Sie sind auf Seite 1von 65

Tratado de los delitos y de las

2003penas

Cesar  Becaria
Primera edición
01/11/2003
Índice

Presentación de Chantal López y Omar Cortés.

Al lector.

Introducción.

Origen de las penas y Derecho de penar.

Consecuencias.

Interpretación de las leyes.

Obscuridad de las leyes.

De la detención.

Indicios y formas en los juicios.

De los testigos.

Acusaciones secretas.

Preguntas sugestivas. Disposiciones.

De los juramentos.

Del tormento.

Procesos y prescripciones.

Atentados, cómplices, impunidad.

Mitigación de las penas.

De la pena de muerte.

Bando y confiscaciones.

Infamia.

Prontitud de la pena.

Certidumbres de las penas. Gracias.


Asilos.

De poner a precio la cabeza de los reos.

Proporción entre los delitos y las penas.

Medida de los delitos.

División de los delitos.

Delitos de lesa majestad.

Delitos contra la seguridad de los particulares. Violencias. Penas de los


nobles.

Injurias al honor.

De los duelos.

Hurtos.

Contrabandos.

De los deudores.

De la tranquilidad pública.

Del ocio político.

Del suicidio y de los emigrantes.

Delitos de prueba difícil.

De un género particular de delitos.

Falsas ideas de utilidad.

Del espíritu de familia.

El fisco.

Cómo se previenen los delitos.

Conclusión.
Presentación

César Bonesana, Marqués de Beccaria, mejor conocido


como César Beccaria (1735-1794), alcanzó la gloria en el
campo del derecho con su notabilísima obra Tratado de
los delitos y de las penas, misma que ha sido traducida a
infinidad de idiomas.

Curiosamente el primer libro que escribió César Beccaria


en 1762, abordaba un tema de carácter mercantil
relacionado con los desórdenes que el monetarismo
generaba, pero, en mucho debido a la influencia de dos
amigos suyos, los hermanos Pedro y Alejandro Verri, fue
que se interesó por irse adentrando en el terreno de la en
aquéllos tiempos llamada, Práctica criminal, que no era más que una especie
de almanaque de derecho consuetudinario de prácticas y costumbres, que
servía de base para entender todo lo relacionado con los juicios de orden
penal.

El medianamente comprender ese auténtico laberinto de conceptos


antiquísimos que servían de base al criterio francamente escalofriante que
sobre el derecho penal privaba, llevóle un considerable tiempo, pero la ayuda,
explicaciones y consejos de los hermanos Verri sirviéronle mucho para ir poco
a poco entendiendo esa madeja de disposiciones y contradisposiciones que en
muchos casos se contradecían. Así, César Beccaria tardaría un poco más de
un año en escribir la obra que a la postre le daría renombre universal, Tratado
de los delitos y de las penas.

Finalmente su libro aparecería publicado en el mes de julio de 1764 logrando


un enorme éxito, puesto que en dos años se hicieron cuatro ediciones.

César Beccaria moriría el 24 de noviembre de 1794, legando a la humanidad


su magistral libro que en mucho serviría para sentar los mínimos criterios de
certidumbre y claridad que siempre deben estar presentes en el derecho penal.

Chantal López y Omar Cortés


Al Lector
Algunos restos de la legislación de un antiguo pueblo conquistador, compilada
por orden de un príncipe que reinaba hace doce siglos en Constantinopla,
envueltos en el fárrago voluminoso de libros preparados por obscuros
intérpretes sin carácter oficial, componen la tradición de opiniones que una
gran parte de Europa honra todavía con el nombre de Leyes; y es cosa tan
funesta como general en nuestros días, que una opinión de Carpzovio, una
antigua costumbre referida por Claro, un tormento ideado con iracunda
complacencia por Farinaccio, sean las leyes a que con obediencia segura
obedezcan aquéllos que deberían temblar al disponer de las vidas y haciendas
de los hombres. Estas leyes, reliquias de los siglos más bárbaros, vamos a
examinarlas en este libro en aquélla de sus partes que se refiere al derecho
criminal; y los desórdenes de las mismas osaremos exponérselos a los
directores de la felicidad pública con un estilo que deje al vulgo no ilustrado e
impaciente la ingenua indagación de la verdad. La independencia de las
opiniones vulgares con que está escrita esta obra, se debe al blando e ilustrado
gobierno bajo el que vive el autor de ella.

Los grandes monarcas, los bienhechores de la humanidad que nos rigen,


gustan de las verdades expuestas por cualquier filósofo obscuro con un vigor
desprovisto de fanatismo, propio sólo del que se atiene a la fuerza o a la
industria, pero rechazado por la razón; y para el que examine bien las cosas en
todas sus circunstancias, el desorden actual es sátira y reproche propios de las
edades pasadas, pero no de este siglo, con sus legisladores.

Quien quiera honrarme con su crítica debe comenzar, por consiguiente, ante
todo, por comprender bien la finalidad a que va dirigida esta obra; finalidad que,
bien lejos de disminuir la autoridad legítima, serviría para aumentarla, si la
opinión puede en los hombres más que la fuerza y si la dulzura y la humanidad
la justifican a los ojos de todos. Las mal entendidas críticas publicadas contra
este libro, se fundan sobre confusas nociones de su contenido, obligándome a
interrumpir por un momento mis razonamientos ante sus ilustrados lectores
para cerrar de una vez para siempre todo acceso a los errores de un tímido
celo o a las calumnias de la maliciosa envidia.

Son tres las fuentes de que manan los principios morales y políticos que rigen a
los hombres: la revelación, la ley natural y los convencionalismos ficticios de la
sociedad. No hay comparación entre la primera y las otras dos fuentes, cuanto
al fin principal de ella; pero se asemejan en que las tres conducen a la felicidad
en esta vida mortal. Considerar las relaciones de la última de las tres clases, no
significa excluir las de las dos clases primeras; antes bien, así como hasta las
más divinas e inmutables, por culpa de los hombres de las falsas religiones y
las arbitrarias nociones de delicia y de virtud, fueron alteradas de mil modos
distintos en sus depravadas mentalidades, así también parece necesario
examinar separadamente de cualquier otra consideración lo que pueda nacer
de las meras comprensiones humanas, expresas o supuestas por necesidad y
utilidad común; idea en que necesariamente debe convenir toda secta y todo
sistema de moral; así es que siempre será una empresa laudable la que
impulsa hasta a los más obstinados e incrédulos sujetos a conformarse con los
principios que impulsan a los hombres a vivir en sociedad. Tenemos, por
consiguiente, tres clases distintas de virtudes y de vicios: religiosas, naturales,
y políticas. Estas tres clases nunca deben contradecirse; pero no todas las
consecuencias y deberes que resultan de una de ellas, derivan de las demás.
No todo lo que exige la revelación lo exige la ley natural; ni todo lo que exige la
ley natural lo exige la mera ley social; pero es importantísimo separar lo que
resulta de los convencionalismos expresos o de los pactos tácitos de los
hombres, pues tal es el límite de la fuerza que puede ejercerse legítimamente
de hombre a hombre, a no mediar una misión especial del Ser Supremo. Por
tanto, la idea de la virtud política puede llamarse sin tacha variable, en tanto
que la de la virtud natural sería siempre límpida y manifiesta si no la
obscureciesen la imbecilidad o las pasiones de los hombres y la de la virtud
religiosa será siempre pura y constante, por haber sido revelada
inmediatamente por Dios y conservada por él.

Así es que sería erróneo atribuir a quien habla de convenciones sociales y de


las consecuencias de la misma, principios contrarios bien a la ley natural o a la
revelación, puesto que no se trata ni de la una ni de la otra. Hablando de un
estado de guerra antes del estado de sociedad, sería erróneo tomar estos
conceptos en el sentido que los dio Tomás Hobbes, es decir como faltos de
ningún deber o de ninguna obligación anterior, en lugar de tomarlos como un
hecho nacido de la corrupción de la naturaleza humana y de la falta de una
sanión expresa. Sería erróneo acusar de delito a un escritor que considerase
las consecuencias del pacto social si antes no hubiese admitido primeramente
el pacto mismo.

La justicia divina y la justicia natural son inmutables y constantes por esencia,


porque la relación entre los dos mismos objetos es siempre la misma; pero la
justicia humana, o sea la justicia política, como no es más que una relación
entre la acción y el distinto estado de la sociedad, puede variar a medida que la
acción en cuestión se haga necesaria y útil a la sociedad y sólo llega a
distribuirse bien por el que analiza las complicadas y mutabilísimas relaciones
de las convenciones civiles. Desde el momento en que estos principios, que
son esencialmente distintos, se confunden, se pierde toda esperanza de
razonar bien en asuntos públicos. Incumbe a los teólogos trazar los límites
entre lo justo y lo injusto, en cuanto se refiere a la malicia o a la bondad del
acto, pero el establecer las relaciones de lo justo y de lo injusto desde el punto
de vista político, o sea en relación con la utilidad o el daño de la sociedad, es
asunto del publicista. Uno de estos objetos no podrá nunca prejuzgar al otro,
pues todos vemos que la virtud puramente política debe ceder ante la
inmutable virtud que emana de Dios.
Volveré a repetir que todo el que quisiese honrarme con sus observaciones
críticas, no debe comenzar suponiendo en mí principios destructores de la
virtud o de la religión, puesto que he demostrado que no son tales mis
intenciones; y así, en vez de presentarme como incrédulo o sedicioso, lo que
debe hacer es procurar señalarme como un lógico malo o un político
imprevisor; no tiemble a cada proposición que sostenga los intereses de la
humanidad; convénzame de la inutilidad o del daño político que podrían nacer
de mis principios y hágame ver las ventajas de las prácticas admitidas.

En las Notas y observaciones, he dado público testimonio de mi religiosidad y


sumisión a mi soberano, de modo que sería superfluo responder a otros
escritos semejantes. Todo aquel que escriba con la decencia que conviene a
los hombres honrados, a la vez. que con la ilustración conveniente, me
dispensará de probar los primeros principios de cualquier carácter que sean y
encontrará en mí más bien que un hombre que trata de contestar, un
enamorado pacífico de la verdad.
Introducción
Por lo general los hombres suelen descuidar las precauciones más
importantes, abandonándose a la prudencia diaria o a la discreción de aquéllos
cuyo interés pueda ser oponerse a las leyes más providentes, de ventaja
universal por naturaleza; y resisten asimismo al esfuerzo por el cual tienden a
condensarse un poco tanto en unos el colmo del poder y de la dicha y en otros
toda la debilidad y la miseria. Por lo cual, si no después de haber pasado entre
millares de errores en las cosas más esenciales a la vida y a la libertad, sí
después de estar cansados de sufrir los males, y llegados a su extremo, no se
entregan a remediar los desórdenes que les oprimen y a reconocer las
verdades más palpables, las cuales, escapan por su misma sencillez a los
entendimientos vulgares no acostumbrados a analizar los asuntos, sino a
recibir las impresiones de golpe, más por tradición que por examen.

Si abrimos las historias, veremos que las leyes, que son, o que deberían ser,
pactos entre hombres libres, por lo general no han sido más que instrumento
de las pasiones de unos pocos, cuando no han nacido de una necesidad
fortuita y pasajera; es decir, que no han sido dictadas por un frío estudioso de
la naturaleza humana que concentrase en un solo punto los actos de una
multitud humana, considerándolas desde este ángulo visual la máxima felicidad
dividida entre el mayor número. Felices son las poquísimas naciones que no
aguardaron a que el lento movimiento de las combinaciones y vicisitudes
humanas, hiciese suceder en el límite extremo de los males un
encaminamiento hacia el bien, sino que aceleraron con buenas leyes los
tránsitos intermedios; y merece la gratitud de los hombres el filósofo que desde
la obscuridad de su despreciado aposento de estudio, tuvo el valor de lanzar
entre la multitud las primeras semillas de las verdades útiles, largol tiempo
infructuosas.

Conocidas son las verdaderas relaciones entre el soberano y sus súbditos y


entre las diversas naciones; el comercio se ha animado al aspecto de las
verdades filosóficas vulgarizadas por la imprenta y entre las naciones se ha
encendido una tácita guerra de industrias, la más humana y digna de los
hombres razonadores. Frutos son éstos debidos a la luz de nuestro siglo. Pero
son poquísimos los que han examinado y combatido la crueldad de las penas y
la irregularidad de los procedimientos criminales, parte de la legislación que es
tan principal y que tan descuidada está en casi toda Europa. Poquísimos son
los que remontándose a los principios generales, aniquilaron los errores
acumulados por los siglos, frenando, por lo menos con la fuerza que pudieran
tener las verdades conocidas, el excesivo libre curso de la mal dirigida fuerza
que hasta ahora ha autorizado el largo ejemplo de las frías atrocidades. Y sin
embargo, los gemidos de los débiles sacrificados a la cruel ignorancia y a la
rica indolencia, los bárbaros tormentos multiplicados con severidad pródiga e
inútil por delitos no probados o quiméricos, la melancolía y horrores de la
prisión, aumentados por el verdugo más cruel de los desgraciados, la
incertidumbre, además, debieran sacudir el corazón de los magistrados que
guían las opiniones de los seres humanos.

El inmortal Presidente Montesquieu ha tratado rápidamente este asunto y la


indivisible verdad me fuerza a seguir las huellas luminosas de tan grande
hombre, seguro como estoy de que los pensadores, a quienes me dirijo, sabrán
distinguir mis pasos de los suyos. Me consideraré afortunado si llego a
conseguir, como él, la secreta gratitud de los obscuros y pacíficos secuaces de
la razón y si logro inspirar el dulce estremecimiento con que las almas
sensibles responden a los que sostienen los intereses de la humanidad.

El orden de las cosas me conduciría ahora a examinar y distinguir las distintas


clases de delitos y la manera de penarlos, si la naturaleza de ellos, variable
según las diversas circunstancias de los siglos y de los lugares, no me obligase
a un detalle inmenso y enojoso. Me bastará indicar los principios más
generales, y los errores más funestos y comunes, para desengañar tanto a
aquéllos que, por un mal entendido amor de libertad, quisieran introducir la
anarquía, como a los que gustarían de reducir a los hombres a una regularidad
claustral.

¿Pero cuáles serán las penas convenientes a tales delitos?

¿La muerte es una pena verdaderamente útil y necesaria para la seguridad y el


buen orden de la sociedad? ¿el tormento es también justo y obtiene el fin que
se proponen las leyes? ¿cuál es la mejor manera de prevenir los delitos? ¿las
mismas penas son igualmente útiles en todos los tiempos? ¿qué influencia
tienen sobre las costumbres? Estos problemas merecen ser resueltos con la
precisión geométrica a que no pueden resistir la niebla de los sofismas, la
seductora elocuencia y la duda tímida. Si yo no tuviese más mérito que ser el
primero que hubiera presentado a Italia con alguna mayor evidencia lo que en
otras naciones se haya osado escribir y comenzado a practicar, me
consideraría afortunado sólo por ello; pero si, sosteniendo los derechos de los
hombres y de la invencible verdad, contribuyese a arrancar de los espasmos y
angustias de la muerte a alguna víctima infortunada de la tiranía o de la
ignorancia, igualmente fatales, las bendiciones y lágrimas de un solo inocente
en los transportes de su alegría, me consolarían del desprecio de los hombres.
Origen de las penas y derecho de penar
No puede esperarse ventaja alguna duradera de la política moral, si ésta no se
funda en los sentimientos indelebles en el hombre. Toda ley que se desvíe de
éstos, encontrará siempre una resistencia contraria que al cabo vencerá, del
mismo modo que una fuerza, aunque sea muy pequeña, si se aplica muy
continuadamente, vence cualquier movimiento violento comunicado a un
cuerpo.

Consultemos el corazón humano y en él hallaremos los principios


fundamentales del verdadero derecho del soberano para penar los delitos.

Ningún hombre ha hecho el don gratuito de parte de su libertad en vista del


bien público; esta quimera sólo existe en las novelas. Si fuese posible, todos
nosotros quisiéramos que los pactos que nos atan con los demás, no nos
ligasen; todo hombre se siente centro de todas las combinaciones del globo.

La multiplicación del género humano, pequeña por sí misma, pero superior con
mucho a los medios que la estéril y abandonada naturaleza ofrecía para
satisfacer las necesidades que cada vez más se enredaban entre sí, fue lo que
reunió a loS primeros salvajes. Las primeras uniones formaron necesariamente
otras para resistir a las primeras; y de este modo el estado de guerra se
transportó desde el individuo a las naciones.

Las leyes son las condiciones mediante las cuales los hombres independientes
y aislados, se unieron en sociedad, cansados de vivir en un continuo estado de
guerra, así como de gozar una libertad inútil por la incertidumbre de
conservarla. Por eso, debieron sacrificar una parte de su libertad para disfrutar
del resto, seguros y tranquilos. La suma de todas estas porciones de libertad
sacrificadas al bien de todos, es lo que forma la soberanía de una Nación,
siendo el soberano su legítimo depositario y administrador. Pero no bastaba
formar este depósito; era preciso defenderle de las usurpaciones de cada
hombre en particular, pues el hombre trata siempre de substraer del depósito,
no sólo su porción propia, sino que además procura usurpar las porciones de
los demás. Hacían falta motivos sensibles que bastasen a disuadir el ánimo
despótico de cada individuo de sumergir en el caos antiguo las leyes de la
sociedad. Estos motivos sensibles son las penas establecidas contra los
infractores de las leyes.
Digo motivos sensibles, porque la experiencia ha hecho ver que la mayoría no
adopta principios estables de conducta ni se aleja del principio universal de
disolución que se observa en el Universo físico y moral, sino con motivos que
afectan inmediatamente a los sentidos y que se presentan de continuo a la
mente para contrapesar las fuertes impresiones de las pasiones parciales que
se oponen al bien universal, sin que la elocuencia y las declamaciones, ni aun
las más sublimes verdades basten para refrenar por largo tiempo las pasiones
excitadas por las vivas sacudidas de los objetos presentes. De modo que fue la
necesidad la que obligó a los hombres a ceder parte de su libertad y, por tanto
es cosa cierta que ninguno de nosotros desea colocar en el depósito público
más que la mínima porción posible, tan sólo aquélla que baste a inducir a los
otros a defender el depósito mismo. El conjunto de estas mínimas porciones
posibles, forma el derecho de penar; todo lo demás es abuso, y no justicia; es
un hecho, y no ya derecho.

Las penas que superan la necesidad de conservar el depósito de la salud


pública son justas por naturaleza; y las penas son tanto más justas cuanto más
sagrada e inviolable es la seguridad y mayor la libertad que el soberano
conserva a los súbditos.

Consecuencias
La primera consecuencia de estos principios es que tan sólo las leyes pueden
decretar las penas de los delitos, sin que esta autoridad pueda residir más que
en el legislador, que es quien representa a la sociedad entera, unida por un
contrato social. Ningún magistrado (que es una parte de la sociedad) puede
con justicia infligir penas contra otro miembro de la sociedad misma. Pero una
pena aumentada más allá del límite fijado por las leyes, o sea de la pena justa,
sería otra pena más; de modo que el magistrado no puede aumentar la pena
establecida para un delincuente ciudadano, aunque sea bajo el pretexto de un
celo mal entendido o del bienestar público.

La segunda consecuencia es que el soberano representante de la sociedad


misma sólo puede dictar leyes generales que obliguen a todos los miembros de
aquélla, pero sin que pueda juzgar más que al que haya violado el contrato
social, porque entonces la nación se dividiría en dos partes: una representada
por el soberano que afirma la violación del contrato, y otra por el acusado, que
lo niega. De modo que es necesario que haya un tercero que juzgue de la
verdad del hecho. Aquí tenemos la necesidad de un magistrado cuyas
sentencias sean inapelables, consistiendo en meras afirmaciones o negaciones
de hechos particulares.

La tercera consecuencia es que si llegase a probarse que la atrocidad de las


penas, inmediatamente opuesta al bien público y a la finalidad misma de
impedir los delitos, fuese inútil, también en este caso aquélla no sólo sería
contraria a las virtudes benéficas, efecto de una razón ilustrada que prefiere
mandar más bien a hombres felices, que no a una manada de esclavos en que
se mantenga siempre una perpetua circulación de tímida crueldad, sino que
sería también contraria a la propia justicia y a la naturaleza del mismo contrato
social.

Interpretación de las leyes
Cuarta consecuencia. Ni tampoco la autoridad de interpretar las leyes penales
puede residir en los jueces del orden criminal, por la misma razón de que no
son legisladores. Los jueces no han recibido las leyes de nuestros antiguos
padres como una tradición doméstica y un testamento que sólo dejase a la
posteridad el cuidado de obedecerlo; sino que le reciben de la sociedad viva, o
del soberano que la representa como depositario legítimo del resultado actual
de la voluntad de todos; es decir, que las reciben no como obligaciones de un
juramento antiguo, nulo porque ligaba voluntades aun inexistentes, e inicuo,
porque reducía a los hombres desde el estado de sociedad al de rebaño, sino
como efectos de un juramento, tácito o expreso; hecho por las voluntades
reunidas de los súbditos vivos al soberano, como vínculos necesarios para
refrenar y regir el fermento interior de los intereses particulares. Tal es la
autoridad física y real de las leyes. Por consiguiente ¿quién será el intérprete
legítimo de la ley? ¿el soberano, que es el depositario de las voluntades
actuales de todos, o el juez, cuyo oficio es tan sólo determinar si tal o cual
hombre ha realizado ó no una acción contraria a las leyes?

El juez; debe hacer en todo delito un silogismo perfecto: la mayor de este


silogismo debe ser la ley general; la menor, será la acción conforme o no a la
ley; y finalmente, la consecuencia tendrá que ser la libertad o la pena. Si el juez
se ve obligado o pretende hacer, en vez de uno, dos silogismos, se abre la
puerta a la incertidumbre.

No hay nada más peligroso que el axioma común de que precisa consultar el
espíritu de la ley. Este es al modo de dique roto por el torrente de las opiniones
y me parece demostrada esta verdad que parece una paradoja a los
entendimientos vulgares a quienes afecta más un pequeño desorden presente
que las funestas, aunque remotas consecuencias, que nacen de un falso
principio arraigado con una noción.

