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2003penas
Cesar Becaria
Primera edición
01/11/2003
Índice
Al lector.
Introducción.
Consecuencias.
De la detención.
De los testigos.
Acusaciones secretas.
De los juramentos.
Del tormento.
Procesos y prescripciones.
De la pena de muerte.
Bando y confiscaciones.
Infamia.
Prontitud de la pena.
Injurias al honor.
De los duelos.
Hurtos.
Contrabandos.
De los deudores.
De la tranquilidad pública.
El fisco.
Conclusión.
Presentación
Quien quiera honrarme con su crítica debe comenzar, por consiguiente, ante
todo, por comprender bien la finalidad a que va dirigida esta obra; finalidad que,
bien lejos de disminuir la autoridad legítima, serviría para aumentarla, si la
opinión puede en los hombres más que la fuerza y si la dulzura y la humanidad
la justifican a los ojos de todos. Las mal entendidas críticas publicadas contra
este libro, se fundan sobre confusas nociones de su contenido, obligándome a
interrumpir por un momento mis razonamientos ante sus ilustrados lectores
para cerrar de una vez para siempre todo acceso a los errores de un tímido
celo o a las calumnias de la maliciosa envidia.
Son tres las fuentes de que manan los principios morales y políticos que rigen a
los hombres: la revelación, la ley natural y los convencionalismos ficticios de la
sociedad. No hay comparación entre la primera y las otras dos fuentes, cuanto
al fin principal de ella; pero se asemejan en que las tres conducen a la felicidad
en esta vida mortal. Considerar las relaciones de la última de las tres clases, no
significa excluir las de las dos clases primeras; antes bien, así como hasta las
más divinas e inmutables, por culpa de los hombres de las falsas religiones y
las arbitrarias nociones de delicia y de virtud, fueron alteradas de mil modos
distintos en sus depravadas mentalidades, así también parece necesario
examinar separadamente de cualquier otra consideración lo que pueda nacer
de las meras comprensiones humanas, expresas o supuestas por necesidad y
utilidad común; idea en que necesariamente debe convenir toda secta y todo
sistema de moral; así es que siempre será una empresa laudable la que
impulsa hasta a los más obstinados e incrédulos sujetos a conformarse con los
principios que impulsan a los hombres a vivir en sociedad. Tenemos, por
consiguiente, tres clases distintas de virtudes y de vicios: religiosas, naturales,
y políticas. Estas tres clases nunca deben contradecirse; pero no todas las
consecuencias y deberes que resultan de una de ellas, derivan de las demás.
No todo lo que exige la revelación lo exige la ley natural; ni todo lo que exige la
ley natural lo exige la mera ley social; pero es importantísimo separar lo que
resulta de los convencionalismos expresos o de los pactos tácitos de los
hombres, pues tal es el límite de la fuerza que puede ejercerse legítimamente
de hombre a hombre, a no mediar una misión especial del Ser Supremo. Por
tanto, la idea de la virtud política puede llamarse sin tacha variable, en tanto
que la de la virtud natural sería siempre límpida y manifiesta si no la
obscureciesen la imbecilidad o las pasiones de los hombres y la de la virtud
religiosa será siempre pura y constante, por haber sido revelada
inmediatamente por Dios y conservada por él.
Si abrimos las historias, veremos que las leyes, que son, o que deberían ser,
pactos entre hombres libres, por lo general no han sido más que instrumento
de las pasiones de unos pocos, cuando no han nacido de una necesidad
fortuita y pasajera; es decir, que no han sido dictadas por un frío estudioso de
la naturaleza humana que concentrase en un solo punto los actos de una
multitud humana, considerándolas desde este ángulo visual la máxima felicidad
dividida entre el mayor número. Felices son las poquísimas naciones que no
aguardaron a que el lento movimiento de las combinaciones y vicisitudes
humanas, hiciese suceder en el límite extremo de los males un
encaminamiento hacia el bien, sino que aceleraron con buenas leyes los
tránsitos intermedios; y merece la gratitud de los hombres el filósofo que desde
la obscuridad de su despreciado aposento de estudio, tuvo el valor de lanzar
entre la multitud las primeras semillas de las verdades útiles, largol tiempo
infructuosas.
La multiplicación del género humano, pequeña por sí misma, pero superior con
mucho a los medios que la estéril y abandonada naturaleza ofrecía para
satisfacer las necesidades que cada vez más se enredaban entre sí, fue lo que
reunió a loS primeros salvajes. Las primeras uniones formaron necesariamente
otras para resistir a las primeras; y de este modo el estado de guerra se
transportó desde el individuo a las naciones.
Las leyes son las condiciones mediante las cuales los hombres independientes
y aislados, se unieron en sociedad, cansados de vivir en un continuo estado de
guerra, así como de gozar una libertad inútil por la incertidumbre de
conservarla. Por eso, debieron sacrificar una parte de su libertad para disfrutar
del resto, seguros y tranquilos. La suma de todas estas porciones de libertad
sacrificadas al bien de todos, es lo que forma la soberanía de una Nación,
siendo el soberano su legítimo depositario y administrador. Pero no bastaba
formar este depósito; era preciso defenderle de las usurpaciones de cada
hombre en particular, pues el hombre trata siempre de substraer del depósito,
no sólo su porción propia, sino que además procura usurpar las porciones de
los demás. Hacían falta motivos sensibles que bastasen a disuadir el ánimo
despótico de cada individuo de sumergir en el caos antiguo las leyes de la
sociedad. Estos motivos sensibles son las penas establecidas contra los
infractores de las leyes.
Digo motivos sensibles, porque la experiencia ha hecho ver que la mayoría no
adopta principios estables de conducta ni se aleja del principio universal de
disolución que se observa en el Universo físico y moral, sino con motivos que
afectan inmediatamente a los sentidos y que se presentan de continuo a la
mente para contrapesar las fuertes impresiones de las pasiones parciales que
se oponen al bien universal, sin que la elocuencia y las declamaciones, ni aun
las más sublimes verdades basten para refrenar por largo tiempo las pasiones
excitadas por las vivas sacudidas de los objetos presentes. De modo que fue la
necesidad la que obligó a los hombres a ceder parte de su libertad y, por tanto
es cosa cierta que ninguno de nosotros desea colocar en el depósito público
más que la mínima porción posible, tan sólo aquélla que baste a inducir a los
otros a defender el depósito mismo. El conjunto de estas mínimas porciones
posibles, forma el derecho de penar; todo lo demás es abuso, y no justicia; es
un hecho, y no ya derecho.
Consecuencias
La primera consecuencia de estos principios es que tan sólo las leyes pueden
decretar las penas de los delitos, sin que esta autoridad pueda residir más que
en el legislador, que es quien representa a la sociedad entera, unida por un
contrato social. Ningún magistrado (que es una parte de la sociedad) puede
con justicia infligir penas contra otro miembro de la sociedad misma. Pero una
pena aumentada más allá del límite fijado por las leyes, o sea de la pena justa,
sería otra pena más; de modo que el magistrado no puede aumentar la pena
establecida para un delincuente ciudadano, aunque sea bajo el pretexto de un
celo mal entendido o del bienestar público.
Interpretación de las leyes
Cuarta consecuencia. Ni tampoco la autoridad de interpretar las leyes penales
puede residir en los jueces del orden criminal, por la misma razón de que no
son legisladores. Los jueces no han recibido las leyes de nuestros antiguos
padres como una tradición doméstica y un testamento que sólo dejase a la
posteridad el cuidado de obedecerlo; sino que le reciben de la sociedad viva, o
del soberano que la representa como depositario legítimo del resultado actual
de la voluntad de todos; es decir, que las reciben no como obligaciones de un
juramento antiguo, nulo porque ligaba voluntades aun inexistentes, e inicuo,
porque reducía a los hombres desde el estado de sociedad al de rebaño, sino
como efectos de un juramento, tácito o expreso; hecho por las voluntades
reunidas de los súbditos vivos al soberano, como vínculos necesarios para
refrenar y regir el fermento interior de los intereses particulares. Tal es la
autoridad física y real de las leyes. Por consiguiente ¿quién será el intérprete
legítimo de la ley? ¿el soberano, que es el depositario de las voluntades
actuales de todos, o el juez, cuyo oficio es tan sólo determinar si tal o cual
hombre ha realizado ó no una acción contraria a las leyes?
No hay nada más peligroso que el axioma común de que precisa consultar el
espíritu de la ley. Este es al modo de dique roto por el torrente de las opiniones
y me parece demostrada esta verdad que parece una paradoja a los
entendimientos vulgares a quienes afecta más un pequeño desorden presente
que las funestas, aunque remotas consecuencias, que nacen de un falso
principio arraigado con una noción.
Obscuridad de las leyes
Si la interpretación de las leyes es un mal, es evidente que será otro mal la
obscuridad que arrastra trás de sí a la interpretación necesariamente; y el mal
será grandísimo cuando las leyes de un país estén escritas en lengua
extranjera para el pueblo, poniendo a éste entonces bajo la dependencia de
unos cuantos que entiendan aquella lengua y sin que pueda juzgar por sí
mismo cuál sería el éxito de su libertad o de sus propios miembros; en una
lengua que haga de un libro solemne y público algo casi privado y doméstico.
Cuando mayor sea el número de los que entiendan y tengan en sus manos el
sagrado código de las leyes, tanto menos frecuentes serán los delitos, pues es
indudable que la ignorancia y la incertidumbre de las penas ayudan a la
elocuencia de las pasiones. ¿Qué deberíamos pensar de esto, si tenemos en
cuenta la inveterada costumbre de gran parte de la culta e ilustrada Europa?
Una consecuencia de esta última reflexión es que sin la escritura, una sociedad
no podrá tomar una forma fija de gobierno en que la fuerza sea un efecto del
todo, y no de las partes, y en que las leyes, inalterables sólo por la voluntad
general, no degeneren al pasar por la multitud de los intereses privados.
Por esto vemos cuán útil sea la imprenta que hace depositario de las santas
leyes al público en general, y no a unos pocos, y cuando tenga de disipado el
tenebroso espíritu de cábala y de intriga que desaparece ante las luces y las
ciencias, aparentemente despreciadas, pero temidas en realidad de los
secuaces de aquellas tendencias. Tal es la razón de que en Europa haya
disminuido la atrocidad de los delitos que hacían gemir a nuestros antiguos
padres, unas veces tiranos y otras esclavos. El que conozca la historia de hace
dos o tres siglos y la nuestra, podrá ver como del seno del lujo y de la molicie
nacieron las virtudes más agradables, tales como la humanidad, la
beneficencia, la tolerancia de los errores humanos. Y del mismo modo podrá
ver cuáles fueron los efectos de aquélla que equivocadamente se llama antigua
sencillez y buena fe: La humanidad gimiendo bajo la implacable superstición; la
avaricia y la ambición de pocos tiñendo de sangre humana las arcas del oro y
los tronos del Rey; las traiciones ocultas, los públicos estragos; cada uno de los
nobles tiranos de la plebe, los ministros de la verdad evangélica con las manos
manchadas de sangre, aquellas manos que día por día se alzaban hacia el
Dios de la mansedumbre ... Todo ello ha dejado de ser obra de nuestro siglo
ilustrado que algunos llaman corrompido.
De la detención
Un error no menos común que contrario a la finalidad social, que es el
convencimiento de la seguridad propia, es dejar que el magistrado ejecutor de
las leyes sea dueño de aprisionar a un ciudadano, de quitar la libertad a un
enemigo suyo por frívolos pretextos o de dejar impune a un amigo a despecho
de los indicios más fuertes de culpabilidad. La prisión es una pena que
necesariamente debe preceder a la declaración del delito, a diferencia de
cualquiera otra; pero este carácter distintivo suyo, no le quita otro carácter
esencial, a saber: que sólo la ley puede determinar los casos en que un
hombre pueda merecer la pena.
