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Literatura y Anti-imperialismo: La emergencia del contra-discurso neocolonial


de los recursos naturales en América Latina

Thesis · June 2009


DOI: 10.13140/RG.2.1.4580.1126

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1 author:

Ana María Vara


National University of General San Martín
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UNIVERSITY OF CALIFORNIA
RIVERSIDE

Literatura y anti-imperialismo: emergencia del contra-discurso neocolonial de los


recursos naturales en América Latina

A Dissertation submitted in partial satisfaction


of the requirements for the degree of

Doctor of Philosophy

in

Spanish

by

Ana María Vara

June 2009

Dissertation Committee:
Dr. Raymond L. Williams, Chairperson
Dr. Benjamin Liu
Dr. William W. Megenney
Copyright by
Ana María Vara
2009
ABSTRACT OF THE DISSERTATION

Literatura y anti-imperialismo: emergencia del contra-discurso neocolonial de los


recursos naturales en América Latina

by

Ana María Vara

Doctor of Philosophy, Graduate Program in Spanish


University of California, Riverside, June 2009
Dr. Raymond L. Williams, Chairperson

Este trabajo se propone examinar la emergencia y consolidación de un discurso anti-

imperialista sobre los recursos naturales que se desarrolló inicialmente en la literatura

latinoamericana en las primeras cuatro décadas del siglo XX, y que tuvo amplia

circulación a lo largo del siglo en la región. Se trata de un discurso anti-hegemónico,

relacionado con la denuncia de las condiciones de explotación colonial pero, sobre todo,

neocolonial de los recursos naturales de la región; y latinoamericanista, en tanto hermana

las naciones de la región en un colectivo sometido a explotación. El mismo alcanzó un

momento desarrollo pleno en el libro del escritor uruguayo Eduardo Galeano, Las venas

abiertas de América Latina (1971).

Exploramos las raíces literarias de este discurso en obras periodísticas y narrativas

producidas en relación con dos áreas geográficas y culturales bastante diferentes de

América del Sur: la selva misionera de la cuenca del Plata, y las zonas andinas del Perú y

el Ecuador. Esta deliberada heterogeneidad del corpus busca demostrar que los patrones

iv
hallados en esas obras trascienden su adscripción a determinados géneros, tendencias

estéticas o tradiciones nacionales, para dejar en evidencia el alcance latinoamericano del

objeto de nuestra indagación.

Analizamos obras de Rafael Barrett, un escritor nacido en España pero que dejó

una marca decisiva en la literatura latinoamericana: la serie de artículos Lo que son los

yerbales paraguayos (1908); el folleto El terror argentino (1910); las recopilaciones de

artículos El dolor paraguayo (1911), Moralidades actuales (1910) y Mirando vivir

(1912); y la recopilación de relatos Cuentos breves. Del natural (1911). Luego nos

concentramos en el diálogo entre las obras de Barrett y del uruguayo Horacio Quiroga,

analizando su novela corta Las fieras cómplices (1908); y sus cuentos “Los mensú”

(1914), “Una bofetada” (1916), y “Los precursores” (1929). Nuestro análisis de la novela

El tungsteno (1931), del peruano César Vallejo, examina un momento de florecimiento

del discurso neocolonial de los recursos naturales, en obras representativas de una

tendencia anti-imperialista dentro del “realismo social.” Finalmente, analizamos la novela

Huasipungo (1934), del escritor ecuatoriano Jorge Icaza, para indagar los puntos en

común entre nuestro discurso y la narrativa “indigenista.”

v
TABLE OF CONTENTS

Capítulo 1 – Introducción……………………………………………………….......... 1

Capítulo 2 – Rafael Barrett, el precursor: los brillos de la ciudad, el infierno

de los yerbales y la novela de una vida……………………………………………...... 53

Capítulo 3 – Tempranas reelaboraciones: los libros de Rafael Barrett,

los cuentos de Horacio Quiroga……………………………………………………..... 141

Capítulo 4 – Novela social y anti-imperialismo: el relato de un proceso

en El tungsteno………………………………………………………………………... 234

Capítulo 5 – Reflexión sobre el pasado colonial y heterogeneidad: diálogo

con el indigenismo en Huasipungo………………………………………………....... 314

Capítulo 6 – Conclusiones……………………………………………………………. 406

Obras citadas…………………………………………………………………………. 425

vi
Capítulo 1 – Introducción

Pero como tenemos bosques y cafetales,


hierro, carbón, petróleo, cobre, cañaverales,

(lo que en dólares quiere decir muchos millones)


no importa que seamos quechuas o motilones.

Vienen pues a ayudarnos para que progresemos


y en pago de su ayuda nuestra sangre les demos.

Nicolás Guillén, “Crecen altas las flores”

Este trabajo se propone analizar la emergencia y consolidación de un discurso

anti-imperialista sobre los recursos naturales que se desarrolló inicialmente en la

literatura latinoamericana—el ensayo y la narrativa sobre todo, pero no únicamente—en

las primeras cuatro décadas del siglo XX, y que tuvo amplia circulación a lo largo del

siglo en la región, en particular vinculado con movimientos de protesta o insurgencia.

De hecho, la observación que da origen a esta indagación se basa en una

investigación previa, acerca de una controversia ambiental en la frontera entre el Uruguay

y la Argentina iniciada en 2003, donde comprobamos la re-emergencia de este discurso. 1

Esta controversia ganó gran visibilidad pública en 2005, debido a la fuerte oposición de

ciertas poblaciones argentinas a los planes de dos empresas transnacionales con sede en

Europa—la española Ence y la finlandesa Botnia—de instalar dos grandes plantas de

producción de pasta de celulosa en la localidad uruguaya de Fray Bentos, a la vera del río

Uruguay, frontera natural entre los dos países. El epicentro de la protesta fue—y sigue

siendo, dado que la controversia no se ha cerrado—la ciudad de Gualeguaychú, en la

provincia argentina de Entre Ríos, dedicada sobre todo a la actividad agrícola y el

1
turismo, donde prácticamente todos los sectores sociales se movilizaron en contra de los

emprendimientos industriales. Allí se constituyó un movimiento social, la Asamblea

Ciudadana de Gualeguaychú, actor clave en la movilización y eje de una “transnacional

advocacy network,” en la terminología de Margaret E. Keck y Kathryn Sikkink, es decir,

una red de actores nacionales e internacionales que tuvieron actuación en la protesta.

En determinado momento de su desarrollo—especialmente, durante la primera

mitad de 2006—la controversia pareció seguir la frontera bi-nacional, observándose que,

en general, la opinión pública uruguaya adoptaba una actitud que ciertos autores

caracterizaron como “productivista,” apoyando la instalación de las plantas y la decisión

que había adoptado su gobierno de autorizar su construcción, mientras que la opinión

pública argentina parecía adoptar mayoritariamente una actitud “ambientalista,” en contra

de las mismas, y apoyando la protesta diplomática presentada por el gobierno de su país.

De hecho, como hemos analizado, en el movimiento social que surgió en Gualeguaychú,

pudieron observarse los clásicos marcos interpretativos de las disputas ambientales, con

su preocupación por las cuestiones de riesgo y de distribución riesgo-beneficio.

Sin embargo, aún en los momentos más álgidos del enfrentamiento diplomático

entre la Argentina y el Uruguay—uno de los más serios en la historia de su relación—

activistas ambientalistas y sociales de ambos países siguieron en contacto y coordinando

acciones de protesta, como había sucedido en los inicios de la controversia, cuando

activistas uruguayos que se habían opuesto tempranamente a los proyectos alertaron a los

argentinos, dado que el gobierno uruguayo no respondía a sus protestas. Evidentemente,

seguían compartiendo una comprensión de la situación similar.

2
En la observación del desarrollo de la controversia pudo detectarse que, entre los

elementos que habían permitido el sostenido acercamiento de los activistas de ambos

países, se destacaba el que compartían un mismo framing, una misma comprensión de la

situación. En sociología, dentro del área de estudios de los movimientos sociales, autores

como Snow et al., citando a Erving Goffman, definen la noción de “framing” como

“‘interpretation schemata’ that enable individuals ‘to locate, perceive, identify and label’

occurrences within their life space and the world at large.” Es decir, el framing de un

fenómeno es fundamental para que los actores puedan responder al mismo de manera

conjunta: “By rendering events or occurrences meaningful, frames function to organize

experience and guide action, whether individual or collective” (464). En ciertos textos

producidos por actores del movimiento social se percibían las marcas de un framing anti-

imperialista, que permitía a los activistas uruguayos y argentinos superar la percepción

del conflicto como bi-nacional, para entenderlo como el de pueblos dependientes que

resultaban igualmente—hermanadamente—sometidos a los intereses de países centrales.

Esas marcas se advertían, por ejemplo, en consignas de claro tono anti-imperialista como

“Botnia, go home,” frase con que se embanderó el puente internacional que une las

ciudades de Fray Bentos y Gualeguaychú en una marcha que reunió a más de cien mil

personas en 2007; en las pancartas que repetían las palabras del prócer uruguayo José

Gervasio de Artigas: “No venderé el rico patrimonio de los uruguayos al precio vil de la

necesidad”; así como en la insistente preocupación por el uso de un recurso natural

presentado como escaso y valioso, el agua, por el que las empresas europeas tendrían

3
especial interés, que se observaba tanto en informes de científicos locales como en la

folletería de la Asamblea de Gualeguaychú.

Un segundo aspecto al que se refieren Snow et al. cuando discuten las cuestiones

de framing y de frame-alignment—los procesos que permiten articular las acciones de los

activistas—es la noción de “cycles of protest,” que toman de Sydney Tarrow. Estos ciclos

históricos de protesta pueden ir asociados con “master frames,” es decir, con grandes

marcos interpretativos novedosos, “that not only inspire and justify collective action, but

also give meaning to and legitimate the tactics that evolve.” Estos autores sostienen que,

con posterioridad, estos master frames pueden ser utilizados por otros movimientos

sociales:

Just as some forms of innovative collective action become part of the evolving
repertoire for subsequent SMOs [social movement organizations] and protesters
within the cycle, so it seems reasonable to hypothesize that some movements
function early in the cycle as progenitors of master frames that provide the
ideational and interpretive anchoring for subsequent movements later on in the
cycle. (Snow et al. 477)

El movimiento social surgido en Gualeguaychú parecía estar haciendo uso de un

master frame previo. Resonaban en sus consignas los ecos de un discurso anti-

imperialista y latinoamericanista: nos referimos a la denuncia de las condiciones de

explotación colonial pero, sobre todo, neocolonial en relación con los recursos naturales

de la región, discurso que, creemos, alcanzó su momento de explicitud y desarrollo pleno

en el libro de mayor éxito del escritor uruguayo Eduardo Galeano, Las venas abiertas de

América Latina, publicado en 1971. Así cuenta la historia de la región el primer párrafo

de esta obra, resumiendo los aspectos centrales de ese discurso:

4
La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan
en ganar y otros en perder. Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos
América Latina, fue precoz: se especializó en perder desde los remotos tiempos
en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le
hundieron los dientes en la garganta. Pasaron los siglos y América Latina
perfeccionó sus funciones. Éste ya no es el reino de las maravillas donde la
realidad derrotaba a la fábula y la imaginación era humillada por los trofeos de la
conquista, los yacimientos de oro y las montañas de plata. Pero la región sigue
trabajando de sirvienta. Continúa existiendo al servicio de las necesidades ajenas,
como fuente y reserva del petróleo y el hierro, el cobre y la carne, las frutas y el
café, las materias primas y los alimentos con destino a los países ricos que ganan,
consumiéndolos, mucho más de lo que América Latina gana produciéndolos. (1)

De hecho, Galeano había sido uno de los intelectuales que se involucraron

tempranamente en la controversia—entre otras acciones, fue signatario de una

declaración pública presentada en el Foro Social Mundial de Porto Alegre en 2003. Por

otra parte, él mismo había enmarcado la comprensión de la controversia muy claramente

en este discurso en algunos textos. Como publicó en 2006 en una nota de opinión en un

diario porteño, en su visión podrían vincularse las viejas explotaciones del oro y la plata,

las menos viejas del azúcar o el cacao, las más recientes de la deuda externa, con las

novísimas de los cultivos transgénicos y la celulosa, que prometiendo esplendores,

dejaron a América Latina más pobre y sufriente que antes:

Según la voz de mando, nuestros países deben creer en la libertad de comercio


(aunque no exista), honrar la deuda (aunque sea deshonrosa), atraer inversiones
(aunque sean indignas) y entrar al mundo (aunque sea por la puerta de servicio).
Entrar al mundo: el mundo es el mercado. El mercado mundial, donde se compran
países. Nada de nuevo. América latina nació para obedecerlo, cuando el mercado
mundial todavía no se llamaba así, y mal que bien seguimos atados al deber de
obediencia.
Esta triste rutina de los siglos empezó con el oro y la plata y siguió con el azúcar,
el tabaco, el guano, el salitre, el cobre, el estaño, el caucho, el cacao, la banana, el
café, el petróleo... ¿Qué nos dejaron esos esplendores? Nos dejaron sin herencia ni
querencia. Jardines convertidos en desiertos, campos abandonados, montañas

5
agujereadas, aguas podridas, largas caravanas de infelices condenados a la muerte
temprana, vacíos palacios donde deambulan fantasmas.
Ahora es el turno de la soja transgénica y de la celulosa. Y otra vez se repite la
historia de las glorias fugaces, que al son de sus trompetas nos anuncian desdichas
largas. (“Salvavidas de plomo”)

Identificar la obra de Galeano, entonces, representó una etapa clave en nuestra

búsqueda del master frame que informaba el framing anti-imperialista que habíamos

encontrado en la controversia sobre las pasteras. En este punto, consideramos pertinente

revelar una suerte de traducción entre disciplinas, que ya hemos anticipado tácitamente.

Partiendo, como dijimos, de terminología de la sociología, querríamos acercarnos a los

estudios literarios, vinculando la noción de master frame con la de “hegemonic

discourse,” propuesta por Roberto González Echevarría.

Este autor postula la existencia de tres “hegemonic discourses” en la narrativa

latinoamericana: el “legal discourse” durante el período colonial; el “scientific” durante

el siglo XIX hasta la “crisis of the 1920s”; y el “anthropological,” que sitúa desde esa

década hasta la publicación de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier en 1949, y Cien

años de soledad de Gabriel García Márquez en 1967. En su definición, un “hegemonic

discourse” es aquél “backed by a discipline, or embodying a system, that offers the most

common description of humanity and accounts for the most widely held beliefs of the

intelligentsia” (Myth and Archive 41). La popularidad y circulación de este tipo de

discurso depende de su capacidad para imponerse a los miembros de una comunidad

como un modo de entender el mundo: “Prestige and socio-political power give these

forms of discourse currency.” Contrariamente, cuando estos discursos pierden su valor y

son abandonados, devienen “merely stories or myths, voided of power in the present.”

6
Quisiéramos destacar otros tres aspectos de la definición de González Echevarría. El

primero tiene que ver no sólo con la circulación sino, sobre todo, con la recepción activa

de estos discursos por parte de los miembros de la comunidad. En la medida en que, en

estos discursos, los miembros de una comunidad encuentran patrones para comprender la

“realidad” que les resultan transparentes, invisibles, estos discursos ordenan la

percepción, e imponen una interpretación sin hacerse notar. Así lo explica González

Echevarría: “the individual finds stories about himself and the world that he or she finds

acceptable, and in some ways obeys” (Myth and Archive 41).

En relación con la búsqueda del marco interpretativo que informó el framing que

detectamos, entonces, nos interesa analizar el surgimiento en obras ensayísticas y

literarias latinoamericanas de las primeras décadas del siglo XX de un discurso de

denuncia anti-imperialista sobre los recursos naturales, que encarna un sistema, el que

hemos dado en llamar contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, aproximando

las nociones de imperialismo y neocolonialismo. 2 En este aspecto, seguimos la propuesta

de Mary Louise Pratt en su libro Imperial Eyes, acerca de la literatura de viajes sobre

América Latina, quien considera el “neocolonialism” como “the last stage of

imperialism,” basándose en las ideas de Kwame Nkrumah. Así caracteriza Pratt la

situación paradójica de sometimiento en la que se encuentran países formalmente

independientes pero informalmente dependientes, que persiguen un ideal de progreso que

resulta inalcanzable, debido a la posición de esos países en el mismo sistema que lo

propone:

Neocolonial status is a predicament. Politically, it brings to the state the


obligations of a nation-state without the powers to chart its own course. While

7
modernity imagines a progressive process that will eventually make all nations
equally modern, neocolonialism acts to limit a state’s ability to develop itself. The
fruits of productivity flow outward, toward the pockets of investors abroad. (226)

El contra-discurso neocolonial de los recursos naturales emergería inicialmente y

reaparecería con posterioridad asociado con movimientos de protesta, como la

controversia ambiental sobre las plantas de producción de pasta de celulosa que

comentamos; o de insurgencia, como la Revolución Cubana, como manifiesta el epígrafe

del poema de Guillén—casi el poeta oficial de la revolución—de 1963. 3 En este punto,

agregamos el segundo aspecto de la definición de González Echevarría sobre el que

quisiéramos detenernos: a diferencia de los caracterizados por este crítico, el discurso

sobre el que nos proponemos trabajar no llegaría “from outside” (Myth and Archive 41);

sino que surgiría, creemos, de manera predominante a partir de la reflexión sobre la

propia historia de la región, resignificando elementos tomados de doctrinas de izquierda,

como el anarquismo, el socialismo y el marxismo. 4 Ahora bien, el tercer rasgo que

queremos considerar tiene que ver con el calificativo “hegemonic” que usa González

Echevarría. En el caso del discurso que nos interesa, si bien se trata de un marco

interpretativo que se impone a los miembros de la comunidad y que por eso podría

caracterizarse como “hegemonic” siguiendo esa terminología, creemos que resulta más

adecuado calificarlo de “anti-hegemónico,” por estar asociado con movimientos

alternativos o anti-sistémicos. Por ese motivo lo denominamos “contra-discurso.”

Este discurso alcanzaría su mayor desarrollo y formulación explícita en el libro de

Galeano, Las venas abiertas de América Latina. Este largo ensayo, que abarca un abanico

temporal de cinco siglos y se despliega por diversos puntos de la región en relación con el

8
período colonial y dos períodos neocoloniales—el británico y el norteamericano—,

construye una meta-narrativa a partir de un sinnúmero de relatos históricos, de los que se

nutre y a los que, en movimiento reflejo, ilumina retrospectivamente. 5 De este modo,

este discurso comprendería aproximadamente el mismo período que González Echevarría

establece para el “anthropological discourse.” Sin embargo, no pretendemos postular,

como hace este autor, que este marco interpretativo domina todo el período. Creemos que

se trata de un discurso que tiene amplia circulación pero que no es de ninguna manera

omnipresente ni único.

En busca del origen: una genealogía literaria

La publicación de Las venas abiertas de América Latina dio a Galeano nombre en

la región. Hasta entonces, este joven periodista, editor de la revista Marcha, había escrito

una novela y un libro de cuentos sobre la burguesía rioplatense: Los días siguientes, en

1963; y Los fantasmas del día del león en 1967. También había publicado un ensayo

político, Guatemala, clave de Latinoamérica, a partir de una investigación periodística

realizada en ese país a pedido de la revista norteamericana Rampart en 1968, como

explica Gabriel Saad. Este crítico también señala que a partir de esa experiencia, Galeano

tuvo la idea de “reunir en un libro de ensayos la historia y el presente del saqueo a que se

ve sometida América Latina desde hace más de cuatro siglos” (461). Galeano comenzó a

investigar para su trabajo en 1968, y viajó por la región con ese fin hasta 1970, cuando

comenzó a escribir: “Trabajaba esencialmente de noche, acumulando libros, informes

técnicos, balances bancarios y testimonios orales,” según Saad (461). Escrita en apenas

9
tres meses, Las venas abiertas ha superado las cincuenta ediciones en español y ha sido

traducida a más de doce idiomas, contribuyendo decisivamente a hacer de Galeano uno

de los autores más leídos de la región, como confirma Gerald Martin (“Hope springs

eternal” 150). El testimonio de Isabel Allende deja en evidencia la importancia del libro

para la generación de jóvenes de la década del setenta:

Many years ago, when I was young and still believed that the world could be
shaped according to our best intentions and hopes, someone gave a book with a
yellow cover that I devoured in two days with such emotion that I had to read it
again a couple more times to absorb all its meanings: Open Veins of Latin
America, by Eduardo Galeano. (ix)

Martin considera que Las venas abiertas no sólo constituye la obra por la que

Galeano será recordado, sino “surely one of the great essays of the continent” (“Hope

springs eternal” 150). Entre otros autores, Diana Palaversich ha vinculado la visión

política de Galeano en este libro con la de André Gunder Frank, en relación con su teoría

de la dependencia (“Eduardo Galeano’s Memoria del fuego” 135). Ciertamente, el libro

menciona a Gunder Frank en los agradecimientos, junto a otros autores, además de citarlo

en las notas bibliográficas. Excede el alcance de este trabajo el rastreo exhaustivo de las

fuentes teóricas del ensayo de Galeano, pero creemos que la aparición Las venas abiertas

no puede considerarse aislada de la discusión del marco de la teoría de la dependencia

que puede atribuirse, por otra parte, tan legítimamente a Gunder Frank como a autores

latinoamericanos, como Fernando Henrique Cardoso y Enzo Falletto, cuya obra

Dependencia y desarrollo en América Latina fue publicada, como la de Galeano, en

1971. Galeano también menciona a ensayistas vinculados a la tradición del revisionismo

histórico, como el argentino Raúl Scalabrini Ortiz, entre otras influencias que pueden

10
advertirse. Como ha señalado Martin, la obra “includes a revisionist, nationalist defense

of nineteenth-century dictators such as Rosas of Argentina and Francia of Paraguay—

using the sorts of arguments usually invoked to defend the populist Argentinian leader

Juan Domingo Perón” (“Hope springs eternal” 150).

Las venas abiertas fue acabadamente descrito por Daniel Fischlin y Martha

Nandorfy como “an economic and political analysis of the exploitative relations of

European and North American cultures to Latin America” (2). Los editores del Monthly

Review—cuyo sello editorial realizó la traducción al inglés de la obra apenas dos años

después de la publicación original, y realizó una edición conmemorativa de su vigésimo

quinto aniversario en 1998—lo presentaron como un libro de “political economy” que

marca un hito en los trabajos de la especialidad:

Since its U.S. debut a quarter-century ago, this brilliant text has set a standard for
historic scholarship of Latin America. It is also an outstanding political economy,
a social and cultural narrative of the highest quality, and perhaps the finest
description of primitive capital accumulation since Marx.

Las venas abiertas es a la vez una obra argumentativa y narrativa, política y lírica,

informativa y emotiva. Mereció reseñas en revistas académicas de ciencias sociales,

donde fue presentada mayoritariamente como una obra periodística, con algunos sesgos y

distorsiones, aunque representativa de la visión de los intelectuales latinoamericanos

sobre la historia de la región. 6 Por otra parte, sin menoscabar su valor documental, la

crítica literaria ha destacado el papel de lo afectivo en el libro. Ángel Rama la define

como “un ensayo narrativo o una novela ensayística que definió su nuevo nivel de

conocimiento dentro de un clima emocional” (“Galeano en busca” 24). Su tono, según

11
Martin, es “at once bleak and passionate, one of controlled moral outrage” (“Hope

springs eternal” 150). Caleb Bach la califica de “smoldering discharge; full of rage for

which he does not repent” (3). Vinculando tono y estilo del autor, sostiene Allende sobre

la obra: “His arguments, his rage, and his passion would be overwhelming if they were

not expressed with such a superb style, with such masterful timing and suspense” (xii).

En el modo torrencial de acumular información, Las venas abiertas transmite

cierta ansiedad por persuadir y deja en evidencia que fue pensada como un proyecto

totalizador de desmitificación. La obra se propone como la “otra” historia de América

Latina, como el trabajo que va a descorrer el velo de un engaño: “una suerte de

contrahistoria,” en palabras del propio Galeano (De Las venas abiertas 3). 7 Confirmando

esta visión y refiriéndose al público al que está dirigida, Palaversich la considera “the

first truly alternative and popularized version of [the] history of Latin America”

(“Eduardo Galeano” 135). Las oposiciones, paradojas e inversiones de la siguiente cita

tomada de sus páginas de apertura dramatizan este gesto develador:

Para quienes conciben la historia como una competencia, el atraso y la miseria de


América Latina no son otra cosa que el resultado de su fracaso. Perdimos; otros
ganaron. Pero ocurre que quienes ganaron, ganaron gracias a que nosotros
perdimos: la historia del subdesarrollo de América Latina integra, como se ha
dicho, la historia del desarrollo del capitalismo mundial. Nuestra derrota estuvo
siempre implícita en la victoria ajena; nuestra riqueza ha generado siempre
nuestra pobreza para alimentar la prosperidad de otros: los imperios y sus
caporales nativos. En la alquimia colonial y neocolonial, el oro se transfigura en
chatarra, y los alimentos se convierten en veneno. (5)

Además del propósito general de la obra que manifiesta la cita, merecen

comentarse ciertos elementos presentes en la segunda parte, subrayada en el original: la

mención de actores extranjeros y cómplices locales como responsables y beneficiarios del

12
despojo denunciado—“los imperios y sus caporales nativos.” Asimismo, es de destacar la

comprensión de la historia de América Latina como marcada por dos etapas de

explotación. En este sentido, en Las venas abiertas Galeano deja de manifiesto por

primera vez una visión de la historia de la región marcada por cierto maniqueísmo, que

repetiría en obras posteriores. Como comenta Palaversich al analizar Memoria del fuego,

Galeano concibe la historia latinoamericana como un círculo vicioso de


explotación y confrontación entre los buenos (el pueblo latinoamericano) y los
malos (colonizadores, las fuerzas extranjeras y sus aliados domésticos)
aparentemente interrumpido por el triunfo de las revoluciones cubana y
nicaragüense. (“Eduardo Galeano, entre el postmodernismo” 14)

Ahora bien, las dos etapas de explotación descritas en Las venas abiertas están

relacionadas a su vez con dos tipos de productos: los metales preciosos vinculados con la

primera colonización; los productos de la tierra que caracterizan la era imperialista. La

cuestión de los recursos naturales es clave en esta obra; tiene un sentido organizador y

explicativo, como han descrito los editores del Monthly Review:

Rather than chronology, geography, or political successions, Eduardo Galeano has


organized the various facets of Latin American history according to the patterns
of five centuries of exploitation. Thus he is concerned with gold and silver, cacao
and cotton, rubber and coffee, fruit, hides and wool, petroleum, iron, nickel,
manganese, copper, aluminium ore, nitrates, and tin.

La estructura de la obra es una de los secretos de su fuerza persuasiva. 8 Parte de

la dependencia directa de la época colonial, y la explotación del oro y la plata,

fuertemente asociados con la codicia en el imaginario occidental. Luego cuenta la misma

historia pero en relación con regímenes políticos no tan claramente dependientes, y en

relación con productos que, por sí mismos, tienen connotaciones menos materialistas. Al

13
establecer un paralelo tácito con las situaciones y los productos de la sub-sección

anterior, el neocolonialismo se carga de la misma connotación negativa que el

imperialismo formal, y el azúcar o el cacao devienen productos tan valiosos y codiciables

como el oro o la plata. El tercer movimiento del texto es avanzar hacia formas de

explotación relativamente más abstractas—como la imposición del libre comercio. En su

colocación final tras estos dos desarrollos previos, esta fase también se lee claramente

como producto de la codicia y el abuso. A lo largo del libro, cada historia de explotación

de un recurso natural va acompañada de la explotación paralela de un grupo étnico o

social, el que es sometido a condiciones miserables y reprimido de manera sangrienta

cada vez que busca responder a la opresión.

Si tenemos en cuenta estas secciones, y los distintos casos específicos de

productos y países analizados, Las venas abiertas puede ser pensado como un enorme

trabajo de recopilación con fines argumentativos: con el propósito final de demostrar que

una misma situación de explotación se repite en distintos lugares y momentos de la

historia de América Latina, en función de su relación con naciones europeas y los

Estados Unidos. La fuerza evocativa del título es otra de las razones del poder persuasivo

de la obra: la metáfora de “las venas abiertas” alude a la doble explotación de naturaleza

y personas, a la vez que hermana a todas las naciones de la región en un mismo colectivo

despojado y sufriente, como didácticamente resume uno de sus párrafos iniciales:

Es América Latina, la región de las venas abiertas. Desde el descubrimiento hasta


nuestros días, todo se ha transmutado siempre en capital europeo o, más tarde,
norteamericano, y como tal se ha acumulado y se acumula en los centros de
poder. Todo: la tierra, sus frutos y sus profundidades ricas en minerales, los
hombres y su capacidad de trabajo y consumo, los recursos naturales y los
recursos humanos. (2)

14
Un punto más quisiéramos agregar en relación con la matriz narrativa de las

innumerables historias de despojo que se suceden en Las venas abiertas. Al período de

explotación del recurso natural en cuestión, que implica un apogeo de la zona explotada,

y con posterioridad o simultaneidad a los alzamientos de los oprimidos, sigue

inevitablemente en el relato de Galeano un período de honda, irredimible depresión

económica. La naturaleza y los hombres resultan agotados, devastados. Como ejemplo,

podemos detenernos en un pasaje sobre la ciudad de Ilhéus en el que, significativamente,

la prueba que exhibe este autor es literaria. En el contexto de la historia de la explotación

del cacao en Brasil y tras mencionar las novelas Cacao y São Jorge dos Ilhéus, de Jorge

Amado, la narración concluye citando una tercera obra del escritor brasileño, donde se

incluye una anécdota con función explicativa: “En otra novela, Gabriela, clavo y canela,

Buenos Aires 1969, un personaje habla de Ilhéus en 1925, alzando un dedo categórico:

‘No existe en la actualidad, al norte del país, una ciudad de progreso más rápido’.”

Cierra, contundente, Galeano: “Actualmente Ilhéus no es ni la sombra” (148 n. 63).

La cita nos autoriza a introducirnos en las fuentes literarias de la obra, las que,

creemos, la informan documentalmente pero sobre todo ideológicamente, sugiriendo

marcos interpretativos. Son obras que orientan su mirada, que construyen actores y

relaciones entre los mismos, que insinúan explicaciones causales y valoraciones a través

de la narración. Como hemos señalado y como puede esperarse de un trabajo ensayístico,

en Las venas abiertas Galeano cita fundamentalmente obras históricas, teóricas y

ensayos, que aportan información y argumentos para construir su meta-relato de denuncia

15
de la prolongada explotación colonial y neocolonial que sufrió América Latina. Sin

embargo, en determinados momentos, apoya su argumentación en novelas, que se

refieren a algunos de los períodos o episodios que comenta. La mayor parte de estas obras

son un poco anteriores o contemporáneas a la escritura de su libro; unas pocas tienen para

entonces casi cuarenta años de publicadas. Entre las primeras, se cuentan novelas ya

clásicas del boom (King). 9 Galeano cita tres obras de Amado. Una de ellas es Gabriela,

clavo y canela, representante del boom; y otras dos son del primer período de este

escritor, que forman parte de un momento clave del desarrollo de la narrativa

latinoamericana. Las obras son Cacao, publicada en 1934; y São Jorge dos Ilhéus,

publicada en 1945 (Las venas abiertas 147-148; n. 62). Amado, entonces, funciona como

un puente que conecta el boom y esta etapa anterior de la narrativa de la región; es el

linaje que nos permite remontar el tiempo, hasta el período en que consideramos que

tiene sus raíces el discurso que se explicita en la obra de Galeano. De algún modo, estas

obras de Amado representan la vinculación con un pasado literario devenido

inconsciente, convertido casi en sentido común para la generación de jóvenes

intelectuales del setenta que Galeano representa.

Cacao se traduce al español casi de inmediato. En 1936, aparece en Buenos Aires

una edición a cargo de la Editorial Claridad. 10 En el prólogo, Héctor F. Miri, poeta y

traductor cercano a la línea editorial de esa casa, la presenta como “el fiel reflejo de la

vida del trabajador rural, sobre todo del que está esclavizado en los cacahuetales

brasileños,” y cuenta que su publicación “provocó escándalo en Brasil” (Miri 5).

Inmediatamente, para poner la novela en contexto, Miri menciona otras tres obras: Lo que

16
son los yerbales (1908), de Rafael Barrett; La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera; y

Huasipungo (1934), de Jorge Icaza. El conjunto de elementos que Miri considera

relevante destacar de cada una de las obras pone en evidencia que es posible leer una

significativa regularidad en las mismas, provenientes de distintos países

latinoamericanos:

Así como el másculo Barrett, en la Argentina, hizo el cuadro preciso y acabado de


lo que son los yerbales, dando la idea exacta del dolor del mensú; así como Rivera
transportó a ‘La Vorágine’ la tragedia infinita y gigantesca del chiclero que nace,
crece y muere en la inmensidad de las sombrías selvas colombianas, ofreciendo el
espectáculo que pueda concebirse dentro de una belleza formidable; así como
Icaza, el ecuatoriano, logró representarnos en ‘Huasipungo’ el trágico destino de
los indios de su tierra, así también este admirable Jorge Amado ha penetrado el
alma de los trabajadores alquilados en las inconmensurables fazendas de cacao,
donde la vida misma es un accidente y donde el hombre, huérfano de alfabeto,
libertad y amor, es ya ‘un vencido antes de nacer’, como sentencia gravemente un
personaje de la novela. (5)

Esta cita resulta reveladora en varios aspectos. En primer lugar, identifica dos

elementos que parecieran ir sistemáticamente asociados: un recurso natural y un tipo de

trabajador. En la obra de Barrett, los “yerbales” y el “mensú”; en la de Rivera, el caucho

y el “chiclero”; en la de Amado, el “cacao” y los “trabajadores alquilados.” Claro que

esto puede relacionarse con los caracteres costumbristas, asociados para González

Echevarría con la “institutionalized anthropological grid,” sobre la que se crean estas

novelas, una mirada acerca de los rasgos telúricos característicos (Myth and Archive 155).

Sin embargo, entendemos que estas apariciones pareadas revelan una regularidad más

profunda, un cierto patrón que el prologuista ha encontrado en las obras. No en vano sólo

queda por identificar en la misma el recurso natural que se asocia con la explotación de

los “indios” en la novela de Icaza. Significativamente, en esta obra, que trata sobre el

17
desplazamiento de los indígenas para facilitar emprendimientos de explotación de

maderas duras para uso en los ferrocarriles y de campos petroleros, los explotados no

están directamente asociados con el recurso natural. No es mero descuido que Miri olvide

mencionar esos recursos. Creemos que se trata de un vacío que marca, precisamente, la

inmediata asociación entre recurso natural y trabajador en las otras tres obras, y que

constituye un patrón repetido—si bien, como vemos, no exclusivo—en el discurso que

buscamos caracterizar, y sobre el que Miri ofrece pautas características.

Otro aspecto clave al que alude la cita en relación con la naturaleza tiene que ver

con su riqueza: “inmensidad” de una selva de “belleza formidable”; “inconmensurables

fazendas.” En paralelismo de signo contrario, también el sufrimiento de los trabajadores

es descrito en términos hiperbólicos: su tragedia es “infinita y gigantesca,” su destino es

“trágico.” Por otra parte, el lugar aparece mencionado o aludido en casi todos los casos,

al dar la nacionalidad del autor o al situar el paisaje. Es menos explícita en el caso de la

obra de Amado; pero allí es la lengua la que designa al connotar: “fazendas” dice Brasil.

Y la localización está desplazada en el caso de Barrett—un intelectual nacido en España,

y quien en Los yerbales habla del Paraguay. Más que pares, entonces, estamos en

presencia de tríadas: se observan el recurso natural, el trabajador, el lugar—como país o

paisaje. Puede verse que en la cita de Miri se establece una fuerte relación hombre-tierra

que se ve alterada por una forma de explotación que las obras vienen a denunciar.

Finalmente, un aspecto importante que está implícito en la cita, y que hace posible que

este crítico agrupe obras de ficción y de no ficción, es que de todas ellas dice

18
implícitamente que están en relación con una realidad que debe contarse de manera

urgente: por eso su insistencia en palabras como “representar” y “transportar.”

Confirmando la rápida circulación de este tipo de literatura en la región, y la

amplia presencia de un modo de leerlas y vincularlas, exactamente ese mismo año de

1936, y también en un prólogo, reaparecían mencionadas en Quito tres de estas mismas

obras, dentro de una argumentación similar. En el estudio preliminar de F. Ferrándiz

Alborz a Flagelo, drama en un acto del ecuatoriano Jorge Icaza, este autor se pregunta en

relación con qué literatura de América Latina puede pensarse la novela más famosa de

este escritor, Huasipungo. Propone, entonces, títulos que forman parte de la tradición

regionalista o criollista: en primer lugar, este autor menciona los nombres del uruguayo-

argentino Horacio Quiroga, del argentino Benito Lynch (escrito con una desconcertante

“i” latina), y del brasileño Monteiro Lobato. Los tres, sin embargo, son descartados. El

primero “porque resulta excesivamente vegetal; la pampa, el Chaco, el Paraná, los

hombres parecen medios para que hable el paisaje” (XXXI): Ferrándiz Alborz sugiere

que las obras de Quiroga dejarían fuera de foco las cuestiones sociales, es decir, las

responsabilidades políticas detrás de los dramas narrados, para dar todo el poder a la

naturaleza. Del segundo dice el autor, aludiendo probablemente a su novela El inglés de

los güesos, que “no ha hecho sino transplantar al medio campesino el eterno drama de

alcoba de la novela burguesa, mientras que para Icaza el drama de alcoba es un detalle

decorativo de la narración” (XXXII): nuevamente parece proponer que la preocupación

de Icaza es más social, y no tanto psicológica, como atribuye a Lynch. Al brasileño,

finalmente, lo acusa de tener un estilo excesivamente preciosista para compararse con la

19
denuncia del ecuatoriano: “El infierno verde del Brasil resulta en Monteiro Lobato un

jardín podado al sistema del parque inglés” (XXXII).

Entonces, ¿cuáles son los autores y las obras emparentadas con Huasipungo? En

su prólogo, Ferrándiz Alborz propone dos, de manera muy asertiva: aparecen, entonces,

nuevamente La vorágine y Lo que son los yerbales:

Pero un día aparece ‘La Vorágine’, del colombiano Eustasio Rivera, y el escritor
que pavonea sus genialidades por los salones de Buenos Aires, Madrid,
Montevideo o Río de Janeiro, se queda alelado. ¿Pero es verdad tanto horror?
¿Dónde queda eso? ¿Cómo puede haber escritores que al hablar de cosas
americanas no hablen del conventillo y de los señoritos que pasean por la calle
Florida? Pero, al fin, aunque sea a regañadientes, descubren el infierno de las
caucherías amazónicas, como antes, gracias a Barret (sic), descubrieron los
hierbales del Paraguay, y ahora, con ‘Huasipungo’, de Jorge Icaza, han
descubierto el Ecuador. ¿Y dónde queda ese país? No están muy seguros, pero
dicen que en la ruta hacia los Estados Unidos. ¿Será verdad que la tragedia india
es tan monstruosa como relata ‘Huasipungo’? (XXXIV-V)

Otra vez vemos una fuerte relación entre un paisaje, un recurso natural, y una

población explotada de manera que provoca escándalo: “infierno,” “horror,” “tragedia …

monstruosa” hablan de un mismo tono hiperbólico y emotivo en las obras. Se suma un

elemento más, apenas una alusión al pasar, que apunta al carácter anti-imperialista de esta

literatura: la mención de los Estados Unidos. Este aspecto, que no aparecía mencionado

explícitamente en la cita de Miri, sí podía considerarse aludido indirectamente, al

mencionar productos—sobre todo, el caucho y el cacao—destinados al mercado de

exportación. La situación de explotación puesta en cuestión, entonces, es atribuida a una

articulación hacia el exterior de la región: se hace manifiesta la orientación anti-

imperialista de este discurso.

20
Esas dos citas, entonces, confirman la existencia, hacia 1936, de un conjunto de

obras de amplia circulación en la región, que construyen narrativas anti-imperialistas que

vinculan la explotación de un recurso natural y de un grupo social local, por parte de

actores extranjeros, en connivencia con actores locales. Estas obras se propondrían de

manera bastante clara como denuncias de esta situación, que es presentada como grave e

intolerable. Puede advertirse la relación entre este tipo de literatura y Las venas abiertas:

se presentan los mismos elementos en una narración que plantea similares motivaciones.

También se acercan en el tono, de notas emotivas: las hipérboles señaladas en el prólogo

de Miri y de Ferrándiz Alborz se corresponden con el acento de “moral outrage,” con la

“rage” atribuida a la obra de Galeano. Ciertamente, esta literatura está informando la obra

del uruguayo.

Despertar de la conciencia dependiente: el lugar y la naturaleza

En su análisis de los “regional writers,” Jennifer French postula que es sólo a

partir de la década del veinte que los escritores latinoamericanos despiertan a la

conciencia de la situación de dependencia de la región frente a Gran Bretaña. Hasta

entonces, la literatura había omitido dar cuenta de la penetración del imperialismo

británico que comenzó a tener lugar en las décadas inmediatamente posteriores a las

guerras de independencia. En su visión, la obra emblemática de ese período del “Invisible

Empire”—como esta crítica lo denomina—es La agricultura en la zona tórrida, de

Andrés Bello, publicada en 1826. Este largo poema sobre las riquezas naturales se

convierte en un modelo dominante para los escritores de la región, en cuanto a cómo

21
comprender y representar la naturaleza, modelo que perduraría durante todo el resto del

siglo XIX, debido a su capacidad para codificar una “lordly, celebratory perspective on

nature” (13). Este modo dominante de representar la naturaleza se correspondía con una

situación económica y política de la región, cuando la creación de estados nominalmente

independientes tuvo lugar en sincronía con el desarrollo de economías al servicio de las

necesidades de Gran Bretaña. Como en un verdadero “empire,” French señala que la

relación estaba marcada por un intercambio comercial desigual: las nuevas repúblicas

latinoamericanas, “supplied the metropolis with raw materials for industry and consumers

for British manufacturers” (19). Sin embargo, la radical asimetría y dependencia que

implicaba esta situación no era percibida. La invisibilidad de este nuevo imperialismo se

debió, en el análisis de French, a que en las nuevas repúblicas “the national states were

more often than not partners in the hegemonic formation dominated by British capital”

(19): las élites ilustradas tenían el control formal del estado, y se quedaban con una

porción sustancial de los beneficios derivados de este intercambio comercial desigual.

Por ese motivo, en los momentos en que se habían manifestado resistencias a este

modelo, como las guerras civiles entre el interior y Buenos Aires entre 1820 y 1850, éstas

fueron representadas como “opposition to the state itself, the modern, democratic nation

the elites were establishing” (19).

Frente a este modo de representar la naturaleza que omitía dar cuenta de la

situación de “informal imperialism” o “neocolonialism” (6), conceptos que French

aproxima, la nueva generación de “regional writers” introdujo una innovación radical al

problematizar la relación de los seres humanos con la naturaleza, a diferencia de los

22
escritores anteriores, que prefirieron “idealize or ‘naturalize’ in bucolic representations of

rural life according to the tradition inaugurated by Bello” (28). French caracteriza el

conjunto de las novelas de la tierra como “colonial discourse,” siguiendo a Edward Said,

para quien la experiencia esencial del colonialismo tiene que ver con la posibilidad de

establecer un control de áreas geográficas lejanas. Dice Said en Culture and Imperialism:

Everything about human history is rooted in the earth, which has meant that we
must think about habitation, but it has also meant that people have planned to
have more territory and therefore must do something about its indigenous
residents. At some very basic level, imperialism means thinking about, settling
on, and controlling land that you do not possess, that is distant, that is lived on
and owned by others. (7)

En este sentido, el análisis de French pone de manifiesto que las “novelas de la

tierra” se corresponden con un momento en que el neocolonialismo avanza hacia el

interior de América Latina, tomando el control de sus recursos naturales, tanto en

relación con la agricultura como en relación con la minería; actividades económicas que

aparecen hermanadas como consecuencia de un mismo proyecto imperial y una

orientación más extractiva que sustentable de los productos de origen vegetal. Este

avance tiene como correlato ineludible una relocalización de los habitantes de esas zonas,

que puede tomar la forma de un desplazamiento en el espacio o en la posición socio-

económica, es decir, en relación con los medios de producción. De pequeños propietarios

u ocupadores por tradición de esas tierras neocolonizadas, sus habitantes devienen

emigrantes internos o mano de obra proletarizada, presa fácil para relaciones laborales

lindantes con el abuso:

Set on Latin America’s internal frontiers, the novelas de la tierra represent the
rapid expansion of capitalist agriculture and extractive industries into the forests

23
and plains of the continent’s interior, where new lands were settled and their
inhabitants either displaced or coerced into working for the newcomers. (29)

En términos generales, las primeras décadas del siglo XX representan para

América Latina el momento en que alcanza su apogeo la vinculación informal con el

Imperio Británico, que coincide con el creciente interés por la región de la potencia

emergente en el contexto internacional, los Estados Unidos. Hasta entonces, como

explica Leslie Bethell, Gran Bretaña había sido “the dominant external actor in the

economic and, to a lesser extent, the political affairs of Latin America” (1). Esta situación

se había prolongado por más de un siglo—es decir, desde las guerras napoleónicas y la

casi coincidente ola de movimientos independentistas en la región—en que Gran Bretaña

se convirtió en el principal proveedor de capital y manufacturas. Pero sobre todo a partir

de la Primera Guerra Mundial emerge un actor que compite por ese lugar, y en gran

medida lo consigue, excepto por algunos países de América del Sur donde la presencia

británica seguirá siendo dominante casi hasta el final de la Segunda Guerra:

During the first half of the twentieth century, and especially after 1914, the United
States replaced Britain, first as Latin America’s leading trading partner and then
as Latin America’s main source of capital. … Britain nevertheless maintained a
considerable financial and commercial presence in South America, and indeed
retained a dominant position in Argentina (then the leading Latin American
country). (1)

Ahora bien, la presencia norteamericana en la economía de la América Latina

resulta creciente—explosivamente creciente, podría decirse. Entre los años 1924 y 1928,

la entrada de capitales norteamericanos en la región es calificada por Bethell como una

“massive injection,” dando lugar a la expresión “dance of the millions” para referirse a

24
este momento (17). Es en América del Sur donde se observa el aumento más importante:

la inversión directa salta de US$ 173 en 1913, a US$ 2.293 en 1929. De hecho, para ese

año más de un tercio del capital norteamericano invertido en el exterior iba a América

Latina. Se trata del momento en que cambia el actor dominante, en términos de inversión

económica, en la región, en el juicio de Bethell: “Overall, the United Status had probably

replaced Britain as Latin America’s main source of capital” (17).

Lo mismo puede decirse con respecto al comercio. Para ese momento, la potencia

emergente se había asegurado también la porción mayoritaria de los mercados de la

región: Estados Unidos tenía entre el 70 y el 75 por ciento del mercado mexicano; entre

el 50 y el 80 por ciento del de América Central y el Caribe; entre el 40 y el 45 por ciento

del de Venezuela, Colombia y Perú; el 30 por ciento del de Brasil, Uruguay y Chile; el 20

por ciento del de Argentina. En este sentido, Bethell concluye su panorama sobre la

relación comercial entre Estados Unidos y los países latinoamericanos en términos

similares a los que usó para referirse a la cuestión de los capitales: “In 1929 the United

States could be said to have definitively displaced Britain as Latin America’s principal

trading partner” (16).

Retomando la propuesta de French, puede decirse que la toma de conciencia de

esta situación neocolonial y la consecuente emergencia de este nuevo “colonial

discourse” que representan las novelas de la tierra se da no meramente como resultado

acumulativo de la presencia de los capitales y las manufacturas extranjeras, sino debido a

nuevas circunstancias históricas que contribuyeron a hacer visible el “Invisible Empire”

británico—y, agregamos nosotros, también el emergente imperio norteamericano, que

25
nunca gozó de invisibilidad. Entre esas circunstancias, French, en primer lugar, cita La

ciudad letrada de Ángel Rama para referirse a la emergencia de un nuevo grupo social:

personas educadas pero que no pertenecían a las élites dominantes. Esto ocurre como

resultado de un cierto “desarrollo social” en las ciudades latinoamericanas, que se

beneficiaron con las ganancias del intercambio comercial; entre estos intelectuales se

encontrarían los que incorporarían las nuevas ideas anarquistas, socialistas y marxistas.

El segundo factor que señala French es la ola de tensiones y turbulencias económicas y

políticas que afectaron a la metrópoli. Algunas tuvieron origen local, en denuncias de

explotación en la primera década del siglo XX. El tercero fue la gran crisis desatada por

la Primera Guerra Mundial, que dejó más claramente en evidencia la situación de

dependencia de las economías de la región, orientadas a la exportación: no sólo

interrumpió el flujo de capitales, sino también la demanda de productos tales como el

café. Por otra parte, la prohibición de comerciar con Alemania deprimió los precios de

productos considerados estratégicos, como el trigo, la carne o los nitratos (26-27).

Como explica Giovanni Arrighi en su análisis de las crisis de acumulación

capitalista, muchas veces los ciclos de protesta se inician como resultado de esas crisis,

más que como causantes de las mismas (Adam Smith cap. 7). En este caso, su

observación se corresponde muy claramente con la situación de América Latina en las

primeras décadas del siglo XX: se exacerbaron las denuncias de bajos salarios en Perú,

Venezuela y México, donde compañías británicas explotaban petróleo (French 27). En

Uruguay y la Argentina, se verificaron protestas de las clases medias contra el hecho de

que se reservaran puestos a trabajadores británicos en los ferrocarriles y empresas de

26
servicios públicos (Bethell 16). Diversos autores señalan, asimismo, la importancia de

movimientos insurreccionales, como la Revolución Mexicana, entre 1910 y 1922, y la

Revolución Rusa; todo lo cual contribuyó a conformar un panorama que, en el análisis de

French, “brought both imperialism and the national class conflicts it exacerbates to the

forefront of political debate in many parts of Latin America” (27).

En particular, el sentimiento anti-imperialista y la organización de agrupaciones

políticas en torno al mismo creció notablemente en la segunda mitad de la década del

veinte. Pese a que todavía Gran Bretaña era una presencia de peso, lo más notable de este

fenómeno es que se concentró mayoritariamente en los Estados Unidos. Como comenta

Martin, Gran Bretaña “never incurred the weight of odium accumulated by either Spain

in the colonial period or the United Status in the twentieth century” (“Britain’s cultural

relations” 27). En este sentido, un antecedente importante son algunos artículos

fundamentales de José Martí y la obra Ariel, de Enrique Rodó, dos intelectuales que se

encuentran entre los que marcan una “nueva época” en el modo de hablar sobre los

Estados Unidos en América Latina, tal como analizó José de Onís en su clásico libro de

1956 (331-341). Ese cambio de visión estuvo en gran medida motivado por la

participación norteamericana en la Guerra de Cuba y una iniciativa como la I Conferencia

Internacional Americana en 1889-1890, considerada como parte de una estrategia para

asegurar el predominio de Estados Unidos sobre América Latina, y no se limitó a

América Latina sino que también alcanzó España. 11 Pocos años después, Ricardo Melgar

Bao señala otra serie de acciones sobre América Latina de sucesivos gobiernos

norteamericanos que despertaron reacciones en los intelectuales de la región en las

27
primeras décadas del siglo. Se refiere a las que denomina “intervenciones militares”

durante la presidencia de Woodrow Wilson en Honduras, Panamá, República

Dominicana, Haití, Cuba y México; y a las “amenazas imperiales” sobre México y

Nicaragua durante la presidencia de Calvin Coolidge (149).

Para describir la reacción de los intelectuales de la región en ese momento,

Melgar Bao habla de la creación de un “abanico de organizaciones y publicaciones anti-

imperialistas.” Entre ellas, menciona la Liga Anti-imperialista de las Américas

(LADLA), la Unión Latinoamericana (ULA), la Alianza Popular Revolucionaria

Americana (APRA), y la Unión Centro Sud Americana y de las Antillas (UCSAYA),

mayoritariamente creadas entre 1925 y 1927. Si bien cada una de ellas tuvo un centro

bastante claro en algún país de la región, todas estas organizaciones buscaron expandir su

alcance a los demás países latinoamericanos, así como más allá de la región, a través de

la constitución de redes intelectuales y políticas, como han destacado Melgar Bao y

Alejandra Pita González. UCSAYA, por ejemplo, fue fundada en México en abril de

1927 por el intelectual venezolano Carlos León y el escritor argentino Alejandro Sux.

Entre sus miembros se contó el escritor nicaragüense Hernán Robleto, quien sería el

primer escritor latinoamericano que publicaría en la editorial Cenit española, con su

novela Sangre en el trópico, enfocándose precisamente en la intervención norteamericana

en su país (Melgar Bao 151). El segundo sería nada menos que el peruano César Vallejo,

que tuvo bastante relación con el fundador del APRA, Raúl Haya de la Torre; Vallejo

publicaría en Cenit también una novela anti-imperialista, El tungsteno, que analizaremos

en el Capítulo 4. Haya de la Torre tenía, a su vez, estrecha relación con la mayor

28
organización de la época, la ULA, como ha analizado Martín Bergel (125). Fundada por

el intelectual argentino José Ingenieros, y presidida en la década del veinte por Alfredo

Palacios, primer diputado socialista de la Argentina, la ULA se propuso “generar una

opinión pública favorable a la unidad cultural, política y económica de los países de

América Latina,” como explica Pita González. Éste sería un primer paso a partir del cual

“podría hacerse frente al imperialismo” (120). Finalmente, la LADLA, fundada en 1924

en México, fue una suerte de Internacional Latinoamericana, auspiciada por el Comintern

soviético para la región, en la que participaron, entre otros, el intelectual Enrique Flores

Magón y el pintor Diego Rivera. Con filiales en Estados Unidos, Cuba, Colombia,

Guatemala, El Salvador, Puerto Rico, Chile, Uruguay, en varios casos actuando en forma

clandestina, la LADLA encaró campañas por la independencia de territorios ocupados

por los Estados Unidos, como Filipinas y Haití; por la liberación de los obreros Sacco y

Vanzetti en los Estados Unidos; y “en defensa de la soberanía nacional sobre el petróleo”

en México y Argentina (Daniel Kersffeld 143-148).

En torno a estas organizaciones anti-imperialistas llegó a establecerse un denso

entramado de relaciones entre escritores e intelectuales de distintos países de América

Latina, con lazos de que se extendían a otros países—especialmente, a España. Esta red

fue posible y se sostuvo tanto a través de los intercambios debidos a exilios forzados,

como por verdaderas campañas de proselitismo que implicaron largos viajes por la

región—como los encarados por el escritor argentino Manuel Ugarte (Laura Ehrilch).

También fueron cruciales una abundante y sostenida correspondencia, así como la

colaboración cruzada de estos intelectuales en publicaciones regionales. Estas

29
organizaciones tuvieron diferente alcance y orientación política, pero todas ellas se

manifestaron fundamentalmente preocupadas por el creciente poder norteamericano en la

región, contribuyendo de manera positiva y negativa—es decir, por contraste—a afianzar

una cierta identidad latinoamericana. Como explica Melgar Bao: “Más allá de sus

diferencias ideológicas y estrategias discursivas o políticas sobre el modo de concebir sus

luchas a favor de la soberanía nacional o continental, convergían en señalar a los Estados

Unidos como la principal amenaza para los países de la región” (149). Puede decirse que,

en consonancia con esta construcción de la amenaza de un “otro” para la región—

personificado en Estados Unidos—, se afianza la construcción de un “nosotros,”

profundizando y afianzando la operación simbólica que analiza Susana Rotker en

relación con la obra periodística de Martí. En este aspecto, en las primeras décadas del

siglo XX comienza a estabilizarse la denominación “Latinoamérica,” “América Latina” y

“latinoamericanismo”—si bien en fluctuación con otras denominaciones—entendida en

oposición a “panamericano” y “panamericanismo,” terminología que resulta asociada a

las propuestas norteamericanas, sobre todo alrededor de la I Conferencia Internacional

Americana. 12 Como comenta Arpini:

Así, pues, Latinoamérica y Panamérica no sólo significan cosas diferentes, sino


que constituyen categorías sociopolíticas contrapuestas por su historia y su carga
ideológica y valorativa que cada una de ellas representa. Son expresiones
simbólicas que dan cuenta de conflictos y tensiones producidos en coyunturas
históricas determinadas y que se presentan en forma de opuestos en la medida en
que connotan distintas acentuaciones axiológicas y, por tanto, orientan en diverso
sentido las decisiones y las acciones. (32)

Coincidimos en la caracterización de las novelas de la tierra como “neocolonial

discourse” que propone French, discurso que por primera vez deja en evidencia la

30
situación de dominio imperialista de Gran Bretaña en América Latina, precisamente en el

momento en que esta potencia estaba siendo desplazada aceleradamente por los Estados

Unidos como potencia hegemónica en el mundo, como explica Arrighi (“Spatial and

other fixes”). En este punto de su desarrollo, sin embargo, nuestro trabajo diverge del

suyo debido a los diferentes propósitos que los guían. En efecto, si el análisis de French

se propone analizar en las novelas de la tierra una cierta “ecological poetics,” el nuestro,

como anticipamos, se orienta específicamente a encontrar en ciertas obras literarias la

genealogía que culminaría con el desarrollo del contra-discurso neocolonial sobre los

recursos naturales de tono latinoamericanista. Muy pocas de esas obras pueden ser

incluidas en la categoría “novela de la tierra.” Incluso, como veremos en los Capítulos 3

y 4, es posible establecer paralelos y contrastes bastante precisos entre las novelas de la

tierra y el corpus que vamos a analizar en relación con el contra-discurso neocolonial de

los recursos naturales. Estos dos grupos de obras comparten importantes puntos en

común: su preocupación por la tierra y la naturaleza; su sensibilidad ante la situación

neocolonial; el hecho de ser trabajos producidos en las ciudades por una clase media

emergente o miembros de la élite con cierto sentido nacional. Sin embargo, como nos

proponemos demostrar en nuestro trabajo, estos dos grupos de obras divergen en aspectos

cruciales: fundamentalmente, en la orientación fuertemente anti-imperialista y

radicalmente anti-hegemónica del corpus relacionado con el contra-discurso neocolonial

de los recursos naturales.

En el análisis de Said, los discursos anti-imperialistas se caracterizan por la

primacía en ellos de lo que da en llamar “the geographical.” El lugar donde se desarrollan

31
los procesos imperiales es fundamental para poder comprenderlos; finalmente, dice Said,

el imperialismo es sobre todo el control del espacio desde puntos distantes, la apropiación

de tierras de otros en función de un plan concebido desde una metrópoli. Para responder a

esa apropiación, es necesario no sólo comprender esta cuestión del espacio; sino,

eventualmente, ir un poco más allá de la mera comprensión, a través de una aprehensión

por la “imagination.” Aquí el arte y, en particular la literatura, tiene un importante papel.


13
Se trata de convocar las dos líneas connotativas que la palabra “imagination” evoca:

tanto la que tiene que ver con la creatividad—creación de marcos interpretativos,

artísticos o teóricos—como con la que tiene que ver con la dimensión temporal—el

impulso hacia el futuro y, por lo tanto, la posibilidad de acción y de cambio. En sus

palabras,

If there is anything that radically distinguishes the imagination of anti-


imperialism, it is the primacy of the geographical. Imperialism after all is an act of
geographical violence through which virtually every space in the world is
explored, charted, and finally brought under control. For the native, the history of
colonial servitude is inaugurated by loss of the locality to the outsider; its
geographical identity must thereafter be searched for and somehow restored.
Because of the presence of the colonizing outsider, the land is recoverable at first
only though the imagination. (225)

Said avanza aún más en su razonamiento, y distingue tres diferentes modos

imperialistas de apropiación del espacio. Marca, entonces, la posibilidad de tres formas

diferentes de resistencia al imperialismo: ya que, para este autor, si bien existe “a general

world-wide pattern of imperial culture,” hay igualmente “a historical experience of

resistance against empire” (xii).

En primer lugar, apoyándose en el trabajo de Alfred Crosby, Ecological

Imperialism, sostiene que en cada lugar ocupado por los europeos, éstos trataron de

32
cambiar el habitat. Said menciona la introducción de nuevas especies vegetales y

animales, así como la incorporación y desarrollo de nuevos cultivos y formas de

construcción, los que también suponen un modo de uso de los recursos naturales locales

sustancialmente diferente. Como consecuencia, la colonia se transforma en un nuevo

lugar, con nuevas enfermedades, desequilibrios ambientales y desplazamientos

traumáticos de los nativos subyugados. Los cambios ecológicos son acompañados por

cambios políticos, determinando la alienación de los habitantes originarios de sus

tradiciones y costumbres. Con posterioridad, la poesía y la narrativa evocan ese pasado,

poniendo el énfasis en cómo se perdió la tierra. Ahora bien, Said advierte que el hecho de

que esa literatura esté relacionada con un esfuerzo de “romantic mythmaking,” no nos

debe hacer olvidar la magnitud de los cambios efectivamente ocurridos en el paisaje, es

decir, en qué medida la efectiva transformación de la naturaleza está detrás del mito

(225). Creemos que las novelas regionales, que constituyen el centro de atención del

trabajo de French, están mayoritariamente relacionadas con esta situación, y con la

respuesta de la literatura latinoamericana a la misma. Se trata de obras entendidas, en la

caracterización de Brian Gollnick, como “telluric novels, that describe local realities

through nature, rural life and cultural traits as peculiar to Latin America” (44). Es una

literatura de paisaje—de paisaje perdido y recobrado; de costumbres que cambian y se

recuerdan nostálgicamente; de identidades que se proclaman, se buscan o se negocian; de

fuerte preocupación por la construcción de la nación.

El segundo ejemplo de transformación del espacio por las fuerzas imperialistas

que menciona Said está inspirado en el trabajo de Neil Smith, Uneven Development,

33
quien analizó cómo históricamente el capitalismo construyó un tipo particular de espacio,

un paisaje que deliberadamente se desarrolla de manera heterogénea, desigual,

conformado como un mosaico en el que conviven la pobreza con la riqueza, las ciudades

industrializadas con las áreas rurales empobrecidas. La culminación de este proyecto es la

construcción de un imperio en el que la metrópolis, a la vez que domina, clasifica y

convierte en mercancía de intercambio todo aquello que se encuentra bajo su poder. En el

pasado, esta conformación doblemente complementaria del espacio—con un centro y una

periferia externos e internos—fue justificada a través de la fertilidad o infertilidad

presuntamente “naturales.” Como explica Said, en última instancia, se trata de una

comprensión de la función de los diferentes territorios de todo el planeta—territorios que

pueden o no coincidir con los países—en una división internacional del trabajo, entendida

a partir de las ventajas comparativas. Se trata, por lo tanto de una “second nature.” Como

explica este crítico, “To the anti-imperialist imagination, our space at home in the

peripheries has been usurped and put to use by outsiders for their purpose” (225-226).

Para las poblaciones de los países periféricos, entonces, la respuesta a este proceso

implica comprender la necesidad, asumir el desafío, de buscar, de trazar el mapa o aún de

inventar una “third nature” (226). No se trata, entonces, de reclamar o soñar con una

naturaleza prístina o anterior a la que ha sido marcada por la historia imperial, sino de

una naturaleza que se deriva—o se rehace a partir de—los sufrimientos infligidos por esa

historia, y que determinan las privaciones del presente. No es posible reclamar una

naturaleza que ya no está allí. Otra vez, se requiere del trabajo de la imaginación, para

volver a la figura propuesta un poco más arriba, pero es necesario que la imaginación

34
trabaje sobre lo que es, sobre lo que está, sobre lo que queda, no intentando restituir una

situación de pureza original, sino trabajando a partir de lo dado—o, mejor, de lo que se

espera reconquistar. Se trata de soñar con una naturaleza que debe ser rescatada, pero que

no puede ser enteramente recobrada. No hay lugar para la nostalgia. A partir de la

conciencia de las transformaciones irreversibles de la naturaleza se impone la rebelión:

hay que recobrar lo recobrable. Creemos que en esta descripción puede encuadrarse el

contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, que cuando mira la naturaleza,

devela la mirada imperial y ve riquezas, antes que bellezas; capital natural, antes que

ambiente doméstico; bienes codiciados y agotables, que deben defenderse; materias

primas, antes que paisaje. En este sentido, cuando este discurso mira al pasado es sólo

para justificar su proyección dramática hacia el futuro. Este discurso exhibe su plena

consciencia del despojo sufrido: sobre todo, como veremos, cuando hace el retrato del

empobrecimiento radical de la población local, de su degradación—frente al cual propone

una respuesta enérgica.

Said menciona todavía una tercera transformación del paisaje debido a las fuerzas

coloniales: la posibilidad de que haya sido tan cambiado que ya no resulte extraño a la

mirada imperial. El territorio colonizado resulta definitivamente asimilado. El ejemplo

que ofrece es el de Irlanda, que fue finalmente anexada en 1801 a través de la Act of

Union. Seguidamente, la Ordnance Survey of Ireland estableció nuevos parcelamientos

del territorio—para facilitar las expropiaciones—y transformó los nombres locales para

que tuvieran aspecto y acento inglés. Frente a esta situación extrema, Said plantea la

necesidad de un proceso de reapropiación todavía más intenso del espacio. Por otra parte,

35
destaca además la importancia de la recuperación de la lengua previa a la conquista, que

debe ser restituida y revalorizada (226). 14

Estas tres formas de transformación del espacio por las fuerzas coloniales o

neocoloniales pueden pensarse temporalmente como etapas en un proceso de creciente

dominación, proceso que podría, eventualmente, consumarse si hay suficiente interés por

ese territorio por parte de las fuerzas coloniales, por un lado; y, por el otro, si no hay una

respuesta suficientemente enérgica—y poderosa, y exitosa—por parte de los colonizados.

En este sentido, creemos que cada momento del contra-discurso neocolonial sobre los

recursos naturales que analizaremos en los siguientes capítulos puede asociarse con

instancias históricas en que se percibe el avance de las fuerzas colonizadoras como

intentando producir una transición de un estado a otro. Es a ese nuevo impulso

colonizador que responde la literatura. Por eso la energía, el sentido de urgencia y hasta

la agresividad de las obras que consideraremos. Es literatura estrictamente coyuntural por

su origen, literatura reactiva y de batalla. Lo cual no implica, obviamente, que su valor no

trascienda la coyuntura: ni el valor estético ni el valor ideológico—si puede

legítimamente establecerse esa separación.

Por el contrario, su origen coyuntural otorga a esta literatura un valor adicional.

Por un lado, obviamente, porque cada pieza literaria constituye un testimonio de

determinados momentos históricos—testimonio no exento de tensiones y ambivalencias

con respecto a una “realidad” que pretende representar y combatir; es decir, un testimonio

porque pone de manifiesto una mirada, un cierto estado de la comprensión del momento

y de la discusión pública sobre el mismo. Pero hay aún otro valor, que justifica el

36
renovado interés por esta literatura que hemos comentado: porque su origen coyuntural

puede hacerla renovadamente vigente, interesante, estimulante, provocadora, en

momentos históricos en que resuenan preocupaciones o perspectivas similares. En este

sentido, coincidimos nuevamente con Said cuando sostiene: “Each cultural work is a

vision of a moment, and we must juxtapose that vision with the various revisions it later

provoked” (67).

Nuevos lectores para nuevos escritores

Nos gustaría retomar un aspecto insinuado en la sección anterior, que tiene que

ver con las transformaciones sociales en las ciudades de América Latina. Nos hemos

referido al surgimiento, alrededor del cambio de siglo, de una clase media intelectual, de

la que emergerían los escritores tanto de la novela regional como de las obras que

adscribimos a los inicios del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. Se

trata, según Jorge B. Rivera, de la primera generación de escritores “profesionales,” cuya

condición de posibilidad fue la confluencia de una serie de factores. Entre ellos, la

expansión de la alfabetización, que diversificó los públicos; transformaciones en el

discurso periodístico; el afianzamiento de una industria editorial local; y cambios en el

modo de entender el lugar de la literatura, sugeridos por el modernismo:

Han contribuido a ello la existencia de nuevos lectores, el diverso carácter técnico


del periodismo diario, que ha pasado del viejo tono predicativo y partidista a un
tono eminentemente informativo y recreativo, el relativo éxito popular de las
producciones literarias locales, el redimensionamiento consiguiente de los
mercados en que el escritor puede colocar su ‘mercancía’ e inclusive la lección
aportada por el modernismo, en tanto exigía del escritor una actitud de mayor
rigor técnico y ponía el acento sobre la especificidad del hecho literario. (28)

37
En la evaluación de Eugenio Chang-Rodríguez, la importancia del modernismo en

este proceso se dio también a través de la consolidación de un nuevo género periodístico:

la crónica, a la que atribuye origen francés y un perfeccionamiento en el movimiento

parnasiano. 15 Este crítico considera que se trata de un género fundamental en el

momento de profesionalización de los escritores, en la medida en que representó para

ellos una oportunidad de trabajar en el desarrollo de su propia voz en la escritura,

mientras les daba también un medio de subsistencia. En su visión, en la consolidación de

este género fueron importantes las contribuciones de Martí, Manuel Gutiérrez Nájera,

Julián de Casal, Rubén Darío, Amado Nervo, Ventura García Calderón y Enrique Gómez

Carrillo (“La superación del modernismo” 345). Como en la cita de Rivera, Chang-

Rodríguez incluye este género en el marco de un nuevo tipo de periodismo, el que está

abierto a las colaboraciones de autores de distintos países de la región, contribuyendo

asimismo en la conformación de una cierta esfera pública latinoamericana:

La Prensa y La Nación de Buenos Aires y otros grandes rotativos de


Hispanoamérica acogieron con entusiasmo a los cronistas, pagándoles lo
suficiente como para permitirles continuar cultivando las bellas letras y usar el
periodismo como una gimnasia de estilo. Una vez establecido como nuevo género
literario modernista, cada escritor le dio su fisonomía propia, destacando su
agilidad, destreza, elegancia y gracia. Las fronteras de la crónica colindaron con
las del ensayo, la crítica, el relato y el poema en prosa, aunque tratara de un
suceso reciente, un acontecimiento social inusitado, una velada literaria, musical o
teatral, la aparición de un libro o la semblanza de una personalidad. (345)

La profesionalización de los escritores, aunque como veremos resulta inestable y

problemática, les abrió las puertas a un modo diferente de pensar la relación con el

Estado, que iría afianzándose lentamente. Es decir, en las primeras décadas del siglo XX

nos encontramos en un momento de transición, en que los escritores—que ya no son

38
necesariamente miembros de las élites—están en condiciones materiales de sostenerse en

gran medida con sus publicaciones. Pueden dejar de aspirar a ocupar cargos en la función

pública, cuestión que les da también la posibilidad de pensar su papel de un modo

diferente en relación con la construcción de la nación, aspecto que había sido clave

durante todo el siglo XIX. Se trata del comienzo de un cambio sustancial con respecto a

generaciones anteriores, como la situación que describe Pratt, que alcanza, precisamente,

hasta los escritores regionales—recordemos que Rómulo Gallegos, el autor de Doña

Bárbara, fue presidente de Venezuela:

To this day bookstores in Latin America have separate shelves for ‘literatura
nacional’ or ‘literatura latinoamericana’ and ‘literatura universal’. In Europe,
modernist and avant-garde movements of the early twentieth century were
resolutely cosmopolitan and continental, and, if anything, anti-national. In the
Americas, in sharp contrast, building national cultural capital was a common
preoccupation of early twentieth-century artists and artistic movements, including
avant-gardists. Educated people bore the responsibility for building the
modernizing nation-states and creating the cultural capital that would define
citizens and create their belonging; it was common for writers to be diplomats,
civil servants, educators or presidents. (230)

En este proceso de profesionalización fue muy importante la creación de nuevos

lectores surgidos con el desarrollo de la urbanización. Como recuerda John Beverly, una

ampliación sustancial del público para la literatura occidental tiene que ver con una

situación histórica específica, y está relacionada, también, con un cierto grupo étnico;

dado que se verifica en Europa particularmente en el siglo XIX con el ascenso de las

clases medias y el hecho de que la literatura se convierta en mercancía—tanto en su etapa

de producción como de distribución. Se trata de un proceso que coincide con un

39
momento de formas “democráticas” de la educación pública y, por lo tanto, está en

relación con un cierto público lector.

En esta línea de análisis, Beverly contrasta el modo de existencia de la literatura

en Europa con el de la América Latina colonial, la que considera se caracteriza por tener

sociedades cuasi-feudales. En primer lugar, citando a Walter Mignolo, Beverly sostiene

que la mayor parte de la población de las colonias—que estima entre el 80 y el 90 por

ciento—no podían leer, y que esta situación era considerada no sólo normal sino incluso

deseable, dado que contribuía a establecer una distinción bien neta entre grupos sociales:

“Access to written texts in Spanish or Latin was in itself a mark of distinction that

separated colonizer from colonized, rulers from ruled, European from native” (“Second

thoughts” 136). La escritura y la lectura, entonces, habrían funcionado en la época

colonial como criterio para establecer la diferencia y la desigualdad, para ordenar la

sociedad, para colocar a cada grupo social en el lugar respectivo. Permitían establecer la

distinción entre metrópoli y colonia dentro del territorio colonizado; internalizando de

este modo la frontera geográfica al actualizar la distancia material como distancia

simbólica.

Ahora bien, el proceso de urbanización y, más importante, el simultáneo proceso

de alfabetización—tanto desde arriba a través del fomento de la educación pública, como

desde abajo, impulsado por el activismo anarquista y socialista—iba a poner a la ciudad

letrada en una situación de cambio radical. Por ejemplo, en su análisis del movimiento

anarquista en Buenos Aires en el cambio de siglo, Juan Suriano describe una situación de

confluencia de impulsos en pos de la ampliación de la alfabetización desde el estado

40
nacional y desde este movimiento anti-hegemónico. Al describir el amplio aparato

editorial desarrollado por los libertarios, comenta Suriano:

El énfasis puesto en la edición se debe a la profunda confianza y la enorme


importancia atribuida por los anarquistas a la difusión de la escritura. Cabe
destacar que esta confianza en la difusión de la escritura y, por lógica
consecuencia, en la lectura, no era privativa del anarquismo y era compartida,
dentro de un clima de ideas genéricamente positivistas, por todos aquellos
sectores abocados a la modernización de la Argentina. Los libertarios pretendían
convertir el acto de la lectura de material doctrinario en un hecho público al
alcance de todos los activistas y la mayor parte posible de trabajadores. (113-114)

Con una mirada hacia toda la región, Dominique Pérus analiza el proceso por el

cual a comienzos del siglo XX en las ciudades de América Latina se desarrolla una suerte

de industria cultural en relación con el activismo de izquierda, a través de la que se

lanzan publicaciones periódicas, series de libros y se crean círculos de lectura. Esta

autora sugiere que este movimiento, pujante aunque no completamente articulado, debe

pensarse también en contraste con cierto establishment cultural que era percibido como

desgastado por las nuevas generaciones. Pérus cita a José Carlos Mariátegui para referirse

a las motivaciones detrás de la reforma universitaria peruana, “precipitada por el

prolongamiento irritante de un estado de visible desequilibrio entre el nivel de la cátedra”

y el avance de las nuevas generaciones, en particular, “en el plano literario y artístico”

(citado en Pérus 15). En este contexto en el que el sector social que tradicionalmente

monopolizaba la cultura se retira en cierto modo de la escena, se comprende la influencia

de los nuevos sectores políticos en la conformación de un “nuevo público.” La

importancia de este proceso es que terminará delineando para los escritores una audiencia

41
imaginaria que guiará su trabajo y que inspirará el desarrollo de nuevas formas literarias.

En la descripción de Pérus:

Por más endeble que haya sido—y no lo era tanto frente al vacío institucional
dejado por las oligarquías—, este aparato cultural vinculado con las
organizaciones sindicales y políticas es el que fue abriendo, para la literatura, la
posibilidad de un nuevo público, real o potencial, cualitativamente distinto del
anterior, incluso en cuanto a sus expectativas estéticas. Con la aparición en la
escena cultural de este nuevo público, más directamente vinculado con el mundo
del trabajo y las vicisitudes cotidianas, es en definitiva, de donde surgieron las
exigencias de nuevas formas de literatura más apegadas a las realidades de la
existencia de estos sectores, y, con ellas, la formulación de una estética ‘realista’,
cuando no ‘socialista’ o ‘proletaria’. (Historia crítica y literaria 158-159)

Con respecto a estas nuevas exigencias estéticas, es importante aclarar con

respecto a la cita de Pérus, que la crítica no habla de una carencia de estética de parte de

los autores de este período, sino de la preocupación expresada repetidamente por ellos de

desarrollar nuevos medios expresivos, en relación con esos nuevos públicos:

… este rechazo declarado de toda ‘literatura’ y ‘belleza’ en pro de la ‘honestidad’


del relato … nos remite nuevamente no al problema de una ausencia de forma o
de preocupación estética, sino justamente a su contrario: a la imperativa
necesidad de hacerse de nuevas formas, no literariamente marcadas, susceptibles
de abrir paso, en el ámbito de la literatura, a la percepción renovada de
realidades distintas, y de volverlas sensibles a un público asimismo diferente.
(160)

La literatura que nos proponemos analizar está en relación con esos nuevos

públicos y ese “aparato cultural” de izquierda—aunque no resulte confinada a los

mismos, en ninguno de los dos aspectos. En este sentido, es el producto de una paradoja:

cuando la población de América Latina comienza a hacerse mayoritariamente urbana,

surge un nuevo interés literario por las áreas rurales. La “ciudad letrada” descrita por

Ángel Rama se convierte en la “ciudad revolucionada” (La ciudad letrada 137-175), en

42
tanto las áreas urbanas se expanden demográficamente por la incorporación de los

trabajadores a las nacientes industrias—inmigrantes europeos pero también nacionales,

provenientes de las áreas rurales—, y simbólicamente por la ampliación y diversificación

de su público lector en tanto por lo menos una parte de estas masas son alfabetizadas

desde el estado o desde los grupos radicales. En simultáneo con ese extraordinario

proceso, emergen discursos esencialmente urbanos, y en estrecha consonancia con esos

cambios, que ponen las áreas rurales en el centro de la literatura.

Nos encontramos, entonces, en un momento en que se verifica una mirada al

campo desde la ciudad, pero no únicamente desde una romantización promovida desde

las clases dominantes en respuesta a la llegada de los “malones rojos,” asociados con el

activismo de izquierda, como describe David Viñas (Anarquistas 214-215); mirada ésta

asociada fundamentalmente—aunque no exclusivamente—con la novela regional. Es

cierto que una obra como Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes, busca situar en

otro espacio la esencia de lo nacional, para ponerla a salvo, fuera del alcance de la

amenaza de los cruces culturales con las masas inmigrantes, en un gesto que resulta

funcional a la reacción de las élites a los cambios sociales y políticos—al desafío—que

representa la transformación de las ciudades, como ha analizado Beatriz Sarlo

(“Responses, inventions”). Pero esta novelística también incluye obras como El inglés de

los güesos de Lynch, o La vorágine de Rivera, que representan una mirada menos afín

con los intereses de las élites, asociados con el avance neocolonial. En este sentido,

French contrasta explícitamente la novela de Lynch con la de Güiraldes, situando a la

segunda como representante de una “geography of resistance” en relación con el avance

43
neocolonial (75-111); y destaca la presencia en La vorágine de la “scandalous Peruvian

Amazon Company,” si bien reconoce que la misma resulta a la vez expuesta y

escamoteada en el texto (112-154).

En este panorama, el corpus de obras que nos proponemos analizar en este trabajo

va un paso más allá en su reflexión sobre la situación neocolonial, como anticipamos en

relación con el análisis del anti-imperialismo en Said, proponiendo de manera muy clara

un marco interpretativo que supone una fuerte denuncia de la situación de dependencia de

los países latinoamericanos, en momentos en que se transforma su inserción en el

mercado internacional. En este sentido, el contra-discurso neocolonial de los recursos

naturales es un producto urbano, surgido de las nuevas ciudades latinoamericanas,

marcadas por los cambios demográficos, sociales y culturales comentados, relacionados a

su vez con procesos de transformación de la economía de la región.

En el Capítulo 2, presentaremos la figura de Rafael Barrett, un intelectual español,

representante temprano de la generación del 98, que recaló en América del Sur, donde

dejó una huella importante tanto en la literatura como en la cultura de izquierda de la

Argentina, el Uruguay y el Paraguay. Se trata de un autor que ha sido considerado por

Augusto Roa Bastos uno de los fundadores de la literatura paraguaya—en su vertiente

“social”—, además de una importante influencia en la literatura argentina, sobre todo, en

el llamado grupo de escritores de Boedo y en Horacio Quiroga. La obra de Barrett da

cuenta de un momento en que se consolida la inserción del área de la cuenca del Plata en

el imperio británico y su papel de correa trasmisora del imperialismo hacia el interior del

continente. Buenos Aires representa entonces la capital periférica que monopoliza el

44
intercambio entre centro y periferia, sobre todo por su papel de nudo agro-exportador,

facilitado por el control de las vías de comunicación naturales y artificiales—los ríos, la

red de ferrocarriles. En nuestro trabajo, consideramos a Barrett precursor de un nuevo

modo de hablar sobre la situación dependiente de América Latina, el contra-discurso

neocolonial sobre los recursos naturales, al vincular un recurso natural, un paisaje y un

grupo social con una situación de explotación, determinada por fuerzas externas.

Analizaremos en este capítulo la serie de artículos periodísticos publicados

originalmente en Asunción en 1908 y compilados con el título Lo que son los yerbales

paraguayos en Montevideo en 1910. Se trata de la obra más conocida de Barrett y

representa una fuerte denuncia de las condiciones de explotación de los trabajadores de

los yerbales, en la zona de la triple frontera entre Paraguay, Argentina y Brasil. También

incluiremos el análisis del folleto El terror argentino, publicado en Asunción en 1910.

Motivado por la represión desatada sobre el movimiento anarquista por el estado

argentino, este texto traza un acabado cuadro de la posición de Buenos Aires como

articuladora de la cuenca del Plata al mercado internacional.

En el Capítulo 3, nos concentraremos en la consideración de trabajos periodísticos

de Barrett, publicados originalmente en Buenos Aires, Asunción y Montevideo, y

compilados en su mayoría póstumamente, en los libros Moralidades actuales (1910), El

dolor paraguayo (1911), y Mirando vivir (1912). Se trata, fundamentalmente, de crónicas

que dan cuenta de una comprensión más amplia de la situación neocolonial de América

Latina, al ponerla en relación con un panorama internacional. También analizaremos

brevemente algunos cuentos de Barrett, recopilados en el volumen Cuentos breves. Del

45
natural (1911). Asimismo, en este capítulo vincularemos la obra de Barrett con un corpus

de relatos de Quiroga, con el que consideramos que se establece un diálogo revelador.

Nos proponemos demostrar que el análisis contrastivo de la novela corta Las fieras

cómplices, publicada en 1908, en relación con los cuentos “Los mensú” (1914), “Una

bofetada” (1916), y “Los precursores” (1929), permite dar cuenta de un cambio en el

modo de pensar la situación neocolonial de la triple frontera de la selva misionera en los

tres cuentos del uruguayo, cambio que deja de manifiesto una significativa proximidad

entre la obra de Barrett y la de Quiroga, en la que la crítica casi no ha reparado.

En el Capítulo 4, haremos una revalorización de la “novela social”

latinoamericana, en particular de aquella con fuertes acentos anti-imperialistas,

apoyándonos en sugerencias de Beverly. Creemos que estas obras representan un

momento de florecimiento y consolidación del contra-discurso neocolonial de los

recursos naturales. Dentro de este planteo, analizaremos la novela El tungsteno, de

Vallejo, que durante mucho tiempo fue considerada de escaso valor por la crítica, que la

tuvo por una obra de poca elaboración estética. Por el contrario, trataremos de demostrar

que se trata de un trabajo que evidencia una intensa reflexión sobre los recursos formales,

en relación con una preocupación por instalar la discusión sobre la nueva situación

neocolonial de América Latina en la esfera pública de la región—y también más allá, en

particular, en Europa. En este sentido, en este capítulo discutiremos las variadas

clasificaciones temáticas que se ha hecho del tipo de novelas del que forma parte El

tungsteno: “anti-imperialistas,” “de las transnacionales,” “proletarias,” “de las minas,”

“andinas,” “indigenistas,” entre otras. Esas clasificaciones, que ponen énfasis en los

46
elementos representados, dan por supuesto que es en ese aspecto donde pueden

encontrarse sus características definitorias. Esta discusión es fundamental para nuestra

propuesta acerca del lugar de estas novelas en la construcción del contra-neocolonial

sobre los recursos naturales. Argumentaremos que las varias clasificaciones, que se

solapan parcialmente, ponen en evidencia la presencia en las mismas de los elementos

que caracterizan este discurso.

Finalmente, en el Capítulo 5, exploraremos la relación entre el contra-discurso

neocolonial de los recursos naturales y la literatura indigenista, con la que comparte una

problemática común. Entre otros aspectos, analizaremos su carácter anti-hegemónico

—relacionado con la intención “reivindicatoria” que se atribuye a la literatura

indigenista—así como su intrínseca “heterogeneidad,” es decir, el hecho de tratarse de

una literatura producida y leída por grupos sociales diferentes de aquellos que resultan

representados, como ha propuesto Antonio Cornejo Polar en Escribir en el aire. Nos

apoyaremos fundamentalmente en el análisis de la novela Huasipungo, de Icaza, una de

las obras consideradas centrales dentro de esta novelística. También, retomaremos

algunos aspectos de El tungsteno, dado que su status problemático como novela

indigenista nos permitirá indagar acerca de cuestiones que hacen a la relación de esta

literatura con el discurso que nos interesa investigar. Asimismo, en este capítulo

continuaremos la discusión acerca de la caracterización de “realistas” que se ha hecho de

este tipo de obras, cuestionando la preeminencia de la función “denotativa,” como ha

propuesto parte de la crítica. Vamos a tratar de demostrar que en las mismas predominan

las funciones expresiva y conativa, las que, a su vez, están en relación con la cuestión de

47
su intrínseca “heterogeneidad.” Se trata de un aspecto que creemos es crucial en el

discurso que nos interesa, en tanto que producto urbano.

Nos proponemos demostrar que la literatura indigenista, si bien no puede ser

adscripta in toto al contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, representa un

corpus fundamental en relación con la reflexión sobre la situación neocolonial de los

países latinoamericanos, al enfocar su mirada en las poblaciones nativas sometida a las

sucesivas oleadas colonizadoras. En este aspecto, seguimos nuevamente a Said cuando

sostiene que los escritores de la periferia neocolonial llevan su pasado a cuestas, siendo la

conciencia del mismo—conciencia en que la cuestión en las poblaciones nativas es

fundamental—la condición de posibilidad de la resistencia, y de la proyección al futuro:

The post-imperial writers of the Third World therefore bear their past within
them—as scars of humiliating wounds, as instigation for different practices, as
potentially revised visions of the past tending toward a post-colonial future, as
urgently reinterpretable and redeployable experiences, in which the formerly
silent native speaks and acts on territory reclaimed as part of a general movement
of resistance, from the colonist. (212)

Notas
1
Estos comentarios se basan en mi trabajo de investigación sobre la controversia. Ver: Ana María Vara
(“La estrategia boomerang”; “Para curarse en salud”; “Sí a la vida, no las papeleras”).
2
Preferimos la denominación “neocolonial” en lugar de “post-colonial” porque, como veremos a lo largo
de este trabajo, el discurso que nos interesa establece una clara distinción entre dos períodos de la historia
de América Latina: el colonial, relacionado con las dominación española y portuguesa, y caracterizado por
una dependencia formal; y el neocolonial, marcado por el predominio informal de Gran Bretaña y los
Estados Unidos, fundamentalmente. Aunque no corresponde hacer en este trabajo una discusión acabada
sobre la relación de los “post-colonial studies” y los estudios latinoamericanos, nos interesa destacar que
valorizamos la reflexión de los primeros sobre la problemática del colonialismo y la resistencia al mismo;
de hecho, incorporamos en nuestro análisis reflexiones de una de sus figuras centrales, Edward Said, como
veremos. Sin embargo, creemos que esa perspectiva teórica ha manifestado poco interés por dialogar con

48
los estudios latinoamericanos, y que no da cuenta de ciertas peculiaridades de la historia latinoamericana,
como la periodización mencionada.
3
Excede el alcance de este trabajo seguir el derrotero de este discurso en la poesía. Sí creemos pertinente
señalar que la obra de Guillén exhibe rasgos tempranos de este discurso, en poemas como “Caña,”
publicado en 1930 y recopilado en Sóngoro cosongo (1931); “Agua del recuerdo…” de El son entero
(1933); “West Indies Ltd.,” recopilado en el volumen del mismo nombre (1934); “Mi patria es dulce por
fuera” y “Sudor y látigo,” de El son entero (1947); y, como vimos en el epígrafe, “Crecen altas las flores,”
escrito en 1963, recopilado en Tengo (1964), y considerado por la crítica una respuesta mordaz a la Alianza
para el Progreso, propuesta por el entonces presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, según Iñigo
Madrigal (citado en Gillén 197). “Caña” es un poema muy breve que presenta los elementos básicos del
contra-discurso neocolonial de los recursos naturales: el recurso natural, el grupo social explotado y el
explotador extranjero. Presenta además la metáfora de la sangre, que es bastante recurrente en este
discurso, acercando la explotación de la naturaleza y la humana: “El negro / junto al cañaveral. // El yanqui
/ sobre el cañaveral. // La tierra / bajo el cañaveral. // ¡Sangre que se nos va!” (84).
4
Nuevamente, la obra de Pratt resulta relevante para nuestro trabajo en función de la terminología que
presenta, aunque en este caso no seguiremos su sugerencia. Citando a Fernando Ortiz y a Ángel Rama,
Pratt habla de “transculturation” para referirse a las reelaboraciones que poblaciones dominadas realizan de
elementos tomados de culturas dominantes, proceso que controlan en gran medida: “While subjugated
peoples cannot readily control what the dominant culture visits upon them, they do determine to varying
extents what they absorb into their own, how they use it, and what they make it mean” (7). Preferimos no
incorporar esta terminología porque consideramos que su origen en la antropología de la primera mitad del
siglo XX la ha cargado de un sustrato de visión dicotómica entre culturas primitivas y civilizadas que nos
parece no pertinente en nuestro trabajo, aun teniendo presente la reelaboración de Rama en su obra
Transculturación narrativa en América Latina. En este aspecto, seguimos la sugerencia de John Beverly
cuando señala que “La transculturación funciona para Rama (como antes para Ortiz) como una teleología,
no sin momentos de violencia, perdida y desamparo, pero necesaria en última instancia para la formación
de una cultura ‘nacional’ o latinoamericana” (“Siete aproximaciones” 269-270). Por otra parte, creemos si
dejáramos de lado la radical asimetría entre culturas implícita en el origen antropológico de esta
terminología, nos quedaríamos con un concepto altamente inespecífico, en la medida en que todas las
culturas, partiendo de la griega y la romana—raíces de la europea—son el resultado del contacto, muy
pocas veces pacífico, entre diferentes culturas. Nuestra aproximación a esta cuestión, que no tiene
pretensiones de constituirse en teoría, se verá a lo largo de la tesis. Dos momentos importantes serán la
discusión de la “nacionalidad” de Rafael Barrett, en el Capítulo 2, y del “internacionalismo” y el
“indigenismo” de César Vallejo, en los Capítulos 4 y 5. En este último punto, trabajaremos con la noción
de “heterogeneidad” propuesta por Antonio Cornejo Polar.
5
En relación con este tipo de proyecciones retrospectivas, es inevitable recordar el texto de Jorge Luis
Borges “Kafka y sus precursores,” según el cual la narrativa de Franz Kafka habría permitido redescubrir
elementos “kafkianos” en autores previos (Borges 145-148).
6
En Science & Society, Peter Roman presenta Open Veins of Latin America sobre todo un trabajo
periodístico y de divulgación, que propone una explicación del subdesarrollo de la región: “The book is
more a journalistic account of, than a significant contribution to, Latin American history, political
economy, or the study of imperialism. But it is a honest popularization, and the reader emerges with a clear
understanding of the dialectical relationship between Latin America’s economic underdevelopment and
European or United States economic development” (498). Escribiendo en Pacific Historical Review,
Ramón Eduardo Ruiz define a Galeano como “a journalist by trade and a socialist by conviction” (581), y
hace una valoración menos positiva de la obra. Sostiene que Open Veins no ofrece información novedosa, y
que presenta una visión sesgada de la historia latinoamericana—aunque considera que la misma es
representativa de una porción sustantiva de los intelectuales de la región: “Galeano’s views, which will

49
please few North American scholars, add little to what is already known. They may, in fact, even distort
some of the truth. Clearly, he writes with scant objectivity. Yet few will deny that he speaks for a majority
of Latin America’s intellectuals and scholars. In that rests the value of this book” (582). En Études
Internationales aparece una reseña en 1982, con motivo de la traducción de la obra al francés el año
anterior. Jorge Armijo encuadra la obra en la teoría de la dependencia y la considera un trabajo para un
público general y de tipo estrictamente coyuntural, relacionado con la situación de América Latina a
comienzos de los setenta. Por eso, Armijo sugiere que una década después, la obra ha perdido vigencia:
“Dix ans plus tarde, les choses ont changé. Est-ce qu’on peut aujourd’ hui soutenir, avec la même
conviction, que l’Amerique Latine continue à être la chasse gardée des États Unis?” (201).
7
A una pregunta sobre la economía de América Latina, responde Galeano definiendo Las venas abiertas,
su lugar de escritor y el propósito que guió esa obra: “Es una pregunta para un economista, que yo no soy.
Pienso que esta confusión, bastante frecuente, nace del hecho de que hace diecisiete años publiqué un libro
que se llama Las venas abiertas de América Latina, una suerte de contrahistoria que tiene por tema
fundamental la economía política de América Latina. Pero yo no soy un economista. Simplemente puse al
servicio de la difusión de ciertos datos y de ciertas ideas que me parecía importante divulgar, toda mi
habilidad, que no es demasiada, en el oficio de escribir. Eso dio por resultado un libro que habla de
economía en un lenguaje más o menos accesible, lo que resulta bastante raro, y eso quizás explica la buena
suerte que el libro tuvo. Pero yo no soy economista… de todos modos creo que sí, que está limitado y
deformado el crecimiento de los países capitalistas dependientes. Somos países mutilados por una
estructura internacional de poder, que con una mano te presta lo que con la otra te roba. … Esta estructura
internacional de poder, que se llama imperialismo, no tiene la culpa de todos los males del mundo. Pero sí
creo que el imperialismo tiene la culpa de casi todos los males” (De las venas abiertas 3).
8
Las venas abiertas consta de tres partes. Una Introducción, titulada “Ciento veinte millones de niños en el
centro de la tormenta”; una Primera Parte, “La pobreza del hombre como resultado de la riqueza de la
tierra”—un título interior que compite en eficacia argumentativa con el principal—; y una Segunda Parte,
“El desarrollo es un viaje con más náufragos que navegantes.” En líneas generales, la Primera Parte se
concentra en la cuestión de la explotación colonial y neocolonial de los recursos naturales, en tres sub-
secciones: una dedicada a la explotación de los metales preciosos en la era colonial (“Fiebre del oro, fiebre
de la plata”); otra referida a la explotación neocolonial de la agricultura (“El rey azúcar y otros monarcas
agrícolas”); y una tercera en relación con la explotación neocolonial de los minerales. La Segunda Parte se
concentra en las formas financieras de la dependencia, con discusión de las luchas en torno a la imposición
del “librecambio” y la historia de los créditos internacionales.
9
En Las venas abiertas Galeano cita obras tempranamente consagradas del boom, como El reino de este
mundo, del cubano Alejo Carpentier, publicada en 1949 (99; n. 18); La casa verde, del peruano Mario
Vargas Llosa, publicada en 1966 (136, n. 59); Gabriela clavo y canela, del brasileño Jorge Amado,
publicada en 1969 (140, n. 62); Cien años de soledad, del colombiano Gabriel García Márquez, publicada
en 1967 (165, n. 91); y La muerte de Artemio Cruz, del mexicano Carlos Fuentes, publicada en 1962 (190,
n. 117). También cita otras obras de este período pero de menor repercusión, como Vidas secas, del
brasileño Graciliano Ramos, publicada en 1964 (130); La casa grande, del colombiano Álvaro Cepeda
Samudio, publicada en 1967 (165; n. 91); o la trilogía del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, Viento
fuerte (1950), El papa verde (1954) y Los ojos de los enterrados (1960), inspirada en la historia de la
empresa transnacional United Fruit en América Central (165; n. 92).
10
La editorial Claridad fue fundada en 1922, y desde el comienzo fue cercana al partido socialista de
Alfredo L. Palacios. Con altas tiradas y bajos precios—veinte centavos, por entonces el valor de una
merienda popular—sus libros tenían una red de distribución sudamericana (Ferreira de Cassone 40-41).

50
11
En el caso de Martí, la crítica ha considerado fundamental su artículo “Nuestra América,” publicado en
El Partido Liberal, de México, el 30 de enero de 1891. Advierte allí el cubano que los Estados Unidos
podrían estar tentados de avanzar sobre la América hispana: “El desdén del vecino formidable, que no la
conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día de la visita está próximo, que el
vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por ignorancia llegaría, tal vez, a poner en
ella la codicia” (OC VI 22). También son importantes la serie de artículos publicados por Martí en el diario
La Nación de Buenos Aires, evaluando la I Conferencia Internacional Americana, realizada entre octubre
de 1889 y abril de 1890, en los que el cubano denunciaba que el propósito final de la convocatoria era
asegurar el predominio de Estados Unidos sobre América Latina. Los artículos de Martí fueron publicados
en La Nación entre el 19 de diciembre de 1889 y el 15 de junio de 1890. De hecho, la reunión fue una pieza
central de la política de James Blaines, Secretario de Estado durante la presidencia de James A. Garfield,
quien se propuso reeditar y renovar la doctrina Monroe en busca de eficiencia económica y ventajas
comerciales como objetivos de una nueva política de expansión, en la síntesis de Adriana Arpini (32-33).
Ver también: Elio Alba Buffill; Teodosio Fernández; Enrique Mario Santí; Susana Rotker. Otro texto clave
en esta nueva conceptualización de los Estados Unidos por parte de los intelectuales de la región es el Ariel,
del uruguayo Enrique Rodó, que oponía la “espiritualidad” de las naciones de la América hispana al
“utilitarismo” de ese país. Anticipado también en las página de La Nación en 1900, el ensayo de Rodó tuvo
amplia circulación en la región. Dos trabajos recientes, editados con motivo del centenario de la
publicación de Ariel, actualizan la discusión sobre esta obra; ver: Ottmar Ette y Titus Heydenreich (eds.), y
Gustavo San Román. Eva María Valero Juan inscribe la escritura del Ariel dentro de un debate general
“entre las dos civilizaciones principales: la latina frente a la anglosajona y germánica,” que se dio tanto en
América Latina como en España. Habla entonces del surgimiento de un “panlatinismo” y un
“panhispanismo,” en relación con la percepción del “peligro que suponía la penetración de la influencia no
sólo intelectual sino también económica tanto de los Estados Unidos como de otros países europeos en las
antiguas colonias españolas de América” (46-47). Se trata de dos términos que en ocasiones se confunden:
“Pensadores del cambio de siglo, tanto españoles como hispanoamericanos, utilizaron un término u otro
(‘lo latino’ o ‘lo hispánico’) dependiendo de la intencionalidad de su discurso” (47).
12
Para la historia de la terminología en torno a América y América Latina, ver: Arturo Ardao (América
Latina y la Latinidad; Estudios latinoamericanos de historia de las ideas).
13
En cierto modo, John Beverly amplía y radicaliza la visión de Said en cuanto a la relación entre literatura
y experiencia colonial y neocolonial. Lo hace en una instancia en que compara las literaturas de América
Latina con las de China, India y el África islámica. Aunque Beverly reconoce que América Latina difiere
de esas regiones en la medida en que éstas tuvieron literatura escrita antes de la etapa colonial, sostiene
explícitamente que en los países del Tercer Mundo, “modern literature” es engendrada fundamentalmente
por el colonialismo y el imperialismo (“Second thoughts” 150, n. 20). En la visión de este crítico, la
literatura del siglo XX de todo el mundo periférico y semi-periférico, entonces, estaría motivada, marcada,
por la experiencia colonial y neocolonial.
14
Aunque excede el alcance de este trabajo, creemos que este tercer caso de transformación del paisaje por
parte de las fuerzas coloniales descrito por Said constituye la materia de indagación de la trilogía bananera
de Asturias, citada por Galeano en Las venas abiertas (ver nota 9). En la tercera novela de la trilogía, Los
ojos de los enterrados, se narra el avance sobre funciones y símbolos característicos del estado nacional: se
atribuye la posibilidad de una guerra entre países limítrofes a la competencia de la empresa Tropical
Platanera con otra transnacional; también se cuenta que la moneda y la bandera nacionales eran sustituidas
por la norteamericana en los territorios controlados por la empresa. Sobre la trilogía bananera, ver: José M.
Aybar; Adalbert Dessau (“Guatemala en las novelas”; “Mito y realidad”); Francis James Donahue; Jorge
Alcides Paredes.

51
15
Ángel Rama también se ha referido a la importancia del modernismo en el proceso de profesionalización
de los escritores latinoamericanos en un sentido próximo al de Rivera y Chang-Rodríguez, poniendo énfasis
en cómo este movimiento puso en primer plano la elaboración del texto (“El poeta frente a la modernidad”;
La novela).

52
Capítulo 2 – Rafael Barrett, el precursor: los brillos de la ciudad, el infierno de los

yerbales y la novela de una vida

Entre los textos que sientan las bases del contra-discurso neocolonial sobre los

recursos naturales de manera más clara se cuentan artículos periodísticos, cuentos y

piezas breves del escritor Rafael Barrett quien, aunque nacido en España y con apenas

unos años de estadía en América Latina entre 1903 y 1910, dejaría una marca distinguible

en la forma de pensar la problemática del neocolonialismo en la región, y su relación con

el espacio y los recursos naturales. En este capítulo, presentaremos a este autor,

relativamente poco conocido en los medios académicos, y que resulta difícil de clasificar

tanto en términos de su pertenencia a una escuela o movimiento literario, como en

relación con una literatura nacional. También analizaremos dos trabajos periodísticos que

se cuentan entre los más importantes de su obra: Lo que son los yerbales paraguayos,

publicado como una serie de artículos en 1908 y recogido en un folleto en 1910; y El

terror argentino, un folleto publicado en 1910. Estos textos—los dos únicos pensados por

Barrett como obras integrales—representan fuertes, urgentes, denuncias sobre cuestiones

sociales y políticas del Paraguay y la Argentina, y pueden considerarse complementarios

en cuanto a las cuestiones que tratan. Por otra parte, resultan coincidentes en cuanto a la

posición enunciativa desde la que se formulan, en la medida en que ambos constituyen

ecos del J’Accuse (1898) de Emile Zola; es decir, que fueron escritos y leídos como

ostensibles intervenciones políticas en la esfera pública.

53
Los escasos críticos que han estudiado la obra de Barrett de manera sistemática lo

consideran un escritor que abrió caminos en el pensamiento y la literatura de América

Latina, en particular, del sur de la región. 1 Norma Suiffet, autora del primer trabajo

monográfico sobre su obra desde una perspectiva literaria, publicado en 1958, considera

que, si bien la misma tiene rasgos naturalistas y sobre todo, modernistas, no se lo puede

situar en ningún movimiento “porque su creación fue independiente de todo vínculo o

movimiento organizado” (14). Francisco Corral, autor del segundo trabajo monográfico,

publicado en 1994, lo presenta como un “escritor subterráneo,” que ha ejercido una

“callada influencia en la literatura latinoamericana” (El pensamiento cautivo XVII).

Miguel Ángel Fernández lo considera “una de las figuras capitales del novecentismo

rioplatense (particularmente en su línea modernista), así como uno de los grandes

precursores de la literatura social americana” (“Introducción” 21). Hugo Rodríguez

Alcalá y Dirma Pardo Carugati lo consideran fundador de una de las dos tendencias que

dieron inicio a la literatura paraguaya, la corriente “crítica y de denuncia social” (204).