Nuestros conocimientos y todas nuestras ideas mantienen una conexión


recíproca y cuanto más complicados son, los caminos que a ellos conducen y
que de ellos parten son más numerosos. Cada hombre tiene su punto de vista
y en cada diferente tiempo cada cual tendrá el suyo distinto. El espíritu de la ley
sería, por tanto, el resultado de la buena o de la mala lógica de un juez
dependiente de una fácil o mala asimilación; dependería del impulso de sus
pasiones, de la debilidad del que sufre, de las relaciones del juez con el
ofendido y de todas aquellas fuerzas menudas que cambian las apariencias de
cualquier objeto en el ánimo oscilante del hombre. Vemos aquí la suerte de un
ciudadano cambiar con frecuencia en el tránsito que pueda hacerse a distintos
tribunales, siendo la vida de pobres gentes víctima de falsos raciocinios o del
fermento actual de sus humores, cuando toma por interpretación legítima el
vago resultado de la confusa perspectiva de nociones que se presentan en su
mente. Por esto vemos las mismas clases de delitos penados por el mismo
tribunal diversamente en tiempos distintos, por haber atendido a la errante
inestabilidad de las interpretaciones y no a la constante voz de la ley, siempre
fija.

El desorden que nazca de la observancia rigurosa de la letra de una ley penal,


no debe compararse con los desórdenes que nazcan de su interpretación. Un
tal momentáneo inconveniente impulsa a la fácil y necesaria corrección de las
palabras de la ley motivo de su incertidumbre; pero impide la fatal licencia de
razonar de que nacen las controversias venales y arbitrarias. Cuando un código
fijo de leyes que deben observarse a la letra no deja al juez otra tarea más que
la de examinar los actos de los ciudadanos y juzgarlos conformes o
disconformes con la ley escrita; cuando la norma de lo justo y de lo injusto, que
debe dirigir las acciones tanto del ciudadano ignorante como del sabio, no es
asunto de controversia, sino de hecho, entonces los súbditos no están sujetos
a las pequeñas tiranías de muchos, tanto más crueles cuanto menor es la
distancia entre el que sufre y el que ha de sufrir, y más fatales que las tiranías
de uno solo, porque el despotismo de muchos no es corregible más que por el
despotismo de uno solo, y la crueldad de un déspota es proporcionada no a su
fuerza, sino a los obstáculos que encuentra. Es así como los ciudadanos
adquieren la seguridad de sí mismos, que es justa, pues éste es el objeto y el
fin que llevó a los hombres a la sociedad; y que es, además, útil, porque los
coloca en situación de calcular con exactitud los inconvenientes de una mala
acción; también es verdad que de este modo, los hombres adquirirán espíritu
de independencia, pero no para salirse de las leyes y oponerse
recalcitrantemente a los supremos magistrados, sino para oponerse a quienes
se hayan atrevido a llamar con el sagrado nombre de virtud la debilidad de
ceder a las opiniones interesadas o caprichosas de los poderosos.

Estos principios desagradarán a los que se hayan creado el derecho de


trasmitir a los inferiores los golpes de tiranía recibidos de sus superiores. Todo
deberá temerse si el espíritu de tiranía pudiese conciliarse con el de la lectura;
o sea con la capacidad de comprender lo leído.

Obscuridad de las leyes
Si la interpretación de las leyes es un mal, es evidente que será otro mal la
obscuridad que arrastra trás de sí a la interpretación necesariamente; y el mal
será grandísimo cuando las leyes de un país estén escritas en lengua
extranjera para el pueblo, poniendo a éste entonces bajo la dependencia de
unos cuantos que entiendan aquella lengua y sin que pueda juzgar por sí
mismo cuál sería el éxito de su libertad o de sus propios miembros; en una
lengua que haga de un libro solemne y público algo casi privado y doméstico.

Cuando mayor sea el número de los que entiendan y tengan en sus manos el
sagrado código de las leyes, tanto menos frecuentes serán los delitos, pues es
indudable que la ignorancia y la incertidumbre de las penas ayudan a la
elocuencia de las pasiones. ¿Qué deberíamos pensar de esto, si tenemos en
cuenta la inveterada costumbre de gran parte de la culta e ilustrada Europa?

Una consecuencia de esta última reflexión es que sin la escritura, una sociedad
no podrá tomar una forma fija de gobierno en que la fuerza sea un efecto del
todo, y no de las partes, y en que las leyes, inalterables sólo por la voluntad
general, no degeneren al pasar por la multitud de los intereses privados.

La experiencia y la razón nos han hecho ver que la probabilidad y la


certidumbre de las tradiciones humanas disminuyen a medida que se alejan de
su fuente. ¿Qué no será cuando no existe ningún monumento estable del pacto
social? ¿Cómo resistirían las leyes a la fuerza inevitable del tiempo y de las
pasiones?

Por esto vemos cuán útil sea la imprenta que hace depositario de las santas
leyes al público en general, y no a unos pocos, y cuando tenga de disipado el
tenebroso espíritu de cábala y de intriga que desaparece ante las luces y las
ciencias, aparentemente despreciadas, pero temidas en realidad de los
secuaces de aquellas tendencias. Tal es la razón de que en Europa haya
disminuido la atrocidad de los delitos que hacían gemir a nuestros antiguos
padres, unas veces tiranos y otras esclavos. El que conozca la historia de hace
dos o tres siglos y la nuestra, podrá ver como del seno del lujo y de la molicie
nacieron las virtudes más agradables, tales como la humanidad, la
beneficencia, la tolerancia de los errores humanos. Y del mismo modo podrá
ver cuáles fueron los efectos de aquélla que equivocadamente se llama antigua
sencillez y buena fe: La humanidad gimiendo bajo la implacable superstición; la
avaricia y la ambición de pocos tiñendo de sangre humana las arcas del oro y
los tronos del Rey; las traiciones ocultas, los públicos estragos; cada uno de los
nobles tiranos de la plebe, los ministros de la verdad evangélica con las manos
manchadas de sangre, aquellas manos que día por día se alzaban hacia el
Dios de la mansedumbre ... Todo ello ha dejado de ser obra de nuestro siglo
ilustrado que algunos llaman corrompido.

De la detención
Un error no menos común que contrario a la finalidad social, que es el
convencimiento de la seguridad propia, es dejar que el magistrado ejecutor de
las leyes sea dueño de aprisionar a un ciudadano, de quitar la libertad a un
enemigo suyo por frívolos pretextos o de dejar impune a un amigo a despecho
de los indicios más fuertes de culpabilidad. La prisión es una pena que
necesariamente debe preceder a la declaración del delito, a diferencia de
cualquiera otra; pero este carácter distintivo suyo, no le quita otro carácter
esencial, a saber: que sólo la ley puede determinar los casos en que un
hombre pueda merecer la pena.

La ley por consiguiente indicará cuáles sean los indicios de un delito que
merezcan la custodia del reo, que le sometan a un examen y a una pena. La
fama pública, la fuga, la confesión extrajudicial, la de un compañero de delito,
las amenazas y la enemistad constante del ofendido, el cuerpo del delito y
otros indicios semejantes, son pruebas suficientes para hacer que se detenga a
un ciudadano. Pero estas pruebas deben estar establecidas por las leyes, y no
por los jueces, cuyas providencias se oponen siempre a la libertad política,
cuando no son proposiciones particulares de una máxima general que conste
en el código público. A medida que las penas vayan siendo moderadas, que se
acabe con la desolación y escualidez de las cárceles, que la compasión de la
humanidad penetre a través de las puertas cerradas y gobierne a los
inexorables y endurecidos ministros de justicia, las leyes podrán contentarse
para detener a los ciudadanos con indicios que sean más débiles.

Un hombre que haya sido acusado de delito, encarcelado y absuelto después


no debería llevar en sí nota alguna de infamia. ¡Cuántos romanos, acusados de
delitos gravísimos y a quienes se estimó luego inocentes, fueron reverenciados
por el pueblo, y honrados con magistraturas! ¿Por qué razón es tan distinto en
nuestro tiempo el éxito de un inocente? Porque parece que en el sistema
criminal actual, según opinión de los hombres, prevalece la idea de la fuerza y
de la prepotencia sobre la de la justicia, porque se arroja confundidos en la
misma caverna a los acusados y a los convictos, porque la prisión más bien es
un suplicio que la custodia del reo y porque la fuerza interna tutelar de las leyes
marcha separada de la externa, defensora del trono y de la nación, cuando
debieran estar unidas así. La primera, por medio del apoyo común de las leyes,
se combinaría con la facultad de juzgar, pero no dependería de aquélla con
inmediata potestad; y la gloria que acompaña a la pompa y el lujo de un cuerpo
militar, cancelaría la infamia, más unida al modo que a la cosa, como todos los
sentimientos populares; y está probado que en la opinión común las prisiones
militares no son tan infamantes como las forenses. Todavía duran en el pueblo,
en las costumbres y en las leyes, inferiores siempre en más de un siglo en
bondad a la ilustración actual de una nación, todavía duran las bárbaras
impresiones y las feroces ideas de los septentrionales longobardos que
expulsaron a nuestros padres...

Indicios y formas de los juicios
Hay un teorema general muy útil para calcular la certidumbre de un hecho: por
ejemplo, la fuerza de los indicios de un delito. Cuando las pruebas de un hecho
dependen unas de otras, o sea, cuando los indicios sólo se prueban entre sí,
cuanto mayores sean las pruebas que se aduzcan, tanto menor será la
probabilidad del hecho, porque los casos que harían fallar las pruebas
antecedentes, hacen fallar también las subsiguientes. Cuando todas las
pruebas de un hecho dependen por igual de una sola, no aumenta el número
de las pruebas ni disminuye la probabilidad del hecho, porque todo su valor se
resuelve en el de aquella única de que depende. Cuando las pruebas son
independientes una de otra, o esa, cuando los indicios se prueban de otro
modo que por sí mismos, cuanto mayores pruebas se aduzcan, tanto más
crecerá la probabilidad del hecho, porque la falacia de una prueba no influye
sobre la otra. Estoy hablando de probabilidades en materia de delito,
probabilidades que deben ser ciertas, para merecer pena; pero se desvanecerá
la paradoja para quien considere que, rigurosamente considerada, la
certidumbre moral no es más que una probabilidad, probabilidad de tal género
que se llama certidumbre, porque todo hombre de buen sentido consiente en
ella necesariamente por una costumbre nacida de la necesidad de obrar, y
anterior a toda especulación. Por tanto, la certidumbre que se requiere para
considerar reo a un hombre, es la misma que determina a todo hombre en los
actos más importantes de la vida. Las pruebas de un delito pueden distinguirse
en perfectas e imperfectas. Considero perfectas las que excluyen la posibilidad
de que alguien no sea reo de lo que se le atribuye; e imperfectas las que no la
excluyen. De entre las primeras, una sola es suficiente para la condena; de las
segundas, son necesarias para ello tantas cuantas basten a formar una
perfecta. Es decir, que si en cada una de éstas en particular es posible que
alguien no sea reo, mediante la unión entre sí sobre el mismo sujeto es
imposible que no lo sea. Obsérvese que las pruebas imperfectas, de las cuales
el reo puede justificarse, se hacen perfectas si el sujeto sobre quien recaen
deja de hacerlo. Pero esta certidumbre moral de las pruebas es más fácil de
sentir que de definir con exactitud. Por lo cual yo creo óptima la ley que
establece que el juez principal se halle asistido de asesores tomados a la
suerte, y no por elección, pues en este caso será más segura la ignorancia que
juzga por sentimientos que la ciencia, que juzga por opinión. Cuando las leyes
son claras y precisas, la función del juez no consiste más que en comprobar un
hecho. Si para buscar las pruebas de un delito se requiere habilidad y destreza,
si para presentar el resultado de ellas precisa claridad y precisión, para juzgar
del resultado mismo de las cosas, sólo se necesita un buen sentido simple y
ordinario, menos falaz que el de un juez acostumbrado a ver reos en todo caso
y que lo reduce todo a un sistema ordinario tomado a préstamo de sus
estudios. ¡Feliz la nación en que las leyes no sean una ciencia!

Es una ley utilísima aquélla según la cual todo hombre debe ser juzgado por
sus iguales, porque cuando se trata de la libertad y fortuna de un ciudadano,
deben callar todos los sentimientos que inspira la desigualdad, dado que en el
juicio no deben obrar ni la superioridad con que el hombre afortunado mira al
infeliz ni el desdén con que el inferior mira al superior. Pero cuando el delito sea
una ofensa a tercero, entonces el juez debería ser, por mitad, parte del reo y
parte del ofendido. Entonces, estando contrabalanceados todos los intereses
particulares, que modifican, incluso involuntariamente, las apariencias de las
cosas, sólo hablarían las leyes y la verdad. También es conforme a justicia que
el reo pueda excluir hasta un cierto punto a los que le sean sospechosos y que
esta recusación se le conceda sin obstáculo por algún tiempo, con lo cual casi
parecerá que el reo se condena por sí mismo. Públicos deben ser los juicios y
públicas las pruebas del delito, para que la opinión, que acaso sea el cemento
único de la sociedad, imponga un freno a la fuerza y a las pasiones; para que el
pueblo diga que no es esclavo y que se encuentra defendido: sentimiento que
inspira valor y que equivale a un tributo para un soberano que comprende sus
verdaderos intereses. No añadiré más detalles ni cautelas de las que requieren
semejantes instituciones. No habría dicho nada si fuese necesario decirlo todo.

De los testigos
Un punto muy considerable en toda buena legislación es el de determinar con
exactitud la credibilidad de los testimonios y las pruebas del delito. Todo
hombre racional, quiero decir, que tenga cierta conexión entre sus ideas y
cuyas sensaciones sean conformes a las de los demás hombres, puede ser
testigo. La verdadera medida de su credibilidad, o sea de la atención que
puede merecer la deposición suya, no es otra sino el interés que tenga en
decir, o no decir, la verdad; de suerte que es frívolo el motivo de rehusar el
testimonio de las mujeres por causa de su propia debilidad; pueril la aplicación
a los condenados de los efectos de la muerte real a la civil e incoherente la
nota de infamia a los infames cuando no tengan interés alguno en mentir. Entre
los abusos de la gramática que han influído no poco en los asuntos humanos,
es notable el que hacía nula e ineficaz la deposición de un reo ya condenado.
Los jurisconsultos peripatéticos decían que el reo ya condenado estaba muerto
civilmente y que un muerto no es capaz de acción alguna. Por sostener esta
bárbara metáfora, se ha sacrificado a muchas víctimas y muy a menudo y con
seria reflexión se ha disputado si la verdad debiera ceder ante las fórmulas
judiciales. ¿Con tal de que las deposiciones de un reo condenado no lleguen a
un punto que cierre el paso de la justicia? ¿por qué no habría de concederse,
incluso después de la condena, tanto a la extremada miseria del reo como al
interés de la sociedad, un espacio suficientemente enérgico que, aduciendo
cosas nuevas que cambiasen la naturaleza del hecho, puedan justificar al reo
mismo o a otro con un nuevo juicio? Las formalidades y ceremonias son
necesarias en la administración de la justicia, tanto porque no dejen nada al
arbitrio de la administración cuanto porque dan idea al pueblo de lo que es un
juicio no tumultuoso ni interesado, sino estable y regular, así como también
porque en los hombres, que son imitadores y esclavos de las costumbres,
hacen más eficaz impresión las sensaciones que los raciocinios. Pero a menos
de correr un peligro fatal, estas formalidades y ceremonias nunca podrán ser
fijadas por la ley de una manera que perjudique a la verdad, la cual, por ser
demasiado sencilla o demasiado complicada, necesita de alguna pompa
exterior que la concilie con el pueblo ignorante. Así pues, la credibilidad de un
testigo tendrá que disminuir en proporción con el odio, la amistad o las
relaciones estrechas que medien entre él y el reo. Es necesario que halla más
de un testigo, porque mientras uno afirma y otro niega, nada hay de cierto y
prevalece el derecho de que todos deben ser creídos inocentes. La credibilidad
de un testigo se hace tanto más sensiblemente menor cuanto más crece la
atrocidad de un delito, o la inverosimilitud de sus circunstancias. Tales son, por
ejemplo, la magia y los actos gratuitamente crueles. Es muy probable que los
hombres mientan en la primera acusación, porque es más fácil que se
combinen en varios sujetos la ilusión de la ignorancia o el odio perseguidor, que
no que un hombre ejerza una potestad que Dios no ha dado o que ha quitado a
todo ser creado. Del mismo modo, en la segunda, porque el hombre sólo es
cruel en proporción con su interés, propio, con el horror o con el temor
concedido. Hablando propiamente, no hay ningún sentimiento superfluo en el
hombre; el sentimiento es siempre proporcional al resultado de las impresiones
sobre los sentidos. Del mismo modo, la credibilidad de un testigo puede
disminuir algunas veces, cuando el testigo pertenezca a alguna sociedad
particular cuyos usos y máximas sean no bien conocidos o distintos de los
públicos. Un sujeto de esta clase, tendrá no sólo sus pasiones propias, sino
también las ajenas.

Finalmente, es casi nula la credibilidad de un testigo cuando se refiera a las


palabras que puedan mediar en un delito, porque el tono y el gesto, todo
aquello que precede o que sigue a las diferentes ideas que los hombres unen a
las mismas palabras, alteran y modifican de tal modo los dichos de un hombre
que es casi imposible repetirlas tal como fueron pronunciadas. Además, las
acciones violentas y fuera del uso ordinario, como son los verdaderos delitos,
dejan huellas de sí, con la multitud de circunstancias y efectos resultantes; y
cuanto más número de circunstancias se aduzcan como prueba, tanto mayores
medios de justificarse se suministran al reo. Pero las palabras sólo quedan en
la memoria, que casi siempre es infiel y que a menudo sufre la seducción de
los que las escuchan; por eso es mucho mas fácil una calumnia sobre las
palabras de un hombre, que no sobre sus actos.

Acusaciones secretas
Desórdenes evidentes, aunque consagrados y que en muchas naciones se han
hecho necesarios por la debilidad de su propia constitución, son las
acusaciones secretas. Esta costumbre hace a los hombres falsos y
simuladores, porque cualquiera de ellos puede sospechar entre los demás un
delator, es decir, un enemigo; y entonces los hombres se acostumbran a
disfrazar sus sentimientos, escondiéndolos a los demás, con lo que, finalmente,
llegan a esecondérselos a sí mismos. ¡Infelices los hombres cuando han
llegado a tanto! Sin principios claros e inmutables que les guíen, vagan
extraviados y fluctuantes en el vasto mar de las opiniones, y siempre ocupados
en salvarse de los monstruos que les amenazan, pasan cada uno de los
momentos presentes amargados siempre por la incertidumbre del futuro;
privados de los placeres duraderos de la tranquilidad y la seguridad, tan sólo
algunos de ellos, dispersos acá y allá en la triste vida que llevan, devorados por
la prisa y el desorden de su existencia, se consuelan de haber vivido. ¿Y
haremos nosotros de esta clase de hombres los soldados intrépidos defensores
de la patria y del trono? ¿Encontraremos entre ellos a los incorruptibles
magistrados que con libre y patriótica elocuencia sostengan y desarrollen los
verdaderos intereses del soberano y que lleven al trono, con sus tributos, el
amor y las bendiciones de todos, conquistando para los palacios y las cabañas
la paz, la seguridad y la industriosa esperanza de mejorar la suerte, fermento
útil y vida de los Estados?

¿Quién será el que pueda defenderse de la calumnia armada con el más fuerte
escudo de la tiranía, que es el secreto? ¿qué especie de gobierno será aquél
que quien le rija sospeche que tiene un enemigo en cada uno de sus súbditos,
viéndose obligado, para el reposo público, a quitárselo a cada cual?

¿Cuáles son los motivos que justifican las acusaciones y las penas secretas?
¿la salud pública, la seguridad, el mantenimiento de la forma de gobierno?
¡Pero qué extraña constitución aquélla en que el que es dueño de la fuerza y
de la opinión, más eficaz que aquélla, teme de cada ciudadano! ¿La
indemnidad del acusador? Entonces es que las leyes no le defienden
suficientemente y que los súbditos son más fuertes que el soberano. ¿La
infamia del delator? ¡Luego entonces se autoriza la calumnia secreta y se
castiga a la pública! ¡La naturaleza del delito! Si las acciones indiferentes, si
hasta las que sean útiles al público se llaman delitos, las acusaciones y los
juicios nunca son suficientemente secretos. ¿Podrá haber delitos, es decir,
ofensas públicas, en que al mismo tiempo no sea de interés para todos la
publicidad del ejemplo, o sea la del juicio? Yo respeto todo gobierno, sin hablar
de ninguno en particular. Tal es a veces la naturaleza de las circunstancias, que
puede tomarse como caso de extrema ruina suprimir un mal cuando éste sea
inherente al sistema de una nación. Pero si yo tuviese que dictar leyes nuevas
en cualquier abandonado rincón del Universo, antes de autorizar costumbre
como ésta me temblaría la mano, teniendo toda la posteridad ante mis ojos.

Ha dicho Montesquieu que las acusaciones públicas son más conformes a la


República, en que el bien público debe ser la primera pasión de los
ciudadanos, que a la Monarquía, en que este sentimiento es muy débil, por
razón de la naturaleza misma del gobiemo, y donde es una institución óptima la
de crear comisarios que en nombre público ejerzan la acusación contra los
infractores de las leyes. Pero todo gobierno, sea republicano o monárquico,
debe imponer al calumniador la pena que correspondería al acusado.

Preguntas sugestivas. Disposiciones
Nuestras leyes prohiben las preguntas que llaman sugestivas en un proceso;
es decir, aquéllas que, según dicen los doctores, interrogan sobre la especie,
cuando deben interrogar sobre el género en las circunstancias de un delito; las
preguntas, por tanto, que, teniendo una conexión inmediata con el delito,
sugieran al reo una respuesta inmediata. Según los criminalistas, las preguntas
deben, por decirlo así, envolver espiralmente al hecho, en vez de dirigirse a él
en línea recta. Los motivos de este método obedecen a no sugerir al reo una
respuesta que le exponga a la acusación, o acaso también porque parece
contra naturaleza que el reo se acuse inmediatamente por sí mismo.
Cualquiera que sea el mejor de estos dos motivos, es de notar la contradicción
de las leyes que autorizan el tormento a la vez que la costumbre de que
hablamos, porque ¿podrá haber alguna pregunta más sugestiva que el dolor?
El primero de estos motivos se presenta en el tormento, porque el dolor
sugerirá al hombre robusto una taciturnidad obstinada, a fin de cambiar la pena
mayor con la menor, y en cambio, al hombre débil le sugerirá la confesión, para
librarse del tormento presente, más eficaz entonces que no el dolor venidero. El
segundo motivo es evidentemente el mismo, porque si una pregunta especial
hace confesar al reo, contra el derecho de naturaleza, los espasmos del dolor
producirán este mismo efecto con mayor facilidad; pero los hombres se
gobiernan más por la diferencia de los nombres que por la de las cosas.
Finalmente, aquél que se obstinase en no responder a las preguntas que se le
dirigen, merece una pena fijada por las leyes, y pena de las más graves que se
le intimen, para que los hombres no hagan fracasar la necesidad del ejemplo
que deben al público. Esta pena no será necesaria cuando sea indudable que
un determinado acusado haya cometido un determinado delito, de modo que
las preguntas sean inútiles, de igual manera que es inútil la confesión del delito
cuando hay otras pruebas que justifiquen la culpabilidad del sujeto. Este último
caso es el ordinario, porque la experiencia enseña que en la mayor parte de los
procesos los reos se mantienen en una posición negativa.

