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INTRODUCCION

La responsabilidad profesional en el Derecho Comparado ha pasado, en


los últimos cincuenta años, de ser apenas un tema de gabinete o interés
académico a constituir una materia de práctica frecuente para abogados, y no
siempre como asistentes letrados, sino que muchas veces como demandados.
La explosión de juicios por malpraxis que se advierte en el Derecho
Comparado ha ido de la mano del extraordinario auge que ha experimentado el
tema de la responsabilidad civil, que cruza todo el espectro de las actividades
humanas, alcanzando incluso a profesiones que hasta ahora le eran ajenas, en
una permanente búsqueda de responsabilidad, propia de una sociedad en que
cada día más personas se consideran víctimas de actos ajenos.
“Desde hace algunos años a esta parte resulta difícil hallar un periódico
diario de cualquier país occidental que no contenga alguna noticia sobre
condenas de daños y perjuicios causados por profesionales de la ingeniería, el
periodismo, la arquitectura, la farmacia y, sobre todo, la cirugía. Odontólogos,
veterinarios, estomatólogos, aparejadores, biólogos, agentes de seguros,
procuradores de los tribunales, mediadores del comercio y, a mucha distancia,
los abogados, ven en la actualidad el fenómeno de la responsabilidad civil como
una servidumbre que le es propia”.1
Así es como en el Derecho Comparado el tema de la responsabilidad
civil y particularmente el de la responsabilidad profesional, se ha transformado
en uno de los de mayor desarrollo normativo en los últimos decenios.
Y ello no se ha debido a que en la sociedad actual los profesionales sean
más negligentes que los de hace un siglo, sino que los avances científicos y
tecnológicos, el acelerado crecimiento de la actividad económica e industrial, y

1
YZQUIERDO, Mariano, “La responsabilidad civil del profesional liberal”, Buenos Aires, Editorial
Hammurabi, 1998, p. 1.

1
la mayor conciencia de los derechos que asisten a las personas parecen ser las
razones que avalarían este fenómeno.
Esta evolución de la responsabilidad profesional la plantea GHERSI al
sostener que “el monopolio del saber detentado por los profesionales fue uno
de los factores que determinó en el inicio de la modernidad una posición de
clase, la que dentro de una sociedad desigual era un privilegio y una regalía”.2
Continúa este autor, desde otra perspectiva, haciendo la siguiente reflexión:
“situemos por un instante al profesional –impersonalmente- que en el comienzo
de siglo ejerció su profesión libremente; individualmente, el abogado desde su
estudio, el médico o el odontólogo desde su consultorio; el arquitecto desde su
atelier; el ingeniero desde su taller de trabajo, y el veterinario o el ingeniero
agrónomo desde el campo –lugar clasista por excelencia-.”… “constituía (la
profesionalidad) una modalidad de aislamiento; al margen de la masificación de
otros agentes comunales: el comerciante, el banquero, etcétera. Su dedicación
era dirigida hacia el conflicto individual, o el problema de su enfermo, o sus
tareas prestigiosas de campo o, simplemente, la importancia de un edificio con
aire arquitectónico francés”.3 Pero al cabo de unos siglos de modernismo, en el
siglo XX, “comienza a generarse una nueva concepción profesional,
acomodándose a una sociedad subdesarrollada que experimentaba los
coletazos del industrialismo-maquinismo de los países centrales o del “primer
mundo”. El hospital o la obra social pasó a ser el habitat del médico. El estudio
dejó de ser el ambiente de trabajo de los abogados –antes lugar de reunión
cultural- para convertirse en una oficina o escritorio alquilado; los tribunales se
muestran ineficientes, no sólo por su lentitud, sino también por la masificación
de los juicios.4

2
GHERSI, Carlos A., “Responsabilidad profesional”, Principios generales 1, Buenos Aires, Editorial
Astrea, 1995, p. 47.
3
GHERSI, ob. cit., p. 5.
4
GHERSI, ob. cit, p. 8.

2
Este misma evolución es descrita por YZQUIERDO TOLSADA al
sostener que hasta no mucho tiempo “se estaba ante un determinado modo de
ser de las relaciones económico-sociales: se había producido la revolución
industrial, pero sus efectos aún no se habían dejado sentir en profundidad. No
había aparecido la gran empresa. Ferias y mercados constituían el único punto
de encuentro, sin intermediarios, entre fabricantes y consumidores, partes a su
vez de un simplísimo contrato de compraventa”…., en que “…los presupuestos
ideológicos propios de la etapa codificadora proporcionaron una estructuración
del sistema de la responsabilidad civil marcadamente individualista”…y “en el
conflicto claramente interindividual entre el causante del daño y la víctima, la
obligación de reparar no es sino la consecuencia de la calificación del hecho
5
como algo reprobable, ligero y negligente”. “No es de extrañar entonces que
cuando en estas relaciones sociales aparece un daño, sólo se dirigieran a los
juzgados las demandas en las cuales la imputabilidad del mismo aparecía clara
e inmediata. En caso contrario, la resignación de la víctima era toda la
respuesta que acertaba a dar un estado de la conciencia popular que
acostumbraba a tener del caso fortuito una visión amplísima y casi
teológica”…concluyendo que “en un estado simple y poco desarrollado de la
economía resultaban escasas las reclamaciones de daños y perjuicios, y más
contadas aún las que se dirigían contra los profesionales liberales, personas a
quienes el pueblo llano acudía con más fe en su sabiduría que conciencia de
sus limitaciones”. 6
Pero hacia el final de la modernidad, el progreso y la evolución
multiplicarían en poco tiempo los inventos, aparatos, máquinas, artificios e
ingenios, y con ello, los riesgos y peligros existentes en la sociedad. En ese
contexto, los profesionales van perdiendo el privilegio de ser y al entrar en la
posmodernidad, comienzan a advertir su desclasamiento y “descubren que han

5
YZQUIERDO, ob. cit. p.2.
6
YZQUIERDO, ob.cit. p. 3.

3
sido proletarizados, con el demérito que ello significa, siendo colocados frente a
la responsabilidad –social, civil, patrimonial, delictual-, como un simple hombre
de la sociedad, al lado del industrial, del empresario, del automovilista…”. 7
Es así como miles de personas comienzan a lanzarse a la carrera de los
procesos de daños y perjuicios. Los abogados de las nuevas generaciones
comienzan a invadir los estrados con sus daños y perjuicios por productos
elaborados, accidentes automotores o del tránsito, cobranzas u otras causas
menores, frente a la tradicional sucesión o el cumplimiento del contrato
personalizado. “Esta alarma derivada de lo que se dado en llamar en ámbitos
aseguratorios suizos la siniestralidad desbordada, no puede explicarse sino
situando la cuestión de la responsabilidad derivada del ejercicio profesional en
8
el marco más amplio de la responsabilidad civil en general.” y especialmente
la evolución experimentada por esta, en el sentido de que ya no se trata tanto
de castigar los comportamientos negligentes o reprobables, sino que la
tendencia es que las víctimas encuentren a toda costa un resarcimiento, un
patrimonio responsable.
Con ello pasa a la historia aquella concepción grecorromana del sabio
omnisciente que ejercía una profesión liberal, normalmente no retribuida,
dotada de unos poderes mágicos y misteriosos, que le hacían erigirse en el
representante más característico de la libertad moral y de la independencia. El
profesional deja de ser aquel deudor privilegiado que no debe responder más
que ante su propia conciencia y queda expuesto a verse envuelto en la red
leguleya si el acierto no preside su gestión. “El hombre de hoy sigue confiando
al profesional la cura de su salud física y psíquica, la defensa y cuidado de sus
intereses patrimoniales y morales, pero ya no mitifica ni sacraliza la profesión,
sino que cada día exige al profesional unos conocimientos más especializados
y profundos”. 9

7
GHERSI, ob. cit. p.3.
8
YZQUIERDO, ob. cit. p. 2.
9
YZQUIERDO, ob. cit. p. 7.

4
Surge entonces otro riesgo que nos plantea YZQUIERDO TOLSADA: el
de pasar de la situación de víctimas indefensas de décadas atrás a la peligrosa
situación de los profesionales indefensos… porque si bien “es preciso exigir
responsabilidad al abogado que pierde el pleito por no presentar a tiempo el
recurso, es intolerable que pueda ocurrir igual al que perdió el pleito haciendo
todo lo que podía, pero según el cliente insatisfecho, “no le supo defender
bien”.10
Esta suerte de actual “fiebre” de responsabilidad civil se ha dado
especialmente en los Estados Unidos de Norteamérica, donde existen al menos
unos 650.000 abogados especializados exclusivamente en demandas de daños
y perjuicios. Ya la American Bar Association de ese país ha manifestado su
preocupación por este auge desmedido de la responsabilidad civil (legal
malpractice). Según esta entidad, de 19.155 casos desde 1990 a 1995, los
abogados más demandados por especialidad son: Daños (21,65%); Bienes
raíces (14,35%); Derecho comercial y negocios (10,66%); Derecho de familia
(9,13%); Cobranzas y Quiebras (7,91%). Las causales más invocadas en estos
casos han sido: falta de conocimientos y de apropiada aplicación de la ley
(11%); error de procedimiento (11%); inadecuada investigación y estudio de los
antecedentes (10%); falta de consentimiento del cliente (10%), y demoras
(9%).11
No obstante, en nuestro país seguimos un tanto ajenos a esta realidad,
enfrentados a un círculo vicioso, en que se conjugan la proliferación de
abogados titulados en detrimento de la calidad de su formación y de la
solvencia técnica, el ejercicio profesional con involucración en más y complejas
materias que requieren mayores conocimientos y especialización, cada vez con
más recursos económicos comprometidos, con ausencia de una adecuada
formación ética, y en un contexto en que la falta de adecuados instrumentos

10
YZQUIERDO, ob. cit. p. 9.
11
MEDILEX DOCTRINA, Miranda., Francisco, “Responsabilidad civil del abogado”, Medilex
Consultores Limitada, www//medilex.cl.

5
coactivos éticos y legales, lejos de desincentivar la mala práctica, generan el
efecto contrario.
No es un hecho menor que dichos factores han menoscabado la
consideración pública y el respeto de los ciudadanos hacia los profesionales del
derecho, produciendo poco a poco un fenómeno antes impensable: que el
ciudadano medio vea a estos como gente mucho más común y falible de lo que
antes se pensaba. Paralelamente ello ha llevado a que el juicio de aquellos ya
no sea considerado infalible, ni el resultado desfavorable visto como un
accidente o fatalidad.
La escasa jurisprudencia nacional existente sobre la materia solo roza
indirectamente el problema de la responsabilidad, al pronunciarse sobre la
exceptio non adimpleti contractus frente a la reclamación de honorarios por el
letrado. Todo ello sin embargo, parece ser el preámbulo, sintomático de que el
fenómeno del auge de la responsabilidad profesional en lo que a los abogados
respecta en el país, no está lejos de llegar, por tratarse de una realidad no del
todo ajena a nuestro entorno y de una manifestación más de la creciente
tendencia mundial por perseguir la responsabilidad de toda clase de
profesionales.
Creemos que el rol del abogado en la sociedad excede en mucho, las
respetables gestiones de patrocinio o representación en juicio, o el mismo
asesoramiento extrajudicial, que son propias de la actividad y además
constituyen indispensables servicios a la sociedad. Por ende, estimamos que
las responsabilidades profesionales no denigran la profesión, por el contrario la
enaltecen, depurando del seno de la actividad aquellos colegas que en lugar de
honrarla, la desprestigian. Al abogado prudente y diligente no le molestará ver
que algún colega sufra sanciones, si es consciente que son justas, de acuerdo
a derecho. Estas expresiones no pretenden alentar la caza de brujas o lanzar la
industria del juicio de unos contra otros, o que los profesionales del derecho se

6
cuiden en exceso de posibles acciones de sus propios clientes, sino solo
responsabilizar cuando haya culpables.
Este trabajo constituye un modesto aporte a esta novedosa materia, y
dado su actual desarrollo, con mayor referencia a la situación actual en el
Derecho Comparado, especialmente argentino y español, pero sin dejar de
aterrizarla en nuestro ordenamiento.
Primeramente se repasarán ciertos conceptos y nociones acerca de la
responsabilidad civil profesional y sobre todo sus actuales tendencias, como
una manera de prever el ámbito y contexto en que creemos se desarrollará la
problemática de la responsabilidad civil del abogado; luego analizaremos
ciertas nociones que hemos estimado necesarias abordar en forma previa
acerca de la específica profesión de abogado, con especial énfasis en los
deberes profesionales que se le consideran como propios e integrados en toda
relación abogado-cliente. Después analizaremos la problemática planteada
acerca del régimen contractual y extracontractual donde ha de encuadrarse
este tipo específico de responsabilidad, como cuestión previa a dilucidar la
naturaleza jurídica de la relación abogado-cliente y la naturaleza de las
obligaciones que de ella devienen, con especial referencia al tema de las
obligaciones de medios y de resultado; para finalmente analizar cada uno de los
presupuestos de la responsabilidad civil del abogado, especialmente en lo que
concierne las formas específicas de daños o intereses jurídicos perjudicados,
las particularidades que puede presentar la relación de causalidad y las formas
que adopta la culpa.

7
CAPITULO I

LA RESPONSABILIDAD PROFESIONAL

I.A.- ORIGENES DE LA PALABRA RESPONSABILIDAD

El concepto de responsabilidad es, posiblemente, uno de los más


empleados cotidianamente por los seres humanos, estando presente en una
infinidad de ámbitos y, por ello mismo, portando significaciones diferentes. Ello
se debe en gran parte, a que la responsabilidad no es un fenómeno exclusivo
de la vida jurídica, sino que está ligada a todos los dominios de la vida social,
por lo que la difusión de su uso es enorme y constituye una expresión que se
presta para diversos significados.
Siguiendo a Michel VILLEY, contrariamente a lo que pudiera pensarse, la
palabra “responsabilidad”, que ha tenido tanto éxito en la doctrina jurídica
contemporánea, faltaba en el Derecho Romano. Ella no aparece en las lenguas
europeas más que a fines del siglo XVIII y su verdadera carrera no comienza
sino en el siglo siguiente. En consecuencia, el término “responsabilidad” es de
origen relativamente reciente; además, el adjetivo castellano “responsable” es
más antiguo que el sustantivo abstracto “responsabilidad”, aunque ambos son
posteriores a 1700. 12
Así, “en cuanto a su etimología, debemos decir que en latín existen las
palabras respondere y responsa, pero no se encontrará la palabra
responsabilis. Por su parte, respondere nos remite al concepto de sponcio. El
sponsor es un deudor, es decir, la persona que al hacerse la pregunta de la
estipulación por parte del estipulante, da una contestación afirmativa. El

12
TRIGO y LÓPEZ, Tratado de la responsabilidad civil”, Buenos Aires, 2004, Editorial La Ley, Tomo I,
p. 2.

8
responsor es quien, en un segundo intercambio de palabras, se obliga como
garante del deudor principal. De este modo, responder significa constituirse en
garante del curso futuro de los acontecimientos”.13; “respondere también se
refiere a cualquier tipo de contestación. Así, los jurisconsultos romanos daban
responsa cada vez que contestaban las consultas que a ellos se dirigían. Más
específicamente, se respondía a una pretensión, a la demanda del deudor”.14
Entonces, en el Derecho Romano, se decía que el victimario debía
“responder a la víctima, como al jurista romano a quien consultaban. De donde
responder o ser responsable, para aquel derecho, no implicaba en modo alguno
la idea de falta, incluso tampoco el hecho de la sujeción”.15 Los términos
“responder” y “responsable” no se relacionan con los conceptos de falta o de
culpa, ni con el de acto ilícito.
Entonces, poco ayuda a comprender esta compleja institución el
remontarnos a su nacimiento, aun cuando etimológicamente la palabra ya lleva
envuelta la idea de dependencia de un individuo respecto de otro que, en razón
de dicha dependencia, puede pedir cuenta al otro llamado responsable.
Entonces, “no se es responsable per se, sino que se es responsable solo ante
otro o algo que no seamos nosotros”.16
La expresión en cuestión surge en Inglaterra, donde es empleada en el
“Diccionario Crítico” de NECKER y FERAUD, aparecido en 1789. Autores y
filósofos del siglo XVIII, en Francia, lo tomaron y comenzaron a emplearla con
sentido jurídico.17
Para TRIGO REPRESAS, responder significa dar cada uno cuenta de
sus actos. Responder civilmente, lato sensu, es el deber de resarcir los daños
ocasionados a otros, por una conducta lesiva antijurídica o contraria a derecho;
13
YUSEFF, Gonzalo, “Fundamentos de la responsabilidad civil y la responsabilidad objetiva”, Santiago
de Chile, Editorial La Ley, 2000, p. 40.
14
Ibid.
15
RODRÍGUEZ, Pablo., “Responsabilidad contractual”, Santiago de Chile, Editorial Jurídica de Chile,
2003, nº 516, p. 322.
16
YUSEFF, ob. cit., p. 41.
17
YUSEFF, ob. cit., p. 40.

9
de manera que, en el decir de Planiol, ser civilmente responsable significa
“estar obligado a reparar por medio de una indemnización, un perjuicio sufrido
por otras personas”.18
Dentro de la doctrina nacional, ALESSANDRI señala que la expresión
responsabilidad se define por su resultado, entendiendo por esto las
consecuencias jurídicas que el hecho acarrea para su autor y la define como la
obligación que pesa sobre una persona de indemnizar el daño sufrido por
otra.19 En este mismo sentido RODRIGUEZ GREZ expresa que “jurídicamente
la responsabilidad consiste en el deber de indemnizar los perjuicios causados
por el incumplimiento de una obligación preexistente. Esta obligación puede
derivar de una relación contractual, o del deber genérico de comportarse con
prudencia y diligencia en la vida de relación, o de un mandato legal explícito. En
el primer caso se habla de responsabilidad contractual, en el segundo de
responsabilidad extracontractual, y en el tercero, de responsabilidad legal. La
clasificación propuesta surge, entonces, del origen y naturaleza de la obligación
incumplida”.20
Así es como se ha dicho que, cuando de responsabilidad se habla, se
hace referencia no a una idea autónoma, primaria, sino a un término
complementario de una noción previa más profunda: la de deber u obligación.21
En esa línea de pensamiento se inscribe SANZ ENCINAR, que considera
“la responsabilidad como un enunciado mediante el que se expresa un juicio de
valor negativo (un reproche jurídico) sobre una conducta de un sujeto que ha
infringido una norma de un ordenamiento dado. Esta reprobación se pone de
manifiesto mediante la consecuencia jurídica que se enlaza a la imputación de
la responsabilidad; consecuencia que conlleva, como principio, la obligación de

18
TRIGO,Felix, “Responsabilidad civil del abogado”, Buenos Aires, Editorial Hammurabi,, 1996 , p. 47.
19
Citado por YUSEFF, ob. cit., p. 43.
20
RODRÍGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 9.
21
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 2.

10
reparar el daño”.22 BONECASE agrega que el término “responsabilidad”
equivale, en el fondo, al llamado cumplimiento indirecto de la obligación y que
“traduce la posición de quien no ha cumplido la obligación, sin que pueda ser
constreñido a cumplirla en especie y que por ello es condenado al pago de los
daños y perjuicios”.23
En conclusión, la mayoría de los autores coinciden en que “la
responsabilidad es el resultado de la acción por la cual el hombre expresa su
comportamiento frente a ese deber u obligación: si actúa en la forma prescripta
por los cánones, aunque el agente sea “responsable” strictu sensu de su
proceder, el hecho no le acarrea deber alguno, traducido en sanción o
reposición como sustitutivo de la obligación previa, precisamente porque se la
cumplió; la responsabilidad aparece entonces recién en la fase de la violación
de la norma u obligación delante de la cual se encontraba el agente, y consiste
en el deber de soportar las consecuencias desagradables a que se ve expuesto
el autor de la transgresión, que se traducen en las medidas que imponga la
autoridad encargada de velar por la observancia del precepto, las que a su vez
pueden o no estar previstas”. 24

I.B.- CONCEPTO DE PROFESIONAL

Un segundo punto a dilucidar en torno a la temática de la responsabilidad


profesional en general, dice relación con precisar que ha de entenderse por
“profesional”, concepto equívoco en el decir de ALTERINI y LOPEZ CABANA,
seguramente porque ha sido traído a la ley desde el lenguaje no jurídico; y más
precisamente de la noción de “profesión liberal”. 25

22
Citado por TRIGO y LOPEZ, “, ob. cit, Tomo I, p.3.
23
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 3.
24
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 2.
25
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 272.

11
A modo de esclarecimiento a priori, debemos advertir que existe un
concepto amplio y otro restringido respecto de lo abarcativo del concepto
profesional y las actividades en el comprendidas. “Para la primera tesitura,
profesionales serían no sólo las llamadas profesiones liberales cuya habilitación
proviene de graduación universitaria, sujetas a colegiación, matriculación y
control ético de la actividad por un ente colegiado, sino también todo áquel que
con su especialización preste un servicio determinado, como los casos de los
periodistas, productores de seguros, asistentes sociales y los mismos
comerciantes”.26
Nuestro legislación se ha referido a las “profesiones liberales” en
múltiples disposiciones, pero no ha precisado su concepto por medio de una
definición. Y a la hora de encontrar un concepto puro de “profesión liberal” que
coincida con la realidad de las cosas, la dificultad no es menor. Así, vemos que
MOSSET ITURRASPE denomina “profesional” a la persona física que ejerce
una profesión, es decir, aquél que por profesión o hábito desempeña una
actividad que constituye su principal fuente de ingresos”.27
CAPITANT las define como “aquellas profesiones que tienen por objeto
un trabajo intelectual e implican una remuneración de este trabajo, obtenida
fuera de todo espíritu de especulación.”28 Pero a corto andar se advierte que
esta definición resulta un tanto extensiva, ya que por ejemplo, comprende el
trabajo del pintor, que es de orden intelectual y que aunque percibe dinero al
vender su obra, no es generalmente el afán de lucro lo que guía su labor, ni
puede considerarse éste como un trabajo propio de una profesión liberal.
También se ha usado el término “profesión” presuponiendo el
desenvolvimiento de una actividad en la que concurre la nota de habitualidad, y
así se ha dicho que no se es profesional si no se ejercita una actividad de

26
GREGORINI, Eduardo, “Locación de servicios y responsabilidades profesionales”, Buenos Aires, 2001
Editorial La Ley, p. 125.
27
Citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit. Tomo II, p. 272.
28
Citado por SERRANO, Ricardo, “Las profesiones liberales, estudio ético-penal”, Publicaciones de la
Universidad de Concepción, 1943, p. 9.

12
manera continuada, estable y sistemática, aunque, claro está, entendida esta
habitualidad más como una condición social del que ejerce la labor que por sus
cualidades intrínsecas. Por tal razón, no resultan muy útiles tampoco los
diccionarios cuando se refieren al empleo, facultad u oficio que cada uno tiene y
ejerce públicamente o como relativo a personas que hacen hábito el ejercicio de
algún magisterio de ciencias o artes.
Para entender cómo fue que se añadió el adjetivo “liberal” al término
“profesión”, resulta esclarecedor remontarnos brevemente en la historia.
"En el Derecho Romano profesión intelectual y profesión liberal venían a
ser términos casi sinónimos: las operae libres eran aquellas que, por su alto
contenido de actividad intelectual, estaban reservadas a los ciudadanos libres,
frente a las labores, propias del esclavo, fundamentalmente manuales. El casi
que marca la diferencia está en que no toda profesión intelectual es profesión
liberal, ni toda actividad que se desempeña de modo libre o autónomo es
propiamente intelectual. Lo intelectual sugiere una característica intrínseca de la
actividad, independiente de la relación existente entre profesional y cliente. En
cambio, la expresión liberal pone el acento en la ausencia de subordinación
entre ambos". 29
No obstante, si bien es cierto que la forma tradicional de ejercicio de la
profesión intelectual ha sido el trabajo autónomo, no es menos cierto que hoy
se puede advertir que el profesional intelectual actúa en muchas ocasiones en
un marco de dependencia laboral, por mucho que en el ejercicio de la tarea
propiamente técnica no reciba órdenes ni instrucciones. “Está así el que es
profesional libre y el que ejerce una profesión libre: el que, desempeñando
actividades de carácter intelectual, no lo hace de un modo autónomo, y el que,
además de ser intelectuales sus prestaciones, las ejecuta de manera
absolutamente independiente”.30

29
YZQUIERDO, ob. cit. p. 15.
30
YZQUIERDO, ob cit. p. 17.

13
En consecuencia, profesión liberal y profesión intelectual no son pues,
especie y género. No se trata de círculos concéntricos, sino de conjuntos que
durante siglos se identificaron, pero que en la actualidad representan conceptos
distintos con una zona de intersección común y, afortunadamente, todavía muy
amplia. En definitiva, no toda profesión intelectual es profesión liberal, ni toda
actividad que se desempeña de modo libre y autónomo es propiamente
intelectual, atento que verbigracia, un electricista, un plomero, un pintor, etc.,
pueden trabajar con total autonomía, pero su labor, no obstante ser muy digna,
es esencialmente manual y no intelectual.31
También se ha entendido que el trabajo propio de estas profesiones es
aquél que exige para su desempeño ciertos conocimientos especiales
adquiridos después de largos estudios.
GHERSI nos acerca más a sus elementos al exponer en un sentido más
amplio que cuando hablamos de profesionales o profesiones liberales estamos
aludiendo a “todos aquellos individuos que han obtenido un título universitario y
que representan en cada rama o saber científico una cualificación de áreas
específicas”. 32
En un sentido más estricto, “profesión” es toda actividad desarrollada en
forma habitual –o sea de manera continuada y como “modus vivendi” de la
persona-, con autonomía técnica, que cuenta con reglamentación, requiere una
habilitación previa y se presume onerosa; pudiendo asimismo estar sujeta a
colegiación y sometida a normas éticas y a potestades disciplinarias.33
En este sentido estricto se adscribe Ricardo SERRANO, al señalar los
siguientes caracteres como constitutivos del concepto de profesión liberal: a)
Implican un trabajo en cuya ejecución, si bien suele haber un despliegue de
fuerzas de orden físico, predomina el intelecto; b) Requieren para su ejercicio
conocimientos especiales, que se adquieren después de estudios relativamente

31
TRIGO y LOPEZ, ob. cit, Tomo II, p. 274.
32
GHERSI, ob. cit., p. 5.
33
TRIGO y LÓPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 272.

14
largos; c) El ejercicio profesional se desarrolla prescindiendo de todo espíritu de
especulación; y d) El Estado reserva el ejercicio de las labores propias de cada
34
profesión a las personas que han obtenido el título correspondiente. Este
autor subraya este último requisito como destacado por el profesor Raimundo
Del Río, al definir las profesiones “titulares” como aquellas cuyo ejercicio
requiere un título otorgado por el Estado, previo cumplimiento de los requisitos y
formalidades que exige la ley.
Como conclusión se pueden señalar como notas distintivas de la noción
de “profesional” en un sentido restringido las siguientes: (i) habitualidad en su
ejercicio; (ii) necesidad de previa habilitación; (iii) presunción de onerosidad; (iv)
autonomía técnica; (v) sujeción a colegiación; (vi) sumisión a principios éticos; y
(vii) sometimiento a potestades disciplinarias, por vía de la colegiación o aun sin
ella.35
Pero la tendencia moderna en el estudio de las responsabilidades
profesionales se orienta en un sentido más amplio. Según este enfoque, la
profesionalidad no estaría marcada por la existencia de un “título”, sino por el
hecho de poseerse un cierto nivel de conocimientos en una determinada
materia, por encima de los del común de la gente; de forma tal que con la
palabra “profesional” se alude a todo aquel que por tal razón es un experto en
relación con el profano que requiere sus servicios. Con este entendimiento se
puede considerar “profesional” a quién, teniendo especiales conocimientos,
realiza una tarea con habitualidad y fin de lucro, es decir, haciendo de ello su
forma de vida; con lo cual podría haber profesionales: pintores, carpinteros,
futbolistas, plomeros, electricistas, cocineros, etc.; habiéndose inclusive llegado
a proponer que se considere también como profesional hasta al fabricante o al
que comercializa productos particularmente complejos –vgr. Informática o

34
SERRANO, ob. cit. p. 10.
35
TRIGO y LÓPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 273.

15
cibernética-, ya que para ello él mismo ha tenido que adquirir una preparación y
conocimientos superiores a las del consumidor o comprador ordinarios. 36
MOSSET ITURRASPE ha expuesto en esta dirección que “... el
profesional, así considerado, puede tener título habilitante o carecer del mismo
y, en consecuencia, se comprenden tanto los profesionales universitarios como
los egresados de estudios técnicos no universitarios o los “profesionales de
hecho”, sin preparación técnica o científica, pero con una destreza o habilidad
que es producto de la práctica o ejercicio de una cierta actividad”. 37
Estas concepciones algo amplias de la profesionalidad han de
entenderse de la mano con las transformaciones sociales acaecidas en el siglo
XX, donde destacan finalmente la irrupción de la tecnología y los tecnólogos,
quienes “primero comenzaron siendo hermanos menores de los profesionales
tradicionales (v.gr. abogados, médicos); luego, hermanos mayores de éstos y
niños mimados de la sociedad capitalista de un final de siglo tecnológico por
excelencia”.38
Sin embargo, la postura tradicional más restringida, sostenida por TRIGO
y LOPEZ, reserva la expresión “profesional” para quienes poseen un título
universitario que avale el nivel técnico y de sabiduría y capacitación con que se
desempeñan en su específica actividad, preferentemente intelectual, cuyo
ejercicio está simultáneamente vedado a quienes no tienen el respectivo título
habilitante.39
Esta discusión, acerca del concepto amplio o restringido de lo
profesional, ha ido de la mano con el “ensanchamiento de las posibilidades de
obtener un resarcimiento en materia de responsabilidad civil de los
profesionales, ampliando el concepto técnico de profesional. Pero también, y
siempre con basamento en la idea de protección del damnificado, vemos con

36
TRIGO y LOPEZ, ob. cit, Tomo II, p. 273.
37
Citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit. Tomo II, p. 273.
38
GHERSI, ob. cit, p. 11.
39
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II p. 275.

16
agrado el fin de la concepción clásica del ejercicio liberal de una profesión como
eximente de responsabilidad social”.40
Es más, pues en lo tocante a la responsabilidad civil del abogado, esta
fuera de toda discusión, sea que se considere lo profesional en un sentido
amplio o restringido, que se trata de un típico caso de responsabilidad
profesional.

I.C.- EVOLUCION DE LA RESPONSABILIDAD PROFESIONAL

1) Introducción.

La casi totalidad de los temas del derecho no pueden ser analizados


prescindiendo de la historia del pensamiento jurídico sobre ellos. Es que tienen
un pasado, un presente y un futuro, como la historia misma de los hombres. La
responsabilidad de los profesionales no se aparta de esta regla. De modo tal
que nuestro panorama ha de comenzar por analizar brevemente como ha
evolucionado el tema de la responsabilidad civil en general, y como dicha
evolución se ha concatenado con el desarrollo de las responsabilidades
profesionales.

2) Cinco etapas en la evolución de la responsabilidad.

Los primeros tiempos del desarrollo de la humanidad está caracterizado


por la aplicación, en forma absoluta, del sistema de la “venganza privada”, que
no consistía en otra cosa que en hacerse justicia por sí mismo, tomando
represalias por el daño sufrido a consecuencia del hecho de otro. En este

40
GHERSI, Carlos A., “Responsabilidad de los abogados y otras incumbencias profesionales”, Zavalia
Editor, Buenos Aires, 1990, p. 15.

17
período, no pudiendo el propio perjudicado hacerse justicia, dicha facultad se
trasmitía instantáneamente a todos y cada uno de los demás componentes del
grupo a que él pertenecía, llámese familia, clan o tribu. Además, el
resarcimiento del daño podía dirigirse en contra del ofensor directo y con
respecto a todos y cada uno de los componentes de la comunidad de que este
último formaba parte en forma amplia, haciéndose luego más restringida y
circunscrita a sus familiares. Después de mucho tiempo, aparece como un
efectivo progreso la famosa “Ley del Talión” en cuya virtud la venganza debía
ser equivalente a la ofensa inferida. De lo que puede desprenderse claramente
que en esta primera etapa, el fundamento de la responsabilidad era netamente
objetivo: para el establecimiento de la responsabilidad se atiende al perjuicio
existente; una persona debía sufrir los rigores de la venganza privada por el
solo hecho de haber ocasionado un daño.41
En una segunda etapa se trata de reemplazar el sistema de la venganza
corporal por el pago de una cantidad de dinero, y está constituida por lo que la
doctrina ha denominado “sistema de la composición voluntaria y de la
composición legal”: el individuo que ha causado un daño a otro debe repararlo
pecuniariamente, pagando al ofendido una indemnización cuyo monto se
determinaba por ambos (composición voluntaria); después se establece por el
Estado, con carácter de obligatoria, la composición pecuniaria en caso de daño,
y la cuantía de la indemnización es fijada por la misma ley (composición legal).
La Ley de las XII Tablas aparece como una fase de transición entre estas dos
etapas, adoptándose un criterio casuístico para determinar la cuantía de la
reparación: el legislador examinaba separadamente cada uno de los delitos a
medida que eran sometidos a su conocimiento y establecía que un daño
determinado daba lugar a tal reparación y aquel otro daño daba nacimiento a tal
otra reparación.

41
TAPIA, Orlando, “De la responsabilidad civil en general y de la responsabilidad delictual entre los
contratantes”, Editorial Lexis Nexis, Santiago de Chile, 2ª edición, 2006 p. 18.

