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Don sagrado de la vida

En la Evangelium vitae, el Papa reafirma la grandeza y el valor de la vida


humana en todos sus aspectos y en todos sus momentos, como vida
corporal y espiritual al mismo tiempo, y en sus fases terrena y eterna, que
alcanza su plenitud de significado en la participación de la misma vida de
Dios. La encíclica contempla las amenazas contra la vida humana, que en
este momento de la Historia se configuran con unos rasgos particulares,
en consonancia con las ideas predominantes en la sociedad actual:
concepto de libertad muy individualista y de carácter absoluto, que acaba
por ser la libertad de los más fuertes contra los débiles; relativismo,
negando la existencia de un verdad objetiva, que es sustituida por la
opinión subjetiva del individuo haciendo que, al final, todo resulte
convencional y negociable; por último, el predominio del secularismo, con
la pérdida del sentido de Dios y del hombre, que lleva a la confusión entre
el bien y el mal. El hombre, rechazando u olvidando su relación
fundamental con Dios, cree ser criterio y norma de sí mismo.

Juan Pablo II consideró como una violación de la ley de Dios, y moralmente


rechazable, la muerte deliberada de un ser humano, y se detuvo
especialmente en los dos extremos de la vida: el nacimiento y la muerte,
declarando el aborto directo y la eutanasia verdadera como desórdenes
morales graves por sí mismos, por su propio objeto, independientemente
de las circunstancias y de las intenciones de quien los realiza. Se trata de
delitos que amplios estratos de la opinión pública justifican en nombre de
los derechos de la libertad individual, reivindicando incluso su autorización
estatal, mediante legislaciones inhumanas, y su cumplimiento con la
intervención gratuita de los propios operadores sanitarios.

La encíclica confirma que el magisterio de la Iglesia enseña que el ser


humano debe ser respetado y tratado como una persona desde su
concepción hasta su muerte natural, y que la ciencia y la técnica deben
estar ordenadas al hombre y a su desarrollo integral. Juan Pablo II confirma
este juicio moral de la Iglesia fundamentado en la ley natural, en las
Sagradas Escrituras, en la tradición viva de la Iglesia y en el Magisterio,
que la ha afirmado en repetidas ocasiones.

La valoración moral del aborto es aplicada a otras formas nuevas de


intervenciones sobre los embriones humanos, que comportan
inevitablemente su muerte, como la experimentación con embriones, el uso
de los fetos como suministradores de órganos o tejidos para transplantes
y de las técnicas de diagnóstico prenatal con fines eugenésicos. Nos
encontramos ante una cultura de la muerte, que se extiende a las diferentes
responsabilidades y complicidades personales, sociales o culturales, en lo
que Juan Pablo II considera una estructura de pecado.
Signos de esperanza
Pero la Evangelium vitae subraya la voz de la sangre de Cristo, que redime
y salva, que revela luminosamente el valor inestimable de la vida y la
grandeza de la vocación del hombre, que consiste en el don sincero de sí
mismo, que da la fuerza para comprometerse a favor de la vida, con la
seguridad de la victoria. La encíclica menciona algunos signos que
anticipan esa victoria; son signos positivos de esperanza que están
presentes y actúan en la Humanidad, en el ámbito de los esposos que
acogen a los hijos; de las familias que acogen a niños abandonados y a
ancianos solos; de los centros de ayuda a la vida; de los grupos de
voluntarios; de los avances de la Medicina y asociaciones de médicos, que
los llevan a los países más pobres; del crecimiento de la conciencia social
sobre el valor de la vida, la oposición a las guerras y a la pena de muerte;
de la atención creciente a la calidad de vida y a la ecología ambiental
humana.

La vida del hombre proviene de Dios y, por tanto, Dios es el único señor de
la vida, y de este señorío divino se derivan la sacralidad e inviolabilidad de
la vida humana, que comprende tanto el no al homicidio, como el sí al amor
al prójimo.