David Viñas lo describe como “español-rioplatense” y lo distingue, junto a Ricardo

Flores Magón en México y Manuel González Prada en Perú, como uno de los tres

anarquistas clave de América Latina, que contribuyeron a articular una “retórica de la

izquierda” en la región, al llegar a convertirse ellos mismos en “metáforas mayores de la

mentalidad libertaria” (Anarquistas 21 y 25).

Entre los escritores y escritores-críticos, además de los abundantes comentarios de

sus contemporáneos—entre ellos, Ramiro de Maeztu, Enrique Rodó o Armando Donoso,

que le dedicó un libro—hallamos observaciones que dejan en evidencia que la presencia

54
de Barrett es recurrente a lo largo de la primera mitad del siglo XX, sobre todo en la

Argentina, el Uruguay y el Paraguay. Álvaro Yunque, a fines de la década del veinte, le

dedica un pequeño volumen, Rafael Barrett, su vida y su obra, en el que, superponiendo

categorías, lo analiza como articulista, conferencista, panfletista, crítico y cuentista. Y en

la década del cuarenta, lo destaca en su trabajo sobre La literatura social en la Argentina,

aclarando que “su vida y obra son meteóricas: luminosas y rápidas,” pero que, pese a esa

brevedad, han dejado “una estela de admiraciones y enseñanzas” (256). Por esos años,

también el joven Víctor Massuh consagra un libro a su figura, Rafael Barrett. En torno a

una conciencia libre, en que dedica el capítulo final a analizar su vigencia: “Escuchar su

palabra se nos hace más urgente que nunca. Ella actuará sobre el alma como un

despertar” (207). Recientemente, Abelardo Castillo también destacó la importancia de su

carrera, nuevamente pese a su brevedad: “Barrett estuvo entre nosotros seis años. En el

relámpago de ese tiempo se hizo revolucionario, escribió una docena de libros

imborrables, y fundó una literatura y una ética” (“Lo que pasó” 15).

Finalmente, en el Prólogo a la edición de Biblioteca Ayacucho que compila en

1978 las obras más conocidas de Barrett, Augusto Roa Bastos comenta en primer lugar

“su influencia fertilizadora en los autores de la literatura de imaginación—narrativa,

poesía, teatro—del Río de la Plata.” Entre ellos, menciona nada menos que al grupo de

Boedo y a Horacio Quiroga. Y luego destaca especialmente su contribución a la literatura

del Paraguay, donde “sus escritos constituyen el hito inicial de una literatura como

actividad distinta a la de la simple producción historiográfica predominante hasta

entonces” (“Prólogo” XXIX y XXX). Abelardo Castillo también reconoce su influencia

55
sobre Quiroga, y sobre el autor de El río oscuro, Alfredo Varela (“Liminar” XXX; “Lo

que pasó” 13).

La casi totalidad de su obra se publicó originalmente en la prensa periódica, en las

ciudades de Buenos Aires, Asunción y Montevideo entre 1903 y 1910. Barrett sólo

publicó dos libros en vida, del que sólo llegó a ver el segundo: el folleto Lo que son los

yerbales paraguayos, y la compilación de sus Moralidades actuales, en 1910 en

Montevideo. Y llegó a organizar otros dos, El terror argentino, publicado en Asunción; y

El dolor paraguayo, en Montevideo. 2 De manera mayoritaria, cultivó el artículo

periodístico, en la forma de breves ensayos, o de cuadros que pueden considerarse

antecedente de las aguafuertes arltianas. También escribió cuentos, con rasgos

modernistas y naturalistas; diálogos; “epifonemas,” es decir, textos breves; y

conferencias. Luego de su muerte, diversas compilaciones de sus trabajos se reeditaron de

manera sostenida a lo largo de todo el siglo XX, sobre todo en Montevideo, Buenos Aires

y Asunción, pero también en Madrid, México, Bolivia y El Salvador. También hay una

compilación no exhaustiva de sus cartas, realizada en Montevideo; además de libros y

artículos que recogen otras piezas de su correspondencia. Sólo se registra una traducción

de sus obras, la italiana de Lo que son los yerbales paraguayos, en 1979. Quizás lo que

muestre más claramente el sostenido interés por su obra en América Latina es que se

publicaron nada menos que cinco ediciones de sus obras completas, en las décadas del

treinta, cuarenta, cincuenta, ochenta y noventa, según los relevamientos de Fernández,

co-editor junto a Francisco Corral de la edición más exhaustiva, en cuatro volúmenes

56
(“Cuestiones preliminares” 10; “Introducción” 23-24); y de Vladimiro Muñoz, el mayor

experto uruguayo en su obra (El pensamiento vivo 46-50).

De algún modo, la propia vida de Barrett es una novela, con episodios de Le

Rouge et le Noir, de Stendhal en su tiempo en España; y con ecos de los relatos que

encuentra Jennifer French en algunas novelas regionales, cuando Barrett llega a América

Latina. En efecto, si Barrett es como Julien Sorel, un representante de la baja nobleza que

lucha—y fracasa—por hacerse un lugar en la alta sociedad española mientras está en

Europa, cuando llega a América Latina sufre una transformación radical, que lo lleva a

cuestionar fuertemente el orden social y a invertir las categorías de “avanzado” y

“primitivo”; o, en otros términos, la clásica oposición civilización y barbarie instalada en

el debate latinoamericano desde el Facundo (1845) de Sarmiento. Esta oposición resulta

cuestionada, fundamentalmente en relación con la situación de explotación económica.

Como en la descripción que hace French de un protagonista típico de las novelas

regionales, Barrett deja la ciudad-centro para internarse en la naturaleza-periferia,

desplazamiento durante el cual cambia su modo de entender la relación entre esos polos:

The hero is always a young, creole male who wishes to escape the ennui of the
capital; rather than traveling to Asia or Africa, he embarks on a journey to the
dark side of the South American interior, a trajectory that often represents, as in
the discourse of the civilizing mission, a descent from the safety and security of
the metropolis into barbarism and even the depths of hell. But the reality the
protagonist encounters in the wilderness is far more complex than he anticipated,
as his initial sense of moral and intellectual clarity begins to break down during
the journey. (33)

Ahora bien, como veremos, en el caso de Barrett el esquema sufre una interesante

transformación, ya que él hace sus observaciones no sólo en relación con la selva

57
sudamericana, sino también en relación con las grandes ciudades de la región. Sobre

todo, notablemente, concentra su mirada crítica sobre Buenos Aires, la gran articuladora

entre la frontera interior y la exterior, ya que concentra el tráfico exportador, y controla

de manera directa o indirecta la política y la economía de la región. La ciudad más

importante de la cuenca del Plata es la periferia de un centro europeo—el imperio

británico—y, crecientemente, también comienza a depender del norteamericano. La selva

se convierte, entonces, en la periferia de la periferia, el lugar donde las jerarquías de

explotación se superponen y las fuerzas dominadoras se extreman. Al agregar un nuevo

desplazamiento al planteado por French para los protagonistas de las clásicas novelas

regionales, la propia trayectoria biográfica de Barrett, que va de Europa a Buenos Aires y

Asunción, y de allí al corazón de la selva, al “infierno” de los yerbales, contribuye a

convertir a las grandes ciudades de la región en espacios de barbarie, donde puede

observarse cómo operan las fuerzas neocoloniales—y donde puede verse también cómo

transmiten el impulso hacia el interior del continente.

En este sentido, postulamos que la trayectoria biográfica de Barrett es ineludible

para comprender su obra, porque sus trabajos están relacionados con sus

desplazamientos. Coincidimos en esta perspectiva con la mayoría de los críticos y

escritores que escribieron sobre él, aunque no siempre lo hayan argumentado

explícitamente. Es, por lo tanto, en sus complejos recorridos geográficos y simbólicos

donde deben buscarse las claves interpretativas de sus textos. Barrett es siempre un “yo”

que observa, que es testigo, que interviene, un “yo” que acusa, a la manera de Emile

Zola, un autor que admira y cita de manera “reiterada, casi obsesivamente, como el ideal

58
del escritor,” según comenta Francisco Corral (“El enigma” 27). Barrett escribe y Barrett

firma y, eventualmente, Barrett abandona Buenos Aires y es finalmente expulsado del

Paraguay por sus textos: es clave, en este aspecto, que el género privilegiado de su

escritura sea el artículo periodístico, donde la voz del narrador se identifica, hasta en

términos legales, con la voz del autor.

Apogeo y ocaso en la metrópoli

Barrett nació en Torrelavega, Santander, el 7 de enero de 1876, de padre británico

y madre española, emparentada con una familia de la alta nobleza, la de los duques de

Alba. A pesar de su lugar de nacimiento, tenía ciudadanía británica, por el jus sanguinis.

De joven, viajó entre Inglaterra, Francia y España. Luego siguió estudios técnicos en la

Escuela de Caminos de Madrid, y tuvo una breve vida de brillo en esa ciudad en los años

del cambio de siglo. Ramiro de Maeztu lo describió como un “dandy,” y lo consideró “un

señorito desclasado” (11). Maeztu fue también testigo y narrador del episodio que

cambiaría la suerte de Barrett en 1902 y lo induciría a dejar la península a comienzos del

siguiente año: un duelo cuya realización fue impedida por el Tribunal de Honor, que

declaró “no digno” a un joven Barrett, impetuoso y de medios menguantes, que apenas

comenzaba a hacerse conocido en la sociedad madrileña por su belleza física y sus

primeras publicaciones. 3

Francisco Corral analiza el episodio como sintomático de una situación social en

que el duelo y el Tribunal de Honor funcionaban como instituciones que marcaban las

diferencias sociales y, eventualmente, protegían a los representantes de las clases altas de

59
las críticas más o menos virulentas de las nuevas generaciones descontentas. El caso de

Barrett tuvo amplia cobertura en la prensa madrileña, que Francisco Corral atribuye no

solamente al “morbo periodístico,” sino sobre todo a las tensiones sociales que quedaron

de manifiesto en el mismo. En su visión, el debate público sobre el duelo representa “uno

de los campos de batalla ideológicos en que se pone de manifiesto la crisis de la sociedad

española que, en su aspecto filosófico, corresponde a la ‘crisis de la conciencia’

característica del período de transición entre el siglo XIX y el XX.” Se trata de un

período en que grupos de intelectuales que califica de “críticos, progresistas y hasta

revolucionarios” van ganando prestigio en la esfera pública, y estableciendo la idea de la

necesidad de cambios sociales (El pensamiento cautivo 14).

Son varios los críticos que vinculan este episodio de la juventud de Barrett no sólo

con su abandono de la península sino también con la radicalización de su pensamiento. 4

Esas opiniones pueden resumirse en la de Maeztu, quien sostuvo que “Es indudable que

la injusticia que se le hizo le abrió el pecho para sentir la injusticia social” (11). 5

Señalando la radicalidad del cambio, Fernández habla de una “ruptura existencial”

(“Introducción” 13); y Martín Albornoz dice sobre ese “instante” de transformación en la

vida de Barrett que se trató de “un antes y un después, puros” (177). Ciertamente, el

episodio madrileño dejaría una huella fuerte en la psicología del joven. Francisco Corral

cita un texto en el que el propio Barrett, superando su renuencia a hablar del episodio, lo

vincula con un cambio en su pensamiento y el nacimiento de su preocupación por las

clases oprimidas:

Yo también a los veinte años creía tener recuerdos. … Todo me parecía suave,
elegante. No concebía pasión que no fuera digna de un poema bien rimado. …

60
¿Por qué no me escondí al sentirme fuerte y bueno? El mundo no me ha
perdonado, no. Jamás sospeché que se pudiera hacer tanto daño, tan
estúpidamente. Cuando mi alma era una herida sola y los hombres moscas
cobardes que me chupaban la sangre, empecé a comprender la vida y a admirar el
mal. …
Desde que soy desgraciado, amo a los desgraciados, a los caídos, a los pisados.
(Citado en El pensamiento cautivo 24)

Ese impacto en la biografía de Barrett, por otra parte, deja en evidencia y se

articula con condicionantes sociales. Francisco Corral destaca que su viaje a América

Latina puede interpretarse como “una escapatoria no destructiva.” Según este crítico, el

viaje tiene además un “sello generacional,” dado que se trata de una idea que “está

presente con notable constancia en el ambiente intelectual de la España de fin de siglo”

(El pensamiento cautivo 12). En contraste, Viñas apunta más al futuro que al pasado

cuando vincula la conversión de Barrett no tanto con su salida de España como con su

periplo y su llegada a América, y con un sutil desplazamiento de clase que se asociaría

con ese tránsito, en el que se acerca a las masas de inmigrantes que desembarcan en el

puerto de Buenos Aires. De hecho, cuando llega a América Barrett tiene que comenzar a

vivir de su trabajo—como cualquier inmigrante. Se trata de un trabajador calificado, sí,

pero asalariado e inmigrante de todos modos:

Barrett no es anarquista en su país de origen; se hace libertario al superponerse a


la inmigración. Esto es, que a su alejamiento individual de España se va
imbricando duramente con una masa exiliada por razones políticas y, en especial,
económicas. ‘Clima’ social que no sólo lo hace palpar las condiciones de los
puertos de inmigración, ya sea de salida o de llegada, el itinerario de tránsito de
los gayegos de base y, en su cierre, las condiciones laborales deprimidas de
quienes, masivamente, realizaban ese circuito. (Anarquistas 30)

61
Ahora bien, el viaje a América Latina y la radicalización del pensamiento de

Barrett representarán el despegue de una carrera que resultaría, finalmente, difícil de

encasillar en categorías, incluso desde su adscripción a determinada literatura nacional,

como veremos más adelante.

De este lado del Atlántico: testigo de la miseria

Barrett llega a Buenos Aires a comienzos de 1903. Confirmando los datos sobre la

educación técnica que había recibido en España y continuando sus escarceos con las

letras, se dedica a la matemática y al periodismo. 6 Su primer artículo fue publicado en la

revista Ideas, dirigida por Manuel Gálvez, el 1 de agosto de 1903. Luego colaboraría

también en el diario El Tiempo y en la revista El Correo Español, publicación de la

comunidad de españoles republicanos, desde donde criticaría repetidamente a la

monarquía peninsular. Escribiendo para este medio y en relación precisamente con la

política española, Barrett se enreda nuevamente en un incidente que culminaría con otro

duelo frustrado, debido a la descalificación sufrida en España, que lo alcanzaría del otro

lado del Atlántico. 7 Episodio que, nuevamente, lo induciría a partir; esta vez rumbo al

Paraguay.

En este sentido, la breve estadía en Buenos Aires podría pensarse, en principio,

como un momento de transición, en que Barrett mira hacia atrás, hacia la España que

dejó, participando desde una posición excéntrica en algunas de las discusiones de la

península. Pero sería una visión equivocada. En primer lugar, porque durante todo 1904 y

desde El Correo Español, Barrett escribe mucho para la comunidad española inmigrante,

62
que está instalándose en la ciudad. Y en segundo lugar porque, aún escribiendo en un

medio vinculado a una comunidad extranjera, Barrett participa de importantes debates

políticos locales. En su participación pone de manifiesto una comprensión internacional

de los problemas tratados y una particular sensibilidad en relación con las situaciones de

desigualdad ente los países y los grupos sociales.

La ciudad de Buenos Aires atravesaba por entonces un intenso proceso de

transformación, con la incorporación de masas inmigrantes provenientes sobre todo de

España, Italia y Europa del Este que permanecían en la ciudad y alrededores en una

importante proporción. Entre 1869 y el Centenario, la población de Buenos Aires se

había quintuplicado: de doscientos mil habitantes pasó a tener un millón.

Simultáneamente, la ciudad se había modernizado de manera acelerada: ferrocarriles,

tranvías, electricidad, nuevos edificios públicos dejaban su impronta en el paisaje urbano.

La distribución de tierras no se había verificado y, simultáneamente, el proceso de

industrialización demandaba nueva mano de obra: en la ciudad había algunas pocas

fábricas grandes, y un amplio número de talleres y comercios. Es decir, se requerían

brazos tanto en el sector manufacturero como en el de servicios. Pero no había

posibilidades de trabajo—ni buen trabajo—para todos. Y el Estado no había desarrollado

estrategias de contención social. Este contexto fue propicio para el surgimiento de

movimientos obreros; como observa Suriano,

Esta sociedad urbana así conformada presentaba rasgos favorables para el arraigo
de tendencias contestatarias; el más notable tal vez fuera la constante movilidad
horizontal y vertical (ascendente y descendente) de un cuerpo social que no
terminaba de constituir una fisonomía definitiva y que, aunque permitía el ascenso
y el bienestar de una parte de los trabajadores, excluía a otra porción significativa.
En correspondencia con ese estado de movilidad permanente, se hallaba la escasa

63
presencia del estado para resolver los problemas más acuciantes de los
trabajadores. (18)

En este sentido, la creciente presencia del anarquismo a partir de 1880 y sus

primeras acciones violentas a comienzos del siglo XX, dieron lugar a una fuerte respuesta

represiva del gobierno nacional. Una de las medidas clave fue el establecimiento de la ley

de residencia, propuesta por Miguel Cané, que permitía impedir el ingreso—o,

eventualmente, deportar—a inmigrantes acusados de agitadores.

Uno de los artículos más importantes de Barrett en 1904 se refiere, precisamente,

a esta normativa. En una actitud coherente con su “anarquismo inmigratorio,” según la

caracterización de Viñas (Anarquistas 30), Barrett analiza la ley cuando todavía está en

discusión, señalando su debilidad esencial: que no obedece a una política inmigratoria

coherente sino meramente a una reacción represiva. Entre otros aspectos, se dirige en este

artículo al primer diputado socialista elegido en la Argentina, Alfredo Palacios,

esperando “que no se deje deformar por el leve ambiente que lo acaricia” (OC IV 54).

Con una mirada comparativa que es característica de sus trabajos, cita seguidamente un

texto del presidente norteamericano, Theodore Roosevelt, acerca de la regulación de la

inmigración en ese país. Sobre el mismo, sostiene que está escrito en un lenguaje “duro y

cruel como la vida misma,” pero lo valoriza en la medida en que está relacionado con un

proceso de deliberación, que considera está faltando en la Argentina. En un párrafo que

resulta característico de su estilo, Barrett comienza interpelando retóricamente a sus

lectores con dos preguntas que parecen situar al enunciador en una posición no

valorativa. Es, por supuesto, una táctica para introducir su punto fundamental: las

64
preguntas no tienen respuesta porque la ley de Residencia no es producto de la

deliberación, sino una medida puramente reactiva, producto del “miedo,” del “espanto”;

que no obedece, por lo tanto, a una planificación sino que simplemente está asociada con

la represión del Estado. Finalmente, cierra con una metáfora de gran eficacia

argumentativa, con acentos entre modernistas y góticos, en la que evocando la idea de

patria como casa, habla de la “República como un inmenso palacio vacío.” Se sugiere la

idea de un gobierno opulento, que vive de espaldas al pueblo; que defiende su poderío

económico con el uso de la violencia; y donde se ahogan las voces opositoras:

Ahora bien ¿es necesaria la ley de residencia? ¿Es todavía suficiente? He aquí lo
que es imposible decidir, cuando está aún casi sin tocar el problema capital del
genio argentino. Lo cierto es que la ley de residencia no se hizo en virtud de estas
altas consideraciones. Se hizo bajo una sensación intolerable de miedo. No fue
una medida pensada, sino un gesto de espanto. Nada tan excusable. La República
es un inmenso palacio vacío, del que se narran mil leyendas sangrientas, y en
donde las voces más inofensivas retumban como cañonazos. (OC IV 57)

La comparación de la política argentina con la de los Estados Unidos, que

acabamos de ver, no será la única mención al país del norte en estos primeros trabajos de

Barrett en América Latina. En otros textos, la valoración que Barrett hace del país del

norte no será tan benigna. Repetidamente, el escritor cataloga a este país como un poder

en crecimiento y expansión, de peligrosa influencia sobre la región. En este sentido,

puede incluírselo, junto a José Martí, Rubén Darío y Enrique Rodó, entre los intelectuales

que marcan una “nueva época” del discurso sobre los Estados Unidos, tal como fue

propuesto por José de Onís, según comentamos en la Introducción. Su visión quedaría

magníficamente sintetizada en su recordado epifonema: “Monroe—‘América para los

65
americanos’. Muy bonito, pero un poco vago. ‘Norteamérica para los norteamericanos’

me hubiera tranquilizado completamente” (OC II 313).

Evidentemente, la guerra por Cuba, en que España perdió su última colonia en

América en 1898, es parte del contexto internacional que Barrett tiene en mente—como

su vinculación temprana con la generación del ’98, que analizaremos, permite imaginar.

Algo de la irritación del derrotado se cuela en la advertencia frente al creciente

imperialismo norteamericano que constituye el mensaje central de otro artículo de este

período porteño, “El impudor del yanqui,” publicado el 20 de enero de 1904 en El Correo

Español y no recogido en ninguna de las compilaciones. Se trata de una semblanza en

que Barrett compara a los ingleses con los norteamericanos. Resulta evidente que está

pensando en estos países en tanto que potencias neocoloniales, menguante una y

creciente la otra: sus alusiones a la codicia y la expansión territorial, por indirectas, no

resultan menos claras. Tras referirse a su apego por el pasado y su falta de creatividad, se

refiere a las ambiciones económicas de los británicos con una analogía en que el espacio

viene a marcar las apetencias de ese país. Y opone el espacio, material, al tiempo,

espiritual, vinculado con la creatividad y el futuro:

Los pueblos civilizados están preñados de mañanas; lo saben y van hacia el


oriente como una bandada de águilas que buscan la aurora. Inglaterra no tiene
alas; se limita a explorar las distancias con su energía de bestia inconsciente, y no
hay rincón donde no alcancen sus tentáculos de pulpo. (OC IV 37)

Luego, Barrett dedica varios párrafos a caracterizar la falta del sentido de ridículo

de los ingleses, tras lo cual remata en los últimos tres párrafos con una descripción del

“impudor yanqui.” En síntesis, adelanta, “El yanqui es un inglés que ha perdido el respeto

66
de sí mismo.” La breve definición se expande y se hace muy explícita. Barrett tematiza la

codicia del imperio en expansión, un núcleo semántico que veremos reaparecer de

manera incesante en los textos que ponen de manifiesto el contra-discurso neocolonial de

los recursos naturales. Se trata de una codicia burda, poco elaborada. Por contraste con la

codicia británica, más “pudorosa,” los norteamericanos son “los modernos bárbaros.”

En este sentido, el artículo construye una argumentación redundante, que repite la

acusación de codicia utilizando distintos recursos e imágenes, lo que puede verse

especialmente en el cierre. De los cuatro párrafos finales, dedica el primero a una

comparación tácita del imperialismo norteamericano con el robo, acumulando palabras de

similar connotación: “penitenciaria,” “evadidos,” “aventureros y piratas,” “pick-pocket,”

“arrebatar.” Estas palabras aparecen dentro de una analogía del desarrollo de los Estados

Unidos como el de una cárcel que se va poblando de delincuentes provenientes de un

espacio geográfico cada vez mayor: de Inglaterra, de Europa, del mundo. En el párrafo

siguiente, el recurso es la ilustración a través de la auto-incriminación: Barrett presenta la

cita de un representante norteamericano, que además agrega la amenaza del uso de la

violencia en la relación imperial. Finalmente, en el último párrafo la imagen del “tubo

digestivo,” que se contrasta con otros sistemas del cuerpo humano—el cerebro, asociado

al raciocinio, y el corazón, asociado a la afectividad—insiste en la ambición material,

reduciendo todas las acciones a un único propósito. Y nueva metáfora, que insiste en el

carácter “bárbaro” del imperialismo norteamericano, que es presentado como una suerte

de fuerza natural, con la que no se puede negociar. La última oración, escueta y

67
contundente, es una advertencia sobre el avance norteamericano en América Latina, que

se subraya con una metáfora espacial, en la que sólo queda el encierro o la resignación:

Queriéndose explicar Schopenhauer este impudor del yanqui, recordaba que los
Estados Unidos nacieron de una penitenciaria inglesa, y que fueron nutriéndose de
todos los evadidos de Europa, antes de crecer con todos los aventureros y piratas
del mundo. Según esta teoría, que no tengo por inaceptable, se puede considerar al
yanqui como un hijo de buena familia metido a pick-pocket.
Una de las más notables manifestaciones de impudor que legaron los yanquis a las
historia, es el discurso pronunciado por Mr. Spooner en el Parlamento. Con una
ingenuidad de chimpancé declara este señor, refiriéndose a Colombia que ‘cuando
las naciones débiles tienen lo que les hace falta a las naciones fuertes, éstas deben
arrebatarlo por la fuerza de las armas’.
Lo que me sorprende es que los países civilizados hablen de acción diplomática.
Todavía no se dan cuenta de lo que son estos hijos del Norte. Los latinos pierden
tiempo buscando cerebro y corazón donde no existe nada más que un tubo
digestivo. Envían mensajeros a los modernos bárbaros como podrían enviárselos a
la langosta, a los terremotos, o al cólera.
Atranquemos la puerta o resignémonos, pero seamos inteligentes. (OC IV, 38)

Otro aspecto que debe retenerse de esta cita es la oposición latinos-sajones,

porque pone en un mismo frente a América Latina y España: los países doblegados por el

imperio británico, primero, y en lucha con el creciente imperio norteamericano, en el

presente de la escritura. Esa oposición se repite en otros artículos de la época.

Notablemente, en una pieza dedicada a caracterizar el “Comercio latino,” publicado el de

enero de 1904, también en El Correo Español. En este texto, Barrett opone la creatividad

latina a la ambición material y la capacidad de organización sajonas:

… El latino lanza la semilla al surco, el sajón ara el campo y guarda la cosecha.


El latino descubre los continentes y el sajón los explota. El latino establece las
leyes científicas y el sajón las aplica. El latino crea el arte, y el sajón trafica con
él. La idea es del uno, pero el hecho es del otro, y con las ideas no se come.
El latino no es comerciante. … (OC IV 32)

68
A estas observaciones generales, se agrega una bastante puntual, especialmente

relevante: la que tiene que ver con la especialización en el comercio internacional, y el

monocultivo, aspecto clave en la obra de Barrett: “Un país latino es único exportador de

un producto, y se arregla para ser esclavo del mercado.” En síntesis, este trabajo tematiza

el fracaso comercial de los países latinos—entre los que menciona a la Argentina, España

e Italia—oponiéndolos a ingleses, alemanes y suecos. Y atribuye este fracaso a ciertas

características inherentes de las “colectividades,” entre las cuales las latinas se revelan

como inaptas para la actividad económica: “Todo es en nosotros exaltado, inseguro,

cuando la regularidad es condición indispensable de funciones vegetativas como las

económicas” (32).

Ahora bien, a estas consideraciones generales sobre el imperialismo, todavía

imprecisas, se yuxtapondrán en el mismo período las preocupaciones por los problemas

sociales inmediatos, que también comienzan a aparecer en los textos de Barrett inspirados

por su breve estadía en Buenos Aires. Porque cuando Barrett decide dejar la Argentina,

ya ha realizado observaciones sobre algunas realidades del nuevo mundo; donde las

desigualdades se revelan de manera cruda, en relación con las posesiones y el bienestar,

sí, pero fundamentalmente en relación con el uso—la posesión activa—del espacio.

Según sostiene Fernández al comentar el artículo “Buenos Aires,” la Argentina es

el país donde, por primera vez, Barrett “comenzó a ver la realidad social y a percibir las

profundas contradicciones que estremecían a una sociedad fundada en la miseria

humana” (“Introducción” 11). Se trata del artículo más citado por la crítica y sobre el

que, notablemente, hay discrepancias sobre el lugar y fecha originales de publicación.

69
Fue recogido por el propio Barrett en Moralidades actuales. En este texto, se pinta un

fresco del amanecer porteño, en el que trabajadores y mendigos comienzan a desplazarse

por las calles, marcando el contraste entre el progreso evidenciado en la construcción de

la ciudad, y la miseria de sus habitantes oprimidos. Que se dejan ver, precisamente, en

estas horas liminares, entre la noche y el día, como fantasmas que sólo pueden recorrer

las calles cuando sus auténticos dueños las dejan despobladas. Mejor: que se ven

condenados a recorrerlas en estas horas inadecuadas, impiadosas, en que el cuerpo

quisiera descansar; bajo un cielo que no ofrece luz ni refugio, sino tinieblas e intemperie;

entre edificios que no protegen sino que expulsan. Ciertamente, no puede dejar de

pensarse este texto como una temprana contribución a la construcción del género de las

“aguafuertes,” que Roberto Arlt—un escritor también cercano al anarquismo, como

analiza Close—llevaría a su esplendor más de veinte años después. Así comienza:

El amanecer, la tristeza infinita de los primeros espectros verdosos, enormes, sin


forma, que se pegan a las altas y sombrías fachadas de la avenida de Mayo; la
vuelta al dolor, la claridad lenta en la llovizna fría y pegajosa que desciende de la
inmensidad gris; el cansancio incurable, saliendo crispado y lívido del sueño, del
pedazo de muerte con que nos aliviamos un minuto; el húmedo asfalto,
interminable, reluciente, el espejo donde todo resbala y huye, los muros mojados
y lustrosos, la gran calle pétrea, sudando su indiferencia helada; la soledad donde
todavía duermen pozos de tiniebla, donde ya empieza a gusanear el hambre…
Chiquillos extenuados, descalzos, medio desnudos, con el hambre y la ciencia de
la vida retratados en sus rostros graves, corren sin alientos, cargados de Prensas,
corren, débiles bestias espoleadas, a distribuir por la ciudad del egoísmo la
palabra hipócrita de la democracia y del progreso, alimentada con anuncios
rematadores. Pasan obreros envejecidos y callosos, la herramienta a la espalda.
Son machos fuertes y siniestros, duros a la intemperie y al látigo. Hay en sus ojos
un odio tenaz y sarcástico, que no se marcha jamás. (OC II 28)

En este artículo se denuncia la situación de desigualdad extrema que padecen

ciertos sectores sociales de la ciudad, situación que repite en la periferia las inequidades

70
del centro, y que, como se declarará en el cierre, no tiene resolución en el orden

establecido. Al detenerse en la imagen de los chicos vendedores de diarios, en su

actividad acelerada y agobiante, y contrastarla con la descripción del obrero, también

agobiado pero sobre todo contendido—de fuerza y violencia contenidas—, la escritura

marca una progresión tácita, que avanza cuando el narrador detiene su mirada en un

mendigo que revuelve la basura, al que dedicará la segunda mitad del texto. Su propio

cuerpo es un signo complejo, que conjuga indicios de lo que fue y lo que es: “ropa sin

nombre, trozos recosidos atados con cuerdas al cuerpo miserable,” “manos bien

dibujadas,” “el pálido azul de las pupilas, un azul enfermo, extrahumano, fatídico.” El

narrador no lo explicita, pero está claro que se trata de un inmigrante desafortunado.

Finalmente, el mendigo encuentra algo: “una carnaza a medio quemar, a medio mascar,

manchada con la saliva de algún perro.” La mirada del narrador combina compasión y

repugnancia, sorpresa ante la breve actuación que ha presenciado: “El desdichado se

alejó… Creí observar adivinar… que su apetito no esperaba…”

La progresión alcanza allí un clímax intolerable. La descripción se interrumpe. El

narrador, el testigo—Barrett, el “yo” que acusa—da un paso adelante y grita. La emoción

lo asalta; la compasión se convierte en indignación, y la repugnancia, en violencia.

Convoca entonces la idea de la rebelión anarquista:

¡También América! Sentí la infamia de la especie en mis entrañas. Sentí la ira


implacable subir a mis sienes, morder mis brazos. Sentí que la única manera de
ser bueno es ser feroz, que el incendio y la matanza son la verdad, que hay que
mudar la sangre de los odres podridos. Comprendí, en aquel instante, la grandeza
del gesto anarquista, y admiré el júbilo magnífico con que la dinamita atruena y
raja el vil hormiguero humano. (OC II 29)

71
En principio, Buenos Aires, como gran ciudad de la periferia, es presentada en

este texto como un reflejo de las del centro, que meramente repite sus desigualdades al

modo de mundos paralelos: “¡También América!” Sin embargo, puede advertirse algo

importante con respecto al tratamiento del espacio: los pobres parecen no ser parte de la

ciudad; se los ve como desplazados, refugiados que la ocupan sin tener derecho a ella. No

pertenecen a ese espacio brillante; e, inversamente, ese espacio no les pertenece. Como

vimos en la Introducción, Edward Said destaca que la cuestión del espacio es un punto

clave en la problemática neocolonial. La ciudad es la modernidad y la prosperidad que

llegan a la periferia; la primera zona de contacto, donde ciertos grupos sociales no

pertenecen ni pueden arraigar. Más adelante, volveremos sobre esto, en la medida en que

Barrett continúa trabajando sobre este aspecto, construyendo una visión más compleja y

argumentada sobre Buenos Aires, que vincula explícitamente centro y periferia; ya que,

en textos posteriores, cada vez se hará más clara la posición de esta ciudad como

articuladora entre el centro explotador y la periferia explotada, en tanto que nudo

exportador donde se concentran las riquezas que salen del territorio.

Ya dijimos que Fernández destaca especialmente este artículo. Ahora bien, el

crítico paraguayo no está solo en esta apreciación. Citan este artículo y, particularmente,

este cierre y este grito como momentos culminantes de la prosa de Barrett: Armando

Donoso en 1920 (199); Maeztu en 1926 (11); Jorge R. Forteza en 1927 (22). Varias

décadas después, también destacarán este pasaje Ángel J. Cappelletti (LXXX) y Abelardo

Castillo (“Lo que pasó” 14). Recogen en particular la exclamación “¡También América!”

Es la sorpresa por la pobreza, por el hambre, en la tierra rica. Y es, sobre todo, la

72
indignación. Comienzan a verse las marcas de las emociones en esta literatura de

preocupación social que, entonces, tanto o más que referencial, puede considerarse

expresiva; es decir, que apunta a un lugar de enunciación marcado por la empatía con el

sufrimiento del grupo social representado.

En el mismo sentido, comienza a quedar en evidencia también el carácter

revulsivo de esta literatura. De allí surge, precisamente, la duda sobre el lugar y fecha

originales de publicación. Hay una anécdota recogida por Muñoz, que presenta esta pieza

como causante de que Barrett dejara de escribir en El Diario Español de Buenos Aires.

La misma sitúa, entonces, la publicación original en esa ciudad en 1904, fecha con la que

coinciden otros críticos (“Rafael Barrett III” 54-55). Sin embargo, Fernández dice haber

encontrado este artículo por primera vez en Los Sucesos de Asunción, el 27 de noviembre

de 1906, y sostiene que Barrett nunca publicó en El Diario Español (“Introducción” 11).
8

Asunción y el acercamiento a los obreros

Pese a la importancia de los trabajos escritos o inspirados por sus años en Buenos

Aires, es sin dudas en el Paraguay donde Barrett finalmente encuentra los motivos fuertes

de su obra, a partir de los cuales dejaría una huella indeleble en el pensamiento y la

literatura latinoamericana. ¿Por qué viaja Barrett al Paraguay? Francisco Corral sugiere

que pudo deberse a la influencia de Carlyle, escritor al que Barrett admiraba y que había

manifestado su interés por la trágica historia de ese país (El pensamiento cautivo 31). En

todo caso, había también una razón más inmediata, ya que llega a ese país en octubre de

1904, como corresponsal del diario porteño El Tiempo, para cubrir la Revolución Liberal

73
que se había iniciado en agosto, apoyada por la Argentina. Sus simpatías están con los

revolucionarios. En su única crónica enviada al diario porteño, titulada “La revolución de

1904,” advierte sobre la importancia del resultado del proceso de cambio que debía traer

el levantamiento, con una clara visión de la situación estratégica del Paraguay en relación

con sus recursos naturales y las apetencias de intereses internacionales—los que, sin

embargo, en ese artículo no identifica claramente:

Si la revolución no triunfa, el país morirá a manos de los que han convertido el


homicidio y el robo en sistema político. Esta pequeña República, rica y virgen,
pasará del poder del tirano al poder del extranjero. (OC IV 60)

Barrett entra en Asunción probablemente el 24 de diciembre, acompañando a las

fuerzas revolucionarias triunfantes, a las que se había asociado como parte de un grupo

técnico. Ya en enero de 1905 es nombrado auxiliar de la Oficina General de Estadística, y

apenas unos meses después, se lo asciende a jefe, aunque dimitiría antes de terminar el

año. Por la misma época también trabaja en los Ferrocarriles, de donde se retiraría

igualmente, en desacuerdo por el trato dado a los trabajadores. Integrado por completo a

la vida social de Asunción, es nombrado secretario de Centro Español, que reunía a la

burguesía local. Pronto conoce a su futura esposa, Francisca López Maíz, madre de su

único hijo, Alex. En principio, todo es armonía, pero en poco tiempo, vuelve protagonizar

un episodio en el que, nuevamente, la institución del duelo cumple un papel fundamental.

Como resultado, Barrett se gana el resentimiento de Albino Jara, quien se apoderaría de

gobierno a través de un golpe militar en 1908. 9

Barrett retoma la escritura periodística en cuanto se instala en Asunción. Ya en

enero de 1905 publica su primer trabajo en El Diario—Francisco Corral registra casi

74
cuarenta artículos ese año, en el que todavía alternaba el periodismo con otras

actividades, como las comentadas, además del dictado de clases y conferencias. A ese

medio se sumarían otras publicación asunceñas, como Los Sucesos, La Tarde, El

Paraguay, El Cívico, Alón (El pensamiento cautivo 39). A fines de 1906 Barrett

comienza a considerar la posibilidad de vivir sólo de sus artículos, dado el prestigio

creciente de los mismos. También en ese período participa en la fundación del grupo La

Colmena, una suerte de tertulia literaria a semejanza de las que se realizaban en Madrid,

entre cuyos asistentes se contaron Viriato Díaz-Pérez y Juan O’Leary. 10

Francisco Corral discute, sin poder definir con claridad de acuerdo a los distintos

testimonios y análisis, en qué momento se termina de radicalizar el pensamiento y la

actividad social y política de Barrett; en qué momento a sus consideraciones críticas

suma su actividad militante (40). Menciona en primer lugar opiniones que sitúan ese

momento en 1906, en coincidencia con una serie de huelgas que se dan en distintos

lugares del Paraguay. Hemos visto que, en la visión de Fernández, ya desde su estadía en

la capital porteña Barrett se había sensibilizado ante la dura realidad de las clases

oprimidas, de lo que daba testimonio el artículo “Buenos Aires.” Francisco Corral

comenta asimismo el análisis de José Concepción Ortiz, quien sitúa ese momento dos

años después. En la visión de Ortiz, se trata de un cambio fuerte en el auditorio

privilegiado del trabajo intelectual de Barrett y en sus lugares de reunión. Pero asimismo,

de manera concomitante, de un cambio también en el vehículo de su pensamiento, que

comienza a hacer énfasis también en la transmisión oral como complemento de la

75
escritura para ampliar su público de modo que incluya a los grupos sociales de

trabajadores locales, pobremente alfabetizados:

Es 1908. Barrett, hasta ese momento, había sido el periodista raro, casi único aquí,
el conferencista superior, sin auditorio casi; el hombre encerrado aún, podría
decirse, en una relativa torre de marfil con respecto al pueblo. Es el año en que el
comienza a bajar las gradas que conducen al fondo social, junto a la masa
entenebrecida. Participa en mitines; dice su palabra encendida. Se da a los
desheredados en cuerpo, ya que en alma se les había dado siempre. Sobre ‘La
Tierra’, ‘La huelga’ y ‘El problema sexual’ dice sus primeras conferencias a los
obreros nativos. (“En el Paraguay” 10)

Aunque recoge el comentario de Ortiz, el propio Francisco Corral prefiere datar el

acercamiento de Barrett a las agrupaciones obreras en 1907, cuando el escritor realiza

actividades a pedido de la Unión Obrera; dicta las conferencias comentadas por Ortiz; y

funda una publicación periódica, Germinal, junto al anarquista argentino José Guillermo

Bertotto, destinada a los obreros paraguayos y de la que salieron algunos números en

1908 en Asunción. Ángel J. Cappelletti destaca la importancia de Germinal para el

anarquismo paraguayo, y señala la vinculación del escritor con la agrupación anarquista

Federación Obrera Regional Paraguaya (FORP), fundada en 1906 en Asunción, con

apoyo de la vigorosa Federación Obrera Regional Argentina (FORA) (LXXVIII). 11

Pronto sus actividades despertarán la preocupación de la “buena sociedad,” que cerrará

las puertas del Instituto Paraguayo, donde se reunía el establishment intelectual local, y

del Teatro Nacional, a sus charlas sociales. Entre las que terminó dictando, junto a

Bertotto, en un galpón, se contará “Las infamias en los yerbales.” Por esa época,

precisamente del 15 al 27 de junio, Barrett publica en El Diario la serie de artículos que

luego serán recopilados en una plaquette con el título de Lo que son los yerbales

76
paraguayos, la obra con que dejará una marca más clara en la literatura y el pensamiento

latinoamericanos. Volveremos sobre esta obra, que consideramos es realmente precursora

del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, en la medida en que exhibe

todos sus rasgos esenciales.

En este punto, nos interesa detenernos en la consideración de las conferencias

ofrecidas a los obreros, entendiéndolas precisamente como preparación y complemento

de esa obra. “La Tierra” es la primera. Constituye una reflexión sobre la reforma agraria

nunca realizada en el Paraguay, ya que básicamente señala como origen de la desigualdad

la concentración de la posesión de la tierra en unas pocas manos—nuevamente, reaparece

la cuestión del espacio. Su cruzada contra el latifundio en tan virulenta, que frente a ese

mal Barrett incluso rescata el valor del capital:

¿A qué indignarse contra los apacibles capitalistas, especie de cheques


ambulantes? Indignémonos contra el propietario. Él es el usurpador. Él es el
parásito. Él es el intruso. La tierra es para todos los hombres, y cada uno debe ser
rico en la medida de su trabajo. Las riquezas naturales, el agua, el sol, la tierra,
pertenecen a todos. (OC II 295)

Otra idea importante surge de la cita: que la riqueza que pueden generar los

recursos naturales está en relación con el trabajo que se agrega. Los recursos no se agotan

sino que se multiplican en la medida en que se sume valor a los mismos a través del

trabajo. 12 La consecuencia está también explicitada en la cita: la riqueza debe

distribuirse entre los que la producen, que son los que trabajan. Insistiendo en esta idea,

en la misma conferencia Barrett se refiere al surgimiento de formas de pensamiento con

tendencias que hoy calificaríamos de utópicas—vinculando el socialismo con cierto

renacimiento del interés por la religión—considerando esta situación un síntoma de la

77
crisis social provocada por la pobreza y la desigualdad; consecuencia, a su vez, de

factores sociales y no de la escasez de recursos para la subsistencia:

Socialistas, anarquistas, neomísticos, neocristianos, espiritistas, teósofos… ¿Qué


significa todo esto? ¿Qué quiere decir esta universal reacción hacia lo religioso,
esta filosofía que se vuelve sentimental, esta literatura preocupada del más allá,
estos poetas, historiadores y críticos que se hacen reformadores sociales, estos
propagandistas de unas bellezas que se había declarado inútiles? …
¡Que somos desgraciados! No por culpa de la naturaleza, más y más sometida
cada día a nuestra voluntad y a nuestro genio, sino por culpa de nosotros mismos.
(OC II 295)

Puede percibirse en estas reflexiones en torno a la capacidad de la naturaleza de

sustentar a los hombres una alusión relativamente clara al evolucionismo darwinista,

según el cual la competencia por medios de subsistencia limitados promueve la evolución

de las especies. Francisco Corral ha mostrado que Barrett está al día con las discusiones

en torno al evolucionismo, y que su pensamiento sobre estos temas lleva un desarrollo

que es coherente con su acercamiento al anarquismo. Como analiza este crítico, y como

se desprende de las citas analizadas, Barrett abandona la concepción liberal-competitiva

de Spencer y de Malthus, que traslada el modelo de la lucha darwinista de la naturaleza a

la sociedad. Abraza, en cambio, las ideas de Kropotkin sobre la “ayuda mutua,” quien

propone el altruismo como un valor fundamental de las sociedades humanas (El

pensamiento cautivo 110-116).

Es decir, Barrett evita tratar a la sociedad como un espejo o continuación de la

naturaleza darwinista. En realidad, como veremos insistentemente, su impulso es

exactamente el inverso: Barrett “socializa” la naturaleza, es decir, encuentra la sociedad

en la naturaleza. Así, por ejemplo, muestra que la selva no es implacable en tanto que

espacio natural, sino que en tanto que espacio social: al que se trasladan—y donde se

78
extreman—las relaciones de dominación de las ciudades. Esta visión se articula con sus

ideas acerca de la capacidad de los hombres de controlar a la naturaleza, la que puede ser

cometida “a su voluntad y a su genio”: Barrett cree en formas de uso racional de la

naturaleza, que opone a la explotación indiscriminada—a la que denomina “saqueo.”

Avanzando en esta misma línea, Barrett se opondrá muy claramente a las ideas

malthusianas—que alertan acerca del agotamiento de los recursos naturales frente a la

multiplicación de la población humana—en su tercera conferencia, “El problema sexual.”

Tras reivindicar el lugar de la mujer, interpela directamente a su auditorio de obreros para

que tengan muchos hijos y los protejan, en el marco de la familia:

Sed fecundos. Dejad que los ricos, dejad que los poderosos, después de haber
robado a la humanidad, pretendan robar a la naturaleza, limitando la prole a una
cantidad convenida, y transformando el amor en un vicio solitario. … Sed el
ejército que no acaba nunca. Sed incontables como las estrellas del cielo. No
vaciléis ante las penas que aguardan a vuestros hijos. Si los engendrasteis con
amor, no temáis. No hagáis caso de los que atribuyen la miseria al exceso de la
población. No es la población la que empequeñece la tierra, sino el egoísmo.
Amad, y la tierra se ensanchará sin límites. (OC II 310)

En este punto, es fundamental recordar que Barrett llega a un Paraguay que

apenas comenzaba a recuperarse de la masiva pérdida de población asociada con la

llamada Guerra de la Triple Alianza o del Paraguay, entre 1865 y 1870, en la que los

ejércitos conjuntos de la Argentina y el Brasil, así como la miseria asociada a la misma,

habían reducido la población de ese país de dos millones “a menos de trescientos mil

ancianos, inválidos, mujeres y niños,” como describe Roa Bastos (“Rafael Barrett”

XVII). Diversos historiadores han señalado que, si bien no es posible encontrar las

“huellas dactilares” de la diplomacia británica detrás de la guerra, ciertamente es

79
relativamente fácil vincularla con la expansión del imperio británico en la región, en

particular a partir de las relaciones financiera de la Argentina y el Brasil con la banca

londinense. La resistencia de las autoridades paraguayas a incorporarse al esquema

imperial británico—“el primer experimento de autonomía y soberanía que se realizaba en

el continente,” según Roa Bastos (XVII)—puso en marcha la reacción, en la que las élites

de la región actuaron como piezas de un ajedrez internacional. Como ha señalado Vivián

Trías, “no se puede circunscribir el Imperio Inglés a la Gran Bretaña y sus agentes.” Este

historiador sostiene que también forman parte de ese sistema las clases dominantes de

naciones independientes en lo formal, pero “económicamente periféricas y

dependientes.” Como concluye, destacando la coincidencia de intereses entre el centro

imperial y los grupos locales que se benefician de esta situación: “El desafío paraguayo

enfrentó a todo el sistema del imperialismo liberal, y éste reaccionó para reprimirlo”

(181).

La observación de que la dramática reducción de población que había sufrido el

Paraguay iba asociada con un estado de pobreza generalizada, en lugar de un

florecimiento debido a la reducción de la demanda de bienes—como se asocia con el

malthusianismo—dejaba a la vista el origen social de la situación. Para Barrett—como

dijimos, al tanto de los debates de autores europeos en torno a la evolución—la ironía no

podía resultar más evidente.

El recurso para actuar sobre el origen social de la desigualdad y la miseria,

entonces, será el tema de la conferencia dirigida a los obreros paraguayos que nos queda

por comentar, titulada “La huelga,” que fue publicada posteriormente por la FORP

80
(Cappelletti LXXVII). En este trabajo, Barrett básicamente argumenta en favor de la

legitimidad de la huelga como medio privilegiado para forzar la distribución de la

riqueza. Destaca sobre todo su carácter no violento—aspecto crucial que lo separa de

ciertas vertientes anarquistas. Sin embargo, no niega por eso que exista en el presente un

enfrentamiento por los recursos ante el cual los obreros deben organizarse y luchar. La

tensión utópica, de todos modos, se mantiene, con el señalamiento de un futuro en que la

huelga ya no sería necesaria en un ordenamiento social diferente:

Extraordinario es que se discuta aún la legitimidad de la huelga. La huelga es un


procedimiento omnipotente pero pacífico; su carácter es provisorio. La huelga
concluye cuando el capitalista—y entiendo también aquí por capitalista al
propietario de tierras—cede a la equidad y alivia la suerte de los asalariados.
Aunque la riqueza no cambie de distribución y de forma, empresa venidera, es
necesario que el capital se persuada de que el operario no es un esclavo sino un
socio, y un socio más respetable que él. (OC II 301)

La cuestión de la violencia está latente, y Barrett la retoma más adelante en la

misma conferencia, refiriéndose puntualmente a la situación en los yerbales:

Me contestaréis que es difícil ser paciente cuando aquí mismo, en un país casi
virgen y de benignos rasgos como el Paraguay, se os hace la vida insoportable.
Fuera de la capital, donde ahora, no obstante, la crisis sume en la miseria a los
trabajadores mientras que los que no trabajan gastan tranquilamente sus
economías, se le explota al obrero sin piedad. Los obrajes son dignos de negreros,
y los yerbales son la vergüenza del Paraguay y una de las mayores vergüenzas de
América. (OC II 305)

Por los mismos días que Barrett dictaba estas conferencias y, de manera

complementaria, se dirigía a los obreros por escrito, junto a Bertotto, desde Germinal,

una nueva revolución tuvo lugar: el cruento golpe militar del coronel Albino Jara, el 2 de

julio—a quien, recordemos, Barrett había ofendido en 1904. Como comentan varios

81
testimonios, en un episodio que, según Abelardo Castillo, define su figura tanto como sus

obras, Barrett arriesga su vida recogiendo heridos. Así lo vuelve a contar en 2007,

apoyándose en el relato de Yunque de la década del cuarenta, y confirmando el valor de

los elementos biográficos en la vigencia del lugar que se otorga a Barrett en América

Latina:

Lo cuenta Álvaro Yunque. Fue en julio de 1908. Los paraguayos se asesinaban en


las calles de Asunción, y los cadáveres y los heridos quedaban ahí, tirados en las
veredas y en los zanjones. La Asistencia Pública no se dejaba ver por ninguna
parte. Entonces, en medio del tumulto apareció Barrett: se había procurado un
coche de plaza e iba solo entre las balas, descalzo, recogiendo o restañando
cuerpos. ¿Por qué descalzo? Francisca, su mujer, ha explicado la razón. ‘Se había
sacado los zapatos para que yo no lo oyera al escaparse al defender al prójimo’.
(“Lo que pasó” 12)

Pero los verdaderos problemas llegarían después, debido al clima represivo que se

apoderaría de Asunción. Para asegurar que no hubiera resistencia al golpe, se

desencadena en la ciudad una serie de redadas arbitrarias, que Barrett y Bertotto

denuncian desde Germinal. Primero Barrett y luego Bertotto son detenidos; el segundo

incluso es torturado y obligado a comerse la primera página de la publicación donde se

publicaban las denuncias. Tras una serie de escaramuzas y una nueva detención, Barrett

es finalmente deportado por intervención del cónsul inglés—recordemos que Barrett tenía

nacionalidad de ese país. Tras pasar por Corumbá, en Brasil, y brevemente por Buenos

Aires, Barrett se instalará finalmente en Montevideo. Allí retomará el periodismo, en

trabajos especialmente destacados por Rodó; allí se integrará—aunque por poco más de

un año—a una comunidad intelectual articulada; allí se publicará el único libro que llegó

82
a ver en vida, y los demás proyectados. En síntesis, allí cobrará su nombre vuelo

definitivo.

Pero ya quedaba poco tiempo: en 1909 la tuberculosis inducirá a Barrett a volver

al Paraguay, primero clandestinamente, luego de manera legal, para reencontrarse con su

familia y descansar. Y en 1910 viajará a Francia para una cura imposible. Muere el 17 de

diciembre ese año en el hotel sanatorio del Arcachon.

“Yo acuso”: Lo que son los yerbales paraguayos

Pero volvamos a la que consideramos la contribución fundamental de Barrett: la

serie de artículos publicados en 1908 en Asunción, que fueron luego recogidos en el

folleto Lo que son los yerbales paraguayos, publicado en Montevideo en 1910 por el

editor José Guillermo Bertani, con prólogo de Bertotto. Compilación que luego sería

reeditada repetidamente como libro en esa ciudad y en Buenos Aires a lo largo del siglo,

generalmente por editoriales vinculadas a la izquierda; incluida en el volumen de

Biblioteca Ayacucho consagrado a Barrett en 1978 titulado El dolor paraguayo; y la

única obra traducida de Barrett, en 1979 al italiano, con el título Cosa sono gli yerbales.

Constituye, creemos, la obra con que Barrett deja una marca más clara en la

literatura y el pensamiento latinoamericanos. Es un momento de quiebre en su carrera, y

en la historia de los discursos anti-imperialistas en América Latina. Barrett sabe que está

cortando amarras con la buena sociedad de Asunción, que ya no habrá vuelta atrás. Sabe

que incluso corre peligro. 13 De hecho, autores como Álvaro Yunque argumentan

explícitamente que por esta obra es que Barrett debió dejar el Paraguay:

83
[Barrett] Se va al Paraguay. Allí ve lo que son los yerbales, infiernos de
explotación para el indio; y escribe sobre los yerbales páginas de fuego. Su amor
al desventurado mensú le atrae, lógicamente, el odio de políticos, burócratas y
patrioteros, todos cómplices en la criminal empresa. Se le apresa, se le acosa, se le
calumnia, se le bloquea con hambre y silencio. Se le destierra, por fin. (La
literatura social 255)

Pero Barrett elige dar el paso, como su admirado Emile Zola: Los yerbales es su

primer J’Accuse: se trata de una denuncia concreta sobre una situación de escandalosa

explotación, en que se señala a los responsables, vinculados a las más altas esferas del

poder, de manera que pueden ser reconocidos. La serie, precisamente, concluye

repitiendo esas palabras.

De una punta a otra del espectro ideológico y estético, de una punta a otra del

tiempo, y de cada una de las orillas del Atlántico, nos interesa recoger dos opiniones que

dejan en claro la fundamental asociación del nombre de Barrett con este texto que, con

recursos tomados del naturalismo y del modernismo, entre otros, alerta sobre las

condiciones brutales en que se realiza la explotación de la yerba mate en la triple frontera

entre Brasil, Paraguay y Argentina.

Primero comentaremos el pasaje que dedica Maeztu a la cuestión. Dando

testimonio del impacto inmediato de Los yerbales en el diverso campo intelectual

hispanoamericano, el español destaca su importancia en tanto que representa un nuevo

modo, radicalmente diferente, de hablar sobre la selva: un ámbito que resulta explotado,

no meramente explorado. Si la mirada europea—los “imperial eyes” de que habla Mary

Louise Pratt—había visto hasta entonces una naturaleza rica, sobre todo desde que

Alexander von Humboldt recreara la naturaleza sudamericana como “wild and gigantic”

(118), con “superabundant tropical forests” (123), la naturaleza que describe—que

84
devela—Barrett es igualmente copiosa, pero no generosa: hay quien viviendo en ella

padece pobreza extrema. Sin embargo, las tremendas penalidades padecidas no son

causadas por la naturaleza sino por otros hombres. Tibia pero claramente, Maeztu señala

el valor ético de Los yerbales, y su importancia como guía en particular para los

escritores latinoamericanos, los que considera que resultan interpelados por el trabajo de

Barrett:

… siento con certidumbre que el hecho fundamental de su vida consiste en haber


levantado el velo espeso que cubría la selva sudamericana a los ojos del mundo.
Otros hombres la han explorado; pero a Barrett le tocó descubrir la existencia y
dolores de los hombres que habitan en ella. Por él se sabe cómo se mueren los
más de los peones que en los yerbales del Paraguay se ocupan, cómo se les
somete, por la firma de un contrato a un régimen de esclavitud, cómo el jefe
político y el juez niegan al peón la posibilidad de que se le haga justicia contra el
capataz. Barrett ha sido, en este sentido, el descubridor de América para los
intelectuales latinoamericanos, el hombre que les ha hecho avergonzarse de estar
pendientes de los erotismos y delicuescencias parisienses, cuando los aborígenes
de su continente padecen en la selva más rica del mundo lo que no sufren ni los
hijos más pobres de las más pobres tierras europeas. (12)

Tan asociado resulta el nombre de Barrett a su denuncia sobre los yerbales, que en

su libro de 1983, reeditado en 2004, Viñas se siente obligado a aclarar que la obra de su

anarquista preferido no se reduce a esos artículos sobre el Paraguay; que hay en sus

trabajos una perspectiva internacional que excede esa preocupación—y que la hace

posible. Reconoce, sin embargo, que representa su “momento más fecundo”:

Si únicamente se lo vincula a Rafael Barret (sic) (1876-1910) al Paraguay


privilegiando su momento más fecundo, se corre el riesgo de disolver uno de los
componentes decisivos de su explícito anarquismo: el factor internacionalista.
Que no sólo lo nexa a uno de los ejes del pensamiento libertario, sino que permite
rescatarlo en su actividad tanto en la Argentina como en Brasil y el Uruguay.
(Anarquistas 225).

85
Como dijimos, los artículos comienzan a publicarse en El Diario de Asunción el

15 y terminan el 27 de junio, apenas unos días antes del golpe de Jara y la nueva ola

represiva. Su tono condenatorio es parejamente fuerte. Las descripciones crudas, por

momentos preciosamente barrocas, son interrumpidas muchas veces por exclamaciones:

gritos de indignación, lamentos; incluso reflexiones y tácitas disculpas sobre la dureza de

la propia escritura, sobre la repugnancia que puede despertar en los lectores. Sin

embargo, dejando en evidencia el control de sus recursos, el estilo de Barrett puede

volverse sorprendentemente escueto y controlado cuando relata cuestiones que resultan

de por sí conmovedoras—como al referirse a la tortura. Barrett traza el origen de las

empresas que dominan la explotación; sus vinculaciones con el gobierno; los mecanismos

legales para controlar a los trabajadores; la persecución y los castigos a los que son

sometidos si intentan escapar. Los datos, los números, que dan la magnitud “objetiva” de

la explotación—el número de muertos, la superficie afectada, las ganancias recogidas—

ganan dramatismo por su contraste. Son también complementados por cuadros

conmovedores, en que Barrett utiliza distintos recursos retóricos. Pero aquí, además, hay

responsables directos, las empresas y ciertas personas en particular, que Barrett identifica,

lo que marca la grave molestia que puede ocasionar su denuncia.

Por otra parte, de manera significativa, Los yerbales constituye una reflexión

desde la ciudad sobre el campo, sobre la naturaleza—como destacamos en la

Introducción, en general, sobre las condiciones de posibilidad del contra-discurso

neocolonial de los recursos naturales. No sólo porque Barrett es un producto de las

ilustradas ciudades europeas. También porque escribe desde una ciudad periférica: se

86
mantiene actualizado de lo que pasa en el mundo gracias al mismo intercambio desigual

que denuncia. Por otra parte, sus lectores directos están en la ciudad: es cierto que Barrett

hace Germinal para los obreros; pero Los yerbales no está escrita para los peones

yerbateros. También los lectores indirectos sólo pueden ser alcanzados gracias a la

ciudad: como veremos, a través del mismo intercambio desigual, Barrett espera que se

difunda su denuncia al mundo.

Una tercera razón por la que Los yerbales es un producto de la ciudad es que

constituye un texto en relación con una actividad política organizada: el anarquismo,

consecuencia, a su vez, de las condiciones de vida generadas en las ciudades. De modo

directo, Barrett, al asociarse con Bertotto, articula sus acciones en Asunción con el

poderoso anarquismo porteño, que alcanzó su momento de mayor desarrollo,

precisamente, entre 1900 y 1910. 14 Finalmente, tan producto de la ciudad es Los yerbales

que Barrett no estuvo allí, a despecho de lo que hubieran querido algunos críticos. 15

Según Muñoz, que se apoya en la palabra del hijo de Barrett, el escritor basa su denuncia

en testimonios e “información fidedigna,” de “militares amigos que frecuentaban su casa,

situada en la calle Yegros y Cuarta” (El pensamiento vivo 30). La dirección es

significativa: es un hogar urbano, donde pueden producirse frecuentes intercambios—la

institución latinoamericana de la “visita.”

Ya el primer artículo, “La esclavitud y el Estado,” exhibe en sus párrafos de

apertura los rasgos que caracterizarán el contra-discurso neocolonial de los recursos

naturales. En primer lugar, una visión internacional que es conciente de la situación de

desigualdad en las relaciones entre los países; puntualmente, debido a fuerzas de tipo

87
colonial, como se sugiere con la comparación con el Congo. En este caso, se trata de las

potencias vecinas, las que derrotaron al Paraguay en la guerra unas décadas antes, dentro

de un esquema internacional que tenía como fin último integrar la economía de este país

al imperio británico. Tras ese proceso, quedan en una situación equivalente Paraguay, la

Argentina y Brasil, como se aclara un poco más adelante: “Las tres repúblicas están bajo

idéntica ignominia. Son madres negreras de sus hijos” (38). En segundo lugar, estos

primeros párrafos identifican un recurso natural codiciado, monopolizado por esas

fuerzas. En tercero, denuncian la explotación de un grupo social nativo, de manera

extrema y con uso de la violencia. Finalmente, se destaca en estos párrafos el hecho de

que se trate de una situación habitual, sistemática, no excepcional. Una situación que el

Estado conoce y apoya, debido a la complicidad de la élite gobernante con los

dominadores extranjeros. Invocando imaginariamente a una audiencia internacional,

comienza Barrett:

Es preciso que sepa el mundo de una vez lo que lo que pasa en los yerbales. Es
preciso que cuando se quiera citar un ejemplo moderno de lo que puede concebir
y ejecutar la codicia humana, no se hable solamente del Congo, sino del Paraguay.
El Paraguay se despuebla; se le castra y se le extermina en las 7 u 8.000 leguas
entregadas a la Compañía Industrial Paraguaya, a la Matte Larangeira y a los
arrendatarios y propietarios de los latifundios del Alto Paraná. La explotación de
la yerba mate descansa en la esclavitud, el tormento y el asesinato.
Los datos que voy a presentar en esta serie de artículos, destinada a ser
reproducida en los países civilizados de América y de Europa, se deben a testigos
presenciales, y han sido confrontados entre sí y confirmados los unos por los
otros. No he elegido lo más horrendo, sino lo más frecuente; no la excepción sino
la regla. Y a los que duden o desmientan, les diré: ‘Venid conmigo a los yerbales,
con vuestros ojos veréis la verdad’.
No espero justicia del Estado. El Estado se apresuró a restablecer la esclavitud
después de la guerra. Es que entonces tenía yerbales. (Los yerbales 35-36)

88
Suiffet destaca sobre este comienzo que “es suficiente para mostrar interés y para

mostrar desde ya, cuál será el tono poderoso y hasta violento en que desahoga su

indignación” (23). Creemos, como ella, que desde el primer párrafo, la repetición de “es

preciso” connota un estado de indignación y un sentido de urgencia que busca interpelar

al lector: pura función fática, en la terminología de Roman Jakobson—como una llamada

en el hombro. Tiene mucho de oralidad, y logra crear un cierto suspenso. Por otra parte,

la mención de “el mundo” como auditorio plantea desde los inicios la dimensión

internacional del problema: por sus causas y por su magnitud. En este primer párrafo

también se menciona una palabra clave, la causa de la tragedia de la que se va a hablar—

la “codicia”—enfatizada a través de una bimembración: ya que la misma no sólo

“concibe” sino que también “ejecuta.” Finalmente, se ofrece la comparación con el

Congo, ya comentada, y se da el dato fundamental: la localización del problema, cerrando

el párrafo de presentación y, en parte, el suspenso.

El segundo párrafo sigue respondiendo a ese suspenso, con tres verbos que

denotan acciones sufridas por la población del Paraguay; los mismos se ordenan en una

enumeración de creciente connotación negativa: despoblar, castrar, exterminar.

Inmediatamente, el nombre de las empresas responsables. Y nuevamente una

enumeración de tres términos de creciente violencia: esclavitud, tormento, asesinato.

El tercer párrafo es el más débil retóricamente, a pesar de la aparición de la

primera persona: la protesta de verdad sigue pautas previsibles, con oraciones largas y

muy argumentadas. La mención de los “países civilizados de América y de Europa”

donde se reproduciría esta denuncia deja en evidencia la preocupación que en la periferia

89
se tiene por el centro; no puede descartarse que constituya un gesto con el que el

denunciante busque protegerse de las represalias. El párrafo gana energía en la

interpelación final, con el uso de un recurso insistente en Barrett, que en sus textos suele

citarse a sí mismo entre comillas—como vimos en el grito del párrafo final de “Buenos

Aires.”

El cuarto párrafo, sin embargo, es sumamente eficaz, precisamente por contraste:

sus tres oraciones son breves, especialmente la primera y la última. Sigue la primera

persona. Y, como el primero, este cuarto párrafo cierra con una palabra de mucho peso;

en este caso, el objeto de la codicia, el recurso natural que pone en marcha la situación de

explotación: los yerbales.

En cierto modo, estos cuatro primeros párrafos parecen otros tantos turnos de

habla del hablante, que van respondiendo a réplicas tácitas del oyente imaginario. El

primer turno de habla requiere la atención del auditorio y la concentra en una

localización. El segundo responde inmediatamente sobre la gravedad de lo que se va a

contar; es decir, justifica la atención solicitada. El tercero argumenta que, pese a la

gravedad de lo que se cuenta, se trata de algo verdadero, documentado: como si el oyente

mostrara incredulidad. El cuarto responde a una imaginaria pregunta sobre qué hacer,

negando la posibilidad de que la justicia intervenga, porque es parte del problema. De

este modo, refuerza la percepción de gravedad del problema y, sobre todo, justifica la

necesidad de la denuncia.

El resto de este primer artículo está dedicado a documentar, precisamente, la

complicidad del Estado en esta situación de explotación. Incluye la transcripción parcial

90
de un decreto de 1871 y su reglamentación de 1885, que convierte en delito el abandono

de los yerbales por parte de los trabajadores. Seguidamente, se explica el mecanismo de

contratación, que supone convertir al peón en deudor de la empresa, a través del

otorgamiento de un adelanto. Se agrega además que lo mismo sucede en los

quebrachales—el otro recurso natural que el capital extranjero explotaba en la zona—

insistiendo en el carácter sistemático de esta forma de explotación. 16 Se denuncia también

que el Estado no realiza las inspecciones que evitarían el sometimiento de los obreros al

estado de “esclavitud.” Y se identifica con las iniciales de sus nombres a funcionarios o

altos personajes que tienen acuerdos con las empresas: incluso dos familiares del

entonces presidente del Paraguay. Por eso cierra, contundente: “Nada hay, pues, que

esperar de un Estado que restablece la esclavitud, con ella lucra y vende la justicia al

menudeo. Ojalá me equivoque.”

El segundo artículo, “El arreo,” describe con detalle las estrategias para captar la

mano de obra de los yerbales. Básicamente, se trata de seducir con un anticipo que el

jornalero disipa en pocos días de locura en la ciudad, antes de embarcarse rumbo a la

selva; o de engañarlo de manera aún más directa, haciendo correr la voz de que hay

reclutamiento forzado “o revolución,” para ofrecerle “refugio” en los yerbales:

¡Pero durante algunas horas, todavía, la víctima es rica y libre! Mañana el trabajo
forzado, la infinita fatiga, la fiebre, el tormento, la desesperación que no acaba
sino con la muerte. Hoy la fortuna, los placeres, la libertad. ¡Hoy vivir, vivir, por
primera y última vez! y el niño enfermo sobre el que va a cerrarse la verde
inmensidad del bosque, donde será para siempre la más hostigada de las bestias,
reparte su tesoro entre las chinas que pasan, compra por docenas frascos de
perfume que tira sin vaciar, adquiere una tienda entera para dispersarla a los
cuatro vientos, grita, ríe, baila,—¡ay frenesí funerario!—se abraza con rameras tan
infelices como él, se embriaga en un supremo afán de olvido, se enloquece.

91
Alcohol asqueroso a 10 pesos el litro, hembra roída por la sífilis, he aquí la
postrera sonrisa del mundo a los condenados por los yerbales. (39)

El pasaje se abre con una exclamación—recurso que ya hemos destacado en

Barrett. Luego, establece un contraste que introduce un ritmo rápido, marcado por las

enumeraciones que se yuxtaponen. Nueva exclamación y dos nuevas enumeraciones; esta

vez, se introduce una enumeración interminable hasta alcanzar un clímax de máxima

aceleración, que concluye con un verbo que resume el sentido de la descripción: “se

enloquece.” El clímax es subrayado seguidamente por una adjetivación de connotación

fuertemente negativa (“asqueroso,” “roída,” “postrera”), que acompaña una elección de

sustantivos igualmente negativa (“alcohol,” “hembra,” “condenados”). La connotación se

subraya con la alusión a la muerte, en la exclamación intercalada, formada por un

oxímoron: “frenesí funerario.”

En este segundo artículo, Barrett suma su denuncia sobre que los conchabados

son muchas veces menores de edad. Y confirma su visión panorámica sobre el impacto

del imperialismo en la región, al destacar que esta forma de captar a los peones para

convertirlos en mano de obra virtualmente esclava, se repite en otros países

latinoamericanos. Son significativas sus menciones a las explotaciones de otros recursos

naturales: “Así se arrean los mártires de los gomales bolivianos y brasileños, de los

ingenios del Perú. Así se arrean las muchachas del centro de Europa, prostituídas en

Buenos Aires” (39-40). La situación, entonces, es igual en otros lugares de la región. Se

trata de una observación breve, no especialmente subrayada, pero que resulta

fundamental para comprender el carácter precursor de este texto de Barrett en relación

92
con el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales: se señala un país, se señala

un recurso codiciado, se señala un grupo social explotado. Y se repite todo en otro

ejemplo. El paralelismo es fundamental porque implica que la situación es consecuencia

de una misma posición dominada de estos países. Barrett repetirá este paralelismo en

otros artículos, como veremos en el siguiente capítulo.

Para referirse a las condiciones de vida de los trabajadores una vez trasladados a

los yerbales, Barrett, en el tercer artículo, “El yugo en la selva,” establece una

conmovedora comparación de este ámbito con la cárcel, en la que nuevamente

encontramos acentos modernistas—y que evoca por anticipado el cuento de Quiroga, “La

miel silvestre,” en que un desprevenido resulta comido por hormigas tras ingerir una miel

paralizante. La referencia a la distancia como medio de encierro es también muy

importante, porque apunta al lugar común del “desierto”—palabra con ecos sarmientinos

que Barrett usa en otro momento del artículo, y que sólo en América Latina puede

aplicarse para describir una selva:

Vosotros, los que os apagáis en un calabozo, no envidiéis al prisionero de la selva.


A vosotros os es posible todavía acostaros en un rincón para esperar el fin. A él
no, porque su lecho es de espinas ponzoñosas; mandíbulas innumerables y
minúsculas, engendradas por una fermentación infatigable, le disecarán vivo si no
marcha. A vosotros os separa de la libertad un muro solamente. A él le separa la
inmensa distancia, y los muros de un laberinto que no se acaba nunca. (42)

Esta naturaleza como calabozo, como “infierno,” no es la naturaleza con que los

hombres se enfrentan libremente: los que sufren la violencia de la naturaleza son hombres

sometidos por otros hombres; despojados de su voluntad por la dominación y de sus

fuerzas por la explotación; despojados de los recursos para hacerle frente. Sólo estos

93
hombres, doblegados por la sociedad, son doblegados por la naturaleza. Que se convierte,

entonces, en una fuerza ambivalente: controlable, benéfica, si se dispone de los medios

para lidiar con ella. De lo contrario, puede resulta una fuerza maléfica que renueva su

poder incesantemente. En este artículo también se describen los métodos primitivos de

explotación del yerbal: se trata de una mera extracción, seguida de un cocimiento al

fuego de las hojas y ramas tiernas. La única herramienta de que habla Barrett es el

machete—el machete y el cuerpo del mensú, que deshoja las ramas “destrozándose los

dedos,” y tuesta la yerba “abrasándose las manos.” También hay en este artículo una

interesante reflexión sobre el lenguaje, que como una metáfora literal, apunta a la doble

explotación, hasta el agotamiento, de la naturaleza y los hombres. Barrett reflexiona

sobre esa ironía, y alude a la negra historia de la explotación de los minerales durante la

colonia:

El paraje se llama mina, y el peón minero. … Esta designación terrible es más


elocuente que todo. Sí: hay minas al aire libre y a la luz del sol. El hombre
desaparece, sepultado bajo la codicia del hombre. (42)

“Degeneración,” el cuarto artículo, da cuenta de cómo la explotación reduce

brutalmente la expectativa de vida de los trabajadores: “a los 40 años de dad el hombre se

ha convertido en el mísero despojo de la avaricia ajena” (46). Su primer párrafo es, a

nuestro parecer, el más logrado de la serie:

Escudriñad bajo la selva: descubriréis un fardo que camina. Mirad bajo el fardo:
descubriréis una criatura agobiada en que se van borrando los rasgos de su
especie. Aquello no es ya un hombre; es todavía un peón yerbatero. Hay quizás en
él rebelión y lágrimas. Se ha visto a mineros llorar con el raido a cuestas. Otros,
impotentes para el suicido, sueñan con la evasión. Pensad que muchos de ellos
apenas son adolescentes. (44)

94
El recurso de poner el foco en primer lugar la naturaleza para luego señalar, bajo

el manto arbóreo, la presencia humana, parece una respuesta consciente a la literatura de

viajes, la “mirada imperial,” que concentra su atención en el paisaje. El punto de vista del

narrador es, en principio, desde la altura—en cinematografía se diría que Barrett

construye un plano “en picado.” Luego, la mirada se acerca paulatinamente al personaje

humano, que está dejando de serlo—de allí el título de artículo. El narrador, entonces,

utiliza el discurso indirecto libre para restituir la humanidad a su criatura, cuyos

sentimientos y pensamientos puede conocer. Y remata develando que se trata de jóvenes.

Con una concepción lamarckiana de la herencia—característica del naturalismo

de comienzo de siglo—en este cuarto artículo Barrett denuncia cómo las marcas de las

tremendas condiciones de vida pasan de una generación a otra, en forma de “estigmas de

degeneración.” Y con una concepción de la jerarquía de las “razas” marcada por la

establecida por Blumenthal, sostiene que los peones “blancos” sometidos a este régimen

“Son muy inferiores a los indios en inteligencia, energía, sentimientos de dignidad y bajo

cualquier aspecto que se les considere” (47). Vemos, entonces, que no se trata de

“aborígenes,” como sostiene Maeztu, sino de mestizos. Resulta pertinente aclarar que esta

consideración al pasar no agota el análisis de Barrett de la problemática racial, que

considera inextricablemente vinculada a la cuestión del imperialismo: las razas

“inferiores” son las razas “explotables,” que terminan siendo las razas “explotadas,”

sostiene en un artículo posterior. 17

Este artículo tiene también una escena de fuertes tonos naturalistas, que abre paso

a la revelación de cuántas víctimas puede haber tenido ya este sistema: Barrett estima que

95
entre “30 o 40 mil paraguayos.” Si los números no fueran suficientemente elocuentes,

Barrett construye un cuadro de extrema violencia para mostrar cómo mueren los obreros

de los yerbales. En principio, las oraciones cortas, expeditivas, parecen contagiadas del

sentido práctico, del desinterés, de la falta de empatía de los personajes que no se

conmueven ante la suerte del peón moribundo. Hasta que la interpelación exclamativa

cambia el punto de vista, acercando el narrador a la víctima. Sigue entonces, nuevamente,

un discurso indirecto libre en que el narrador da voz a los pensamientos y sentimientos

del moribundo:

Un día, el capataz encuentra acostada su víctima habitual. Se empeña en alzarla a


palos y no lo consigue. Se le abandona. Los compañeros van a la faena y el
moribundo se queda solo. Está en la selva. Es el empleado de La Industrial,
devuelto diabólicamente por la esclavitud a la vida salvaje. ¡Grita, miserable!
Nadie te oirá. Para ti no hay socorro. Expirarás sin una mano que apriete la tuya,
sin un testigo. ¡Solo, solo, solo! (46)

El quinto artículo, “Tormento y asesinato,” expande la acusación sobre la

violencia ejercida: tortura y muerte forman parte de la metodología habitual para asegurar

la continuación de la explotación. Es el artículo más duro, más difícil de leer. Primero se

habla sobre la tortura. Las descripciones son aquí escuetas, contenidas; no hay

adjetivación. El lenguaje utilizado es casi pura denotación: el horror está en lo que se

cuenta. Y es tal que obliga al narrador a justificarse ante sus lectores, estallando en una

exclamación en que alude a su propio hacer como una actividad médica—necesaria pero

desagradable:

¿A qué mencionar los grillos o el cepo? Son clásicos en el Paraguay … .También


se usa mucho estirar a los peones, es decir, atarles de los cuatro miembros muy
abiertos. O bien se les cuelga de los pies a un árbol. El estaqueamiento es
interesante: consiste en amarrar a las víctimas de los tobillos y de las muñecas,

96
con cuatro estacas, con correas de cuero crudo, al sol. El cuero se encoge y corta
el músculo; el cuerpo se descoyunta. Se ha llegado a estaquear los peones sobre
tacurús (nidos de termite blanca) a los que se ha prendido fuego.
¡Pluma mía, no tiembles, clávate hasta el mango! Pero los miserables que ejecuto
no tienen sangre en las venas, sino pus, y el cirujano se llena de inmundicia. (47-
48)

Luego se da cuenta de persecuciones “con gente armada a winchester.” Es el

clímax de la serie. En la narración sobre cómo se mata a los peones, el narrador adopta el

punto de vista de los perseguidores: para ellos la carrera es una “alegre cacería”—un

oxímoron que parece hacer eco invertido al “frenesí funerario” anteriormente analizado.

La descripción es dinámica, marcando la excitación de los personajes, e incluye las

palabras de capataces y policías:

¡Ah, la alegre cacería humana en la selva! Los chasques llevados a órdenes a los
puestos vecinos. ‘Anoche se me fugaron dos. Si salen por estos rumbos, métanlen
bala!’ (Textual). El año pasado, en las Misiones Argentinas asesinaron a siete
obreros, uno de los cuales era un niño. En Punta Porá, cuando la policía da por
fugado a un trabajador, ‘fugado’ significa ‘degollado’. (48)

Sobre el final de este quinto artículo, comienza a escucharse el eco de las palabras

de Zola. Anunciando la última pieza de la serie, que tratará sobre las fabulosas ganancias

que acumulan las empresas, cierra este penúltimo artículo:

Es a los de arriba a los que acuso. Son ellos los verdaderos asesinos, no los
habilitados ni los capataces. Los responsables son los jefes de las bandas, porque
son los que menos riesgos corren y los que más lucran con el crimen. (49)

El último artículo será el anti-clímax. “El botín” está lleno de números, al tratar

con mucho detalle los cálculos de ganancias de las empresas, que se alimentan por igual

de naturaleza y seres humanos. El paralelismo: “han saqueado la tierra y han exterminado

97
la raza” enfatiza esta doble explotación, que acerca los recursos naturales y los recursos

humanos como igualmente usufructuados hasta el agotamiento (52). El cierre enfatiza la

genealogía intelectual del gesto de Barrett:

Yo acuso de expoliadores, atormentadores de esclavos, y homicidas a los


administradores de la Industrial Paraguaya y de las demás empresas yerbateras.
Yo maldigo su dinero manchado de sangre.
Y yo les anuncio que no deshonrarán mucho tiempo más este desgraciado país.
(52)

La situación que Barrett denuncia es, como él mismo lo explicita, la continuación

de la explotación colonial; sólo que esta vez está a cargo de las élites de las naciones

“libres”—en realidad, sometidas al neocolonialismo. Esta lectura resultó clara para

críticos tempranos, como Armando Donoso, quien escribió, comentando Los yerbales,

marcando cómo la explotación de la selva reedita la del oro; cómo se repite el abuso de

las clases oprimidas cómo se impone la dominación por la fuerza; cómo el poder

económico extranjero se une al poder político local para controlar la situación:

La historia se repte; es la segunda época de la colonización bárbara: al


conquistador lo reemplaza el capataz y al indio el gañán, que cae bajo el látigo, el
palo, o la bala del rifle. Antaño en nombre de un rey lejano y de una religión
implacable, se arrancaba la tierra, el oro, amasado con todos los dolores del
aborigen o del negro comprado en África; ogaño es la simple explotación del
pueblo por el capital y el poder reunidos. (215)

Medio siglo después, también Roa Bastos destaca y adopta la interpretación de

Barrett sobre que la nueva explotación neocolonial de los yerbales es un eco de la vieja

dominación colonial, utilizando una terminología sumamente reveladora en relación con

el papel de este escritor como precursor del discurso de resistencia que nos interesa:

98
Como observador y testigo actuante del lento resurgimiento de la nación arrasada,
a Barrett no se le ocultó tampoco que esta ‘estabilización aparente’ era otro de los
fenómenos cuya anomalía no llevaba al Paraguay a una gradual recuperación de
sus recursos humanos y naturales, sino, por el contrario, a una desestructuración
aún mayor de los mismos. Las prerrogativas y franquicias ilimitadas del capital
foráneo continuaban siendo expoliadoras y depredadoras. (“Rafael Barrett”
XVIII)

El análisis de Jerry W. Cooney de la explotación de los yerbales entre 1776 y

1810 deja en evidencia esta continuidad. Cooney muestra que el apogeo de la explotación

de la yerba mate en el período previo a las guerras de Independencia había consolidado

un sistema de contratación de los peones basado en la deuda previa, que establecía una

relación de sometimiento y control legal sobre el trabajador. Y justificaba la violencia

que su explotador o directamente las autoridades coloniales—preocupadas por los

ingresos por impuestos que la actividad dejaba—ejercía sobre él. También hay una

continuidad desde el punto de vista tecnológico: antes de la Independencia, la explotación

también se basaba en la extracción, no en el cultivo; el machete era la única herramienta;

el desecado de las hojas en la barbacuá era completamente artesanal (136-138).

El trabajo de Cooney revela asimismo la situación de crisis ecológica que facilita

la situación de explotación de los peones: la distancia de las áreas pobladas. Como cuenta

este autor, la explotación de la yerba mate había sido en tiempos de la colonia—y

continúa siendo en tiempos de Barrett, como vimos—una actividad meramente

extractiva. El mecanismo se reduce a adjudicar a determinados “habilitados” una porción

de la selva donde se sabe que abunda este árbol. Lo que se hace luego es, simplemente,

cosechar hojas y ramas a golpe de machete. Cooney también se detiene en lo significativo

de la terminología, destacando que la zona bajo explotación se llama “mina,” y los

99
obreros, “mineros.” Si, en tiempos de Barrett la distancia se ha convertido en cómplice

del sometimiento brutal, si la selva se ha transformado en una “cárcel,” si el obrero está

aislado por “desiertos y pantanos interminables” (Los yerbales 43), es precisamente

porque este tipo de uso meramente extractivo ha obligado a buscar los yerbales cada vez

más lejos de los poblados, internándose cada vez más en la inmensidad verde (141).

Sin embargo, el punto más interesante del trabajo de Cooney en relación con el de

Barrett es que ambos se ocupan de un período de boom de la explotación de los yerbales,

en función de la exportación. Cooney analiza el período que se abre cuando Buenos Aires

se convierte en capital de Virreinato del Río de la Plata en 1776, cuando se intensifica el

comercio: “internal trade restrictions were removed, and aggressive porteño and

Montevidean merchants expanded both internal and external trade of the viceroyalty”

(137). En ese crecimiento, el comercio de yerba mate fue crucial: de una exportación de

26.420 arrobas en 1776, se pasó a 327.150 en 1808 (141-142). Cooney destaca que

también hubo abusos en la explotación ganadera, motivados por el mismo motivo: la

expansión del comercio y el aumento fabuloso de las ganancias. En el caso de Los

yerbales ya hemos comentado que se trata de un momento en que el Paraguay es

integrado plenamente al comercio internacional tras la guerra perdida, con la intervención

en la región de las potencias locales, la Argentina y el Brasil, capitales que dominan la

explotación de los yerbales, siendo Alto Paraná la empresa argentina, y Matte Larangeira

la brasileña—además de la local, Industrial Paraguaya. Las dos intensificaciones de la

explotación del recurso natural y de los recursos humanos que analiza Cooney y denuncia

100
Barrett se dan debido a lo que, con terminología actual, llamaríamos dos momentos de

globalización.

La lectura del trabajo de Cooney también deja de manifiesto los aspectos que el

texto de Barrett omite: todo aquello que pueda hacer parecer a los obreros como figuras

negativas, o parcialmente responsables de su suerte. Cooney comenta que en el período

que analiza, hubo ocasiones en que los obreros huyeron sin re-pagar el adelanto. Y cuenta

detalles de la vida sexual en los yerbales que Barrett no recoge, probablemente por la

carga de culpa que podía ir asociada ciertas prácticas a comienzos del siglo XX: la

frecuente bestialidad, la eventual homosexualidad y pederastia—facilitada por la

contratación de trabajadores adolescentes (140).

Como veremos en muchos textos del contra-discurso neocolonial de los recursos

naturales, Barrett construye el retrato de una víctima. Con “estigmas de degeneración,” sí,

pero fundamentalmente un “esclavo.” También un “mártir,” un “prisionero de la selva,”

una “criatura agobiada,” unos “infelices.” Sus explotadores son “los negreros

enlevitados,” “la opulenta canalla.”

El tópico recurrente en la literatura de viajes imperial que analiza Pratt y evoca

Maeztu en la cita sobre Los yerbales es el de la selva explorada, rica y salvaje. La de

Barrett, por el contrario, es una selva explotada, sufriente, saqueada. Es una selva que por

primera vez se presenta ante los ojos socializada, donde llega la “civilización”: rica para

otros, frágil en tanto que “saqueada,” miserable para la población local. Podríamos decir:

bárbara no porque se sustrae al impulso de la civilización sino, precisamente, porque ha

sido sometida a él. Retomando la idea de la vida de Barrett como la de un protagonista de

101
una novela regional, tal como la caracteriza French, podemos decir que en Los yerbales

queda radicalmente cuestionada la oposición valorativa civilización y barbarie:

… the crucial distinction between civilization and barbarism—a nineteenth


century thought-structure that was exceptionally strong and pervasive in Spanish
America—becomes threatened as the hero recognizes admirable aspects of
‘primitive’ cultures as well as the savagery and violence of the colonists. (34)

Entre otros autores, Yunque lee la operación barrettiana en relación con esa

oposición cuando comenta Los yerbales conjuntamente con El terror argentino—al que

nos referiremos inmediatamente. Sostiene Yunque: “La lectura de estos panfletos

horroriza; y uno y otro son documentos palpitantes de esto: La civilización occidental, la

civilización del capitalismo no es, en rigor, una civilización” (Barrett 37).

Imperialismo local y violencia: El terror argentino

El otro gran trabajo de denuncia de Barrett es El terror argentino, publicado en

Asunción en 1910. Entre las confusiones sobre la biografía de Barrett—que, como vimos,

pueden ser reveladoras—se cuenta otra muy significativa en relación con su alejamiento

de Buenos Aires: que se debiera al impacto de la publicación de El terror, el que habría

provocado su deportación de la Argentina. Jorge A. Warley, en fecha tan tardía como

1987, se hace eco de la confusión al decir: “Sus denuncias de la otra cara de la Grande

Argentina del centenario, su compromiso con las luchas obreras, llevan a que el gobierno

le aplique la ley de residencia y deba abandonar el país” (7).

Lo cierto es que se trata de una obra tan revulsiva como Los yerbales—y Los

yerbales, ciertamente, fue una de las causas de la deportación de Barrett del Paraguay. De

102
hecho, estos dos trabajos—los dos únicos concebidos como obras integrales—pueden

considerarse complementarios, en la medida en que se concentran en dos escenarios que

se articulan. Uno se interna en la selva, en busca del recurso natural y los recursos

humanos explotados, para constatar a nivel micro el impacto de la fuerza del impulso

neocolonial. El otro se dedica a establecer un esquema macro, explicando cómo operan

esas fuerzas; su lógica de funcionamiento. Es como si Barrett primero se enfocara en un

detalle, un ejemplo de explotación, concreto, dramático, cargado de dolor humano y

patetismo; para luego apartarse y pintar el cuadro general que hace posible—y sostiene—

la situación de explotación.

Lo que nos interesa destacar es que en ese trabajo postrero Barrett va un paso más

allá en su mirada comprehensiva del problema de la miseria en el Paraguay y en la

Argentina; es decir, en las áreas dominadas de modo directo o indirecto por la élite

porteña, en relación, a su vez, con el imperio británico. El marco explicativo que

establece coloca a la ciudad de Buenos Aires en el lugar de intermediaria en un esquema

que articula toda la cuenca del Plata al sistema mundial, en tanto representa el principal

puerto exportador. Como tal, pasa por ella la riqueza que sale de la región—y en ella

queda, en una proporción no despreciable, concentrada en pocas manos. A su vez, a

través de ella se transmiten los impulsos de control y represivos del centro hacia la

periferia. Se trata de un marco amplio, que completa las visiones de Los yerbales y

“Buenos Aires,” y las pone en relación, insistiendo, además, en una continuidad entre la

situación neocolonial con la colonial: si la explotación actual es posible, y alcanza tales

103
niveles de intensidad y violencia, se debe a que se encabalga sobre situaciones de

desigualdad previas, de los tiempos anteriores a la independencia.

Hay otras características que acercan El terror y Los yerbales. En primer lugar,

los dos contienen urgentes denuncias, como el J’Accuse de Zola: se concentran en referir

gravísimas situaciones del presente, que reclaman inmediata atención. Si Los yerbales

alerta sobre la expoliación del patrimonio natural y la violenta explotación ejercida sobre

los peones, que estaba exterminando a un grupo social; El terror argentino es concebido

como respuesta a la represión, oficial y extraoficial, desatada en Buenos Aires debido a

los atentados anarquistas de 1909 y 1910, entre ellos una bomba en el teatro Colón y la

muerte del jefe de policía, Ramón L. Falcón, a manos del joven inmigrante anarquista

Simón Radowitzky. 18 En segundo lugar, los dos representan también esfuerzos

explicativos, para facilitar la comprensión de un panorama que a primera vista puede

parecer casual o caótico. Entre otros aspectos, eso puede verse en que ambos trabajos

incluyen largas transcripciones de textos legales, que buscan probar que lo que se

denuncia no es fruto de acciones aisladas o de faltas de control, sino del funcionamiento

del sistema. Finalmente, los dos se basan en fuentes secundarias, no en la observación

directa: si Barrett primero escribe sobre los yerbales sin dejar Asunción, luego denuncia

la represión en la Argentina desde la estancia de San Bernardino. Como queda de

manifiesto en la carta que escribe a un compañero anarquista, al escribir este trabajo se

basa en testimonios e información periodística:

Estoy preparando un folleto sobre la Argentina, y como he tenido noticias de un


atentado en el Colón, necesito los números de La Prensa y La Nación de esos
días, donde se ha publicado la Ley social y datos y consideraciones sobre aquel
suceso. Le agradeceré me envíe los ejemplares inmediatamente. (OC III 300)

104
El hecho de que Barrett trabaje con fuentes secundarias pone en evidencia que el

valor de sus textos está dado no tanto por la investigación básica, por encontrar datos

escondidos; sino por poner en relación datos ya conocidos a través de la construcción de

“cuestiones,” que son puestas a consideración de la opinión pública desde cierto lugar de

enunciación. En la expresión “yo acuso,” entonces, tan importante es la acción de

denuncia representada por el verbo, como el lugar de enunciación representado por el

pronombre, y en qué posición se sitúa ese “yo” para denunciar: desde dónde construye su

lugar de legitimidad. Volveremos sobre esto, porque hace a la compleja problemática de

la “nacionalidad” de Barrett.

Son varios los críticos, especialmente los contemporáneos, que ponen en relación

Los yerbales y El terror, y les atribuyen una misma filiación zoliana. Entre ellos se

cuenta, por ejemplo, Jorge R. Forteza quien, en el libro que dedica a Barrett, publicado en

Buenos Aires en 1927, incluye bajo el sub-género del “yo acuso” tres de sus obras

vinculadas al “problema social,” es decir, a la situación de miseria y desigualdad

extendida en la Argentina y el Paraguay, sumando a las dos mencionadas El dolor

paraguayo:

Frente a la declamatoria fiebre del Centenario, frente a los discursos


‘panglossianos’ de los patriotas, Barrett se yergue en un gesto apocalíptico,
trayendo en sus manos, nuevo ‘J’accuse’, las páginas candentes de su ‘Terror
Argentino’. Ante la ceguera voluntaria de los que negaban en América el
problema social, contra los que hablaban de América ‘tierra de promisión’,
Barrett arroja como un desafío la queja amarga de “El Dolor Paraguayo’ y la
acusación infamante de ‘Lo que son los yerbales’. (25)

105
Forteza, en realidad, repite un gesto ya ensayado por Alberto Lasplaces en 1918,

que también había asociado estas tres obras, en función de un común denominador de

denuncia sobre el mismo “problema social” que ejercen las tres—denuncia que considera

imprescindible por la falta de organización de los sectores oprimidos para responder a la

situación; un aspecto que, como veremos, está íntimamente vinculado a la historia de la

que forma parte El terror:

Gentes hay, elegidas por la fortuna, que alegan que exista en América eso que han
dado en llamar ‘problema social’, es decir, la lucha entre la miseria y la opulencia,
la indigencia y el despilfarro. Nadie, después de leer los libros de Barrett, sobre
todo ‘El dolor paraguayo’, ‘Lo que son los yerbales’ y ‘El terror argentino’, se
atreverá a sostener semejante monstruosidad. Si el conflicto no ha alcanzado los
relieves brutales que ha adquirido en el viejo mundo, es porque en América las
masas no tienen todavía la conciencia de sus derechos, ni son capaces de defender
su personalidad del inicuo despojo de que son víctimas. (iv-v)

Carlos Vaz Ferreira, por su parte, se concentra en la mirada de Barrett sobre el

Paraguay al asociar El dolor paraguayo y Los yerbales, y destaca otra vez la filiación

zoliana. Adicionalmente, Vaz Ferreira apunta además a la cuestión de la posición de

enunciación de Barrett en relación con estos textos, en tanto que “extranjero” que se

solidariza con los problemas de otro pueblo:

Rafael Barrett ha sido una de las apariciones literarias más simpáticas y más
nobles. Hombre bueno, honrado y heroico: huésped de un país extranjero, adoptó
su ‘dolor’; y su j’accuse, si cabe más valiente que el otro, tuvo de todos modos el
mérito supremo de que ni siquiera podía ofrecerle, sobre todo en aquel momento,
esperanzas ni expectativa de gloria. (123)

Yunque, en cambio, se sitúa más claramente en Buenos Aires al comparar las

obras referidas al Paraguay y la Argentina, destacando la intensidad de la escritura de

Barrett, su carácter emocional y su “indignación”:

106
El Terror Argentino y Lo que son los yerbales; son dos panfletos punzantes y
llameantes. Pocas veces se habrá dicho la verdad con tanto valor, pocas veces un
hombre habrá volcado tanta indignación como la que Barrett volcara en ellos.
Moralmente, estos planfletos hieren y arrasan. Mal salen de ahí los opresores
argentinos y paraguayos. (Barrett 37)

El terror argentino, a pesar de haber sido pensado desde el comienzo como obra

completa, tiene una estructura en capítulos semejante a Los yerbales. Las tres secciones

tienen una extensión despareja, lo cual deja de manifiesto que no fue pensado para ser

publicado como serie de artículos como Los yerbales, sino sólo integralmente: es el único

texto de Barrett con esta característica. Otro aspecto único es el espacio enorme que se

consagra a la transcripción de una ley, la llamada Ley de Defensa Social, del 28 de junio

de 1910, dedicada en su totalidad a contener el anarquismo a través de la penalización de

todas las actividades vinculadas al mismo—a despecho de su benigno nombre. En la

edición integral de El terror que manejamos, publicada en Montevideo en 1923, el folleto

comprende unas veinte páginas, de las cuales la ley ocupa siete y media—es decir, más

de un tercio. Se trata de la única edición a la que hemos tenido acceso que incluye la ley,

que fue eliminada de las ediciones posteriores: no aparece ya en la edición de las Obras

Completas de la Editorial Americalee de 1943, una de las fuentes clave de ediciones

posteriores—entre ellas, las de Ayacucho de 1978, y las Obras Completas compiladas por

Francisco Corral y Fernández, sobre la que basamos en gran medida nuestro trabajo. Se

trata de una eliminación desafortunada, que altera profundamente el sentido del trabajo

de Barrett. 19

La primera sección de El terror se titula “La tierra. Los salarios,” y está dedicado

fundamentalmente a describir el sistema económico de la Argentina, basado en la

107
economía pampeana: explotación ganadera y, en menor medida, agrícola, basada en el

latifundio y destinada a la exportación. Este capítulo argumenta acerca de la situación de

desigualdad: la opulencia de unos pocos frente a la pobreza de muchos, que explica y

justifica la respuesta violenta. En primer lugar, destaca la desigualdad en cuanto a la

posesión de la tierra; luego subraya la pobreza de los salarios industriales. El primer

párrafo merece ser transcripto en su totalidad por la densidad de las ideas, la capacidad

para vincular aspectos económicos, políticos y sociales, y por trazar un panorama que

veremos repetirse en textos de amplia circulación e impacto en la Argentina durante el

siglo XX, además de su soberbia calidad estilística:

El inmenso territorio argentino está casi despoblado aún. Como hay en él una paz
suficiente, y una libertad por lo menos escrita, la población rural se densificaría
con rapidez si entre los inmigrantes y la tierra no se interpusiese un grupo de
poseedores. Ninguna ley facilita el amplio acceso del proletariado a la propiedad
inmueble. En la Argentina no se conoce el tipo del ‘pioneer’. Los privilegios de la
colonización han mantenido, bajo una forma distinta, el viejo monopolio de las
mercedes reales. Hay todavía latifundios a las puertas de la capital. La industria
ganadera, combinada con la agricultura extensiva, constituye el sistema
económico de los estadíos primitivos, inaptos a la gestación de una democracia
segura. Los hombres, desalojados por las vacas y las ovejas, y paralizados por el
aislamiento, no consiguen organizar y poner de pie su derecho a la vida. Era
inevitable el desarrollo de una aristocracia de terratenientes, de corredores y de
políticos, concentrada en Buenos Aires, núcleo luminoso del cometa cuyo cuerpo
sin masa flota entre los Andes y el Atlántico. (Páginas dispersas 79)

El comienzo de este párrafo tiene ecos del Facundo de Sarmiento en cuanto al

señalamiento del problema de la “extensión” de la Argentina. Pero esta observación tiene

aquí una orientación argumentativa completamente opuesta, ya que Barrett destaca que

no se trata de un problema “natural”—aunque la naturaleza esté en el origen del mismo—

sino de una cuestión social y política: Barrett sostiene que la Argentina está despoblada

108
porque no se ha facilitado la posesión de la tierra a quienes la trabajan. Como en Los

yerbales, Barrett habla de una naturaleza socializada, cuyos aspectos negativos, que se

hacen sentir sobre ciertos grupos sociales, son en realidad causados por las acciones de

otros grupos sociales, los dominantes. Los animales pueden desplazar a las personas

porque son parte del sistema, que despoja a los grupos oprimidos de los instrumentos

para luchar por su supervivencia. Y también como en Los yerbales, el escritor argumenta

sobre la continuidad entre la época colonial y la neocolonial.

Por otra parte, en este primer párrafo, Barrett traza una tácita comparación entre el

desarrollo de la Argentina y el de los Estados Unidos, a través de la figura del “pioneer,”

fundamental para el desarrollo norteamericano y ausente en la Argentina, a pesar de las

semejanzas entre los paisajes de pradera de ambos países. Y extiende el paralelo al

avanzar sobre el plano político, argumentando que, sin derecho a la tierra, se resiente la

calidad de la democracia. El párrafo termina con una marca estilística de la escritura de

Barrett, que ya hemos señalado al analizar “La ley de residencia,” entre otros textos: la

metáfora final que condensa el sentido. En este caso, la Argentina es pensada en

comparación con un cometa. El escritor construye una de las imágenes visuales más

logradas para describir la situación de la ciudad de Buenos Aires con respecto al resto del

país, contrastando una gran cabeza de población densa y rica, que representa a la capital;

con un pequeño cuerpo de población dispersa y pobre, que representa el interior del

territorio. Se trata de una metáfora, a la vez, eficaz estética y argumentativamente, que

será evocada en la segunda sección, al señalar el carácter radial de los sistemas de

transporte de la cuenca del Plata.

109
Barrett avanza en su descripción de la situación de los trabajadores rurales,

señalando en primer lugar su vida precaria; la que vincula con la reversión del impacto

negativo de la naturaleza. Así, si la primera castiga al hombre con su extensión, resulta a

su vez castigada por el hombre, que no se siente vinculado a ella. Los verbos elegidos por

Barrett para describir el modo como los trabajadores ocupan el espacio son sumamente

reveladores y están puestos en una gradación de connotaciones crecientemente negativas

y violentas: “acampar,” como alguien que está de paso; “guarecerse,” como un animal;

“vivaquear,” como un ejército invasor. Nuevamente, como en Los yerbales—y como

resulta característico del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales—se

establece una asociación entre el recurso natural y los recursos humanos: ambos sufren,

ambos padecen la misma situación de explotación; eventualmente, incluso se convierten

en víctimas mutuas. Otra vez, la situación que describe Barrett es una en que la riqueza

natural no se multiplica, ni siquiera se mantiene, sino que se agota, pese—en realidad, por

causa—del trabajo de los hombres:

Los dos tercios de las explotaciones agrícolas están en arriendo, por lo general sin
contrato que asegure a los arrendatarios el goce de las mejoras que producen y la
tranquilidad de un hogar estable. Expuestos a ser inopinadamente despedidos, no
se arriesgan a salir de lo provisorio. No habitan; acampan. Se guarecen en chozas
de techo de zinc y piso de fango. ¿Cómo se alojarán los simples asalariados del
labradío? Son una horda que vivaquea en la Argentina. Empujados por lo precario
de la situación, más devastan los campos que los fecundan. De aquí el rápido
empobrecimiento de las tierras. (80)

En este primer capítulo Barrett también ofrece información sobre los salarios,

apelando al recurso retórico de la información objetiva y precisa para sostener su

argumentación, que combina con vocabulario de fuertes connotaciones negativas, y con

110
cuadros conmovedores. También recurre nuevamente a la comparación internacional,

para mostrar que la inequidad de la situación no es motivada por la falta de ganancias,

sino por un sistema que favorece la explotación:

Raro es el peón fijo que gana 40 pesos al mes. Durante una corta temporada los
que cosechan el trigo ganan 4 o 5 pesos al día. Bregan de sol a sol, salvo la media
hora, salvo la media hora que emplean en deglutir una bazofia repulsiva y cara.
Sitio hay en que ni del agua disfrutan por ser salobre. Se les ha visto volverse a
pie a Buenos Aires. En Australia un esquilador de ovejas duerme en su cama. En
la Argentina gana la mitad y duerme en el suelo. (81)

Los párrafos referidos a la situación de los trabajadores rurales cierran con una

lítote que reenvía a Los yerbales. De este modo, los dos textos quedan directamente

vinculados; también se refuerzan los ecos del contra-discurso neocolonial sobre los

recursos naturales, a través de la alusión a otras situaciones semejantes de explotación:

“Y no insistiré en los abusos de ciertos ingenios y de los obrajes y yerbales próximos a la

frontera. Allí se estafa al trabajador, de acuerdo con las autoridades; se le tortura y se le

caza a tiros cuando intenta huir” (81).