18
En una tercera etapa, la del Derecho Romano, por lo menos en sus
orígenes, no encontramos ni una sola norma que establezca como principio de
carácter general, que el que infería un daño a otro debía repararlo, cuando se
reunían determinados presupuestos. Comprendiendo los jurisconsultos
romanos la necesidad de otorgar un recurso o protección a la víctima en los
casos no previstos por el legislador, trataron de obtener la consagración de un
principio de carácter general, tendencia renovadora que se hizo más notaria con
motivo de la dictación de la famosa “Lex Aquilia”. Pero ni aun ésta, a pesar de
los esfuerzos interpretativos que le dieran el pretor y la jurisprudencia, dejó de
ser una disposición legislativa que daba soluciones específicas para casos
determinados, y, a pesar de constituir un progreso evidente al respecto, no
exigía culpa al autor del daño, por lo que la responsabilidad seguía teniendo un
carácter netamente objetivo. Solamente hacia fines de la República y debido a
la influencia de la filosofía griega sobre los jurisconsultos romanos, es que estos
aparecen abogando por la mediación de “culpa” o “dolo” como requisito para
establecer la responsabilidad del autor del daño, pero más bien referida a la
culpa aquiliana. Pero en lo que se refiere a la responsabilidad contractual, aun
cuando el Derecho Romano no excluía del todo la idea de “culpa” como
requisito de existencia de aquella, no le dio el lugar e importancia que le
correspondía.
Una cuarta etapa, que adquirió gran desarrollo durante la Edad Media, se
caracterizó porque en ella son los Estados los encargados de reprimir los
hechos ilícitos, pero no en representación exclusiva de los individuos
lesionados, en su carácter de particulares, sino en nombre de la colectividad
entera, surgiendo el concepto de “sanción pública o pena”, pudiendo afirmarse
que comienza a gestarse la separación entre la responsabilidad civil y la
responsabilidad penal, desde que conjuntamente con la represión por el Estado,

19
subsiste el derecho para solicitar una indemnización pecuniaria en forma
independiente, no en el carácter de “pena” sino de una composición.42
Una última y quinta etapa se extiende desde la Revolución Francesa
hasta nuestros días y en el curso de ella aparecen, sucesivamente, la teoría
tradicional o de la culpa y la moderna o de los riesgos.
Conforme a la teoría tradicional o de la responsabilidad subjetiva, no se
es responsable de los actos ilícitos, aunque ellos produzcan daño, sino
solamente de los que se lleven a cabo con la intención positiva de inferir injuria
a la persona o propiedad de otro, o sin la debida diligencia o cuidado, esto es,
los cometidos con dolo o con culpa. En esta concepción, el aspecto objetivo
queda circunscrito a las consideraciones acerca de la licitud o ilicitud del hecho.
La concepción de la responsabilidad civil fundada casi exclusivamente en
la culpa, que fue receptada por los códigos clásicos, estaba destinada a
moralizar conductas individuales más que a asegurar la reparación del daño.
En dicha concepción tradicional, el esquema del deber de responder
funciona, como bien lo señala la expresión, buscando un responsable a quien
sancionar, aquel que en definitiva debería indemnizar los perjuicios por el daño
ocasionado. Se trataba de un reproche, un castigo al culpable (la culpa,
prácticamente como único factor de atribución), siendo la responsabilidad civil
analizada exclusivamente desde el punto de vista del dañador. Por ello es que
la responsabilidad civil aparece en esta etapa íntimamente ligada a la
capacidad de prever del individuo, esto es, a la capacidad del sujeto de
representarse anticipada y mentalmente las consecuencias probables de un
acto.43
Pero con el correr de los tiempos, en el mundo tecnificado e
industrializado hasta el exceso del siglo XX, el desarrollo de nuevas y mejores
posibilidades de actuación humana, en que se multiplican también los riesgos y

42
TAPIA, ob. cit., p. 22.
43
RODRIGUEZ, Pablo, “La obligación como deber de conducta típica”, Facultad de Derecho
Universidad de Chile, 1992, p. 11

20
los daños causados, la tendencia se encuentra marcada por el fin del dominio
exclusivo de la culpa. Así, la tendencia actual en materia de responsabilidad por
daños pretende cumplir más bien una función de garantía resarcitoria, sin
indagar la actitud subjetiva del que causó el daño.44
Siguiendo a MOSSET ITURRASPE, la concepción actual acerca de la
responsabilidad, expuesta en los últimos cincuenta años, se caracteriza
principalmente por la atipicidad de los supuestos y la variedad de los factores
de imputación.
En esta concepción, se tiende a dejar de lado la tipificación de los daños,
pretendida a través de la exigencia de que viole un derecho subjetivo –daño
jurídico- con menoscabo o desconocimiento de los daños del hecho, avanzando
hacia un derecho al resarcimiento de todo daño: jurídico y de hecho, constituya
o no violación de un derecho subjetivo. Si la concepción tradicional analizaba la
responsabilidad civil desde el punto de vista del dañador, la tendencia actual
apunta a analizarla desde el punto de vista de aquel que ha sufrido el daño, el
derecho ya no se dirige como antes al autor de un daño, sino más bien se
interesa por la víctima de ese perjuicio, a quien busca reparar el mal sufrido, así
el derecho reacciona ante todo daño injustamente sufrido, mira a la víctima y
desde su ángulo juzga la justicia o la injusticia del perjuicio. No busca a un
responsable a quien hacer un juicio de reproche, busca un daño para
indemnizar. La idea rectora en esta sede es la reparación de todo daño
injustamente sufrido.45 El centro de gravedad se desplaza entonces desde el
daño injustamente causado al daño injustamente sufrido.
El daño pasa a ser considerado el eje del sistema y se observa un intento
por desplazar la tradicional terminología de “responsabilidad civil” por otra que
bien podría ser la “teoría general de la reparación del daño”.

44
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 25
45
MOLINARI, Aldo, “De la responsabilidad civil al derecho de daños y tutela preventiva civil”, Editorial
LexisNexis, Santiago de Chile, 2004, p. 20

21
De otro lado, se avanza en el tratamiento jurídico unitario del fenómeno
resarcitorio: “Se borran, poco a poco, las fronteras entre la responsabilidad
contractual y la responsabilidad extracontractual, aquiliana o por acto ilícito. No,
claro está, desde el punto de vista conceptual, que cada vez aparece mejor
perfilado –con la admisión de sendas responsabilidades pre y poscontractuales-
sino desde el ángulo de los daños resarcibles –que consecuencias-, de la
facultad judicial moderadora, e incluso de la prueba”.46 Con base a considerar
que el principio es uno solo (“todo daño injustamente sufrido debe ser
reparado”), la diversidad de la fuente de la cual surge dicho deber de
indemnizar no es obstáculo para una posible aproximación de ambos
regímenes. En otras palabras, el énfasis puesto en el elemento del daño
conduce a la tesis de la unidad del fenómeno resarcitorio, más allá de los
ámbitos contractual o extracontractual en los cuales se origine, destacando la
trascendencia del daño como elemento común y tipificante del fenómeno
resarcitorio. Como expone el autor argentino VASQUEZ FERREIRA: “¿Qué
diferencia cualitativa o cuantitativa existe, por ejemplo, entre el daño sufrido por
la pérdida de un animal cuando éste muere atropellado por un automovilista
(responsabilidad extracontractual) o cuando muere por incumplimiento de aquél
con el que se contrató para que lo alimente y no lo hace? ¿Acaso en uno y otro
supuesto el patrimonio del perjudicado no experimenta el mismo
menoscabo?”.47
En esta concepción se abandona la antijuridicidad formal para avanzar
en el terreno de la antijuridicidad material. Se enriquece el comportamiento
contrario al plexo normativo, aceptando, al lado de los actos contra derecho, los
realizados en abuso del derecho y en fraude del derecho. “El que contraría las
finalidades que las normas jurídicas imprimen a las instituciones –puesto que
son ellas las que tienen el propósito o buscan resultados valiosos, aunque a

46
RODRÍGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 326
47
Citado por YZQUIERDO, ob. cit., p. 13

22
48
través de la normativa-, viola el ordenamiento jurídico.” Ello como
consecuencia de que el daño pasa a ser injusto no sólo cuando el evento que lo
produjo ha sido contrario a la ley, o al ordenamiento en general, sino también
cuando de acuerdo a las circunstancias, es injusto que el daño sea soportado
por quien lo ha sufrido. El responder no aparece como consecuencia necesaria
de una ilicitud, sino de distribuir daños con criterios de justicia.
Finalmente, cabe destacar que en esta concepción, al lado de la
imputabilidad subjetiva, de los factores culpa, dolo y malicia, se acepta la
imputabilidad objetiva, con base en el riesgo creado o bien en el deber de
garantía. En esta nueva etapa, los factores de atribución que predominan son
los factores objetivos: riesgo creado, abuso del derecho, garantía, equidad, etc.,
al punto que en opinión de algunos autores, en la actualidad, poco estaría
quedando de la estructura conceptual clásica de la responsabilidad civil.

3) Tendencias en materia de responsabilidad profesional

Paralelamente a la evolución de la responsabilidad civil en general


podemos apreciar que, contrariamente a lo que podría pensarse, el tema de la
extensión de la responsabilidad de los profesionales no ha sido pacífico en la
doctrina y en la jurisprudencia, desde que en general, siempre se ha procurado
de una u otra manera tratarlos con mayor benevolencia que a otros posibles
responsables. Esta tentativa benevolente ha circulado por varios caminos,
desde el rechazo de toda intervención legal en los asuntos profesionales,
pasando por posturas intermedias, hasta llegar a una concepción amplia de
esta responsabilidad, pero aun manteniendo ciertos resabios elípticos de un
tratamiento más favorable. Tales posturas además se van desarrollando en un
contexto histórico que va evolucionando desde aquella concepción
grecorromana que consideraba al profesional un sabio omnisciente y mítico,

48
Mosset Iturraspe, citado por RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 325

23
dotado de unos poderes mágicos y sagrados que le hacían erigirse en el
representante más característico de la libertad moral y de la independencia, un
deudor privilegiado que no respondía más que ante su conciencia, a la
masificación y proletarización de las profesiones, en que el cliente no lo llama
con familiar y noble confianza, los considera personas falibles y comunes, y se
encuentra dispuesto a envolverle en la red leguleya si el acierto no preside su
gestión facultativa, por lo que el resultado desfavorable de una determinada
práctica profesional deja de ser vista como un accidente o una fatalidad, y en
que se abandona aquella visión amplísima y casi teológica del caso fortuito.

3.a) La irresponsabilidad absoluta

Como ya hemos visto, en un primer momento, los presupuestos


ideológicos propios de la etapa codificadora proporcionaron una estructuración
del sistema de la responsabilidad civil marcadamente individualista, edificado
sobre la noción de culpa o negligencia, acaso entendiendo que su cometido no
era tanto asegurar a la víctima de un daño su derecho al resarcimiento como
procurar una moralización de los comportamientos individuales.
En semejante esquema y por la dificultad de establecer en tales casos en
forma clara e inmediata la imputabilidad, resultaban escasas las reclamaciones
de daños y perjuicios dirigidas contra los profesionales liberales. El error
profesional es aceptado como un hecho fatal, tal y como se aceptaba la
enfermedad misma.
Dentro de tal contexto histórico, se sostenía por algunos la tesis de la
irresponsabilidad absoluta, estimándose que los profesionales serían
irresponsables por los daños que podían causar en el ejercicio de las
profesiones, fundados en un argumento a contrario sensu: la inexistencia de
disposiciones legales expresas que así lo establecieran, sino sólo de normas
aisladas que sancionaban el ejercicio ilegal. Incluso, algunos autores pretendían

24
sostener esta teoría fundados en que el cliente sería el único responsable de la
mala elección del profesional, a lo que se replicaba que éste no siempre tiene
suficiente criterio para distinguir al mediocre del hábil; la elección hecha por el
cliente no confiere al profesional el derecho legal de ignorar lo que él debería
necesariamente saber; y por último, que tales argumentos estaban en
contradicción con la fe concedida al diploma.49

3.b) Postura intermedia

Una segunda tendencia, que podríamos denominar “teoría intermedia”,


que venía desarrollándose hasta la primera mitad del siglo XIX, rechazaba tanto
la irresponsabilidad absoluta como la responsabilidad profesional amplia.
Aceptaba que los profesionales fuesen responsables por sus actuaciones
perjudiciales; pero siempre que estos perjuicios fuesen motivados por causas
“no técnicas”. Su fundamento radicaba en la complejidad de las ciencias, y se
decía que por muy vastos y profundos que pudiesen ser los conocimientos del
profesional, por larga que fuese su práctica y por exquisito su juicio, no por ello
se les podría atribuir el don de la infalibilidad; ellos han obtenido autorización
por parte de la autoridad para dedicarse al ejercicio de las respectivas
profesiones, después de haber rendido numerosas pruebas de índole técnica y
acreditado que se poseen los requisitos de orden moral que la ley prescribe.50
Esta corriente ha sostenido que en el plano científico las cuestiones
pueden ser opinables y a veces resultar dificultosa la fijación de límites exactos
entre lo correcto y lo que no lo es, máxime teniendo en cuenta que el
profesional cuenta con cierta discrecionalidad para elegir libremente entre las
distintas posibilidades a su alcance, por lo que bastaría con que apareciese
como discutible u opinable el procedimiento elegido, para descartar toda idea

49
SERRANO, ob. cit., p. 281
50
SERRANO, ob. cit., p. 283

25
de culpa o negligencia por parte del profesional. Incluso es más, en el caso de
los médicos, esta tendencia le negaba a los jueces idoneidad para conocer en
las cuestiones científicas o técnicas. Este criterio aparece recogido en un fallo
de la Corte de Casación francesa de 21 de julio de 1862, en el cual se sostuvo
que “sin duda, corresponde a la prudencia del juez no inmiscuirse
temerariamente en el examen de las teorías o de los métodos médicos, y
pretender discutir sobre cuestiones de pura ciencia”, aunque se añadía acto
seguido que “existen reglas generales de buen sentido y prudencia a las cuáles
hay que ajustarse, ante todo en el ejercicio de cada profesión, y que, dentro de
esa relación, los médicos siguen sometidos al derecho común, como todos los
demás ciudadanos”.51
Esta tesis fue aceptada en su momento por los tribunales franceses en
algunos fallos y posteriormente desplazada para dar paso a la tercera postura,
que es la que se ha impuesto en la jurisprudencia y ha inspirado a las
legislaciones modernas, la de la responsabilidad profesional amplia.

3.c) La responsabilidad amplia

La consagración de esta teoría –la de la responsabilidad amplia- coincide


con los momentos finales de la modernidad, en el cual los profesionales
comienzan a ser considerados como simples hombres de la sociedad.
Los autores suelen citar como hito un fallo de la Corte de Casación
francesa del año 1835 que ya enunciaba los principios generales que vendrían
a imponerse después con mayor vigor, sancionando las faltas cometidas en el
ejercicio de las profesiones liberales. La justicia penetra en la investigación de
las faltas profesionales de carácter técnico a fin de ver si se ha ignorado algo
que necesariamente debía saberse, en circunstancias que la jurisprudencia

51
Citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 281

26
anterior limitaba la responsabilidad a las faltas graves extrañas a las cuestiones
técnicas.52
Con todo, en su evolución inicial, se advierten en los fallos de esa época
todavía vías elípticas en procura de la morigeración de la responsabilidad
profesional, por la vía de hacerse ésta efectiva como extracontractual e
imponiéndose al damnificado la prueba de la culpa; diferenciándose la culpa
profesional de la culpa común, la que debía ser en principio grave o lata; y
descartándose toda idea de culpa o negligencia por parte del profesional si el
procedimiento elegido revistiese el carácter de opinable o discutible, como ya lo
adelantamos.
Posteriormente, un fallo de la Cámara Civil de la Corte de Casación
francesa de 20 de mayo de 1936, habría abierto la compuerta definitiva de la
responsabilidad profesional amplia, al resolver, siguiendo el criterio que ya
venía siendo propiciado con anterioridad por la doctrina, que “entre el médico y
su cliente se forma un verdadero contrato que, si no comporta, evidentemente,
la obligación de curar al enfermo... al menos comprende la de proporcionarle
cuidados concienzudos, solícitos y, haciendo reserva de circunstancias
excepcionales, conforme a las adquisiciones de la ciencia; ...la violación incluso
involuntaria, de esa obligación contractual, está sancionada con una
responsabilidad de igual naturaleza, asimismo contractual”.53
Así, el juicio de los profesionales deja de ser considerado infalible, así
como el resultado desfavorable de una determinada práctica profesional deja de
ser vista como un accidente o una fatalidad. En el decir de YZQUIERDO
TOLSADA, “El hombre de hoy sigue confiando al profesional la cura de su salud
física y psíquica, la defensa y cuidado de sus intereses patrimoniales y morales,
pero ya no mitifica ni sacraliza la profesión, sino que cada día exige al
profesional unos conocimientos más especializados y profundos”, y si bien se

52
SERRANO, ob. cit., p. 277
53
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 279; PAILLAS, Enrique, “Responsabilidad médica”, 5ª Edición,
2004, Editorial Lexis Nexis, p. 20

27
admite el error profesional como algo inevitable en determinadas circunstancias,
se estima que sus consecuencias han de ser reparadas mediante la
consiguiente indemnización.54

54
YZQUIERDO, ob. cit., p. 9

28
CAPITULO II

DE LA ABOGACIA EN GENERAL

II.A.- RESEÑA HISTORICA

La expresión "abogado" deriva de abogar, de la cual es participio pasado.


Etimológicamente, abocar viene del latín advocare, compuesta de ad: cerca de,
y de vocare: llamar, cuyo radical es vox, o vocis, es decir, la voz.55 Arranca
entonces su origen de la voz latina advocatus, formada por la partícula ad y el
participio vocatus, que a su vez resulta de una contracción de la frase ad
auxilium vocatus, esto es, llamado para auxiliar, llamar a favor, por cuanto entre
los romanos, para los negocios que requerían conocimientos de leyes, cada
cual llamaba en su socorro a quienes hacían un estudio particular del
Derecho.56 Es este el nombre con que generalmente se ha designado desde
tiempos antiguos a los profesionales del Derecho. Así, en las Partidas se les
llamaba voceros y en el Derecho Canónico, postulantes.
Esta expresión se corresponde hoy, con bastante aproximación, al
concepto actual de abogado, profesional al que se recurre en procura de un
"consejo" o "asesoramiento", jurídico o legal, en materia negocial, y también de
"ayuda" o de "defensa" para las contiendas judiciales en las que se debatan
intereses de la parte requirente. 57
Los orígenes de la abogacía en su expresión profesional, podemos
encontrarla primeramente en Grecia, donde más adelante la abogacía comenzó
a tomar forma de profesión, pudiendo recordarse al respecto el hecho de que

55
MONTES, Leonidas, “De la prevaricación de abogados y procuradores” (estudio teórico y práctico),
Santiago de Chile, Editorial Jurídica de Chile, 1963, p. 20
56
TRIGO, ob. cit., p. 19
57
TRIGO y LÓPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 498

29
fue Solón quien por primera vez la reglamentó, así como también en nombres
de algunos personajes ilustres que la ejercieron, tales como Arístides, Sócrates,
Esquino, Demóstenes, y desde luego Pericles, a quien se señala como el
primer abogado profesional y cuyo nombre quedó ligado al siglo más luminoso
de la Grecia antigua.58 Estos dos últimos asombraron al mundo de su tiempo
con sus magistrales piezas oratorias impregnadas de principios jurídicos. En
esa época la importancia de la profesión era muy grande y los juristas
rivalizaban ardorosamente por exponer ante los magistrados la mejor doctrina,
culminando su actuación con el honor de haber triunfado.59
Sin embargo, aún sin la reglamentación de nuestros días, desde antes de
Cristo hubo personas que se dedicaban a defender los derechos ajenos. Así,
entre los hebreos existieron formas más simples de asistencia, los llamados
“defensores caritativos”, que desempeñaban, dentro de las modalidades de su
tiempo y hasta cierto punto, las labores del abogado de hoy. Ellos, sin interés
patrimonial, asumían la defensa de quienes no podían hacerlo por sí mismos,
ya porque carecían de conocimientos legales, ya porque lisa y llanamente no
podían hacer valer sus derechos por sí mismos. En Caldea, Babilonia, Persia y
Egipto, los sabios también solían hablar ante el pueblo congregado
patrocinando sus causas, y en Grecia, en una primera época, sus habitantes se
hacían acompañar por amigos ante el Areópago u otros tribunales, para que
éstos, con sus dotes oratorias, contribuyesen a hacer prevalecer sus
derechos.60
En Roma, en un principio la defensa en juicio constituía una
consecuencia de la institución del "patronato", o sea, de ese conjunto de
derechos que tenían los patronos sobre la persona y los bienes de sus
esclavos, como una obligación del "patrono" de defender a sus "clientes" en los
juicios que se promovieran en su contra. Es la obligación de defensa una de las

58
TRIGO y LOPEZ, ob. cit. Tomo II, p. 500
59
SERRANO, ob. cit., p. 15
60
TRIGO, ob. cit. p. 21

30
características de la institución del patronato, defensa que el patrón debía
prestar en retribución de los servicios de su cliente. O sea que en su momento
también se conoció y nombró a los abogados como patronus, lo que según
Cicerón significaba “protector” y de cuya voz se deriva la expresión actual de
letrados “patrocinantes”.61 Pero con el correr del tiempo y la importancia que fue
adquiriendo el derecho y la complejidad de sus instituciones, fueron formándose
técnicos especializados, a la vez que grandes oradores y jurisconsultos,
distinguiéndose más bien por el carácter técnico en lo que respecta al derecho,
más por el consejo profesional o el parecer jurídico que por el mero discurso o
peroración.62 El defensor ya no fue el patrono, el cual no siempre poseía
conocimientos jurídicos, sino que era el hombre entregado por completo al
estudio del Derecho quien patrocinaba las causas ante los tribunales.63 De ahí
también la importancia atribuida en Roma a la "carrera" de "jurisconsulto",
caracterizada por la existencia de una verdadera enseñanza y aprendizaje
teórico que vino a sumarse a la práctica, que había sido lo único requerido
durante los primeros tiempos. Así es como, por un lado, aparecen los abogados
o causidicus que eran los oradores encargados de las defensas judiciales y, por
otro, los jurisconsultos, hombres de confianza de la familia, sin cuyo consejo
nada se concluía o determinaba. Estos últimos tenían mayor renombre cuanto
más grande fuese el número de sus consultantes, ya que precisamente tales
consultas evacuadas iban conformando el iure consultus y similar distingo se
advierte hoy en día, señalándose por BIELSA que: “El jurista y el abogado
actúan en terrenos y en momentos algo distintos. El jurista actúa en la forma de
consulta y dictamen, en la obra, en la cátedra, etcétera. El abogado actúa en el
tribunal y en su bufete o estudio...”; aunque agrega a continuación, que: “con
todo, la división de actividades no es absoluta, porque el jurista también suele
defender y patrocinar, y, a su vez, el abogado puede dar dictámenes y construir

61
TRIGO y LÓPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 499
62
TRIGO, ob. cit., p. 22
63
SERRANO, ob. cit., p. 15

31
soluciones jurídicas como lo haría el mejor dogmático...; pero no es ese el
dominio natural de su actividad y de su función”. 64
“Durante la república y el alto imperio los términos jurisconsulto y
abogado se aplican a individuos que desempeñan actividades completamente
distintas. El jurisconsulto es el experto en derecho que asesora a magistrados y
jueces y que puede emitir dictámenes a petición de las partes para resolver
puntos jurídicos y prestarles su consejo. El abogado (orator) en cambio es el
que lleva la voz de los litigantes, el que alega: su formación no es jurídica sino
retórica, sus estudios se realizan en las escuelas de declamación cuyo plan
comprende el dominio de las suasorias y de las controversias”.65
“En el bajo imperio, con la decadencia de la jurisprudencia, desaparece
la neta distinción anterior entre jurisconsultos y abogados: estos últimos son
incluso llamados iurisperiti, hacen estudios jurídicos, su profesión es
reglamentada, formando colegios con número limitado de miembros”. 66
“Durante la Edad Media y especialmente en el siglo XII, los juristas
constituían un elemento social de la más grande importancia. En esa época
aparece el abogado de corporación cuya labor consistía en evacuar las
consultas de índole jurídica que le formulaban las corporaciones y cofradías en
que se hallaba dividida la sociedad de ese tiempo, como también se ocupaba
67
de la redacción de sus estatutos”. En el siglo XIII Francia reglamentó el
ejercicio de la abogacía en forma minuciosa y en España, bajo el reinado de
Alfonso el Sabio, la profesión de abogado fue reconocida oficialmente,
otorgándoseles los títulos de Caballeros y Condes a los que tenían más de
veinte años de estudios de Derecho. 68

64
Citado por TRIGO y LÓPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 499
65
DE AVILA, Alamiro, “Derecho Romano”, Colección manuales jurídicos Nº 97, Editorial Jurídica de
Chile, 2ª edición, Santiago, 2000, p. 183
66
DE AVILA, ob. cit., p. 184
67
SERRANO, ob. cit. p. 16
68
SERRANO, ibid

32
“Puntualizados así los orígenes greco-romanos de la abogacía, no
habremos de detenernos en sus ulteriores vicisitudes, dado que su sustancia o
sustratum permanece inalterado”.69

II.B.- UNA PROFESION CONTROVERTIDA

En el transcurso de la historia, en general, todas las profesiones liberales


han sido, en mayor o menor medida, blanco de ataque de sátiras y diatribas, y
los abogados no han sido una excepción. Así sus detractores han llegado a
motejarlos de “aves negras” o “cuervos”, “picapleitos” y “leguleyos”. Claro que la
mayor desconfianza con que se suele mirar a los abogados en relación a otras
profesiones, obedece a la circunstancia de que ellos deben intervenir siempre
en las luchas que enfrentan a dos (o más) intereses contrapuestos; de forma tal
que en opinión de Mercader, “la consagración jurisdiccional de un interés ... sólo
puede lograrse a costa del interés contrario. O lo que es lo mismo, una de las
pretensiones tiene que merecer la protección a cambio del sacrificio de la
otra”.70
Por eso no es de extrañarse que durante la revolución francesa se haya
intentado suprimir la profesión de abogado, pero ésta -sin embargo- fue
impotente para desterrar su función ante los Tribunales, debido a que los
magistrados, obligados a entenderse directamente con las partes litigantes, se
encargaron muy luego de reconocer la necesidad de restablecer oficialmente la
profesión, siendo los abogados llamados a desempeñar nuevamente sus altas
funciones de bien público. Así, conocida fue la aversión de Napoleón por los
abogados y sus “órdenes” o “colegios”, al punto que inducido a restablecer su
“barreau” abolido en 1790, se opuso a ello primeramente con estas palabras: “

69
TRIGO, ob. cit. p. 23
70
Citado por TRIGO, ob. cit. p. 28

33
ese decreto es absurdo y no deja ningún asidero, ninguna acción contra ellos
(los abogados); ellos son artesanos de crímenes y de traiciones. Mientras yo
tenga la espada a mi lado, jamás firmaré un decreto tal. Yo quiero que pueda
cortarse la lengua a todo abogado que se vuelva contra su gobierno”.71
El mismo Carlos V dirigiéndose a los oficiales de la Casa de Contratación
de Sevilla les conminaba a no dejar pasar a ningún abogado a Las Indias “syn
nuestra licencia e especial mandato que sy necesario es por esta presente
cédula lo vedamos e proyivimos”.72 También cuenta cierto autor que, cuando el
Zar de Rusia, Pedro el Grande, visitó Inglaterra, invitado por los soberanos
británicos, éste expresó su asombro ante el número de abogados que vio en los
Tribunales de Justicia: “Tengo sólo dos abogados en mi Imperio, habría dicho, y
me parece que mandaré a matar uno de ellos en cuanto vuelva”.73
Dicha situación se ha ido revirtiendo paulatinamente, “y hoy en día se
acepta con uniformidad que una misión tan noble como lo es la del abogado, de
defensa de los derechos, no solamente no puede desaparecer en una sociedad
civilizada, sino que por el contrario ha de merecer un prestigio en continuo
ascenso”. 74
Ya en la época de los emperadores bizantinos se tenía una elevada
opinión de los abogados, debido a la importante función social que
desempeñaban. Famoso resulta al respecto el manifiesto de los emperadores
León y Artemio al dirigirse al pretor de Iliria: “Los abogados, que aclaran los
hechos ambiguos de las causas, y que por los esfuerzos de su defensa en los
asuntos privados y frecuentemente de los públicos, levantan las causas caídas
y reparan las quebrantadas, son provechosos al género humano no menos que
si en batallas y recibiendo heridas salvasen a su patria y a sus ascendientes”.75

71
TRIGO, ob. cit., p. 26
72
TRIGO, ob. cit. , p.27
73
SERRANO, ob. cit., p. 25
74
TRIGO, ob. cit. p. 28
75
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., p. 501

34
II.C.- CONCEPTO DE ABOGADO

Analizado el concepto genérico de profesión liberal, el origen histórico y


etimológico de la voz abogado, estamos ya en condiciones de aproximarnos a
un concepto de la profesión de abogado.
Nuestro Código Orgánico de Tribunales establece en su artículo 520 que
“los abogados son personas revestidas por la autoridad competente de la
facultad de defender ante los tribunales de Justicia los derechos de las partes
litigantes”.
Basta una somera lectura de este precepto para advertir su insuficiencia,
desde que restringe la profesión al solo orden judicial, dejando fuera la
importante función consultiva que también le es inherente. En igual carencia
incurre el Digesto al preceptuar que (Libro III “De postulando”, Títulos 1 y 2):“El
papel de un abogado es exponer ante el juez competente su deseo o la
demanda de un amigo, o bien combatir la pretensión de otro”. 76
Más completa nos parece la definición dada por el Diccionario de la Real
Academia Española, que lo describe como la “persona legalmente autorizada
para defender en juicio, por escrito o de palabra, los derechos e intereses de los
litigantes, y también para dar dictamen sobre las cuestiones o puntos legales
que se le consultan”. 77
En efecto, los abogados actúan ante los tribunales tanto en la defensa de
los derechos de los litigantes como en la dirección de los negocios no
contenciosos; y también actúan fuera de los tribunales, informando a las
personas que requieren sus servicios profesionales acerca de cualquier punto
legal y que sea de interés para la conclusión de sus negocios jurídicos. “O sea,
en suma, que se trata de una profesión cuya función primordial es, en esencia,

76
Citado por TRIGO y LÓPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 504
77
DICCIONARIO DE LA LENGUA ESPAÑOLA, Real Academia Española, Madrid, 1984, 20ª ed. T. 1,
p. 6

35
la de aconsejar o asesorar sobre cuestiones jurídicas y defender a quienes
intervienen en procesos judiciales; aunque a fuer de pecar de detallistas, bien
puede agregarse que la actuación del abogado puede ser: judicial, ejercitando
la representación de una parte en el desempeño de la procuración, o mediante
el patrocinio en una causa, o bien asumiendo la defensa de un procesado en el
fuero penal; o extrajudicial, sea a través de un mero consejo legal o
asesoramiento jurídico, o bien en la intervención directa en la formulación de un
negocio jurídico, o en la redacción de contratos, estatutos, reglamentos,
etcétera, o en la concreción de arreglos o transacciones que pongan fin a
cuestiones dudosas, controvertidas”.78
En el mismo sentido lo define el Diccionario de la Real Academia
Francesa: “la persona que hace profesión de defender las causas justas” y se
refiere, entre otras, a dos clases de abogados: abogado defensor y abogado
consultor. El primero es el que se dedica a defender causas ante los Tribunales.
El segundo, aquel que solamente emite informes y consejos sobre asuntos
legales.79
Una sentencia de 10 de noviembre de 1990 del Tribunal Supremo del
Reino de España, muy descriptiva, declara: “Abogado es aquella persona que
en posesión del título de Licenciado en Derecho, previa pasantía o sin ella,
previo curso en Escuela de Práctica Jurídica o sin él, se incorpora a un Colegio
de Abogados y, en despacho, propio o compartido, efectúa los actos propios de
esa profesión tales como consultas, consejos y asesoramientos, arbitrajes de
equidad o de derecho, conciliaciones, acuerdos y transacciones, elaboración de
dictámenes, redacción de contratos y otros actos jurídicos en documentos
privados, prácticas de particiones de bienes, ejercicio de acciones de toda
índole ante las diferentes ramas jurisdiccionales y, en general, defensa de
intereses ajenos, judicial o extrajudicialmente, hallándose sus funciones y

78
Bustamente Alsina, citado por TRIGO, ob. cit. p. 30
79
SERRANO, ob. cit., p. 10

36
régimen interno, regulado por el Estatuto de la Abogacía, aprobado mediante
Real Decreto de 24 de julio de 1982, el cual define la abogacía como una
“profesión libre e independiente e institución consagrada en orden a la justicia,
al consejo, a la concordia y a la defensa de derechos e intereses públicos y
privados, mediante la aplicación de la ciencia y técnicas jurídicas, a ésta
reservada a los Abogados -Artículo 8- a quienes corresponde de forma
exclusiva y excluyente la protección de todos los intereses que sean
susceptibles de defensa jurídica, determinando que, son Abogados quienes
incorporados a un Colegio en calidad de ejercientes, se dedican con despacho
profesional a la defensa de intereses jurídicos ajenos”.80
Podemos apreciar que en estas últimas definiciones se advierten ya en
forma más nítida las funciones principales de la abogacía, tanto en su ejercicio
en el orden judicial como en el consultivo, entendiendo que estamos intentando
esbozar una definición del abogado que ejerce la profesión propiamente dicha,
no aquel de mero título y que ejerce en otras funciones, tales como notarías, la
magistratura, la cátedra, la política, la diplomacia, etcétera, las que si bien
pueden requerir el correspondiente título, o sus conocimientos resultar
funcionales para su desempeño, no implican el ejercicio de la abogacía
propiamente tal, como profesión, atento a que “la abogacía no es una
consagración académica sino una concreción profesional”.81

II.D.- FUNCION SOCIAL DE LA ABOGACIA

Tanto en nuestro derecho como en el comparado se ha discutido acerca


de la función de la abogacía, sobre si los abogados son meros servidores del
interés particular de sus clientes o del interés social; es decir, si cumplen una

80
Citada por COLEGIO DE ABOGADOS, “Revista del abogado”, Nº 19, Julio 2000, p. 32.
81
TRIGO, ob. cit., p. 31.

37
función privada o un ministerio público, por lo que la controversia también ha
enfrentado a las concepciones de profesión liberal y de función social.
En efecto, la abogacía nace como la típica profesión liberal por
excelencia y así se desarrolló hasta nuestros días, que es cuando reivindica la
conciencia de su función social, quedando acotado su aspecto de “profesión
liberal” más bien para enmarcar su autonomía científico-técnica.82
En general, podemos afirmar que la opinión que hoy prevalece es que el
abogado “aunque defiende un interés particular, trasciende en su acción ese
interés privado, para servir en realidad al interés público de la justicia”; o como
lo dice Mercader, que “para servir el interés privado, debe moverse en los
límites del interés público, que es superior y no puede ser infringido sin daño
social”.83
Crecemos en el medio de múltiples conflictos, y así existen innumerables
instituciones que persiguen su superación, a efectos de proveer a la defensa del
hombre y al mejoramiento de las relaciones humanas. “Y así nace así el
Derecho que pretende superar cierto nivel de conflicto social, ese que se da en
la última escala susceptible de agravarse hasta el desorden colectivo. Y con él,
necesariamente, surgen ejecutores, instrumentistas del Derecho, profesionales
del mismo a quienes genéricamente hablando les corresponde resolver y evitar
conflictos en pos de valores como el orden y la paz, no sólo a través de su
conducta premunida de conocimientos jurídicos, sino de una conciencia moral
de su papel, de su rol, de su función que debe saber trasciende el marco de lo
individual a lo comunitario”.84
En este sentido, el abogado, cuando ejerce su profesión, no está
ejerciendo simplemente su derecho a trabajar, como otro profesional, sino que
desempeña una función pública como auxiliar de la justicia, asegurando,
además a su cliente, el principio cardinal de la defensa en juicio, derecho

82
GHERSI, “Responsabilidad del Abogado y otras…”, ob. cit. p. 14.
83
Citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 507.
84
GHERSI, “Responsabilidad del Abogado y otras..”, ob. cit., p. 13.

