el primer caso, la representación aparece como una institución esencial-
mente democrática, con la tarea de conceder al conjunto de ciudadanos habilita-
dos [stimmfähig] al menos una influencia indirecta sobre la conducción de los
asuntos del Estado. Aquí, entonces, el alcance de los derechos a ser priorizados
en la representación se determina por medio del fin mismo del Estado. En tanto
funcionen y existan instituciones para su realización, el acto de la representación
también podrá tener lugar, y no meramente en la medida en que un asunto pú-
blico se refleje sobre el derecho y el bienestar del individuo, sino también como
orden libre y autónomo de lo necesario. Sin embargo, aquí es posible que la re-
presentación misma no lleve a cabo todos los asuntos de gobierno. De igual
modo, es imaginable junto a ella un poder público conformado de otra manera,
pero emanado del conjunto del pueblo. En este caso sería necesaria una organi-
zación de los asuntos públicos correspondiente a la doble posesión del poder del
Estado, la cual ha de ser establecida de dos modos. O bien puede tener lugar una
sección de los asuntos entre ambas instituciones del gobierno, de modo tal que,
de alguna manera, la representación contenga la legislación, las finanzas, y quizás
la ocupación de los funcionarios; mientras que el otro poder contendría el poder
de policía, el ejército, los asuntos extranjeros, etc. O bien podría estructurarse
una articulación entre ambos poderes, en la cual debieran tomarse decisiones más
cercanas tanto sobre las iniciativas como sobre la realización de los acuerdos.
En el otro caso se trataría sólo de una institución para la limitación de la om-
nipotencia monárquica, a los efectos de conceder una protección a los derechos
e intereses de los súbditos en general o al menos de sectores particulares, y esto
puede ser caracterizado estrechamente como la esencia de la representación.
Aquí el alcance de los derechos a exigir a la representación es vastamente infe-
rior. Allí donde no haya amenaza alguna, tampoco habrá fundamento para la
protección; y puesto que la fuerza del gobierno dispuesta para la obtención de
los fines del Estado no puede ser debilitada inútilmente, sería insensato y funesto
dedicarles tiempo a polémicas inútiles entre la soberanía y la representación. Así,
es necesario hacer una correcta caracterización de aquellas acciones de gobierno
que pueden ser controladas en general. Por tanto, de momento hay que decidir
si sólo derechos o también intereses de los ciudadanos deben ser objeto de la
acción representativa. Luego debe determinarse si, posiblemente, todos los de-
rechos vulnerables deben ser defendidos por el gobierno o sólo algunos en par-
ticular. Pero es cierto que así pueden y deben ser tomadas precauciones sobre los
casos en los cuales el acto representativo aparece ya como algo preventivo, de

421
robert von mohl

modo que la acción de gobierno en consideración no pueda realizarse en abso-


luto sin su conocimiento y colaboración; ella ha de estar codeterminada, pero
esto también implica que ninguna queja ulterior ha de ser lícita puesto que ata-
caría la acción misma en cuestión. Este derecho de prevención de la representa-
ción existe entonces sólo excepcionalmente, puesto que el mismo no está pre-
sente en el gobierno de la monarquía, ya que la conducción de los asuntos
públicos debe permanecer en el jefe de Estado. En todos los otros casos perte-
necientes a la protección del derecho, que no están bajo este número reducido,
se halla limitado esto a ulteriores reclamos y a posibles denuncias. La diferencia
radica en la cuestión entre no deducir la facultad de la representación de los más
altos principios del derecho, sino más bien de constatarla sólo según considera-
ciones en torno a fines.
La diferencia esencial de ambas aplicaciones de la representación provoca, en-
tonces, también una diferencia en las medidas que la política tiene que sugerir a
los efectos del logro de una efectividad –en lo posible, irreprochable– de las
instituciones. En una representación gobernante se trata, ante todo, de procurar
una habilidad personal de los miembros, siendo inevitable, de otro modo, una
mala conducción de los asuntos públicos en el pesado ordenamiento. Puesto que,
ahora, respecto de las evidentes desventajas del resultado, el sufragio activo no
puede ser limitado en una democracia, permanece sólo residualmente el medio
de constatar las condiciones de elegibilidad, de que puedan ser elegidos sólo
hombres de juicio y edad madura, de situación económica segura y de algunos
conocimientos ya adquiridos en los negocios. Tener en cuenta la integridad mo-
ral en esta limitación del sufragio pasivo sería un gran error. El derecho del ciu-
dadano a participar en los asuntos públicos de una democracia no es equivalente
a una atribución de realizar públicamente un mal común y cosas ilógicas según
su antojo. Por el contrario, esto radica más bien en la parte homogénea del dere-
cho de todos a participar en las acciones organizadas legal y racionalmente. Por
tanto, todos podrían elegir, pero deberían poder elegir sólo a aquellos respecto
de los cuales pudiera esperarse razonablemente una buena conducción del Es-
tado. Asimismo, tanto en el asunto electoral como incluso en los debates de la
asamblea representativa hay que procurar por medio de este orden estricto por
la rigurosa protección de cada opinión, a fin de que un poder bruto de facciones
o multitudes populares no pueda aparecer en lugar de la auténtica opinión de la
mayoría. Si aquí no se encuentran los medios correctos, pero los encontrados son
utilizados con seriedad y compromiso ciudadano, así ha de funcionar la forma de
gobierno sobre la que ha sido puesta una gran confianza, la cual quiere aparecer
como un punto de inflexión en la historia de la humanidad que nuevamente se
encuentra sin gloria hasta sus fundamentos. La experiencia de Norteamérica ya

422
el concepto de representación en relación con la totalidad del mundo estatal

ha señalado que, luego del abandono de los fundamentos correctos de los senti-
mientos patrióticos comprensibles, es complejo sostener la visión del hombre de
Estado contra las maquinaciones demagógicas y las urgencias de la multitud ca-
rentes de comprensión siempre según una voluntad ilimitada. Pero ella señala
también que en este caso un gobierno representativo de ningún modo constituye
un ideal de profunda convicción, una sabiduría estatal ni tampoco una simple
honradez e incorruptibilidad. En cuanto al discurso de los fundamentos, en la
monarquía representativa tienen que encontrarse más fácilmente las determina-
ciones sobre un derecho electoral activo y pasivo que sea conveniente; siguiendo
la interpretación de que no se trata de la realización de un derecho correspon-
diente a todos por igual, sino de ganar miembros apropiados para la representa-
ción. Y si aquí en realidad esto faltara en absoluto, la culpa la tendría la ausencia
de una correcta diferenciación entre una representación ejecutiva y una sólo
controladora, así como por medio de una imitación sin ideas de los procesos
establecidos (al menos a medias, con derecho) en las democracias representativas.
La dificultad de un ordenamiento correspondiente a las exigencias de la política
está presente de modo totalmente diferente en la monarquía representativa. Pues
hay que procurar que no se produzca ningún dualismo irresoluble entre go-
bierno y representación del pueblo. Es evidente que con el mero impedimento
de una medida propuesta por el gobierno no se agotan todos aquellos casos en
los que es necesaria una acción del poder del Estado. A la larga, esto sólo puede
conducir a un profundo desorden total de la vida del Estado, si el gobierno y la
representación defienden interpretaciones esencialmente diferentes de la direc-
ción que ha de darse al Estado. La posibilidad de una ayuda es una cosa diferente,
según se trate de Estados existentes absolutamente independientes o de aquellos
subordinados a un poder federal. Mientras que no sea imposible que un órgano
correspondiente arbitre en las últimas necesidades y justas demandas, ha de per-
manecer sólo la elección entre un sistema para alcanzar la mayoría del gobierno
en la asamblea, obtenido en la acción continua, y el así llamado sistema parla-
mentario, es decir, una conducción de los asuntos del Estado según las opiniones
de la mayoría correspondiente en la representación, de modo que exista también
una diferenciación de las personas y de las medidas en una transformación de esta
mayoría. Lamentablemente, ambas opciones tienen sus diferentes e inevitables
aspectos negativos, y el rechazo personal rotundo de la mayoría de los jefes de
Estado se opone a la adopción del mejor sistema, a saber, del parlamentario. Del
hecho de que aquí radique el aspecto débil del ordenamiento representativo, y de
que, por tanto, las frecuentes objeciones hechas a éste no sean infundadas, no se
sigue que un juicio imparcial no pueda impugnarlo. Y por eso no es una suposi-
ción demasiado osada que, con el tiempo, la necesidad de otra idea de Estado se