Haremos tres observaciones más sobre el uso retórico de la neutralidad de los

números, en combinación con palabras de alta carga emotiva. En primer lugar, Barret

traslada su denuncia a la ciudad, y enumera los salarios de “obreras,” “costureras,”

“aprendizas,” adoptando una perspectiva de género tácita: las trabajadoras son las que

tienen los salarios más bajos. Los compara con el precio del pan, de la papa, de los

porotos, concluyendo la enumeración con un término al que no pone valor numérico, para

indicar que, de alguna manera, no sólo que se va del alcance de las trabajadoras, sino

también de la escala que maneja el escritor: “La fruta es inaccesible.” Luego se refiere al

111
precio del alojamiento, alternando otra vez la frialdad de los números con un vocabulario

altamente connotativo, que busca marcar el estado de primitivismo y degradación, y de

peligro de muerte, en oposición al de la presunta “civilización” y protección que debería

ofrecer la ciudad: “Tribus enteras se amontonan en pocilgas que rentan 25 y 30 pesos al

mes y donde la mortalidad llega al 19 por mil” (83).

La tercera observación en relación con el uso de los números tiene que ver con la

inclusión de un cuadro de coordenadas cartesianas, en que se muestra el explosivo

aumento en el valor de la tierra. Se retoma así el tema del comienzo del capítulo, sobre el

final del mismo: “En veinte años los latifundios se han valorizado cincuenta veces.” Lo

interesante es que el epígrafe que acompaña el cuadro—que resulta, a su vez, el último

párrafo del capítulo—no es explicativo sino comentativo, y de alta carga emocional y

argumentativa, ya que busca completar el sentido de lo presentado en función de los

atentados realizados por los anarquistas: “Este violento contraste entre la prosperidad del

hombre que posee y del que la trabaja en la Argentina, tuvo que abrir entre ellos un

abismo de incomprensión y de odio” (83). En síntesis, este primer capítulo busca sugerir

que la violencia de los atentados anarquistas se origina en la violencia económica y

política ejercida sobre las clases oprimidas, basada fundamentalmente en la desigual

distribución de la tierra, y de las ganancias asociadas a su explotación.

El segundo capítulo, “Psicología de clase,” está dedicado a caracterizar a los

sectores dominantes de la Argentina, explicar sus motivaciones, y a desentrañar los

mecanismos a través de los cuales logran controlar la economía y la política del país. La

connivencia entre el sector económico, el político y el religioso es un aspecto clave. La

112
sección comienza con un largo párrafo—de más de una página—dedicado a describir la

posición central de Buenos Aires en la cuenca del Plata, que puede considerarse

adelantada con respecto a otros discursos característicos del siglo XX en la Argentina, en

particular, los del revisionismo histórico. No en vano Viñas considera que Barrett

contribuyó a dar forma a una “retórica de la izquierda” en la región (Anarquistas 21). La

primera oración es extensa; ocupa la mitad del largo párrafo inicial. Se inicia con una

imagen dinámica, que sigue el tránsito de la riqueza, desde el interior del país hasta que

se concentra en Buenos Aires. A partir de ese momento, se van sucediendo distintas

caracterizaciones de la capital, marcadas a partir de la mitad de la oración por la

reaparición anafórica del nombre de la ciudad. El texto tiene semejanzas con la letra de

un tango donde, en una relación de amor-odio, se acumulan reproches que no culminan,

que no cierran, para terminar con unos puntos suspensivos que parecen indicar la

posibilidad de continuar la enumeración indefinidamente. Hay, sin embargo, una

gradación, que avanza en el sentido de hacer acusaciones cada vez más graves, y por lo

tanto, apunta a una creciente hostilidad; hasta proponer finalmente la idea de una

reversión de la situación a través de una acción de “venganza”:

El río y los ferrocarriles hacen el drenaje de la dispersa riqueza, condensándola


transitoria o permanentemente en Buenos Aires; que es el mercado, el puerto, la
Aduana, que es la capital, por ser el capital, anexando el gran volante de la
administración a la feria de vanidades y los negocios; Buenos Aires, que por ser
caja fuerte es tribunal y cuartel; Buenos Aires, alambique céntrico, teatro
instructivo de la lucha de clases en la América Latina; Buenos Aires, donde los
miles que usufructúan el lujo y los cientos de miles obligados a fabricar el lujo y a
usufructuar la indigencia, se mezclan unos con otros en la democracia de las
calles—la única democracia de estas latitudes—se aprietan y se frotan,
cargándose de una electricidad de venganza… (Páginas dispersas 84)

113
Otro argumento importante para explicar la situación de desigualdad tiene que ver

con dar cuenta de la indiferencia de las clases privilegiadas frente a las desposeídas. Se

argumenta que el sistema refuerza la desigualdad, extremando las ganancias; y que el

culto al dinero ocupa todas las fuerzas de las clases dominantes. Incluso se establece una

comparación con matices religiosos:

No hay bienestar colectivo. Hay bienestar de una clase, cuyo dogma forzoso es la
propiedad. ¿Cómo ha de resistir la mente del propietario a la virtud operativa de la
renta? Ayer poseíais uno, y hoy sin más molestia que la de cruzaros de brazos,
poseéis diez. Es el milagro burgués de los panes y los peces. (85)

La analogía del sistema económico con el religioso se sostiene a lo largo del

párrafo, con afirmaciones como: “Los bienes son el bien. La propiedad es Dios. El Banco

es el templo.” La imagen, ampliamente expandida, es utilizada entonces para sostener el

argumento de la cercanía entre el poder político, el económico y el religioso. Este

argumento es reforzado después con datos numéricos: Barrett incluye un largo listado de

las subvenciones recientes que el gobierno otorgó a distintas parroquias.

Detrás de este argumento que acerca los tres poderes, está tácita la acusación

sobre que la religión no ofrece salida a la desigualdad, sino que la refuerza. La Iglesia es

uno de los brazos del sistema. Un paso más en este sentido es analizar cómo funciona la

beneficencia: explotando igualmente a los desposeídos, y compitiendo con la producción,

lo que deprime todavía más los salarios. Para sostener este razonamiento, Barrett apela

tanto a cuadros naturalistas como a números crudos. Entre los primeros, el más

conmovedor es el de una joven tuberculosa, obligada a trabajar para las monjas. En su

descripción, la ternura de un diminutivo se mezcla con la animalización, estableciendo un

contraste que conmociona: “De seguro recordáis a aquella niña tísica que faenaba en uno

114
de los numerosos ‘Sacré Coeur’. Las hermanas ponían su cuerpecín moribundo en cuatro

patas, y le hacían lavar pisos” (86). Se trata de una anécdota real que había comentado el

propio Barrett en un artículo de La Razón, publicado el 28 de octubre de 1909, y que fue

recogido posteriormente en Mirando vivir (OC I 180-182). En cuando a los números que

ofrece para apoyar su argumentación, resultan contundentes: “No olvidemos que la

beneficencia, hasta cuando es menos cruel, hace bajar los salarios. Si le regaláis 2, el

trabajador, a quien se pagaba 5, se conformará con 3.” Razonamiento al que sigue una

exclamación, ese recurso que hemos visto ya en textos de Barrett, el que pone al “yo” del

autor en primer plano, esta vez con toques de ironía: “¡Triste ley económica,

repetidamente comprobada!” (Páginas dispersas 86).

Otro argumento que vemos repetirse en El terror es el que tiene que ver con la

caracterización del “latino,” que es presentado con una enumeración de múltiples

matices, por momentos empáticos y por momentos distantes: “múltiple, irregular, burlón,

escéptico y entusiasta, indolente y convulsivo, ingenioso, embustero.” De este modo, la

situación de explotación se ve agravada por las características innatas de las clases

dominantes, que no son dadas a cumplir las leyes: “Las taras hereditarias del poseedor

argentino agravan la virulencia de su culto a la propiedad” (88).

Esta digresión da entrada a la denuncia más grave de esta segunda sección: la que

tiene que ver con el fraude electoral. En este caso Barrett pone en escena su propia

investigación, al confesar: “Entresaco de mis apuntes de actualidad de 1909.”

Seguidamente, acumula referencias periodísticas sobre casos de fraude en distintas

provincias, situación que es sostenida por el poder económico, cuya posición se ve

115
asegurada a través de ese mecanismo; y que resulta confirmado, entonces, como corazón

del sistema. Para apoyar su argumento sobre la ilegitimidad y el carácter no democrático

de un sistema de gobierno minado por el fraude, el escritor apela a la ironía del

subrayado: “Las grandes compañías tienen a sueldo a los caudillos democráticos. El

Poder Legislativo y el Ejecutivo son simples dependencias de los Bancos, de los

ferrocarriles, de las empresas y de los negocios particulares” (90-91).

Otra línea explicativa de la situación de inequidad de la Argentina vuelve a apelar

a una comparación con los Estados Unidos. Con una imagen que será crecientemente

utilizada a lo largo del siglo XX, Barrett contrasta el “atraso” argentino con la situación

de “adelanto” del país del norte. En principio, se establecen los términos de comparación:

ambos son países exportadores, beneficiados por entonces por los altos precios de sus

materias primas en el mercado internacional. Pero enseguida se señala una diferencia: la

aparición de nuevas corrientes de pensamiento en los Estados Unidos, menos

materialistas, que marcan una etapa posterior, de superación, del momento más intenso

del capitalismo:

Por el momento, las cifras de las exportaciones y de los depósitos bancarios no


bajan. Es lo principal. ¿No se opina así en los Estados Unidos? ¿No ha cacareado
Roosevelt en el Cairo en Roma, en Berlín, en París y en Londres que el primer
deber del patriota es hacerse rico? Norte América produjo algo más que este
infatigable Pero Grullo. Emerson y Whitman fueron norteamericanos. La fase
aguda del capitalismo yankee ha pasado ya. (92)

En contraste, la situación de la Argentina es más primitiva; todavía no se observa

en este país la acción de la filantropía de “los Morgan, los Carnegie y los Rockefeller.”

Con una analogía a través de la cual se relaciona el interés económico con el predominio

116
del sistema digestivo en un organismo (y que hemos visto aplicada a los norteamericanos

en el artículo, “El impudor del yanqui”), se dice aquí del país del sur: “La Argentina no

es aún más que un país decapitado que digiere” (94).

Sobre el final de este segundo capítulo, Barrett hace otra denuncia importante: se

refiere a los grupos de jóvenes de las clases privilegiadas que se dedicaban a atacar a

grupos de inmigrantes, por el puro gusto de hacerlo. Se trata de la violencia para-legal

sobre los inmigrantes, apoyada por el sistema. Regresan las descripciones naturalistas,

las exclamaciones, y se destaca la palabra “codicia”:

Uno de estos ‘indios’, y digo indios puesto que se denominaron a sí mismos ‘la
indiada’, mató de un tiro de revólver a un niño lustrabotas, porque no le hacía
brillar bastante los botines. ¿Impunidad? ¡Claro es! Impunidad—y aplausos
sinceros de añadidura—hubo para los ‘indios’ estudiosos que en Mayo, durante su
grotesca cruzada contra la clase obrera, atropellaron e incendiaron hogares pobres.
Estragos son de la codicia disolvente… . (94-95)

Este capítulo concluye como el primero con una imagen poderosa; si bien nos

parece menos lograda que otras, más convencional. Esta vez se trata de una elaborada

alegoría, de notable dinamismo, que quiere ser profético. Barrett insiste en la justificación

de la respuesta anarquista frente a la situación de desigualdad, y augura un futuro todavía

más violento: “En el fondo del valle florido los falsos poderosos comen y se divierten.

Allá arriba, en las ásperas gargantas batidas por la nieve y fecundadas por el cielo, se

forma poco a poco el fatal alud de la justicia” (97).

En el último capítulo, el tercero, titulado “El terrorismo,” Barrett se concentra en

la situación inmediata: los recientes episodios de violencia, y la respuesta oficial. Es la

sección donde trascribe por completo la Ley de Defensa Social, poniendo en evidencia la

117
intensidad de la respuesta del Estado. Sus dos primeros párrafos, nuevamente, son clave,

porque resumen los argumentos presentados en los dos primeros capítulos, referidos al

sistema económico y la calidad de la democracia en la Argentina, que hacen imposible la

emergencia de un movimiento de izquierda pacífico. Las comparaciones internacionales

constituyen piezas centrales de su razonamiento:

Un socialismo a la alemana o a la inglesa no era viable en Buenos Aires. La


ausencia de sufragio y de industrias fabriles, las razas predominantes en la
inmigración, la desnudez del proletariado, el cinismo de los poseedores y la
ineptitud incomparable de los gobiernos burgueses acarrearon la ‘acción directa’,
desde la huelga a la dinamita.
Los poseedores afirman que el terrorismo es importado. ¿Pero por qué no estallan
bombas ni en Inglaterra, ni en Suiza, repletas de terroristas? No. Las bombas
estallan donde hacen falta y hay motivo para ello: Rusia, España, Argentina. (97)

En este capítulo final Barrett hace la tercera gran denuncia de su folleto: las

torturas, los asesinatos clandestinos en que incurrieron los agentes del gobierno; la red de

espías y delatores en que se apoya; la censura a la que recurre. El escritor sostiene que la

policía incluso alquiló un buque donde detuvo y desde el cual lanzó al agua, engrillados,

a los acusados durante la represión de 1909. Y llama a esa nave “Montjuich flotante,”

evocando la fortaleza catalana donde se torturó a opositores; incluyendo en su último

texto de denuncia ecos de los que fueron los primeros en cuya redacción pudo haber

participado o que pudo haber apoyado, junto a los tempranos representantes de la

generación del ’98. Barrett compara la policía argentina con la rusa, iniciando el párrafo

con una clásica exclamación, y sigue con una enumeración donde acumula acusaciones.

Finalmente, augura para la Argentina una revolución como la rusa de 1905, utilizando un

párrafo brevísimo y optimista, para dar conclusión a un párrafo largo y tremebundo:

118
¡Rusia! Vuestra policía, discípula de aquella, ha reasumido los tres poderes y la
entera soberanía de la nación; prohíbe pensar y hablar, secuestra no sólo los libros
liberales, sino los de título sospechoso; ella, el órgano de la traición y la
brutalidad, tiene como la rusa, su ejército de espías y de agentes provocadores;
ella, reclutada en la hez de la república, arresta, pega, manda a presidio, retira de
noche los cadáveres mutilados de sus presos, fleta un buque—el Montjuich
flotante, para tirar al agua, con grillos en los pies, los redentores que la estorban…
Sí. ¿Pero tiene Dellepiane los medios del czar? ¿Valdrá vuestra Ushuaia lo que su
Siberia, y vuestro rebenque lo que su knut? ¿Y qué ha conseguido Rusia?
Engendrar los Bakounine, los Tolstoi y los Gorki, iluminar la Europa con las
llamas de su hoguera, precipitar el triunfo a la inevitable justicia.
Os cubrís inútilmente de oprobio. Nadie puede impedir el advenimiento del
futuro. (99)

Ahora bien, más allá de la denuncia sobre el—ya podemos llamarlo así—aparato

represivo que el gobierno argentino había desarrollado en 1910, quizás lo más interesante

de los juicios de Barrett en este capítulo es que comparte con sus adversarios la impresión

de que el anarquismo argentino es muy violento: como los opositores rusos y los

españoles, países donde “las bombas estallan.” Sin embargo, su apreciación no coincide

con la de los historiadores. En la descripción de Suriano,

En Buenos Aires la acción violenta no tuvo jamás ni el peso ni la adhesión


militante, como ocurriera durante la última década del siglo XIX en Europa,
particularmente en Francia. Aunque una retórica violenta era evidente en la
producción discursiva del anarquismo local, su práctica política estuvo muy
distanciada del terrorismo. (278)

De hecho, los atentados ocurridos en Buenos Aires en 1909 y 1910, incluso los

que desataron la respuesta virulenta que Barrett denuncia—el atentado en el teatro Colón,

el asesinato de Falcón—fueron acciones aisladas, nunca obedecieron a planes

generalizados. Lo que sí ocurrió es que las clases dominantes tuvieron una percepción

muy exagerada del fenómeno: es el miedo, del que habla Barrett en su artículo sobre la

“Ley de residencia”; el miedo, del que vuelve a hablar aquí, sumándolo a la acusación de

119
las propias acciones terroristas del gobierno, para justificar la represión: “A raíz de la

bomba del Colón (petardo de pólvora lanzado por la policía) habéis corrido al Congreso,

enfermos del pánico más ruin—el del vientre—y habéis votado la ‘ley social’ del 28 de

Junio” (Páginas dispersas 99).

De acuerdo al diagnóstico de los historiadores, el miedo que denuncia Barrett está

motivado por la propia retórica anarquista, a veces tan encendida, como vimos incluso en

la prosa barrettiana, especialmente en “Buenos Aires.” También juegan un papel en este

aspecto los antecedentes del violento anarquismo de algunos países europeos—el ejemplo

del francés Ravachol, especialmente. Por último, ciertas teorías científicas de la época,

que convertían la criminalidad en un destino fatal para ciertos individuos, contribuyeron

igualmente en la construcción de un anarquismo percibido como muy violento. Así lo

resume Suriano:

La emergencia de una percepción tan negativa del anarquismo, siempre ligada a


imágenes virulentas, además de haber sido autoalimentada por los artificios
retóricos mencionados [del propio anarquismo], se relaciona con la mirada
crispada de las elites. Esta visión era cruzada no sólo por el impacto de los
atentados europeos, sino también por los fuertes prejuicios instalados en el clima
de ideas de la época por influencia de la criminología lombrosiana, que
involucraba al anarquismo con una patología física-psíquica hereditaria
predispuesta al crimen y a cualquier tipo de acción violenta. (278)

Con esta percepción exagerada de la peligrosidad del anarquismo, no sorprenden

los términos de la Ley de Defensa Social, que Barrett transcribe completa “para asombro

y escándalo del piadoso lector” (Páginas dispersas 102). La inclusión de la ley en forma

integral tiene un sentido retórico y otro político: los anarquistas son tratados en la misma

como irrecuperables, e impedidos de participar en la vida política del país. También

120
puede considerarse que tiene un sentido práctico, al difundir entre los militantes y

simpatizantes del anarquismo el cambio abrupto en su situación en la Argentina. La ley

contempla la pena de muerte para todos los involucrados en un atentado que resultara en

una muerte—haya sido ése o no el objetivo del mismo. Contempla también penas

gravísimas de confinamiento en el penal de Ushuaia—en el extremo sur del país—aún

por delitos menores. Incluso prevé fuertes castigos por acciones que hasta entonces no

eran delitos, como “toda asociación o reunión de personas que tenga por objeto la

propagación, preparación o la instigación a cometer hechos reprimidos por las leyes de la

nación”; o “la apología de un hecho o del autor de un hecho que la ley prevé como

delito.” De hecho, en los términos de la nueva ley, la exclamación final del artículo de

Barrett, “Buenos Aires,” publicado previamente, podría haberle costado a su autor entre

uno y tres años de prisión.

Tras la larga transcripción de la ley, resurge, exaltada, la voz de Barrett, con la

presencia repetida de su “yo,” recordando el cierre de Los yerbales. El escritor contempla

tres posibles objeciones a la ley, propuestas imaginariamente por un jurista, un

economista y un “patriota”: que afecte el sistema jurídico; que afecte la economía; y que

afecte la imagen internacional de la Argentina. Las tres objeciones son rechazadas con

una fórmula en la el “yo” enunciativo se erige en juez: “Y yo os diré que la paz no

depende de las leyes”; “Y yo os diré que la paz no depende de la riqueza material”; “Y yo

os diré que la paz no depende de la estimación ajena.” El juicio que cierra el folleto no

tiene que ver con el impacto extrínseco de la ley, sino con su impacto intrínseco, en “el

alma argentina.” Tras una larga cita de Emerson, que habla de que las consecuencias de

121
los propios actos se revierten sobre el sujeto, concluye el folleto, con un tono espiritual

poco usual en Barrett, y nuevas menciones al “miedo” y la “codicia” como motivaciones

de las acciones que condena:

La sanción es interior y fulminante. En el minuto mismo en que os resignasteis a


votar y a cumplir la ley social, el alma argentina, dentro de su cáscara de oro, se
entristeció, se empequeñeció y se arrugó como un fruto seco. Pero la vida es
elástica. La realidad es buena. Vosotros sois o seréis buenos, puesto que existís.
Dominad los dominios del miedo y de la codicia. Levantad los corazones y las
frentes y vuestras manos manchadas se purificarán. (109)

Es el final. El folleto está datado “San Bernardino (Paraguay), Julio de 1910”

(sic). Barrett muere en diciembre. También para el anarquismo argentino, 1910 marca el

cierre de una etapa. A la represión legal, se sumó la para-legal, ya descrita en parte en El

terror. Grupos de jóvenes de las clases altas salieron a las calles a atacar distintos locales

y sectores de la ciudad, muchos de ellos sin ninguna relación con el anarquismo. Hubo

especial saña con la comunidad judía, como explica Suriano:

Estos grupos se dedicaron a atacar los locales obreros, incendiar y destruir las
redacciones y las máquinas impresoras de los diarios La Protesta, La Batalla y La
Vanguardia, asaltar librerías, cafés, prostíbulos, comercios en el barrio judío del
Once así como a infringir duros castigos físicos a los activistas y a los extranjeros
sospechosos de serlo. El gobierno y los civiles nacionalistas iniciaron una guerra
contra un contrincante que no estaba preparado ni la esperaba. (236)

Por otra parte, la aplicación de la Ley Social a rajatabla inició una serie de

encarcelamientos, impidió las reuniones, prohibió por períodos prolongados las

publicaciones anarquistas. En síntesis, la nueva legislación, asociada con la represión

legal y para-legal del Estado, casi desarticuló por completo el fuerte movimiento

anarquista de la Argentina. Según Suriano, reverdecería en 1913, pero ya mucho más

122
débil, y enfrentando un contexto político, social y cultural diferente, al que le costaría

adaptarse (335-344).

Para cerrar esta sección, nos gustaría volver a la cuestión del imperialismo intra-

regional. Ahora bien, no hemos visto, a lo largo de nuestro análisis de El terror, ni una

referencia al Paraguay. ¿Por qué sostenemos, entonces, que Barrett considera a ese país

una de las víctimas del sistema que tiene centro en Buenos Aires, y que en este folleto se

dedica a describir? Hemos analizado en Los yerbales las observaciones sobre el

imperialismo porteño y brasileño sobre el Paraguay. Y vimos al comienzo del capítulo

segundo de El terror la referencia a que Buenos Aires es el principal puerto exportador

de la cuenca del Plata. Hay, sin embargo, otros textos todavía más explícitos sobre el

imperialismo intra-regional.

Uno de los más significativos es un breve artículo publicado en el primer número

de Germinal, el 2 de agosto de 1908. Barrett denuncia allí la intervención argentina en la

revolución de Jara, apoyando esta vez al gobierno—como antes había apoyado la

revolución de 1904. 20 A estos se agregan epifonemas muy agudos sobre el imperialismo

argentino, capaces de rivalizar con el que citamos previamente, referido al

norteamericano. También en Germinal, en el número 11, del 11 de octubre de 1908,

publica Barrett un artículo que recoge catorce epifonemas, dos de los cuales están

dedicados a la Argentina. En los mismos, insiste sobre el poder económico de la élite

porteña sobre el Paraguay, y su carácter inescrupuloso:

7. Es de notar que cada vez que un personaje de por acá sufre un serio disgusto—
una destitución a tiros, por ejemplo—, corre a Buenos Aires a derramar sus
lágrimas en el seno de la piedad argentina.

123
Así ahora los ministros recién zurrados se consuelan en brazos porteños, y cansan
los ecos de la Avenida de Mayo con sus lamentaciones de viudas inconsolables.
Cómo se deben reír por allá de ellos…
¡Y de nosotros!

12. Murió Tornquist, el célebre banquero, uno de los amos de la Argentina.


El alto comercio trata de honrar su memoria.
¡Hónrela, que buena falta le hace! (Citado en Muñoz, El pensamiento vivo 78-79)

En síntesis, si un Barrett moribundo, aislado en la estancia de San Bernardino, se

preocupa por las acciones represivas del gobierno argentino, es porque encuentra la

suerte de su Paraguay querido, así como del anarquismo en toda la región, ligada

indisolublemente a la de la soberbia y violenta Buenos Aires.

La cuestión de la nacionalidad: entre Europa y América Latina

Puede decirse que tanto la carrera como la obra de Barrett desafían la tradicional

clasificación en “literaturas nacionales.” En este aspecto su trayectoria biográfica puede

entenderse como signo y, nuevamente, como clave de interpretación de su obra. Barrett

mismo es, como muchos de los protagonistas de sus artículos y relatos, un desplazado.

Una vez consagrado, entonces, no resulta sorprendente que Europa, especialmente

España, y luego la Argentina, el Paraguay y el Uruguay resulten ser para distintos

autores, desde visiones complementarias y por razones diversamente justificadas, sus

patrias intelectuales. Así plantea Jean Andreu la cuestión de la “nacionalidad” de Barrett:

Ignorado por España como posible miembro de la famosa generación del 98 de la


que procede, celebrado como animoso militante entre los círculos del anarquismo
hispanoamericano, reconocido a la larga como escritor de primera magnitud por la
historiografía literaria paraguaya, Rafael Barrett aparece como una figura
problemática de transmigrante social, ideológico y cultural. (37)

124
Ciertamente, no es trivial el hecho de que un mismo autor sea clasificado en una

biblioteca entre los autores de la literatura española, junto a los escritores de la

generación del ’98, como ocurre en la catalogación de la Library of Congress de los

Estados Unidos; y que a la vez se le dediquen entradas en un diccionario de la literatura

paraguaya (Pérez Maricevich 77-86); y en un diccionario sobre la izquierda argentina

(Tarcus 50-51), por citar tres adscripciones bastante diferentes. En el mismo sentido, es

notable constatar la cantidad de autores que se refirieron explícitamente a la cuestión de

la “nacionalidad” de Barrett; y la variedad de argumentos que utilizaron. Por supuesto,

nos referimos a la nacionalidad simbólica, ya que sobre la legal—la británica—nunca

hubo dudas entre los críticos; así como no la hubo sobre su nacimiento en España.

En principio, Francisco Corral analiza a Barrett en términos de su educación,

preocupaciones y lecturas, presentándolo como una figura que anticipa “algunos de los

rasgos más innovadores de la más tarde llamada ‘Generación del ‘98’.” En una

perspectiva más general, lo sitúa fuertemente en Europa al considerarlo un “exponente

privilegiado” de la crisis de fin de siglo: “La amplitud y profundidad de su formación

intelectual hace que en él confluyan y se expresen con lucidez las líneas de fuerza

principales de esa crisis de conciencia europea, y particularmente de la española” (El

pensamiento cautivo XVII). Específicamente, este crítico fundamenta su propuesta de la

profunda afinidad de Barrett con la generación del ’98 en dos aspectos: su relación

personal con representantes de este grupo; y las “coincidencias temáticas” y “referencias

concretas” en la obra de Barrett acerca del mismo.

125
En relación con el trato personal entre ese joven representante de la baja

aristocracia española y los representantes de la generación del ‘98, Francisco Corral

menciona a Valle Inclán y a Ramiro de Maeztu como dos personas que se relacionaron

bastante estrechamente con él; 21 a Pío Baroja, que lo conoció en 1902, antes de su viaje a

la Argentina y que lo mencionaría luego en sus memorias; a Miguel Bueno, que fue

elegido como su padrino en el frustrado duelo en Madrid y que lo retrataría más tarde en

un cuento; 22 y a Miguel de Unamuno, a quien Barrett menciona en algunos de sus

artículos, evidenciando un conocimiento personal. Francisco Corral destaca que los

autores de la generación del ’98 y Barrett compartían una misma base social, ya que

todos pertenecían a la burguesía o alta burguesía, y en algunos casos—como en el de

Barrett—a la “aristocracia venida a menos.” Además de un origen social similar, el trato

personal se habría sostenido en función de intereses intelectuales comunes, ya que Barrett

escribía por entonces en varias publicaciones de la península (“El enigma” 24-26).

Ahora bien, Francisco Corral menciona también ciertos “aspectos

noventaiochistas” en la obra de Barrett. Algunos tienen que ver con la influencia de

sucesos históricos que marcaron a esta generación. Entre ellos, este crítico se refiere en

primer lugar al caso Dreyfuss y el Yo acuso de Zola, de quien ya hemos comentado su

influencia en Barrett. Otro acontecimiento fundamental son los llamados “sucesos de

Montjuich,” cuando la represión de un atentado en Barcelona fue seguida por la tortura

de un grupo de acusados en el castillo de ese nombre. Los jóvenes noventayochistas

denunciaron estos abusos en la prensa, de modo que este tema se convirtió en uno de los

que catalizaron la “cohesión grupal,” y el reconocimiento mutuo. En el análisis de

126
Francisco Corral, la obra de Barrett muestra “un tratamiento exactamente coincidente con

los criterios de la Generación del ’98,” tanto de los sucesos de Montjuich como de otros
23
episodios relacionados (“El enigma” 27).

Otro aspecto importante que vincula a Barrett con esta generación española es el

título de la única publicación que creó, la revista Germinal, como comentamos. Para

Francisco Corral, “Este hecho sería por sí solo suficiente para ponerlo en estrecha

relación con la Generación del ’98,” dado que fue en una revista del mismo nombre

editada en Madrid entre 1897 y 1902 que estos autores publicaron sus primeros trabajos

literarios y críticos, momento en el que Barrett todavía vivía en la península. Finalmente,

este crítico destaca que la influencia del naturalismo que puede verse en los textos

iniciales de la Generación del ’98 también se encuentra en la obra de Barrett (“El

enigma” 27-28).

En síntesis, sostiene Fracisco Corral que, si bien no puede incluirse a Barrett en

este grupo de autores españoles, “fue extraordinariamente afín” al mismo. Al punto de

calificarlo como “un noventaiochista descarrilado” en la medida en que “su previsible e

incipiente pertenencia a ese grupo literario se vio frustrada por la suma de dos

circunstancias que fracturaron en seco toda posible continuidad” (“El enigma” 24 y 29).

Sin embargo, este crítico admite que Barrett jugaría un papel clave en las letras de

América Latina, en relación con las cuales reconoce que hizo sus mayores aportes: “Para

la literatura latinoamericana Rafael Barrett significa el eficaz precedente de un realismo

crítico en el que denuncia social y vanguardismo literario se conjugan y enriquecen” (El

pensamiento cautivo 1). Pasado español, entonces, pero huella y proyección

127
latinoamericana: no en vano, Pío Baroja, cuando lo menciona en sus memorias, lo

caracteriza como “uno de los pocos hispanoamericanos que dio una impresión de

seriedad,” acertando en su equivocación (citado en Corral, El pensamiento cautivo 21).

De este lado del Atlántico, el crítico chileno Armando Donoso—uno de los

nombres de peso en el campo intelectual porteño en la década del veinte—lo incluye en

su libro La otra América, junto a Gabriela Mistral, Arturo Cancela y Pedro Henríquez

Ureña (citado en Maeztu 10). Donoso argumenta explícitamente en su plaquette Un

hombre libre las razones por que lo considera “americano”. En la cita, podrá advertirse la

intertextualidad con el grito “¡También América!” del artículo sobre Buenos Aires de

Barrett, además de un error sobre el lugar de nacimiento de Barrett que se repetirá por

bastante tiempo: 24

Aunque nació en Algeciras Rafael Barrett es de América, porque sintió como


ninguno el dolor nuestro y porque como ninguno tuvo la sinceridad del más puro
apostolado. Nos pertenece aunque solo salió de su rincón para llegar a rendir su
existencia en las tierras nuevas, que él soñaba más dignas y menos oprimidas por
la injusticia, error de la distancia que confunde un tardío despertar con una
libertad que no existe. (223-224)

En el mismo sentido, como dijimos, Roa Bastos considera que la influencia de

Barrett puede encontrarse específicamente en el grupo de Boedo, los autores dedicados a

temas sociales de las décadas del veinte y treinta en Buenos Aires. Entre ellos, menciona

explícitamente a Elías Castelnuovo, Álvaro Yunque, Leónidas Barletta, González Tuñón,

entre otros. En una línea muy cercana al comentario de Francisco Corral, Roa Bastos

habla de la “sugerente coincidencia” entre Barrett y este grupo en relación con la

concepción de un “realismo crítico” que de algún modo resultaría superador de un cierto

128
“realismo ingenuo y de superficie”. También lo distingue del posterior “realismo

socialista,” marcado, en su visión, por “gruesas simplificaciones.” La fuerza de la

escritura de Barrett radicaría, para Roa Bastos, en su capacidad de llevar a la superficie

textual la “realidad invisible”, profunda,

Barrett mostró cómo era posible producir textos de valores intrínsecos y


autónomos; que no se proponían la simple transcripción de la realidad visible sino
la mostración y revelación de la realidad invisible en la virtualidad de sus
múltiples significaciones. (XXIX)

Ciertamente, el hecho de que Yunque incluyera a Barrett en su obra sobre La

literatura social en la Argentina da argumentos sólidos a Roa Bastos para vincularlo con

el grupo de Boedo. No obstante, Yunque no pretende una asignación excluyente.

Retribuyendo por anticipado el gesto del gran paraguayo, dice de Barrett, incurriendo

nuevamente en el error sobre su lugar de nacimiento: “Nació en Algeciras; pero España

se ha olvidado totalmente de este gran escritor, y la Argentina o el Paraguay, cuya vida

inspiró las calientes páginas de sus libros y donde él vivió quemándose, tienen derecho a

apropiárselo” (254).

“¿Es Barrett un escritor uruguayo?” se pregunta el crítico uruguayo Luis Hierro

Gambardella en 1967. Se responde que sí, argumentado que “lo más denso de su

pensamiento” se publicó en el diario La Razón de ese país. Pero también que es

igualmente paraguayo, dado que “sus páginas más impregnadas de color y de amor

nacieron en Asunción y sobre temas paraguayos.” Concluye, conciliatorio, que “es un

escritor americano, pensando que América es una y diversa” (XX).

129
Sin reclamar para su país la nacionalidad de Barrett, Muñoz destaca los “ciento

seis días” que pasó en Montevideo como los más productivos de su vida. Ciertamente, es

el lugar donde realmente se integra a una comunidad intelectual, como ha destacado

Suiffet, vinculándolo al “tipo de café,” es decir a la costumbre de los intelectuales

montevideanos y porteños de comienzos de siglo, de organizar “cenáculos” en

confiterías, entre quienes incluye a Quiroga, Rodó y Florencio Sánchez (9-14). Es notable

el impacto de los artículos de Barrett en los círculos literarios montevideanos, donde llega

a presentárselo como “el primer cronista de América,” según registra Muñoz (Barrett en

Montevideo 18). Al retratarlo en una carta, Rodó—un activo propagandista de su obra—

destaca que la influencia de Barrett excede las filiaciones políticas. Lo interesante de su

observación es que revela el clima entre la intelectualidad de Montevideo, donde la

preocupación por las cuestiones sociales eran generalizadas, pero no se establecían

quiebres rígidos entre distintos grupos políticos—situación que ciertamente pudo haber

facilitado la recepción de Barrett:

Una de las impresiones en que yo podría concretar los ecos de simpatía que la
lectura de sus crónicas despierta a cada paso en mi espíritu, es la de que, en
nuestro tiempo, aun aquellos que no somos socialistas, ni anarquistas, ni nada de
eso, en la esfera de la acción ni en la de la doctrina, llevamos dentro del alma un
fondo más o menos consciente, de protesta, de descontento, de inadaptación,
contra tanta injusticia brutal, contra tanta hipócrita mentira, contra tanta
vulgaridad entronizada y odiosa, como tiene entretejidas en su urdimbre este
orden social transmitido al siglo que comienza por el siglo de advenimiento
burgués y de la democracia utilitaria. (“Las ‘Moralidades’ de Barrett” 26-27).

Seguidamente, Rodó destaca el internacionalismo de Barrett marcando el lugar

periférico desde el que escribe: “Usted escribe desde una aldea de los trópicos, y para el

público de Montevideo, y devolviendo en impresión personal los ecos tardíos de lo que

130
pasa en el mundo, produce cosas capaces de interesar en todas partes …” (26). Esta

misma observación sobre el lugar periférico en que se sitúa voluntariamente Barrett la

hace Yunque, pero con un sentido argumentativo ligeramente diferente: para explicar que

no haya sido más reconocido. Confirmando la filiación intelectual de Los yerbales, este

autor compara el notable impacto internacional de la obra de Emile Zola, con la limitada

repercusión de los artículos de Barrett:

Lo que la conciencia de Barrett realizó en el Paraguay, en defensa de los obreros y


los indios, no ha tenido trascendencia por haberlo realizado en el Paraguay,
precisamente, país perdido en el mapa. … Su fama sería otra si, en vez de
Asunción, hubiese sido París el escenario de su conciencia. El J’Accuse de Zola lo
leyó el mundo. ¿Quién ha leído Lo que son los yerbales de Barrett? (Barrett 48)

Volviendo a la cuestión del internacionalismo situado del que habla Rodó, hay

que mencionar también a los autores que diluyen el peso político de este posicionamiento

en un vago “universalismo.” Entre ellos se cuenta Juana de Ibarbourou: “¿Español…

francés… uruguayo… paraguayo?,” se pregunta en 1928. “La partida de nacimiento

decide la cuestión en el primer sentido, más él alega contra ello: ‘Sobre la patria está la

Humanidad’.” La poetisa concluye, entonces, que “su espíritu era ampliamente

internacional, universal; era el de un representante excelso de la especie humana” (citado

en V. Muñoz, “Rafael Barrett y ‘La Razón’” 45)

Emilio Frugoni—que luego se convertiría en fundador del Partido Socialista en el

Uruguay—recuerda haberlo conocido a través del periódico que Barrett dirigía en

Asunción, Germinal, dirigido a los obreros y finalmente la causa de su deportación.

Confirmando que sus posiciones radicales no constituyeron en Montevideo un motivo de

divisiones en la apreciación de su obra, describe estos textos de Barrett como “artículos

131
de acerada crítica social, relampagueantes de ideas mordientes como ácidos, y ricos de

elevados sentimientos” (“Rafael Barrett en Montevideo” 18).

Pero es otro uruguayo, dos generaciones después, el que atribuye a Barrett una

nacionalidad, la paraguaya, de manera más elocuente; saldando la discusión, a nuestro

parecer. Dice Eduardo Galeano, resumiendo magníficamente su biografía, aunque

incurriendo en el error de extender su estadía en el Paraguay:

Algunos de los latinoamericanos más latinoamericanos no nacieron en América


Latina. Por ejemplo, Rafael Barrett, el paraguayo más paraguayo de los
paraguayos que en el Paraguay han sido, nació en España, hijo de padre inglés y
criado en París. Llega ya hombre hecho y derecho al Paraguay, por casualidad o
por error, o quién sabe por qué. No bien pisa esa tierra, maldita, desgarrada,
trágica, descubre que él es de allí. Descubre que él es paraguayo, que lo ha sido
siempre, aunque no lo sabía. Vive en el Paraguay nada más que seis años. Siendo
como era, un agitador, un anarquista, peligroso para el sistema, ama ese país
furiosamente, denunciando todo lo que le indigna el corazón, y al cabo de seis
años es expulsado por agitador extranjero. Muere afuera. Barrett viene a Buenos
Aires, a Montevideo, muere desterrado del país que había elegido. Quizás es más
hermosa una identidad elegida que una identidad heredada, porque la historia es
mejor que la biología. (De Las venas 4)

Galeano, un poco antes, había dedicado a Barrett dos textos de su recopilación

Memoria del fuego. En el primero, destacaba, con palabras muy similares a las citadas, la

“nacionalidad” paraguaya de Barrett. 25 En el segundo, se refería específicamente a su

denuncia de los yerbales como la causa de su deportación del Paraguay. 26 El propio

Barrett se refirió a la cuestión de su nacionalidad elegida, diciéndose paraguayo. 27

Sin embargo, creemos que es Viñas el crítico que con más profundidad discute la

cuestión de la nacionalidad intelectual de Barrett, y ofrece las razones para la elección de

Galeano que el uruguayo no alcanza a formular. Su razonamiento apunta

fundamentalmente a la patria por reivindicación intelectual, a la patria como proyección

132
en el pensamiento, más allá de las influencias más o menos inconscientes. La patria como

el lugar desde donde la figura de Barrett es rescatada como contrafigura de la palabra

hegemónica; y su obra entendida como discurso de resistencia, en cada caso, frente al

discurso oficial, nacional, de progreso.

En primer lugar, Viñas contrasta la “suerte póstuma” de los tres anarquistas

latinoamericanos emblemáticos que analiza—como dijimos, Ricard Flores Magón,

Manuel González Prada y el propio Barrett. Del primero, dice, fue convertido en “héroe

nacional,” situación que atribuye, más que a su condición de anarquista, a “un énfasis

puesto en la precursoría ‘nacional revolucionaria’ de su discurso.” Del segundo, que

sostiene que “canonizado por el Estado, a la vez lo fue por el aprismo y por la

continuidad del socialismo-comunismo de Mariátegui” (Anarquistas 32). En este aspecto,

Barrett es separado claramente de la tríada. No fue alcanzado por las “beatificaciones

oficiales,” las que “difuminaron los perfiles más críticos” de los anteriores. Viñas

atribuye esta situación a dos motivos: a su condición de extranjero, y al hecho de que los

“administradores de la cultura” de la Argentina, el Uruguay y Brasil no tuvieron

contemplaciones con las figuras vinculadas al anarquismo, actitud que queda de

manifiesto en las “sucesivas incineraciones en las bibliotecas oficiales de Río de Janeiro,

Montevideo, Buenos Aires y Asunción” (33).

Pero, claro, hay un “revés de la trama,” es decir, una cultura otra, que se escapa

del control oficial. Viñas atribuye, citando a Roa Bastos, una primera reivindicación de

Barrett a cargo de los escritores paraguayos: “Y con una entonación, secuela quizá de lo

prolongadamente represivo en ese país o de los contenidos más explícitos de Barrett, que

133
no se caracteriza por beaterías ni filisteísmos.” También el Uruguay reivindica a Barrett

desde una cultura no oficial; Viñas habla de los “rescates montevideanos,” entre los que

nombra a Ángel Rama y su hermano Carlos. Finalmente, este crítico menciona a Yunque,

a quien considera “el único esfuerzo argentino de reivindicación de ese emergente

libertario de origen español—olvidando a Massuh, aunque ciertamente no puede

atribuírsele a este último la misma influencia que a Yunque” (34).

Es decir, en un gesto muy propio, Viñas en primer lugar, prefiere “la suerte

póstuma” de Barrett porque se asocia con versiones no oficiales de la cultura: diríamos,

precisamente, con contra-discursos. Y, en segundo lugar, apila nacionalidades sin

contraponerlas, separando a Barrett deliberadamente de la construcción de “nación” a la

que, de manera tan característica, han contribuido el desarrollo y la historiografía de la

literatura de América Latina.

En este sentido, podría pensarse la posición de Viñas como contrapuesta a la de

Galeano. Pero creemos que no es así. La cuestión de la nacionalidad paraguaya de

Barrett, tan enfatizada por Galeano, tiene que ver indudablemente con la problemática de

la cuestión del espacio en la situación neocolonial. Galeano necesita destacar las raíces en

el Paraguay de Barrett, para que Barrett pueda hablar del Paraguay, para que pueda y

deba escucharse su denuncia sobre los yerbales. Pero está claro, en las palabras de

Galeano, que no se trata de una nacionalidad dada, sino buscada: es precisamente porque

Barrett ancla su escritura en los yerbales, ancla sus palabras pero sobre todo su “yo”

enunciativo, su “yo” que acusa, en los yerbales, que Barrett deviene paraguayo. El Barrett

134
que reclama esa tierra, esa riqueza, ese sufrimiento como propios es el Barrett paraguayo.

Por eso, el Barrett que Galeano quiere que hable sobre los yerbales debe ser paraguayo.

No se trata aquí, entonces, de una adscripción a una “literatura nacional,” en el

sentido de una literatura que contribuye a la construcción de la nación, en paralelo con las

actividades extra-literarias de los escritores, que fueron “diplomats, civil servants,

educators or presidents,” como comentamos en la Introducción que observa Pratt (230).

Se trata de una reivindicación de nacionalidad que se juega por fuera de esa construcción

del estado-nación, por fuera del discurso oficial; en realidad, en contra del mismo,

develando sus inconsecuencias y debilidades. Pero es una reivindicación que de todos

modos requiere del territorio nacional, todavía, para reclamar su legitimidad, su derecho a

decir sobre la nación. En este sentido, tanto Viñas como Galeano realizan la misma

operación, que apunta a la construcción de una “nacionalidad latinoamericana” entendida

como una sumatoria de las identidades nacionales. Más exactamente, de ciertas formas—

contradiscursivas, anti-imperialistas—de las identidades nacionales.

De modo que tanto cuando Viñas dice que Barrett es paraguayo-uruguayo-

argentino, incluso sin olvidarse de que nació y se educó en España, como cuando

Galeano insiste en que es paraguayo, lo hacen por los mismos motivos por los que Barrett

se dice paraguayo: porque para hablar sobre el Paraguay, Barrett necesita ser paraguayo.

Están reconociendo que necesita una nación latinoamericana donde anclarse—como

dijimos, donde anclar su “yo” que acusa, que denuncia—para poder devenir ciudadano

latinoamericano. Ellos se la otorgan para que pueda ser “latinoamericano,” es decir,

portavoz—precursor, en su caso—de un discurso latinoamericanista.

135
Notas
1
El mayor experto paraguayo en Barrett, Miguel Ángel Fernández, escribe en 1996: “Demás está decir que
en cuanto al estudio riguroso de la obra de Barrett, salvando algún hecho aislado y reciente, queda mucho
por hacerse” (“Cuestiones preliminares” 10). En noviembre de 2008, una búsqueda con el nombre “Rafael
Barrett” en la base de datos MLA International Bibliography sólo da como resultado tres entradas; mientras
que si se busca con la grafía equivocada “Rafael Barret,” apenas se agregan otras dos.
2
Hay ciertas diferencias entre los autores que manejamos, que son quienes han trabajado la obra de Barrett
con mayor rigurosidad. Vladimiro Muñoz no menciona El terror argentino entre los libros organizados por
el escritor. Es probable que se deba al hecho de que El terror fue publicado en Asunción, dado que Muñoz,
por ser uruguayo, está más familiarizado con las publicaciones en Montevideo.
3
Francisco Corral comenta que Barrett publicó artículos en varios diarios de París, y piezas de divulgación
científica en la prensa madrileña (El pensamiento cautivo 19). Así describe Maeztu a Barrett: “Las gentes
de mi tiempo recordarán que hacia 1900 cayó por Madrid un joven de porte y belleza inolvidables. Era un
muchacho más bien demasiado alto, con ojos claros, grandes y rasgados; cara oval, rosada y suave como de
mujer, salvo el bigote; amplia frente, pelo castaño claro, con un mechón caído de lado. Un poquito más
ancho de pecho, y habría podido servir de modelo para un Apolo del Romanticismo.” Y así relata el
episodio del duelo frustrado: “El hecho es que Barrett se gastó su dinero, cosa que me parece un error
grave, por lo que la buena sociedad empezó a darle de lado, cosa que me parece natural, dadas las
exigencias de los tiempos. Lo que ya no estuvo bien es que en vez de decírsele a Rafael Barrett que no hay
lugar en la ‘high life’ para los chicos pobres, sino cuando son dóciles y humildes, se le inventara la
calumnia de que era dado a vicios contra natura. Rafael Barrett se revolvió contra la acusación. Hizo que
las personalidades más eminentes del protomedicato le examinaran las vergüenzas, así como las del amigo
que compartía el oprobio de la acusación, y con el certificado de ‘naturalidad’ en el bolsillo, se lanzó a la
imposible tarea de buscar a los originadores de la calumnia. En esta busca acaeció la escena famosa en que
Rafael Barrett, látigo en mano, acometió un día de moda en el teatro, con razón o sin ella, a uno de los
aristócratas de nombre más encopetado. Ya digo que no sé si tenía razón para el ataque, pero tampoco la
tenía el ‘Tribunal de Honor’ que días más tarde lo descalificó” (10). El personaje atacado era el duque de
Arión, presidente del tribunal. Sobre la pobreza de Barrett, Muñoz recoge el testimonio de su hijo, según
quien el escritor habría perdido su fortuna jugando en Montecarlo (citado en “Rafael Barrett y ‘La Razón’ ”
48).
4
El único autor que se separa de esta visión generalizada es Scott MacDonald Frame, quien sostiene que la
sensibilidad de Barrett por los temas sociales se debe a su preocupación por la muerte, motivada en
cuestiones personales: la de sus padres, primero, y la perspectiva de la suya propia, al conocer su
diagnóstico de tuberculosis. Lo cierto es que, como veremos, los trabajos de Barrett que evidencian
preocupación social no son inmediatos a la muerte de sus padres, y sí son anteriores a su conocimiento de
su grave problema de salud.
5
Álvaro Yunque rechaza esta interpretación de Maeztu—por otra parte, mayoritaria entre la crítica—y
descalifica moralmente al escritor español en los siguientes términos: “Es hacerle un flaco servicio a
Barrett, creer, como lo hace Maeztu, que sólo por haber sufrido personalmente fue capaz de sentir el
sufrimiento de los demás. De esta pasta no se hacen los revolucionarios apostólicos, sino los gritones de un
día, destinados a sobrevivirse después de los treinta años: como el propio Maetzu, anarquista en la juventud
y fascista en la madurez, besamanos de Alfonso, el cazador de pichones, y del militarucho Primo de
Rivera” (Barrett 30-31). Otro escritor vinculado a la izquierda y admirador de Barrett, Roberto González
Pacheco, también impugna a Maeztu con argumentos semejantes: “Maeztu habla de Barrett. Y lo que saca
en limpio es que hay que darles las gracias al marqués de tal o cual; o hacerlo duque; pues, sin su sucia

136
calumnia, su calumniado no hubiera llegado a ser ‘una figura de América’. ‘Seguro estoy’—dice. Y es una
seguridad pueril y absurda” (I, 132-133).
6
Francisco Corral menciona dos anécdotas que muestran la calidad de la formación de Barrett en las
ciencias exactas y su intención de continuar trabajando en áreas relacionadas. La primera, apoyada sólo en
el testimonio de su hijo Alex, lo vincula a la fundación de la Unión Matemática Argentina, base de la futura
Facultad de Ingeniería de la Universidad de Buenos Aires, junto al reconocido experto español Julio Rey
Pastor, que tendría un papel clave en el desarrollo de la disciplina en la Argentina (El pensamiento cautivo
25). Sin embargo, Ángel J. Cappelletti rechaza la posibilidad de que Barrett haya conocido a Rey Pastor,
quien llegó a la Argentina en 1917 (LXXX). La segunda anécdota que recoge Corral, dándola por
corroborada a partir de una investigación de José Rodríguez Alcalá, es que Barrett envía una carta al
matemático francés Henri Poincaré, comunicándole una fórmula para determinar la cantidad de números
primos inferiores a un cierto límite. Corral cita a Rodríguez Alcalá, según el cual Poincaré respondió esa
carta felicitando a Barrett “por el hallazgo de una fórmula de alta matemática que el sabio había estudiado y
encontrado perfecta” (citado en El pensamiento cautivo 25). Por otra parte, según Muñoz, ambas
observaciones tienen como origen el testimonio de Alex Barrett, sólo que en el segundo caso éste cuenta
además con un documento, un borrador de la carta a Poincaré. Sin embargo, el trabajo más riguroso sobre
la “vocación matemática” de Barrett, hasta la fecha, es el del matemático uruguayo E. García de Zúñiga,
quien en 1935 analizó algunos manuscritos de Barrett recién adquiridos por la Biblioteca de la Facultad de
Ingeniería de Montevideo. Este autor identifica algunos de los textos que habría utilizado Barrett, y de uno
de ellos dice que se trata “de una obra rarísima, que es difícil concebir cómo llegó a manos de Barrett.”
Agrega que las obras, de “Análisis Superior”—es decir, análisis matemático avanzado—, fueron leídas
“con incansable atención y copiosamente comentadas y explicadas, sin perdonar la más sencilla
transformación o desarrollo algebraico.” García de Zúñiga transcribe la carta de Barrett a Poincaré, escrita
en francés, y plantea la duda sobre si fue o no enviada. Incluye la contribución de Barrett en el campo de la
“Teoría de las Funciones” y la juzga original: “yo no sé que se haya intentado nunca, antes de hacerlo
Barrett …” (31). Finalmente, evalúa el “talento matemático” de Barrett de la siguiente manera: “Yo lo
estimo altamente, y creo que, si la brevedad de su vida, sus enfermedades, su pobreza y la intensa
producción literaria de sus últimos años no le hubieran impedido consagrar más tiempo a la investigación
matemática, Rafael Barrett hubiera ilustrado también su nombre en esta ciencia, que amaba tanto, con
valiosos descubrimientos” (32).
7
Tras un discurso ofrecido por el líder republicano Ricardo Fuente en el teatro San Martín de Buenos Aires
el 17 de abril de 1904, se publican varios artículos polémicos. Barrett responde a uno de ellos, firmado por
un militar peninsular, Juan de Urquía, defendiendo a Fuente desde las páginas de El Correo Español. Su
agresivo texto desencadena la concertación de un duelo, que De Urquía suspende alegando la previa
descalificación de Barrett por el Tribunal de Honor español. Seguidamente, Barrett vuelve a protagonizar
un enfrentamiento físico en un sitio público. Pero esta vez se agrega una vergüenza adicional: la de golpear
a la persona equivocada, el dueño del hotel a cuyo salón comedor había ido a buscar a De Urquía, a quien
confunde con su adversario. Comenta Francisco Corral: “Resulta patético ver a Barrett metido en litigios de
honor y a merced de sus Tribunales. Parecería marcado por un destino fatídico y sentenciado a no poder
salir de esas telarañas, cada vez más enredado en librar con vano empeño batallas perdidas de antemano”
(El pensamiento cautivo 29).
8
Así recrea Muñoz la anécdota, atribuyendo en la misma al hijo de Barrett, Alex, como fuente: “Merece
párrafo aparte el episodio que le ocurrió [a Barrett] en el ‘Diario Español’. De este matutino solamente
conocemos su notable artículo ‘Buenos Aires’, que luego Barrett recopiló en su libro Moralidades
actuales. Su director era el probablemente español Justo López Gomara. Según me ha relatado su hijo
‘Alex’ venía el director (el día que se publicó el artículo de Barrett) caminado desde su domicilio a la
redacción, cuando le compró a un canillita un ejemplar; leyéndolo, se encontró con al artículo de Barrett y
tal fue su indignación, que apresuró el paso para llegar pronto y ‘afear’ la conducta a su autor. Coincidió
que ambos se encontraron en la puerta del edificio y al increparle vociferando el director, Barrett en un

137
arranque impulsivo abofeteó a su oponente, quien también usó el mismo procedimiento. Con el resultado
de que Barrett se fue y no volvió más a dicha redacción” (“Rafael Barrett III 54-55). El valor de la anécdota
es más simbólico-ideológico que documental: ciertamente, da cuenta del tono de la pieza y de qué
recepción pudo haber tenido. Recuerdan esta anécdota y coinciden con esta datación incierta Suiffet (17) y
Cappelletti (LXXX). Más curiosamente, Álvaro Yunque también había señalado previamente que “Buenos
Aires” fue publicado originalmente en El Diario Español y provocado la ira de su director. Sostiene
Yunque: “Lo publicó [el artículo ‘Buenos Aires’] en El Diario Español donde trabajó un breve tiempo,
enriscando a su director, Justo López Gomara, periodista de colonia extranjera, lo cual significa: periodista
que vive de adular al país donde vive. Barrett estuvo a punto de abofetearlo también” (Barrett 22).
9
El caso fue así: debido a una discusión en los periódicos, dos jóvenes liberales, Gomes Freire Esteves y
Carlos García, se enfrentaron a duelo. El segundo fue herido y murió casi inmediatamente. Barrett publicó
un artículo en el que acusaba a sus padrinos por no haber impedido el duelo, debido a que García padecía
una miopía casi incapacitante. La respuesta de los padrinos no se hizo esperar: uno de ellos, Miguel
Guanes, enfrentó a Barrett en el Centro Español, a lo que Barrett respondió retándolo a duelo. Guanes no lo
aceptó. El otro padrino era Albino Jara; su respuesta llegaría en 1908, cuando Jara tomara el poder. Como
comenta Fernández: “En estos hechos puede verse uno (pero solamente uno de los motivos) del
ensañamiento de Albino Jara contra Barrett… ” (“Introducción” 14).
10
Francisco Corral también menciona como integrantes de La Colmena a Juan Casabianca, Manuel
Domínguez, Arsenio López Decoud, Modesto Guggiari, Ignacio A. Pane, Juan Silvano Godoy, Fulgencio
R. Moreno, José Rodríguez Alcalá y Ricardo Marrero Marengo (El pensamiento cautivo 39).
11
Cappelletti considera Germinal “la más significativa expresión del movimiento libertario de la época” en
el Paraguay, junto a El Despertar. Germinal fue publicada entre el 2 de agosto y el 11 de octubre de 1908
(LXXIX y LXXXI).
12
Podría observarse que detrás de estas propuestas de Barrett, parece estar la noción de “labor theory of
value,” central en la teoría marxista. De todo modos, ha sido “a source of continuing, and seemingly
unresolvable, controversy” (Laibman 3). Por ejemplo, se ha vinculado la noción de “labor theory of value”
con la de “exploitation,” aunque algunos autores la discuten (Cohen). También puede verse: Dooley. No
conocemos ningún autor que haya analizado con cierta profundidad los conocimientos de economía de
Barrett, ni sus propuestas.
13
Francisca López Maíz de Barrett, viuda del escritor, relata dos ocasiones en que la vida del escritor pudo
haber estado en peligro. La primera es el 1 de mayo de 1908, en la celebración del día de Trabajo en el
Teatro Nacional de Asunción. Barrett fue advertido de que esa noche iba a ser apuñalado por la espalda
mientras pronunciara su discurso. La segunda fue la noche misma del golpe de estado de Jara, el 2 de julio
del mismo año, en que su casa fue asaltada por un “grupo de bandidos que ‘olían a yerba’.” Barrett se
defiende, y logra sacar a su esposa e hijo por los fondos. Ella informa de la situación, y llega una patrulla,
que mata a todos los asaltantes. Comenta irónicamente la viuda: “Fue una lástima, no sobró uno para
declarar…” (6-7). A partir del testimonio del hijo de Barrett, Muñoz relata otro episodio, que podría ser el
mismo que el primero que relata su madre, marcando debilidades del recuerdo, dado que la fecha del 1 de
mayo en 1908 es señalada por él como memorable por otro motivo, el encuentro con Bertotto. Mientras se
publican los artículos de Los yerbales, la Industrial Paraguaya intenta sobornar a Barrett. Ante su rechazo,
contrata a un asesino a sueldo, “el pistolero argentino Caracciolo Sayago,” quien no puede atacarlo “al
impedirlo personas amigas.” Muñoz agrega una tercera ocasión de peligro para el escritor y su familia:
estando en la estancia de Yabeybry, donde se establecieron en 1909: una partida asaltó la casa, pero Barrett
y su esposa increparon a los asaltantes y los hicieron cambiar de idea” (El pensamiento vivo 30-31 y 33-
34).

138
14
Suriano resume así la situación dominante del anarquismo entre la clase trabajadora de Buenos Aires en
la primera década del siglo XX, combinando cuestiones de poder político y simbólico-culturales: “En el
corto lapso de tiempo comprendido entre 1900 y 1910, el anarquismo se constituyó en la tendencia político-
ideológica de mayor arraigo entre los trabajadores argentinos.” Este autor destaca tanto el predominio del
anarquismo en la Federación Obrera Regional Argentina, alcanzado en 1905, como la “importante red de
instituciones culturales compuestas por círculos y centros de estudios sociales, bibliotecas, escuelas
libertarias, grupos filodramáticos y una profusa oferta editorial que abarcaba desde la prensa periódica
hasta la edición de libros y folletos” (299).
15
Entre los críticos que equivocadamente atribuyen a Barrett un conocimiento directo de los yerbales, se
cuenta Armando Donoso, quien sostiene: “Barrett supo demasiado lo que eran los yerbales porque estuvo
en medio de ellos y conoció todas sus angustias. ¡Qué mucho entonces que pusiera su pluma al servicio de
tan alta misión humanitaria!” (216).
16
Al comentar Lo que son los yerbales paraguayos, Roa Bastos se refiere a esta partición del Paraguay en
dos áreas ecológicas sometidas a la explotación meramente extractiva por parte de capitales extranjeros
aliados a la élite local: “Dividieron el país en dos zonas de explotación económica: la del tanino, en el
Chaco, la desértica región occidental, y la de los yerbales, al este y al sur de la región oriental, tomando
como eje el río epónimo, verdadera columna vertebral del país” (“Rafael Barrett” XVIII). La denuncia
sobre la explotación del quebracho en la triple frontera en términos del contra-discurso neocolonial de los
recursos naturales tendría su propia línea de desarrollo en ensayos y obras de ficción, culminado en el
trabajo de Gastón Gori La forestal (1965), en que se basó el film de Ricardo Wulicher Quebracho (1974),
de gran repercusión pública en la Argentina.
17
Con respecto a la concepción y jerarquización de las razas en Barrett, en el Capítulo 3 analizaremos
artículos recopilados en Moralidades actuales y en Mirando vivir que dejan en claro la sutileza de su
análisis, así como la relación del mismo con el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales.
18
Así explica Viñas por qué el jefe de policía se convirtió en el blanco del joven anarquista: “En el Buenos
Aires darwinista, el emblema más autoritario se encarnaba en el coronel Ramón Falcón: jefe de policía del
régimen, antiguo liquidador de indios y de montoneros, su eficiencia represiva se había desplazado desde
las ‘tolderías’ de la Patagonia en dirección a los barrios del sur de a ciudad, en particular hacia el de la
Boca, de donde partían entonces las manifestaciones anarquistas consideradas, desde el ángulo oficial,
malones rojos. Radowitzky, después de la matanza de libertarios encabezada por Falcón el 1º de mayo de
1909, resuelve eliminarlo” (Anarquistas 37). Se trató de una acción básicamente individual, que no formó
parte de una revuelta o de un plan estratégico.
19
Otras ediciones que hemos constatado que no incluyen el texto de la ley son la realizada por Editorial
Proyección en Buenos Aires en 1971; y la compilación a cargo de Jorge A. Warley, en 1987, publicada
también en Buenos Aires por Centro Editor de América Latina. Si en ediciones académicas esta supresión
supone un error técnico, en ediciones de editoriales de izquierda parece un error táctico; ya que, como
imagina Barrett al incluirlo, la lectura del texto de la ley deja de manifiesto la virulencia de la respuesta del
sistema, desproporcionada frente a los ataques anarquistas, escasos y aislados.
20
Los términos y la denuncia de Barrett en Germinal son muy claros en cuanto a la intervención del
gobierno de Buenos Aires en la política paraguaya: “Ha quedado comprobado que un buque de guerra
argentino ha prestado ayuda desde los primeros instantes al gobierno atacado por los carteles. La Argentina
se mezcló igualmente en los acontecimientos de 1904, pero a favor de la invasión revolucionaria. Son
notorios los sucios negocios que, a expensas de sus respectivos pueblos, hacen los gabinetes de las diversas
naciones. Aquí la Argentina defendía, más que su influencia, su dinero, y por el dinero es capaz de todo.
Jamás se había llegado, sin embargo, a un descaro tal. En plena normalidad, muchos días de concluidas ya

139
las hostilidades, la legación argentina protegía con su salvoconducto a un asesino, y le facilitaba la libre
salida del país. Tahúres y bandoleros colocados en el Paraguay por Quintana y por Figueroa Alcorta,—la
política internacional corre a cargo del hampa—, fueron recomendados y salvados, después de fusilar desde
los cantones a mujeres y viejos” (citado en Muñoz, El pensamiento vivo 55).
21
En su viaje a Uruguay y luego a Paraguay, Valle Inclán pregunta por Barrett, según comenta Vladimiro
Muñoz. Este autor se basa en una entrevista realizada por Vicente A. Salaverry a Valle Inclán, publicada en
la revista Bohemia de Montevideo en 1910. Muñoz transcribe el siguiente pasaje de la entrevista:
“Menciona a Rafael Barrett. Entonces, el autor de ‘Cofre de Sándalo’ me formula infinidad de preguntas.
—¿Cómo vive? Hace tiempo que no recibo carta suya. ¡Nos estimamos mucho!” (Citado en “Rafael Barrett
III” 58). El mismo Muñoz transcribe en otro trabajo una carta de Barrett en la que cuenta cómo ha tratado
de responder al llamado de Valle Inclán. En una misiva a su amigo uruguayo Peyrot, enviada desde San
Bernardino el 30 de junio de 1910, dice Barrett: “Por este correo le envío a Valle Inclán mi dirección, por
intermedio de ‘Caras y Caretas’ ” (citado en Barrett en Montevideo 46). Sobre la visita de Valle Inclán al
Paraguay, cuando Barrett ya está en Francia, relata la viuda de Barrett: “Le habían hecho en Asunción un
gran recibimiento a Valle Inclán, sin embargo comenzaron bien pronto a ponerle peros porque no hacía
sino hablar de Barrett y preguntar por él, como gran amigo suyo y habiendo sido padrino de Barrett en
varios duelos. Precisamente había venido al Paraguay en su busca, apenándose sobremanera por no
encontrarlo ya y más al saberlo enfermo. Naturalmente, asumí la defensa de ambos amigos” (Cartas
íntimas 120).
22
Se trata del cuento “El deshonor,” seguramente inspirado en el episodio del frustrado duelo, cuyo
protagonista, Rafael, espera que un amigo le transmita la resolución del Tribunal de Honor. Tras
escucharla, Rafael comenta: “Es el acta de nacimiento a mi otra vida.” Y agrega el narrador: “… huir lejos,
a países vírgenes, donde a la ruina de todo no sobreviviese un risible concepto del honor puramente externo
y decorativo” (citado en Corral, El pensamiento cautivo 20).
23
Veremos una mención a Montjuich en nuestro análisis de El terror argentino en el siguiente capítulo.
24
Corral Sánchez-Cabezudo (2) reseña los errores cometidos por diversos autores con respecto al lugar de
nacimiento de Barrett. Además de Algeciras, se ha dicho de Barrett que era “de origen catalán,” “escritor
argelino,” nacido en la “Argentina” o en “Asturias,” como veremos que hace Galeano.
25
Así dice el primer texto de Galeano sobre Barrett en Memoria del fuego, confundiendo nuevamente su
lugar de nacimiento:
“1908. Asunción. Barrett
Quizás él había vivido en al Paraguay antes, siglos o milenios antes, quién sabe cuándo, y lo había
olvidado. Lo cierto es que hace cuatro años, cuando por casualidad o curiosidad Rafael Barrett desembarcó
en este país, sintió que había llegado a un lugar que lo estaba esperando, porque este desdichado lugar era
su lugar en el mundo.
Desde entonces arenga al pueblo en las esquinas, subido a un cajón, y en periódicos y folletos publica
furiosas revelaciones y denuncias. Barrett se mete en esta realidad, delira con ella y en ella se quema.
El gobierno lo echa. Las bayonetas empujan a la frontera al joven anarquista, deportado por agitador
extranjero.
El más paraguayo de los paraguayos, el más saliva de esta boca, ha nacido en Asturias de madre española y
padre inglés, y se ha educado en París” (III 16).
26
Así dice el segundo texto de Galeano sobre Barrett en Memoria del fuego:
1908. Alto Paraná. Los yerbales
Uno de los pecados que Barrett ha cometido, imperdonable violación de tabú, es la denuncia de la
esclavitud en las plantaciones de yerba mate.

140
Cuando hace cuarenta años acabó la guerra de exterminio contra el Paraguay, los países vencedores
legalizaron, en nombre de la Civilización y de la Libertad, la esclavitud de los sobrevivientes y de los hijos
de los sobrevivientes. Desde entonces, los latifundistas brasileños cuentan por cabezas, como si fueran
vacas, a sus peones paraguayos” (III 16).
27
Barrett entabla un reclamo al gobierno paraguayo por su deportación en 1909. En una carta a su esposa,
se lamenta de haberlo hecho, considerado a ese país como su patria por haber formado allí su familia: “A
veces me pregunto si hice bien en entablar cuestiones con el único país mío, que amo entrañablemente,
donde me volví bueno, y te conocí y nació el Mesías. Si ganara alguna suma, volvería al Paraguay y la
invertiría en algo útil para él, por ejemplo, aquella escuela para niños descalzos de la que hablamos”
(Cartas íntimas 54).

141
Capítulo 3 – Tempranas reelaboraciones: los libros de Rafael Barrett, los cuentos de

Horacio Quiroga

En relación con nuestra indagación acerca de la emergencia y consolidación del

contra-discurso neocolonial de los recursos naturales en América Latina, en este capítulo

vamos a referirnos a cuatro libros de Rafael Barrett. Se trata de El dolor paraguayo, que

recopila artículos sobre el Paraguay; Moralidades actuales, que recoge artículos de temas

varios; Mirando vivir, que se concentra en artículos de temas internacionales; y el

volumen Cuentos breves. Del natural, que es una selección de relatos. Todos ellos fueron

publicados entre 1910 y 1912 en Montevideo por el mismo editor, O. M. Bertani, como

resultado de la gran repercusión que tuvieron los artículos de Barrett en la prensa de esa

ciudad. De los cuatro, sólo El dolor y Moralidades son colecciones concebidas por

Barrett. Los otros dos obedecen al criterio del editor, probablemente en acuerdo con la

viuda del escritor, Francisca López Maíz de Barrett.

Entre estas obras nos parece de particular interés para nuestra indagación El

dolor, en la medida que completa las visiones sobre la situación socio-política de la

cuenca del Plata que se presentan en Lo que son los yerbales paraguayos y El terror

argentino. A esta obra, por lo tanto, dedicaremos el mayor espacio. Nos detendremos en

el análisis de sus aspectos costumbristas—que la emparientan con la literatura “criollista”

y las “novelas de la tierra”—así como en los más cercanos a la denuncia y, por lo tanto,

más vinculados al contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. En este sentido,

retomaremos algunos puntos acerca de cómo Barrett reflexiona sobre el “problema

142
social” del Paraguay, así como la cuestión de la “nacionalidad,” discutida en el Capítulo

2. También nos detendremos en el análisis de algunos artículos de Moralidades y

Mirando vivir, en la medida en que representan instancias de reelaboración de cuestiones

centrales en relación con el discurso que es objeto de nuestra indagación, en particular

aspectos de su visión de las relaciones internacionales, además de la discusión del

“anarquismo” de Barrett.

Luego, analizaremos el diálogo entre la obra de Barrett y la del uruguayo Horacio

Quiroga, uno de los cuentistas más celebrados de la literatura latinoamericana de la

primera mitad de siglo XX. En este sentido, creemos de particular interés el trayecto que

va de la novela corta Las fieras cómplices, publicada en 1908 a un serie de cuentos

posteriores, señalados por la crítica como un corpus relativamente cerrado dentro de los

“relatos misioneros” de Quiroga. La primera, aunque se sitúa en el mismo ambiente,

presenta significativas diferencias con tres cuentos de amplia circulación: “Los mensú”

(1914), “Una bofetada” (1916), y “Los precursores” (1929). Vamos a hacer el análisis de

estos cuatro relatos porque puede rastrearse en los mismos un significativo cambio en el

modo de pensar la situación neocolonial de la triple frontera de la selva misionera en la

obra de Quiroga. Postulamos que ese cambio deja de manifiesto una suerte de productivo

diálogo entre la obra de Barrett y la de Quiroga, que ha pasado bastante inadvertido para

la crítica, a pesar de las observaciones que ha realizado un escritor y crítico reconocido

como Augusto Roa Bastos. Este diálogo, precisamente, permitiría incluir esos tres

cuentos entre los representantes del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales.

143
La nueva patria, querida y sufriente: El dolor paraguayo

El dolor paraguayo es una colección de artículos publicados en distintos diarios,

y recopilados póstumamente en 1911 por el editor uruguayo O. M. Bertani, siguiendo la

selección del propio Barrett, quien en una breve introducción justifica débilmente el

sentido de la colección y agradece a su esposa. Aunque parece un reconocimiento de

circunstancia, creemos que en realidad supera el gesto formal. No sólo porque Barrett

está hablando del país de su esposa, y ella pudo haberlo orientado mucho en su

comprensión del mismo; también porque ella luego tendría un papel clave en la

organización de más de una decena de publicaciones póstumas, como comentamos

brevemente. 1 Así justifica y agradece Barrett, entonces:

He entresacado de mi labor literaria de los últimos años los artículos referentes al


Paraguay, y aquí los he reunido. Resígnese, pues, el lector, á los defectos propios
de semejantes recopilaciones.
Es de estricta justicia mencionar al frente del libro la discreta colaboración de mi
mujer, cuyo espíritu sutil alegra algunas de estas páginas. R. B. 1909. (El dolor
1911, 5)

Inicialmente, El dolor estaba formado por 51 artículos centrales, entre los cuales

se contaban tres conferencias, “La tierra,” “La huelga” y “El problema sexual,” que

comentamos en el Capítulo 2. 2 Sin embargo, en la edición de las Obras completas de

Barrett compiladas por Miguel A. Fernández y Francisco Corral—la más rigurosa y

exhaustiva hasta la fecha—El dolor está conformado por 56 artículos centrales, debido a

la incorporación de nueve artículos, y a la eliminación de las conferencias y de un

artículo. En cuanto a las inclusiones, los compiladores las justifican con un criterio

temático, al sostener que “se incluyen los artículos que se refieren a la realidad social y

144
humana del Paraguay” (OC I 36). 3 Los compiladores nada dicen de las supresiones.

Ahora bien, las conferencias pasaron a formar parte de otra obra, Ensayos y conferencias

(OC II 211-310); pero el artículo, “Jurados,” se ha esfumado. 4 Los artículos fueron

publicados en diarios de Asunción (Rojo y Azul, Los Sucesos, El Diario, La Evolución, El

Cívico); en Germinal, la revista anarquista creada por Barrett y Bertotto en esa ciudad en

1908; y en La Razón de Montevideo, entre otros. Debe apuntarse que en el trabajo de

relevamiento para editar las Obras completas, quedaron dieciséis artículos cuya

publicación original no pudo ser determinada por los compiladores (OC I 313-314).

Miguel Ángel Fernández describe El dolor como “una revelación desgarradora de

las condiciones de vida del pueblo” (“Introducción” 19). José María Fernández Vázquez

marca muy claramente la doble orientación, costumbrista y crítica, de la obra, al destacar

que la continuidad entre los artículos recopilados deja en evidencia que “la preocupación

de Barrett por el Paraguay no era solamente afectiva sino que denuncia una y otra vez los

temas que le preocupan” (94). Insistiendo en la orientación de denuncia y destacando el

tono provocador de la obra, Josefina Plá compara El dolor con “una pedrada contra un

vidrio,” debido a que el medio intelectual paraguayo de comienzos del siglo XX se

encontraba “extasiado en la autocontemplación conservadurista” (641).

Hugo Rodríguez-Alcalá coincide con la caracterización general que hace Plá del

medio intelectual paraguayo, aunque plantea alguna reserva, ya que no cree que se deba

estrictamente a una actitud conservadora, la que considera “sólo un aspecto de la

situación vital de la época.” La guerra del Paraguay había dejado al país sumido en una

situación de perplejidad que compara con la derrota del Sur norteamericano en la guerra

145
de Secesión. En ese contexto, no sólo era difícil admitir “la cuestión social”; sino que,

más en general, “la crítica de lo paraguayo no era viable, ya como ‘objetiva’ revisión

histórica nacional, ya como escrutinio severo de los males actuales” (Augusto Roa Bastos

91). Rodríguez-Alcalá sostiene que debían pasar dos décadas para que reapareciera en el

Paraguay la línea de la “narrativa crítica” iniciada por Barrett. 5

Comentando el El dolor, Augusto Roa Bastos ha buscado definir la actitud de

Barrett en relación con el estado general de la reflexión sobre el pasado y el presente

paraguayos de comienzos del siglo XX. En su análisis, Barrett fue muy consciente de que

el medio intelectual de ese país se hallaba en un estado de evocación de la guerra, “esta

gran catástrofe de recuerdos,” que impedía admitir muchas de sus consecuencias sociales

y políticas. En este sentido, los artículos de El dolor son una cara de su respuesta a este

estado de negación: la que tiene que ver con la palabra. Su denuncia de Los yerbales y su

actividad como anarquista—la revista Germinal, las conferencias a los obreros—

representan la continuación de esa respuesta al plano de la acción, que le valieron la

cárcel y el destierro:

Se negó a la predicación de un seudo evangelio patrioterista y nacionalista del


peor cuño y del no menos falso mito del etnocentrismo guaraní. Asumió, pues,
plenamente, intransigentemente, hasta sus últimas consecuencias, el mandato de
su pasión moral. Supo que debía enseñar con la palabra, con el ejemplo; no sólo
con la teoría de una utópica liberación sino con la estrategia del
desenmascaramiento ideológico en todos los planos, mediante el acto de la
palabra y la palabra en acto; a través de una irrenunciable praxis denunciadora y
liberadora. (“Rafael Barrett” XXIII)

Hemos visto en el Capítulo 2 que algunos críticos relacionan El dolor con Lo que

son los yerbales paraguayos y El terror argentino. Jorge R. Forteza destaca en particular

146
la actitud de “yo acuso” que encuentra en las tres obras, y la concentración de las mismas

en “el problema social”; una asociación similar había establecido Alberto Lasplaces.

Carlos Vaz Ferreira, por otra parte, acerca El dolor y Los yerbales no sólo por tratar

ambas del Paraguay sino, sobre todo, por la actitud empática de Barrett hacia su país

adoptivo. Ciertamente, si bien Los yerbales y El terror difieren de El dolor en su casi

pura orientación a la denuncia y la correlativa subordinación de los recursos de la

escritura a ese fin, puede considerarse de todos modos que las tres obras comparten

importantes rasgos en común y están relacionadas en función de una argumentación

amplia sobre la situación de dependencia de la cuenca del Plata—argumentación que

pierde piezas importantes si se las lee por separado. En efecto, si, siguiendo a Vaz

Ferreira, sólo nos concentramos en los dos trabajos sobre el Paraguay, corre el riesgo de

desdibujarse el mapa económico y político de la zona, en el que la Argentina—y, en

particular, Buenos Aires—juega el papel de centro articulador de la producción del área

con los países centrales, sobre todo Gran Bretaña. Por otra parte, si, siguiendo a Yunque,

sólo relacionamos Los yerbales y El terror, hay cuestiones clave de la vida y la historia

paraguaya que resultan opacadas, simplificándose mucho el esquema explicativo, hasta

convertirse en una caricatura maniquea—según la cual las fuerzas extranjeras

representadas por la Argentina controlarían todo lo que pasa en ese país, sin mediaciones

y transformaciones locales.

Nuevamente, es Roa Bastos quien ofrece la interpretación de mayor aliento, al

vincular la situación del Paraguay discutida en El dolor con sus otros textos sobre la

Argentina y el Uruguay, apuntando a una visión más general de Barrett sobre América

147
Latina. En este sentido, Roa Bastos establece un paralelo con la reflexión de otros

intelectuales críticos de la región—notablemente, José Carlos Mariátegui:

La presencia de lo americano palpitaba en la palabra y en la acción de Rafael


Barrett. Esta levadura que henchiría después la palabra de hombres igualmente
intransigentes como Mariátegui y otros iguales a él, leudaba el alma y la
inteligencia de este hombre entregado por entero a su causa, que era la de todos;
aceraba su lucidez y su energía indomables, que sólo la muerte iba a poder apagar.
(Rafael Barrett XXIV)

Fernández Vázquez ha realizado una agrupación temática de los artículos

recogidos en El dolor. El primer conjunto está formado por textos que pueden agruparse

por su tema folklórico o tradicionalista, al trazar cuadros de la vida cotidiana del

Paraguay desde una perspectiva costumbrista. Estos textos tratan de “la tradición popular

paraguaya, la descripción de los paisajes, de las personas del pueblo y de las

supersticiones y elementos más integrados en la mentalidad popular.” Son artículos

donde no hay “denuncia,” como comenta este crítico (95). Algunos de estos trabajos son

descripciones estáticas de paisajes y personas, a la manera de cuadros impresionistas. Se

perciben acentos modernistas en estas descripciones, que incorporan elementos

característicos del lugar—con la marca de las comillas para indicar el guaraní del habla

popular—como muestra el comienzo de “El mercado,” uno de los trabajos no datados:

Bajo un sol que á la pradera muy verde volatiliza matices y penumbras, las
mujeres, envueltas en sábanas aleteadoras al viento, parecen una bandada de
pájaros blancos que no acaba de posarse. Pero sus cuerpos, erguidos ó
acurrucados, están inmóviles. Con un noble ademán profético guardan de la luz
sus negros ojos, señores de la llanura. Al lado de sus pies morenos, que al correr
acarician la tierra, hay cosas humildes y necesarias, huevos tibios, ‘chipa’ tierno
que sirve de pan y de postre, leche, mandioca, maíz, naranjas doradas y sandías
frescas como una fuente á la sombra. (El dolor 1911, 7).

148
Otros artículos de esta primera agrupación costumbrista presentan complejas

argumentaciones en relación con la cultura paraguaya. Como comenta Jean Andreu,

cuando Barrett habla del Paraguay no acude a tópicos; la suya “es siempre una

representación muy concreta, detallada, casi sistemática” (39). Se destaca, en este

sentido, “Guaraní,” publicado en Rojo y Azul el 3 de noviembre de 1907, en el que el

texto de Barrett revela una aguda observación sobre el bilingüismo en el Parguay, así

como una reflexión consecuente sobre cuestiones de política lingüística. A la acusación

de que “el guaraní es la rémora,” que es responsable del “entorpecimiento del mecanismo

intelectual y la dificultad que parece sentir la masa en adaptarse á los métodos de labor

europeos” (El dolor 1911, 31), responde con un sutil análisis de las características del

guaraní como lengua oral, y la comparación con la relación entre dialectos y lenguas

nacionales, precisamente, en Europa. Para él no hay diferencia esencial entre esos

dialectos y el guaraní. Si bien adscribe a la idea de que el guaraní es “un lenguaje

primitivo,” señala que en “Europa misma vemos que no son los distritos bilingües los

más atrasados,” dando como ejemplo Vizcaya, los Pirineos franceses, Bretaña y “las

regiones celtas de Inglaterra” (El dolor 1911, 32). Finalmente, argumenta claramente a

favor de un bilingüismo condescendiente, en que el mundo público, del estudio y el

trabajo, queda para el español, y el mundo privado, de los afectos—pero también del arte

y la religión—se reserva para el guaraní:

Pobre idea se tiene del cerebro humano si se asegura que para él son
incompatibles dos lenguajes. Contrariamente á lo que los enemigos del guaraní
suponen, juzgo que el manejo simultáneo de ambos idiomas robustecerá y
flexibilizará el entendimiento Se toman por opuestas cosas que quizás se
complementen. Que el castellano se aplique mejor á las relaciones de la cultura
moderna, cuyo carácter es impersonal, general, dialéctico ¿quién lo duda? Pero

149
¿no se aplicará mejor el guaraní á las relaciones individuales, estéticas, religiosas,
de esta raza y de esta tierra? Sin duda también. Los enamorados, los niños que
por primera vez balbucean a sus madres, seguirán empleando el guaraní, y harán
perfectamente. (El dolor 1911, 33)

Fernández Vázquez señala asimismo, entre los artículos de esa primera

agrupación de El dolor, un subconjunto, publicado casi como una serie en el periódico

Rojo y Azul, en números casi correlativos en la primera mitad de 1908. Estas piezas

(“Herborizando,” “Las bestias-oráculos,” “Sueños” y “Diabluras familiares”) se suman a

“La poesía de las piedras,” “El Pombero,” y “Magdalena” para dar un panorama de los

saberes y supersticiones populares, que Barrett trata en un tono liviano, divertido, con

apenas unos toques de ironía empática, para establecer una cercanía afectiva sin borrar la

diferencia cultural—marcada, nuevamente, por las cursivas en el guaraní. Así podemos

ver que hace en “Las bestias-oráculos,” publicado el 5 de abril de 1908, cuando habla de

las hormigas guaicurúes, “las feroces por excelencia, las que devoran a sus congéneres”:

Si al cruzar el bosque halláis algún cordón de hormigas guaicurúes y os da la


malhadada ocurrencia de decirlas: Adio, aga pihare tapejo miche visitabo, ó sea:
adiós, vayan esta noche á visitarme un poco, descuidad, que os harán saltar de la
cama y os dejarán el domicilio devastado por una invasión formidable. Si las
habláis pues en guaraní, sed precavidos. (El dolor 1911, 44)

“Magdalena,” otro texto que ha quedado sin datar, es también un trabajo

particularmente sugestivo. Cuando hace el elogio de Barrett como cuentista, al que nos

referiremos más adelante, Rodríguez-Alcalá destaca que, a su parecer, el escritor publicó

cuentos bajo la forma de crónicas: “hizo excelente ‘narrativa’ aun cuando se proponía

hacer periodismo o ensayo y no otra cosa. Sus dotes de narrador eran, en efecto,

notables” (Augusto Roa Bastos 90). Este crítico da como ejemplo, entonces,

150
“Magdalena,” que narra por qué los músicos paraguayos dejaron de tocar la pieza popular

de ese nombre, que se había convertido en una de las preferidas: “En todas las

musiqueadas se hacía gran gasto de Magdalenas” (El dolor 1911, 63). Ocurre que “la

pecadora redimida” se presentó una vez en la forma de una misteriosa bailarina que

reclamó la pieza. Al bailarla, fue perdiendo los volantes de su pollera, hasta revelar “una

horrible osamenta.” Rodríguez-Alcalá considera que “Magdalena” es, en realidad, más un

relato que un ensayo. Así lo describe: “Este artículo es, en rigor, un cuento; un cuento

fantástico con un fondo de superstición popular y con la presencia de la Magdalena

bíblica” (Augusto Roa Bastos 90).

Este hablar con acentos costumbristas del “Paraguay alejado del contacto de la

civilización” (95) de la primera agrupación que hace Fernández Vázquez, es atribuido por

este crítico a la filiación noventayochista de Barrett. En este punto es pertinente recordar

que Fernández Vázquez pone algunos reparos a los argumentos presentados por

Francisco Corral para justificar el noventayochismo de Barrett, comentados en el

Capítulo 2. Este crítico considera que muchas de las cuestiones que señala Corral son, en

realidad “líneas generales de la literatura secular más avanzada estética e

ideológicamente, encuadrada ideológicamente en el modernismo como movimiento

globalizador.” Sin apartarse de Corral, sin embargo, pone énfasis en dos aspectos

destacados tardíamente por él: en primer lugar, destaca los temas “de España o de Don

Quijote” (90). Un poco más adelante agrega—lo que nos interesa más en este punto—un

segundo aspecto. Tras observar que El dolor manifiesta “el profundo amor” de Barrett

por el pueblo paraguayo, este crítico comenta que “ese amor, esa preocupación por la

151
gente de pueblo, es una constante plenamente noventayochista, al menos tan significativa

como las señaladas por Francisco Corral.” Cita, en este sentido, Campos de Castilla, de

Antonio Machado, y la noción de “intrahistoria” de Miguel de Unamuno, “dos aspectos,

con las matizaciones precisas, [que] se observan en el libro [de Barrett]” (93).

Ahora bien, Fernández Vázquez reconoce que El dolor es anterior al libro de

Machado, una de las razones por la cuales concluye que la relación de la obra de Barrett

con la de los noventayochistas no es de mera traslación, de simple “trasvasamiento.” Este

crítico, entonces, propone que existe “un punto de comparación ideológico donde se

advierte cómo la preocupación por el pueblo se encuentra en ambos lados del Atlántico”

(93). Ciertamente, en América Latina puede emparentarse el interés por las costumbres

populares de esta primera porción de los artículos recogidos en El dolor con la literatura

“criollista” y las “novelas de la tierra”—a las que nos referimos en el Capítulo 1—debido

a su interés por lo característico del país, al que no se une necesariamente una intención

reivindicatoria o combativa. Barrett resultaría, entonces, también precursor de esta

literatura. En cualquier caso, resulta interesante esta doble vertiente con la que puede

vincularse el gesto costumbrista de Barrett, ya que pone de manifiesto otro aspecto

coincidente entre la literatura española y la latinoamericana del período.

En los demás artículos de El dolor, sin embargo, resuena la voz intensamente

crítica de Barrett. Fernández Vázquez ha analizado la ideología de estos otros textos, que

son amplia mayoría en la recopilación, deteniéndose en la consideración del implícito

contraste ciudad-campo que deja en evidencia. Se trata, como vimos sobre todo en Los

yerbales, de una inversión de la oposición civilización y barbarie, acentuada por la

152
situación de dependencia de las áreas rurales, debido a que la actividad económica es

controlada desde las urbes. Este crítico hace una caracterización que muestra la huella en

estos artículos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales:

Para Barrett, los males del Paraguay provienen en su mayoría del choque que
supone la civilización burguesa, entendida como aquella que tiene los medios de
producción económica, pero también como la que habita la ciudad, y las clases
populares, el pueblo que es explotado, utilizado e ignorado por los poderosos.
(95)

En esta segunda parte, crítica, de El dolor, Fernández Vázquez encuentra dos

subgrupos temáticos. El primero de ellos está relacionado con la denuncia del “abuso de

los inocentes, de los locos, de los desheredados” (95). Luego este crítico destaca los

textos en que Barrett denuncia “la violencia del Estado y de la burguesía sobre el pueblo

y los trabajadores” (96).

Entre los primeros, brillan especialmente los artículos dedicados a la infancia, un

tema que siempre interesó a Barrett, también desde el punto de vista personal. 6 La

situación de los maestros, malpagos y peor reconocidos, es una de sus preocupaciones,

que queda en evidencia en artículos como “Instrucción primaria,” y “El maestro y el

cura.” Pero es en la crónica “Los niños tristes,” publicada el 12 de noviembre de 1907 en

Rojo y Azul, donde surge, en simultáneo, toda la ternura y la indignación barrettianos.

Ciertamente, éste puede ser uno de los artículos que le hacen decir a Andreu sobre el tono

de El dolor: “El espectáculo de la miseria del pueblo paraguayo se convierte, al correr de

las páginas, en un tema desgarrador, lancinante, casi obsesivo” (40). El texto construye

una suerte de alegoría de los padecimientos de las clases oprimidas del Paraguay a partir

de la situación de la infancia, de manera similar a como en “Buenos Aires”—artículo

153
comentado en el Capítulo 2—había trazado una alegoría del problema de la desigualdad

en esa ciudad a través de un cuadro sobre algunos personajes. La crónica comienza con la

descripción de la salida del colegio, en que se ve a los escolares desinteresados y

desganados. Reflexiona Barrett, comparando esta actitud de los “niños tristes” del

Paraguay con la de “niños dichosos,” a los que describe alegremente egoístas y plenos de

vitalidad, en una prosa rápida, marcada por tres enumeraciones que se entrelazan sin

pausa, enfatizadas por la repetición del conector copulativo, como imitando el

entrecortado ritmo del capricho infantil que evocan:

Tristes… Y tristes todos los días. Desde aquella mañana me he fijado en los niños
paraguayos, niños graves que no ríen ni lloran. ¿Habéis visto llorar á los niños
dichosos? Llanto bullicioso, trompeteo potente, llanto a medias fingido,
deliciosamente despótico, que adivina los exagerados mimos de la madre, y los
exige y sabe que triunfa y es mitad llanto y mitad carcajada, grito de salud que
regocija. Me consolaría oír ese llanto en los campos, en vez del fúnebre silencio.
(El dolor 1911, 111)

Barrett no se queda en el cuadro conmovedor, sino que ensaya explicaciones

sociales y coloca en perspectiva histórica la situación que describe: “Podemos medir el

abatimiento de la masa campesina, la carga inmemorial de lágrimas y sangre que en su

alma pesa, por este hecho formidable: los niños están tristes” (El dolor 1911, 112).

Evocando la obra de Goya, habla de “los desastres de la guerra y los desastres de la paz,”

una bimembración con la que alude a las causas históricas del estado de abatimiento

general del pueblo paraguayo. Concluye luego que el impacto de las sucesivas tragedias

ha afectado la perspectiva de futuro de las nuevas generaciones: “La obra parricida de los

que esclavizaron el país ha herido la carne de la patria en lo más íntimo, vital y sagrado:

el sexo” (El dolor 1911, 112). Comenzando el párrafo con una exclamación, algo

154
característico de su estilo, insiste en relacionar la tristeza infantil con la larga explotación

de los adultos:

¡Pobres niños inertes! Causa pena mirar sus cándidos ojos, donde no hay
curiosidad. No les importa el mundo. Taciturnos y pasivos como sus padres, dejan
pasar las cosas, que suelen ser crueles. ¿Para qué interesarse por nada? Corren por
sus venas inocentes algunas gotas de ese acre jugo que extraemos, á la larga, por
toda filosofía, de una realidad injusta. Nada han probado aún y se diría que nada
esperan ya. (El dolor 1911, 113)

La crónica alcanza su clímax como “Buenos Aires,” con una anécdota que parte

de una observación de la realidad. Nuevamente, Barrett es testigo y acusa: ha visto el

cuerpo mutilado de un niño al que atropelló un tren por quedarse dormido en los rieles.

Tras el relato conmovedor de cómo fue cubierto y luego recogido el cuerpo, marcado por

solidaridades y miserias, el último párrafo incluye, exactamente igual que “Buenos

Aires,” una exclamación y una incitación a la acción. No se trata, ahora, de un

llamamiento al anarquismo violento, sino de un reclamo más general y espiritual a favor

de la infancia:

¡Oh, innumerables niños tristes! Consagrémonos á hacer brotar la santa, la loca


risa en sus labios rojos, y nos salvaremos. Perdamos nosotros toda esperanza, con
tal de que en los niños resplandezca. Evitemos que algunos se sientan en tan
extremo rendidos á la pesadumbre de la fatalidad, que se duerman abandonados
en medio del camino de la muerte, y no la oigan venir. (El dolor 1911, 114)

Dos artículos resultan complementarios de éste sobre los niños en El dolor. Se

trata de “Hogares heridos” y “El obrero,” publicados en Rojo y Azul el 24 y 17 noviembre

de 1907. Ofrecen las causas inmediatas de la tristeza de los hijos, que resultan enlazadas

más fuertemente a la situación de explotación a que son sometidos los adultos. En el

primero, Barrett traza el retrato de la familia campesina del Paraguay como el de una

155
“ruina que sangra: es un hogar sin padre.” Su heroína es, en este texto, la mujer de

pueblo. La guerra dejó al país sin “padres”; los hombres que quedaron son “machos

errantes, aquellos que asaltaban los escombros con el cuchillo entre los dientes, después

de la catástrofe.” Son hombres que antes violaban y ahora “toman la hembra, engendran

con la vida el dolor, y pasan” (El dolor 1911, 121). En esa “ruina,” se yergue la figura de

la mujer, “madre” por sobre todo, que permanece, que lucha por el futuro. Las imágenes

que evoca Barrett son simples, por momentos crudas; se atreve a hablar de cuestiones

como el aborto o el infanticidio en tono llano y directo, a la vez que, provocativamente,

evoca figuras religiosas, como la Mater Dolorosa. El pasaje es una descripción que, en la

mitad, incluye una alusión a los “niños tristes,” dentro de una construcción anafórica

donde se repite la palabra “madre.” Ahora bien, sobre el final, esa construcción anafórica

que continuaba la descripción se desliza imperceptiblemente hacia una conmovida

interpelación:

Detrás en los ranchos miserables, hay concubinas ó viudas, pero madres al fin,
que trabajan la tierra con sus huérfanos hijos a ellas abrazados en triste racimo.
Jamás un aborto voluntario, jamás un infanticidio que otras madres hasta por
caridad cometerían. Siempre abandonadas, pacientes, ignorantes y silenciosas,
sienten en el fondo de su alma, como sintieron después de los años fatídicos, la
necesidad criar hombres, buenos ó malos, de echar al mundo la posibilidad del
triunfo. Madres dolorosas, madres despojadas de toda vanidad y honor, de toda
alegría, de todo adorno; madres de niños taciturnos, sombrías sembradoras del
porvenir, sólo n vosotras está la esperanza; sólo vosotras, sobre vuestros
inclinados y doloridos hombros, sostenéis vuestro país. (El dolor 1911, 121-122)

En “El obrero,” Barrett retrata al hombre de pueblo paraguayo. El personaje que

era victimario en el artículo anterior se revela aquí como víctima. Se anticipa la denuncia

de los yerbales y los obrajes madereros, casi un año antes de la publicación de los

156
artículos originales de Lo que son los yerbales. Queda de manifiesto así que, si Barrett se

concentró en la explotación de la yerba mate en el texto que le daría más fama, no fue por

desconocimiento de los abusos cometidos en la explotación de la madera,

geográficamente complementaria y tan o más importante que la misma para la economía

del país:

Un hecho notable, de que algunos se felicitan, es la resistencia del obrero


paraguayo, demostrada en los obrajes y los yerbales, donde se la explota á fondo
mientras que la mano de obra resulta inferior y más cara en tareas menos rudas.
No es éste el lugar de describir el infierno de la esclavitud yerbatera, atizado por
compañías riquísimas, que para aumentar sus criminales lucros han inventado el
sistema de la deuda forzosa é inamortizable, bajo la cual sucumben prisioneros
año tras año, los infelices trabajadores. (El dolor 1911, 139)

Se adelantan en este artículo varios aspectos de Los yerbales. Uno de ellos es la

comparación con la situación de las prostitutas, alrededor de las cuales se presentan otros

motivos, ya que ellas están atadas igualmente con el “grillete” de la deuda; así como

obligadas a comprar su provista de alimentos y ropa a su “patrona.” De mismo modo que

le sucede al peón del yerbal, quien “tiene que dejarse robar en los boliches donde el

negrero da generosamente carne podrida y caña consoladora” (El dolor 1911, 139). La

comparación tiene doble efecto iluminador: el cuerpo del hombre resulta esclavizado y

degradado como el de la mujer que debe prostituirse; el cuerpo de la mujer es como un

recurso natural del que otros extraen riqueza. Hombre y mujer son explotados hasta la

extenuación. Los hombres no se rebelan: “Taciturnos y débiles, sus grandes protestas se

reducen á huir” (El dolor 1911, 140). Agrega Barrett, en provocativo gesto anarquista y

recordando que la historia es vieja y se repite, del período colonial al neocolonial, como

haría también Los yerbales:

157
Jamás leemos en los diarios uno de esos buenos homicidios que refrescan el alma;
uno de esos casos en que la víctima se vuelve verdugo, y el verdugo, víctima. Se
matan, cuando han bebido, pero entre iguales. Borrachos y todo, no se les borra el
tradicional respeto al padre jesuita, luego al delegado del dictador, luego al
sargento del mariscal, ahora al patrón o al jefe político, siempre al tirano o
tiranuelo, grotesco señor feudal en cuyo blasón no hay más armas que el látigo.
(El dolor 1911, 140)

Ahora bien, Barrett plantea seguidamente la incógnita que debe resolver el

artículo: ¿por qué, en cuanto reciben una paga un poco mejor, los trabajadores malgastan

su dinero emborrachándose, con mujeres, o simplemente se echan a dormir? Pues, “están

enseñados por la historia de tres siglos” (El dolor 1911, 141). Barrett se atreve a un

párrafo conclusivo en estilo indirecto libre, en que revela los pensamientos del obrero,

resumiendo una historia de permanentes despojos frente a la cual la única astucia posible

es la pereza; la única resistencia es no hacer. Se trata de un gesto de intensa empatía; la

voz de Barrett desaparece para dar lugar a la de los trabajadores explotados. Las palabras

suenan como una denuncia y un reclamo a la vez; simultáneamente resignadas y

desafiantes, en la medida en que revelan un estado de cosas que se contrapone

diametralmente a la versión de los patrones. La construcción paralela que se repite, con la

negación, la cláusula subordinada hipotética y la cláusula principal en futuro—el tiempo

verbal de las predicciones—introduce sucesivas alternativas que se van clausurando.

Cada “apenas” representa un posible camino hacia la prosperidad, hacia el futuro, que es

bloqueado inmediatamente. Sólo queda el gesto autodestructivo. Significativamente, el

texto cierra con una oración encabezada con la palabra “nada” y seguida por una

enumeración que culmina, de manera coherente, con la palabra “muerte”:

158
‘No me importa el dinero, porque apenas lo tenga me lo quitarán. No planto un
árbol ni siembro el huerto porque apenas mi campo se valorice me despojarán de
él. No me preocupa la prosperidad del país porque si el país prospera será á mi
costa, y los muros de mi cárcel serán más gruesos todavía. No trabajo porque no
hay esperanza. Nada me seduce más que escapar de este mundo por una puerta
cualquiera: alcohol, juego, lujuria, contemplación, sueño, muerte’. (El dolor 1911,
142)

Estos dos últimos artículos analizados se encuentran ya en el subgrupo dedicado a

temas más estrictamente sociales y políticos, el último del que habla Fernández Vázquez.

Entre ellos se cuentan dos artículos donde Barrett reflexiona sobre el uso de la tortura en

el Paraguay y otros países (“La tortura” y “El tormento”); sobre la relación, sutilmente

dependiente no sólo en aspectos económicos o políticos, sin también culturales, del

Paraguay con la Argentina (“Los trofeos” y “El estado y la sombra”); sobre la revolución

de Albino Jara en 1908 y la represión que la siguió, con tonos cercanos a las denuncias de

El terror (“La revolución,” “Bajo el terror,” “Después de la matanza”). Vamos ahora a

referirnos a tres trabajos dedicados a la situación financiera internacional y a un préstamo

que acababa de recibir el Paraguay a mediados de 1907, que constituyen reflexiones

sobre la situación dependiente del país. Se trata de piezas publicadas en diarios

asunceños, donde queda en evidencia la capacidad de Barrett de vincular aspectos de

micro-política con grandes panoramas económicos.

“Verdades amargas,” publicado el primero de diciembre de ese año en Rojo y

Azul, deja de manifiesto una comprensión de las relaciones internacionales a comienzos

de siglo que resulta perfectamente complementaria con los análisis de Los yerbales y El

terror, o, mejor dicho, que coloca esos textos en un cuadro más comprehensivo.

Comienza con una observación sobre que las guerras no siempre traen un desastre

159
posterior, sino que a veces se produce una recuperación rápida de los países tras un

conflicto bélico, idea que se condensa en dos imágenes dinámicas y ligeramente

violentas: “Igual que la carne herida, se sana la riqueza mutilada. La vida elástica rebota

después del choque y se eleva con furia” (El dolor 1911, 113). A esa observación se

suma otra, sobre que algo similar sucede tras una crisis económica. Barrett enumera nada

menos que cinco crisis—a las que denomina “Krach”—ocurridos recientemente, en

intervalos de nueve años, “por coincidencia fortuita tal vez”: la “Crisis del algodón” de

los Estados Unidos (1864); la derivada de “Valores emitidos por Austria” (1873); el

“Krach de los bancos franceses” (1882); el “Krach Baring” de la Argentina (1891); el

“Fracaso de la Exposición Universal” (1900). Tras completar el listado, comenta Barrett

cómo esas crisis expandieron sus efectos a todo el mundo, valiéndose de una nueva

imagen dinámica: de cada uno de esos casos “ha partido la onda que propagándose por el

globo determina el derrumbe y revela un estado morboso de las relaciones financieras

universales” (El dolor 1911, 113-114).

Ahora bien, como dijimos, Barrett cree en el principio según el cual los países

pueden recuperarse de guerras, desastres económicos y otras “adversidades exteriores,”

tales como “terremotos, huracanes, inundaciones, langostas, incendios, golpes de Estado”

(El dolor 1911, 114). Sin embargo, no es el caso de la situación que describe del

Paraguay. Seguidamente, Barrett comenta que la guerra del Paraguay fue “una fatal

excepción,” de la que el país no ha podido recuperase, debido a que se trató de un

cataclismo tal que “castró [al Paraguay] al destruir los gérmenes de aquella hermosa raza

resplandeciente todavía en las nobles figuras que sobreviven” (El dolor 1911, 114-115).