La ley por consiguiente indicará cuáles sean los indicios de un delito que
merezcan la custodia del reo, que le sometan a un examen y a una pena. La
fama pública, la fuga, la confesión extrajudicial, la de un compañero de delito,
las amenazas y la enemistad constante del ofendido, el cuerpo del delito y
otros indicios semejantes, son pruebas suficientes para hacer que se detenga a
un ciudadano. Pero estas pruebas deben estar establecidas por las leyes, y no
por los jueces, cuyas providencias se oponen siempre a la libertad política,
cuando no son proposiciones particulares de una máxima general que conste
en el código público. A medida que las penas vayan siendo moderadas, que se
acabe con la desolación y escualidez de las cárceles, que la compasión de la
humanidad penetre a través de las puertas cerradas y gobierne a los
inexorables y endurecidos ministros de justicia, las leyes podrán contentarse
para detener a los ciudadanos con indicios que sean más débiles.
Indicios y formas de los juicios
Hay un teorema general muy útil para calcular la certidumbre de un hecho: por
ejemplo, la fuerza de los indicios de un delito. Cuando las pruebas de un hecho
dependen unas de otras, o sea, cuando los indicios sólo se prueban entre sí,
cuanto mayores sean las pruebas que se aduzcan, tanto menor será la
probabilidad del hecho, porque los casos que harían fallar las pruebas
antecedentes, hacen fallar también las subsiguientes. Cuando todas las
pruebas de un hecho dependen por igual de una sola, no aumenta el número
de las pruebas ni disminuye la probabilidad del hecho, porque todo su valor se
resuelve en el de aquella única de que depende. Cuando las pruebas son
independientes una de otra, o esa, cuando los indicios se prueban de otro
modo que por sí mismos, cuanto mayores pruebas se aduzcan, tanto más
crecerá la probabilidad del hecho, porque la falacia de una prueba no influye
sobre la otra. Estoy hablando de probabilidades en materia de delito,
probabilidades que deben ser ciertas, para merecer pena; pero se desvanecerá
la paradoja para quien considere que, rigurosamente considerada, la
certidumbre moral no es más que una probabilidad, probabilidad de tal género
que se llama certidumbre, porque todo hombre de buen sentido consiente en
ella necesariamente por una costumbre nacida de la necesidad de obrar, y
anterior a toda especulación. Por tanto, la certidumbre que se requiere para
considerar reo a un hombre, es la misma que determina a todo hombre en los
actos más importantes de la vida. Las pruebas de un delito pueden distinguirse
en perfectas e imperfectas. Considero perfectas las que excluyen la posibilidad
de que alguien no sea reo de lo que se le atribuye; e imperfectas las que no la
excluyen. De entre las primeras, una sola es suficiente para la condena; de las
segundas, son necesarias para ello tantas cuantas basten a formar una
perfecta. Es decir, que si en cada una de éstas en particular es posible que
alguien no sea reo, mediante la unión entre sí sobre el mismo sujeto es
imposible que no lo sea. Obsérvese que las pruebas imperfectas, de las cuales
el reo puede justificarse, se hacen perfectas si el sujeto sobre quien recaen
deja de hacerlo. Pero esta certidumbre moral de las pruebas es más fácil de
sentir que de definir con exactitud. Por lo cual yo creo óptima la ley que
establece que el juez principal se halle asistido de asesores tomados a la
suerte, y no por elección, pues en este caso será más segura la ignorancia que
juzga por sentimientos que la ciencia, que juzga por opinión. Cuando las leyes
son claras y precisas, la función del juez no consiste más que en comprobar un
hecho. Si para buscar las pruebas de un delito se requiere habilidad y destreza,
si para presentar el resultado de ellas precisa claridad y precisión, para juzgar
del resultado mismo de las cosas, sólo se necesita un buen sentido simple y
ordinario, menos falaz que el de un juez acostumbrado a ver reos en todo caso
y que lo reduce todo a un sistema ordinario tomado a préstamo de sus
estudios. ¡Feliz la nación en que las leyes no sean una ciencia!
Es una ley utilísima aquélla según la cual todo hombre debe ser juzgado por
sus iguales, porque cuando se trata de la libertad y fortuna de un ciudadano,
deben callar todos los sentimientos que inspira la desigualdad, dado que en el
juicio no deben obrar ni la superioridad con que el hombre afortunado mira al
infeliz ni el desdén con que el inferior mira al superior. Pero cuando el delito sea
una ofensa a tercero, entonces el juez debería ser, por mitad, parte del reo y
parte del ofendido. Entonces, estando contrabalanceados todos los intereses
particulares, que modifican, incluso involuntariamente, las apariencias de las
cosas, sólo hablarían las leyes y la verdad. También es conforme a justicia que
el reo pueda excluir hasta un cierto punto a los que le sean sospechosos y que
esta recusación se le conceda sin obstáculo por algún tiempo, con lo cual casi
parecerá que el reo se condena por sí mismo. Públicos deben ser los juicios y
públicas las pruebas del delito, para que la opinión, que acaso sea el cemento
único de la sociedad, imponga un freno a la fuerza y a las pasiones; para que el
pueblo diga que no es esclavo y que se encuentra defendido: sentimiento que
inspira valor y que equivale a un tributo para un soberano que comprende sus
verdaderos intereses. No añadiré más detalles ni cautelas de las que requieren
semejantes instituciones. No habría dicho nada si fuese necesario decirlo todo.
De los testigos
Un punto muy considerable en toda buena legislación es el de determinar con
exactitud la credibilidad de los testimonios y las pruebas del delito. Todo
hombre racional, quiero decir, que tenga cierta conexión entre sus ideas y
cuyas sensaciones sean conformes a las de los demás hombres, puede ser
testigo. La verdadera medida de su credibilidad, o sea de la atención que
puede merecer la deposición suya, no es otra sino el interés que tenga en
decir, o no decir, la verdad; de suerte que es frívolo el motivo de rehusar el
testimonio de las mujeres por causa de su propia debilidad; pueril la aplicación
a los condenados de los efectos de la muerte real a la civil e incoherente la
nota de infamia a los infames cuando no tengan interés alguno en mentir. Entre
los abusos de la gramática que han influído no poco en los asuntos humanos,
es notable el que hacía nula e ineficaz la deposición de un reo ya condenado.
Los jurisconsultos peripatéticos decían que el reo ya condenado estaba muerto
civilmente y que un muerto no es capaz de acción alguna. Por sostener esta
bárbara metáfora, se ha sacrificado a muchas víctimas y muy a menudo y con
seria reflexión se ha disputado si la verdad debiera ceder ante las fórmulas
judiciales. ¿Con tal de que las deposiciones de un reo condenado no lleguen a
un punto que cierre el paso de la justicia? ¿por qué no habría de concederse,
incluso después de la condena, tanto a la extremada miseria del reo como al
interés de la sociedad, un espacio suficientemente enérgico que, aduciendo
cosas nuevas que cambiasen la naturaleza del hecho, puedan justificar al reo
mismo o a otro con un nuevo juicio? Las formalidades y ceremonias son
necesarias en la administración de la justicia, tanto porque no dejen nada al
arbitrio de la administración cuanto porque dan idea al pueblo de lo que es un
juicio no tumultuoso ni interesado, sino estable y regular, así como también
porque en los hombres, que son imitadores y esclavos de las costumbres,
hacen más eficaz impresión las sensaciones que los raciocinios. Pero a menos
de correr un peligro fatal, estas formalidades y ceremonias nunca podrán ser
fijadas por la ley de una manera que perjudique a la verdad, la cual, por ser
demasiado sencilla o demasiado complicada, necesita de alguna pompa
exterior que la concilie con el pueblo ignorante. Así pues, la credibilidad de un
testigo tendrá que disminuir en proporción con el odio, la amistad o las
relaciones estrechas que medien entre él y el reo. Es necesario que halla más
de un testigo, porque mientras uno afirma y otro niega, nada hay de cierto y
prevalece el derecho de que todos deben ser creídos inocentes. La credibilidad
de un testigo se hace tanto más sensiblemente menor cuanto más crece la
atrocidad de un delito, o la inverosimilitud de sus circunstancias. Tales son, por
ejemplo, la magia y los actos gratuitamente crueles. Es muy probable que los
hombres mientan en la primera acusación, porque es más fácil que se
combinen en varios sujetos la ilusión de la ignorancia o el odio perseguidor, que
no que un hombre ejerza una potestad que Dios no ha dado o que ha quitado a
todo ser creado. Del mismo modo, en la segunda, porque el hombre sólo es
cruel en proporción con su interés, propio, con el horror o con el temor
concedido. Hablando propiamente, no hay ningún sentimiento superfluo en el
hombre; el sentimiento es siempre proporcional al resultado de las impresiones
sobre los sentidos. Del mismo modo, la credibilidad de un testigo puede
disminuir algunas veces, cuando el testigo pertenezca a alguna sociedad
particular cuyos usos y máximas sean no bien conocidos o distintos de los
públicos. Un sujeto de esta clase, tendrá no sólo sus pasiones propias, sino
también las ajenas.
Acusaciones secretas
Desórdenes evidentes, aunque consagrados y que en muchas naciones se han
hecho necesarios por la debilidad de su propia constitución, son las
acusaciones secretas. Esta costumbre hace a los hombres falsos y
simuladores, porque cualquiera de ellos puede sospechar entre los demás un
delator, es decir, un enemigo; y entonces los hombres se acostumbran a
disfrazar sus sentimientos, escondiéndolos a los demás, con lo que, finalmente,
llegan a esecondérselos a sí mismos. ¡Infelices los hombres cuando han
llegado a tanto! Sin principios claros e inmutables que les guíen, vagan
extraviados y fluctuantes en el vasto mar de las opiniones, y siempre ocupados
en salvarse de los monstruos que les amenazan, pasan cada uno de los
momentos presentes amargados siempre por la incertidumbre del futuro;
privados de los placeres duraderos de la tranquilidad y la seguridad, tan sólo
algunos de ellos, dispersos acá y allá en la triste vida que llevan, devorados por
la prisa y el desorden de su existencia, se consuelan de haber vivido. ¿Y
haremos nosotros de esta clase de hombres los soldados intrépidos defensores
de la patria y del trono? ¿Encontraremos entre ellos a los incorruptibles
magistrados que con libre y patriótica elocuencia sostengan y desarrollen los
verdaderos intereses del soberano y que lleven al trono, con sus tributos, el
amor y las bendiciones de todos, conquistando para los palacios y las cabañas
la paz, la seguridad y la industriosa esperanza de mejorar la suerte, fermento
útil y vida de los Estados?
¿Quién será el que pueda defenderse de la calumnia armada con el más fuerte
escudo de la tiranía, que es el secreto? ¿qué especie de gobierno será aquél
que quien le rija sospeche que tiene un enemigo en cada uno de sus súbditos,
viéndose obligado, para el reposo público, a quitárselo a cada cual?
¿Cuáles son los motivos que justifican las acusaciones y las penas secretas?
¿la salud pública, la seguridad, el mantenimiento de la forma de gobierno?
¡Pero qué extraña constitución aquélla en que el que es dueño de la fuerza y
de la opinión, más eficaz que aquélla, teme de cada ciudadano! ¿La
indemnidad del acusador? Entonces es que las leyes no le defienden
suficientemente y que los súbditos son más fuertes que el soberano. ¿La
infamia del delator? ¡Luego entonces se autoriza la calumnia secreta y se
castiga a la pública! ¡La naturaleza del delito! Si las acciones indiferentes, si
hasta las que sean útiles al público se llaman delitos, las acusaciones y los
juicios nunca son suficientemente secretos. ¿Podrá haber delitos, es decir,
ofensas públicas, en que al mismo tiempo no sea de interés para todos la
publicidad del ejemplo, o sea la del juicio? Yo respeto todo gobierno, sin hablar
de ninguno en particular. Tal es a veces la naturaleza de las circunstancias, que
puede tomarse como caso de extrema ruina suprimir un mal cuando éste sea
inherente al sistema de una nación. Pero si yo tuviese que dictar leyes nuevas
en cualquier abandonado rincón del Universo, antes de autorizar costumbre
como ésta me temblaría la mano, teniendo toda la posteridad ante mis ojos.