423
robert von mohl

relacione con esta carencia. Debería entonces encontrarse una superación total-
mente satisfactoria.
Ahora bien, ante todo hay que recordar que la representación no se limita so-
lamente a su ejercicio práctico, sino que también remite a aquella forma de la
comunidad estatal que llega más cerca al ideal que cualquiera de sus precedentes.
Es por eso que, finalmente, hay que prestar atención a la pregunta: ¿en qué tipos
de Estado se presenta en general la misma práctica? Aquí es evidente que, por un
lado, algunos tipos de Estado, y por otro, al menos formas particulares de un tipo
de ellos, no concuerdan con esto. Para nuestra concepción de la vida, está fuera
de discusión la posibilidad de retornar al Estado según su antigua conformación.
De igual modo, dentro de poco la teocracia será dejada de lado, en virtud de que
un gobierno guiado por los mandamientos divinos inmediatos como primera
característica de su posibilidad, esto es, por una creencia, carece de una dirección
de fines humanos. Así, algunos pueblos permanecen definitivamente excluidos
del uso de la representación bajo las formas de Estado compatibles con las opi-
niones y los actuales grados de civilización. Ante todo, esto se da en aquellos
Estados en los cuales la autoridad del príncipe es puesta en un lugar tan alto
(incluso legalmente hablando) que todo tipo de oposición aparece como inadmi-
sible y criminal. Aquí existe una contradicción inconciliable y exterior, y una
imposibilidad interna; y si se lo aprecia bien, esto es así no meramente sobre una
aplicación de la representación al Estado, sino también a sus círculos subordina-
dos. Tampoco es absolutamente ilógica en su conjunto una representación pro-
vincial o municipal sólo en una monarquía ilimitada, pero por razones del ma-
nejo del Estado no es aconsejable, a causa de su mal ejemplo. Luego, la aplicación
de la representación popular no es compatible con la aristocracia. Con todo, esto
no es así a causa de una contradicción fundamental, sino más bien por el carácter
crítico de las consecuencias. Surgiría el peligro más evidente: que la influencia
democrática dada y reconocida por medio de la representación pudiera transfor-
marse pronto en un inquieto competidor, y con el tiempo, en un enemigo mortal.
La aparición externa de una asamblea gobernante y controladora es demasiado
afín al poder del pueblo como para que no surjan comparaciones no infundadas
con su habilidad, su preocupación por el bien común del pueblo y relación con
él. Siempre en ventaja de quienes sustentan por derecho propio al gobierno, estas
confrontaciones han de faltar cada vez menos que una dominación por medio de
un número determinado de hombres sobre todas las restantes condiciones de
vida, las cuales, soportadas difícilmente por quienes más las padezcan, provoca-
rían una envidia altamente susceptible. Por último, todavía no hay necesidad de
adoptar una representación en aquellos (por supuesto, pocos) pequeños Estados,
cuyas escasas necesidades y pocos numerosos asuntos públicos pueden ser solu-

424
el concepto de representación en relación con la totalidad del mundo estatal

cionados posiblemente incluso por medio de los ciudadanos congregados. Sin


embargo, no hay ninguna incompatibilidad en la idea de representación con una
condición semejante; e incluso puede darse que algunas circunstancias fueran
tratadas mejor en el consejo que en la asamblea popular pública. Pero el orgullo
del hombre libre –conceptualmente, su supremacía– de preservar por sí mismo
sus propios derechos se conserva aun en ausencia de una necesidad exterior.
Contra esto existe teóricamente una introducción del ordenamiento representa-
tivo no en el sentido de un patriarcado, donde con seguridad el legislador de la
tribu puede aconsejar al más importante sobre los asuntos públicos de relevancia.
Además, la experiencia enseña que el Estado de señorío [hausherrliche Staat] con
seguridad tolera una representación, sea de clases particulares, sea incluso de la
totalidad. No obstante, aquí no puede hablarse solamente de una participación
fundamental en general en los asuntos del Estado, cuando tales no constituyen la
cuestión de los propietarios de la tierra, sino sólo de los señores feudales, pero de
una protección de los derechos especiales convenidos con el señor feudal. Con
todo, existen las monarquías de los Estados de derecho modernos tanto como las
soberanías populares con territorios extensos o gran población, aquellas formas
estatales en las cuales la representación encuentra aplicación y para las cuales ella
misma se ha convertido en una necesidad. El reclamo por la protección del dere-
cho y por el fomento de intereses se encuentra en condiciones de civilidad para
las cuales estas formas de Estado encajan altamente, éste se encuentra difundido
y con el tiempo ha de ser irresistible: asambleas generales de los ciudadanos o
también sólo grandes sectores participantes de éstos son imposibles a causa de
fundamentos físicos, además de ser políticamente apenas compatibles con la mo-
narquía; la ley de división del trabajo se hace válida aquí en relación con el des-
empeño de las exigencias sociales. La comprensión es suficientemente grande,
para hacer soportable la satisfacción con la limitación, allí donde lo deseado no
puede ser alcanzado. Pero estas son las condiciones de una representación a tra-
vés de pocos del medio de los representantes. Puesto que ahora todos los pueblos
de la cultura europea se encuentran en tales circunstancias, siendo casi tres partes
del mundo accesibles al concepto e incluso a la necesidad de la representación,
hay que reconocer que el campo de aplicación aparece como inconmensurable en
el presente, y tan lejos como nos encontramos para juzgarlo, en el futuro. Oca-
sionalmente, puede ocurrir que disminuya la confianza en los órganos represen-
tativos en un territorio e incluso en una extensión ulterior, durante un cierto
período de tiempo; o también puede suceder que tenga éxito un régimen autori-
tario afortunado al neutralizar la aplicación de la representación e incluso supe-
rarla completamente: pero tales oscilaciones son sólo pasajeras. En tanto esta
forma de Estado satisfaga, al menos, las necesidades de los pueblos, y en tanto no