160
Barrett comienza a sostener, como insistirá en artículos posteriores, que la solución a la

situación de ese país no llegará de la mano de los capitales extranjeros, sino del trabajo de

su gente. Los préstamos sólo representan un modo más de atar el destino del país al de los

países centrales, argumenta. En un párrafo en que se yuxtaponen razones con un efecto

acumulativo de insistencia y premura, hace varias propuestas. Habla desde un “yo”

enunciativo que se incluye en un “nosotros” de connacional, que lo autoriza a utilizar un

tono admonitorio con respecto a cuestiones del país que ha criticado en otros artículos de

la misma compilación, como la explotación de la mujer:

Verdad amarga, pero no muy amarga, porque es verdad. Bueno es reírnos de


empréstitos, bancos, decretos, combinaciones, políticas, cataplasmas de tres al
cuarto. La obra no es tan sencilla; no se trata de meses, sino de largos años de
paciente labor educadora y consoladora; no se trata de buscar capital en bolsillos
ajenos para entrampar más y más á esta sociedad quebrada por inútil, sino de
buscar amor; no se trata de enseñar el merodeo, la intriga, el arte de adquirir un
crédito falso, sino de enseñar a no mentir, a no prometer lo que no se ha de
cumplir, a cumplir con lo que se promete, a trabajar y a comprender que el que no
mantiene a sus hijos y come de la hembra no tiene perdón ni merece salvarse. (El
dolor 1911, 115-116)

La cuestión del préstamo reciente aludida en “Verdad amarga” se trata en otros

dos artículos: “El empréstito” y “Oro sellado,” publicados en Rojo y Azul el 10 de

noviembre de 1907, y en El Diario el 18 de diciembre de 1907, respectivamente.

Representan serias acusaciones sobre la política del país, y dejan de manifiesto una clara

comprensión de la situación de dependencia que se genera a partir de la deuda, así como

de los graves problemas de distribución de la riqueza en el Paraguay de comienzos de

siglo. Algunos argumentos son similares a los que acabamos de ver en “Verdad amarga”:

la riqueza proviene del trabajo, no del dinero, argumenta Barrett. A esto se agrega algo

161
más: que la deuda beneficiará a los ricos, y empobrecerá todavía más a los pobres. Pero

no es ésa su única objeción: vuelve a insistir en que los países endeudados no prosperan,

sino que permanecen en una situación subordinada. En “El empréstito,” con un estilo

razonado y metódico, con toques didácticos, advierte:

Lo grave es que la carga se distribuye desigualmente. Cuando una persona


administra mal sus bienes, y para retardar la bancarrota pide prestado, recibe
bastante menos del valor nominal. El resto queda en manos del usurero y los
intermediarios. Se introducirá moneda en el mercado; se producirá
matemáticamente el alza del precio de los artículos; padecerá el pobre, lo que no
importará gran cosa á los que se enriquecieron en la operación.
La parte inmoral del asunto consiste en esto: lo que tal vez resulte para la
colectividad un negocio desastroso resulta un negocio soberbio para unos cuantos
particulares. Nada bueno puede provenir de una fuente inmoral. Los pueblos más
atrasados e infelices de ambos continentes son los que más empréstitos han hecho.
(El dolor 1911, 131).

En “Oro sellado” los argumentos son los mismos, pero el tono es irónico. El

artículo comienza haciéndose eco de un decir general, según el cual el empréstito de un

millón de pesos representa “Un peso y pico por habitante.” Se pregunta, entonces,

Barrett: “¿Qué hacer con un peso? Tomar algunas copas de caña, y levantarse al día

siguiente con la boca pastosa y sin ganas de trabajar” (El dolor 1911, 136). Sigue después

haciendo una liviana burla sobre aquellos que no se beneficiarán con el préstamo, y que,

sin embargo, deberán pagarlo: “los pobres,” sobre cuyo ciego entusiasmo ironiza.

Nuevamente, Barrett explica:

Porque lo del peso por habitante es una equitativa ficción. Todos sabemos que los
pesos idolatrados no saldrán de un pequeño número de bolsillos. Lo que entristece
de veras es el contento con que varias víctimas del agio patriótico ven venir el oro
sellado. Adoran el oro aunque inaccesible. Lo adoran, ¡ay!, desinteresadamente,
platónicamente. (El dolor 1911, 136)

162
Para cerrar, quisiéramos comentar dos textos más de El dolor. El primero es un

artículo que fue incluido por los editores de las Obras completas, es decir, que no

formaba parte de la selección original de Barrett. “No mintáis” fue publicado

originalmente en El Nacional, de Asunción, el 5 de marzo de 1910; es decir, que resulta

escrito por un Barrett desterrado y retornado a tierra paraguaya. Es un texto que fue

analizado por David William Foster, quien encuentra en el mismo “la autoimagen que

guiaba a Barrett en su proyecto de denuncia social,” que caracteriza como la del

“extranjero redentor” (“Procesos semióticos” 145). Resulta interesante este análisis

porque, en principio, parece contradictorio con nuestra discusión acerca de la

“nacionalidad” de Barrett, realizada en el Capítulo 2, en la medida en que posiciona su

lugar de enunciación como el de un extranjero, y no de un connacional, como

propusimos.

En este artículo, Barrett se dirige a sus iguales en el Paraguay, las personas

educadas y de recursos económicos, de quienes, sin embargo, quiere separarse: se trata de

los “doctores,” los “escribas.” Los impreca, acusándolos de hipocresía, debido a que se

refugian en su bienestar y se mantienen imperturbables frente a la miseria y el dolor de

los pobres del Paraguay. En los primeros párrafos del artículo, se repite la construcción

iniciada por el imperativo “No mintáis”; el que, “cual estribillo epifonémico, remacha

insistentemente las observaciones disyuntivas del periodista sobre qué constituye la

verdadera experiencia vivencial del pueblo paraguayo,” como comenta Foster (144). No

se trata de que los “doctores” no sepan lo que sufre el pueblo, sino de que, sencillamente,

faltan deliberadamente a la verdad; incurren en “un acto de mala fe pasible de las más

163
tajantes denuncias” (144). Barrett viene a denunciar esa operación de falsificación, que

obtura toda otra versión de la realidad. Es la palabra dominante. Coincidiendo con los

análisis de Plá y Roa Bastos, fundamentalmente, Foster considera que la voz que “tapa y

silencia cualquier otro tipo de expresión” está relacionada con “la dorada identidad

legendaria” formulada como “respuesta ideológica a la humillación de la Guerra de la

Triple Alianza” (144-145). Barrett responde a esa voz autoritaria y excluyente,

postulando en “No mintáis” una “mediación personal entre un vosotros y un nosotros,

entre una mentira y una verdad, entre el ejercicio del poder de la mixtificación y el

ejercicio del poder de la palabra esclarecedora,” en el análisis de Foster (147.

El cierre del artículo explicita y completa esta operación. Barrett reclama la

palabra en el último párrafo en nombre de un colectivo sufriente y perseguido que

integra—el del pueblo paraguayo: “Y dejadnos hablar a los que sufrimos, a los enfermos,

y a los que hemos conocido el hospital y la cárcel. Pero no escribo para vosotros, sino

para aquellos de mis dolientes hermanos paraguayos que han aprendido a leer” (OC I

142). La cuestión de la valorización de la escritura y del proceso de alfabetización de los

sectores populares propiciado por el anarquismo, como parte de un “aparato cultural” de

izquierda, en la expresión de Pérus que comentamos en el Capítulo 1, hace aquí de marco

ideológico. Barrett, como anarquista, aspira a desdibujar la brecha entre letrados e

iletrados en las ciudades latinoamericanas. Como comenta Fernández Vázquez: “Los

lectores reales de Barrett no eran los lectores ideales, él escribe para un pueblo inculto y

para un pueblo por concienciar” (98).

164
En relación con este final, Foster sostiene que la autoimagen que proyecta el texto

está presentada, dialécticamente, como la de un extranjero que busca una posición

enunciativa cercana a la del local, para poder ser la voz de esos actores locales que no

tienen voz:

… la concepción que él tenía de su propio rol como observador desde afuera que
se inscribía en sus textos en una militancia desde adentro, a favor de los que no lo
podían hacer en nombre propio o lo podían hacer, según su estimación de las
cosas, en una forma inadecuada, dadas las estructuras del poder imperantes.
(“Procesos semióticos” 147)

Finalmente, Foster sostiene que en ese gesto, Barrett “sella un pacto con el pueblo

paraguayo que dignifica y legitima definitivamente toda su labor periodística” (147).

Creemos que en este cierre, en el “pacto” que “legitima” podemos encontrar una fuerte

aproximación entre la posición de Foster y nuestra propuesta, sobre la elección de una

“nacionalidad” paraguaya por parte de Barrett—y de los autores que lo ven como

representativo de un discurso latinoamericano/latinoamericanista, en tanto que

representante, en el sentido político, de los pueblos sometidos de la región. En un sentido

próximo, Andreu se ha referido a la posición de “observador” distanciado de Barrett en

El dolor, que oscila con los gestos de empatía que señalamos previamente en este

capítulo: “En estas evocaciones, su mirada sigue siendo la de un europeo, mirada

distanciada del observador objetivo. Pero es también la mirada sensual o compasiva del

que, con profunda simpatía, adhiere entrañablemente a la realidad evocada” (39).

Un movimiento dialéctico similar al que analiza Foster en “No mintáis” se

manifiesta en “Bajo el terror,” el artículo de denuncia sobre la represión desatada tras la

revolución de Jara, publicado en un boletín el 3 de octubre de 1908 y repetido el 11 de

165
ese mes en Germinal. Este texto fue el detonante del encarcelamiento y destierro de

Barrett; él lo elige para cerrar El dolor. Allí habla Barrett de sí mismo primero como

“extranjero” y después como connacional. Tras lanzar las acusaciones iniciales y un poco

antes de la mitad del texto, Barrett admite y rechaza su condición de “extranjero.” Para

hacerlo repite esa palabra cuatro veces, tres de ellas después de una negación, en

oraciones de énfasis creciente: “No lamentéis que hable un extranjero. No soy un

extranjero. No soy un extranjero entre vosotros. La verdad y la justicia, cualquiera sea la

boca que las defienda, no son extranjeras en ningún sitio del mundo. Y si lo fueran aquí,

¡qué dignos seríais de infinita lástima!” (El dolor 1911, 222). Sobre el final, sin embargo,

avanza un paso más, y proclama su “nacionalidad” paraguaya, para poder introducir su

interpelación a las autoridades y el pueblo de ese país a superar la violencia:

Paraguay mío, donde ha nacido mi hijo, donde nacieron mis sueños fraternales de
ideas nuevas, de libertad, de arte y de ciencia que yo creía posibles—y que creo
aún, ¡sí!—en este pequeño jardín desolado, ¡no mueras!, ¡no sucumbas! Haz en
tus entrañas, de un golpe, por una hora, por un minuto, la justicia, plena y radiante
y resucitarás como Lázaro. (El dolor 1911, 224)

Siendo este párrafo el que cierra el último artículo de El dolor en la edición

original, estas palabras tienen un valor adicional: parecen proponerse como una protesta

final, definitiva, de Barrett acerca de su nacionalidad paraguaya. Retomaremos la

discusión sobre estas cuestiones en el Capítulo 5, cuando hablemos de la

“heterogeneidad” de la literatura indigenista—producida y leída por grupos sociales

diferentes de aquellos que resultan representados—y su relación con el contra-discurso

neocolonial de los recursos naturales, dado que creemos que Barrett está en una posición

similar a la de los escritores indigenistas: la de un autor que se sabe diferente de aquellos

166
acerca de quienes habla y a quienes quisiera dirigirse, y que apela a la emoción para

superar esa distancia, pero sin negarla. En el caso de Barrett, su condición de extranjero

en el Paraguay epitomiza esa distancia que también es de clase—y por lo tanto,

económica, social, cultural. 7

Noticias de acá y de allá: Moralidades actuales y Mirando vivir

López Maíz de Barrett sostiene que Moralidades actuales es “el único libro que

dejó hecho” (9). Esto es cierto en cuanto a que fue el solo que llegó a ver publicado, en

1910, por el uruguayo O. M. Bertani. 8 De paso por Montevideo en su viaje final a

Francia, Barrett pudo disfrutar de la entusiasta recepción que tuvo Moralidades en esa

ciudad. El 6 de septiembre de 1910 escribe a su esposa: “Parece que Montevideo está

sencillamente chiflado con tu chulo. Es una suerte que me vaya enseguida, porque mi

cuarto es una romería. Mi libro ha tenido un éxito loco. También ganaré unos pesos con

él.” Lamentablemente, ni él ni su familia recibirían nunca los pagos de los editores de sus

libros. 9

Inicialmente, Moralidades es una recopilación de 89 artículos, seleccionados por

Barrett entre los textos que podían mantener su valor más allá de la página diaria donde

fueron publicados. En palabras del escritor, el volumen está formado por “aquello que he

encontrado de interés durable en mi labor de 3 años,” como escribió en carta a José E.

Peyrot, con indicaciones para que las transmitiera al editor. Con entusiasmo, considera el

libro “revolucionario” y da especial significación al número 89, que evoca la Revolución

Francesa. Quiere además que el libro sea barato, para que puedan comprarlo sus lectores

167
paraguayos (citado por Muñoz, Barrett en Montevideo 26). 10 En la edición de las Obras

completas compiladas por Corral y Fernández, el libro fue ampliado con casi dos decenas

de textos y reducido en ocho—de tema internacional—que fueron llevados a Mirando

vivir, hasta quedar en 103 textos. El criterio temático esgrimido en el caso de

Moralidades es que los artículos “presentan temas generales de pensamiento” (OC I 33).

Como en el caso de El dolor, las piezas recogidas fueron publicadas originalmente en

diarios de Asunción (sobre todo, Los Sucesos, pero también Rojo y Azul, El Diario, La

Tarde, El Cívico y El Nacional); en Germinal y La Rebelión (otro periódico anarquista

asunceño); y en La Razón de Montevideo.

Por el contrario, Mirando vivir recopila casi exclusivamente artículos publicados

en La Razón de Montevideo, con unos pocos textos tomados de Los Sucesos. Fue editado

en 1912 también por O. M. Bertani, en acuerdo con la viuda de Barrett. En la edición de

las Obras completas de Corral y Fernández, Mirando vivir incluye 81 “artículos

dedicados al análisis de la actualidad internacional,” de acuerdo a su clasificación

temática (OC I 33). 11

En nuestro análisis, vamos a considerar ambos libros en conjunto, debido que se

trata de recopilaciones casi contemporáneas de artículos muy similares. Su

complementariedad temática es relativamente artificial, como deja de manifiesto la

traslación de ocho textos de un libro a otro realizada por los editores de las Obras

completas, y como veremos en nuestro análisis. De todos modos, daremos mayor

importancia a los artículos incluidos originalmente en Moralidades, dado que fueron

seleccionados por el propio Barrett y no siguiendo un criterio temático sino pensando en

168
el interés y la calidad de los textos. Por otra parte, hay una serie de observaciones críticas

que pueden aplicarse igualmente a Moralidades y Mirando vivir. En particular, el

comentario de que, pese a que Barrett escribe sus crónicas sobre temas circunstanciales,

sus propuestas alcanzan un sentido más amplio y mayor profundidad que la mera noticia

diaria. Ya hemos visto en el Capítulo 2 el comentario de Enrique Rodó sobre la

perspectiva internacional de Barrett, destacando que, aún escribiendo desde la periferia

que representa el Uruguay, es capaz de proyectar perspectivas abarcadoras. En la

inmediata anticipación de esa cita, Rodó también subraya que, pese al carácter perecedero

de la materia prima de los escritos periodísticos de Barrett, estos alcanzan un valor que

trasciende la coyuntura:

Ha enaltecido usted la crónica sin quitarle amenidad ni sencillez. La ha


dignificado usted por el pensamiento, por la sensibilidad y por el estilo. Hay
cronistas de fama europea que, escribiendo fuera del bulevar no tendrían nada
interesante que decir a nadie, y que aún escribiendo desde el bulevar, son
incapaces de comunicar a una página más que el interés efímero de la novedad
que cuentan y comentan. (“Las ‘moralidades’ ” 26) 12

También Armando Donoso señala el origen de las crónicas de Barrett en las

noticias diarias, en relación con la necesidad del escritor de asegurarse el sustento con

una producción continuada. Las mismas constituyen el punto de partida de sus

reflexiones—aunque ese origen no quitó valor a sus textos:

Para Rafael Barrett el problema del pan cotidiano fué el problema de su


revelación; la mayor parte de sus Moralidades brotaron a medida de la diaria
necesidad, casi siempre escritas al márgen de la noticia periodística; generalmente
sugerida por el suelto telegráfico o la información local. La hoja cotidiana fué
para él lo que la helada biblioteca para otros, el mejor exaltante y la Summa más
eficaz para sus experiencias. (200-201)

169
Yunque insiste en el carácter fugaz de la escritura periodística, y en la capacidad

de Barrett de superar la anécdota. Agrega, asimismo, que las crónicas de Barrett se

oponen radicalmente al periodismo comercial, que trata de no molestar a los lectores

burgueses y, por lo tanto, están inclinados a trivializar aún los acontecimientos más

serios. De algún modo, resuena en su observación el comentario de Plá sobre el tono

provocador de El dolor, y la incomodidad que produjo en el medio intelectual paraguayo.

Ahora bien, Yunque también destaca la fuerte presencia de las emociones en la prosa de

Barrett, que da como resultado una “caliente obra de arte”—un aspecto sobre el que

volveremos:

Sabida es su modalidad [de Barrett]: del hecho más nimio, más vulgar, razonando,
llega a conclusiones generales e inesperadas, por lo hondas. Porque si como
artista tuvo el don de sintetizar, como pensador tuvo el de generalizar. Agudo de
inteligencia y sensible de corazón, mete aquélla en el resquicio que le da un
insignificante hecho cotidiano y luego es su sensibilidad maravillosa la encargada
de hacer caliente obra de arte lo que pudo ser fría crónica periodística. Por esta
modalidad suya de extraer conclusiones generales y profundas del acontecimiento
más vulgar aparentemente, es a antípoda del ‘croniqueur’. El ‘croniqueur’,
entidad literaria nacida en el tonto y sonado bulevar parisiense, es una especie de
aparato que hace lo opuesto de Barrett: trivializa hasta lo más trágico. (Barrett 36)

Debe apuntarse que el propio Barrett, en el artículo “Psicología del periodismo”

de Moralidades, ofrece un juicio sobre la prensa gráfica próximo al de Yunque, aunque

menos despectivo: “El periodismo es la síntesis y el comercio de la curiosidad,” sostiene.

Y luego, aconseja a un presunto amigo, interesado en tener un periódico: “Huye de toda

elevación. Elevar fatiga, y tu público es débil de cascos. No soporta sino el desfile de los

hechos brutos; su afición se detiene en lo pintoresco; su delicia es la verdad en folletín”

(OC II 89).

170
Como Donoso, Yunque subraya asimismo que Barrett buscó un medio de vida en

el periodismo, debido a “la falta de ambiente en que le tocó actuar.” Su comentario tiene

que ver no con que Barrett no tuviera otros modos de ganarse el pan—que vimos que los

tenía—sino con el hecho de que Barrett no pudo dedicarse a escribir libros—es decir, no

pudo vivir de ellos. Se trata de una observación muy pertinente, que alude al estado

todavía inicial de la profesionalización del escritor en América Latina, que comentamos

en el Capítulo 1. De esta situación ve Yunque derivar el carácter “fragmentario” de la

obra de Barrett, el hecho de que se trate de “trozos dispersos a los que faltara algo

exterior que los uniese para poder apreciarlos en conjunto” (Barrett 6-7). De todos

modos, no por eso su trabajo es menos profundo:

Él [la falta de ambiente] obligóle a escribir para ganarse la vida, no el libro de


elaboración lenta y arquitectura sólida sino el apresurado artículo de periódico,
cuanto menos denso más fácilmente publicable. Barrett todo lo escribió para las
hojas cotidianas y fugaces del periodismo, y allí, en el propio reino de la
frivolidad y la ñoñería, él realizó sus páginas medulosas. ¿Por qué? Porque al
periodismo, donde todo es falso y más o menos negociable, él llevó su valerosa
honradez y su sinceridad indomada. (Barrett 7)

El crítico Alberto Lasplaces también destaca la calidad de la prosa de Barrett. Sin

embargo, con un sentido valorativo opuesto al de Yunque, celebra el poder de síntesis al

que lo obligó el trabajo periodístico—el que, considera, es la razón de su contundencia.

Destacan en su descripción de la prosa de Barrett las imágenes de los “relámpagos de

furor,” que irrumpen en los textos, los “hilos de sangre tibia,” que dejan los mismos tras

su lectur, marcando la orientación emotiva de los mismos:

Buriló artículos como finas joyas sin precio. Fué maestro en la prosa. Tuvo el dón
de la síntesis. Lo que otros dicen en libros, él reconcentró en frases. De ahí que su
prosa sea un explosivo terrible y no haya defensa contra su penetración y su luz.

171
Eligió temas triviales para hacer más accesible su anarquismo a las almas tímidas
y para despertar de su sopor a los indiferentes. En un estilo tranquilo y armonioso,
sereno y suave, por donde corre una música invisible, dijo cosas formidables, y
hay en el relámpagos de furor contra los potentados de la tierra hay sátira cruel e
implacable que deja hilos de sangre tibia por donde pasa, hay también
conmiseración y tolerancia por los pecados que nos deforman y los orgullos que
nos enceguecen. (v)

Sobre la calidad de los textos de Barrett en la apreciación de sus contemporáneos,

es el momento de recordar que hasta un joven Borges recomienda a su amigo Roberto

Godel en una carta de 1917, equivocando la nacionalidad, que lea a “un gran escritor

argentino, Rafael Barrett, espíritu libre y audaz.” Y considera Mirando vivir—al que

también erróneamente llama Mirando la vida—“un libro genial, cuya lectura me ha

consolado de las ñoñerías de Giusti, Soiza O’Reilly y de mi primo Alvarito Melián-

Lafinur” (citado por Etcheverri 97; citado por Corral Sánchez-Cabezudo 3).

En cuanto a los temas tratados, en Moralidades se encuentran unos pocos textos

referidos a la situación internacional (“La China y el opio,” “La barba del presidente,”

“Razas inferiores”); otros, sobre las costumbres de la burguesía, en Europa o en América

Latina (“La ruleta,” “¿Sombreros?”); reflexiones sobre la política y sobre el anarquismo

(el ya comentado “Buenos Aires,” pero también “La lucha,” “La huelga,” “El

patriotismo,” “El antipatriotismo” y, especialmente,“Mi anarquismo,” que analizaremos

con cierto detalle); y un número interesante de comentarios sobre temas de ciencia y

tecnología, que podríamos catalogar de divulgación científica (como “La ciencia,” “La

conquista del cielo,” “La antinomia y la probabilidad”). Hay también dos textos

totalmente personales en Moralidades, escritos por un Barrett padre, que se maravilla

ante el nacimiento y el crecimiento de su hijo: “Mi hijo” y “Niñerías.” 13 En su inmensa

172
mayoría, se trata de crónicas que toman la forma de breves ensayos motivados por algún

tema noticioso. Sin embargo, algunos son en realidad cuentos, como “La sirena,” que

relata el encuentro de una mujer fatal con su juez, al que logra seducir. Encontramos estas

mismas categorías en Mirando vivir, aunque cambian las proporciones, debido a la

orientación “internacional” que le dio su editor.

De Moralidades nos interesa comentar dos artículos, que tienen particular

relación con aspectos fundamentales del contra-discurso neocolonial de los recursos

naturales: el anti-imperialismo de Barrett. Como ha señalado Corral: “Uno de los rasgos

más característicos de Barrett es su postura radicalmente anticolonialista y anti-

imperialista” (El pensamiento cautivo 240). El primero de esos artículos se titula “Razas

inferiores,” y tiene eco en otros dos del mismo libro, así como en otro par de textos de

Mirado vivir que comentaremos seguidamente.

“Razas inferiores” fue publicado originalmente en La Razón el 25 de octubre de

1909, y complementa y permite comprender mejor cuestiones raciales tocadas

tangencialmente en Los yerbales. Barrett sostiene explícitamente en este artículo que la

operación simbólica de establecer una jerarquía entre distintos grupos étnicos oculta la

intención de imponer el orden imperial, motivado en el interés económico y sostenido

con el uso de la violencia. En su primer párrafo, con tono irónico, en el que se destaca el

manejo de los temas de actualidad científica, Barrett traza un panorama global sobre la

cuestión del imperialismo europeo en el mundo. De manera sugestiva, también se refiere

al sometimiento de los indígenas por parte de los criollos en América. La semejanza de la

situación de dominación de ciertos grupos raciales sobre otros se subraya a través de una

173
construcción paralela que tiene un componente de clase y otro de nación, que se contrasta

con una nacionalidad o una raza: “un caballero inglés” domina a “un hindú”; “un noble

alemán,” a “indígenas de oscuro pellejo”; “un industrial de Yucatán,” a “los indios

mayas.” Se destaca que la relación es de explotación económica: unos trabajan para que

otros gocen de los beneficios:

Se puede sostener cómodamente que hay razas inferiores. Los sabios lo aseguran,
medidores de cráneos y disectores de cerebros; los sociólogos lo confirman, y sin
duda, la hipótesis contraria parecería absurda a gentes prácticas, viajeros,
empresarios y comisionistas. Un caballero inglés se resigna en Londres a que un
compatriota le lustre los botines, pero en Calcuta tendrá por muy natural que
ejecute tan brillante labor un hindú. Jamás un noble alemán, arruinado o
deshonrado, y remitido a las vagas colonias de África, se considerará semejante a
los indígenas con cuyo oscuro pellejo remienda su bolsillo y un nombre. ¿Cómo
no ha de creerse el industrial de Yucatán superior a los indios mayas mediante
cuya esclavitud, sacramentada por el cura del establecimiento, extrae del
henequén ganancias fabulosas? Si llamamos razas inferiores a las razas
explotables, claro que las hay. (OC II 134)

Barrett se refiere luego a los modos de dominación: generando una situación de

dependencia económica y, eventualmente, sometiendo por la fuerza. Este segundo

párrafo comienza con una oración que tiene la claridad y musicalidad de un apotegma,

que puede ganar vida propia fuera del texto, un recurso que se repite en la prosa de

Barrett. Como ha señalado Donoso: “De muchas de sus Moralidades se podrían sacar

algunas reflexiones que formasen un curioso ramillete de máximas, de regocijados

aforismos, que serían como la esencia misma de sus sentires más íntimos” (Un hombre

libre 221-222). 14 En el ejemplo que nos interesa analizar, la clave de la eficacia de la

sentencia radica en un juego con la morfología y la sintaxis. Puede decirse que la

distancia que va de lo posible del adjetivo “explotable” al comienzo de la oración, a lo

174
efectivamente realizado del participio pasado pasivo “explotadas” del final, es

dramatizada en la oración con el uso de un adverbio de seis sílabas, que demora el avance

de la lectura. El adverbio elegido, además, connota racionalidad, planificación, esfuerzo,

rigurosidad, completitud y plena conciencia—diríamos, incluso, satisfacción moral.

Puede decirse que “concienzudamente” alude al discurso del progreso y de la

superioridad de la civilización, que resulta aquí desenmascarado. Seguidamente, se

establece un contraste entre el pasado y el presente, que termina de anclar el sentido

económico de la explotación, y vincula lucro económico y violencia. Como ha

comentado Corral, para Barrett, “La base del sistema colonial radica, en última instancia,

en el poder militar arropado en múltiples justificaciones” (El pensamiento cautivo 240).

Puede observarse el tópico de la codicia, característico del contra-discurso neocolonial de

los recursos naturales:

Las razas explotables son concienzudamente explotadas. Antes, se las asesinaba.


Ahora, por su mejor negocio, se las hace trabajar. Se las obliga a producir y a
consumir. Es lo que se designa con la frase de ‘abrir mercados nuevos’. Suele ser
preciso abrirlos a cañonazos. (OC II 135)

El muestrario de modos de dominación sigue; también las referencias

internacionales. Barrett no especula, no imagina; cada caso que presenta es un ejemplo

tomado de la actualidad: “Si el cañón es prematuro, se procura embrutecer y degenerar a

los candidatos. Se les vende alcohol o, como Inglaterra a los chinos, opio. Los japoneses

se negaron a intoxicarse, y los acontecimientos han demostrado que hicieron bien” (135).

Luego habla de la situación de los indígenas de los Estados Unidos y de la Argentina,

cuyo control definitivo se había verificado recientemente en ambos países, como ejemplo

de dominación por el exterminio lento:

175
Si no vale la pena explotar directamente las razas inferiores, se las rechaza, se las
confina y se espera, cazándolas de cuando en cuando, a que desaparezcan,
minadas por la melancolía, la miseria y las enfermedades y vicios que las
inoculamos. Es lo que hacen los yanquis con los pieles rojas. Es lo que hacen os
argentinos con sus indios … (135)

Si en primer lugar la situación de dominio imperial es analizada en relación con la

explotación económica de las razas, Barrett luego se concentra en aspectos culturales,

como el tráfico y falsificación de objetos arqueológicos. Barrett denuncia tanto las

expediciones con presuntos fines de conocimiento como las misionales: los involucrados

con las primeras son llamados “exploradores pseudos-científicos”; los otros son

“misioneros pseudos-religiosos” (135). El artículo concluye con una referencia del aquí y

ahora de la escritura, nuevamente vinculada a una denuncia, comentando con ironía una

práctica de colonización interna de una raza sobre otra en la Argentina. Para dar la nota

final del humor amargo de la pieza, resulta fundamental la paradoja tácita que se plantea

en la alusión al color blanco de la piel de los indígenas del sur de la Argentina—cuyo

final próximo se anuncia; de hecho están prácticamente extinguidos hoy. Como en otros

artículos que hemos analizado, el último párrafo abre con una exclamación:

¡Pobres razas inferiores! La Argentina, para mostrar lo enorme de su territorio,


debe hacer figurar en su próximo centenario los Onas de la Tierra del Fuego que
han sobrevivido al frío y a la tuberculosis. Buenos Aires misma patentizará su
ingreso a la categoría de gran capital civilizadora, ofreciendo a la curiosidad
pública una colección de habitantes de conventillo, ejemplares propios de las
regiones del hambre, raza seguramente inferior, a pesar de su blancura, a pesar,
¡ay! de su palidez de espectros. (136)

Ciertamente, la clave de este artículo de Moralidades es que ordena una serie de

situaciones en apariencia muy diferente de acuerdo a un mismo principio: el del dominio

imperial de unos grupos raciales sobre otros, motivado por el interés económico y

176
sostenido con la violencia. También tocan el tema de las desigualdades entre las razas de

manera muy aguda otros dos artículos de Moralidades que aparecen en el primer tercio

del libro. “Lynch,” publicado originalmente en Los Sucesos de Asunción el 29 de

diciembre de 1906, se refiere a los Estados Unidos nuevamente en tonos poco

halagüeños, como vimos en el Capítulo 2 que hace “El impudor del yanqui”:

No pasa un día sin que los admirables, los nunca bastante imitados yanquis
descuarticen un negro o dos. … Además, ¡qué rapidez! Time is money. ¿Qué hay?
Dicen que un negro ha pegado a un blanco. Dicen que un negro ha caloteado a un
blanco. Dicen que un negro ha hecho el amor a una blanca. Ahí sale el negro
huyendo. ¿Es él? Y si es él, ¿es culpable? ¡Bah! Es negro. Nació con la culpa
pintada a la piel. (OC I 260)

El tercer artículo de Moralidades que trata la cuestión racial con un fuerte acento

anti-imperialista es “Los colmillos de la raza blanca,” publicado originalmente en Los

Sucesos de Asunción el 26 de diciembre de 1906. Se trata, entonces, de un artículo

bastante temprano, como “Lynch,” con el que se relaciona. Representa un comentario a

recientes alzamientos y hostilidades contra el dominio europeo en China y en África, que

motiva una nueva reflexión de Barrett sobre la situación de dominio colonial y

neocolonial de vastas áreas. La cuestión racial resulta el emblema de la justificación

hipócrita de la desigualdad; el foco de la crítica es, otra vez, sobre la raza “sajona.” Sobre

el final, de manera muy sugestiva, Barrett asocia nuevamente la ciencia y la religión de

los países europeos al presentarlas conjuntamente como instrumentos de dominación.

Donoso habla del “buen humor paradójico” del escritor, al decir: “Frecuentemente Barrett

mojó su pluma en agrio zumo de ironía para herir más hondo: no olvidó la sentencia del

epigramático latino, que fustigaba con la sonrisa a flor de labios” (222). Ciertamente, el

177
final de “Los colmillos de la raza blanca” parece un buen ejemplo de esa acidez

implacable. Con una fingida interpelación a los dominados del mundo, Barrett deja de

manifiesto que el dominio imperialista es implacable; que no es posible negociar con él.

Otra vez, destaca que los motivos reales de la dominación son económicos, y que la

violencia defiende las ganancias. La conclusión obvia es que la única respuesta posible

resulta ser la rebelión, como comienzan a anunciar los recientes alzamientos que se

comentan en las dos últimas líneas del artículo:

Humanos que no sois blancos, creed en el misionero y en su frasco de alcohol, en


el traficante y en su látigo de negrero, creed en Jesucristo y en Darwin, porque
son lo mismo; sacrificad a los ídolos de los blancos, a los crucifijos y a las
máquinas; civilizaos; que os podamos vender nuestros harapos y que podamos
ensayar en vuestra carne nuestra última carabina; sudad y creed en nosotros, sed
nuestros perros.
Concepción simple y eterna, del Faraón a Tiberio y de Maquiavelo a Nietzsche;
mecanismo rudimentario de nuestra ciencia sajona. Teoría de Caín: problema de
colmillos. Pero, ¿y Port Arthur?, ¿y Mudken? Esperemos. (OC I 262)

Estos tres artículos de Moralidades dialogan con otro de Mirando vivir que puede

considerarse, a su vez, un marco explicativo y comparativo donde colocar Los yerbales.

Se trata de “Red cocoa,” publicado originalmente en La Razón el 9 de julio de 1910. Aquí

el foco cambia: ya no es el grupo social explotado, sino el recurso natural codiciado—se

completan los elementos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. El

centro de la denuncia es la explotación del cacao por la empresa británica Cadbury; el

caso inicial, ya dado por conocido, es la explotación del caucho; y la yerba mate

representa uno de los términos de comparación, un caso más en este panorama

imperialista—más importante porque es actual y cercano, como marcan los verbos en

presente y el adverbio “concienzudamente,” que vemos reaparecer. Un sutil razonamiento

178
geopolítico, que habla de zonas de influencia de imperios formales e informales, atraviesa

el primer párrafo, que condensa el sentido del artículo:

La Amazona rubber Company no es la única company que esclaviza a sus obreros


de color. Notemos sin embargo que las compañías inglesas no tienen excepcional
predilección por la esclavitud. En los gomales de Bolivia los procedimientos son
análogos. Italia se ocupa de revelar ahora—quizás por argentinismo—los horrores
de ciertas fazendas de Brasil. Mas si los ingenios de Tucumán no son lo que antes,
quedan los yerbales del Alto Paraná, donde se tortura y asesina concienzudamente
a los mineros. (OC I 209)

El anti-imperialismo de Mirando vivir también se revela en un relato. Se trata de

un auténtica parábola, que merecería ser más conocida, “Noticias de Leopoldo.”

Publicado inicialmente en La Razón el 15 de febrero de 1910, el cuento narra una suerte

de viaje planetario que habría hecho el cuerpo del monarca belga Leopoldo II tras su

muerte, aludiendo a tópicos del espiritismo en boga en la época. Ocurre que,

inmediatamente después de fallecer, Leopoldo se siente muy sólido y muy fuerte, y se

extraña de lo vaporosos que resultan los miembros de su corte, paradoja que le permite

deducir su estado: “Puesto que todo está muerto alrededor de mí, pensó juiciosamente, el

muerto soy yo.” Comienza entonces a desplazarse. Viaja primero a Francia, pensando en

encontrar allí a Dios—en alusión al prestigio de lo francés y al dominio de Francia sobre

Bélgica. Al no encontrarlo, sigue su marcha. Recorre Europa. En un momento dado,

abandona el uniforme militar con que lo habían amortajado y “comienza a nadar sin

tregua, siempre hacia el Sur.” Claro que se trata de una dirección no sólo geográfica sino

sobre todo política. Llega a África. El cuerpo de Leopoldo comienza a desvanecerse,

mientras las cosas y las personas a su alrededor van volviendo a ganar presencia material.

Finalmente, encontrándose rodeado de un paisaje que le recuerda “una de las fotografías

179
tomadas en el Congo,” el monarca termina de desmaterializarse y encuentra su destino

final, uniendo su alma a la de un bebé negro recién nacido: “Leopoldo entonces se

disolvió en la brisa y el niño, al respirar, se sorbió al rey…” El final es de una ironía

exquisita; Corral lo describe como “un acto de venganza literaria” (El pensamiento

cautivo 241). Sin énfasis, el narrador concluye la historia con un comentario que alude de

manera muy sutil a las desigualdades y sufrimientos provocados por el colonialismo en el

continente africano—no usa una sola palabra de connotaciones negativas, con excepción

de una muy indirecta, “aristas”: “Ahora el espíritu de Leopoldo, tan curiosamente

reencarnado, tendrá ocasión de ampliar su experiencia, recorriendo una de las infinitas

aristas del poliedro universal” (OC I 211-213).

Entre las ideas y las ficciones: del manifiesto a los cuentos

Quisiéramos todavía comentar dos artículos más de Moralidades, que representan

dos momentos de reflexión de Barrett sobre su lugar de intelectual y sus ideas. El primero

se llama, precisamente, “Intelectual,” y tiene la forma de un diálogo ficcional. Publicado

en La Razón de Montevideo el 18 de junio de 1909, es casi un monólogo de un

“intelectual auténtico,” descripto como “un joven sucio y elocuente” que responde a las

preguntas de un “yo” también ficcionalizado. Dando muestra de una importante

capacidad de auto-ironía, el “intelectual” se auto-retrata al comienzo como “un bufón

serio, un loco tranquilo con el cual las personas normales y equilibradas se divierten

cuando el desdén se los permite.” Sus palabras son “lo mismo que el mar y las puestas del

sol”: un espectáculo gratuito para “el filisteo,” “el burgués” (OC II 104). Claro que hay

180
algo más filoso por debajo de las bellas palabras que entretienen. Sigue luego una

transición; el intelectual cuenta que su presencia no es tan inocua como parece. Detrás de

esta transición, se adivina la trayectoria del propio Barrett: de entretener a la burguesía

asunceña con sus primeras conferencias y sus artículos, el escritor pasó a las denuncias de

Los yerbales y las conferencias a los obreros. Argumenta el “intelectual” que hay algo

intrínsecamente revolucionario en el pensamiento; algo que se opone a la autoridad, una

“energía anarquista.” El párrafo más serio del artículo concluye volviendo al tono ligero y

la auto-ironía, recuperando el tono del comienzo:

El pensamiento en sí es una energía anarquista, puesto que no es pensamiento lo


que sustenta el orden sino los intereses, y no cabe duda que si aplicáramos las
reglas del buen sentido a la política, la sociedad se hundiría en una catástrofe
espantosa. Antes, a nosotros, los intelectuales se nos quemaba vivos. En esta
época aciaga se sigue otro sistema: se nos mata por hambre. Así resulta que no
puedo saldar con el mozo la miserable factura de un café. (OC II 105)

“Intelectual” parece un gesto en el que Barrett se confiesa, proclama el sentido de

sus esfuerzos y, a la vez, se ríe de sí mismo. Es un artículo ligero, dirigido a sus iguales.

En ese sentido, se complementa con el segundo artículo que queremos comentar en

relación con las ideas de Barrett, que cerrará nuestro análisis de Moralidades. Es, quizás,

el artículo más importante de este libro en términos ideológicos: en “Mi anarquismo”

Barrett expone su versión de este movimiento. Publicado originalmente en el periódico

anarquista asunceño La Rebelión el 15 de marzo de 1909 y, por lo tanto, dirigido a

sindicalistas y obreros, el texto abre de manera muy directa y explícita, con un resumen

de la propuesta de Barrett de abolir las leyes, haciendo que las sociedades dejen de tener

181
una autoridad que monopolice el uso de la fuerza. Su propuesta implica la disolución del

estado-nación. El tono es coloquial, dado por frases cortas y claras:

Me basta el sentido etimológico: ‘ausencia de gobierno’. Hay que destruir el


espíritu de autoridad y el prestigio de las leyes. Eso es todo.
Será la obra del libre examen.
Los ignorantes se figuran que anarquía es desorden y que sin gobierno la sociedad
se convertirá siempre en el caos. No conciben otro orden que el orden
exteriormente impuesto por el terror de las armas. (OC II 132)

El primer argumento en que apoya su propuesta está relacionado con el progreso

de la ciencia. Si esos “ignorantes” de los que habla se detuvieran a analizar esa

“evolución,” dice, “verían de qué modo a medida que disminuía el espíritu de autoridad,

se extendieron y afianzaron nuestros conocimientos.” Los personajes históricos con que

ejemplifica este proceso han devenido clásicos de una versión de la historia de la ciencia:

Galileo que se atreve a pensar más allá de los libros de Aristóteles y sus comentaristas.

Después de explicar el modo como los científicos someten al escrutinio “de todos”—es

decir, al escrutinio público—sus experimentos, se pregunta por el nombre de este

método. Y responde, anticipándose a posibles objeciones: “El libre examen, base de

nuestra prosperidad intelectual. La ciencia moderna es grande por ser esencialmente

anárquica. ¿Y quién será el loco que la tache de desordenada y caótica?” (132-133). El

razonamiento, basado en una analogía poco justificada, no resiste el análisis: ¿Por no

reconocer autoridad, por basarse en el “libre examen,” podría decirse que la ciencia es

“anárquica,” que no hay leyes que gobiernen el funcionamiento de las instituciones

científicas? ¿Era a comienzos del sigo XX, efectivamente, abierto a todos el escrutinio

científico? Por otra parte, como la ciencia ha progresado, supuesto no cuestionado, y que

182
revela un transfondo positivista en Barrett, ¿las sociedades deberían basarse en el mismo

principio? Es muy interesante ver que la actividad científica, que en los artículos anti-

imperialistas de 1906 era presentada como un instrumento de dominio de la raza blanca,

en este trabajo de 1909 se convierte en modelo de organización social. Corral trata de

explicar estas contradicciones apuntando a una distinción, en Barrett, entre “avance

científico” y “progreso técnico,” siendo el primero intrínsecamente positivo y el segundo

“sometido por Barrett a una fuerte crítica” (El pensamiento cautivo 167). Ciertamente, la

cuestión merecería un análisis más detallado, que está fuera del alcance de nuestro

trabajo. De todas maneras, acabamos de ver en nuestro análisis de “Los colmillos de la

raza blanca” que Barrett habla de las carabinas y de Darwin más o menos en los mismos

términos. Creemos que es oportuno recordar aquí el comentario de Yunque sobre la falta

de unidad de la obra de Barrett, que no llegó a construir un sistema. Algo similar puede

observarse con respecto a sus ideas acerca de la religión.

El segundo argumento de Barrett para justificar su propuesta de abolir todo orden

social se basa en la posibilidad de que las sociedades tengan leyes que las gobiernen,

como las naturales; leyes que todavía la sociología no ha encontrado. Barrett rechaza

también esta alternativa. Sostiene que, aunque se determinaran esas leyes, no habría que

imponerlas, sino, simplemente, dejarlas actuar. El tercer razonamiento se basa en una

analogía muy simple. Sostiene Barrett que las leyes implican una limitación a las

potencialidades de las personas. Según él, la creatividad humana se encuentra en las

sociedades actuales “como el pie chino dentro del borceguí, como el baobab dentro del

tiesto japonés” (134).

183
Su propuesta no acepta concesiones, aunque Barrett reconoce que se trata de un

objetivo utópico. Hay que aspirar a abolir las leyes, no a cambiarlas, proclama:

Que nuestro ideal sea el más alto. No seamos prácticos. No intentemos mejorar la
ley, sustituir un borceguí por otro. Cuando más inaccesible aparezca el ideal, tanto
mejor. Las estrellas guían al navegante. Apuntemos enseguida al lejano término.
Así señalaremos el camino más corto. Y antes venceremos. (134)

Finalmente, el artículo cierra insistiendo en el “libre examen” y en la importancia

de la educación. Parece una alusión a un tópico muy tratado, sobre el que no es necesario

insistir: “¿Qué hacer? Educarnos y educar. Todo se reduce al libre examen. ¡Que nuestros

niños examinen la ley y la desprecien!” (134). Si recordamos que el artículo apareció en

un periódico anarquista, el “educarnos” debe leerse en relación, nuevamente, con el

“aparato cultural” de izquierda, y la promoción de la alfabetización desde abajo.

Yunque habla del anarquismo de Barrett en términos de su “rebeldía,” entendida

como su oposición al sistema dominante. Completamente imbuido de las analogías

cientificistas de Barrett, se apoya en un cierto “evolucionismo” para caracterizar esa

“rebeldía” en términos bastante vagos:

La acción y la obra de Barrett dicen a cada instante lo que él era,


fundamentalmente: un rebelde, un inadaptado. Natural que así fuese. La
inadaptación al medio, el espíritu de rebelión a lo ya establecido, a lo ya usado, y
usado por otros, son las condiciones elementales de todo organismo superior,
destinado por la naturaleza a perturbar ese medio y mediante tal organismo
superior a él, intentar su superación. La rebeldía es lo natural, porque es el
instrumento de la evolución. Lo antinatural es la obediencia. La rebeldía es
científica. (Rafael Barrett 29)

Roa Bastos considera a Barrett “un predicador moral más que un agitador de

barricada que sentía horror por toda clases de dogmatismos, incluso contra el que podía

184
derivarse de sus propias ideas.” De este modo, califica su anarquismo de “humanista y

moralizador”; y lo asocia con personajes más cercanos a un anarquismo filosófico que

político, que no excluye sentimientos religiosos, aunque el escritor fuera muy crítico de

las religiones en tanto instituciones del establishment:

En él, las ideas políticas, su pensamiento, sus intuiciones y premoniciones acerca


de la transformación de la sociedad, confluyen, se entrelazan y se identifican
plenamente con los sentimientos de un humanismo redentorista, mucho más
cercano Barrett, en esto, a Tolstoi que a un Kropotkin o a un Bakunin. (XXVI)

Corroborando este acercamiento de Barrett a Tolstoi, y este “humanismo

redentorista,” debe decirse que los tres personajes más citados por el escritor son

Jesucristo, Anatole France y el escritor ruso, en ese orden. Zola, inspirador de su gesto de

“yo acuso,” como vimos en el Capítulo 2, está en cuarto lugar, según el estudio de Corral

(El pensamiento cautivo 346). En este sentido, este crítico ha destacado que el

anarquismo de Barrett tiene elementos de una “filosofía del cambio” y fuertes bases

éticas, aspectos que entran en relación con una estética, en la medida en que, basándose

en la figura de Tolstoi, su propuesta pone en planos próximos “el poeta” y “el profeta.”

Comenta Corral que puede notarse aquí “la influencia del ‘anarquismo literario’

característicos de los ambientes artísticos del fin de siglo español con los que Barrett

estuvo muy relacionado” (259).

Ahora bien, según Andreu, en Barrett las ideas anarquistas, que vienen de Europa,

resultan adaptadas al medio latinoamericano. En ese sentido, “El internacionalismo

doctrinario nunca viene a chocar con el legítimo sentimiento nacional. Dicho con otras

palabras, Barrett aclimata sutilmente al Paraguay una prédica revolucionaria, procedente

185
de Europa y que no le era en principio destinada” (41). Este crítico agrega que esa

adaptación doctrinaria se traslada al estilo de Barrett. Destaca que su escritura es

fundamentalmente distinta de la generalizada escritura anarquista, de la que sostiene que

“adhiere, en grandes líneas, a la retórica tradicional del arte burgués contemporáneo.” Por

el contrario, destaca que la escritura de Barrett es directa, para nada ampulosa:

… a pesar de uno que otro descuido, se distingue por su vigor, su nitidez, su


agilidad y su intención voluntariamente provocativa. No es un estilo prestado de
segunda mano, sino un lenguaje directo cuya única elegancia es la adecuación
perfecta entre lo que se dice y la manera de decirlo. (41)

Sin embargo, esto no impide que la escritura de Barrett tenga marcas claras y

deliberadas del discurso anarquista. Como ha señalado Foster, Barrett proclama su

anarquismo al escribir: “se extremaba en sazonar sus textos con todo tópico del acervo

retórico del discurso en boga de anarquismo internacional” (“Una integración” 146).

El anarquismo de Barrett fue ciertamente revulsivo en la Argentina pero, sobre

todo en el Paraguay, donde pasó de las palabras a los hechos, en la forma de denuncias

concretas. ¿Qué pasó en el Uruguay, donde Barrett fue tan bien acogido, y celebrado por

la intectualidad? Ángel J. Cappelletti describe la situación cultural del Uruguay a

comienzos del siglo XX como de gran afinidad con “las ideas anarquistas,” que eran

conocidas por públicos cultos aspecto pero también por el “hombre de pueblo.” Su

comentario permite ensayar una explicación acerca de la tan favorable acogida de los

artículos de Barrett en Montevideo, donde sus ideas no resultaban insólitas ni

incendiarias:

Una serie de circunstancias históricas, como la tardía colonización hispánica, la


ausencia de instituciones típicas de la Contrarreforma (Inquisición, universidades

186
pontificias, colegios jesuíticos), el predominante laicismo (que culminó en la era
de Batlle) y la gran afluencia inmigratoria, hicieron del Uruguay un país muy
receptivo para las ideas anarquistas, conocidas desde el siglo XIX por muchos
uruguayos a través de las obras de Proudhon y de Reclus, cuyo nombre (junto al
de otros sabios) aparece grabado en el frontispicio de la Universidad de la
República. En ningún país de América latina, las ideas anarquistas llegaron a ser
tan familiares al lector culto, al político, al intelectual y al hombre de pueblo.
(LXV)

Hay que reconocer, sin embargo, que Barrett no participó de la vida política en el

Uruguay, y que no escribió sobre la política de ese país, aunque se permitió algunas

críticas a la burguesía, en todo liviano. Como en “Champagne y ruleta,” publicado

originalmente en La Razón el 5 de febrero de 1910, y recogido en Mirando vivir, donde

se burla de la inauguración del primer casino en Montevideo, diciendo: “Imitemos las

costumbres de la metrópoli. En Europa se come y se bebe y se juega así. La ambición de

las jóvenes repúblicas americanas es copiar al viejo mundo: siguen siendo colonias” (OC

225).

Ahora bien, lo importante del texto de Barrett, creemos, no es su propuesta radical

de abolir todo ordenamiento social, ni los argumentos con que la defiende. Lo que

realmente cuenta es la denuncia que está implícita en su propuesta: su indignación ante la

pobreza y el sufrimiento debidos al sistema social injusto, que recibe su legitimidad de

los estados. Volviendo al texto de “Mi anarquismo,” vemos que, para ejemplificar su

argumento acerca de que las leyes coartan la creatividad humana, apela a una imagen de

gran crudeza y emotividad, insistiendo nuevamente sobre la cuestión de la desigualdad y

la explotación de unos grupos humanos por otros:

Las nueve décimas de la población terrestre, gracias a las leyes escritas, están
degeneradas por la miseria. No hay que echar mano de mucha sociología, cuando
se piensa en las maravillosas aptitudes asimiladoras y creadoras de los niños de

187
las razas más inferiores, para apreciar la monstruosa locura de ese derroche de
energía humana. ¡La ley patea el vientre de las madres! (OC II 135-136)

Como muestra la exclamación del final de la cita, una vez más, la verdad última

del gesto de Barrett es afectiva, antes que racional. La ley es, para Barrett, la realidad

social, el orden que promueve el estado de cosas, que tiene aspectos tan injustos, tan

desesperantes como los que denuncia en Los yerbales, en “Buenos Aires,” en “Los niños

tristes.” Por eso Barrett no quiere las leyes. El anarquismo de Barrett es mucho más su

denuncia, su indignación, que su propuesta razonada. Esto puede verse en algunas de sus

decisiones vitales, tanto como en sus textos.

Sostiene Donoso sobre la actitud de Barrett, conjugando vida y obra: “Siempre

encendido en bíblico anhelo de justicia, no supo jamás esconderse detrás de si mismo,

exaltando, en elocuente clamor, sus ideas, chispas rojas de su fragua siempre encendida”

(201). Insistiendo en la misma idea, señala un poco más adelante: “Rústico, violento,

ásperamente primitivo, siempre dejó oír la voz destemplada de un hombre evangélico,

arrebatado por las exaltaciones de un nuevo Ezequiel. Tremante solía ser el eco de su voz

y rojos los carbones encendidos de sus palabras” (202-203). Y otra vez: “Sin reparos

gritó alto y recio, porque nunca supo acatar esa fácil oportunidad de callar” (209).

De manera muy reveladora, Forteza compara el estilo emotivo de Barrett con el

más reposado y racional de Rodó:

Barrett se revuelve, se yergue ante la realidad externa. Hay en sus artículos un


dinamismo constante, una sensación de completa movilidad, de angustia, de
inquietud rebelde.
Rodó es el maestro que desde la cátedra enseña; Barrett, el tribuno que desde la
barricada impreca.
Rodó es cerebral; Barrett es sensitivo. (29)

188
Ciriaco Duarte destaca el tono encendido de Barrett, en particular, en los textos en

que Barrett habla del sistema social y las formas del gobierno:

De entre los más o menos cuatrocientos escritos críticos, periodísticos y


epistolares conocidos de Barrett, doscientas páginas encontramos de indignadas
acusaciones contra el Estado, la autoridad y la política, las tres plagas de la
conquista democrática … (41)

Finalmente, volvemos a Yunque, quien conjuga observaciones sobre la claridad

de la escritura de Barrett y su tono afectivo, de manera que resulta muy reveladora. De

este modo, Yunque señala que las emociones en los textos de Barrett tienen que ver con

el gesto del escritor de acercarse a lectores más amplios: aquellos, precisamente, a

quienes quisiera dirigirse y por quienes habla, como vimos en el análisis de “No mintáis.”

Se trata de un gesto fundamental desde le punto de vista del contra-discurso neocolonial

de los recursos naturales. Dice Yunque acerca del carácter de “Maestro” (sic) de Barrett,

tanto en su “esencia” como en su “estilo”—es decir, en su vida y su obra:

Y lo es por su sencillez. Las complicaciones verbales o tipográficas quedan para


los que no tienen nada que decir. ¡Pero Barrett tenía tal plétora de verdades que
arrojar a los ‘sauvages’ de América! ¿Cómo perder el tiempo en la búsqueda de
vocablos exóticos? Si él escribió para los sencillos, justo es que les hablara con
sencillez. Y así nos ha dejado su lección honda: en tono cordial de Maestro—el
énfasis queda para el catedrático—de hombre bueno al que angustia las verdades
que posee y de las que no puede hacer partícipes a todos los hombres del mundo,
sin pedanterías de dómine ‘borracho de su propia jerga’: nos ha dejado una
lección de inquietud sobre todo, la que se traduce ya en un ansia irrefrenable de
pensar más allá de los libros, por cuenta propia, ya en actos de bizarra rebeldía.
Porque, como todo hombre absolutamente bueno, podría decirse que Barrett
murió quemado en su propia indignación. (Barrett 6)

Para finalizar nuestro análisis de la obra de Barrett, quisiéramos referirnos

brevemente a sus cuentos. Ya hemos visto que en sus recopilaciones de artículos se

189
intercalan algunos relatos ficcionalizados—si no totalmente ficcionales, como “Noticias

de Leopoldo.” A ellos se suman 36 cuentos que fueron compilados en un volumen

específico, Cuentos breves. Del natural, publicado en 1911, también por el editor

uruguayo O. M. Bertani. Recoge relatos publicados entre 1905 y 1910, nuevamente, en

diarios de Asunción como El Diario, La Tarde, El Cívico, Los Sucesos, El Paraguay; la

revista Cri-Kri, el periódico anarquista La Rebelión, también asunceños; el diario La

Razón de Montevideo; y las revistas Ideas y Caras y Caretas de Buenos Aires.

Sorprende leer que Barrett no tiene “ninguna obra artística,” según Fernández

Vázquez (89). Foster también dice que “Barrett no escribió una sola página que pueda

llamarse ‘literaria’ en el sentido académico de la palabra” (“Procesos semióticos” 141).

Entendemos que estas observaciones no representan juicios de valor sobre la obra de

Barrett, sino que son meras afirmaciones acerca de los géneros que cultivó este escritor.

Ahora bien, esta interpretación supone que estos dos críticos desconocen el volumen

comentado. Es cierto que se trata de un solo volumen, que no fue compilado por el propio

autor. Pero no puede menospreciarse el hecho de que algunos de esos cuentos hayan sido

recogidos en antologías de narrativa paraguaya, y celebrados por muchos críticos. Un

ejemplo es la de Francisco Pérez-Maricevich, Ficción breve paraguaya. De Barrett a Roa

Bastos, que incluye tres cuentos de Barrett, mientras que de la mayoría de los otros

escritores recoge sólo uno—con la excepción de Josefina Plá, con dos; y de Roa Bastos,

con cuatro. No requiere demasiado comentario el destaque que significa el hecho de que

el nombre de Barrett aparezca ya en el mismo subtítulo, iniciando una tradición que lleva

nada menos que al Premio Cervantes de las letras paraguayas. Los cuentos compilados

190
por este crítico son: “De cuerpo presente,” “El maestro” y “A bordo.” También reproduce

cuatro cuentos de Barrett, Teresa Méndez-Faith, en su obra en dos volúmenes Narrativa

paraguaya de ayer y de hoy, en el Tomo I. Se trata, nuevamente, de “El maestro” y “A

bordo,” a los que se agregan esta vez “Regalo de año nuevo” y “El amante” (134-143).

Hugo Rodríguez-Alcalá—quien, como vimos, considera a Barrett el fundador de

la corriente “crítica y de denuncia social” de la literatura paraguaya—habla,

sencillamente, de las “dotes de narrador … notables” de Barrett, y considera que su

“reputación de cuentista se funda hoy en sus treinta y seis Cuentos breves,” a los que

suma otras piezas narrativas publicadas como artículos—como vimos con el ejemplo de

“Magdalena” (Augusto Roa Bastos 90). Miguel Ángel Fernández señala que los relatos

breves de Barrett tienen “especial interés,” y que puede notarse en ellos “la huella del

decadentismo finisecular.” Este crítico destaca su “realismo,” entendido éste como una

mirada aguda sobre las desigualdades y las crueldades de la vida social:

Barrett propiciaba una literatura realista—dando al término un sentido menos


estrecho, ciertamente, que ciertos teóricos revolucionarios—y entre sus creaciones
más interesantes se cuentan, precisamente, aquellas en que consigue plasmar su
visión crítica de la realidad y de la vida. (“Introducción” 19-20)

Forteza habla del “verismo” de Barrett, oponiendo este estilo a “la escuela

efectista, último resto del decadentismo literario y del verbalismo cientificista de fines del

siglo XIX,” caracterizaciones que pueden asociarse con el modernismo y el naturalismo.

Este crítico va un paso más allá, convirtiendo a Barrett en miembro de una tríada junto al

argentino Evaristo Carriego en poesía y al uruguayo Florencio Sánchez en teatro, en tanto

que precursores “de la era de la sinceridad” (24). Y describe esa “sinceridad” en términos

191
que resultan característicos del “realismo social,” anticipando el juicio de Roa Bastos

sobre la importancia de Barrett en relación con el grupo de Boedo:

Barrett, Sánchez y Carriego llevaron a sus creaciones la realidad misma, más


dolorosa, más triste y más amarga, pero más humana que la ficción de los
versificadores empeñados en vivir en el siglo de Luis XV, viendo y cantando sólo
amables duquesas y abates gentiles, más real que la vanidosa suficiencia de un
cientificismo materialista que pretendía haber resuelto los complejos problemas
de la sociedad, mientras por su lado, la inmensa caravana de los desamparados,
con la imprecación maldiciente de los hombres, el llanto de los niños pálidos, con
las quejas de las mujeres exhaustas, pedía más justicia y más humanidad. (24-25)

Por otro parte, un escritor como Yunque considera “obras maestras” los cuentos

“El maestro,” “El regalo de año nuevo” y “La cartera.” Habla de la sutileza de la escritura

de Barrett, y lo compara con escritores como Dickens y Cervantes:

En los cuentos, como en los diálogos, Barrett es más sutil que en sus artículos; su
satírica agresividad, se hace piadosa ironía; su rugido se vuelve sonrisa. Es más
delicado pero no es menos vigoroso y lleva siempre un fin de profilaxis social.
Hay cosas aquí por las que Anatole France, Dickens y Cervantes se pondrían de
pie para cogerlas y apropiárselas. Hay humor e ironía, piedad y ternura, gracia y
belleza. (Rafael Barrett 39)

Miguel Ángel Fernández destaca tres cuentos. De “El maestro” comenta que, en

él, Barrett “ha configurado una patética situación humana mediante una estructura

narrativa rigurosa y una expresión precisa y sugerente al mismo tiempo, sin concesiones

al esteticismo que caracteriza la literatura de la época.” También valoriza otros dos

cuentos, “El propietario” y “El pozo,” debido a “su valor simbólico-ideológico y por la

economía y unidad de su construcción literaria” (“Introducción” 20).

A pesar de estas valoraciones críticas tan positivas, creemos que son pocos los

cuentos de Barrett que alcanzan la calidad de sus mejores artículos. De los mismos puede

192
decirse, sin embargo, que varios de ellos tienen el interés adicional de vincularse bastante

directamente con la tradición de Boedo, es decir, con el “realismo social” en la literatura

argentina. Entre ellos se destacan “El maestro,” publicado originalmente en el periódico

asunceño El Paraguay el 16 de abril de 1905, en que un maestro malpago es víctima de

una última broma macabra: sus alumnos dejan una rata muerta en su almohada la noche

misma en que fallece durante el sueño (OC III 14-151). Por otra parte, “Regalo de año

nuevo” está narrado en primera persona y ambientado en París. Cuenta la historia de un

joven intelectual casado y padre de tres niños, que lucha con su esposa para sacar

adelante su casa. Tiene el protagonista unos tíos ricos, con quienes se visita dos o tres

veces por año. En un año nuevo, mientras los sobrinos están festejando modestamente,

los tíos llegan a casa con un regalo entre gran alharaca. Hay expectativa en los sobrinos:

¿qué será ese regalo, el primero que les dan los tíos, algo que, dicen, “les servirá para mil

menesteres”? Revela la tía en una exclamación, cerrando el cuento: “¡Periódicos viejos!

¡Todos los diarios del año!” La decepción no se describe con palabras. Queda marcada,

solamente, la distancia entre las realidades de las dos familias al revelar el contenido del

regalo. Suiffet ha comentado de este cuento que los diarios viejos representan “la

personificación de la ignorancia, de la maldad inconsciente, de la burla sin proponérselo,

de toda la falta de educación que tiene la riqueza frente a la pobreza” (92).

Un tercer cuento que parece anticipar a los escritores de Boedo, en particular a

Roberto Arlt—si puede encerrárselo en esta clasificación—es “La cartera.” Los editores

de las Obras completas no han podido determinar dónde fue publicado originalmente.

Narra cómo un obrero devuelve su billetera a un hombre rico quien, en lugar de

193
agradecérselo, lo maltrata y lo increpa. Tras hacer ostentación de su riqueza y sus lujos,

se niega a darle una propina—aunque el pobre argumenta que necesita dinero para su

mujer enferma—, quema el dinero y argumenta provocativamente:

—El honrado espera su propina. La espera de mi bondad, es decir, de mi cobardía.


Yo no soy de los que sueltan cien pesos para consolarse de tener un millón. No te
daré un centavo. ¿Honrado, tú? Eres despreciable y perverso. ¿Honrado, tú, que
has tenido en la mano la salud de tu mujer, la alegría de tus niños y has venido a
entregármelas? (OC III 194)

El obrero se indigna y asalta al hombre rico, inútilmente. Es expulsado a la calle.

El cuento concluye con un breve párrafo en que se revelan las motivaciones del

provocador: “Y el señor sonrió considerando que por algunos instantes había convertido

un esclavo abyecto en hombre, él, que tan acostumbrado estaba al fenómeno inverso”

(OC III 194). Nuevamente, como en algunos de los artículos de Barrett, vemos la

propuesta de la rebeldía como única salida posible a la cuestión de la desigualdad.

Significativamente, este cuento tiene ecos del artículo “Nuestro programa,” publicado en

el primer número de Germinal, el 2 de agosto de 1908; puede decirse que se trata de un

manifiesto dirigido a los obreros y peones paraguayos. En el mismo, Barrett subordina la

educación como proyecto liberador a la conciencia de la explotación y la rebeldía:

advierte que las clases oprimidas antes deben indignarse, rebelarse, reconocer la situación

de dominación y luego educarse. Sólo así podrán recuperar sus derechos. En sus primeros

párrafos, “Nuestro programa” propone:

Insistimos en este punto: que los urgentes problemas de la Humanidad son


económicos.
Para verlos, sentirlos y resolverlos, es necesario que el hombre desnude su
espíritu: es necesario que liberte su cerebro: es necesario que haga a su

194
inteligencia bastante valiente para mirar cara a cara la verdad y confesarla, y a su
corazón bastante valiente para mirar cara a cara la justicia y defenderla.
¿Instruir? No es lo esencial. ¿Enseñar gramática y química a un esclavo? ¿Para
qué? Lo que hay que enseñarle es que aborrezca su estado, que sufra y se
desprecie y se indigne, que ame la libertad más que a la vida. No es cuestión de
ciencia. No es ciencia lo que hace falta, sino conciencia. (Citado en Muñoz El
pensamiento vivo 52)

Los tres cuentos comentados pueden vincularse con el contra-discurso

neocolonial de los recursos naturales, fundamentalmente en relación con su tratamiento

de la “cuestión social.” Hay otros dos, sin embargo, que avanzan muy explícitamente en

el análisis de la cuestión internacional y en el interés por los recursos naturales, además

de la explotación de los recursos humanos, reelaborando argumentos que hemos

analizado en Los yerbales y en los artículos anti-imperialistas comentados. El primero de

ellos es, sin dudas, uno de sus mejores relatos.

En el cuento “A bordo,” publicado en Caras y Caretas el 6 de noviembre de

1909, se describe la escena de conspiración entre los patrones, cuyos resultados pueden

verse en Los yerbales. Transcurre en un vapor que remonta el río Paraná, la gran vía

fluvial que vincula Buenos Aires con los yerbales y los obrajes. Relata una serie de

escenas en la cubierta del barco; diálogos deshilvanados que tienen en germen historias

enteras. La anécdota que articula las escenas es la de un niño que se cae al agua sin que

nadie lo advierta. Algunos de los diálogos tienen un muy conciente tono modernista,

como cuando un novio pregunta a su amada: “¿La Eglantina está triste?” Entre

intercambios amorosos y triviales, se escuchan dos breves fragmentos de una

conversación entre dos comerciantes. En el primero se hace referencia a cuestiones

195
puramente económicas, que ponen de manifiesto el poder de sus decisiones sobre la vida

de los trabajadores:

Dos fuertes negociantes de Posadas paseaban, anunciados por la chispa roja de


sus cigarrillos.
—Si continúa la baja del lapacho, cierro la mitad de la obrajería—dijo el más
grueso. (OC III 152)

El segundo fragmento de la conversación permite observar no sólo la frialdad de

los comerciantes, sino su indiferente crueldad:

—Ahora hay que traer obreros de Misiones. Se han concluido de este lado—decía
el comerciante gordo.
—No aguantan ni diez años en el monte, responde el otro. (OC III 153)

Nuevamente, vemos en “A bordo” la denuncia de la explotación acompañada de

violencia, narrada esta vez en un tono asordinado aunque plenamente conciente. El

cuento revela también, con su laconismo, que la denuncia de los yerbales ya está, de

algún modo, instalada en la opinión pública. Es decir, alcanza con aludir a algunos

tópicos puntuales de la misma para evocar toda la explotación que está detrás: la

orientación exportadora; la vinculación con las subas y bajas del mercado internacional;

las condiciones inhumanas en que trabajan los peones.

La escena de la conspiración entre patrones también puede verse en “Smart,”

publicado en la revista Caras y Caretas de Buenos Aires el 9 de abril de 1910. El marco

es el de la crítica a la burguesía industrial internacional, enriquecida de manera exagerada

recientemente. La anécdota es humorística: una dama de Nueva York no puede elegir

entre dos equipos de vestidos y joyas para asistir a la cena que ha organizado. Parece

decidirse por uno, aunque deja el otro preparado. Arregla, entonces, con un servidor,

196
quien vuelca mayonesa sobre su primer vestido—momento en que todas las miradas se

dirigen a él, y el narrador comenta que “en otras circunstancias, habría sido linchado.” La

señora tiene así una excusa para lucir también el segundo conjunto, y deslumbrar dos

veces a sus invitados. El transfondo anti-imperialista del relato pasa a primer plano de

manera directa en una breve descripción que el narrador hace de los asistentes a la cena:

hay allí un “príncipe latino” empobrecido, sobre quien se dice que su “título sonaba como

un violinillo italiano en medio de los cobres de Wagner.” Los contundentes instrumentos

wagnerianos son las posesiones del anfitrión y los otros asistentes, los poderosos

capitalistas internacionales: “Había allí varios reyes de los productos textiles,

metalúrgicos y alimenticios, capaces de comprar naciones y con derechos de vida y

muerte sobre cientos de miles de proletarios” (OC III 156-158).

“Smart” dialoga con artículos como “El impudor del yanqui,” “Razas inferiores,”

“Lynch,” “Los colmillos de la raza blanca,” entre los que hemos comentado; u otros,

como “Rockefeller”—de Mirando vivir—donde se comenta que la fortuna del millonario

norteamericano “pasa de los cinco mil millones,” por lo que se dice que “Rockefeller es

en nuestro planeta el Himalaya del oro” (OC I 153). Ciertamente, la obra de Barrett

representa una compleja, por momentos deshilvanada pero siempre insistente, reflexión

sobre el nuevo tablero internacional de comienzos del siglo XX, dominado por poderosas

fuerzas neocoloniales. Su privilegiada posición de viajero que llega desde el centro a la

periferia y, de allí, a la periferia de la periferia, le permite articular una visión abarcadora,

a partir de la cual abre importantes líneas de análisis para considerar diversos fenómenos

puntuales, que a primera vista, parecerían sólo de alcance local.

197
Relatos que dialogan: Barrett entre los dos Quirogas, la selva y los mensús

Excede el alcance de este trabajo seguir el hilo—en realidad, los entramados—del

impacto de la obra y la figura de Barrett en la literatura de la región. Siguiendo las

sugerencias de Roa Bastos, entre otros críticos, nos hemos referido brevemente a aspectos

de su obra que pueden observarse en el desarrollo de la literatura argentina y paraguaya.

En términos de su aporte en la construcción del contra-discurso neocolonial de los

recursos naturales, que es un discurso de alcance latinoamericano, nos gustaría en primer

lugar sumar otros dos comentarios; para concentrarnos luego, con más detalle, en una

exploración sobre la relación entre Barrett y Horacio Quiroga.

Entre los aportes críticos que quisiéramos sumar se cuenta el de Suiffet, quien

amplía considerablemente el ámbito de posible impacto de la obra de Barrett, ya que

escribiendo, como dijimos, en 1958, considera que podría considerárselo “el precursor de

las modernas novelas en que se pintan idénticas situaciones no ya en forma periodística

sino como relato.” Su listado incluye a autores que van más allá de la cuenca del Plata,

como Rómulo Gallegos “con sus negros venezolanos”; José Eustasio Rivera “con su

Vorágine venezolana” (sic); Benítez Vinueza “con su pieza ‘Aguas turbias’.” Suiffet

luego subraya un aspecto que consideramos muy importante: su énfasis en ver al hombre

en la naturaleza, no a la naturaleza sola. Como destaca esta crítica, Barrett “fue quien

supo primero que todos dirigir la mirada a una situación humana, en la cual no se había

reparado porque no se la consideraba humana” (27). 15

198
Cuatro décadas más tarde, Fernández Vázquez encuentra en Barrett el origen de

dos líneas que marcarían la novelística latinoamericana del siglo XX. En primer lugar,

este crítico ve relaciones entre la obra de Barrett y la “novela indigenista” ejemplificada

en Icaza, “por la defensa constante que realiza del pueblo guaraní y de su lengua.” Se

trata de un punto sobre el que volveremos en el Capítulo 4, porque consideramos que el

contra-discurso neocolonial de los recursos naturales tiene en las novelas indigenistas una

de sus realizaciones. La segunda línea a la que se refiere Fernández Vázquez es la que va

de la obra de Barrett a la “novela de la selva,” en particular a La vorágine, de Rivera,

“donde la descripción de los caucheros recuerda en ciertos momentos, y salvando las

distancias que supone la narración y el periodismo, a la descripción de los yerbatales

paraguayos” (99).

Con todas sus diferencias, ambas citas mencionan obras que consideramos están

vinculadas de alguna manera—unas más que otras—con el discurso que Barrett

contribuyó a construir, como en parte ya hemos discutido en el Capítulo 1. En las

observaciones de estos críticos, asimismo, esas obras resultan agrupadas a partir de

criterios que exceden los de adscripción a una literatura nacional, así como a

determinados géneros, temáticas, estilos o ambientes. Suiffet dice: “pintan idénticas

situaciones.” Nosotros decimos que aluden a una matriz narrativa similar, relacionada

con una incipiente reflexión sobre el neocolonialismo. Es por esta razón que, para

entender el carácter precursor de Los yerbales en la literatura latinoamericana, creemos

que no alcanza con señalar la saga de narrativa sobre la explotación en los yerbales.

Enumeremos, brevemente, qué obras, de dispar reconocimiento, podrían incluirse en esta

199
saga: por ejemplo, la novela del “realismo social” argentino El río oscuro (1943) de

Alfredo Varela, menospreciada por Jitrik (Horacio Quiroga 45) y Rodríguez Monegal

(Las raíces 154), pero valorizada por Foster (Social Realism (124-142) y Abelardo

Castillo (“Lo que pasó” 13), entre otros. También, podemos agrupar aquí una novela

olvidada y olvidable como La caá yarí (1945), de Alejandro Magrassi; o una celebrada

novela del boom, como Hijo de hombre, de Roa Bastos (1960). 16 Nuestro propuesta, sin

embargo, es más amplia: nos interesa destacar que Barrett fue precursor en América

Latina de un nuevo modo de hablar de la explotación de la naturaleza y las poblaciones

locales en relación con una situación imperial, que requiere pero que excede su denuncia

sobre la cuestión de una situación de explotación particular.

De todos modos—y quizás un poco inconsecuentemente—quisiéramos dedicar

unas líneas a mostrar el modo como Los yerbales impactó en la visión de la selva

misionera como espacio literario e ideológico para un autor al que la lectura dominante

considera que escribe sobre la selva fundamentalmente a partir de su experiencia directa.

Como adelantamos, nos referimos a Quiroga. Creemos que este análisis puede ser

interesante tanto para entender cómo pudo haber circulado tempranamente la obra de

Barrett, como para reflexionar sobre el proceso de producción literaria de Quiroga. Y,

sobre todo, para presentar algunos de los textos del uruguayo—una de las mayores

figuras de la cuentística de la región en la primera mitad del siglo XX—como

representantes del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. En este sentido,

podría incluso postularse que una parte de la obra de Quiroga contribuye a amplificar el

impacto de la obra de Barrett.

200
Barrett y Quiroga fueron estrictamente contemporáneos: el primero nació en 1876

en España; el segundo en 1878 en la localidad uruguaya de Salto. Los dos se mueven por

varios de los mismos espacios, aunque con una cierta disonancia: ambos están en Buenos

Aires en 1904; Quiroga se establece en Misiones en 1906, mientras Barrett está en

Asunción entre 1904 y 1908 (Rodríguez Monegal, El desterrado). Barrett está en

Montevideo entre el 15 de noviembre de 1908 y el 28 de febrero de 1909—fecha en que

regresa al Paraguay, primero clandestina y luego legalmente. Finalmente, Barrett pasa

seis horas en Montevideo el 6 de septiembre de 1910, cuando es tratado como un

personaje famoso. 17 Y allí se publican 12 recopilaciones de sus trabajos a partir de 1910;

como dijimos, tres preparadas por él y las demás por su viuda.

Ahora bien, tanto Barrett como Quiroga se relacionan intensamente con la

intelectualidad de Montevideo en la primera década del siglo XX: tienen trato directo y

son apreciados por Rodó, figura clave del campo. Mientras Barrett publica en

Montevideo, dos diarios de Buenos Aires—donde en ese momento está Quiroga—

reproducen sus artículos. Además, los dos escritores publican en algunos de los mismos

medios, sobre todo, la revista Caras y Caretas de Buenos Aires—una publicación muy

importante en la carrera de Quiroga, y en los últimos años de Barrett. 18 También aspiran

igualmente a vivir de la escritura y lo logran en determinado momento; se trata de una

aspiración que supone dedicar una importante atención a los lugares de publicación. 19 Es

difícil imaginar que Quiroga no haya sabido de Barrett, y leído algunos de sus textos.

Podemos presentar otro dato interesante, aunque no quisiéramos forzar la relación porque

se trata de algo meramente especulativo: a partir de 1906, según cuenta Rodríguez

201
Monegal, Quiroga participa de una empresa no demasiado exitosa para el cultivo—no la

explotación—de la yerba mate, aprovechando facilidades que ofrece el gobierno

argentino (El desterrado 119-120). Esta cercanía con el asunto podría justificar un interés

mayor de Quiroga por la lectura de Los yerbales, publicada apenas dos años después.

Finalmente, Muñoz sostiene que Forteza, el autor del libro Rafael Barrett. Su obra, su

prédica, su moral, que hemos comentado en varias instancias de este capítulo y el

anterior, es primo de Quiroga por parte de madre. No sólo eso: señala que la edición del

libro en Buenos Aires en 1927, fue realizada con apoyo del propio Quiroga (“Rafael

Barrett y ‘La Razón’ 50). 20

¿Cuál es, entonces, la relación entre Quiroga y Barrett? Cuando Abelardo Castillo

analiza los autores cuya obra fue importante para Quiroga menciona, además de a

Leopoldo Lugones y a los autores explícitamente citados por el escritor—Poe, Kipling,

Chéjov, Maupassant, Ibsen, Dostoievski—a Barrett. Lo nombra al pasar, como una

obviedad que no le entusiasma y no merece explorarse: “… no sería caprichoso suponer

que también leyó a Rafael Barret (sic)” (“Liminar” 30). Roa Bastos es más asertivo,

declarando sin atenuantes, que encuentra en los cuentos de Quiroga una “proximidad”

que abarca diversos aspectos, entre ellos cuestiones formales además de temáticas. A

partir de la cita de Roa Bastos podría pensarse tanto en una relación por lectura directa de

la obra de Barrett por parte de Quiroga, como una relación indirecta, a través del impacto

del trabajo de Barrett en los círculos intelectuales, al introducir asuntos y perspectivas

sobre los mismos:

Los cuentos y los artículos de Quiroga, en su innegable originalidad, revelan por


ello mismo con mayor fuerza significativa la proximidad de Barrett en su

202
lenguaje, en su concepción y en el tratamiento de los temas y problemas de la vida
del hombre concreto en una situación concreta de la sociedad; ese núcleo de
convergencia interna que se torna después en foco de irradiación permanente, de
universalidad en la unicidad personal; no son únicamente los vestigios de uno en
los otros sino, más vale, los trazos y el signo del tiempo cuyas leyes son captadas
por temperamentos afines, por más diversas, fragmentarias y disímiles que
pudieran aparecer en su elaboración sucesiva. (XXX)

Creemos que entre la actitud displicente de Castillo y el énfasis de Roa Bastos no

necesariamente hay incompatibilidad. En este sentido, coincidimos con las palabras de

Maeztu cuando señala que Barrett “corrió el velo espeso que cubría la selva

sudamericana a los ojos del mundo”; y se convirtió en “el descubridor de América para

los americanos” (11 y 12). Si no el único o el más importante, uno de los aportes

fundamentales de Barrett fue hacer visible la selva misionera como ámbito de explotación

de las potencias locales—la Argentina y el Brasil—sobre el Paraguay dominado.

Intermediarios que, al controlar las operaciones de exportación, articulan la dominación

neocolonial de las potencias que dominan el mercado internacional. La selva como

frontera interna donde el imperialismo toca tierra, con la fuerza de un tornado, dejando en

la naturaleza y en los cuerpos humanos—en ciertos cuerpos humanos—las huellas de las

líneas de fuerza de la explotación a la distancia: la selva como ámbito brutal en tanto que

ámbito social, no meramente natural; en tanto que ámbito internacional y no meramente

local. Con su construcción de “los yerbales” como ámbito de explotación de recursos

naturales destinados a la exportación, a través de un sistema de sometimiento y violencia

de ciertas poblaciones locales, Barrett hace visible la selva misionera como frontera

interna del imperialismo.

203
Postulamos, entonces, que puede analizarse el diálogo de la obra de Barrett con la

de Quiroga en dos niveles: uno muy abstracto y otro muy concreto. El primero es el que

está relacionado con la lectura que Jennifer French hace de Quiroga, cuando lo presenta

como “a colonial writer, a writer whose literary production is profoundly shaped by

informal imperialism and the modern experience of capitalist expansion” (69). En este

sentido, no sólo Los yerbales sino, como vimos, otros trabajos de Barrett articulan una

clara visión sobre la situación de dominación neocolonial a que está sometida la región.

En la misma línea, French hace una observación sobre la relación entre hombre y

naturaleza en Quiroga que es muy similar a las que hemos hecho sobre Barrett:

In many of Quiroga’s stories, the problem is not the inherent malignity of the
jungle, but the way the capitalist exploitation transforms local workers’
reasonable logical relationship with the land into an irrational and mutually
destructive situation. (62)

En un nivel muy concreto, creemos que en particular tres cuentos de Quiroga

evidencian el impacto, directo o indirecto, de Los yerbales y del contexto político en que

Barrett escribe estos artículos—o, más correctamente: del contexto que esos cuentos

contribuyen a construir. Esos cuentos son “Los mensú,” publicado en la revista Fray

Mocho el 3 de abril de 1914, y compilado en Cuentos de amor, de locura y de muerte en

1917; “Una bofetada,” publicado el 28 de enero de 1916 también en Fray Mocho e

incluido en El salvaje en 1920; y “Los precursores,” publicado en el diario La Nación el

14 de abril de 1929, y nunca recogido en libro. Al análisis de estos cuentos sumaremos el

de una novela corta de Quiroga, descuidada, casi olvidada por la crítica, y que puede

considerarse un sugestivo antecedente de la temática que tratarían esos cuentos, si bien

204
difiere en el tratamiento en aspectos cruciales—y es en este aspecto en el que más nos

interesa. Nos referimos a Las fieras cómplices, publicada en cinco entregas sucesivas en

Caras y Caretas entre el 8 de agosto y el 5 de septiembre de 1908.

Al elegir los tres cuentos señalados nos apoyamos en una agrupación que ha sido

adoptada por otros críticos, y que no es sólo temática: suele incluirse estos cuentos entre

los que tratan “la cuestión social,” agrupándolos en general junto a algunos otros; o

formando un subconjunto específico, y hasta separándolos del resto de la producción

quiroguiana, al considerarlos poco característicos de su obra. 21 La relación entre los

cuentos y la novela corta ha sido menos destacada; entre los críticos que se detienen a

analizarla se cuenta Gustavo Luis Correa. 22 Detrás de la agrupación de los tres cuentos,

por otra parte, resuena una polémica tácita entre los críticos que consideran los cuentos

misioneros los mejores o más plenamente quiroguianos, y quienes prefieren otros

relatos. 23 Polémica tras la cual se cuela, en realidad, otra más amplia, que tiene que ver

con si Quiroga es o no un escritor “de tema social,” cuestión analizada con detalle por

Roy Howard Shoemaker (191-192, n. 39). Ambas exceden el alcance de este trabajo: aquí

nos interesa ver en qué medida Quiroga es un “escritor social”—adoptando

momentáneamente esta terminología—sólo en relación con las obras que pueden

considerarse representativas del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, no

en relación con el conjunto de su obra. Observaciones similares haremos con respecto a

los textos de otros escritores—notablemente, sobre César Vallejo en el Capítulo 4.

Ahora bien, nos concentraremos en analizar el diálogo entre Quiroga y Barrett en

el nivel concreto por dos razones: en primer lugar, porque de algún modo, ambos

205
enfoques están relacionados, en la medida en que, creemos, Los yerbales es el ejemplo

más claro y detallado de la situación de explotación neocolonial cuyo análisis Barrett

despliega en varios de sus textos. Es, entonces, el caso que ilustra de manera más

representativa una situación sobre la que este escritor habló también de modos más

abstractos—aunque quizás no tan eficazmente o con tanta repercusión. Es por eso que,

como vimos en el Capítulo 2 al comentar las opiniones de Maetzu y Viñas, Barrett ha

sido valorizado, sobre todo, como el autor de Los yerbales: ese texto puede pensarse

como una macro-metáfora de la situación de explotación neocolonial. Condensa,

entonces, una reflexión más amplia, extendida en la obra de Barrett como vimos, y ofrece

la posibilidad de pensar un problema general a partir de un caso particular y cercano; un

caso sobre el que escritores y lectores de la sub-región de la cuenca del Plata pueden

sentirse interpelados. Esta primera razón, entonces, tiene que ver con la obra de Barrett,

su circulación y pervivencia; así como su contribución a la conformación del contra-

discurso neocolonial de los recursos naturales.

La segunda razón que motiva el que nos concentremos en el diálogo entre Barrett

y Quiroga a nivel concreto tiene que ver con la obra del uruguayo: es porque creemos que

nuestro análisis puede representar un aporte a la comprensión de la obra de Quiroga,

cuestionando el espejismo de la fuente “real” de sus relatos, en dos sentidos. El primero

está relacionado con la sorpresa que produce el hecho de que una parte importante de la

crítica haya aceptado sin cuestionar el origen únicamente observacional de los relatos

misioneros de Quiroga, olvidando que la realidad es siempre materia que requiere de la

interpretación para ser inteligible. Y en esto, los discursos previos, literarios o no, son

206
clave: por lo cual, olvidar a Barrett cuando se analiza a Quiroga es un descuido; y el

comentario de Roa Bastos sobre la relación entre la obra de ambos resulta, entonces, un

aporte capital.

El segundo sentido está relacionado con la propuesta de este trabajo. Desde

nuestro interés por trazar la genealogía del contra-discurso neocolonial de los recursos

naturales, proponemos otra lectura de la actitud “realista” de Quiroga: la que tiene que

ver con legitimar la enunciación a través de su anclaje en una “nacionalidad.” Creemos

que, al igual que Barrett debe ser “paraguayo” para escribir Los yerbales, Quiroga quiere

ser “misionero”—mostrar que estuvo allí, que conoce todo de primera mano—entre otros

motivos, para tratar la problemática de la zona. Esto hace de Quiroga, como hizo de

Barrett, un representante claro del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales.

Creemos que no se trata meramente de tocar un tema o de incluir determinados elementos

en el texto—el recurso natural, el grupo social explotado, la situación de dominación

extranjera. Es importante, también, hablar de la situación desde un lugar situado, como

connacional; es decir, como representante legítimo de un colectivo.

Entre la “realidad” y los discursos

La comprensión de Quiroga de la situación de explotación neocolonial, ha

señalado la crítica, parte tanto de la observación del natural como de la lectura de ciertas

obras literarias, por ejemplo, Rudyard Kipling. En algunos casos, esa influencia literaria

fue considerada motivo para desvalorizar su escritura—como en un recordado juicio de

Borges. Para aventar este tipo de crítica, Rodríguez Monegal, en un gesto que se volverá

207
canónico, destaca “la realidad” que fue la fuente de los cuentos de Quiroga, refiriéndose

en particular a los ambientados en Misiones:

Pero hacia 1912, cuando comienza a escribir sus cuentos de monte, allá en San
Ignacio, lejos de toda actividad literaria y solo, la historia era distinta. Quiroga
hollaba caminos y no lo sabía. … Pudo seguir la ruta del Modernismo; pudo
continuar escribiendo cuentos basados en otros cuentos (Borges resumió un día su
oposición generacional a Quiroga en esta frase lapidaria e injusta: ‘Escribió los
cuentos que ya habían escrito Poe o Kipling’). Pero la realidad se le metía por los
ojos y tocaba dentro de él una materia desconocida. Misiones era descubierta pero
al mismo tiempo Misiones lo descubría o revelaba. (Las raíces 12-13)

Ahora bien, Rodríguez Monegal insiste en esta perspectiva, más allá de su

aparente intención inicial de defender a Quiroga del gesto borgeano. Parece sumarse

ahora otra motivación: separar a Quiroga del anarquismo, el socialismo y el marxismo,

doctrinas que, según parece estar implícito en la valoración de Rodríguez Monegal,

podrían convertir a la literatura en un discurso ancilar. Paradójicamente, para salvar a la

literatura de esa servidumbre, la coloca en otra: la de la “realidad.” Este crítico viaja a

Misiones donde, entre otros lugares que visita junto al hijo de Quiroga, encuentra la

Bajada Vieja por donde “circulaban los mensús” rumbo a las “bailantas” (Las raíces 105-

106). Y, tras analizar “Los mensú,” “Los destiladores de naranjas” y “Los precursores,”

Rodríguez Monegal concluye:

… al examinar la situación económico-social de Misiones, Quiroga no teoriza.


Estudia situaciones concretas, desmonta la explotación capitalista a partir de la
realidad misma. No hay simplificaciones teóricas ni esquemas más o menos
marxistas, que se superpongan a la experiencia de lo real. (Las raíces 153)

El origen “real” de las historias de Quiroga se transforma, entonces, en una visión

dominante sobre los cuentos misioneros. Sumemos, por ejemplo, el comentario de

Nicolás Bratosevich sobre “Los mensú”:

208
Pero si el puente tendido de lo documental se encarga de colaborar de tanto en
tanto la verdad vigente al margen de la literaria invención, esa verdad impregna,
de otro modo y por vía de constante aprehensión intuitiva, la marcha de relatos
íntegros. Es la fidelidad de lo real—por ejemplo, a la realidad social—lo que le
permite entregarnos sin idealización el espectáculo de los hombres explotados, a
pesar de que el relator ha tomado partido por ellos. Agréguese a la brutalidad de
Los mensú, crudamente caracterizada por el mismo que los compadece …
(Bratosevich 45).

Una cita similar se encuentra en el trabajo de Hanne Gabriele Reck, Horacio

Quiroga. Biografía y crítica, completamente inspirado en esta perspectiva. Ese libro,

sostiene la propia autora, incurriendo deliberadamente en una repetición muy

significativa “tiene la intención de observar el desarrollo de la vida de este escritor y

notar cómo las realidades de su experiencia se transformaron en la realidad intrínseca de

lo que escribió” (6).

El espejismo no dura eternamente, sin embargo. Críticos como French corrigen

esta perspectiva, volviendo a insistir en la doble vertiente sobre el origen y sentido de los

cuentos misioneros de Quiroga: no sólo la “real” sino también la literaria. A la

observación borgeana sobre la lectura de Kipling, French suma la de Joseph Conrad; y

esta vez hace una valoración positiva de la recreación quiroguiana de estas fuentes

literarias. La visión de French es más sutil que la de Rodríguez Monegal, dado que no

contrapone la influencia discursivo-literaria con la observación directa, sino que las

articula (38-70). En este sentido, nuestra reflexión va en la misma dirección que la de

French pero avanza un paso más, al sumar un antecedente discursivo más cercano a la

genealogía literaria de Quiroga, cuando incluimos a Barrett.

209
Antes de dedicarnos al análisis de los tres cuentos de Quiroga, que proponemos

como obras plenamente representativas del contra-discurso neocolonial de los recursos

naturales, vamos a detenernos en la consideración de la novela corta Las fieras cómplices

que, como dijimos, adelanta la temática de la explotación en la selva. La fecha de

publicación de esta obra por entregas es muy cercana a la de Los yerbales; como dijimos,

Barrett publica sus artículos en Asunción entre el 15 y el 27 de junio, y Quiroga publica

su novela por entregas en Buenos Aires entre el 8 de agosto y el 5 de septiembre. Ambos

escritores, entonces, están trabajando sobre una temática próxima casi en simultáneo: han

identificado una situación de explotación e injusticia, y escriben textos narrativos sobre la

misma. Hasta allí llegan las semejanzas; ya nos detendremos en las diferencias, que se

atenuarán considerablemente cuando Quiroga vuelva sobre la temática en los tres cuentos

que hemos seleccionado.

Las fieras cómplices está ambientada en un obraje maderero del Matto Grosso

brasileño, donde se produce una situación de inhumana explotación, a la que se alude

pero que no se desarrolla. Una lítote en mitad del relato es muy sugestiva en este sentido.

Dice el narrador: “Aquéllos que saben lo que pasa en casi todos los obrajes,

comprenderán perfectamente lo que aquí se oculta: para los que lo ignoran, mucho mejor

es que lo ignoren siempre” (Cuentos 167-168). Cuenta la historia de una venganza,

debida a un enfrentamiento que derivó en un castigo cruel e injusto; un aspecto clave es

que se trata del enfrentamiento entre dos “patrones.” Uno de ellos es el dueño del obraje,

el brasileño Alves: “el perfecto tipo del déspota, iracundo, cobarde, miserable, cruel,

hasta el refinamiento y con una voluntad de hierro” (168). Su oponente es Longhi, un

210
“revisador de maderas” italiano, “de una energía a toda prueba” (167), quien se

compadece de la suerte de los trabajadores y se propone ser justo en su tratamiento. Será

esta actitud la que motivará el enojo de Alves, y su respuesta violenta. En particular,

Longhi toma como su protegido al indio Guaycurú, el más explotado entre los

explotados:

El indio, sobre todo, había sido siempre la eterna víctima de los revisadotes. En el
gran desamparo de su raza y humildad, jamás había podido hacer admitir su
madera por la mitad siquiera. Siempre hallaban que sus vigas estaban mal
encuadradas, o tenían carcoma o habían sido tumbadas en época de lluvia,
siempre algo en su contra. El indio reanudaba mudo su trabajo, que apenas le
alcanzaba para no morir de hambre, y ya hacía veinte años que duraba su violenta
miseria. (170)

El relato comienza in media res, en una noche de tormenta en que se producirá el

encuentro que dará lugar a la revancha. Luego va atrás en el tiempo, para relatar el

enfrentamiento, y los castigos que Alves propinaría a Longhi y Guaycurú. El primero es

volado con dinamita; el segundo es expuesto a las hormigas, que dejarán marcado su

cuerpo para siempre. Ambos sobreviven; Guaycurú sigue en el obraje, pero Longhi es

dado por muerto. Oculto en la selva, el “patrón” piadoso tramará su venganza: domestica

a una leona, que será la que finalmente terminará con la vida de Alves. En la escena de

cierre, consumada la venganza, Longhi se aleja del obraje. Deja atrás a sus dos aliados,

en un cuadro que los hermana, en el último párrafo, en tanto que criaturas igualmente

naturales, domesticadas y abandonadas por el hombre civilizado:

Longhi tuvo los ojos fijos en la costa, donde el indio continuaba mudo,
desesperado, hasta que la distancia lo borró. Entonces, recostado en la baranda,
mientras el vapor descendía el río, revivió mirando la lúgubre selva, todas las
angustias de esos últimos meses en que había dejado muchas esperanzas que ya

211
no recuperaría, un oscuro y fiel amigo, y una leona que, ronca ya, rugía
desesperada a su amo que la abandonaba. (196-197)

La semejanza entre este relato sobre los obrajes brasileños y la denuncia

contemporánea de Barrett sobre los yerbales paraguayos tiene que ver fundamentalmente

con la situación de explotación inhumana, las injusticias flagrantes, el abuso de la

fuerza—incluso en algunos detalles, como el uso de las hormigas como forma de tortura.

Hay, sin embargo, dos diferencias importantes. En primer lugar, la ambientación remota.

Barrett escribe en Asunción para lectores paraguayos sobre una situación local; Quiroga

hace en Las fieras un relato casi exótico, sobre el que ni autor ni lectores pueden ni deben

actuar, en la medida en que no son connacionales de los explotados. La segunda

diferencia, crucial, tiene que ver con que los antagonistas pertenecen a la misma clase,

dado que ambos son “patrones”: no hay aquí rebelión de los oprimidos, sino mero

enfrentamiento entre dos miembros del grupo de los patrones. Termina predominando el

europeo, el blanco, sobre el cruel criollo brasileño.

Quiroga revisa estos aspectos en los tres cuentos en que retoma esta temática; y es

por eso que nos atrevemos a sostener que los mismos evidencian el impacto directo o

indirecto del trabajo de Barrett. No en vano, cierta crítica ha visto esos cuentos de

Quiroga como precursores del mismo tipo de literatura que Suiffet y Fernández Vázquez

han considerado que Barrett inaugura. Es revelador que, en su biografía de Quiroga, El

desterrado, Rodríguez Monegal considera que “Los mensú” y “Una bofetada”

representan “ilustres adelantados de toda una literatura rioplatense y hasta americana de

realismo social” (152). Entre las obras de esta tradición que Quiroga adelanta, el crítico

212
menciona Los de abajo, de Mariano de Azuela (1916), La vorágine de Rivera (1924),

Don Segundo Sombra (1926), y Doña Bárbara (1926). No compartimos la inclusión de

las dos últimas, pero nos parece significativa la de las dos primeras.

Vamos a detenernos, entonces, en el análisis de los aspectos de estos cuentos que

nos parecen importantes en función del diálogo entre la obra de Barrett y la de Quiroga.

De “Los mensú” puede decirse sin exagerar que es la versión de ficción de Los yerbales,

con unas pocas adaptaciones y diferencias: se cuenta el mecanismo de contratación de los

peones por pago de adelanto; el modo dispendioso como los peones lo gastan en la

ciudad en pocos días de diversión; la vida de sacrificios y maltrato a que son sometidos

en la selva; las dificultades que enfrentan para saldar su deuda; las persecuciones

sangrientas a que son sometidos si escapan. No en vano Shoemaker ha vinculado este

cuento a la “literatura social,” destacando: “sus detalladas descripciones de los abusos

que se cometían con los indígenas en los obrajes americanos” (172), haciendo eco

inconsciente de las palabras de Maeztu sobre Barrett.

“Los mensú,” entonces, narra la historia de Cayetano y Podeley, “peones del

obraje,” que acaban de llegar a Posadas después de nueve meses, y año y medio de

trabajo, respectivamente, en la explotación de la madera. No se trata de peones de los

yerbales, entonces; ésta es una diferencia importante: Quiroga sigue ambientando la

historia en los obrajes, como en Las fieras cómplices, aunque ahora no en el Matto

Grosso sino en Misiones. A pesar de estar recién desembarcados, pronto los dos peones

firman un contrato por el que reciben un anticipo, que gastan inmediatamente de manera

alocada en la ciudad. La descripción de Quiroga, marcada por cierto patetismo, recuerda

213
la que citamos de Los yerbales en el Capítulo 2 por la presencia de prostitutas, el

consumo de alcohol, y hasta el detalle de la compra de ropa y perfumes en exceso:

Babeantes de descanso y dicha alcohólica, dóciles y torpes, siguieron ambos a las


muchachas a vestirse. … las muchachas renovaron el lujo detonante de sus trapos,
anidáronse la cabeza de peinetones, ahorcáronse de cintas—robado todo ello con
perfecta sangre fría al hidalgo alcohol de su compañero. … Cayé adquirió muchos
más extractos y lociones y aceites de los necesarios para sahumar hasta la náusea
su ropa nueva. (Todos los cuentos 77-78)

El tono general del relato no parece, en principio, tan fatalista como los artículos

barrettianos. Como se dijo, los peones llegan a la ciudad tras pagar su deuda—o sea que

la deuda puede pagarse. Sin embargo, pronto cambia el tono, volviéndose más oscuro. Se

describen las condiciones de vida miserables: el mal alojamiento, la mala comida, el

sobreprecio de los productos. Podeley, el peón más disciplinado del par, el que había

pagado su deuda previa en menos tiempo, se enferma de paludismo. Pide regresar a la

ciudad para curarse, dado que la quinina no lo ayuda. Cuando este permiso le es negado,

a pesar de ser un peón “cumplidor,” decide escapar. El narrador adopta el punto de vista

del mayordomo para dejar ver la crueldad de la situación: “… el mensú que se va puede

no volver, y el mayordomo prefería hombre muerto a deudor lejano” (83). Los mensús

comienzan a planear la huida, a pesar de su temor al “winchester” del capataz—como el

que aparece en Los yerbales. La visión de la selva es sumamente significativa.

Shoemaker (167) ha señalado que en este cuento aparece por primera vez “el bosque”

como un “desierto”: “… los lúgubres murallones del bosque, desierto del más remoto

¡ay!” (Todos los cuentos 86). Abelardo Castillo también habla de la selva como

“desierto” en Quiroga (“Liminar” XXV). Nosotros vemos como elemento barrettiano, en

214
la cita que destaca Shoemaker, no sólo la caracterización de la selva como “desierto,” en

términos de la soledad y el aislamiento de los peones, sino también su implícita

comparación con la cárcel, dos aspectos a los que nos hemos referido al analizar Los

yerbales.

El desenlace de “Los mensús” en cierto modo está previsto en el texto de Barrett,

de tonos tan pesimistas: tras esquivar las balas en un encuentro, los dos mensús huyen por

el río. Podeley muere por la fiebre, pero también de hambre y de frío. Cayé se salva, llega

a Posadas. Sin embargo, no puede salir del círculo de explotación: “Pero a los diez

minutos de bajar a tierra estaba ya borracho con nueva contrata, y se encaminaba

tambaleando a comprar extractos” (87).

“Una bofetada” también cuenta una historia de peones de los obrajes madereros

marcada por la relación de explotación. Sin embargo, su tono, más ligero, hace pensar en

la posibilidad de otro final. Se destaca el personaje de un mensú, extraño protagonista que

nunca recibe nombre: es “un indiecito de ojos fríos y bigotitos en punta.” Por un

incidente motivado por el alcohol en un viaje remontando el río Paraná, el mensú sin

nombre es abofeteado, “de derecha y revés” por Korner, “el dueño del obraje cuyo era el

puerto en que estaba detenido el vapor…” (205). Puede parecer un detalle menor, pero lo

cierto es que se trata de un propietario de tierras y de aguas, nada menos: alguien que

controla la producción y la exportación; lo que está quieto y lo que se mueve. El mensú

responde a los golpes, amenazante: “Algún día,” murmura. Sigue la vida del mensú,

alternando tiempo en los obrajes y tiempo en Posadas, donde hace vida de gigoló:

215
“viviendo de sus bigotitos en punta” (206), “de la fatiga de sus piernas” (207). No puede

volver al obraje de Korner porque su presencia está prohibida.

Pero, finalmente, patrón y peón se reencuentran por casualidad en una picada;

están solos. Shoemaker ha criticado este encuentro inmotivado, “que echa a perder la

verosimilitud del relato” (174-175). Ciertamente, parece un golpe de suerte—o un guiño

del escritor a su criatura, dándole una oportunidad para la esperada venganza. Entonces el

mensú se adelanta a la bala de Korner y, con un golpe de machete, le arrebata el revólver

y le corta el dedo índice, “adherido al gatillo” (209). El mensú obliga a Korner a caminar,

y va matando lentamente, a golpes de látigo, a quien lo había ofendido. George D.

Schade ha señalado el eficaz uso del diálogo a lo largo de esta caminata, para marcar el

sadismo de la escena (xvi). 24 En el final, el mensú se dirige al Brasil. El mensú lamenta

perder “la bandera”—cuestión que lateralmente alude a un nacionalismo, que resuena con

la observación del narrador sobre la cuestión de la propiedad de la tierra y el agua, que

comentamos. El cuento termina con su exclamación de triunfo por parte del peón: el

narrador da un paso al costado y cede al protagonista el cierre, momento clave en un

cuento. La construcción de esta última oración marca doblemente la cuestión del carácter

extranjero del patrón doblegado: en primer lugar, al llamarlo “gringo”; en segundo, al

incluir una palabra criolla y una frase en guaraní, que dan fuerte color local a la frase, de

carácter fundamentalmente expresivo: “¡Pero ése no va a sopapear más a nadie, gringo de

un añá membuí!” (211). Ciertamente, el desenlace de “Una bofetada” parece una

respuesta a esa propuesta de Barrett en el artículo “El obrero,” que comentamos: el

asesinato de Korner por el mensú resulta ser “uno de esos buenos homicidios que

216
refrescan el alma, uno de esos casos en que la víctima se vuelve verdugo, y el verdugo,

víctima” (El dolor 1911, 140).