Preguntas sugestivas. Disposiciones
Nuestras leyes prohiben las preguntas que llaman sugestivas en un proceso;
es decir, aquéllas que, según dicen los doctores, interrogan sobre la especie,
cuando deben interrogar sobre el género en las circunstancias de un delito; las
preguntas, por tanto, que, teniendo una conexión inmediata con el delito,
sugieran al reo una respuesta inmediata. Según los criminalistas, las preguntas
deben, por decirlo así, envolver espiralmente al hecho, en vez de dirigirse a él
en línea recta. Los motivos de este método obedecen a no sugerir al reo una
respuesta que le exponga a la acusación, o acaso también porque parece
contra naturaleza que el reo se acuse inmediatamente por sí mismo.
Cualquiera que sea el mejor de estos dos motivos, es de notar la contradicción
de las leyes que autorizan el tormento a la vez que la costumbre de que
hablamos, porque ¿podrá haber alguna pregunta más sugestiva que el dolor?
El primero de estos motivos se presenta en el tormento, porque el dolor
sugerirá al hombre robusto una taciturnidad obstinada, a fin de cambiar la pena
mayor con la menor, y en cambio, al hombre débil le sugerirá la confesión, para
librarse del tormento presente, más eficaz entonces que no el dolor venidero. El
segundo motivo es evidentemente el mismo, porque si una pregunta especial
hace confesar al reo, contra el derecho de naturaleza, los espasmos del dolor
producirán este mismo efecto con mayor facilidad; pero los hombres se
gobiernan más por la diferencia de los nombres que por la de las cosas.
Finalmente, aquél que se obstinase en no responder a las preguntas que se le
dirigen, merece una pena fijada por las leyes, y pena de las más graves que se
le intimen, para que los hombres no hagan fracasar la necesidad del ejemplo
que deben al público. Esta pena no será necesaria cuando sea indudable que
un determinado acusado haya cometido un determinado delito, de modo que
las preguntas sean inútiles, de igual manera que es inútil la confesión del delito
cuando hay otras pruebas que justifiquen la culpabilidad del sujeto. Este último
caso es el ordinario, porque la experiencia enseña que en la mayor parte de los
procesos los reos se mantienen en una posición negativa.
De los juramentos
Una contradicción entre las leyes y los sentímíentos naturales del hombre nace
del juramento que se exige al reo, para que sea veraz aquél que tiene el mayor
interés en ser falso; como si los hombres pudiesen jurar contribuyendo a su
propia destrucción, como si la religión no callase, en la mayoría de los
hombres, cuando habla el interés. La experiencia de todos los siglos ha hecho
ver cuánto se ha abusado de este precioso don del Cielo. ¿Y por qué motivo
habrían de respetarle los malvados, si los hombres tenidos por más prudentes
le han infringido con frecuencia? Son muy débiles, por hallarse muy remotos de
los sentidos, por lo menos para la mayoría, los motivos que la religión
contrapone al tumulto del temor y al amor a la vida. Los asuntos del Cielo se
rigen por leyes muy distintas de las que gobiernan los asuntos humanos. ¿Por
qué comprometer los unos con los otros? ¿por qué colocar a un hombre en la
terible condición de faltar a Dios o de contribuir a su propia ruina? La ley que
obligue a tal juramento, mandará a la vez ser o un mal cristiano o un mártir.
Poco a poco, el juramento se va convirtiendo en una simple formalidad, con lo
cual se destruye a la vez la fuerza de los sentimientos y la de la razón, única
prenda de honradez de la mayor parte de los hombres. La inutilidad de los
juramentos la ha hecho ver inútiles, y por consigt1Íente perjudiciales, todas las
leyes que se oponen a los sentimientos naturales del hombre. Sucede con ellos
lo mismo que con lo que ocurre con los diques opuestos directamente al curso
de un río, y que pronto son destruidos o superados, o bien un remolino formado
por las aguas los corroe y mina insensiblemente.
Del tormento
Una crueldad, consagrada por el uso de la mayor parte de las naciones, es el
tormento del reo mientras se instruye el proceso, bien para obligarle a confesar
el delito, bien por causa de las contradicciones en que haya podido incurrir, o
para descubrir los cómplices que pueda haber tenido, o por cierta metafísica e
incomprensible purgación de infamia, o, finalmente, por otros delitos en que
pudiera haber incurrido, aun cuando no se le acusara de ellos.
¿Cuál es el fin político de las penas? El terror de los demás hombres. ¿Pero
cómo deberemos juzgar nosotros las secretas y particulares crueldades que la
tiranía del uso ejerce sobre los reos y los inocentes? Importa que todo delito
evidente no quede impune. Pero es inútil que se revele quien haya cometido un
delito que está sepultado en las tinieblas. Un mal ya hecho y para el que no hay
remedio, no puede ser penado por la sociedad política más que en cuanto
influya sobre los demás con el atractivo de la impunidad. Si es cierto que es
mayor el número de los hombres que respetan las leyes, por temor o por virtud,
que el de los que las quebrantan, el riesgo de atormentar a un inocente debe
apreciarse tanto más cuanto mayor sea la probabilidad de que un hombre, en
igualdad de términos, mejor las haya respetado que despreciado.
La ley que ordena el tormento, es una ley que dice: Hombres, resistid el dolor;
y si la naturaleza ha creado en vosotros un inextinguible amor propio, si os ha
concedido un derecho inalienable a defenderos, yo voy a crear en vosotros un
afecto enteramente contrario, es decir, un odio heroico hacia vosotros mismos,
y os mando que os acuséis, diciendo la verdad, aunque sea entre el
desgarramiento de los músculos y el quebrantamiento de los huesos. Este
infame crisol de la verdad es un monumento aún en pie, de la legislación
antigua y salvaje, cuando se llamaba juicios de Dios a las pruebas del fuego y
del agua hirviente y a la incierta suerte de las almas, como si los eslabones de
la eterna cadena que inside en el seno de la Razón Primera a cada instante
debiesen soltarse y desordenarse por las frívolas creaciones humanas. La
única diferencia que media entre el tormento y las pruebas del fuego y del
agua, es que el éxito del primero dependerá siempre de la voluntad del reo,
mientras que el de las segundas deberá atribuirse a un hecho puramente físico
y extrínseco; pero esta diferencia es sólo aparente, y no real, pues tampoco el
hombre es libre de declarar la verdad entre los espasmos y los destrozos,
como no lo era entonces impedir sin fraude alguno los efectos del fuego y del
agua hirviente. Todo acto de nuestra voluntad es proporcionado siempre a la
fuerza de la impresión sensible de que emana, pues la sensibilidad de todo
hombre es limitada. Por tanto, la impresión del dolor puede crecer a medida
que, ocupándola toda, no deje otra libertad al atormentado que la de elegir el
camino más corto para sustraerse de la pena en el momento presente.
Entonces la respuesta del reo es tan necesaria como las impresiones del fuego
o del agua en este caso. El inocente que sea sensible, será llamado reo,
cuando él crea que con esto puede hacer cesar el tormento. Toda diferencia
entre ello desaparece por la acción del mismo medio que se pretende emplear
para hallarla. Este es el medio seguro de absolver a los malvados robustos y
de condenar a los inocentes débiles. Tales son los fatales inconvenientes de
este pretendido criterio de verdad, pero criterio digno de un caníbal, que los
romanos, bárbaros también por más de un motivo, reservaban tan sólo a los
esclavos, víctimas de una virtud feroz demasiado alabada.
La indagatoria del reo se hace para conocer la verdad. Pero si esta verdad
difícilmente puede descubrirse en el aspecto, en el gesto, en la fisonomía de un
hombre tranquilo, mucho menos se descubrirá en un hombre en quien las
convulsiones del dolor alteren todos los signos por los cuales, a pesar suyo, la
verdad transpira en la mayoría de los hombres. Toda acción violenta confunde
y hace desaparecer las diferencias mínimas entre los objetos por los cuales a
veces se distingue lo verdadero de lo falso.
Una consecuencia extraña que deriva necesariamente del uso del tormento, es
que al inocente se le coloca en peor condición que al reo, porque si se aplica el
tormento a los dos, el primero tiene todas las combinaciones en su contra,
pues, o confiesa el delito, y es condenado entonces, o si se le declara inocente,
ha sufrido una pena indebida. Pero el reo cuenta con un caso favorabIe para él,
cuando, habiendo resistido el tormento con firmeza, deba ser declarado
absuelto como inocente, cambiando una pena mayor por otra menor. Así es
que el inocente sale perdiendo siempre y el culpable sale ganando.
Procesos y prescripciones
Conocidas las pruebas y calculada la certeza del delito, es necesario conceder
al reo tiempo y medios oportunos para justificarse; pero un tiempo tan breve
que no perjudique a la prontitud de la pena, la cual, como ya hemos visto, debe
ser uno de los frenos principales de los delitos. Un mal entendído amor de
humanidad, parece contrario a esta brevedad de tiempo; pero se desvanecerá
toda duda si se reflexiona que los peligros de la inocencia crecen con los
defectos de la legislación.
Las leyes deben fijar cierto espacio de tiempo a la defensa del reo y a las
pruebas de los delitos; y el juez se convertiría en legislador si fuese él quien
debiese decidir del tiempo necesario para probar un delito. Del mismo modo,
los delitos atroces, cuya memoria queda en los hombres cuando están
probados, no merecen ninguna prescripción en favor del reo que se haya
sustraído a la justicia con la fuga. Pero los delitos menores y obscuros deben,
con la prescripción, suprimir la incertidumbre de la suerte de un ciudadano,
porque la obscuridad en que han estado ocultos largo tiempo, elimina el
ejemplo de impunidad y permite al reo la posibilidad de ser mejor. Me bastará
aludir aquí a estos principios, porque el límite preciso de las prescripciones sólo
puede fijarse para una determinada legislación y en determinadas condiciones
de cada sociedad. Añadiré tan sólo que una vez probada en una nación la
moderación de las penas, las leyes que proporcionadamente a los delitos
disminuyan o aumenten el plazo de la prescripción, o el de las pruebas,
haciendo una parte de pena de la prisión preventiva y del destierro voluntario,
suministrarían una fácil división de algunas penas leves para un gran número
de delitos.
En la mayoría de los hombres falta el brío necesario tanto para los grandes
delitos como para las grandes virtudes; por lo cual parece que los unos van
siempre contemporáneos con las otras, en las naciones que se sostienen más
por la actividad del gobierno y las pasiones que se dirigen al bienestar público
que por su masa y la bondad constante de las leyes. En estas naciones de que
hablo, las pasiones atenuadas parecen más aptas para mantener que para
mejorar la forma de gobierno. Y de aquÍ se logra la importante consecuencia de
que no siempre en una nación los grandes delitos prueban su decadencia.
Atentados, cómplices, impunidad
Porque las leyes no castiguen la intención, no por ello un delito que comience
con algún acto que manIfieste la voluntad de realizarle, deja de merecer una
pena, aunque ésta sea menor que la debida a la ejecución misma del delito. La
importancia de prevenir el atentado autoriza la pena; pero como entre el
atentado y la ejecución puede haber intervalo, la pena mayor, reservada para el
delito consumado, puede dar lugar al arrepentimiento. Otro tanto diremos
cuando haya varios cómplices de un delito y no todos sean ejecutores
inmediatos, aunque por una razón distinta. Cuando varios hombres se unen
para un riesgo, cuanto tanto mayor sea éste, tanto más buscarán que sea igual
para todos, y por tanto será más difícil hallar quien se contente con ser su
ejecutor, corriendo un riesgo mayor que los demás cómplices. La única
excepción sería la del caso en que al ejecutor del delito se le fijase un premio,
pues entonces, mediando una compensación por causa del riesgo mayor, la
pena debería ser igual. Estas reflexiones parecerán demasiado metafísicas al
que no considere cuán útil debe ser que las leyes procuren los menos motivos
posibles de acuerdo entre los compañeros de un delito.