425
robert von mohl

se encuentre ningún otro concepto superador, la representación será siempre


reclamada e instituida.
Frente a tal fenómeno de importancia histórico-mundial, por tanto, también la
tarea de la ciencia ha de ser igual de grande. Ésta tiene que ahondar en la esencia
de la representación y sus atributos universales, tanto los buenos como los desa-
gradables. Debe investigar exhaustivamente las cuestiones particulares complejas
y relevantes para alcanzar una solución satisfactoria. Por último, debe explicar la
aplicación del sistema en los territorios en particular, y relacionarse con el com-
pleto organismo de éstos. Este llamado, por tanto, no ha de quedar sin eco. La
necesidad para la vida fue demasiado urgente, y la perspectiva de la adquisición
de una ganancia tan atrayente, como que no hubiesen sido hechos ya múltiples
intentos para la reelaboración del sistema representativo, sea como teoría general,
sea en la aplicación determinada en los Estados particulares.8 Sin embargo, queda
después de todo una posibilidad variada por agregar y por puntualizar. Todavía
no han sido debatidos completa y concluyentemente numerosos puntos de vista
generales, no todas las cuestiones han sido resueltas definitivamente. Los trabajos
siguientes están determinados a llenar al menos una parte de este vacío.9

8. Sobre la bibliografía del derecho constitucional, véase mi Die Geschichte und Literatur der
Staatswissenschaften, Erlangen, Ferdinand Enge, t. I, p. 267.
9. [Se hace referencia a los trabajos que están a continuación en la compilación publicada en 1860,
véase nuestro estudio preliminar].

426
Resúmenes / Summaries
El problema de la doble soberanía: desde la teoría política clásica
hasta Carl Schmitt
Francisco Bertelloni

A propósito de un texto de Carl Schmitt, este artículo sigue las líneas de la his-
toria de la antinomia política monismo (soberanía una y única)/dualismo (doble
soberanía). Se parte del origen más remoto en el mundo clásico precristiano:
primero, helenístico, y, más tarde, romano. Luego, este esquema monismo/dua-
lismo cambia en el siglo V d. C., cuando la Iglesia cristiana comienza a ser parte
del Imperio en el horizonte bizantino. De allí en más, ocurren desarrollos teóri-
cos relevantes, con repercusiones en la teoría política moderna. A riesgo de
anacronismo, se podría decir que lo que plantea Schmitt es «el problema de la
doble soberanía», o de «la simultaneidad de soberanías». El artículo presenta este
problema como un leitmotiv unificante y de fuerte arraigo en la historia de la
teoría política.
Palabras clave: doble soberanía – mundo cristiano bizantino-romano – Hobbes
– Schmitt

By starting from a text of Carl Schmitt, the paper traces de history of the political
antinomy monism (a one and only sovereignty)/dualism (a double sovereignty).
Its departs from its most remote origin in the classical pre-Christian world: first,
the Hellenistic, and later, the Roman. Afterwards, that very same dualistic
scheme monism/dualism changes in the V century a. C., when the Christian
Church begins to be a part of the Empire in the Christian-Byzantine Roman
world. From then on, relevant theoretical developments are performed with re-
percussions in the modern political theory. Even if it is anachronistic, we could call
the problem pointed by Schmitt «the problem of the double sovereignty» or «the
simultaneity of two sovereignties». The article presents that problem as a unifying
and strongly compromising leitmotiv of the history of political theory.
Key words: double sovereignty – Christian-Byzantine Roman world – Hobbes
– Schmitt

Técnica y neutralización en Carl Schmitt


Jorge Dotti

El texto se ocupa de examinar la forma que adquiere en la obra de Schmitt, par-


ticularmente en el ensayo sobre la neutralización y la despolitización, el vínculo
entre la técnica moderna y la neutralización de los conflictos inmanentes a la

429
resúmenes / summaries

modernidad. Para ello se analizan los diversos sentidos en que el jurista utiliza el
concepto «neutralidad», así como el significado de los «ámbitos centrales» y su
función política, haciendo hincapié en el carácter paradójico de la técnica como
Zentralgebiet. La técnica, en cuanto Zentralgebiet, no sólo se suma dificultosa-
mente a la secuencia de los ámbitos centrales previos, sino que además hiperpo-
litiza los conflictos y distorsiona la distinción amigo/enemigo. En este sentido,
constituye un problema de magnitud para el orden estatal.
Palabras clave: Neutralización – Despolitización – Tecnología – Carl Schmitt

The relationship between modern technology and the neutralization of conflicts


which are immanent to the Modern Age is examined in Carl Schmitt’s works, ta-
king special attention to his essay on neutralization and depoliticization. The diffe-
rent meanings of «neutrality» and of «central spheres», and their political use, are
considered, emphasizing the paradoxical character of technology when it becomes
a Zentralgebiet. Technology as Zentralgebiet follows the sequence of former cen-
tral spheres with difficulty, causing a hiperpolitization of conflicts and distorting
the friend/enemy distinction, becoming a considerable problem for the State order.
Key words: Neutralization – Depoliticization – technology – Carl Schmitt

La invisibilidad de la Iglesia: el valor en la ética estatal


Sebastián Abad

El artículo intenta precisar el estatuto de la ética estatal (Staatsethik), prestando


especial atención al uso de la noción de «valor». El razonamiento se divide en tres
momentos. El primero de ellos presenta la caracterización schmittiana del plura-
lismo anglosajón. El segundo describe el funcionamiento de la noción de «valor»
en El valor del Estado y el significado del individuo, mientras que el tercero busca
los fundamentos de esa noción en la filosofía del valor de H. Rickert. En la úl-
tima parte se discute el significado de la ética estatal y la pertinencia de la noción
de «valor» para pensarla.
Palabras clave: Estado – ética estatal – valor – pluralismo

This paper deals with the schmittian idea of a «State-ethics» (Staatsethik), built
upon the notion of «value». The form of the argument is the following: in the first
place, the author depicts Schmitt’s view of anglo-saxon pluralism; then, he pre-
sents the way in which The value of State and the meaning of the Individual
connects the legitimacy of modern State with the notion of «value»; thirdly, it
shows the extent to which Schmitt’s text is indebted to Rickert’s philosophy of

430
resúmenes / summaries

value. Finally, in the last part of the text the question is posed whether the notion
of «value» makes sense in order to conceive a State-ethics.
Key words: State – State ethics – value – pluralism

Carl Schmitt y las dos caras de la violencia política


Andrés Rosler

Parafraseando a Carlo Galli, podríamos decir que la separación conceptual entre


la violencia criminal y la violencia política tiene dos caras. Por un lado, según una
aproximación que podemos denominar «soberana», la violencia política merece
un reproche mayor que la criminal. Por el otro, según la tesis que podemos lla-
mar «liberal» (en razón de que, después de todo, han sido los liberales franceses
los que inventaron la noción misma de delito político), el caso es el inverso, i.e.
la violencia política merece un reproche menor que la criminal –si no es que di-
rectamente en realidad es digna de elogio–. Quisiera entonces en esta oportuni-
dad plantear los dos caminos diferentes que parece tomar la autonomía de lo
político y sugerir muy brevemente al final una forma de resolver esta paradoja al
interior de la tesis de la autonomía.
Palabras clave: Carl Schmitt – violencia política – soberanía – liberalismo