El primer compromiso de los cristianos consiste en anunciar el Evangelio


de la vida, es decir, a Jesucristo mismo. El Dios que da la vida debe
celebrarse en la oración cotidiana, individual y comunitaria, en los
sacramentos, en la existencia diaria, vivida en el amor y el don de sí mismo
a los demás. Además, el Papa propone que se celebre en las distintas
naciones, cada año, una Jornada por la Vida, así como una Jornada
Mundial del Enfermo.

Anuncio y celebración conducen al servicio al Evangelio de la


vida, atendiendo al otro en cuanto persona y encontrando en él a Cristo,
extendiéndose a toda la vida y a la vida de todos. La encíclica expresa la
misión de servicio, en referencia a una serie de responsabilidades, desde
la de los médicos y operadores sanitarios como guardianes y servidores
de la vida, a la de los voluntarios, los animadores sociales y los
comprometidos en la política, destacando especialmente el papel decisivo
de la familia en cuanto Iglesia doméstica y santuario de la vida.

Subraya la urgencia de realizar un auténtico cambio cultural, que debe


comenzar desde dentro de las propias comunidades cristianas; en primer
lugar, mediante la formación de la conciencia sobre el valor e inviolabilidad
de la vida humana; en segundo lugar, mediante la educación a favor de la
vida, en relación con sus raíces (sexualidad y amor), con la procreación
responsable (recurso a los métodos naturales de regulación de la fertilidad)
y el significado humano y específicamente cristiano del dolor, el
sufrimiento y la muerte. En síntesis, un nuevo estilo de vida que afirme la
primacía del ser sobre el tener, y de la persona sobre las cosas, así como
el paso de la indiferencia al interés por el otro, y del rechazo a la acogida.
El Papa asegura que trabajar a favor de la vida es contribuir a la renovación
de la sociedad mediante la edificación del bien común, pues el respeto de
la vida es fundamento de la democracia y de la verdadera paz. En este gran
esfuerzo por una nueva cultura de la vida, nos sostiene y anima la
confianza en la ayuda de Dios para quien nada hay imposible. Por eso, «es
urgente una gran oración por la vida que abarque el mundo entero».

Juan Pablo II concluye la encíclica volviendo la mirada a María, la Virgen


Madre, que acogió la Vida en nombre de todos y para bien de todos, y que
tiene, por tanto, una relación personal estrechísima con el Evangelio de la
vida, pues es Madre de aquella Vida por la que todos viven. Así, María se
nos propone a toda la Iglesia como «modelo incomparable de acogida y
cuidado de la vida», y como «señal de esperanza cierta y de consuelo».

Escoger la vida: un deber de los cristianos


En medio de la cultura de la muerte y la cultura de la vida, todos estamos llamados
cada día a tener que elegir incondicionalmente a favor de la vida. Para los creyentes,
esta elección tiene sus raíces y su estímulo en la fe en el Resucitado, que ha vencido
a la muerte. En efecto, el Evangelio de la vida está en el centro del mensaje y de la
misión de Jesús, que afirmó: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en
abundancia». Sobre todo, el Evangelio de la vida es la persona misma de Jesús, que
es el Verbo de la vida.

La vida es siempre un bien, incluso cuando está amenazada, ya que el hombre ha sido
creado por Dios a su imagen y semejanza, y destinado a la comunión con Él, en su
conocimiento y amor. Pero es en el Hijo encarnado donde encuentra plena respuesta
la razón de que la vida humana es un bien. ¡Realmente es grande el valor de la vida
humana si el Hijo de Dios la asumió y la convirtió en lugar en el que la salvación se
realiza para toda la Humanidad! El Papa invita a todos a contemplar al que
traspasaron, a mirar el espectáculo de la Cruz, para poder descubrir en ese árbol
glorioso la realización plena de todo el Evangelio de la vida.

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