El que haya leído las historias ¿cómo no ha de llenarse de horror ante los
tormentos bárbaros e inútiles imaginados a sangre fría y ejecutados por
hombres que se tenían por sabios? ¿quién dejará de sentir estremecerse todas
sus partes más sensibles, contemplando los millares de infelices a quienes la
miseria, tolerada o querida de las leyes, que siempre han favorecido a pocos y
ultrajado a los demás, arrastraron a un desesperado regreso al primer estado
de naturaleza, o a quienes acusó de delitos imposibles urdidos por la tímida
ignorancia, o simplemente, reos tan sólo, de ser fieles a sus principios,
hombres dotados de los mismos sentidos, y por tanto, de las mismas pasiones,
lacerados con formalidades meditadas o con lentos tormentos, jocundo
espectáculo de una fanática multitud?
Para que una pena logre su efecto, basta con que el mal de la misma exceda
del bien que nace del delito; y en este exceso de mal debe tenerse en cuenta la
infalibilidad de la pena y la pérdida del bien que produciría el delito. Todo lo
demás es supérfluo y tiránico, por lo mismo. Los hombres se gobiernan por la
acción repetida de los males que conocen, y no por la de los que ignoran.
Tomemos dos naciones, en una de las cuales, en la escala de las penas
proporcionada a la escala de los delitos, la pena mayor sea la servidumbre
perpetua, y en la otra la roeda (Se refiere a un particular método de ejecución
sancionado por Carlos I de España y V de Alemania en el año de 1532, el cual
consistía en amarrar al reo a una gran rueda sobre la cual el verdugo, haciendo
uso de una gran barra de hierro, le golpeaba ocasionándole severísimas
fracturas en estómago y pecho, dejándole luego agonizar y morir sobre la
misma rueda. Cabe precisar que este tormento-ejecución tan sólo se aplicaba a
hombres condenados por delitos atroces. Este suplicio-ejecución fue aplicado
al célebre Calas, quien fuere condenado por el Parlamento de Toulouse en el
año de 1762, y tiempo después rehabilitado por el mismo Parlamento, después
de que Voltaire demostrase su inocencia, así como el gravísimo error judicial
cometido en ese tristemente célebre caso).
A medida que los suplicios se hacen más crueles, el espíritu de los hombres,
que, al modo de los líquidos, se pone siempre al nivel con los objetos que le
circundan, estos espíritus, pues, se irán endureciendo; y la fuerza siempre viva
de las pasiones hace que después de cien años de crueles suplicios, la rueda
aterrorice tanto como antes aterrorizó la prisión. La propia atrocidad de la pena
hace atreverse tanto más para esquivarla, cuanto es más grande el mal contra
el cual marcha, haciendo que se haya cometido más de un delito con este
propósito. Los países y los tiempos de los suplicios más atroces han sido
siempre los de las acciones más inhumanas y sanguinarias, porque el mismo
espíritu de ferocidad que guiaba la mano del legislador era el que regía la del
parricida y la de los sicarios; el Trono dictaba leyes de hierro a almas atroces
de esclavos obedientes y en la obscuridad privada palpitaba el estímulo a
inmolar a los tiranos para crear otros.
Terminaré con la reflexión de que la magnitud de las penas debe ser relativa al
estado de la nación misma. Muy fuertes y sensibles deben ser las impresiones
sobre las almas endurecidas de un pueblo que apenas ha salido del estado de
salvajismo. Para abatir a un león feroz que resiste al disparo de un fusil, se
necesita un rayo. Pero a medida que las almas se ablandan en el estado de
sociedad, crece la sensibilidad, y al crecer ella, debe mermar la fuerza de la
pena, si quiere mantenerse constante la relación entre el objeto y la sensación.
De la pena de muerte
La inútil probabilidad de suplicios, que no ha servido nunca para mejorar a los
hombres, me impulsa a examinar si la muerte sea verdaderamente útil y justa
en un gobierno bien organizado.
¿Cuál puede ser el derecho que se atribuyen los hombres de destruir a sus
semejantes? Seguramente no aquél del que derivan la soberanía y las leyes.
La una y las otras son tan sólo la suma de mínimas porciones de libertad
particular de cada cual, y representan la voluntad general, que es una
agregación de las particulares. ¿Quién podrá ser aquél que haya querido dejar
a otros hombres el arbitrio de matar? ¿Cómo en el mínimo sacrificio de la
libertad de cada cual puede estar incluído el del máximo entre todos los bienes,
que es la vida? y si así fuese ¿cómo puede concertarse tal principio con aquel
otro que enseña que el hombre no es dueño de darse la muerte? Pues en
realidad debiera serIo ya que ha podido conceder a otros este derecho, o a la
sociedad entera.
Cuando la experiencia de todos los siglos durante los cuales el último suplicio
nunca disuadió a ciertos hombres de ofender a la sociedad; cuando el ejemplo
de los ciudadanos romanos y el de los veinte años de reinado de la Emperatriz
Isabel de Moscovia, en los cuales ella dio a los directores de los pueblos
ejemplo tan ilustre, que equivale a muchas conquistas compradas con la
sangre de los hijos de la Patria ( referencia directa a Isabel de Prusia, hija de Pedro el
Grande, quien en diez años continuos de su periodo de reinado, esto es, de 1741 a 1751, no
hubo ninguna ejecución)
cuando todo esto no persuadiese a los hombres a quienes
el lenguaje de la razón es siempre sospechoso, en tanto que el de la autoridad
es siempre eficaz, bastaría consultar la naturaleza del hombre para sentir la
verdad de mi afirmación.
La pena de muerte causa una impresión que, con toda su fuerza, no suple al
pronto olvido, natural al hombre hasta en las cosas más esenciales, y que se
ve acelerado por las pasiones. Regla general : las pasiones violentas
sorprenden a los hombres, pero no por largo tiempo, por lo cual son aptas para
producir revoluciones como aquéllas que hicieron de hombres vulgares o bien
persas o bien lacedemonios; pero en un gobierno libre y tranquilo, las
impresiones más bien deben ser frecuentes que fuertes.
Para que una pena sea justa sólo debe tener los justos grados de intensidad
que basten para apartar del delito a los hombres. Ahora bien: no hay nadie que
reflexivamente pueda elegir la pérdida total y perpetua de su propia libertad por
ventajosa que pueda resultarle la comisión de un delito. De modo que la
intensidad de la pena de esclavitud perpetua, o sea de la perpetua prisión,
puesta en lugar de la pena de muerte, tiene lo suficiente para apartar a
cualquiera del ánimo determinado de delinquir. Añadiré que todavía hay más.
Son muchísimos los que miran la muerte con rostro tranquilo y firme: éste por
fanatismo, aquél por vanidad que casi siempre acompaña al hombre incluso
más allá de la tumba; quien por una última y desesperada tentativa de no vivir o
de salir de la miseria. Pero ni el fanatismo ni la vanidad gustan de estar entre
cepos y cadenas, bajo el látigo o bajo el yugo, o en una jaula de hierro en que
el desesperado no acaba sus males, sino que los comienza. Nuestro ánimo
resiste más a la violencia y a los dolores extremos, aunque pasajeros, que al
tiempo y al fastidio incesante, porque, por decirlo así, puede él condensarse en
sí mismo por un momento para resistir a los primeros pero su vigorosa
elasticidad no basta para resistir la larga y repetida acción de los segundos.
Con la pena de muerte cada ejemplo que se da a la nación, supone un delito; y
en la pena de servidumbre perpetua, en cambio, un solo delito da muchísimos
y duraderos ejemplos; y si es importante que los hombres vean con frecuencia
el poder de las leyes, las condenas de muerte no deben distanciarse mucho
unas de otras a través del tiempo, de modo que suponen la frecuencia de los
delitos. De lo cual resulta que para que este suplicio sea útil, precisa que no
ejerza sobre los hombres toda la impresión que debiera, o, dicho de otra
manera, que sea útil y que no lo sea, al mismo tiempo. Al que dijera que la
servidumbre penal perpetua es tan dolorosa como la muerte, y, por tanto,
igualmente cruel, yo le respondería que, sumando todos los momentos infelices
de la servidumbre penal misma, lo sería acaso más, porque éstos se extienden
sobre toda la vida y aquélla ejerce toda su fuerza en un momento; siendo ésta
la ventaja de la servidumbre penal, que asusta más al que la ve que al que la
sufre, porque el que la ve considera toda la suma de los momentos infelices; y
en el que la sufre, la infelicidad del momento presente le distrae de la
infelicidad futura. Todos los males se agrandan en la imaginación y el que los
sufre encuentra compensaciones y consuelos desconocidos o no creídos por
los espectadores, que cambian su sensibilidad propia por el ánimo encallecido
del infeliz.
¿Qué deberán pensar los hombres cuando ven a los sabios magistrados y a los
graves sacerdotes de la justicia haciendo arrastrar, con indiferente tranquilidad
suya, a un reo hasta la muerte; y cuando un desgraciado expira en las últimas
angustias, esperando el golpe fatal, el juez, con insensible frialdad y acaso con
la secreta complacencia de su autoridad propia, se dispone a gustar de los
placeres y comodidades de la vida? ¡Ay!, dirán los desgraciados, ¡estas leyes
no son más que pretextos de la fuerza; y las meditadas y crueles formalidades
de la justicia sólo son un lenguaje convenido para inmolarnos con mayor
seguridad como víctimas destinadas en sacrificio al ídolo insaciable del
despotismo! El asesinato, que se nos predica como un terrible maleficio, ahora
le vemos aquí usado sin repugnancia y sin pudor. Aprovechemos el ejemplo.
La muerte violenta nos parecía una escena terrible según las descripciones
que se nos hacían, pero ahora vemos cómo es asunto de momentos. Y mucho
menos lo será en quien, sin esperarla, se ahorre casi todo lo que haya en ella
de doloroso.
Estos son los funestos paralogismos que, si no con claridad, confusamente por
lo menos, se hacen para su uso los hombres dispuestos a los delitos, en los
cuales, como ya hemos visto, el abuso de la religión puede más que la religión
misma.
¡Feliz, la humanidad si por primera vez se le dictasen leyes, ahora que vemos
colocados en los tronos de Europa monarcas buenos, amantes de las virtudes
pacíficas, de las ciencias, de las artes, padres de sus pueblos, ciudadanos
coronados cuya autoridad aumentada constituye la felicidad de sus súbditos,
puesto que suprime el despotismo intermediario, más cruel por cuanto menos
seguro que sofocaba los deseos sinceros de los pueblos, y siempre faustos
cuando pueden llegar hasta el trono! Si estos monarcas, diré, dejan subsistir
las leyes antiguas, ello depende de la dificultad infinita de borrar en tales
errores la añeja roña de muchos siglos. Este será para los ciudadanos
ilustrados un motivo para desear, con mayor ardor todavía, el continuado
aumento de su autoridad.
Bando y confiscaciones
El que turba la tranquilidad pública, el que no obedece a las leyes, o sea, a las
condiciones bajo las cuales se soportan los hombres comerciando entre sí y
defendiéndose, los que deban ser excluidos de la sociedad, han de ser
pregonados en bando.
Parece que el bando debería ser publicado contra aquéllos que, estando
acusados de un delito atroz, cuentan con grandes probabilidades, aunque no
con la certidumbre, de ser realmente reos. Pero para esto sería necesario
laborar un estatuto lo menos arbitrario y lo más preciso que fuese posible,
condenando a bando a todo aquél que pusiera a la nación en la fatal alternativa
de temerle o de ofenderle, dejándole, no obstante, el sagrado derecho de
probar su inocencia. Por consiguiente, los motivos de un bando debieran ser
mayores contra un nacional que contra un extranjero, contra un inculpado por
primera vez que contra quien ya lo fue varias veces.