In the light of Carlo Galli’s expression, there are two sides to the conceptual dis-
tinction between criminal violence and political violence. On the one side, accor-
ding to what we might call the «sovereign» thesis, political violence is morally
worse than its criminal counterpart. On the other side, according to what we
might call the «liberal thesis» (after all, French liberals have invented the very
notion of a political offence), it is the other way around: political violence is mo-
rally superior to its criminal counterpart. In what follows I would like to explore
these two ways to go about political violence that can be taken by the autonomy
thesis of the political only to suggest briefly at the end a way out of this paradox.
Keywords: Carl Schmitt – political violence – sovereignty – liberalism

Schmitt lector de Cossio y Borges


Miguel Saralegui

En los últimos cuarenta años, la academia latinoamericana ha prestado una gran


atención a la teoría política de Carl Schmitt. Sin embargo, se ha prestado muy
poca atención a la importancia que temas latinoamericanos tienen en el pensa-

431
resúmenes / summaries

miento de Schmitt. En este pensamiento, me gustaría analizar la manera en que


Schmitt lee a dos de los más prominentes intelectuales argentinos del siglo XX:
Carlo Cossio y Jorge Luis Borges. Aunque es sólo un análisis erudito de las lec-
turas de Schmitt, muestra un interesante camino para estudiar los temas latinoa-
mericanos que inspiran el pensamiento político de Carl Schmitt.
Palabras clave: Schmitt – Borges – Cossio – lectura

In the last forty years Latin American scholars have devoted a great deal of atten-
tion to Carl Schmitt’s political theory. However, little attention has been paid to the
importance of Latin American issues in Carl Schmitt’s thought. In this paper, I
would like to analyze the way Schmitt read two of the most prominent Argentinian
intellectuals of the 20th century: Carlos Cossio and Jorge Luis Borges. Although it
is just an erudite analysis of Schmitt’s readings, it shows an interesting path to study
the Latin American themes that inspire Carl Schmitt’s political thought.
Key words: Schmitt – Borges – Cossio – reading

La razón de Estado en Giovanni Botero: una teología política


entre omnipotencia y contingencia
Mario Miceli

Este artículo estudia el modo en que el clérigo Giovanni Botero desarrolla el


concepto de razón de Estado a lo largo de una serie de trabajos publicados hacia
fines del siglo dieciséis y comienzos del diecisiete. La hipótesis intenta demostrar
cómo este intelectual piamontés reproduce un arte de gobierno basado en la
aplicación de principios medievales a problemas acuciantes de su tiempo, en lo
social y lo político. En particular, se trata de explicar cómo la teoría de Botero
reposa sobre teología política que, de un lado, recrea un poder casi omnipotente,
cercano a la idea moderna de soberanía, mientras que, del otro, asocia el mismo
poder con un esquema medieval en el que la política está caracterizada por lo
contingente, y subordinada, por tanto, a preceptos jurídicos y religiosos.
Palabras clave: Giovanni Botero – razón de Estado – soberanía – teología política

The paper tries to study the way in which the Piedmontese clergyman Giovanni
Botero develops the concept of «Reason of State» through a series of works publis-
hed in the late sixteenth and early seventeenth centuries. The hypothesis attempts
to demonstrate how this intellectual reproduces an art of government based on
the practical application of medieval principles, in his path to deal with the urging
political and social problems of his time. Particularly, the article explains how his

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resúmenes / summaries

theory lays on a political theology which, on the one hand recreates an almost
omnipotent power, close to the modern idea of sovereignty, but on the other en-
rolls this same power within a medieval frame where politics is centered in the
idea of contingency and subordinates itself to juridical and religious precepts.
Key words: Giovanni Botero – Reason of State – Sovereignty – Political Theology

¿Qué diferencia hace el poder soberano?


Luciano Venezia

La introducción del soberano en el Estado tiene varias implicaciones y conse-


cuencias. Por ejemplo, permite que tenga lugar una paz estable y que aparezcan
derechos de propiedad y consideraciones de justicia. El poder soberano también
hace una diferencia en la deliberación práctica de los súbditos. Con todo, hay dos
maneras distintas de interpretar la diferencia práctica introducida por el sobe-
rano. De acuerdo con la lectura no normativa, el rasgo clave del soberano con-
siste en su poder causal o empírico de forzar a los súbditos a cumplir con las leyes
naturales y consiguientemente a actuar de una manera razonable. De esta forma,
el soberano y su principal instrumento –el Derecho– hace una diferencia empí-
rica en el razonamiento práctico de los súbditos. Por su parte, la interpretación
normativa señala que la característica principal del soberano consiste en su poder
normativo para imponer obligaciones moralmente vinculantes a los súbditos,
que, además, no tienen un vínculo directo con los deberes naturales introducidos
por las leyes naturales. De este modo, en esta interpretación la diferencia intro-
ducida por las directivas legales es normativa antes que empírica o causal.
El principal pasaje en el que Hobbes analiza explícitamente la desigualdad que
tiene lugar en el Estado puede ser interpretado tanto en términos no normativos
como normativos. Sin embargo, hay consideraciones de peso a favor de la lectura
normativa. En particular, el pasaje en el que Hobbes desarrolla la normatividad
de las obligaciones contractuales articula la idea de que hay diferencias normati-
vas entre el soberano y sus súbditos. Asimismo, hay otras consideraciones para
preferir esta lectura. En primer término, el análisis del Derecho como mandato
favorece la interpretación normativa. Segundo, la teoría que considera que sólo
existen diferencias causales o empíricas entre el soberano y sus súbditos está
pobremente articulada con una genuina teoría contractualista de la obligación
política; en realidad, esta interpretación no permite articular una teoría de la
obligación política en absoluto. Por último, la manera característica en que las
sanciones para el caso de incumplimiento afectan el razonamiento práctico ofrece
motivos adicionales a favor de la interpretación normativa.

433
resúmenes / summaries

Palabras clave: Hobbes – desigualdad – poder soberano – derecho – obligación


contractual – obligación política – sanciones para el caso de incumplimiento

The introduction of the sovereign in the commonwealth has several implications


and effects. For instance, it permits stable peace to be brought about and property
rights and justice to come into place. It also makes a difference for subjects’ prac-
tical reasoning. Yet there seem to be two different ways to construe this difference
introduced by sovereign power. According to the non-normative view, the
sovereign’s key feature is its causal or empirical capacity to force the subjects to
follow the laws of nature and so act in a reasonable fashion. In this sense, the
sovereign and his main instrument – law – merely make an empirical difference
to the subjects’ practical reasoning. For its part, the normative view states that the
sovereign’s main characteristic is its normative power to impose morally binding
obligations on the subjects, which as such do not have a direct link with the na-
tural duties imposed by natural laws. In this interpretation, the difference intro-
duced by legal directives is normative rather than causal or empirical.
The main passage where Hobbes explicitly analyzes the characteristic inequa-
lity of the commonwealth can be plausibly interpreted in either non-normative as
well as in normative ways. Even so, there are strong considerations in favor of the
normative reading. In particular, Hobbes’s analysis of the normativity of contrac-
tual obligations grounds the idea that there are normative differences between
the sovereign and his subjects. And there are also additional considerations for
preferring this interpretation. First, Hobbes’s command theory of law supports the
normative view. Next, the theory which states that there are only causal or em-
pirical differences between the sovereign and his subjects is poorly related to a
genuine contractarian theory of political obligation; in fact, it does not get a
theory of political obligation off the ground. Finally, the way sanctions for non-
compliance affect practical reasoning gives further reasons against the non-nor-
mative interpretation and in favor of the normative view.
Key words: Hobbes – inequality – sovereign power – law – contractual obligation
– political obligation – sanctions for non-compliance