De los juramentos
Una contradicción entre las leyes y los sentímíentos naturales del hombre nace
del juramento que se exige al reo, para que sea veraz aquél que tiene el mayor
interés en ser falso; como si los hombres pudiesen jurar contribuyendo a su
propia destrucción, como si la religión no callase, en la mayoría de los
hombres, cuando habla el interés. La experiencia de todos los siglos ha hecho
ver cuánto se ha abusado de este precioso don del Cielo. ¿Y por qué motivo
habrían de respetarle los malvados, si los hombres tenidos por más prudentes
le han infringido con frecuencia? Son muy débiles, por hallarse muy remotos de
los sentidos, por lo menos para la mayoría, los motivos que la religión
contrapone al tumulto del temor y al amor a la vida. Los asuntos del Cielo se
rigen por leyes muy distintas de las que gobiernan los asuntos humanos. ¿Por
qué comprometer los unos con los otros? ¿por qué colocar a un hombre en la
terible condición de faltar a Dios o de contribuir a su propia ruina? La ley que
obligue a tal juramento, mandará a la vez ser o un mal cristiano o un mártir.
Poco a poco, el juramento se va convirtiendo en una simple formalidad, con lo
cual se destruye a la vez la fuerza de los sentimientos y la de la razón, única
prenda de honradez de la mayor parte de los hombres. La inutilidad de los
juramentos la ha hecho ver inútiles, y por consigt1Íente perjudiciales, todas las
leyes que se oponen a los sentimientos naturales del hombre. Sucede con ellos
lo mismo que con lo que ocurre con los diques opuestos directamente al curso
de un río, y que pronto son destruidos o superados, o bien un remolino formado
por las aguas los corroe y mina insensiblemente.
 Del tormento            
Una crueldad, consagrada por el uso de la mayor parte de las naciones, es el
tormento del reo mientras se instruye el proceso, bien para obligarle a confesar
el delito, bien por causa de las contradicciones en que haya podido incurrir, o
para descubrir los cómplices que pueda haber tenido, o por cierta metafísica e
incomprensible purgación de infamia, o, finalmente, por otros delitos en que
pudiera haber incurrido, aun cuando no se le acusara de ellos.

No puede llamarse reo a un hombre antes de la sentencia del juez, ni la


sociedad puede suprimirle la protección pública más que cuando este resuelto
que aquel hombre ha violado los pactos con los cuales se le concedió la
misma. ¿Cuál es, pues, el derecho, si no el de la fuerza, que concede a un juez
la facultad de penar a un ciudadano mientras se duda si es verdaderamente
reo o inocente? No es nuevo el siguiente dilema: o el delito es cierto, o incierto:
si es cierto, no le conviene otra pena sino la que esté establecida por las leyes,
siendo inútiles los tormentos, porque es inútil la confesión del reo; si el delito es
incierto, no se debe atormentar a un inocente, pues tal es, según las leyes,
todo hombre a quien no se le ha probado delito alguno.

¿Cuál es el fin político de las penas? El terror de los demás hombres. ¿Pero
cómo deberemos juzgar nosotros las secretas y particulares crueldades que la
tiranía del uso ejerce sobre los reos y los inocentes? Importa que todo delito
evidente no quede impune. Pero es inútil que se revele quien haya cometido un
delito que está sepultado en las tinieblas. Un mal ya hecho y para el que no hay
remedio, no puede ser penado por la sociedad política más que en cuanto
influya sobre los demás con el atractivo de la impunidad. Si es cierto que es
mayor el número de los hombres que respetan las leyes, por temor o por virtud,
que el de los que las quebrantan, el riesgo de atormentar a un inocente debe
apreciarse tanto más cuanto mayor sea la probabilidad de que un hombre, en
igualdad de términos, mejor las haya respetado que despreciado.

Pero además, yo añadiré que es pretender confundir todas las relaciones,


exigir que un hombre sea al mismo tiempo acusado y acusador y que el dolor
se convierta en el crisol de la verdad, como si el criterio de ella residiera en los
músculos y fibras de un pobre hombre.

La ley que ordena el tormento, es una ley que dice: Hombres, resistid el dolor;
y si la naturaleza ha creado en vosotros un inextinguible amor propio, si os ha
concedido un derecho inalienable a defenderos, yo voy a crear en vosotros un
afecto enteramente contrario, es decir, un odio heroico hacia vosotros mismos,
y os mando que os acuséis, diciendo la verdad, aunque sea entre el
desgarramiento de los músculos y el quebrantamiento de los huesos. Este
infame crisol de la verdad es un monumento aún en pie, de la legislación
antigua y salvaje, cuando se llamaba juicios de Dios a las pruebas del fuego y
del agua hirviente y a la incierta suerte de las almas, como si los eslabones de
la eterna cadena que inside en el seno de la Razón Primera a cada instante
debiesen soltarse y desordenarse por las frívolas creaciones humanas. La
única diferencia que media entre el tormento y las pruebas del fuego y del
agua, es que el éxito del primero dependerá siempre de la voluntad del reo,
mientras que el de las segundas deberá atribuirse a un hecho puramente físico
y extrínseco; pero esta diferencia es sólo aparente, y no real, pues tampoco el
hombre es libre de declarar la verdad entre los espasmos y los destrozos,
como no lo era entonces impedir sin fraude alguno los efectos del fuego y del
agua hirviente. Todo acto de nuestra voluntad es proporcionado siempre a la
fuerza de la impresión sensible de que emana, pues la sensibilidad de todo
hombre es limitada. Por tanto, la impresión del dolor puede crecer a medida
que, ocupándola toda, no deje otra libertad al atormentado que la de elegir el
camino más corto para sustraerse de la pena en el momento presente.
Entonces la respuesta del reo es tan necesaria como las impresiones del fuego
o del agua en este caso. El inocente que sea sensible, será llamado reo,
cuando él crea que con esto puede hacer cesar el tormento. Toda diferencia
entre ello desaparece por la acción del mismo medio que se pretende emplear
para hallarla. Este es el medio seguro de absolver a los malvados robustos y
de condenar a los inocentes débiles. Tales son los fatales inconvenientes de
este pretendido criterio de verdad, pero criterio digno de un caníbal, que los
romanos, bárbaros también por más de un motivo, reservaban tan sólo a los
esclavos, víctimas de una virtud feroz demasiado alabada.

De dos hombres igualmente inocentes, o igualmente reos, el robusto y animoso


será absuelto, el débil y tímido será condenado, en virtud de este razonamiento
exacto: Yo, que soy vuestro juez, debo consideraros reo de tal delito; tú,
vigoroso, has sabido resistir al dolor, y por ello te absuelvo; tú, débil, has
cedido bajo él, y por ello te condeno. Creo que la confesión arrancada entre
tormentos, carece de fuerza alguna, pero os volveré a atormentar si no
confirmáis lo que habéis confesado.

De modo que el éxito del tormento es asunto de temperamento y de cálculo,


que varía en los hombres a medida de la robustez y sensibilidad; tanto es así,
que con este método, un matemático resolvería mejor que un juez este
problema: Dada la fortaleza de los músculos y la sensibilidad de las fibras de
un inocente, hallar el grado de dolor que le hará confesarse reo de un delito.

La indagatoria del reo se hace para conocer la verdad. Pero si esta verdad
difícilmente puede descubrirse en el aspecto, en el gesto, en la fisonomía de un
hombre tranquilo, mucho menos se descubrirá en un hombre en quien las
convulsiones del dolor alteren todos los signos por los cuales, a pesar suyo, la
verdad transpira en la mayoría de los hombres. Toda acción violenta confunde
y hace desaparecer las diferencias mínimas entre los objetos por los cuales a
veces se distingue lo verdadero de lo falso.

Una consecuencia extraña que deriva necesariamente del uso del tormento, es
que al inocente se le coloca en peor condición que al reo, porque si se aplica el
tormento a los dos, el primero tiene todas las combinaciones en su contra,
pues, o confiesa el delito, y es condenado entonces, o si se le declara inocente,
ha sufrido una pena indebida. Pero el reo cuenta con un caso favorabIe para él,
cuando, habiendo resistido el tormento con firmeza, deba ser declarado
absuelto como inocente, cambiando una pena mayor por otra menor. Así es
que el inocente sale perdiendo siempre y el culpable sale ganando.

En resolución, esta verdad la comprenden, aunque confusamente, aquellos


mismos que se apartan de ella. La confesión prestada durante el tormento, no
es válida si, cesado éste, no se la confirma después bajo juramento; pero si el
reo no confirma su declaración durante el tormento, se le somete a tormento
nuevamente. Hay doctores y hay algunas naciones que no permiten tan infame
petición de principio más que por tres veces; pero hay otras naciones y
doctores que lo dejan al albedrío del juez.

Es superfluo redoblar la ilustración del caso citando los innumerables ejemplos


de inocentes que se confesaron reos entre los espasmos del tormento; no hay
nación ni edad que no cite los suyos; pero ni los hombres cambian ni cosechan
consecuencias. No hay hombre alguno que haya impulsado sus ideas más allá
de las necesidades de la vida, que alguna vez no corra hacia la naturaleza, que
le llama así con voces secretas y confusas; el uso, que es tirano de las
mentalidades, le rechaza, asustándole.

El segundo motivo es el tormento a que se somete a los presuntos reos cuando


incurren en contradicción; como si el temor a la pena, la incertidumbre del
juicio, el aparato y majestad del juez, la ignorancia común a casi todos los
malvados y los inocentes, no hubiesen de hacer caer probablemente en
contradicción así al inocente que teme como al reo que trata de defenderse;
como si las contradicciones, comunes a los hombres cuando están tranquilos,
no debieran multiplicarse en la turbación del ánimo, todo absorto en la idea de
salvarse del peligro inminente.

También se da tormento para descubrir si el reo tiene a su cargo otros delitos


distintos de aquéllos de que se le acusa, lo cual equivale a este razonamiento:
Tú eres reo de un delito, de modo que es posible que lo seas de otro ciento y
como esta duda me atormenta, quiero salir de ella sirviéndome de mi criterio de
verdad: las leyes te atormentan porque eres reo, porque puedes ser reo,
porque quiero que seas reo.

Se somete a tormento a un acusado para descubrir los cómplices de su delito


¿pero si está mostrado que el tormento no es medio oportuno para descubrir la
verdad, cómo servirá para revelar a los cómplices, que es una de las verdades
que se trata de descubrir? Como si el hombre que se acusa a sí mismo, no
acusara más fácilmente a los demás. ¿Y será justo entonces atormentar a
nadie por los delitos ajenos? ¿no podrá descubrirse a los cómplices por las
declaraciones de los testigos, por la indagatoria del reo, por las pruebas, por el
cuerpo del delito, en una palabra, por todos aquellos medios que han de servir
para comprobar el delito del acusado? Por lo general, los cómplices huyen tan
luego como cae en prisión su compañero; la inseguridad de su suerte les
condena por sí mismos al destierro y libra a la nación del peligro de nuevas
ofensas, en tanto que la pena del reo, actuando con su fuerza sobre él, obtiene
el único de sus fines, que es el de aterrorizar a los demás hombres, alejándoles
de semejantes delitos.
Otro ridículo motivo del tormento es la purgación de la infamia, según la cual el
hombre a quien se considera infame por las leyes, debe confirmar su
deposición a costa de sus propios huesos. Este abuso no debería tolerarse ya
en el siglo XVIII. Se cree que el dolor, que es una sensación, limpia de la
infamia que es una mera relación moral. ¿Acaso el dolor es un crisol y la
infamia un cuerpo mixto impuro? Pero la infamia es un sentimiento que no está
sometido ni a las leyes ni a la razón, sino tan sólo a la opinión. El propio
tormento ocasiona a su víctima una infamia real. De manera que con este
método, se trata de quitar la infamia produciendo la infamia misma.

No es difícil remontarse a los orígenes de esta ridicula ley de purgación de la


infamia, porque los absurdos que adopta una nación entera tienen siempre
alguna relación con otras ideas comunes respetadas por la propia nación. Esta
costumbre parece proceder de las ideas religiosas y espirituales que tanto
influyen sobre el pensamiento de los hombres, sobre las naciones y sobre los
siglos. Un dogma infalible nos asegura que las manchas adquiridas por la
debilidad humana y que no han merecido el enojo eterno del Gran Ser, deben
purgarse mediante un fuego incomprensible; ahora bien, la infamia es una
mancha civil y así como el dolor y el fuego limpian las manchas espirituales e
incorpóreas ¿por qué los espasmos del tormento no borrarán la mancha civil de
la infamia? Yo creo que la confesión del reo, que algunos tribunales exigen
como esencial a la condena, tiene un origen semejante, porque en el miterioso
tribunal de la penitencia, la confesión del pecado es una parte esencial del
Sacramento. Aquí vemos como los hombres abusan de las luces más seguras
de la Revelación, y como estas luces son las únicas que quedan en las épocas
de ignorancia, a ellas recurre la dócil humanidad en todas las ocasiones,
aprovehándolas para las aplicaciones más absurdas y lejanas.

Estas verdades ya las conocieron los legisladores romanos, que no usaron el


tormento sino en relación exclusiva con los esclavos, que carecían de toda
personalidad; también las ha adoptado Inglaterra, nación en que la gloria de las
letras, la superioridad del comercio y de las riquezas, y por lo mismo del poder,
y los ejemplos de virtud y de valor, no dejan duda alguna de la bondad de sus
leyes. El tormento ha sido abolido en Suecia y también le ha abolido uno de los
más sabios monarcas de Europa ( Se refiere a Federico II de Prusia, nacido en 1712 y
muerto en 1786), el cual, habiendo llevado al trono la Filosofía y como legislador
amigo de sus súbditos, les ha hecho iguales y libres en la dependencia de las
leyes, que es la única igualdad y libertad que los hombres razonables pueden
exigir en las presentes combinaciones de las cosas. El tormento tampoco le
han creído necesario las leyes militares, es decir, del ejército, compuesto, en su
mayoría, de la escoria de las naciones, aunque parezca que los soldados
debieran servir mejor para ello. ¡Cosa extraña, para el que no considere cuán
grande sea la tiranía del uso, ésta de que las leyes pacíficas deban aprender el
método más humano de juzgar de las almas endurecidas en la sangre y el
estrago!

 Procesos y prescripciones 
Conocidas las pruebas y calculada la certeza del delito, es necesario conceder
al reo tiempo y medios oportunos para justificarse; pero un tiempo tan breve
que no perjudique a la prontitud de la pena, la cual, como ya hemos visto, debe
ser uno de los frenos principales de los delitos. Un mal entendído amor de
humanidad, parece contrario a esta brevedad de tiempo; pero se desvanecerá
toda duda si se reflexiona que los peligros de la inocencia crecen con los
defectos de la legislación.

Las leyes deben fijar cierto espacio de tiempo a la defensa del reo y a las
pruebas de los delitos; y el juez se convertiría en legislador si fuese él quien
debiese decidir del tiempo necesario para probar un delito. Del mismo modo,
los delitos atroces, cuya memoria queda en los hombres cuando están
probados, no merecen ninguna prescripción en favor del reo que se haya
sustraído a la justicia con la fuga. Pero los delitos menores y obscuros deben,
con la prescripción, suprimir la incertidumbre de la suerte de un ciudadano,
porque la obscuridad en que han estado ocultos largo tiempo, elimina el
ejemplo de impunidad y permite al reo la posibilidad de ser mejor. Me bastará
aludir aquí a estos principios, porque el límite preciso de las prescripciones sólo
puede fijarse para una determinada legislación y en determinadas condiciones
de cada sociedad. Añadiré tan sólo que una vez probada en una nación la
moderación de las penas, las leyes que proporcionadamente a los delitos
disminuyan o aumenten el plazo de la prescripción, o el de las pruebas,
haciendo una parte de pena de la prisión preventiva y del destierro voluntario,
suministrarían una fácil división de algunas penas leves para un gran número
de delitos.

Pero los plazos de que hablamos no deberán crecer en la proporción exacta de


la gravedad de los delitos, pues la probabilidad de los delitos está en razón
inversa de su atrocidad. Por tanto, deberá disminuirse el tiempo para recibir las
pruebas y aumentarse el plazo de la prescripción. Parecería esto una
contradicción a lo que tengo dicho, o sea que pueden imponerse penas iguales
a delitos desiguales, apreciando el tiempo de prisión y de la prescripción,
anterior a la sentencia, como una pena. Para explicar al lector mi pensamiento,
distinguiré dos clases de delitos: La primera clase es la de los delitos atroces,
que principian por el homicidio, comprendiendo todas las perversidades
ulteriores; la segunda clase es la de los delitos menores. Esta distinción tiene
su fundamento en la naturaleza humana. La seguridad de la vida propia es un
derecho natural y la seguridad de los bienes es un derecho procedente de la
sociedad. El número de motivos que arrastran a los hombres a despreciar el
sentimiento natural de piedad, es mayor con mucho de aquellos otros que por
la natural avidez de ser felices les impulsan a violar un derecho que no
encuentran en sus corazones, sino sólo en las convenciones de la sociedad. La
máxima diferencia de probabilidades de estas dos clases de delitos, exige que
se regulen con principios diversos. En los delitos más atroces, como son los
más raros, debe reducirse el tiempo del examen para aumentar las
probabilidades de inocencia del reo; pero debe crecer el tiempo de prescripción
porque de la sentencia definitiva de inocencia o culpabilidad de un hombre
depende suprimir el atractivo de la impunidad, cuyo, daño crece con la
atrocidad del delito.
Pero en los delitos menores, como las probabilidades de inocencia del reo
disminuyen, debe aumentar el tiempo del examen y debe disminuirse el tiempo
de la prescripción, por ser menor el daño de la impunidad. Semejante distinción
de los delitos en dos clases, no debería admitirse si el daño de la impunidad
menguase tanto como creciese la probabilidad del delito. Piénsese bien que un
acusado cuya inocencia o cuya culpabilidad no consten, aunque sea puesto en
condición libre por falta de pruebas, puede quedar sometido otra vez a
detención y a indagatoria por causa del mismo delito, mientras no se agote el
tiempo de la prescripción de éste. Por lo menos, me parece que éste es el
temperamento oportuno para defender la seguridad y la libertad de los
súbditos, pues es muy fácil que la una no se favorezca a expensas de la otra;
de modo que ambos bienes, que forman el inalienable e igual patrimonio de
todo ciudadano, no estén protegidos y custodiados, uno por despotismo abierto
o enmascarado, otro por la alteración anárquica popular.

Hay algunos delitos que a la vez son frecuentes en la sociedad y difíciles de


probar; y en estos delitos la dificultad de la prueba ocupa el puesto de la
probabilidad de la inocencia; en cuanto al daño de la impunidad, que es tanto
menos apreciable cuanto la frecuencia de los delitos en cuestión depende de
principios distintos que el peligro de la impunidad, el tiempo del examen y el de
la prescripción deben disminuir igualmente. No obstante, los adulterios, las
lascivias, que son delitos de prueba difícil, son los que, según los principios
recibidos, admiten las tiránicas presunciones. las cuasi-pruebas, las semi-
pruebas (como si un hombre pudiese ser semi-inocente o semi-reo o sea semi-
punible o semi-absolvible) en que el tormento ejerce su cruel imperio en la
persona del acusado, en los testigos, y hasta en toda la familia de un infeliz,
como con inicua frialdad enseñan algunos doctores que se señala al juez como
norma y ley.

En vista de estos principios, parecerá extraño al que no reflexione que la razón


no ha sido casi nunca legisladora de las naciones, que los delitos más atroces
o los más obscuros y quiméricos, aquéllos cuya improbabilidad es mayor, sean
probados por conjeturas o por las pruebas más débiles y equívocas. Como si
las leyes y el juez no tuviesen interés en investigar la verdad, sino en encontrar
delitos; como si en condenar a un inocente no hubiese tanto mayor peligro
cuanto la probabilidad de la inocencia supera a la del delito.

En la mayoría de los hombres falta el brío necesario tanto para los grandes
delitos como para las grandes virtudes; por lo cual parece que los unos van
siempre contemporáneos con las otras, en las naciones que se sostienen más
por la actividad del gobierno y las pasiones que se dirigen al bienestar público
que por su masa y la bondad constante de las leyes. En estas naciones de que
hablo, las pasiones atenuadas parecen más aptas para mantener que para
mejorar la forma de gobierno. Y de aquÍ se logra la importante consecuencia de
que no siempre en una nación los grandes delitos prueban su decadencia.

Atentados, cómplices, impunidad
Porque las leyes no castiguen la intención, no por ello un delito que comience
con algún acto que manIfieste la voluntad de realizarle, deja de merecer una
pena, aunque ésta sea menor que la debida a la ejecución misma del delito. La
importancia de prevenir el atentado autoriza la pena; pero como entre el
atentado y la ejecución puede haber intervalo, la pena mayor, reservada para el
delito consumado, puede dar lugar al arrepentimiento. Otro tanto diremos
cuando haya varios cómplices de un delito y no todos sean ejecutores
inmediatos, aunque por una razón distinta. Cuando varios hombres se unen
para un riesgo, cuanto tanto mayor sea éste, tanto más buscarán que sea igual
para todos, y por tanto será más difícil hallar quien se contente con ser su
ejecutor, corriendo un riesgo mayor que los demás cómplices. La única
excepción sería la del caso en que al ejecutor del delito se le fijase un premio,
pues entonces, mediando una compensación por causa del riesgo mayor, la
pena debería ser igual. Estas reflexiones parecerán demasiado metafísicas al
que no considere cuán útil debe ser que las leyes procuren los menos motivos
posibles de acuerdo entre los compañeros de un delito.