38
fundamental y básico, y tanto es así que en nuestro ordenamiento, este
derecho se encuentra expresamente garantizado en la Constitución Política del
Estado.
Dicho con otras palabras, el abogado, “para servir el interés privado,
debe moverse en los límites del interés público, que es superior y no puede ser
infringido sin daño social. Lo cual importa que, aunque los abogados patrocinen
los derechos privativos de sus clientes, están también, en alguna medida,
participando del munus público, o desempeñando un cometido cuasi público”.85
“En este sentido estricto, cuando hablemos de la profesión de abogado,
deberemos referirnos a ella como un servicio público que a la comunidad no
sólo le presta servicios útiles sino que le es imprescindible para su salud”... “Así
como el hombre se enferma y necesita de una ciencia y de operadores de dicha
ciencia para que lo curen, la sociedad también se enferma, las relaciones
humanas se transforman en conflictos humanos y es necesario una ciencia y
operadores que la curen, que la saneen”.86
Lo expuesto es sin perjuicio del interés particular que asimismo debe
cautelar el abogado. Sin duda que el abogado debe atender las razones de la
parte a la cual representa y defenderlas en forma vehemente y hasta
apasionada, como fruto de su íntimo convencimiento de que de su parte están
la razón y la justicia. “El abogado tiene una función fundamental: convencer al
tribunal ante el cual actúa y nadie puede convencer si no está íntima y
personalmente convencido de la justicia de su causa. Ante los tribunales no
vence el que no convence”.87 En consecuencia, el abogado defiende a su
cliente, pero defiende también el derecho y la justicia.
El artículo 1º del Código de Etica Profesional del Colegio de Abogados
de Chile A.G. reconoce la función social inmanente de la profesión, sin dejar de

85
TRIGO y LÓPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 507.
86
GHERSI, “Responsabilidad del abogado y otras…”, ob. cit. p.16.
87
FACULTAD DE DERECHO, Universidad de Chile, “La abogacía y sus opciones profesionales”,
Colección manuales jurídicos, Santiago de Chile, Editorial Jurídica de Chile, 1997, p. 49.

39
lado la importante defensa del cliente, al establecer como de la “esencia del
deber profesional”, que el abogado “debe tener presente que es un servidor de
la justicia y un colaborador de su administración; y que la esencia de su deber
profesional es defender empeñosamente, con estricto apego a las normas
jurídicas y morales, los derechos de su cliente”.
También debe tenerse presente el tratamiento que nuestro Código Penal
da a abogados y procuradores: a pesar de que en cuanto tales, no desempeñan
propiamente funciones públicas, sus actividades son consideradas de tal
relevancia dentro de la sociedad, que su torcido ejercicio se asimila a las figuras
de prevaricación. Y aunque se considere técnicamente repudiable que se
contenga dicha figura bajo el título V del Libro II del referido Código,
concerniente a “los crímenes y simples delitos cometidos por empleado públicos
en el desempeño de sus cargos”, a continuación de la prevaricación judicial y
de la administrativa o ejecutiva, su origen debe aceptarse como cargado de
significación.88

II.E.- MANIFESTACIONES DE LA FUNCION SOCIAL DE LA


ABOGACIA

De lo expuesto puede desprenderse que la función social que


desempeña la abogacía dentro de la comunidad se manifiesta principalmente
en tres aspectos, a saber:

1) Reducción y Composición de Conflictos

Ante todo, el abogado cumple una indudable y trascendente función


social, al cooperar con el Estado para que se eliminen o compongan los

88
MONTES, ob. cit., p. 5.

40
conflictos existentes entre los particulares, ya que son auxiliares del órgano
jurisdiccional y trabajan al servicio del interés público, en cuanto éste persigue
la composición rápida y justa de todos los conflictos.89 Tal función la realiza en
el plano extrajudicial, colocando el conflicto en un terreno racional en el que se
hace factible un arreglo directo, mediante la reducción a sus justos límites de la
pretensión del cliente, ubicándolo en una perspectiva adecuada, distinguiendo
lo relevante de lo irrelevante y destacando las limitaciones objetivas impuestas
por las normas aplicables.90

2) Colaboración en la Administración de Justicia

Ya en la instancia judicial, el abogado cumple otras dos funciones


básicas: la primera, como agente de racionalidad en el tratamiento del conflicto,
facilitando la sustanciación objetiva de las pretensiones contrapuestas de las
partes. La segunda, como colaborador del juez en la identificación del derecho
aplicable al caso.91 En tal sentido apunta Ricardo Serrano: “La recta
administración de justicia requiere que los magistrados sean ayudados en las
causas que están llamados a juzgar, por la exposición legal hecha por los
abogados probos y capaces. Los abogados tienen un rol importante al colaborar
en la administración de justicia, pues facilitan la aplicación de la ley. Podríamos
decir que desempeñan el papel de “intermediarios” entre los litigantes y el juez
a quien corresponde el conocimiento de una causa. La administración de
justicia sería verdaderamente ilusoria y no podría subsistir sin la intervención de
los abogados, los cuales estudian las peticiones de las partes, encuadrándolas
dentro de las disposiciones legales pertinentes, para presentarlas en seguida al
Tribunal que ha de pronunciarse sobre ellas. De otro modo, los magistrados se
encontrarían frente a las partes, las que desconociendo los principios que

89
TRIGO y LÓPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 507.
90
TRIGO, ob. cit., p. 34.
91
TRIGO, ob. cit., p.35.

41
informan la ciencia del Derecho, no podrían expresar correctamente sus
peticiones, haciendo imposible el buen funcionamiento de los Tribunales y
dilatando enormemente el conocimiento de los asuntos sometidos a su
decisión”.92
Finalmente y dentro de esta misma perspectiva, cabe mencionar que el
abogado cumple un rol fundamental para la realización de la garantía
constitucional del debido proceso, desde que para que un proceso sea “debido”,
entre otras cosas debe contar con profesionales del derecho responsables.
Merece en tal sentido destacarse la declaración elaborada en el Encuentro que
sobre “Participación y Proceso” se realizó en 1987 en Sao Paulo, donde se
consagra que “el acceso a la justicia no se subsume en el acceso al tribunal;
sino que impone la tutela de un orden jurídico justo, con un derecho a la
información jurídica, con jueces insertos en la realidad social, con el derecho a
la preordenación de los instrumentos procesales capaces de promover la
efectiva tutela de los derechos, con el derecho de remoción de todos los
obstáculos que se antepongan al acceso efectivo a la justicia de tales
características, y toda esta tarea a cargo de profesionales del derecho, que a
modo de carga cultural y cumpliendo el mandato constitucional colaboren y
velen por el estricto cumplimiento del objeto perseguido. Todo esto importa la
responsabilidad del profesional a quien se le encarga contractualmente el
ejercicio de tales funciones, importando su incumplimiento una verdadera
privación indirecta de la defensa en juicio imputable al profesional que incurre
en dolo o estafa procesal”.93
En este mismo sentido apunta CALAMANDREI al decir que “el resultado
del proceso no es extraño al interés público, ya que en todo proceso se
encuentra en juego la aplicación de la ley, es decir, el respeto a la voluntad
colectiva. Y esto no solo en el proceso penal, que se construye hoy totalmente

92
SERRANO, ob. cit., p.11.
93
GHERSI, “Responsabilidad del Abogado y otras ...”, ob. cit., p. 22.

42
sobre el derecho subjetivo de castigar, que pertenece al Estado, sino también
en el proceso civil, en el cual el interés individual de los litigantes aparece cada
vez más como el instrumento inconsciente del interés público, que se sirve de la
iniciativa privada para afirmar en los casos controvertidos la voluntad concreta
de la ley”. Concluye este autor que sirviendo el proceso para reafirmar con la
sentencia la autoridad del Estado, la existencia de profesionales del foro no se
justifica sino cuando se les ve como colaboradores y no como burladores del
Juez, y cuyo oficio no es tanto batirse por el cliente como por el Derecho.94

3) Defensa de la Libertad y el Derecho

Cabría agregar un último aspecto de la función social del abogado, desde


que “la sociedad moderna necesita del abogado en su lucha incesante contra la
opresión y la injusticia. Auxiliando a los órganos jurisdiccionales y trabando todo
abuso de poder, cumple el jurista, en su sentido más puro, una alta función
social, necesaria más que ninguna, a los fines de la existencia y
perfeccionamiento de la sociedad”, o sea en suma, que “la función del abogado
tiende a evitar .... que el poder social avasalle el derecho de los súbditos ... se
dirige a conservar intactas su personalidad, su libertad, su honra y
patrimonio”.95 Yendo aun mas lejos, BIELSA ha dicho que “ el oficio de la
defensa añade a la condición y a los atributos del abogado una cualidad que
define el sentido de su profesión como defensor de la libertad y del derecho,
aun a costa de su propia tranquilidad, pues que le obliga a la lucha, no sólo
contra el adversario sino también contra la arbitrariedad y el despotismo de la
autoridad, cuando ésta se ha afirmado por ese medio”. 96
En este aspecto, resulta destacable que el Código de Etica argentino,
establezca como deber del abogado el de “preservar y profundizar el Estado de

94
Citado por SERRANO, ob. cit., p. 49.
95
TRIGO, ob. cit., p.37.
96
TRIGO, ob. cit., p. 36.

43
Derecho fundado en la soberanía del pueblo y su derecho de
autodeterminación” y declara como contrario y violatorio de los deberes
fundamentales del ejercicio de la Abogacía, “el prestar servicio a la usurpación
del poder político, aceptando ingresar a cargos que impliquen funciones
políticas, o a la magistratura judicial”. 97

II.F.- EVOLUCION DE LA RESPONSABILIDAD DEL ABOGADO

Como ha ocurrido en general con relación a todas las responsabilidades


profesionales, respecto de los abogados se han sostenido igualmente las
posturas más extremas. Así, cabe traer a colación la tesis sostenida en Francia
por André LEEMANS, quien equiparaba los abogados a los magistrados,
sosteniendo que debían gozar de la misma impunidad de estos últimos: “Se ha
vuelto un lugar común decir que el abogado es irresponsable; este auxiliar
indispensable del magistrado debe, indudablemente beneficiarse con la misma
impunidad de él; todas las negligencias, todas las torpezas le son permitidas.
¿Esta irresponsabilidad no aparece impuesta por la fuerza misma de las cosas?
Las fortunas, las más sólidas, no resistirían por mucho tiempo los ataques
repetidos de los litigantes descontentos inclinados con mucha facilidad a
considerarse traicionados”.98 En Argentina, BIELSA, en su obra “La Abogacía”,
sostenía que la responsabilidad del abogado era moral y no jurídica, en tanto
que MERCADER, con alcances más restringidos, señalaba que importaba poco
que el abogado se equivocase, y que tampoco habría de acusarse al abogado
por el opuesto contenido que éste atribuyese a las normas jurídicas.99
Pero siguiendo la tendencia general de todas las profesiones, este punto
de vista ha ido cambiando. Y así, MOSSET ITURRASPE sostiene que el nuevo

97
GHERSI, “Responsabilidad del Abogado y otras...”, ob. cit., p. 19
98
TRIGO, ob. cit., p. 104
99
Citados por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 520

44
punto de arranque de la profesión de abogado, para transitar por el meridiano
de su época, pasa por la responsabilidad civil. Considera que abogados jueces
y abogados profesionales, deben responder por los daños originados en su
obrar con culpabilidad, máxime si se tiene en cuenta que la crisis del servicio de
justicia tiene mucho que ver con el modo de cumplir su función por parte de
abogados y jueces, con la pericia y la diligencia desplegadas, atento a que el
desconocimiento del saber jurídico o la negligencia o imprudencia en su
aplicación han redundado en graves fallas en aquel servicio. 100
En conclusión, en el derecho comparado, la evolución hacia la
consagración de la responsabilidad profesional de los abogados ha seguido una
saludable evolución desde un pasado no lejano, en que un mal entendido
espíritu corporativista entendía impropio responsabilizarlo por sus faltas,
considerándose el juzgamiento de los pares como algo natural y generándose
las acciones civiles de responsabilidad pertinentes.
Entre nosotros, las demandas en contra de abogados aun se despliegan
en un plano incipiente, ya que sólo existen fallos aislados y por vía tangencial,
escasamente difundidos. La mayor parte de las reclamaciones se ventilan aún
en el ámbito de la responsabilidad ética, la cual puede hacerse efectiva dentro
del estrecho círculo de aquellos profesionales colegiados. Incluso es más, en
una antigua sentencia de la Corte de Concepción,101 se dejó establecida la
doctrina de que el error profesional no acarreaba responsabilidad alguna para el
abogado. Se trataba de un proceso por desobedecimiento de órdenes
judiciales, en el cual el inculpado declaró que había obrado en la forma que su
abogado le iba aconsejando. Este último fue absuelto, considerándose entre
otras causas, que la ejecución por parte del asesorado de su modo de pensar o
discurrir en nada le afectaba pues no hay responsabilidad, como no sea moral,
para el abogado que opina de un modo equivocado.102

100
TRIGO, ob. cit., p. 105.
101
Gaceta, 1886, pag. 42, sent. 87 citada por SERRANO, ob. cit., p. 329.
102
SERRANO, ob. cit., p. 329.

45
Sin embargo, es menester prevenir que no existe una razón de principios
que justifique esto, sino más bien una de orden empírico: históricamente, todos
los tópicos relacionados con la responsabilidad profesional se han desarrollado
primeramente en el ámbito de la medicina, especialmente en lo que se
relaciona con la cirugía. Así, en lo concerniente al secreto profesional, también
en el deber de información, y los fallos que con carácter de “hito” fueron
afianzando la doctrina de la responsabilidad profesional amplia. Muy de lejos, y
después de otros profesionales, los han seguido los abogados.
Así, en nuestro país, desde el año 1995 en adelante, se advierte un
aumento creciente de juicios contra hospitales y médicos, que el Colegio
Médico ha venido a calificar en su momento como “alarmante”, temiéndose
incluso por algunos que se esté incubando una verdadera “industria del
litigio”.103 También se ha tenido noticia de juicios contra profesionales de la
ingeniería, del periodismo y de la farmacia, tal y como ha ocurrido en otros
países occidentales.
Nada hace pensar entonces, que esa fiebre de responsabilidad
profesional que estaría afectando hoy a los médicos y otros profesionales, no
vaya a extenderse en un futuro no muy lejano, a los abogados, y estimamos
saludable responsabilizar a los responsables, cumpliendo siempre los
elementales recaudos de defensa y de garantías respecto de que lo sean
efectivamente.

103
LIBERTAD Y DESARROLLO, “Evitando la industria del litigio”, Temas Públicos, Nº 696, 15 de
octubre de 2004.

46
CAPITULO III

ACERCA DE LOS DEBERES DEL ABOGADO

III.A.- PLANTEAMIENTO

Se han estimado como propios del abogado una serie de deberes


(conductas positivas) y prohibiciones (deberes negativos), los cuales,
independientemente de la naturaleza jurídica que adopte la contratación
profesional y por aparecer la fiducia como elemento definidor de la relación
profesional misma, se entienden integrados en toda relación abogado-cliente,
más allá incluso del contrato de prestación de servicios profesionales mismo.
Podría llegar a estimarse que estos deberes serían formas de
responsabilidad profesional que no emanan del incumplimiento de las
obligaciones derivadas del contrato, como que ciertos autores, en un intento por
rubricar el tema con un título menos equívoco que el de extracontractual y que
pudiere abarcar la totalidad de los supuestos, prefieren en tales casos usar la
expresión “responsabilidades profesionales no derivadas del contrato”. 104
En todo caso, y como tendremos oportunidad de analizar, “el carácter
fiduciario de la relación que liga al profesional con su cliente hace que estos
conceptos pierdan su genericidad y asuman una precisa relevancia jurídica
como presupuestos del exacto cumplimiento de la obligación profesional”.105
Sin perjuicio de reconocer el mayor interés que desde el punto de vista
de la responsabilidad profesional reviste el estudio de la prestación principal o el
servicio, por lo ya expuesto, no podemos dejar de referirnos a algunos de estos

104
YZQUIERDO, ob. cit., p. 175.
105
SERRA, Adela “La responsabilidad civil del abogado”, Editorial Aranzadi, Navarra, 2ª edición, 2001,
p. 284.

47
deberes, especialmente a aquellos relacionados con el cliente y que por su alto
contenido ético y por su carácter patrimonial, puede su incumplimiento devenir
en una responsabilidad y en la consiguiente indemnización por daños y
perjuicios. Estos deberes pueden sintetizarse y agruparse, sin ánimo taxativo,
en al menos siete:
1) Deber de lealtad o fidelidad
2) Deber de guardar el secreto profesional
3) Deber de información
4) Deber de no inducir a engaño a los clientes
5) Deber de patrocinio o defensa
6) Deber de guardar estilo y dignidad
7) Deber de perfeccionamiento profesional

III.B.- NATURALEZA JURÍDICA DE ESTOS DEBERES

Dejemos sentado por ahora, siguiendo a Adela SERRA RODRIGUEZ,


que en el desarrollo del contenido de la prestación profesional aparece como
conducta, lo relativo a los usos y costumbres profesionales, muy relacionado
con la ética de la abogacía. “Estas normas deontológicas codificadas o
formuladas se constituyen, por tanto, en principios generales que han de regir
en la actuación de los abogados, tanto en las relaciones entre sí, con aquellos
de su misma condición profesional, como con los particulares cuyos intereses
gestionan. La deontología del abogado, por tanto, hace referencia al complejo
de reglas de conducta que deben ser respetadas en la actividad profesional, y
que atienden a su contenido a la ética, el Derecho y la práctica forense. En este
sentido, se puede mantener que tienen su fundamento en el principio de la

48
buena fe y en el carácter fiduciario que impregna la relación obligatoria
entablada con el cliente”.106
Continúa esta autora, en relación con las normas deontológicas
profesionales, que tienen un fundamento esencialmente ético, que se ha
mantenido que se asimilan a los usos sociales y que, por tanto, serían idóneas
para asumir caracteres de juridicidad. Se trata de normas de conducta que
nacen espontáneamente en el seno del grupo profesional y que, a pesar de su
origen extrajurídico, vienen siendo observadas como normas jurídicas por los
miembros del grupo profesional. Por ello, aunque en principio, dentro de dicho
grupo o sector profesional se configuran como normas meramente internas no
jurídicas, bajo otro perfil presentan caracteres de usos sociales y como tales,
sobre todo cuando se aluden a ellas expresamente en las normas corporativas
de los Colegios, vienen contempladas como normas jurídicas.107
Refiriéndose concretamente al abogado, la misma autora explica que en
la ejecución de la prestación profesional que ha asumido frente a su cliente,
además de emplear la diligencia y la pericia exigible a un profesional medio,
debe observar ciertas conductas que tienen un relevante carácter ético y
deontológico, y que pueden reconducirse a la cláusula genérica de la buena fe.
Estos comportamientos que quedan concretados en los deberes de lealtad,
fidelidad, secreto, información, etc., suponen una ampliación de la extensión
efectiva de las obligaciones del profesional y, por tanto, del exacto cumplimiento
obligacional. Estos deberes, que se traducen en obligaciones de
comportamiento, pueden concebirse como aspectos particulares de la diligencia
exigible al abogado en la ejecución de la prestación profesional o como deberes
autónomos (obligaciones instrumentales o deberes de protección) y accesorios
a la prestación principal “stricto sensu”. En todo caso integran la prestación del
abogado y su inobservancia y violación provoca que se le considere incumplidor

106
SERRA, ob. cit., p. 353.
107
SERRA, ob. cit., p. 361.

49
y, en su caso, responsable de los daños causados,108 como se explicitará en el
siguiente acápite.

III.C.- INTEGRACIÓN DE LOS DEBERES A LA PRESTACIÓN

Como ya se adelantó, en el derecho comparado se ha considerado por


ciertos autores que las normas corporativas reguladoras del ejercicio de la
profesión de la Abogacía, junto con aquellas deontológicas, que configuran un
complejo normativo sectorial, han de entenderse integradas en las relaciones
de servicios profesionales del letrado. 109
Así, los deberes impuestos por la normativa corporativa y por la
deontología profesional constituyen, por tanto, una serie de deberes accesorios
que vienen a integrarse en el deber estricto de prestación principal, provocando,
de este modo, una ampliación de ésta, y asegurando una mayor tutela del
cliente.110 En este mismo sentido apunta GHERSI al exponer que en el
desarrollo del contenido de la prestación, aparece como conducta, lo relativo a
los usos y costumbres profesionales, muy relacionado con la ética de la
abogacía.111
Por ello, la normativa corporativa del profesional puede ser concebida
como fuente de la reglamentación contractual, y según el autor italiano LEGA,
“desde el momento en que las reglas relativas a la deontología forense quedan
registradas en los textos elaborados por los correspondientes Colegios, se
puede hablar de que dichas reglas integran la actividad profesional, debiendo el

108
SERRA, ob. cit., p. 284.
109
SERRA, ob. cit., p. 360.
110
Ibid.
111
GHERSI, “Responsabilidad de los abogados y otras ..”, ob. cit., p. 60.

50
abogado en la ejecución de la prestación profesional observar los deberes
deontológicos”. 112
En efecto, si bien el incumplimiento de tales deberes puede conducir a
una específica sanción, la “responsabilidad disciplinaria”, que tiene sus propias
vías y que toma como referencia la conducta integral del abogado, esto es, su
comportamiento en relación con el Colegio, con los colegiados, con los
Tribunales y con las partes, y no únicamente las consecuencias que dicha
conducta pueda tener sobre el perjudicado cliente, no es menos cierto que de
ello se deriva que esa vía de responsabilidad puede emprenderse además de la
civil, y por otros cauces.
Entre nosotros se ha sostenido que en la esencia de la función
profesional está la dimensión ética de su ejercicio, por medio de principios y
normas que van dando pautas acerca de la buena praxis profesional.113 El
carácter de la ética como componente inseparable de la actuación profesional,
ha sido confirmado por los Tribunales, para quienes, si bien la ley constituye un
mínimo capaz de hacer posible la sana convivencia, “este mínimo legal no será
suficiente para justipreciar el buen desempeño profesional del abogado; y es
que la ley no se conforma con la conducta de un abogado que se limite a no
violentarla, porque lo requiere como colaborador activo muy confiable,
comprometido con los valores que ella misma sustenta; por eso es que se le
exige un modo de ser y de comportarse cuyas características se plasman en la
ética profesional, en cuya leal observancia cada servidor de la justicia crece
desde la insuficiencia del mínimo legal hacia la infinitud del máximo a que
apunta la vocación de servicio y la perfección personal de cada profesional del
derecho. Y precisamente la guía de este crecimiento es la ética profesional del
abogado”.114

112
Citado por SERRA, ob. cit. p.360.
113
MEDILEX DOCTRINA, art. Citado.
114
GACETA JURIDICA, Corte de Apelaciones de Santiago, Nº 94, 1988, p. 38.

51
Algo distinto opina YZQUIERDO TOLSADA, el que a partir del carácter
intuito personae del contrato de prestación de servicios profesionales,
desprende que en la relación entre profesional y cliente cobran especial
importancia los principios de corrección y buena fe, con sus deberes
correspondientes de información, secreto profesional, no causar daño al cliente,
etc., por lo que estas obligaciones no pueden considerarse accesorias al
servicio que constituye la deuda del profesional, sino que son enteramente
autónomas, y en consecuencia, su incumplimiento generará responsabilidad
civil, por mucho que la prestación, por así decirlo, principal, haya sido
escrupulosamente ejecutada.115 Con todo, cabe señalar que la posición de este
autor no es del todo clara, puesto que a renglón seguido estima que el
contenido del contrato no puede agotarse con una simple y mecánica aplicación
de la lex artis, sino que la prestación debe verse presidida por una actuación
concordante con los principios de corrección y buena fe,116 de lo que puede
apreciarse que por una parte considera estos deberes como autónomos y por
otra, parece indicar que integrarían la prestación principal.
En nuestro ordenamiento, la integración de estos deberes puede
sostenerse en virtud del principio receptado en el artículo 1546 del Código Civil,
de que los contratos deben ejecutarse de buena fe y por consiguiente obligan
no sólo a lo que en ellos se expresa, sino a todas las cosas que emanan
precisamente de la naturaleza de la obligación, o que por la ley o la costumbre
pertenecen a ella. También en el inciso segundo del artículo 1563, de que “las
cláusulas de uso común se presumen aunque no se expresen”. Por lo demás,
sostener que, por no estar expresamente pactados en el contrato los medios o
la conducta a desarrollar por el profesional, no podrían encuadrarse estos
deberes en el ámbito contractual, importaría privar de contenido a la regla de
integración del contrato, desde que rara vez se establecen en una convención

115
YZQUIERDO, ob. cit., p. 310.
116
Ibid., p. 311.

52
los comportamientos específicos que se deben desplegar, sobre todo en
materia profesional. Supondría sustraer de la relación contractual toda su
potencial operatividad y restringirla a lo expresamente pactado.117 Por ello,
conforme al criterio de integración del contrato, los deberes profesionales han
de entenderse incorporados en la específica relación contractual, desde que el
genérico deber de no dañar a otro se concreta en la específica relación
contractual existente entre responsable y perjudicado.
En efecto, en Chile existe doctrina y jurisprudencia en el sentido que en
virtud del carácter absorbente del contrato, los daños ocasionados por
incumplimiento del mismo se reconducirán a su órbita, en la medida que éste se
configura como un específico medio de resarcimiento,118 desde que la
existencia de un vínculo contractual previo absorbe el principio alterum non
laedere, de manera que resulta indiferente que las obligaciones estén
expresamente pactadas por el contrato, emanen de la buena fe, deriven de la
ley o la costumbre, ya que todas ellas se encuentran contenidas en el contrato
y, como tales, su incumplimiento representa la violación de una obligación
contractual que pertenece al supuesto de hecho de la responsabilidad
convencional.119
El artículo 1258 del Código Civil español contiene una disposición
análoga al 1546 nuestro, al establecer que “los contratos se perfeccionan por el
mero consentimiento, y desde entonces obligan, no sólo al cumplimiento de lo
expresamente pactado, sino también a todas las consecuencias que, según su
naturaleza, sean conformes a la buena fe, al uso y a la ley”. Con base
principalmente en este precepto, la doctrina y jurisprudencia españolas han
estimado que las normas deontológicas de la profesión no constituyen simples
tratados de deberes morales, por lo que el abogado debe ajustar a ellos su

117
ALONSO TRAVIESA, M. Teresa, “El problema de la concurrencia de responsabilidades”, Santiago
de Chile, Editorial LexisNexis, 2006, p. 321.
118
GACETA JURIDICA, No 257, 2001 p. 39 y ss.
119
ALONSO, ob. cit., p. 323.

53
comportamiento en la defensa de los asuntos que se sometan a su
consideración, pudiendo quedar configurados bien como deberes accesorios o
complementarios de la prestación principal (la defensa jurídica, el
asesoramiento, etc.) bien como particulares modos de ser de la obligación
principal.120 Así, en España, el Tribunal Supremo ha considerado que en el
contrato de prestación de servicios profesionales la violación del deber de
información que pesa sobre el profesional es fuente de responsabilidad
contractual y de la subsiguiente obligación de resarcimiento del daño, al
disponer que el deber de información a sus clientes forma parte del contenido
del contrato de prestación de servicios que liga al abogado con aquéllos y que
su infracción da lugar a responsabilidad.121
SERRA RODRIGUEZ concluye que, con independencia de su naturaleza
jurídica, lo cierto es que los deberes deontológicos, plasmados en las
reglamentaciones sectoriales, han de ser considerados cada vez más como
auténticos modos de ser de la prestación a la que el abogado se compromete.
Esto es, en orden al exacto cumplimiento de la obligación, se puede afirmar que
el abogado cumple su obligación cuando ejecuta el encargo asumido (que
puede comprender la dirección, defensa y consejo jurídico) según las pautas del
canon de diligencia y pericia exigible, respetando en todo caso, las normas
deontológicas que le imponen emplear el máximo celo, guardar secreto
122
profesional, etcétera. Ello sin perjuicio de admitir la posibilidad de que estos
deberes u obligaciones puedan generar en supuestos excepcionales,
responsabilidad de forma autónoma.
En conclusión, puede sostenerse que el abogado, aparte de incurrir en
responsabilidad por no cumplir su encargo, en términos similares a cualquier
otro profesional, puede hacerlo también por la infracción de estos deberes, sea

120
SERRA, ob. cit., p. 355.
121
SERRA, ob. cit., p. 284.
122
SERRA, ob. cit., p. 355.

54
que se consideren estos accesorios o integrados a la prestación principal, o
autónomos.

III.D.- DEBER DE LEALTAD O FIDELIDAD

Calificado como deber, según GOLDSCHMIDT, posee todos los


elementos para situarlo derechamente en el campo obligacional, y consiste en
“la omisión de actos que contrarios a la confianza depositada constituyen su
incumplimiento”,123 estimándose que esta obligación perdura, incluso aun
después de finiquitada la relación contractual.
El cliente dispensa confianza al abogado y éste último debe corresponder
dicha confianza con lealtad. Dicha confianza se traduce por parte del cliente en
poner en juego la suerte de su patrimonio e incluso su libertad. “La buena fe
impone corresponder dicha confianza mediante una conducta integralmente leal
adecuada a las circunstancias”.124
YZQUIERDO TOLSADA señala que en el amplio contexto de la relación
entre profesional y cliente cobran especial importancia los principios de
corrección y buena fe. “El contenido del contrato no puede agotarse con una
simple y mecánica aplicación de la lex artis, sino que la prestación debe verse
presidida por una actuación concordante con los principios de corrección y
buena fe”,125 lo que garantiza la realización de la prestación en un clima
adecuado, especialmente allí donde la formal observancia de lo pactado o de la
ley se revela insuficiente. Así por ejemplo, el abogado que magnifica la entidad
de su servicio para recargar su onerosidad o con más razón si manifiesta hacer
cosas que en la realidad no hace, incurre en mala fe e incumplimiento de la

123
Citado por GHERSI, “Responsabilidad del Abogado y otras..”, ob. cit., p. 61.
124
GREGORINI, Eduardo, “Locación de servicios y responsabilidades profesionales”, Buenos Aires,
Editorial La Ley, 2001, p. 86.
125
YZQUIERDO, ob. cit. p. 311.

55
obligación, pudiendo también ser pasible de responsabilidad penal si su
conducta encuadra en la tipificación respectiva.126
En Argentina se ha fallado que el amplio deber de fidelidad incluye por
cierto el de probidad y decoro, desde que “presenta especiales perfiles por
cuanto comporta conductas de variado contenido no sólo referidas a la
honorabilidad, a la honradez y a la integridad, sino que también abarca el
sentido más simple del vocablo referido a la cualidad de las cosas y personas y
sólo en un sentido figurado se le utiliza para calificar moralmente a estas
últimas”127 y además, que no sería aplicable únicamente a la vida profesional;
“por el contrario, esa conducta decorosa e intachable debe ser observada
también en la vida privada”.128
El Código Orgánico de Tribunales ya contempla este deber del abogado,
al exigir que el postulante a tal título preste juramento ante el pleno de la Corte
Suprema de “desempeñar leal y honradamente la profesión” (art. 522). Incluso
es más y como una prevención, se indaga en los antecedentes personales del
mismo: no haber sido condenado ni estar actualmente acusado por crimen o
simple delito que merezca pena aflictiva y en general gozar de antecedentes de
buena conducta.
En el derecho comparado se ha cuestionado la exigencia del juramento
por considerarla superflua y hasta anacrónica. Sin embargo, se ha replicado
que “más que todo por su carácter tradicional es un acto que conserva su razón
de ser”; amén de tener una significación moral propia, pues los fundamentales
deberes del abogado nacen del ejercicio de una profesión liberal y no están
reglados, por lo que el abogado es árbitro de ellos, tanto en la actividad

126
Cabe traer a colación que el artículo 231 del Código Penal relativo a la prevaricación sanciona al
“abogado o procurador que con abuso malicioso de su oficio perjudicare a su cliente…”
127
GHERSI, “Responsabilidad del Abogado y otras..” ob. cit., p. 137.
128
GHERSI, “Responsabilidad del Abogado y otras...” ob. cit., p. 135.

56
tribunalicia como en la consultiva”, y máxime entonces atento que tal actividad
está vinculada, nada menos, que a la “justicia”.129
En el derecho argentino este deber se encuentra expresamente
receptado en la ley que establece normas para el ejercicio de la profesión en la
capital federal, en términos que el abogado debe “comportarse con lealtad,
probidad y buena fe en el desempeño profesional”.130
Entre nosotros, el Código de Etica Profesional del Colegio de Abogados
A.G. también se refiere a este fundamental deber en términos amplios que
abarcan no sólo la relación con el cliente, sino que con la contraparte y también
con la magistratura, al preceptuar que “el abogado debe obrar con honradez y
buena fe. No ha de aconsejar actos fraudulentos, afirmar o negar con falsedad,
hacer citas inexactas o tendenciosas, ni realizar acto alguno que estorbe la
buena y expedita administración de justicia”. 131
Se trata, como puede apreciarse, de un deber general que es a su turno,
comprensivo de otros más concretos, como lo son –entre otros- los de
patrocinio y defensa, de guardar el secreto, de información y de no inducir a
engaño, como tendremos oportunidad de analizar.
Así, el Tribunal Supremo en España, ha considerado como incluidos en
el más genérico deber de fidelidad, la obligación de información, la custodia de
documentos y su entrega en el momento de la extinción de la relación
obligatoria, todo ello con base en el artículo 1258 del Código Civil ya citado, y
además, en el propio fundamento del contrato de prestación de servicios, que
da lugar a una relación personal “intuito personae”.132

129
TRIGO y LÓPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 510.
130
Art. 6 letra e) Ley Nº23.187.
131
CODIGO DE ETICA PROFESIONAL del Colegio de Abogados de Chile A.G., Art.3.
132
SERRA, ob. cit., p. 285.