Shoemaker ha señalado que el “motivo de la bofetada” y “el tema de la venganza”

están presentes en relatos previos de Quiroga, de otros ambientes (172-173). A nosotros

nos interesa detenernos menos en lo temático y más en el ambiente. Por eso destacamos

que en “La bofetada” tenemos nuevamente la situación de explotación, marcada no tanto

por la miseria en este caso, sino por la humillación, que marca la relación de dominación

de una manera no directamente relacionada con la supervivencia—pero quizás por eso,

más significativa, dado no se trata sólo de la situación económica que podría

eventualmente revertirse. El dato nuevo es que el explotador es identificado claramente

como un extranjero, “un gringo.” De esta manera, se establece una relación entre el

corpus de cuentos referidos a los “desterrados” europeos, los “pioneros,” y los cuentos de

la explotación de los mensús. Queda así articulada una mirada anti-imperialista bastante

encendida. French ha analizado la semejanza entre la historia de “Una bofetada” y una

anécdota narrada en Heart of Darkness. Sostiene que ambos relatos de alguna manera

subvierten la relación clásica entre nativo y europeo, “by demonstrating that the true

‘savages’ are not the natives so much as the Europeans who have come to exploit them”

(48-49). Ciertamente, se trata de una concepción de la situación de dominación

neocolonial que ya hemos destacado en Barrett, al señalar que Los yerbales proponen una

inversión de la oposición civilización y barbarie. Esta inversión de la oposición no estaba

presente en Las fieras cómplices, que enfrenta dos patrones: el brasileño—el local para la

217
historia, aunque no para la escritura y la lectura—es cruel, y el italiano es piadoso. En la

novela corta, Europa es todavía la civilización, y América la barbarie.

Finalmente, el tercer cuento que revela, a nuestro entender, el impacto de la obra

de Barrett en la de Quiroga es “Los precursores,” relato que, para Rodríguez Monegal,

“contiene el mejor, el más sano testimonio sobre la cuestión social en Misiones.”

También lo llama “su último gran cuento” (Las raíces 15 y 125). Shoemaker ha

destacado que se trata de un cuento en que Quiroga “experimenta con la estructura

cuentística” (293-294). La relación de este cuento con Barrett, creemos, no se da a través

de la lectura de sus textos, sino de la representación indirecta de su hacer como agitador

anarquista. Aclaremos: no específicamente de Barrett, sino de la acción del movimiento

anarquista en la región. 25 A esta altura, ya no queda ninguna duda sobre que Quiroga

conoce a Barrett, dado que este cuento es de 1929, y él había apoyado la publicación del

libro de Forteza en 1927. En algún sentido, entonces, este cuento admite ser leído como

una suerte de homenaje, levemente irónico, a la acción de Barrett como anarquista.

El relato consiste en una narración evocativa, en primera persona, de uno de los

partícipes en la primera rebelión de los peones, cuando comenzó “el movimiento obrero

de los yerbales” (1052). El interlocutor, aludido repetidamente en el texto, es un “patrón.”

El peón habla un español marcado por el guaraní, como ya comenta en las primeras

líneas. Así comienza el relato:

Yo soy ahora, che patrón, medio letrado, y de tanto hablar con los catés y
compañeros de abajo, conozco muchas palabras de la causa y me hago entender
en la castilla. Pero los que hemos gateado hablando guaraní, ninguno de esos
nunca no podemos olvidarlo del todo, como vas a verlo enseguida. (Todos los
cuentos 1052)

218
El relato es irónico, porque habla de una revuelta bastante cómica y fracasada,

liderada por un extranjero que acabó suicidándose al complicarse la rebelión: el “gringo”

Vansuite (“Van Swieten,” según aclara en el cuento una voz no identificada), quien “en

los diez años que llevaba de criollo había probado diez oficios sin acertarle a ninguno”; y

que “trabajaba duro, pero solo y sin patrón” (1052-1053). El líder de la revuelta,

entonces, es “gringo,” como el patrón piadoso de Las fieras cómplices y el impiadoso de

“Una bofetada,” pero trabaja mucho, como los mensús: doble filiación que lo coloca en

una situación ambigua, inestable. Las confusiones de los peones sobre aquello en lo que

están participando dan toques de humor al relato: un enviado del sindicato que esperaban

de Posadas es llamado por ellos “don Boycott” (1054). Como ha señalado Shoemaker, en

este cuento, “lo más acertado radica en la caracterización del narrador y en el lenguaje

que emplea éste” (294). Y allí se ve también, creemos, el diálogo con Barrett: tanto en las

incursiones imprevistas del guaraní en la palabra “en la castilla” del peón yerbatero,

como en sus comentarios sobre que aprendió a leer a partir de la participación en el

movimiento anarquista, para cantar la Internacional:

¿La letra, decís, patrón? Sólo unos cuantos la sabíamos, y eso a los tirones.
Taruch y el herrero Mallaria la habían copiado en la libreta de los mensualeros, y
los que sabíamos leer íbamos de a tres y de a cuatro apretados contra otro que
llevaba la libreta levantada. (Todos los cuentos 1053)

El bilingüismo es un tema de reflexión de Barrett, así como lo es su interés por la

alfabetización de los obreros y peones, sobre todo en relación con la alfabetización desde

abajo promovida por el anarquismo, como hemos visto. En síntesis, “Los precursores”

puede leerse como un homenaje irónico a Barrett, como quien señaló el problema de los

yerbales—y participó en dar impulso a las protestas.

219
De este modo, creemos que en estos tres cuentos puede verse la marca de la obra

de Barrett en la de Quiroga, de manera más o menos directa. Por otra parte, las

diferencias entre estos tres cuentos y Las fieras cómplices permiten de algún modo datar

indirectamente el comienzo de ese impacto, que ciertamente es posterior a la publicación

de esa obra. Puede hablarse hasta de una suerte de diálogo entre los autores, tanto en la

elección del asunto a tratar—la explotación de los peones de la selva—como en la

perspectiva adoptada. Como hemos visto, es posible rastrear ecos a nivel de ciertos

recursos literarios de los textos, como la analogía de la selva como “desierto” o cárcel; o

en ciertas descripciones, como las que tienen que ver con el modo de vida de los mensús.

Más profundamente y aunque con diferencias y matices, hay entre ambos autores una

proximidad ideológica en el modo de entender la situación de dominación neocolonial.

Regreso al periodismo: una lectura de Juan Carlos Onetti

Ahora bien, creemos que la obra de Quiroga no puede—ni debe—ser reducida a

los textos que puedan considerarse representativos del contra-discurso neocolonial de los

recursos naturales. Hecha la salvedad, nos interesa mostrar la potencia que alcanza este

discurso en los cuentos analizados, deteniéndonos en una lectura realizada por Juan

Carlos Onetti siete décadas después de la publicación de “Los mensús” y “La bofetada,”

y contrastándola con otras dos lecturas del tema de la selva en tanto que “naturaleza” en

relación con la “civilización.” Dejamos de lado, aquí, el análisis de lecturas que

encuentran motivos psicológicos, filosóficos o metafísicos en la selva quiroguiana, por

escapar del interés de nuestra argumentación. 26

220
Alberto Zum Felde coincide con buena parte de la crítica al señalar que “el tema

misionero” proporciona a Quiroga “sus más valiosas páginas” (“Formas actuales” 172).

Ahora bien, en la lectura de este autor, se trata de una naturaleza misteriosa, que guarda

secretos, pero que es esencialmente eso: naturaleza. Es decir, que no está marcada por los

elementos sociales. Los sufrimientos, los enfrentamientos, las muertes son en esas obras,

según Zum Felde, causados de manera inevitable por fuerzas inescrutables—quizás no

ciegas, pero que obedecen a razones que resultan generalmente enigmáticas ante los ojos

humanos. En su visión,

Lo extraordinario, lo misterioso, lo mágico, pero dentro de la realidad cotidiana,


que es su singularidad, siguen siendo las cualidades fundamentales de sus
ficciones selváticas, como lo fueran ya en las de ambiente civilizado de sus
primeros libros. Su doble vista se apodera de los rasgos más significativos de esa
materia bárbara, transformándola en los motivos alucinantes de sus cuentos. … Al
entrar en el clima espectral de su cuarta dimensión, todo se torna misterioso y
muestra su lado oscuro. (172)

La cita es muy reveladora en la medida en que Zum Felde pierde de vista el

elemento socio-económico tanto al analizar los cuentos ambientados en la selva como los

ambientados en paisajes urbanos. En este sentido, la naturaleza misteriosa, con sus

fuerzas invisibles, representa la coartada que le permite a Zum Felde hacer una lectura

despolitizada, que elimina los conflictos entre distintos grupos sociales, incluso en

escenografías donde el conflicto podría resultar más evidente. Es especialmente

significativo el modo como Zum Felde iguala, en la siguiente sucesión, a víctimas y

victimarios de la explotación, acercándolos además al mundo animal—el mundo natural.

La única diferencia entre el peón y el capataz es que uno es “primitivo” y el otro es

“feroz”; la distinción entre ellos no estaría dada por la relación que los vincula, sino por

221
una caracterización abstracta, basada en ciertos rasgos intrínsecos de cada uno. Estos

rasgos pueden semejarse o contraponerse, también de manera abstracta, con

características de entidades vegetales o animales:

No es sólo el hombre, rudo habitante de esa jungla tropical, sino la naturaleza


misma; bestias y plantas le entregan su secreto íntimo. Él nos revela tanto el otro
lado, oculto, el ser primitivo, del peón de los obrajes, como la vida elemental y
enigmática de las serpientes y las hormigas; el alma feroz del capataz de esas
factorías extractivas como el sueño sensitivo de la flor crecida en esas humedades
o la semiconsciencia del perro, que está casi en el umbral de lo humano. (172)

La lectura que Zum Felde hace de la selva quiroguiana, entonces, no sólo disuelve

el elemento social en la selva, sino que logra invertir el efecto, naturalizando—es decir,

fatalizando—las relaciones sociales en la civilización. En ese sentido, esta lectura puede

colocarse en un extremo de la comprensión de la obra de Quiroga como apolítica. Zum

Felde no encuentra ninguna referencia a la situación de explotación neocolonial en estos

cuentos de Quiroga.

En una posición intermedia encontramos que la selva quiroguiana es, para José

Duarte, un lugar fronterizo. Equiparable, por este carácter ambivalente, de zona de

contacto, con otros temas que marcan la problemática “de frontera” en la obra de

Quiroga: la muerte (“que representa la frontera sin regreso”); y la locura (que representa

una frontera poco definida pero que también marca límites que, una vez transpasados,

quedan en evidencia por “síntomas inconfundibles”). Para este crítico, la selva

quiroguiana representa una zona de contacto entre el medio social y el natural, entre “lo

auténtico y lo apócrifo”; en última instancia, entre “civilización y barbarie” (117-119). Lo

más interesante de su breve análisis es que, si bien José Duarte coloca nuevamente en un

222
plano de relación el mundo natural y el social, lo hace en el nivel de la representación, no

en un nivel abstracto, clasificatorio, y ajeno al texto. La propuesta de este crítico postula

una suerte de continuidad entre la selva y el medio urbanizado, que implica la

posibilidad—obturada para Zum Felde—de que ambos se influyan. Si bien José Duarte

no elabora más profundamente las condiciones de esta posible influencia, la deja

instalada: dado el carácter “fronterizo” de la selva, en ella lo natural podría encontrarse

en lo social, tanto como lo social podría encontrarse en lo natural.

Alejándonos todavía un paso más de la lectura de Zum Felde, en el extremo

opuesto a su visión plana, abstracta de las relaciones humanas, encontramos la lectura

política de Onetti. Creemos que un artículo publicado en 1987 en el diario El País, de

Madrid, puede considerarse un ejemplo elocuente de que, en tanto que textos

representativos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, ciertos cuentos

de Quiroga ofrecen, como vimos en el Capítulo 1 que propone Roberto González

Echevarría sobre los “hegemonic discourses,” marcos interpretativos cruciales para la

comprensión de la realidad por parte de sus lectores—en este caso, por parte de un lector

que es capaz de plasmar su interpretación en un nuevo texto.

En su artículo, Onetti hace una semblanza de Quiroga en la que, en primer lugar,

se refiere a sus cualidades literarias. Tras compararlo con Ernest Heminway en la medida

en que ambos fueron criticados por la generación siguiente de escritores—ciertamente,

está pensando en Borges—, Onetti expresa su profesión de fe con respecto a la calidad de

su trabajo. Y a la valorización artística suma el reconocimiento de su valor social, de la

importancia de su denuncia sobre la explotación de los mensús, poniendo énfasis en

223
aspectos que hemos destacado: la explotación inhumana, las dificultades para la rebelión,

la importancia del idioma guaraní, la presencia sobrecogedora del “patrón.” Así lo

resume Onetti:

Todos los cuentos de Quiroga, cualquiera sea su tema, están construidos de


manera impecable. Pero debo señalar que aquellos que se sitúan en Misiones
están impregnados del misterio, la pobreza, la amenaza latente de la selva. Allí es
imposible descubrir arte por el arte, regodeos puramente literarios.
Porque la selva amparaba el horror del que supo el escritor y que venció la
ferocidad de su individualismo. Supo de la miserable sobrevida—o persistencia
del no morir—de los mensú, de sus sufrimientos callados porque conocían la
esterilidad de expresarla con la dulzura exótica de su idioma guaraní. Tal vez,
raras veces, se les escapara un ‘añamembuí’ dirigido al patrón invisible y de
crueldad cotidiana e interminable. (424)

Lo que sigue en el artículo de Onetti es un relato que recrea, fundiéndolos, los

cuentos “Los mensú” y “Una bofetada,” acentuando ciertos aspectos; haciendo su crítica

social más explícita, y actualizándola. Onetti encuentra en esos cuentos de Quiroga e

incluye en su narración, uno a uno, los elementos característicos del contra-discurso

neocolonial de los recursos naturales que hemos señalado: el recurso natural y el grupo

social, ambos parejamente explotados; los explotadores imperialistas; sus cómplices, una

clase local que ejerce la represión cuando es necesario. Finalmente, en este caso, la

matriz narrativa se desarrolla hacia un final con rebelión triunfante: Onetti se decide por

el desenlace de “Una bofetada.” Vale la pena completar la cita, que ocupa un tercio del

artículo, porque la consideramos representativa, en primer lugar, de la presencia clara del

contra-discurso neocolonial en la obra de Quiroga. Pero, tan importante como constatar

esta presencia en el texto de Quiroga, es advertir la persistencia del mismo en la lectura

224
de Onetti. El que, así, muestra su vitalidad, su fuerza, a través de las décadas.

Continuamos, entonces:

Para el mensú, mantenido siempre al borde de la agonía, el patrón nunca visto


tenía forma de hombre, pero era una empresa lejana e inubicable, una oficina con
aire acondicionado, una compañía que seguiría floreciente mientras la selva
conservara árboles para hachar y hombres para ir desangrando.
El aire acondicionado es brujería impensable para esclavos famélicos cuya soñada
fuga estaba vedada por policía mercenaria, asesina y privada, por perros expertos
en alcanzar gargantas de fugitivos. El aire acondicionado es indispensable en las
lejanas oficinas de los gringos porque en Misiones la temperatura diurna es de 45
grados centígrados a la sombra para declinar, cuando desfallece el sol, a cinco
grados bajo cero.
Pero la explotación de hombres tiene una muy rigurosa cobertura legal. Cada
mensú tiene que firmar un papel, la contrata, por el que se compromete a trabajar
en los obrajes por un tiempo determinado y en las condiciones que disponga el
patrón oculto.
Allí no se acepta la excusa del analfabetismo: hay que firmar con una cruz, un
garabato o la huella del pulgar. Y luego reventar de cansancio o paludismo o por
gracia de Dios, que todo lo ve. Terminada la contrata, los supervivientes, llenos
de sana alegría, libres como pájaros, se embarcan hasta Posadas, capital de
Misiones, para festejar. … No muchas horas después todos los mensú están
borrachos y endeudados hasta el cuello.
Porque también en Posadas la empresa es generosa y fía, como les fiaba en el
clásico y canallesco almacén del obraje. El buitre está atento y sabe actuar. Las
deudas de la fiesta quedan saldadas si la víctima firma otra contrata. Días
después, los mensú remontan el río y vuelven, por dos o tres años, al infierno
breve. (424-425)

El artículo de Onetti recoge muchos elementos de los cuentos de Quiroga,

presentes previamente en Los yerbales de Barrett: la descripción de la forma de

contratación de los peones; la situación de endeudamiento en que se los pone; la vida

miserable que se les hace llevar, entre el hambre y el paludismo; la violencia que se

ejerce sobre ellos, como hemos visto hasta aquí. Como veremos enseguida, se suman en

el desenlace la rebelión violenta, y el duelo del revólver y el machete, que se resuelve

favorablemente para el lado del oprimido. Ahora bien: si todos esos elementos están

225
tomados de los cuentos de Quiroga, no por eso el relato de Onetti es una mera

reconstrucción. Hay en el texto de Onetti, desde el momento en que se decide a volver a

contar las historias quiroguianas, una toma de posición y una actitud de denuncia

desembozadas. Tiene lugar una verdadera apropiación del texto de Quiroga. En este

sentido, varios recursos merecen resaltarse en estos párrafos, que marcan el pasaje de uno

a otro escritor, de uno a otro momento de enunciación. Por ejemplo, la naturaleza y los

hombres explotados son equiparados aquí sintagmáticamente, en una construcción

paralela donde, reveladoramente, también está la metáfora de la sangre que se encuentra

en Las venas abiertas de Galeano: “árboles para hachar y hombres para ir desangrando.”

El explotador es una persona en los cuentos de Quiroga, pero Onetti expande a este actor,

caracterizándolo como “patrón invisible,” “patrón oculto,” y denominándolo con un

colectivo de claras connotaciones confrontativas: ya no es un “gringo” particular, sino

que los llama, genéricamente, “gringos,” en plural. Y, claro, son “rubios.” Ya no

tenemos aquí “capataces” o “mayordomos,” para ejercer la violencia como en los cuentos

de Quiroga, sino una “policía mercenaria, asesina y privada” con perros “expertos.” El

almacén es “canallesco”; la empresa es un “buitre”; los años pasados en la selva son, tan

onettianamente, el “infierno breve.” El anacronismo del aire acondicionado resulta

especialmente significativo, en este sentido, al confirmar la fuerte actualización de los

textos originales, adelantándolos en el siglo.

El tono del relato de Onetti es subjetivo, valorativo y político de manera franca y

ostensible. El escritor se involucra personalmente en su artículo, que ha dejado de ser un

comentario sobre la obra de Quiroga para convertirse en una denuncia anti-imperialista a

226
cargo del propio Onetti—que, recordemos, está firmando un artículo periodístico, no una

obra de ficción. Cuando finalmente Onetti nombra uno de los cuentos de Quiroga en los

que se inspira, en un mismo gesto lo presenta y lo hace desaparecer. Lo vuelve

transparente. El lector del artículo de Onetti queda frente a una situación de explotación y

rebelión que ya ha dejado de ser un relato de comienzos de siglo, aunque conserve

elementos de la época. En el cierre de su artículo, Onetti retoma la escena culminante de

“La bofetada”: se trata de un duelo entre dos hombres, entre dos clases, entre dos

naciones, entre dos etapas de la modernización: el mensú contra el gringo, el machete

contra el revólver. Onetti rescata este detalle tecnológico, inextricablemente vinculado al

cierre del cuento. Por una vez, gana el machete—el pobre, el atrasado, el oprimido—

frente al arma de fuego. También suaviza el sadismo del mensú, al convertir el corte del

dedo en el corte de la mano, atribuyendo la muerte del capataz al agotamiento y la

pérdida de sangre—sin mencionar los latigazos. En este cierre, finalmente, Onetti se hace

presente explícitamente como personaje-narrador, que impone su mirada, sus emociones

y su sistema de justicia a la historia, en un gesto de aparente intimidad que resulta, sin

embargo, el más político de todos:

Termino con una confesión. En uno de sus cuentos, llamado La bofetada, Quiroga
escribe que un mensú, amenazado por el revólver de un capataz rubio, le hace
saltar mano y arma con un voleo certero del machete. Luego le obliga a caminar,
chorreando sangre, hasta que el gringo cae exánime. Entonces el mensú se dirige
en busca de la frontera de Brasil.
La violencia me repugnó siempre. Pero mientras leía el cuento mis simpatías
acompañaban al mensú durante su viaje al destierro. (425)

Con décadas de diferencia, Quiroga y Onetti escriben la misma historia. El

segundo hace explícito en un artículo periodístico, lo que en el primero podía haber

227
quedado implícito—como dejan de manifiesto las lecturas de Zum Felde o de José

Duarte. No deja de ser sugestivo que, si los artículos periodísticos de Barrett estuvieron,

directa o indirectamente, detrás de algunos cuentos de Quiroga, sea otro artículo

periodístico el que rescate y vuelva a poner en primer plano, con toda crudeza, la primera

denuncia y la misma tácita incitación a la rebelión. En cierto modo, la reescritura que

hace Onetti del cuento de Quiroga puede ayudarnos a entender la siguiente etapa del

contra-discurso neocolonial de los recursos naturales: aquella en que la narrativa, aunque

de ficción, se vuelve extremadamente lineal y sencilla, explícitamente valorativa y

didáctica—y, nuevamente como en Barrett, cargada de fuertes emociones.

Notas
1
Álvaro Yunque habla de la viuda de Barrett de manera despectiva y acusadora. Así cuenta la historia del
matrimonio de Barrett con Francisca López Maíz: “Un periodista que estuvo hace años en el Paraguay y lo
conoció, contóme una linda historia de amor, historia de sacrificio de la cual Barrett era muy capaz de ser el
protagonista. Ni eso es cierto. La verdad es menos poética. Barrett casó con una mujer mentalmente
inferior, sólo engañado. Su ingenuidad de espíritu superior fué burlada fácilmente por un político hermano
de la mujer, que emparentándose al escritor pensó ponerle a su servicio. Barrett se negó. Ruptura y
abandono. Después, el hijo” (Barrett 28). Este relato resulta sorprendente cuando se leen las cartas de
Barrett a su “Panchita,” su “Menuda,” su “mujercita adorada,” publicadas en Montevideo en 1963. No sólo
queda en evidencia una gran intimidad y afecto a lo largo de las distintas separaciones obligadas, debidas al
trabajo de agrimensor de Barrett, a su encarcelamiento, su destierro, y su viaje final a Francia. También se
da razón de su colaboración en el trabajo de Barrett, resumiendo la correspondencia y recortando los
artículos publicados, entre otras tareas. Por otra parte, resulta bastante claro que los esposos compartían una
misma visión sobre la tarea política del escritor. Es notable que la viuda de Barrett, en la Introducción a la
edición de las Cartas íntimas del escritor, se haya referido a la situación del Paraguay en el contexto
internacional en la década del sesenta en términos que resultan insólitamente barrettianos y perfectamente
compatibles con el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales: “Si Rafael existiera, ya lo
hubieran encerrado en una cárcel, en esta época de poderosos explotadores de pueblos ‘atrasados’, que
apeligran a la humanidad entera con su sed insaciable de ganancias” (9).
2
Los compiladores de las Obras completas de Barrett sostienen que Lo que son los yerbales paraguayos
“hace parte de ‘El dolor paraguayo’ ” (OC I 35). Hemos tenido acceso a la edición original de El dolor, y
hemos comprobado que no es así. Ver: Rafael Barrett, El dolor paraguayo (1911).

228
3
Los artículos incluidos son: “El genio nacional”; “La verdad”; “Tristezas de la lucha”; “Horas de
angustia”; “Tiros en el Paraguay”; “El oro”; “La inundación”; “Esclavitud”; “No mintáis.” Los
compiladores explican estas inclusiones—que repiten en otras obras, como veremos—sosteniendo, en
términos generales, que “ha sido imprescindible reformular desde la base la clasificación hasta ahora
contemplada en las anteriores de las Obras Completas”; las que, en su mayoría, correspondían al criterio de
los editores, debido a los pocos libros que llegó a preparar el propio Barrett. Ahora bien, para justificar la
modificación de los criterios utilizados por el escritor en las obras por él editadas, argumentan
adicionalmente: “Los tres libros preparados por Barrett para su edición lo fueron a título de ‘selección’ o
‘antología’ de sus artículos, sin unas perspectivas de clasificación totalizante. Es previsible que si se
hubiera planteado una edición más amplia y general de sus escritos, el propio Barrett los hubiera clasificado
de otra manera” (OC I 34). Debido a estas modificaciones, seguiremos la edición original de El dolor,
apoyándonos en las Obras completas sólo en función de la información referida a los lugares originales de
publicación de los artículos, y en relación con dos artículo nuevos que nos interesa comentar, “No mintáis”
y “Tristezas de la lucha.”
4
No sería aventurado suponer que hubo una operación editorial en relación con la supresión de “Jurados.”
En este texto, Barrett argumenta en contra de los juicios por jurado y el sufragio universal con un fuerte
tono irónico, que lo hace de difícil interpretación, y que admitiría una lectura elitista. Sin embargo, uno de
los editores de las Obras completas, Miguel A. Fernández, fue también compilador de la edición de El
dolor paraguayo de Biblioteca Ayacucho, donde “Jurados” sí fue incluido (1978, 46-47).
5
Rodríguez Alcalá, siguiendo a Plá, considera que esa línea crítica reaparece con los cuentos de “intención
denunciatoria” de Julio Correa, en 1930 (Augusto Roa Bastos 94).
6
Como apuntamos en la nota 27 del capítulo 2, Barrett consideró junto a su esposa la posibilidad de
establecer una “escuela para niños descalzos” en el Paraguay. También los dos apadrinaron a un niño
maltratado por su familia, Carlos Alberto Le Moulnier (Cartas íntimas 25).
7
Esta distancia entre el escritor que representa y los representados está también dramatizada en relación
con las ventajas y comodidades de clase en otros textos de Barrett. En “Tristezas de la lucha,” publicado el
30 de agosto de 1908 en Germinal, y no incluido en la edición original de El dolor pero sí en las Obras
completas, un Barrett en arresto domiciliario por sus actividades políticas reflexiona sobre sus privilegios.
Primero se pregunta por la suerte del “vigilante” que cuida su arresto, quien está en la calle: “El castigado
es él y no yo. ¿Por qué? Porque tiene las manos callosas.” Después habla de sí mismo “¿Y yo qué soy? El
caballero andante de los pobres… ¡Ah! El apóstol bien abrigado, bien alimentado, en su cómoda vivienda;
el rebelde que se permite el lujo de cantar las verdades a los jueces y que no consigue correr riesgo alguno;
el feliz revolucionario que tiene amigos en la policía y mira desde la ventana al lamentable ejecutor del
código, al esclavo con casco y machete y polainas…” (OC I 106). Comenta Fernández Vázquez sobre este
pasaje: “La conciencia de Barrett, su implicación en el esfuerzo colectivo del Paraguay, en el amor al
Paraguay … le obliga a ser crítico consigo mismo” (98).
8
Como vimos, la selección de El dolor paraguayo fue de Barrett, así como la idea de compilar los artículos
sobre la denuncia de Los yerbales. Y el folleto de El terror argentino fue su idea desde el comienzo. No
alcanzó a medir su impacto, pero lo preveía. En carta a su esposa desde las islas de Cabo Verde, en su viaje
final a Francia, el 11 de septiembre de 1908 comenta con respecto a quienes insisten en que escriba para el
diario La Nación de Buenos Aires: “Se obstinan en hacerme entrar en “La Nación’, pero yo no quiero
solicitar nada; y más después de mi folleto que ya estará en camino a estas horas” (Cartas íntimas 99).
9
En relación con el proceso de profesionalización de los escritores, un dato no menor es que, sin bien
Barrett llegó a sostenerse con la escritura de sus artículos, ni él ni su viuda llegaron a cobrar nada por la
publicación de sus libros. Comenta Barrett en una carta a su esposa, el 5 de noviembre de 1910: “Veo que
mi firma es plato de gusto. ¡Venden mis folletos en Montevideo—y mis libros—sin rendirme cuentas,

229
editan mis artículos en Buenos Aires, les ponen prólogos sin dignarse comunicármelo siquiera! … es la
costumbre americana, donde no hay propiedad literaria ninguna. … ¡Qué piratería inocente!” Luego
comenta que va a “ajustar cuentas” con su editor uruguayo, Bertani, como registran sus Cartas íntimas
(119-20). En la Introducción al mismo volumen, López Maíz de Barrett escribe en 1961 que Bertani “nunca
rindió cuentas, haciendo varias ediciones” (9); y en una nota, insiste, sosteniendo sobre Bertani: “llegó a
tanto su inhumanidad y alta de escrúpulos que no pagó a Rafael por el producto de su trabajo, a pesar de las
grandes sumas que se embolsó aprovechándolo” (97).
10
El entusiasmo de Barrett por la publicación de su primer libro es desbordante. Tanto que se concentra en
las indicaciones para que sean transmitidas al editor, y deja a su criterio la remuneración—con las
consecuencias comentadas en la nota previa. Así escribe a Peyrot, que acaba de ser padre: “¡Qué gran
alegría me da usted! No contento con tener un nuevo nene, de lo que le felicito en el alma (lea mi artículo
‘Mi hijo’ entre los que le mando) me da usted uno a mí, un hijo espiritual, un libro. Tendré el júbilo de
tocarlo y acariciarlo antes de irme! Me acordaré de que se lo debo al corazón bondadoso de Peyrot. …
Constará de 89 artículos, aquello que he encontrado de interés durable en mi labor de 3 años. Se trata pues
de un volumen de 300 a 400 páginas. Lo quiero sobrio, desnudo, sin retratos, prólogos ni epílogos, y me
parece que lo mejor es hacer una edición barata, el libro es revolucionario (¡89!). Además no olvido que en
el Paraguay, país muy pobre, tengo un público numeroso que comprará la obra si no es cara. Me permito
pedir a usted que transmita estas advertencias al señor Orsini Bertani, en provecho suyo. En cuanto a mis
condiciones, las dejo al buen criterio de mi amable editor. La cuestión es salir a la calle (citado en Muñoz,
Barrett en Montevideo 26-27).
11
Los ocho artículos de Moralidades trasladados a Mirando vivir por los compiladores de las Obras
completas son “Los colmillos de la raza blanca,” “Lynch,” “La independencia de Cataluña,” “El caso
Nakens,” “La guillotina,” “Jabón para la soga,” “Deibler,” y “Abdul Hamid.” No hemos tenido acceso a la
edición original de Mirando vivir, por eso no podemos contrastar los cambios realizados. De todos modos,
en este caso las modificaciones nos parece menos relevantes dado que la edición original de esta obra no
estuvo a cargo de Barrett.
12
Rodó también sugiere que Moralidades podría haber sido diferente—quizás, al incluir más artículos de
La Razón—lo que da una justificación adicional a nuestra decisión de tratar Moralidades y Mirando vivir
en conjunto. Dirigiéndose a Barrett, comenta: “Su libro no es nuevo para mí, porque hace muchos meses
que cada día doblo una página de él en la lectura de ‘La Razón’. Y como mi memoria es buena para las
cosas que me impresionan bien, puede decirse que dentro de mí existía ya un ejemplar de la colección de
sus ‘Moralidades’, antes de que usted las hiciera reimprimir; un ejemplar más completo que los que se
encuentran en las librerías, porque no le faltan páginas que en éstos he buscado en vano” (“Las
‘moralidades’ ” 25).
13
“Mi hijo” es uno de los mejores textos de Barrett. El lo sabía, y lo colocó en posición destacada en las
Moralidades. Vimos en la nota 10 que recomienda su lectura a Peyrot. Fue incluido en la antología El
anarquismo en América Latina, con selección y notas de Carlos M. Rama y Ángel J. Cappelletti donde,
previsiblemente, predominan los textos de tema político y social (235-236). Tiene un tono muy sentimental,
por momentos grandilocuente, bien matizado con toques de auto-ironía. Así comienza: “Hace algunas horas
que ha nacido; es uno de lo seres más jóvenes del Universo. Es el más hermoso: su naricita apenas se ve. Es
el más fuerte; temblamos en su presencia, y apenas nos atrevemos a tocarle. Ha nacido y ha llorado;
¡admirable lección, fenómeno extraordinario! Ha bostezado después: ¡inteligencia profunda!” (OC II 29).
14
Barrett ha mostrado su capacidad de construir textos breves de impresionante contundencia en sus
epifonemas, algunos de los cuales comentamos en el capítulo 2. Están recogidos en Obras completas II
(311-325).

230
15
Dejamos fuera de la enumeración de Suiffet un término desconcertante: “Ciro Alegría con los problemas
del Brasil” (27).
16
Roa Bastos incluye un homenaje directo a Barrett en Hijo de hombre, comentando que la crítica no lo
percibió. Se trata, como confiesa el propio escritor, de un viejo de mirada joven, un personaje fantasmal
que ayuda a una pareja de peones fugados de los yerbales en el final del capítulo IV, “Éxodo” (95-97). Dice
Roa Bastos: “Fue sintomático que la crítica no descubriera en este personaje la presencia mítica del
desmitificador de Lo que son los yerbales, y en este relato una transcripción literal de la crónica de Barrett”
(“Rafael Barrett” XXXI).
17
En apenas seis horas de estadía en Montevideo, Barrett es visitado por la intelectualidad en habitaciones
de hotel especialmente reservadas; es fotografiado por tres publicaciones; asiste a una comida en su honor.
Además, recibe 100 pesos oro para su viaje y un aumento de sueldo. Incluso se había preparado una “villa
en el campo, con asistencia médica, alimentación elegida, etc.” para tratar de tentarlo a que permaneciera
en Uruguay, según relata el autor en carta a su esposa (Cartas íntimas 41-42).
18
Quiroga comienza a escribir para Caras y Caretas en 1905. Allí publica su primer cuento sobre el tema
de la selva el 7 de marzo de 1908; se trata de “La insolación.” Comentan Ponce de León y Rocca: “Sin
embargo, habrá que esperar hasta 1912—y un total de 39 cuentos publicados desde aquél—para que el
narrador se reencuentre con su voz más personal en ‘A la deriva’ ” (“Noticia preliminar” 5). Jorge B.
Rivera describe Caras y Caretas como “la revista ‘moderna’ y ‘profesionalista’.” En la misma, Quiroga
publicará “cerca de setenta relatos y casi cien artículos de muy variado carácter,” hasta 1927 (46). Por su
parte, Barrett publica cinco cuentos en Caras y Caretas entre 1909 y 1910. Entre ellos, está “A bordo” que,
como vimos, alude a los obrajes y yerbales.
19
Ya nos hemos referido a la situación de Barrett en relación con la etapa de profesionalización del
escritor. Con respecto a Quiroga, basta decir que es considerado por Jorge B. Rivera el caso testigo de “la
forja del escritor profesional”: “Horacio Quiroga tipifica como pocos escritores rioplatenses (Poe sería un
precursor en el campo de las letras americanas) el caso ejemplar del autor que reflexiona sistemáticamente
sobre su oficio, y de manera especial sobre los aspectos ‘materiales’ del mismo” (45).
20
La madre de Jorge R. Forteza era hermana de Pastora Forteza, madre de Quiroga.
21
Por citar sólo algunos trabajos importantes, en las notas a la edición de ALLCA de Todos los cuentos de
Quiroga, Ponce de León y Rocca definen qué entiende Quiroga por “la cuestión social” a partir de la lectura
de las cartas del escritor, como: “el colonialismo, la concepción del trabajo y la justicia, la explotación de
los trabajadores ‘del obraje’, sus mentalidades, los problemas políticos en su inflexión plural.” Incluyen en
el conjunto de cuentos que tratan esta cuestión los tres que señalamos, sumando otros, como: “La
insolación,” “El alambre de púas,” “La abeja haragana,” “La igualdad en tres actos,” “Los corderos helados
y “Paz” (88 n. 2). Por su parte, Rodríguez Monegal relaciona “Los mensú” con “Una bofetada,” y las
considera obras adelantadas del “realismo social” (El desterrado 152), observación sobre la que
volveremos. En otro trabajo, Rodríguez Monegal agrega al listado de esos dos cuentos, el tercero de nuestra
tríada, “Los precursores,” caracterizando estas obras como “sus relatos sobre los explotados obreros de
Misiones” (Las raíces 152). Finalmente, autores como Nicolás Bratosevich y Milagros Ezquerro agrupan
los tres cuentos decididamente en un subconjunto específico. Bratosevich incluso los separa del resto de sus
textos, al sostener que no encuentra en la obra de Quiroga una “intención sociológica.” Al discutir esta
cuestión presenta estos cuentos como poco característicos de Quiroga: “… todo lector de Quiroga reconoce
que la intención social se da de otra manera en él, y no pasa de tres o cuatro relatos (v. sobre todo: Una
bofetada, Los precursores, Los mensú)” (13). Ezquerro, en cambio, repite la apreciación de Rodríguez
Monegal al apuntar al carácter precursor de la obra de Quiroga en estos tres cuentos; sostiene que en los
mismos, Quiroga “relata las condiciones de explotación degradantes de esos peones de la selva,” y que son
“ejemplo de una literatura de denuncia que triunfará en años posteriores” (1386). Como Bratosevich, Jitrik

231
también ha considerado un poco fuera del corazón de la obra quiroguiana los relatos relacionados con la
“cuestión social.” Claro que se percibe en su apreciación una cuestión de gusto. Así sostiene: “He dejado de
lado el compromiso social de su producción porque no he creído necesario defenderlo: no es ése el mayor
acierto de Quiroga ni su responsabilidad literaria más grande. Por otra parte, y ésta es una cuestión lateral,
cabría determinar hasta qué punto su literatura es social o bien si la literatura argentina está preparada para
ser una literatura expresamente social. Con temas inspirados por Quiroga y con total exclusión de la propia
experiencia como ingrediente de la literatura, Alfredo Varela (El RíoOscuro) ha intentado hacer una novela
expresamente social y le ha salido una novela de arquetipos” (45). Por su parte, Jorge Marcone en dos
artículos reitera la agrupación de cuentos más repetida—“ Los mensú” y “Una bofetada”—sumando al
listado la novela corta Las fieras cómplices (“Cultural criticism 287; “De retorno a lo natural” 303).
Considera que estas obras “exponed the social consequences of industrial exploitation of workers and
nature in the jungles of Misiones, in Northeastern Argentina” (“Cultural criticism 287). Agregamos
también una obra muy reciente, la de French, que confirma el agrupamiento clásico. Esta crítica clasifica
los “cuentos de monte” de Quiroga en tres clases: los que representan “isolated colonists’s struggle to
survive amidst the perils of the jungle”; los que muestran “local worker’s exploitation by the timber and
yerba mate companies”; y los que representan la respuesta de los animales al avance humano sobre la selva
(38-70).
22
Correa agrupa dos de los tres cuentos que seleccionamos junto con la novela corta, destacando
especialmente la cercanía entre Las fieras y “Los mensú” al decir: “Las exigencias y los peligros del trabajo
en los obrajes aparecen con rasgos hirientes en cuentos como Las fieras cómplices y ‘Los mensú’. Se
presentan también en ‘Una bofetada’ (1916) y se insinúan ocasionalmente en ‘Los pescadores de vigas’
(1913). Asimismo, en ‘Los desterrados’ vemos reflejada la miseria que acompaña al trabajador hasta su
muerte, a pesar de la incesante y productiva labor realizada. Pero es en los dos primeros relatos donde con
más claridad y amplitud se muestra la situación del obrajero” (132-133).
23
Ángel Rama ha lamentado que la preferencia de la crítica se haya volcado a favor de los cuentos
ambientados en la selva misionera (“Prólogo” 184). Ejemplo de esta preferencia es el comentario de
Donald L. Shaw en A Companion to Modern Spanish American Fiction: “Quiroga’s most famous and
memorable stories … are set in the rural interior, in the Chaco and Misiones” (67). Philip Swanson en su
Latin American Fiction. A short introduction, hace una consideración similar cuando incluye la obra de
Quiroga entre las “jungle narratives.” En principio, considera a Quiroga una “transitional figure,” cuyo
estilo “is an intriguing blend of realism, modernista influences, a nascent literature of fantasy and a rather
dark worldview that portends the crisis of faith of a more self-conscious modernity” (33). Sin embargo,
luego destaca: “His most famous stories are precisely those which can be most easily identified with the
trend of regionalism, namely those set in the tropical or jungle areas of the Chaco or around Misiones in the
interior (both places where Quiroga himself settled)” (33-34). La tendencia también puede verse en las
antologías, como la realizada por Jean Franco o la de Margaret Sayers Peden, que contienen
mayoritariamente cuentos misioneros. En su “Introduction” a la segunda, Schade dice de Quiroga: “He is
vastly attracted to the rugged landscape, where the majority of his best stories take place …” (xvii). Los
ejemplos serían interminables. Veremos más adelante que el biógrafo canónico de Quiroga, Rodríguez
Monegal, tanto como el reconocido crítico uruguayo Alberto Zum Felde también prefieren los cuentos
misioneros.
24
Schade (xvi) comenta: “Here Quiroga contrasts most effectively Korner’s silence, symbolical of his
beaten condition, with the peon’s crackling command Levantáte (“Get up”) and Caminá (“Get going”), the
only words uttered in this violent, sadistic scene. The word caminá, repeated four times at slight intervals,
suggests an onomatopoeic fusion with the sound of the cracking whip, another instance of Quiroga’s
technical genius—language functioning to blend auditory effects with content.”
25
Yunque relata en una llamada a pie de página de su libro sobre Barrett una revuelta ocurrida en los
yerbales argentinos, promovida por un “mensú,” que atribuye a la agitación iniciada por el escritor en la

232
zona. Este episodio podría ser la inspiración de Quiroga para este cuento, dado el alto perfil que alcanzó.
Así lo cuenta Yunque, con encendidos tonos anti-imperialistas: “En 1926, a diez y ocho años de su prédica,
un mensú, Eusebio Mañasco, se hizo brazo de la voz de Barrett. Quiso sindicar a los desventurados obreros
que en los yerbales (o en los ingenios de azúcar) del Paraguay, Brasil o la Argentina, dejan no sólo su vida,
sino su propia condición de hombres. Hallaron el modo de eliminarle. Se le acusó de un crimen del que era
inocente (como a Sacco y Vanzetti en la feroz Yanquilandia: la codicia iguala los procedimientos en todos
los climas y razas). La justicia argentina, justicia de clase como la yanquilandense, condenó a Mañasco a
veinticinco años de presidio. La protesta del pensamiento libre y del trabajo fue tan unánime, que el
presidente Alvear lo indultó.” Sigue una serie de comentarios sobre la inequidad del sistema de justicia, y
cierra Yunque volviendo sobre Barrett, y manifestando un sentimiento muy despectivo hacia la situación
política del Paraguay: “Si a tales peligros se expone, hoy, en la Argentina, quien intenta emanciparlos, ¿qué
sería en 1908 y en el Paraguay, especie de factoría a la merced del primer militarejo que se adueñaba del
poder?” (Barrett 25-26).
26
Ejemplos de estos enfoques resultan los trabajos de Jean Franco (“Introduction”), Martha Canfield, e
Irina Zúñiga Noriega.

233
Capítulo 4 – Novela social y anti-imperialismo: el relato de un proceso en El

tungsteno

En un influyente artículo publicado en 1989, John Beverly propuso una discusión

sobre el lugar de la “novela social” en el estudio de la literatura latinoamericana, que

representa un momento crucial de reflexión sobre el hacer de gran parte de la crítica

académica entre las décadas del sesenta y el ochenta del siglo XX. Se trata de una

deliberada “reivindicación” de esta novelística, como surge del propio título de trabajo y

de sus párrafos iniciales. Creemos que esta propuesta de Beverly es una contribución

fundamental para comprender el sentido de la novela social latinoamericana, ya que echa

luz sobre confusiones largamente instaladas en el ámbito académico que requerían

clarificación. Vamos, entonces, a presentarla y discutirla como paso previo a nuestro

análisis de dos obras incluidas en esta novelística: El tungsteno, de César Vallejo, que

analizaremos fundamentalmente en este capítulo; y Huasipungo, de Jorge Icaza, que

analizaremos en el siguiente. Creemos que de este modo podremos internarnos en un

terreno mejor organizado para avanzar con nuestra propuesta de considerar estas novelas

como representativas de un momento de consolidación del contra-discurso neocolonial de

los recursos naturales.

El trabajo de Beverly resulta imprescindible para avanzar con nuestra propia

propuesta debido a que la misma se basa en una posición que, en términos

epistemológicos, no es “realista” sino “constructivista.” Retomando la definición de

“discurso” de Roberto González Echevarría, que presentamos en el Capítulo 1, esta

234
posición entiende los discursos como productos culturales que, partiendo de ciertas

observaciones y utilizando como principios organizadores ideas tomadas de otros

discursos, contribuyen a configurar una cierta visión de la “realidad”; es decir, que

proyectan sobre la “realidad” una determinada imagen, y no a la inversa. En ese sentido,

el hecho de que estas obras puedan basarse en observaciones o en documentos implica,

simplemente, que toman los mismos como materia prima, sobre la que trabajan en

función de la conformación de un intenso gesto de denuncia hacia la esfera pública. Un

gesto que es puesto en evidencia a través de un importante trabajo sobre los recursos

formales, que resulta la huella textual de una reflexión sobre el lugar de la literatura como

medio de representación y de discusión de los problemas sociales.

De manera previsible y apoyándonos en el trabajo de Beverly, entonces, en este

capítulo trabajaremos con El tungsteno discutiendo la caracterización de “realista,” en

términos estilísticos, que se ha dado a este tipo de obras, uno de los motivos por los que

la crítica las minusvaloró y descuidó por cierto tiempo, entendiendo que ese “realismo”

se debía a una falta de interés de los escritores por el trabajo sobre los recursos formales.

Este “realismo” es también—y sobre todo—uno de los motivos por los que la crítica no

comprendió estas obras, ni se preocupó por seguir su impacto más allá de la esfera

literaria, en el desarrollo de marcos interpretativos de amplia difusión en América Latina

a lo largo del siglo XX.

En segundo lugar, y en relación también con la caracterización “realista” de estas

novelas en términos estilísticos, en este capítulo discutiremos las variadas clasificaciones

temáticas que se ha hecho de este tipo de obras: “anti-imperialistas,” “de las

235
transnacionales,” “proletarias,” “de las minas,” “andinas,” “indigenistas,” entre otras.

Esas clasificaciones, que ponen énfasis en los elementos representados, dan por supuesto

que es en ese aspecto donde pueden encontrarse sus características definitorias. Esta

discusión es fundamental para nuestra argumentación acerca del lugar de estas novelas en

la construcción del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, dado que las

varias clasificaciones, que se solapan, ponen en evidencia, como veremos, la presencia en

las mismas de los elementos fundamentales que caracterizan este discurso.

El lugar de la novela social: entre las clasificaciones y las imputaciones

En su artículo, “El Tunsgteno de Vallejo: Hacia una reivindicación de la ‘novela

social’,” Beverly invita a sus colegas a revisar el juicio generalizado sobre la novela

social latinoamericana, considerada como de bajo interés y calidad estéticos, una suerte

de propuesta fallida y olvidable, merecedora de un papel secundario en el estudio de la

literatura latinoamericana. Dentro de esta categoría, elige enfocar su atención sobre obras

cuya temática tiene que ver con el impacto del “imperialismo” en la región:

Quiero hacer, en otras palabras, una reivindicación de esa literatura narrativa en


América Latina principalmente en los años 30 y 40, y generalmente en relación
con los proyectos políticos de las izquierdas y las luchas populares, que tenga
como su objeto la representación del imperialismo en el sentido leninista de este
término, y que se llama con matices de sentido variables novela social, novela
proletaria, realismo social, o realismo socialista—de acuerdo este último como la
preceptiva literaria soviética de los años 30. (“El tungsteno de Vallejo” 167)

Seguidamente, Beverly ejemplifica el tipo de obras que tiene en mente, listando

entre las mismas, novelas que abarcan un amplio arco temporal—excediendo bastante el

de su propuesta explícita—y que suelen aparecer también en otras clasificaciones. Sin

236
consideración por la cronología o las fronteras nacionales, menciona entonces las

siguientes, en este orden: Huasipungo (1934), de Jorge Icaza; Oficina No. 1 (1961), de

Manuel Otero Silva; El tungsteno (1931), de César Vallejo; Mamita Yunai (1940), de

Carlos Luis Fallas; El río oscuro (1943) de Alfredo Varela; y El mundo es ancho y ajeno

(1941), de Ciro Alegría. Apoyándose en el trabajo de David Foster sobre el “social

realism” argentino, aclara asimismo que menciona esas obras a mero título ilustrativo, ya

que, sostiene, podrían considerarse indicadoras de “una producción mucho más vasta” en

gran medida “olvidada—o lo que viene a ser la misma cosa—rechazada por la crítica”

hasta ese momento (168).

De hecho, críticos previos, como Luis Alberto Sánchez en su obra Proceso y

contenido de la novela Hispano-Americana, ya habían ampliado el listado de Beverly,

ordenando más de cuarenta obras—sin contar las escritas en Brasil—bajo la categoría de

“novela anti-imperialista,” a su vez incluida, junto a la “novela indigenista,” en el

conjunto de la “novela social.” El listado de Sánchez resulta relevante por varias

cuestiones. En primer lugar, tiene un interés numérico, ya que da una idea por lo menos

indicativa y general de la magnitud y la amplia representatividad en las diversas

literaturas nacionales de la región de la temática anti-imperialista; queda claro que, detrás

de esta primera línea de obras que señala, puede imaginarse una segunda línea, que

expande todavía más el cuadro. En segundo lugar, este crítico destaca que el

imperialismo en la literatura de América Latina tiene que ver no sólo con la dominación

de países europeos o de los Estados Unidos en la región, sino que esta novelística

también habla, en ciertos casos, de un imperialismo intra-regional. En la caracterización

237
de Sánchez—quien escribe en 1968, reeditando un trabajo de 1953—las novelas anti-

imperialistas son aquellas producidas por escritores de la región que analizan la

problemática derivada de la actividad económica promovida por capitales foráneos, no

necesaria ni únicamente norteamericanos:

… se trata de un vasto sector de novelistas hispanoamericanos de nuestros días,


destinado a pintar los excesos del capitalismo yanqui. Sin embargo, no todos los
ataques y censuras anti-imperialistas se concretan a éste: es sabido que en algunos
países operan otros elementos perturbadores. (481)

Sánchez se refiere, en la segunda parte de la cita, al análisis del imperialismo

proveniente de la propia región, como el de capitalistas del Perú sobre Ecuador en La

vorágine, de José Eustasio Rivera (1924); o de capitalistas argentinos, brasileños y

chilenos sobre Bolivia. Finalmente, en su listado Sánchez no sólo destaca, como suele

hacerse, la nacionalidad de los escritores, sino también el tipo de explotación económica

involucrada. En este sentido, sin pretender establecer una sub-categorización estricta,

Sánchez habla de novelas de las “bananeras,” de los “Ingenios Centrales de azúcar (sic),”

de los “arrozales,” de los “manglares,” de la “explotación petrolífera,” de la “mina” o de

los “minerales” (481-494). 1 En el Capítulo 2, en nuestro análisis de obras de Barrett y

Quiroga, nos hemos referido brevemente a las novelas de los “yerbales,” además de las

obras sobre la “selva.” 2 Para completar nuestra evaluación cuantitativa del fenómeno de

este tipo de literatura, a los números de Sánchez pueden sumarse todavía los escritores

brasileños que mencionara previamente Pedro Henríquez Ureña en s obra Las corrientes

literarias en la América Hispánica, entre quienes se cuentan Graciliano Ramos y Jorge

Amado. 3 En la descripción de este crítico se trata, nuevamente, de escritores que

238
vinculan un grupo social con cierta explotación económica, destinada mayoritariamente a

la exportación:

No se limitan a la descripción de cómo viven y sufren los indios o los negros;


trazan un vasto cuadro de los afanes del obrero en el Brasil, de cómo trabaja y
ama, juega y muere en las plantaciones de café, cacao y algodón, en los ranchos
de ganado, en los molinos de azúcar, en las minas, en los muelles y en los barcos,
en los bajos fondos de las ciudades. (201)

Ahora bien, la revisión del listado de Sánchez y de Henríquez Ureña no sólo deja

en evidencia la amplitud del corpus literario de la novela social anti-imperialista de la que

habla Beverly, que comprende más de tres décadas del siglo XX, entre el treinta y el

sesenta. También pone de manifiesto lo complejo que ha resultado para la crítica el

establecimiento de una clasificación de esta vasta literatura. La cuestión sigue abierta y

ha ganado renovado interés, como queda claro a partir de dos trabajos recientes.

El primero de estos trabajos es de 2001. En él, teniendo entre sus referencias la

propuesta de Sánchez, Jessica Ramos-Harthun plantea una nueva categoría, que

denomina “novela de las transnacionales” entendida como aquella que “revela una actitud

negativa frente a la actividad extranjera” (202). Para esta crítica, la “novela de las

transnacionales” estaría comprendida en la super-categoría más general de la “novela

social,” en la cual incluye una serie de categorías (novela “indigenista,” “proletaria,” “de

la tierra,” “agraria,” “de la selva,” “de la revolución mexicana”), así como el amplio

subconjunto de la “novela anti-imperialista” de Sánchez. A su vez, dentro de la “anti-

imperialista,” esta crítica separa la “novela antiyanqui” de la de “las transnacionales.”

Entre estas últimas—el foco de su trabajo—incluye las sub-categorías insinuadas por

Sánchez: “del petróleo,” “de la mina,” ‘bananera,” “del caucho,” “del azúcar,” “del

239
cacao,” sin pretensión de exhaustividad. Entre las “novelas de las trasnacionales” que

analiza esta crítica en su trabajo, se cuentan El tungsteno; Mancha de aceite (1935), del

colombiano César Uribe Piedrahita—una clásica novela del petróleo—; y la trilogía

bananera del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, conformada por las novelas Viento

fuerte (1949), El Papa Verde (1954) y Los ojos de los enterrados (1960), inspirada en la

historia de la transnacional norteamericana United Fruit Company en América Central.

Asimismo, esta crítica reconoce explícitamente las dificultades de la clasificación, al

argüir que su “novela de las trasnacionales” se acerca a otras categorizaciones;

notablemente, a la que reúne obras que prestan atención al grupo social representado.

Comenta brevemente, entonces, la inclusión de algunas de las novelas de las

trasnacionales en categorías como la novela indigenista o la proletaria. En su propuesta,

entonces, su “novela de las transnacionales” es, en realidad:

… una novela mixta ya que el tema de las transnacionales se mezcla con la


temática del proletario, del indígena y de la revolución agraria. Es difícil
separarlos porque en su conjunto conforman la dualidad causa-efecto dentro del
mismo argumento: la actividad extranjera y su impacto en el obrero-indio-
campesino, masa nacional explotada. (202)

En este sentido, Ramos-Harthun sigue una sugerencia de Sánchez quien, tras

observar que “no se ha hecho un análisis pormenorizado de la reacción literaria contra el

imperialismo” en América Latina, apunta que en esas obras la temática anti-imperialista

“se mezcla con la novela de asunto indigenista, con la de tema proletario y con la de la

revolución agraria.” Marcando el importante solapamiento entre estas novelísticas

subraya Sánchez: “Se hace difícil cernir tales elementos, y quizás valiera más

considerarlos en su conjunto” (494).

240
El segundo trabajo al que queríamos referirnos es el de Alejandro Bruzual, quien

en 2006 propone la categoría de “narrativas contaminadas,” para hablar de obras que “son

producto de cruces inestables, no sólo de diversas fuentes literarias, sino también de

ámbitos que exceden lo literario, creyendo ver en esta actitud un reflejo de la presión de

las nuevas fuerzas sociales que, en su momento, desestabilizaban también el concepto

heredado de arte” (2). Este crítico propone esta categoría para referirse, nuevamente, a El

tungsteno, que caracteriza como “novela minera que se desarrolla en la sierra peruana,

tocando algunos tópicos propios de lo que se ha llamado novela indigenista.” En su

trabajo, también analiza Parque industrial, de la brasileña Patricia Galvão, que

caracteriza como “novela proletaria que se desarrolla en los barrios obreros de São Paulo,

y cuyo enfoque es particularmente femenino”; y Cubagua, del venezolano Enrique

Bernardo Núñez, “leída como novela histórica, pero que desarrolla en paralelo una

compleja trama que paraleliza los momentos primeros de la colonización española en

Venezuela, con los inicios de la explotación neocolonial petrolera” (1-2).

De estas nuevas re-clasificaciones y caracterizaciones de Ramos-Harthum y

Bruzual—así como de la temprana observación de Sánchez retomada por la primera—

surge otra vez la espontánea vinculación entre un tipo de explotación con un grupo social

explotado, en función de una actividad económica relacionada o vinculada con un grupo

extranjero. Por otra parte, con la excepción de la novela de Galvão, ambientada en la

ciudad, todas las demás obras tratadas por estos dos críticos están, además, relacionadas

con un paisaje rural significativo. Creemos oportuno destacar también el aspecto de la

“presión social” que se evidencia en estas obras, subrayado en la definición de Bruzual

241
quien, más adelante, puntualiza: todas ellas son “obras con intenciones descolonizadoras

y, en buena medida, con intenciones concientizadoras o propiamente militantes” (6). Se

trata de un aspecto que, en nuestro análisis, vinculamos con el propósito político de las

mismas; las que en su conformación y orientación se extienden más allá del ámbito

literario.

Este inacabable frenesí clasificatorio, creemos, es revelador de la confluencia, en

la mayoría de las obras consideradas, de los elementos característicos del contra-discurso

neocolonial de los recursos naturales que, como dijimos, combina un recurso de la

naturaleza, un grupo social, un actor extranjero y una localización precisa, en función de

una matriz narrativa que tiene que ver con la explotación económica neocolonial que se

pretende denunciar en la esfera pública.

Surge de esta observación sobre las variaciones clasificatorias—y resulta ilustrado

en las citas de Ramos-Harthun y Sánchez—que los criterios temáticos colisionan y se

solapan, precisamente, debido a que se establecen ordenamientos a partir de la elección

de distintos tipos de elementos; todos los cuales están presentes en el discurso que nos

interesa examinar en este trabajo. Es decir, algunas clasificaciones ponen énfasis en el

paisaje—y entonces se habla de novelas de la selva o de novelas andinas—; otras en el

recurso natural—caucho, cacao, azúcar—; otras en el grupo social—novelas indigenistas

o proletarias—; otras en la situación de explotación a manos extranjeras—novelas anti-

imperialistas—; otras en una de las más habituales caracterizaciones del explotador—

novelas de las multinacionales. Se trata, precisamente, de los cuatro elementos que, como

postulamos, sientan las bases del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. A

242
los que se agrega la intención de denuncia, que resulta destacada en la propuesta de

Bruzual. Lo que queda en evidencia a partir del análisis de estas variaciones

clasificatorias, entonces, es que esta amplia novelística social preocupada por la

representación del imperialismo a la que se refiere Beverly en su artículo es, en realidad,

uno de los corpus clave en la consolidación de este discurso. O, dicho de otro modo: se

trata de un momento de florecimiento de este discurso, que tiene una importante

realización en la novelística—aunque no únicamente: también puede encontrase

realizaciones de este discurso en este período en los cuentos de Quiroga, como vimos; y

en las obras de teatro de Vallejo e Icaza, como veremos en este capítulo y en el siguiente.

El segundo aspecto clave del trabajo de Beverly que nos interesa retomar tiene

que ver con la cuestión del “realismo” de estas obras. Digamos que, en su defensa de la

novela social, el adversario que tenía en mente este crítico era, en gran medida, la crítica

académica que había abrazado la literatura del boom, cuya posición tácita implicaba el

establecer una vinculación entre recursos formales y fines políticos, dando por supuesta

una relación entre “los nuevos procedimientos lingüísticos-formales de esta narrativa,”

por un lado, y “la esperanza de revolución nacional—o faltando eso, por lo menos,

modernización—generada por la revolución cubana y los enormes sacudimientos

políticos, económicos y demográficos en América Latina en los 60,” por otro (“El

tungsteno de Vallejo” 171). Para la visión que Beverly cuestiona, entonces, la renovación

estilística del boom habría supuesto, en primer lugar, una etapa de gran valor estético,

aspecto que está implícito en la cita anterior. Pero también tendría el valor adicional—

fundamental, para una crítica de izquierda, como la caracteriza Beverly—de aspirar a que

243
esa literatura participara, catalizara, acelerara los cambios políticos y sociales deseables

en la región. Buena literatura y buenas acciones, por las buenas razones: el boom habría

logrado, en la apreciación dominante que critica Beverly, una feliz conjunción entre

estética y ética.

En su artículo, Beverly ejemplifica esta visión dominante con una larga cita de

Ángel Rama en la que el crítico uruguayo acusa a los escritores representantes de la

novela social de no haber reflexionado suficientemente sobre sus medios formales,

utilizando el modelo de la novela realista burguesa sin problematizarlo. E intentando

incorporar al mismo, de manera forzada, una “ideología que respondía a las orientaciones

de un pensamiento de izquierda (en el cual se mezclaba liberalismo, progresismo, tímidos

escarceos marxistas).” Si alguna renovación habían intentado estos novelistas, en la

evaluación de Rama, se trataba de una iniciativa escasa y, finalmente, fallida: no habían

buscado modificar “demasiado notoriamente sus formas, apenas si simplificándolas en un

régimen más marcadamente denotativo y lógico-racional” (Transculturación 211- 212).

La razón de esta continuidad habría sido, según Rama, el hecho de que los representantes

de la “novela social latinoamericana de los treinta” compartían un mismo modo de

entender qué es “lo real” que los autores representantes de la burguesía europea del siglo

XIX:

En tal comportamiento es posible discernir una secreta conexión cultural, la


continuidad de una determinada concepción de lo real y de las formas literarias
para traducirla, que sólo acepta variaciones de grado y no de sustancia, apuntando
así a las contradicciones que presentan los nuevos grupos sociales que, sin
embargo, pertenecen a la misma pauta cultural. (Transculturación 212) 4

244
En este punto queremos destacar el énfasis de Rama en el tipo de representación

“realista” que habría propuesto la novela social según este crítico (recordemos,

especialmente, su uso de la expresión “régimen más marcadamente denotativo y lógico-

racional”), y su observación acerca del escaso trabajo sobre cuestiones formales de esta

novelística; son dos aspectos a los que vamos a volver. Proponemos también apartarnos

momentáneamente del artículo de Beverly—al que también volveremos en breve—para

incorporar un elemento que consideramos fundamental. En efecto, hay una cuestión de la

posición de Rama que Beverly no retoma, pero que nosotros quisiéramos considerar: se

trata del lugar de las novelas regionales en su argumentación. Porque ocurre que, para

Rama, la línea genealógica que uniría la “novela social latinoamericana de los treinta” a

la tradición de la novela realista burguesa europea se habría dado a través del puente de la

“novela regionalista latinoamericana,” considerada por el crítico uruguayo “la

manifestación de la pequeña burguesía en ascenso que amanece con fuerza hacia 1910”

(Transculturación 212).

La posibilidad de ampliar el marco de discusión de la novela social e incluir en

nuestras consideraciones la novela regional, aunque arriesgada porque agrega una

categoría más a las múltiples a las que ya aludimos al discutir la cuestión de la

clasificación, nos parece necesaria y pertinente por dos razones. La primera es una

justificación general y adversativa: porque, como ha comentado Carlos J. Alonso en su

obra The Spanish American Regional Novel, también esta novelística es pensada

fundamentalmente como una etapa en el desarrollo de la literatura latinoamericana. De

donde se derivan las dificultades para alcanzar una caracterización acabada de esta

245
novelística—es decir, nuevamente, se escamotean las bases para una clasificación que

pueda estabilizarse. La razón, como en el caso de la novela social, es que la novela

regional no es considerada interesante o valiosa por sí misma; sino que se la pone en

función, nuevamente, de una línea genealógica, de algo que pasó antes o que pasó

después. Sobre todo después, dado que esta novelística también es analizada como un

antecedente del boom. Según Alonso, entonces,

In all, the fluidity and imprecision of the category novela de la tierra is


symptomatic of the fact that its principal use by literary historians has not been
the designation of a specific field of study; its main function has consisted in
serving in a heuristic capacity for the composition of the larger narrative of
literary history. As a result, the critical valorization of the novela de la tierra has
not been grounded in an examination of its intrinsic qualities, but has been
determined rather as a function of preceding or subsequent literary developments.
(40)

La segunda razón por la que queremos incluir en nuestra argumentación sobre la

novela social la consideración de la novela regional tiene que ver con el recorte del

corpus de novela social que propone Beverly: como vimos, se trata mayoritariamente de

novelas ambientadas en el ámbito rural y, por lo tanto, fuertemente emparentadas con las

novelas regionales—aunque vamos a destacar una divergencia fundamental. Dejamos

para el capítulo siguiente la discusión sobre el hecho de que por lo menos dos de las

novelas de su lista—precisamente, las que nos interesan en este capítulo y en el siguiente,

es decir, El tungsteno y Huasipungo—son frecuentemente adscriptas a la categoría de

“novelas indigenistas.”

Creemos, entonces, que resulta iluminador incorporar a la reflexión de Beverly la

consideración de la novelística regional, también considerada preliminar, inacabada, poco

interesante por sí misma; e igualmente acusada de incurrir en un tipo de representación

246
“realista.” Se trata de un pecado que resulta agravado por el hecho de que estos escritores

disponían ya de los recursos renovadores provistos por las vanguardias. Es especialmente

ilustrativo de este tipo de acusación el juicio de González Echevarría sobre las novelas

regionales—en realidad, una suerte de concesión, porque su análisis superará esta

observación—, el que se acerca mucho al juicio de Rama sobre las novelas sociales:

The novela de la tierra seems like an anachronism from the outset. First published
in the 1920s, when narrative was passing through a stage of radical transformation
in works like Joyce’s, it was read by its critics and even promoted by its authors
as the realistic novel that Latin America had lacked, as well as a politically
committed literature. (The Voice of the Masters 45)

Reformulemos, entonces: tanto en las críticas a la novela social como a la novela

de la tierra encontramos cuestionamientos a la calidad estética, acusaciones de llano

“realismo,” y dificultades para la caracterización y clasificación. Todos estos elementos

confluyen, entonces, para que la novela social y la novela de la tierra hayan sido dejadas

de lado por la crítica académica durante tiempos recientes; con lo cual no se trabajó

suficiente en su comprensión y no se investigó, menospreciándola a priori, su circulación

y su posible influencia en las ideas de la región—aunque esto se aplica más a la novela

social que a la regional. La crítica dominante parecía dar por supuesto, como queda

ilustrado en la cita de Rama, que el cambio, la modernización política y social de la

región, llegaría en conjunción con la novela del boom, precisamente por su trabajo

modernizador sobre la forma.

Es por estas razones que el artículo de Beverly resulta fundamental. Su ataque a la

visión dominante sobre la novela social latinoamericana de Rama se basa

247
fundamentalmente en señalar los supuestos incuestionados que la sostienen. El más

importante tiene que ver con el lugar central del formalismo para este tipo de crítica:

La represión de la novela social se hizo, tanto por liberales como Monegal como
por izquierdistas como Jitrik, en nombre de una llamada ‘novela del lenguaje’ que
proclamaría la autonomía o autosuficiencia del texto, de acuerdo con las
propuestas epistemológicas del formalismo sobre la naturaleza del hecho literario.
(“El tungsteno de Vallejo” 167)

Beverly resume brevemente las propuestas del formalismo, señalando dos

aspectos: el primero es que para esta escuela crítica “efecto estético y efecto ideológico

no son simplemente distintos; son en cierto sentido opuestos,” por lo cual cualquier

función documental, denotativa, de la literatura es, de por sí, no literaria. Y el segundo es

que el formalismo “entiende la historia literaria como un proceso autónomo de

producción intertextual de nuevos efectos de ostranenie”—distanciamiento (“El

tungsteno de Vallejo” 169-170). 5 Es decir, para el formalismo—y, por lo tanto, para la

visión crítica dominante sobre la literatura latinoamericana del siglo XX—el trabajo

estético sobre el lenguaje y sobre la literatura previa son condiciones sine qua non del

trabajo literario, y no deben “contaminarse”—para evocar la terminología que propone

Bruzual—de otros propósitos.

Dos características que la visión crítica dominante atribuye a la novela social

latinoamericana parecen contradecir a priori estos postulados del formalismo; y por lo

tanto explican la opinión negativa generalizada sobre la misma: su pretendido interés por

una representación “realista”—es decir, un trabajo sobre la “realidad,” y no sobre la

literatura; y el hecho de tratarse de una “politically committed literature,” para retomar

palabras de González Echevarría. Ahora bien, Beverly muestra las debilidades de esta

248
argumentación al sostener, apoyándose en Dominique Pérus, que cualquier reclamo de

“realismo” es, igualmente, “artificial y retórico,” ya que siempre se basa en un trabajo

sobre el lenguaje: “Decir que una novela realista produce un ‘efecto de lo real’ o un

efecto de ‘identidad propia’ no es lo mismo que descalificarla como literatura; es

precisamente señalar cómo funciona estéticamente” (“El tungsteno de Vallejo” 171).

En la cita de Beverly nos parece importante rescatar la noción de “efecto de lo

real”: se trata de algo que el escritor logra a través del trabajo con la escritura. No es algo

dado; es algo alcanzado. Es un truco—resultado del uso de diversos recursos, literarios y

extra-literarios—en el que los lectores pueden o no quedar atrapados; un truco que los

lectores pueden o no advertir. En este punto nos parece relevante acercar otra observación

de González Echevarría, que contradice de raíz el presunto “realismo” de las novelas de

la tierra, al sostener que el mismo es el resultado de una operación de lectura, inducida

por los propios escritores. Este crítico va incluso más allá, al considerar que, en verdad,

se trata de novelas alegóricas. Creemos que estamos ante una observación que es

aplicable a la novela social:

…the ‘realism’ of the novela de la tierra was a result of the inevitable partiality of
critics and authors themselves—it was an effect, above all, of reading. Today,
with the perspective of forty years, we can see that many of these novels, far from
being realistic, were in fact allegorical, and as such presented a critical view of
their own constitution that removed them from the realistic concepts of
representation that criticism has elaborated. (The Voice of the Masters 46)

Se deduce de esta observación que estas novelas no son realistas porque se limiten

a copiar la realidad, dando predominio a la función “denotativa,” para retomar la

terminología que propone Rama—también “referential,” o “cognitive” siguiendo la de

Roman Jakobson (353). Son “realistas” porque han logrado generar la ilusión de que lo

249
son; porque se han proclamado documentales, y han convencido a sus lectores de que lo

son—incluso a los más sofisticados, la crítica. González Echevarría habla de “alegoría,”

lo que supone una amplia elaboración de materiales que son presentados para representar

alguna otra cosa. Nosotros proponemos que estas novelas operan a partir de una estricta

selección de elementos, los que son combinados para ofrecer una determinada visión de

la realidad presuntamente representada. Y que sólo son “realistas” a posteriori, en función

de su éxito; es decir, porque logran conformar una determinada visión de la realidad, y

convencer sobre la “realidad” de la misma.

La siguiente cita de Víctor Alba puede considerarse representativa de ese éxito:

frente a la acusación de que la novelística social es “ndramática,” responde que el

“melodrama” está en la realidad. Para este crítico, que escribe en 1952, es decir,

precisamente tras el pico de la novela social y antes de la novela del boom, la literatura

latinoamericana comienza a ser tal, es decir, deja de ser una reproducción de la europea o,

en sus palabras, “una branche latinoaméricaine de la littérature européenne” (39), cuando

comienza a ocuparse de esta “realidad”:

Et cela n’est qu’un des problèmes que se posent à l’écrivain qui désire écrire en
latino-américain. Les formes d’exploitation sont, sur ce continent, tellement
invraisemblables, les contrastes tellment cassants, qu’il lui faut constantemment
se refuser à la tentation du mélodrama… et pourtant le mélo est, ici, le quotidien
et le spontané. (41)

A esta cita sigue luego una descripción del panorama político de las primeras

décadas del siglo XX en el que se destaca la observación de Alba sobre la presencia de

los nuevos discursos de izquierda en la región, yuxtapuesta a observaciones sobre la

política exterior norteamericana hacia la región. Los escritores que presenta como

250
representativos de esta recién nacida literatura latinoamericana son aquellos cuya obra

encuentra claves de lectura en estos dos aspectos del contexto comentados. No sorprende,

entonces, que el listado de escritores de Alba tenga sugestivas coincidencias con el que

hace Beverly para ejemplificar la novela anti-imperialista:

On comprend que l’énumération des écrivaines qui méritent le qualificatif de


latino-américains soit encore très brève. …
Les premières manifestations de cette littérature coincident avec les espoirs
suscités par la révolution russe et les protestations provoquées par la maladroite
politique américaine sous les présidents Coolidge et Hoover. La littérature latino-
américaine, pendant cette période, prend un ton de dénonciation enflammée: le
Péruvien José Carlos Mariátegui—le seul marxiste latino-américain de valeur—en
est le théoricien. L’Equatorien Jorge Icaza, le Mexicain Mariano Azuela, le
Vénézuélien Uslar Pietro et le Nicaraguayen Hernan Robleto, le Guatémaltien
Miguel Ángel Asturias sont les romanciers de cette génération. Ils dénoncent
l’exploitation de l’Indien, les dictatures, le marchandage avec la Révolution (dans
le cas d’Azuela). César Vallejo, au Pérou, est le poète de cette tendance. (41)

Las dos citas de Alba nos instalan, de todos modos, en la consideración de la

novela social, apartándonos ya de la de la tierra: estamos ante el momento de reestablecer

las distinciones. Pero antes, quisiéramos destacar un último punto de contacto entre

ambas, a partir del cual nos será posible marcar un punto de divergencia profundo entre

estas dos novelísticas. Nuestra reflexión se iniciará, nuevamente, con una observación de

González Echevarría, donde este crítico sostiene que las novelas de la tierra lograron

establecer personajes característicos y representativos de las distintas zonas de América

Latina, sentando así las bases de una perspectiva regional—que, significativamente, él

denomina aquí “pan-American” y no latinoamericana: 6

The widespread circulation of the novelas de la tierra beyond the borders of the
respective countries of the authors within the genre is proof of its literary impact;
it is the novela de la tierra that first begins to sketch out a truly pan-American
landscape and gallery of characters. (The Voice of the Masters 45)

251
Ahora bien, este crítico también ha destacado que, pese a su pretensión de dar

cuenta de manera comprehensiva de la realidad a través de una “compendious vision,” las

novelas de la tierra fallaron en hacerlo debido a una “clear ideological distortion,” al no

reconocer un cambio fundamental en el paisaje latinoamericano: que la realidad de la

América Latina de comienzos del siglo XX es, fundamentalmente, una realidad urbana

(46). De este modo, González Echevarría comenta, incurriendo en una notable

observación acerca de la falta de referencialidad de las mismas novelas a las que se ha

criticado por su… mera referencialidad, y reconociendo la capacidad de estas novelas de

crear “a new Latin American literary reality”:

Cities, for example, which figured into certain works, such as those by Roberto
Arlt in Argentina and Miguel de Carrión in Cuba, hardly appear in the novela de
la tierra, despite that fact that Latin America already possessed relatively large
and complex urban centers by the 1930s. The novela de la tierra elaborates a new
Latin American literary reality, and it is precisely for this reason that it is so
important today. (46)

En gran medida, las novelas de la tierra han sido consideradas obras

fundamentales en la construcción de las naciones latinoamericanas, como naciones

soberanas dentro de una región que se arma a partir de las peculiaridades de las diversas

naciones. En este sentido, las novelas de la tierra han contribuido en la fundación de un

discurso hegemónico sobre la nación, que va a buscar a las zonas rurales las claves de

una identidad nacional puesta en cuestión por las transformaciones que estaban

verificándose a comienzos del siglo XX en las ciudades latinoamericanas. De esta

manera, esa búsqueda de lo nacional en las áreas rurales es paralela a una inversión de la

252
oposición civilización y barbarie, dominante durante la segunda mitad del siglo XIX.

Como explica Raymond Leslie Williams, con una terminología ligeramente diferente de

la que utiliza González Echeverría,

The cultural debate was most often articulated in Manichean terms as one
between civilization and barbarism. Following a discursive mode and
characterization of national culture from the nineteenth century, the civilization
versus barbarism debate articulated issues of national identity in simplistic terms.
… In the 1920s, the criollistas maintained that a key to establishing an authentic
national identity was to be found and celebrated in local and regional customs.
Paradoxically, some aspects of rural customs that had been associated with
barbarism became positive values in these novels. (38)

Entre estas obras—novelas de la tierra o criollistas, en la terminología que vemos

en la cita de Williams—se cuentan Don Segundo Sombra (1926), del argentino Ricardo

Güiraldes; o Doña Bárbara, del venezolano Rómulo Gallegos (1929). Son obras nacidas

en las ciudades, a partir de la preocupación por las transformaciones evidenciadas

fuertemente en las ciudades, cuya inversión de la oposición civilización y barbarie deja

en evidencia contradicciones surgidas del propio proyecto modernizador de las élites

dominantes. Entre esas contradicciones se cuenta, precisamente, la emergencia de

sectores contestatarios—anarquistas y socialistas en primer lugar, luego comunistas—

vinculados con los cambios introducidos por la industrialización y la inmigración, como

vimos en el Capítulo 2 en relación con la ciudad de Buenos Aires. Se trata de nuevas

realidades que desafían el poder establecido y son, por lo tanto, rechazadas por las

mismas élites que habían promovido los cambios que las hicieron posibles. Como ha

caracterizado Viñas en su estudio sobre el anarquismo latinoamericano:

… se verifica en la franja ideológica de la ‘república positivista’ la inversión de la


dicotomía de Sarmiento: la civilización ‘urbana’ exaltada hacia 1845 empieza a

253
ser denostada; la ‘barbarie’ campesina denunciada tradicionalmente se troca en un
emblema de rústico repliegue connotado por los ‘más puros valores espirituales’.
Es que las contradicciones a las que se enfrentaba la genteel tradition no podían
ser resueltas por la racionalidad elitista. De ahí las primeras manifestaciones
antiliberales de profundas raíces liberales. (Anarquistas 214-215)

Al igual que las novelas de la tierra o criollistas, las novelas sociales nacen en las

ciudades; incluso aquellas que resultan ambientadas en zonas rurales, como las que

consideramos representativas del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. Y

también ellas dejan en evidencia una inversión de la oposición civilización y barbarie,

que ya vimos claramente anticipada en Barrett y Quiroga. Pero aquí terminan las

semejanzas, y se instala la profunda divergencia entre ambas que anticipamos. Como

intentaremos demostrar en este capítulo y el siguiente, estas obras, representadas en

nuestro corpus por El tungsteno y Huasipungo, son representativas de un gesto anti-

hegemónico, ya que cuestionan fuertemente la posibilidad de la construcción de la

nación. Se trata de un punto que trataremos de demostrar no sólo a través de aspectos

extrínsecos, como la caracterización del pensamiento político de sus autores, sino

también a través del análisis de las obras. Ahora bien, mientras estas obras cuestionan la

idea de construcción de la nación, apuntan asimismo fuertemente a una meta-nación

latinoamericana, hermanada más que por los mismos logros, por los mismos

padecimientos—y por la misma pulsión de rebeldía.

En relación con este contraste entre las novelas regionales o criollistas y las

novelas sociales anti-imperialistas—representativas del contra-discurso neocolonial de

los recursos naturales—consideramos reveladora la siguiente cita de António Cândido,

quien ha señalado un “cambio de orientación” de la narrativa regionalista a partir de la

254
década del treinta. Este crítico subraya la importancia de esta reorientación—que es

ideológica—de la narrativa, y apunta a que, en este sentido, la literatura se habría

anticipado a otras esferas de la actividad intelectual en su “fuerza desmitificadora.” El

comentario alude, precisamente, a cómo la nueva novelística—la del realismo social—

trabaja en desarmar los mitos de constitución de la nación, a los que había contribuido la

primera narrativa regional, es decir, la novela de la tierra o criollista:

La conciencia del subdesarrollo es posterior a la segunda guerra mundial y se


manifestó claramente a partir de los años 50. Pero desde el decenio de 1930 había
habido un cambio de orientación, sobre todo en la ficción regionalista, que se
puede considerar como termómetro, dada su generalidad y persistencia. Ella
abandona su amenidad y su curiosidad, presintiendo o percibiendo lo que había
de enmascaramiento en el encantamiento pintoresco o en la caballerosidad
ornamental con la que antes se trataba al hombre rústico. No es falso decir que la
novela adquirió, desde este punto de vista, una fuerza desmitificadora que se
anticipa a la toma de conciencia de los economistas y políticos. (337)

Retomando, entonces, los puntos importantes surgidos de la discusión alrededor

del artículo de Beverly, analizaremos seguidamente El tungsteno de Vallejo como novela

social que contribuye a afianzar la conformación del contra-discurso neocolonial de los

recursos naturales, explorando un nuevo modo de representar el imperialismo, a partir de

una posición anti-hegemómica. Partiremos de un breve análisis de la biografía de su

autor, que nos permitirá avanzar luego en la consideración de la obra.

César Vallejo: de la sierra a Trujillo, a Lima, a París, a Madrid

César Abraham Vallejo Mendoza nació en Santiago de Chuco, provincia de

Huamacucho, del Departamento de La Libertad, el 16 de marzo de 1892. Se trata de “una

de las regiones serranas de mestizaje más avanzado; en ella sólo se habla español; un

255
español rico en expresiones coloquiales, algunas arcaicas,” comenta André Coyné

(“César Vallejo, vida y obra” 17). Su padre era mestizo, hijo de español e india quechua;

su madre era india chimú. Tanto su padre como su abuelo fueron sacerdotes. 7 César es el

menor de doce hermanos. El ambiente familiar es caracterizado por Francisco Martínez

García como “austero, laborioso, tradicional e intensamente religioso” (1030).

Vallejo realiza estudios secundarios en el Colegio Nacional de San Nicolás de

Huamachuco entre 1905 y 1908. Inicia luego estudios universitarios en Letras en la

Universidad de La Libertad de Trujillo, que interrumpe, “al parecer por insuficiencia de

recursos económicos,” de acuerdo a Martínez García (1030). Pasa algunos meses como

empleado administrativo en las minas de Quiruvilca ubicadas entre Santiago de Chuco y

Huamachuco, tiempo en que se familiariza “con la existencia dolorosa de los mineros,

dramatizada, años después, en su novela El tungsteno,” en la apreciación clásica de Ángel

Flores (10). Sigue un período de trabajo como profesor de los hijos de un rico minero y

hacendado de la región, y se inscribe después en la Facultad de Ciencias de la

Universidad Mayor de San Marcos, pero no continúa los estudios. Luego tiene una

segunda experiencia laboral que lo marcará: se emplea como “ayudante de cajero en la

hacienda azucarera ‘Roma’, cerca de Trujillo, en el valle costeño de Chicaza.” Trabajan

en la misma unos 4.000 peones. Georgette de Vallejo, la viuda del escritor, da mucha

importancia a la influencia de este período en la visión social de Vallejo, quien saldrá de

este trabajo “profundamente marcado.” En una cronología que consagra unas pocas

páginas a la vida de Vallejo en Perú, dedica un largo pasaje a los recuerdos que el escritor

compartió con ella sobre sus meses en la hacienda. El tono del relato es de denuncia y de

256
urgencia; también de compasión. Georgette dedica cierto detalle al modo como en la

hacienda se logra controlar a los trabajadores a través de las deudas, convirtiéndolos de

trabajadores libres a la condición de semi-esclavos—una suerte que se trasmite a sus

hijos. Es una forma de explotación muy similar a la que hemos visto descripta en el

trabajo de Barrett sobre Los yerbales:

Y es que si el joven Vallejo está favorecido por un trato reservado a los


empleados superiores y un sueldo satisfactorio, no puede, no ver y no oír, cuando
apenas apunta el alba, llegar los peones (cerca de 4,000) al inmenso patio; ponerse
en fila a medida que se les llama, y partir para los campos de maíz, en los que se
extenuarán hasta el sol poniente, con un puñado de arroz por todo alimento
Tampoco puede no saber que todas estas pobres criaturas han sido salvajemente
capturadas por siniestros ‘enganchadores’, y cobardemente retenidas por vida por
el alcohol que, dominicalmente y con deliberada intención, se les vende a crédito.
Irremediablemente endeudados, haciéndose insolventes en pocas semanas—
cubriendo rápidamente su deuda un número de años superior al que van a vivir—
habrán de garantizarla con esto que sólo les queda: sus hijos, nacidos o por nacer.
Se comprende que el recuerdo de la Hacienda ‘Roma’ haya sido durable en un
ser como Vallejo a quien ya alteraba la injusticia social. (355-356)

Ahora bien, el relato de Georgette habla de observación y de empatía por parte de

Vallejo; pero hay también en el tiempo pasado en la hacienda azucarera un acercamiento

del joven literato con los trabajadores. De acuerdo a Martínez García, Vallejo: “Escribe

poemas y relatos breves que lee, en las horas de descanso, a su compañero de habitación”

(1031). Tras esa experiencia—de la que Georgette dirá que se refleja en El tungsteno,

contrariando a otros críticos, como veremos—Vallejo vuelve a la universidad y, entre

1913 y 1915, retoma y completa sus estudios de Letras en Trujillo. Por esos mismos años,

es “preceptor” en el Centro Escolar de Varones No 241, donde enseña botánica y

anatomía. Escribe poemas con explicaciones para sus clases de ciencia, como

“Fosforescencia” y “Transpiración vegetal,” publicados en la revista Cultura Infantil de

257
ese centro escolar. También publica en medios de Trujillo los primeros poemas que luego

formarían parte de Los heraldos negros, aunque con distintos nombres. Declama sus

poemas en público, en encuentros junto a la intelectualidad de la ciudad.

Varios críticos consideran fundamental para la formación de Vallejo los años

pasados en Trujillo: inicia relación con Antenor Orrego, Alcides Spelucín, José Eulogio

Garrido y Víctor Raúl Haya de la Torre, futuro fundador de la Alianza Popular

Revolucionaria Americana (APRA), un movimiento político de izquierda con fuertes

componentes anti-imperialistas (Seoane y Heysen). Entre ellos, se constituye el grupo El

Norte, “de resonancias imborrables para Vallejo,” según Martínez García (1031). Como

maestro de primaria en el Colegio Nacional de San Juan, tiene como alumno a Ciro

Alegría, que recordaría tiempo después a este maestro poeta, de conspicuos rasgos

indígenas, de figura triste, de larga y provocativa melena, cuyas piezas publicadas en los

diarios despertaban sorpresa y censura en el medio escolar (“El César Vallejo”).

Las lecturas de Vallejo se amplían en este período: según Flores, lee a Walt

Whitman, Paul Verlaine, Maeterlinck, Soren Kierkegaard, Romain Rolland, Henri

Barbuse; también tiene acceso a las revistas de vanguardia peruanas y españolas; y se

escribe con el poeta José María Eguren (11 y 16-17). Son años de bohemia, con eventual

uso de alcohol y visita a los fumaderos de opio; también de sus primeros amores, todos

contrariados. Defiende su tesis de Bachiller en Filosofía y Letras a fines de 1915. Trata

sobre El Romanticismo en la poesía castellana, se basa en Hippolite Taine y analiza

críticos como Quintana, Heredia, José Zorrilla de San Martín y Juan de Espronceda. En

los párrafos finales, se hace eco del discurso dominante sobre la necesidad de la

258
alfabetización y la cultura en relación con el progreso económico, haciendo asimismo una

defensa de las letras como profesión:

Mucho se habla entre nosotros de que los estudios literarios son inútiles. No
necesitamos probar lo erróneo y temerario de semejante afirmación; pero sí
debemos declarar que esta aversión al Arte, tan arraigada en el pueblo en los
actuales tiempos, es debida a la falta de educación, que no permite tener una idea
clara y completa de la vida armónica y plena del hombre, pues ningún pueblo
culto e ilustrado repele nunca el noble sacerdocio de la Poesía. Por ahora nosotros
anhelamos, pues, la difusión de la cultura en la masa popular y el desarrollo
económico, como medio de formar una literatura brillante, digna de nuestra
amada Patria. (Citado en Flores 13-14)

En ese tiempo Vallejo también sigue estudios de Derecho. Sin completarlos, viaja

a Lima en 1917, donde ganará el apoyo del poeta Abraham Valdelomar y publicará su

primer libro, Los heraldos negros, en 1919—aunque la edición tiene fecha de 1918,

porque Vallejo esperó por un prólogo de Valdelomar que finalmente no llegó. Ese año

muere su madre, sin que pueda verla; esta pérdida se suma a otra de 1915, la de su

hermano Miguel, un poco mayor que él y compañero de sus juegos de infancia. Según

Juan Larrea, la muerte de su hermano da un tono muy sombrío a su poesía:

En realidad se enfrentó, como mediante un espejo, con la muerte de su otro yo; en


alguna medida, con su muerte propia. … Lo cierto es que a partir de entonces, la
muerte, la tumba, el ataúd y demás accesorios fúnebres se adueñan de su
imaginación poética. (45)

La muerte de su madre, entonces, acentúa una actitud luctuosa previa: “Es un

hecho trascendental en su vida y en su obra. La honda depresión en que este hecho lo

precipita es atenuada apenas por la intensidad de sus desahogos amorosos,” sostiene

Martínez García (1032). Entre 1919 y 1920, una serie de circunstancias personales

desafortunadas contribuyen a su decepción, y hacen que comience a pensar en irse a

259
Europa: pierde dos trabajos y pasa 112 días preso acusado de disturbios en su ciudad

natal. De ese tiempo es importante destacar también que, aunque inscripto en los cursos

de doctorado en la Universidad Mayor de San Marcos, según Coyné, “no toma parte

activa en la agitación de los claustros” del movimiento pro Reforma Universitaria (“César

Vallejo” 27).

En 1922 publica Trilce que, como Los heraldos, tiene una acogida bastante

negativa. Aunque Orrego lo apoya con su prólogo, la crítica es desfavorable a este trabajo

vanguardista. Comenta Vallejo en una carta a Orrego, con matices trágicos que bordean

la cursilería; pero donde también queda en evidencia su conciencia de estar renovando la

poesía con recursos que están en el límite de lo aceptable en un medio dominado por la

figura del poeta José Santos Chocano, vinculado a la tradición modernista:

El libro ha caído en el mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la


responsabilidad de su estética. Hoy, y más que nunca quizás, siento gravitar sobre
mí una hasta ahora desconocida obligación sacratísima, de hombre y de artista, ¡la
de ser libre! Si no he de ser hoy hombre libre, no lo seré jamás. Siento que gana el
arco de mi frente su más imperativa fuerza de heroicidad. Me doy en la forma más
libre que puedo y ésta es mi mayor cosecha artística. ¡Dios sabe hasta dónde es
cierta y verdadera mi libertad! ¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no
traspasara esa libertad y cayera en el libertinaje! (Citado en Flores 32)

La relación de Vallejo con la intelectualidad peruana es cambiante, y difícil de

evaluar de manera simple y terminante. Por un lado, ha participado de la conformación

del grupo El Norte, en Trujillo, en el cual ha hecho amigos y gracias al que terminó de

conquistar el lugar público del hombre de letras. 8 Sin embargo, según Martínez García,

tras su encarcelamiento la relación de Vallejo con el grupo se enfría: “algo ha cambiado

en ellos o en él; de hecho, el ímpetu del grupo ‘El Norte’ se ha perdido” (1032). Por otro

lado, su liberación ha sido en parte atribuida a “la intervención favorable de la prensa y

260
de personalidades influyentes, como el poeta Percy Gibson,” de acuerdo a la evaluación

de Flores (30) y de Ernesto More, quien hace un relato muy colorido de la amistad entre

ambos y de las gestiones de Gibson (13-15). 9 Vallejo, además, ha ganado varios premios

literarios, y ha tenido pequeñas revanchas; por ejemplo, que una publicación que

inicialmente lo subestimó como la revista Variedades, de Lima, publicó un cuento

premiado en un concurso, “Más allá de la vida y la muerte,” dinero con el que,

precisamente, publica Trilce—una “rehabilitación literaria” que debió dejar a Vallejo

satisfecho, como comenta Monguió (56).

Sus obras no son bien acogidas pero el ritmo de sus publicaciones no decae: en

1923 publica todavía la recopilación de cuentos Escalas melografiadas, y la novela corta

Fabla salvaje. Por otra parte, entre otros apoyos de la intelectualidad, Vallejo ha recibido

el de un poeta (y político) ya establecido, como Valdelomar, líder del grupo intelectual

limeño Colónida, quien lamentablemente muere tempranamente en 1919. Esta pérdida

también es importante para el escritor. Georgette de Vallejo recoge el testimonio de Juan

Espejo sobre el impacto de esta noticia, tras la cual comienzan los planes de abandonar el

Perú, que se verían pospuestos—pero también confirmados—por el período en la cárcel y

algunos traspiés económicos. 10 En efecto, según la viuda, el escritor “proyecta su

evasión desde 1920 y, más particularmente, desde la edición de Trilce” (361).

¿Por qué viaja a París Vallejo, en última instancia? ¿Qué precipita su partida, que

se estaba demorando? Estuardo Núñez coincide con Georgette de Vallejo en la

importancia para esta decisión de la negativa recepción de Trilce, en un contexto

261
dominado por la retórica modernista de Santos Chocano; aunque agrega también la

avidez por abrirse camino en un mundo intelectual que lo atraía:

Salvo las voces alentadoras de algunos amigos—y el prólogo clarividente de


Orrego—el segundo libro de sus poemas no mereció sino algunas notas breves de
acuse de recepción, sin ninguna resonancia. Seguramente, a Vallejo le dolía más
la indiferencia que el comentario adverso o la apostilla burlesca de Clemente
Palma. Eran los días de la apoteosis de la poesía de José Santos Chocano, vuelto
al Perú después de una larga ausencia. Las gentes creían descubrir en este al
arquetipo de la creación poética, tan distante del nuevo estilo y modalidad que
inauguraba Vallejo en la poesía nueva dentro del Perú y el mundo de habla
hispana.
En consecuencia, el desaliento trocase en la voluntad de dejar el Perú e irrumpir
en el ambiente vislumbrado de la vanguardia literaria europea. (80)

Para García Martínez, en la decisión de viajar a Europa de Vallejo confluyen una

serie de factores, personales e intelectuales, negativos y positivos—varios ya

mencionados. Entre ellos, se cuenta la circunstancia feliz de un dinero que llega a

acumular al perder un trabajo:

El 17 de junio de 1923 puede emprender una aventura, acariciada desde tiempo


atrás y azuzada por los días de cárcel, por la fragilidad y provisionalidad de su
libertad civil y por la reacción desconcertada y negativa que Trilce provocó en los
ambientes culturales peruanos: con ciento cincuenta soles, que al cambio dieron
quinientos francos, se embarca para Europa en el ‘Oroya’. (1032)

Coyné simplemente insiste en las ambiciones intelectuales de Vallejo, al comentar

que el escritor está en ese momento de su vida “decidido a ‘comer piedrecitas’ con tal de

escapar hacia horizontes más amplios,” citando palabras posteriores del propio Vallejo

(“César Vallejo” 29). Jean Franco es, sin embargo, la crítica que se expande más en su

análisis de los motivos por los que Vallejo deja Perú. Franco apunta a cuestiones

generacionales que resuenan con motivos intelectuales y políticos, en particular, las

262
características del gobierno de Augusto B. Leguía (que gobernó Perú entre 1919 y 1930);

situaciones que pueden haber acentuado la percepción de encierro en Vallejo. Y,

apuntando a una cuestión generacional, no deja de hacer referencia al atractivo que

Europa tenía para los jóvenes literatos de la región:

Vallejo had long been thinking of leaving Peru. The last months of his stays must
have confirmed that any further poetic adventures would meet with frustration.
The modest drinking parties and the visits to a literary bookshop, La Aurora
Literaria, the increasing repressiveness of the Leguía regime, all pointed to a
narrow and unpromising future…
Europe! Those Latin America writers who could not make the pilgrimage would
not be freed from its grip. (César Vallejo 25-26)

La llegada a París no se da en las mejores condiciones. Vallejo no habla francés y

no tiene trabajo. En octubre de 1923 comienza a escribir para El Norte de Trujillo,

relación que continuará hasta 1927. Dirigida por Antenor Orrego, y con colaboraciones

Juan Espejo Asturriaga, esta publicación de su grupo intelectual de Trujillo representó un

recurso importante para la subsistencia de Vallejo, pero también para asegurar su

presencia en el medio intelectual de esa ciudad. Sus textos llevarían por pre-título la frase

“Desde Europa,” marcando su papel de corresponsal, y tratarían sobre temas de

actualidad, reseñas de arte y teatro, reflexiones sobre la literatura. En el análisis de Ana

María Gazzolo, en esos trabajos el escritor “mostró su sentido crítico y la fina ironía de la

que era capaz, pero, sobre todo, empezó a entretejer en ellos sus concepciones sobre la

vida, el arte y la política” (471).

Pronto Vallejo comienza a abrirse camino también en las publicaciones europeas:

en 1924 publica por primera vez en la revista El Alfar, de La Coruña. También comienza

a alternar con la variada intelectualidad que se da cita en París: según García Martínez,

263
conoce y trata a poetas como Vicente Huidobro y Pablo Neruda; a artistas plásticos como

a Pablo Picasso y Juan Gris; a representantes de las vanguardias, como Tristán Tzara.

También inicia amistad con quien se convertiría en uno de los críticos dominantes sobre

Vallejo, Juan Larrea. 11 Georgette de Vallejo expande esta lista, agregando entre esos

nuevos conocidos a Waldo Frank, Miguel Unamuno, Antonin Artaud, Andre Aymé, entre

muchos otros. 12

Las dificultades de los primeros tiempos se ven agudizadas por el hecho de que

Vallejo no recibe los pagos acordados por sus trabajos periodísticos. 13 El año 1924 es

particularmente duro: en marzo muere su padre; Vallejo cae en una crisis “muy aguda en

todos los órdenes: psicológica, espiritual y físico,” de acuerdo al juicio de Martínez

García (1033). Es operado de una hemorragia intestinal en el Hospital de la Caridad. De

este período—y de momentos posteriores, porque la abundancia nunca fue durable—

More recoge anécdotas notables sobre la pobreza de Vallejo en París: que dormía en los

subtes cuando no tenía alojamiento; que no se sentaba en el subte para no gastar sus

pantalones, o no saltaba de los vagones en movimiento para no gastar las suelas de los

zapatos; que solía atrasarse en los pagos del alquiler, debiendo recurrir a empeñar objetos

propios o de Georgette.

Poco a poco algunas actividades que deparan ingresos se van acomodando.

Gracias al apoyo de Maurice de Waleffe, a quien conoce a comienzos de 1925, Vallejo

obtiene reconocimiento como periodista en Francia y entra a trabajar, como secretario, en

el Bureau Ibero-Américain, puesto que ocupará hasta 1927. Por esa misma época

comienza a escribir para las publicaciones limeñas Mundial y Variedad; luego también

264
para La Razón de Buenos Aires. 14 Más relevante todavía: comienza a colaborar en la

revista de Mariátegui, Amauta, donde en su número 8 publica un relato, “Sabiduría,”

presentado como capítulo de una futura novela—que será El tungsteno.

En 1926 también obtiene una beca del gobierno español de la que goza entre 1926

y 1927, gracias a apoyo de su amigo Pablo Abril Vivero, según recuerda Georgette (363);

renuncia argumentando “discrepancias con la política seguida por el Gobierno del

General Primo de Rivera.” Martínez García, que cita estas palabras de Vallejo comenta

que, en realidad, lo hace “por obligada decencia personal” (1033). Georgette de Vallejo

cita una carta de escritor a Pablo Abril: “Tengo 34 años y me avergüenza vivir todavía

becado” (citado en “Apuntes biográficos” 364). Una empresa importante de estos años es

también la publicación de la revista Favorables-París-Poema financiada por Larrea, de la

que salen sólo dos números. En ellos colaboran Vicente Huidobro, Pierre Reverdy,

Gerardo Diego, Tristan Tzara y Juan Gris (Flores, César Vallejo 50). Gracias a su carné

de periodista, Vallejo también puede asistir a “teatros, conciertos y exposiciones, y

frecuenta por lo demás los cafés en boga”; aunque exclama, tomando distancia de esa

vida mundana, según Georgette de Vallejo: “ ‘Tout ca, ce n’est ni moi ni ma vie’ ” (364).

En 1928 Vallejo viaja por primera vez a Rusia, utilizando cincuenta libras que el

Perú otorga a los ciudadanos que quisieran repatriarse. Son varios los críticos que

sostienen que, inicialmente, Vallejo tiene intenciones de permanecer allí; Georgette de

Vallejo también habla de “la secreta esperanza de fijarse en Moscú” que abrigaba el

escritor (“Apuntes biográficos” 365). Pero vuelve a Francia en menos de un mes;

encuentra en el idioma una traba importante. 15 Ya está ingresando en el marxismo: a su

265
regreso, Vallejo se entera de que Mariátegui ha fundado el Partido Comunista Peruano, y

adhiere a la idea, para formar una célula del mismo en París. Escribe, junto con amigos,

su “Tesis sobre la acción para desarrollar en el Perú,” y una declaración en la que afirma

adoptar la ideología “del marxismo y la del leninismo militantes y revolucionarios.” 16

Hay coincidencia en los críticos que analizaron la filiación marxista de Vallejo con

respecto a su adopción de esta ideología. 17 De este modo, se separa de la propuesta del

APRA, con la que había estado relacionado por su amistad con Haya de la Torre iniciada

en Trujillo. Por esa filiación comunista y su actividad en manifestaciones abiertas y

reuniones clandestinas, Vallejo es vigilado por la Sureté y finalmente será expulsado de

Francia en diciembre de 1930.

Antes de eso, vuelve a Rusia en 1929, acompañado por Georgette, su segunda

pareja en París—después de la también francesa Henriette—con quien comienza a

convivir precisamente alrededor de la fecha del viaje, y se casará en 1934. Esta vez, el

viaje—realizado a título de “escritor independiente”—se alarga: la pareja visita Berlín,

Leningrado, Moscú, Varsovia, Praga, Colonia, Viena, Budapest, Trieste, Venecia,

Florencia, Roma, Pisa y Niza.

Como resultado de este segundo viaje a la Unión Soviética, Vallejo publica en

1930 diez artículos en la revista madrileña Bolívar; la serie se titula “Un reportaje en

Rusia.” Serán recogidos en forma de libro y publicados en 1931, en España. Rusia en

1931, reflexiones al pie del Kremlin resulta un best seller: según Ángel Flores, se agotan

tres ediciones en cuatro meses; sólo es superado en ventas por Sin novedad en el frente,

de Erich María Remarque. Pero la editorial Ulises no le pagará los derechos por las

266
ediciones segunda y tercera (100). Para explicar este inusitado éxito, Víctor Fuentes se

refiere al contexto de la España de 1931, de ebullición política y donde el partido

republicano acababa de alcanzar el gobierno, además de observar que, particularmente,

los libros de viaje a la Rusia revolucionaria llegaron a constituir casi un “subgénero” en

ese momento. También destaca la calidad de la escritura de Vallejo, quien “unía a su

conocimiento orgánico del marxismo una acerada capacidad de observación y una

sensibilidad creadora: su libro de ‘reflexiones’ es, también, un libro de imágenes con su

impronta” (409). 18

Hay observaciones discrepantes sobre cómo se sentía Vallejo durante este tiempo

pasado en España; de hecho, sobre todo con este período en mente, Rocío Oviedo Pérez

de Tudela ha calificado la opinión de Vallejo sobre la ciudad de Madrid como “oscilante”

(225). 19 Sobre lo que no quedan dudas es que se trata de un momento muy importante

para el escritor, tanto desde el punto de vista de la consolidación de su pensamiento y

militancia política como para su trabajo de escritura. Como anticipo, en el verano de 1930

se había publicado en España una edición de Trilce, con prólogo de Bergamín y apoyada

por Gerado Diego, que fue muy celebrada, según Víctor Fuentes (402-403). Este mismo

crítico destaca que, entre enero de 1931 y febrero de 1932, Vallejo se entrega “en cuerpo

y alma, a una intensa actividad política y literaria” (403). En palabras de Georgette, “En

España, Vallejo va a trabajar en forma nunca antes tan intensa” (370). De esos años es no

sólo la publicación de Rusia en 1931 y El tungsteno, sino también la escritura de obras

que quedarían inéditas por muchos años: el ensayo El arte y la revolución, el cuento Paco

Yunque, dos obras de teatro nunca representadas, Lock out y Entre las dos orillas corre el

267
río, y un nuevo reportaje, Rusia ante el segundo plan quinquenal, que Vallejo no pudo

publicar a pesar del éxito de Rusia en 1931. Como comenta Víctor Fuentes,

En total, una obra que no tiene parangón (tanto por su extensión en tan corto
tiempo, como por su comprensión creadora del marxismo) entre los escritores
españoles e hispanoamericanos que, por las mismas fechas, se acercaron o se
pasaron a las filas de la revolución proletaria. (403)

En paralelo, Vallejo tiene mucha participación política en el Partido Comunista

Español, asistiendo a marchas y dando clases de marxismo “por las tabernas y trastiendas

del Madrid galdosiano,” en la descripción nuevamente de Fuentes (403). Se trata, sin

embargo, de un momento de estrechez financiera. Por esos mismos meses, Vallejo

recurre a las traducciones para sostenerse: según Georgette, a partir de marzo de 1931

traduce dos obras de Henry Barbusse y una de Marcel Aymé (370).