Algunos tribunales ofrecen la impunidad al cómplice de un delito grave que


descubra a sus compañeros. Este recurso tiene sus inconvenientes y sus
ventajas. Los inconvenientes son que la nación autoriza las traiciones,
detestables hasta entre los malvados; porque son menos fatales a una nación
los delitos de valor que los de vileza; porque los primeros no son frecuentes por
sus autores y porque sólo esperan una fuerza benéfica directora que le
encamine al bien público; en tanto que los delitos de carácter vil son más
comunes y contagiosos, concentrándose siempre en sí mismos. Además, el
tribunal pone en evidencia su misma incertidumbre y la debilidad de la ley, que
implora la ayuda de quien la ofende. Las ventajas, en cambio, son la
prevención de delitos importantes que atemorizan al pueblo por ser manifiestos
sus efectos y ocultos sus autores; además de lo cual, contribuyen a mostrar
que quien falta a la fe de las leyes o sea, al público, probablemente faltará a los
particulares. A mí me parece que una ley general que prometiese la impunidad
al cómplice que evidenciara cuaLquier delito, sería preferible a las
declaraciones especiales en cada caso particular, porque de este modo podrían
preverse las maquinaciones con el temor recíproco que cada cómplice tendría
de no exponerse más que a sí mismo, por lo cual el tribunal no acrecería la
audacia de los malvados que ven solicitada su cooperación en un caso
particular. Sin embargo, esta ley a que aludimos debería agregar a la
impunidad la proscripción del delator, dejándole sometido a bando ... pero en
vano me atormento a mí mismo para acabar con el remordimiento que siento,
autorizando a las sagradas leyes, monumento de la confianza pública y base
de la moral humana, a la traición y el dísimulo. ¿Qué ejemplo se daría a la
nación si se faltase a la impunidad prometida, y tras largas cavilaciones, se
arrastrase al suplicio, con vergüenza de la fe pública, al que hubiese
respondido a la invitación de las leyes?; ejemplos de esta clase no son raros en
las naciones, como tampoco son raros los que sólo tienen de una nación la
idea de una máquina complicada en que los más diestros y poderosos manejan
los resortes a placer suyo: fríos e insensibles a cuanto forma el goce de las
almas tiernas y elevadas, excitan con imperturbable zagacidad los sentimientos
más caros y las pasiones más violentas, siempre que puedan ser útiles a sus
fines, tañendo los ánimos como los músicos los instrumentos.
Mitigación de las penas
De la simple consideración de las verdades hasta aquí expuestas, resulta
evidentemente que la finalidad de las penas no es atormentar y afligir a un ser
sensible, ni deshacer un delito ya cometido. En un organismo político que lejos
de obrar por pasión es el tranquilo modelador de las pasiones particulares
¿puede albergarse crueldad tan inútil, instrumento del furor y del fanatismo, o
de débiles tiranos?

El grito de un infeliz, ¿podrá evitar que el tiempo, que no retrocede, deshaga


acciones ya consumadas? La finalidad de las penas, por tanto, no es otra sino
la de impedir al reo que nuevamente dañe a sus conciudadanos, impidiendo
también que los delitos los cometan otros tantos. Con esto queremos decir que
las penas y el modo de infligirlas, deben estudiarse de tal manera que
guardando la debida proporción, hagan una impresión más eficaz y duradera
sobre el espíritu de los hombres, y a la vez menos tormentosa sobre el cuerpo
de los reos.

El que haya leído las historias ¿cómo no ha de llenarse de horror ante los
tormentos bárbaros e inútiles imaginados a sangre fría y ejecutados por
hombres que se tenían por sabios? ¿quién dejará de sentir estremecerse todas
sus partes más sensibles, contemplando los millares de infelices a quienes la
miseria, tolerada o querida de las leyes, que siempre han favorecido a pocos y
ultrajado a los demás, arrastraron a un desesperado regreso al primer estado
de naturaleza, o a quienes acusó de delitos imposibles urdidos por la tímida
ignorancia, o simplemente, reos tan sólo, de ser fieles a sus principios,
hombres dotados de los mismos sentidos, y por tanto, de las mismas pasiones,
lacerados con formalidades meditadas o con lentos tormentos, jocundo
espectáculo de una fanática multitud?

Para que una pena logre su efecto, basta con que el mal de la misma exceda
del bien que nace del delito; y en este exceso de mal debe tenerse en cuenta la
infalibilidad de la pena y la pérdida del bien que produciría el delito. Todo lo
demás es supérfluo y tiránico, por lo mismo. Los hombres se gobiernan por la
acción repetida de los males que conocen, y no por la de los que ignoran.
Tomemos dos naciones, en una de las cuales, en la escala de las penas
proporcionada a la escala de los delitos, la pena mayor sea la servidumbre
perpetua, y en la otra la roeda (Se refiere a un particular método de ejecución
sancionado por Carlos I de España y V de Alemania en el año de 1532, el cual
consistía en amarrar al reo a una gran rueda sobre la cual el verdugo, haciendo
uso de una gran barra de hierro, le golpeaba ocasionándole severísimas
fracturas en estómago y pecho, dejándole luego agonizar y morir sobre la
misma rueda. Cabe precisar que este tormento-ejecución tan sólo se aplicaba a
hombres condenados por delitos atroces. Este suplicio-ejecución fue aplicado
al célebre Calas, quien fuere condenado por el Parlamento de Toulouse en el
año de 1762, y tiempo después rehabilitado por el mismo Parlamento, después
de que Voltaire demostrase su inocencia, así como el gravísimo error judicial
cometido en ese tristemente célebre caso).

Yo diré que la primera temerá tanto a su pena mayor como la segunda; y si


hubiese alguna razón para transportar a la primera las mayores penas de la
segunda, esta misma razón serviría para acrecentar las penas de la última,
pasando sensiblemente desde la rueda a tormentos más lentos y estudiados,
hasta los últimos refinamientos de una ciencia que es muy conocida de los
tiranos.

A medida que los suplicios se hacen más crueles, el espíritu de los hombres,
que, al modo de los líquidos, se pone siempre al nivel con los objetos que le
circundan, estos espíritus, pues, se irán endureciendo; y la fuerza siempre viva
de las pasiones hace que después de cien años de crueles suplicios, la rueda
aterrorice tanto como antes aterrorizó la prisión. La propia atrocidad de la pena
hace atreverse tanto más para esquivarla, cuanto es más grande el mal contra
el cual marcha, haciendo que se haya cometido más de un delito con este
propósito. Los países y los tiempos de los suplicios más atroces han sido
siempre los de las acciones más inhumanas y sanguinarias, porque el mismo
espíritu de ferocidad que guiaba la mano del legislador era el que regía la del
parricida y la de los sicarios; el Trono dictaba leyes de hierro a almas atroces
de esclavos obedientes y en la obscuridad privada palpitaba el estímulo a
inmolar a los tiranos para crear otros.

Hay dos funestas consecuencias que derivan de la crueldad de las penas,


contraria al fin mismo de precaver los delitos. La primera es que no es tan fácil
mantener la proporción esencial entre el delito y la pena, porque aun cuando la
industriosa crueldad de las penas llegue a variar muchísimo la especie de
éstas, no pueden nunca traspasar la fuerza última a que está limitada la
organización; y la sensibilidad humana una vez que se ha llegado al extremo,
no encontraría ya para los delitos más dañosos y atroces una pena mayor
correspondiente, como sería forzoso para prevenirlos. La otra consecuencia es
que la propia impunidad nace de la atrocidad de los suplicios. Tanto para el
bien como para el mal, los hombres están encerrados entre ciertos límites y un
espectáculo demasiado atroz para la humanidad, sólo puede ser un furor
pasajero, no un sistema constante, como deben ser las leyes. Pues si
verdaderamente éstas son crueles, una de dos: o se reemplazan por otras o
fatalmente la impunidad nace de las leyes mismas.

Terminaré con la reflexión de que la magnitud de las penas debe ser relativa al
estado de la nación misma. Muy fuertes y sensibles deben ser las impresiones
sobre las almas endurecidas de un pueblo que apenas ha salido del estado de
salvajismo. Para abatir a un león feroz que resiste al disparo de un fusil, se
necesita un rayo. Pero a medida que las almas se ablandan en el estado de
sociedad, crece la sensibilidad, y al crecer ella, debe mermar la fuerza de la
pena, si quiere mantenerse constante la relación entre el objeto y la sensación.
De la pena de muerte
La inútil probabilidad de suplicios, que no ha servido nunca para mejorar a los
hombres, me impulsa a examinar si la muerte sea verdaderamente útil y justa
en un gobierno bien organizado.

¿Cuál puede ser el derecho que se atribuyen los hombres de destruir a sus
semejantes? Seguramente no aquél del que derivan la soberanía y las leyes.
La una y las otras son tan sólo la suma de mínimas porciones de libertad
particular de cada cual, y representan la voluntad general, que es una
agregación de las particulares. ¿Quién podrá ser aquél que haya querido dejar
a otros hombres el arbitrio de matar? ¿Cómo en el mínimo sacrificio de la
libertad de cada cual puede estar incluído el del máximo entre todos los bienes,
que es la vida? y si así fuese ¿cómo puede concertarse tal principio con aquel
otro que enseña que el hombre no es dueño de darse la muerte? Pues en
realidad debiera serIo ya que ha podido conceder a otros este derecho, o a la
sociedad entera.

Por tanto, la pena de muerte no es un derecho, puesto que he demostrado que


no puede serIo, sino que es una guerra de la nación con un ciudadano, en que
se juzga necesaria o útil la destrucción de éste. Pero si llego a demostrar que la
muerte no es ni útil ni necesaria, habré ganado la causa de la humanidad.

La muerte de un ciudadano sólo puede considerarse necesaria por dos


motivos.

El primero, cuando, aun estando privado de libertad, tenga todavía tantas


relaciones y tal fuerza que su muerte interese a la seguridad de la nación; es
decir, cuando su existencia pueda producir una revolución peligrosa en la forma
de gobierno establecida. La muerte del ciudadano se hará necesaria cuando la
nación recupere o pierda con ella su libertad, o bien en tiempos de anarquía,
cuando el desorden reemplace a las leyes. Durante el reinado tranquilo de las
leyes, en una forma de gobierno en la que los votos de la nación se encuentren
reunidos, estando ella bien provista en el interior y en el exterior de sus
fronteras de fuerza y opinión, pues esta última acaso es más eficaz que la
fuerza misma, en una nación cuyo mando pertenezca sólo al verdadero
soberano, en que las riquezas sirvan para comprar placeres, y no autoridad, yo
no veo que haya necesidad alguna de destruir a un ciudadano, sino tan sólo
cuando la muerte del mismo sea el verdadero y único freno para impedir a los
demás ciudadanos que cometan delitos. Este es el segundo motivo que puede
hacer creer justa y necesaria la pena de muerte.

Cuando la experiencia de todos los siglos durante los cuales el último suplicio
nunca disuadió a ciertos hombres de ofender a la sociedad; cuando el ejemplo
de los ciudadanos romanos y el de los veinte años de reinado de la Emperatriz
Isabel de Moscovia, en los cuales ella dio a los directores de los pueblos
ejemplo tan ilustre, que equivale a muchas conquistas compradas con la
sangre de los hijos de la Patria ( referencia directa a Isabel de Prusia, hija de Pedro el
Grande, quien en diez años continuos de su periodo de reinado, esto es, de 1741 a 1751, no
hubo ninguna ejecución)
cuando todo esto no persuadiese a los hombres a quienes
el lenguaje de la razón es siempre sospechoso, en tanto que el de la autoridad
es siempre eficaz, bastaría consultar la naturaleza del hombre para sentir la
verdad de mi afirmación.

No es la intensidad de la pena lo que hace mayor efecto sobre el ánimo


humano sino su extensión, la duración de la pena misma, porque nuestra
sensibilidad es tal que actúan sobre ella con mayor facilidad estabilizadas las
impresiones que, aun siendo mínimas, se repiten mediante un movimiento,
aunque sea pasajero, más bien que fuerte. El imperio de la costumbre es
universal, sobre todo ser que siente; y como el hombre habla, anda y atiende a
sus necesidades bajo su ayuda, así las ideas morales no se imprimen en su
mente más que a través de sacudidas duraderas y repetidas. No es el terrible,
pero pasajero espectáculo de la muerte de un malvado, sino el largo y
prolongado ejemplo de un hombre privado de libertad que, convertido en bestia
de carga, recompensa con sus servicios a la sociedad a quien ha ofendido,
como el freno más fuerte contra los delitos. Pues, en efecto, a menudo nos
repetiremos a nosotros mismos palabras como éstas: También yo me veré
reducido a tan larga y mísera condición, si cometo iguales males, siendo ésta
una idea más poderosa que la de la muerte, que los hombres ven siempre en,
una obscura lejanía.

La pena de muerte causa una impresión que, con toda su fuerza, no suple al
pronto olvido, natural al hombre hasta en las cosas más esenciales, y que se
ve acelerado por las pasiones. Regla general : las pasiones violentas
sorprenden a los hombres, pero no por largo tiempo, por lo cual son aptas para
producir revoluciones como aquéllas que hicieron de hombres vulgares o bien
persas o bien lacedemonios; pero en un gobierno libre y tranquilo, las
impresiones más bien deben ser frecuentes que fuertes.

La pena de muerte se convierte en un espectáculo y en un motivo de


compasión desdeñosa para algunos; ambos sentimientos ocupan más el ánimo
de los espectadores que no el saludable temor que pretende inspirar la ley.
Pero en las penas moderadas y continuas, el sentimiento dominante es el
último, porque es también el único que inspiran. El limite que el legislador
debiera fijar al rigor de las penas, parece consistir en el sentimiento de
compasión, cuando comienza a prevalecer sobre cualquiera otro en el ánimo
de los espectadores de un suplicio, más bien hecho para ellos que para el reo.

Para que una pena sea justa sólo debe tener los justos grados de intensidad
que basten para apartar del delito a los hombres. Ahora bien: no hay nadie que
reflexivamente pueda elegir la pérdida total y perpetua de su propia libertad por
ventajosa que pueda resultarle la comisión de un delito. De modo que la
intensidad de la pena de esclavitud perpetua, o sea de la perpetua prisión,
puesta en lugar de la pena de muerte, tiene lo suficiente para apartar a
cualquiera del ánimo determinado de delinquir. Añadiré que todavía hay más.
Son muchísimos los que miran la muerte con rostro tranquilo y firme: éste por
fanatismo, aquél por vanidad que casi siempre acompaña al hombre incluso
más allá de la tumba; quien por una última y desesperada tentativa de no vivir o
de salir de la miseria. Pero ni el fanatismo ni la vanidad gustan de estar entre
cepos y cadenas, bajo el látigo o bajo el yugo, o en una jaula de hierro en que
el desesperado no acaba sus males, sino que los comienza. Nuestro ánimo
resiste más a la violencia y a los dolores extremos, aunque pasajeros, que al
tiempo y al fastidio incesante, porque, por decirlo así, puede él condensarse en
sí mismo por un momento para resistir a los primeros pero su vigorosa
elasticidad no basta para resistir la larga y repetida acción de los segundos.
Con la pena de muerte cada ejemplo que se da a la nación, supone un delito; y
en la pena de servidumbre perpetua, en cambio, un solo delito da muchísimos
y duraderos ejemplos; y si es importante que los hombres vean con frecuencia
el poder de las leyes, las condenas de muerte no deben distanciarse mucho
unas de otras a través del tiempo, de modo que suponen la frecuencia de los
delitos. De lo cual resulta que para que este suplicio sea útil, precisa que no
ejerza sobre los hombres toda la impresión que debiera, o, dicho de otra
manera, que sea útil y que no lo sea, al mismo tiempo. Al que dijera que la
servidumbre penal perpetua es tan dolorosa como la muerte, y, por tanto,
igualmente cruel, yo le respondería que, sumando todos los momentos infelices
de la servidumbre penal misma, lo sería acaso más, porque éstos se extienden
sobre toda la vida y aquélla ejerce toda su fuerza en un momento; siendo ésta
la ventaja de la servidumbre penal, que asusta más al que la ve que al que la
sufre, porque el que la ve considera toda la suma de los momentos infelices; y
en el que la sufre, la infelicidad del momento presente le distrae de la
infelicidad futura. Todos los males se agrandan en la imaginación y el que los
sufre encuentra compensaciones y consuelos desconocidos o no creídos por
los espectadores, que cambian su sensibilidad propia por el ánimo encallecido
del infeliz.

He aquí, sobre poco más o menos, el razonamiento que hace un ladrón o un


asesino que para no violar las leyes no tienen otro contrapeso más que la
horca o la rueda. Bien sé yo que es un arte saber desarrollar los sentimientos
de nuestro ánimo, un arte que se aprende con la educación; pero porque un
ladrón no sepa expresar bien sus principios, no por eso dejarán de obrar
menos en su ánimo: ¿qué leyes son éstas que yo debo respetar y que dejan
tan gran distancia entre mí y el rico?; éste me niega la moneda que yo busco y
se excusa recomendándome un trabajo desconocido para él. ¿Quién ha hecho
estas leyes?; sin duda hombres ricos y poderosos que jamás se han dignado
visitar las míseras chozas de los pobres, que jamás han partido un negro pan
entre los inocentes gritos de los hambrientos hijitos suyos y las lágrimas de su
mujer. Rompamos estos vínculos fatales para los más y útiles sólo para
algunos pocos e indolentes tiranos; ataquemos a la injusticia en su fuente.
Regresaré con esto a mi estado de independencia natural, viviré libre y feliz por
algún tiempo con los frutos de mi valor y de mi industria; acaso llegará el día
del dolor y del arrepentimiento, pero este tiempo se va en breve y tendré un día
de fatiga por muchos años de libertad y placeres. Rey de un pequeño número,
corregiré los errores de la fortuna y veré a los tiranos palidecer y temblar en
presencia de aquéllos a quienes, con insultante lujo, posponían a sus caballos
y a sus perros. La religión aparece entonces ante la mente del desgraciado que
abusa de todo, y, con un fácil arrepentimiento, le presentan casi la certidumbre
de la eterna felicidad, disminuyendo con mucho el error de la última tragedia.
Pero aquél que ve ante sus ojos un gran número de años, o hasta todo el curso
de la vida, pasar en la servidumbre penal y en el dolor, frente a frente de sus
conciudadanos, con los que vive libre y sociable, pero él esclavo de las leyes
mismas que le protegían, hace una comparación útil de todo ello con la
incertidumbre del éxito de sus delitos y la brevedad del tiempo en que
aprovecharía sus frutos.

El ejemplo continuo de aquéllos a quienes ve actualmente víctimas de su


propia imprevisión, le causa a él una impresión mucho más fuerte que el
espectáculo de un suplicio que le endurece más que le corrige.

La pena de muerte no es útil por el ejemplo de atrocidad que da a los hombres.


Si las pasiones, por la necesidad de la guerra, han enseñado a verter la sangre
humana, las leyes, moderadoras de la conducta de los hombres, no deberían
aumentar tan fiero ejemplo, tanto más funesto cuanto que la muerte legal se
otorga con estudio y formalidades. Me parece absurdo que las leyes, que son
expresión de la voluntad pública, que detestan y castigan el homicidio, cometan
ellas mismas también uno, ordenando un homicidio público para alejar a los
ciudadanos del asesinato. ¿Cuáles son las leyes verdaderas y más útiles? ¿Lo
serán los pactos y condiciones que todos quisieran observar y proponer cuando
calla la voz, siempre escuchada, del interés privado o se combinan con la del
interés público?

¿Cuáles son los sentimientos de todos en cuanto a la pena de muerte?


Podemos leerlo en la conducta de indignación o de desprecio con que todos
miramos al verdugo, inocente ejecutor de la voluntad pública, buen ciudadano
que contribuye al público bien, instrumento necesario para la seguridad interior
como lo son los soldados para la exterior. ¿Por consiguiente, cuál es el origen
de esta contradicción? ¿y por qué es indeleble en los hombres tal sentimiento,
a despecho de la razón?; porque los hombres, en lo más secreto de su ánimo,
en aquella parte del mismo que conserva más que otra alguna todavía la forma
original de la antigua naturaleza, han creído siempre que la vida propia de cada
cual no está en poder de nadie, a no ser la necesidad con que su centro de
hierro rige el Universo.

¿Qué deberán pensar los hombres cuando ven a los sabios magistrados y a los
graves sacerdotes de la justicia haciendo arrastrar, con indiferente tranquilidad
suya, a un reo hasta la muerte; y cuando un desgraciado expira en las últimas
angustias, esperando el golpe fatal, el juez, con insensible frialdad y acaso con
la secreta complacencia de su autoridad propia, se dispone a gustar de los
placeres y comodidades de la vida? ¡Ay!, dirán los desgraciados, ¡estas leyes
no son más que pretextos de la fuerza; y las meditadas y crueles formalidades
de la justicia sólo son un lenguaje convenido para inmolarnos con mayor
seguridad como víctimas destinadas en sacrificio al ídolo insaciable del
despotismo! El asesinato, que se nos predica como un terrible maleficio, ahora
le vemos aquí usado sin repugnancia y sin pudor. Aprovechemos el ejemplo.
La muerte violenta nos parecía una escena terrible según las descripciones
que se nos hacían, pero ahora vemos cómo es asunto de momentos. Y mucho
menos lo será en quien, sin esperarla, se ahorre casi todo lo que haya en ella
de doloroso.
Estos son los funestos paralogismos que, si no con claridad, confusamente por
lo menos, se hacen para su uso los hombres dispuestos a los delitos, en los
cuales, como ya hemos visto, el abuso de la religión puede más que la religión
misma.

Si se me opusiese el ejemplo de casi todos los siglos y de casi todas las


naciones que imponen la pena de muerte a algunos delitos, yo respondería que
este ejemplo se aniquila frente a la verdad, en contra de la cual no hay
prescripción de ninguna clase; y que la historia de los hombres nos causa la
impresión de un inmenso piélago de errores entre las cuales flotan algunas
verdades pocas y confusas y a grandes intervalos distantes. ¿Los sacrificios
humanos no fueron comunes a casi todas las naciones y quién podrá
excusarlos por eso? Que tan sólo algunas pocas sociedades, y por tiempo
escaso solamente, se hayan abstenido de dar la muerte como pena, es más
bien favorable que contrario a lo que vengo sosteniendo, pues tal es la fortuna
de las grandes verdades, cuya duración no es más que un relámpago en la
larga y tenebrosa noche que envuelve a los hombres. No ha llegado todavía la
época afortunada en que la verdad sea patrimonio del mayor número, según
hasta ahora es el error; y de esta ley universal sólo se han exceptuado hasta el
día las verdades que la Sabiduría Infinita ha querido separar de las demás,
revelándolas.

La palabra de un filósofo es demasiado débil contra el tumulto y los gritos de


aquéllos a quienes sólo guían las costumbres; pero los pocos sabios
esparcidos sobre la faz de la Tierra, me harán eco en lo íntimo de sus
corazones; y si la verdad pudiese llegar hasta el trono, a través de los infinitos
obstáculos que la alejan de un monarca, incluso a pesar de éste, sepan que
ella irá unida a los deseos secretos de todos los hombres, que callarán frente a
la sanguinaria fama de los conquistadores y que la justa prosperidad les
concederá el primer puesto entre los pacíficos trofeos de los Titos, Antoninos y
Trajanos.