57
III.E.- DEBER DE GUARDAR EL SECRETO PROFESIONAL

1) Reseña histórica

La norma más antigua que se conoce sobre el secreto profesional está


en el famoso juramento de Hipócrates, que hasta el momento sigue siendo el
decálogo de los médicos, y que en lo pertinente dice “guardaré silencio sobre
todo aquello que en mi profesión o fuera de ella oiga o vea de los hombres y
que no deba ser público, manteniendo estas cosas en forma que se pueda
hablar de ellas”. 133
En lo que concierne a los abogados suele hacerse derivar esta obligación
del Derecho Romano y en pro de esta tesis se cita del Digesto de Justiniano, al
prescribir “previénese en mandatos, que atiendan los presidentes a que los
patronos no presten testimonio en la causa en que prestaron su patrocinio; lo
que ha de observar también respecto a los ejecutores de negocios”.134
Cabe señalar que este deber no sólo incumbe a la profesión de abogado,
sino que a todas aquellas personas que, por su oficio o profesión, tienen por
misión prestar ayuda o consejo a terceros.

2) Concepto de Secreto

Desde el punto de vista objetivo, secreto es todo aquello que debe


mantenerse oculto, la cosa misma que ha de ocultarse; desde el punto de vista
subjetivo, es el hecho de saberse y mantenerse una cosa en reserva o sin
manifestarse, sea por su índole, sea por promesa hecha antes o después de

133
CARRERA, Helena, “El secreto profesional del abogado” estudio teórico y práctico, Santiago de Chile,
Editorial Jurídica de Chile, 1963, p. 191.
134
Ibid .

58
tomar conocimiento de ella. Por consiguiente, todo secreto tiene por objeto una
cosa oculta, ignorada de todos o por lo menos de algunas personas.135
“Secreto –dice el Diccionario de la Real Academia- es lo que
cuidadosamente se tiene reservado y oculto”. Secreto profesional podemos
decir que es aquel que está obligado a guardar el que en razón de su oficio
conoció de hechos ocultos.136
Lo secreto puede consistir en determinados hechos, documentos,
circunstancias, características o particularidades de cualquier cosa. No obsta al
carácter de secreto el que los hechos sean conocidos de algunos o de muchos,
puesto que su carácter de tal puede fundarse en la necesidad de no aumentar
la publicidad que ya tiene. La obligación profesional operaría en este caso
frente a los individuos que lo ignoran.
Se ha considerado que, atendiendo a su origen, existen tres tipos de
secretos: el natural, el prometido y el confiado.137
El secreto natural es aquel que, conocido por casualidad, por
investigación personal o por indiscreción ajena, no puede ser revelado sin
causar un perjuicio real, o por lo menos un justificado disgusto al prójimo. Es
independiente de todo compromiso u obligación de estado o profesión.
El secreto prometido es aquel en que la obligación de guardarlo proviene
del compromiso contraído después de conocido, sea que este conocimiento
haya sido obra de la casualidad, de la investigación personal o de la
confidencia. El secreto prometido debe mantenerse oculto, por consiguiente, en
virtud de la promesa o compromiso, guardarlo, independientemente que por su
naturaleza no exista obligación de sigilo.
Por último, el secreto confiado es aquel en que la obligación de guardarlo
proviene también de un compromiso, pero contraído con anterioridad al
conocimiento del secreto, de una promesa que constituye la razón de ser de la

135
CARRERA, ob. cit., p. 7.
136
Citado por MONTES, ob. cit., p. 41.
137
CARRRERA, ob. cit., p. 8.

59
confidencia. Es meramente confidencial si ha sido comunicado a una persona
que no está obligada por razón de su oficio o profesión a prestar ayuda o
consejo. Es profesional en caso contrario.
El secreto profesional no constituye solamente una obligación de
abogados y procuradores en orden a no violar las confidencias que les hacen
sus clientes, sino que es principalmente un verdadero deber moral que
encuentra su sanción primera en el derecho natural.138

3) Secreto Profesional del Abogado

Una de las obligaciones principales del abogado para con su cliente es la


de observar una discreción absoluta y guardar un secreto impenetrable.
El abogado –observa CRESSON- debe respetar el secreto de las
confidencias que la confianza del público ha entregado a su probidad y al juicio
de su conciencia; lo que él conoce como abogado no pertenece sino a los que
lo consultan bajo su secreto sagrado. En ninguna forma y bajo ningún pretexto
puede traicionarlo.139
El secreto profesional del abogado se encuentra tratado expresamente
en el Código de Etica Profesional del Colegio de Abogados de Chile A.G. como
un derecho y un deber del abogado: “es hacia los clientes un deber que perdura
en lo absoluto, aún después de que les haya dejado de prestar sus servicios; y
es un derecho del abogado ante los jueces, pues no podría aceptar que se le
hagan confidencias, si supiese que podría ser obligado a revelarlas” (Art. 10º).
Más aun, la violación de secretos en perjuicio del cliente constituye para
el abogado prevaricación, delito que se encuentra tipificado en el artículo 231
del Código Penal, y aún sin un perjuicio, pudiere aplicársele la figura del artículo
247 del mismo.

138
MONTES, ob. cit., p. 41.
139
MONTES, ob. cit., p. 41.

60
El secreto es para el abogado un deber respecto de los clientes, y guarda
estrecha relación con el compromiso solemne de guardarles lealtad, que el
artículo 522 del Código Orgánico de Tribunales exige a todo abogado, al prestar
juramento para recibir el título. No en vano numerosos códigos penales y
algunos autores ubican la violación del secreto profesional entre las infracciones
que conciernen a la libertad individual o a los derechos personales garantidos
por la Constitución.
También se ha dicho que el secreto profesional constituye un deber ante
la sociedad: “cuando un particular participa el secreto que le ha sido confiado, el
único afectado es la víctima de la indiscreción, que sólo a sí misma puede
reprocharse el haber colocado mal su confianza. Pero cuando un médico, un
abogado, por ejemplo, traiciona el secreto de que era depositario, es el orden
público, todo entero, el que sufre esta falta de fe, porque ante el temor de la
indiscreción siempre se vacilará antes de recurrir a esos profesionales, y el
interés público y la justicia se verían afectados. Dirigido más al hombre que a la
profesión misma, es indispensable proteger el secreto contra toda revelación
indiscreta”.140
Según BIELSA, el secreto profesional encuentra su fundamento en “el
orden público en general, la defensa del cliente y el decoro profesional, puesto
que si el abogado estuviese obligado a declarar lo que ha sabido en el ejercicio
de su profesión, no podría honradamente aceptar confidencias....por otra parte
los secretos confiados deben conservarse; violar así el secreto es contrario al
derecho natural (infidelitus contra ius naturale); es decir que ese deber tiene
raíz jurídica...”.141
Por otra parte, el guardar el secreto profesional constituye también para
el abogado un derecho, que puede hacer valer ante los jueces o ante cualquier

140
Garruad, citado por CARRERA, ob. cit., p.24.
141
Citado por TRIGO., ob. cit., p. 40.

61
otra autoridad o persona que, con competencia o sin ella, pretenda sonsacarle
hechos confidenciales o interrogarle sobre ellos. Tratar de que el abogado
declare sobre asuntos de su cliente es en sustancia hacerlo actuar como
testigo, confundir la misión del patrocinante con la de los testigos, en
circunstancias que estos últimos deben ser personas extrañas al juicio, no
deben identificarse jurídicamente con las partes.142
La discreción entonces es de la esencia misma de la profesión de
abogado. Sin ella el ejercicio de la abogacía se haría imposible. Es preciso
entonces, que el cliente pueda tener en su abogado una confianza sin límites.
Es preciso que él pueda descargarse de las precauciones que toma en sus
negocios ordinarios. Es preciso que él no tema desnudar su alma a su defensor
y abandonarse a su confianza. Si no pudiera contar con la plena seguridad de
esa discreción y si no supiera que ella está bien garantida, habría muchos
casos en que no podría decidirse a recurrir a un abogado.

3) Objeto del Secreto

El objeto de la obligación de secreto profesional es el secreto mismo,


esto es, la cosa misma que debe callarse o mantenerse oculta. Lo secreto
aparece así como un concepto manifiestamente objetivo, que puede consistir en
hechos, documentos, circunstancias, etc. También puede tener cierta
relatividad. “Acaso no haya nada que pueda considerarse secreto, de secreto
absoluto. Por mucho que lo sean, las cosas secretas tienen que estar
secretamente bajo el dominio de más de alguien”.143
A veces se parte de la base de que los hechos son conocidos de muchos
o de algunos, y sólo se trata, al considerar la obligación del confidente, de la
necesidad de no darles publicidad, o de no aumentar la que ya tienen. Incluso

142
CARRERA, ob. cit., p. 27.
143
CARRERA, ob. cit., p. 31.

62
se ha considerado que, por mucha que sea la notoriedad que haya podido
adquirir un asunto, ella no puede servir de excusa al profesional que se haya
salido de la discreción que le incumbía, ya que el testimonio del depositario de
los secretos confirmaría o podría a veces confirmar o añadir algo, y por lo
menos daría más consistencia a noticias o rumores sobre los cuales pudiere
144
caber dudas o no abrigarse completa seguridad. Pudiere ocurrir que fuere
conocido por un número aparentemente crecido de personas, y la obligación
profesional operaría en este caso frente a los individuos que lo ignoran.
También puede regir sólo respecto de determinadas personas, entidades o
autoridades a quienes el cliente desea mantener ignorantes de ciertas cosas; y
puede aún referirse a una sola persona cuya ignorancia interese al cliente.
Lo secreto puede ser asimismo subjetivo. “El carácter secreto que el
interesado les imponga, sea por sentimentalismo, por capricho, por ingenuidad
o por singularidad de carácter, o por otras razones de variada índole, siempre
respetables; y ese cliente, puesto que se entrega a la confianza de su abogado,
tiene derecho a exigir y esperar de éste que se atenga rigurosamente a sus
apreciaciones, por raras que ellas puedan ser o parecer”. 145
En cuanto a la forma de la confidencia, ésta puede ser hecha de
cualquier manera, por escrito, de palabra, expresa y tácita. Incluso las
reticencias mismas del cliente que la sagacidad del abogado le permite
descubrir quedan a cubierto bajo esta obligación. Según el autor Louis
PIMIENTA, el confidente debe guardar el mutismo más completo “no solamente
sobre lo que le ha sido confiado, sino que sobre todo lo que el abogado ha
podido ver, entender, comprender y aun inferir en el ejercicio de la profesión”146,
porque según LESSONA, aún los hechos descubiertos por el abogado integran
el conjunto entregado a la delicadeza que ha de ser inherente al hombre de ley.
“Se debe el secreto no sólo sobre lo que el abogado oye, sino también sobre lo

144
CARRERA, ob. cit., p. 41.
145
CARRERA, ob. cit., p. 33.
146
Citado por CARRERA, ob. cit. p.33.

63
que logra sorprender, y sobre todo lo que su intuición le haya hecho adivinar,
descubrir o sospechar.147 Según APPLETON, el secreto recae también sobre
las confidencias hechas por terceros con ocasión de las relaciones
profesionales148, a lo que cabe agregar, que “la reserva es también debida a
quien no alcanzó a ser propiamente cliente del abogado”. 149
También se ha sostenido que “el deber de guardar secreto impuesto al
abogado no se refiere exclusivamente a datos o hechos relacionados con el
cliente, sino que se extiende a los hechos, confidencias y documentos de
cualesquiera otras personas de los que tenga conocimiento por razón de su
actuación profesional”.150

4) Alcance y extensión del Secreto Profesional

“La amplitud de la obligación de sigilo ha sido muy bien sintetizada por


Payen, cuando dice que “El abogado está rigurosamente obligado a guardar el
secreto de lo que le ha sido confiado, y no puede repetirlo en ninguna forma,
bajo ningún pretexto, en ninguna circunstancia”. Otro autor agrega que “en
ninguna época”, y que el secreto se debe sin ninguna restricción ni
excepción”.151
Con todo, existen autores que disienten de esta tesis del secreto
absoluto, cuando la notoriedad de los hechos es tal, que parece evidente no
haber secreto para nadie. En este sentido opina PIMIENTA, concluyendo que
cuando la notoriedad es evidente, indiscutible, la obligación de sigilo ya no tiene
razón de ser. “Pero ¿quién ha dado al abogado la triste misión de divulgador, y
si el hecho es en realidad tan notorio y hasta indiscutible qué necesidad hay de

147
Citado por CARRERA, ob. cit., p. 41.
148
Citado por CARRERA, ob. cit., p. 40.
149
CARRERA, ob. cit., p. 43.
150
SERRA, ob. cit., p. 355.
151
CARRERA, ob. cit., p. 39.

64
que el abogado contribuya a darle mayor fe todavía? ¿Cabe dentro de la
dignidad profesional añadir más fuego a la hoguera?”.152
Finalmente, no termina con el fin de los servicios el deber de discreción.
Subsiste a la conclusión del juicio civil o criminal o de la gestión de jurisdicción
voluntaria, subsiste después de terminadas las consultas, subsiste después de
evacuados los informes. Por ello es que esta obligación es considerada
generalmente por la doctrina como obligación post-contractual. La razón
obedece a que regularmente el contrato agota sus efectos con el cumplimiento,
tanto durante el iter negocial como posteriormente. De allí la calificación de pos-
contractual. El secreto profesional es obligación de seguridad y resulta de la
153
directiva de buena fe. La obligación de reserva se ha de observar con
respecto al ex cliente, y no cesa tampoco con la muerte del mismo, como lo
pretendió el médico que atendió a Su Santidad Pío XII, cuando se le censuró
por haber suministrado crónicas a la prensa sobre la enfermedad y agonía del
Pontífice.154 Con pie en ello se ha calificado a esta obligación como pos-
contractual, lo cual obedece a que se manifiesta aun después del cumplimiento
de la obligación principal, pero no es menos obligación por ello.155

III.F.- DEBER DE INFORMACION

1) Concepto y Orígenes

También se trata de un deber que no sólo incumbe a la profesión de


abogado, sino que a todas aquellas personas que por su oficio o profesión,
tienen por misión prestar ayuda o consejo a otras personas. Implica in-formar,

152
Citado por CARRERA, ob. cit., 130.
153
GREGORINI, ob. cit., p. 86.
154
CARRERA, ob. cit,, p. 143.
155
GREGORINI, ob. cit., p. 86.

65
dar forma a los conceptos del cliente, suministrarle los datos que le sean de
utilidad, especialmente en cuanto a los riesgos y alternativas del camino
propuesto, y no a efectos de una mera ilustración académica, sino en orden a la
posibilidad de que el cliente pueda optar informadamente por contratar o no, y
de controlar al profesional durante el desarrollo de la prestación principal.
De manera general se puede mantener que la prestación profesional del
abogado, aun cuando se resuelva en realizar una actividad jurisdiccional, o
poner en marcha un complejo de actuaciones que incluya determinadas
jurisdiccionales, no se inicia normalmente, con el ejercicio de una actuación
jurisdiccional (la interposición de la demanda, el recurso, etc.), sino que requiere
un estudio preliminar de las probabilidades de éxito de aquella, esto es, de la
prosperabilidad y fundamentación de la pretensión del cliente. Esta deliberación
por parte del abogado, ha de traducirse necesariamente en un deber de
información al cliente.156
El deber de información resulta de la aplicación del principio general de
buena fe, desde que el abogado debe informar verazmente al cliente de las
bondades, vicios, alternativas y eventuales consecuencias del servicio, sin
omitir, retacear, ni falsear nada. Igualmente, el cliente puede conocer
circunstancias que podrían influir, modificar o conspirar contra la bondad del
servicio y debe hacerlas saber francamente al abogado. Sin embargo, dada la
las asimetrías que se producen en la relación abogado-cliente, este deber se ha
enfocado más hacia el profesional del derecho que hacia el cliente.
El deber de información es una institución relativamente nueva,
desarrollada fundamentalmente por la jurisprudencia de los Estados Unidos con
ocasión del consentimiento informado en la responsabilidad médica, y que se
ha extendido a prácticamente todo el mundo occidental. Partiendo de la doctrina
del simple consentimiento, evolucionó en la década 1950-1960 en el sentido de

156
SERRA, Adela, “La responsabilidad civil del abogado”, Navarra, Editorial Aranzadi, 2ª edición, 2001,
p.269.

66
que –más allá de no poder efectuar ningún tipo de tratamiento sin recabar el
consentimiento del paciente- pesaba sobre el médico la obligación positiva de
dar información al paciente sobre los riesgos inherentes al tratamiento que se le
recomendaba antes de aplicárselo. Luego el concepto se fue ampliando,
describiendo el deber del médico como incluyendo una revelación –
comprensible para el enfermo- acerca de la naturaleza y todas las probables
consecuencias de la terapia sugerida o recomendada. 157
Entre nosotros, la tradición del consentimiento informado llegó tarde y
para aplicarse más bien en el solo ámbito médico. En lo que respecta a la
abogacía, podría pensarse que no cabría este deber, porque no se usa, y ni
siquiera los códigos de ética profesional lo receptan, lo que hasta cierto grado
aparece como efectivo y lamentable a la vez, desde que “los criterios sobre lo
que debe hacerse no son empíricos, consuetudinarios, sino axiológicos,
valorativos, y por tanto abstractos, objetivos. Es decir, la respuesta elemental al
planteo de marras sería: Está mal que no se use: debe usarse. Y el Derecho
tiene que actuar para favorecer esa adopción, considerando nuestras propias
peculiaridades, simplemente porque es buena”.158 Este criterio aparece muy
bien formulado por la regla de derecho (rule of law) afirmada por Oliver W.
HOLMES en 1903, destacado juez de la Suprema Corte Federal de los Estados
Unidos y filósofo, y que expresa: “lo que normalmente se hace puede ser
evidencia de lo que debería hacerse, pero lo que debe hacerse está fijado por
un estándar de prudencia razonable, sea que normalmente se cumpla o no”.159
Con todo, un cierto desarrollo y conciencia jurídica de este deber ha
comenzado a abrirse paso, al menos en el campo de la defensa de los
derechos del consumidor, donde claramente aparece consagrado, según puede
desprenderse de la Ley Nº 19.496 Sobre Protección de los Derechos del
Consumidor. Sin embargo, en su más reciente modificación y disipando ciertas

157
RABINOVICH, Ricardo, “Responsabilidad del médico”, Buenos Aires, Editorial Astrea, 1999, p. 44
158
RABINOVICH, R. , obra citada, p. 46.
159
Caso “Texas c/Behymer, SCEU 1903, 189 US 470, citado por RABINOVICH, R., p. 45.

67
dudas que habrían podido plantearse, se establecen expresamente ciertas
exclusiones, entre ellas a los profesionales liberales, por la vía de no considerar
“proveedores” a las personas que posean un título profesional y ejerzan su
actividad en forma independiente (artículo 1º inciso final).

2) Fundamentos del deber de información

Nuestro Código Civil, producto del liberalismo político y económico


imperante en la época, se apoya sobre dos grandes pilares o principios
tradicionales de la contratación: la libertad contractual o autonomía de la
voluntad, y la igualdad de las partes. Consecuencia de esos principios es que
las partes gozan de una amplísima libertad para convenir sus negocios
jurídicos y asignarles el contenido que consideren conveniente, concediendo a
la libre voluntad de las partes la fuerza inconmovible de la ley; los acuerdos
prestados sin ninguno de los vicios de la voluntad harían nacer una ley privada
que regiría las relaciones entre las partes contratantes.
Asimismo, el contrato es el resultado de la expresión libre de dos
voluntades que se encontrarían situadas en un plano de igualdad para discutir
160
los términos del contrato y autorregular sus intereses. Dentro de este
esquema y en un plano teórico, la autonomía de la voluntad supone la libertad
de las relaciones contractuales que significa la libre opción del individuo entre
contratar y no contratar.
Sin embargo, la realidad nos muestra otra faceta, y es que los hombres
viven en condiciones de enorme desigualdad económica y social. Más aun, el
modelo contractual individualista previsto en nuestro Código Civil aparece en
principio superado por las profundas transformaciones económicas y sociales
operadas fundamentalmente a partir de fines del siglo XIX, que han exigido un

160
GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 41.

68
replanteo de los postulados clásicos del contrato y la adaptación jurídica
acorde a la realidad.
Así, este deber de la información, elaborado y construido en sus inicios
por la doctrina y jurisprudencia norteamericana, se fundamenta en el imperativo
de raigambre ética, de que la relación jurídica de servicios profesionales es,
primeramente, un contrato de confianza, que demanda de aquellos que están
culturalmente mejor dotados -sin duda se presume que el abogado lo está
frente al hombre común- una actitud de prudencia y probidad en el desempeño
de su conducta, tanto en torno al ofrecimiento, celebración y ejecución de sus
servicios profesionales.
Desde luego, porque resultan evidentes y significativas las asimetrías
que se producen en la relación profesional-cliente, en que el primero es
poseedor de conocimientos de los que el segundo carece y que le permiten
diagnosticar, pronosticar y prescribir circunstancias que lo colocan en una
situación de superioridad contractual desde la génesis misma del contrato. Los
vínculos profesionales no son simétricos, sino que se organizan en torno a una
jerarquía cognitiva. Si a eso le sumamos el hecho de la compulsión derivada del
problema que aqueja al cliente, y el desconocimiento por parte de éste de los
términos científicos y del lenguaje, que le provocan una conducta de disposición
y sumisión, un estado de dependencia regresiva, frente a un profesional que
proyecta una actitud de omnipotencia y de capacidad omnímoda para resolver
su problema, la desigualdad adquiere ribetes francamente dramáticos, que
limitan ostensiblemente la libertad real de poder ligarse jurídicamente. En este
sentido se ha subrayado que "la contratación de los servicios profesionales, en
tanto vinculan a un experto y un profano en la materia, se caracteriza por la
gran brecha cultural que separa a los contratantes".161 ..... "esta asimetría en la
relación profesional-cliente asigna a aquél una serie de obligaciones que vienen
impuestas fundamentalmente por el principio de la buena fe, encaminada a

161
GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 47.

69
restaurar el equilibrio negocial, tales como el deber de información que pesa
sobre el facultativo, el deber de obtener el consentimiento basado en distintas
prácticas profesionales, el de mantener una adecuada comunicación con el
cliente, adaptado a las circunstancias del caso y a las condiciones culturales,
sociales, psicológicas, etcétera". 162
Así es como se estima que el profesional, a la par de la prestación
principal, asume entre otros importantes deberes complementarios impuestos
por la buena fe, el de informar al cliente, lo que para éste último constituye un
verdadero derecho. El mandato ético de quien brinda un servicio profesional no
sólo debe circunscribirse a abstenerse de usufructuar de un rol o lugar, sino que
más allá de eso, le impone el deber de conducirse positivamente en aras de
preservar la transparencia del vínculo, procurando en todo momento la
igualación de los sujetos contratantes como una meta permanente de la
relación jurídica profesional. “De ello se desprende que la igualdad de los
sujetos contratantes no es de hecho el punto de partida, sino que debe
constituirse en su meta”. 163
Tan cierto es que se trata de un deber jurídico, que por algo las
legislaciones, ante la patente realidad de que los hombres viven en condiciones
de enorme desigualdad económica, social y cultural, continuamente se
preocupan, en aras del principio de igualdad jurídica dentro de la contratación,
de proteger de un modo especial a la parte más débil, para evitar que quede a
merced de la más fuerte, procurando eliminar los efectos del desequilibrio
económico de los contratantes. Así, la masificación y despersonalización de las
relaciones contractuales han provocado que el contrato de negociación
individual haya sido sustituido por la contratación estandarizada o por adhesión,
de cláusulas predispuestas, por lo que “la defensa de los consumidores ha
constituido una de las grandes preocupaciones de las últimas décadas, lo que

162
GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 51.
163
GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 42.

70
ha motivado que distintos países sancionaran leyes protectoras del
164
consumidor”. Como ya adelantamos, nuestro país no ha estado exento de
esta corriente.

3) La información como corrector de la desigualdad

Sin pretender agotar la riquísima normativa existente ni construir una


doctrina que excedería el propósito de este trabajo, queremos resaltar al
respecto los artículos 1445, 1546 y 1566 del Código Civil, los cuales contienen
algunos principios que permiten deducir la permanente preocupación de nuestro
legislador con respecto a este tema, en orden a que contienen en germen la
posibilidad de restablecer el equilibrio económico de las prestaciones, implican
la admisión de la desigualdad de los sujetos contratantes restituyéndoles en
alguna medida aquel derecho aparentemente perdido, el derecho a la
desigualdad. El primero exige, referido a la génesis o formación del acto
jurídico, que “para que una persona se obligue a otra por un acto o declaración
de voluntad es necesario:1º que sea legalmente capaz; 2º que consienta en
dicho acto o declaración y su consentimiento no adolezca de vicio;..”, lo que
viene significando, más allá de su tenor literal, que para nuestro legislador la
voluntad es el principal elemento del acto jurídico y si bien los demás elementos
de existencia o validez -objeto lícito, causa lícita, solemnidades y capacidad-
son indispensables para el perfeccionamiento o la eficacia del acto, “no es
menos cierto que la voluntad contiene en sí todos esos elementos. En efecto, la
voluntad recae necesariamente sobre un objeto; la causa, sea que se entienda
por tal el motivo psicológico o jurídico que induce a contratar, está en la
manifestación de voluntad, y las solemnidades se exigen como medios
especiales de manifestar la voluntad. La capacidad es requisito de validez
porque sin ella no puede haber voluntad eficaz. En definitiva encontramos,

164
GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 47.

71
165
pues, en la voluntad todos los elementos del acto jurídico” . En el decir de
este precepto, para nuestra legislación existen personas capaces e incapaces,
esto es, aquellas que no pueden obligarse por sí mismas, y además, aun las
personas capaces pueden incurrir en vicios de la voluntad tales como el error, la
fuerza y el dolo. Por su parte, el artículo 1546, aun cuando referido al efecto de
las obligaciones, pero trasuntando un principio general de nuestra legislación,
preceptúa que “los contratos deben ejecutarse de buena fe, y por consiguiente
obligan no sólo a lo que en ellos se expresa, sino a todas las cosas que
emanan precisamente de la naturaleza de la obligación, o que por la ley o la
costumbre pertenecen a ella”. El tercer precepto, referido a la interpretación de
los contratos y siempre adscrito en el ámbito de la buena fe, dispone que “las
cláusulas ambiguas que hayan sido extendidas o dictadas por una de las
partes, sea acreedora o deudora, se interpretarán contra ella, siempre que la
ambigüedad provenga de la falta de una explicación que haya debido darse de
ella”.
Siendo los tiempos actuales de cierta intolerancia hacia quienes no
accedieron al derecho de información, esto es, hacia los usuarios de los
servicios profesionales, el desarrollo y arraigo del deber de información se erige
como una importante forma de garantizar la libertad con contratos más justos.
Una correcta información implica colocar en manos del cliente de los servicios
la herramienta de control necesaria para limitar el poder cultural desequilibrante
de los profesionales. Sin perjuicio de ello, puede afirmarse de otro lado que
nuestro ordenamiento, a partir de los preceptos citados por vía meramente
enunciativa, contiene herramientas como para hacer funcionar los mecanismos
correctores frente a la inadecuación y disfuncionalidad de los principios
tradicionales de la contratación. El reconocimiento explícito de contratantes en
pie de desigualdad, unido a la herramienta de la buena fe como norma

165
LEON, Avelino, “La voluntad y la capacidad en los actos jurídicos”, Santiago de Chile, Editorial
Jurídica de Chile, 1952, p. 41.

72
imperativa fundamental para celebrar, interpretar y ejecutar los contratos son
algunos de los existentes. El tema resulta acuciante y desborda con creces el
marco del deber de información que tratamos, trascendiendo en lo que a los
abogados respecta, a problemas mucho más profundos en el ámbito de la
responsabilidad, como tendremos oportunidad de tratar más adelante. La
autora argentina Celia WEINGARTEN, al tratar sobre la dialéctica contradictoria
del poder de la cultura y el cientificismo del profesional y la ignorancia del
cliente, expone que “precisamente por la actuación del profesional, teniendo en
cuenta su capacitación científico técnica y la función social que cumple en la
sociedad, debe imponérsele un mayor grado de rigurosidad y responsabilidad
en el cumplimiento de ciertos deberes (v. gr. , información) y como
contrapartida, una mayor protección para el usuario.166 Quede de momento tan
solo enunciada la problemática.

4) Deber de información en su fase precontractual

GHERSI considera que se suceden como previas a la obligación de


información que pesa sobre el profesional y en una fase que podría
denominarse “precontractual”,167 las siguientes actividades metodológicas: “a)
aprehensión de la situación fáctica; b) distinción y ordenamiento de las distintas
variables que pueden fecundarse; c) valoración de los efectos, con sus
aspectos positivos y negativos; d) estado o posible aportación por el cliente de
los elementos de evaluación; e) consulta sobre los criterios científicos
dominantes; y f) apreciación crítica y valorizada de su tarea.” 168
Con relación a la aprehensión de la situación fáctica, “ello implica desde
la toma de conciencia de que el cliente recurre porque posee una situación de

166
GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 58.
167
Distinta es la posición de SERRA RODRIGUEZ, para la cual se trata de la primera obligación que le
incumbe al abogado y ni siquiera ha de ser asumida expresamente, sino que se halla implícita entre las que
conforman su prestación profesional, ob. cit., p. 269.
168
GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 62.

73
conflicto individual o social, hasta la corroboración de los hechos narrados por
el requirente. Incluso puede ser conveniente una ampliación en la recolección
de los hechos, documentos, testimonios, con la finalidad de reconstruir la
situación histórica, para evitar el falseamiento en el punto de partida, sobre todo
con aquellas situaciones que subyacen en la realidad narrada y que pueden
llegar a conocerse con una actitud diligente del profesional”.169 Este aspecto
reviste vital importancia desde que al letrado le corresponde la selección de los
hechos, normas y desarrollos argumentativos, por lo que no debe limitarse
simplemente a reproducir las circunstancias fácticas que le fueran expuestas
por el cliente, sino que debe aprehenderlas y valorarlas a la luz de las
preceptivas e instituciones jurídicas, para así escoger de entre todas ellas los
hechos en base a los cuales constituirá, organizará el caso, preparará la
prueba, desarrollará la teoría aplicable y elaborará la argumentación destinada
a convencer a los jueces de la razón que asiste a su cliente.170
Así es como los tribunales argentinos han resuelto que la responsabilidad
del abogado puede nacer aun antes de que exponga en un escrito judicial los
hechos que le indique su cliente, ya que primero debe examinar y apreciar su
verosimilitud, como también la viabilidad de la acción a deducir sobre la base de
los mismos, 171 y con base a ello, informar al cliente.
De otro lado, es tarea fundamental del profesional la valoración o
“esclarecimiento de los aspectos positivos y negativos de los distintos caminos
posibles, según el encuadre científico que se decida, con la finalidad de evitar
sorpresas que el cliente debe conocer ab initio”. 172
Por otro lado, suele ser una tarea descuidada por los profesionales y que
resulta a la postre de indudable trascendencia, la consulta sobre los criterios
científicos dominantes, máxime cuando el problema tiene aristas que puede

169
GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 63.
170
Andorno, citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., T. II, p. 532.
171
TRIGO, ob. cit., p. 149.
172
Ibid.

74
contraponerse al criterio tendencial. Ello debe advertirse al cliente para que
determine si asume o no los riesgos de la posición emprendida. El cliente desea
saber cuáles son las perspectivas de éxito o de derrota y espera de su abogado
un juicio fundado sobre el particular. Especial relevancia adquiere aquí la
posible utilización de técnicas en estado de experimentación, ya que el Derecho
está en cambio permanente y la “interinfluencia” a que está sometido desde y
hacia otros países, ha pasado a ser trascendente, por la facilidad de los medios
de comunicación y difusión de la literatura jurídica. Esto posibilita que los
abogados accedan al conocimiento de nuevos planteos jurídicos realizados en
otros países, por ejemplo las diversas formas de la defensa de los intereses
difusos o los derechos del consumidor; de tal forma que al planteársele por un
cliente situaciones nuevas no contempladas por el ordenamiento jurídico
vigente, pueda recurrir a posiciones inéditas para la legislación, doctrina y
jurisprudencia. Ello entraña un indudable “riesgo” que debe ser compartido con
el cliente, no porque esté en condiciones científicas de dilucidar o evaluarlo,
sino simplemente para que conozca la situación claramente y asuma esta
nueva situación como tal.173

5) Contenido y requisitos del deber de información

Dentro de Sudamérica, es en Argentina donde este deber se ha


desarrollado mayormente, estimándose que en cuanto a su contenido, la
información que debe dar el profesional debe ser eficaz, comprensible,
completa, continua y oportuna, o sea, que demanda una actitud precisa del
profesional para con su cliente.
Teniendo presente que sociológicamente los sujetos en la contratación
no son iguales, apareciendo por un lado el abogado, monopolizador de su
saber, que además tiene un lenguaje muy particular, resulta necesario adecuar

173
GHERSI, “Responsabilidad de los abogados y otras ...”, ob. cit., p. 75.

75
esa terminología a un lenguaje más llano, comprensible a un lego,174 desde que
es evidente que “la complejidad técnico científica del lenguaje utilizado
constituye otro de los aspectos que contribuyen a acentuar el desequilibrio y
desigualdad de los sujetos contratantes”.175 El lenguaje –instrumento de
comunicación entre los individuos- constituye la base para lograr una relación
profesional-cliente eficaz, de allí que debe ser claro, sencillo y preciso. Así, en
el otro extremo está el cliente, que puede ir desde el hombre común más
humilde hasta las empresas más poderosas, o incluso otro profesional. “Es
importante entonces tener en cuenta al receptor de la información, pues su
comprensión es fundamental para evaluar luego el grado de cumplimiento o
incumplimiento en este deber de información. En suma, no es posible igualar en
teoría y abstractamente la información respecto del informante y de la
diversidad de sus receptores”. 176
“En todos lo casos, el lenguaje y terminología utilizados deben garantizar
un conocimiento claro y suficiente acerca del contenido y alcance del negocio
jurídico; para ello es indispensable que sea el ordinario y normal del
destinatario, apropiado a su condición social, es decir, que pueda ser
comprensible para el cliente a fin de paliar o morigerar la superioridad
intelectual del profesional”, 177 desde que el usuario no tiene porqué conocer los
tecnicismos del lenguaje jurídico ni sus acepciones más rebuscadas, debe
comprender su significado utilizando esfuerzos comunes, con extensión
proporcionada al alcance del negocio. Por ello deben distinguirse los contratos
celebrados entre personas con los mismos conocimientos técnicos en la
materia –en que pueden usarse términos técnicos- de aquellos en que los
sujetos no se encuentran en la misma situación técnico-científica. El deber de
hablar claro constituye una carga, cuya omisión obliga al profesional a soportar

174
GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 66.
175
GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p.51.
176
GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 67.
177
GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 53.