Infamia
La infamia es una señal de la desaprobación pública que priva al reo de los
sufragios públicos, de la confianza de la patria y de la especie de fraternidad
que la sociedad inspira. Pero la infamia no depende del albedrío de la ley. Por
tanto, precisa que la infamia que aplica la ley sea la misma que nace de las
relaciones de las cosas, la misma que inspiran la moral universal o la moral
particular que dependa de los sistemas relativos, legisladores de las opiniones
vulgares y de la nación en cuestión. Si la una es diferente de la otra, o la ley
pierde la veneración pública o las ideas de moralidad y de probidad se
desvanecerán a despecho de las reclamaciones, que nunca pueden resistir a
los ejemplos. Aquél que declare infame acciones que por sí mismas son
indiferentes, disminuirá la infamia de las acciones que verdaderamente sean
infamantes.
No sólo las artes de gusto y placer, que tienen como principio universal la
imitación fiel de la naturaleza, sino también la política misma, al menos la
verdadera y duradera, está sujeta a la máxima general que hemos establecido,
pues no es otra cosa que el arte de dirigir bien los sentimientos inmutables de
los hombres, haciéndoles útiles.
Prontitud de la pena
La pena será tanto más justa y útil cuanto sea más pronta y más vecina al
delito cometido. Digo más justa, porque ahorra al reo los tormentos inútiles y
fieros de la incertidumbre, que crecen con el vigor de la imaginación y el
sentimiento de la debilidad propia; digo más justa, porque, siendo la privación
de la libertad una pena, no puede preceder a la sentencia, sino cuando la
necesidad lo pide. La cárcel, por tanto, es la simple custodia de un ciudadano
mientras al reo se le juzga; y esta custodia, siendo, como es, esencialmente
penosa, debe durar el menor tiempo posible y además debe ser lo menos dura
que se pueda. El menor tiempo de ella debe ser medido por la duración
necesaria del proceso y por la edad de quien tenga derecho a ser juzgado
antes. La estrechez de la cárcel sólo puede ser la necesaria para impedir la
fuga del delincuente o para que no oculte las pruebas de sus delitos. Todo el
proceso debe acabarse con la mayor brevedad posible. ¿Podrá haber contraste
más cruel que el de la indolencia del juez y las ansias de un reo, que las
comodidades y placeres de un magistrado insensible, por una parte, y, por otra,
las lágrimas y la demacración de un preso? Por lo general, el peso de la pena y
las consecuencias del delito deben ser lo más eficaces para los demás y lo
menos duras que sea posible para quienes la sufren, pues no es posible llamar
sociedad legítima a aquélla en que no sea principio infalible el de que los
hombres sólo han tratado de someterse a los menores males posibles.
He dicho que la prontitud de las penas es más útil, porque cuanto menor sea el
tiempo que transcurra entre la pena y el delito, tanto más fuerte y duradera será
en el alma humana la asociación de estas dos ideas: delito y pena, de tal
suerte que insensiblemente se consideren, la una como razón, y la otra como
efecto necesario indefectiblemente. Está demostrado que la asociación de las
ideas es el cemento de toda la fábrica de la inteligencia humana, sin el cual el
placer y el dolor serían sentimientos aislados y de ningún efecto. Cuanto más
se alejan los hombres de las ideas generales y de los principios universales, es
decir, cuanto más vulgares son, tanto más obrarán por las asociaciones más
inmediatas y próximas, olvidando las más remotas y complicadas, útiles sólo
para los hombres fuertemente apasionados del objeto a que tienden, toda vez
que la luz de la atención aclara tan sólo un objeto, dejando a los demás a
obscuras. Del mismo modo sirven a las mentalidades más elevadas que han
adquirido el hábito de descubrir rápidamente muchos objetos de una vez,
teniendo la facilidad de contrastar muchos sentimientos parciales unos con
otros, para que el resultado, que es la acción, sea menos peligroso e incierto.
Otro principio hay que sirve admirablemente para apretar siempre la importante
conexión que debe haber entre la acción punible y la pena, y es el de que la
pena debe ser conforme, cuanto más se pueda, a la naturaleza del delito. Esta
analogía facilita admirablemente el contraste que debe existir entre el estímulo
para el delito y la repercusión de la pena; queremos decir que ésta, la pena,
debe alejar y conducir el ánimo del reo a un fin opuesto al que le encamina la
seductora idea de la infracción de la ley.
A los reos de los delitos más leves se les castiga enviándoles a la obscuridad
de una cárcel o a que sirvan de ejemplo en naciones a quienes no han
ofendido, con la lejana y casi inútil esclavitud del destierro o de la deportación.
Si los hombres no se deciden en un momento dado a cometer los delitos más
graves, la pena pública de una gran maldad se considerará por la mayoría
como algo extraño e imposible de realizar; pero la pena pública de los delitos
más leves, a que el ánimo está siempre más vecino, hará una impresión tal
que, al apartarle de ellos, le alejará aún más de aquellos otros. Las penas no
sólo deben ser proporcionadas entre sí con los delitos en cuanto a su fuerza,
sino en cuanto al modo de infligirlas.
Asilos
Aun me quedan dos cuestiones que examinar, siendo una de ellas la de si son
justos los asilos y si es útil, o no, el pacto que las naciones hacen de
devolverse recíprocamente a los reos. Dentro de las fronteras de un país, no
debe haber lugar alguno independiente de las leyes, porque la fuerza de las
mismas debe seguir a cada ciudadano como la sombra sigue al cuerpo. La
impunidad y el asilo sólo se diferencian en más o menos; y como la impresión
de la pena más consiste en la impresión de la seguridad de encontrarla que en
su propia fuerza, los asilos invitan más a los delitos que las penas los alejan de
ellos. Multiplicar los lugares de asilo es crear otras tantas pequeñas
soberanías, pues donde no hay leyes que mandan, allí podrán formarse leyes
nuevas opuestas a la común y, con ello, un espíritu opuesto al del cuerpo
entero de la sociedad. Todas las historias enseñan que de los asilos nacieron
las grandes revoluciones en los Estados y en las opiniones de los hombres.
Algunos han sostenido que donde quiera que se cometa un delito o sea una
acción contraria a la ley, pueda ser penado el delincuente, como si el carácter
de súbdito fuese indeleble, sinónimo, y hasta peor, que el de esclavo, como si
uno pudiese ser súbdito de un dominio y habitar en otro y como si sus acciones
pudiesen sin contradecirse, estar subordinadas a dos soberanos y a dos
códigos contradictorios a menudo. Algunos creen igualmente, que una acción
cruel, cometida en Constantinopla, por ejemplo, puede ser castigada en París,
por la razón abstracta de que quien ofende a la humanidad merece tener por
enemigo a la humanidad entera, con la execración universal, y como si los
jueces fuesen vindicadores de la sensibilidad de los hombres, y no más bien de
los pactos que les ligan entre sí. El lugar de la pena es el lugar del delito, pues
solamente en él, y no en otros lugares, los hombres se ven forzados a ofender
a un particular para prevenir la ofensa pública. Un malvado que no ha roto los
pactos de una sociedad de la que no era miembro, puese ser temido, y, por lo
mismo, ser desterrado y excluído por la fuerza superior de aquella sociedad
misma, pero no puede ser castigado con las formalidades de la ley, que son
vindicadoras de los pactos, no de la malicia intrínseca de las acciones.
Pero si sea útil entregarse recíprocamente los reos entre las naciones, no me
atreveré a decidirlo mientras las leyes más conformes a las necesidades de la
humanidad, las penas más suaves y extinguida la dependencia del arbitrio y de
la opinión, no aseguren la inocencia oprimida y la virtud detestada; mientras la
tiranía no venga del todo de la razón universal, que siempre une los intereses
del trono y de los súbditos, confinada en las vastas llanuras de Asia. Aun
cuando la persuasión de no encontrar un palmo de tierra que perdone a los
verdaderos delitos, sería un medio eficacísimo de prevenirlos.
Del poner a precio la cabeza de los reos
La otra cuestión, de las dos a que aludíamos, es la de si es útil poner a precio
la cabeza de un hombre conocido como reo, y, armando el brazo de cada
ciudadano, hacer de ellos verdugos. O el reo se encuentra dentro de los
confines nacionales, o fuera de ellos. En el primer caso, el Soberano estimula a
los ciudadanos a cometer un delito y les expone a un suplicio, cometiendo una
injuria y una usurpación de autoridad en los dominios de otro, y a la vez.
autorizando de este modo a las demás naciones para que hagan lo mismo con
respecto a él. En el segundo caso, muestra la misma debilidad. El que tiene
fuerzas bastantes para defenderse, no procura comprarlas. Además, el edicto
poniendo precio a la cabeza de un reo, trastorna todas las ideas de moral y
virtud que el menor soplo desvanece en el alma humana. Unas veces, las leyes
invitan a la traición; y otras la castigan. Con una mano, el legislador aprieta los
lazos de familia, de parentela, de amistad; y con la otra premia al que los
rompe y los desprecia; siempre contradictorio consigo mismo, ora invita a la
confianza el ánimo sospechoso de los hombres, ora siembra la desconfianza
en todos los corazones. En vez de prevenir un delito, hace que nazcan cientos.
Estos son los recursos de las naciones débiles cuyas leyes no son más que
reparaciones momentáneas de un edificio ruinoso que cruje por todas partes. A
medida que crece la ilustración en una nación, la buena fe y la confianza
recíproca se hacen necesarias en ella, tendiendo siempre más a confundirse
con la política verdadera. Los artificios, las cábalas, los caminos obscuros e
indirectos son más previsibles y la sensibilidad general humilla la sensibilidad
de cada uno en particular. Hasta los siglos de ignorancia, en los cuales la moral
pública obliga a los hombres a obedecer a la privada, sirven de instrucción y
experiencia a los siglos ilustrados. Pero las leyes que premian la traición y que
suscitan una guerra clandestina, esparcen las sospechas recíprocas entre los
ciudadanos, se oponen a tan necesaria reunión de la moral con la política, a
que los hombres deberían su felicidad, las naciones su paz y el universo algún
intervalo mayor de tranquilidad y reposo a los males que se ciernen sobre él.
Proporción entre los delitos y las penas
No solamente es interés común que no se cometan delitos, sino que sean más
raros en proporción con el mal que causan a la sociedad. Por consiguiente, los
obstáculos que detengan a los hombres de los delitos, deben ser más fuertes a
medida que sean contrarios al bien público y a medida de los impulsos que
arrantren a ellos.
Es decir, que debe haber proporción entre los delitos y las penas.
Si el placer y el dolor son los motores de los seres sensibles; si entre los
motivos que empujan a los hombres hasta las obras más sublimes, el invisible
Legislador puso el premio y la pena, de la inexacta distribución del uno y de la
otra nacerá la tanto menos observada contradicción cuando más común es, de
que las penas deben castigar los delitos que hayan hecho nacer. Si una pena
igual se impone a dos delitos que ofenden a la sociedad desigualmente, los
hombres no encontrarán obstáculo más fuerte para cometer el delito mayor, si
con ello va unida una mayor ventaja.
Por ejemplo: aquél que vea establecida la misma pena de muerte a quien mate
a un faisán y a quien asesine a un hombre, o a quien falsifique un documento
importante, la ley no establecerá diferencia entre tales delitos y destruirá
sentimientos morales obra de muchos siglos y de mucha sangre, lentísimos y
difíciles de producirse en el alma humana, hasta el punto de que se creyera
que para la germinación de ellos hubiera sido necesaria la ayuda de los
motivos más sublimes y un gran aparato de graves formalidades. Imposible es
prevenir todos los desórdenes posibles en el combate universal de las pasiones
humanas. Estos desórdenes, crecen en razón compuesta de la población y del
cruce de los intereses particulares, de modo que no es posible someterlos a
una dirección geométrica para la utilidad pública. En vez de la exactitud
matemática, en la aritmética política hay que servirse del cálculo de las
probabilidades. Si dirigimos una mirada a la historia veremos cómo crecen los
desórdenes con las fronteras del imperio; y mermando en la misma proporción
el sentimiento nacional, el impulso a delinquir crece en razón del interés que
toma cada cual en los propios desórdenes. Por esto, la necesidad de agravar
las penas va aumentando siempre. La fuerza, semejante a la gravedad, que
nos impulsa a nuestro bienestar, no se retiene sino a medida de los obstáculos
que se le oponen. Los efectos de esta fuerza son la serie confusa de las
acciones humanas. Si éstas chocan recíprocamente y se ofenden entre sí, las
penas, a las que yo llamaría obstáculos políticos, impedirán el mal efecto sin
destruir la causa impelente, que es la misma sensibilidad inseparable del
hombre; el legislador obra como un hábil arquitecto, cuyo oficio es oponerse a
las direcciones ruinosas de la gravedad, colaborando con todas las que
contribuyen a la fuerza del edificio.