¡Feliz, la humanidad si por primera vez se le dictasen leyes, ahora que vemos
colocados en los tronos de Europa monarcas buenos, amantes de las virtudes
pacíficas, de las ciencias, de las artes, padres de sus pueblos, ciudadanos
coronados cuya autoridad aumentada constituye la felicidad de sus súbditos,
puesto que suprime el despotismo intermediario, más cruel por cuanto menos
seguro que sofocaba los deseos sinceros de los pueblos, y siempre faustos
cuando pueden llegar hasta el trono! Si estos monarcas, diré, dejan subsistir
las leyes antiguas, ello depende de la dificultad infinita de borrar en tales
errores la añeja roña de muchos siglos. Este será para los ciudadanos
ilustrados un motivo para desear, con mayor ardor todavía, el continuado
aumento de su autoridad.

Bando y confiscaciones
El que turba la tranquilidad pública, el que no obedece a las leyes, o sea, a las
condiciones bajo las cuales se soportan los hombres comerciando entre sí y
defendiéndose, los que deban ser excluidos de la sociedad, han de ser
pregonados en bando.

Parece que el bando debería ser publicado contra aquéllos que, estando
acusados de un delito atroz, cuentan con grandes probabilidades, aunque no
con la certidumbre, de ser realmente reos. Pero para esto sería necesario
laborar un estatuto lo menos arbitrario y lo más preciso que fuese posible,
condenando a bando a todo aquél que pusiera a la nación en la fatal alternativa
de temerle o de ofenderle, dejándole, no obstante, el sagrado derecho de
probar su inocencia. Por consiguiente, los motivos de un bando debieran ser
mayores contra un nacional que contra un extranjero, contra un inculpado por
primera vez que contra quien ya lo fue varias veces.

Pero el que ha sido sometido a bando y está excluido para siempre de la


sociedad ¿deberá ser también privado de sus bienes? Esta cuestión presenta
aspectos diferentes. Perder los bienes es pena mayor que la del bando; de
modo que deberá haber algunos casos en que, proporcionalmente con los
delitos, se aplique la pérdida de todo o parte de los bienes, y algunos otros
casos en que no se aplique.

La pérdida de la totalidad de los bienes, se producirá cuando el bando con que


intima la ley sea tal, que aniquile todas las relaciones que existan entre la
sociedad y el ciudadano delincuente; entonces muere el ciudadano, quedando
tan sólo el hombre, en relación con el cuerpo político, el bando debe producir el
mismo efecto que la muerte natural. Parecería, pues, que los bienes que se le
quitasen al reo deberían pasar a sus sucesores legítimos, más bien que al
Príncipe, porque la muerte y el bando de esta clase son la misma cosa, en
relación con el cuerpo político. Pero no es por esta sutileza por lo que yo me
atrevo a desaprobar la confiscación de bienes. Si algunos han sostenido que la
confiscación pueda ser freno de las venganzas y excesos particulares, no
piensan que, aun cuando las penas produzcan un bien, no por ello son siempre
justas, porque para ser tales deben ser necesarias y una injusticia útil sólo
puede ser tolerada por aquellos legisladores que quieren cerrar todas las
puertas a la vigilante tiranía, que halaga con el bien momentáneo y la felicidad
de algunos sujetos ilustres, despreciando el exterminio futuro y las lágrimas de
infinitos obscuros ciudadanos. Las confiscaciones ponen precio a las cabezas
de los débiles, hacen sufrir al inocente la pena del reo y a los mismos inocentes
los colocan en el desesperado trance de delinquir. ¿Podrá haber espectáculo
más triste que el de una familia arrastrada a la infamia y a la miseria por los
delitos de quien es cabeza de ella, cuando la sumisión ordenada por las leyes
impidiera prevenirlos, aun habiendo medios para ello?

Infamia
La infamia es una señal de la desaprobación pública que priva al reo de los
sufragios públicos, de la confianza de la patria y de la especie de fraternidad
que la sociedad inspira. Pero la infamia no depende del albedrío de la ley. Por
tanto, precisa que la infamia que aplica la ley sea la misma que nace de las
relaciones de las cosas, la misma que inspiran la moral universal o la moral
particular que dependa de los sistemas relativos, legisladores de las opiniones
vulgares y de la nación en cuestión. Si la una es diferente de la otra, o la ley
pierde la veneración pública o las ideas de moralidad y de probidad se
desvanecerán a despecho de las reclamaciones, que nunca pueden resistir a
los ejemplos. Aquél que declare infame acciones que por sí mismas son
indiferentes, disminuirá la infamia de las acciones que verdaderamente sean
infamantes.

Las penas corporales y dolorosas no deben imponerse a aquellos delitos que,


fundándose en el orgullo, recaban del dolor mismo gloria y provecho, cuando
mejor le convendrían el ridículo y la infamia; penas que refrenan el orgullo de
los fanáticos con el de los espectadores de las mismas y de las cuales la propia
verdad se libra difícilmente con lentos y obstinados esfuerzos. De este modo,
oponiendo unas fuerzas a otras fuerzas y unas opiniones a otras opiniones, el
prudente legislador quebranta la admiración y sorpresa ocasionada en el
pueblo por un falso principio, cuyas bien deducidas consecuencias suelen velar
al vulgo su absurdo originario.

Las penas de infamia no deben ser ni demasiado frecuentes ni recaer sobre un


gran número de personas a la vez. No lo primero, porque los efectos reales y
demasiado frecuentes de las cosas de opinión, debilitan la fuerza de la opinión
misma; no lo segundo, porque la infamia de muchos se resuelve en la infamia
de nadie.

Esta es la manera de no confundir las relaciones y la naturaleza invariable de


las cosas, la cual, no estando limitada por el tiempo y obrando incesantemente,
confunden y desarrollan todos los reglamentos limitados que se separan de
ella.

No sólo las artes de gusto y placer, que tienen como principio universal la
imitación fiel de la naturaleza, sino también la política misma, al menos la
verdadera y duradera, está sujeta a la máxima general que hemos establecido,
pues no es otra cosa que el arte de dirigir bien los sentimientos inmutables de
los hombres, haciéndoles útiles.

Prontitud de la pena
La pena será tanto más justa y útil cuanto sea más pronta y más vecina al
delito cometido. Digo más justa, porque ahorra al reo los tormentos inútiles y
fieros de la incertidumbre, que crecen con el vigor de la imaginación y el
sentimiento de la debilidad propia; digo más justa, porque, siendo la privación
de la libertad una pena, no puede preceder a la sentencia, sino cuando la
necesidad lo pide. La cárcel, por tanto, es la simple custodia de un ciudadano
mientras al reo se le juzga; y esta custodia, siendo, como es, esencialmente
penosa, debe durar el menor tiempo posible y además debe ser lo menos dura
que se pueda. El menor tiempo de ella debe ser medido por la duración
necesaria del proceso y por la edad de quien tenga derecho a ser juzgado
antes. La estrechez de la cárcel sólo puede ser la necesaria para impedir la
fuga del delincuente o para que no oculte las pruebas de sus delitos. Todo el
proceso debe acabarse con la mayor brevedad posible. ¿Podrá haber contraste
más cruel que el de la indolencia del juez y las ansias de un reo, que las
comodidades y placeres de un magistrado insensible, por una parte, y, por otra,
las lágrimas y la demacración de un preso? Por lo general, el peso de la pena y
las consecuencias del delito deben ser lo más eficaces para los demás y lo
menos duras que sea posible para quienes la sufren, pues no es posible llamar
sociedad legítima a aquélla en que no sea principio infalible el de que los
hombres sólo han tratado de someterse a los menores males posibles.

He dicho que la prontitud de las penas es más útil, porque cuanto menor sea el
tiempo que transcurra entre la pena y el delito, tanto más fuerte y duradera será
en el alma humana la asociación de estas dos ideas: delito y pena, de tal
suerte que insensiblemente se consideren, la una como razón, y la otra como
efecto necesario indefectiblemente. Está demostrado que la asociación de las
ideas es el cemento de toda la fábrica de la inteligencia humana, sin el cual el
placer y el dolor serían sentimientos aislados y de ningún efecto. Cuanto más
se alejan los hombres de las ideas generales y de los principios universales, es
decir, cuanto más vulgares son, tanto más obrarán por las asociaciones más
inmediatas y próximas, olvidando las más remotas y complicadas, útiles sólo
para los hombres fuertemente apasionados del objeto a que tienden, toda vez
que la luz de la atención aclara tan sólo un objeto, dejando a los demás a
obscuras. Del mismo modo sirven a las mentalidades más elevadas que han
adquirido el hábito de descubrir rápidamente muchos objetos de una vez,
teniendo la facilidad de contrastar muchos sentimientos parciales unos con
otros, para que el resultado, que es la acción, sea menos peligroso e incierto.

Así es como vemos la suma importancia de la vecindad entre el delito y la


pena, si se quiere que en las rudas mentes vulgares se asocie inmediatamente
la idea de la pena con la sugestiva pintura de un delito provechoso. El largo
retraso de la pena con el delito no puede producir otro efecto más que el de
desunir las dos ideas; y aunque el castigo de un delito cause impresión, lo será
menos como castigo que como espectáculo, y no la causará sino cuando se
haya atenuado en los ánimos de los espectadores el horror de un tal delito
particular que servirá para reforzar el sentimiento de la pena.

Otro principio hay que sirve admirablemente para apretar siempre la importante
conexión que debe haber entre la acción punible y la pena, y es el de que la
pena debe ser conforme, cuanto más se pueda, a la naturaleza del delito. Esta
analogía facilita admirablemente el contraste que debe existir entre el estímulo
para el delito y la repercusión de la pena; queremos decir que ésta, la pena,
debe alejar y conducir el ánimo del reo a un fin opuesto al que le encamina la
seductora idea de la infracción de la ley.
A los reos de los delitos más leves se les castiga enviándoles a la obscuridad
de una cárcel o a que sirvan de ejemplo en naciones a quienes no han
ofendido, con la lejana y casi inútil esclavitud del destierro o de la deportación.
Si los hombres no se deciden en un momento dado a cometer los delitos más
graves, la pena pública de una gran maldad se considerará por la mayoría
como algo extraño e imposible de realizar; pero la pena pública de los delitos
más leves, a que el ánimo está siempre más vecino, hará una impresión tal
que, al apartarle de ellos, le alejará aún más de aquellos otros. Las penas no
sólo deben ser proporcionadas entre sí con los delitos en cuanto a su fuerza,
sino en cuanto al modo de infligirlas.

Certidumbre de las penas. Gracias.


Uno de los más grandes frenos del delito no es la crueldad de las penas, sino
la infalibilidad de las mismas, y, por consiguiente, la vigilancia de los
magistrados y la severidad de un juez inexorable, virtud útil que, para serlo,
debe ir acompañada de una legislación mitigada. La certidumbre de un castigo,
aunque éste sea moderado, siempre causará más impresión que no el temor
de otro más terrible al que vaya unida la esperanza de la impunidad, porque los
males cuando son ciertos, aunque sean pequeños, asustan siempre el ánimo
de los hombres, y la esperanza, don del cielo que a todos se extiende, aleja
siempre la idea de los males mayores, sobre todo cuando aumenta su fuerza la
impunidad que otorgan con frecuencia la avaricia y la debilidad.

Algunos se libran de la pena de un delito leve cuando la parte ofendida les


perdona: acto conforme a la beneficencia y a la humanidad, pero contrario al
bien público, como si un ciudadano particular pudiese suprimir con su remisión
la necesidad del ejemplo, a la manera que se puede condonar el resarcimiento
de la ofensa. El derecho de penar no es sólo de un ciudadano, sino de todos
ellos y del soberano. Los particulares sólo pueden renunciar a la porción de
derecho que tengan por vivir en sociedad y no pueden anular la porción
correspondiente a los demás ciudadanos.

A medida que las penas se suavizan, la clemencia y el perdón se hacen menos


necesarios. ¡Feliz la nación en que estos bienes fueran funestos! Por
consiguiente, la clemencia, virtud que a veces es para un soberano suplemento
de todos los deberes del trono, debería quedar excluída en una legislación
perfecta, en que las penas fuesen suaves y regular y fácil el método de
enjuiciar.
Esta verdad parecerá dura a quien viva en el desorden del sistema criminal;
sistema en el cual el perdón y las gracias son necesarias en proporción de lo
absurdo de las leyes y la atrocidad de las condenas. La gracia, el indulto, es la
prerrogativa más hermosa del trono, el atributo más deseable de la soberanía,
la tácita desaprobación que los benéficos dispensadores de la felicidad pública
dan a un código que, con todas sus imperfecciones, tienen en su favor el
prejuicio de los siglos, el voluminoso e imponente equipo de infinitos
comentaristas, el grave aparato de las eternas formalidades y la adhesión de
los más insinuantes y menos temidos semidoctos. Pero debe tenerse en cuenta
que la clemencia es virtud del legislador, y no del ejecutor de las leyes, que
debe resplandecer en el código y no ya en las sentencias particulares; que
hacer ver a los hombres que los delitos pueden perdonarse o que la pena no es
consecuencia necesaria de los mismos, es fomentar la promesa de la
impunidad, hacer creer que, toda vez que las condenas pueden perdonarse, las
no perdonadas son más bien violencias de la fuerza que emanaciones de la
justicia. ¿Qué se dirá luego, cuando el príncipe conceda la gracia del indulto, o
sea la seguridad pública aun particular, el decreto público de la impunidad, con
un acto particular de beneficencia no siempre acertada? Por consiguiente, las
leyes deben ser inexorables e inexorables los ejecutores de las mismas en los
casos particulares; quien debe ser suave, indulgente, humano, es, el legislador.
Semejante aun sabio arquitecto, el legislador debe levantar su edificio sobre la
base del amor propio, debiendo ser el interés general resultado de los intereses
de cada ciudadano, y así no se verá obligado, con leyes parciales y con
remedios tumultuosos, a separar a cada momento el bien público del bien de
los particulares, alzando el simulacro de la salud pública sobre el temor y la
desconfianza. Profundo y sensible filósofo, deje que los hombres, sus
hermanos, gocen en paz de la pequeña parte de felicidad en el inmenso
sistema establecido por la Primera Causa y de todo lo que se permite gozar en
este ángulo del universo.

Asilos
Aun me quedan dos cuestiones que examinar, siendo una de ellas la de si son
justos los asilos y si es útil, o no, el pacto que las naciones hacen de
devolverse recíprocamente a los reos. Dentro de las fronteras de un país, no
debe haber lugar alguno independiente de las leyes, porque la fuerza de las
mismas debe seguir a cada ciudadano como la sombra sigue al cuerpo. La
impunidad y el asilo sólo se diferencian en más o menos; y como la impresión
de la pena más consiste en la impresión de la seguridad de encontrarla que en
su propia fuerza, los asilos invitan más a los delitos que las penas los alejan de
ellos. Multiplicar los lugares de asilo es crear otras tantas pequeñas
soberanías, pues donde no hay leyes que mandan, allí podrán formarse leyes
nuevas opuestas a la común y, con ello, un espíritu opuesto al del cuerpo
entero de la sociedad. Todas las historias enseñan que de los asilos nacieron
las grandes revoluciones en los Estados y en las opiniones de los hombres.
Algunos han sostenido que donde quiera que se cometa un delito o sea una
acción contraria a la ley, pueda ser penado el delincuente, como si el carácter
de súbdito fuese indeleble, sinónimo, y hasta peor, que el de esclavo, como si
uno pudiese ser súbdito de un dominio y habitar en otro y como si sus acciones
pudiesen sin contradecirse, estar subordinadas a dos soberanos y a dos
códigos contradictorios a menudo. Algunos creen igualmente, que una acción
cruel, cometida en Constantinopla, por ejemplo, puede ser castigada en París,
por la razón abstracta de que quien ofende a la humanidad merece tener por
enemigo a la humanidad entera, con la execración universal, y como si los
jueces fuesen vindicadores de la sensibilidad de los hombres, y no más bien de
los pactos que les ligan entre sí. El lugar de la pena es el lugar del delito, pues
solamente en él, y no en otros lugares, los hombres se ven forzados a ofender
a un particular para prevenir la ofensa pública. Un malvado que no ha roto los
pactos de una sociedad de la que no era miembro, puese ser temido, y, por lo
mismo, ser desterrado y excluído por la fuerza superior de aquella sociedad
misma, pero no puede ser castigado con las formalidades de la ley, que son
vindicadoras de los pactos, no de la malicia intrínseca de las acciones.

Pero si sea útil entregarse recíprocamente los reos entre las naciones, no me
atreveré a decidirlo mientras las leyes más conformes a las necesidades de la
humanidad, las penas más suaves y extinguida la dependencia del arbitrio y de
la opinión, no aseguren la inocencia oprimida y la virtud detestada; mientras la
tiranía no venga del todo de la razón universal, que siempre une los intereses
del trono y de los súbditos, confinada en las vastas llanuras de Asia. Aun
cuando la persuasión de no encontrar un palmo de tierra que perdone a los
verdaderos delitos, sería un medio eficacísimo de prevenirlos.

Del poner a precio la cabeza de los reos
La otra cuestión, de las dos a que aludíamos, es la de si es útil poner a precio
la cabeza de un hombre conocido como reo, y, armando el brazo de cada
ciudadano, hacer de ellos verdugos. O el reo se encuentra dentro de los
confines nacionales, o fuera de ellos. En el primer caso, el Soberano estimula a
los ciudadanos a cometer un delito y les expone a un suplicio, cometiendo una
injuria y una usurpación de autoridad en los dominios de otro, y a la vez.
autorizando de este modo a las demás naciones para que hagan lo mismo con
respecto a él. En el segundo caso, muestra la misma debilidad. El que tiene
fuerzas bastantes para defenderse, no procura comprarlas. Además, el edicto
poniendo precio a la cabeza de un reo, trastorna todas las ideas de moral y
virtud que el menor soplo desvanece en el alma humana. Unas veces, las leyes
invitan a la traición; y otras la castigan. Con una mano, el legislador aprieta los
lazos de familia, de parentela, de amistad; y con la otra premia al que los
rompe y los desprecia; siempre contradictorio consigo mismo, ora invita a la
confianza el ánimo sospechoso de los hombres, ora siembra la desconfianza
en todos los corazones. En vez de prevenir un delito, hace que nazcan cientos.
Estos son los recursos de las naciones débiles cuyas leyes no son más que
reparaciones momentáneas de un edificio ruinoso que cruje por todas partes. A
medida que crece la ilustración en una nación, la buena fe y la confianza
recíproca se hacen necesarias en ella, tendiendo siempre más a confundirse
con la política verdadera. Los artificios, las cábalas, los caminos obscuros e
indirectos son más previsibles y la sensibilidad general humilla la sensibilidad
de cada uno en particular. Hasta los siglos de ignorancia, en los cuales la moral
pública obliga a los hombres a obedecer a la privada, sirven de instrucción y
experiencia a los siglos ilustrados. Pero las leyes que premian la traición y que
suscitan una guerra clandestina, esparcen las sospechas recíprocas entre los
ciudadanos, se oponen a tan necesaria reunión de la moral con la política, a
que los hombres deberían su felicidad, las naciones su paz y el universo algún
intervalo mayor de tranquilidad y reposo a los males que se ciernen sobre él.

Proporción entre los delitos y las penas
No solamente es interés común que no se cometan delitos, sino que sean más
raros en proporción con el mal que causan a la sociedad. Por consiguiente, los
obstáculos que detengan a los hombres de los delitos, deben ser más fuertes a
medida que sean contrarios al bien público y a medida de los impulsos que
arrantren a ellos.

Es decir, que debe haber proporción entre los delitos y las penas.

Si el placer y el dolor son los motores de los seres sensibles; si entre los
motivos que empujan a los hombres hasta las obras más sublimes, el invisible
Legislador puso el premio y la pena, de la inexacta distribución del uno y de la
otra nacerá la tanto menos observada contradicción cuando más común es, de
que las penas deben castigar los delitos que hayan hecho nacer. Si una pena
igual se impone a dos delitos que ofenden a la sociedad desigualmente, los
hombres no encontrarán obstáculo más fuerte para cometer el delito mayor, si
con ello va unida una mayor ventaja.

Por ejemplo: aquél que vea establecida la misma pena de muerte a quien mate
a un faisán y a quien asesine a un hombre, o a quien falsifique un documento
importante, la ley no establecerá diferencia entre tales delitos y destruirá
sentimientos morales obra de muchos siglos y de mucha sangre, lentísimos y
difíciles de producirse en el alma humana, hasta el punto de que se creyera
que para la germinación de ellos hubiera sido necesaria la ayuda de los
motivos más sublimes y un gran aparato de graves formalidades. Imposible es
prevenir todos los desórdenes posibles en el combate universal de las pasiones
humanas. Estos desórdenes, crecen en razón compuesta de la población y del
cruce de los intereses particulares, de modo que no es posible someterlos a
una dirección geométrica para la utilidad pública. En vez de la exactitud
matemática, en la aritmética política hay que servirse del cálculo de las
probabilidades. Si dirigimos una mirada a la historia veremos cómo crecen los
desórdenes con las fronteras del imperio; y mermando en la misma proporción
el sentimiento nacional, el impulso a delinquir crece en razón del interés que
toma cada cual en los propios desórdenes. Por esto, la necesidad de agravar
las penas va aumentando siempre. La fuerza, semejante a la gravedad, que
nos impulsa a nuestro bienestar, no se retiene sino a medida de los obstáculos
que se le oponen. Los efectos de esta fuerza son la serie confusa de las
acciones humanas. Si éstas chocan recíprocamente y se ofenden entre sí, las
penas, a las que yo llamaría obstáculos políticos, impedirán el mal efecto sin
destruir la causa impelente, que es la misma sensibilidad inseparable del
hombre; el legislador obra como un hábil arquitecto, cuyo oficio es oponerse a
las direcciones ruinosas de la gravedad, colaborando con todas las que
contribuyen a la fuerza del edificio.

Dada la necesidad de la reunión de los hombres, dados los pactos que


necesariamente resultan de la oposición misma de los intereses privados, hay
una escala de desórdenes cuyo primer grado está en los que destruyen la
sociedad inmediatamente y el último en la mínima injusticia posible hecha a los
particulares, miembros de aquélla. Entre estos extremos se hallan
comprendidas todas las acciones opuestas al bien público llamadas delitos,
todas las cuales, por grados insensibles, van decreciendo desde lo más
elevado a lo más ínfimo. Si la geometría pudiese adaptarse a las infinitas y
obscuras combinaciones de las acciones humanas debería haber una escala
correspondiente de penas, que descendiesen desde la más fuerte a la más
débil; y si hubiese una escala universal de las penas y de los delitos,
tendríamos una probable y común medida de los grados de tiranía o de
libertad, del fondo de humanidad o de maldad de las distintas naciones. Bástele
al prudente legislador, señalar los puntos principales de la misma, sin turbar el
orden, de modo que no decrete para los delitos de primer grado las penas del
último.