76
las consecuencias. “Se trata de un deber que surge del principio de buena fe,
coordinado con la tutela de la confianza y la legítima expectativa del
destinatario, el cual debe –según la buena fe- poder tener confianza en sus
declaraciones”.178

6) La información como herramienta de control

El deber de información no solo cumple un importantísimo rol en la


génesis del contrato de prestación de servicios profesionales, sino que también
durante todo el desarrollo de la prestación. La violación al deber de información
constituye una falta a la confianza depositada y al deber de fidelidad que todo
profesional tiene con su cliente como primordial exigencia de conducta. El
incumplimiento afecta la base misma de toda relación profesional, siendo que a
través de la información, el cliente mantiene una metodología de control sobre
el profesional con lo cual condiciona su comportamiento.
“Querer simplemente presentar esta arista espinosa y resistida de la
responsabilidad de los profesionales para dejar abierto un debate profundo es,
como decía WEBER, el ejercicio de un poder como posibilidad de imponer la
propia voluntad al comportamiento de otras personas”.179
Ello conlleva al profesional simultáneamente a un estímulo hacia la
especialización y el perfeccionamiento.
En este sentido, también los colegios profesionales cumplen un rol
importante, pues la sola amenaza de que los clientes puedan denunciar la mala
conducta implica una forma de control preventivo, evitando abusos de confianza
y económicos.

178
GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 55.
179
Citado por GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 70.

77
Todas estas metodologías de control individual, colectivo y social van
demarcando un nuevo modelo de profesional, con una seria autocrítica de su rol
y funciones.

III.G.- DEBER DE NO INDUCIR A ENGAÑO AL CLIENTE

1) Generalidades

Relacionado con el deber de información, pero ya más bien como una


abstención, se encuentra este deber, comprensivo asimismo del no empleo de
toda publicidad que pueda inducir a engaño a los clientes o que ofrezca
ventajas contrarias a las leyes en vigor, lo cual importaría también una forma de
procurarse clientela por medios incompatibles con la dignidad profesional. Así
por ejemplo, infringiría el deber en consideración el prometer y anunciar
resultados exitosos seguros para determinadas acciones o planteamientos
judiciales. El abogado no puede más que significarle a su cliente si su derecho
está o no amparado por la ley y cuales son, en su caso, sus probabilidades, sin
adelantarle una certeza que el mismo no puede tener.
“Obviamente el abogado nunca está en condiciones de asegurar un
resultado exitoso de un litigio judicial, aun contando con precedentes
jurisprudenciales y doctrina en su favor, dado que en definitiva los juicios los
decide un tercero, el juez, quien puede muy bien no compartir las alegaciones y
valoraciones de las partes del proceso, por más acertadas o correctas que las
mismas puedan, en principio, parecer o resultar; lo cual es así como bien lo
apunta CUETO RUA, porque: “los jueces de quienes depende la definición y la
decisión del litigio son seres de carne y hueso, cada uno con sus creencias, sus
ideas, sus preferencias, sus ideologías, sus intereses, sus prejuicios, y sus
propias experiencias vitales, constructivas o destructivas, instructivas o

78
deformantes”. Y por ello es que el abogado sólo puede formular predicciones
acerca de la probable decisión judicial del caso y nada más; “el cliente –dice
CUETO RUA- desea saber cuales son las perspectivas de éxito o de derrota y
espera de su abogado un juicio fundado sobre el particular”, siendo
exclusivamente esto, -agregamos por nuestra parte-, lo único que puede
pretender y exigir del mismo.”180
En consecuencia, si el abogado acepta el encargo, debe previamente
haber asesorado debidamente al cliente sobre las posibilidades de su caso,
según la ciencia y saber del letrado, de modo de no inducirlo a engaño sobre su
situación real o sobre la prospectiva de la gestión. 181

2) Fundamento Ético

Por principio ético el abogado debe ser extremadamente cauto al


plantear a su cliente las posibilidades que tiene en un conflicto cuyo trámite le
confía. Inducir a expectativas falsas es crearle un erróneo alcance de las
perspectivas del caso.
Es así como este deber se encuentra receptado en el Código de Ética
Profesional del Colegio de Abogados de Chile A.G., en términos que “no debe
el abogado asegurar al cliente que su asunto tendrá buen éxito, ya que influyen
en la decisión de un caso numerosas circunstancias imprevisibles; sino sólo
opinar según su criterio sobre el derecho que le asiste” (art. 26º).
En Argentina, las leyes que regulan el ejercicio de la profesión de
abogado les prohíben toda publicidad que pueda inducir a engaño a los clientes
o que ofrezca ventajas contrarias a las leyes en vigor; lo cual importa a su vez
una forma de procurarse clientela por medios incompatibles con la dignidad
profesional.182

180
Citado por TRIGO, ob. cit., p. 42.
181
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 516.
182
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 516.

79
III.G.- DEBER DE PATROCINIO Y DEFENSA

1) Generalidades

“En el derecho francés y en otras legislaciones que siguen ese sistema,


la actuación judicial del abogado está equiparada a la de un “oficial público”, a
quien la ley impone, con independencia de las voluntades individuales, ciertos
deberes legales; y el primero de ellos es el de no rehusar sus servicios al
particular que se los demande, para representarlo en juicio, al punto que su
negativa a hacerlo podría generar un principio de responsabilidad delictual a
cargo del abogado, a menos que estuviese fundada en motivos legítimos”. 183
Entre nosotros ello no es así, pues salvo en aquellos casos en que
aparece expresamente impuesto por la ley, no existe propiamente un deber de
defender en justicia o de aconsejar sobre cuestiones de derecho. No obstante,
el abogado debe individualizar el objetivo perseguido por el cliente, la situación
de hecho que se encuentra en la base de la exigencia del cliente y todo otro
elemento útil, y luego de ello decidirá si acepta el encargo y dispone de los
instrumentos útiles para la realización del objetivo final de su cliente.184
Empero, al margen de esta libertad profesional de aceptar o no defensas
y patrocinios, lo cierto es que una vez asumidas éstas, entran a jugar una serie
de obligaciones del abogado para con su cliente, encuadrables más bien dentro
del “deber de lealtad o fidelidad” ya expuesto.

183
TRIGO, ob. cit., p. 38.
184
Favale, citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 516.

80
2) Consagración normativa

El Código de Ética Profesional del Colegio de Abogados de Chile A.G.


trata de este deber al preceptuar que “el abogado tiene libertad para aceptar o
rechazar los asuntos en que se solicite su patrocinio, sin necesidad de expresar
los motivos de su resolución, salvo en el caso de nombramiento de oficio, en
que la declinación debe ser justificada...”; sin embargo, “no debe hacerse cargo
de un asunto sino cuando tenga libertad moral para dirigirlo” (art. 6º) ; y que
“una vez aceptado el patrocinio de un asunto, es deber del abogado para con
su cliente servirlo con eficacia y empeño...” (art. 25º), no pudiendo
“...renunciarlo sino por causa justificada sobreviniente que afecte su honor, su
dignidad o conciencia, o implique incumplimiento de las obligaciones morales o
materiales del cliente hacia el abogado o haga necesaria la intervención
exclusiva de profesional especializado” (art. 30º), o en caso que el cliente haya
persistido en no guardar el respeto a los magistrados o funcionarios, a la
contraparte, a sus abogados, o hacia terceros que intervengan en el asunto,
habiendo el abogado velado por ello, debe éste último renunciar al patrocinio
(art. 31º). Es más, dicho estatuto, partiendo de la base de la aceptación
voluntaria del encargo por parte del letrado, preceptúa como de la esencia del
deber profesional el defender empeñosamente, con estricto apego a las normas
jurídicas y morales, los derechos de su cliente (artículo 1º).

III.H.- DEBER DE GUARDAR ESTILO Y DIGNIDAD

Tratado este deber en general referido a la actuación judicial, no debe


pensarse que escapa del todo al campo de la negociación y asesoramiento
extrajudicial.

81
Así, se ha considerado que es un deber fundamental de los abogados el
guardar estilo en su actuación tribunalicia, y que el estilo forense exige mesura
y decoro, sin desmedro del vigor expresivo que no requiere tonos ni
expresiones desmedidas o indecorosas. Además, que es profundamente
inconveniente, desde el punto de vista de los intereses del cliente, que su
abogado no guarde las formas o cumplimiento de su deber de estilo, desde que
“no hacerlo, ser demasiado irónicos, descomedidos, sobradores, agresivos,
irrespetuosos, etcétera, no es por cierto el mejor camino para tener éxito en el
campo de la argumentación forense”.185
En efecto, muchas veces la ardorosa pasión con que se brindan los
esfuerzos profesionales puede llevar al abogado a una actuación que puede
conceptuarse sobreabundante desde la visual de quien se encuentra en un
plano de mayor tranquilidad y que, no obstante, hay que comprender porque en
definitiva, la actividad profesional en sus múltiples matices ayuda al
esclarecimiento de la verdad jurídica y a la concreción de la justicia del
pronunciamiento jurisdiccional.
Empero, la defensa de los intereses del cliente, si bien debe ser ejercida
con celo, saber, dedicación, energía y denuedo, si es necesario, lo debe ser con
la indispensable mesura y una meditada elección de la eficiencia y probidad de
los medios utilizados en la defensa de los intereses que le son confiados, de
manera tal que se salvaguarde la majestad de la justicia, tornándose
imprescindible conservar el debido equilibrio, evitando por ejemplo, los
desbordes de palabras y términos denigrantes. Así, la tarea del abogado debe
ser cuidadosa tanto en el estilo como en el contenido de los escritos, sin ser
aceptable que los términos usados necesiten de posteriores explicaciones o
aclaraciones para demostrar que no se pretendió violar esta premisa.

185
Carrió, citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 514.

82
Así, en Argentina se ha fallado que las conductas irregulares, actitudes
inelegantes, expresiones inadecuadas, etc., no se compadecen con el estilo
forense, por exceder el límite de la defensa de los intereses confiados.186
En consecuencia, el patrocinio debe cubrir las argumentaciones
mediante las cuales las partes fundamentan desde el punto de vista jurídico sus
pretensiones, pero no cabe concebir tal instituto como destinado a crear una
instancia censoria, sino dándole el sentido de una cautela tendiente a limitar las
posibilidades de expresión de las partes, sin perjuicio del derecho de libre crítica
de que están investidas las partes en su actividad ante los estrados.
De lo anterior surge que si bien la obligación profesional obliga a
extremar los recaudos para lograr la mejor defensa de los intereses de quien se
representa y patrocina, debe guardarse un determinado estilo en las
expresiones que se vierten, tanto sea respecto de las contrapartes en juicio, de
los colegas que las asisten o de los magistrados o funcionarios que intervienen
en la litis.187
Por lo demás, “es un hecho comprobado que el empleo de terminología
ruda no va de la mano, por lo general, de precisión y profundidad jurídica, sino
que normalmente, constituye justamente un signo de falta de elocuencia, de
conocimiento o de persuasión, virtudes a las que se pretende sustituir con la
rudeza o falta de estilo, sin comprender que se puede llegar al mismo resultado
–o a uno mejor- utilizando debida y mesuradamente la rica variedad de la
lengua castellana con milenios de antigüedad”.188

186
Tribunal de Disciplina del Colegio Público de Abogados, sala II, octubre 13-1987, citado por GHERSI,
“Responsabilidad del abogado y otras…”, ob. cit., p. 131.
187
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 515.
188
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 515.

83
III.I.- DEBER DE PERFECCIONAMIENTO PROFESIONAL

COUTURE coloca como el primero de los mandamientos del abogado, el


de estudiar, aclarando que “el derecho se transforma constantemente. Si no
sigues sus pasos, serás cada día un poco menos abogado”.189
La profesionalidad debe traducirse en un adecuado nivel de preparación
personal, organización y especialización del prestador de servicio para que su
realización se haga de acuerdo con los estandares de calidad que es dable
esperar. En todo oficio, técnica, arte o profesión se requieren niveles de
preparación del prestador crecientemente más exigentes y de actualización
permanente. El profesional sabe que cambian las técnicas y los conocimientos
que debe aplicar, y si no se actualiza permanentemente no sólo no estará en
condiciones de prestar un servicio mínimamente aceptable, sino que será
responsable por incumplimiento contractual. Así, la aceleración de los tiempos
genera cambios trascendentes en las técnicas y las ciencias y aquel profesional
que permanece estático con sus conocimientos universitarios o no globaliza su
información, se encontrará rápidamente imposibilitado de continuar siendo
prestador de servicios.190
La función social que reconoce nuestra profesión de letrados, está en
forma clara por demás resaltada en las distintas legislaciones. La comunidad
deposita en los abogados sus bienes, su honor, libertad y sobre todo su
confianza en cuanto a que la gestión judicial o extrajudicial de que ha de
ocuparse, será la justa y adecuada a fin de evitar cualquier trasgresión al
ordenamiento. “Esta expectativa podrá ser zanjada por aquellos profesionales
que se muestren efectiva y suficientemente capacitados para abogar por los
intereses socialmente confiados”. 191

189
Citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit. Tomo II, p. 518.
190
GREGORINI, ob. cit., p. 84.
191
GHERSI, “Responsabilidad de los abogados y otras..”, ob. cit., p. 33.

84
Así, en Argentina se ha fallado por el Tribunal de Etica Forense de
Buenos Aires que la falta de capacitación de un abogado, infringe asimismo el
amplio deber de probidad, lealtad y buena fe: “el monopolio de abogar ante la
justicia, que implica el título profesional, impone una preparación idónea para
tan noble labor y una conducta personal acorde con la misión retenida en forma
exclusiva, que significa, en todos los casos una meditada lección de la
eficiencia y de la probidad de los medios utilizados en defensa de los intereses
privados que le son confiados”; … “el abogado, portador de un título que le
asegura más que un derecho, puesto que es un monopolio verdadero, por
medio del cual podrán las partes en conflicto hacer valer sus derechos en juicio,
tienen un deber moral correlativo de poseer los estudios suficientes para que,
por falta de ellos, no perezcan los derechos que le fueran confiados…”, que
“…en el caso de un abogado, no se juzga la eficacia del ejercicio profesional,
regida en todo caso por los principios del derecho de las obligaciones…sino que
se parte de esta conducta negligente objetivada en los actos constituidos por
los errores, los planteos absurdos, las interpretaciones y expresiones
incoherentes, para derivar de ellos la falta de probidad consistente en presentar,
ofrecer y contratar servicios profesionales sin poseer los conocimientos, la
preparación intelectual mínima para asumir el rol de apoderado y letrado
patrocinante…”; y que “las anomalías en que incurrió el abogado que no han
hecho sino desbaratar o al menos dilatar, con grave peligro de su pérdida
definitiva, la protección legal al derecho de su cliente, al cometer graves
manifiestos y reiterados errores en una causa judicial, todo lo cual configura
falta a la probidad por manifiesta negligencia derivada de una objetiva ausencia
de capacitación profesional”.192
La legislación cambia permanentemente y, generalmente, no en forma
ordenada y los tribunales dictan también en forma permanente miles de
sentencias por día, permaneciendo la mayoría de esta jurisprudencia sin

192
Citado por GHERSI, “Responsabilidad de los abogados y otras…”, ob. cit., p. 138.

85
publicar, asemejándose a una selva espesa, donde quien pretende internarse
en ella, solo puede hacerlo trabajosamente y a golpes de machete, a riesgo de
perder la orientación o extraviar el sendero. Con pie en ello se ha dicho que “el
conocimiento técnico del profesional está en constante evolución, por lo que es
necesario un continuo y constante aggiornamiento científico para realizar las
diversas exigencias del requerimiento del cliente…Este deber se configura
como una obligación accesoria derivada del contrato profesional…”.193
Entonces, la profesionalidad del abogado consistirá en capacitarse y
organizarse para el servicio contando con los elementos técnicos y
colaboradores adecuados, dependientes o no, para prestar el servicio de que se
trate. La responsabilidad se acentuará según la condición especial que supone
su intervención, desde que las exigencias de la profesionalidad son superiores
a las del hombre común y, por ende más estrictas las responsabilidades. “En
síntesis de la falta de profesionalidad a la responsabilidad por mala praxis, la
distinción es imperceptible, y el desemboque de la prueba de la segunda sólo
requerirá el acaecimiento del daño con nexo causal”.194

193
Favale, citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 519.
194
GREGORINI, ob. cit., p. 84.

86
CAPITULO IV

ENCUADRE JURIDICO DE LA RESPONSABILIDAD PROFESIONAL DEL


ABOGADO

IV.A.- PLANTEAMIENTO

La existencia de dos campos de responsabilidad regidos por reglas y


principios diversos, el contractual y el extracontractual, ha provocado a lo largo
del tiempo dificultades crecientes, generando la respuesta doctrinal,
jurisprudencial y legislativa tendiente a abordar esta difícil coexistencia del
mejor modo posible.

El distingo conserva vigente su interés y trascendencia práctica, en razón


de las diferencias de régimen entre uno y otro tipo de responsabilidad que
existen en nuestro derecho positivo, y además, por el tratamiento y desarrollo
que la jurisprudencia dio en su momento a la indemnización del daño moral.

En general y sin ánimo taxativo, se han considerado como los principales


rasgos diferenciadores de estos dos regímenes de responsabilidad, situados en
los siguientes ordenes de materias: a) Distinta naturaleza de la obligación
violada: En la responsabilidad contractual la obligación violada nace de un
contrato y presupone por ende, un pacto preexistente que determina la
naturaleza particular y extensión de la obligación; en la extracontractual en
cambio, es la ley, por su solo ministerio, la que regula la medida y condiciones
de la responsabilidad, deber este que además, surge por vez primera, recién, al
195
producirse el daño; b) Graduación de la culpa: La obligación que nace del
contrato difiere sustancialmente de la obligación genérica de comportarse

195
TRIGO, ob. cit., p. 69.

87
prudentemente sin causar daño a nadie. La primera impone un determinado
grado de diligencia o cuidado, que se mide en función de la culpa de que
responde el deudor. Los contratantes son los llamados a fijar de qué manera
debe comportarse el deudor para el cumplimiento de la obligación. En subsidio,
la ley establece que el deudor responde de culpa grave, leve y levísima,
dependiendo de a quien beneficia el contrato. En cambio, la obligación genérica
de comportarse prudentemente sin perjudicar a nadie no admite graduación, es
196
una sola; c) Perjuicios resarcibles: En el incumplimiento contractual culposo,
el deber de reparar se limita a los daños que se previeron o pudieron preverse
al tiempo del contrato, pero si el incumplimiento es doloso, se responde de los
perjuicios previstos e imprevistos. Tratándose de la responsabilidad
extracontractual, la ley no distingue la naturaleza de los daños indemnizables,
por lo que deberán repararse todos los perjuicios directos, previstos e
imprevistos; d) Carga probatoria: Se ha sostenido que, en materia contractual,
al acreedor le bastaría con invocar la existencia de la obligación resultante del
contrato y su incumplimiento, correspondiendo al deudor demostrar su
irresponsabilidad si existiese; y que, a la inversa, en la responsabilidad
extracontractual el demandante debe acreditar no solo la existencia del hecho
ilícito, sino también el dolo o la culpa de su autor; e) Mora: La responsabilidad
contractual supone que el deudor ha sido constituido en mora. En la
responsabilidad extracontractual esta exigencia carece de sentido, porque ella
tiene origen en la producción del perjuicio, y a partir de éste adviene la
obligación de indemnizar; f) Capacidad: Se sostiene en general que la
responsabilidad aquiliana es más amplia que la contractual, en razón de que
para ser responsable por un hecho ilícito basta la edad de siete años, quedando
a la prudencia del juez determinar si el menor de 16 años ha cometido delito o
cuasidelito sin discernimiento, debiendo responder de los daños causados por
ellos las personas a cuyo cargo estuvieren, si pudiere imputárseles negligencia

196
RODRÍGUEZ, Pablo, “Responsabilidad extracontractual”, Editorial Jurídica, Santiago, 2002, p. 21.

88
(art. 2319 del Código Civil). En materia contractual el deudor debe ser
plenamente capaz; si fuere relativamente incapaz, su responsabilidad se verá
atenuada en los términos que preceptúa el artículo 1688 del Código Civil. g)
Ampliación o reducción de responsabilidad: En materia contractual las partes
pueden tasar anticipadamente los perjuicios que atribuyen al incumplimiento,
haciéndose efectivo incluso sin existencia de daño; también, que el obligado
tome a su cargo y comprometa su responsabilidad, aun por un caso fortuito, o,
a la inversa, que se prevea una reducción o incluso una exoneración de la
responsabilidad. En materia de responsabilidad extracontractual, se estima que
tales posibilidades no existen. Ello sin perjuicio de que en materia
extracontractual existe la facultad judicial de atenuación de la responsabilidad,
desde que “la apreciación del daño está sujeta a reducción, si el que lo ha
sufrido se expuso a él imprudentemente” (artículo 2330 del Código Civil); h)
Mancomunación entre los cor-responsables: Los distintos coautores o
copartícipes de un hecho ilícito son solidariamente responsables frente al
damnificado (artículo 2317 del Código Civil), en tanto que la responsabilidad
contractual es en principio simplemente conjunta o mancomunada, por lo que
cada corresponsable sólo adeuda su respectiva cuota o parte; i) Prescripción:
La acción de daños y perjuicios resultante de un incumplimiento contractual, se
rige, salvo casos especiales, por la prescripción ordinaria de 5 años para las
acciones personales (artículos 2514 y 2515 del Código Civil), en tanto que la
responsabilidad extracontractual prescribe a los 4 años (artículo 2332 del
Código Civil).
En el caso de la responsabilidad profesional en general, y de la del
abogado en particular, el problema cobra especial relevancia, desde que no son
pocos los casos en los que no está claro frente a que tipo de responsabilidad
nos encontramos, y tanto es así que YZQUIERDO TOLSADA las denomina
“zonas fronterizas de responsabilidad”.197

197
Citado por COURT, Eduardo y otros, “Derecho de daños”, Lexis Nexis, Santiago, 2002, p. 224.

89
En consecuencia, al hablar de la responsabilidad del abogado, un orden
lógico exige comenzar el estudio de la naturaleza de esta responsabilidad,
desde que aquella puede existir, ante todo, con relación a personas con las
cuales se halle él vinculado jurídicamente con anterioridad en virtud de un
contrato, y como consecuencia del incumplimiento de obligaciones nacidas
precisamente del mismo; en cuyo caso se tratará de responsabilidad
contractual. Otras veces el acto lesivo puede producirse al margen de toda
relación contractual, y entonces la responsabilidad habrá de ser
extracontractual.

Por tales motivos, no podemos dejar de referirnos brevemente a los


sistemas que se han creado para armonizar o articular de un modo orgánico y
coherente la yuxtaposición de ambas responsabilidades, y son los que veremos
a continuación.

IV.B.- TEORIAS DUALISTAS

Conforme a esta corriente de pensamiento, las relaciones jurídicas


estarían reguladas por dos conceptos diversos y opuestos: la ley, por una parte,
como norma expresiva de la voluntad general, y de cuya contravención nace la
ofensa y la genuina responsabilidad; y el contrato, por otro, resultado de la
voluntad individual creadora de los rebeldes rectores de las propias conductas
de los particulares y que al violarse, origina una obligación distinta de la
primitivamente asumida.198

Este debate se dio en Francia en el siglo pasado, en torno a dos


normativas del Código de Napoleón, con, aparentemente, distintas

198
YZQUIERDO, ob. cit., p. 255.

90
implicaciones: el artículo 1137, que en materia contractual somete a quien tiene
la obligación de dar, a “todos los cuidados de un buen padre de familia”, la
culpa leve in abstracto del derecho romano; y el artículo 1383, que en punto a
hechos ilícitos hace responsable del daño causado, a todo aquél que haya
obrado con culpa o imprudencia. De tal forma, la apreciación por los jueces de
la culpa contractual estaría encerrada dentro de los límites estrictos del
concepto del bonus pater familias; en tanto que en materia cuasidelictual, los
magistrados tendrían mayor amplitud de criterio para apreciar las diversas
circunstancias de las cuales dependerá la existencia o no de culpa. A esa
concepción teórica diferente, se suma el hecho de que cada una de esas culpas
se halla regida por reglas prácticas dispares”.199
Para los seguidores de esta tesis o sistema –JOSSERAND, COLIN y
CAPITANT, BAUDRY-LACANTINERIE, AUBRY y RAU, entre otros-, el
concepto de culpa no es unitario sino dual y deben considerarse dos clases de
culpa: la culpa contractual, que es la que se comete por las partes con motivo
del incumplimiento de un contrato por negligencia, imprudencia, imprevisión,
etcétera; y la culpa extracontractual o aquiliana, consistente en la violación de
un derecho ajeno causando un daño cometido por negligencia del agente, fuera
de toda relación contractual, y que trae como consecuencia para el mismo, la
obligación de resarcir el perjuicio ocasionado.200
En abono de esta tesis, sus sostenedores traen a colación las diferencias
irreductibles que existirían entre estos dos órdenes de responsabilidad, sea en
cuanto a su origen como en cuanto a su régimen jurídico, las que ya se han
señalado someramente en el acápite IV.A precedente.

199
TRIGO, ob. cit., p. 67.
200
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 7.

91
IV.C.- TEORIAS MONISTAS

Las doctrinas monistas parten de la base que, ni desde el punto de vista


de los textos legales ni desde el puramente ontológico se aprecian las
diferencias entre ambos tipos de responsabilidad, sosteniéndose por LEFEVRE,
201
ya en 1886, que la responsabilidad contractual es en realidad delictual,
desde que dejar de cumplir las obligaciones de un contrato es cometer un acto
ilícito. Además, esta corriente sostiene que ambas clases de responsabilidad
suponen una obligación anterior; en el caso de los delitos y cuasidelitos la
obligación violada sería la de no dañar a otro. La ley y el contrato serían solo
momentos, gradaciones en la creación normativa del derecho, lo cual se
advierte a poco que se piense en el proceso evolutivo y graduado de la creación
de normas jurídicas, al que alude KELSEN, y que ambos son en definitiva actos
del Estado; no existiendo, por lo tanto, una verdadera antítesis entre la ley,
concebida como norma general, y el contrato, en cuanto norma individualizada,
ya que la diferencia residiría en el grado de producción y no en su naturaleza.202
En materia de carga probatoria, se expone que la situación en el ámbito
contractual de las obligaciones de medios, es similar al régimen
extracontractual, ya que también debe probarse el incumplimiento y que ello
obedeció a la culpa del deudor. Lo mismo para el caso de las obligaciones de
no hacer, como ocurre por ejemplo, con la de guardar el secreto profesional.
Así, esta corriente doctrinaria propicia la unificación de los regímenes
sobre responsabilidad contractual y extracontractual, ya que ambas tendrían la
misma naturaleza y, por lo tanto, no se justificaría la dualidad de sistemas.

201
Citado por YZQUIERDO, ob. cit., p. 257.
202
TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 69.

92
IV.D.- ESTADO ACTUAL DE LA PROBLEMATICA

Se debe reconocer el mérito de las teorías monistas en cuanto a poner


de manifiesto los vicios de los dualistas. Como ya hemos visto, la doctrina
monista o unitarista desmenuza una a una las aparentes diferencias que se
darían entre uno y otro régimen de responsabilidad, demostrando lo superfluas
que estas serían. Sin embargo, una postura intermedia sostiene que no debe
llegarse al extremo de identificar ambas clases de responsabilidad, incluso
desde su origen.203 Tampoco, que entre una y otra responsabilidad existan
diferencias irreductibles. Todo lo contrario; es más, aparece cada vez más
fuerte la corriente doctrinal que cree deseable una unificación de regímenes
que, no obstante distinguir entre las obligaciones contractuales y las
extracontractuales en cuanto a su origen o fuente, concibe las diferencias de
régimen jurídico como de carácter tan accesorio, que tiende a su supresión.
Esta es por lo demás en el derecho comparado, la tendencia doctrinal
mayoritaria, puesta de resalto en los pronunciamientos de jornadas y congresos
científicos, la de propiciar la unificación de los regímenes sobre responsabilidad
contractual y extracontractual,204 tendencia que se ve reforzada en la medida
que en las actuales concepciones el daño o el resarcimiento de éste se va
transformando en el eje del sistema. Entre las tesis eclécticas YZQUIERDO
TOLSADA destaca las de AMEZAGA y los hermanos MAZEUD. Para el
primero, la responsabilidad es una, y no hay diferencias en cuanto a los
principios fundamentales, sino sólo diferencias accesorias o de régimen. La
unidad genérica está en el hecho humano imputable, y las diferencias
específicas, en concretísimos aspectos de régimen jurídico. Para los MAZEUD,
las teorías dualistas abusan de la summa divissio del legislador del Code. Para

203
YZQUIERDO, ob. cit., p. 258.
204
TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 85.

93
PEIRANO, la unidad genérica estaría dada en que ambos tipos de
responsabilidad son encarnación de un único concepto de responsabilidad civil,
como relación de alteridad entre dos sujetos que consiste en la obligación de
reparar; la diferencia específica estribaría en la existencia entre ambas
obligaciones de un diferente grado de concreción del deber: en la
responsabilidad extracontractual el deber se caracteriza por ser genérico,
indeterminado, toma al hombre como ciudadano; en la contractual, en cambio,
se trata de un deber concreto, al tomarse al hombre como un determinado
deudor.205
Concluye así YZQUIERDO TOLSADA que “el estudio de la
responsabilidad civil del profesional debe partir, como cualquiera que aborde
otras de las múltiples manifestaciones del deber de reparar los daños y
perjuicios, de un presupuesto irrenunciable: el tratamiento unitario del fenómeno
resarcitorio”.206
Ahora bien, a la luz de nuestro derecho positivo debe aceptarse, que si
bien no hay diferencias fundamentales entre los dos órdenes de
responsabilidad, existen diferencias accesorias, cuya importancia práctica es
tan grande que justifica el establecimiento de una línea demarcatoria entre
ambas. De esta manera no habría, científicamente, dos responsabilidades, sino
dos regímenes de responsabilidad. RODRIGUEZ GREZ resume esta idea así:
“sin desconocer que la responsabilidad civil es una sola, y que consiste en el
efecto que conlleva el incumplimiento de una obligación cuando de ello se sigue
daño patrimonial, advertimos importantes diferencias entre cada una de sus
especies”.207

205
YZQUIERDO, ob.cit., p. 261.
206
YZQUIERDO, ob. cit., p. 10.
207
RODRÍGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 20.

94
IV.E.- ORBITA EN QUE CAE LA RESPONSABILIDAD PROFESIONAL
DEL ABOGADO

1) Generalidades

Como ya se adelantó en el Capítulo I, originariamente se le signó


naturaleza aquiliana a la responsabilidad de los profesionales, para ser
emplazada posteriormente en el área contractual.
En efecto, en el derecho francés predominó en una primera etapa la
postura de que la responsabilidad de los que ejercían profesiones liberales era
de naturaleza extracontractual, criterio que se impuso en su momento en la
mayoría de los países que se inspiraron en el Código de Napoleón, como es el
nuestro. La razón de este encuadre jurídico radicó en considerar que el
profesional goza de una libertad particular en el ejercicio de la profesión, que
hace que la ley le imponga una obligación por encima del contrato, de
conformar su conducta, cuidadosamente, a las reglas de la técnica que emplea;
si falta a esas reglas ocasionando un daño, viola la ley, independientemente de
que a la vez viole el contrato.208 Colombo sintetiza esta idea diciendo que
“frente a la obligación contraída entre el profesional y el cliente, existe, pues,
una obligación legal de características sui generis, cuyo incumplimiento, en el
orden técnico, hace emerger la responsabilidad aquiliana del autor
independientemente de la responsabilidad contractual que al mismo también le
concierne”.209 Pero bueno es señalarlo, en aquella postura influyó,
decididamente, la razonable finalidad de no imponer a los profesionales más
que una obligación de prudencia y diligencia, unida al desconocimiento del
distingo entre obligaciones de medios y de resultado desarrollada con

208
PARELLADA, Carlos A., “Daños en la actividad judicial e informática desde la responsabilidad
profesional”, Editorial Astrea, Buenos Aires, 1990, p.66.
209
Citado por TRIGO, Felix, “Responsabilidad civil de los profesionales” en “Seguros y responsabilidad
civil”, Editorial Astrea, Buenos Aires, 1987, p. 46.

95
posterioridad. Así, para no presumir que ellos fuesen siempre responsables en
caso de fracasar en su gestión, se recurría a la aplicación del régimen de
responsabilidad extracontractual.210
Pero como también ya se expuso, esta tendencia quedó superada a
partir del fallo de la Cámara Civil de la Corte de Casación francesa del 20 de
mayo de 1936, y hoy ya no se discute la naturaleza contractual de la relación
profesional-cliente, salvo las excepciones que en cada caso se presenten.
Es así como la doctrina del derecho comparado es hoy unánime al
considerar que, en la relación abogado-cliente, si el primero de ellos incumple
las obligaciones contratadas, o las que son consecuencia necesaria de su
actividad profesional, estamos en presencia de una responsabilidad
contractual,211 y se dice por MOSSET ITURRASPE que hoy existe coincidencia
doctrinaria y jurisprudencial, en que siempre que haya mediado un previo
acuerdo de voluntades entre el profesional y el damnificado, para la prestación
de servicios por parte del primero a éste último, la responsabilidad en que se
pueda incurrir con tal motivo sólo puede ser contractual, es decir, derivada del
incumplimiento de las obligaciones así asumidas.212

Los autores –entre ellos SERRA RODRIGUEZ- mantienen también que


pueden existir supuestos de responsabilidad extracontractual, “cuando el
abogado, con su comportamiento lesiona derechos e intereses de terceros sin
que exista, al mismo tiempo, violación de los deberes y obligaciones asumidas
contractualmente”,213 y se cita como ejemplo al abogado que presta sus
servicios en una empresa en régimen de dependencia laboral que al no haber
contratado directamente con el cliente no permite a éste demandarle ejercitando
la acción de incumplimiento de contrato, la que debe dirigirse en todo caso en

210
TRIGO, “Responsabilidad civil de los profesionales”, ob. cit., p. 47.
211
ALVAREZ SÁNCHEZ, José Ignacio, “La responsabilidad civil de jueces y magistrados, abogados y
procuradores” en publicación del Consejo General del Poder Judicial, España, “La responsabilidad civil
profesional”, Madrid, 2003, p. 29.
212
Citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 282.
213
Citada por ALVAREZ SÁNCHEZ, ob. cit., p. 30.