El tungsteno, marxismo y denuncia neocolonial

Para la inmensa mayoría de la crítica, Vallejo ha sido durante mucho tiempo—y

en gran medida continúa siendo—fundamentalmente un poeta. Su obra en prosa,

periodística, narrativa y teatral, ha sido casi unánimemente considerada de poca calidad e

interés. En palabras de Guido Podestá en la Introducción a la primera edición crítica de su

teatro completo: “El reconocimiento universal que ha merecido la poesía de César

Vallejo ha dejado en segundo plano su obra narrativa y ensayística, y casi ocultado por

completo aquélla dedicada a la composición teatral” (17). En ese general descuido y

menosprecio, El tungsteno ocupa un lugar especialmente destacado, al ser considerado

por una parte importante de la crítica como una obra fallida. La situación es tan marcada,

que en la introducción de su ponencia ante un congreso, Ramiro de Casasbellas se

268
disculpa por ocuparse de estos trabajos del escritor: “mis primeras palabras tienen que ser

para pedir disculpas por ocuparme de la parte sin duda menos importante de la obra de

Vallejo, como es su prosa …” (163). La ponencia se perdió, porque no pudo ser grabada

y De Casasbellas nunca la presentó por escrito. Pero quedan dos párrafos, sumamente

elocuentes, donde este crítico parece rescatar tímidamente Escalas melografiadas y

Fabla salvaje para hundir definitivamente El tungsteno:

Esta obra en prosa de Vallejo supera en cantidad a su corta y entrecortada obra


poética. No la espera, en cambio, en trascendencia, en riqueza, siquiera como
ejemplo de una cierta renovación literaria. Dicho de otro modo, esa obra en prosa
es apenas creativa, aun cuando su autor haya intentado que lo fuera, al menos en
sus dos primeros volúmenes publicados en Lima antes de domiciliarse en Europa.
Lo que escribe en Europa es, con escasas excepciones, un extenso panfleto de
calidad despareja … .
El extenso panfleto de Vallejo se inicia con la correspondencia que envía a la
prensa peruana, y cunde también dentro de lo que debió ser—o de lo que él quiso
quizá que fuera—una novela. (163)

Es oportuno destacar que estas palabras de De Casasbellas forman parte de la

publicación Aula Vallejo, resultado de los congresos del mismo nombre organizados por

Juan Larrea entre 1959 y 1974 en la Argentina, a los que asistieron algunos de los

expertos más reconocidos de la obra vallejiana. Esta publicación es considerada por

César Toro Montalvo en su trabajo crítico sobre la bibliografía de Vallejo “el primer

eslabón vallejiano de significación continental” (413). Es decir, no se trata de una crítica

que pueda considerarse marginal o poco representativa. Por otra parte, que el juicio es

compartido por la audiencia experta resulta confirmado en la discusión que sigue a la

ponencia de De Casasbellbas, en la que J. Higgins coincide explícitamente con esa

opinión, al sostener que “Vallejo como prosista es muy inferior y distinto a como poeta”;

269
y André Coyné define, contundente, El tungsteno como una “novela fracasada” (citados

en De Casasbellas 163 y 165). 20 Puede deducirse el asentimiento del propio Larrea—que

participa de la discusión—a partir de su silencio sobre el punto.

Otro comentario revelador con respecto al poco valor que ha dado la crítica a El

tungsteno, es el de Kevin J. O’Connor quien, en su prólogo a la primera traducción de la

novela al inglés, realizada en fecha tan tardía como 1988—dato elocuente por sí mismo—

sostiene, resumiendo la posición de la crítica sobre esa obra:

… despite its early commercial success, [Tungsten] has been banished from the
canon of contemporary Latin American literature as a proletarian novel (which it
is) and a lamentably anomalous narrative detour in the development of a poetic
genius … . That Vallejo, the poet whose brilliant and provocative verse still
challenges the reader, would decide to craft a novel of socialist revolution has
cause not little consternation among his critics. (x)

En el mismo sentido puede leerse la opinión de Antonio Merino, uno de los

mayores expertos recientes sobre la obra de Vallejo, editor de su Narrativa completa. En

el estudio preliminar a la edición de la misma en 1996, este crítico en primer lugar alude

al poco interés de la crítica académica por la obra no poética de Vallejo, basado en su

negativa valoración; y en segundo lugar se siente obligado a rescatar el trabajo formal

que exhibe la obra en prosa del escritor, y a sugerir la necesidad de que la crítica se

dedique más intensamente a la misma:

Es de lamentar que tanto su obra narrativa como sus escritos teóricos … no


obtengan el mismo eco y la atención, sobre todo por parte de la crítica literaria,
que su obra poética, ya que tanto su prosa como su poesía ofrecen niveles de
desarrollo formales (de metodología) muy parecidos, y su estudio comparativo,
contrastado con las fechas y los ‘estados de ánimo’ del autor, nos permitiría
afrontar una visión más cercana y global a su pensamiento y a sus textos. (8)

270
Serge Salaün encuentra motivos ideológicos detrás del “pertinaz silencio” de la

crítica en relación con la obra narrativa y teatral; aunque no son las únicas razones que

propone. Sostiene que la actitud desvalorizadora hacia la obra en prosa de Vallejo dice

más de la propia historia de la crítica que de los valores de su trabajo:

Respecto de su obra novelesca, la parquedad crítica tiene dos causas esenciales (y


complementarias). La primera reside en la opinión generalmente admitida
(incluso entre los exegetas marxistas) de una molesta inferioridad artística que
contrasta con el grado de madurez excepcional de su poesía. La segunda sostiene
que la lección política, más directa y explícita que en la poesía (a partir de 1927),
obliteraría hasta desnaturalizarlo el valor estético: volvemos a la imagen de un
Vallejo víctima de su adhesión política … . Por ende, el olvido de sus búsquedas
en el campo novelesco y teatral, más históricamente marcadas—eso sí—, más
ineludibles ideológicamente, podría aparecer como una muestra de piedad
paternalista hacia un genio que ha dado pequeños traspiés por culpa de sus
posiciones trasnochadas: es ésta una actitud que presenta el mérito de silenciar
una parte importante de su producción, de eludir ciertas problemáticas esenciales
y de liquidar los presupuestos ideológicos definitivamente condenables. (71-72)

Como sostiene Salaün, al menos una parte de los comentarios negativos sobre El

tungsteno pueden relacionarse con cuestiones ideológicas—siendo el ejemplo más claro

el de Larrea. Nos interesa subrayar, de todos modos, que como sostiene este crítico y,

como hemos visto en las observaciones de Beverly acerca de la visión dominante de la

crítica sobre la novela social, aún críticos de izquierda han coincidido en desvalorizar este

tipo de literatura. A pesar de las divergencias ideológicas, el efecto de estas dos corrientes

termina siendo convergente y potenciándose, lo que contribuye a explicar la situación de

lectura y circulación sumamente sesgada de la obra de Vallejo durante varias décadas.

Ahora bien, ya en los comienzos de la década del setenta se oían voces como la de

Raimundo Lazo que no sólo reconocían valor a los trabajos en prosa de Vallejo, sino que

señalaban la necesidad de analizarlos para comprender cabalmente la obra total del

271
escritor, además de sus aportes al desarrollo de la narrativa de la región. Razones por las

cuales Lazo incluye en su libro La novela andina el análisis de El tungsteno. Así justifica

su decisión:

Varios motivos de muy poderosa influencia han hecho concentrar la atención en


la sobresaliente, pluri-revolucionaria obra poética de Vallejo, lo que ha
determinado a la vez cierta marginación de otros aspectos de su labor literaria,
entre ellos el del narrador. Si es ya pura evidencia el valor capital de su obra
poética, para hacer plena justicia al autor y completar y perfeccionar el
conocimiento y valoración de su trabajo literario, es preciso estudiarlo partiendo
de la noción de su multiplicidad que dan más gráfico relieve a su presencia
histórica, a las aptitudes y las creaciones del escritor. Junto a lo sobresaliente de
su poesía, hay que tener presente su vivo y variado periodismo literario y político-
social, su obra agudamente ensayística, y con muy notable atractivo, su narración
imaginativa, novela y cuento, que suele extenderse y convertirse en forma
intermedia, entre cuento extenso y novela breve. (48)

Confirmando esta reorientación de la crítica que sugiere el comentario de Lazo,

críticos como Benito Varela Jácome destacan que el interés por la obra en prosa de

Vallejo comenzó a incrementarse a partir de la década del ochenta: “La crítica

internacional ha valorado la singular participación del poeta peruano en el movimiento

vanguardista y, en la última década, el compromiso ideológico y social de su producción

narrativa” (“La estrategia novelística” 707). Precisamente, se trata de la fecha

aproximada en que se publica el artículo de Beverly que comentamos al comienzo de este

capítulo. En el mismo, Beverly relata que se sintió atraído a la lectura de la novela de

Vallejo, lectura que derivaría en su actitud reivindicatoria hacia la misma y hacia todo el

género de la novela social, “en parte por su fama de experimento fracasado, abigarrado,

deformado por un esquematismo stalinista” (“El Tungsteno de Vallejo” 168). El modo de

describir la opinión dominante de la crítica sobre El tungsteno resulta indicativo de las

272
razones por las que Beverly elige esta novela como ejemplo de un tipo de literatura:

dentro de un sub-género desvalorizado, resulta una obra particularmente castigada. Por

eso es que toma a El tungsteno como caso para desarrollar su argumentación a favor de la

novela social, a partir del cual extiende el alcance de su interés, recomendando que no

sólo esta novela sino que, más generalmente, este tipo de narrativa pase a ocupar un lugar

más importante en el trabajo crítico: “… obras como El Tungsteno merecen una

elaboración crítica mucho más extensiva; como en el caso paralelo del testimonio, deben

ser mudadas de la periferia de nuestra experiencia de la literatura al centro” (167).

Vallejo publica El tungsteno en la Editorial Cenit dentro de su colección La

Novela Proletaria. Se trata de una editorial creada por Giménez Siles, surgida de la

revista El Estudiante, donde colaboró Mariátegui (López Alfonso 417); y “conocida por

su excepcional y pluralista orientación en el campo de la izquierda marxista,” en la

caracterización de Ricardo Melgar Bao. Este historiador recuerda que publicaron en ella

“cuatro autores latinoamericanos de izquierda”: Hernán Robleto, Vallejo, Rosa Arciniega

y Demetrio Aguilera Malta (153, n. 25). Es significativo que la única obra

latinoamericana publicada con anterioridad a El tungsteno, en 1930, haya sido la de

Robleto, Sangre en el trópico, que narra la intervención norteamericana en Nicaragua,

ocurrida en 1926-27. Es decir, que se refiere a sucesos estrictamente contemporáneos, y

está orientada a la exploración de la situación de un país latinoamericano en relación con

la expansión en la región del imperialismo norteamericano.

El tungsteno es una narración, casi completamente lineal, acerca de los cambios

sociales, económicos y políticos provocados por el inicio de la explotación de una mina

273
de tungsteno, ubicada en la zona andina de Cuzco, a partir de su compra por una empresa

norteamericana, en vísperas de la Primera Guerra Mundial. La trama se centra en contar

los abusos perpetrados por los representantes extranjeros y locales de la empresa sobre

las poblaciones locales de trabajadores y de indígenas, en dos etapas.

En la primera de las tres secciones de la novela, se establecen las bases de la

explotación, y se detallan diferentes formas de despojo, y de violencia personal. En esta

sección, el grupo explotado por excelencia es el de los indígenas soras, que son

desposeídos de sus tierras y bienes. También se destaca una escena de violación

colectiva, seguida de muerte, cometida contra una indígena que era amante de un

empleado de la empresa.

En la segunda sección, se acentúa la explotación debido a que la empresa debe

aumentar la producción por la guerra; entre los abusos que se cometen, se recurre a la

leva forzada en condiciones infrahumanas. Aquí, las víctimas privilegiadas son los

yanaconas, quienes deben obedecer leyes que no conocen—y de cuyos abusos, por lo

tanto, no pueden defenderse. La brutal leva a la que son sometidos lleva a la protesta de

los trabajadores de la ciudad de Colca, y a una escena de represión colectiva. Otro

importante episodio de esta segunda sección cuenta un momento en la vida de dos

hermanos, socios de la empresa, quienes comparten una misma amante indígena, a la que

maltratan y embarazan, dejando en duda la paternidad.

Finalmente, la sección tercera, la más breve, está dedicada a una larga

conversación en que un trabajador indígena con cierta iniciación a la política, Servando

Huanca, inicia una alianza con empleados de baja jerarquía de la empresa, que parece

274
anunciar una futura rebelión, la que es sugerida por las palabras finales de la obra: “El

tiempo soplaba afuera, anunciando tempestad” (El tungsteno 206).

Hay dos aspectos de la novela que han sido repetidamente señalados por la crítica:

su carácter “realista,” y su sometimiento a la mostración de una “tesis,” en función de un

cierto “realismo socialista.” Estas dos opiniones generalizadas quedan de manifiesto en el

siguiente comentario de Jean Franco, en su trabajo clásico, César Vallejo. The Dialectics

of Poetry and Silence, dedicado fundamentalmente a la poesía de este autor. Si bien

Franco trasciende esas opiniones con su propuesta, de todos modos las admite como

válidas—apuntando a un sentido de la obra que retomaremos:

El tungsteno cannot simply be dismissed as a laborious attempt at socialist


realism. Vallejo is here concerned not only with documenting and exposing
injustice, but also with the levels of consciousness of different characters and the
relation of ideology to class. (156)

Ahora bien, en este sentido la crítica parece haber seguido, sin mucha reflexión, la

sugerencia del prólogo de la primera edición, firmado editorialmente como “Cenit,” que

insiste en las bases documentales y de experiencia vivida de la obra, a través de una

construcción concesiva aunque no por ello menos asertiva:

Fruto de su contacto [de Vallejo] con las masas obreras del Perú es esta novela
vivida o crónica novelada, en que hay algo más que un ‘reportaje’, como
modestamente deseaba verla clasificada su autor; pues hay en ella, aunque las
fuentes la dé la realidad, un mundo propio con criaturas propias y propias leyes,
modeladas como en nuevo génesis poético por el novelista. (El tungsteno 10)

Cierto es que la crítica ha encontrado las bases referenciales de la obra, incluso

con bastante detalle. Rogger Mercado se ha referido a El tungsteno como novela anti-

imperialista, basada en la denuncia de sucesos ocurridos efectivamente. Lo interesante de

275
su comentario es que deja en evidencia una lectura muy clara de la novela como

representante del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. La terminología

que usa Rogger Mercado es marcadamente valorativa:

[El tungsteno] Se basa en la cruel e inicua explotación imperialista de la Northern


and the Smelting Company contra las grandes masas campesinas de la provincia
de Santiago de Chuco, su tierra natal, y de otros lugares aledaños. Pues en
Quiruvilca y Shore, Callacuyán y Samne, aquel consorcio extranjero se había
establecido para succionar la riqueza del país, dejando en cambio, cadáveres y
sangre regados en los socavones oscuros y lagrimeantes, por tanta vida sepultada
en el cardenillo verdoso de sus rocas pétreas. Éste es el drama que recoge Vallejo
y cuyo mensaje continúa tocando los pechos libérrimos de la juventud. (142)

En nuestra opinión, si bien admitimos que hay aspectos de la misma que justifican

la caracterización de la novela como una obra con elementos documentales y que

presenta una tesis—en particular, el capítulo final—, creemos que se trata de un trabajo

que excede la demostración de un punto específico, para contribuir a una exploración más

amplia sobre las implicancias y mecanismos del imperialismo en relación con la

explotación de recursos naturales en la periferia latinoamericana. En este sentido,

coincidimos con la caracterización de Beverly, quien ha resumido oportunamente el

sentido general de la obra señalando un abanico de aspectos que resultan discutidos en la

novela:

El Tungsteno representa un esfuerzo para encontrar una forma narrativa capaz de


representar el imperialismo, las nuevas relaciones humanas que implica, los
conflictos de transculturación a que da lugar, su transformación de la forma de
subjetividad burguesa, el nuevo mundo social del capital financiero, el trabajo
mecanizado, la tecnología. (“El Tungsteno de Vallejo” 173)

En el análisis de las primeras páginas de la novela puede verse claramente que

esta preocupación de Vallejo por elaborar un modo de hablar del imperialismo se

276
resuelve en El tungsteno apelando a los elementos característicos del contra-discurso

neocolonial de los recursos naturales. Elementos que la lectura apenas comentada de

Rogger Mercado retoma y destaca—del mismo modo que la lectura de Onetti lo hacía

con los cuentos de Quiroga, como vimos al final del Capítulo 3. El tungsteno propone un

modo de hablar del imperialismo, un modo de ver la realidad. Y resulta tan persuasivo

que esa visión termina pareciendo ser la “realidad.”

En este sentido, es muy elocuente el párrafo inicial de la novela, que establece una

ruptura nítida con la situación previa al comienzo del relato. Es particularmente

significativo el ablativo absoluto del inicio, construido a partir del participio pasivo

irregular del verbo “adueñar.” Este participio, acompañado de la expresión conclusiva

“por fin,” sugiere que se trató de una acción planificada y hasta trabajosa por parte de la

empresa que compró la mina para alcanzar un recurso natural de valor: el tungsteno. El

final de la oración agrega un matiz de urgencia, en particular a través del adverbio

“inmediatamente.” Por otra parte, la ocurrencia en la misma oración del nombre en inglés

de la empresa, subrayado por la mención de la localización de su casa matriz en los

Estados Unidos, y el nombre de la localidad y departamento de la mina en el Perú,

establece un contraste que marca la idea de la enajenación del patrimonio del país:

Dueña, por fin, la empresa norteamericana ‘Mining Society’, de las minas de


tungsteno de Quivilca, en el departamento de Cuzco, la gerencia de Nueva York
dispuso dar comienzo inmediatamente a la extracción del mineral. (El tungsteno
15)

Tenemos, entonces, ya en el primer párrafo de El tungsteno, dos de los cuatro

elementos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales: el explotador

extranjero y el recurso natural, situado en el territorio nacional. Vale la pena detenernos,

277
tangencialmente, en la breve explicación sobre la localización de la mina: ¿se trata de

vincular la zona a la tradición indígena? ¿De hacer una aclaración para un público no

familiarizado con la zona? ¿De sugerir la localización remota, poco conocida, de las

minas? En Aula Vallejo, en la discusión que sigue a la ponencia de De Casasbellas que

comentamos, hay un interesante intercambio sobre la cuestión de la localización de la

acción de la novela. Completamente convencidos Coyné y Larrea de la función

documental de la obra, argumenta el primero:

Ahora, Quivilca es, evidentemente, Quiruvilca, ¿no? Quiruvilca es un asiento


minero que se encuentra entre Santiago de Chuco y Huamacucho, la ciudad donde
Vallejo nació y aquella otra donde hizo sus estudios secundarios. Por Quiruvilca
tenía que pasar, cuando iba en cabalgadura—en aquel tiempo no había otro modo
de transporte—de Santiago de Chuco a Huamachuco, sitio por el que pasó
muchas veces … . (Citado en De Casasbellas 168)

Insistiendo en el mismo punto, Coyné agrega que el único cambio en cuanto a la

localización corresponde al traslado de la acción “del norte al sur del Perú, ya que la

novela sucede cerca de Cuzco,” desplazamiento que Larrea atribuye al “anhelo incaico”

de Vallejo. Finalmente, Coyné descalifica las declaraciones de Georgette de Vallejo

sobre que El tungsteno se habría basado en la experiencia del escritor en un

establecimiento azucarero situado en la zona costera del Perú, que comentamos

previamente. Aunque este crítico reconoce que hay una mención a ese establecimiento en

la novela, se pregunta muy extrañado por qué la viuda “se empeña en decir que Quivilca

proviene de los recuerdos de la Hacienda Roma” (citado en De Casasbellas 168-169). 21

Sorprendentemente, un crítico por lo demás tan perspicaz, no puede llegar a una

conclusión obvia: que la novela no sea mero documentalismo. Que haya en ella

278
elementos simbólicos y alegóricos que trasciendan la representación “realista” de una

situación particular—la explotación de las minas en la zona andina del Perú—para dar

espacio a la discusión de cuestiones más amplias.

Por otra parte, en relación con esta discusión sobre la localización de la acción de

la novela y las observaciones de Vallejo que podrían haberla inspirado, resultan

importantes dos aportes. El primero es de Jean Franco, quien no sólo confirma las

observaciones de Georgette de Vallejo sobre la condiciones de vida de los peones de la

hacienda Roma, sino que agrega el hecho de que esta situación haya promovido la

organización de los trabajadores—un aspecto sobre el que Vallejo pudo haber

reflexionado con posterioridad, a partir de su propia conversión al marxismo. También

observa esta crítica que esas plantaciones lograron cierta independencia en relación con

sus actividades exportadoras, habiendo llegado incluso a tener sus propios puertos (César

Vallejo 6).

El segundo aporte es una observación de Antonio Cornejo Polar sobre el tiempo

que el escritor pasó en Trujillo. Precisamente en los mismos años en que Vallejo y sus

jóvenes colegas escandalizaban el sopor provinciano con su bohemia y su acercamiento a

las vanguardias, a mediados de la primera década del siglo, el área comenzaba a pasar por

un proceso de modernización acelerada. Se trata de una transformación vinculada con la

inserción de la economía agraria de la costa en la economía capitalista mundial, en

relación con las actividades, precisamente, de los ingenios, cuya propiedad se concentra y

se orienta a la exportación. Agudamente, Cornejo Polar comenta que la presencia de

279
Vallejo en este Trujillo en acelerada transformación es un aspecto que “no ha sido

tomado en cuenta por los estudiosos de Vallejo”:

Por debajo del sopor casi aldeano y de los escándalos de los jóvenes bohemios
estaba sucediendo, sin embargo, un proceso económico y social de enorme
trascendencia: la concentración monopólica y a desnacionalización de las
haciendas e ingenios azucareros de la región, absorbidos por el capitalismo
moderno e internacionalizado, con el consiguiente cambio de los modos de
producción y de las relaciones sociales que van de un sistema arcaico, con claros
resabios precapitalistas, a otro integrado a la dinámica mayor de la modernidad.
Este proceso culmina diez años más tarde, cuando sólo tres grandes empresas
adquieren casi un centenar de propiedades agroindustriales, produciendo el más
rápido, contundente y decisivo proceso de modernización capitalista en el Perú de
la primera mitad del siglo XX. (“César Vallejo” 674)

En nuestro análisis, esta discusión, disparada evidentemente por el comentario de

Georgette de Vallejo, más que desconcertante, resulta iluminadora: creemos que El

tungsteno no es una novela sobre las minas, ni una novela andina, ni una novela

solamente indigenista, aunque esté ambientada en ese paisaje, hable sobre la explotación

del tungsteno, y relate el trato brutal a que son sometidos ciertos sectores de la

población—los nativos y mestizos. Se trata de una obra que analiza las complejidades de

la inserción de un país latinoamericano en el mercado internacional, en una posición

subordinada; una posición que evoca la situación colonial—que es parecida, pero no

igual a la misma. Que Vallejo haya elegido el tungsteno, las minas, el paisaje andino,

parece obedecer, fundamentalmente, a la posibilidad de construir un “caso” que le

permitiera reflexionar sobre un proceso que no era, como veremos que se argumenta en la

propia obra, privativo de la zona andina del Perú—ni del Perú—sino que estaba

ocurriendo en toda América del Sur.

280
Retomando el análisis del comienzo de la novela, en el segundo párrafo de El

tungsteno, se presenta el tercer elemento clave del contra-discurso neocolonial de los

recursos naturales: el grupo social explotado, que en esta obra aparece desdoblado en dos

protagonistas colectivos. En primer lugar, se presenta un actor que es designado con

expresiones que suponen conjuntos, las que apuntan por sus connotaciones a tres

universos de significado: la naturaleza (“avalancha”), el mundo del trabajo (“peones,”

“empleados,” “mano de obra”) y, finalmente, el mundo colonial, marcado por la división

en razas (“vasta indiada”): hay, entonces, una aproximación entre los trabajadores y los

indígenas. Si bien no puede hablarse de una identidad en el referente, parece sugerirse

que la mayoría de los trabajadores son indígenas; ya que, por hallarse la expresión “vasta

indiada” en último lugar, funciona como un hiperónimo de las anteriores designaciones.

Volveremos sobre este punto en el capítulo siguiente, que está relacionado con la

cuestión de si El tungsteno es una novela proletaria o indigenista. Este colectivo humano

adquiere también un matiz de abundancia, de cierto carácter aparentemente inagotable.

Se produce, entonces, un acercamiento entre los recursos humanos y el recurso natural.

Este párrafo también señala la soledad y aislamiento del lugar, y adelanta un contraste

entre esos recursos humanos abundantes que acuden al lugar de explotación de las minas,

y la soledad y aislamiento de la zona. Se establece así una cierta tensión, que apunta al

futuro problema de la escasez de trabajadores en la zona: se trata de una de las líneas

narrativas que harán avanzar el relato a partir de la segunda sección, para llevar al

momento climático de la trama, con la violenta leva de otros indígenas, los que todavía

no habían sido incorporados a la economía capitalista: los yanaconas. En este segundo

281
párrafo también es reveladora la ocurrencia del término “colonización.” Puede entenderse

como una segunda etapa de doblamiento, con población introducida, inmediata a la que

podríamos llamar etapa de “conquista” narrada en el primer párrafo—la apropiación de

las minas por parte de la Mining Society. Tenemos, entonces, primero la “conquista” por

la compra, y luego la “colonización” con nuevos habitantes—como en la historia

americana. Éste es, entonces, el segundo párrafo:

Una avalancha de peones y empleados salió de Colca y de los lugares de tránsito,


con rumbo a las minas. A esa avalancha siguió otra y otra, todas contratadas para
la colonización y labores de minería. La circunstancia de no encontrar en los
alrededores y comarcas vecinas de los yacimientos, ni en quince leguas a la
redonda, la mano de obra necesaria, obligaba a la empresa a llevar, desde lejanas
aldeas y poblaciones rurales, una vasta indiada, destinada al trabajo de las minas.
(15)

El carácter colectivo de estos actores que representan al grupo social explotado ha

sido entendido a veces por la crítica como una falencia de El tungsteno, crítica que se ha

extendido a obras indigenistas y a ciertas novelas de la tierra, sobre las que se ha dicho

que no alcanzan a construir verdaderos personajes. Acerca de esta objeción, resulta

clarificadora la respuesta de Cornejo Polar, quien comenta sobre la novela indigenista

que la misma tiende a no presentar individuos sino colectivos:

… la primacía del individuo no se produce en la novela indigenista, no tanto por


carecer de personajes suficientemente caracterizados … sino, sobre todo, porque
los personajes, en especial los protagonistas, expanden su significación muy por
encima del ámbito que les correspondería como individuos. A veces hasta
alegóricos, los personajes de este sistema novelístico no desarrollan ante el lector
una aventura individual sino, más bien, una historia colectiva y simbólica.
(Literatura y sociedad en el Perú 69)

282
Merece recordarse, en este punto, el comentario de González Echevarría sobre el

carácter alegórico de las novelas de la tierra, que vimos un poco antes en este mismo

capítulo. Dada la importancia del personaje individual en las novelas realistas europeas

del siglo XIX, que establecieron las características del sub-género, resulta claro que el

hecho de que los personajes de las novelas indigenistas y de la tierra sean descriptos

como colectivos alegóricos aleja a este tipo de literatura de aquélla. También reclama un

diferente análisis de los personajes.

El cuarto elemento característico del contra-discurso neocolonial sobre los

recursos naturales, el grupo local que se asocia con el grupo extranjero, aparece unos

párrafos más adelante, cuando se introduce a otros personajes, esta vez individualizados

por sus nombres y cargos. Ahora bien, a pesar de estos aspectos, puede decirse que esos

personajes son también presentados como un conjunto, aunque con una diferencia

sustancial: son un grupo organizado de manera especializada—con división del trabajo—

y jerárquica. Son un grupo representativo del capitalismo tal como se realiza en un país

periférico y dependiente:

En la primera avalancha de peones y mineros marcharon a Quivilca los gerentes,


directores y altos empleados de la empresa. Iban allí, en primer lugar, místers
Taik y Weiss, gerente y subgerente de la ‘Mining Society’; el cajero de la
empresa, Javier Machuca; el ingeniero peruano Baldomero Rubio, el comerciante
José Marino, que había tomado la exclusiva del bazar y de la contrata de peones
para la ‘Mining Society’; el comisario del siento (sic) minero, Baldazari, y el
agrimensor Leónidas Benites, ayudante de Rubio. (El tungsteno 17)

Merece destacarse que en el colectivo “gerentes, directores y altos empleados de

la empresa” se incluye a las fuerzas de seguridad. No parece un descuido, ya que se repite

apenas unas páginas más adelante, como veremos enseguida. Ciertamente, se trata otra

283
vez de señalar que las decisiones están en manos de los extranjeros. Ahora bien, antes de

esta presentación de los personajes del grupo social de los explotadores, se dedican

algunos párrafos a trazar un cuadro general del aumento de la actividad económica en la

zona, generado por el comienzo de la operación de las minas. Con ironía, se traza un

panorama en el que el interés económico se convierte en el motor de las acciones, que se

aceleran de manera inédita en la zona, como se sugiere con bimembraciones y

enumeraciones, que dan un sentido de acumulación. Sobre el final del párrafo, se insiste

en que todo este aumento de la actividad es motivado por la operación de los actores

extranjeros, quienes constituyen el verdadero motor de las acciones descriptas hasta este

momento y, en última instancia, de la trama; lo que subraya nuevamente la preocupación

de la narración por la cuestión del imperialismo. Esta vez, el señalamiento se hace a

través de una metonimia bastante clásica. Lo novedoso de la situación, su carácter

inédito, queda subrayado por los adjetivos “inauditas” e “inusitado,” que están colocados

en posición destacada, al cierre de dos oraciones; siendo la segunda, además, cierre de

párrafo. Se trata de una situación extraordinaria; éste es un segundo aspecto que crea

tensión en el comienzo de la novela:

El dinero empezó a correr aceleradamente y en abundancia nunca vista en Colca,


capital de la provincia en que se hallaban situadas las minas. Las transacciones
comerciales adquirieron proporciones inauditas. Se observaba por todas partes, en
las bodegas y mercados, en las calles y plazas, personas ajustando compras y
operaciones económicas. Cambiaban de dueños gran número de fincas urbanas y
rurales, y bullían constantes ajetreos en las notarías públicas y en los juzgados.
Los dólares de la ‘Mining Society’ habían comunicado a la vida provinciana,
antes tan apacible, un movimiento inusitado (15)

284
Con un giro humorístico, el narrador sugiere luego que hasta el amor parece

regido por el mismo interés, en una figura en la que se produce un desplazamiento de

sentido de “los hombres” a “los lejanos minerales,” que son los que se convierten en

objeto de afecto: “Las mozas de los arrabales salían a verlos pasar [a los hombres], y una

dulce zozobra las estremecía, pensando en los lejanos minerales, cuyo exótico encanto las

atraía de modo irresistible” (16).

Hay en estas primeras páginas un tercer elemento que inicia una cierta tensión: el

paisaje escarpado, marcado por el aislamiento, que convierte en víctimas a los seres

humanos. Ahora bien, el paisaje no actúa sobre todos los seres humanos de manera

generalizada: en la siguiente cita, el colectivo “la gente” tiene un alcance restringido, ya

que se refiere a los trabajadores. Los mismos quedan expuestos a los rigores de la

naturaleza de un momento para otro; son “sometidos bruscamente,” como corresponde al

interés por iniciar “inmediatamente” la explotación de las minas. Nuevamente, vemos en

El tungsteno como en Los yerbales, que la naturaleza es poderosa, es “implacable,” pero

sólo para los oprimidos, que son privados de los medios adecuados para enfrentarse a

ella. Se relata específicamente que a los trabajadores no se les proveen los medios

tecnológicos necesarios, ni suficiente alimentación y abrigo:

Azarosos y grandes esfuerzos hubo de desplegarse para poder establecer


definitiva y normalmente la vida en aquellas punas y el trabajo en las minas. La
ausencia de vías de comunicación con los pueblos civilizados, a los que aquel
paraje se hallaba apenas unido por una abrupta ruta para llamas, constituyó, en los
comienzos, una dificultad casi invencible. Varias veces se suspendió el trabajo
por falta de herramientas y no pocas por hambre e intemperie de la gente,
sometida bruscamente a la acción de un clima glacial e implacable. (18)

285
En contraste con estos trabajadores que tienen frío y hambre, se dice una páginas

más adelante de los altos empleados de la empresa, mientras se los describe tomando

coñac, que estaban “todos trajeados y forrados de gruesas telas y cueros contra el frío”

(31).

Pero, sin dudas, el personaje que es presentado más extensamente en la primera

sección de la novela es otro actor colectivo: los soras. Son indígenas que, hasta la llegada

de la empresa a la zona, parecen haber vivido en una situación primitiva, cuestión que la

novela sugiere pudo deberse a su relativo aislamiento. Es decir, que, a diferencia de la

“vasta indiada” convocada para el trabajo en las minas, los soras habían logrado

mantenerse al margen de su incorporación al sistema capitalista. El narrador les dedica

extensas reflexiones y el relato de anécdotas ilustrativas sobre su interacción con los

trabajadores y directivos de la empresa en dos momentos: cuatro páginas y media entre

las páginas 18 y la 23; seis entre las páginas 25 y 30. E inmediatamente, los soras son el

tema de conversación en una escena en el bazar de José Marino, que funciona también

como despacho de bebidas, en la que participan todos los personajes identificados

previamente como directivos y altos empleados de la empresa. Esta conversación lleva

nada menos que siete páginas, entre la 31 y la 38.

Estos largos segmentos dedicados a los soras parecen aludir a una suerte de nueva

conquista de América, con la reflexión mutua sobre las características del “otro,” la

inevitable sorpresa e incomprensión, y los intercambios desiguales. Los soras son

descriptos de manera idealizada y levemente infantilizada, como seres cándidos y

generosos, que no oponen resistencia a los avances de los nuevos colonizadores. Por el

286
contrario, colaboran con ellos haciendo gala de una capacidad de desprendimiento que

resulta desconcertante para los recién llegados; tanto para los directivos y altos

empleados de la empresa como para los propios trabajadores—quienes como dijimos, son

en gran parte indígenas. Se trata, además, de una generosidad que es muy útil a los

colonizadores; por lo que resulta que los soras están actuando en contra de su propio

interés. Por otra parte, las conductas de directivos y trabajadores de la empresa también

sorprenden a los soras. En este primer fragmento, vemos también, una más clara

referencia a un futuro conflicto: el hecho de que puedan ser requeridos como mano de

obra para las minas:

Los soras, en quienes los mineros hallaron todo género de apoyo y una candorosa
y alegre mansedumbre, jugaron allí un rol cuya importancia llegó a adquirir tan
vastas proporciones, que en más de una ocasión habría fracasado para siempre la
empresa, sin su oportuna intervención. Cuando se acababan los víveres y no
venían otros de Colca, los soras cedían sus granos, sus ganados, artefactos y
servicios personales, sin tasa ni reserva, y, lo que es más, sin remuneración
alguna. Se contentaban con vivir en armoniosa y desinteresada amistad con los
mineros, a los que los soras miraban con cierta curiosidad infantil, agitarse día y
noche, en un forcejeo sistemático de aparatos fantásticos y misteriosos. Por su
parte, la “Mining Society” no necesitó, al comienzo, de la mano de obra que
podían prestarle los soras en los trabajos de las minas, en razón de haber traído de
Colca y de los lugares de tránsito una peonada numerosa y suficiente. La “Mining
Society” dejó, a este respecto, tranquilos a los soras, hasta el día en que las minas
reclamasen más fuerzas y más hombres. ¿Llegaría ese día? Por el instante, los
soras seguían viviendo fuera de las labores de las minas. (19)

Eventualmente, el narrador ensaya una explicación para esta sorprendente actitud

de los soras, en relación con su capacidad de trabajo y su comprensión de la economía

como una cuestión comunitaria. Queda claro que el narrador está introduciendo

elementos que apuntan a trazar un panorama sobre la extrema vulnerabilidad de los soras

287
frente al avance de la empresa y sus acólitos en su territorio. Los soras son los perfectos

colonizables podría decirse; aparentemente, no van a oponer resistencia a esos avances:

El sora no entendía este lenguaje de ‘socorro’ ni de ‘cuánto quieres’. Sólo quería


agitarse y obrar y entretenerse, y nada más. Porque no podían los soras estarse
quietos. Iba, venían, alegres, acesando, tensas las venas y erecto el músculo en la
acción, en los pastoreos, en la siembra, en el aporque, en la caza de vicuñas y
guanacos salvajes, o trepando las rocas y precipicios, en un trabajo incesante y,
diríase, desinteresado. Carecían en absoluto del sentido de la utilidad. Sin cálculo
ni preocupación sobre cual fuese el resultado económico de sus actos, parecían
vivir la vida como un juego expansivo y generoso. Demostraban tal confianza en
los otros, que en ocasiones inspiraban lástima. (22-23)

La alusión a la primera colonización de América, que estaría reeditándose en este

presente imperial, neocolonial, de comienzos del siglo XX, se acentúa con la referencia a

las baratijas que se ofrece a los soras a cambio de sus bienes, reiterando un lugar común

sobre el primer encuentro de los españoles con los nativos de las Américas, e insistiendo

en su primitivismo a través de una animalización:

Los soras andaban seducidos por las cosas, raras para sus mentes burdas y
salvajes, que veían en el bazar: franelas en colores, botellas pintorescas, paquetes
polícromos, fósforos, caramelos, baldes brillantes, transparentes vasos, etc. Los
soras se sentían atraídos al bazar, como ciertos insectos a la luz. (25)

En general, la presencia y caracterización de este personaje colectivo bastante

peculiar y poco realista como resultan ser los soras ha sido considerada por distintos

críticos como marca de la actitud indigenista—por lo reivindicatoria—de Vallejo.

Lectura que resulta por lo menos paradójica, ya que, con su aspecto de “buen salvaje,”

resultan ser personajes más propios del romanticismo de la novela indianista, como

analizaremos in extenso en el capítulo siguiente. En este sentido, Lazo ha señalado que

los soras de El tungsteno resultan inverosímiles, que parecen personajes de otro siglo—

coincidiendo con nuestro análisis sobre la posible evocación de la conquista de América,

288
sobre todo en las páginas iniciales de la novela. Especulando sobre el propósito de

Vallejo en esta elección, este crítico ha destacado el sentido más argumentativo que

denotativo de la caracterización de los soras, puesto de manifiesto por la intensa

“estilización” de estos personajes, la que estaría motivada en un interés por establecer un

“contraste” entre las razas, que resultaría altamente favorable a los indígenas.

Parafraseando libremente, diríamos que Lazo sugiere que este tipo de caracterización

dicotómica, casi maniquea, resulta una suerte de reedición de la inversión de la dicotomía

“civilización y barbarie” que ya vimos en Barrett:

Trata Vallejo de hacer subir a la superficie de su narración el fondo de ingenuidad


que hay en el indio, más o menos modificada por el aleccionador contacto con el
blanco; pero no puede negarse que se excede el novelista en ese propósito,
ofreciendo la estampa de unos soras que no saben nada de la propiedad individual
o del dinero. Y como lógica y literariamente no puede pensarse en la misma
acción de hombres de épocas plurisecularmente diferentes, lo que parece más
aceptable es la estilización del indio en este pasaje, sin que el autor haya cuidado
bien de sugerir siquiera tal estilización de la primitiva ingenuidad del indio en el
propósito de actualizarla y marcar de este modo más acentuadamente el contraste
entre indios y blancos que muy diversamente los separaba a principios del siglo
XX. (53)

Adicionalmente, nos interesa quedarnos con esta observación de Lazo sobre que

Vallejo “se excede” en la caracterización de los soras, porque veremos que también a

Icaza se lo ha acusado de exagerar en su caracterización de los indios—si bien en sentido

inverso. La pregunta inevitable es ¿por qué ese exceso? También retomaremos esta

cuestión en el capítulo siguiente, vinculándola con nuestro análisis de Huasipungo. Ahora

bien, otros críticos han hecho referencia a que este modo de caracterizar a los soras como

seres sumamente primitivos, de otra época, no tiene meramente que ver con una actitud

reivindicatoria, sino que debe entenderse como una de las claves para comprender el

289
sentido general de la trama, que busca trazar un proceso: “el salto histórico que

experimenta el departamento peruano de Colca, debido a la intervención imperialista de

una multinacional estadounidense, desde el estado precapitalista hasta la fase del

capitalismo,” como ha explicado Francisco José López Alfonso (420-421). Merino

realiza un análisis semejante y sostiene que El tungsteno, en tanto “novela social que

entra en el contexto americano de la narrativa indígena,” remite a una situación de la

sociedad del Perú que tiene componentes muy diferentes a los de las sociedades europeas

del momento, representadas por la novela socialista. Por ese motivo, Vallejo debe

transformar ese modelo:

Esa realidad peruana muestra una serie de componentes muy distintos a la


realidad socio-política de Europa o de la Rusia soviética de aquellos años, con un
proletariado incipiente, sin organización, con sus particularidades lingüísticas,
sociales y culturales (…), sin un proyecto social, de construcción de una clase, ni
organización, ni estructura política, componentes todos ellos que vendrían
sugeridos en la novela social europea de los años 30. (54-55)

En este sentido, continúa el análisis de Merino, los personajes carecen de interés

porque no encuentra el escritor en la “realidad” sobre la que desea reflexionar, los que

resultan típicos en este tipo de narrativa. Su caracterización, entonces, sería meramente

funcional al desarrollo de la trama. Siguiendo este razonamiento, el exagerado,

inverosímil primitivismo de los soras se debería al interés de Vallejo por describir el

estado precapitalista de la economía de la zona, anterior a la explotación de las minas.

Merino retoma la importante observación de López Alfonso y hace eco de sus palabras,

cuando insiste en que lo importante en El tungsteno es narrar la violenta transición que

experimentan una zona rural, aislada durante mucho tiempo, que pasa de una economía

290
pre-capitalista a una capitalista. O, como dijimos: la inserción de las zonas rurales del

Perú en la economía mundial, vía el imperialismo norteamericano.

De ahí que no se atienda [en El tungsteno] tanto a la descripción de los


personajes, con la caracterización típicamente neo-romántica de los héroes
novelescos del clasicismo socialista y su nueva mitología (obrero, fuerza, taller,
máquina, sindicato, huelga, soviet, bandera roja, la hoz y el martillo, la gavilla de
trigo), como a los mecanismos internos que operaban en la sociedad peruana de
principios de siglo (en el choque de estructuras sociales) y, más concretamente, en
el salto cualitativo, histórico, que experimenta el departamento de Colca debido a
la intervención de las multinacionales extranjeras … (54-55)

Una lectura muy similar realiza Salaün, quien incorpora un elemento más, al

señalar la importancia simbólica del metal explotado en el contexto histórico evocado en

la novela, que es la inminencia de la Primera Guerra. En ese momento, el tungsteno, “un

metal mucho menos mítico que el oro incaico y mucho más concreto, se vuelve un metal

estratégico para la industria de guerra norteamericana” (83). 22 Este recurso natural,

entonces, tiene un alto valor simbólico en el proyecto de Vallejo de explorar las

complejidades de la situación de un país periférico en el momento en que se re-articula de

manera neocolonial a la economía mundial; según Salaün, es otra de las claves que dejan

en evidencia el interés del escritor por narrar un proceso:

En este aspecto, la novela cobra una dimensión de demostración de los


mecanismos complejos de alienación y manipulación en los que están
involucrados los países latinoamericanos: ilustra la internacionalización de los
conflictos económicos y políticos, la interrelación de todo. (83)

En este punto, vale la pena observar que la generalización del caso peruano a la

región es propuesta explícitamente en la novela, en uno de los pasajes más punzantes

sobre el papel de los Estados Unidos—en realidad, deberíamos calificar este pasaje,

291
sencillamente, de anti-norteamericano. 23 En una conversación entre autoridades de la

provincia, reunidos en la capital, Colca que se da inmediatamente después de la matanza

en la plaza, algunos de los personajes más desagradables de la novela insisten de manera

halagüeña sobre el poder de “los gringos,” “los norteamericanos,” “los yanquis.”

Mientras todavía se oyen los tiros de la represión, el juez, el alcalde, el cura, el médico “y

todo lo mejor de Cannas” están felicitando al subprefecto Luna, “hombre versado en

temas internacionales,” y avalando la decisión que acaba de tomar. Tras una sutil

manipulación de los comerciantes encargados de proveer de vituallas y peones a la

empresa, los hermanos Marino, Luna ha firmado una orden para que los cuarenta

indígenas apresados en la represión vayan a trabajar como forzados en las minas de la

Mining Society. El prefecto se une a las alabanzas a los Estados Unidos que van haciendo

los asistentes, señalando que hay varios otros recursos naturales explotados con capitales

norteamericanos en la región:

—¡Ah, señores! ¡Los Estados Unidos es el pueblo más grande de la tierra! ¡Qué
progreso formidable! ¡Qué riqueza! ¡Qué grandes hombres los yanquis! ¡Fíjense
que casi toda la América del Sur está en manos de las finanzas norteamericanas!
¡Las mejores empresas mineras, los ferrocarriles, las explotaciones caucheras y
azucareras, todo se está haciendo con dólares de Nueva York! (El tungsteno 172)

Desde la perspectiva del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales,

este sarcástico canto al progreso se lee como una denuncia: los extranjeros no se están

quedando sólo con el tungsteno—y los trabajadores—del Perú; también se están

apropiando de otros recursos agrícolas y mineros de la región. De modo que todo lo

narrado en la novela debe considerarse como meramente un caso, un ejemplo, de una

situación general que abarca a toda la región.

292
Insistiendo en esta línea de análisis, quisiéramos sumar un aspecto más a la

propuesta compartida por López Alfonso, Merino y Salaün sobre que el sentido de la

novela es reflexionar sobre el proceso de incorporación de ciertas zonas del Perú a la

economía capitalista mundial. Creemos que la caracterización de los soras representa, de

manera simbólica y en abismo, la situación del Perú—y de los países de la región,

sometidos a una situación de dominación neocolonial—ante la sustracción de sus

recursos naturales. En efecto, por el primitivismo derivado de su aislamiento, los soras

son los personajes más auténticamente locales; son lo autóctono incontaminado, lo

nativo, lo propio: por eso pueden representar al Perú todo, a toda la América del sur. La

indiferencia ante el despojo que muestran estos indígenas que representan a la región

sirve para marcar el hecho de que ellos asumen que siempre habrá más recursos que

utilizar; es decir, esa indiferencia alude al carácter aparentemente inagotable de los

mismos, de esa “vasta y virgen naturaleza.” Pero los recursos no son inagotables, advierte

el narrador; un día puede faltarles a los soras, es decir a los peruanos, a los

latinoamericanos, “dónde y cómo trabajar para subsistir.” Ése sería, entonces, el

momento del enfrentamiento, como advierte el narrador en el siguiente pasaje:

Los soras, mientras por una parte se deshacían de sus posesiones y ganados a
favor de Marino, Machuca, Baldazari y otros altos empleados de la ‘Mining
Society’, no cesaban, por otro lado, de bregar con la vasta y virgen naturaleza,
asaltando en las punas y en los bajíos, en la espesura y en los acantilados, nuevos
oasis que surcar y nuevos animales para amansar y criar. El despojo de sus
intereses no parecía infligirles el más remoto prejuicio. Antes bien, les ofrecía
ocasión para ser más expansivos y dinámicos, ya que su ingénita movilidad
hallaba así más jubiloso y efectivo empleo. La conciencia económica de los soras
era muy simple: mientras pudiesen trabajar y tuviesen cómo y dónde trabajar,
para obtener lo justo y necesario para vivir, el resto no les importaba. Solamente
el día que les faltase dónde y cómo trabajar para subsistir, sólo entonces abrirían

293
acaso más los ojos y opondrían a sus explotadores una resistencia seguramente
encarnizada. Su lucha con los mineros, sería entonces a vida o muerte. ¿Llegaría
ese día? Por el momento los soras vivían en una especie de permanente retirada,
ante la invasión, astuta e irresistible, de Marino y compañía. (El tungsteno 27-28)

De este modo, en este párrafo puede leerse un alegato en contra de la explotación

intensa, indiscriminada, de la naturaleza; alegato que se adelanta al ecologismo, en

términos que no son lejanos a las observaciones de Barrett sobre el modo extractivo de

explotar los yerbales y las tierras de la Pampa, en Los yerbales y El terror argentino. En

este sentido, puede decirse que la fuerte estilización de los soras en la novela es uno de

los aspectos que contribuyen de manera más clara a su adscripción al contra-discurso

neocolonial de los recursos naturales. La novela argumenta, en tono admonitorio: los

extranjeros vienen a la región a llevarse, de manera expoliadora, los recursos propios; y

los locales todavía no han percibido que están siendo despojados de recursos que van a

agotarse.

En este sentido, la mayor ironía de la novela es que los soras desaparecen sin

dejar rastros en la segunda sección. Son, lisa y llanamente, exterminados súbitamente en

las minas—y en el texto. Hablan los hermanos Merino sobre la necesidad de nuevos

trabajadores. Mateo, que vive en Colca, pregunta a José por los soras. Éste responde:

—¡Los soras! —dijo José, burlándose—. Hace tiempo que metimos a los soras a
las minas y hace tiempo también que desaparecieron. ¡Indios brutos y salvajes!
Todos ellos han muerto en los socavones, por estúpidos, por no saber andar entre
las máquinas… (El tungsteno 27-28)

En este punto, podemos afinar el análisis de Merino y Salaün todavía un poco

más, postulando que hay en la novela tres grupos indígenas representados, marcando tres

etapas en el proceso de ingreso de la economía de la región, del estado pre-capitalista al

294
capitalismo dependiente. Se trata de tres etapas históricas que son actualizadas en el

tiempo en que transcurre la novela. Los soras representan a los indígenas americanos que

encuentra Colón: tienen una economía comunitaria, no se adaptan y son exterminados.

Los yanaconas, que son sometidos a leva forzada, representan un estado intermedio: han

convivido con los blancos, los sirven, y son sometidos a sus leyes—como la de leva—

pero no logran hacer que la misma legalidad a la que sirven los defienda. Son los

indígenas dominados que sobrevivieron a la conquista y fueron sometidos durante los

siglos de colonización; los que constituirán el personaje central de Huasipungo, como

veremos. Finalmente, están los indígenas proletarios, de entre los que emerge Servando

Huanca: con conciencia de pertenecer a un colectivo—la clase proletaria fusionada en

gran parte con la indígena por identidad de sus miembros—que puede oponer su fuerza

organizada al poder opresor del capitalismo internacional, que llega en el instante en que

se inicia la novela. La narración, entonces, reeditaría todas las etapas de la historia de

América Latina, a través del violento encuentro del capitalismo imperialista—el

presente—con los distintos grupos indígenas que representan distintas etapas del pasado.

La búsqueda estética: arte revolucionario e internacional

En cuanto al estilo y al tono de El tungsteno, ya hemos visto que hay importantes

críticos que la han considerado, sencillamente, como una obra fallida. Otros, como Jean

Franco, han incluido la novela de Vallejo entre obras que deliberadamente dejan de lado

la preocupación por cuestiones formales, para concentrarse en las políticas. Parafraseando

esta actitud, escribió esta crítica, relacionando la literatura con las artes plásticas:

295
At a time when painters were calling themselves ‘workers’, when poets were
speaking in the language of the ordinary people or attempting to address them
more directly, it was inevitable that the novelist too should try to emphasize the
social usefulness of his art. Like the poets, many novelists were to disclaim any
attempt to write ‘well’ or produce fine literature. The quality of the writing, they
openly proclaimed, was a matter of indifference. The social worth of the contents
was all important. (The Modern Culture 163)

En este punto, es inevitable referirnos nuevamente al trabajo de Beverly

comentado, en particular, su observación sobre que la crítica dominante ha considerado,

siguiendo a los formalistas rusos, que los fines ideológicos se oponen a los estéticos.

Nosotros creemos, como él, que sucede lo contrario: hasta la falta de estilo o el aparente

menosprecio por el mismo está fundamentado en decisiones que son profundamente

estéticas e ideológicas a la vez. Deberíamos agregar, por otra parte, que muchas veces los

críticos toman demasiado al pie de la letra—por excesiva confianza, o por mala fe, en la

medida en que confirma sus gustos o sus ideas—la retórica de escritores que hacen

ostentación de su presunta falta de estilo; tal parece que sucede con la propia Jean Franco

en este libro, quien apoya su argumentación con declaraciones de Jorge Amado y Roberto

Arlt (163). No es éste, sin embargo, el caso de Vallejo, quien no ha ocultado su

preocupación por las cuestiones de estética literaria. Como vimos, casi en simultáneo a la

escritura de El tungsteno, Vallejo escribió El arte y la revolución, un complejo ensayo de

filiación marxista sobre estética y política, donde críticos más recientes han encontrado

varias claves de la escritura de El tungsteno.

Hemos visto ya que tanto detrás de la construcción de los personajes como de la

estructura de la novela hay decisiones estéticas e ideológicas muy coherentes. Lo mismo

puede decirse, en un nivel de mayor generalidad, de las cuestiones de estilo. Tanto Víctor

296
Fuentes como López Alfonso han relacionado el estilo de El tungsteno con la propuesta

estética delineada en El arte y la revolución. Excede el alcance de este trabajo seguir en

todas sus instancias los trabajos de estos críticos. Sí nos interesa señalar una importante

coincidencia: ambos eligen la misma cita de ese ensayo en relación con la cuestión del

estilo general de la novela (“La literatura proletaria” 406; “El arte y la revolución” 422).

Es el siguiente:

La forma del arte revolucionario debe ser lo más directa, simple y descarnada
posible. Un realismo implacable. Elaboración mínima. La emoción ha de buscarse
por el camino más corto y a quema-ropa. Arte de primer plano. Fobia a la media
tinta y al matiz. Todo crudo, ángulos y no curvas, pero pesado, bárbaro, brutal,
como en las trincheras. (Ensayos y reportajes completos 452)

Víctor Fuentes señala tres momentos para dar ejemplo de la estética “a quema-

ropa” de la novela, tres escenas: la violación y muerte de la Rosada; la aprensión y

traslado de los dos indígenas yanaconas; y la represión en la plaza, “la masacre del

pueblo” (406). Hay coincidencia en la crítica con respecto a que se trata de tres escenas

fundamentales en el desarrollo del relato. Incluso concuerdan con la importancia de estas

escenas en la estructura de la novela críticos como Coyné, que en general desprecian el

estilo de El tungsteno, con excepción de una escena, el episodio de enfermedad y delirio

de Benites. Se trata de una escena, como dijimos, publicada previamente en El Amauta,

que tiene abundantes simbolismos, y que es analizada por separado por varios críticos.

Entre estos, se cuenta Jean Franco quien, en un gesto típico de este tipo de crítica,

valoriza esta escena en contra del resto de la obra; de la que sostiene, lapidaria: “its

weaknesses are obvious” (César Vallejo 158). Coyné señala: “el resto de la novela gira

en torno a tres escenas de violencia cuyo impacto—inmediato—se explica por los hechos

297
mismos que relatan, sin que tengamos muy en cuenta la forma del relato” (Medio siglo

179). Pues bien, la forma del relato importa: le importó a Vallejo, le importó a otros

críticos, y le importó a escritores posteriores a Vallejo. Y la forma domina en esas

escenas que el propio Coyné reconoce como estructuralmente relevantes: se trata de una

estética “a quema-ropa,” con elementos del esperpento de Valle Inclán, según Víctor

Fuentes (406).

Ahora bien, como vimos, la crítica, en general, ha castigado duramente El

tungsteno. Pero, ¿qué pensaba el propio Vallejo? ¿Se trataba de una obra menor, en la

que había apelado a recuerdos de la juventud en un formato, la novela socialista, que no

cuadraba, forzándolo? Es decir, ¿fue una obra a pedido, realizada de manera descuidada y

a gusto del comitente? Carlos Meneses, en un trabajo en que analiza específicamente el

año de 1931 en que Vallejo escribe y publica la novela, sugiere que el escritor no la tuvo

nunca por una obra importante:

La novela ‘El tungsteno’, que como se sabe fue escrita en Madrid, muy
apresuradamente porque se trataba de una solicitud que le había hecho editorial
Ulises, tuvo una sola aceptable repercusión en la crítica. Y el mismo Vallejo se
refirió a ella como un trabajo hecho con precipitación, y también, por la necesidad
de ganar algún dinero. (41)

Ciertamente, llama la atención de la cita de Meneses la editorial que

aparentemente pide la obra, Ulises, que es donde Vallejo publicó la obra sobre Rusia.

Como vimos, sin embargo, Vallejo publicó El tungsteno en Cenit, es una colección

específica. También se ha discutido bastante el tiempo que Vallejo dedicó a la

elaboración de esta obra. Curiosamente, los críticos que sostienen que la novela es la

reelaboración de trabajos previos son los que peor opinión tienen sobre ella. Coyné, por

298
ejemplo, analiza la relación entre el capítulo Sabiduría publicado en El Amauta y la

redacción final de la novela. Y Larrea insiste en que ese capítulo formaba parte de un

proyecto anterior nunca concluido, la novela Código civil, sosteniendo que se trataría de

un trabajo comenzado en el Perú antes de 1926. Este crítico cuenta que Vallejo le habría

comentado de esta obra en términos de un trabajo de acentos costumbristas:

Hablaba como de cosa empezada en el Perú, teniendo yo entonces la impresión de


que podría haber sido hacia el 22 ó 23. Pero esos materiales eran, a lo que yo
entendía, unas apuntaciones o escenas esbozadas de gentes y costumbres de la
sierra, en algunas de las cuales se trataba, por lo que yo recuerdo, de cosas de
indígenas muy primitivos. (Citado en De Casasbellas 167)

Tomando como verdad probada las vagas descripciones de Larrea, Coyné

atribuye la que considera baja calidad de El tungsteno al hecho de que, sostiene: “como lo

mostró Larrea, es una novela empezada en el 26” (Citado en De Casasbellas 165). Si

seguimos y nos atrevemos a extremar el razonamiento de Coyné, el fracaso de la obra se

debería a la inadecuada reelaboración de un proyecto en función de una tesis política

repentina y tardía—también, efímera, si sumamos el comentario previo de Meneses,

quien destaca la presunta falta de interés de Vallejo por la novela. Dada la preocupación

por mostrar el profundo compromiso de Vallejo con el marxismo, previsiblemente,

Georgette de Vallejo se opone de plano a la posibilidad de que el escritor haya trabajado

sobre ideas o borradores previos (385).

La discusión podría ser larga, y escapa al alcance de nuestro trabajo seguirla. Sí

creemos que el trabajo y la preocupación sobre la escritura de El tungsteno pueden verse

en otros aspectos. En primer lugar, ya hemos comentado que críticos como Víctor

Fuentes y López Alfonso relacionan el estilo de la novela con sus reflexiones estéticas en

299
El arte y la revolución. Por otra parte, hemos visto que hay importantes aspectos de la

estructura de la obra que son subrayados por la presentación de los personajes, dado que

los distintos grupos indígenas presentados pueden relacionarse con el interés del escritor

de narrar un proceso. Un tercer aspecto puede subrayarse, en relación con la

estructuración de la obra. Se ha criticado duramente el diálogo final de Servando Huanca

con los empleados de bajo rango de la empresa, que conforma la tercera sección de la

novela. Por ejemplo, dice Coyné: “es un capítulo totalmente agregado, ya que no es un

capítulo de novela sino un simple artículo propagandístico” (citado en De Casasbellas

166). Estructuralmente, sin embargo, ese largo diálogo tiene dos correlatos previos, a los

que hemos aludido ya brevemente: el diálogo en el bazar de los altos empleados de la

empresa sobre los soras en la primera sección (El tungsteno 31-39); y el diálogo irónico

que sostienen funcionarios de gobierno y personajes importantes de Colca, sobre el

progreso que trae el capitalismo norteamericano en la segunda sección, tras la escena de

represión que sigue a la rebelión popular debido a la brutal leva forzada de los yanaconas

(164-174). Ciertamente, estos dos diálogos pueden relacionarse muy bien con las dos

etapas previas a la llegada del capitalismo extranjero a las que nos hemos referido, así

como con los personajes que están vinculados a las mismas: soras y yanaconas. También

pueden considerarse esos diálogos, siguiendo la propuesta de Jean Franco sobre que El

tungsteno explora “the levels of consciousness of different characters and the relation of

ideology to class,” instancias en que pueden observarse estos aspectos en relación con las

clases medias y medias-altas.

300
Desde el punto de vista de la organización de la novela, entonces, resulta

doblemente pertinente que el tercer diálogo “de ideas” que aparece en la obra sea

protagonizado por un indígena proletario como Servando Huanca, porque representa el

tercer tipo de indígena, y porque se explora en ese diálogo su propia conciencia de clase

en desarrollo. Podemos decir algo más todavía: resulta sumamente adecuado que en este

último diálogo, conclusivo, que anuncia la lucha de las clases oprimidas, este personaje

hable, en lugar de “ser hablado” por sus dominadores, como pasaba en los dos anteriores

con los indígenas. Como vimos en el Capítulo 3, esto mismo pasa en el tercer cuento de

Quiroga que analizamos, “Los precursores.” De la misma manera que el mensú hablaba

en ese relato, contando la primera rebelión de los peones de los yerbales, en El tungsteno,

sobre el final, habla Servando Huanca. Es decir: tanto Quiroga como Vallejo eligen dar la

palabra a los sometidos, en el momento en que estos personajes deciden luchar para

liberarse de la explotación.

Ahora bien, en relación con el trabajo sobre la escritura de El tungsteno podemos

señalar todavía algo más importante para nuestra argumentación general. Tiene que ver

con los elementos característicos del contra-discurso neocolonial de los recursos

naturales: puede verse que Vallejo siguió trabajando sobre los mismos elementos que

presenta en El tungsteno en obras posteriores. Salaün ha analizado la relación entre El

tungsteno y el capítulo anterior, Sabiduría, pero también con dos obras posteriores:

Presidentes de América, un guión cinematográfico de 1934; y Colacho hermanos, una

obra teatral en seis cuadros, del mismo año. En su análisis, Salaün ha encontrado que

301
puede verse un intenso trabajo sobre los mismos materiales, una elaboración que abarca

todos los planos de la creación estética:

La similitud entre las cuatro obras incluye numerosos episodios (desde el detalle
hasta el capítulo entero, como el del Bazar y de la juerga), cuadros, objetos,
diálogos, situaciones y hasta expresiones y palabras. También son idénticos los
mecanismos económicos, sociales y políticos de la sociedad de referencia
caracterizada por su sistema arcaico de explotación y opresión. … Tanto las
semejanzas como las diferencias responden a una búsqueda literaria, en todos los
aspectos: escritura, estética, estrategia, política, eficacia… (79)

En relación, puntualmente, con los cuatro elementos básicos, característicos del

contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, puede decirse que, así como hemos

visto que aparecen en El tungsteno, los mismos reaparecen en Presidentes de América y

Colacho hermanos. Si en la novela tenemos, como grupo extranjero, una Mining Society

y unos Misters Taik y Weis; en el guión tenemos una Cotarca Corporation y un Mister

Tenedy; y en la obra de teatro, una Quivilca Corporation y un Tenedy. Si en la novela

tenemos el tungsteno como recurso natural, en la obra de teatro tenemos oro. Si en la

novela tenemos a los hermanos Marino, epitomizando los cómplices locales; en el guión

y la obra tenemos a los hermanos Colacho. Y entre las víctimas explotadas, es decir, los

representantes del grupo local, en las tres obras tenemos a los soras, y versiones apenas

diferentes de las mujeres abusadas o forzadas (Salaün 79-81; Vallejo, “Presidentes de

América” y “Colacho hermanos”). Es decir, que para Vallejo, los elementos básicos del

contra-discurso neocolonial de los recursos naturales resultaban fundamentales en su

reflexión sobre el imperialismo en la región, más allá del género, del estilo y tono de las

obras. Aclaremos que, notablemente, Colacho hermanos es una farsa con muchos

elementos humorísticos, que ciertamente no se encuentran en el tono parejamente

302
sombrío—sólo por momentos alivianado por la ironía—de El tunsgteno. Es decir, los

elementos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales que se ven en la

novela reaparecen en obras de otros géneros, vinculados de la misma manera en una línea

narrativa-argumentativa: hay explotación originada en la codicia de un bien valioso local;

hay explotados locales; hay explotadores extranjeros; y hay cómplices locales.

Para concluir con el análisis de El tungsteno, quisiéramos referirnos a una

cuestión que enlaza la reflexión estética de Vallejo con su reflexión ideológica: su

posición como articulador entre varios mundos, y su modo de conceptualizar a sus

lectores: lo que algunos críticos han llamado “el internacionalismo” de Vallejo. En última

instancia, buscamos tratar de entender quién o quiénes son los lectores que tiene en mente

cuando escribe El tungsteno.

Entre los críticos que avanzan en esta reflexión se encuentra Salaün, quien se

concentra en poner la escritura de las obras en prosa y del teatro de Vallejo no sólo en su

contexto histórico-político sino, sobre todo, en relación con una intensa búsqueda

estética. Este crítico aclara que “Los escritos críticos y teóricos de Vallejo, a partir de

1927-28 son de una claridad machacona sobre la doble tarea del intelectual

revolucionario; militante productor de arte, político y profesional del lenguaje” (71-72).

Ahora bien, no se trata de una peculiaridad de Vallejo, como analiza este crítico; estas

preocupaciones son generalizadas entre los intelectuales que por esa época se interesaban

en la revolución soviética. Y, más importante todavía, no se limita al campo literario, sino

que alcanza todas las artes—notablemente, las artes plásticas. 24 Un último punto que

destaca Salaün tiene que ver con que estas preocupaciones son generalizadas en Europa,

303
desde donde se trasladan a América Latina (72). Podemos ver en este traslado a Vallejo

jugando un papel clave en la posibilidad de que se trate de un intercambio entre las dos

orillas del Atlántico y no de una mera difusión de ideas. En particular por sus aportes

teóricos, compilados fundamentalmente en El arte y la revolución, que representan—o se

proponían representar, dada su tardía difusión—una doble contribución, al campo

intelectual europeo y latinoamericano y que, en cierto modo, ponen en escena ese

diálogo.

Salaün muestra cómo Vallejo se pone al día sobre el debate estético en sus dos

viajes a la Unión Soviética, y caracteriza su respuesta a las distintas posiciones como

“una actitud flexible, nada dogmática” (74). No se trata de una tarea fácil, porque el

escritor debe poner en relación tres nacionalidades intelectuales, debe “armonizar su

identidad peruana con la agitación cultural europea y con el espejo soviético que marca

rumbos decisivos” (74). Que Vallejo tiene en mente su papel de articulador entre el

campo intelectual peruano y latinoamericano, y el europeo queda de manifiesto en el

hecho de que se preocupa por seguir publicando en el Perú, a pesar de las dificultades que

se le presentan. Entre las mismas, se cuenta su obligada renuncia a las colaboraciones en

las publicaciones peruanas Mundial y Variedades debido a que sus artículos comienzan a

ser censurados, como analiza Morales Saravia (72).

Por otra parte, Salaün analiza cómo se transforma la escritura de Vallejo en sus

obras en prosa a lo largo de los años. De un comienzo con “sabor a moral heredada del

cristianismo,” toques preciosistas en el manejo del vocabulario y abundancia de imágenes

en Escalas melografiadas y Fabla salvaje —estilo que se traslada a la escritura

304
periodística—, la prosa de Vallejo tiene cambios radicales a partir del momento en que el

escritor inicia su reflexión estética en relación con su acercamiento al marxismo. Así

resume este crítico esa transformación estilística, producto de una intensa reflexión

teórica en torno a la política y la literatura, que no debe menospreciarse:

Detrás de esta revisión del lenguaje literario se perfila toda la nueva teoría de la
significación y del mensaje en que la relación entre la palabra justa y la justicia
social encarnaría una nueva definición el signo: ‘Hacedores de imágenes,
devolved las palabras a los hombres’. La preocupación doctrinal de un lenguaje
adecuado a sus objetos se hace extensiva a todos los discursos, novela incluida,
pese a las resistencias formales o a las desconfianzas ideológicas. (78)

En relación con esa búsqueda, Salaün encuentra que los trabajos narrativos y

teatrales de Vallejo pueden comprenderse como destinados fundamentalmente—aunque

no de manera excluyente—a dos públicos. Obras como Hacia el reino de los Sciris, el

cuento “Paco Yunque,” o una obra de teatro como La piedra cansada estarían pensadas

para un lector peruano, “un público familiarizado con materiales propios” (78). En un

gesto complementario, una obra como El tungsteno estaría destinada no tanto al público

peruano como a “la comunidad hispanohablante e incluso internacional” (78). A esta

misma vertiente se adscribirían los guiones escritos aproximadamente en la misma época,

así como la obra Colacho hermanos.

También para Antonio Merino El tungsteno es una obra concebida para un

público no peruano; en su visión, se trata de un público europeo:

El tungsteno, novela social que entra en el contexto americano de la narrativa


indigenista, atiende sobre todo a una dimensión didáctica, de sensibilización del
público europeo hacia los problemas reales de América Latina (en concreto de los
Andes). Esa realidad peruana muestra una serie de componentes muy distintos a
la realidad socio-política de Europa o de la Rusia soviética de aquellos años, con
un proletariado incipiente, sin organizar, con sus particularidades lingüísticas,

305
sociales y culturales, sin un proyecto social, de construcción de una clase, ni
organización, ni estructura política, componentes todos ellos que venían sugeridos
en la novela social europea de los años 30. (54-55)

Morales Saravia habla de un proceso de “internacionalización” de Vallejo en

tiempos de la escritura tanto de El tungsteno como de “Paco Yunque”; y en esto parece

diferir, en principio, de la posición de Salaün. Ahora bien, debe tenerse en cuenta que

Morales Saravia habla de “internacionalismo” como de un proceso de reflexión y de

producción que supone un trabajo de activa construcción de un lugar de enunciación que,

en el caso de Vallejo, tiene que ver, en primer lugar, con combinar distintas tradiciones

de pensamiento, que podrían parecer incompatibles: cristianismo, marxismo,

existencialismo. Y, en segundo lugar, este trabajo busca elaborar un desplazamiento

físico que es también cultural y político: la trayectoria que lleva al escritor de los Andes a

Trujillo y Lima, y de allí a Europa—localización que tampoco es una sino múltiple: París,

Madrid, Moscú. En este sentido, la “internacionalización” de Vallejo no debe entenderse

como un vuelco hacia el público europeo, sino como una negociación entre varios

públicos, diversos en cuanto a la geografía, el momento político, los debates culturales.

Y, sobre todo, su “internacionalización” está relacionada con su movilidad de la periferia

al centro:

Los conceptos de espíritu mundial, fenómeno internacional de la lírica moderna,


universalidad o regionalidad, un solo período o dos momentos, cristianismo,
marxismo o existencialismo ateo y finalmente la pregunta: ¿qué sucede con un
escritor que venido de la periferia hace la experiencia de la metrópoli? (77)

En este sentido, la posición de Morales Saravia es menos determinista que la de

Salaün y de Merino, ya que presupone un trabajo de mediación que no se resolvería de

306
manera alternante—algunas obras para un público; otras para otro—sino como un ir y

venir en busca de una voz que se adapte a la materia narrada y recree un espacio textual

de encuentro: con distintos énfasis pero sin exclusiones. En un sentido muy similar,

Cornejo Polar se ha referido al “internacionalismo” de Vallejo comparándolo con el de

Mariátegui, como una posición que no compite sino que completa su localización en su

nación:

Es importante subrayar que esa inserción plena en la modernidad internacional no


es paralela a su enraizamiento en la experiencia nacional; más bien, y de nuevo la
similitud con Mariátegui es profunda, parte de ella y retorna a esa misma fuente,
entretejiendo una densa red de vínculos que termina por plasmar una modernidad
otra, no nacida sólo del impulso internacional, sino, mucho más decisivamente,
del complejo proceso a través del cual, en esa época, se rearticula la conciencia de
la historia nacional en su conjunto y se reformula específicamente la
interpretación de la tradición literaria peruana. (La formación de la tradición 150)

En nuestra visión, el “internacionalismo” de Vallejo, como antes el de Barrett, es

instrumental en función de la consolidación del contra-discurso neocolonial de los

recursos naturales. Los desplazamientos del centro a la periferia—y a la periferia de la

periferia—de Barrett; y el complementario de la periferia al centro de Vallejo, resultarían

fundamentales para hacer emerger en ellos la conciencia de la posición dominada de los

países latinoamericanos en el contexto internacional, con muchas de sus consecuencias.

Entre ellas, se destaca la cuestión de la alianza de ciertos sectores dominantes a través de

los países, en un corte transnacional; que permite imaginar la alianza complementaria, de

respuesta: la de los sectores dominados, también en un corte transnacional, como

proponían las nuevas ideologías de izquierda. Se trata de una alianza en relación con la

cual la literatura tendría un importante papel que cumplir en la construcción de un

307
espacio intelectual común de intercambio de ideas, de instalación de problemáticas, de

argumentación de propuestas, de agitación y persuasión.

Notas
1
En la categoría de las novelas anti-imperialista, Sánchez—quien escribe en 1968, reeditando una obra
previa—incluye las siguientes (481-494): Toá, del colombiano César Uribe Piedrahita; Juyungo (1943), del
ecuatoriano Adalberto Ortiz; Los eternos vagabundos (1939), del boliviano Roberto Leyton; Tierras
hechizadas, de Costa du Rels; Huasipungo (1934) y Cholos (1938), de Jorge Icaza; Sangre en el trópico
(1930), del nicaragüense Hernán Robleto; Paludismo, de B. Mena-Brito; Cosmapa (1944), del también
nicaragüense José Román Orozco; Tampico, “una de las obras ejemplares del género,” sobre la que también
subraya que fue escrita por el norteamericano Joseph Hegensheimer; Manglar (1946) y Puerto Limón
(1950), del costarricense Joaquín Gutiérrez; Mamita Yunai (1940), del también costarricense Carlos Luis
Fallas; Juan Criollo, del cubano Loveria; Las impurezas de la realidad, del también cubano Juan Antonio
Ramos; Over (1939), del dominicano Ramón Marrero-Aristy; La llamarada (1935), de Enrique Laguerre;
Hasta aquí nomás, del argentino Rojas Paz; Nuestro pan (1942), del ecuatoriano Enrique Gil Gilbert; Don
Goyo (1933), y Canal Zone (1935), del también ecuatoriano Demetrio Aguilera Malta; La patria perdida
(1935), del mexicano Teodoro Torres; Murieron en mitad del río (1948), del también mexicano Luis Spota;
Mene (1936), de venezolano Ramón Díaz-Sánchez; Casas muertas (1955), del también venezolano Miguel
Otero Silva; El tungsteno (1931), del peruano César Vallejo; Pueblo sin Dios, del también peruano César
Falcón; El metal del diablo (1946), del boliviano Augusto Céspedes; El mundo es ancho y ajeno del
peruano Ciro Alegría; Raza de bronce, de Alcides Arguedas; Llampo brujo (1933), del chileno Sady
Zañartú; El socio, del también chileno Jenaro Prieto; Tanarugal (1945), de Eduardo Barrios, chileno; Los
hombres están solos (1942), del chileno Luis Meléndez; De cuán lejos viene el tiempo (1951); del chileno
Mario Bahamonde; La luz viene del mar, del chileno Nicolás Guzmán; Hijo del salitre (1952), del también
chileno Volodia Teitelboim; La victoria no viene sola (1952), del uruguayo Enrique Amorim; Frontera
junto al mar (1953), del mexicano José Mancisidor; Luna verde (1951), del panameño Joaquín Beleño;
Caliche (1954), del chileno Luis González Centeno (Proceso y contenido 481-494).
Sánchez considera que este tipo de novelas “ha recibido su consagración” a través de la concesión del
premio Nobel a Miguel Ángel Asturias en 1967, en tanto que es el autor de la “trilogía bananera,” sobre la
historia de la United Fruit en Guatemala, que incluye las novelas: Viento fuerte (1950), El papa verde
(1954), y Los ojos de los enterrados (1960) (491-492). Este crítico también hace interesantes señalamientos
hacia novelas que, si bien no incluye entre las anti-imperialistas, considera que exhiben rasgos afines. Así
sostiene que Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, contiene “uno de los prototipos del personaje ‘imperial’,
instalado definitivamente” en la novelística de la región: se refiere a Mr. Danger, “abusivo, hipócrita,
lujurioso, corruptor.” Ahora bien, si bien Sánchez considera que la importancia de este personaje crece “por
cuanto Gallegos no figura en el elenco de los escritores deliberadamente ‘sociales’,” también aclara que en
Sobre la misma tierra, Gallegos retrata a “un ‘gringo’ bueno,” así como a un “alemán cándido” (483).
Todavía más interesante, en la medida que expande su clasificación avanzando hacia una novela del boom,
Sánchez incluye una mención a Cien años de soledad (1967), del colombiano Gabriel García Márquez,
entre las novelas donde se muestran “los excesos norteamericanos de las bananeras” (492).

308
En esta inclusión Sánchez coincide con críticos como Anita Arroyo, quien celebra la novela de García
Márquez en su capítulo sobre “La novela del banano y de la explotación,” destacando que “nos da las
páginas más vigorosas y patéticas sobre el tema” (101).
2
La clasificación en “novela de la selva” puede verse en obras como La novela de la selva
hispanoamericana. Nacimiento, desarrollo y transformación, de Lydia de León Hazera.
3
Henríquez Ureña, en realidad, considera que los escritores que se destacan en estas temáticas son,
precisamente, los brasileños. Así, sostiene: “El grupo más brillante entre los novelistas que tratan
problemas sociales, especialmente desde 1930, es el brasileño, formado por Rachel de Queiroz, Graciliano
Ramos, Jorge Amado, José Lins do Rego, Lucio Cardoso, Marques Rebelo y Érico Verissimo. No se
limitan a la descripción de cómo viven y sufren los indios o los negros; trazan un vasto cuadro de los afanes
del obrero en el Brasil, de cómo trabaja y ama, juega y muere en las plantaciones de café, cacao y algodón,
en los ranchos de ganado, en los molinos de azúcar, en las minas, en los muelles y en los barcos, en los
bajos fondos de las ciudades” (201).
4
La cita completa de Rama merece recogerse, porque está presente también en el libro de Foster, Social
Realism (12-13), poniendo de manifiesto que representa una formulación clásica de la posición que tanto
Beverly como Foster se propusieron poner en cuestión: “La novela social latinoamericana de los treinta ni
siquiera se planteó este asunto como un problema, no discutió si estaba operando con una de las formas
predilectas de la cultura occidental burguesa, limitándose a violentarla para que aceptara una ideología que
respondía a las orientaciones de un pensamiento de izquierda (en el cual se mezclaba liberalismo,
progresismo, tímidos escarceos marxistas) sin modificar demasiado notoriamente sus formas, apenas si
simplificándolas en un régimen más marcadamente denotativo y lógico-racional. La beligerancia que este
pensamiento demostró en cambio respecto las formas posteriores de la novela vanguardista, a las que
interpretó como manifestaciones de la desintegración burguesa en el período imperialista, no la ejerció
respecto a anteriores de la novela correspondiente a la etapa de triunfo y expansión de la burguesía europea.
Las aceptó pasivamente y ni siquiera las utilizó irónicamente como lo hiciera uno de los grandes epígonos
del siglo XIX, Thomas Mann. En tal comportamiento es posible discernir una secreta conexión cultural, la
continuidad de una determinada concepción de lo real y de las formas literarias para traducirla, que sólo
acepta variaciones de grado y no de sustancia, apuntando así a las contradicciones que presentan los nuevos
grupos sociales que, sin embargo, pertenecen a la misma pauta cultural” (Transculturación 211-212). A
diferencia de nuestra argumentación, ambos críticos evitan mencionar que el puente entre la novela realista
europea y la “novela social” habría sido, en la comprensión de Rama, la “novela regionalista
latinoamericana” (Transculturación 212).
5
La noción de “ostranenie” fue desarrollada por Victor Shklovsky para explicar el sentido de la obra de
arte. Después de comentar que “Habitualization devours works…” Shklovsky define “ostranenie”: “And
arts exists that one may recover the sensation of life; it exists to make one feel things, to make the stone
stony. The purpose of art is to impart the sensation of things as they are perceived and not as they are
known. The technique of art is to make objects ‘unfamiliar’, to make forms difficult, to increase the
difficulty and length of perception because the process of perception is an aesthetic end in itself and must
be prolonged. Art is a way of experiencing the artfulness of an object; the object is not important” (12).
6
Como comentamos brevemente en el Capítulo 1, la diferencia entre “panamericanismo” y
“latinoamericanismo” tiene una historia política y un uso ideológico. No parece aludir a esta problemática
la elección del adjetivo “pan-American” en esta cita de González Echevarría—aunque también podría
considerarse que responde a la misma disolviendo la oposición. Dentro del mismo párrafo, el crítico utiliza
el adjetivo “Latin American,” para repetir aproximadamente la misma idea de dicha cita: “The novela de la
tierra elaborates a new Latin American literary reality, and it is precisely for this reason that it is so
important today” (The Voice of the Masters 46).

309
7
Jorge Guzmán Ch. analiza las implicancias de este origen de Vallejo en una familia marcada por esta
costumbre, relativamente tolerada, de sacerdotes que tenían mujer y prole, que se remonta a tiempos
coloniales (24-30).
8
El relato de Ciro Alegría sobre el hecho de que su joven maestro de primaria fuese llamado “poeta” tanto
por las autoridades de la escuela como por los alumnos y sus familiares, es indicativo de la personalidad
pública que había adoptado Vallejo, proclamada también por su larga melena, que incluso provocó una
agresión callejea sobre el maestro-poeta, de la que se habló en la escuela (“El César Vallejo”). Pero hay un
dato todavía más significativo: cuando es encarcelado, la ficha sobre Vallejo reza, en la línea sobre
profesión: “Las Letras (sic),” según rastreó André Coyné (Medio siglo 56). Como comenta Monguió, “ya
no piensa Vallejo en ser maestro o abogado, se declara profesional de la literatura” (53).
9
Entre otras observaciones de interés que pueden encontrarse en la anécdota reconstruida por More, se
encuentra un comentario sobre la relación entre los hombres de letras por entonces: “Cuando Percy Gibson,
que a la sazón se hallaba en Arequipa, se enteró de la prisión de Vallejo, quedó anonadado. En esos años,
que no son muy lejanos, los hombres de letras solían mantener relaciones fraternales insuperables. Existía
lo que se llama espíritu de cuerpo, y lo que es más, solidaridad de pensamiento.” More cuenta que Gibson
fue a ver al juez Carlos Polar, “prohombre arequipeño, amante de las letras, quien en esos momentos
ocupaba el alto sitial de la Presidencia de la Corte Superior de la Ciudad Blanca.” Gibson hace una pequeña
escena que logra preocupar y convencer al juez. Así remata el relato: “Y según me contaba Percy Gibson,
el doctor Polar, trémulo todavía de emoción y conmovido hasta los huesos porque en su Patria se hubiera
encarcelado a un poeta, hizo las gestiones necesarias y obtuvo que la Corte Superior de Arequipa diera un
paso tan trascendental, que siempre ha de prestigiarla, obteniendo la libertad de Vallejo” (Vallejo, en la
encrucijada 14-15).
10
Georgette de Vallejo cita el testimonio de Juan Espejo: “El 3 de noviembre, en el atardecer, apareció en
mi casa César, en un estado de agitación y de angustia, repitiendo en forma insistente esta frase: ¡Abraham
Valdelomar ha muerto! … ¡Abraham Valdelomar ha muerto! … así dice la pizarra de ‘La Prensa”. Su
estado emocional era intenso y sólo comparable a los momentos que siguieron al recibir la noticia del
fallecimiento de su madre. Pero mientras ésta le llevó a un estado de llanto y de abandono, la noticia del
fallecimiento de Valdelomar, que él tanto estimaba, le predijo un estado de agitación dolorosa. Un tanto
calmado, se sentó en la mesa del comedor y escribió: ‘Abraham Vadelomar ha muerto…’ ” (359).
11
En el análisis de la bibliografía sobre Vallejo se percibe la tensión entre Juan Larrea y Georgette de
Vallejo. En este punto, corresponde apuntar que mientras Martínez García sostiene que Vallejo en 1924
“traba especial amistad” con Juan Larrea (1033), la viuda se preocupa por minimizar esa cercanía, haciendo
un pormenorizado recuento del tiempo en que ambos se trataron. Así, relata en una nota al pie: “El Sr.
Larrea pasa el año 1925 en España. Vuelve a ver a Vallejo en 1926, 1927 y algunos meses de 1928 y 1929.
En los años 1930 y 1931, J. L. radica en el Perú. En 1932 regresa a París y permanece allí hasta 1934. En
1935 deja París. Hasta junio de 1937. Durante sus estadas en París tiene ocasión de tratar con Vallejo. Entre
junio del 37 y abril del 38, se ven poco y espaciadamente. Cuando J. L. acude a ver a Vallejo unos minutos
antes de su muerte, han transcurrido muchos meses sin que ambos se reencontraran.” Y luego, justifica los
detalles aportados: “Se hace esta puntillosa relación por cuanto J. L. funda gran parte de la autoridad que le
confiere como biógrafo de Vallejo en esa supuestamente larga e íntima amistad. La relación entre ambos—
que no tuvo mayor gravitación en la vida de Vallejo—cobra, así, una singular importancia años después de
su muerte” (362-363). La cuestión de la relación entre Larrea y Vallejo es un tema de interés lateral, pero
que eventualmente ayuda a comprender la trayectoria intelectual de Vallejo, tanto como algunos de los
derroteros que siguió la crítica sobre su obra. Víctor Fuentes señala las discrepancias ideológicas entre
Vallejo y Larrea, al destacar “impugnaciones de Larrea como escritor de la burguesía” (402).
Puntualmente, la cuestión del marxismo del escritor es unos de los aspectos centrales del enfrentamiento de
Larrea con Georgette. Lo cierto es que ella dedica 18 de las 22 páginas referidas al año 1931 de sus
“Apuntes biográficos” sobre la vida del escritor, a responder las interpretaciones de Larrea sobre la

310
posición y participación en política de Vallejo. En ese esfuerzo argumentativo, un punto importante
resultan las publicaciones y libros inéditos escritos ese año, clave en la vida del escritor. Volveremos sobre
este punto al referirnos al marxismo de Vallejo, confirmado por la crítica más reciente en abundantes
trabajos, dando la razón a la viuda. Más en general, en un artículo que comenta a los críticos que han
escrito sobre Vallejo, Max Silva Tuesta clasifica a Larrea entre los “vallejogogos,” es decir un demagogo
del “vallejismo,” y alguien que intentó poner la obra de Vallejo a favor de una tesis personal—el futuro
triunfo de la “cultura hispánica” (400).
12
El listado de Georgette de Vallejo es el siguiente: “Y más luego, entre otros, al azar de los años y más o
menos de paso: a Marcel Aymé, Jacques Lipchitz, Unamuno, Antonid Artaud, Jean Cassou, Jacques
Copou, Jules Supervielle, Torres Bodet, Jean Louis Barrault, Charles Dullin, Robert Desnos, Mousinac,
Tristan Tzara, Benjamín Crémieux, René Blech, Claude Aveline, Ilia Ehrenbourg, Vaillant Couturier,
Portinari… (más entrevistas con personalidades como el cirujano Goset, Maiakovski, Max Reinhardt,
Meyerhold, entre otros, como lo indica su labor periodística)” (363).
13
Como cuenta el propio Vallejo en una de sus cartas, citada por Ángel Flores: “Son unos terribles. No me
han enviado sino una parte de lo que me deben, concretándose a prometerme que me girarán lo demás
próximamente. Con estos dinerillos estoy viviendo, y quiero aprovechar de la relativa tranquilidad que ellos
me proporcionan, para buscar de trabajar para cuando ellos se acaben, que creo será muy pronto,
irremediablemente…” (35).
14
Eugenio Chang-Rodríguez ha analizado la evolución del estilo de Vallejo en sus crónicas periodísticas,
en las que considera que llega a “superar” la marca que el modernismo dejó en ese género. En su
evaluación, Vallejo desarrolla un estilo propio, de valor comparable a su poesía: “logra escribir algunos
párrafos de crónicas con mejor calidad estética que un buen número de poemas suyos” (“La superación del
modernismo” 350). Sobre Vallejo como periodista, ver también Winston Orrillo.
15
Ángel Flores cita una carta de Vallejo a Pablo Abril: “No creo que podré quedarme en Moscú. Lo del
idioma es terrible. Volveré a París dentro de pocos días y allí le escribiré de nuevo” (79).
16
La declaración, firmada por Vallejo y otros, sostiene en su segundo párrafo: “La ideología que
adoptamos es la del marxismo y la del leninismo militantes y revolucionarios, doctrina que aceptamos
íntegramente, en todos sus aspectos: filosófico, político y económico-social. Los métodos que sostenemos y
propugnamos son los del socialismo revolucionario ortodoxo. No solamente rechazamos, sino que
combatimos combatiremos en todas las formas los métodos y las tendencias de la social-democracia y de
la II internacional” (citado en Ángel Flores 83).
17
Sostiene Luis Monguió, tras afirmar que los “dos viajes a Rusia son tan cruciales para la biografía de
Vallejo como su encarcelamiento en el Perú,” para argumentar a favor del acercamiento del escritor al
socialismo: “Parece claro que esos años de mil novecientos veintiocho y veintinueve, con sus viajes a
Rusia, fueron decisivos en su adhesión a una filosofía política, a una organización política” (66). Luis
Hernán Ramírez describe a Vallejo como “ganado por la prédica socialista y convertido en un fervoroso
militante de la luchas sociales en las que no cejará hasta el día de su muerte” (149). Miguel Gutiérrez
Correa analiza el proceso de acercamiento de Vallejo al marxismo, para concluir que: “Mariátegui y
Vallejo, los dos más altos representantes de la cultura democrática del Perú hasta la actualidad, fueron
marxistas ‘convictos y confesos’ ” (77). También habla de “décadas de ocultamiento, de indecoroso tráfico
con su memoria,” aludiendo a la crítica que minimizó o negó el acercamiento de Vallejo al marxismo (77).
Francisco Caudet confirma estas apreciaciones: “Vallejo empezó a acercarse al marxismo en los últimos
años de la década de 1920, como resultado de un proceso de concientización político-artístico. La estancia
en octubre de 1928 en Rusia fue, en este proceso, un factor decisivo, pero no el único. … El marxismo fue
la doctrina que le ofreció el método para racionalizar lo que en él estaba desde hacía tiempo cristalizando y
para, a la vez, marcar la dirección a seguir en orden a atender el imperativo histórico de transformar el

311
mundo” (780). Por otra parte, en su análisis de los años 1926 a 1932 de la vida de Vallejo, Stephen Hart
sostiene que el escritor “pasó por tres etapas claras—revolucionarismo vanguardista, trotskismo y
finalmente estalinismo” (450). Según este crítico, es en la tercera etapa, cuando Vallejo adhiere “al criterio
estalinista,” que escribe El tungsteno y Paco Yunque. Asimismo, sobre Entre las dos orillas corre el río y
Lock-Out dice Hart que “rebosan de un fervor de estalinismo ortodoxo” (455).
18
Víctor Fuentes menciona otras obras publicadas en España en esos años, también dedicadas a dar
testimonio de viajes a la Rusia soviética, como el libro de Rodolfo Llopis, Cómo se forja un pueblo (La
Rusia que yo he visto); y el de Diego Hidalgo, Un notario español en Rusia, ambos publicados en 1929
(409).
19
Martínez García habla de una cierta proximidad afectiva del escritor con el país: “Los años vividos en
Madrid son, sin duda, los más felices de toda la vida de Vallejo. Es claro que contribuyen a ello hechos
tales como su entrañable amistad con Federico García Lorca y con Leopoldo Panero (que le lleva a su casa
de Astorga pasar las Navidades de ese año [1931]), el conocimiento de Unamuno, y la satisfacción misma
del trabajo creador al que puede dedicarse, por fin, a su completo placer” (1034). Carlos Meneses destaca
especialmente “la amistad que cultivó con los poetas españoles, tanto los integrantes de la generación del
27 como otros menores de edad.” Además de García Lorca y Panero, menciona a Gerardo Diego, Rafael
Alberti, Bergamín, Dámaso Alonso (“1931, en vida y obra” 39-40). Ángel Flores, en cambio, cita una carta
a Juan Larrea que parece indicar una disposición de ánimo menos entusiasta: “Aquí, en Madrid, hay sólo
pocas cosas que me gustan: el sol, que es infalible, como el papa; el arroz a la valenciana (que, dicho sea de
paso, los está haciendo ahora muy mal), las famosas angulas, que tú me hiciste probar hace ya tantos años;
los ascensores de las casas y la tranquilidad aldeana en que se vive. Como verás, esto es muy poca cosa, al
lado de lo que Madrid tiene de aburrido, de vacío y de aldeano precisamente” (103).
20
Muy poco antes de su participación en Aula Vallejo, Coyné había ofrecido una justificación sobre su
negativa valoración de la obra es prosa del escritor. Sostuvo a propósito de una edición de las obras
narrativas de Vallejo en 1967: “Cabe precisar aquí que si nos felicitamos por la publicación de la narrativa
completa de Vallejo, es porque justamente se trata de la narrativa de Vallejo, el cual nos concierne como
poeta de modo que cuanto él lleve escrito en otros campos nos interesa, aunque no llegue a la altura de su
poesía. Y no cabe duda que en ningún momento las novelas y cuentos de Vallejo llegan a la altura de su
poesía, por la sencilla razón que, si existe un estilo poético de Vallejo—que percibimos desde Los heraldos
negros y que culmina en Poemas humanos—no existe un estilo narrativo correspondiente” (Medio siglo
180).
21
Debe tenerse en cuenta que no se trata de una opinión casual de Coyné. Este crítico insiste en la cuestión
de la localización de la acción de El tungsteno en Quiruvilca y en su discrepancia con la opinión de la viuda
de Vallejo sobre Hacienda Roma en otras publicaciones. Ver, por ejemplo, las recogidas como capítulos de
Medio siglo con Vallejo: “A propósito de Novelas y cuentos completos de César Vallejo” (176-177); y
“Carta a Carlos Milla sobre El tungsteno y Poemas humanos” (412-413).
22
La intensificación de la explotación—de la naturaleza y de los recursos naturales—que se introduce al
comienzo de la segunda sección de la novela, es presentada como una necesidad derivada de la guerra de
manera completamente explícita: “La oficina de la ‘Mining Society’ en Nueva York exigía un aumento en
la extracción de tungsteno de todas sus explotaciones del Perú y Bolivia. El sindicato minero hacía notar la
inminencia en que se encontraban los Estados Unidos, de entrar en la guerra europea y la necesidad
consiguiente para la empresa, de acumular en el día un fuerte stock de metal, listo para ser transportado, a
una orden telegráfica de Nueva York, a los astilleros y fábricas de armas de los Estados Unidos” (El
tungsteno 85). No es trivial que esta intensificación esté dramatizada a través de la horrenda leva forzada de
indígenas, que representa el momento culminante de la novela y precipita el desenlace.

312
23
Paul Teodorescu se ha referido a la actitud de Vallejo hacia los Estados Unidos, en el contexto de su
análisis del viaje y el proceso de elaboración de Rusia en 1931. Sostiene que Vallejo “odiaba
vehementemente” los Estados Unidos, a cuya sociedad atribuía “cosas disparatadas.” Este crítico comenta
con ironía el uso de la palabra “yanqui” por Vallejo, que considera un ejemplo de su visión poco informada
y sesgada: “Por otro lado, para él existen franceses, alemanes, ingleses pero no existen norteamericanos
sino solamente yanquis, lo que lo coloca entre los más reaccionarios rednecks, plantadores blancos del Sur
que, desde los tiempos de Lincoln y de la Guerra Civil hasta el día de hoy, llaman despectivamente a los
del Norte, yanquis; provoca, pues, cierta sonrisa verlo a Vallejo asistir a una conferencia, un debate, en
postura de un plantador de Alabama o de Georgia, llamándole al conferenciante ‘un delegado del partido
comunista yanqui (sic) ante el Komintern’. Para los rusos, el conferenciante es un ‘compañero’ que sabe
bien explicar los fenómenos de la revolución, pero para César Vallejo, ése sigue siendo un ‘yanqui’ y nada
más” (769). Si bien creemos que este comentario tiene un alcance acotado porque no se basa en un análisis
amplio de la obra de Vallejo, nos parece interesante consignarlo, por estar referido al período que coincide
con la escritura de El tungsteno. Por otra parte, es interesante recordar que Barrett también habla de
“yanquis” para referirse a los norteamericanos dentro de una argumentación anti-imperialista, como vimos
en el Capítulo 2.
24
De hecho, como destaca el propio Salaün, Vallejo participa de estos debates en las diversas artes. “Lo
que llama la atención en la prosa crítica, teórica o política de Vallejo es la referencia constante a todos los
campos del arte. Desde su inmensa cultura moderna de humanista revolucionario, Vallejo escribe sobre el
Arte en general sobre literatura, pintura (con frecuencia, por ejemplo sobre Picasso, Gris, Merino, etc.),
música, baile, cine, escultura, arquitectura. Sus referencias a la literatura privilegian indiscutiblemente el
teatro …” (75).

313
Capítulo 5 – Reflexión sobre el pasado colonial y heterogeneidad: diálogo con el

indigenismo en Huasipungo

En este capítulo, exploraremos la relación entre el contra-discurso neocolonial de

los recursos naturales y la literatura indigenista, con la que, creemos, comparte en gran

medida una problemática común. Entre otros aspectos, exploraremos su carácter anti-

hegemónico—relacionado con la intención “reivindicatoria” que se atribuye a esta

literatura—así como su intrínseca “heterogeneidad,” es decir, el hecho de tratarse de una

literatura producida y leída por grupos sociales diferentes de aquellos que resultan

representados, como ha propuesto Antonio Cornejo Polar.

En nuestro recorrido, nos apoyaremos fundamentalmente en el análisis de la

novela Huasipungo, del ecuatoriano Jorge Icaza, una de las obras consideradas centrales

dentro de esta novelística. También, retomaremos el análisis de algunos aspectos de El

tungsteno, dado que su status problemático como novela indigenista nos permite

reflexionar sobre cuestiones que hacen a la relación de esta literatura con el discurso que

estamos investigando. Se trata de dos obras que, como dijimos, consideramos

representativas de la etapa de florecimiento y consolidación del contra-discurso

neocolonial de los recursos naturales.

Asimismo, profundizaremos en la discusión acerca de la caracterización de

“realistas” que se ha hecho de este tipo de obras, cuestionando la preeminencia de la

función “denotativa,” como ha propuesto la crítica. Apoyándonos en el análisis de los

textos y revisando la amplia bibliografía sobre las mismas—en particular, sobre

314
Huasipungo—vamos a proponer que en las mismas predominan claramente las funciones

expresiva y conativa. Se trata de un aspecto que creemos es clave en el contra-discurso

neocolonial de los recursos naturales, como ya sugería la prosa de Barrett, marcada por la

fuerte presencia de un “yo” enunciativo.

Un primer acercamiento, en la tradición de Mariátegui

Las novelas que tienen como temática la representación de las poblaciones nativas

de América Latina han sido clasificadas, en términos generales, como “indianistas” e

“indigenistas.” En el primer tipo suelen incluirse obras que Luis Alberto Sánchez en

Proceso y contenido de la novela Hispano-Americana ha agrupado en otras

clasificaciones, como “novela realista,” “novela histórica,” o “novela sentimental.” La

razón para colocar esas novelas en esas agrupaciones, según este crítico, es que se trata

de obras que “consideran al indígena como personaje decorativo, no agonista.” O, dicho

de otra manera, que no alcanzan a diferenciar al nativo como personaje: son las que lo

tratan “como cuerpo de indio y alma de blanco, no como alma y cuerpo de indio” (494).

Un criterio próximo, aunque mejor argumentado en términos de caracterización

estilística, es el que exhibe Julio Rodríguez-Luis cuando habla de una “tradición

indianista” que está “estrechamente ligada con la búsqueda romántica de lo autóctono

americano” (Hermenéutica y praxis 8).

Frente a la tradición “indianista” surge la “indigenista,” diferenciada, más que por

el modo de la representación, por cierta actitud de los escritores ante el grupo social

representado, en términos de su posicionamiento social. En la caracterización de Sánchez,

315
quien se apoya en trabajos clásicos de Aída Cometta Manzoni y de Concha Meléndez, 1

podría encontrarse en las obras indigenistas “cierta dosis de intención reivindicatoria y

social” (494-495). Se trata de un aspecto que Rodríguez-Luis desarrolla con mayor

claridad, caracterizando con cierto detalle tanto la actitud enunciativa de los escritores de

la narrativa indigenista, como su relación con el referente representado—que es a la vez

de empatía afectiva y distancia intelectual—al presentar la literatura indigenista como:

… una manifestación especializada—pero, al mismo tiempo, la más conocida, la


abanderada—de la preocupación sociopolítica (entendiendo la economía como
parte de la historia política) del escritor hispanoamericano, la cual se aplica con
rigor científico al problema indígena antes que el desarrollo de la economía
latinoamericana en la dirección del capitalismo moderno, la dirija hacia la
explotación del minero (Baldomero Lillo), la del obrero de la caña (Luis Felipe
Rodríguez), etc. (Hermenéutica y praxis 8)

Ciertamente, la cita de Rodríguez -Luis alude sobre el final a la cuestión de la

variable clasificación de muchas de estas novelas, que hemos discutido en el capítulo

anterior. Pero también introduce dos aspectos que discutiremos en éste. Uno es el que

tiene que ver con la actitud enunciativa del escritor frente al referente social, que es de

radical diferencia, en la medida en que el escritor reivindica y estudia, y el indígena es

reivindicado y estudiado; el otro tiene que ver con el contraste entre el referente

representado en la narrativa indigenista con el representado en la narrativa posterior: la

trasformación del indígena en trabajador “del capitalismo moderno.” Volveremos sobre

la primera cuestión al discutir la “heterogeneidad” de la literatura indigenista; y sobre la

segunda al revisar cómo ha sido clasificada El tungsteno, que en diversos críticos fluctúa

entre ser considerada una novela indigenista o una proletaria.