Medida de los delitos
Hemos visto que el daño a la sociedad es la verdadera medida de los delitos.
¿Cómo, pues la tomaríamos como norma para castigar los delitos? En este
caso, los hombres podrían penar cuando Dios perdona y perdonar cuando Dios
castiga. Si los hombres pueden estar en contradicción con el Omnipotente, al
ofenderle, también pueden estarlo al castigar.
División de los delitos
Hay delitos que destruyen inmediatamente la sociedad o a quien la representa;
otros ofenden la seguridad particular de un ciudadano, en su vida, sus bienes o
su honor; y algunos otros son actos contrarios a lo que cada cual está obligado
a hacer o a no hacer en vista del bien público.
Todo el que lea con mirada filosófica los códigos y anales de las naciones,
hallará casi siempre que los nombres de virtud y de vicio, de buen ciudadano y
de reo, cambian con las revoluciones de los siglos, no en razán de las
mutaciones que acaecen en las circunstancias de los países, y, por
consiguiente, siempre conformes al interés común, sino en razón de las
pasiones y de los errores que agitaron sucesivamente a 1o's distintos
legisladores. Y muy a menudo verá que las pasiones de un siglo forman la base
de la moral de los siglos venideros; que las pasiones fuertes, hijas del
fanatismo y del entusiasmo, debilitadas y roídas, digámoslo así, por el tiempo,
que reducen todos los fenómenos físicos y morales al equilibrio, poco a poco
forman la prudencia del siglo y el instrumento útil en manos de los fuertes y
hábiles.
Delitos de lesa majestad
Los delitos llamados de lesa majestad, son los primeros de todos y los
mayores, por ser los más dañosos. Sólo la tiranía y la ignorancia, que
confunden los vocablos y las ideas más claras, pueden otorgar este nombre, y
por consiguiente, la mayor de las penas, a delitos de naturaleza diferente,
haciendo a los hombres, igual que en otras mil ocasiones, víctimas de una
palabra. Todo delito, aunque sea privado, ofende a la sociedad; pero no todo
delito procura la inmediata destrucción de ella. Las acciones morales, lo mismo
que las físicas, tienen su limitada esfera de actividad, y están diversamente
circunscritas, como todos los movimientos de la naturaleza, del tiempo y del
espacio; y sólo la interpretación capciosa, que de ordinario es la filosofía de la
esclavitud, puede confundir lo que distinguió la verdad eterna en sus
inmutables relaciones.
Hay delitos que son atentados contra las personas y otros contra la
subsistencia. Infaliblemente, los primeros deben sufrir penas corporales.
Ni los grandes ni los ricos deben poder poner precio a los atentados contra el
débil y el pobre, pues de otro modo las riquezas, que son premio de la industria
bajo la tutela de las leyes, degeneran en pasto de la tiranÍa. No hay libertad
cualquiera de las veces en que las leyes permiten que, en determinados
eventos, el hombre deje de ser persona y se convierta en cosa; veríamos
entonces el esfuerzo del poderoso para hacer surgir de la multitud de
combinaciones civiles, la que la ley da en su favor. Este descubrimiento es el
secreto mágico que cambia a los ciudadanos en bestias de carga, pues tal es
en manos del fuerte la cadena con que se carga las acciones de los incautos y
los débiles. Tal es la razón por la cual en algunos gobiernos, que tienen todas
las apariencias de libertad, la tiranía se esconde o se introduce, imprevista, en
cualquier ángulo ignorado por el legislador, y en el cual insensiblemente arraiga
y se engrandece.
Por lo general, los hombres ponen los más sólidos diques a la tiranía abierta;
pero no ven el insecto imperceptible que los roe, abriendo al río inundador un
camino tanto más seguro cuanto más oculto.
¿Cuáles serán las penas, por consiguiente, debidas a los delitos de los nobles,
cuyos privilegios forman gran parte de las leyes de las naciones? Yo no
examinaré aquí si esta distinción hereditaria entre nobles y plebeyos es útil en
un gobierno, o necesaria en las monarquías, ni si es verdad que constituya un
poder intermedio que limite los excesos de los dos extremos, o si más bien
forma un rango que, esclavo de sí mismo y de los demas, encierra toda
circulación de crédito y esperanza en un círculo estrechísimo, como aquellas
fecundas y amenas islas pequeñas que resaltan en los arenosos y vastos
desiertos de Arabia; así como tampoco examinaré si es cierto que las
desigualdades sean inevitables o útiles en la sociedad y si es verdadero
también que ella, la desigualdad misma, deba residir más bien en las clases
que en los individuos, es decir, fijarse en una parte del organismo político, en
vez de circular por todo el mismo; perpetuarse, más bien que nacer y destruirse
incesantemente. Me limitaré tan rolo a las penas debidas a este rango noble,
asegurando que las penas deben ser las mismas para el primero y el último de
los ciudadanos. Para que sea legítima, toda distinción en los honores o en las
riquezas, supone una igualdad anterior fundada en las leyes que consideran a
todos los súbditos como igualmente dependientes de ellas. Se debe suponer
que los hombres, al renunciar a su natural despotismo, hayan dicho: El que sea
más industrioso, tenga honores mayores y su fama resplandezca en sus
sucesores; el que sea más feliz, o más honrado, espere más aún, pero no
tema menos que los otros hombres violar los pactos que le han alzado. Verdad
es que estos decretos no se dieron en una asamblea del género humano, pero
insiden en las inmutables relaciones de las cosas; no destruyen las ventajas
que se suponen debidas a la nobleza, ni tampoco impiden sus inconvenientes;
lo que hacen es que las leyes sean formidables cerrando el paso a la
impunidad. A quien dijere que la misma pena otorgada al noble y al plebeyo no
es realmente la misma por la diversidad de educación, por la infamia que
extiende a una familia ilustre, yo le respondería que la sensibilidad del reo no
es medida de las penas, sino el daño público, tanto mayor cuanto más
favorecido está el que le causa; y añadiría que la igualdad de las penas sólo
puede ser extrínseca, por ser realmente diversa en cada individuo; y que la
infamia de toda una familia, puede apartarse por el Soberano con
demostraciones públicas de benevolencia que haga a la familia del reo. ¿Quién
ignora que las formalidades sensibles sirven de razón al pueblo, crédulo y
admirador?
Injurias al honor
Las injurias personales y contrarias al honor, que es la porción justa de las
simpatías que un ciudadano tiene derecho a exigir de los otros, deben
castigarse con la infamia.
Hay una notable contradicción entre las leyes civiles, celosas custodias del
cuerpo y bienes de cada ciudadano, más que de otra cosa alguna, y las leyes
de lo que se llama el honor, presididas en todo por la opinión. Esta palabra de
honor, es una de las que han servido de base a largos y brillantes
razonamientos, sin adherirse a ninguna idea fija y estable. ¡Mísera condición de
las mentes humanas ésta de que las lejanísimas y menos importantes ideas de
los movimientos de los cuerpos celestes le estén presentes con un
conocimiento más preciso, que las vecinas e importantísimas nociones
morales, siempre fluctuantes y confusas, según el viento de las pasiones las
arrastra y las recibe y transmite la ignorancia! Pero esta aparente paradoja
desaparecerá al considerar que así como las cosas muy próximas a los ojos se
confunden, del mismo modo la excesiva vecindad de las ideas morales hace
que con facilidad se mezclen con las muchísimas ideas simples que las
componen, confundiendo las líneas de separación necesarias al espíritu
geométrico que trata de medir los fenómenos de la sensibilidad humana. Y
disminuirá del todo la maravilla del indiferente indagador de las cosas
humanas, que sospechará acaso que no sea necesario tanto aparato de moral
ni tantos compromisos para hacer que los hombres sean libres y felices.
Este honor, por consiguiente, es una de aquellas ideas complejas que son un
agregado, no sólo de ideas simples, sino también de ideas igualmente
complicadas, que al presentarse de un modo vario ante la mente, unas veces
admiten y otras excluyen algunos de los elementos que las componen, sin
conservar más que algunas pocas ideas comunes, al modo que las cantidades
complejas algebraicas admiten un divisor común. Para encontrar este común
divisor en las válidas ideas que los hombres se forman del honor, es necesaria
una rápida mirada a la formación de la sociedad.
De los duelos
De esta necesidad de los sufragios ajenos, nacieron los duelos privados, cuyo
origen se encuentra precisamente en la anarquía de las leyes. Se pretende que
estos duelos los desconoció la antigüedad, acaso porque los antiguos no se
reunían sospechosamente armados en los templos y en los teatros, o con los
amigos; acaso porque el duelo era un espectáculo ordinario y común que
daban al pueblo los gladiadores, esclavos y envilecidos, de modo que los
hombres libres desdeñaban ser considerados y llamados gladiadores, al
participar en combates singulares. En vano los edictos de muerte contra todo
aquél que aceptara un duelo, trataron de extirpar esta costumbre, cuyo
fundamento está en algo que algunos hombres temen más que a la muerte,
porque, privado de los sufragios favorables de los demás, el hombre de honor
se ve expuesto a convertirse en un ser meramente solitario, lo cual es un
estado insufrible para un hombre social, o bien a convertirse en blanco de los
insultos y la infamia que con su acción repetida superan el peligro de la pena.
¿Cuál es el motivo de que el pueblo bajo no se bata en duelo tanto como los
grandes? No sólo porque está desarmado, sino porque la necesidad de los
sufragios ajenos es menos común en la plebe que en aquellos otros, que,
siendo más elevados, se miran Con mayor sospecha y envidia.
No será inútil repetir lo que han escrito otros, a saber: que el mejor método de
prevenir este delito, es castigar al agresor, o sea al que diera ocasión al duelo,
declarando inocente, en cambio, al que, sin culpa suya, se ha visto obligado a
defender lo que las leyes actuales no aseguran, que es la opinión.
Hurtos
Los hurtos a que no va unida la violencia, deberían castigarse con pena
pecuniaria. Aquél que trata de enriquecerse con lo ajeno debería ser
empobrecido de lo propio. Pero como por lo común este delito es propio de la
miseria y la desesperación, el delito de tan infeliz porción de hombres a
quienes el derecho de propiedad (terrible y acaso no necesario derecho) no ha
dejado más que una existencia desnuda; como las penas pecuniarias
aumentan el número de los reos por encima del de los delitos y quitan el pan a
los inocentes como a los malvados, la pena más oportuna de los hurtos sería
aquella especie de servidumbre que pudiera llamarse justa, o sea una
servidumbre temporal del trabajo y de las personas en favor de la sociedad
ordinara, para resarcir con la propia y perfecta dependencia del injusto
despotismo usurpado sobre el pacto social. Pero cuando el hurto vaya
acompañado de violencia, la pena debe ser también una aleación de castigo
corporal con la servidumbre penal. Otros escritores antes que yo han
demostrado el desorden evidente que nace de no distinguir bien las penas de
los hurtos violentos de los no violentos, estableciendo la absurda ecuación de
una importante suma de dinero con la vida de un hombre. Los delitos de que
hablamos son de naturaleza distinta; y es ciertÍsimo también en política el
axioma matemático de que entre cantidades heterogéneas hay un infinito que
las separa. Pero quizá no sea superfluo repetir lo que casi nunca se haya
cumplido. Las máquinas políticas conservan más que otra alguna el
movimiento recibido, siendo las más lentas en adquirir otro movimiento nuevo.