96
contra de la empresa. O sea, el régimen diferente de la responsabilidad
extracontractual, queda relegado a los casos excepcionales en que el servicio
se prestó sin que existiese una previa convención entre el profesional y la
víctima, como ser: cuando un médico atiende espontáneamente a una persona
desmayada o atropellada en la vía pública; o en los supuestos de
designaciones judiciales de oficio en abogados de la matrícula;214 o en los
pocos probables supuestos en que el damnificado resulta ser un tercero ajeno a
la relación contractual entre el profesional y su cliente, 215 tal como ocurre en los
casos de embargos trabados por error contra un tercero o abusivo contra el
mismo demandado, o de pedido doloso o con culpa grave de una quiebra luego
revocada por improcedente.216

2) Teorías extracontractualistas

A fin de obtener una visión acabada de lo que han sido las posturas
existentes en el pasado, entender el presente y visualizar el futuro, no está
demás dar un breve repaso de los matices de lo que han sido las teorías
extracontractualistas: la de los actos extra commercium y la de la
responsabilidad extracontractual derivada del contrato o responsabilidad “ex
lege”.

2.a) Teoría extracontractual y de los actos “extra commercium”

Esta teoría se desarrolló principalmente en Francia. Así, Aubry y Rau


sostenían que la obligación contraída por un médico de tratar una enfermedad o
un abogado de defender una causa no engendraban ninguna acción
contractual, sino solamente la responsabilidad emanada de su culpa. Aun más
214
En contra de esta opinión, ALVAREZ SANCHEZ, siguiendo a Martínez-Calcerrada, afirma que el
hecho de que el cliente no pueda elegir al Abogado y no le abone, en principio, sus honorarios, no obsta a
que la responsabilidad de éste sea contractual, ob. cit., p. 32.
215
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 282.
216
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 522.

97
allá llegaba GUILLOUARD, al indicar que los trabajos de las personas que
ejercen profesiones liberales estaban fuera del comercio y no podían dar lugar a
un contrato ni a una acción judicial, quedando a merced de la buena fe de las
personas cuyo encargo aceptaban y ejecutaban. Afirmaba que ni la inteligencia
del hombre ni sus productos estaban en el comercio, no pudiendo ser objeto de
un contrato civilmente obligatorio.217

Demás está decir que tesis como esta están desde hace tiempo
absolutamente superadas, y muy especialmente la idea de extracomercialidad,
absurda no ya desde el punto de vista jurídico, sino también, y sobre todo,
desde una perspectiva social y de propia dignidad profesional. Suponen negar
la evidencia el entender que un profesional no puede contraer válida y
eficazmente obligaciones contractuales relativas a su profesión o que sus
servicios no son posibles de valorar.218

2.b) Teoría de la “responsabilidad extracontractual derivada del contrato”:


la responsabilidad “ex lege”.

Esta teoría parte de la base de que todo profesional tiene deberes de


importancia frente al público, por lo que deben encontrarse provistos de los
conocimientos científicos precisos que le pongan a cubierto de cualquier
negligencia. Cuando tales recursos brillan por su ausencia, aparece una culpa
generadora de responsabilidad, pero independiente de la puramente
contractual. Surge del incumplimiento de una obligación legal con autonomía
propia, al no ser el contrato, sino la propia ley quien funda específicamente toda
la actividad que el profesional debe desarrollar. Se tratará así, del ejercicio de
una atribución indeterminada conferida por el cliente, que por su propia
ignorancia no puede sino dejar esa actividad librada al criterio y arbitrio del

217
Citado por YZQUIERDO, ob. cit. p. 178.
218
YZQUIERDO, ob. cit., p. 179.

98
profesional. Este deberá hacer uso de los medios de ejecución que estime
oportunos y mejor le aconseje la lex artis, generándose una responsabilidad de
naturaleza extracontractual si, no empleando la diligencia debida, abusa, con su
impericia y falta de condiciones, de la facultad que se le confirió y de la
confianza del cliente. En definitiva, se reconoce la existencia de un contrato,
pero en el caso de no cumplir el profesional con sus deberes, no se encardinará
la responsabilidad en el incumplimiento del mismo, sino en una violación de sus
imperativos legales y profesionales.

Sin restar méritos a su ingenio, esta teoría es estimada como ciertamente


extravagante y artificiosa, en primer lugar porque subentiende que en el
contrato de servicios profesionales las prestaciones no se encontrarían
previamente delimitadas en la convención; y en segundo lugar, porque si hubo
vínculo, las normas reguladoras de la responsabilidad no pueden ser otras que
las contractuales.219 Así, COLOMBO expresa que “poco importa que los
deberes y procedimientos se encuentren impuestos por la ley o deriven de un
consentimiento tácito entre locador y locatario, ya que éstos no prevén, ni aun
en las operaciones más corrientes, numerosos detalles relacionados con ellas,
detalles que son suplidos por las normas legales”,220 no resultando ocioso
recordar que además, en nuestro país, también se le asignan efectos jurídicos a
los usos, costumbres y a la buena fe, tanto desde el punto de vista integrador
como del interpretativo.

En definitiva, el profesional, por la convención se obliga y sujeta a todo lo


consustancial con ella, proveniente de la buena fe como principio general, del
uso profesional comúnmente aceptado y de las leyes que, emanadas de los
órganos legislativos del Estado o de los órganos profesionales colegiados,

219
YZQUIERDO, ob. cit., p. 181.
220
Citado por IZQUIERDO, ob. cit.., p. 182.

99
impongan deberes al profesional en cuestión. Y la contravención será en todo
supuesto de carácter contractual.221

3) Modalidades de responsabilidad no contractual.

Para YZQUIERDO TOLSADA existen auténticos casos o supuestos de


responsabilidad del profesional no derivados del contrato, y serán, claro, todos
ellos enmarcables en algunas de las demás fuentes de las obligaciones, como
cuando la obligación incumplida por el profesional obedezca a un imperativo
legal (subsumible en alguna de las otras fuentes); de responsabilidad derivada
del cuasicontrato de negocios ajenos sin mandato, cuando los servicios se
presten sin requerimiento de parte del favorecido; de responsabilidad civil
derivada del delito cuando, cometido éste, emanen del mismo daños
resarcibles; y la responsabilidad civil será pura si el comportamiento generador
de los daños a terceros no constituye delito ni falta. 222
Así, por ejemplo, obedece a un imperativo legal el patrocinio de oficio del
abogado obligado a defender a los declarados pobres, y en la ley se encontrará
en tal caso la fuente de responsabilidad oportuna. Habrá responsabilidad civil
pura en el caso de que un abogado trabe un embargo improcedente sobre la
base de elementos probatorios falsos, contra la otra parte en el litigio, o
respecto de bienes que no son de propiedad del deudor; o cuando extravíe
documentos o perjudique con ello, no al cliente, sino a terceras personas; o en
el caso de responsabilidad del arquitecto cuando por su negligencia la ruina del
edificio lesione a personas distintas de su cliente, como peatones, dueños de
fincas vecinas, etcétera; o, por supuesto, en la prácticamente totalidad de los
supuestos de ejercicio de la profesión en régimen de dependencia, en que el
cliente contrata con la empresa u organismo, de modo que cuando resulte
responsable el profesional contratado, lo será fuera de toda relación
convencional con la víctima. Existirá responsabilidad civil derivada del delito

221
IZQUIERDO, ob. cit., p. 192.
222
Ibid., p. 176.

100
cuando la conducta ilícita sea constitutiva de tal (imprudencia punible, omisión
del deber de socorro, lesiones, homicidio, etc).223

IV.F.- EL PROBLEMA DEL CUMULO EN LA RESPONSABILIDAD


PROFESIONAL

1) Planteamiento del problema

El punto a tratar reconoce como antecedente inmediato el ya estudiado


sobre la unidad o dualidad de la responsabilidad civil, desde que se trata de un
problema jurídico que puede presentarse solamente en el sistema dual, como el
nuestro, en que la responsabilidad varía según la naturaleza de la obligación
violada, por lo que es necesario conservar para cada una –contractual y
extracontractual- su radio de aplicación, evitando que se entremezclen los
principios que las rigen. Si la responsabilidad es una, como lo postula la teoría
de la unidad, sea que provenga de la ejecución de un hecho ilícito o del
incumplimiento de obligaciones contractuales, la opción o el cúmulo no
constituyen problemas jurídicos, pues no mediando diferencias entre ambas
responsabilidades, la aplicación de una u otra carecerían de importancia
práctica.
La responsabilidad contractual sólo procede entre las partes de un
contrato. La responsabilidad extracontractual se ocasiona entre personas
jurídicamente extrañas la una de la otra, contractualmente hablando. Pero surge
la posibilidad que un acreedor contractual diligente, en vez de exigir la
indemnización pertinente por el incumplimiento del contrato en conformidad a
los artículos 1547 y siguientes del Código Civil, reclamase la misma en

223
YZQUIERDO, ob. cit., p. 195.

101
conformidad a las normas del Título XXXV del Libro IV, que reglamenta la
responsabilidad extracontractual.
Esta situación legal es posible, porque un mismo hecho jurídico,
legalmente puede ocasionar ambas responsabilidades, como sería si además
del perjuicio proveniente del incumplimiento del contrato, el acreedor sufriere
otro daño ajeno, por culpa o dolo del deudor. En otras palabras, el cúmulo de
responsabilidades se configura cuando el incumplimiento de un contrato
constituye, a la vez, un delito o cuasidelito civil
La opción, que en el lenguaje corriente significa facultad de elegir, no es
otra cosa que el derecho para un contratante víctima del daño proveniente de la
inejecución de una obligación contractual, de elegir a su conveniencia entre la
responsabilidad contractual y la delictual, para reclamar la indemnización del
perjuicio sufrido, teniendo en cuenta las ventajas que podría depararle una u
otra, tales como la ampliación del plazo de prescripción con la contractual, o
una reparación más completa con la extracontractual.
Entonces, contrariamente a lo que su denominación pareciera indicar, no
se trata de que el acreedor de una responsabilidad contractual pueda acumular
esta responsabilidad con la extracontractual y demandar una doble
indemnización por el mismo daño sufrido, porque entonces estaríamos en
presencia de un enriquecimiento sin causa. Nadie discute que, atendida la
función reparatoria de la responsabilidad civil en el derecho chileno, no pueden
agregarse las indemnizaciones por incumplimiento contractual y por el delito o
cuasidelito. La duda radica en si la víctima puede optar, por el estatuto
contractual o extracontractual, al solicitar la indemnización o si, en cambio, la
existencia del contrato lo vincula inexorablemente.224
La dificultad estriba en que es notable la variedad y diversidad de
situaciones de concurrencia normativa que pueden presentarse. En virtud de las

224
DE LA MAZA, Iñigo y PIZARRO, Wilson, “Responsabilidad civil. Casos prácticos”, Santiago de
Chile, Editorial LexisNexis, 2006, p. 8.

102
disposiciones legales del país de que se trate, puede ocurrir que tales
regímenes sean acumulables o que no lo sean. En el primer caso, las normas –
y sus efectos- se suman, mientras que en el otro se excluyen; en el primer caso
hay acumulación (cúmulo) de normas y en el segundo, debe realizarse una
opción o disyunción.225

2) Importancia dentro de la responsabilidad profesional

El problema del cúmulo se ha presentado con cierta importancia práctica


en la responsabilidad profesional, porque en este ámbito existirían supuestos de
responsabilidad que no emanarían nítidamente del incumplimiento de las
obligaciones derivadas del contrato, desde que en no pocos supuestos de
hecho, existen dificultades para establecer si el daño deriva del incumplimiento
de una obligación contractual o, por el contrario, del deber general de no dañar
a otro.226 En efecto, no cabe duda que en la actualidad existe una gran
inseguridad conceptual en la delimitación de los supuestos de hecho de una y
otra responsabilidad, es decir, la línea divisoria entre los deberes de cuidado
emanados del contrato y aquellos que emanan del deber general de no causar
culpablemente daños a terceros, es muy borrosa en ciertos ámbitos del
quehacer humano. En palabras de YZQUIERDO TOLSADA, “existirían
supuestos de responsabilidad contractual ex lege, cuando la obligación
incumplida por el profesional obedezca a un imperativo legal de responsabilidad
derivada del cuasicontrato de negocios ajenos sin mandato, cuando los
servicios se presten sin requerimiento por parte del favorecido; de
responsabilidad civil derivada del delito cuando, cometido éste, emanen del
mismo daños resarcibles; y la responsabilidad civil será pura si el
comportamiento generador de los daños a terceros no constituye delito ni

225
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 44.
226
ALONSO, ob. cit., p. 320.

103
falta”.227 Cabría agregar la posibilidad de incumplimiento de los deberes
profesionales tratados en el Capítulo III de este trabajo, que pueden
considerase bien como deberes accesorios o complementarios de la prestación
principal, bien como particulares modos de ser de la obligación principal, o
simplemente como deberes legales independientes. En el decir de este autor,
se trataría de aquellas “zonas fronterizas de responsabilidad” entre lo
contractual y extracontractual.
Cabe señalar que el cúmulo u opción de responsabilidades dista de ser
un capricho académico: la opción entre uno y otro estatuto posee numerosas
consecuencias prácticas derivadas de las diferencias que es posible apreciar en
el Derecho chileno respecto de la responsabilidad contractual y
extracontractual.228 Así, habrá casos en que al acreedor convendrá invocar la
responsabilidad contractual, como por ejemplo, si la prueba de la culpa le fuere
difícil, como también habrá otros casos en que preferirá la responsabilidad
delictual, porque con ello obtiene una indemnización más completa.

3) Teorías o sistemas

Como ya hemos planteado, en sistemas de dualidad de regímenes


indemnizatorios como el nuestro, el juez o el operador jurídico se encuentran en
ocasiones ante hechos merecedores de una doble calificación, al configurar
tanto un daño contractual, como un daño extracontractual, lo que conduce a
una dualidad de regímenes, con las diferencias ya conocidas.
Existen al respecto dos soluciones normativas diferentes para abordar
esta concurrencia. La posición sustentada por cada legislación o jurisprudencia
ante tal conflicto es el tema del que a continuación nos ocuparemos
brevemente.

227
YZQUIERDO, ob. cit., p. 176.
228
DE LA MAZA y PIZARRO, ob. cit.,p. 8.

104
3.a) Teoría de la no acumulación
La teoría que se conoce con el nombre de la no acumulación, en honor al
término non cumul, con el que la doctrina francesa la ha conocido, o de la
absorción como también se le ha denominado es, expositivamente,
extraordinariamente sencilla: consiste en negar que la responsabilidad
contractual y la responsabilidad extracontractual puedan superponerse sobre un
mismo hecho, sentando luego que, si se da tal superposición, la
responsabilidad contractual, como más especial, debe prevalecer sobre la
responsabilidad extracontractual, desde que permitir que se persiga la
responsabilidad del deudor fuera de los límites del contrato sería simplemente
infringirlo.
Esta teoría presenta dos posibles fundamentos, que en ocasiones se
ofrecen de manera combinada: el primero consiste en afirmar que es la
voluntad de los contratantes la que impide la aplicación del régimen
extracontractual, ya que en todo contrato existiría una voluntad implícita de
excluir entre las partes dichas normas de responsabilidad: las partes han
sometido ese interés (aquel lesionado con la infracción del contrato) a una
particular tutela, y por ello lo han sustraído de cualquier otra tutela genérica
existente.229 YZQUIERDO TOLSADA allega un nuevo argumento en esta línea
argumental, sosteniendo que los factores de integración contractual han
determinado la expansión del contenido obligacional del contrato –incluyendo,
por ejemplo, obligaciones de información y seguridad que las partes no
convinieron explícitamente-y, por lo mismo, la posibilidad que la responsabilidad
contractual absorba los daños ocasionados en el marco del contrato, lo cual
haría innecesario recurrir a la responsabilidad extracontractual en busca de un
resultado justo.230

229
Chironi, citado por DE LA MAZA y PIZARRO, ob. cit., p. 12.
230
Yzquierdo, citado por DE LA MAZA y PIZARRO, ob. cit.,p.13.

105
El segundo fundamento de esta teoría, de orden legislativo, que sostiene
que la voluntad de la ley excluye la posibilidad de acumulación, es algo más
complejo, presentando algunas versiones y diversos razonamientos de apoyo,
destinados, en el fondo, a interpretar la ley. Así, en el orden lógico se dice que
el ordenamiento jurídico no puede imponer simultáneamente entre dos
personas dos diferentes deberes de respeto, dos niveles de protección de un
mismo interés, por lo que la interpretación de las normas debe conducir a evitar
la colisión y la redundancia de normas; también se afirma, por la vía de la
reducción al absurdo, que si se admitiera la concurrencia de la responsabilidad
extracontractual en los daños producidos en el interior de una relación
contractual, sobraría toda la normativa que el Código Civil dedica al
incumplimiento contractual; finalmente, para fortalecer este fundamento
normativo, los seguidores de esta teoría defienden la seguridad jurídica, que
exige el respeto de las categorías jurídicas, de los conceptos legalmente
acuñados, como son los de responsabilidad contractual y extracontractual.231
Entre nosotros, don Arturo ALESSANDRI ha sostenido la tesis que
rechaza el cúmulo de responsabilidad, porque implicaría desconocer la fuerza
obligatoria del contrato que arranca del artículo 1545 de nuestro Código Civil, y
olvidar que los contratos no sólo obligan conforme a lo que en ellos se expresa,
sino a todo cuanto emana de su propia naturaleza, según el artículo 1546 del
mismo código. Según este autor, solo existiría coexistencia o superposición de
responsabilidad, cada una de las cuales funcionaría dentro de sus respectivos
campos de acción.232

231
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 47.
232
Citado por DIEZ, Raúl, “Temas de licenciatura jurídica”, Editorial Conosur Ltda.., Santiago de Chile,
1998, p. 382.

106
3.b) Teoría de la opción
Esta teoría ha recibido dos denominaciones: una, más difundida aunque
menos profunda –teoría de la opción- y otra, más satisfactoria aunque menos
utilizada, llamada teoría del concurso de acciones. Con el primero de esos
vocablos se enfatiza que en aquellos casos en que el hecho generador del daño
constituye simultáneamente violación del contrato e infracción de un deber
general, la víctima puede escoger entre el ejercicio de la acción de
responsabilidad contractual y el ejercicio de la responsabilidad extracontractual.
El sujeto usará a su gusto de una o de otra, pero recurriendo a una no podrá
después valerse de la otra. Por ello se habla propiamente de “opción” y no de
“cúmulo”.233
Sin embargo, debemos prevenir que cierta doctrina extranjera ha ido aun
más lejos, admitiendo la acumulación en algunos casos, consistiendo ella en la
viabilidad de elegir de entre las reglas establecidas para cada régimen de
responsabilidad aquéllas que permitan al damnificado obtener una satisfacción
más completa y dejando de lado las que, por el contrario, se opongan a ese
resultado; vale decir, que podría intentarse una suerte de “acción mixta”,
fundada indiferenciadamente en las normas entremezcladas de uno y otro tipo
de responsabilidad.234
Dentro de esta corriente, se cita al autor argentino Augusto Mario
MORELLO, quien refiriéndose al Código Civil de su país expresa: “que la norma
específica no se resiente de rigidez, porque su cometido es esencialmente el de
ordenador de regímenes que giran sobre ejes propios, los que si bien no toleran
que puedan ser usados de modo combinado, tampoco excluyen que frente a las
particularidades de cada caso, evaluándose la conducta integral del agente, se
admitan las aperturas necesarias. Siempre será estéril –y solo logrará sacrificar
el valor justicia- apegarse con exceso a categorías rígidas...”. 235

233
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 52.
234
TRIGO, ob. cit., p. 91.
235
Citado por TRIGO, ob. cit., p. 86.

107
Continuando con la exposición de esta teoría, se ha postulado que la
expresión “concurso de acciones” encarna una descripción más global del
fenómeno, desde que la existencia de una opción no es característica esencial
de la teoría en examen. Ello es cierto en la medida que la doctrina mencionada
esté acompañada, en el ámbito procesal, con una teoría relativa al objeto del
proceso que incluya en su determinación la calificación jurídica de la acción
ejercitada. De ello se deriva, que con propiedad, sólo cabe hablar de opción, si
se admite la existencia de dos distintas acciones procesales. Por el contrario, la
fundamentación jurídica de la acción en la responsabilidad contractual o en la
responsabilidad extracontractual, no constituirían más que puntos de vista no
vinculantes que se ofrecen al juzgador, por lo que, en realidad, existiría una
única acción procesal. Además, la expresión “opción” no incluiría otros
fenómenos que pueden plantearse, como sería, si sigue abierta la posibilidad
de emplear una de las acciones en un nuevo proceso, después de que el
ejercicio de la acción alternativa no tuviere éxito, o si teniéndolo, si acaso
seguirá siendo posible el ejercicio de la segunda acción, cuando con la primera
no se haya obtenido la total reparación del daño sufrido.236
En cuanto a sus fundamentos, los partidarios de esta teoría rebaten los
argumentos esgrimidos por los de la teoría del non cumul. Así, a modo de
evidenciar la irrelevancia del plano contractual en la resolución del problema, se
defiende el carácter de regla de orden público y, por tanto, inderogable, de la
normativa sobre responsabilidad extracontractual, y se rechaza en forma radical
la pretendida existencia de una voluntad implícita de exclusión de dicho régimen
de responsabilidad. Incluso se rebate que si existe una suerte de voluntad
implícita de las partes, es justamente la de no excluir el estatuto
extracontractual.237

236
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 53.
237
DE LA MAZA y PIZARRO, ob. cit., p.14.

108
En el plano legislativo, se ofrece una interpretación alternativa, amparada
en varios argumentos: Uno) Que no resulta lógico que el contratante que sufre
un daño se encuentre en peor situación que el tercero igualmente perjudicado
con la misma conducta; Dos) Que la teoría del concurso de acciones es
preferible porque es la que otorga una protección más completa a la víctima
(principio pro damnato); y Tres) En la conciencia de la falta de equidad de que
adolece la teoría de la no acumulación, tanto por la dificultad de delimitar
exactamente los campos de la responsabilidad contractual y extracontractual
como por lo escasamente justificado de algunas de las más importantes
diferencias de régimen jurídico.238
La aceptación de esta teoría es escasa entre los autores chilenos. A
favor de ella, en general, se manifiestan Rodrigo BARCIA y Hernán CORRAL y,
respecto de la responsabilidad médica, Pedro ZELAYA.

4) Jurisprudencia sobre la materia

En Francia, al no adoptar el legislador un sistema en esta materia,


dejando en la indefinición la solución al mismo, ha sido la jurisprudencia, con el
apoyo de la doctrina, la que ha consolidado la denominada regla del non cumul.
La adopción de dicha regla ha desplazado el tema de discusión a la delimitación
de los respectivos ámbitos de la responsabilidad contractual y la
responsabilidad extracontractual, generando al respecto una rica y minuciosa
doctrina jurisprudencial.239
La jurisprudencia argentina por su parte, también se sitúa en la órbita del
non cumul, pero cabe señalar que entre ellos rige el artículo 1107 del Código
Civil de la República, que establece que los hechos o las omisiones en el

238
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 55.
239
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II. , p. 49.

109
cumplimiento de las obligaciones convencionales, no están comprendidas en
los artículos del Título IX del Libro II, “De las obligaciones que nacen de los
hechos ilícitos que no son delitos”, si no degeneran en delitos penales. Sin
embargo, cabe señalar que la legislación argentina ha tenido ya cuatro
proyectos de unificación que, más allá de sus diferencias, coinciden en derogar
el precepto citado que establece el sistema del non cumul, lo que trasunta una
tendencia contraria al mismo.
En Italia, al no contarse con una línea legislativa clara en esta materia, ha
sido la jurisprudencia quien ha debido solucionar la ardua cuestión de la
concurrencia de responsabilidades, y, luego de algunos años de incertidumbres,
provocadas parcialmente por la posición crítica de una doctrina afrancesada,
puede considerarse consolidada, sobre todo a partir de la publicación del nuevo
código, la teoría de la opción o cúmulo de responsabilidades.240
En cuanto a la jurisprudencia española, es dable afirmar que no existe
una directriz definida en esta materia, lo que ha sido criticado por los autores.
Sin embargo, la línea en la que se mueve actualmente, es la de dar a entender
que la “causa petendi” viene configurada por la relación de hechos que
constituyen el soporte fáctico de la demanda y no por la fundamentación
jurídica, que no vincula al tribunal, ni en la calificación jurídica de la relación
controvertida, ni en las normas de aplicación, de tal modo que aplicando los
principios “da mihi factum, dabo tibi ius” y “uira novit curia”, el Tribunal Supremo
ha salvado la posible incongruencia, acabando por preferir la calificación
(contractual o extracontractual) que, a su juicio, resulta más beneficiosa para el
perjudicado, aunque éste no la haya propuesto.241
En Chile, siguiendo la doctrina de ALESSANDRI, la jurisprudencia de la
Corte Suprema se ha inclinado en general por el rechazo del cúmulo entre

240
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II. ,p. 56.
241
SERRA, ob. cit., p. 152.

110
ambas responsabilidades, pero hay casos aislados en que la ha aceptado. No
ha ocurrido lo mismo con los tribunales del fondo.
Así, la Corte Suprema ha declarado que las normas que rigen la
responsabilidad delictual o cuasidelictual, o sea, la extracontractual, son
inaplicables al caso en que se trata de la culpa propia del contrato de
transporte. Se trataba de un pasajero que viajaba en un tranvía eléctrico que
chocó con otro de la misma empresa, sufriendo aquél ciertas lesiones, por lo
que demandó la indemnización de perjuicios en sede extracontractual. La Corte
Suprema no rechazó la demanda, sino que prescindió de su fundamentación
jurídica, limitándose a efectuar un análisis de la responsabilidad contractual del
transportista, y dando lugar a los perjuicios, en razón de que la empresa no
habría probado ni fuerza mayor ni caso fortuito para poder eximirse de
responsabilidad contractual.242 En otro caso análogo, estimando que la
responsabilidad del porteador era contractual y que por ende no se regía por el
artículo 2320 del Código Civil, rechazó la demanda en sede extracontractual.243
Se cita como un caso de aceptación del cúmulo de responsabilidad, una
sentencia de la Corte de Apelaciones de Valparaíso, que estimó haber lugar a
la responsabilidad extracontractual de una empresa de tranvías eléctricos de
Valparaíso por el daño sufrido por un pasajero con motivo del volcamiento del
tranvía en que viajaba. ALESSANDRI, comentando esta sentencia, estima que
no puede invocarse a favor de la tesis del cúmulo, porque dicho problema no
habría sido planteado como tal en el juicio y sólo se debatió si existía un
cuasidelito civil de parte del demandado. En otro caso similar, la Corte Suprema
rechazó un recurso de casación en la forma en contra de una sentencia que
establecía que el hecho que mediara un contrato de transporte entre la víctima
y el autor del daño, no impedía perseguir la responsabilidad cuasidelictual de la

242
R.D.J, tomo 13, sec. 1º, pag. 110, citada por DIEZ, ob. cit., p. 384.
243
R.D.J., tomo 15, sec. 1ª, pag. 302, citada por DIEZ, ob. cit., p. 384.

111
empresa. Además, en materia de accidentes del trabajo, ha fallado que podrían
perseguirse los perjuicios en sede extracontractual. 244

244
Idem, p. 386.

112
CAPITULO V

LA CONTRATACIÓN DE SERVICIOS PROFESIONALES

V.A.- EL VINCULO PROFESIONAL-CLIENTE

1) Concepto de cliente

La palabra cliente tiene su origen en la voz latina cliens o clientes, que a


su vez deriva de cluens o cluere, cuyo significado es “oir”. Podemos decir que
su significación etimológica es “el que oye a otro”.
Entre los romanos se decía cliente de aquel ciudadano que se ponía bajo
el amparo de otro más poderoso, a quien debía prestar diversos servicios, tales
como contribuir a formar las dotes de las hijas, a cambio de lo cual recibía la
protección de éste en especial mediante sus influencias. Con posterioridad,
durante la Edad Media, se dio el nombre de clientes a los vasallos con respecto
a sus señores. En la actualidad se entiende por cliente a aquella persona que
acude a otra para que le preste ciertos servicios, generalmente remunerados.
El Diccionario de la Lengua Española define al cliente como “la persona
que está bajo la protección de otra”; y respecto del que ejerce alguna profesión,
como “la persona que utiliza sus servicios”.
Nuestra legislación alude el concepto de cliente en varias de sus
disposiciones. En particular, cuando trata de los delitos de prevaricación
cometidos por abogados y procuradores, en que se considera cliente a todas
las personas que ocupan los servicios de un abogado o mandatario judicial en
cuanto tales, ya sea para la atención de un juicio, para una gestión voluntaria o

113
administrativa, para redactar un acto o contrato, para evacuar una consulta,
etc.245

2) Pilares sobre los cuales se asienta el vínculo profesional

Se ha sostenido con razón, que la responsabilidad profesional se asienta


sobre dos pilares fundamentales: la transparencia del vínculo y el conocimiento.
El mandato ético de quien brinda un servicio profesional debe ser el de
preservar las condiciones de su digno desarrollo, las que requieren de un
adecuado saber, así como de transparencia en el vínculo que se entable,
siempre a resguardo de las distorsiones a las que fuerzan las transferencias
emocionales o afectivas inconscientes.

a) Transparencia del vínculo


La ciencia psicoanalítica ha logrado develar con rigor y profundidad las
características del tipo particular de vínculo que se entabla entre el cliente y el
profesional. Freud la ha incluso situado más allá del modelo habitual de toda
intersubjetividad, en tanto ésta tendería a desplegarse predominantemente en
un registro dual-especular.
Así, se considera que cuando alguien pide atención profesional, en un
nivel latente reclama satisfacciones primarias de raiz infantil, desde que se halla
habitualmente en un estado de dependencia regresiva, y siempre busca afecto
y protección, absolución de sus culpas, contención de su angustia, amor, etc.,
equivaliendo el profesional consultado a una figura materna o paterna
sustitutiva, puesto que los vínculos profesionales no son simétricos, sino que se
organizan en torno a una jerarquía cognitiva. Obviamente estas demandas son
latentes, y se insinúan por “debajo” de lo manifiestamente pedido. El profesional
ineludiblemente debe detectarlas, procurando que el vínculo se mantenga a

245
MONTES, ob. cit., p. 32.

114
resguardo de toda política afectiva o emocional: lo que se debe recibir del que
sabe es ni más ni menos que el saber.246 En otras palabras, el que solicita
razones sobre sus problemas, también inevitablemente introduce demandas
afectivas, que de ser satisfechas, desvirtuarían la propia práctica que
formalmente se reclama; al verse invadido el campo laboral por tales deseos
transferenciales, se resiente la eficacia del servicio profesional, y se generan
además fuertes confusiones emocionales de difícil resolución.
Por otra parte, se considera que los propios complejos inconscientes del
profesional no deben contaminar de ningún modo el vínculo, dado que la
emergencia de los mismos configura el mayor obstáculo para la comprensión
auténtica de los problemas singulares del otro.
Esto no significa que la atención profesional no incluya necesariamente
este orden de satisfacciones y no se generen efectos emocionales. Los mismos
son inevitables, pero se deben dar por “añadidura”, y no como intención
originaria. Siempre debe primar hegemónicamente el deseo de resolución
teórica técnica, es decir, debe brindarse un conocimiento dentro de un encuadre
determinado. Los afectos, que siempre se demandan, si hegemonizan la
consulta, no hacen sino perder neutralidad y por ende perturban la necesaria
objetividad laboral. Por lo demás, la experiencia indica que cuando los
conocimientos profesionales son insuficientes, se los intenta suplir con
demagogia, amistad y paternalismo, o cualquier otra treta imaginaria, siempre al
servicio del goce de quien la efectúa.
En consecuencia, el trabajo profesional debe sostenerse sobre el
trasfondo de una tenue transferencia positiva sublimada. Se debe aspirar a la
construcción de un “estilo profesional”, caracterizado por la buena distancia
intersubjetiva, asentada en el mantenimiento de un vínculo sublimado, ajeno a
cualquier manipulación afectiva, estructurado sobre la base de un ordenamiento
jerárquico basado en lugares diferenciales, que se distinguen en función de la

246
GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 18.

115
posesión o no de algún saber, evitando caer en una relación dual-especular. Y
si los deseos que se movilizan en el profesional le resultan a éste insalvables,
debe derechamente renunciar a la tarea.247

b) Conocimiento
La relación profesional necesita basarse en un conocimiento consistente,
que debe ser producto de una práctica profesional que se despliegue
paralelamente a una capacitación y actualización permanente. El que brinda un
servicio profesional debe poseer los conocimientos suficientes que le posibiliten
ocupar con holgura el lugar del que sabe, de manera tal que el vínculo
profesional se organice en torno a una jerarquía cognitiva. El que se oferta
como poseyendo un saber que efectivamente no posee, derechamente estafa.
Este déficit en el dominio de un campo de conocimiento, configura una
de las más frecuentes transgresiones en las que incurren los profesionales.
Estos deben, por lo tanto, estudiar y capacitarse permanentemente, teniendo
conciencia de sus propios límites, evitando embarcarse en propuestas que los
desborden.
En consecuencia, aceptar que un colega puede resolver lo que a uno se
le escapa, supone una conducta de integridad ética, a la vez que evita severos
perjuicios a los consultantes, desde que la ética profesional se sostiene sobre
la oferta de un saber consistente a cambio de un honorario. 248

3) Desequilibrio del poder contractual

La contratación de los servicios profesionales, en tanto vinculan a un


experto y un profano en la materia, se caracteriza por la gran brecha cultural

247
GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 19.
248
GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 26.