Montesquieu, precursor de otra ciencia social


Diego Vernazza

La intención del presente artículo es desarrollar un concepto fundamental de


Montesquieu: el de espíritu general (esprit general). En primer lugar, propone-
mos una genealogía de esta noción, recorriendo el trayecto que va desde los

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resúmenes / summaries

primeros trabajos hasta El espíritu de las leyes. Luego, tratamos de integrar las
revisiones críticas de Hegel, Comte y Durkheim. Finalmente, tratamos de mos-
trar que esta discusión es un elemento central en la relación que mantienen la
filosofía política y las ciencias sociales.
Palabras clave: filosofía política – ciencias sociales – nación – ideal – Modernidad

The intention of this article is to develop a fundamental concept of Montesquieu:


the general spirit (esprit général). In the first place, we propose a genealogy of this
notion, from his earliest works to the Spirit of Laws; secondly we try to integrate
the critical reviews of Hegel, Comte and Durkheim; to conclude by showing how
this discussion is constitutive of the relationship between political philosophy and
social sciences.
Key words: political philosophy – social sciences – nation – ideal – Modernity

Caída y salvación en el Martín Fierro


Martín Böhmer
José Luis Galimidi

En este trabajo proponemos una lectura del Martín Fierro que discute con la
lectura canónica. La división del poema en dos, una Ida de un gaucho rebelde a
las tolderías y una Vuelta de un gaucho domesticado al territorio del Estado
nacional triunfante, se enfrenta con insalvables perplejidades en la cronología del
texto y en sus aspiraciones performativas. Una vez salvadas esas perplejidades
advertimos que el tiempo y el espacio del “Aquí me pongo a cantar…” da cuenta
de un Fierro diferente al que nos tiene acostumbrados aquella lectura. En efecto,
el poema cuenta, como el mítico viaje del héroe, la saga de un gaucho dispuesto
a sacrificar todo por mostrar las inconsistencias de un aparente paraíso original
en la Ida, que se convierte en padre maduro en la Vuelta decidido a asumir sus
responsabilidades pasadas y esperanzado en crear comunidad hacia el futuro.
Palabras clave: Martín Fierro – mito – fundación – comunidad

The canon divides the Poem in two, with a first part portraying a rebellious gau-
cho who eventually defects to Indian territory and a second part telling the story
of his return, the coming home of a tamed gaucho in peace with the triumphant
nation state. We believe that this reading faces insurmountable perplexities in
both the way it explains the chronology of the text and its performative aspira-
tions. Once these perplexities are solved, we find that the newly understood mo-
ment when Fierro starts his song recreates a different gaucho from the one por-

435
resúmenes / summaries

trayed in the canonic reading. In effect, the Poem tells, as in the mythical voyage
of the hero, the saga of a gaucho willing to sacrifice everything to show the incon-
sistencies of a pretended original paradise who turns a mature father decided to
assume his past responsibilities and hopefully wishing he can create a community
for the future.
Key words: Martín Fierro – myth – foundation – community

Pueblo sin representación. El esteticismo político de Martin Heidegger


Rodrigo Páez Canosa

El presente trabajo aborda las reflexiones acerca de lo político desarrolladas por


Heidegger entre los años 1927 y 1935. Con Ser y tiempo como eje central, toma
el concepto de pueblo como hilo conductor para indagar la comprensión heide-
ggeriana de los principales conceptos políticos como Estado, comunidad, auto-
ridad. Se sostiene en este trabajo que dicha comprensión puede ser definida como
esteticista en la medida en que no sólo elude toda mediación institucional, sino
que la entiende como contraria a la constitución del pueblo entendido propia-
mente. Se sitúa así, a pesar de compartir ciertos tópicos, en una posición antagó-
nica con la conceptualización moderna clásica de lo político. Se busca establecer
aquí que dicha contraposición se funda en la prescindencia por parte de Heide-
gger de uno de los conceptos fundamentales de la filosofía política moderna, el
concepto de representación.
Palabras clave: Heidegger – pueblo – representación – Estado

This article studies Heidegger’s thought on the political developed between 1927
and 1935. Focusing Being and Time, this work proposes the concept of people as
guide to inquire into Heidegger’s ideas on the main political concepts, such as
State, community and authority. It aims to show that those ideas can be defined
as aestheticist, not only because they evade every institutional mediation, but
also because they take such a mediation as contrary to the consolidation of the
people (Volk) properly understood. This way, Heidegger adopts a perspective
contrary to the modern political philosophy. This article tries to establish that
this antagonism takes place because Heidegger evades in his political thought
one of the most important concepts of the modern political philosophy, the con-
cept of representation.
Key words: Heidegger – people – representation – State

436
resúmenes / summaries

Arendt sobre Platón: la profesionalización de la política


Elisa Goyenechea

El trabajo analiza la interpretación de Hannah Arendt acerca del pensamiento


político de Platón. En esta perspectiva, la filosofía política comenzó con Platón,
transformó la acción (πράξις) en trabajo (πόιησις), e introdujo una división entre
los dos momentos de la praxis, el comenzar (ἄρχειν) y el lograr (πράττειν). En
consecuencia, Platón habría establecido dos funciones irreductibles: la del que
manda y la del que obedece, introduciendo así al experto en la esfera política.
Arendt clarifica su noción de praxis mediante el uso de una analogía con las artes
performativas, en las que la virtud aparece en la actuación misma. Lo político no
pertenece al dominio de los medios, sino que es un fin en sí mismo.
Palabras clave: Arendt – Platón – praxis – política – experto

The paper examines Hannah Arendt’s interpretation of Plato’s political thinking.


We shall show that Political Philosophy started with Plato and transformed action
(πράξις) into work (πόιησις) and introduced a division between the two moments
of praxis, to begin (ἄρχειν) and to achieve (πράττειν). Consequently, he establis-
hed two indomitable functions: the one who orders and the one who obeys. Thus,
he introduced the expert in the politic sphere. Arendt clarifies her notion of praxis
by using an analogy with the performative arts, in which virtue appears in the
performance itself. The Political does not belong in the domain of the means, but
it is an end in itself.
Key words: Arendt – Plato – praxis – politics – expert

437
Deus Mortalis
Número 1, 2002 Número 2, 2003

Dossier: Hobbes Dossier: Diagonales estético-políticas

Leiser Madanes: La previsión. Prometeo, Leiser Madanes: Hambre.


Hobbes y el origen de la política.
Andrés Rosler: La tragedia del desgobierno.
Andrés Rosler: Hobbes y el naturalismo Derecho, libertad y justicia en tres obras
político en Aristóteles. de Shakespeare.