Contrabandos
El contrabando es un verdadero delito que ofende al Soberano y a la nación;
pero su pena no debe ser infamante, porque cometerle no produce infamia en
la opinión públIca. ¿Pero por que este delito no infama a sus autores, siendo
como es, un hurto que se leo hace al Príncipe, y por consiguiente, a la nacón
misma? Responderé a esta pregunta dlciendo que las ofensas que los hombres
creen que no pueden hacérseles, no les interesan tanto que baste para
producir la indignación pública contra el que las comete. Así es el contrabando.
Los hombres a quienes las consecuencias remotas impresionan muy poco, no
consideran el daño que puede acarrearles el contrabando, y hasta más bien
aprovechan sus ventajas presentes. Ellos no ven en el contrabando más que el
daño que recibe el Príncipe y no les interesa privar de sus sufragios al
contrabandista, igual que hacen con el que comete un hurto privado, el que
falsifica un documento y comete otros males de éstos. Es un principio sensible
evidente el de que todo ser sensible sólo se interesa por los males que conoce.
De los deudores
La buena fe de los contratos y la seguridad del comercio obligan al legislador a
asegurar a los acreedores con la persona del deudor insolvente. Pero yo creo
importante distinguir al insolvente doloso del inocente; el primero debería recibir
igual pena que se asigna a los falsificadores de moneda, porque falsificar una
pieza de metal acuñado, que representa una prenda de las obligaciones de los
ciudadanos, no es mayor delito que falsificar las obligaciones mismas. Pero el
insolvente inocente, el que, tras un riguroso examen, ha probado ante sus
jueces que la malicia o la desgracia ajenas, o vicisitudes inevitables de la
prudencia humana, le despojaron de sus bienes ¿por qué bárbaro motivo
deberá ser recluído en prisión, privado del único y triste bien que le resta, o sea
la desnuda libertad, experimentando las angustias de los culpables, la
desesperación de la probidad oprimida, arrepentido acaso de la inocencia en
que vivía tranquilo, bajo la tutela de las leyes que no estaba en su albedrío
dejar de ofender? ¡Leyes dictadas por la avidez de los poderosos y que los
débiles sufren con la esperanza, que casi siempre brilla en el alma humana,
que nos hace creer que los sucesos desfavorables deben ser para los demás y
los favorables para nosotros! Los hombres, abandonados a sus sentimientos
evidentes, gustan que las leyes sean crueles, aun cuando, sujetos a las
mismas, a cada uno de ellos le interesaría que fuesen moderadas, por ser
mayor el temor de sufrirlas que los deseos de ofenderlas.
Volviendo al insolvente no culpable, diré que si, por una parte, su obligación
debe ser inextinguible hasta que se haya pagado por completo, a menos que
se le hubiere otorgado la facultad de sustraerse a ella sin el consentimiento de
la parte, o de trasladar su industria al imperio de otras leyes, industria que
debería estar comprometida, bajo pena, a garantizar el compromiso
proporcionalmente a las ganancias, por otra parte, ¿qué pretexto legítimo,
como la seguridad del comercio o la sagrada propiedad de los bienes, podría
justificar una privación de libertad que sería del todo inútil, salvo el caso de que
los rigores de la prisión pudieran servir para revelar los secretos del supuesto
insolvente, caso rarísimo en el supuesto de un riguroso examen?
(El comercio, la propiedad de los bienes, no son fin del pacto social, pero
pueden ser medio para llegar a él. Exponer a todos los miembros de la
sociedad a los males que se ha tratado de evitar con la constitución de ella,
sería subordinar los fines a los medios, lo cual es un paralogismo en todas las
ciencias, y sobre todo, en la política, paralogismo en que yo mismo he caído en
las ediciones precedentes, cuando decía que el insolvente inculpable debiese
ser tenido en custodia, como prenda de sus deudas, o utilizado como esclavo
trabajando a favor de sus acreedores. Me avergüenzo de haber escrito tales
palabras. Se me ha acusado de sedición sin merecerlo. He ofendido los
derechos de la humanidad, ¿y nadie me lo ha reprochado? -Nota posterior del
autor).
¡Cuán fácil sería para el cuidadoso legislador impedir gran parte de las
insolvencias culpables y remediar las desgracias de los inocentes laboriosos! El
registro público y manifiesto de todos los contratos y la libertad de los
ciudadanos para consultar los documentos respectivos, bien ordenados; un
banco público constituído con fondos prudentemente tomados de los tributos
sobre las mercancías buenas, destinado a socorrer con sumas oportunas a los
infelices e inculpables que lo merecieran, no presentarían ningún inconveniente
real, y, en cambio, podrían producir ventajas innumerables. Pero las fáciles, las
sencillas, las grandes leyes que no aguardan más que la señal del legislador
para extender en el seno de las naciones la abundancia y la opulencia, leyes
que encontrarían himnos inmortales de reconocimiento de generación en
generación, son las menos conocidas y las menos deseadas, a pesar de todo.
Un espíritu inquieto y meticuloso, la tímida prudencia del momento presente, la
rígida prevención contra las novedades, se adueñan de los sentimientos del
que se ocupa de combinar la multitud de quehaceres de los pequeños mortales
...
De la tranquilidad pública
Finalmente, entre los delitos de la clase tercera que hemos presentado, están
los que van contra la tranquilidad pública y la quietud de los ciudadanos, tales
como los alborotos y tumultos en las calles públicas, destinadas al comercio y
tránsito de los ciudadanos, los discursos fanáticos que excitan las fáciles
pasiones de las multitudes curiosas, envalentonadas por la curiosidad y por la
frecuencia y número de los oyentes y sobre todo por el obscuro y misterioso
entusiasmo, no en cambio, por la razón, clara y tranquila, que jamás obra sobre
las grandes masas de hombres.
Yo, por mi parte, no hallo excepción alguna para este axioma general, a saber,
que todo ciudadano debe saber cuándo es reo y cuándo inocente. Si los
censores, y en general, los magistrados arbitrarios son necesarios en algunos
gobiernos, ello se debe a la debilidad de la propia constitución de éstos, y no a
la naturaleza de un gobierno bien organizado. La incertidumbre de la suerte
propia, ha sacrificado más víctimas a la obscura tiranía, que no la crueldad
pública y solemne. Aquella rebela los ánimos más que los envilece. El
verdadero tirano siempre comienza reinando sobre la opinión y el valor sólo
puede llegar a resplandecer a la clara luz de la verdad, en el fuego de las
pasiones, o en la ignorancia del peligro.
Del ocio político
Un gobierno sabio no sufre el ocio político en el seno del trabajo y de la
industria. Yo llamo ocio político a todo aquello que no contribuye a la sociedad
ni con el trabajo ni con la riqueza; a todo aquello que gana sin perder nunca, a
lo que, siendo venerado por el vulgo con admiración estúpida, el sabio lo mira
con desdeñosa compasión hacia sus víctimas; lo que, careciendo del estímulo
de la vida activa, que es la necesidad de conservar o aumentar las
comodidades de la vida, entrega todas sus energías a las pasiones de la
opinión, que no son las menos fuertes. Los austeros declamadores han
confundido este ocio con el ocio de Ias riquezas acumuladas por Ia industria;
por lo cual son Ias leyes las que deben definir el ocio punible, no la austera y
limitada virtud de algunos censores. Políticamente hablando, no es ocioso el
que goza de los frutos de los vicios o las virtudes de sus antepasados,
vendiendo por placeres actuales el pan y Ia vida de la pobrez.a trabajadora; el
que ejerce en paz Ia tácita guerra de Ia industria con la opulencia, en vez de la
guerra incierta y sanguinaria con la fuerza. El ocio de que hablamos es
necesario y útil a medida que la sociedad se dilata y la administración se
restringe.
Del suicidio y de los emigrantes
El suicidio es un delito que parece no poder admitir pena propiamente dicha,
supuesto que la pena no podrá recaer sino sobre inocentes o sobre un cuerpo
frío e insensible. Y si la pena, en estas condiciones, no puede hacer ninguna
impresión sobre los vivos, como no lo haría despedazar una estatua, sería
injusta y tiránica la pena, porque la libertad política de los hombres supone
necesariamente que las penas sean meramente personales. Los hombres
aman mucho la vida y todo cuanto les rodea les confirma en este amor. La
imagen seductora del placer, y la esperanza, dulcísimo engaño de los mortales,
por la cual soportan a grandes sorbos el mal mezclado con algunas pocas
gotas de contento, les seduce tanto para que pueda temerse que la impunidad
necesaria de un delito como éste ejerza algún influjo sobre los hombres. Quien
teme al dolor, obedece a las leyes; pero la muerte extingue todas las fuentes
que halla en el cuerpo. ¿Cuál será pues, el motivo que alentará la mano
desesperada del suicida?
Aquél que se mata causa menos daño a la sociedad que el que se sale para
siempre de los límites de ella, pues aquél deja allí toda sus substancias,
mientras que éste se transporta a otro lugar con todo su haber. Antes bien, si la
fuerza de la sociedad consiste en el número de los ciudadanos, al sustraerse a
sí mismo y darse a una nación vecina, el emigrante hace un doble daño que
aquél que simplemente con la muerte se aparta de la sociedad. Por
consiguiente, la cuestión se reduce a saber si es útil o perjudicial para las
naciones dejar a los hombres la libertad perpetua de ausentarse de la sociedad
a que pertenecían.
Y si, como se ha dicho, nuestros sentimientos son limitados, cuanto mayor sea
la veneración que tengan los hombres hacia asuntos extraños a las leyes, tanto
menos de aquélla quedará para las leyes mismas. El prudente dispensador de
la felicidad pública, puede sacar algunas útiles consecuencias del principio que
acabamos de sentar; pero el exponerlas me apartaría demasiado de mi asunto,
el cual no es otro que demostrar la inutilidad de hacer del Estado una prisión.
Una ley de este género será inútil, pues, a no ser que haya escollos
inaccesibles o mares innavegables que separen un país de todos los demás
¿cómo cerrar todos los puntos de la circunferencia de aquél y cómo custodiar a
los que custodian? Aquél que todo lo lleva consigo, no puede ser castigado,
después de lo que hizo. Un delito como éste no puede ya castigarse después
de haber sido cometido, y el castigarle antes sería castigar la voluntad de los
hombres, y no sus actos; sería imponerse a la intención, que es una parte
enteramente libre del hombre, independiente del imperio, de las leyes
humanas. Por otra parte, castigar al ausente en las cosas que haya dejado tras
de sí, además de la fácil e inevitable colusión que no puede suprimirse sin
tiranizar los contratos, encallaría todo comercio de nación en nación. Penar el
delito cuando regresase el reo, sería tanto como impedir que se reparase el
mal causado a la sociedad, pues todas las ausencias entonces se harían
perpetuas. Hasta la prohibición de salir de un país, aumenta en los nacionales
del mismo el deseo de salir de él, y es una advertencia a los forasteros para
que no penetren en el mismo.
(Cuando los límites de un país aumentan en mayor razón que la población del
mismo, el lujo allí favorecerá al despotismo, tanto porque cuanto es menor el
número de los habitantes tanto es menor la industria, cuanto porque cuanto
menor sea la industria, mayor será la dependencia de la pobreza en relación
con el fausto, y tanto más dificil y menos temida será la reunión de los
oprimidos contra los opresores, pues las adoraciones, los oficios, las
distinciones, la sumisión que hacen más sensible la distancia entre el fuerte y el
débil, se obtienen con mayor facilidad de pocos que de muchos, pues los
hombres son tanto más independientes cuanto menos obedientes y tanto
menos obedientes cuanto es mayor su número. Pero donde la población crece
en proporción mayor que las fronteras, el lujo se opone al despotismo, porque
anima a la industria y a la actividad de los hombres, y la necesidad ofrece
demasiados placeres y comodidades al rico para que la ostentación que
aumenta la impresión de dependencia, destaque sobre todo. Asi puede
observarse que en los Estados grandes y débiles, por despoblados, si no
median otros motivos que les sirvan de obstáculo, el lujo de ostentación
prevalece sobre el de comodidades; pero en los Estados poblados, el lujo de
comodidades hace disminuir siempre el de ostentación.- Nota posterior del
Autor).