Medida de los delitos
Hemos visto que el daño a la sociedad es la verdadera medida de los delitos.

Esta es una de las verdades palpables que, aun cuando no necesiten


cuadrantes ni telescopios para ser descubiertas, por estar al alcance de
cualquier mediana inteligencia, sin embargo, por una combinación maravillosa
de circunstancias, no han sido conocidas más que por algunos contados
pensadores, hombres de todas las naciones y de todos los siglos. Pero si las
opiniones asiáticas, las pasiones vestidas de autoridad y de poder, muchas
veces por insensibles estímulos, y otras pocas por violentas impresiones sobre
la tímida credulidad de los hombres, disiparon las sencillas nociones que
formaron acaso la primera filosofía de las sociedades nacientes y a las que la
luz de nuestros siglos parece reconducir con mucha mayor firmeza que la que
puede suministrar un examen geométrico, con sus mil funestas experiencias y
por sus propios obstáculos, se equivocan los que creen que la verdadera
medida de los delitos está en la intención de quien los comete. La intención
depende de la impresión actual de los objetos y de la disposición precedente
de la mente, variando en todos los hombres, y hasta en cada uno de ellos, con
la velocísima sucesión de las ideas, las pasiones y las circunstancias. Si así
fuese, si se admitiese aquel error, sería necesario formar, no sólo un código
particular para cada ciudadano, sino una nueva ley para cada delito. Con la
mejor intención, algunas veces los hombres causan el mayor mal a la sociedad
y otras veces con la más mala voluntad procuran el mayor bien.
Otros miden los delitos mas por la dignidad de la persona ofendida que por la
importancia de ellos respecto al bien público. Si fuese ésta la verdadera medida
de los delitos, toda irreverencia al Ser de los seres, debería castigarse con
mayor atrocidad que el regicidio, por ser la superioridad de la naturaleza una
compensación infinita a la diferencia de la ofensa.

Finalmente, algunos piensan que la gravedad del pecado interviene en las


medidas de los delitos.

La falacia de esta opinión saltará a la vista del que más indiferentemente


examine las verdaderas relaciones que median entre los hombres y entre los
hombres y Dios. Las primeras son relaciones de igualdad. Sólo la sociedad ha
hecho nacer del choque de las pasiones y de las oposiciones de los intereses,
la idea de la utilidad común, base de la justicia humana. Las segundas son
relaciones de dependencia de un Ser Perfecto y Creador, que se ha reservado
el derecho de ser legislador y juez, al mismo tiempo, porque sólo él puede serIo
sin inconvenientes. Si El ha establecido penas eternas contra los que
desobedecen a su Omnipotencia, ¿cuál será el insecto que se atreverá a suplir
a la Justicia Divina, que quiera vindicar al Ser que se basta a sí mismo, que no
puede recibir de los objetos impresión alguna de placer o de dolor y que, único
entre todos los seres, obra sin reacción? La gravedad del pecado depende de
la inescrutable malicia del corazón, que no puede ser conocida, sin revelación,
por seres finitos.

¿Cómo, pues la tomaríamos como norma para castigar los delitos? En este
caso, los hombres podrían penar cuando Dios perdona y perdonar cuando Dios
castiga. Si los hombres pueden estar en contradicción con el Omnipotente, al
ofenderle, también pueden estarlo al castigar.

División de los delitos
Hay delitos que destruyen inmediatamente la sociedad o a quien la representa;
otros ofenden la seguridad particular de un ciudadano, en su vida, sus bienes o
su honor; y algunos otros son actos contrarios a lo que cada cual está obligado
a hacer o a no hacer en vista del bien público.

Cualquiera acción que no esté comprendida dentro de estos límites, ni puede


ser llamada delito ni castigada como tal, sino por aquéllos que tengan algún
interés en llamarla de tal modo. La incertidumbre de estos límites ha producido
en las naciones una moral que contradice a la legislación, por ser diversas las
legislaciones que se excluyen recíprocamente, con el ejemplo de una multitud
de leyes que al más prudente le exponen a las más rigurosas penas. Por ello
son tan vagos y oscilantes los nombres de vicio y virtud, con la incertidumbre
consiguiente que produce el letargo y el sueño fatal en los organismos
políticos. La opinión que debe tener todo ciudadano de poder hacer cuanto no
sea contrario a las leyes, sin temer otro inconveniente más que el que pueda
nacer de la acción misma, tal es el dogma político en que los pueblos deberían
creer, así como sus supremos magistrados. con la incorrompible custodia de
las leyes, debidamente predicada: sacro dogma sin el cual no puede haber
sociedad legítima, justa recompensa del sacrificio que los hombres hicieron de
aquella acción universal sobre todas las cosas, que es común a todo ser
sensible y que no tiene otros límites más que las fuerzas propias. Tal es el
convencimiento que forma las almas libres y fuertes y las mentalidades
luminosas lo que hace vigorosos a los hombres, virtuosos, con aquella virtud
que sabe resistir al temor, y no con la prudencia acomodaticia, digna tan sólo
del que puede sufrir una existencia precaria e incierta.

Todo el que lea con mirada filosófica los códigos y anales de las naciones,
hallará casi siempre que los nombres de virtud y de vicio, de buen ciudadano y
de reo, cambian con las revoluciones de los siglos, no en razán de las
mutaciones que acaecen en las circunstancias de los países, y, por
consiguiente, siempre conformes al interés común, sino en razón de las
pasiones y de los errores que agitaron sucesivamente a 1o's distintos
legisladores. Y muy a menudo verá que las pasiones de un siglo forman la base
de la moral de los siglos venideros; que las pasiones fuertes, hijas del
fanatismo y del entusiasmo, debilitadas y roídas, digámoslo así, por el tiempo,
que reducen todos los fenómenos físicos y morales al equilibrio, poco a poco
forman la prudencia del siglo y el instrumento útil en manos de los fuertes y
hábiles.

De este modo nacieron las obscurísimas nociones de honor y de virtud, pues


así como la acción del tiempo hace que se cambien los nombres de las cosas
igual que se cambia el de los ríos y las montañas, dentro de los confines de la
física; así sucede también con la geografía moral.

Delitos de lesa majestad
Los delitos llamados de lesa majestad, son los primeros de todos y los
mayores, por ser los más dañosos. Sólo la tiranía y la ignorancia, que
confunden los vocablos y las ideas más claras, pueden otorgar este nombre, y
por consiguiente, la mayor de las penas, a delitos de naturaleza diferente,
haciendo a los hombres, igual que en otras mil ocasiones, víctimas de una
palabra. Todo delito, aunque sea privado, ofende a la sociedad; pero no todo
delito procura la inmediata destrucción de ella. Las acciones morales, lo mismo
que las físicas, tienen su limitada esfera de actividad, y están diversamente
circunscritas, como todos los movimientos de la naturaleza, del tiempo y del
espacio; y sólo la interpretación capciosa, que de ordinario es la filosofía de la
esclavitud, puede confundir lo que distinguió la verdad eterna en sus
inmutables relaciones.

Delitos   contra   la   seguridad   de   los   particulares,


violencias, penas de los nobles
Tras los delitos de lesa majestad, van los delitos contra la seguridad de los
partículares. Como la seguridad de los particulares es el fin primario de toda
asociación legítima, no puede dejar de asignarse a la violación del derecho de
seguridad, adquirido por cada ciudadano, alguna de las penas más
considerables establecidas por las leyes.

Hay delitos que son atentados contra las personas y otros contra la
subsistencia. Infaliblemente, los primeros deben sufrir penas corporales.

Los atentados contra la seguridad' y la libertad de los ciudadanos, son delitos


de los mayores; y bajo esta clase entran no sólo los asesinatos o hurtos
cometidos por los plebeyos, sino también los de los grandes y los magistrados,
cuya influencia obra a mayor distancia y con mayor vigor, destruyendo en los
súbditos las ideas de justicia y de deber, reemplazadas por la del derecho del
más fuerte, tan peligroso finalmente en quien le ejerce y en quien le sufre.

Ni los grandes ni los ricos deben poder poner precio a los atentados contra el
débil y el pobre, pues de otro modo las riquezas, que son premio de la industria
bajo la tutela de las leyes, degeneran en pasto de la tiranÍa. No hay libertad
cualquiera de las veces en que las leyes permiten que, en determinados
eventos, el hombre deje de ser persona y se convierta en cosa; veríamos
entonces el esfuerzo del poderoso para hacer surgir de la multitud de
combinaciones civiles, la que la ley da en su favor. Este descubrimiento es el
secreto mágico que cambia a los ciudadanos en bestias de carga, pues tal es
en manos del fuerte la cadena con que se carga las acciones de los incautos y
los débiles. Tal es la razón por la cual en algunos gobiernos, que tienen todas
las apariencias de libertad, la tiranía se esconde o se introduce, imprevista, en
cualquier ángulo ignorado por el legislador, y en el cual insensiblemente arraiga
y se engrandece.

Por lo general, los hombres ponen los más sólidos diques a la tiranía abierta;
pero no ven el insecto imperceptible que los roe, abriendo al río inundador un
camino tanto más seguro cuanto más oculto.

¿Cuáles serán las penas, por consiguiente, debidas a los delitos de los nobles,
cuyos privilegios forman gran parte de las leyes de las naciones? Yo no
examinaré aquí si esta distinción hereditaria entre nobles y plebeyos es útil en
un gobierno, o necesaria en las monarquías, ni si es verdad que constituya un
poder intermedio que limite los excesos de los dos extremos, o si más bien
forma un rango que, esclavo de sí mismo y de los demas, encierra toda
circulación de crédito y esperanza en un círculo estrechísimo, como aquellas
fecundas y amenas islas pequeñas que resaltan en los arenosos y vastos
desiertos de Arabia; así como tampoco examinaré si es cierto que las
desigualdades sean inevitables o útiles en la sociedad y si es verdadero
también que ella, la desigualdad misma, deba residir más bien en las clases
que en los individuos, es decir, fijarse en una parte del organismo político, en
vez de circular por todo el mismo; perpetuarse, más bien que nacer y destruirse
incesantemente. Me limitaré tan rolo a las penas debidas a este rango noble,
asegurando que las penas deben ser las mismas para el primero y el último de
los ciudadanos. Para que sea legítima, toda distinción en los honores o en las
riquezas, supone una igualdad anterior fundada en las leyes que consideran a
todos los súbditos como igualmente dependientes de ellas. Se debe suponer
que los hombres, al renunciar a su natural despotismo, hayan dicho: El que sea
más industrioso, tenga honores mayores y su fama resplandezca en sus
sucesores; el que sea más feliz, o más honrado, espere más aún, pero no
tema menos que los otros hombres violar los pactos que le han alzado. Verdad
es que estos decretos no se dieron en una asamblea del género humano, pero
insiden en las inmutables relaciones de las cosas; no destruyen las ventajas
que se suponen debidas a la nobleza, ni tampoco impiden sus inconvenientes;
lo que hacen es que las leyes sean formidables cerrando el paso a la
impunidad. A quien dijere que la misma pena otorgada al noble y al plebeyo no
es realmente la misma por la diversidad de educación, por la infamia que
extiende a una familia ilustre, yo le respondería que la sensibilidad del reo no
es medida de las penas, sino el daño público, tanto mayor cuanto más
favorecido está el que le causa; y añadiría que la igualdad de las penas sólo
puede ser extrínseca, por ser realmente diversa en cada individuo; y que la
infamia de toda una familia, puede apartarse por el Soberano con
demostraciones públicas de benevolencia que haga a la familia del reo. ¿Quién
ignora que las formalidades sensibles sirven de razón al pueblo, crédulo y
admirador?

Injurias al honor
Las injurias personales y contrarias al honor, que es la porción justa de las
simpatías que un ciudadano tiene derecho a exigir de los otros, deben
castigarse con la infamia.

Hay una notable contradicción entre las leyes civiles, celosas custodias del
cuerpo y bienes de cada ciudadano, más que de otra cosa alguna, y las leyes
de lo que se llama el honor, presididas en todo por la opinión. Esta palabra de
honor, es una de las que han servido de base a largos y brillantes
razonamientos, sin adherirse a ninguna idea fija y estable. ¡Mísera condición de
las mentes humanas ésta de que las lejanísimas y menos importantes ideas de
los movimientos de los cuerpos celestes le estén presentes con un
conocimiento más preciso, que las vecinas e importantísimas nociones
morales, siempre fluctuantes y confusas, según el viento de las pasiones las
arrastra y las recibe y transmite la ignorancia! Pero esta aparente paradoja
desaparecerá al considerar que así como las cosas muy próximas a los ojos se
confunden, del mismo modo la excesiva vecindad de las ideas morales hace
que con facilidad se mezclen con las muchísimas ideas simples que las
componen, confundiendo las líneas de separación necesarias al espíritu
geométrico que trata de medir los fenómenos de la sensibilidad humana. Y
disminuirá del todo la maravilla del indiferente indagador de las cosas
humanas, que sospechará acaso que no sea necesario tanto aparato de moral
ni tantos compromisos para hacer que los hombres sean libres y felices.

Este honor, por consiguiente, es una de aquellas ideas complejas que son un
agregado, no sólo de ideas simples, sino también de ideas igualmente
complicadas, que al presentarse de un modo vario ante la mente, unas veces
admiten y otras excluyen algunos de los elementos que las componen, sin
conservar más que algunas pocas ideas comunes, al modo que las cantidades
complejas algebraicas admiten un divisor común. Para encontrar este común
divisor en las válidas ideas que los hombres se forman del honor, es necesaria
una rápida mirada a la formación de la sociedad.

Las primeras leyes y los primeros magistrados nacieron de la necesidad de


reparar los desórdenes del despotismo físico de todo hombre. Este fue el fin
institutor de la sociedad, y este fin primario de ella se ha conservado siempre,
realmente o en apariencia, a la cabeza de todos los códigos, incluso los
destructores. Pero las relaciones de los hombres y el progreso de sus
conocimientos, hicieron nacer una infinita serie de acciones y necesidades
recíprocas de los unos para con los otros, siempre superiores a la previsión de
las leyes e inferiores al poder actual de cada uno. De esta época data el
despotismo de la opinión, que era el único medio de obtener de los otros
aquellos bienes y de alejar aquellos males que las leyes eran insuficientes para
atender. La opinión es lo que atormenta al sabio y al hombre vulgar; lo que ha
puesto en crédito la apariencia de la virtud por encima de la virtud misma; lo
que convierte en misionero incluso al malvado porque en ella encuentra su
propio interés. Así es como las simpatías, las opiniones de los hombres, se
hicieron no sólo útiles, sino necesarias, para no caer por debajo del nivel
común. De modo que si el ambicioso conquista el honor como útil, si el
vanidoso le mendiga como testimonio de su mérito, el hombre de honor ha de
exigirle como necesario. Este honor es una condición que muchísimos hombres
ponen a su propia existencia. Nacido después de la formación de la sociedad,
no ha podido ser puesto en el depósito común y hasta es un retorno
instantáneo, al estado natural, una substracción momentánea de la persona
propia a las leyes, cuando éstas no defienden suficientemente a un ciudadano.
En resolución, en la extremada libertad política, igual que en la extrema
dependencia, desaparecen las ideas del honor o se confunden perfectamente
con otras; porque en la primera de aquellas dos situacines, el despotismo de
las leyes inutiliza la busca de otros sufragios y simpatías; y en la segunda,
porque el despotismo de los hombres anulando la existencia civil, reduce a ésta
a una personalidad precaria y momentánea. De modo que el honor es uno de
los principios fundamentales de las monarquías que tiene el carácter de un
despotismo disminuído; y en ellas está lo que está en las revoluciones en los
estados despóticos: un momento de regreso al estado natural, un recuerdo que
se le hace al amo de la igualdad antigua.

De los duelos
De esta necesidad de los sufragios ajenos, nacieron los duelos privados, cuyo
origen se encuentra precisamente en la anarquía de las leyes. Se pretende que
estos duelos los desconoció la antigüedad, acaso porque los antiguos no se
reunían sospechosamente armados en los templos y en los teatros, o con los
amigos; acaso porque el duelo era un espectáculo ordinario y común que
daban al pueblo los gladiadores, esclavos y envilecidos, de modo que los
hombres libres desdeñaban ser considerados y llamados gladiadores, al
participar en combates singulares. En vano los edictos de muerte contra todo
aquél que aceptara un duelo, trataron de extirpar esta costumbre, cuyo
fundamento está en algo que algunos hombres temen más que a la muerte,
porque, privado de los sufragios favorables de los demás, el hombre de honor
se ve expuesto a convertirse en un ser meramente solitario, lo cual es un
estado insufrible para un hombre social, o bien a convertirse en blanco de los
insultos y la infamia que con su acción repetida superan el peligro de la pena.
¿Cuál es el motivo de que el pueblo bajo no se bata en duelo tanto como los
grandes? No sólo porque está desarmado, sino porque la necesidad de los
sufragios ajenos es menos común en la plebe que en aquellos otros, que,
siendo más elevados, se miran Con mayor sospecha y envidia.

No será inútil repetir lo que han escrito otros, a saber: que el mejor método de
prevenir este delito, es castigar al agresor, o sea al que diera ocasión al duelo,
declarando inocente, en cambio, al que, sin culpa suya, se ha visto obligado a
defender lo que las leyes actuales no aseguran, que es la opinión.

Hurtos
Los hurtos a que no va unida la violencia, deberían castigarse con pena
pecuniaria. Aquél que trata de enriquecerse con lo ajeno debería ser
empobrecido de lo propio. Pero como por lo común este delito es propio de la
miseria y la desesperación, el delito de tan infeliz porción de hombres a
quienes el derecho de propiedad (terrible y acaso no necesario derecho) no ha
dejado más que una existencia desnuda; como las penas pecuniarias
aumentan el número de los reos por encima del de los delitos y quitan el pan a
los inocentes como a los malvados, la pena más oportuna de los hurtos sería
aquella especie de servidumbre que pudiera llamarse justa, o sea una
servidumbre temporal del trabajo y de las personas en favor de la sociedad
ordinara, para resarcir con la propia y perfecta dependencia del injusto
despotismo usurpado sobre el pacto social. Pero cuando el hurto vaya
acompañado de violencia, la pena debe ser también una aleación de castigo
corporal con la servidumbre penal. Otros escritores antes que yo han
demostrado el desorden evidente que nace de no distinguir bien las penas de
los hurtos violentos de los no violentos, estableciendo la absurda ecuación de
una importante suma de dinero con la vida de un hombre. Los delitos de que
hablamos son de naturaleza distinta; y es ciertÍsimo también en política el
axioma matemático de que entre cantidades heterogéneas hay un infinito que
las separa. Pero quizá no sea superfluo repetir lo que casi nunca se haya
cumplido. Las máquinas políticas conservan más que otra alguna el
movimiento recibido, siendo las más lentas en adquirir otro movimiento nuevo.

Contrabandos
El contrabando es un verdadero delito que ofende al Soberano y a la nación;
pero su pena no debe ser infamante, porque cometerle no produce infamia en
la opinión públIca. ¿Pero por que este delito no infama a sus autores, siendo
como es, un hurto que se leo hace al Príncipe, y por consiguiente, a la nacón
misma? Responderé a esta pregunta dlciendo que las ofensas que los hombres
creen que no pueden hacérseles, no les interesan tanto que baste para
producir la indignación pública contra el que las comete. Así es el contrabando.
Los hombres a quienes las consecuencias remotas impresionan muy poco, no
consideran el daño que puede acarrearles el contrabando, y hasta más bien
aprovechan sus ventajas presentes. Ellos no ven en el contrabando más que el
daño que recibe el Príncipe y no les interesa privar de sus sufragios al
contrabandista, igual que hacen con el que comete un hurto privado, el que
falsifica un documento y comete otros males de éstos. Es un principio sensible
evidente el de que todo ser sensible sólo se interesa por los males que conoce.

El delito de contrabando nace de la misma ley, porque al crecer el impuesto


crecerá siempre la ventaja, y por tanto la tentación de cometer el contrabando;
y la facililidad de cometerle, crece con la circunferencia que haya de
custodiarse y con la disminución del volumen de la mercancía misma. La pena
de perder la mercancía prohibida y lo que la acompaña, es justísima; pero será
tanto más eficaz cuanto sea más pequeño el impuesto, puesto que los hombres
sólo se arriesgan en proporción de la ventaja que produciría el éxito feliz de la
empresa. ¿Pero deberá dejarse impune tal clase de delitos contra quien nada
tiene que perder? No hay contrabandos que interesan de tal modo a la
naturaleza del tributo, parte tan esencial y difícil en una buena legislación, que
el delito en cuestión merece una pena considerable, incluso hasta la prisión y
hasta la servidumbre penal; pero prisión y servidumbre conformes a la
naturaleza del delito mismo. Por ejemplo: la prisión del contrabandista de
tabaco no debe ser común con la del sicario o del ladrón; y el trabajo del
primero, limitado al servicio de la propia renta a que se ha querido defraudar,
será el más conforme a la naturaleza de las penas.

De los deudores
La buena fe de los contratos y la seguridad del comercio obligan al legislador a
asegurar a los acreedores con la persona del deudor insolvente. Pero yo creo
importante distinguir al insolvente doloso del inocente; el primero debería recibir
igual pena que se asigna a los falsificadores de moneda, porque falsificar una
pieza de metal acuñado, que representa una prenda de las obligaciones de los
ciudadanos, no es mayor delito que falsificar las obligaciones mismas. Pero el
insolvente inocente, el que, tras un riguroso examen, ha probado ante sus
jueces que la malicia o la desgracia ajenas, o vicisitudes inevitables de la
prudencia humana, le despojaron de sus bienes ¿por qué bárbaro motivo
deberá ser recluído en prisión, privado del único y triste bien que le resta, o sea
la desnuda libertad, experimentando las angustias de los culpables, la
desesperación de la probidad oprimida, arrepentido acaso de la inocencia en
que vivía tranquilo, bajo la tutela de las leyes que no estaba en su albedrío
dejar de ofender? ¡Leyes dictadas por la avidez de los poderosos y que los
débiles sufren con la esperanza, que casi siempre brilla en el alma humana,
que nos hace creer que los sucesos desfavorables deben ser para los demás y
los favorables para nosotros! Los hombres, abandonados a sus sentimientos
evidentes, gustan que las leyes sean crueles, aun cuando, sujetos a las
mismas, a cada uno de ellos le interesaría que fuesen moderadas, por ser
mayor el temor de sufrirlas que los deseos de ofenderlas.