José Luis Galimidi: Victoria no es conquista. Sebastián Abad: Entre la naturaleza y el


La evaluación hobbesiana de la guerra civil espíritu. El sujeto político de lo trágico.
inglesa.
Jorge E. Dotti: «Seguid a vuestro jefe».
Jorge Eugenio Dotti: ¿Quién mató al Leviatán? Reverberaciones decisionistas en Melville.
Schmitt intérprete de Hobbes en el contexto
del nacionalsocialismo. José Fernández Vega: El fin del arte como
fin de la política. Representación o la doble
crisis contemporánea de una noción.
Temas

José Fernández Vega: Miserias de la autonomía Temas


o la política del arte posmoderno.
Domenico Losurdo: Para una crítica de la
Luis Alejandro Rossi: «Tierra» e historicidad categoría de totalitarismo. Hannah Arendt, la
en El origen de la obra de arte. Guerra Fría y Los orígenes del totalitarismo.

Philip Kitzberger: Pareto en Weimar. José Luis Galimidi: Moisés, o la política


en el desierto.
Alberto Mario Damiani: El nuevo animal
político. El problema de la sociabilidad natural Alberto Mario Damiani: Reforma religiosa
en Vico. y revolución política. De la Aufklärung
al Vormärz.

Biblioteca Silvia Schwarzböck: El reino de los medios.


El fracaso de la política según Adorno.
John Locke. Escritos políticos juveniles (i)
El ensayo inglés de 1660. Martin Traine: La forma fundamental
Claudio O. Amor: Presentación, traducción del dominio es el racket. Max Horkheimer
y notas. y la política.

Biblioteca

John Locke. Escritos políticos juveniles (ii).


El ensayo latino de 1662.
Claudio O. Amor: traducción.
Número 3, 2004

Dossier: Polis/Cosmópolis William Rasch: «Un ser peligroso y dinámico».


Carl Schmitt: la prioridad lógica de la violencia
María E. Díaz y Pilar Spangenberg: y la estructura de lo político.
La confrontación entre sofística y filosofía
en torno a la noción de dy­na­mis. Jorge E. Dotti: ¿Cómo mirar el rostro
de la Gorgona? Antagonismo postestructuralis-
Lucas Soares: «Siguiendo las huellas ta y decisionismo.
del régimen político más genuino». Derivas del
filósofo-rey platónico.
Biblioteca
Gabriel Livov: Eunomía. Ley y legitimidad
en la filosofía política de Aristóteles. Jean-Jacques Rousseau,
Manuscrito de Ginebra, primera versión
Andrés Rosler: Aristóteles, Esparta de El contrato social (1755-1761)
y los límites de la obediencia política. Diderot, Derecho natural (1755)
Vera Waksman: introducción, traducción
Pablo Maurette: Del lógos al érgon: desventuras y notas.
del platonismo político.

Marcelo D. Boeri: Cosmópolis estoica,


ley natural y la transformación de las ideas
políticas en Grecia.

Temas

Antonio Hermosa Andújar: La conquista


de la fortuna. Ensayo sobre El Príncipe de
Maquiavelo.

Leiser Madanes: Hobbes y el Quijote.

Gianfranco Borrelli: Despotismo, conquista y


guerra civil en Leviatán, de Thomas Hobbes.

Rodrigo Páez Canosa: Al rescate de Helena. La


política estética del joven Nietzsche.

Philip Kitzberger: La crisis del orden liberal


y el ascenso del fascismo en cuatro artículos
de Vilfredo Pareto para La Nación.
Apéndice: Las cuatro colaboraciones
de Vilfredo Pareto para La Nación.

Rodolfo Biscia: El nacionalismo portátil


de James Joyce.
Número 4, 2005

Samuel Weber: «El principio


Dossier: Autoridad y dominio de representación» en Catolicismo romano
en la Edad Media y forma política de Carl Schmitt.

Antonio D. Tursi: «El hombre, un animal social Martín Traine: Regalar. Un capítulo incompleto
y político» en las consideraciones medievales: de teoría política.
Tomás de Aquino y Juan Quidort de París.
Marcelo Leiras: Eric Voegelin:
Julio Castello Dubra: Figura y función la iluminación de la experiencia
del gobernante en el Defensor Pacis de Marsilio para una Nueva ciencia política.
de Padua.

Carolina Julieta Fernández: La ley evangélica, Biblioteca


fundamento de la soberanía temporal
del emperador según Guillermo Friederich Nietzsche. Fragmento de una forma
de Ockham. ampliada de El nacimiento de la tragedia
Sebastián Abad: introducción, traducción
Martín D’Ascenzo: Medium concordantiae. y notas.
La jerarquía y el consenso en el pensamiento
político de Nicolás de Cusa.

Francisco Bertelloni: El modelo teórico


de la excepción en la teoría política medieval.

Temas

Kathrin Holzmayr Rosenfield: Edipo rey


y la emancipación política a través
de la gramática trágica.

José Luis Galimidi: «A people greedy


of Prophets». Hobbes y el profetismo bíblico.

Alberto Mario Damiani: Justificación


y crítica del poder despótico
en las teorías contractualistas.

Claudio Mario Aliscioni: Figuras


de la economía en Hegel: capital, policía
e impuestos.

Jorge E. Dotti: Ménage à trois sobre


la decisión excepcional: Kierkegaard,
Constant y Schmitt.
Número 5, 2006 Número 6, 2007

Temas Dossier: Distopías renacentistas

Leiser Madanes: La peste. Mariano Pérez Carrasco: Demócratas


y sabios redentores. Coluccio Salutati y
Antonio Hermosa Andújar: Legitimidad Marsilio Ficino lectores de Dante.
y conservación de la polis en Aristóteles.
Gregorio Piaia: El filósofo y la guerra.
Luciano Venezia: Thomas Hobbes sobre Un diálogo a distancia entre Erasmo
la normatividad de la moralidad. y Tomás Moro.

Denis Lerrer Rosenfield: ¿Cuál libertad? José Luis Galimidi: La verdad y su recepción
Hegel y los reformadores prusianos. en Utopía de Tomás Moro.

Enrico Nuzzo: Metáforas y lenguajes


en la historia de la filosofía política. Temas

Gabriel Livov: Aristóteles unitario.


Dossier: Liberales y liberalismos Impugnación metafísica y política
del federalismo.
Mariano Garreta Leclerq: Una justificación
política de la legitimidad liberal. Martin Traine: La apuesta.

Juliana Udi: La educación liberal. Rodolfo Biscia: La educación del oído republi-
cano. Política y estética musical
Facundo García Valverde: Los jueces en Rousseau.
no viven en cuevas.
Luis A. Rossi: Heidegger en 1934:
Claudio Amor: Liberalismo lockeano, intole- la crítica al liberalismo y los fundamentos
rancia (¿tolerante?) y tolerancia (¿intolerante?). de la comunidad.

Silvia Schwarzböck: Números que cuentan.


Biblioteca La sociedad de masas después de Arendt,
Adorno y Sade.
Ernst Jünger, Demonios de polvo.
Un estudio de la decadencia del mundo Emanuela Fornari: El cono de sombra
burgués (1931); El otro lado (1929) del multiculturalismo. Subalternidad
Alfred Kubin, Mundos del crepúsculo (1933) y subjetivización política en la crítica
Bautista Serigós: Introducción, poscolonial.
traducción y notas.