116
que separa a sus contratantes, la que se manifiesta desde la génesis misma del
contrato.
En efecto, las asimetrías en la relación profesional-cliente son
significativas y responde a varios motivos. En primer lugar, por el caudal
científico-cultural que posee y que su título implica, acentuado por la
complejidad de las ciencias. El cliente además no tiene, en principio, un
conocimiento cabal sobre los problemas que pudiera padecer, encontrándose
en ese terreno en notoria desigualdad. En segundo lugar, existe una
desigualdad procedente del estado de la problemática del cliente que reclama
asistencia, que provoca una conducta de disposición y de sumisión del mismo
frente a su profesional.
Si a todo ello le sumamos otras variables, como por ejemplo el nivel
socio-cultural del cliente, la asimetría puede alcanzar ribetes de verdadero
autoritarismo profesional. 249
En el caso del abogado esto se ve agravado, puesto que se representa
a sí mismo en la ejecución de un negocio jurídico, y por ende se sitúa en el
ámbito propio de su especial dominio, constituye para estos efectos contraparte
del cliente mismo, campeando en la técnica de la contratación, lo que le otorga
un poder científico-cultural omnímodo sobre el cliente, lo que por cierto
contribuye a acentuar el desequilibrio y desigualdad de los sujetos contratantes,
ya desde la génesis misma del contrato y durante todo el desarrollo de este.
Aparece así una parte fuerte en la contratación que se puede imponer a
la otra, que no tiene posibilidades de negociación sino necesidades imperantes
que la llevan a aceptar aquello que se le ofrece. Por añadidura, aparecen los
contratos de adhesión.
Esta asimetría en la relación profesional-cliente asigna a aquél una serie
de obligaciones que vienen impuestas fundamentalmente por el principio de la
buena fe, encaminadas a restaurar el equilibrio negocial, tales como el deber de

249
GHERSI, “Responsabilidad profesional”, ob. cit., p. 50.

117
información, el de mantener una adecuada comunicación con el cliente,
adaptado a las circunstancias del caso y a las condiciones culturales, sociales,
psicológicas, etcétera.
Nuestro Código Civil, producto del liberalismo político y económico
imperante en su época, ha seguido un modelo contractual individualista fundado
en la libertad contractual y la igualdad de las partes, plasmados
fundamentalmente en los artículos 1545 y 1445. En grandes líneas, puede
estimarse que dicho modelo de rigorismo contractual se ha visto superado por
las profundas transformaciones económicas y sociales operadas
fundamentalmente a partir del siglo pasado. Sin embargo, también es cierto que
el Código Civil contempla elementos que pueden morigerar el rigorismo
contractual como lo es la referencia a la buena fe como norma imperativa
fundamental para celebrar, interpretar y ejecutar los contratos, y suministra
importantes herramientas de interpretación en sus artículos 1560 y siguientes,
de fundamental importancia en la revisión judicial de los negocios jurídicos.
Particularmente, en lo que atañe al profesional abogado, debe tenerse
presente el inciso segundo del artículo 1566, que establece que las cláusulas
ambiguas que hayan sido extendidas o dictadas por una de las partes, sea
acreedora o deudora, se interpretarán contra ella, siempre que la ambigüedad
provenga de la falta de una explicación que haya debido darse por ella.
De importancia en esta materia debe considerarse la Ley Nº 19.496 de
Defensa del Consumidor, la que si bien es cierto excluye de su aplicación a las
personas que poseen título profesional y ejercen su actividad
independientemente,250 implica la admisión de la desigualdad de los sujetos
contratantes en nuestro derecho e introduce claramente principios tendientes a
restablecer la igualdad y el equilibrio, a través de la protección a la parte más
débil de la relación contractual, estableciendo pautas interpretativas tales como

250
Creemos que la exclusión referida resulta injustificada, ya que son precisamente los usuarios de
servicios profesionales los que más debieran ser protegidos, dada su situación científico-cultural de
minusvalía frente al profesional.

118
el “in dubio pro consumidor”, la nulidad de los términos abusivos y las cláusulas
ineficaces, aplicables a los contratos de consumo. Estos principios podrían
llegar a aplicarse por vía analógica, visto lo preceptuado en los artículos 22 y 24
del Código Civil, habida consideración que la finalidad de la ley es proteger a
quienes se encuentran en condiciones de desigualdad. Así, una recta y justa
aplicación del principio de igualdad jurídica conlleva a excluir la igualación
indiscriminada, desatenta a las diferencias socio-económicas-culturales de las
personas. Su consagración debe atender a la descalificación de todas las
formas de aprovechamiento y abuso, el respeto de la relación negocial de
equivalencia, y a la interpretación conforme a la finalidad del acto, desde que la
igualdad de los sujetos contratantes no es de hecho el punto de partida, sino
que debe constituirse en su meta, no se trata en verdad de igualdad sino que
más bien de igualación, es decir, otorgar un tratamiento a las relaciones
jurídicas, valorando previamente a quienes deben ser igualados.251
De esta manera, podríamos encontrar en el contrato de servicios
profesionales herramientas jurídicas adecuadas que permitan morigerar los
abusos e injusticias que la situación de preponderancia del abogado pueda
generar.

4) La fiducia como elemento definidor de la relación

El abogado está unido con su cliente, sea éste quien le haya elegido, sea
la designación fruto de una asignación de oficio, por una relación que supone
una pericia (unos conocimientos, una preparación, un conocimiento del “metier”)
y que exige una confianza plena, una comunicación que puede llegar a las
esferas más íntimas de la privacidad. De esta especial posición del abogado en
la relación con su cliente dimana una característica definitoria de la relación
misma: la fiducia.

251
GHERSI, “Responsabilidad profesional”,ob. cit., p. 42.

119
Este elemento explica algunos rasgos típicos de la relación de servicios
profesionales propia del abogado, tales como la revocación “ad nutum” del
encargo. Según el autor español Vicente L. MONTES PENADES, la fiducia
explica también el especial juego o relieve que la composición diligencia obtiene
en este tipo de relaciones, en los que la conducta solutoria ha de estar presidida
por un esfuerzo razonable, a partir de un grado de preparación adecuado,
donde en definitiva, el grado de satisfacción del acreedor radica en una
conducta de prestación cuya calidad depende de aplicar tempestiva y
correctamente (es decir, en tiempo y forma: diligencia) conocimientos y saberes
expertos (esto es, pericia). Por lo que estando el abogado en posición
relevante, por razón de su información y de su preparación, da lugar a una
especial aplicación de las reglas generales sobre diligencia y pericia, sobre
culpa, dolo o negligencia, que bien puede llamarse una “lex artis ad hoc”.252
Finalmente, debemos consignar que la fiducia es elemento distinto del
“intuito personae”, desde que la primera es característica de la relación, en
tanto que la segunda lo es de la prestación y podría darse en relaciones
fiduciarias o no, desde que sus efectos apuntan hacia la conducta solutoria, que
ha de ser llevada a cabo por el propio deudor, o sea, a la infungibilidad. Por ello
no cabe sostener que, a partir de un cierto grado de pericia siempre exigible
(pericia en sentido objetivo) la prestación profesional del abogado sea
rigurosamente “intuito personae” y así es como la ley permite en todo caso la
253
delegación del mandato judicial, salvo expresa prohibición del mandante, y
es más que frecuente en la práctica incluso la sustitución, especialmente en las
relaciones establecidas con firmas o bufetes asociativos o colectivos. En otras
palabras, importa más que la conducta de prestación se ajuste a los cánones,
que la persona o personas que la lleven a efecto,254 o sea, se produce un

252
Citado por SERRA, ob. cit., p. 27.
253
Artículo 7º del Código de Procedimiento Civil.
254
SERRA, ob. cit., p. 124.

120
desplazamiento del eje de la prestación desde la persona del obligado a la obra
o servicio o actuación profesional.
En resumen, el “intuito personae” pone de relevancia las cualidades
personales del profesional, apunta a su pericia subjetiva para ejecutar la
prestación; en tanto que la fiducia en la contratación de servicios profesionales
del abogado –en general- supone una especial confianza, desde que hay entre
abogado y cliente (o mejor dicho, debe haber) una confidencialidad extrema.

V.B.- CALIFICACIÓN DEL CONTRATO

1.- DIVERSAS TEORIAS

El que hoy ya no se discuta la naturaleza contractual de la relación


profesional-cliente, salvo las excepciones que en cada caso se presenten,
responde, no a la casualidad, sino que a una afinación del instituto de la
responsabilidad civil.255
Así, el origen de las relaciones entre el abogado y el cliente puede ser de
diversa fuente. El caso más frecuente es aquel en que el cliente solicita
voluntariamente los servicios de un abogado determinado, caso en que las
relaciones entre ambos aparecen con mayor claridad. Excepcionalmente,
existen otros casos en que los servicios profesionales de éste último no son
requeridos, sino que se prestan debido a diversas circunstancias ajenas a la
voluntad del cliente.
En consecuencia, como ya vimos en el capítulo anterior, la relación del
abogado con su cliente es preponderantemente de índole contractual, aun
cuando hemos reconocido modalidades de responsabilidad no contractual.

255
GUAJARDO, Baltazar, “Aspectos de la responsabilidad civil médica, doctrina y jurisprudencia”, p. 27.

121
Determinar ahora la naturaleza jurídica de un específico contrato implica
calificarlo, encuadrándolo en algunos de los tipos establecidos en la ley. Su
importancia radica en determinar las normas legales aplicables a él, en
ausencia de estipulaciones expresas de las partes.256
La primera inquietud que surge entonces, es que tipo de contrato liga al
abogado a su cliente, tópico sobre el cual ha existido también gran controversia
y opiniones diferentes, que se remontan desde el Derecho de Roma.
En efecto, y aunque en unas épocas más que en otras, ha tenido
repercusión jurídica el hecho de que el trabajo desarrollado por el hombre
pueda ser de dos clases: en una de ellas predomina la actividad intelectual, y
en la otra, si bien sin adquirir una absoluta preponderancia, esa actividad cede
el paso a la destreza manual. Los propios jurisconsultos romanos establecieron
como distinción paralela y superpuesta a la anterior la que examinaba, por un
lado, los servicios remunerados por medio de un honorario, y por otro, aquellos
por los cuales era costumbre dar un precio. Y sobre la base de ambas
diferenciaciones se fue construyendo una de las más vivas polémicas
doctrinales del derecho de la contratación: ¿cuáles servicios eran unos y cuáles
otros? Este doble solapamiento adquiere pronto dimensión jurídica; y al tratar
de buscar la naturaleza de las relaciones existentes entre los profesionales
liberales y sus clientes, sobresale con mucho la antigua controversia relativa a
si las prestaciones de aquellos pueden constituir el objeto de un arrendamiento
de servicios o el de un contrato de mandato. De ahí que sea éste el primero de
los interrogantes que pretendemos apuntar. 257

256
GUAJARDO, ob. cit., p. 39.
257
YZQUIERDO, ob. cit., p. 23.

122
a) Doctrina del mandato

Como ya enunciaramos, para una postura que se hace remontar hasta el


derecho romano, las relaciones nacidas del ejercicio profesional o bien de un
arte liberal, configuraba un verdadero mandato, que además era esencialmente
gratuito; ello en razón de que se entendía entonces que tales servicios eran
incompatibles y no podían ser objeto de un contrato de trabajo, lo cual estaba
reservado sólo para las prestaciones manuales, atento que los primeros por su
índole “intelectual” eran inestimables, y no podían dar lugar a la
contraprestación de un “precio” o “alquiler” o a un “mercier” o “salario”. 258
Para los romanos “mandare” significaba dar poder y, en sentido
restringido, era el contrato por el cual una persona se obligaba respecto de otra
a hacer gratuitamente una cosa que esta última le había encargado. Este
negocio jurídico era de buena fe y el consentimiento se perfeccionaba sin
solemnidad alguna. Era esencialmente gratuito porque se basaba en la amistad;
si se pactaba un precio se convertía en un contrato innominado o en
arrendamiento de servicios, según el caso. 259
Entonces, en la época en que se enunció esta teoría no se conocía el
mandato remunerado, que era gratuito en su esencia. Como esta circunstancia
parecía estar en pugna con el pago que el profesional percibía como
remuneración por los servicios prestados, dicha remuneración fue considerada
como una simple retribución del cliente por un servicio inapreciable en dinero y
que no alteraba en absoluto la gratuidad del mandato. Así, POTHIER, al
defender esta teoría, manifestaba que los honorarios no constituían un pago por
los servicios prestados, sino una retribución otorgada por el cliente agradecido.
260
Era una simple recompensa por un servicio que en realidad no tenía precio.

258
TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 114.
259
VERGARA, Sofía, “El mandato ante el derecho y la jurisprudencia”, Editorial Conosur, Santiago,
1992, Tomo I, p. 1.
260
SERRANO, ob. cit., p. 85.

123
En otras palabras, se admitía el honorario ex post facto, pero nunca ab initio,
pues para que el mandato conservara su verdadero carácter era preciso que el
mandatario comenzara la gestión que le fue confiada de una forma
absolutamente graciosa y desinteresada. No era que existiesen dos especies
de mandato, el gratuito y el remunerado, sino que el mandato no cesaba de ser
gratuito por el hecho de existir una promesa de honorarios. 261
Pero va de suyo, lo que ha quedado descartado en la actualidad, es lo
referente a la gratuidad del servicio profesional, el cual, fuera de toda discusión,
debe ser y es remunerado.
En Francia la jurisprudencia no ha aceptado la teoría del mandato, desde
que en dicho derecho es de la esencia que el mandatario obre “en
representación” de su mandante, por lo que no puede aplicarse a las relaciones
entre profesionales y clientes, ya que en ellas el primero no siempre actúa como
representante de éste último.262
Ahora bien, con referencia al abogado, se ha considerado que la relación
jurídica entre el mismo y su cliente fue en su concepción originaria la del
mandato; opinión que ha sido receptada jurisprudencialmente en el derecho
comparado, cuando al primero le ha sido otorgado por éste último un poder
para actuar en juicio en su representación.263 Pero también se ha dicho que
este rol del abogado es excepcional y no constituye la función principal del
ejercicio de la profesión. Aun más, hay legislaciones como la inglesa, que
prohíben al abogado tomar la representación de la parte; que no admiten la
acumulación de funciones correspondientes al abogado con las funciones
propias del procurador. De modo que allí el abogado defiende y aconseja a las
partes, las patrocina, pero no puede representarlas.264

261
YZQUIERDO, ob. cit., p. 24.
262
SERRANO, ob. cit., p. 85.
263
TRIGO, “Responsabilidad profesional del abogado”, ob. cit., p. 114.
264
SERRANO, ob. cit., p. 86.

124
Es mas, en el derecho comparado se advierten como elementos
esenciales del mandato la confianza que deposita el mandante en el mandatario
y el encargo que se obliga a realizar el mandatario para su mandante. Los
elementos tales como la representación y la remuneración son incorporados
como esenciales o de la naturaleza en algunos códigos; mientras otros,
mantienen la estructura del contrato romano de mandato, esto es, su
consensualidad y gratuidad, sin incorporarle la representación directa ni
esencial ni naturalmente.265
Con todo, frente a nuestro ordenamiento jurídico, no cabe rechazar la
teoría del mandato, usando las argumentaciones de los tratadistas franceses,
desde que la representación no constituye elemento de la esencia del mandato,
y según algunos, ni siquiera sería un elemento de su naturaleza. 266
En consecuencia, el nudo gordiano de este problema no parece
encontrarse en el tema de la representación. Desde ya digamos que en el
formulismo riguroso del Derecho Romano no se aceptaba que los efectos de los
actos jurídicos fueran a recaer en persona distinta del autor material, siendo
aquella una idea que nació cuando el contrato de mandato estaba ya
perfectamente delineado y como fruto de la evolución del mismo. Tampoco
parece situarse el problema en lo concerniente a lo remunerado, desde que hoy
por hoy, nadie discute que el mandato pueda ser remunerado, al igual que el
arrendamiento de servicios. Sin embargo, para YZQUIERDO TOLSADA,
siguiendo a POTHIER, la primera nota diferenciadora entre el mandato y el
arrendamiento se encontraría en el dato del precio, que sería elemento esencial
de este último, y que además, debe guardar relación con el servicio prestado,
cosa que no tiene porque ocurrir en el mandato.267
Otros autores, entre ellos POTHIER, anclados en la arcaica idea de la
primacía de las profesiones liberales sobre las manuales, han intentado

265
VERGARA, ob. cit., p. 3.
266
SERRANO, ob.cit,, p. 87.
267
YZQUIERDO, ob. cit., p. 25.

125
diferenciar el mandato y el arrendamiento de servicios en función nada menos
que de la calidad humana de la actividad desarrollada. Así, DURANTON ha
sostenido que sería la naturaleza del negocio lo que debe servir para diferenciar
268
uno de otro y autores como TROPLONG consideraban a mediados del siglo
XIX que estimar como remunerables los servicios profesionales era herir el
honor de las profesiones liberales, despertar en ellas el espíritu de especulación
y de tráfico que debía evitarse por el bien de la colectividad, a fin de no
descender a un materialismo envolvente. 269

b) Doctrina del arrendamiento de servicios

Desde ya digamos que nuestro Código Civil dispone que el


arrendamiento puede ser de cosas, de obra y de servicios, de lo cual se colige
que puede contener prestaciones tan diversas que en realidad lo convierten en
una especie de contrato común que alcanza a cubrir parcialmente el campo de
regulación de otros contratos.270 Estas tres modalidades presentan tales
diferencias entre sí, que el legislador se ha visto en la necesidad de dar a cada
una de ellas una reglamentación propia y hasta cierto punto independiente. Por
lo que respecta al arrendamiento de servicios, que es de nuestro interés, este
admite una clasificación tripartita, atendiendo a la naturaleza de los servicios
que se prestan: arrendamiento de servicios materiales, arrendamiento de
servicios inmateriales y contrato de obra o confección de una obra material. A
los servicios inmateriales se refiere el artículo 2006 del Código Civil,
disponiendo que son aquellos en que predomina la inteligencia por sobre la
obra de mano, como una composición literaria o la corrección tipográfica de un
impreso. Digamos por último, que la prestación de servicios inmateriales puede

268
Citado por YZQUIERDO, ob. cit., p. 26.
269
Citado por SERRANO, ob.cit., p. 89.
270
STITCHKIN, David, “El mandato civil”, Editorial Jurídica de Chile, Santiago de Chile, 4ª Edición,
1989, p. 46.

126
revestir tres formas jurídicas diversas: contrato de trabajo de empleados
particulares, mandato y arrendamiento de servicios inmateriales.
Dentro de tal contexto, es que hay autores que sostienen que la relación
que se traba entre el profesional y el cliente sería un arrendamiento de
servicios.
Así, en España como en Argentina, es mayoritaria la catalogación de la
relación abogado-cliente como un contrato de arrendamiento de servicios, con
la única particularidad de que el trabajo que se brinda sería de orden intelectual
y no manual. Así, GHERSI opina que en general, el tipo de contrato que liga al
abogado a su cliente, será una locación de servicios, admitiendo que en
ocasiones muy particulares podría llegar a ser una locación de obra,
dependiendo de las circunstancias que determinarán para cada contratante la
celebración.271
Entre nosotros, destaca Ricardo SERRANO, para quien jurídicamente, la
relación encuadraría perfectamente en el arrendamiento de servicios. 272
Se ha rebatido esta postura por algunos, sosteniéndose que no sería
posible considerar como de la misma naturaleza jurídica la labor de un abogado
que resuelve un complicado asunto judicial y la de un obrero que pinta la
fachada de un edificio, línea en la cual se adscribe Troplong, como ya vimos. A
YZQUIERDO TOLSADA sin embargo, no le parece lógico ni oportuno
establecer distinciones entre unos y otros servicios, y menos pretender que la
nota distintiva gire en torno de la cantada supremacía de unas labores por
sobre otras; además, opina que no degrada a la profesión liberal, el
considerarla en principio, como objeto de un contrato de arrendamiento de
servicios, pues bajo esta genérica denominación pueden considerarse una gran
cantidad de prestaciones del trabajo humano. Según este autor, para establecer
las diferencias entre el mandato y el arrendamiento, no pueden ser tenidos en

271
GHERSI, “De la responsabilidad del abogado y..”, ob. cit., p. 56.
272
SERRANO, ob. cit., p. 88.

127
cuenta más que los elementos propiamente constitutivos del contrato, y no
preconceptos que huelen a privilegio de clase o a influencias extrañas a
consideraciones de índole jurídica.273
Así, los partidarios de esta teoría replican a los sostenedores de la teoría
del mandato, que es en muchos puntos imposible aplicar a los profesionales los
principios y normas propias del mandato, desde que por ocuparse el mandatario
de negocios que le son absolutamente ajenos, debe ceñirse a las instrucciones
de su mandante, careciendo así de la libertad de seguir su parecer en la
ejecución del encargo, que es en cambio propia de los contratos de servicios
celebrados por los profesionales liberales.
Tampoco se ve en la facultad de representación la nota característica del
mandato, puesto que aun siendo conexos con frecuencia, constituyen dos lados
bien diferenciados de una misma relación, independientes el uno del otro y cuya
coexistencia es meramente casual. Más bien el concepto de mandato se
circunscribe a aquellos servicios que son susceptibles de aparejar una función
de representación, aunque puede prestarse obrando o no en nombre del
comitente. Pero lo mismo puede ocurrir en el arrendamiento de servicios, de
obra y hasta en el contrato de sociedad.
Siguiendo a GARCIA VALDECASAS, YZQUIERDO TOLSADA concluye
que sería la sustituibilidad la nota distintiva de las figuras: en el mandato, el
encargo consiste precisamente en sustituir al mandante en el ejercicio de una
actividad determinada, que por pertenecer a la esfera propia de sus actividades,
bien la podría realizar por sí mismo. El encargo dado a un médico, ingeniero,
arquitecto o abogado, propio de los servicios de éstos, es ajeno a la actividad
de quien lo encomienda; si el mandatario toma el puesto del mandante en el
desarrollo de la actividad, el profesional en cambio, ejecuta el encargo frente a
quien lo encomendó, no aparece como una mera prolongación de aquel, sino
que cara a cara con éste. Además, se agrega que en la actividad profesional no

273
YZQUIERDO, ob. cit., p. 32.

128
se da comúnmente el encargo de obrar con eficacia jurídica frente a terceros:
es el cliente quien gestiona sus propios asuntos, aunque asistido por la labor y
actividad de otras personas.274

c) Doctrina del arrendamiento de obra

Para otra corriente de pensamiento, el tipo de contrato que liga al


abogado con su cliente sería el de un arrendamiento de obra intelectual, puesto
que el abogado promete la ejecución de un trabajo mediante un precio
calculado según la importancia del mismo, sin que exista relación de
dependencia entre él como arrendador y su cliente como arrendatario. 275
Este contrato se denomina arrendamiento de obra en el derecho español,
y se le define como aquel en virtud del cual una de las partes se obliga a
ejecutar a la otra una obra por precio cierto.276 Se compromete, pues, a la eficaz
producción de un determinado resultado de su trabajo a cambio de un precio
cierto. En la doctrina francesa se denomina arrendamiento de industria, en la
suiza contrato de empresa, en la alemana contrato de obra, en la argentina
locación de obra y entre nosotros, al igual que en España, arrendamiento de
obra.
En este sentido se ha fallado por la jurisprudencia argentina que: “la
relación contractual entre quienes ejercen las denominadas profesiones
liberales con sus clientes es susceptible de encuadrar dentro de las normas que
regulan la locación de obra, ya que lo que interesa es el resultado u opus, lo
que no significa que el profesional garantice el éxito de su gestión salvo que así
lo hubiere pactado expresamente”.277 También, pero referido a las gestiones
extrajudiciales tendientes a obtener la posesión y escrituración de un inmueble,

274
YZQUIERDO,ob. cit., p. 37.
275
TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit.,p. 117.
276
Artículo 1544 del Código Civil español.
277
(CNCiv., sala F, noviembre 9-1984). ED. 113-650.rep. 19, pag. 73, citado por GHERSI,
“Responsabilidad del abogado y ..”, ob. cit., p. 112.

129
que “el convenio celebrado para la realización de una labor profesional
constituye un contrato de locación de obra..”.278
Siguen esta corriente PLANIOL y RIPERT, que consideran el contrato de
empresa como la adecuada plasmación del referido vínculo al entender que, no
siendo el “salario” proporcional al tiempo, la actividad profesional no es un
arrendamiento de servicios, pues se ve remunerada a tanto por visita, por
consulta o por pleito. En igual sentido DE PAGE, aunque situando el criterio
definidor en la intensidad mayor o menor que el dato de la vinculación con quien
encargó la obra pueda tener en cada caso.279 En fin, para dar la nota
diferenciadora entre el arrendamiento de servicios y el de obra se ha acudido a
diversos criterios, tales como la forma en que se determina la remuneración, a
la existencia o no de subordinación, a la imputación de los riesgos, a la
individualización del trabajo y si el fin o resultado del contrato se encuentra o no
en manos de quien asume el trabajo.
La mayor objeción que se le formula a esta postura es la de que el
abogado no pacta una obra en sus resultados, pero se ha replicado que el
abogado puede prometer la defensa de su patrocinado en juicio o en varios,
pero no por ello garantiza sus resultados. Se agrega que asumiría también
dicha calidad cuando se obliga a estudiar una cuestión que se le plantea, con
prescindencia de que prosperen o no las acciones judiciales que se promuevan
como consecuencia del dictamen dado, desde que en ello habría una obra
intelectual, un resultado alcanzado. La eficacia de ese resultado, según esta
corriente, no formaría parte de lo convenido.
Con todo, los detractores de esta corriente, admiten que en un dictamen,
en un estudio jurídico de una cuestión, podría verse una obra en sus resultados,

278
(CNCom.,sala A, febrero 21-1979) ED. 83-615. Rep. 13, pag. 56, citado por GHERSI,
“Responsabilidad el abogado y …”, ob. cit., p. 113.
279
Citados por YZQUIERDO, ob. cit., p. 46.

130
aunque añaden que eso, que sería la excepción, no podría tomarse como base
para determinar la naturaleza jurídica de la relación.280

d) Doctrina del contrato de trabajo

No han faltado intentos de configurar la relación del profesional con su


cliente dentro del marco del contrato de trabajo, intentos que, partiendo de las
notas consideradas actualmente como definidoras de dicho contrato, resultan a
todas luces inviables, como inaceptables los resultados que a su través
pudieran lograrse.
Si bien es cierto que el contrato de trabajo puede abarcar actividades
propias del contrato de servicios y del contrato de obra, actividades tanto
manuales como intelectuales, y puede ser comprensivo de cualquier forma de
remuneración, no es menos cierto que donde debe situarse la nota
característica del contrato de trabajo es en el elemento de la subordinación y
dependencia, en virtud de la cual una persona, a las órdenes de otra y en
beneficio de ésta, consagra todo o parte de su actividad a producir una obra o
realizar un servicio bajo una disciplina de empresa.

e) Doctrina del contrato innominado

Otros autores afirman que en el momento en que una persona requiere


los servicios del profesional, se produce tácitamente entre ambos una relación
contractual, pero que tal sería un contrato sui-generis, un contrato innominado,
cuyo incumplimiento acarrearía responsabilidad. Se trataría así de un contrato
completamente válido, que obligaría a todo lo que expresa o tácitamente se
hubiere convenido y a todas las consecuencias que el uso o la equidad les
otorgarían y a cuya ejecución una parte no podría sustraerse sin faltar a su

280
Bielsa, Rafael, citado por TRIGO, en “Responsabilidad civil del abogado”,ob. cit., p. 118.

131
palabra o enriquecerse a costa de la otra. De este contrato, se desprenderían
los derechos y obligaciones recíprocas del profesional y de su cliente.281
En consecuencia, para esta corriente, el contrato que vincula al
profesional con su cliente no sería de trabajo, ni de arrendamiento de servicios,
ni de obra ni de mandato; sino que en verdad se trataría de un contrato atípico,
al cual no se le podrían aplicar con propiedad ninguna de aquellas
denominaciones clásicas.282 En este sentido se ha fallado en Argentina –
digámoslo, sin un carácter uniforme- que: “la naturaleza jurídica de la relación
jurídica que vincula a quienes ejercen las denominadas profesiones liberales
(en el caso, abogado), con sus clientes, es materia que dista de ser pacífica, y
sin desconocer que las distintas posturas aparecen abonadas con poderosas
razones, la que afirma que se trata de un contrato atípico es la que permite
prever soluciones más adecuadas y reales a los diversos problemas que
pueden plantearse de ordinario, dicha vinculación presente facetas que guardan
analogía con los rasgos distintos de las figuras tradicionales”.;283 “la relación
entre el letrado patrocinante, o del abogado, asesor o consultor y su cliente,
entraña un contrato atípico no subsumible en ls moldes tradicionales, de modo
que deben apartarse los esquemas del contrato de trabajo, la locación de obra
o de servicios y el mandato. Si bien por su similitud con algunos de los
contratos típicos, en atención a las particularidades de la contratación en
concreto, pueden aplicarse unas u otras reglas por analogía, ello no significa su
284
asimilación total o cual contrato nominado”; “No es posible aplicar
automática y genéricamente las reglas de las clásicas figuras con las cuales se
ha solido emparentar la labor intelectual del profesional, esto es, la locación de
obra, la locación de servicios o el mandato; lo que no impide admitir en un

281
SERRANO, ob. cit., p. 89.
282
TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 119.
283
(CNCiv., sala A, octubre 22-1976) ED. 71-145.Rep. 11, pag.37, citado por GHERSI, “Responsabilidad
de los abogados y …”, ob. cit., p. 109.
284
(CNCiv., sala C, marzo 30-1982) ED. 100-344. Rep. 17, pag. 8, citado por GHERSI, “Responsabilidad
de los abogados y ..”, ob. cit., p. 109.

132
supuesto dado, que la relación profesional puede tener identidad con alguno de
dichos contratos típicos”.285
GREGORINI también se sitúa en esta línea de pensamiento, al entender
que el contrato que celebra el abogado con su cliente sería sui generis, atípico,
“con características más afines con la locación de servicios o de obra según el
tipo de prestación encomendada, y donde el mandato puede jugar el rol
accesorio que hemos mencionado, cuando a la prestación profesional
específica de asistencia jurídica se agrega la representación. En el caso de los
procuradores o de los abogados actuando como tales, el mandato aparece
como contrato principal junto con la locación de servicios, pues el procurador
debe representar al cliente a los efectos de realizar actos jurídicos por su
cuenta y orden. Deberá además asesorar sobre la legitimación de las partes y
sobre los aspectos jurídicos de la representación, en cuyo rol tendrá afinidad
con la locación de servicios, sin por ello perder su característica de contrato sui
generis”.286

f) Doctrina del contrato multiforme o variable

Finalmente, una última doctrina, seguida por TRIGO REPRESAS y que


aparece como mayoritaria en el derecho comparado, sostiene que la prestación
de servicios profesionales asume unas veces el carácter de arrendamiento de
servicios, otras la de arrendamiento de obra, o, en fin, la de mandato, según las
circunstancias de cada caso; por lo que se concluye que se trataría de un
contrato multiforme, variable o proteiforme.287
Se sostiene que es imposible comprender en una sola figura las
innumerables relaciones que llevan al abogado a desplegar su actividad, pues,

285
(CNCiv., sala C, mayo 22-1984- Culaciatti, Miguel, J.C. Eckhavs de Saute, Ruth E.) La Ley, 1985-A,
80 Rep. La Ley XLV-1985, citados por GHERSI, “Responsabilidad de los abogados…”, ob. cit., p. 112
286
GREGORINI, ob. cit., p. 140.
287
TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 119.

133
si patrocina a un cliente, o si ejerce la dirección de un caso, cobrando por las
etapas o tiempo de su actuación, se aproxima al arrendamiento de servicios; al
arrendamiento de obra si comprometió su actividad hasta la finalización de su
cometido, o si se le paga un precio total determinado; importando un mandato la
aceptación por su parte de un poder; etc.
En esta línea de pensamiento se adscribe YZQUIERDO TOLSADA,
aunque dando resuelta preponderancia al arrendamiento de servicios: “Es
preciso hacer notar que, a pesar de la conclusión a que se llegó en el punto
anterior en orden a configurar normalmente la prestación del profesional como
objeto de un contrato de servicios, ello no debe excluir la posibilidad de que
puedan determinados y concretos aspectos de la relación profesional llevarnos
a observar en algún caso concreto figuras contractuales diferentes. Si la
calificación normal que merece dicha relación es la propia del contrato de
servicios, tal afirmación no obsta para que el mismo profesional pueda, más o
menos eventualmente, actuar en régimen de mandato o de arrendamiento de
obra. Creo que no se debe intentar, por tanto, arribar a una solución definitiva y
universal, que, por otra parte, se me antoja imposible, ni optar por una tesis
para con ello excluir las restantes, sino investigar en los criterios cuya presencia
o ausencia en cada caso suministren datos suficientes para calificar de una u
otra forma la relación y, por ende, para deducir de ello uno u otro régimen de
responsabilidad”.288

2.-SOLUCION ADOPTADA POR NUESTRO ORDENAMIENTO

a) Artículos 2118 y 2012 del Código Civil

Nuestro Código Civil, en sus artículos 2118 y 2012 da una solución más
práctica que doctrinaria al problema que nos ocupa. El primero, ubicado en el

288
YZQUIERDO, ob. cit., p. 46.

134
Título XXIX del Libro IV “Del Mandato”, preceptúa que “los servicios de las
profesiones y carreras que suponen largos estudios o a que está unida la
facultad de representar y obligar a otra persona respecto de terceros, se sujetan
a las reglas del mandato”; el segundo, ubicado al final del párrafo 9º del Título
XXVI del mismo Libro IV, “Del arrendamiento de servicios inmateriales”,
dispone que “los artículos precedentes se aplican a los servicios que según el
artículo 2118 se sujetan a las reglas del mandato, en lo que no tuvieren de
contrario a ellas”.
Nuestra jurisprudencia ha sostenido por su parte, que los servicios de las
profesiones liberales se sujetan a las reglas del mandato, aunque la prestación
289
de tales servicios no importe en realidad un contrato de esta naturaleza. En
este mismo sentido, un fallo más reciente de nuestros tribunales sostiene que el
contrato de prestación de servicios jurídicos, si bien no constituye propiamente
un mandato, por expresa disposición del artículo 2118 del Código Civil, se
sujeta a las reglas de ese contrato, siéndole aplicable sólo en forma subsidiaria
y en cuanto no fueren contrarias a ellas, las normas que rigen el contrato de
prestación de servicios inmateriales.290
En consecuencia, según nuestro ordenamiento, las primeras normas
aplicables serían las que libremente hayan establecido las partes, en virtud del
principio de autonomía de la voluntad establecido en el artículo 1545 del Código
Civil. En segundo lugar se aplican las normas de los artículos 2116 a 2173 (del
mandato), por texto expreso del artículo 2118; en tercer lugar, los artículos 2006
al 2012 (del arrendamiento de servicios inmateriales), en virtud de lo previsto en
el artículo 2012; y en cuarto lugar, los artículos 1997, 1998, 1999 y 2002 (del
arrendamiento) en virtud del artículo 2006.