Volviendo al insolvente no culpable, diré que si, por una parte, su obligación
debe ser inextinguible hasta que se haya pagado por completo, a menos que
se le hubiere otorgado la facultad de sustraerse a ella sin el consentimiento de
la parte, o de trasladar su industria al imperio de otras leyes, industria que
debería estar comprometida, bajo pena, a garantizar el compromiso
proporcionalmente a las ganancias, por otra parte, ¿qué pretexto legítimo,
como la seguridad del comercio o la sagrada propiedad de los bienes, podría
justificar una privación de libertad que sería del todo inútil, salvo el caso de que
los rigores de la prisión pudieran servir para revelar los secretos del supuesto
insolvente, caso rarísimo en el supuesto de un riguroso examen?

(El comercio, la propiedad de los bienes, no son fin del pacto social, pero
pueden ser medio para llegar a él. Exponer a todos los miembros de la
sociedad a los males que se ha tratado de evitar con la constitución de ella,
sería subordinar los fines a los medios, lo cual es un paralogismo en todas las
ciencias, y sobre todo, en la política, paralogismo en que yo mismo he caído en
las ediciones precedentes, cuando decía que el insolvente inculpable debiese
ser tenido en custodia, como prenda de sus deudas, o utilizado como esclavo
trabajando a favor de sus acreedores. Me avergüenzo de haber escrito tales
palabras. Se me ha acusado de sedición sin merecerlo. He ofendido los
derechos de la humanidad, ¿y nadie me lo ha reprochado? -Nota posterior del
autor).

Se podría distinguir el dolo de la culpa grave, la culpa grave de la leve y la leve


de la inocencia completa; asignando al primero de estos casos las penas de los
delitos de falsificación; a la segunda, penas menores, pero con privación de
libertad; reservar al último caso la libre elección de los medios de
restablecerse, y en el tercero reservar a los acreedores la libertad de la
elección misma. Pero la distinción entre lo que sea grave y leve en la culpa
debe fijarse por la ley, ciega e imparcial, y no por la peligrosa y arbitraria
prudencia de los jueces. La fijación de los límites es tan necesaria en la política
como en las matemáticas, así en la medida del público bien como en la de las
dimensiones.

¡Cuán fácil sería para el cuidadoso legislador impedir gran parte de las
insolvencias culpables y remediar las desgracias de los inocentes laboriosos! El
registro público y manifiesto de todos los contratos y la libertad de los
ciudadanos para consultar los documentos respectivos, bien ordenados; un
banco público constituído con fondos prudentemente tomados de los tributos
sobre las mercancías buenas, destinado a socorrer con sumas oportunas a los
infelices e inculpables que lo merecieran, no presentarían ningún inconveniente
real, y, en cambio, podrían producir ventajas innumerables. Pero las fáciles, las
sencillas, las grandes leyes que no aguardan más que la señal del legislador
para extender en el seno de las naciones la abundancia y la opulencia, leyes
que encontrarían himnos inmortales de reconocimiento de generación en
generación, son las menos conocidas y las menos deseadas, a pesar de todo.
Un espíritu inquieto y meticuloso, la tímida prudencia del momento presente, la
rígida prevención contra las novedades, se adueñan de los sentimientos del
que se ocupa de combinar la multitud de quehaceres de los pequeños mortales
...
De la tranquilidad pública
Finalmente, entre los delitos de la clase tercera que hemos presentado, están
los que van contra la tranquilidad pública y la quietud de los ciudadanos, tales
como los alborotos y tumultos en las calles públicas, destinadas al comercio y
tránsito de los ciudadanos, los discursos fanáticos que excitan las fáciles
pasiones de las multitudes curiosas, envalentonadas por la curiosidad y por la
frecuencia y número de los oyentes y sobre todo por el obscuro y misterioso
entusiasmo, no en cambio, por la razón, clara y tranquila, que jamás obra sobre
las grandes masas de hombres.

El alumbrado público, los guardias distribuídos en los diferentes barrios de la


ciudad, los sermones sencillos y morales de la religión en el silencio y sagrada
tranquilidad de los templos protegidos por la autoridad pública, las arengas
encaminadas a sostener los intereses particulares y públicos en las reuniones
de la nación, en los parlamentos y donde resida la majestad del Soberano,
todos éstos son medios eficaces para prevenir la peligrosa acumulación de las
pasiones particulares. Todo esto es materia de un ramo principal de la
vigilancia del magistrado que los franceses llaman Policía; pero si los
magistrados de este orden obrasen mediante leyes arbitrarias, que no
estuvieran establecidas por un código circulando en manos de todos los
ciudadanos, sí abriría una puerta a la tiranía, siempre acechando todos los
confines de la libertad política.

Yo, por mi parte, no hallo excepción alguna para este axioma general, a saber,
que todo ciudadano debe saber cuándo es reo y cuándo inocente. Si los
censores, y en general, los magistrados arbitrarios son necesarios en algunos
gobiernos, ello se debe a la debilidad de la propia constitución de éstos, y no a
la naturaleza de un gobierno bien organizado. La incertidumbre de la suerte
propia, ha sacrificado más víctimas a la obscura tiranía, que no la crueldad
pública y solemne. Aquella rebela los ánimos más que los envilece. El
verdadero tirano siempre comienza reinando sobre la opinión y el valor sólo
puede llegar a resplandecer a la clara luz de la verdad, en el fuego de las
pasiones, o en la ignorancia del peligro.

Del ocio político
Un gobierno sabio no sufre el ocio político en el seno del trabajo y de la
industria. Yo llamo ocio político a todo aquello que no contribuye a la sociedad
ni con el trabajo ni con la riqueza; a todo aquello que gana sin perder nunca, a
lo que, siendo venerado por el vulgo con admiración estúpida, el sabio lo mira
con desdeñosa compasión hacia sus víctimas; lo que, careciendo del estímulo
de la vida activa, que es la necesidad de conservar o aumentar las
comodidades de la vida, entrega todas sus energías a las pasiones de la
opinión, que no son las menos fuertes. Los austeros declamadores han
confundido este ocio con el ocio de Ias riquezas acumuladas por Ia industria;
por lo cual son Ias leyes las que deben definir el ocio punible, no la austera y
limitada virtud de algunos censores. Políticamente hablando, no es ocioso el
que goza de los frutos de los vicios o las virtudes de sus antepasados,
vendiendo por placeres actuales el pan y Ia vida de la pobrez.a trabajadora; el
que ejerce en paz Ia tácita guerra de Ia industria con la opulencia, en vez de la
guerra incierta y sanguinaria con la fuerza. El ocio de que hablamos es
necesario y útil a medida que la sociedad se dilata y la administración se
restringe.

Del suicidio y de los emigrantes
El suicidio es un delito que parece no poder admitir pena propiamente dicha,
supuesto que la pena no podrá recaer sino sobre inocentes o sobre un cuerpo
frío e insensible. Y si la pena, en estas condiciones, no puede hacer ninguna
impresión sobre los vivos, como no lo haría despedazar una estatua, sería
injusta y tiránica la pena, porque la libertad política de los hombres supone
necesariamente que las penas sean meramente personales. Los hombres
aman mucho la vida y todo cuanto les rodea les confirma en este amor. La
imagen seductora del placer, y la esperanza, dulcísimo engaño de los mortales,
por la cual soportan a grandes sorbos el mal mezclado con algunas pocas
gotas de contento, les seduce tanto para que pueda temerse que la impunidad
necesaria de un delito como éste ejerza algún influjo sobre los hombres. Quien
teme al dolor, obedece a las leyes; pero la muerte extingue todas las fuentes
que halla en el cuerpo. ¿Cuál será pues, el motivo que alentará la mano
desesperada del suicida?

Aquél que se mata causa menos daño a la sociedad que el que se sale para
siempre de los límites de ella, pues aquél deja allí toda sus substancias,
mientras que éste se transporta a otro lugar con todo su haber. Antes bien, si la
fuerza de la sociedad consiste en el número de los ciudadanos, al sustraerse a
sí mismo y darse a una nación vecina, el emigrante hace un doble daño que
aquél que simplemente con la muerte se aparta de la sociedad. Por
consiguiente, la cuestión se reduce a saber si es útil o perjudicial para las
naciones dejar a los hombres la libertad perpetua de ausentarse de la sociedad
a que pertenecían.

Toda ley que no va armada o a quien deja insubsistente la naturaleza de las


circunstancias, no debe prolongarse; y como sobre los ánimos reina la opinión,
que obedece a las lentas e indirectas impresiones del legislador, resistiendo a
las que son directas y violentas, las leyes inútiles, despreciadas por los
hombres, comunican su envilecimiento hasta a las leyes más saludables, a las
que se considera más bien como un obstáculo que deba superarse que como
depósito dél bien público.

Y si, como se ha dicho, nuestros sentimientos son limitados, cuanto mayor sea
la veneración que tengan los hombres hacia asuntos extraños a las leyes, tanto
menos de aquélla quedará para las leyes mismas. El prudente dispensador de
la felicidad pública, puede sacar algunas útiles consecuencias del principio que
acabamos de sentar; pero el exponerlas me apartaría demasiado de mi asunto,
el cual no es otro que demostrar la inutilidad de hacer del Estado una prisión.
Una ley de este género será inútil, pues, a no ser que haya escollos
inaccesibles o mares innavegables que separen un país de todos los demás
¿cómo cerrar todos los puntos de la circunferencia de aquél y cómo custodiar a
los que custodian? Aquél que todo lo lleva consigo, no puede ser castigado,
después de lo que hizo. Un delito como éste no puede ya castigarse después
de haber sido cometido, y el castigarle antes sería castigar la voluntad de los
hombres, y no sus actos; sería imponerse a la intención, que es una parte
enteramente libre del hombre, independiente del imperio, de las leyes
humanas. Por otra parte, castigar al ausente en las cosas que haya dejado tras
de sí, además de la fácil e inevitable colusión que no puede suprimirse sin
tiranizar los contratos, encallaría todo comercio de nación en nación. Penar el
delito cuando regresase el reo, sería tanto como impedir que se reparase el
mal causado a la sociedad, pues todas las ausencias entonces se harían
perpetuas. Hasta la prohibición de salir de un país, aumenta en los nacionales
del mismo el deseo de salir de él, y es una advertencia a los forasteros para
que no penetren en el mismo.

¿Qué deberíamos pensar de un gobierno que no tuviese otro medio sino el


temor para retener a los hombres en su patria, a la que están naturalmente
unidos por las primeras impresiones de la infancia? El modo más seguro de
fijar a los ciudadanos en su patria, es aumentar el bienestar relativo de todos.
Del mismo modo que debe hacerse toda clase de esfuerzos para que la
balanza del comercio esté en favor nuestro, así también el máximo interés del
Soberano y de la nación es que la suma de felicidad de los súbditos sea mayor
que en cualquier otra parte de las naciones circundantes. Los placeres del lujo
no son los elementos principales de esta felicidad, aun cuando sean un
remedio necesario a la desigualdad, que crece con el progreso de las naciones,
pues sin ella las riquezas se condensarían en una sola mano.

(Cuando los límites de un país aumentan en mayor razón que la población del
mismo, el lujo allí favorecerá al despotismo, tanto porque cuanto es menor el
número de los habitantes tanto es menor la industria, cuanto porque cuanto
menor sea la industria, mayor será la dependencia de la pobreza en relación
con el fausto, y tanto más dificil y menos temida será la reunión de los
oprimidos contra los opresores, pues las adoraciones, los oficios, las
distinciones, la sumisión que hacen más sensible la distancia entre el fuerte y el
débil, se obtienen con mayor facilidad de pocos que de muchos, pues los
hombres son tanto más independientes cuanto menos obedientes y tanto
menos obedientes cuanto es mayor su número. Pero donde la población crece
en proporción mayor que las fronteras, el lujo se opone al despotismo, porque
anima a la industria y a la actividad de los hombres, y la necesidad ofrece
demasiados placeres y comodidades al rico para que la ostentación que
aumenta la impresión de dependencia, destaque sobre todo. Asi puede
observarse que en los Estados grandes y débiles, por despoblados, si no
median otros motivos que les sirvan de obstáculo, el lujo de ostentación
prevalece sobre el de comodidades; pero en los Estados poblados, el lujo de
comodidades hace disminuir siempre el de ostentación.- Nota posterior del
Autor).

Pero el comercio y el paso de los placeres de lujo tienen el inconveniente de


que, aunque se haga por medio de muchos, siempre terminan en pocos y sólo
una pequeñísima parte aprovecha su mayor número; de modo que no impide el
sentimiento de la miseria, más bien ocasionado por la comparación que por la
realidad.

Pero la seguridad y la libertad limitada sólo por las leyes, forman base principal
de esta felicidad, con lo que los placeres del lujo favorecen la población y sin
las cuales se convierten en instrumentos de tiranía. Al modo que los animales
más generosos y los pájaros, tan libres como son, se alejan en las soledades y
en los bosques inaccesibles, abandonando las campiñas fértiles y risueñas al
hombre que los acecha, así los hombres huyen hasta de los placeres, cuando
se los distribuye la tiranía.

Por consiguiente, está demostrado que la ley que encierra a sus súbditos
dentro de su país, es inútil e injusta; y lo será del mismo modo la que ponga
pena al suicidio, pues, aunque ésta sea una culpa que castiga Dios, que es
quien puede castigar hasta después de la muerte, el suicidio no es delito ante
los hombres, toda vez que la pena, en lugar de recaer sobre el reo, cae sobre
su familia: Si alguno me opusiese que la pena del suicidio podría por lo menos,
apartar de la muerte a algún hombre determinado, yo le respondería que aquél
que renuncia tranquilamente al bien de la vida, que odia la existencia de aquí
abajo, hasta el punto de preferir a ella una eternidad infeliz, ni siquiera se
disuadiría de su resolución por la consideración de sus hijos y parientes.

Delitos de prueba difícil
Hay algunos delitos que son al mismo tiempo frecuentes en la sociedad y
difíciles de probar. Estos delitos son el adulterio, la Venus ática y el infanticidio.

El adulterio es un delito que, considerado políticamente, tiene su fuerza y


dirección en dos motivos: las leyes variables de los hombres y la atracción
fortísima que impulsa a uno de los sexos hacia el otro.

(La atracción de los sexos es semejante en muchos casos a la gravedad,


fuerza motriz del Universo, porque, igual que ésta, disminuye con las
distancias, y si la una modifica todos los movimientos de los cuerpos, así lo
hace la otra con casi todos los del alma, mientras dura su tiempo. En cambio,
es desemejante en que la gravedad se equilibra con los obstáculos, mientras
que la atracción de los sexos por lo general aumenta a medida que crecen los
obstáculos que se oponen a ella.-Nota posterior del Autor).

Si yo tuviese que hablar a naciones faltas todavía de la luz de la religión, diría


que también hay otra diferencia considerable entre éste y otros delitos.

Este nace del abuso de una necesidad constante y universal a toda la


humanidad; necesidad anterior, y hasta fundadora de la sociedad misma; en
tanto que los demás delitos destructores de ella, tienen un origen más
determinado en pasiones momentáneas que en una necesidad natural. La
necesidad sexual, para todo aquél que conozca la historia y el hombre, es
siempre igual en el mismo clima, y tiene una cantidad constante. Si esto fuese
cierto, serían inútiles y hasta perniciosas, las leyes y las costumbres que
intentasen disminuir su suma total, porque su efecto sería cargar una parte de
las necesidades propias y ajenas, de modo que serían más sabias, por el
contrario, aquellas otras leyes que, por decirlo así, siguiendo la fácil inclinación
de la pendiente, dividiesen y derramasen la suma en tantas porciones
pequeñas e iguales, que impidiesen uniformemente en todas partes la aridez, y
el desbordamiento. La fidelidad conyugal es siempre proporcional al número y
libertad de los matrimonios. Allí donde estas cualidades se combinan y
disuelven, la galantería rompe secretamente los prejuicios imperantes, cuando
la potestad doméstica, a despecho de la moral vulgar, cuyo oficio es declamar
contra los efectos, olvidándose de las causas, ataca los vínculos contraídos.
Pero no hay razón para estas reflexiones, viviendo en la verdadera religión,
cuyos sublimes motivos corrigen la fuerza de los efectos naturales. La acción
del delito a que aludimos, es tan instantánea y misteriosa, está tan cubierta por
el velo que las leyes le han puesto (velo necesario, pero frágil, y que aumenta
el precio de la cosa, en lugar de mermarlo); sus ocasiones son tan fáciles, sus
consecuencias tan equívocas, que más está en manos del legislador prevenirle
que corregirle. Regla general: en todo delito en que, por su naturaleza, la
impunidad sea fácil, la pena se convierte en un incentivo. Es propio de nuestra
imaginación que las dificultades, cuando no son insuperables o demasiado
difíciles ante la pobreza de ánimo de cada hombre, exciten más vivamente la
imaginación, agrandando su objeto, pues son casi otros tantos reparos que
impiden a la vagabunda y voluble imaginación salirse de su objeto, y
constriñéndola a recorrer todas las relaciones, se detiene más estrechamente
en la parte agradable a que naturalmente se afecta más nuestro ánimo, que no
en la dolorosa y funesta, de que huye y se aleja.

La Venus ática (Beccaria se refiere, mediante el uso de este término, a la inversión sexual,
esto es, al homosexualismo), tan severamente castigada por las leyes y tan
fácilmente sometida a los tormentos vencedores de la inocencia, tiene menos
fundamento en las necesidades del hombre aislado y libre que en las pasiones
del hombre sociable y esclavo. Su fuerza la adquiere no tanto en la saciedad
de los placeres cuanto en la de la educación, que comienza por hacer a los
hombres inútiles a sí mismos para que sean útiles a los demás; en los lugares
en que se condensa la ardiente juventud, en los que habiendo un dique
insuperable a cualquier otro comercio, todo el vigor de la naturaleza que se
desarrolla, se consume inútilmente para la humanidad, anticipando la vejez.

En cuanto al infanticidio (mediante el uso de este término, Beccaria más bien hace
referencia al aborto procurado), es también efecto de la inevitable contradicción en
que está colocada la mujer que ha cedido por debilidad o por violencia. Quien
se encontrase colocado en la disyuntiva de la infamia o la muerte de un ser
incapaz de sentir los males ¿cómo no preferirá esta última solución a la miseria
infalible a que quedarían expuestos la madre y su hijo infeliz? La mejor manera
de evitar este delito, sería proteger con leyes eficaces la debilidad contra la
tiranía, la cual exagera los vicios que no pueden cubrirse con el manto de la
virtud.

Yo no pretendo disminuir el justo horror que merecen estos delitos de que


hablamos; pero señalando sus fuentes, me creo con el derecho a obtener una
consecuencia general, a saber: que no puede llamarse precisamente justa (lo
que quiere decir necesaria) la pena de un delito mientras la ley no ha utilizado
el mejor medio posible para prevenirle, dadas las circunstancias de una nación.

De un genero particular de delitos
El que lea este libro, advertirá que he omitido un género de delitos que ha
cubierto a Europa de sangre humana, y que ha alzado hogueras en que
servían de alimento a las llamas cuerpos vivos humanos, cuando era alegre
espectáculo y grata armonía para la ciega multitud oír los sordos y confusos
gemidos de los desgraciados, a través de los remolinos de humo negro, humo
de miembros humanos, entre el crujido de los huesos carbonizados y el chirriar
de las vísceras aun palpitantes. Pero los lectores razonables tendrán en cuenta
que el lugar, el tiempo y la materia, no me permiten examinar la naturaleza de
esta clase de delitos. Sería ajeno y apartado de mi asunto demostrar que debe
ser necesaria una perfecta uniformidad de pensamiento en un Estado, en
contra del ejemplo de muchas naciones; y como opiniones que difieren entre sí
solamente por algunas sutilísimas y obscuras diferencias, harto lejanas de la
capacidad humana, pueden también perturbar el bien público, cuando una no
esté autorizada con preferencia a otras; y como la naturaleza de las opiniones
está compuesta de tal modo que mientras algunas, las verdaderas, se aclaran
y sobrenadan con el contraste, fermentando y combatiendo juntas, las falsas se
sumergen en olvido, y otras, mal seguras en su desnuda substancia, requieren
ser vestidas de autoridad y de fuerza. Sería muy largo probar que, aunque
parezca odioso, el imperio de la fuerza sobre las mentalidades humanas, cuyas
conquistas únicas son la disimulación, y con ella el envilecimiento, aunque
parezca contrario al espíritu de mansedumbre y fraternidad aconsejado por la
razón y la autoridad que más veneramos, es también, después de todo,
necesario e indispensable. Todo esto debe creerse evidentemente probado y
conforme a los verdaderos intereses de los hombres, si hay quien lo haga con
reconocida autoridad. Yo no hablo más que de los delitos que emanan de la
naturaleza humana y de la naturaleza social, pero no de los pecados, cuyas
penas, incluso las temporales, deben regirse por otros principios distintos de
los de una limitada filosofía.

Falsas ideas de utilidad
Una fuente de errores y de injusticias son las falsas ideas de utilidad que se
forman los legisladores.

Falsa idea de utilidad es la que antepone los inconvenientes particulares al


inconveniente general; la que manda a los sentimientos, en vez de dirigirlos
hacia la lógica, haciéndoles obedecer a ella. Falsa idea de utilidad es la que
sacrifica mil ventajas reales aun inconveniente imaginario o de escasas
consecuencias, como sería la de suprimir a los hombres el fuego, porque
incendia y el agua porque aniega, y la de no reparar a los males más que con
la destrucción. Las leyes que prohiben llevar armas son de esta clase, pues no
desarman más que a los que no están inclinados ni determinados a los delitos,
en tanto que los que se atreven a violar las leyes más sagradas de la
humanidad y las más importantes del código ¿cómo van a respetar las
menores y las puramente arbitrarias y cuya contravención es tan fácil, con la
impunidad consiguiente y cuya ejecución exacta suprimiría la libertad personal,
que el hombre quiere tanto y que el legislador inteligente debe querer también,
sometiendo a los inocentes a todas las vejaciones debidas a los reos? Leyes
como éstas empeoran la condición de los agredidos y mejoran la de los
agresores, sin que hagan disminuir los homicidios, antes bien los aumentan,
porque es mayor la confianza en asaltar a los que van desarmados que no a
los armados. A estas leyes se les podría llamar más bien leyes miedosas de los
delitos que no previsoras de ellos, y nacen de la tumultuosa impresión de
algunos casos particulares, no de la meditación razonada de los inconvenientes
y ventajas de un decreto universal.