Biblioteca

François Guizot, Elecciones o de la formación


y de las operaciones de los colegios electorales.
Darío Roldán, Introducción, traducción
y notas.
Número 7, 2008

Dossier Biblioteca

Marco Filoni: Alexandre Kojève Alberto Mario Damiani, El Fichte de Lassalle:


antecedentes e influencias
Matteo Vegetti: Estado total, imperialismo,
imperio. Sobre el pensamiento político de Ferdinand Lassalle, El legado político de Fichte
Alexandre Kojève y el momento actual. Una carta a Ludwig
Walesrode
Edgardo Castro: De Kojève a Agamben:
posthistoria, biopolítica, inoperosidad Ferdinand Lassalle, La filosofía de Fichte
y el significado del espíritu del pueblo alemán
Edgardo Castro: Satisfacción y soberanía. Una
carta inédita en español de Bataille a Kojève

Temas

Julie Saada: El lobo, el monstruo y el burgués.


Tres interpretaciones de la animalidad humana
según Hobbes (Arendt, Foucault, Agamben)

Miguel Saralegui: La teología de Hobbes:


sinceridad y pecado

Claudio Oscar Amor: Civitas y religión civil


en Rousseau

Claudia Bacci: ¿Puede lo personal ser político?


Un escrito arendtiano sobre la cuestión judía,
publicado en Argentina

Apéndice: Hannah Arendt, Un medio


para la reconciliación de los pueblos

Miguel Vatter: Variedades de pluralismo,


igualdad jurídica y razón pública

Gregorio Piaia: De Estilicón a Hegel.


Génesis y valor de la moderna idea de Europa

Angelica Nuzzo: Confines, territorio e


identidad política en un mundo global
Número 8, 2009 Número 9, 2010

Dossier Dossier

José Luis Galimidi: «What Jerusalem stands Mercedes Ruvituso: Del estatuto de la obra
for»: judaísmo y filosofía política en Leo Strauss de arte al misterio de la economía

Carlo Galli: Schmitt, Strauss y Spinoza Alice Lagaay: Entre la poesía y la muerte.
La filosofía de la voz de Giorgio Agamben
Claudia Hilb: El filósofo y el soñador solitario.
Algunas reflexiones acerca del Rousseau Andrea Cavalletti: El filósofo inoperoso
de Strauss
Edgardo Castro: Vías paralelas: Foucault
Jean-François Kervégan: ¿Qué significa ser y Agamben. Dos arqueologías del biopoder
un teólogo de la jurisprudencia?
Bruno Karsenti: ¿Hay un misterio
Heinrich Meier: La querella por la teología del gobierno? Genealogía de lo político
política. Una mirada retrospectiva versus teología política

Miguel Vatter: Derecho natural y estado Temas


de excepción en Leo Strauss
Joaquín Migliore: Suárez y la formación
Jorge E. Dotti: Jahvé, Sion, Schmitt. del pensamiento en Inglaterra durante
Las tribulaciones del joven Strauss el siglo xvii

Temas María Jimena Solé: Spinozismo político


en el nacimiento de la Ilustración alemana:
Marc Crépon: De la heterogeneidad Matthias Knutzen y Johann Christian
de las civilizaciones Edelmann

José Fernández Vega: Observaciones sobre un Luis A. Rossi: Del monismo al pluralismo:
papado. Legitimidad estatal y confrontaciones el «modelo hobbesiano» y el Estado
filosóficas en torno a lo moderno en la filosofía política de Norberto Bobbio
Sandro Chignola: Michel Foucault y la política
Vera Waksman: El Sócrates de Rousseau los gobernados. Gubernamentalidad, formas
y la filosofía en la ciudad de vida, subjetivación

Biblioteca Cecilia Macon: Acerca de las pasiones públicas

María Jimena Solé: Friedrich H. Jacobi contra Biblioteca


la Revolución Francesa, o la fuerza del instinto
contra la tiranía de la razón Pablo Maurette: A Possession for everlasting.
Thomas Hobbes, traductor de Tucídides
Friedrich H. Jacobi: Fragmento de una carta
a Johann Franz Laharpe, miembro de la Thomas Hobbes: «Epístola dedicatoria»,
Academia francesa consideraciones «Al lector» y «Sobre la vida
y la Historia de Tucídides»
Friedrich H. Jacobi: Ocurrencias casuales
de un pensador solitario en cartas a amigos
de confianza
Número 10, 2011-2012 Número 11, 2015

Dossier Temas
Silvia Schwarzböck: La pregunta por el cine Francisco Bertelloni: Facere de necessitate
como pregunta por la política virtutem. El principio conservatio sui en la
teoría política medieval
Silvia Schwarzböck: La izquierda
cinematográfica. El cine en el lugar de la política Martín Rodríguez Baigorria: Hölderlin y
la modernidad política. Retórica entusiasta
Emilio Bernini: Los últimos hombres. Cine, y aceleración histórica
historia política y mito en Rainer W. Fassbinder
y Pier P. Pasolini Damián Rosanovich: Hegel y la cuestión
de los privilegios estamentales
Román Setton: «La sangre es más espesa que
el agua». El cine a la búsqueda de la identidad José Luis Galimidi: «Tamen usque recurret».
nacional: Hans Jürgen Syberberg y Alexandr Leo Strauss y las derivaciones de la concepción
Sokurov hobbesiana de soberanía
Américo Cristófalo y Silvia Schwarzböck: Luis Alejandro Rossi: El nazismo como
El cine es el Estado. Ironía, revuelta y crítica Stimmung. Los textos políticos del joven
radical de las imágenes en Guy Debord y Peter Emmanuel Levinas
Watkins
Mariano Pérez Carrasco: En el giro moderno
Temas hacia la inmanencia (A propósito del «Siger de
Brabante» de Eric Voegelin)
Luc Foisneau: Hobbes, Bayle y la mediocridad
del mal Julián Ferreyra: Deleuze y el Estado pluralista
Alberto Damiani: La soberanía popular en el Dossier
joven Fichte
Andrés Rosler: La guerra, entre la moral
Teodoro Klitsche de la Grange: Risorgimento y la política
y guerra civil
Andrés Rosler: Aristóteles sobre la guerra
Ricardo Crespo: Ética y política en John
Maynard Keynes Patricio Martín Goldstein: Hugo Grotius,
teórico moderno de la guerra
Julián Ferreyra: Deleuze y el Estado
Uwe Steinhoff: McMahan, defensa simétrica
Biblioteca y la igualdad moral de los combatientes
Jorge E. Dotti: Observación preliminar Biblioteca
Carl Schmitt: Ética del Estado y Estado Jean-Jacques Rousseau: Principios del derecho
pluralista de la guerra
Jorge E. Dotti: Notas complementarias Vera Waksman: Rousseau: guerra, paz y libertad
Indicaciones para el envío de originales

Deus Mortalis.Cuaderno de Filosofía Política es una publicación de periodicidad anual, dedicada a un


espectro de lectores interesados, estudiosos y/o especialistas en el pensamiento político y social.
Presenta trabajos inéditos sobre las ideas, símbolos y cuerpos de doctrina en los que se expresan
discursos y prácticas políticos, en sus variados contextos históricos y culturales en general.