316
Retomando la discusión sobre la caracterización general del indigenismo, Sánchez

y Rodríguez-Luis coinciden a su vez con el que es considerado “the most influential and

significant essay of the topic,” de acuerdo con Efraín Kristal (The Andes Viewed 3);

trabajo que introdujo un auténtico “magisterio,” en palabras de Antonio Cornejo Polar

(La formación de la tradición 137). Estos críticos se refieren al capítulo “El proceso de la

literatura” en los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana de José Carlos

Mariátegui, publicado originalmente en 1928. Autor que, según Kristal, “coined the term

indigenismo as a literary category” (The Andes Viewed 3). En la visión de Mariátegui, las

dos categorías propuestas—indianismo e indigenismo—estarían relacionadas,

respectivamente: con la nostalgia y la idealización del pasado colonial, la primera; y la

segunda, “con la reivindicación de lo autóctono” (356 y 354). Así caracteriza el pensador

peruano el indigenismo, apuntando tanto a la posición enunciativa de los escritores como

al impacto social de esta literatura, y situando la participación de los mismos, de manera

deliberada o no, en un proyecto de más amplio alcance:

Los ‘indigenistas’ auténticos—que no deben ser confundidos con los que explotan
temas indígenas por mero ‘exotismo’—colaboran conscientemente o no, en una
obra política y económica de reivindicación—no de restauración ni resurrección.
(353)

Mariátegui, sin embargo, propuso todavía una tercera categoría, su preferida: la

literatura “indígena,” cuya condición de realización es que quede en manos del propio

grupo social representado. Sostenía en esa obra el pensador peruano, contrastando la

literatura “indigenista,” entendida como mestiza, con la auténticamente “indígena”:

La literatura indigenista no puede darnos una versión rigurosamente verista del


indio. Tiene que idealizarlo y estilizarlo. Tampoco puede darnos su propia ánima.

317
Es todavía una literatura de mestizos. Por eso se llama indigenista y no indígena.
Una literatura indígena, si debe venir, vendrá a su tiempo. Cuando los propios
indios estén en grado de producirla. (356)

Esta tercera categoría, literatura “indígena,” que Mariátegui introduce en tono

dubitativo, representa una propuesta incierta que, a nuestro entender, deja en evidencia

una concepción de la problemática de la interculturalidad y la hibridación que podríamos

calificar de ingenua; y que ha sido discutida por críticos como Cornejo Polar y Roberto

Paoli, apuntando a que tanto la lengua española como la escritura y el propio sistema

literario son introducciones occidentales, por lo que resulta problemático pensar en una

literatura puramente “indígena.” 2 Puede considerarse que, en la argumentación de

Mariátegui, la noción de literatura “indígena” funciona como una categoría contrastiva

más que sustantiva, dejando en evidencia una cierta tensión utópica: un horizonte

inalcanzable con el que se compara la literatura indigenista, marcada, en la terminología

de Cornejo Polar, por una “heterogeneidad” irreductible, debido a “la fractura entre el

universo indígena y su representación indigenista,” una cuestión sobre la que volveremos

(“El indigenismo y las literaturas heterogéneas” 17). 3

Ahora bien, en relación con la periodización, Sánchez y Rodríguez-Luis señalan

como obra inaugural del indigenismo la novela Aves sin nido, de la peruana Clorinda

Matto de Turner, publicada en 1889 (Proceso y contenido 498; Hermenéutica y praxis

10). En este señalamiento, se apoyan en Meléndez, quien presenta esta obra como

representante de la “literatura indianista de reivindicación social,” que “abre los caminos

post-románticos de la novela indianista” (174 y 178). Esta terminología y esta

periodización pueden considerarse dominantes. Así, por ejemplo, la adoptan críticos

318
como Anthony J. Vetrano (La problemática psico-social 37, n. 4); o Donald L. Shaw,

quienes también hablan del “indianismo” y el “indigenismo,” afirmando que el primero,

en palabras de Shaw, “tended to romanticize and idealize the Spanish American in the

Romantic tradition of the Noble Savage,” mientras que el segundo “presented them more

realistically, usually with some sort of denunciatory social agenda.” Este crítico aclara,

sin embargo, que pueden distinguirse dos fases en el segundo, desde el punto de vista de

la valoración crítica: una que la crítica considera “unsophisticated”—representada por

Icaza, Ciro Alegría y obras tempranas de Arguedas—y otra que “enjoys high critical

esteem”—representada por Asturias y obras tardías de Arguedas (44).

Cornejo Polar es el crítico que da entidad a esta segunda fase que comenta Shaw,

tras reconocer los aportes del indigenismo en función de su reivindicación de las

poblaciones nativas, su cultura y valores, y la introducción de elementos de esta cultura

en la literatura, sobre todo en críticos como Ciro Alegría y José María Arguedas. Habla

entonces del “mejor indigenismo.” 4 Aunque este crítico también presenta otro término,

“neoindigenismo,” categoría en la que, en ciertas ocasiones incluye las obras maduras de

Alegría y Arguedas, y en otras a los autores de la “generación del 50,” como Eleodoro

Vargas Vicuña o Carlos E. Zavaleta (Escribir en el aire 190; La formación de la

tradición 142). 5

Ismael Márquez incorpora francamente esta tercera etapa en su capítulo sobre

“The Andean novel” en The Cambridge Companion to the Latin American Novel, en la

que habla de cuatro categorías: “indianismo,” “indigenismo,” “indígena” y

“neoindigenismo.” El indianismo es definido, canónicamente, como “the Romantic

319
literary production of the nineteenth century written about the Indian … characterized by

its exoticism, the lack of a political agenda, and a sense of nostalgia for the grandeur of

the ancient civilizations” (142). Es en la consideración del indigenismo que este crítico

hace observaciones más destacables, evocando el comentario de Mariátegui sobre la

participación de estos críticos, “conscientemente o no, en una obra política y económica

de reivindicación,” en la medida en que presenta esta tendencia literaria como parte de un

auténtico movimiento, “of vast ideological and aesthetic projections early in the twentieth

century.” Este movimiento, que se extendió por Perú, Bolivia, Ecuador, México y

Guatemala, habría involucrado no sólo la literatura sino otras áreas intelectuales: “social,

political, economic, philosophical and artistic” (143). En cuanto al término “indígena,”

Márquez retoma la caracterización de Mariátegui, como un proyecto todavía por

concretar: se trata, otra vez, de una categoría fundamentalmente negativa, contrastiva

(143). Finalmente, Márquez caracteriza el “neoindigenismo,” cuyo comienzo estaría

marcado por la publicación de Los ríos profundos, de Arguedas, en 1958. 6 De acuerdo a

este crítico, el neoindigenismo es fundamentalmente una reelaboración formal y

estilística del indigenismo, en la medida en que se caracteriza por la incorporación de los

recursos del realismo mágico; una intensificación del tono lírico; y el uso de nuevas

técnicas narrativas a través de un trabajo de experimentación. 7 También agrega una

observación tomada de Miguel Gutiérrez, acerca los diferentes modos de representación

mimética del indigenismo y el neoindigenismo. El primero resultaría ser más social;

mientras el segundo sería más psicológico y filosófico. 8 Así, mientras que el

indigenismo resulta caracterizado por Márquez como “informed by the basic

320
contradictions between the indigenous communities and the landowners allied with the

state,” el neoindigenismo trata “more intangible problems, existential conflicts, and the

human condition” (144).

Debe aclararse, de todos modos, que esta terminología, si bien extendida, no

carece de variantes. Por ejemplo, hay críticos como Raimundo Lazo, que hablan de la

novela “andina,” pensando primariamente en términos de paisaje, pero también,

sosteniendo que “lo andino,” en la primera mitad del siglo XX, “se convierte en urgente

tema social cuyos cultivadores se empeñan en la decisiva integración literaria del

hombre, sociedad y Naturaleza” (15). A su vez, Jean Franco habla de “the Indianist

novel,” para referirse en general a la literatura sobre las poblaciones nativas de América

Latina. Esta crítica enfatiza cierta continuidad entre tres momentos a los que no da

nombre; los que, por otra parte, no resultan automáticamente asimilables a los que hemos

visto hasta ahora. También destaca la radical diferencia entre los indígenas y los mestizos

o blancos en América Latina:

The Indianist novel epitomizes the difficulties of the Realist writer in Spanish
America, particularly when the material is exotic to him. The Indian is as foreign
to white and mestizo Latin American as an Armenian. … the coming to terms
with Indian culture has been an important process in the continent’s cultural
history and has corresponded to the main ideological currents of different periods.
Thus, before the 1920s, the emphasis was on education, on ridding the Indian of
his superstitions; in the 1930s, the Indian was seen as a political force and more
recently there have been attempts to revaluate indigenous and show that there
were positive virtues in the Indian’s rejection of the European way. (Spanish
American Literature 162-163)

Sobre esta cita, ciertamente, corresponde comentar que la observación de Franco

sobre el “Realist writer” tiene resonancias de la visión dominante de la crítica sobre la

novela social, a la que se opone Beverly en el artículo que comentamos en el capítulo

321
anterior. Una observación similar puede hacerse sobre la caracterización que hace

Márquez del “neoindigenismo,” crítico que, como vimos, distingue esta etapa del

indigenismo apuntando fundamentalmente a cuestiones estilísticas.

Retomando la discusión terminológica, puede decirse que las categorías de Franco

son utilizadas por otros críticos, como Gordon Brotherson (17-22). Este crítico, sin

embargo, se separa del énfasis de Franco y de Márquez en cuestiones estilísticas,

mientras retoma un aspecto que había valorizado particularmente Cornejo Polar. Para

distinguir entre las distintas etapas en el modo de hablar sobre las poblaciones nativas en

el siglo XX, Brotherson presta atención al conocimiento de las culturas indígenas por

parte de los escritores, el que no se deriva simplemente de la observación sino sobre todo

de la valoración, estudio y recirculación de su lengua y sus obras. Luego de hablar de la

orientación política de las obras de Icaza y Ciro Alegría, entre otros, destaca:

But just as important as this political shift, and more fertile for the novel, was the
general growth of knowledge about Indian cultures and, particularly, the re-
discovery and appreciation of Indian literary texts. The fundamental difference
between all the Indianist novels we have mentioned and the work of Miguel
Ángel Asturias, José María Arguedas … and Augusto Roa Bastos, to name three
outstanding modern advocates of America’s first inhabitants, is the degree to
which Indian languages and literatures serve as a source of inspiration. (21)

Ahora bien, en cuanto a la periodización, tanto en la caracterización de Lazo,

como en la segunda y tercera etapa de Franco, y en las observaciones de Brotherson,

podemos reconocer aspectos muy semejantes a la etapa denominada “indigenismo” por

los críticos que vimos previamente, en la medida en que también destacan el sentido

social de la narrativa que ellos llaman “Indianist” cobra en cierto momento. Sin olvidar

estas diferencias, vamos a quedarnos en principio con la categorización y la terminología

322
propuesta por Mariátegui; la que es seguida, con matices, tanto por Sánchez como por

Rodríguez-Luis, Vetrano, Shaw y Márquez, y que consideramos dominante. Entonces,

pondremos el foco en la categoría “indigenista,” para acercarnos, en principio, a la obra

de Icaza y analizar su Huasipungo.

Jorge Icaza, entre los abusos en la hacienda y el psicoanálisis

Jorge Icaza, “el ecuatoriano que más ha hecho por llevar el problema del indio y

del huasipungo a la conciencia universal,” en el decir de Antonio García (7), nació el 10

de julio de 1906 en Quito. Según su propios testimonio, pasa su infancia entre mujeres,

ya que su padre, José Antonio Icaza Manso, murió cuando tenía seis años y su madre,

Carmen Amelia Coronel Pareja, se enfermó tras la muerte de su segundo hijo; razones

por las que quedó un poco a cargo de su abuela y su tía (citado en Ojeda 107). Su madre

vuelve a casarse, con Alejandro Peñaherrera Oña, quien propició una educación liberal

del joven Jorge, según el comentario de J. Eugenio Garro (206).

Comenzó sus estudios secundarios en el Colegio Jesuita Juan Gabriel, pero los

completó en el Colegio Nacional Mejía, por su espíritu poco afecto a la disciplina de los

jesuitas, según Garro (202). Anthony J. Vetrano cree aunque también pudo haber

contribuido a la decisión la interrupción de sus estudios por un tiempo pasado en la zona

rural al que nos referiremos inmediatamente (25). El propio Icaza lo atribuye a que, por el

tiempo pasado en la zona rural, como estudiante tenía un cierto retraso y no se sentía

cómodo en las clases (citado en Ojeda 108). De todos modos, la relación del joven

estudiante con los jesuitas parece haber sido problemática. Según comenta Sacoto, “those

years spent in the Jesuit school left a sad memory in the writer’s soul” (129). Los años en

323
el campo representan otra experiencia de juventud que resultaría fundamental en el

pensamiento de Icaza. Se trata de un tiempo de estancia obligada en una hacienda de

propiedad de su tío Enrique Coronel, hermano de su madre y latifundista de enorme

poder, donde el futuro escritor presenciaría el trato injusto dado a los indígenas. Como

explica el propio Icaza, en un testimonio recogido por Beatriz Guido:

En mi adolescencia, mi familia, de políticos liberales, tuvo que retirarse, cuando


subieron los conservadores, al latifundio llamado “El Chimborazo,” perteneciente
a un tío nuestro. Allí, como era un niño todavía, los indios me permitieron entrar
en sus chozas, y pude vivir sus dolores, su vida y su miseria. (citado en Sacoto
129)

Icaza ha insistido en la importancia del tiempo en que pudo contemplar el

maltrato a los indígenas de primera mano, situando el período en 1915. En declaraciones

a Vetrano, también destacó: “Recibí muchas impresiones de las injusticias que se

cometían con los indios de parte de mayordomos y administradores. En gran parte son las

que me sirvieron y las que me sirven en mis novelas” (citado en La problemática psico-

social 25). Por otra parte, el escritor ha sugerido una vinculación entre esa observación

del maltrato a los indígenas con las dificultades de la relación entre su made y su tío,

sumando componentes personales en la cuestión. 9 La crítica retoma las palabras Icaza y

apoya su apreciación sobre la importancia que esas experiencias en la hacienda tendrían

para su literatura. Comenta Renán Flores Jaramillo que “su vida en el latifundio lo

marcará a fuego: será siempre fiel a la promesa de dedicarse a paliar, de algún modo—

aunque sea, mediante la denuncia literaria—la condición subhumana en que viven los

indios” (13).

324
En 1924 Icaza comienza estudios de medicina en la Universidad Central de Quito.

Pero debe abandonarlos para trabajar, debido a que la muerte de su madre y luego de su

padre político lo deja sin recursos económicos suficientes, según Garro (206). Flores

Jaramillo aporta otra razón: que Icaza deja los estudios debido a que ya no siente en ese

momento la presión familiar por tener “una profesión liberal” (13). En todo caso, puede

coincidirse con Garro, quien ha visto esa transición, sea producto de las dificultades

económicas o de sus propios deseos, como una instancia que representa para Icaza la

posibilidad de nuevos horizontes. Como comenta este crítico:

Este acontecimiento que cambia de súbito las condiciones del estudiante le abre a
Icaza una puerta y le enseña la calle con esa actitud ruda de la pobreza para
decirle que tiene que elaborar su pan con sus propias manos. Comienza para él un
nuevo aprendizaje más fuerte y despiadado, pero acaso mas fecundo. (206)

El propio Icaza se ha referido al período insistiendo en las dificultades

económicas de una familia que “había sido gente de proporciones” pero ya no lo era.

Dejó a su hermana una porción de tierra y se empleó en la Policía Nacional, primero; y en

la Pagaduría Provincial de Pichincha, después. Sólo dejará ese puesto en 1937, cuando

instale una librería, la Agencia General de Publicaciones (citado en Ojeda 111-112). 10

De todos modos y pese al éxito que alcanzaría su literatura, Icaza siempre deberá

completar sus ingresos como escritor con otras actividades. En esos mismos años se

acerca al teatro. Se inscribe en el Conservatorio Nacional de Música, en cursos de

declamación con un profesor español que se hallaba por entonces en Ecuador, Abelardo

Reboredo. Pronto comienza a avanzar en su carrera: es actor, director y dramaturgo en

una compañía de reciente formación (Flores Jaramillo 13 y 14).

325
Entre sus obras teatrales, se cuentan El intruso (1929); La comedia sin nombre

(1930); Por el viejo y ¿Cuál es? (1931); Como ellas quieren (1932); Flagelo (1936),

(Garro 212). Las obras tempranas se dedican mayoritariamente a analizar aspectos

negativos de la burguesía, poniendo en evidencia el interés de Icaza por ciertas formas de

crítica social; en particular, La comedia sin nombre contrasta el personaje de un

campesino, “que finge ser sordo para enterarse de los grados de maldad de la alta

sociedad,” en el resumen de Flores Jaramillo (21). En la visión de Sacoto, se trata en

todos los casos de obras situadas en un ambiente urbano, que se concentran en describir

distintos aspectos de las clases altas,

The central theme of this theater is the life of the city. It is a direct interpretation
of daily life in the Capital, with two main subjects: elite aristocracy, which is
ridiculed, and the middle class, in all its aspects; from ‘life is a joy, let’s live it up
today, for tomorrow may never come’ to sympathetic scenes of daily struggle in
pursuit of self improvement. (133)

Garro ha vinculado la dramaturgia de Icaza con “el teatro primitivo español” y los

entremeses de Cervantes, señalando que las semejanzas pueden deberse a una simple

convergencia de preocupaciones sociales, aunque puntualizando los paralelos:

Acaso no haya en esto sino una simple coincidencia, pero la sátira social, los
personajes en caricatura y los contrapuntos violentos del diálogo, además del
problema de la ilusión y la verdad, que vemos en El Retablo de las Maravillas, y
ese tremendo cuadro donde el erotismo senil de un viejo choca contra la fuerza
desbordante de la naturaleza y casi deja ver tras el guarmecí protectores rapto de
la lujuria, en El Viejo Celoso, son escenas ásperas y tundentes que acuden a la
memoria a la lectura de las piezas de Icaza. (212)

326
Por otra parte, cierta crítica ha señalado los componentes del psicoanálisis y las

renovaciones formales de obras como Por el viejo y ¿Cuál es? De la primera, cuyo

subtítulo es Retazo de drama vanguardista, ha destacado Ricardo Descalzi:

La clásica estructura del drama burgués pierde sus atributos para dar paso a
nuevas técnicas, a otro concepto, a un moderno sentido teatral que va a remover
profundos problemas humanos, ya no en forma de simple relato dialogado, sino
de acción y parlamentos nacidos de raíces insospechadas, en los postulados
cumplidos del psicoanálisis, rebuscando en las formas de la subconsciencia causas
y efectos sorprendentes. (Citado en Flores Jaramillo 25).

Agustín Cueva coincide con el juicio de Descalzi en cuanto a reconocer las

intenciones renovadoras en ciertas experimentaciones teatrales de Icaza, considerando

que su teatro tiene “inspiraciones pirandellianas y freudianas” (“Literatura y sociedad”

633). El propio Icaza cuenta que, sobre todo la pieza ¿Cuál es?, muestra el impacto de la

lectura de “los 14 tomos de las obras de Freud.” Como comenta, con humor: “yo me

quedé bajo una influencia terrible de Freud. Yo tenía Freud hasta en los bolsillos. Y

escribo esta pieza, ‘Cuál es’ que es un complejo de Edipo ya con nueva tendencia y

nueva técnica teatral” (Citado en Ojeda 114).

Ahora bien, con la atención puesta en cuestiones temáticas, hay críticos que

plantean dudas sobre esta valoración de los aportes renovadores de Icaza. Entre ellos se

cuenta Sacoto, quien subraya que cuando Icaza comienza a abordar los temas sociales,

estos ya habían sido tratados por otros escritores; dado que “works of fictions such as

plays, novels and short stories on behalf of social reform had been written,” mencionando

trabajos como El tigre, de Enrique Aguilera Malta (133). En este sentido, sin dudas es

Flagelo, estrenada en Buenos Aires en 1940, el drama más interesante en cuanto a

327
conjugar los dos aspectos innovadores que exploraría Icaza; es decir, tanto desde la

perspectiva de la renovación formal como desde la perspectiva de la temática social, y

que puede ser considerado indigenista. 11 En el mismo, según Garro ha destacado,

“sorprende la impersonalidad y la forma simbólica de los personajes” (212). Con

elementos del teatro del absurdo, la obra, al comienzo, se desenvuelve al ritmo del

chasquido del látigo, que acompaña una serie de estampas de sometimiento y de

degradación de las poblaciones nativas. En determinado momento, el látigo deja de sonar,

y se presentan las tres fuerzas detrás de la explotación: un sacerdote, un militar y un

representante de la burguesía. Son tres actores centrales que se encuentran en

Huasipungo, escrita un tiempo antes que Flagelo, con la diferencia de que en la novela se

hace énfasis en que el accionar de estos personajes resulta instrumental a una fuerza que

pone en marcha el proceso: el imperialismo. También hay en Flagelo escenas que

recuerdan mucho a la novela, como aquella en que un indio golpea a su pareja; pareciera

que la obra teatral fuera una instancia para volver a reflexionar sobre algunas cuestiones

planteadas inicialmente en la narrativa, de modo similar a como ocurrió con la obra

Colacho hermanos, de Vallejo, como comentamos en el capítulo anterior. En el caso de

Flagelo, se retoma puntualmente la cuestión de la relación entre el grupo social explotado

y los cómplices locales—la Iglesia, los terratenientes y el sector militar. Ahora bien, que

Icaza prescinda en Flagelo de la tematización del imperialismo no significa que dejaría

de tratar esta cuestión, a la que volverá en trabajos posteriores, como en el cuento

“Rumbo al Sur,” sobre la prostitución en Panamá—crecida al abrigo del control

extranjero del Canal—publicado en la colección Seis veces la muerte, de 1953.

328
En síntesis, Flores Jaramillo traza el desarrollo de Icaza como dramaturgo,

marcando tres momentos: “se inició en la clásica comedia costumbrista, incursionó en la

profundización de corte psicoanalítico y desembocó, por fin, en un gran friso indigenista,

valiente y pleno de simbolismo” (31).

Aunque nunca abandona del todo el teatro—en 1946 fundará la compañía Marina

Moncayo, liderada por su esposa actriz, y en 1947 estrenará el ballet El amaño—, Icaza

dedica los años siguientes fundamentalmente a la narrativa. Tanto Ferrándiz Alborz como

Garro incluyen a Icaza en el llamado grupo de escritores de Quito, el “más numeroso y

acaso el más significativo (del Ecuador),” de acuerdo a la opinión de Garro. Entre sus

representantes este crítico nombra a José Alberto Llerena, Gonzalo Bueno, Ignacio Lasso,

Jorge Fernández, Humberto Salvador, Atanasio Viteri, Augusto Sacoto A., y Jorge Reyes

y Reyes (205). En este grupo, varias obras están dedicadas a temas sociales. Como

ejemplo, puede mencionarse Historia de una infancia de Salvador—militante socialista y

“el más prolífico de los novelistas ecuatorianos,” según Ángel F. Rojas—que cuenta las

desdichas de personajes de clase media-baja y sus alternativas de rebelión. La obra abre y

cierra con la promesa: “Los trabajadores de los países crearemos una nueva humanidad”

(202-203). Por su parte, la novela Agua, de Fernández, publicada en 1936, narra las

disputas por los recursos hídricos de un pueblo, de modo tal que no falta en la misma

“ninguno de los elementos que hacen más execrable la servidumbre feudal,” al decir,

nuevamente, de Rojas (203-204). Ahora bien, el propio Icaza se ha referido a su relación

con algunos de estos críticos, con quienes compartió las aulas del colegio Mejía, como de

cierta admiración y distancia, porque le llevaban algunos años y comenzaron en la

329
literatura—y la bohemia—más temprano que él, ya que en esa época Icaza todavía no se

pensaba como escritor: “Yo no podía figurar en ese equipo porque estaba contrario a la

literatura” (citado en Ojeda 110). 12 De todos modos, Icaza acepta de buen grado ser

considerado parte de la “generación del treinta” o, como parece preferir, del “grupo del

año treinta.” Dentro del mismo, distingue, aproximándose a la clasificación que hace la

crítica clásicamente: el grupo de Guayaquil, el de Quito—donde se incluye—y el del

Austro. Y considera que los temas sociales son comunes a los tres grupos (citado en

Gilberto Mantilla Garzón 41). 13

En términos generales, suele considerarse que la primera novela indigenista del

Ecuador es Plata y bronce, de Fernando Chaves, publicada en 1927. Se trata de una obra

que tiene un espíritu reivindicatorio no distante del que revelaría la obra de Icaza, y un

tono crudo también comparable. Sobre la misma, ha comentado Aída Cometta Manzoni

en su clásico trabajo El indio en la novela de América:

En Plata y bronce, su autor nos presenta, en toda su monstruosa desnudez, un


episodio de la vida del indio ecuatoriano, llevado a la literatura, con el realismo de
un discípulo de Zola. El argumento no es más que un pretexto para poner de
manifiesto detalles de la existencia miserable que soporta la masa autóctona y de
las penurias que deben padecer … . (51)

Por otra parte, Jorge Enrique Adoum en su obra sobre La gran literatura

ecuatoriana del 30, ha sostenido que esta obra introduce en la literatura de es país

personajes que tendrían larga vida; los que veremos también en Huasipungo. Aunque la

cita de Adoum, ciertamente, nada dice del imperialismo:

Con la obra de Chávez entran en la literatura esos personajes que iban a repetirse
demasiado, tanto en la realidad como en el relato: el amo, naturalmente blanco,
naturalmente explotador de indios en el trabajo y de indias en la cama o al borde

330
de los caminos; el teniente político, naturalmente nombrado gracias a él o puesto
por él a su servicio y, en cualquier caso, dócil a su voluntad; el cura, naturalmente
valiéndose de su autoridad para engañar al indio en las esferas de su competencia
y en las otras; y el indígena, vengándose del patrón. (29)

Rojas realiza una descripción similar de la tríada opresora en Plata y bronce, y

agrega un elemento más, presente en la obra de Icaza: la escena de violencia de un

indígena a su mujer, que está tanto en Huasipungo y como en Flagelo, como comentamos

(175). 14 Asimismo, la crítica ha señalado la importancia, para la generación del treinta

que integra Icaza, de la publicación de la antología Los que se van. Cuentos del cholo y

del montuvio, en 1930, obra colectiva de tres escritores de Guayaquil: Joaquín Gallegos

Lara, Enrique Gil Gilbert y Demetrio Aguilera Malta, que provocó polémica y dio

visibilidad a esta nueva generación de escritores. El volumen fue recibido con cierto

rechazo, dada la denuncia que hacía sobre la situación de los trabajadores locales. Como

sucedería luego con algunas obras de Icaza—en particular, precisamente, con

Huasipungo—la negativa acogida en el medio nacional contrastó con el interés por la

obra fuera de las fronteras del Ecuador. Como comenta Rojas,

[En Ecuador] De inmediato se tildó a la literatura que hacían los autores del
discutido libro, como el producto de un plan político, que buscaba producir e
escándalo internacional, el desprestigio de nuestro medio atrasado, revelando
imprudentemente detalles vergonzosos de la explotación del hombre campesino y
describiendo a éste como una especie de subhombre movido por la lujuria, los
celos, el alcohol, y a ratos, por el instinto homicida. …
Pero el escándalo con que este libro fué recibido en el medio timorato del
Ecuador, fué admiración y aplauso en la crítica foránea. Al punto se ubicó la obra
primigenia de los jóvenes escritores guayaquileños como el afortunado producto
de un realismo descarnado y rudo, y de una gran sinceridad y honradez literarias.
(181-182)

331
Ahora bien, Cueva, apoyándose en el análisis de Fernando Tinajero, ha sumado

otra obra al listado de trabajos que tuvieron peso en la generación de Icaza; se trata de un

trabajo no ficcional sobre los indígenas del Ecuador: el ensayo El indio ecuatoriano, de

Pío Jaramillo Alvarado, publicado en 1922. Relacionando este ensayo con las

preocupaciones sociales y políticas de esta generación, sostiene Cueva que las obras de

los nuevos escritores no pueden entenderse teniendo en cuenta sólo el sistema literario, el

que, en su juicio, tiene pocos antecedentes para explicar sus características:

El realismo de los años treinta no puede explicarse, pues, en función de una


tradición previa que, como se vio, es magra, casi inexistente, ni por ninguna
‘lógica interna’ más general de las letras nacionales. Como se diría en la jerga de
hoy, esa corriente no se origina cabalmente en la ‘serie discursiva’ llamada
literatura, sino que se constituye en la encrucijada de varias ‘series’, entre las que
se destaca la del nuevo discurso sociológico y, sobre todo, político. (“Literatura y
sociedad” 635)

El primer trabajo narrativo de Icaza es un libro de cuentos, Barro de la sierra.

Publicados en 1933, “[l]os cuentos que encierra este pequeño libro anuncian los temas y

el gran marco social de la novela,” en el decir de Garro (217). Además de piezas que

cuentan la vida de mestizos, “cholos”—personajes que dominarán la narrativa de Icaza

luego de Huasipungo—el libro incluye tres cuentos de clara temática indigenista que

merecen comentarse brevemente. En “Sed,” el lector asiste a los padecimientos de un

pueblo indígena cuando el latifundista desvía un curso de agua para alimentar sus tierras:

“entre las miserias de la esclavitud a que vive sujeto el indio, se levanta la sed como un

espectro de perfiles siniestros,” comenta Garro (217). “Éxodo” relata la historia de una

pareja de campesinos esclavizados por su patrón. Cuando el padre está por morir, le pide

a su hijo que huya de la hacienda, en busca de mejores condiciones de vida. Pero su paso

332
de hacienda en hacienda deviene un auténtico “vía crucis,” en la metáfora de Sacoto,

“which the autor depicts masterfully” (136). Acompañando al personaje en ese

peregrinar, el narrador describe diferentes tipos de abuso; entre ellos, el “enganche” del

peón a través de la deuda, que hemos visto en Los yerbales de Barrett, y al que también

se aludirá en Huasipungo. Ferrándiz Alborz ha apuntado al proceso de degradación que

narra este relato, al decir: “El cuento ‘Éxodo’ no es la marcha o fuga de un pueblo hacia

una ruta de realizaciones históricas, sino la huida del indio de su misma realidad humana”

(18). En tanto, “Cachorros” apunta a cuestiones psicológicas, al narrar la historia de dos

hermanos: el mayor es el producto de la violación de la madre india por un blanco; el

segundo, de sangre sólo indígena, provoca sus celos. La historia concluye con la muerte

del menor, provocada indirectamente por el mestizo, en quien se ha desarrollado un

intrincado proceso en que el complejo de inferioridad se mezcla con el de Edipo, de

acuerdo al análisis, muy comentado, de Eva Giberti. En este cuento, sostiene Flores

Jaramillo: “Se plantea, en escorzo, el tema que se convertirá en leit motiv de la obra

icaciana: el enfrentamiento fratricida entre indios y mestizos” (34).

Una parte de la crítica ecuatoriana recibió este primer libro de cuentos de Icaza

con aprobación, destacando su valor “documental” y de denuncia social, dejando en

evidencia el movimiento de apertura a estos nuevos temas y estilos. Una reseña publicada

en la Revista Campamento en septiembre de 1933 comenta:

Barro de la sierra es un libro amasado de dolor verídico y no de indigenismo


falsificado de vitrina de bar, de velada literaria o de tribuna parlamentaria. Libro
lanzado como una protesta apasionada en un desierto tenebroso de injusticias, de
prejuicios, de esclavitud. (Citado en Sacoto 135).

333
En 1934 Icaza publica Huasipungo. Debido a su éxito casi inmediato, el escritor

comienza a ocupar un lugar de cierto relieve en el mundo intelectual, trascendiendo el

teatral, donde ya era conocido. Organiza el Sindicato de Escritores Artistas del Ecuador,

donde es nombrado secretario general y queda a cargo de las publicaciones (Flores

Jaramillo 14-15). Pronto es nombrado Defensor del indio ecuatoriano, un título

honorario. Vetrano recuerda que “En esa capacidad, él fue invitado por México—

invitación que aceptó—a participar en el Congreso Indigenista que se realizó en ese país

en el año 1940” (La problemática psico-social 38, n. 15). También interviene en la

creación de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. En cierto modo y confirmando su

nombramiento honorario, en tanto que llega a convertirse en el escritor indigenista más

conocido del Ecuador, Icaza acaba transformándose en una suerte de representante de la

cuestión indígena en distintos escenarios internacionales. En 1948 es invitado a

Venezuela, a recorrer el Orinoco con Waldo Frank; en 1949 viaja a Puerto Rico y es

designado agregado cultural de la Embajada de su país en la Argentina, papel en el que

dicta conferencias en varias ciudades de ese país. En 1956 y 1957 participa de encuentros

indigenistas en Bolivia y Perú. En la década del sesenta, es invitado a la República

Popular China, a la Unión Soviética, Checoslovaquia, Italia, Francia, Cuba, Brasil y

nuevamente a México, donde participa en el Segundo Congreso Latinoamericano de

Escritores en 1967. También se afianza en su país, siendo nombrado Director de la

Biblioteca Nacional en 1963; y luego embajador a la Unión Soviética entre 1973 a 1977.

James Earl Norman menciona que Icaza dio conferencias en universidades de México y

Costa Rica en 1940; de Nueva York en 1942; de Bolivia en 1956; de China; de Brasil en

334
1963; y en nada menos que en treinta universidades de los Estados Unidos en 1973

(Flores Jaramillo 15-16; Norman 14).

Puede pensarse que la retórica encendida de Icaza resultaría hasta cierto punto

incompatible con su reconocimiento oficial en el Ecuador. Sin embargo, como vimos, no

fue ése el caso, pese a ciertos roces y dificultades. No sorprende, entonces, que el escritor

haya recibido críticas de algunos de sus contemporáneos, como su colega Gonzalo

Humberto Mata. El autor de las novelas indigenistas Sumag, Allpa, Sanaguin y Sal—

“que integran la gran novela del Ecuador,” en la valoración Ivena Codina (115)—publicó

en 1964 una Memoria para Jorge Icaza, escrita como una carta y plena de imprecaciones

que bordean el insulto. En ella acusa a Icaza de simplemente sacar provecho del interés

por los temas sociales que habían iniciado los escritores del grupo de Guayaquil.

También, denuncia la falta de autenticidad del retrato icaciano de los indígenas

ecuatorianos, y sostiene que el escritor utilizó el tema indígena para su beneficio, sin

haber luchado por mejorar la situación social de aquéllos. El folleto deja en evidencia la

tensa posición de Icaza en el medio intelectual ecuatoriano, a treinta años de la

publicación de Huasipungo. Si por un lado, la crítica tradicional de su país había

considerado esa obra demasiado cruda, demasiado radical, por otra ciertos sectores

reprochaban a su autor el lugar cuasi-oficial que había llegado a alcanzar en la vida

pública de su país:

El éxito del Grupo de Guayaquil te señaló la ruta de la fama. Si ellos habían


especulado en el montubio, tú explotaste al indio, tomándolo nada más que como
a un imbécil extra de tu comparsa, extra al que lo hiciste mover en el tablado que
te prepararía tu sensacional visibilidad ante las candilejas universales.
… Tu voz de ‘Señor huasipungo” pudo alzarse clamando la efectiva redención del
huasipunguero. Dada tu autoridad literaria, celebérrima y conocida en todas

335
partes, mucho habrías conseguido, y mucho habrías ordenado si tú hubieses
sabido emplear tus facultades en pro de la Raza India. Nada hiciste. (7-8)

En un trabajo de 1970, reflexionando sobre algunas de estas críticas, comenta

Ernesto Albán Gómez sobre la situación compleja en que queda Icaza frente a una

generación de escritores posterior a la suya, al haberse visto consagrado por una obra que

fue de denuncia:

El asunto tiene una ironía estremecedora: Icaza entre dos fuegos. Cuando
Huasipungo se editó por primera vez, fue considerado un libro tendencioso,
peligroso, anarquizante. Ahora, su autor es frecuentemente tachado de burgués
reaccionario o punto menos. (37)

Huasipungo: la tierra, el petróleo, los indígenas y los “gringos”

Huasipungo—publicada, como dijimos en 1934, cuando el escritor tiene 28

años—es la primera novela de Icaza y aquella por la que ha sido más conocido.

Inicialmente es recibida con críticas que desatan una polémica en su país, debido a que la

obra “apunta directamente a la descripción de males que hasta entonces trataban de

ocultarse, al menos en la gran literatura” (Flores Jaramillo 41-42). Sin embargo, pronto

llegarían importantes elogios desde afuera: apenas un año después, la obra recibe el

primer premio de Novela Hispanoamericana, que otorgaba la revista América, publicada

en Buenos Aires.

Nuevamente, como con El tungsteno, en general se ha considerado a

Huasipungo—y atribuido su éxito de ventas y su vigencia—a su carácter “documental” y

“de denuncia,” en los términos que elige Adoum (“El indio” 22). Ahora bien, para

explicar la orientación de denuncia de su novela, Icaza relaciona su actitud con la de la

336
nueva generación de escritores que integra, pero ampliando el colectivo de pertenencia

más allá de las fronteras del Ecuador—dejando, además, en evidencia cierta orientación

latinoamericanista de su pensamiento: “Los jóvenes de Sudamérica, éramos

profundamente revolucionarios, profundamente socialistas. Por tanto mi libro tenía que

reflejar esa tendencia” (citado en Shaw, 47).

Por cierto, el Ecuador pasaba por entonces momentos de gran agitación social. La

crítica coincide en señalar como acontecimiento clave, en este sentido, la represión del 15

de noviembre de 1922, en la que, según algunos testimonios, mil quinientas personas

fueron muertas de manera sangrienta, cuando el ejército respondió un amplio movimiento

de protesta en la ciudad de Guayaquil, que había sobrepasado a las fuerzas policiales. 15

Las protestas y la represión pusieron en evidencia las complejas fuerzas que estaban en

juego en el Ecuador, tras una serie de transformaciones que contribuyeron a situar a este

país en la economía internacional. El país se había integrado al mercado internacional en

una posición dependiente, de proveedor de materias primas, en particular en relación con

los Estados Unidos. En el juicio de Cueva, la agitación de 1922,

Es el momento en que se condensan y estallan todas las contradicciones


acumuladas por el desarrollo de un capitalismo a la vez contemporáneo y
primitivo, que si por un lado generó un nuevo modo de producción, modernizando
a su guisa la agricultura (sobre todo del litoral) y en alguna medida las ciudades (o
lo que entonces se entendía por tales), por otro lado afincó las raíces del atraso, al
articular un modelo oligárquico y dependiente de economía, de cultura y de
sociedad. (“Literatura y sociedad” 629)

Las contradicciones a las que se refiere Cueva se derivan de la transformación de

la economía ecuatoriana que se había verificado desde 1870, en que este país reorientó su

producción del consumo interno a la exportación de productos agrícolas, cultivados en la

337
costa: en particular cacao, pero también café y otros. De este modo, la base de poder

tradicional desde los tiempos de la colonia, los latifundistas de la sierra, fue reemplazada

por una clase comercial en la costa, primero económica y luego políticamente. Como

resume Kenneth J. A. Wishnia, “Eloy Alfaro’s ‘Liberal revolution’, the 1895-1896 civil

war, represented the triumph of the mercantile coast over the feudal sierra” (39). Sin

embargo, las crisis posteriores a la Primera Guerra Mundial, en particular la caída de la

bolsa de Nueva York en 1929, deprimieron el precio de las materias primas en el

mercado internacional e introdujeron nuevos motivos de inestabilidad. Tras soportar

importantes caídas a comienzos de la década del veinte, Ecuador padeció especialmente

con el derrumbe de precios que se verificó al final de la década: entre 1928 y 1931, el

valor de las materias primas de exportación cayó nada menos que el 60 por ciento. Estas

debilidades económicas de los nuevos gobiernos liberales que representaban los intereses

de la costa hicieron posible el estallido de una nueva guerra civil en 1932, caracterizada

por Wishnia como “an unsuccessful attempt by the sierran landowners to reclaim power”

(19). En simultáneo, distintos sectores de trabajadores habían comenzado a organizarse

sindicalmente, y habían comenzado a participar de alianzas estratégicas con la clase

media, como explica Cueva: “The joint action of a struggling working class and a

upwardly mobile middle class, within the wider framework of an economic crisis,

unleashed an explosive situation that would end by destroying the fragile liberal-

democratic order” (The Process of Political Domination 12).

En este contexto, los intelectuales ecuatorianos que estaban formándose asistieron

al espectáculo de inestabilidades y luchas de las clases medias y bajas, frente a las cuales

338
no quedaron indiferentes. La represión de 1922 fue especialmente significativa para la

generación de escritores a la que pertenece Icaza. Cueva recoge el testimonio de Alfredo

Pareja sobre el impacto de este acontecimiento:

El pueblo se lanzó a las calles… Y la metralla mató a mil quinientos hombres y


mujeres. Todos los de la generación de 1930 vimos, con los ojos húmedos, esta
matanza. Se dieron pasos para la formación del partido socialista… Entre los
jóvenes, se pensaba en el milagro de la revolución rusa; pocas veces, en la
mexicana. (Citado en “Literatura y sociedad” 635-636)

Numerosos intelectuales se acercaron al Partido Socialista, creado en 1926. Entre

ellos, se contaron Pablo Palacio, José de la Cuadra y Enrique Terán. Y en 1931 se fundó

el Partido Comunista, al que adhirieron Joaquín Gallegos Lara y Enrique Gil Gilbert. Más

allá de afiliaciones formales, Cueva describe un clima en el que los intelectuales

participaban de una visión cercana a los reclamos de izquierda, que habría abierto el

camino a la literatura social: sin la “visión marxista” difundida por entonces, sostiene este

crítico, “sería absolutamente inconcebible el realismo ecuatoriano, incluso en autores que

nunca se adhirieron teórica ni políticamente al marxismo” (“Literatura y sociedad” 636).

Resulta importante aclarar que, en el mismo trabajo, este crítico habla de “literatura

realista” para referirse no a la que meramente exhibe rasgos documentales, sino a la que

tiene “como referente una problemática sociológica” (639). Esta caracterización de

Cueva evoca la de la novela indigenista de Rodríguez-Luis: nótese que Cueva utiliza el

término “sociológica” y no “social”: alude, entonces, a una actitud experta y de estudio

de un sujeto investigado, similar al “rigor científico” de la cita de Rodríguez-Luis. Como

dijimos, volveremos sobre esta cuestión.

339
Entre los escritores sin afiliación partidaria pero con afinidad con el pensamiento

de izquierda, Cueva incluye a Icaza y a Alfredo Pareja. Sobre su relación con el

socialismo y el marxismo, Icaza ha señalado como importantes en su formación los libros

de Barbusse, en particular Infierno y Claridad. De hecho, durante el breve tiempo pasado

en la universidad, Icaza participó junto a Humberto Salvador en la creación de una revista

titulada Claridad, de la que salieron cuatro números “en 1924 o 1925.” En esa revista

publicó dos cuentos, sobre los que dice: “no tuvieron ninguna trascendencia y me olvidé

de ellos” (citado en Ojeda 118). Por otra parte, el escritor ha reflexionado extensamente

acerca del impacto de las ideas marxistas en su obra, en particular en Huasipungo.

También ha vinculado su preocupación por los sectores desposeídos con su formación

cristiana. 16

Ahora bien, a los nuevos problemas generales de la economía ecuatoriana, se

suman los viejos problemas, específicos de las áreas rurales, en relación con la propiedad

de la tierra y la reforma agraria nunca verificada. El Ecuador de comienzos de siglo

estaba marcado por una estructura económica extremadamente desigual, en particular en

la zona de la sierra, donde predominaban las grandes haciendas. Las propiedades de más

de 500 hectáreas constituían el 0,3 por ciento de las explotaciones pero concentraban casi

la mitad de la tierra agrícola; mientras que, en el otro extremo, los minifundios

representaban el 82 por ciento de las explotaciones, aunque ocupaban sólo el 11,4 por

ciento de la tierra. En el análisis de Antonio García, en las provincias centrales de

Cotopaxi, Chimborazo, Pichincha, Tungurahua e Imbaura, se concentraba el 70,8 por

ciento de la población de “huasipungueros, comuneros, partidarios y ayudas,” es decir,

340
indígenas y mestizos que trabajaban tierras en sistemas de latifundio. Se trata,

precisamente, del “principal escenario del tipo de hacienda señorial y de la novelística de

Icaza” (38). En el mismo sentido, Garro se pregunta por el momento en que le surge a

Icaza la preocupación por el tema indígena. Y, entre observaciones sobre el estilo

descuidado de Icaza—aspecto que retomaremos—hace un interesante comentario sobre

que la preocupación por esta cuestión vincula el siglo XX con el pasado colonial, con una

historia que no cambia a pesar de los siglos: la continuidad de la colonia, más allá de la

Independencia, en vastas áreas de América Latina,

¿Cuándo y cómo fueron los años de aprendizaje de Jorge Icaza? … ¿Cómo fue
que la conciencia respondió con el desdoblamiento de un artista que iba a dar a la
literatura hispanoamericana una larga imaginería social modelada en barro, en
diversidad de gestos y esguinces, un poco tosca y con distorsiones de mano
atropellada y febril y que representa por hoy el mejor símbolo de las condiciones
de una gran parte de América? Sin lugar a duda el espectáculo social del Ecuador
que se abrió ante los ojos de Icaza y de los otros escritores de su generación es el
mismo—con detalles adventicios que cambian al pasar del tiempo—de hace
cuatrocientos años. (207)

El escritor se ha referido a la turbulencia que se registró en el Ecuador en la

primera mitad del siglo XX, vinculando la nueva y frágil situación del mismo como país

con una economía casi de monocultivo exportador en torno del cacao, con las

desigualdades que se arrastraban desde tiempos de la colonia en los latifundios. Las

siguientes reflexiones giran en torno al momento de la escritura Huasipungo y revelan

una capacidad de análisis que establece relaciones entre cuestiones de panorama histórico

y observaciones directas—tanto las de su infancia como otras más recientes, realizadas

durante su trabajo como funcionario:

341
… en esa época el Ecuador estaba pasando o estaba pasando por una crisis. Usted
recordará la caída del cacao. Los grandes millonarios, que hasta entonces no
habían sabido qué era la vida pues vivían en Europa dándose el gusto con el
dinero que producía el cacao, tuvieron que regresar los pobres campesinos que
trabajaban en los cacaotales tuvieron que salir a las ciudades y se morían de
hambre en los portales. Puesto que el cacao era el principal producto de
exportación, el país se vino abajo. … Y la influencia del recuerdo de la infancia
marcó una huella, como también mi vida en la oficina pública, porque a mí me
tocó, en esa Pagaduría Provincial que después se llamó oficina de Recaudación,
ser fiscalizador de impuestos. … Y pude entrar a haciendas, al pequeño negocio
para ver cómo se hacían los negocios y así poder cumplir mi misión de
fiscalizador. Esto también me sirvió mucho para darme una orientación emotiva,
como si dijéramos. (Citado en Ojeda 120)

Ahora bien, la trama de Huasipungo no revela una traslación mecánica de estas

realidades al plano de la ficción. La novela cuenta las trasformaciones de una hacienda de

la sierra por el impacto de las inversiones de una empresa norteamericana, interesada

tanto en la explotación de la madera de sus bosques como por el petróleo que podría

guardar el subsuelo. En un contexto en el que la urgencia por avanzar en las inversiones

acentúa la explotación y el maltrato a los indígenas, se destacan dos aspectos que agravan

especialmente la situación: la necesidad de construir una carretera en breve tiempo, que

somete a los trabajadores a condiciones insufribles; y el interés por construir alojamientos

para los empleados de la empresa en tierras ocupadas por los indígenas—los

huasipungos—, que quiebra el pacto tradicional de ellos con los patrones. Este último

despojo desata la rebelión de los nativos, que es reprimida de manera violenta. Pero, al

igual que en cierre de El tungsteno, tras la represión que parece total, se anuncia el futuro

resurgimiento de la rebelión, que será de alcance regional. La novela cierra con el

reclamo de la tierra en lengua indígena:

342
Entre los despojos de la dominación, entre las chozas deshechas, entre el montón
de carne tibia aún, surgió la gran sementera de brazos flacos, como espigas de
cebada, que al dejarse mecer por los vientos helados de los páramos de América,
murmura, poniendo a la burguesía los pelos de punta, con voz ululante de taladro:
—¡Ñuncanchic huasipungo!
—¡Ñuncanchic huasipungo! (Huasipungo 176-177)

En este cuadro general, se destacan ciertos personajes. Del lado de los patrones,

está en primer lugar el latifundista, que se encuentra en una situación económica estrecha,

que en la novela se atribuye a su desidia y que, en el panorama general de la economía

ecuatoriana, puede vincularse con la general declinación de la economía de la sierra.

Tiene, además, el latifundista un conflicto personal, que parece un eco privado—pero

potencialmente, social—de la declinación económica: su hija soltera ha quedado

embarazada tras relacionarse con un mestizo. Para proteger el buen nombre de la familia,

Pereira traslada a todos al latifundio serrano, donde hará pasar a su nieto por su hijo. Por

esta razón, va a necesitarse un ama de leche para el crío, circunstancia que abre las

puertas a una forma de explotación particularmente inhumana de las indígenas: las

elegidas para esa tarea deberán dejar sus casas y hasta de amamantar a sus propios

hijos—razón por la cual muere el bebé de la primera nodriza. Quien induce al latifundista

a incorporarse a los nuevos negocios propuestos por la empresa norteamericana es su tío

Julio, el que tiene gran ascendiente sobre él porque es su acreedor.

El antagonista de Pereira—en realidad, su víctima durante la mayor parte de la

novela—es el indio Andrés Chiliquinga, unido a la Cunshi, sobre quienes se conjugarán

todas las explotaciones posibles. Andrés padecerá el infierno reservado a la clase más

explotada entre los explotados: como trabajador indígena, deberá afrontar las peores

343
tareas en las peores condiciones. Su mujer, a su vez, será elegida como ama de leche,

situación en la que además de descuidar a su hijo deberá padecer la violencia sexual de

Pereira. Padecerán hambre e intoxicación por alimentos, apaleamientos, fusilamientos.

Pero sólo se rebelarán cuando se encuentren ante la alternativa de perder la tierra.

Desde la perspectiva de las transformaciones sociales, económicas y políticas que

estaba pasando el Ecuador, Huasipungo resulta sumamente sugestiva. Por un lado,

describe una situación de decadencia del viejo poder del latifundio andino, representado

por Pereira y su hacienda. El traslado al latifundio serrano—su bastión, el centro de su

poder—es espacial pero también temporal: el viaje resulta asimismo una vuelta al pasado,

a los tiempos en que el poder de la sierra era dominante. No sorprende, entonces, que las

formas inhumanas de explotación de la colonia se repitan en este relato, ambientado a

comienzos del siglo XX: el latifundista apelará a instituciones de ese período, como la

“minga,” o trabajo comunitario, para sacar el mayor provecho de la fuerza de trabajo

indígena. Por otro, la alianza de su tío Julio con la empresa norteamericana representa de

algún modo la reorientación exportadora que se había verificado en el país, y la posición

dependiente en que se había integrado al mercado internacional. Es una posición de

fragilidad, en que las decisiones pasan a quedar en manos de los extranjeros. Por eso, tras

la escena de represión, realizada por las fuerzas de seguridad locales, describe y predice

el narrador: “Sobre la protesta amordazada, la bandera patria, del glorioso batallón,

flamea con ondulaciones de carcajada sarcástica. ¿Y después…? Los señores gringos”

(Huasipungo 176). No sorprende, entonces, el poder que el personaje del tío Julio—un

empresario próspero, que tiene su oficina en la ciudad—llega a alcanzar en la trama, a

344
través de su influencia sobre el hacendado: es una pieza clave en la transmisión hacia el

interior del país de las fuerzas externas, debido a su posición de articulador entre el viejo

y el nuevo poder económico. Así resume Rodríguez-Luis el sentido general de la novela

que, de manera similar a como hemos visto en el análisis de El tungsteno, resulta más la

descripción de un proceso que una pintura de personajes. Este crítico destaca que los

inversores foráneos son norteamericanos:

Huasipungo resulta una verdadera novela política, aquélla que consigue exponer
con mayor claridad y rigor que había sucedido antes, los términos del problema
histórico que enmarca la novela indigenista: Icaza presenta allí la transformación
de la oligarquía latifundista latinoamericana en clase empresarial, lo cual es
siempre en los países latinoamericanos sinónimo de dependencia del capitalismo
extranjero, en particular del norteamericano. (Hermenéutica y praxis 103)

Ferrándiz Alborz resume la trama de Huasipungo de manera parecida, subrayando

el papel del capital extranjero en la trama, aunque sin hacer referencia ni a que la empresa

es norteamericana ni al petróleo como argumento adicional sobre el interés de este actor:

Un fundo cuyo dueño, un latifundista, lo vende a una empresa extranjera para


convertir en industrial el agrarismo del medio, instalando un aserradero de
madera. Para ello es preciso arrojar a los indios de sus huasipungos… . Hay que
despojar a los indios. Ellos son el peso muerto del desenvolvimiento industrial de
la economía. Pero los indios se sienten como parte de su tierra, se funden a ella y
oponen resistencia. Las oligarquías hacen frente común contra la actitud indígena.
La gran trinidad, latifundistas, clero y tenientes políticos operan aliados al lado
del capital invasor y ayudan por la violencia a despojar a los indios. (26-27)

En un sentido similar, aunque sin nombrar a los actores extranjeros y destacando

el fundamental protagonismo a los indígenas, José J. Cisneros sostiene que “Huasipungo

capta la degradación y la explotación en que vive el indio de la región andina así como el

juego de las diversas fuerzas e intereses que condicionan tal situación” (82). Por su parte,

Theodore Alan Sackett hace una lectura ligeramente diferente de las de Rodríguez-Luis y

345
Ferrándiz Alborz acerca de la relación entre los actores locales y los extranjeros. Sostiene

que: “El tema principal de la obra es la explotación inhumana del indio ecuatoriano por la

clase alta” (67). Podemos decir que, coincidiendo con esos críticos, Sackett establece una

vinculación entre los intereses de la clase latifundista de Ecuador con los capitales

norteamericanos; pero, invirtiendo la interpretación de ellos, argumenta que quien

controla la relación son los primeros:

… la presentación caricaturesca de los gringos, hombres tontos que apenas hablan


español y no parecen comprender lo que pasa, indica que el propósito de Icaza no
es señalar para los extranjeros un papel siniestro en la tragedia social ecuatoriana,
sino mostrar cómo están controlados por los intereses latifundistas ecuatorianos.
(74)

Si bien admitimos que la discusión sobre qué actor controla en términos finales la

acción puede ser interesante, no vamos a internarnos largamente en ella. Creemos que en

el caso de El tungsteno no quedan dudas: desde el inicio de la novela, se indica que el

motor de todas las transformaciones es la Mining Society; cuestión que se refuerza en

momentos cruciales de la obra, como hemos analizado. Con respecto a Huasipungo nos

inclinamos por una interpretación similar. Sin embargo, creemos que, desde el punto de

vista del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, la discusión es, hasta

cierto punto, secundaria. Sostenemos esto por dos razones: en primer lugar, porque lo

importante para este discurso es que estén presentes—y activos—ambos actores: el

extranjero y el socio local. En segundo lugar, porque consideramos que en este discurso

los recursos naturales son pensados en términos nacionales—por eso la insistencia en el

paisaje y el grupo local explotado: dos elementos que representan la nación. En este

sentido, la presencia del actor extranjero queda siempre asociada con su indebida codicia

346
por recursos que no le corresponden. No resulta, entonces, tan relevante si la distribución

favorece al extranjero o al socio local; si la iniciativa fue de uno o de otro: estos son

elementos que pasan a segundo plano, ante la pretensión intrínsecamente indebida del

extranjero, que quiere beneficiarse de recursos naturales que no le corresponden,

precisamente, por ser extranjero.

Con respecto a su estructura, la novela está organizada no por capítulos sino por

escenas sucesivas, que tienen una extensión de entre una página y una media docena de

páginas, casi siempre con unidad de lugar. Se trata de una estructura que recuerda—

aunque no es equivalente—a una obra de teatro. 17 Las dos primeras escenas de la novela

son especialmente significativas. Su construcción es precisa y sintética, y deja sentadas

las bases de la trama. En función de la calidad de la novela, ciertamente estas dos

primeras escenas resultan importantes como mostración de la capacidad de Icaza de

presentar las cuestiones fundamentales con economía de recursos.

La primera escena muestra a Alfonso Pereira caminando por la ciudad,

preocupado por dos asuntos: la noticia que acaba de recibir, acerca del embarazo de su

hija soltera; y sus variadas deudas, entre las que destacan las que representan su

conflictiva relación con el nuevo poder político costeño: “su tío, el señor Arzobispo, el

Banco, los impuestos fiscales—deuda odiosa: impuesto predial, impuesto a la renta,

impuesto a la venta de los pocos quesos que saca de Cuchitambo—” (Huasipungo 10).

Pese a esas preocupaciones, la posición social de Pereira no está en duda: el corazón de

su poder permanece intacto. Mientras camina, es saludado de manera ostensible y un

poco servil por gente que lo conoce, como deja de manifiesto la metáfora y posterior

347
aclaración del narrador, en una construcción no del todo feliz: “Las cabezas que se

descorchaban a su paso dejan desbordar sonrisas y reverencias gratas. Espuma del

fermento que su honradez y caballerosidad, para todos los potentados, supieron guardar

en la conciencia de la alta burguesía” (9). Inmediatamente, Pereira se cruza con el

destino, en la forma de “un automóvil de línea aerodinámica” que casi lo atropella.

Moderno, veloz, violento, ese automóvil representa el progreso y la futura alianza

económica con los extranjeros que irrumpe en su vida como una posibilidad no buscada;

una salida a sus problemas que estaba más allá de su imaginación: es el futuro que

interrumpe la incesante repetición del pasado. La solución llega de fuera y lo tendrá a él

como mero instrumento. Es decir, la nueva explotación se monta en la pasada: la

explotación será neocolonial porque sienta sus bases sobre la nunca desarmada situación

colonial. En el automóvil va “El acreedor más terrible, el tío Julio, al cual no se le puede

dar largas porque las desbarata con argumentos made in Julio Pereira” (10). La ironía de

la inclusión del inglés adelanta ya la posición de mediador de este personaje, cuyo poder

deriva de su cercanía con el mayor poder: el económico y tecnológico representado por

los inversores norteamericanos.

Lo que sigue es una clásica escena de conspiración, en que se explican por

adelantado las acciones que, en términos del contra-discurso neocolonial de los recursos

naturales, van a dar lugar a la explotación de ciertas materias primas y al despojo de las

poblaciones locales a lo largo del desarrollo de la narración. Hasta ahora, de los cuatro

elementos característicos de este discurso, en la novela sólo había aparecido uno: el grupo

local aliado con los explotadores extranjeros, representado por el tío Julio y Pereira. En el

348
diálogo que sigue inmediatamente, que tiene lugar en la oficina del tío, aparecerán los

otros tres: el recurso natural—que se despliega en tres, como veremos—, los explotadores

extranjeros, y la población local explotada.

El primer interés de los inversores “gringos” es la madera: Mr. Chapy es “el Jefe

de la explotación de la madera en el Ecuador,” en la breve presentación que hace tío Julio

a Pereira. En la descripción, aparecen especies locales, con nombres indígenas, lo que

acentúa el carácter local del recurso: “arrayán, motilón, canela negra, huilmo, pantza, y

… otras más,” enumera tío Julio. Con una imagen que apunta al carácter inagotable de

los recursos, resume este mismo personaje: “¡Oh! Esa naturaleza es privilegiada. Se

puede perfectamente abastecer a todos los ferrocarriles de la República” (Huasipungo

12). En el diálogo se mencionan luego los otros dos recursos naturales a los que aspira el

inversor: el petróleo y la tierra.

La crítica ha mostrado poco interés por el análisis del diálogo en la obra de

Icaza—lo que resulta sorprendente, dados sus antecedentes teatrales. Pero es,

ciertamente, uno de sus mejores recursos: directo, con brevísimas acotaciones, deja que

los personajes se revelen solos, en sus palabras y sus gestos. En el siguiente pasaje, por

ejemplo, hay dos gestos interesantes. El primero aparece a mitad del diálogo: es muy

significativa la mirada a los costados de Don Alfonso; se trata de un característico gesto

conspirativo. Se habla de dinero: el gesto muestra una prevención que sugiere codicia, así

como cuidado; pero también deja ver que el personaje piensa que lo que está haciendo no

es del todo lo debido. El segundo gesto significativo aparece al final, y reemplaza muy

eficazmente a una respuesta verbal: Pereira se deshace de la responsabilidad de la

349
decisión, al marcar con su silencio que se ha quedado sin argumentos que oponer a los

que presenta su tío. Vemos también en el pasaje que, inicialmente, Pereira está

sorprendido del interés de Mr. Chapy por sus bosques, y que su tío avanza en sus

argumentos; es decir, enumera las razones—todas económicas—del interés por la alianza.

La mirada internacional del socio local, asociada con la mirada imperialista de la

metrópoli, compara el posible petróleo ecuatoriano con el de Bakú. La necesidad de

tecnología y capital es lo que marca la dependencia del Ecuador, su imposibilidad de

explotar por sí solo sus recursos naturales: carece de una clase capitalista y, por lo tanto,

debe recurrir a la obligada alianza con el extranjero. Luego se habla de la carretera y del

necesario despojo de los huasipungos, para construir un tipo de vivienda que se suele

asociar al tiempo libre y el placer: “quintas.” Es decir, se planea despojar los medios de

subsistencia a las poblaciones locales para dar lugar al placer de los explotadores. La

cuestión del desplazamiento de las poblaciones neocolonizadas, que hemos comentado en

la Introducción a partir del trabajo de Said, se plantea, entonces, en el comienzo de

Huasipungo, de manera muy clara. Sobre el final del pasaje, se marca la complicidad y la

debilidad de los explotadores locales. Comienza, entonces, Pereira, y su tío le responde:

—Pero…
—Creo que el gringo ha olido petróleo en esas regiones. ¿Has leído ‘El Día’?
—No.
—Hay una información muy importante acerca de los ricos en petróleo que son
los terrenos de la cordillera oriental, los paragonan con los de Bakú.
Don Alfonso meneó la cabeza como si estuviera al cabo de la calle.
—Todo esto es muy halagador para nosotros, en especial para ti. Mr. Chapy nos
ha ofrecido traer maquinarias que ni tú ni yo podemos traerla. Pero el socio no
quiere dar un paso sin antes estar seguro de las mejoras indispensables que
requiere la hacienda.
—¿Mejoras?

350
—Naturalmente. Un carretero para automóviles, la compra de los bosques de
Filocorrales y Guamaní, limpiar de huasipungos las dos orillas de río, para
construirse quintas cómodas para ellos.
—Pero de un momento a otro hacer todo esto…
—A ti te parece difícil porque has estado acostumbrado a recibir lo que
buenamente te han mandado tus administradores o tus huasicamas.
—Yo…
—Las consecuencias no se han dejado esperar; tu fortuna se va al suelo.
No hallando el pretexto que le librara de la mirada inquietante de aquel buen tío,
se contentó con mover los brazos en forma de hombre perdido, de situación
irremediable. (Huasipungo 12-13)

La conversación sigue y Pereira advierte que los planes van a hacer impacto

directo en los indígenas. Sabe el valor que dan a sus huasipungos; sabe que si los despoja

pueden rebelarse: “A ese pedazo de tierra que se les presta por el trabajo que dan a la

hacienda, lo toman con gran cariño, y levantan su choza, cultivan su sementera, cuidan de

sus cerdos, sus gallinas y cuyes.” Su tío lo insta a “sacrificar sentimentalismos” (13). Se

trata de una frase agorera, que crea tensión, al anticipar los sufrimientos que la novela

relatará: el lector puede prever que no serán, ciertamente, los sentimientos del latifundista

los que se verán sacrificados, sino los medios de vida básicos de los indígenas. Lo

interesante del intercambio es que representa el momento en que se quiebra el pacto

feudal, derivado de la colonia. Si el estado colonial era de explotación, la nueva

explotación neocolonial será peor, porque no respetará los acuerdos ya establecidos. Por

el contrario: se aprovechará de los mismos para engañar a los indígenas. Y es la presencia

de la empresa extranjera la que impulsa este quiebre:

—Es necesario sacrificar sentimentalismos. Crear voluntad de trabajo para poder


vencer todas las dificultades por duras que ellas parezcan. ¿Qué nos importa a
nosotros esos indios? ¡Primero estamos nosotros!

351
Podemos decir que son varios los motivos que impulsan a Pereira a avanzar

contra los indígenas. A su preocupación por el dinero, originada en sus deudas, este

personaje suma sus propios prejuicios y perjuicios para tomar la decisión de quebrar los

viejos acuerdos coloniales: una cuestión clave es el embarazo de su hija soltera por la

relación con un mestizo. Tras abandonar la oficina de su tío, la escena termina cuando

Pereira resuelve hacer pasar al nieto por su hijo, en un monólogo interior que revela su

fastidio y anuncia su crueldad:

La hija quiso sorpresivamente hacerle abuelo y, como él no tenía cara de tal,


resolvió quedarse en padre. Ser padre del hijo de un tal Cumba, cholo por los
cuatro costados. ¡No! Por los tres; porque por el último es indio. ¡Indio! La sangre
le hirvió en los carrillos. (14-15).

En este aspecto, coincidimos con el comentario de Marina Gálvez, cuando

sostiene que el sistema colonial remanente y el nuevo neocolonial son dos sistemas de

explotación que se superponen y se potencian en Huasipungo:

Esta situación del indígena, originada en el sistema de mitas y encomiendas


virreinal, mantenida y aumentada con el sistema hacendístico del criollo, llega a
su máxima gravedad con el advenimiento del capital norteamericano, con los
‘trusts’ y compañías extranjeras, que se instalan como verdaderos monopolios en
los países arrasando todo en aras del ‘progreso’. (186)

La siguiente escena, la segunda de la novela, ha sido bastante trabajada por la

crítica. Es la escena en que se presenta a los indígenas, el grupo social explotado. Narra la

primera parte del viaje de la familia de Pereira hacia la hacienda andina. Los patrones van

en mula; atrás, los “indios hacen cola agobiados bajo el peso de los equipajes.” Los

indígenas son presentados como bestias de carga. Desde el punto de vista del contra-

discurso neocolonial de los recursos naturales, se trata de una caracterización que acerca

352
el grupo local a los recursos naturales explotados; ambos son explotables en los mismos

términos: hasta la extenuación, sin consideración por su humanidad, sus intereses, sus

deseos, sus penurias. La animalización se acentúa a lo largo de la escena. Los indios

primero llevan carga; después, serán montura de sus patrones: “el lodo del páramo donde

se sumen las bestias” hace que las mulas se nieguen a avanzar y deban ser reemplazadas

por los trabajadores. Los indios se preparan para desempeñar el papel de mulas

despojándose de su ropa, pese al frío. Quedan expuestos a los rigores del clima,

precisamente como consecuencia de la explotación a la que son sometidos. Es notable el

detalle con que el narrador describe estos instantes de preparación, en que menciona no

menos de cuatro prendas—“ponchos,” “calzones,” “sombrero,” “cotona”—y acerca de

las cuales describe con detalle de qué manera se las reacomoda: “se sacan,” “se arrollan,”

“se quitan,” “doblan.” Podría pensarse que se trata de un detalle meramente costumbrista,

que entroncaría con la tradición criollista. Pero es más que eso; o mejor, es algo diferente.

En efecto: si, por un lado, la descripción muestra que los indios sí tienen un modo

tradicional de vestir, por otro destaca la suciedad de la ropa y apunta finalmente a mostrar

la situación de vulnerabilidad en que quedan por servir a sus patrones,

Los tres indios, después de limpiarse en el revés de la manga los rostros


escarchados por la neblina del páramo, se preparan para dejarse montar por la
pulcritud de los patrones: se sacan los ponchos, se arrollan los anchos calzones de
liencillo hasta las ingles, se quitan el sombrero de lana, doblan el poncho en
doblez de pañuelo de apache, se dejan morder por el frío que se filtra por los
desgarrones de la cotona pringosa y presentan las espaldas para que la familia
pase de la mula al indio. (16).

Comenta Armando González Pérez: “The inhabitants of the huasipungos make

their appearance as beasts of burden in the scene in which they carry on their backs the

353
landowner’s family through the swamps” (330). En esta segunda escena de la novela, ese

acercamiento se produce primero por la asociación de los indígenas, como colectivo, con

las mulas. Pero la explotación va más allá, dado que los indios deben hacer lo que las

mulas se niegan a hacer: avanzar en el peligroso lodo del páramo. Por su parte, la

animalización de los personajes indígenas se ve en la novela en dos planos, como ha

analizado Deborah C. Foote: “the animalization is perceived through both individual

physical characteristics and colective community interactions (18). Inmediatamente, hay

un incidente que separa a Andrés del colectivo, y lo pone en situación de una mayor

animalización. El incidente condensa varios aspectos importantes en relación con el

contra-discurso neocolonial de los recursos naturales: lo ríspido y agresivo del paisaje; la

desidia de los hacendados y la pujanza de los “gringos”; la disponibilidad de mano de

obra que puede ser explotada; la crueldad de los patrones. La expresión “la energía del

dolor indio” es especialmente eficaz para hablar de la explotación: el dinero surge del

trabajo forzado, del sufrimiento; el progreso se asienta en el dolor y el despojo de un

grupo social. El incidente comienza con un monólogo interior de Pereira sobre la

necesidad de caminos—reconociendo la “razón” que “tienen los gringos al exigir un

camino”— y las oportunidades perdidas que hubo previamente. Así se compara Pereira,

desventajosamente, con otros hacendados más diligentes—es decir, en el contexto de la

novela, más violentos:

En la época del viejo, el único que tuvo narices económicas fué don Gabriel
García Moreno. Gran hombre que supo aprovechar la energía del dolor indio
haciéndole trabajar la carretera a Riobamba a fuerza de fuete que curaba el
soroche del Chimborazo, del fuete que se abría camino entre los barrancos y los
desfiladeros, del fuete progresista, del fuete que levantó la figura del hombre
inmaculado. (Huasipungo 17)

354
Ahora bien, tan importante es el comienzo del incidente como su culminación.

Estos pensamientos hacen dar un salto a Pereira, quien siente un “pinchazo emocional”

por su propia desidia. Todo esto, mientras está montado a espaldas de Andrés, a quien

hace perder estabilidad y que termina hundido “con pies y manos en el lodo.” Pero hay

algo más: para no caer, Pereira aprieta las rodillas, clava las espuelas y se toma “de la

cabellera cerdosa con habilidad de jinete que se aferra al potro.” Es decir, Andrés termina

en cuatro patas, siendo todo su cuerpo tratado como el de una verdadera mula. Para cerrar

el incidente falta todavía que Andrés se levante. Entonces el narrador agrega una

observación que tiene que ver con la crueldad todopoderosa de la naturaleza: queda claro

nuevamente, como vimos en Los yerbales, como vimos en El tungsteno, que el paisaje no

es hostil con todos los personajes de la misma manera. Son solamente los desposeídos de

medios para defenderse o luchar contra el mismo, los que realmente resultan víctimas de

la naturaleza. Si, como dice González Pérez, no sólo los patrones sino también la

naturaleza se ensaña con los indígenas—“They appear victims not only of man, but also

of nature” (330)—esto se debe a la primera victimización, la fundamental, que los deja en

condición de no poder enfrentar la intemperie. Tras la caída de Andrés provocada por el

sobresalto de Pereira, el narrador hace una observación muy semejante a la que hemos

analizado en El tungsteno acerca de cómo el frío afecta a los explotados y no a sus

explotadores:

Se endereza el Andrés chorreando lodo, el frío no le deja sentir el daño que le han
hecho las espuelas en las costillas.
El páramo y el cieno tienen hambre de carne india, la otra va bien abrigada y es
difícil meterle diente. (17)

355
En este mismo sentido, hay otro momento importante en la novela en que vuelve

a mostrarse que el poder de la naturaleza es negativo hacia los indios porque éstos quedan

desprovistos de medios para lidiar con ella. En efecto, así debe entenderse la gran

inundación que arrasa los huasipungos hacia el final de la obra (100-104): la misma no es

un fenómeno sobrenatural—producto del enojo del cura, como creen los indios—pero

tampoco natural. Otra vez, la naturaleza castiga a los indios como resultado de la

explotación. Debido a que no se realizan tempranamente, como es costumbre, los trabajos

de limpieza del cauce del río, éste desborda cuando llega la temporada de lluvia. El

motivo de que se descuide esta tarea es la ambición de Pereira, quien quiere obtener una

cosecha extraordinaria, haciendo trabajar por los indios las laderas de las colinas,

precisamente en el momento del año en que se realizan habitualmente las tareas de

desmalezamiento y despeje del cauce (63-65). El mayordomo advierte al patrón: “Y si se

atora, ca…” El patrón dos veces rechaza de manera calma la sugerencia: primero dice

que esas tareas no son necesarias; después promete que se harán más tarde. Finalmente,

anuncia, entre imprecaciones, que ya no se harán más. Ocurre que, como el mayordomo

insistiera en el punto, y se agregara a la discusión el problema de la próxima expropiación

de los huasipungos a los indígenas—cuestión que no será fácil de resolver—, el patrón

estalla en cólera, dejando de manifiesto su interés especial en la expansión de las áreas

sembradas. Pereira ha decidido que quiere aumentar su beneficio y equipararlo al que van

a obtener los inversores extranjeros; es decir, súbitamente han crecido sus ambiciones, al

impulso del ejemplo ajeno. Vemos otra vez, como en la primera escena de la novela, que

356
la dinámica económica iniciada por la actividad promovida por los nuevos capitales

induce el quiebre de los pactos tradicionales, y la exacerbación de la explotación:

—¡Carajo! ¡Ya está! No vuelves a limpiar más el cauce del río… ¿Me entiendes?
—ordena el terrateniente con voz y gesto que da miedo no obedecerle—. Así
quedan subsanados todos los problemas: los míos, los de los gringos, todos… (65)

En relación con cómo son retratados los personajes, en particular los indígenas,

nuevamente, la crítica se ha referido de manera negativa a la falta de personajes redondos

en Huasipungo. Ya nos hemos detenido sobre este aspecto en el análisis de El tungsteno,

y creemos que no es necesario retomarlo: estamos otra vez frente a personajes

colectivos—los indígenas. Aunque Andrés Chiliquinga se separa del conjunto, en

realidad lo hace representando al conjunto; es decir, sin características peculiares que lo

hagan un individuo. Se aplican aquí, entonces, las observaciones de Cornejo Polar sobre

el carácter colectivo de los protagonistas de las novelas indigenistas. Aunque no vamos a

detenernos en su análisis, algo similar puede decirse de los personajes del latifundista y

sus ayudantes—capataces, el clero, etc. En este sentido, recogemos la caracterización de

los personajes icacianos que hace Cueva, la que apunta al hecho de que los individuos

representen en realidad colectivos, en relación con una determinada visión de la

estructura de la sociedad. Con una valorización exactamente opuesta a la que hacen los

críticos que quisieran ver en la novela de Icaza personajes redondos, sostiene Cueva:

… Icaza posee un amplio conocimiento de la idiosincrasia nacional y de todos los


matices sociales que ella revela; gracias a lo cual logra describir con admirable
precisión la estructura de su país, sin emplear jamás términos que pudieran hacer
pensar en un esquema preconcebido y a lo mejor rígido (como ‘proletario’,
‘burguesía’, ‘clase media’, etc.). Además, tiene una notable capacidad para
seleccionar y subrayar los aspectos esenciales de la sociedad, de modo que se
destaquen nítidamente sus características estructurales, sin necesidad de

357
razonamientos abstractos. Estos méritos, o sea la facilidad para expresar con
vivencias los que sólo parecía poder formularse con conceptos, le permiten
elaborar una literatura de gran valor sociológico … . (Jorge Icaza 56)

Para avanzar en relación con Huasipungo quisiéramos detenernos en otra

cuestión, que diverge notablemente de lo que hemos visto en la novela de Vallejo. La

crítica se ha referido, insistentemente, a la pintura marcadamente negativa que se hace de

los indígenas en la novela de Icaza. En particular, dado que se trata de una obra

indigenista, es decir, de intención reivindicatoria, varios críticos se han mostrado

perplejos por las características especialmente desagradables que se han atribuido a este

grupo. Así por ejemplo, Arturo Torres-Rioseco critica la falta de aspectos positivos o por

lo menos curiosos o pintorescos, en Huasipungo, contraponiendo esta novela a la de Ciro

Alegría:

It is not enough for the novelist to express sympathy or even violent fury at the
suffering and exploitation of the Indian, without at the same time possessing an
equally strong feeling for the positive features, the picturesque folkways and the
ancient traditions and values of American aboriginal life. When it combines these
two trends, the Indianist novel becomes—as in Broad and Alien is the World—
one of highest expressions of the Spanish America novel of the land. (191)

En el mismo sentido puede leerse el comentario de González Pérez: “The reader

is angered by the suffering and revolted by the sordidness of the Indian’s life in

Huasipungo, but is unable to identify with his characters” (334). Este crítico se apoya en

un comentario clave de Jean Franco, quien se ha referido a la imposibilidad que se le

plantea al lector de entrar en una relación empática con los personajes, y a lo paradójico

que resulta esto en una obra que pretende reivindicarlos:

358
Dehumanization, in order to direct the reader’s attention to the situation without
involving sentimental responses, has often been used successfully. But in the case
of Huasipungo, Icaza’s attitude is too ambivalent either to arouse the reader’s
wholehearted sympathy for the characters or to allow him to see the central
situation without emotional involvement with the characters. In other words, Icaza
seems both to be asking us to sympathize with the Indian and at the same time to
be depriving the reader of any desire to sympathize. (The Modern Culture 167)

Para ejemplificar su punto, Franco da como ejemplo una escena en que Andrés,

tras robar una vaca para pagar el funeral de la Cunshi, es salvajemente golpeado. Su hijo

lo acompaña a la choza, donde recibe curaciones con “una extraña mezcla de aguardiente,

orines, tabaco y sal” (Huasipungo 159). Comenta Franco: “This is no longer a victim, but

an exotic creature held up as an example of the oddness of primitive behavior” (The

Modern Culture 167). Cabría agregar que a la distancia que produce el exotismo y el

primitivismo, se suma la que produce el asco; la costumbre no sólo es rara, o inútil: es,

sobre todo, repugnante. Sin abundar en detalles, pueden mencionarse otras escenas que

conjugan intensos sufrimientos con aspectos tan o más repugnantes que los que contiene

la escena comentada por Franco: la curación de Andrés por el curandero local

(Huasipungo 47-49); la enfermedad y muerte de la Cunshi (135-141); o su velatorio

(141-145). Las tres resultan pletóricas de dolor pero también de fluidos corporales,

sustancias en descomposición, olores nauseabundos y costumbres extrañas.

A la cita de Franco han respondido Adoum y Cueva. El primero ha observado que

el exotismo no necesariamente provoca distancia en el lector—aunque tampoco supone

inmediata empatía (“El indio” 23). 18 El segundo ha discutido la cita con palabras de

acento fuerte. Este crítico considera que su comentario es “una gaffé (sic) de antología.”

Y agrega que hay una escena muy similar a la que ella se refiere para justificar su juicio

359
sobre Huasipungo—es decir, “una curación con orines”—nada menos que en The Grapes

of Wrath, de John Steinbeck. Cueva argumenta, entonces, justificando las decisiones

estéticas de Icaza: “…la miseria es siempre fea, repulsiva y ‘exótica’, en los Andes como

en los Estados Unidos; ‘bárbara’ como en los relatos de Icaza, cruel y brutal como en los

de Erskine Caldwell (v. gr. Tobacco Road 1932)” (“Literatura y sociedad” 641-643). Lo

desagradable de las descripciones, entonces, según este análisis de Cueva, tendría que ver

con el sentido documental de la obra. Lo que resulta más interesante de esta observación

es que otros críticos han criticado el degradado retrato de los indígenas que hace Icaza

argumentando exactamente lo contrario: que el escritor no conoce realmente a los

indígenas, que no es “realista” en su retrato. 19

En segundo lugar, Zum Felde golpea en una cuerda cercana aunque no idéntica a

la de Cueva, al decir al comienzo del siguiente pasaje que es precisamente porque los

indios no son retratados de manera favorable que la novela—cuyo afán reivindicatorio,

sostiene, es evidente—termina ganando en verosimilitud. Debe reconocerse que, sobre el

final de la cita, su opinión se acerca demasiado a la de Cueva, pues ya no habla de “dar

realidad convincente” a la obra sino de “la realidad que pinta” la misma. Se trata de un

deslizamiento sumamente significativo en función del carácter documental que puede

atribuirse a la novela—un aspecto sobre el que volveremos:

Uno de los factores que más contribuyen a dar realidad convincente a Huasipungo
es que el autor no presenta a los indios bajo falso aspecto favorable. Al contrario,
el indio que presenta es, en general, un ser degradado hasta la bestialidad; su
vivienda y cuerpo son cosas nauseabundas de mugre, alcohol, hediondez y piojos;
vive entre podredumbre y excrementos; su lenguaje se compone de palabras
torpes y sucias. De ahí que todo el libro esté escrito con malas palabras… Con
ello, Icaza es fiel a la realidad que pinta, y no trata de mejorar literariamente
aquello mismo por cuya redención implícitamente aboga. (La narrativa 226)

360
Otros críticos, sin embargo, atribuyen un sentido diferente a este recurso, a este

“feísmo” de Huasipungo, como lo ha llamado Luis Alberto Sánchez, debido a que esta

obra “chorrea dolorosa inmundicia humana, egoísmo y crueldades increíbles” (248). Por

ejemplo, Norman apela a la empatía que produce la visión de los sufrimientos de los

indígenas, aunque insistiendo en la cuerda realista: “Rather than simply show the

injustices of Ecuadorian society, Icaza has sought to make the reader share the pain and

atrocities which are, in essence, the social reality of the Indian experience” (27-28). En

contraste con la opinión de Jean Franco, para Norman la situación degradada del indio

resultaría un argumento a favor de despertar la compasión por parte del lector.

Volveremos sobre este punto enseguida, al hablar de la recepción general de la obra.

Un tercer abordaje es el que propone Rodríguez-Luis, quien ofrece una

interpretación que en cierto modo funciona a la manera de una síntesis de las anteriores

opiniones. Citando a Lucáks y la posibilidad de que los lectores se identifiquen con “las

penas de los personajes a los cuales admira,” comenta Rodríguez-Luis que “en

Huasipungo esa identificación tiene que atravesar una barrera de horror” (92). Es decir: la

repugnancia, el disgusto, que pueden producir ciertas costumbres o actitudes del indio

serían un desafío al lector, que se encontraría en situación de tener sentimientos

encontrados hacia los personajes. La compasión que produciría su sufrimiento se vería

puesta en suspenso por esos aspectos desagradables de sus costumbres y conducta. Y

puede sumarse otra cuestión, que agrega a lo repugnante, lo reprochable, como en el caso

de la cruel e inmotivada paliza que da Andrés a la Cunshi (Huasipungo 24-25).

361
Encontraríamos, así, un juego de afectos contrapuestos, similar al descripto por Jean

Franco; pero no entendido como una debilidad del estilo de la obra sino como una

fortaleza. Estos sentimientos intensos se potenciarían por el contraste: no se trataría de un

efecto que anula a otro, sino de un fuerte, complejo efecto afectivo que la novela lograría

suscitar en los lectores.

En este punto, es oportuno referirnos a la recepción de Huasipungo en términos

más amplios. Ciertamente, puede decirse que la recepción de esta novela está marcada

por una serie de oposiciones. En primer lugar, como vimos, la obra recibió un premio

tempranamente, y contribuyó casi inmediatamente a la fama de Icaza, cuyo nombre

quedaría para siempre asociado a esta novela, que a lo largo del siglo XX fue

repetidamente reeditada en América Latina. El reconocimiento no fue sólo nacional o

regional: según Jorge Rufinelli, hacia 1959 Huasipungo contaba ya con 16 ediciones en

castellano—algunas de ellas de 50.000 ejemplares (Crítica en marcha 105). Mario

Campaña en 1994 refiere que fue traducida a 16 idiomas (86). En el Preface a la primera

traducción al inglés, realizada por Bernard M. Dulsey en 1963, Icaza enumera algunas de

ellas: “Portuguese, French, German, Italian, Czech, Swedish, Polish, Hungarian, Servo-

Croatian, Russian, etc.” (“Preface” vii). Adoum recuerda que en 1960, en una feria del

libro popular, se vendieron en Lima 15.000 ejemplares en ocho horas (“El indio” 22).

Ahora bien, no obstante ese éxito y la transformación de Icaza en un intelectual

representante por excelencia del indigenismo ecuatoriano, como vimos, la crítica ha

tratado a la obra de manera dispar. Si bien se la considera ineludible en cualquier trabajo

sobre la literatura ecuatoriana o sobre el indigenismo latinoamericano, la novela ha sido

362
objeto de comentarios muy desvalorizadores por una parte importante de la crítica. En

1970, refiriéndose a la circulación internacional que la novela alcanzó, sostiene Albán

Gómez que “nada hay de admirable en que la presencia literaria del Ecuador en el

extranjero esté confiada, desde hace mucho tiempo e inalterablemente, a la discutida,

aunque indiscutible figura de Jorge Icaza y a su Huasipungo, su terrible novela de 1934”

(30). Por su parte, Adoum escribe en 1981, resumiendo casi medio siglo de crítica, que

no se ha logrado llegar a un acuerdo sobre el valor de la obra de Icaza:

… no existe en la historia literaria latinoamericana, y seguramente en la de


ninguna otra literatura, una obra que como Huasipungo haya sido tan exaltada y
abatida, que haya servido de pararrayos de todos los reparos—e incluso de la
cólera—que la crítica ha hecho a la novela indigenista en general y que, sin
embargo, los historiadores y comentaristas no pueden pasar por alto. (“El indio”
22)

Más de una década después, Campaña insiste en la idea de que el debate crítico

sobre Huasipungo no se ha saldado, insistiendo en el importante éxito de la obra entre los

lectores, cuya popularidad compara con una de las más celebradas obras del boom:

La crítica ecuatoriana y latinoamericana aún discute el valor de Huasipungo, la


obra de Jorge Icaza, y los méritos de la literatura indigenista, posiblemente tan
popular en décadas anteriores como lo fue después, en los setenta, especialmente,
la literatura del ‘boom’, con Cien Años de Soledad a la cabeza. (85)

En este punto, es pertinente recordar que Icaza realizó tres versiones de

Huasipungo: la original de 1934; una segunda versión publicada por Losada en 1953;

una tercera de 1960 que es un veinte por ciento más larga que las anteriores, y que es la

que recoge la edición de Aguilar de 1961. Ese trabajo de reescritura puede considerarse

en parte una respuesta a algunas de las críticas recibidas. En efecto, Ross F. Larson, quien

363
ha analizado con detalle esas tres versiones, resume así el sentido de los cambios

incorporados: “Las revisiones revelan un cambio gradual en el concepto que tiene Icaza

sobre el indio de Ecuador y sirven para ilustrar su creciente preocupación por la forma

literaria” (209). Si bien Icaza argumenta que los cambios que hizo a la novela se deben a

“un deseo de darle mayor claridad para el mundo internacional,” no por eso deja de

reconocer que los mismos tienen que ver con “los elementos de la técnica novelística”

(citado en Larson 210). Siguiendo el análisis de las modificaciones sucesivas, puede

observarse que uno de los aspectos que el escritor revé de manera consecuente tiene

como objetivo hacer un retrato más acabado de los personajes indígenas a quienes

humaniza dotándolos de nombres propios, de mayor vida interior, y “suprimiendo los

episodios que representaban conducta bestial,” en la síntesis de Larson (216). Una

reescritura significativa es la ampliación del lamento de Andrés Chiliquinga por la

Cunshi, que gana en lirismo aún conservando la rusticidad lingüística—Icaza no deja de

señalar que el indio es un colonizado cultural, no sólo económico o político.

Este trabajo de reescritura de Icaza sobre su obra más difundida muestra el

impacto que tuvieron sobre el escritor las observaciones de la crítica. Ciertamente, puede

decirse que el “feísmo” de la obra contribuyó a esta complicada recepción. No se trata

meramente de la pintura de sus personajes principales, los indígenas; aunque sea éste,

como vimos, un punto importante. La obra tiene una crudeza en sus descripciones y una

rudeza de estilo que resulta epitomizada por la abundancia de malas palabras que

contiene, y que provocó fuertes reacciones—si bien debe reconocerse que en este aspecto

Icaza no se desdijo, ya que en las sucesivas versiones no eliminó “ninguna de las

364
obscenidades ubicuas” (Larson 218). Retomando la cuestión de la crudeza de estilo de la

versión original de la novela, dice Adoum con una figura digna de la misma obra que

comenta, en relación con el impacto de la novela en la esfera pública ecuatoriana: “En

1934 Huasipungo resonó como un carajazo en una reunión de señoras con sombrero”

(27). También utilizando una metáfora que connota violencia, ha comentado Albán

Gómez resumiendo la intención y el efecto del estilo de la novela:

Huasipungo fue la pedrada en el ventanal del escaparate, acompañada con un


abundante despliegue de malas palabras del diccionario y de aquellas malas señas
que nosotros decimos ‘yucas’, por una singular e inexplicable equivalencia. Y
como no podía ser de otra manera, fue execrada como una aberración del infierno;
es decir que el efecto querido por Icaza llegó certeramente al blanco establecido.
(“El indio” 31)

Los comentarios de Adoum y Albán Gómez se corresponden con las propias

declaraciones de Icaza, quien así describe sus intenciones, y su posición frente a la

literatura dominante en el Ecuador cuando escribe Huasipungo:

Los cuentos del tipo de Barro de la sierra, oh sorpresa, impresionaron al público.


Era la primera vez que habían leído algo tan fuerte. Bueno, yo no puedo
juzgarme, pero creo que esa reacción se debía a dos cosas. Primero … yo tenía
aversión a la cosa literaria y por tanto a los literatos. Me parecían gente fuera de la
realidad, muy señoritos, muy fuera de todo concepto humano y lo mismo los
profesores de literatura. Les tenía no odio pero sí desprecio y lógicamente tenía en
poco el producto de estos señores. … Entonces, al hacer literatura, busqué ir
contra eso. Yo no podía hacer lo que ellos habían hecho. Yo no podía hacer
filigrana literaria. … Entonces, yo debía hacer cosas más directas, echar malas
palabras, si era posible, y las eché. (Citado en Ojeda 118-119)

Ahora bien, la intención de Icaza al usar estos recursos directos era muy clara: se

trata de conmover. ¿A los propios indígenas que retrata, que a duras penas hablan español

365
y son analfabetos? No: a los poderes del estado y a las clases medias, quienes sí podían

leer su novela. Icaza describe a sus lectores ideales:

Y lógicamente, yo compuse mis libros, desde el primero, para ver si la gente


poderosa, incluyendo las fuerzas del estado y las fuerzas morales de este país
reaccionaran y pusieran algún remedio a los grandes problemas sociales y al gran
dolor social que vivió y sigue viviendo nuestra nación. (Citado en Ojeda 119)

Un escritor que denuncia, un lector que se indigna

Que Huasipungo es una obra que pretende—y logra—tener un fuerte efecto

perlocutivo debido, precisamente, a un estilo que resulta excesivo en relación con las

emociones es un aspecto sobre el que la crítica coincide ampliamente. Algunos

comentarios representativos de esta opinión generalizada pueden verse en críticos como

González Pérez, quien se refiere explícitamente a las emociones que la obra suscita en el

lector: “The reader is angered by the suffering and revolved by the sordidness of the

Indian’s life in Huasipungo” (334). Casi en espejo, Jefferson Rea Spell describe del

siguiente modo los sentimientos del propio autor que el lector puede encontrar en el

texto: “the author’s indignation which burns flamingly in every page” (250). Shaw

compara Huasipungo con Aves sin nido de Matto de Turner y se atreve a postular con

cierto detalle qué sentimientos y hacia qué actores quieren suscitar estos dos escritores en

los lectores: “Both writers appear to assume that the more they can show the Indian as

bestialized, the harsher will be the judgement passed by the reader on the landowing

class” (48). Anita Arroyo insiste en la misma línea, presentando nuevamente los efectos

contrastantes de indignación y repugnancia como potenciados: “Dentro de un naturalismo

nauseabundo, que hiere la sensibilidad del lector pero que, a su vez, y, quizás fuera ése el

366
deliberado propósito del autor, lo indigna y llena de cólera santa y le provoca náuseas”

(77). En un sentido similar se manifiesta John S. Brushwood, quien habla del uso de

“repugnant scenes that shock readers into a state of indignation” (110). Sin pretensión de

agotar la lista, finalmente, presentamos las palabras de Sackett, quien, significativamente,

transfiere la observación sobre las cuestiones de estilo al propósito final de la obra,

atribuyendo las características de “exagerado y apasionado” al “mensaje social,” para

referirse al modo como el autor logra imponer una lectura de su texto:

… el mensaje social, exagerado y apasionado, se presenta tan vigorosamente y


pesa tanto, que empequeñece cualquier otra faceta. … . Los lectores, incluso los
críticos más perspicaces, han sido seducidos por la elocuencia e importancia del
mensaje social de esta obra, y por eso han considerado la obra como sociólogos e
ideólogos más que como literatos. (10)

Coincidimos con esta opinión generalizada acerca de que la obra se propone y

logra conmover a sus lectores. Ahora bien, en lo que nos interesa avanzar un paso más

que ellos es en el sentido de esa intención, retomando nuevamente la pregunta que nos

hicimos con El tungsteno. Desde la perspectiva del contra-discurso neocolonial de los

recursos naturales, creemos que nos encontramos, otra vez, ante la construcción de un

enunciador fuerte, marcado por el sentimiento de indignación ante lo que cuenta.

Exactamente como Los yerbales de Barrett, tanto El tungsteno como Huasipungo son

obras marcadas por un “yo” que gana fuerte presencia. Por supuesto, los recursos para dar

un primer plano al “yo” enunciador no pueden ser los mismos en un artículo periodístico

que en una novela. En el primero, la voz del texto coincide con la firma del artículo,

construyendo un enunciador que tiene un referente fuera del texto. Pero en una novela, la

voz del texto—el narrador—no tiene por qué ser el enunciador. Si Barrett podía escribir

367
“yo acuso” en las piezas que publicó en los diarios de Asunción y en el folleto El terror

argentino, ni Vallejo ni Icaza pueden hacerlo, porque están escribiendo ficción. Entonces,

¿de qué manera pueden dejar huellas en el texto de su intención de acusar, de denunciar?

¿Con qué recursos pueden tratar de despertar la indignación de los lectores?

Como novelistas, Vallejo e Icaza tienen posibilidades diferentes a las de Barrett.

Una primera estrategia es pretender que el relato es “realista,” que los sufrimientos que

describen son efectivamente padecidos por personas reales fuera del texto. Volveremos

en breve sobre este punto, que es crucial. Por otro lado, pueden cargar el relato de una

subjetividad tácita que juzga, utilizando fuertes contrastes entre los personajes—digamos,

un cierto maniqueísmo; o cargando las tintas descriptivas, como hemos visto en El

tungsteno. A esto se agrega una tercera estrategia: conmover, es decir, no apelar a la

razón sino a los sentimientos, con escenas crueles, patéticas, repugnantes o, en

poquísimos casos, líricas. Son estas estrategias las que marcan la presencia del “yo”

enunciativo: en Huasipungo, en particular, las malas palabras, los excrementos, los

piojos, la suciedad, los dolores insoportables, los engaños, la violencia insufrible. De otro

modo, ¿por qué insistir en eso, una vez que la desdicha de los indígenas ya es evidente

para el lector? ¿Por qué incomodarlo tanto con escenas que producen su repulsión,

arriesgando perderlo? Creemos que se busca marcar la indignación del “yo” enunciativo:

hay ciertas historias que sólo pueden narrarse en estado de indignación, parecen decirnos

estas obras. Lo que se cuenta es tan excesivo, el maltrato es tan cruel, la distribución de

los bienes tan injusta, la explotación tan flagrante, que de esto sólo se puede hablar con

indignación. “Documento” y “exageración,” entonces, no se oponen, sino que son dos

368
recursos que forman parte de la misma estrategia: expresar indignación e interpelar al

lector para que sienta lo mismo. La pretensión de “realismo,” entonces, es un recurso

subordinado a esta estrategia. Creemos, por lo tanto, que tanto en Huasipungo como en

El tungsteno no nos encontramos frente a una escritura “denotativa,” como decía Rama

de la novela social, según analizamos en el capítulo anterior. Creemos que, en términos

jakobsonianos, se trata de una escritura “expressive,” es decir, orientada a manifestar “a

direct expression of the speaker’s attitude toward what he is speaking about” (354); con

un propósito final “conative,” es decir, orientado al destinatario (355). 20 En este sentido,

la abundancia de malas palabras y las menciones a secreciones corporales puede

considerarse especialmente reveladora. Como ha analizado Steven Pinker, las mismas

están relacionadas tan estrechamente a la afectividad, que “a speaker and writer can use a

taboo word to evoke an emotional response in an audience quite against their wishes”

(333).

En este sentido, hay dos aportes fundamentales de Cornejo Polar en relación con

la literatura indigenista que resultan iluminadores para comprender aspectos importantes

del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, en general. El primero tiene que

ver con la pretensión de “realismo” de estas obras; o, para usar las palabras de este

crítico, con su pretendida “exacerbación de la mímesis,” un recurso que resulta

desmentido por la fuerte mediación del narrador (Escribir en el aire 187-188).

Analizando El mundo es ancho y ajeno de Ciro Alegría, escribe Cornejo Polar:

Hay, por lo tanto, una estrategia doble y ambigua mediante la cual, de una parte,
el narrador pretende ser una instancia transparente por la cual atraviesa la
‘realidad’ para llegar tal cual al lector, pero, por otra, ese mismo narrador no cede
un punto de sus atributos como autor-autoridad y configura una estructura

369
referencial que encierra, como parte de sí misma, una extensa red de
interpretaciones y valoraciones … que si duda no refleja la realidad sino la
posición en última instancia hermenéutica—o si se quiere ideológica—del propio
narrador, tanto más cuando se trata de un narrador fuertemente monológico …
(Escribir en el aire 188)

Debe señalarse que, estilísticamente, hay una diferencia entre la observación de

Cornejo Polar sobre la obra de Ciro Alegría en cuanto a recursos, pero no en cuanto a

estrategia. Como ha señalado Brushwood, en Huasipungo no hay un narrador que juzga.

Sostiene este crítico: “the narrador maintains a safe distance. He does not editorialize or

moralize.” Sin embargo, él mismo destaca también que la intervención de Icaza se ve en

otro aspecto; su observación coincide con la nuestra: “the concentration on repugnant

incidents indicates deliberate choice” (111). Algo similar puede decirse con respecto a El

tungsteno y las escenas de extrema violencia señaladas por la crítica como cruciales en la

estructura de la obra, como vimos en el capítulo anterior: la violación colectiva seguida

de muerte, el reclutamiento forzado que termina con la muerte de uno de los reclutas, y la

sangrienta represión en la plaza. Podemos decir, entonces, que esta fuerte intervención

autorial en las dos obras se correlaciona con una misma, paradójica, pretensión de

“realismo,” similar a la atribuida por Cornejo Polar a la novela de Ciro Alegría. 21 En el

caso de El tungsteno, como dijimos, fue presentada como “reportaje” en el prefacio de

Cenit que acompañó la primera edición; en el de Huasipungo, ya nos referimos a las

declaraciones de Icaza sobre que la novela está basada en sus observaciones directas de la

situación de abuso en que vio a los indígenas ecuatorianos. De hecho, Icaza ha insistido

sobre esto, de manera muy asertiva y más allá de la esfera literaria. 22 Este aspecto guarda

relación con su transformación en referente de la cuestión indígena en la región,

370
desbordando su condición de escritor y acercándose a la de experto. En este sentido, ha

hecho declaraciones muy significativas:

Mi conocimiento del indio es, en realidad, directo, objetivo. Así lo manifesté en el


Primer Congreso Indigenista que se realizó en Pazcuárato, en México, en el año
1941, y al cual asistieron figuras del mundo de la novela, del ensayo y de la
sociología hispanoamericana que habían estudiado el problema desde sus
diferentes especialidades. (Citado en Couffon 56)

En la cita de Icaza destaca de manera notable la aproximación de la literatura a las

ciencias sociales. Se trata de una observación aparentemente contradictoria, en la medida

en que se pretende hacer pasar las obras por “verdaderas” en lugar de “verosímiles”—en

la terminología que también usa en su argumentación Cornejo Polar—; pero luego, en los

propios textos, se observa una fuerte mediación del autor. En este sentido, es irónico que

la crítica dominante haya despreciado este tipo de obras por largo tiempo al tenerlas por

meramente “realistas,” como comentamos en el capítulo anterior: resulta entonces que, en

este aspecto, los críticos, en lugar de concentrar su mirada sobre las operaciones del

texto—dominadas, como acabamos de demostrar, por estrategias expresivas y conativas,

no denotativas—estaban reaccionado dócilmente a una sugerencia del sistema para-

textual.

El segundo aporte que la reflexión sobre el indigenismo de Cornejo Polar nos

acerca para comprender otra característica del contra-discurso neocolonial sobre los

recursos naturales es la cuestión de su “heterogeneidad.” Cornejo Polar caracteriza las

“literaturas homogéneas” como aquellas en que la “movilización de todas las instancias

del proceso literario” se da “dentro de un mismo orden socio-cultural.” De este modo,

“La producción literaria circula entonces dentro de un solo espacio social y cobra un

371
grado muy alto de homogeneidad: es, podría decirse, una sociedad que se habla a sí

misma” (“El indigenismo y las literaturas heterogéneas” 11). Se trata de una

caracterización que puede muy bien aplicarse a la novela realista burguesa, cuyo molde

habría copiado la novela social—nuevamente, según Rama. Sin embargo, por el

contrario, la literatura indígena es heterogénea. Retomando la distinción de Mariátegui

entre literatura indigenista y literatura indígena, Cornejo Polar señala en el mismo trabajo

que hay “una fractura entre el universo indígena y su representación indigenista.” Se trata

de un verdadero quiebre; en palabras de este crítico, “donde las instancias de producción,

realización textual y consumo pertenecen a un universo socio-cultural y el referente a

otro distinto” (17). De algún modo, la literatura indigenista pone en primer plano ese

quiebre, dado que presenta dos mundos que no son meramente diferentes sino que se

contraponen, que se encuentran en lucha:

Esta heterogeneidad gana relieve en el indigenismo en la medida en que ambos


universos no aparecen yuxtapuestos, sino en contienda, y en cuanto al segundo, el
universo indígena, suele mostrarse, precisamente, en función de sus
peculiaridades distintivas. (17)

Esta observación de Cornejo Polar puede ponerse en relación con el carácter

“científico” del indigenismo del que habla Rodríguez-Luis; 23 y con el carácter

“sociológico” de la “literatura realista,” así como con el “valor sociológico” que

encuentra este crítico en la construcción de los personajes de Huasipungo, como vimos

previamente. En todos los casos, se trata de una diferencia radical, intrínseca, entre los

sujetos que escriben y analizan—los escritores—y los que son analizados. En este

sentido, este modo de referirse a la cuestión representa una profundización de la

372
problemática de la heterogeneidad del tipo de literatura considerada—sea ésta

específicamente indigenista o, más generalmente, “realista.”

Por otra parte, creemos que los dos aportes de Cornejo Polar pueden articularse, y

ponerse a su vez en relación con el exceso afectivo que veníamos señalando en

Huasipungo y El tungsteno. Teniendo en cuenta las observaciones de este crítico sobre la

aparente contradicción de un “realismo” que juzga, por un lado; y la heterogeneidad

intrínseca de las obras indigenistas, por el otro, podemos decir que ese plus afectivo tiene

una función adicional: se trata de acortar la distancia, de intentar saldar la brecha entre

esos actores heterogéneos—escritor y lectores, en un extremo; referente indígena en el

otro. Creemos que en estas obras nos encontramos ante un exceso expresivo que deja de

manifiesto la intención de ese “yo” enunciativo de superar la distancia de la

heterogeneidad de lo representado, sin negarla. Los indígenas son diferentes: son

desagradables, son exóticos, son incomprensibles, dice Huasipungo; son idealizadamente

agradables, inexplicablemente generosos, dice El tungsteno. Por eso se necesita un

exceso de afecto—de horror, de indignación, de compasión—para hablar de ellos. Ese

exceso de afecto conmueve al lector porque le permite proyectar, a partir del texto, la

presencia de un enunciador conmovido que salta por sobre la diferencia. Se requiere ese

gesto de desmesura afectiva para saldar la brecha, la distancia que hay entre escritor y

lectores con respecto a los personajes indígenas.