Falsa idea de utilidad es la que pretendiera dar a una multitud de seres


sensibles la simetría y el orden que sufren la materia bruta e inanimada; la que
olvida los motivos presentes, únicos que con constancia y fuerza obran sobre la
multitud, prefiriendo motivos lejanos cuya impresión es brevísima y débil,
cuando una fuerza de imaginación, que no es ordinaria en la humanidad, no
suple a todo agrandando el objeto en lontananza.

Finalmente, es una falsa idea de utilidad la que, sacrificando la cosa al nombre,


separa el bien público del bien de todos los particulares. Entre el estado de
sociedad y el de naturaleza, hay esta diferencia: que el hombre salvaje no daña
a los demás más que cuando ello sirve para procurarse bien a sí propio, en
tanto que el hombre sociable a veces se ve obligado por leyes malas a ofender
a los demás, sin que por ello se procure bien personalmente. El déspota
proyecta el temor y el abatimiento en el ánimo de sus esclavos; pero si se le
reprende, vuelve con mayor fuerza a atormentar su ánimo. Cuando el temor es
más solitario y doméstico, tanto es menos peligroso a quien hace de él el
instrumento de su provecho; pero cuanto es más público y actúa sobre una
multitud mayor de hombres, tanto más fácil es que entre ellos se encuentre el
imprudente, el desesperado o el audaz hábil que haga servir a los hombres a
sus fines propios, suscitando en ellos sentimientos más gratos y tanto más
seductores cuando el riesgo de la empresa recae sobre un número mayor; y
entonces el valor que los infelices dan a su existencia propia, disminuye en
proporción de la miseria que sufren. Esta es la razón por la cual las ofensas
hacen brotar ofensas nuevas, pues el odio es un sentimiento tanto más
duradero que el amor, cuanto que el primero adquiere su fuerza en la
continuación de los actos que debilitan al segundo.

Del espíritu de familia
Tan funestas y autorizadas injusticias fueron aprobadas por hombres hasta de
los más ilustrados, y puestas en práctica por las Repúblicas más libres, a
consecuencia de haber considerado más bien la sociedad como una reunión de
familias que como una unión de hombres. Tenemos aquí cien mil hombres, o
sea veinte mil familias, compuestas, cada una de cinco personas, incluyendo
en ellas el jefe de la misma. Si la asociación se hace por familias habrá veinte
mil hombres y ochenta mil esclavos; pero si la asociación es de hombres, habrá
cien mil ciudadanos y ningún esclavo. En el primer caso tendremos una
República y veinte mil pequeñas monarquías que la constituyen. En el
segundo, el espíritu republicano no sólo desaparecerá de las plazas públicas y
en las reuniones de la nación, sino que también desaparecerá entre los muros
domésticos, en que está gran parte de la felicidad o de la miseria de los
hombres. En el primer caso, como las leyes y las costumbres son efecto de los
sentimientos habituales de los miembros de la República, o sea de los jefes de
las familias, el espíritu monárquico se introducirá poco a poco en la República
misma y sus efectos sólo serán frenados por los intereses opuestos de cada
uno, pero no por un sentimiento que respire libertad e igualdad. El espíritu de
familia es un espíritu de detalle, que se limita en pequeñeces. El espíritu
regulador de la República, dueño como es de principios generales, ve los
hechos y los condensa en las clases principales e importantes al bien de la
mayoría. En la República de familias, los hijos permanecen en la potestad del
jefe, mientras éste viva, estando obligados a esperar de la muerte del jefe una
existencia que sólo dependa de las leyes. Acostumbrado a obedecer y a temer
en la edad más juvenil y vigorosa, cuando los sentimientos se hallan menos
modificados por el temor de experiencia llamado moderación, ¿cómo podrían
resistir a los obstáculos que el vicio opone siempre a la virtud en las edades
decadentes en que hasta la disposición de ver los frutos se opone a los
cambios vigorosos?

Cuando la República es de hombres, la familia no es una subordinación de


mando, sino de contrato; y los hijos, al llegar la edad que extingue la
dependencia natural, que es la edad de la debilidad y de la necesidad de
educación y defensa, se convierten en miembros libres de la ciudad,
sujetándose al jefe de familia para participar de las ventajas de ésta, igual que
hacen los hombres libres en la sociedad mayor. En el primer caso, los hijos,
que son la mayor parte de la nación y la más útil de la misma, están a la
discreción de los padres; en el segundo, no existe más vínculo impuesto que el
sagrado e inviolable de suministrarse recíprocamente los auxilios necesarios, y
el de la gratitud por los beneficios recibidos, sin que este último sufra
menoscabo por la malicia del corazón humano más que por una mala
entendida sujeción ordenada por las leyes.

Estas contradicciones entre las leyes de familia y las fundamentales de la


República, son una fuente abundante de otras contradicciones entre la moral
doméstica y la pública, las cuales engendran un perpetuo conflicto en el ánimo
de cada hombre. La primera inspira sujeción y temor; la segunda, valor y
libertad; aquélla enseña a restringir la beneficencia a un pequeño número de
personas sin elección espontánea; ésta, a extenderla a toda clase de hombres;
aquélla impone un continuado sacrificio de sí mismo a un ídolo vano llamado
bien familiar, bien que muchas veces no es de ninguno de los que componen la
familia misma; ésta enseña a servIrse de las ventajas propias, sin ofender a las
leyes, o excita a inmolarse a la patria con el premio del fanatismo que previene
el acto.
Estos contrastes hacen que los hombres desdeñen seguir la virtud por
encontrarla confusa y revuelta, alejada en aquella lejanía que nace de la
obscuridad de los objetos, tanto físicos como morales. ¡Cuántas veces cuando
un hombre recuerda sus acciones pasadas, se asombra de encontrarse poco
honrado! A medida que la sociedad se multiplica, cada miembro de ella se hace
una parte más pequeña del todo y el sentimiento republicano disminuiría
proporcionalmente si las leyes no cuidaran de reforzarle. Igual que los cuerpos
humanos, las sociedades tienen límites circunscritos, creciendo más allá de los
cuales se peturbaba su propia economía. Parece que la masa de un Estado
debiera estar en razón inversa de la sensibilidad de quienes le componen, pues
de otro modo, si crecieran la una y la otra, las leyes buenas encontrarían al
prevenir los delitos un obstáculo en el bien mismo que producen. Una
República demasiado grande, sólo se salva del despotismo, subdividiéndose y
unificándose en varias pequeñas Repúblicas federativas. ¿Pero cómo puede
obtenerse esto?; tan sólo podría lograrlo un dictador despótico que tuviese el
valor de Sila y tanto genio para edificar como el que tuvo Sila mismo para
destruir. Un hombre de esta clase, siendo ambicioso, logrará la gloria de todos
los siglos; y si es filósofo, las bendiciones de sus ciudadanos le recompensarán
de la pérdida de la autoridad, si es que no hubiese llegado a ser indiferente a
su ingratitud. A medida que se debilitan los sentimientos que nos unen a la
nación, los sentimientos hacia los objetos que nos rodean se refuerzan. Por
esto es por lo que bajo el despotismo más fuerte, las amistades son más
duraderas y más comunes, o hasta del todo exclusivas las virtudes familiares,
siempre mediocres. Así se verá por parte de todos cuán limitado es el alcance
de la mayor parte de los legisladores.

El fisco
Hubo un tiempo en que casi todas las penas fueron pecuniarias ( Refiérese
Beccaria a las leyes de los llamados pueblos bárbaros). Los delitos de los hombres eran
entonces el patrimonio del Príncipe; los atentados contra la seguridad pública
eran objeto de lucro, de modo que quien estaba destinado a defenderla tenía
interés en que se la ofendiera. Por consiguiente, el objeto de las penas era un
pleito entre el Fisco, (exactor de las penas en cuestión) y el reo: un asunto civil,
contencioso, privado más bien que público, que daba al Fisco más derechos
que los exigidos por la defensa pública, y otros perjuicios al reo que aquéllos en
que había caído por necesidad del ejemplo. Así es que el juez era un abogado
del Fisco, más bien que un indiferente investigador de la verdad; un agente del
Erario, más bien que el protector y ministro de las leyes. Pero como en este
sistema el hecho de confesarse delincuente era confesarse deudor del Fisco,
propósito entonces del procedimiento criminal, la confesión del delito,
combinada de manera que favoreciese y no perjudicase a las razones fiscales,
se convirtió y todavía sigue sucediendo así (pues los efectos continúan siempre
mucho después que las causas) en centro en torno del cual giraban todos los
órdenes criminales.

Sin la confesión de que hablamos, un reo convicto por pruebas indubitables


tendrá una pena menor que la establecida y no sufrirá el tormento por otros
delitos de la misma especie que pudiera haber cometido. Pero mediando
confesión, el juez, se apodera del cuerpo de un reo y le aflige con metódicas
formalidades para adquirir todo el provecho que pueda, como si fuera un fondo
adquirido por él. Probada la existencia del delito, la confesión forma prueba
convincente y para hacerla menos sospechosa, se la exige entre ios espasmos
y la desesperación del dolor, como si fuese una confesión extrajudicial,
tranquila, indiferente, sin el poderoso temor de un juicio tormentoso que no
basta para la condena. Se eliminan las investigaciones y pruebas que
aclararían el hecho, pero que debilitarían las razones del Fisco. No es en favor
de la miseria y la debilidad por lo que alguna vez, se ahorran al reo los
tormentos, sino en favor de las razones que podrían perjudicar a tal ente
imaginario e inconcebible. El juez, se convierte en enemigo del reo, de un
hombre entregado en prenda a la flaqueza, a los tormentos, al porvenir, el más
terrible de todos; no busca la verdad del hecho, sino que busca en el preso al
delito, insidiando alrededor de él, creyendo perder y sin conseguir aquella
infalibilidad que el hombre se arroga en todas las cosas. Los indicios para
decretar la captura del reo están en poder del juez, para que alguien pruebe
que es inocente, tiene que ser declarado reo antes. A esto se llama proceso
ofensivo (Proceso inquisitorial), y así son en casi todos los lugares de la ilustrada
Europa, en el siglo XVIII, los procedimientos criminales, siendo de poquísimo
uso en los tribunales europeos el verdadero proceso, el informativo (Proceso
acusatorio), que consiste en la investigación indiferente del hecho, el que la
razón manda, el que emplean las leyes militares, usado hasta por el mismo
despotismo asiático en los casos tranquilos e indiferentes. ¡Qué complicado
laberinto de extraños absurdos, increíble sin duda para la posteridad, más feliz!
Tan sólo los filósofos de entonces podrán hallar en la naturaleza del hombre la
posible aplicación de un sistema semejante.

Cómo se previenen los delitos
Es mejor prevenir los delitos que penarlos. Tal es el fin principal de toda buena
legislación, que es el arte de conducir a los hombres al máximo de felicidad o al
mínimo de desgracia posible, hablando según los cálculos de los bienes y
males de la vida.

Pero los medios empleados hasta ahora, por lo general son falsos y opuestos
al fin que se persigue. No es posible reducir la turbulenta actividad de los
hombres a un orden geométrico sin irregularidad y confusión. Lo mismo que las
constantes y sencillísimas leyes de la naturaleza no impiden que los planetas
no se perturben en sus movimientos, así también en las infinitas y opuestas
atracciones del placer y el dolor, tampoco las leyes humanas pueden evitar
perturbaciones y desórdenes. A pesar de todo, ésta es la quimera de los
hombres cuando tienen en sus manos el poder. Prohibir una multitud de
acciones indiferentes, no es prevenir los delitos que puedan nacer de aquéllas,
sino crear otros delitos nuevos; es tanto como definir a capricho la virtud y el
vicio, predicados antes como eternos e inmutables. ¿A qué nos veríamos
reducidos si se nos prohibiese todo aquello que puede inducir a delito? Sería
menester privar al hombre del uso de sus sentidos. Por un motivo que haya
que impulse a los hombres a cometer un verdadero delito, hay mil que inducen
a cometer las acciones indiferentes llamadas delitos por algunas leyes malas; y
si la probabilidad de los delitos es proporcional al número de los motivos,
ampliar la esfera de los delitos es hacer crecer la probabilidad de cometerlos.
La mayor parte de las leyes sólo son privilegios, o sea tributos de todos a la
comodidad de algunos.

¿Queréis prevenir los delitos? Haced que las leyes sean claras, sencillas, y que
toda la fuerza de la nación se encuentre condensada para defenderlas, sin que,
por el contrario, ninguna parte de la misma se emplee en destruirlas. Haced
que las leyes favorezcan menos a las clases sociales que a los hombres
mismos. Que los hombres las teman y que sólo teman a ellas. El temor de las
leyes es saludable, pero el temor de unos hombres hacia otros es fecundo en
delitos. Los hombres esclavos son más viciosos, más libertinos, más crueles
que los hombres libres.

Los hombres libres piensan en la ciencia, en los intereses de la nación,


admiran asuntos grandes y tratan de imitarlos; pero los hombres esclavos,
satisfechas con el día presente, buscan en el estrépito del libertinaje una
distracción al aniquilamiento en que se ven; acostumbrados a la incertidumbre
del éxito de todo, el de sus delitos se hace problemático para ellos, en ventaja
de la pasión que los determina. Si la incertidumbre de las leyes recae sobre
una nación indolente por su clima, esta incertidumbre mantendrá y aumentará
su propia indolencia y torpeza; si recae en una nación voluptuosa, aunque
activa, desperdiciará su actividad en un infinito número de pequeñas
combinaciones e intrigas que esparcirán la desconfianza en todos los
corazones y que harán de la traición y el disimulo la base de la prudencia; y si
recae sobre una nación valerosa y fuerte, la incertidumbre quedará suprimida al
fin, no sin formar antes muchas oscilaciones desde la libertad a la esclavitud y
desde la esclavitud a la libertad.

¿Queréis prevenir los delitos? Haced que la ilustración acompañe a la libertad.


Los males que nacen de los conocimientos están en razón inversa de la
difusión de los mismos, y los bienes lo están en razón directa. Un impostor
atrevido, que siempre es un hombre no vulgar , es sujeto de la adoración de un
pueblo ignorante y de la burla de un pueblo ilustrado. Facilitando las
comparaciones entre los objetos y multiplicando los puntos de vista para
considerarlos, el conocimiento de las cosas contrapone entre sí muchos
sentimientos que proceden de ellas y que se modifican recíprocamente con
tanta mayor facilidad cuanto se anticipan en los otros los mismos puntos de
vista y las mismas resistencias. En presencia de las luces esparcidas con
profusión en la sociedad nacional, la calumniosa ignorancia calla y tiembla la
autoridad desarmada de las razones, permaneciendo inmóvil la fuerza vigorosa
de las leyes, pues no hay un hombre ilustrado que no ame los públicos, claros
y útiles pactos de la seguridad común, comparando lo poco de inútil libertad
sacrificada con la suma de todas las libertades sacrificadas por los demás
hombres, libertades que pudieran conspirar contra él si no existieran las leyes.
Todo aquél que tenga sensibilidad en su ánimo, se verá obligado a bendecir el
trono y a quien lo ocupa, repasando un código de leyes bien hechas, al ver que
no ha perdido nada con ellas sino la funesta libertad de causar mal a otro.
No es cierto que las ciencias sean siempre dañosas a la humanidad; y cuando
lo sean, será éste un mal inevitable para los hombres. La multiplicación del
género humano sobre la faz de la Tierra fue el origen de la guerra, así como de
las artes más rudas, igual que el de las primeras leyes, pactos momentáneos
que nacían con la necesidad y que perecían con ella. Tal fue la primera filosofía
de los hombres y con la que se contentaban éstos, en sus pocos elementos,
porque su indolencia y poca sagacidad los preservaba del error. Pero las
necesidades se multiplicaban siempre más, según se multiplicaban los
hombres. Por consiguiente, eran necesarias impresiones más fuertes y
duraderas que les disuadiese de los repetidos regresos al primer estado de
insociabilidad, cada vez más funesta. De modo que fueron un gran bien para la
humanidad los primeros errores que poblaron la Tierra con falsas divinidades
(quiero decir, gran bien político) y que crearon un universo invisible regulador
del nuestro. Bienhechores de los hombres fueron aquellos otros que se
atrevieron a sorprenderlos, arrastrando a los altares la dócil ignorancia.
Presentándoles objetos situados más allá de los sentidos, que huían ante ellos
a medida que creían alcanzarles, jamás despreciados, por lo mismo que nunca
eran suficientemente conocidos, reunieron y condensaron las pasiones
divididas en un solo objeto que les preocupaba mucho. Tales fueron las
primeras vicisitudes de todas las naciones formadas por pueblos salvajes; esta
fue la época en que se formaron las grandes sociedades, y tal fue su vínculo
necesario y acaso único. No hablo del pueblo hebreo, elegido de Dios, que en
lugar de la humana política, tuvo en su favor los milagros más extraordinarios y
las gracias más señaladas. Pero como es propiedad del error su subdivisión
hasta el infinito, las ciencias que nacieron luego hicieron de los hombres una
fanática multitud de ciegos, que chocan y se confunden entre sí de tal modo
que algunas almas sensibles y filosóficas llegaron a envidiar el antiguo estado
salvaje (Referencia a Juan Jacobo Rousseau). He aquí la primera época en que
fueron dañosos los conocimientos, o mejor dicho, las opiniones.

La segunda época de éstas se encuentra en el difícil y terrible tránsito de los


errores a la verdad, de la obscuridad no conocida a la luz. El choque inmenso
de los errores útiles a los pocos poderosos contra la verdad útil a los muchos
débiles, el avecinamiento y fermento de las pasiones que se destacan en
semejante ocasión, causan infinitos males a la pobre humanidad. Aquél que
reflexione sobre las historias, que tras ciertos intervalos de tiempo se asemejan
entre sí en cuanto a las épocas principales, hallará varias veces una
generación entera sacrificada a la felicidad de las que las sucedieron en el
luctuoso, pero necesario tránsito de las tinieblas de la ignorancia a la luz de la
filosofía, y desde la tiranía a. la libertad, que son sus consecuencias. Pero
cuando. calmados los ánimos y extinguido el incendio que ha purgado a la
nación de los males que la. oprimían, la verdad, cuyos progresos primeros son
lentos y luego acelerados, acompaña a los monarcas en sus tronos y tiene
culto y altar en los parlamentos de las Repúblicas ¿quién podrá asegurar jamás
que la luz, que ilumina a las muchedumbres sea más dañosa que las tinieblas y
que les sean funestas las verdaderas y sencillas relaciones de las cosas bien
conocidas por los hombres?

Si la ignorancia ciega es menos fatal que el saber mediano y confuso, porque


éste añade a los males de aquélla los del error, inevitable para el que tenga
una vista limitada ante los confines de la verdad, el hombre iluminado es el don
más precioso que pueda hacer a la nación, y hasta a sí propio, el soberano que
le hace depositario y custodio de las santas leyes. Acostumbrado a ver la
verdad y a no temerla, privado de la mayor parte de las necesidades de la
opinión, nunca bastante satisfechas y que ponen a prueba la virtud de la mayor
parte de los hombres; acostumbrado a contemplar a la humanidad desde los
puntos de vista más elevados, su propia nación se convierte para él en una
familia de hombres hermanos y la distancia, desde los grandes hasta el pueblo,
le parece tanto menor cuanto es mayor la masa de humanidad que tiene por
delante. Los filósofos adquieren necesidades e intereses que no conoce el
vulgo, y principalmente el de no proyectar en la pública luz los principios
predicados en la obscuridad, así como también adquieren la costumbre de
amar la virtud por sí misma. Una selección de hombres de esta clase, forma la
felicidad de una nación; pero felicidad momentánea, si las buenas leyes no
aumentan el número de ellos de tal modo que atenúen la probabilidad siempre
grande de una mala elección.

Otro medio de prevenir los delitos es el de interesar a la observancia de las


leyes más que a su corrupción. Cuanto mayor es el número que compone el
conjunto, tanto menos peligrosa es la usurpación de las leyes, por ser más
difícil la venalidad entre miembros que se observan unos a otros y que se
encuentran tanto menos interesados en aumentar su autoridad, cuanto menor
es la porción de ella que tocaría a cada cual comparada, sobre todo, con el
peligro de la empresa. Si el Soberano, con su aparato y su pompa, con la
autoridad de sus edictos, permitiendo las querellas justas e injustas de quienes
se crean oprimidos, consigue acostumbrar a sus súbditos a temer más a los
magistrados que a las leyes, éstos se aprovecharán más de este temor que lo
que pueda ganar la seguridad pública con ello.

Otro medio de prevenir los delitos es el de recompensar las virtudes. Sobre


este asunto, yo encuentro un silencio universal en las leyes de todas las
naciones de hoy. Si los premios ofrecidos por las academias a los
descubridores de verdades útiles han multiplicado los conocimientos y los
buenos libros, ¿por qué los premios distribuidos por la mano benéfica del
Soberano no habrán de multiplicar también las acciones virtuosas? La moneda
del honor es siempre inagotable y fructífera en manos de un sabIo distrlbuidor.

Finalmente, el modo más seguro, aunque más difícil, de prevenir los delitos, es
perfeccionar la educación: asunto éste demasiado amplio y que excede de los
límites que me he propuesto; y objeto, me atreveré a decir también, que se
refiere demasiado intrínsecamente a la naturaleza del gobierno, para que no
haya sido siempre, hasta los siglos más remotos, un campo estéril de la
felicidad pública, cultivado tan sólo acá y allá, por algunos pocos sabios. Un
grande hombre que ilumina la humanidad que le persigue ( Beccaria vuelve a aludir
a Rousseau), ha hecho ver detalladamente cuáles sean las máximas principales
de educación útiles verdaderamente a los hombres, lo cual consiste menos en
una estéril multitud de objetos que en la elección y precisión de los mismos; en
sustituir los originales a las copias en los fenómenos, tanto morales cuanto
físicos, que la casualidad o la industria presenta a tos ánimos noveles de los
jóvenes; en impulsar a la virtud por el fácil camino del sentimiento y en
desviarlos del mal por la infalibilidad de la necesidad y del inconveniente, y no
con la incertidumbre del mandato, que sólo tiene una obediencia simulada y
momentánea.

Conclusión
De cuanto hemos visto hasta aquí, puede obtenerse
un teorema general muy útil, aunque poco conforme
con el uso del legislador ordinario, más que otro
alguno, de las naciones; a saber: para que cualquier
pena no sea una violencia de uno o de muchos
contra un ciudadano particular, debe ser
esencialmente pública, pronta, necesaria la menor
de las penas posibles en las circunstancias dadas,
proporcional a los delitos y dictada por las leyes.

Das könnte Ihnen auch gefallen