Las colaboraciones deben ser enviadas al director de la publicación por e-mail y en una copia impresa
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Todos los trabajos son sometidos a un referato a cargo del Consejo Editorial y también de evaluado-
res externos, nacionales y/o extranjeros.
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y la originalidad de las ideas que los trabajos aporten a la reflexión y a la discusión pluralistas sobre
los problemas y planteos tematizados.

Fecha de recepción: 31 de julio.


Fecha de publicación: noviembre-diciembre.

Pautas editoriales

Los títulos o subtítulos se apoyarán sobre margen izquierdo.


El primer párrafo después de título o subtítulo irá sin sangría. El resto la llevará.
Nunca se usará bold (o negritas) dentro del texto. Tampoco se usará subrayado.
Toda palabra o expresión que desee destacarse, o se transcriba en idioma extranjero, figurará en
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Los períodos históricos se consignarán completos y entre guiones. Ejemplo: 1789-1848.
El guión se usará para la separación entre sílabas y entre palabras que denoten opuestos o contra-
rios (ejemplo: guerra franco-prusiana). Los compuestos más usuales pueden pueden escribirse juntos
(ejemplo: socioeconómico). Para indicar una relación se usará la barra (ejemplo: amo/esclavo; amigo/
enemigo).
Las rayas sólo se usarán para aclaraciones que podrían ir entre comas, utilizadas para facilitar la
comprensión. Se evitarán aclaraciones entre rayas antes de un punto final. No se utiliza nunca raya
inicial solamente.

Prefijos: se escribirá pos y no post, excepto cuando el prefijo sea seguido por una vocal (ejemplo:
postestructuralista). Los prefijos separables se escribirán sin guión y a un espacio de la palabra
siguiente (ejemplo: ex alumno). Los prefijos inseparables se unirán a la palabra, siguiendo la primera
regla (ejemplo: posmoderno). Cuando se separa en sílabas, se evitará separar el prefijo.
Comillas: se entrecomillarán los títulos de capítulos o de partes de un libro, los artículos de revista.
Cuando no se trata de estos casos, el entrecomillado se usa exclusivamente para citas. Matices que el
autor quiera destacar (irónicos o similares) y palabras extranjeras se escriben en cursivas.
Las comillas a usar son comillas francesas: « ». Para dos niveles de citas se usarán comillas francesas
para abrir y cerrar la cita, y comillas dobles (“ ”) para la/s palabra/s que en la citá esté/n comillada/s.
Ejemplo: Dice Hegel: «cuando hablamos de “filosofía” bien entendida, hablamos de “idealismo”».
Citas: en el medio de la cita, siempre que se omita parte del texto citado, se escribirán tres puntos entre
corchetes. Ejemplo: Dice Hegel: «cuando hablamos de “filosofía” […], hablamos de “idealismo”».
También irá/n entre corchetes cualquier palabra/s aclaratoria/s, expresiones o indicaciones que el
autor quiera intercalar en el texto citado, pero que no aparezca en éste. Ejemplo: Dice Hegel: «cuan-
do hablamos de “filosofía” bien entendida [es decir: lo que este filósofo entiende por ella], hablamos
de “idealismo”».
Las citas textuales se escriben con la misma tipografía que el resto del texto, y si trascribe en cur-
sivas alguna expresión que en el original citado no está así, debe aclararlo con esta fórmula: (las cur-
sivas son nuestras).
Téngase en cuenta la situación siguiente. Se puede indicar un término extranjero: A) como la expre-
sión original de la cual se está dando una traducción sin que sea una cita. Ejemplo: En Hegel es clave
la idea de espíritu (Geist). B) Pero también se lo puede hacer como cita. Ejemplo: En Hegel es clave la
idea de «espíritu [Geist]».

El orden a seguir en las referencias bibliográficas en notas a pie de página es el siguiente:


A) autor, título (en cursivas si se se trata de un libro), editorial, lugar, fecha, p. o pp. (si se cita más
de una página). El autor se consigna siempre con nombre y apellido en ese orden.
B) autor, título entre comillas francesas (cuando se trata de un artículo), nombre de la fuente en
cursivas (o sea, el nombre de la revista), volumen en números romanos o arábigos (según el original),
año, el número (indicado con Nº) y la cifra en arábigo (cuando un mismo volumen consta de varios
números), pp. …-… Cuando se quiera indicar el lugar preciso de la cita, poner primero las páginas
que ocupa el artículo y luego, tras un punto y coma, escribir: cf. p. …
C) autor, título entre comillas francesas (cuando se trata de una parte, capítulo, parágrafo con
título o similares de un libro), título y demás datos de la fuente (siguiendo las indicaciones del punto
A) introducidos con un “en”, indicación de las páginas y –si es el caso– del lugar preciso de la cita.

En el caso de Bibliografías al final del texto, el orden será el inverso (apellido y nombre/s) y la lista
de autores estará ordenada alfabéticamente.

Notas: la llamada dentro del texto figurará después del signo de puntuación, cualquiera fuere, y serán
siempre en número, excepto en el caso de aclaraciones del traductor cuando se trata de una traducción,
y ellas se consignarán con asterisco/s (*/**), los cuales remiten a notas del traductor a pie de página.
La/s nota/s inmediatamente posterior/es a la que hace la referencia bibliográfica, que mantenga/n
el mismo texto que ésta, se consignará/n así: Idem, seguido del número de página (Idem, p. …); y si
además del mismo texto, se cita la misma página, se indicará así: Ibid., sin otra referencia (Ibid.).
También se utilizará idem, para no repetir el nombre del autor del libro, cuando coincide con el
autor del artículo, parte, capítulo, parágrafo con título o similares, incluido en ese libro.
Cuando se cite una obra a la cual ya se ha hecho referencia, pero no en la nota inmediatamente
anterior a la que nos interesa ahora, y no haya posibilidad de confusiones con otras obras del mismo
autor, también ya citadas, se consignará el nombre completo del autor seguido de op. cit. y el núme-
ro de página.
Cuando de un mismo autor se cita más de una obra, luego de la referencia completa en la primera
oportunidad de cada una de sus obras, en las notas sucesivas se escribirá el nombre y apellido del
autor, seguidos por las primeras palabras de la obra ya citada, una coma, tres puntos suspensivos, op.
cit., y el número de página. Igualmente se procederá con las restantes obras del autor.
El volumen se consignará con: vol., y el número en arábigo. Si es plural: vols.
El tomo se consignará con: t., y el número en romanos. Si es plural: ts.
Confróntese se abreviará: cf.
Para indicar una referencia interna en el texto o una referencia externa en el caso de otro autor, se
usará: véase (no: ver).

El autor deberá acompañar su trabajo con un resumen en castellano y en inglés, de 4 a 6 renglones y


con una lista de tres a cinco palabras clave, también en ambos idiomas, que irán luego del resumen.
Este material debe incluirse al final de la colaboración enviada.
Cantidad de ejemplares: 400
Tipografía: Garamond Stempel
Interior: papel Booksel de 80 g.
Tapas: cartulina ecológica de 220 g.

Impresión: Nuevo Offset, Viel 1444,


Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Registro de la propiedad intelectual nº 509868


Hecho el depósito que marca la ley nº 11.723

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