Este intento de acercamiento a partir del exceso afectivo es fundamentalmente

político, vinculado con la actitud reivindicatoria. Ahora bien, este gesto político del

indigenismo admite una lectura en relación con los intereses de las clases medias

373
emergentes, de las que forman parte los escritores. Tanto Cornejo Polar como Rodríguez

Luis reconocen el aporte de Rama en relación con esta cuestión (Escribir en el aire 189;

“El indigenismo como proyecto” 42). En efecto, Rama ha señalado, apoyándose en la

distinción mariateguiana entre literatura “indigenista” e “indígena,” que la primera

representa una cuarta etapa en los usos que se hicieron del “indio” como “pieza maestra

de una reclamación.” Los momentos previos a los que se refiere este crítico son la

literatura “misionera” de los sacerdotes que acompañaron la Conquista; la literatura

“crítica” neoclásica, a cargo de la naciente burguesía mercantil criolla; y la literatura

“romántica,” que los incorporó en función de sus rasgos autóctonos. Como en los casos

anteriores, también en la literatura indigenista las poblaciones nativas no tuvieron voz,

sino que fueron habladas por otros, y formaron parte involuntaria de proyectos ajenos:

… en todos los casos, fuera de la convicción de puesta en el alegato a favor del


indígena, lo que movía principalmente esos discursos eran las propias
reivindicaciones de los distintos sectores sociales que los formulaban, sectores
minoritarios dentro de cada sociedad, pero dueños de una intensa movilidad social
y un bien determinado proyecto de progreso social, que engrosaban sus
reclamaciones propias con las correspondientes a una multitud que carecía de voz
y de capacidad para expresar las suyas propias. (Transculturación narrativa 139)

Estas observaciones sobre las características de las obras indigenistas nos

permiten reflexionar sobre que estos mismos aspectos están presentes, en forma más

general, en el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, del que las novelas

analizadas representan importantes instanciaciones. En efecto, podemos decir que, en

tanto que producido en las ciudades por los sectores medios emergentes educados, éste

resulta intrínsecamente heterogéneo en relación con los grupos sociales explotados sobre

los que habla, se trate de los mensús de la selva misionera, de los soras y yanaconas de la

374
sierra peruana, o de los huasipungueros ecuatorianos. Sectores que no escriben y que, en

gran medida, tampoco pueden leer lo que otros escriben sobre ellos. Que los escritores

que hemos analizado son en gran medida conscientes de esta problemática queda de

manifiesto en sus esfuerzos por “dar la palabra” simbólicamente a estos sectores en sus

obras, como vimos al analizar “Los precursores” de Quiroga y, sobre todo, en El

tungsteno, en el diálogo final dirigido por Servando Huanca. En la novela de Vallejo, el

gesto se completaría incluyendo al grupo representado como lector de la obra: sumando a

los lectores internacionales propuestos por Antonio Merino y Serge Salaün analizados en

el capítulo anterior, un crítico como Beverly ha señalado como “lector implícito” de El

tungsteno a Huanca, el “obrero letrado” (“El tungsteno de Vallejo” 174). Podríamos

decir, también: el indígena-proletario, caracterización que analizaremos seguidamente.

Revisita al indigenismo y una nueva reflexión sobre las ciudades

La introducción de las reflexiones de Cornejo Polar sobre el indigenismo nos

permite retomar un supuesto básico, que hasta ahora no cuestionamos: ¿son El tungsteno

y Huasipungo novelas indigenistas, en la acepción dominante de esta terminología? Entre

los críticos parece haber coincidencia en relación con la segunda. Pero sobre la novela de

Vallejo el consenso no es unánime: si bien una crítica como Iverna Codina, en los

sesenta, presenta a Vallejo como “iniciador de la novela indigenista” peruana (120),

veremos que, ciertamente, son mayoría los críticos que presentan reparos tácitos o

explícitos a esta clasificación. Por esta razón, nuestro análisis va a concentrarse,

fundamentalmente, en el indigenismo de esta obra y de su autor, que nos da espacio para

375
profundizar en la reflexión sobre el lugar de Vallejo en tanto que intelectual a la vez local

e “internacional,” y sobre la relación del indigenismo y el contra-discurso neocolonial de

los recursos naturales.

Kristal se cuenta entre los que tienen dudas sobre el indigenismo de El tungsteno.

Cuando se refiere al lugar destacado del indigenismo en la literatura de la zona andina, no

incluye a Vallejo entre los autores que menciona en su listado:

From the last decade of the nineteenth century until the 1960s, indigenismo was
the dominant narrative genre in the Andean region and counted among its
practitioners such important literary figures as Ciro Alegía and José María
Arguedas in Peru, Jorge Icaza in Ecuador, and Alcides Arguedas in Bolivia. (The
Andes Viewed 2)

Hay otros críticos que evitan mencionar la obra de Vallejo cuando hablan de

indigenismo. Una actitud que puede leerse como un juicio tácito sobre su calidad, su

importancia o, más interesante para nuestra argumentación, la dificultad de inscribir esta

obra fácilmente en esa categoría. Entre ellos se cuentan Fernando Alegría (Nueva historia

221-224); Brushwood (109-129); Philip Swanson (21-23); Marina Gálvez (186-193);

Brotherson (17-22). Es especialmente interesante el juicio del primero en relación con la

periodización de las etapas de la representación de los nativos, porque este crítico

considera que el indigenismo comienza con Huasipungo:

En 1934 apareció en el Ecuador una novela que marca el fin de la tradición


indianista romántica y la culminación de una nueva tendencia indigenista
caracterizada por un lenguaje de brutal realismo, por un propósito de intensa
crítica social y una ideología revolucionaria cercana al marxismo (Nueva historia
221)

En cambio, Shaw en su capítulo “Indigenism, regionalism and the aftermath of

modernism,” incluye tanto Huasipungo como El tungsteno (45-82). En función de la

376
dificultad para clasificar El tungsteno, es revelador constatar que en una obra editada por

Kristal, The Cambridge Companion to the Latin American Novel, Gollnick en su capítulo

sobre “The regional novel and beyond” incluye El tungsteno entre las novelas que

comienzan a apartarse del regionalismo, para avanzar en su concentración sobre una

temática más específica, en la medida en que se enfocan “on the experience of the

working classes.” Así, este crítico aclara que esta obra “followed a shift away from the

established Latin American ideologies of liberalism and conservatism in favor of new

political formulations drawn from nationalism, anti-imperialism, anarchism, and

Marxism” (53). Seguidamente, Gollnick se refiere específicamente a Huasipungo como

novela “indigenista,” estableciendo una diferencia tácita con El tungsteno (55).

Ahora bien, en el mismo tomo, en su capítulo sobre “The Andean novel,”

Márquez incluye a El tungsteno entre el “indigenismo,” aunque destacando—en una línea

similar a la de Gollnick—que Vallejo, al igual que su coterráneo César Falcón, en

realidad tienen en vista más al proletariado que a los indígenas. Complicando un poco

más la cuestión, este crítico agrega, coincidiendo con nuestro análisis, que Vallejo tiene

una visión idealizada de los mismos, observación que evoca la caracterización del

indianismo:

… [Vallejo y Falcón] relegate indians to a secondary position placing them in the


wider spectrum of generalizad class struggle, rather than exploring their racial and
cultural situation. The resulting portrayal on indians thus tends to be merely
external and stereotypical; where Falcón’s indians are portrayal of victims of an
abusive system, Vallejo’s are romanticized images of primitive communalism.
(146)

En contraste, unas páginas después, Márquez considera Huasipungo, de manera

muy asertiva, “one of the paradigmatic indigenista works of all times in Latin American

377
letters” (153). Retomando la actitud escéptica de Gollnick, palabras similares a las que

este crítico usa para caracterizar El tungsteno más como novela proletaria que

indigenista; y que Márquez aplica a Vallejo y Falcón para casi excluirlos del

indigenismo, son las que usa Marina Gálvez, precisamente, para caracterizar el

“indigenismo.” En efecto, esta crítica considera el indigenismo la tendencia que ve a los

indígenas “como equivalente del proletariado y fuente de futura militancia

revolucionaria.” Y, paradójicamente, allí incluye a Icaza y Ciro Alegría, pero no

menciona a Vallejo (186-193). 24

Ahora bien, complicando el panorama, el indigenismo como categoría puede

adoptar en algunos críticos resonancias casi metafísicas, al ser vinculada con situaciones

existenciales que superan las étnicas y sociales. Por ejemplo, Alva V. Cellini analiza dos

obras de Vallejo, El tungsteno y el cuento “Los dos soras,” como textos que dejan de

manifiesto “visiones andinas” (10). De hecho, define muy directamente la primera como

“una novela indigenista,” y sostiene que “la narrativa de Vallejo refleja su propia

experiencia,” utilizando la biografía de Vallejo como garantía de su indigenismo (10-11).

Pero luego diluye estas afirmaciones al caracterizar estas vivencias como comunes a otras

realidades sociales, en tanto que Vallejo participa de las mismas “como persona

marginada,”

… [Vallejo] vivió en varias sociedades y se sintió inseguro al actuar y vivir dentro


de un mundo que era mucho más amplio y superior a su tierra natal. Esto le dejó
amargos recuerdos porque él mismo sabía lo que era adaptarse y ser aceptado
como individuo de una cultura diferente. Su literatura es producto de la diáspora
que vive. (10-11)

378
Hay también críticos que adoptan una posición fuerte en contra del indigenismo,

entendido como autoctonismo, de El tungsteno. Entre ellos se encuentra Rogger

Mercado, quien considera que los elementos que hacen al color local de esta novela son

secundarios, meramente anecdóticos, frente al hecho importante de que se trate de novela

que pone su atención en los oprimidos. De este modo, considera este trabajo de Vallejo

“una novela proletaria”:

Frente a esta realidad carece de importancia el sentido folklórico y nativista que


algunos críticos han pretendido endosar a la obra como basamento fundamental.
Lo esencial y permanente está por sobre esos argumentos, que si bien es cierto le
sirvieron de inspiración al añorar la patria chica en los momentos de su
concepción, no constituyen el fondo de la obra que deviene plenamente en la
temática social. (144)

En resumen, para marcar esta ambigüedad aparentemente irresoluble sobre el

indigenismo de El tungsteno, podemos agregar otros dos juicios finales, que se deciden

por una formulación mixta para definir a la obra. En primer lugar, el de Antonio Merino,

quien coloca la novela en un punto de coincidencia de las dos posiciones más claras que

hemos encontrado en nuestro relevamiento bibliográfico, al definirla como “novela social

que entra en el contexto americano de la narrativa indigenista” (54). En una línea similar,

nada menos que uno de los representantes más valorizados del indigenismo y del

neoindigenismo—entendida esta etapa como una superación estilística de la primera—

como Arguedas habla de El tungsteno como de “la primera novela proletaria indígena del

Perú,” la que “marca un nuevo derrotero para la novela peruana” (“César Vallejo, el más

grande poeta” 12). En términos de legado, Arguedas ha sido explícito al considerar El

tungsteno como una obra fundamental para su propio trabajo: “Lo leí de un tirón, de pie,

en un patio de San Marcos. Afiebradamente, recorrí sus páginas, que eran para mí una

379
revelación. Cuando concluí, tenía ya la decisión firme de escribir sobre la tragedia de mi

tierra” (citado en Víctor Fuentes 405; y en Merino 54, n. 203).

Ciertamente, la cuestión central detrás de la doble adscripción de El tungsteno

como novela indigenista y como proletaria tiene que ver con la construcción del

referente. El proletario es el actor clave del macro-relato marxista de liberación; el

indígena, como vimos, es el sujeto cuya reivindicación busca la novela indigenista. No es

trivial que el programa político de Mariátegui, al que Vallejo estaba tan cercano en el

momento de la escritura de El tungsteno, diera especial consideración a la problemática

sobre las características distintivas del proletariado peruano. Una de las cuales era, según

señalara especialmente Mariátegui, el hecho de que ese proletariado fuera

mayoritariamente indígena. Como explicitó el propio Mariátegui en uno de los artículos

dedicados a la polémica sobre el indigenismo que tuvo con Luis Alberto Sánchez:

Lo que afirmo, por mi cuenta, es que de la confluencia o aleación de


‘indigenismo’ y socialismo, nadie que mire al contenido y a la esencia de las
cosas puede sorprenderse. El socialismo ordena y define las reivindicaciones de
las masas, de la clase trabajadora. Y en el Perú las masas—la clase trabajadora—
son en sus cuatro quintas partes indígenas. Nuestro socialismo no sería, pues,
peruano—ni sería socialista—si no se solidarizase, primeramente, con las
reivindicaciones indígenas. En esa actitud no se esconde nada de oportunismo. Ni
se descubre nada de artificio, si se reflexiona dos minutos en lo que es socialismo.
Esta actitud no es fingida, ni postiza, ni astuta. No es más que socialista. (La
polémica del indigenismo 75)

Cornejo Polar cita esta explicación de Mariátegui, y sostiene que “la firmeza del

planteamiento mariateguiano no se reprodujo ni en la reflexión indigenista ni en la praxis

literaria de este movimiento.” Aunque aclara, inmediatamente: “salvo tal vez en El

tungsteno de César Vallejo” (Literatura y sociedad en el Perú 21). La doble

380
caracterización de esta novela que hace Arguedas, como “proletaria indígena,” que

parece apuntar al corazón de las dificultades de la crítica para situarla definitivamente en

uno u otro sub-género, es el resultado de esta reflexión teórica mariateguiana, que

evidentemente Vallejo compartía. Dado que ambas clasificaciones son temáticas, y que

apuntan fundamentalmente al referente representado en estas novelas, puede verse que la

construcción de un mismo referente, de características dobles (proletario e indígena), de

la reflexión mariateguiana está en la base de la operación que el escritor realiza en El

tungsteno. Si consideramos, siguiendo a Beverly, que este referente está incluido en la

novela también como lector implícito, tendremos una idea más clara de la magnitud del

gesto político de Vallejo.

Ahora bien, a partir de estas observaciones, resulta evidente que la cuestión del

“indigenismo,” tanto de Vallejo como de Icaza, merece un análisis que trascienda la

consideración acerca de si sus novelas pueden clasificarse como indigenistas o no, en el

sentido dominante que venimos comentando.

Cercana a la pregunta sobre el indigenismo de El tungsteno, pero no

superponiéndose enteramente con la misma, es relevante discutir el indigenismo de

Vallejo. Sobre el mismo se pronunció tempranamente el propio Mariátegui, dándolo por

sentado. En un comentario sobre Los heraldos negros, sostiene que el acervo indígena

está presente y perceptible en Vallejo, sobre todo en su lenguaje, y que actúa de manera

inconciente sobre su escritura:

No un americanismo descriptivo y localista. … La palabra quechua, el giro


vernáculo, no se injertan artificiosamente en su lenguaje; son el producto
espontáneo, célula propia, elemento orgánico. Se podría decir que Vallejo no elige
sus vocablos, su autoctonismo no es deliberado. Vallejo no se hunde en la

381
tradición, no se interna en la historia para extraer de su oscuro substratum
perdidas emociones. Su poesía y su lenguaje emanan de su carne y de su ánima.
Su mensaje está en él. El sentimiento indígena obra en su arte quizá sin que él lo
sepa ni lo quiera. (Siete ensayos, 283-286).

Poniendo énfasis en el lenguaje al igual que Mariátegui, Arguedas sostuvo que

“en Vallejo empieza la etapa tremenda en que el hombre del Ande siente el conflicto

entre su mundo interior y el castellano como idioma” (citado en Merino 41). Al recordar

que Vallejo era oriundo de una ciudad del norte del Perú, es decir, de un área “donde no

se habla el quechua,” Ciro Alegría hace una valorización divergente—aunque no

contradictoria—de este encuentro entre lenguas en la obra del escritor, entendiendo este

encuentro como productivo:

[Vallejo] Sí empleaba una apreciable cantidad de lo términos quechuas que allá


han quedado insertos en el español; tal podemos advertir, principalmente, en el
libro Los heraldos negros. La literatura de Vallejo es una formidable mezcla del
español de prosapia clásica que apreciará Bergamín—y también característico del
pueblo norteño de los Andes, digo yo—de los vocablos quechuas que
sobrevivieron en la región más mestizada de la Nación y de una buena suma de
peruanismos donosamente inventados por el pueblo. … El genio creador de
Vallejo es una fragua que refunde el habla popular extraída de cuantiosas vetas
andinas, para otorgarle rango universal. (“El cholo Vallejo” 7)

En cuanto a una articulación institucional de la problemática indígena, es

relevante recordar que en el Perú se crea la Asociación Pro-Indígena en la primera década

del siglo XX, así como van surgiendo movimientos indigenistas que incursionan en el

arte, con obras bilingües como las de Vienrich del Canal; todo lo cual marca el

resurgimiento del interés por el acervo cultural indígena. Sin embargo, de acuerdo con el

análisis de Merino, cuando las discusiones en torno a esta problemática alcanzan su

apogeo, a comienzos de la década de veinte, Vallejo ya se encuentra en París. Este crítico

382
considera que el aporte vallejiano a estas discusiones puede verse en la nouvelle Hacia el

reino de los Sciris, que originalmente no puede publicar. En esa obra, sostiene Merino,

Vallejo “profundiza en una identidad geográfica, física y cultural, que tendrá su

prolongación social e ideológica en nuevos ‘proyectos’ literarios,” haciendo especial

alusión al teatro (39).

Por su parte, al discutir “El indigenismo en Vallejo,” Villanes Cairo hace, en

primer lugar, una clara profesión de fe del indigenismo de El tungsteno—comparable a la

de Codina—al sostener que esta novela es la primera indigenista después, nada menos,

que de la fundadora Aves sin nido: “Clorinda Matto no tendrá seguidores hasta que, casi

30 años después, El Tungsteno de Vallejo, aborde el tema con la inclusión del poder

económico impuesto por capitales extranjeros” (754). Seguidamente, este crítico se

refiere a las discusiones que se llevaron a cabo en el Perú cuando Vallejo ya estaba en

Europa y en las que no participó—en un tono que parece disculparlo de esa ausencia.

Finalmente, Villanes Cairo explicita su propia visión sobre el indigenismo de Vallejo, en

la que intenta superar la visión dominante del indigenismo. Su propuesta acerca

fuertemente las observaciones de Mariátegui sobre Vallejo, con una mirada metafísica

afín a la ya comentada de Cellini, de manera no del todo coherente, a nuestro parecer.

Esta operación parece corresponderse con una búsqueda de una cierta esencia indigenista

en el escritor, arraigada fundamentalmente en circunstancias biográficas; búsqueda que,

en la visión de Villanes Cairo, hace de Vallejo “el portavoz de una estirpe universal”

(760), más allá de su voluntad, de su hacer meditado y deliberado, de sus decisiones

acerca de su escritura:

383
Vallejo vino al mundo con una elección mayor: no habló por el indígena sino
como el indígena; consciente o inconscientemente su literatura lleva el espíritu
aborigen que bebió en el seno materno, bautizó en la prisión y perfeccionó por los
caminos del mundo. Sufrió París, descubrió Rusia y lloró España, con la
solidaridad hermana del indígena, y con su palabra coloquial y simbólica, abrió
una ventana de humanidad al mundo. (755)

En este sentido, Villanes Cairo incurre en una operación ya realizada por Ciro

Alegría cuando presenta a Vallejo como esencialmente, irremediablemente mestizo:

César Vallejo era un mestizo de sangre, en la cual confluían la española y la


indígena en partes iguales, según establecen los biógrafos. Su piel cetrina, del
color del cuero curtido, cubría una faz de facciones indias limadas por el ancestro
hispánico. Y tanto como por su sangre, era mestizo por carácter. Sus amigos
solían llamarle Cholo. … Así iba por la vida el Cholo Vallejo, con su desgarrado
amor por España y su más acendrado amor por el Perú, incluyendo todo lo indio
del Perú, que vivía dramáticamente en él y lo conformaba a la vez dulce y
desoladamente. (“El cholo Vallejo” 7-8)

Más sugestiva resulta la discusión que propone Luis Sáinz de Medrano, en un

artículo publicado en el mismo número de Cuadernos Hispanoamericanos que el trabajo

de Villanes Cairo—y que ciertamente entra en diálogo con el tipo de juicios

representados por el mismo. Sáinz de Medrano parte de una posición de incomodidad, en

la que se interroga sobre la posibilidad misma de hacer la pregunta sobre el indigenismo

de Vallejo, dado que su obra “ha venido siendo situada tradicionalmente como un

producto indigenista, y suena a inoportunidad el simple hecho de verificar si no hay en

esta propuesta algo que roza lo axiomático” (739).

Sáinz de Medrano se dedica, entonces, a revisar tanto diferentes aspectos de la

biografía de Vallejo como los distintos trabajos que constituyen su obra, poniendo a

prueba sobre todos ellos, distintas concepciones de “lo indígena.” Con respecto a lo

384
biográfico, comenta en primer lugar que Vallejo siempre se pensó a sí mismo como

descendiente de indígenas, y que no tuvo reparos en presentarse como tal. Y agrega, en

este sentido, una observación sobre los episodios de dolor agudo del escritor ante las

muertes de su madre y su padre, considerando los mismos como posibles “rasgos

temperamentales” asociados a su origen, en la medida en que cierta crítica ha considerado

“la tristeza como atributo del indio.” Sobre estas facetas biográficas del indigenismo de

Vallejo parece acordar. 25

En relación con la obra vallejiana, Sáinz de Medrano analiza, acepta y descarta

rápidamente la concepción dominante del indigenismo (“el indigenismo ortodoxo, el de

denuncia”), la que considera que se aplica a su “obra no lírica” que es, en su visión, “la

que menos lo representa.” Aquí, por supuesto, se está refiriendo a El tungsteno, el que, en

su visión, sí resultaría una obra “indigenista” en el sentido que vimos. Más interesante es

su observación sobre el lenguaje poético de Vallejo, ya que discute la concepción de que

las rupturas de la lengua en Trilce se deban al impacto del quechua en su habla. A la

misma, responde, haciendo eco de la observación de Ciro Alegría sobre la no presencia

del quechua en el área de la que Vallejo era oriundo:

El problema al que, en ocasiones, se le ha dado un juego demasiado gratuito en


América, existe en otros lugares y para otras gentes, pero no tenía por qué afectar
a un ilustrado hijo de Santiago de Chuco, pueblo situado en un enclave totalmente
castellanizado, donde, al menos en aquella época, nadie hablaba quechua. (745)

Sáinz de Medrano también se refiere a obras como Fabla salvaje, cuyo asunto

resume como la “historia de un indio desequilibrado que termina suicidándose.”

Considera que Fabla no se diferencia de otras obras “criollistas, a despecho de la

adecuada utilización de léxico andino y de digresiones … auspiciadoras de esa tonalidad”

385
(746). De manera todavía más provocativa, se refiere a Hacia el reino de los Sciris como

“un convencional ejercicio de arqueología literaria, producto acaso de la urgencia de

buscar algún provecho material para atender necesidades inmediatas” (748).

Seguidamente, se refiere a la obra teatral La piedra cansada, surgida de Los Sciris, sobre

la que dice que “no añade casi nada a lo que hasta aquí llevamos observado, sin que

dejemos de reconocer su lirismo” (749).

Ahora bien, al reseñar el artículo de Sáinz de Medrano, hemos saltado

deliberadamente su comentario sobre el modernismo de Los heraldos negros, porque es

el que adelanta su conclusión. En efecto, al señalar los “modelos culturales” detrás de

esta obra, observa: “Vallejo, como todo poeta, tuvo, además de la del nacimiento, otra

gran patria por lo menos: la de los libros” (740). Es decir, el comentario de Sáinz de

Medrano apunta a hacernos reflexionar sobre que el escritor no es un producto natural o

espontáneo de un medio, sino un activo buscador de referencias culturales y textuales, un

sujeto en una intrincada red intelectual. De este modo, tras revisar el conjunto de la obra

vallejiana, Sáinz de Medrano concluye que el escritor no puede ni debe ser reducido por

la crítica a una categorización única:

… Vallejo no podía menos que ser indigenista. Lo llevaba en la sangre. Pero por
encima de eso era un peruano con todas las ventanas de su identidad humana y
cultual abiertas. … César Vallejo no fue ajeno a ninguna de las grandes
inquietudes de su tiempo y por eso encasillarle dentro de cualquiera de ellas es
limitarle. Del mismo modo que empieza a resultar ocioso el debate acerca de su
vinculación o no a este o a aquel ‘ismo’, también puede serlo el abrir otro sobre la
trayectoria indigenista de su escritura. (749)

La propuesta de Sáinz de Medrano, entonces, implica tener en cuenta otros datos

biográficos, además de los relacionados con su origen, tales como: la sofisticada

386
educación que recibió Vallejo en la universidad; su participación en por lo menos dos

círculos literarios en el Perú, en Trujillo y en Lima; su intensa y fluida interacción con el

medio cultural europeo, tanto en París, como en Madrid o en Moscú, por citar sólo tres

ciudades importantes de su tiempo en ese continente.

Quisiéramos en este punto, y teniendo presente este reciente aporte de Sáinz de

Medrano, volver a la discusión sobre la visión dominante del indigenismo. En su libro

dedicado a la literatura de temática indígena escrita en el Perú entre 1848 y 1930, The

Andes Viewed from the City, Kristal se opone explícitamente a esta visión del

indigenismo, tanto en su caracterización como en su periodización. Se trata de un trabajo

publicado en 1988 pero que no parece haber sido leído con suficiente atención por la

crítica. Con respecto al surgimiento de la narrativa indigenista sostiene este crítico que,

en realidad, puede trazarse cincuenta años antes de la publicación de Aves sin nido:

… I discovered several unknown or neglected novels and short stories about rural
Indians in the very journals that presented political positions about the Indian. I
found that far from originating the genre, Clorinda Matto de Turner was
continuing a literary practice that arose as early as the 1840s. (The Andes Viewed
xiii)

Sumado al de Sáinz de Medrano, el trabajo de Kristal es importante para nuestra

propuesta, porque este crítico adelanta una definición radicalmente diferente de la novela

indigenista. Es decir, conserva la terminología; pero profundiza, hasta transformarla, la

caracterización. En primer lugar, como vimos, atrasa el comienzo de esta novela nada

menos que cincuenta años. En segundo lugar, pone énfasis en el origen urbano de esta

literatura. En tercer lugar, y en relación con este punto, considera que esta literatura está

orientada a un público de las ciudades, que puede exceder incluso las fronteras

387
nacionales. En cuarto lugar, pone en cuestión su presunto “realismo” al argumentar que la

visión de los indígenas que esta literatura presenta está fundamentalmente marcada por

los discursos públicos, “políticos,” sobre este grupo social. Es decir, sostiene Kristal que

no surge de la observación del natural sino de la lectura de otros textos, haciendo eco

tácito pero agregando una mayor precisión a las observaciones de Cornejo Polar sobre el

pretendido “realismo” del indigenismo, y a su intrínseca heterogeneidad:

Indigenista narrative was not written by the Indians themselves, nor was it
intended for the mostly illiterate Indian population. Rather, it was written to
present the indigenous peoples to a primarily urban reading public which, while
aware of the Indian presence in the rural regions of its nation, ignored Indian
culture and life. Some authors even wrote with a foreign audience in mind.
Creators and critics of Latin American literature alike have almost universally
argued, whether to praise or to denigrate indigenismo, that this literature
attempted to depict the reality of the Indian. The portrayal of the Indian in
Indigenista novels and short stories, however, was mediated by the political
debate concerning the Indian taking place in the urban centers of the Andean
nations. (The Andes viewed 2-3)

La contribución latinoamericana, y el cuestionamiento a la nación

En el marco de la presente discusión, quisiéramos introducir un artículo de

Vallejo muy importante para analizar algunas cuestiones referentes a la elección temática

detrás de El tungsteno, en particular pero no únicamente, el que se refiere a la

caracterización del grupo explotado como indígena. Es revelador encarar la lectura del

mismo desde la perspectiva propuesta por Kristal, que nos permite retomar, asimismo, la

cuestión del “internacionalismo” de Vallejo, que analizamos en el final del capítulo

anterior. Se trata de una pieza publicada en 1927 en la revista limeña Mundial: “Una gran

reunión latino-americana” (Artículos olvidados 175-178). En la misma, se hace patente la

conciencia de Vallejo de estar actuando como mediador entre dos mundos, en una doble

388
función. Por un lado, es un representante de la literatura latinoamericana en Europa;

asumiendo el papel de tal, argumenta en la mayor parte del artículo. Por otro, es el

corresponsal peruano en Europa, que cuenta a sus compatriotas las novedades del viejo

continente, posición que toma ostensiblemente en el último párrafo, en el que lista

apresuradamente una serie de acontecimientos recientes, como condenas a opositores

políticos en Italia y España, o las muertes de Carlota de México y los funerales del

Emperador del Japón. 26 En este artículo, Vallejo tiene en mente, por lo tanto, dos

públicos bien diferenciados.

Además de dramatizar el papel de mediador del escritor afincado en París desde

hace ya cuatro años—y quien elegirá no volver al Perú, como vimos—, este artículo es

muy valioso porque en él Vallejo trata de responder a la pregunta sobre qué puede ser de

interés para Europa—es decir, para el mundo—de la literatura latinoamericana. La

pregunta implícita, nada menos, es cuál es el valor diferencial de la producción cultural

latinoamericana, qué puede proporcionar de propio, de original. Vallejo responde que el

aporte central está dado por las culturas indígenas. No se trata de una observación fácil o

previsible, viniendo de un autor de obras innovadoras, que tuvo el coraje de enfrentar la

crítica de sus contemporáneos precisamente por atreverse a renovar la poética con Los

heraldos, pero sobre todo con Trilce—unánimemente considerada una obra de

vanguardia. Con una obra publicada que se proyectaba hacia el futuro, resulta inevitable

preguntarse cómo es que Vallejo, en 1927, elige señalar el pasado en su busca de lo

latinoamericano más valioso, más representativo.

389
Algunas aclaraciones son necesarias, porque hay detalles interesantes del

contexto: el disparador de su reflexión es una reunión en el Instituto Internacional de

Cooperación Intelectual de la Sociedad de Naciones, realizada en el Palais Royal de

París. En la misma, el presidente del instituto, M. Loucher, plantea a un grupo de

intelectuales latinoamericanos la cuestión “de cómo debía procederse para hacer conocer

en Europa la producción intelectual y artística de la América Latina,” dado que hay

interés en que se hagan públicas “en todos los idiomas, nuestras obras maestras, ramas

recién florecidas de la gran tradición europea,” de acuerdo a la paráfrasis de Vallejo. El

escritor recoge entonces la respuesta de Gabriela Mistral, quien sugiere que sea un

representante español el que se encargue de presidir el comité a cargo de este vasto

proyecto de traducción (Artículos olvidados 176).

Vallejo se divierte, entonces, comentando la propuesta de Loucher y la

intervención de Mistral. Sobre la primera, sostiene terminante: “muy insignificantes cosas

hemos producido bajo la égida cultural de Europa.” Y menciona luego: “Unos pocos

pensamientos de Bolívar y Sarmiento; unos breves paradigmas de estilo de Montalvo y

Ricardo Palma. Nada más.” Frente a eso, la tradición europea ha tenido a “Homero,

Shakespeare, Cervantes, Dostoievski.” No hay, entonces, comparación posible: pensada

como una derivación de la literatura europea, la producción latinoamericana es

insignificante, olvidable: “no vale la pena la versión de nuestras obras,” concluye Vallejo

terminante. A esto se agrega su respuesta a Mistral. El hecho de que los escritores

latinoamericanos necesiten todavía un “tutor”—en referencia a la propuesta de inclusión

del representante español—se debe a que todavía falta en las obras de la región “acento

390
propio, valor original.” En síntesis, argumenta Vallejo: “Gabriela Mistral acaba de

sostener … que el pensamiento novomundial es todavía colonial. De acuerdo.” Y, en el

mismo tono irónico —pero también amargo—, agrega que la producción intelectual de la

región, entre la que cuenta la obra de la propia Mistral, tiene por lo tanto poco interés

para Europa, en la medida en que no se diferencia de la producción española. El escritor

sólo rescata de sus llamas argumentativas a Rubén Darío, “el cósmico” (177).

Y entonces llega su propuesta. Las traducciones que sí vale la pena hacer para dar

a conocer a los europeos la producción latinoamericana son las de las obras

precolombinas. En un sentido integral: todos los saberes de estas culturas son valiosos y

deben ser rescatados y difundidos. Con un notable tono de entusiasmo y convicción,

enumera y celebra:

El folklore de América, en los aztecas como en los incas, posee inesperadas luces
de revelación para la cultura europea. En artes plásticas, en medicina, en
literatura, en ciencias sociales, en lingüística, en ciencias físicas y naturales, se
pueden verter inusitadas sugestiones, del todo distintas al espíritu europeo. En
esas obras autóctonas, sí que tenemos personalidad y soberanía, y, para traducirlas
y hacerlas conocer, no necesitamos de jefes morales ni de patrones. (177)

Las palabras “soberanía,” “jefes,” “patrones” de la segunda parte de la cita dejan

en evidencia otro aspecto importante de la propuesta de Vallejo: que es trabajando sobre

la tradición indígena precolombina sobre la que América Latina puede librarse de la

situación dominada en la que todavía se encuentra. Adelantándose, insinuando ya, la

teoría del “imperialismo cultural” que sería tan destacada entre los intelectuales

latinoamericanos tres décadas después, la propuesta de Vallejo trabaja sobre dos

aspectos: el primero, que la situación de América Latina es todavía cercana a la de la

391
colonización; el segundo, que uno de los elementos fundamentales de esa relación de

sujeción es la cultura. De esto se deduce que de un trabajo sobre la misma puede surgir

una propuesta liberadora, partiendo de la tradición indígena:

Lo otro no es trabajar por el incremento de nuestras posibilidades y realizaciones


efectivas, sino truncarlas y destruirlas. Porque no debemos olvidar que, a lo largo
del proceso hispano-americanizante de nuestro pensamiento, palpita y vive y
corre, de manera intermitente pero indestructible, el hilo de sangre indígena, como
cifra dominante de nuestro porvenir. (177-178)

Hay sobre el cierre de esta discusión—tras la cual llegará el párrafo noticioso que

ya comentamos, el que se aparta de este argumento—una fuerte tensión utópica, que hace

recordar a las palabras acerca de la literatura “indígena” en los 7 ensayos de Mariátegui.

Fundamentalmente, este artículo deja en evidencia una clara conciencia de Vallejo acerca

de la continuidad de la colonización, y una reflexión sobre las formas de actuar contra la

misma en la que la literatura y, en general, todo el trabajo intelectual, resultan cruciales.

No se trata, todavía, de un programa. Vallejo no llega a formularlo; por cierto, no

puede considerarse que lo haga al proponer este masivo proyecto de traducción y difusión

de los textos precolombinos. Pero sí puede decirse que, no sólo señala el problema—

como dijimos, la situación de dominación de la región, que persiste pese a la liberación

formal—sino que apunta hacia una tradición desde la cual podría pensarse en una salida.

Ése es, para nosotros, el indigenismo de Vallejo: la conciencia de un status sometido de

América Latina, y de una tarea de liberación todavía pendiente. Pocos años después,

como vimos, elegirá encarar esa tarea desde el marxismo. Pero aún en su novela

antiimperialista de inspiración marxista El tungsteno, el elemento indígena tendrá un

lugar clave.

392
Con la presencia de los indígenas en su obra, Vallejo muestra, como también lo

hace Icaza, que la situación de explotación imperialista representada por las empresas

norteamericanas es posible por la persistencia de las estructuras coloniales en las

sociedades latinoamericanas. No en vano, el actor desdibujado por antonomasia, tanto en

El tungsteno como en Huasipungo, es el gobierno central: las sociedades que ambas

novelas construyen son sociedades feudales, marcadas por las instituciones de la colonia.

El neocolonialismo, entonces, tiene como condición de posibilidad la persistencia del

colonialismo más allá de las guerras de independencia y la constitución de estados

nominalmente soberanos.

En este sentido, es importante la reflexión de Antonio García sobre el lugar de las

nuevas instituciones nacionales en relación con la explotación de los indígenas en el

Ecuador. En su estudio sobre los aspectos sociológicos de Huasipungo, este crítico

comenta de qué manera esta novela puede ser entendida como la mostración de la

persistencia de las estructuras coloniales más allá de la independencia. Pero también

sugiere una interpretación que resulta todavía más inquietante: que es precisamente la

independencia la que abre la puerta a la violación de los pactos coloniales, al disolver las

instituciones que controlaban estos pactos. García, entonces, sugiere otra explicación a la

violencia explotadora neocolonial: la inadecuada reestructuración institucional de las

nuevas naciones. Las naciones independientes, en lugar de constituir barreras a la

explotación neocolonial de las poblaciones vulnerables, resultarían ser los canales que la

harían posible. Huasipungo habría denunciado esa situación, que no es otra que la de una

nueva dependencia informal, que da lugar a condiciones aún más inequitativas que las

393
pasadas, relacionadas con la dependencia formal; porque, al no ser reconocida como tal,

la nueva dependencia informal no demanda la creación de instituciones que la regulen.

Ésa sería la razón última de los extremos de violencia y explotación que se relatan en la

novela:

Huasipungo fue, estrictamente, la primera revelación ecuatoriana de ese estado de


violencia institucionalizada que ha servido de puntal de apoyo a las haciendas del
colonato: con ella, Icaza no sólo hizo una denuncia de valor universal, sino que
iluminó el universo desconocido de la inmersión campesina y de la conservación
de la estructura colonial por debajo de la fronda republicana. En términos críticos,
podría decirse que el testimonio de Icaza tenía una profundidad insospechada: su
marco ideológico era la hipótesis de que la ‘vida colonial’ no había sido abolida
en las Guerras de Independencia y la constitución formal de una República de
Señores, sin que, por el contrario, había llegado con ellas a su florecimiento y
apogeo. La Independencia había roto los controles de las reales Audiencias y de
las Leyes Protectoras de Indias. (Sociología de la novela 56-57)

Volviendo, entonces, a las críticas a la concepción dominante del indigenismo que

hace Kristal, y poniéndolas en relación con el artículo de Vallejo y las observaciones que

hemos hecho en nuestro análisis tanto de El tungsteno como de Huasipungo, creemos que

la caracterización más profunda y con mayor articulación contextual que propone Kristal

es iluminadora para comprender el sentido de las obras que hemos analizado. Se trata, en

ambos casos, de trabajos pensados desde las ciudades, desde lugares centrales—qué más

central que Europa—, y con respecto a los cuales sus autores se piensan en la función de

mediadores. Son miradas urbanas, sostenidas a partir de las lecturas, las teorías, las

discusiones, las articulaciones institucionales—formales o informales, como puede

pensarse en función de las redes intelectuales de las que participan los escritores—que

sólo son posibles en las ciudades. Y, especialmente en el caso de Vallejo, en ciudades que

son además capitales del mundo. Se trata de ámbitos desde donde la situación de los

394
ambientes rurales latinoamericanos puede percibirse de manera más clara como

condicionada por las sucesivas jerarquías: la dominación neocolonial, el estado nacional,

las autoridades locales, los patrones, las fuerzas de seguridad, los capataces—brazo

armado al servicio de los patrones, que son aliados o directamente se superponen con las

autoridades locales.

El indigenismo de estas novelas, entonces, no es un aspecto que esté meramente

asociado temáticamente a su anti-imperialismo o, específicamente, a su denuncia de la

invasión de las transnacionales en la región, como sugiere el trabajo de Ramos-Harthun

comentado en el capítulo anterior. Estas novelas no son anti-imperialistas—o “de las

transnacionales”—e indigenistas por mera coincidencia de elementos en la realidad

representada. Esta doble clasificación que puede hacerse de estas obras no tiene que ver

con una mera co-presencia de ambos aspectos en el referente externo—hay

transnacionales y hay indios, y entonces, en tanto que novelas “realistas,” tanto El

tungsteno como Huasipungo dan cuenta de esos dos elementos en su representación.

Los indios y la actitud reivindicatoria, elementos fundamentales del indigenismo,

están en estas novelas por otro motivo: para hablar de la persistencia de las características

de una sociedad colonial en los nuevos países, las que hacen posible la situación de

explotación neocolonial. El indigenismo permite a estos autores discutir sobre el

neocolonialismo—y la consecuente debilidad de los nuevos estados nacionales. Los

indígenas son, entonces, algo diferente que un grupo social representado: son un

argumento clave en una sostenida reflexión sobre el imperialismo. Permiten pensar la

continuidad entre ambos sistemas y marcar el carácter ilusorio de los proyectos

395
nacionales posteriores a la independencia. Permiten decir, entonces: la situación de

dominación de las nuevas repúblicas no se diferencia de la situación de las colonias.

Permiten mostrar, asimismo, las avenidas por las que las nuevas fuerzas imperiales se

adentran en el corazón de las nuevas naciones independientes, hasta alcanzar sus rincones

más remotos. Por eso la vinculación de estas obras con la novela regional: porque el

ámbito rural no es meramente lo que se opone a la ciudad, no es meramente la naturaleza,

sino que representa el corazón de las nuevas naciones en la medida en que son sus

territorios más íntimos, más secretos, más aparentemente inaccesibles, más propios. Por

eso su enajenación es un escándalo.

Pues bien, estas novelas dicen que el nuevo imperialismo, que llega desde tan

lejos, que apenas está comenzando en América Latina, puede alcanzar esos puntos

remotos, esos puntos íntimos, gracias a la persistencia de las instituciones coloniales en

esas zonas—y las estructuras social, política y económica de las nuevas naciones. El

imperialismo se monta sobre el colonialismo. Por eso resulta tan eficaz—y tan exagerado.

Las referencias a la violencia tanto en El tungsteno como en Huasipungo son, en primera

medida, las marcas de esa superposición. No sólo el remanente de colonialismo hace

posible el neocolonialismo: además, lo potencia. Lo vuelve implacable, le da un poder

que termina aplastando a los indígenas, convirtiéndolos en menos que bestias. Un poder

que, advierten estas obras, haría posible el inicio de la resistencia; ya que, más allá del

posible acostumbramiento a la situación de dominación a la que han sido sometidos

durante siglos, la violenta, exterminadora nueva situación de explotación—con la que no

396
es posible negociar, como muestran ambas obras—les daría nueva conciencia y razones

para rebelarse.

En este sentido, quisiéramos referirnos a un último punto, volviendo sobre un

aspecto que apenas hemos tocado en nuestra exposición, y que pone de manifiesto de

manera indirecta esta fuerte crítica a los proyectos nacionales en la región: se trata del

tratamiento de la sexualidad en las obras analizadas. Es ciertamente significativa la

magnitud de la violencia sexual sobre la mujer, así como la cantidad y variedad de

perversiones y de obstáculos sociales que hacen imposible, tanto en El tungsteno como en

Huasipungo, la conformación de una pareja amorosa, heterosexual y fértil. Podríamos

decir, sin exagerar, que no hay en estas novelas ni una sola.

En la obra de Vallejo asistimos, como dijimos, a una violación colectiva seguida

de muerte (59-79); se comenta un caso de necrofilia (116); se describen todo tipo de

concubinatos marcados por la explotación de la mujer, entre ellos el de José Marino y la

Rosada, la concubina a la que entrega para ser violada; y el de su hermano con Laura,

cuyos servicios comparten, hasta el caso de no poder decidir quién es responsable de su

embarazo (96-110). Hay incluso una pareja, constituida por un alto empleado de la

Mining Society, Rubio, sobre la que se afirma que la mujer podría haber engañado al

esposo y él consentido el engaño sólo por interés, por “sacar algo” (95).

En Huasipungo en principio hay una pareja amorosa y fértil, la de Andrés y

Cunshi—significativamente, constituida en contra de las propuestas de los patrones (23-

24)—pero que no puede superar la sucesión de explotaciones que se abate sobre ellos,

siendo finalmente desmembrada por la muerte por intoxicación de la mujer. En algún

397
sentido, la novela narra precisamente la imposibilidad de ese vínculo y de la fertilidad de

los indígenas. La pareja debe sufrir la separación forzada cuando Andrés es trasladado a

trabajar en el camino en construcción y la Cunshi convertida en nodriza del hijo de los

patrones, circunstancia en la que su cuerpo es usado sexual y reproductivamente de

manera desviada: no sólo alimenta a un hijo ajeno, sino que es violada por Pereira. Pero

los patrones tampoco constituyen parejas amorosas y fértiles: la hija de Pereira queda

embarazada de un cholo y no puede haber matrimonio entre ellos—que, simbólicamente,

selle una alianza inter-clase e inter-racial. Además, la joven no puede quedarse con el

hijo, que pasa por ser de sus padres. Y la sexualidad de sus padres tampoco resulta

amorosa: tienen una sola hija—que no puede darles verdaderos nietos—, y ya no hay una

relación amorosa en la pareja.

En relación con las características del contra-discurso neocolonial de los recursos

naturales, estas cuestiones podrían analizarse en función de la situación de la explotación

de la mujer de las clases dominadas: así como se explota a la naturaleza, se explota a los

trabajadores hombres como mera fuerza bruta, y se explota a la mujer en tanto que mero

cuerpo. También en relación con aspectos importantes del este discurso, puede

considerarse estas cuestiones dentro del análisis del exceso afectivo que hemos señalado

en estas novelas, como ya hemos hecho en relación con la violación en El tungsteno. Sin

embargo, como muestran los casos señalados en ambas novelas, no se trata sólo de

violencia sexual de una clase sobre otra, sino de una situación más general, que atraviesa

todas las clases. En este punto, es pertinente recordar que tanto Icaza como Vallejo

conocen la obra de Freud: ya comentamos que el ecuatoriano dijo haber leído su obra

398
completa; y específicamente el narrador de El tungsteno se interroga sobre la posibilidad

de un “complejo freudiano” en relación con el caso de necrofilia (117).

En este sentido, quisiéramos vincular nuestras observaciones con la propuesta de

Doris Sommer. En Foundational Fictions, esta crítica ha señalado la relación entre la

literatura de “romance” del siglo XIX—así como en ciertas novelas de la tierra, como

Doña Bárbara—y los proyectos nacionales en América Latina; siendo en su visión la

literatura un espacio de representación de un tipo de alianza que intenta superar los

conflictos entre los antagonismos desatados entre distintos grupos sociales por las guerras

de independencia:

[My own suggestion] … is to locate an erotics of politics, to show how a variety


of novel national ideals are all ostensibly grounded in ‘natural’ heterosexual love
and in the marriages that provided a figure for apparently non violent
consolidation during internecine conflicts at midcentury. Romantic passion, on
my own reading, gave a rhetoric for the hegemonic projects in Gramsci’s sense of
conquering the antagonist through mutual interest, or ‘love’, rather than through
coercion. (6)

Creemos que la propuesta de Sommer es particularmente iluminadora para

comprender el carácter anti-hegemónico de El tungsteno y Huasipungo, en consonancia

con el carácter anti-hegemónico del discurso que estamos examinando: como hemos

visto, estas obras están preocupadas por la nación y presentan situaciones que ponen en

cuestión la posibilidad de su consolidación y su autonomía en la medida en que muestran

grupos locales explotados y poderes extranjeros que prevalecen, con la anuencia de

cómplices locales. En este sentido, creemos que la cuestión de la problemática sexual en

estas novelas profundiza y refuerza el carácter anti-hegemónico de las mismas. La

ausencia de “romance,” de parejas heterosexuales fértiles, implica que en las mismas se

399
postula la imposibilidad de acuerdos nacionales, la imposibilidad de la integración: la

esterilidad de las parejas de estas obras es una de las marcas más claras de su denuncia de

la fragilidad de los proyectos nacionales dominantes.

Notas
1
Sánchez cita la tesis de Cometta Manzoni, El indio en la poesía de la América Española, publicada en
Buenos Aires en 1939; y la de Meléndez, La novela indianista en Hispanoamérica, publicada en Madrid en
1934.
2
Cornejo Polar hace una crítica indirecta de esta noción mariateguiana. En primer lugar, analiza el alcance
del término “mestizo” utilizado por Mariátegui para caracterizar la literatura indigenista, para luego sugerir
que ya existe una literatura indígena; que la misma es oral y está formulada en las lenguas nativas: “Sin
duda el término ‘mestizo’ no tiene aquí una acepción puramente biológica o racial, ni tampoco cabe
interpretarlo en relación exclusiva con la figura del autor; alude, más bien, a toda una compleja red de
cuestiones socio-culturales, principalmente a hecho de que este proceso de producción obedece a normas
occidentalizadas … . Para señalar lo más evidente: el modo de producción indigenista no se concibe al
margen de la escritura en español, mientras la oralidad quechua o aymara sería el modo más propio de la
producción indígena” (“El indigenismo y las literaturas heterogéneas” 18). Avanzando en esta reflexión,
explicitando y extremando la crítica de Cornejo Polar, Paoli sostiene la absoluta imposibilidad de una tal
literatura indígena en los términos en los que la propone Mariátegui; esta autor incluso destaca la propia
actitud de duda de este Mariátegui al presentar esta, su categoría favorita: “No resulta evidente lo que
entiende Mariátegui por literatura indígena del porvenir. Será por supuesto algo distinto de las literaturas
orales en quechua y en aymara que ya existen. Pero una literatura indígena distinta de las ya existentes es
inconcebible. Si el indio está en grado de producir literatura escrita, ya no es socioculturalmente indio, y,
aunque sigue siendo bilingüe, elegirá el español como medio de comunicación de preferencia. Una
literatura que nos dé ‘una versión rigurosamente verista del indio’, ‘capaz de darnos su propia ánima’ …
será siempre una literatura indigenista en español, escrita por mestizos … , producida según el modo
occidental de producción literaria: no será por tanto una literatura indígena, pues esa literatura indígena no
puede ser más que en quechua, y con todos los caracteres de la producción indígena tradicional: oralidad,
anonimia, conciencia mítica y no histórica (…). ‘Una literatura indígena … vendrá a su tiempo’ afirma
Mariátegui, pero agrega también una fórmula dubitativa: ‘si debe venir’. La duda atenúa el error de una
profecía que no podía cumplirse (ni podrá cumplirse)” (“Sobre el concepto de heterogeneidad” 260-261).
3
En cuanto al valor contrastivo de la categoría “indígena” en Mariátegui y la importancia de su
introducción en función de una discusión más precisa sobre estas cuestiones, es valioso recoger la siguiente
observación de Cornejo Polar sobre la confusión de ciertos escritores indigenistas: “El magisterio de
Mariátegui fue decisivo para la producción indigenista. Cierto es que con frecuencia prescindieron estos
escritores del distingo entre indígena e indigenista, imaginándose a sí mismos como partícipes más o menos
directos de la problemática indígena y reivindicando para sus obras la condición de visiones ‘desde dentro’
del universo quechua …” (La formación de la tradición literaria 137-138)
4
Cornejo Polar es muy explícito en su reconocimiento a los aportes del indigenismo en su libro La
formación de la tradición literaria en el Perú. El primero tiene que ver con hacer posible una manera

400
distinta de hablar sobre las poblaciones nativas, reconociendo su situación de explotación y los valores de
su cultura: “Inicialmente, la batalla del indigenismo se dio en el plano del referente. A la reconstrucción
verbal de la colonia o del estrato criollo de la república, opuso un sistema de imágenes de la realidad
indígena (o genéricamente andina) cuyo sentido estaba casi siempre relacionado con la denuncia de una
situación social atrozmente injusta. En algunos casos esta indignada representación del mundo nativo
implicó no sólo el repudio y la recusación de los culpables de la miseria y explotación de los indios, sino,
también, la reivindicación de los valores humanos, culturales y sociales de un pueblo que podía plasmar,
inclusive desde su derrota, una constelación axiológica superior a la de los grupos dominantes” (139). A
este logro, que atribuye al indigenismo en su conjunto, añade otro, menos extendido, el que fue alcanzado
por “el mejor indigenismo”: “Pero si el indigenismo modificó la conciencia del país sobre el indio y sobre
la sociedad nacional en su conjunto, en lo que toca a la tradición literaria tuvo su mejor y más perdurable
éxito al incorporar a su textualidad concreta un diálogo con contenidos de conciencia y formas artísticas de
raíz indígena” (140. Entre los autores que menciona en este punto, se cuentan Ciro Alegría, por su trabajo
con “la cuentística popular”; la obra El pez de oro de Gamaliel Churata; y “la espléndida y hasta ahora
inigualada creación de José María Arguedas” (140-141).
5
Con respecto al “neoindigenismo,” Cornejo Polar cita la tesis doctoral de Tomás G. Escajadillo, La
narrativa indigenista: un planteamiento y ocho incisiones, defendida en 1981 en La Universidad de San
Marcos, Lima. Considera este trabajo “el más completo” (La formación de la tradición 142, n. 99).
6
Hay otras caracterizaciones del “neoindigenismo.” Por ejemplo, Juan Loveluck coincide con Márquez en
la datación de su comienzo, pero habla de “un neoindigenismo de acento poético y universalista, como el
de José María Arguedas en su máxima creación en torno al indio olvidado tras una maraña de abusos y
depredaciones: Los ríos profundos” (“Notas sobre la novela” 224). Por otra parte, Swanson considera que
el “Neo-Indigenism or neoindigenismo… attempted to recreate the indigenous experience from the inside,
that is to show reality through the filter of the indigenous population’s perception of it.” Este autor
explícitamente vincula el neoindigenismo con el realismo mágico: “An integral feature of what is now
called Magical Realism is the indigenous population’s view of life, based on myth and legend” (Latin
American Fiction 51).
7
Márquez cita a Cornejo Polar en relación con esta caracterización del “neodindigenismo,” pero su
referencia está equivocada y no hemos podido rastrearla (144-5 y 160).
8
Márquez cita el libro de Gutiérrez, Los Andes en la novela peruana actual. Lima: Editorial San Marcos,
1999.
9
Puede agregarse, para marcar el punto sobre la relación entre los aspectos sociales y los personales en el
rechazo del sistema del latifundio, el siguiente pasaje, en el que Icaza hace mención a una pelea de su
madre con su tío, que hace que la familia abandone la hacienda donde había ido a refugiarse: “Ese
conocimiento directo se inicia en mí a la edad de seis a siete años cuando, por razones políticas … tuvo mi
familia que confinarse en una hacienda de un tío mío, don Enrique Coronel. En el escritorio de este buen
señor había un mapa que abarcaba las fronteras de tres provincias del Ecuador, que era en realidad el
latifundio de Enrique. Entonces, quizás por mi corta edad, los indios me permitieron ver su vida, me
permitieron la confianza de su tugurio, y aun la imprudencia de sus opiniones y de sus reclamos… Para
tener una idea de cuánto pesa la propiedad latifundista en el Ecuador me permitiré contar una anécdota.
Cuando tuvimos que salir de ese latifundio, después de un disgusto violento de mi madre con su hermano,
íbamos por la montaña, guiados por un viejo mayordomo. Habíamos marchado más de seis horas a caballo,
y mi hermana, con una voraz curiosidad infantil, preguntó al mayordomo: ‘¿De quién es aquella colina que
se ve al horizonte?’ El viejo mayordomo, como una cosa natural y corriente, respondió: ‘De patrón Enrique
Coronel’. … Y así durante el largo viaje de tres días a caballo. Siempre con la misma respuesta sobre
nuestras almas, sobre nuestra pequeña realidad. ‘De patrón Enrique Coronel’. ‘De patrón Enrique Coronel’.
Fue entonces cuando sentí la angustia de la pregunta y la respuesta. Todo era de ese gran señor… Los

401
árboles de la manigua, los riscos de los cerros, las chozas de los indios, las víboras, los insectos, la luz, el
agua, el cielo y hasta la misma muerte eran ‘De patrón Enrique Coronel…’ ” (citado en Couffon 57-58).
10
Así relata Icaza este período: “Terminada mi educación secundaria decidí estudiar medicina porque
pensé que era más práctico y por esa afición a las ciencias naturales que manifesté en el Mejía. Aprobé el
primer año que entonces era el más difícil. El segundo año ya no lo pude terminar porque en 1927 mi
madre muere de cáncer y mi padrastro muere de tuberculosis. En un solo año murieron los dos. Mi familia
había sido gente de proporciones pero mi madre se había quedado pobre. Teníamos aquello que dicen ‘lo
comido por lo servido’ o se vive al día. Muriéndose los productores, los que sostenían la casa, yo me quedé
‘en la vía’, como también mi hermana Victoria se quedó ‘en la vía’. Nos habían legado un pequeño pedazo
de tierra, con una casita, allá en la parroquia Alfaro. Como sabía que era mujer y que necesitaba mientras
yo me sentía hombre para trabajar, le cedí la herencia. A los veintiún años salí para trabajar, le cedí toda la
herencia. Con lo poco que tenía de ropa, vendiendo, empeñando, me instalé en el hotel Ecuador donde
pagué la pensión de dos meses, por adelantado. Cobran un sucre por día. Durante esos dos meses me puse a
buscar hémelo. Conseguí primero un puesto en la Policía Nacional gracias a un amigo que estaba en la
Intendencia quien me dio un cargo asimilado al de policía para que prestara mis servicios como amanuence
(sic). Después de un año, por obra de algunos amigos que sabían de mi vida, conseguí un puesto en la
Pagaduría Provincial de Pinchincha. Entonces aprendí a trabajar como oficinista” (citado en Ojeda 111-
112).
11
La fecha que Garro da de la publicación de Flagelo, 1936, es bastante posterior a la que da Icaza sobre el
momento de su escritura, 1933. De todos modos, hay coincidencia en que la escritura de esta última obra de
teatro es posterior a la del primer volumen de cuentos y la primera novela. Sostiene el escritor: “Para
terminar con el teatro, después de escribir Barro de la Sierra y Huasipungo, escribí una obra que se llama
Flagelo … que trata del indio y del tema social. Esto es ya de 1933” (citado en Ojeda 115).
12
Cuando Enrique Ojeda pregunta a Icaza por su relación con Jorge Carrera Andrade, Gonzalo Escudero,
Augusto Arias y Hugo Alemán y “etc.”—es decir, otros autores del grupo—, responde el escritor: “Yo
conocí a estos escritores en el Mejía. Ellos estaban en cursos superiores. Mientras yo seguía el tercer año
ellos estaban por graduarse. A ellos ya se les admiraba y consideraba como poetas. Eran los niños terribles
de esa época porque ya se dedicaban a beber licor, a ir a donde mujeres alegres, mientras estaban en el
Mejía y tenían desplantes de bohemia y rebeldía. Porque toda esa generación comenzó rebelde. Ahora se
han domado. La burocracia y la diplomacia les han domado. Pero entonces eran muchachos rebeldes. Jorge
Carrera Andrade y todos los que ha nombrado pertenecían al partido socialista y comunista. Luego la vida
los llevó por otros caminos. Yo no podía figurar dentro de ese equipo porque estaba contrario a la literatura.
Recuerdo que Humberto Salvador, cuando alguien le dijo que yo estaba escribiendo cuando salí del Mejía,
se sorprendió y dijo: ¡qué curioso!: Icaza era bueno para la física, la química para hacer deportes; para lo
que servía era para saltar, dar patadas, puñetazos…” (109-110). Más adelante nos referiremos con más
detalle a la relación con la política de los escritores ecuatorianos de la generación de Icaza.
13
Siguiendo a Ferrándiz Alborz, Garro habla en realidad de cuatro grupos, y no de tres, como Icaza. El del
litoral, de Guayaquil, estaría integrado por Aurora Estrada y Ayala, Alfredo Pareja-Diez Canseco, José de
la Cuadra y “los tres novelistas de la antología de cuentos Los que se van (1930),” es decir: Joaquín
Gallegos Lara Enrique Gil Gilbert y Demetrio Aguilera Malta. Volveremos sobre este punto. La ciudad de
Cuenca sería sede del segundo grupo, formado por tres escritores: Alfonso Cuesta y Cuesta, G. Humberto
Mata y Saúl T. Mora. La ciudad de Loja seguiría, con autores como Pablo Palacios, Ángel Felicísimo
Rojas, Alejandro Carrión, Manuel Agustín Aguirre y Carlos Manuel Espinosa. Ya nos hemos referido al
grupo de Quito (205). En relación con las características generales de la generación del 30, José J. Cisneros
ha señalado que, si bien los distintos autores comparten una similar preocupación social, se diferencian en
temas y recursos: “... los novelistas de la Generación del 30 producen obras que no poseen características
unificadas. Si bien proyectan valores semejantes, procedentes del afán de denuncia y de protesta ante los
problemas sociales, difieren en sus elementos referenciales y técnicos” (22).

402
14
Así describe Rojas Plata y bronce, destacando, significativamente, que la escena de violencia del
indígena hacia su mujer tampoco es original de la obra de Chávez: “El esquema de varias novelas
posteriores de tema indigenista escritas por otros está ya esbozado aquí. Un cura fanático y dominador. Un
teniente político sumiso a la voluntad de señores feudales del predio contiguo. Un amo blanco gamonal,
que explota a los indios que viven en su latifundio y viola a sus mujeres y a sus hijas. Se completa así el
terceto trágico de expoliadores de la raza india, que luego veremos presente en las novelas y cuentos sobre
la realidad agraria del altiplano. En esta obra se vuelve a encontrar una escena que, desde la época de
Montalvo, vienen contando nuestros escritores: el brutal castigo que el indio inflige a su mujer y la
indignación de ésta cuando un intruso interviene en su defensa” (175).
15
Oscar Reyes relata dramáticamente la causas de insurrección, su gestación y la masiva represión a cargo
del ejército de esta manera: “In 1922 there was much agitation throughout the country. The unrest was no
longer military or political, but the result of the proletariat’s painful situation. First the working masses of
Guayaquil demanded higher salaries and les working hours. These demands became more intense as of
December of that year, when the workers of the Durán raiload shop brought up to the company the issue of
their wages. The electric energy workers followed and next came the urban drivers, with growing
insistence. … The economic situation was constantly deteriorating for the working masses. They believed
that he increasing cost of imported goods (flour, butter, tools, and fabrics) was mainly due to the
devaluation of currency, manifest in the growing price of the American dollar. Before the Moratorium Law,
the dollar was worth about two sucres. Gradually, it had been climbing, until it reached 3.20 sucres to the
dollar. Street demonstrations began. The Confederación Obrera del Guayas assumed the direction of the
popular movement, threatening Guayaquil with a total strike. It seemed as if in all of Guayaquil there was
nothing but proletarian masses. They were suddenly aroused by the union leader’s speeches, and they
disarmed the police forces se up at various points in the city. … The battalion came out. The masses were
surrounded and the soldiers unleashed the most awful bloodshed in the streets, squares, and in houses and
stores. Then, in the night, scores of trucks came to pick up the corpses and threw them in the river. (Citado
en Cueva, The Process of Political Domination 12-13).
16
Las dos vertientes, marxista y cristiana, de su preocupación social son exploradas por Icaza en el
siguiente pasaje. Sin embargo, puede considerarse que en estas declaraciones, de 1961, la mención a la
religión represente una cierta huella del temor por haber sido acusado de “comunista” en el contexto de la
Guerra Fría y a dos años de la revolución cubana, como sugiere el final de la cita: “En cuanto al marxismo,
debe haber influido porque en el momento en que se escribió HUASIPUNGO había en las juventudes
hispanoamericanas una gran fe en el marxismo de esa hora que se creía iba a salvar a la humanidad. No que
yo crea que el marxismo es la máxima cosa que se haya inventado pero que sí ha ayudado muchísimo tanto
a las teorías filosóficas, como políticas y económicas. Hoy media humanidad está dentro de una derivación
política del marxismo. Y aun dentro de los países democráticos también existen personas que van llegando
allá, eliminando la basura que esta teoría marxista acarrea por vieja, pero sirviéndose de su esencia para
desarrollar nuevas teorías políticas, económicas, que contribuyen al servicio de la humanidad. Por tanto no
me asusto cuando una persona afirma que hay elementos marxistas en mi obra. También debe haber en ella
elementos cristianos pues yo nací, me crié y eduqué en una sociedad completamente católica. A mí me
enseñaron la religión y ésta debe haber quedado en mi espíritu: el amor al humilde. ¿Cómo saben los que
me acusan de comunista que esta ternura por los pobres nace del marxismo o del cristianismo?” (citado en
Ojeda 123).
17
En nuestro análisis, utilizaremos una re-edición de Huasipungo de 1943, realizada en La Plata, basada en
la versión original. Más adelante nos referiremos brevemente a las tres versiones de Huasipungo que
realizó Icaza, en reacción a dos aspectos: las críticas recibidas a su estilo, y la difusión internacional de la
obra.

403
18
Comenta Adoum sobre el pasaje de Jean Franco, quizás confundiendo la nacionalidad de la crítica
norteamericana: “Cabría preguntarse si el indio de los Andes, aun sin este ingrediente de la ‘mezcla rara’, o
es de todos modos una ‘criatura exótica’ para cualquier lector europeo; si el ‘extraño comportamiento
primitivo de un personaje aleja automáticamente de él al ‘lector cultivado’. De cualquier manera, el público
inglés ha dado siempre muestras de cierta predilección por los personajes exóticos—desde los que aparecen
en obras de inocultable tendencia colonialista, como los de Rudyard Kipling, hasta los de los cuentos,
aparentemente inofensivos en su convencionalismo, de Somerset Maugham—, aunque nadie puede afirmar
que ese público haya sentido simpatía por los indios de la India o por los malayos” (“El indio” 23).
19
Éste es el caso del trabajo de Gustavo V. García quien, tras analizar cómo es presentado el modo de
comer de los indígenas de la novela, realiza críticas muy severas acerca del desconocimiento del escritor
con respecto a las costumbres alimentarias de los indígenas de la zona andina del Ecuador, así como de
ciertos ceremoniales vinculados a la alimentación. Considera que se los muestra sólo tomando comidas
poco elaboradas, interesados por el alcohol, y capaces de apelar al robo en caso de hambre: “Un buitre—si
pudiera consumir alcohol—no se diferenciaría mucho del andino ecuatoriano inventado por Jorge Icaza,”
resume. El “feísmo,” en la visión de este autor, tiene consecuencias contrarias a los intereses expresados
por Icaza en relación con reivindicar a los indígenas y favorecer su causa. Además de criticar la carencia de
valor documental de Huasipungo en el punto analizado, García sostiene que la causa indígena se ve
sumamente perjudicada por esta novela, que se convierte así en un texto que ofrece elementos para
justificar el sometimiento de esas poblaciones: “El sujeto enunciador, en suma, exhibe sus prejuicios contra
los nativos a quienes quiere proteger falseando su imagen y perpetuando su desconocimiento. Huasipuno,
entonces, continúa el indigenismo, una forma literaria de (d)escribir al ‘indio’ según los convencionalismos
de escritores de capas elitistas—europeas—de la sociedad. En efecto, los rasgos negativos que Jorge Icaza
atribuye a los indígenas refuerzan (‘confirman’) la tesis colonialista de considerarlos inferiores y de ser, por
tanto, objeto de explotación y exterminio ‘natural’ por parte de la oligarquía latifundista comprometida con
el ‘progreso’ de la patria. Esta visión, sin embargo, es responsabilidad del autor: los personajes son
inocentes” (47). García parece suponer que únicamente una pintura favorable de los indígenas puede ser
instrumental a un discurso reivindicatorio.
20
Icaza se refiere a la expresión de la afectividad de los escritores de su generación del 30, y la valoriza en
relación con ciertas elecciones estilísticas. En las obras de esta generación, “el contenido emocional era
más trascendente y sincero que cualquier experiencia estética llegada de Occidente. Era más elemental, más
nuestro—a pesar de su pobreza de recursos técnicos, a pesar de su ingenuidad primitiva, a pesar de su
precipitación” (“Relato, espíritu unificador” 11).
21
Para apoyar su argumento sobre la pretensión de realismo de la novela de Ciro Alegría, Cornejo Polar
cita al escritor, quien en el prólogo a la décima edición de su novela, justificando el final trágico de El
mundo es ancho y ajeno, sostiene: “Entre la actitud resignadamente estoica y de alianza mística con la
tierra de Rosendo Maqui y la decididamente moderna y revolucionaria de Benito Castro, parece quebrarse
toda esperanza. Así ocurre en la realidad. Pero a ningún lector se le escapa que a pesar de la aparente
derrota, queda en estas páginas, inconmoviblemente en pie, el hombre indio. Lo mismo sucede en la
realidad también” (citado en Escribir en el aire 187).
22
Queremos agregar sólo una referencia más. Se trata de una declaración realizada por Icaza al cumplirse
veinticinco años de la publicación de Huasipungo. A la pregunta por si “la anécdota de la novela es real,”
responde, categórico, pretendiendo actualizar su vigencia documental: “No sólo fue real, es real. La
información periodística repite el hecho con bastante frecuencia” (citado en Villagómez 3).
23
En un texto posterior al ya citado, Rodríguez-Luis retoma su definición del indigenismo, explicitando
tácitamente qué entiende por “científico” en su texto previo. En artículo de 1990, habla de dos saberes
expertos: sociología y antropología. Dice: “Se entiende por indigenismo el estudio sociológico y

404
antropológico del indígena iberoamericano, estudio que se proyecta en el plano político hacia la
reivindicación social y económica de aquél” (“El indigenismo como proyecto” 41).
24
La categorización que propone Gálvez es más amplia que esta breve referencia al indigenismo, en la cual
adscribe a la visión dominante. Esta autora habla de cuatro “posturas” de la literatura con respecto a las
poblaciones indígenas. Su propuesta es más coherente que la mayoría de las comentadas, en la medida en
que utiliza un mismo criterio para caracterizar los distintos períodos, el que está en relación con la posición
enunciativa de los escritores: “1. Actitud fundamentalmente ‘descriptiva’ ante el tema del indio, como la
que, por ejemplo, adoptaron los cronistas de la conquista, que pretendían dar a conocer al resto del mundo
las peculiaridades de la vida americana tras su descubrimiento. 2. Actitud ‘exotista’, fundamentalmente
descriptiva también, con la que el autor romántico se acerca al indio, respondiendo a un gusto de la época
por lo remoto, extraño o primitivo; es ‘el buen salvaje’ rousseauniano, el hombre en su estado natural antes
de ser ‘agredido’ por la civilización, o en el momento de producirse esta agresión. Esta segunda actitud se
presenta a veces unida a la siguiente. 3. Actitud ‘paternalista’, acorde con los principios filosóficos del
positivismo, la de los autores de finales del siglo XIX y principios del XX, quienes pretenden ‘educarlo’,
sacarlo de su primitivas creencias, incorporarlo al ‘progreso civilizador de la cultura occidental. 4. Actitud
de clara denuncia y protesta ante la situación en que se encuentra la población indígena, a la que se trata de
reivindicar tanto en su aspecto socioeconómico como cultural.” Esta cuarta actitud, a su vez, tiene tres
variantes, de las cuales el “indigenismo” constituye la segunda. Ahora bien, Gálvez vuelve a incurrir en la
caracterización de “realista” cuando habla de esta literatura, al distinguirla de la narrativa de Asturias,
Rosario Castellanos o Arguedas, de quienes sostiene que “escriben novelas indigenistas bajo esta óptica en
las que rompen con el realismo tradicional” (187-188).
25
Esta caracterización coincide, entre otras, con la que realiza Ciro Alegría en el artículo evocativo sobre
Vallejo comentado en el capítulo anterior. Tras completar un retrato físico de su maestro, Alegría sigue con
una reflexión que vincula la tristeza y lo indígena, y establece un vínculo entre el maestro y el alumno,
futuro representante del indigenismo: “Pensaba o soñaba quién sabe qué cosas. De todo su ser fluía una
gran tristeza. Nunca he visto un hombre que pareciera más triste. Su dolor era a su vez una secreta y
ostensible condición, que terminó por contagiarme. Cierta extraña e inexplicable pena me sobrecogió.
Aunque a primera vista pudiera parecer tranquilo, había algo profundamente desgarrado en aquel hombre
que yo no entendí sino sentí con toda mi despierta y alerta sensibilidad de niño. De pronto me encontré
pensando en mis lares nativos, en las montañas que había cruzado, en toda la vida que dejé atrás” (“El
César Vallejo” 162).
26
Se trata del párrafo de cierre, en el que Vallejo súbitamente asume y pone en escena su personaje de
corresponsal. Tras su larga discusión sobre cómo debería ser la literatura latinoamericana para interesar a
los europeos, concluye el escritor: “Tal ha sido, esta reunión en el Instituto de la Sociedad de Naciones, el
acontecimiento de mayor interés novomundial realizado en estos últimos días en París. De otra suerte de
encanto informativo son el proceso y condena de Riziotti Garibaldi, por traición a Mussolini y a todos los
políticos de la tierra; el proceso y condena del coronel Maciá, por su movimiento separatista catalán; la
muerte de la ex emperatriz Carlota de México; la visita de Lord-Maire de Londres a París; la muerte de
Turpin, el célebre inventor de la melinita, terrible explosivo empleado en la última guerra, y los funerales
Emperador del Japón” (Artículos olvidados 178).

405
Capítulo 6 - Conclusiones

En este trabajo, hemos estudiado la emergencia y consolidación de un discurso

anti-imperialista acerca de los recursos naturales en la literatura latinoamericana de las

primeras cuatro décadas del siglo XX. Se trata de un discurso anti-hegemónico,

relacionado con la denuncia de las condiciones de explotación colonial pero, sobre todo,

neocolonial, de los recursos naturales de la región, y latinoamericanista, en la medida en

que hermana las naciones de la región en un colectivo sometido a explotación. El mismo,

creemos, alcanzó un momento de explicitud y desarrollo pleno en el libro de mayor éxito

del escritor uruguayo Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina, publicado

en 1971, que se propone como un esfuerzo desmitificador, como una “contra-historia” de

América Latina. Tomando el término “discurso” de la obra Myth and Archive de Roberto

González Echevarría, quien lo entiende como un marco interpretativo ampliamente

extendido en determinada cultura; y el calificativo “neocolonial” del trabajo Imperial

Eyes de Mary Louise Pratt, quien lo usa para caracterizar la última etapa del

imperialismo, que implica una relación de dependencia informal de los países dominados

con respecto a los dominantes, hemos dado en llamarlo contra-discurso neocolonial de

los recursos naturales.

Hemos explorado las raíces literarias de este discurso en obras de distintos

géneros—sobre todo, periodísticas y narrativas pero también, tangencialmente,

teatrales—producidas en relación con dos áreas geográficas y culturales bastante

diferentes de América del Sur: la selva misionera de la cuenca del Plata, y las zonas

406
andinas del Perú y el Ecuador. Esta heterogeneidad fue deliberada, ya que obedece al

propósito central de nuestra indagación. Creemos que, al haber trabajado con obras de

distintos géneros y vinculadas con distintas tradiciones nacionales y distintas tendencias

estéticas, hemos logrado demostrar que la regularidad que encontramos en las mismas se

basa en aspectos que trascienden cada categorización en particular. De este modo, queda

en evidencia el alcance latinoamericano del objeto de nuestra indagación, y se justifica de

manera adicional el uso de la noción de “discurso” tomada de González Echevarría.

En los Capítulos 2 y 3, hemos analizado la trayectoria vital, así como la obra

periodística y literaria de Rafael Barrett quien, aunque nacido en España y educado en

Madrid y París, escribió en la Argentina, el Paraguay y el Uruguay. En nuestro análisis,

encontramos que sus artículos y cuentos revelan una aguda mirada acerca de las

relaciones entre países centrales y periféricos. En particular, hemos visto que la serie de

artículos titulados Lo que son los yerbales paraguayos representa un texto precursor que

propone una nueva manera de hablar de la naturaleza y las relaciones neocoloniales en

América Latina. En efecto, Los yerbales denuncia que la orientación exportadora de la

explotación de la yerba mate en la triple frontera entre la Argentina, el Paraguay y el

Brasil entra en explosiva combinación con la situación social previa de la zona, vinculada

a su historia colonial, para dar como resultado una extrema acentuación de las

condiciones de explotación. Puede decirse que Los yerbales, junto con El terror

argentino y El dolor paraguayo, constituyen una suerte de trilogía que pone en escena

una reflexión coherente sobre el modo como la economía y la política de la cuenca del

Plata se articuló a comienzos del siglo XX con el mercado internacional—en particular,

407
con el Imperio Británico—en una relación de dependencia informal mediada por la

ciudad de Buenos Aires.

Profundizando en esta línea, incorporamos a nuestro trabajo el análisis de cuatro

relatos de Horacio Quiroga, que nos permitió observar el diálogo de este escritor con

Barrett. Vimos que el trayecto que va de la novela corta Las fieras cómplices a una serie

de cuentos posteriores—señalados por la crítica como un corpus relativamente cerrado

dentro de los “cuentos misioneros” de Quiroga—deja en evidencia un significativo

cambio en el modo de pensar la situación neocolonial de la zona selvática de la triple

frontera en la obra de este escritor. Además de constituir un testimonio de la circulación

de la obra de Barrett, ese diálogo permite incluir los tres cuentos señalados de Quiroga—

uno de los cuentistas más celebrados de la primera mitad del siglo XX—entre los

representantes del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales.

En los Capítulos 4 y 5, hemos analizado dos obras que consideramos

representativas del momento de florecimiento y expansión del contra-discurso

neocolonial de los recursos naturales, que toma fundamentalmente la segunda y tercera

décadas del siglo XX. En primer lugar, siguiendo a John Beverly, quien reivindica la

importancia de la “novela social” latinoamericana preocupada por la reflexión acerca del

imperialismo en la región, hemos tomado una de las obras más castigadas por la crítica,

El tungsteno de César Vallejo, para demostrar que las dos razones por las que este tipo de

literatura resultó desvalorizada son el resultado de apreciaciones equivocadas. No sólo no

se trata de una literatura “denotativa,” es decir, preocupada únicamente por un tipo de

representación “realista” y despreocupada de cuestiones estéticas, sino que su modo de

408
representación nada tiene de “lógico-racional,” como sostuvo Ángel Rama acerca de la

misma en su libro Transculturación narrativa en América Latina. Por el contrario, hemos

mostrado que se trata de una literatura altamente elaborada desde el punto de vista

formal, que pone en evidencia un exigente trabajo sobre los recursos literarios. En este

caso, apoyamos nuestro argumento no sólo en el análisis de esta obra, sino en su

contraste con una obra teatral y un guión del mismo Vallejo, que revelan la sostenida

preocupación del escritor por estas cuestiones. En nuestro análisis, también tomamos en

cuenta discusiones críticas acerca de la trayectoria vital del escritor, que aportaron a la

comprensión de su proceso de reflexión.

En el Capítulo 5, en particular, nos detuvimos a considerar los puntos en común

entre el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales y la literatura “indigenista,”

representada por Huasipungo de Jorge Icaza; aunque también retomamos en este capítulo

la discusión de El tungsteno, en relación con su problemática inclusión en esta

clasificación. Avanzamos un paso más en nuestra argumentación acerca de que estas

novelas—y, más en general, el tipo de obras que representan—no son “denotativas.”

Demostramos que, por el contrario, en las mismas predominan, en realidad, las funciones

“expresiva” y “conativa.” Vimos, asimismo, que la narrativa “indigenista” comparte con

el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales una problemática común. En

primer lugar, en ambos casos se trata de una literatura “heterogénea,” es decir, producida

y leída por grupos sociales diferentes de aquellos que resultan representados, como ha

propuesto Antonio Cornejo Polar acerca de la literatura “indigenista” en su obra Escribir

en el aire. En relación con esta característica debe entenderse el predominio de las

409
funciones “expresiva” y “conativa”: demostramos que ese exceso afectivo busca saldar la

radical “heterogeneidad” entre escritores y público, por un lado, y poblaciones

representadas, por otro. El segundo punto en común es que la literatura “indigenista,” al

igual que el discurso que nos ocupa, habla de las áreas rurales desde la ciudad—aspecto

en el que seguimos a Efraín Kristal en The Andes Viewed From the City. Pero hay un

tercer aspecto, fundamental, que vincula el discurso que nos interesa con la literatura

“indigenista”: el hecho de que esta literatura señale tácitamente la relación entre el

período colonial y el neocolonial, a través de la continuidad de la explotación de las

poblaciones nativas. Esta literatura representa el corpus de obras que de manera más

insistente asimila el nuevo período neocolonial, de dependencia informal—posterior a las

guerras de independencia—con el colonial, de dependencia formal. En este sentido, si

bien no sostenemos que toda la literatura “indigenista” pueda adscribirse al discurso que

nos interesa, creemos que el hecho de que su florecimiento en la forma de un discurso

reivindicatorio en la primera mitad del siglo XX coincida con la etapa de consolidación

del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, obedece a que en ambos ocupa

un lugar destacado la denuncia de la situación neocolonial.

Retomando la cuestión del origen urbano del contra-discurso neocolonial de los

recursos naturales, hemos señalado la paradoja de que el mismo surja en momentos en

que en las ciudades se producen radicales transformaciones, pese a lo cual este discurso

concentra su mirada en las áreas rurales. En este sentido, las obras representativas de este

discurso comparten este rasgo no sólo con la narrativa “indigenista,” como acabamos de

comentar, sino con algunas obras de la narrativa “regionalista” o “criollista”; mientras

410
difieren en otros, que consideramos fundamentales. Entre los rasgos en común entre estas

últimas y las representativas del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, se

cuenta el hecho de que comparten ciertos ambientes—la zona andina o la selva—así

como la reflexión de algunas obras “regionalistas” acerca de la situación dependiente de

los países de la región en un panorama internacional dominado por países europeos—en

particular, Gran Bretaña—y los Estados Unidos.

La diferencia, que resulta clave, radica en que los textos que consideramos

característicos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales representan una

encendida denuncia de las condiciones de explotación neocolonial. Esta denuncia, a su

vez, toma una forma bastante específica. Como vimos, las obras analizadas construyen

narrativas en las que actores extranjeros, conjuntamente con actores locales aliados,

dominan y extraen beneficios económicos de manera abusiva tanto de los recursos

naturales como de los grupos sociales asociados con su explotación. El desenlace previsto

es único: no hay posibilidad de negociación ni de retirada; no hay poderes mediadores

que moderen la situación; tampoco la explotación va a cesar espontáneamente. Esta

narrativa no prevé otra salida que la rebelión.

Por otra parte, si bien estas obras exhiben una preocupación por el paisaje y la

naturaleza, no por eso los mismos resultan personificados ni convertidos en agentes

activos, como se ha argumentado repetidamente acerca del papel del paisaje en las obras

“regionalistas”—un punto sobre el que volveremos inmediatamente. Por el contrario, en

las obras representativas del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, la

preocupación central es la relación de asimetría radical entre explotadores y explotados,

411
es decir, una relación humana, social. En esta relación, la naturaleza tiene un papel doble,

pero en ningún caso activo ni mucho menos, todopoderoso: es víctima, en tanto que

recurso natural sometido a prácticas extractivas; en este caso, resulta equiparada con el

grupo social explotado, y desprovista de poder. También puede ser mediadora y cómplice

de la dominación, en la medida en que la situación de los explotados—que son privados

de los medios para defenderse—se ve agravada por la hostilidad del paisaje. En este caso,

la naturaleza no es realmente poderosa más que frente a los débiles; o, mejor dicho, los

debilitados por la situación de explotación. Es la naturaleza que resulta una cárcel

implacable para los esclavos del yerbal, como vimos en Los yerbales; cuyo aire insalubre

enferma y mata a los trabajadores que son encerrados por horas interminables en las

minas, como vimos en El tungsteno; que resulta traicionera en sus pantanos y sus ríos,

para los indígenas obligados por sus patrones a atravesarlos o padecer sus crecidas, o que

se presenta impiadosamente gélida para los harapientos trabajadores que deben construir

un camino con herramientas precarias, como vimos en Huasipungo.

Quisiéramos detenernos sobre la cuestión de la opinión generalizada que atribuye

una sobre-valoración del papel de la naturaleza a toda la narrativa latinoamericana previa

al boom. Vamos a leer detenidamente algunos pasajes de un artículo de Carlos Fuentes

que son representativos de este juicio; se trata de “La nueva novela latinoamericana,”

publicado en 1964 y recopilado por Juan Loveluck en 1969. Estos pasajes resultan

significativos en varios aspectos: por la interpretación de la literatura previa al boom que

proponen; por la valoración implícita que implican; por los supuestos en los que se

apoyan; por las inconsecuencias argumentativas que manifiestan; y, sobre todo, por la

412
mirada sobre la historia latinoamericana que proyectan. Fuentes comienza señalando el

protagonismo del paisaje en la novelística latinoamericana de la primera mitad del siglo

XX, considerado por él como una mera continuidad del mismo gesto de la literatura del

siglo XIX:

‘¡Se los tragó la selva!’, dice la frase final de La vorágine de José Eustasio
Rivera. La exclamación es algo más que la lápida de Arturo Cova y sus
compañeros: podría ser el comentario a un largo siglo de novelas
hispanoamericanas: se los tragó la montaña, se los tragó la pampa, se los tragó la
mina, se los tragó el río. Más cercana a la geografía que a la literatura, la novela
de América Latina ha sido descrita por hombres que parecían asumir la tradición
de los grandes exploradores del siglo XVI. Los Solís, Cabral y Grijalva literarios
continuaban, hasta hace pocos años, descubriendo con asombro y terror que el
mundo latinoamericano era ante todo la presencia implacable de selvas y
montañas a escala inhumana. … en la novela latinoamericana, de los relatos
gauchescos a El mundo es ancho y ajeno, la naturaleza es sólo la enemiga que
rebaja dignidades y conduce al aniquilamiento. Ella es la protagonista, no los
hombres eternamente aplastados por su fuerza. (163)

Fuentes destaca el protagonismo de la naturaleza en esta novelística y, al mismo

tiempo, considera que esa actitud es derivada de la actitud de los conquistadores: los

escritores latinoamericanos son calificados de “Solís, Cabral y Grijalva”; es decir,

europeos dominadores que se encuentran sobrecogidos ante la presencia todopoderosa del

paisaje—aparentemente, la única fuerza a su altura; el único antagonista de valor. Esta

observación implica una doble acusación hacia los escritores latinoamericanos previos al

boom: no sólo los coloca en una posición de colonizados culturales, sino que los

considera desinteresados por las realidades humanas, y les atribuye la misma actitud

despectiva hacia las poblaciones locales.

Ahora bien, Fuentes admite luego que, detrás del poder y la crueldad del paisaje,

la narrativa que critica revela razones intrínsecamente humanas: relaciones de

413
explotación, que ponen a los grupos sociales dominados en una posición de indefensión

frente a los poderes desmesurados de la naturaleza. Nos parece especialmente

significativo el reconocimiento del papel secundario, derivado, de la naturaleza en esta

situación. Obviamente, este reconocimiento trastoca radicalmente, diríamos que invierte,

la relación de causalidad que había establecido en el primer párrafo. Ya no es la

naturaleza la que somete a los humanos con sus poderes inmensos, sino que son ciertos

hombres los que someten a otros. La naturaleza, en todo caso, está meramente allí, con

sus poderes en estado potencial, que son activados por la situación de desigualdad. En

este razonamiento, es sorprendente que Fuentes siga hablando en términos del

“protagonismo” de la naturaleza en la novelística que critica:

Y lo que refuerza absolutamente ese poder protagonista de la naturaleza es que las


relaciones personales que se dan dentro de ella o en sus márgenes son acaso más
negativas y destructoras. La sucesión de injusticias y males en la novela
latinoamericana hace pensar que, en efecto, más vale ser tragado por la selva que
sufrir la muerte lenta en una sociedad esclavista, cruel y sangrienta. Sólo un
drama puede desarrollarse en este medio: el que Sarmiento definió en su título:
Civilización y barbarie. (163)

Seguidamente, el escritor mexicano argumenta que este tipo de naturaleza es un

personaje característico de la que llama “tendencia documental y naturalista de la novela

en América Latina.” Esta afirmación resulta especialmente sugestiva porque habla de una

entidad—el paisaje, la naturaleza—que ha sido caracterizada por él, primero, como

todopoderosa y, después, como de un poder derivado de otro. ¿En qué sentido puede

hablarse de una literatura “documental,” si aquello de lo que se le atribuye dar cuenta es

una entidad que exhibe características intrínsecamente contradictorias? Finalmente,

entonces ¿cuál es la “realidad” que esta literatura “documenta”? ¿El poder está en la

414
naturaleza, o en las relaciones de dominación? Por otra parte, Fuentes incurre en una

segunda contradicción, al atribuir esta “tendencia documental” a los mismos escritores

sobre los que había afirmado que exhibían una actitud copiada de los conquistadores.

El escritor va más allá en su razonamiento, y argumenta acerca de los propósitos

de los actores que someten a los grupos humanos locales. Reintroduce el personaje del

“conquistador,” y postula una nueva relación del mismo con la naturaleza: no meramente

de perplejidad ante su poder, sino de interés económico. Es decir, atribuye un motivo a su

conducta: la codicia.

La tendencia documental y naturalista de la novela en América Latina obedecía a


toda esa trama original de nuestra vida: haber llegado a la independencia sin
verdadera identidad humana, sometidos a una naturaleza esencialmente extraña
que sin embargo era el verdadero personaje latinoamericano: el conquistador llegó
en busca de los tesoros de la tierra, no de la personalidad de los hombres, y
liberarse, en la segunda década del siglo XIX, del conquistador, significaba
también convertir la naturaleza enajenada en naturaleza propia. (164)

De haber sido consecuente con su propia argumentación, Fuentes debería haber

comenzado su comentario de manera diferente. Debería haber proclamado: “Se los tragó

la guerra, el hambre, las enfermedades, la explotación. Se los tragó el conquistador.”

Siguiendo su razonamiento, la novelística que critica no atribuye poderes al paisaje, sino

a quienes llegaron con afán de lucro. Es decir, da cuenta—pone en evidencia—esa “trama

original” de América Latina: que el verdadero motor de las acciones, la energía que pone

en marcha la historia—y las historias—de la región, es la codicia del “conquistador.”

Lo que resulta revelador del comentario de Fuentes no son sólo sus

inconsecuencias; su atribución de características contradictorias a la naturaleza; su gesto

de desvalorizar una literatura en razón de su mero “documentalismo,”cuando al mismo

415
tiempo reconoce que esa literatura, en última instancia, revela una “trama original” que

estaba oculta. El escritor mexicano está convencido, da por obvio, que el conquistador

llegó a América movido por la codicia. El pecado de la literatura latinoamericana previa

al boom habría sido, entonces, no haber podido apartarse de esa “realidad”; es decir, no

haber podido contar otras historias más que esa trama maestra de la historia

latinoamericana, la “trama original.”

Ahora bien, no toda la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo

XIX y la segunda mitad del XX es anti-imperialista. Lo más notable del comentario de

Fuentes, entonces, es que, analizado en detalle, deja de manifiesto que el escritor

comparte una interpretación de la historia colonial y neocolonial de América Latina que

es homóloga con la que propone el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales.

Podemos decir que Fuentes tiene en mente no sólo la literatura regionalista sino, sobre

todo, la literatura social anti-imperialista de la década del treinta y el cuarenta, la que,

según vimos en el Capítulo 4 y acabamos de recordar, Beverly creyó que debía ser

“reivindicada,” ya que había sido sometida a un equivocado juicio desvalorizador por

parte de la crítica académica dominante. Se trata, precisamente, de la literatura que

representa el momento de florecimiento del contra-discurso neocolonial de los recursos

naturales. Esa literatura que desvalorizan tanto la crítica dominante como los escritores

del boom representados por Fuentes es, sin embargo, aquella de la que este escritor toma

la “trama original” de América Latina. Lo que revela, como ya hemos argumentado, no el

carácter “documental” o “denotativo” de esta literatura, sino el hecho de que contribuyó

416
decisivamente a construir una visión de la historia de la región que se convirtió en

dominante y, por lo tanto, fue tomada por la “realidad.”

Hay otro aspecto llamativo en el pasaje de Carlos Fuentes. Es el que tiene que ver

con la reapropiación del paisaje. Dice Fuentes: “liberarse, en la segunda década del siglo

XIX, del conquistador, significaba también convertir la naturaleza enajenada en

naturaleza propia.” Hemos discutido en el Capítulo 1 la importancia que Edward Said da

a la cuestión del espacio en relación con el imperialismo en Culture and Imperialism.

Este énfasis en la importancia de reclamar el paisaje a través de la literatura—de la

“imagination” dice Said—es, ciertamente, uno de los aspectos más reveladores del

comentario de Fuentes. Ahora bien, lo que sorprende es que este reconocimiento se haga

sólo en relación con la literatura latinoamericana que sigue inmediatamente a las guerras

de independencia. En su breve racconto de la historia de la literatura latinoamericana, el

escritor mexicano no periodiza: comienza hablando de La vorágine (con lo cual nos

reenvía a comienzos del siglo XX); después habla del Facundo (mediados del XIX);

introduce el personaje del “conquistador” (siglo XVI); y luego se remonta a “la segunda

mitad del siglo XIX.” Este empaste de fechas y períodos parece implicar que, para

Fuentes, la historia de América Latina sólo tiene un hito: hay un antes y un después de la

independencia, pero nada más. Sin embargo, La vorágine no habla del “conquistador.”

¿Por qué, entonces, incluye esta novela en la línea argumentativa que concluye con la

mención de la “trama original” de la historia de la región y la atribución de codicia al

“conquistador”?

417
Ciertamente, Fuentes está equiparando tácitamente el período colonial con el

neocolonial. El “conquistador” es como los capitalistas del caucho: únicamente así puede

hablar Fuentes de una única “trama original,” y comenzar hablando de La vorágine y

terminar con “el conquistador.” Ahora bien, como hemos demostrado en nuestro trabajo,

la asimilación del período neocolonial al colonial es uno de los aspectos centrales del

contra-discurso neocolonial de los recursos naturales—aspecto en el que el aporte de la

literatura “indigenista” es fundamental. De este modo, el empaste de fechas y períodos en

el que incurre Fuentes sólo es posible en la medida en que da por obvia la asimilación de

dos momentos bien diferentes de la historia latinoamericana. Esto muestra nuevamente el

poder del marco interpretativo propuesto por el contra-discurso neocolonial de los

recursos naturales en la imaginación del escritor mexicano.

Para situar mejor lo que estamos diciendo, queremos detenernos en un comentario

de Said acerca de la literatura anti-imperialista, donde este crítico se refiere a dos

períodos en la resistencia cultural al imperialismo. En su visión, el primero tuvo lugar a

comienzos del siglo XX; y resultó la condición de posibilidad del segundo, que floreció

en la literatura. Entre los escritores latinoamericanos que menciona, está nada menos que

el propio Carlos Fuentes, que resulta heredero, en el razonamiento de Said, de la tradición

anti-imperialista iniciada por Martí:

To speak today of Gabriel García Márquez, Salman Rushdie, Carlos Fuentes,


Chinua Achebe, Wole Soyinka, Faiz Ahmad Faiz, and many others like them, is
to speak of a fairly novel emergent culture unthinkable without the earlier work of
partisans as C. L. James, George Antonius, Edward Wilmot Blyden, W. E. B. Du
Bois, José Martí. (243)

418
Seguidamente, Said explica qué hizo, y cómo, esa primera generación anti-

imperialista. Sostiene que, tomando categorías y discursos occidentales, esos intelectuales

abrieron nuevos caminos, modificando de manera sustancial el modo de pensar las

relaciones entre los países, entre pueblos centrales y periféricos:

… the work of the intellectuals from the colonial or peripheral regions who wrote
in an ‘imperial’ language, who felt themselves organically related to the mass
resistance to empire, and who set themselves the revisionist, critical ask of dealing
frontally with the metropolitan culture, using the techniques, discourses, and
weapons of scholarship and criticism once reserved exclusively for the European.
Their work is, on its merits, only apparently dependent (and by no means
parasitic) on mainstream Western discourses; the result of its originality has been
the transformation of the very terrain of the disciplines. (243)

Creemos que en esta primera generación del pensamiento anti-imperialista puede

encontrarse, precisamente, la emergencia del contra-discurso neocolonial de los recursos

naturales. Si bien se nutrió de discursos de origen fundamentalmente europeo—como el

anarquismo, el socialismo, el marxismo—y tuvo como medio de expresión géneros

literarios occidentales, de todos modos llegó a constituir un modo diferente de pensar

acerca del imperialismo: lo hizo visible, le atribuyó motivos diferentes de las

proclamadas por el discurso dominante, lo asoció con intolerables abusos de las

poblaciones locales. Fue tan exitoso en esta construcción, que para la siguiente

generación—la representada por Fuentes—las marcas de ese cuidadoso trabajo de factura

resultaron invisibles.

Para concluir, quisiéramos referirnos a dos aspectos más. El primero tiene que ver

con la relación del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales y la mirada

imperial, es decir, la narrativa de viajes y su conceptualización de América Latina, que

419
analiza Pratt en Imperial Eyes, una obra que resultó de consulta en varios tramos de

nuestro trabajo. Un modo muy tentador de pensar nuestro discurso es imaginarlo una

construcción en espejo de esa mirada imperial: la devolución de esa mirada. De hecho,

cuando analiza a Horacio Quiroga, Pratt habla de la mirada del “travelee,” es decir, de

aquel que vive en aquellos lugares que son visitados por los viajeros imperiales: “the

position of the people and places traveled to” (225). La pregunta que Pratt atribuye a

Quiroga en tanto que “travelee” es: “How do you make a destination for others into a

home for the self?” (227).

Aunque no es un aspecto que hemos trabajado específicamente, creemos que

puede decirse que el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales dialoga con la

mirada imperial. En cierto modo, la desnuda, al revelar la codicia como su motivo. En

este sentido hemos hablado de este discurso como desmitificador, como parte de una

“contra-historia.” Ahora bien, ciertamente, no por eso se trata del discurso de un

“travelee”: hemos analizado con cierto detalle que es un discurso que surge en las

ciudades, y que sólo es posible en las condiciones de las nuevas ciudades

latinoamericanas. Su emergencia coincide con un momento de profundas

transformaciones en América Latina, en que las migraciones, la industrialización, la

llegada de los nuevos discursos contestatarios, las crisis provocadas por la inserción de

las economías de la región en el mercado internacional, ofrecen la posibilidad de

reflexionar sobre la situación de dependencia informal de los países latinoamericanos. A

esto se suma el proceso de profesionalización de los escritores, que los separa de su

relación con el Estado y les abre las puertas a un modo de pensar que pueda ser crítico del

420
desarrollo del mismo; proceso que, a su vez, está en relación con la conformación de

nuevos públicos.

El contra-discurso neocolonial de los recursos naturales no hubiera sido posible

sin estas nuevas ciudades latinoamericanas, que a comienzos del siglo XX están tan

abiertas al mundo: a la recepción de población, de ideas, de propuestas, de nuevas formas

institucionales—como la sindicalización. Es cierto que Vallejo conoció la Hacienda

Roma y las minas de Quiruvilca, pero también que estuvo en Trujillo y en Lima. En su

caso, además, se suma la reflexión ideológica y política en París, Madrid, Moscú. Para

volver a Quiroga: escribe sobre la selva misionera desde una ciudad lindante a la selva,

pero pensando en sus lectores de Buenos Aires, y teniendo a sus espaldas su propio

periplo de Salto, a Montevideo, a Buenos Aires—incluso, también, a París. De hecho,

como ha analizado Jennifer French, Quiroga no se identifica únicamente con los mensús,

sino también con los “pioneers,” con los “gringos” que llegan a hacer negocios en la

selva (38-70).

Ni Vallejo ni Quiroga son “travelees.” No lo es, tampoco, Icaza, que conoce los

abusos a los indígenas por una temporada que pasó en el campo, y que además ha leído

las obras completas de Sigmund Freud y se considera socialista. Mucho menos, por

supuesto, lo es Barrett, que constituye el ejemplo perfecto de cuánto se necesita viajar

—físicamente, pero también a través de las lecturas—para “ver” la realidad más

inmediata de la miseria en Buenos Aires, o de la explotación en los yerbales.

Finalmente, quisiéramos reflexionar sobre el “maniqueísmo” del contra-discurso

neocolonial de los recursos naturales. Ciertamente, las obras analizadas exhiben de

421
manera mayoritaria, casi excluyente, un retrato en blanco y negro, fuertemente

contrastante, de victimarios y víctimas: los actores extranjeros y sus aliados locales son

codiciosos y crueles, hasta extremos terribles, como se ve en Los yerbales, El tungsteno y

Huasipungo; mientras que los grupos sociales explotados son absolutamente indefensos,

casi por completo incapaces de devolver el golpe—con excepción del mensú del cuento

“La bofetada,” de Quiroga.

Gerald Martin ha incluido Las venas abiertas y Memoria del fuego, de Galeano,

junto a Calibán, de Roberto Fernández Retamar, en un grupo de textos sobre los que

sostiene que realizaron operaciones relativamente simples de inversión ideológica con

respecto a los discursos dominantes. Afirma que esas obras, si bien pueden considerarse

“undoubted classics,” representan, sin embargo, “simple negations, mere inversions of an

ideology.” Seguidamente, las compara con Cien años de soledad, de García Márquez, o

Yo el Supremo, de Roa Bastos, las que resultan más valorizadas en razón de que las

mismas “tended to be more dialectical, to see synthesis as a question of raising other than

reducing” (Journey through the Labyrinth 361).

Con esta descripción coincide Diana Palaversich—si bien no con la concomitante

desvalorización—al decir del escritor uruguayo:

Galeano se niega a trascender las relaciones binarias del discurso hegemónico


—recomendado por el pensamiento postestructuralista y postmodernista—y opta
por invertirlas a favor del elemento subordinado. De esta manera, él reemplaza la
absoluta maldad del colonizado con la absoluta maldad del colonizador.
(“Eduardo Galeano” 17)

Palaversich justifica esta decisión de Galeano, argumentando que “la inversión

del signo ideológico” representa una etapa insoslayable “en todo proceso de

422
reconstrucción y emancipación de la voz omitida.” Se requiere empezar por la

contradicción radical de los discursos dominantes; sólo después de eso es posible ingresar

en una etapa más matizada:

Solamente cuando esa voz históricamente ausente del subalterno/colonizado esté


debidamente reinstaurada en el lugar que le pertenece, y cuando disponga de los
mismos derechos que la voz hegemónica, se podrá esperar su ingreso al espacio
dialógico. Antes de que esto ocurra, los grupos subalternos—para poder liberarse
de la fijación negativa dentro del discurso dominante—necesariamente
responderán al absoluto maniqueísmo del poder hegemónico con la contra
negación. (“Eduardo Galeano” 18)

El razonamiento de Palaversich sobre la obra de Galeano podría muy bien

aplicarse a las obras analizadas en este trabajo. Incluso, esa traslación convertiría la

disculpa de esta crítica en más pertinente, en la medida en que esas obras representan la

emergencia del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, del que los trabajos

de Galeano representan la madurez. Sin embargo, nos inclinamos por otra interpretación

del “maniqueísmo” de este discurso; una interpretación que no está sujeta a la

temporalidad, al desarrollo de etapas en relación con un presunto diálogo entre la contra-

historia que presenta el mismo y la historia dominante.

En nuestra interpretación, el “maniqueísmo” del contra-discurso neocolonial de

los recursos naturales es una consecuencia del hecho de que la preocupación central de

este discurso es una relación entre dos tipos de actores fundamentalmente diferentes:

colonizadores y colonizados; dominadores y dominados; conquistadores y conquistados;

explotadores y explotados. El exagerado contraste entre los mismos, creemos, está allí no

para indicar las características intrínsecas de unos y otros—cómo son esencialmente, por

sí mismos—sino para señalar que las características que los definen son relacionales,

423
oposicionales. Y son derivadas de la situación de poder. Por lo tanto, esas características

son irreversibles, excepto por un drástico cambio de estado: el que traería la rebelión. Si

los colonizadores son crueles, es porque son poderosos. Los colonizados, entonces, no

son “buenos” sino inocuos: están en una situación de indefensión tal que resultan

imposibilitados de hacer el mal. El “maniqueísmo,” creemos, no debe entenderse como

un juicio de valor, sino como la marca más clara de la radical asimetría entre unos y

otros. Se trata de un aspecto que resulta coherente con el hecho de que el contra-discurso

neocolonial de los recursos naturales, como comentamos en el Capítulo 1, representa un

marco interpretativo que suele estar asociado con movimientos de protesta o insurgencia.

En la medida en que este discurso plantea una relación oposicional entre dos actores

radicalmente diferentes, sólo permite imaginar dos estados posibles: el de explotación o

el de rebelión.

* * *

424
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