Pero la seguridad y la libertad limitada sólo por las leyes, forman base principal
de esta felicidad, con lo que los placeres del lujo favorecen la población y sin
las cuales se convierten en instrumentos de tiranía. Al modo que los animales
más generosos y los pájaros, tan libres como son, se alejan en las soledades y
en los bosques inaccesibles, abandonando las campiñas fértiles y risueñas al
hombre que los acecha, así los hombres huyen hasta de los placeres, cuando
se los distribuye la tiranía.
Por consiguiente, está demostrado que la ley que encierra a sus súbditos
dentro de su país, es inútil e injusta; y lo será del mismo modo la que ponga
pena al suicidio, pues, aunque ésta sea una culpa que castiga Dios, que es
quien puede castigar hasta después de la muerte, el suicidio no es delito ante
los hombres, toda vez que la pena, en lugar de recaer sobre el reo, cae sobre
su familia: Si alguno me opusiese que la pena del suicidio podría por lo menos,
apartar de la muerte a algún hombre determinado, yo le respondería que aquél
que renuncia tranquilamente al bien de la vida, que odia la existencia de aquí
abajo, hasta el punto de preferir a ella una eternidad infeliz, ni siquiera se
disuadiría de su resolución por la consideración de sus hijos y parientes.
Delitos de prueba difícil
Hay algunos delitos que son al mismo tiempo frecuentes en la sociedad y
difíciles de probar. Estos delitos son el adulterio, la Venus ática y el infanticidio.
La Venus ática (Beccaria se refiere, mediante el uso de este término, a la inversión sexual,
esto es, al homosexualismo), tan severamente castigada por las leyes y tan
fácilmente sometida a los tormentos vencedores de la inocencia, tiene menos
fundamento en las necesidades del hombre aislado y libre que en las pasiones
del hombre sociable y esclavo. Su fuerza la adquiere no tanto en la saciedad
de los placeres cuanto en la de la educación, que comienza por hacer a los
hombres inútiles a sí mismos para que sean útiles a los demás; en los lugares
en que se condensa la ardiente juventud, en los que habiendo un dique
insuperable a cualquier otro comercio, todo el vigor de la naturaleza que se
desarrolla, se consume inútilmente para la humanidad, anticipando la vejez.
En cuanto al infanticidio (mediante el uso de este término, Beccaria más bien hace
referencia al aborto procurado), es también efecto de la inevitable contradicción en
que está colocada la mujer que ha cedido por debilidad o por violencia. Quien
se encontrase colocado en la disyuntiva de la infamia o la muerte de un ser
incapaz de sentir los males ¿cómo no preferirá esta última solución a la miseria
infalible a que quedarían expuestos la madre y su hijo infeliz? La mejor manera
de evitar este delito, sería proteger con leyes eficaces la debilidad contra la
tiranía, la cual exagera los vicios que no pueden cubrirse con el manto de la
virtud.
De un genero particular de delitos
El que lea este libro, advertirá que he omitido un género de delitos que ha
cubierto a Europa de sangre humana, y que ha alzado hogueras en que
servían de alimento a las llamas cuerpos vivos humanos, cuando era alegre
espectáculo y grata armonía para la ciega multitud oír los sordos y confusos
gemidos de los desgraciados, a través de los remolinos de humo negro, humo
de miembros humanos, entre el crujido de los huesos carbonizados y el chirriar
de las vísceras aun palpitantes. Pero los lectores razonables tendrán en cuenta
que el lugar, el tiempo y la materia, no me permiten examinar la naturaleza de
esta clase de delitos. Sería ajeno y apartado de mi asunto demostrar que debe
ser necesaria una perfecta uniformidad de pensamiento en un Estado, en
contra del ejemplo de muchas naciones; y como opiniones que difieren entre sí
solamente por algunas sutilísimas y obscuras diferencias, harto lejanas de la
capacidad humana, pueden también perturbar el bien público, cuando una no
esté autorizada con preferencia a otras; y como la naturaleza de las opiniones
está compuesta de tal modo que mientras algunas, las verdaderas, se aclaran
y sobrenadan con el contraste, fermentando y combatiendo juntas, las falsas se
sumergen en olvido, y otras, mal seguras en su desnuda substancia, requieren
ser vestidas de autoridad y de fuerza. Sería muy largo probar que, aunque
parezca odioso, el imperio de la fuerza sobre las mentalidades humanas, cuyas
conquistas únicas son la disimulación, y con ella el envilecimiento, aunque
parezca contrario al espíritu de mansedumbre y fraternidad aconsejado por la
razón y la autoridad que más veneramos, es también, después de todo,
necesario e indispensable. Todo esto debe creerse evidentemente probado y
conforme a los verdaderos intereses de los hombres, si hay quien lo haga con
reconocida autoridad. Yo no hablo más que de los delitos que emanan de la
naturaleza humana y de la naturaleza social, pero no de los pecados, cuyas
penas, incluso las temporales, deben regirse por otros principios distintos de
los de una limitada filosofía.
Falsas ideas de utilidad
Una fuente de errores y de injusticias son las falsas ideas de utilidad que se
forman los legisladores.
Del espíritu de familia
Tan funestas y autorizadas injusticias fueron aprobadas por hombres hasta de
los más ilustrados, y puestas en práctica por las Repúblicas más libres, a
consecuencia de haber considerado más bien la sociedad como una reunión de
familias que como una unión de hombres. Tenemos aquí cien mil hombres, o
sea veinte mil familias, compuestas, cada una de cinco personas, incluyendo
en ellas el jefe de la misma. Si la asociación se hace por familias habrá veinte
mil hombres y ochenta mil esclavos; pero si la asociación es de hombres, habrá
cien mil ciudadanos y ningún esclavo. En el primer caso tendremos una
República y veinte mil pequeñas monarquías que la constituyen. En el
segundo, el espíritu republicano no sólo desaparecerá de las plazas públicas y
en las reuniones de la nación, sino que también desaparecerá entre los muros
domésticos, en que está gran parte de la felicidad o de la miseria de los
hombres. En el primer caso, como las leyes y las costumbres son efecto de los
sentimientos habituales de los miembros de la República, o sea de los jefes de
las familias, el espíritu monárquico se introducirá poco a poco en la República
misma y sus efectos sólo serán frenados por los intereses opuestos de cada
uno, pero no por un sentimiento que respire libertad e igualdad. El espíritu de
familia es un espíritu de detalle, que se limita en pequeñeces. El espíritu
regulador de la República, dueño como es de principios generales, ve los
hechos y los condensa en las clases principales e importantes al bien de la
mayoría. En la República de familias, los hijos permanecen en la potestad del
jefe, mientras éste viva, estando obligados a esperar de la muerte del jefe una
existencia que sólo dependa de las leyes. Acostumbrado a obedecer y a temer
en la edad más juvenil y vigorosa, cuando los sentimientos se hallan menos
modificados por el temor de experiencia llamado moderación, ¿cómo podrían
resistir a los obstáculos que el vicio opone siempre a la virtud en las edades
decadentes en que hasta la disposición de ver los frutos se opone a los
cambios vigorosos?
El fisco
Hubo un tiempo en que casi todas las penas fueron pecuniarias ( Refiérese
Beccaria a las leyes de los llamados pueblos bárbaros). Los delitos de los hombres eran
entonces el patrimonio del Príncipe; los atentados contra la seguridad pública
eran objeto de lucro, de modo que quien estaba destinado a defenderla tenía
interés en que se la ofendiera. Por consiguiente, el objeto de las penas era un
pleito entre el Fisco, (exactor de las penas en cuestión) y el reo: un asunto civil,
contencioso, privado más bien que público, que daba al Fisco más derechos
que los exigidos por la defensa pública, y otros perjuicios al reo que aquéllos en
que había caído por necesidad del ejemplo. Así es que el juez era un abogado
del Fisco, más bien que un indiferente investigador de la verdad; un agente del
Erario, más bien que el protector y ministro de las leyes. Pero como en este
sistema el hecho de confesarse delincuente era confesarse deudor del Fisco,
propósito entonces del procedimiento criminal, la confesión del delito,
combinada de manera que favoreciese y no perjudicase a las razones fiscales,
se convirtió y todavía sigue sucediendo así (pues los efectos continúan siempre
mucho después que las causas) en centro en torno del cual giraban todos los
órdenes criminales.
Cómo se previenen los delitos
Es mejor prevenir los delitos que penarlos. Tal es el fin principal de toda buena
legislación, que es el arte de conducir a los hombres al máximo de felicidad o al
mínimo de desgracia posible, hablando según los cálculos de los bienes y
males de la vida.
Pero los medios empleados hasta ahora, por lo general son falsos y opuestos
al fin que se persigue. No es posible reducir la turbulenta actividad de los
hombres a un orden geométrico sin irregularidad y confusión. Lo mismo que las
constantes y sencillísimas leyes de la naturaleza no impiden que los planetas
no se perturben en sus movimientos, así también en las infinitas y opuestas
atracciones del placer y el dolor, tampoco las leyes humanas pueden evitar
perturbaciones y desórdenes. A pesar de todo, ésta es la quimera de los
hombres cuando tienen en sus manos el poder. Prohibir una multitud de
acciones indiferentes, no es prevenir los delitos que puedan nacer de aquéllas,
sino crear otros delitos nuevos; es tanto como definir a capricho la virtud y el
vicio, predicados antes como eternos e inmutables. ¿A qué nos veríamos
reducidos si se nos prohibiese todo aquello que puede inducir a delito? Sería
menester privar al hombre del uso de sus sentidos. Por un motivo que haya
que impulse a los hombres a cometer un verdadero delito, hay mil que inducen
a cometer las acciones indiferentes llamadas delitos por algunas leyes malas; y
si la probabilidad de los delitos es proporcional al número de los motivos,
ampliar la esfera de los delitos es hacer crecer la probabilidad de cometerlos.
La mayor parte de las leyes sólo son privilegios, o sea tributos de todos a la
comodidad de algunos.
¿Queréis prevenir los delitos? Haced que las leyes sean claras, sencillas, y que
toda la fuerza de la nación se encuentre condensada para defenderlas, sin que,
por el contrario, ninguna parte de la misma se emplee en destruirlas. Haced
que las leyes favorezcan menos a las clases sociales que a los hombres
mismos. Que los hombres las teman y que sólo teman a ellas. El temor de las
leyes es saludable, pero el temor de unos hombres hacia otros es fecundo en
delitos. Los hombres esclavos son más viciosos, más libertinos, más crueles
que los hombres libres.
Finalmente, el modo más seguro, aunque más difícil, de prevenir los delitos, es
perfeccionar la educación: asunto éste demasiado amplio y que excede de los
límites que me he propuesto; y objeto, me atreveré a decir también, que se
refiere demasiado intrínsecamente a la naturaleza del gobierno, para que no
haya sido siempre, hasta los siglos más remotos, un campo estéril de la
felicidad pública, cultivado tan sólo acá y allá, por algunos pocos sabios. Un
grande hombre que ilumina la humanidad que le persigue ( Beccaria vuelve a aludir
a Rousseau), ha hecho ver detalladamente cuáles sean las máximas principales
de educación útiles verdaderamente a los hombres, lo cual consiste menos en
una estéril multitud de objetos que en la elección y precisión de los mismos; en
sustituir los originales a las copias en los fenómenos, tanto morales cuanto
físicos, que la casualidad o la industria presenta a tos ánimos noveles de los
jóvenes; en impulsar a la virtud por el fácil camino del sentimiento y en
desviarlos del mal por la infalibilidad de la necesidad y del inconveniente, y no
con la incertidumbre del mandato, que sólo tiene una obediencia simulada y
momentánea.
Conclusión
De cuanto hemos visto hasta aquí, puede obtenerse
un teorema general muy útil, aunque poco conforme
con el uso del legislador ordinario, más que otro
alguno, de las naciones; a saber: para que cualquier
pena no sea una violencia de uno o de muchos
contra un ciudadano particular, debe ser
esencialmente pública, pronta, necesaria la menor
de las penas posibles en las circunstancias dadas,
proporcional a los delitos y dictada por las leyes.