289
C.A. Concepción, 18 de julio de 1918, G. 1918, julio-agosto, nº 361, p. 1102, citada por GUAJARDO,
ob. cit., p. 41.
290
GACETA JURÍDICA, Nº 294, Diciembre 2005, p. 289.

135
b) Análisis crítico

Según STITCHKIN, nuestro código no ha calificado la naturaleza jurídica


de los contratos que tienen por objeto estos servicios, sino que se ha limitado a
decir que “se sujetan” a las reglas del mandato. Y aún más, estos mismos
servicios se sujetan, también, a las reglas del arrendamiento de servicios
291
inmateriales en lo que no tienen de contrario a las del mandato. En este
mismo sentido, SERRANO advierte que el legislador parece no haber querido
equiparar el contrato de mandato con el contrato que se forma entre el
profesional y su cliente, considerándolos como de igual naturaleza jurídica, sino
que más bien ha estimado que las reglas que rigen el mandato son más
aplicables a la relación en estudio que las que reglan otros contratos. Además
sostiene que nuestro Código, al adoptar una solución para este problema, evita
para nuestro país la antigua controversia que esta cuestión suscita en otras
partes debido a la ausencia de disposiciones legales que la resuelvan.292
Sin embargo, creemos que el legislador, al adoptar tal solución, desliza
de alguna forma su preferencia por la teoría del mandato, en desmedro de las
demás doctrinas, en circunstancias que en muchos puntos es absolutamente
imposible aplicar a los profesionales los principios y normas propias del
mandato, lo que conlleva la no aplicabilidad de gran número de su preceptiva a
las relaciones existentes entre el profesional liberal y su cliente.
Además, aun cuando se considere que el Código no optó por ninguna de
las soluciones doctrinarias, determinando en cambio los grupos de normas
aplicables, lo cierto es que descartados que han de ser un gran número de
preceptos del mandato, los que luego restan subsidiariamente del contrato de
arrendamiento de servicios inmateriales no parecen tampoco dar muchas luces.
En definitiva, nuestro Código Civil no resolvió el problema de la naturaleza

291
STITCHKIN, ob. cit., p. 63.
292
SERRANO, ob. cit., p. 93.

136
jurídica, pero tampoco el de la determinación de la norma aplicable, porque no
hay muchas posibilidades de aplicar a la relación profesional-cliente las reglas a
las cuales se remiten los artículos 2118 y 2012.
De otro lado, la solución adoptada por nuestro Código puede colocar al
juez en un pie forzado, restándole una razonable discrecionalidad, puesto que
en el caso de arribar éste a la convicción jurídica de que a un caso concreto
debieran aplicarse las normas del arrendamiento de servicios, por ajustarse ello
más a la naturaleza jurídica del contrato, ante un conflicto de normas con las del
mandato, forzosamente deberá optar por las de este último contrato, no
obstante que de ordinario encontremos en el arrendamiento de servicios el
cauce adecuado a la regulación de la actividad profesional. Es más, ante la
conclusión de la general inviabilidad de la tesis del mandato, las normas que
justamente no serán aplicables a la actividad profesional la más de las veces,
serán justamente las propias del mandato.
En definitiva, la solución práctica intentada por nuestro Código, podría
constituir una cortapisa, al estimarse que rigidiza la aplicación de la doctrina del
contrato multiforme, que es hoy por hoy, la de mayor aceptación al asunto en
análisis. Por ello, las normas específicas a que nos remite nuestro código no
deben resentirse de rigidez, y estimándolas más bien como ordenadoras y
frente a las particularidades de cada caso, deben admitirse las aperturas
necesarias, ya que siempre será estéril –y solo logrará sacrificar el valor
justicia- apegarse con exceso a categorías jurídicas rígidas.

137
V.C.- OBLIGACIONES QUE NACEN DEL CONTRATO

1) Generalidades.

En una aproximación al tema y sin ánimo de realizar un estudio global y


sistemático, podríamos definir el contrato de servicios profesionales del
abogado como aquel en que un abogado se obliga a prestar un servicio de
asistencia jurídica a un cliente, sea promoviendo y defendiendo sus derechos e
intereses ante los organismos del Estado dotados de potestades
jurisdiccionales o administrativas, o realizando tareas extrajudiciales de
asesoramiento en todo tipo de actividad jurígena, y éste último, a pagar por
estos servicios un precio determinado.
A partir del concepto pueden, desprenderse como características
principales del contrato de prestación de servicios jurídicos profesionales, a la
luz de los criterios clásicos de clasificación de los contratos que fluyen de los
artículos 1439 y siguientes del Código Civil, las siguientes: a) Es un contrato
bilateral, desde que las partes contratantes se obligan recíprocamente,
principalmente, la una a prestar un servicio, y la otra, a retribuir dicho servicio
con un honorario determinado; b) Es un contrato consensual, desde que se
293
perfecciona por el solo consentimiento ; c) Es un contrato principal, ya que
subsiste sin necesidad de otra convención; d) Es en general de tracto sucesivo,
pero admite la modalidad de la ejecución instantánea, como sería por ejemplo,
cuando el abogado se obliga a elaborar un dictamen sobre un asunto
determinado; e) Es naturalmente oneroso, ya que en general es útil o
provechoso para ambos contratantes; f) Es un contrato intuito personae,
celebrado en consideración a la persona del otro contratante, peculiaridad rica
en consecuencias, desde que el abogado requiere un título habilitante, lo cual

293
Excepcionalmente puede revestir carácter solemne, como el caso del mandato judicial, pero como ya se
expuso, ello no sería cosubstancial al contrato de servicios profesionales.

138
supone un bagaje de conocimientos, una aptitud cultural, que incluso se puede
afinar por la especialidad. Esta característica difiere del que la contratación
profesional del abogado -en general- supone una segunda característica, una
confianza especial.294
Pero sin duda el estudio de la prestación principal (el servicio) es el punto
que mayor interés reviste para un estudio sobre la responsabilidad derivada del
contrato de servicios profesionales del abogado. Así, especial mención merece
el hecho de que la obligación que nace del contrato de servicios profesionales,
como concepto jurídico, se integra de un “objeto”, que se materializa en un
“hacer” que conforma el “contenido del objeto” o la llamada “prestación”, la cual
a su vez puede ser susceptible de subdivisión: las que están ligadas a las
calidades personales del obligado y aquellas en que la “fungibilidad del hacer”
permite el reemplazo del sujeto pagador.295
En consecuencia, para efectos del cumplimiento se aplican todos los
presupuestos propios que determinan esta calificación jurídica. Y como
sabemos que en el ámbito contractual, acaecido el incumplimiento obligacional,
existe en general la presunción de responsabilidad, uno de los mayores
problemas que se presenta en la responsabilidad del abogado en particular y la
profesional en general, es determinar aquella a partir de una “afinación” del
concepto de obligación debida, lo que nos lleva al análisis de la distinción entre
obligaciones de medios y obligaciones de resultado, desde que en el caso que
nos ocupa adquiere especial relevancia juzgar la calidad de la diligencia
prestada más que su resultado, distinción que se presenta como el eje del
sistema, alrededor del cual giran: a) los elementos sustantivos: la actividad
diligente como objeto de la obligación; y b) los procesales o adjetivos: la carga
de la prueba.296

294
El intuito personae es un concepto distinto a la fiducia, según se señaló en el numeral V.A.4)
295
Diez-Picazo, citado por GHERSI, “Responsabilidad del abogado y …”, ob. cit., p. 58.
296
YZQUIERDO, ob. cit., p. 20.

139
Cabe señalar que la distinción entre obligaciones de medios y de
resultado fue originariamente una construcción doctrinaria, es decir, un esfuerzo
de sistematización de ideas que no portaban hasta allí consecuencias jurídicas;
sólo la posterior masiva aceptación del distingo tuvo como correlato la
virtualidad práctica del mismo.297 También, que es una verdad a puños que en
lo que respecta a la terminología empleada, no existe, ya no unanimidad, sino ni
siquiera un consenso más o menos amplio, aun cuando debe reconocerse que
la formulación que más adherentes ha ganado, ha sido precisamente la
referida, sea para adherir o criticar la idea. Por ello, no abundaremos sobre el
tema de las denominaciones o terminologías empleadas, y utilizaremos la de
más general aplicación, poniendo el énfasis en poner de manifiesto lo esencial
de la distinción, que consiste en que nos hallamos ante dos formas distintas de
definir el contenido de la prestación obligacional.

2) Obligaciones de medios y de resultado.

La prestación, objeto de la relación obligatoria, consiste en la conducta


debida de dar, hacer o no hacer alguna cosa a favor de otro (acreedor). Ahora
bien, la prestación puede configurase de diversa forma en cuanto sea exigible o
no la obtención de la expectativa del acreedor, también llamada por algunos
autores interés primario del acreedor. Cuando la satisfacción del interés
primario, se encuentre in obligationi, es decir, sea exigible por el acreedor y, por
tanto, debido por el deudor, estamos ante una obligación de resultado. Cuando
solo sea exigible una conducta diligente encaminada a la obtención de tal
expectativa sin que ella forme parte del objeto de la obligación, nos
encontramos ante una obligación de medios. Esto significa que la distinción

297
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 737.

140
atiende al objeto de la relación obligatoria, que en un caso incluye la expectativa
del acreedor (obligación de resultado) y en el otro no (obligación de medios).298
Sin embargo, siendo clara, sugestiva y aceptable la distinción referida, no
falta doctrina favorable a la idea de que cuando se habla de obligaciones de
medios para distinguirlas de las obligaciones de resultado, se está haciendo
referencia no a dos categorías distintas de obligaciones, sino a una menor o
mayor, respectivamente, amplitud del resultado debido, respecto del interés
final del acreedor.299 Siendo la distinción fecunda en consecuencias, se dice
que lo que se llama obligación de medios es una obligación cuyo fin se precisa
estrechamente por un resultado fragmentario, por una misión parcial en relación
a un fin más extenso que, sin embargo, queda fuera de la obligación.300

3) Orígen y evolución de la distinción.

Se discute quién fue el autor de esta distinción: unos asignan su


paternidad a René DEMOGUE, y otros encuentran antecedentes de
significación previos a la obra de aquel, aun cuando reconocen la entidad y
301
significación del aporte de éste. En efecto, DEMOGUE no desarrolló la
distinción dentro de la generalización del tomo V de su tratado de 1925 “Traite
des obligations general”, sino al exponer la argumentación sobre su punto de
vista en la debatida cuestión de si la responsabilidad de fuente contractual es la
misma o distinta de la extracontractual.302 En él, su autor, expone sus ideas
acerca de la relativa unidad de la responsabilidad civil, contractual y
extracontractual, criticando que el argumento fundamental para diferenciar una
de la otra sea la carga de la prueba de la culpa, estimando que ello no es

298
GARCIA, Alejandro, “Responsabilidad civil contractual. Obligaciones de medios y de resultado”.
Santiago de Chile, Editorial Jurídica ConoSur, 2002, p. 6.
299
Mengoni, citado por YZQUIERDO, ob. cit., p. 56.
300
Marton, citado por YZQUIERDO, ob. cit., p. 56.
301
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 735.
302
TRIGO, “Responsabilidad civil del…”, ob. cit., p.140.

141
exacto, con base a estimar que la obligación del deudor podía ser de medios
como de resultado. Agrega que la responsabilidad por culpa no sería la única
que existiría, como en el caso de las obligaciones de resultado, en que ella es
objetiva, pudiendo también presentarse en el ámbito extracontractual (hecho de
animales, cosa, ruina de edificios) en que existe una presunción de culpa.
Concluye así que el sistema de prueba es el mismo en ambos tipos de
responsabilidad, porque siempre habría una obligación preexistente infringida,
sea el deber general de no dañar injustamente a otro o una obligación
contractual.303 Así, DEMOGUE, en el Tomo VI de su Traité, publicado en 1931,
al desarrollar las causales de exclusión de responsabilidad, sostiene que en las
obligaciones de resultado sólo cabe la fuerza mayor, en tanto que en las de
medios, el deudor se puede eximir probando su diligencia.304
Pese a que hubo inmediatas reacciones frente a esta distinción de parte
de autores que no la aceptaron, la mayoría de los autores franceses la
acogieron, siendo sus más fervorosos partidarios los hermanos MAZEUD y
André TUNC –especialmente Henri MAZEUD- quienes colocaron un segundo
pilote en esta conceptualización, aseverando en primer lugar que como la
terminología era ambigua, correspondía sustituirla por la de “obligaciones
determinadas” en vez de obligaciones de resultado, y “obligación general de
305
prudencia y diligencia” en lugar de obligación de medios, sumándole Tunc a
la clasificación un tercer género, conformado por las obligaciones de
garantía.306
Repárese que el aporte de los MAZEUD fue incorporar esta distinción
como una clasificación general de las obligaciones, aplicable tanto al régimen
contractual como aquiliano, extendiendo además su campo no solo a las
303
GARCIA, ob. cit., p. 16.
304
GARCIA, ob. cit., p. 16.
305
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 738.
306
En ellas, el deudor se obliga a reparar un daño sobrevenido por caso fortuito, por ende, el deudor es
garante de la obligación, cubre un riesgo. En contra de esta categoría, Frossard, concluye que la obligación
de garantía es de resultado y que ella no se relaciona con el objeto de la obligación. Citados por GARCIA,
ob. cit., p. 17.

142
obligaciones de hacer, sino también a las de no hacer y de dar. Como punto de
contacto con la elaboración de DEMOGUE, los MAZEUD consideran que la
regla está dada por las obligaciones de resultado, mientras que las de medios
configuran una excepción.307
Sin embargo, convenimos en que el aporte más significativo de los
MAZEUD es el que hicieron con respecto al estudio interno del distingo,
principalmente en dos aspectos: en primer lugar, que tratándose de hechos,
siempre que se propone un resultado hay una diligencia involucrada para
obtenerlo; y en segundo lugar, al vincular esta elaboración con comprobaciones
de la realidad y conceptos psicológicos, admitiendo que la separación entre
ambos campos no es tajante, existiendo grados de resultado, desde que un
mismo hecho, según sean las circunstancias, puede configurar una obligación
de resultado o no, siendo el parámetro de separación entre una y otra clase, la
aleatoriedad del resultado.308
La jurisprudencia francesa ha aplicado desde 1936 la clasificación de
manera constante y generalizada para fundamentar sus fallos. En Italia, desde
1961, la jurisprudencia de ese país la aplica especialmente al ámbito de la
responsabilidad profesional. En el Derecho alemán, pese a que la distinción
como teoría tuvo su origen en el, ha tenido poco éxito entre los autores y nula
aplicación en la jurisprudencia, salvo por la distinción que se hace entre
contrato de arrendamiento de obra y de servicios, bajo criterios y con
consecuencias muy similares a las de las obligaciones de medios y de
resultado. En España, es seguida por gran parte de la doctrina y se le ha
utilizado también como fundamento para diferenciar los contratos de
arrendamiento de obra de los de arrendamiento de servicios. Dicho criterio -que
podría denominarse aplicación tácita de la distinción- fue adoptado por el
Tribunal Supremo en 1950, señalando que, los servicios ofrecidos por Letrados

307
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., p. 738.
308
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., p. 739.

143
y otros profesionales liberales, generalmente constituyen contrato de
arrendamiento de servicios, pero también ocurre que se puede configurar como
contrato de obra, por ejemplo, en caso que el Letrado acepte el encargo de
emitir un dictamen. En otros países también ha sido aceptada por la doctrina y
aplicada por la jurisprudencia, e incluso, consagrada en el Derecho positivo. 309
En Chile, la doctrina se encuentra dividida respecto de la cabida de la
distinción dentro de la legislación civil, pero es opinión mayoritaria la que la
rechaza fundándose en razones de texto.310 Nuestra jurisprudencia no ha
aplicado la teoría en forma expresa, aun cuando respecto de cierta clase de
consecuencias que ella comporta, tales como para efectos de la determinación
del cumplimiento o incumplimiento de la obligación, la determinación de la carga
de la prueba y las causales de exoneración de responsabilidad.311
RODRIGUEZ GREZ se encuentra entre quienes considera falso el
dilema, y discurre sobre la base de que toda obligación impone un deber de
conducta el cual se encuentra debidamente descrito (tipificado) en la norma
jurídica. Opina que quien se obliga, como quiera que lo haga, se compromete a
comportarse de una determinada manera, a desplegar una conducta
perfectamente acotada por el derecho, pudiendo incurrir en responsabilidad si
no procede de esa manera. Concluye así que del momento que toda obligación
lleva unida, como la sombra al cuerpo, el grado de diligencia y cuidado que se
le impone al sujeto, sea por estipulación expresa de las partes, tratándose de
obligaciones contractuales, o por disposición de la ley en los demás casos,
todas las obligaciones serían de medios, desde que no existiría ninguna

309
GARCIA, ob. cit., p. 22.
310
Quienes están por aceptarla, arguyen principalmente a partir del texto al artículo 2158 inciso final del
Código Civil, que expresa que “no podrá el mandante dispensarse de cumplir estas obligaciones, alegando
que el negocio encomendado al mandatario no ha tenido buen éxito, o que pudo desempeñarse a menos
costo, salvo que le pruebe culpa”.
311
GARCIA, ob. cit., p. 24.

144
obligación de resultado, en el sentido que éste deba alcanzarse siempre, en
todo caso, inexorablemente y bajo todo supuesto.312
La mayoría de los autores sin embargo, no comparten esta opinión,
porque consideran que en las obligaciones de resultado, el comportamiento
diligente no es el objeto de la obligación, sino que el resultado mismo querido
por el acreedor, de modo que sólo se cumpliría la obligación con la obtención
del resultado determinado (expectativa), sin importar el esfuerzo que ello
irrogue.

4) Críticas a la distinción.

Se le han formulado diversas críticas a la distinción entre obligaciones de


medios y de resultado. Así, hay autores que consideran inexacta la distinción,
entre ellos ESMEIN, porque consideran que dependiendo del punto de vista que
se mire, una obligación puede enmarcarse, indistintamente, dentro de una u
otra categoría porque en todas las obligaciones existen resultados y medios
para obtenerlos; otros como MARTON, consideran que todas las obligaciones
serían de resultado, desde que en todo contrato está presente el resultado,
incluso en las de medios, en que se requieren resultados parciales; también
existen autores –como PLANCQUEEL- que consideran que todas las
obligaciones serían de medios, porque el deudor jamás promete un resultado,
sino en los rarísimos casos en que es garante de todo evento, incluso del caso
fortuito313; otros autores –entre ellos MARTON- sostienen que la distinción sería
inexacta porque en muchos contratos coexisten obligaciones de medio y de
resultado: por ejemplo, el abogado es deudor de una obligación principal de
medios, pero también de resultado: actuar procesalmente dentro de plazo.
MARTON agrega que lo que se llama obligación de medios es una obligación

312
RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 210.
313
En este mismo sentido opina Pablo Rodríguez, quien se explaya en sus fundamentos, según ya vimos.

145
cuyo fin se precisa estrechamente por un resultado fragmentario, por una
misión parcial en relación con un fin más extenso que, sin embargo, queda
fuera de la obligación;314 finalmente, autores como RIPERT y BOULANGER,
consideran incluso arbitraria la distinción, porque en la vida jurídica habría
obligaciones de contenido infinitamente variado, las que no pueden enmarcarse
dentro de dos categorías que no son siquiera homogéneas.315
Estas críticas han sido asimismo refutadas por ser en su gran mayoría
eminentemente formales: la primera crítica, de la inexactitud de la distinción
debido a su relatividad, porque solo pone de manifiesto lo relativo de los
conceptos de medios y resultado, siendo que es obvio que los medios a los que
se obliga un deudor son un resultado en sí mismo, por lo que se trataría de una
objeción a la terminología propuesta por DEMOGUE, más no a la distinción
misma, puesto que en toda relación obligatoria se requiere de un
comportamiento y de la producción de resultados, pero solo en las obligaciones
de medios el comportamiento equivale al resultado. En cuanto a la pretendida
concomitancia de obligaciones de uno y otro tipo, LOBATO replica que se
trataría sólo de una sucesión en el tiempo de obligaciones diferentes o una
yuxtaposición de ellas para prestaciones diversas.316
GARCIA GONZALEZ opina que la obligación de medios no está
compuesta de obligaciones parciales de resultado y pone como ejemplo el
abogado al cual se le confía la defensa en juicio, que no tiene una obligación de
resultado respecto de la realización de ciertas actuaciones procesales dentro de
plazo, sino que su obligación consiste en la diligente defensa en juicio, la que
importa efectuar las debidas actuaciones procesales en tiempo y forma. Estas
actuaciones debidas son todas las necesarias para obtener la victoria en el
pleito, medidas con el canon de diligencia que corresponda, porque frente a una
sola relación obligatoria, los resultados parciales sólo son manifestaciones del

314
Citado por YZQUIERDO, ob. cit., p. 56.
315
Citados por GARCIA, ob. cit., p. 26.
316
Citado por GARCIA, ob. cit., p. 28.

146
comportamiento diligente del deudor de una obligación de medios. Admite que
lo que si puede suceder es que un contrato genere obligaciones distintas, unas
que pueden ser de medios y otras de resultado, pero solo se trata de
obligaciones distintas surgidas de una misma fuente. Es decir, se ha de
distinguir entre el contrato, que puede generar indistintamente obligaciones de
ambas categorías, y la relación obligatoria, ésta última la cual sólo puede ser de
medios o de resultado en un momento dado, aunque su calificación pueda
variar de acuerdo a la etapa de desarrollo del contrato.317

5) Incidencia de la distinción en la responsabilidad del abogado.

Ya señalamos que las obligaciones de medio consisten en realizar una


conducta destinada a…; en el caso del abogado la misma reviste el carácter de
“científica”, pues encierra una aptitud cultural en una rama especial del saber
humano: la jurídica. En cambio, la obligación de resultado apunta de manera
determinante al compromiso del resultado en sí mismo, como lo sería por
ejemplo, iniciar una acción antes que prescriba.
Siguiendo a ALTERINI, GHERSI opina que es sumamente difícil
determinar “a priori” cual será la obligación fecundada, y que es más útil
sostener que de la relación jurídica cliente-abogado, surgen diferentes
obligaciones que pueden revestir uno u otro carácter; aun cuando desde el
punto de la praxis jurisprudencial existe una tendencia a considerar la
obligación como de medios.318
De lo expuesto puede advertirse que en principio, con relación a algunas
profesiones liberales, la obligación que en general asume el profesional es en
realidad de medios, ya que, verbigracia, ni el médico asegura que va a curar al
enfermo, ni el abogado que va a ganar el pleito, sino que únicamente se

317
GARCIA, ob. cit., p. 29.
318
GHERSI, “Responsabilidad de los abogados y otras…”, ob. cit., p. 59.

147
comprometen a cumplir una prestación eficiente e idónea, con ajuste a los
procedimientos que las respectivas técnicas señalen como los más aptos para
el logro de esos fines, pero sin poder dar certeza de que ellos se pueden
alcanzar. Entonces, aun cuando el médico o el abogado no pueden asegurar el
éxito, si pueden comprometer una determinada eficiencia o bondad en su labor
para conseguirlo, o una mejor calidad del método, no obstante que en general
sólo se les pueda exigir un obrar conforme, como mínimo, con lo que hacen sus
pares en la misma especialidad y en circunstancias similares, de forma tal que
el parámetro no estaría dado por el promedio de méritos entre el mejor y el
peor, sino en un justo término medio entre, de ordinario, buenos profesionales
en la materia.319
No obstante, también se acepta que estos profesionales pueden
obligarse a un resultado; tal como ocurre por ejemplo, si el abogado se
compromete a redactar un contrato, o un estatuto societario, realizar una
partición, emitir un dictamen o si actúa como apoderado; considerándose en
general por algunos que el abogado se encuentra asimismo obligado a una
prestación de este tipo, con relación a los actos procesales de su específica
incumbencia,320 que en general, tiendan a activar el procedimiento en la forma
prescrita por la ley. Dentro de esa lógica de pensamiento, se ha fallado por la
jurisprudencia argentina, que cuando el abogado actúa como consultor o
patrocinante, su misión primordial es la de conducir el pleito bajo su dirección
intelectual. En estos casos la obligación del abogado sería de medios, dado que
únicamente debe poner de su parte todos sus conocimientos, diligencia y
prudencia con el fin de obtener un resultado favorable a los intereses del
cliente, pero sin garantizar el éxito de su gestión.321 En consecuencia, su
responsabilidad en este caso no podría tenerse por configurada por la mera

319
Compagnucci De Caso, citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 288.
320
Alterini,-Ameal-López Cabana, citados por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 528.
321
CNCivil, Sala B, 9/5/86; CNCivil, Sala E, 26/12/91, citados por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p.
528.

148
circunstancia de no haber prosperado en la litis la pretensión de su parte,
siempre que la postura técnica asumida tenga razonable apoyatura en alguna
de las fuentes del derecho vigente; de forma tal que sólo se vería comprometida
la responsabilidad del profesional cuando el fracaso obedezca a una actuación
negligente o a errores jurídicos inexcusables.
Todo lo cual demuestra, entonces, que no puede afirmarse con carácter
amplio, prima facie, que las obligaciones de los profesionales sean de “medios”
o de “resultado”; ya que ello dependerá en cada caso de la profesión de que se
trate, y asimismo de la labor concreta a cumplir por el profesional.322
Se ha considerado que la importancia del distingo entre obligaciones de
medio y de resultado en materia profesional, se proyecta muy especialmente
sobre el régimen probatorio, ya que, en efecto: en las obligaciones de resultado
al acreedor le bastará con establecer, o a veces con sólo invocar, que no se
logró el resultado prometido y nada más, correspondiendo en todo caso al
deudor que quiera exonerarse de responsabilidad, la acreditación de que ello
sucedió por caso fortuito u otra causa extraña ajena a él; mientras que en la de
medios no es suficiente la mera no obtención del fin perseguido pero no
asegurado, sino que también se debe demostrar que ello acaeció por culpa o
negligencia del obligado. Con todo, cabe mencionar que en el derecho
323
comparado se admite en general, en relación a hechos complejos , que rige
el principio de las “cargas probatorias dinámicas”, conforme al cual el onus
probandi habrá de recaer sobre quien se encuentre en mejores condiciones de
producir prueba, por lo general, el propio profesional, cuando se trata
precisamente de responsabilidad profesional.
Sin perjuicio de lo anterior, para GARCIA GONZALEZ, el ámbito más
relevante de la distinción se ubica principalmente en la determinación del

322
TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 142.
323
En contraposición a los simples hechos, tales como el caso de si el abogado actuó diligentemente para
obtener el poder de sus representados a fin de contestar una demanda, respecto de lo cuales no podría
afirmarse que el profesional se encontraría en mejores condiciones para acreditarlos.

149
cumplimiento e incumplimiento de la obligación. Las demás consecuencias que
324
se atribuyen a la distinción serían importantes, pero no necesarias. Así,
afirmándose por algunos que siempre existe una obligación de resultado si se
considera que el resultado sería precisamente la actividad, en la obligación del
abogado existiría una actividad (la defensa en juicio), que no es sino un
resultado pretendido, el cual a su vez, tiene a la vista otro resultado remoto (la
victoria del pleito). Este resultado de resultado vendría a ser considerado como
algo que, sin ser exigible, sí es lo que ni más ni menos interesa al acreedor, y
como tal, será la forma de medir si los medios adoptados han sido o no los
adecuados; en suma, si la obligación de medios se ha cumplido o no,325 o lo
que viene siendo equivalente, si ha mediado o no culpa profesional, materia
sobre la cual nos extenderemos más adelante.
Por lo demás, partiendo de la premisa que el médico, el abogado, etc.,
gozan de cierta discrecionalidad técnica en el cumplimiento de su prestación, y
dentro de ese obrar se deben guiar por los dictados científicos; de manera que
si existen varios métodos científicamente aprobados, pueden elegir libremente
cualquiera de ellos, el que su entender resulte más apropiado para el caso
dado, resulta innegable que en la valoración de la culpa profesional no se podrá
prescindir de la razonable incertidumbre que humanamente se halla vinculada a
las apreciaciones de tales profesionales, bastando pues con que sea discutible
u opinable el procedimiento seguido, para que quede descartada toda idea de
culpa en el profesional que se inclinó por un sistema desechando otros
posibles.326

324
GARCIA, ob. cit., p. 31.
325
YZQUIERDO, ob. cit., p. 56.
326
TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 143.

150
CAPITULO VI

PRESUPUESTOS DE LA RESPONSABILIDAD CIVIL DEL ABOGADO

VI.A.- GENERALIDADES

La responsabilidad resulta de la concurrencia de una serie de elementos


que tienen como resultado un daño inferido. Se trata de un fenómeno jurídico
que -desde vieja data- importa por el deber de reparar que engendra, ya que
puede tener génesis en dos circunstancias bien definidas: el incumplimiento
contractual que arrastra tras sí una responsabilidad contractual, o bien el
incumplir un deber genérico de no dañar (alterum non laedere) que implicará
una responsabilidad extracontractual.
Para la atribución de responsabilidad civil a una persona se requiere la
concurrencia de varios presupuestos indispensables. Sin embargo, la
determinación de estos elementos o presupuestos no ha sido un tema pacífico
en la doctrina, tanto por lo que respecta al número como a la índole de estos.327
Como si ello no fuese ya suficiente, el tema se ha planteado en forma
diferenciada al tratar la responsabilidad extracontractual y la contractual.
Por ello, no debe sorprender que, no obstante que cuestiones como
estas afecten a ambos órdenes de responsabilidad –contractual y aquiliana-, la
mayoría de los manuales de derecho civil, contemplen al tratar el sistema de
responsabilidad extracontractual, como elementos o presupuestos de su
estudio, el hecho ilícito o la antijuridicidad, el daño, la relación de causalidad
entre el hecho ilícito y el daño, y el factor de atribución o imputación. Incluso
algunos agregan la capacidad delictual, todos los cuales deben concurrir para

327
TRIGO y LOPEZ, ob. cit, Tomo I, p. 387.

151
configurar la obligación de reparar.328 Al tratar de la responsabilidad civil
derivada del contrato en cambio, sólo dedican atención a alguno de sus
elementos: la culpabilidad y la imputabilidad. Apenas se dice algo del daño o los
perjuicios. Entonces, a los ojos del confundido estudiante y debido a una
enorme falta de metodología, unos idénticos elementos se estudian por
duplicado en sede aquiliana y contractual, esto es, en cada una de las dos
parcelas de reparación, y se presenta un esquema en el que el daño, la relación
causal y la antijuridicidad aparecen como elementos genuinos, exclusivos y
monopolizados por la teoría de la responsabilidad extracontractual.329
Se impone entonces, hoy por hoy, por la propia fuerza de las cosas,
sobre todo en materia de responsabilidad profesional, el tratamiento unitario del
fenómeno resarcitorio, habida consideración a que el estudio de esta índole de
responsabilidad se presenta muchas veces en el deslinde de ambos regímenes
o parcelas de reparación, como ya se ha visto. Aserto que hoy, a primera vista,
aparece como indiscutible, pero que hasta hace no mucho tiempo atrás no lo
era tanto, puesto que antes de estructurarse la responsabilidad civil como teoría
general, los autores no se interesaban por una esquematización de sus
presupuestos o elementos.
Pero como ya se anticipó, las disfunciones no terminan ahí, desde que
existen o han existido unas posturas más restrictivas, que intentan reducir al
mínimo los elementos constitutivos de la responsabilidad civil, como aquella que
considera que pueden sintetizarse fundamentalmente en dos: el hecho ilícito y
la culpa. El daño no sería para esta corriente un elemento autónomo, sino que
estaría comprendido dentro del "hecho ilícito", actuando en un momento
posterior y no sustancial de la vigencia de la responsabilidad: en el de la
liquidación de los perjuicios. Dentro del segundo elemento, la culpa, se incluyen
a su vez dos nociones que se han pretendido diversificar por otros autores: el

328
Entre nosotros, MEZA BARROS, Ramón, “Manual de derecho civil. De las fuentes de las
obligaciones”, Tomo II, Santiago, Editorial Jurídica de Chile, 5ª Edición, 1975, p. 261 y sgtes.
329
YZQUIERDO, ob. cit., p. 11.

152
hecho imputable y lo que propiamente puede denominarse la “culpa”.330 Otras
posturas más extensivas consideran desde cuatro a seis elementos, siendo la
más dominante en la actualidad, la que admite tres: el perjuicio o daño causado,
la imputabilidad (pues sólo quien por su culpa o dolo ocasiona el daño está
obligado a repararlo) y la existencia de una relación de causalidad entre la culpa
y el daño. Otros autores, aun dentro de ese mismo número de exigencias,
difieren en cambio, en cuanto a cuáles son los elementos, requiriendo que
medie un daño causado, que lo sea ilegalmente (hecho ilícito) y que haya
imputabilidad.
Para efectos de nuestro análisis y siguiendo la tendencia doctrinaria
dominante en la materia, consideraremos cuatro presupuestos o elementos, y
comunes a las esferas contractual y extracontractual, por entender que es la
que mejor define las condiciones necesarias para la existencia de la
responsabilidad civil, sobre todo la profesional, y por estimar que cuando se
supera este número básico, ello obedece a que se desdobla lo que constituye
un elemento único, en dos o más.
En consecuencia, consideraremos: a) acción u omisión antijurídica, que
podrá ser el incumplimiento de un contrato o la violación de naeminem laedere
general; b) daño; c) relación de causalidad; y d) factores de atribución (o de
imputabilidad, en los términos clásicos del sistema subjetivo): dolo, culpa,
riesgo, garantía, equidad, solidaridad social. 331
Siendo la responsabilidad profesional un mero apartado o capítulo
especial dentro de la temática genérica de la responsabilidad civil, va de suyo
que para su configuración se requiere igualmente de la concurrencia de esos
mismos presupuestos, los que analizaremos seguidamente, con especial
énfasis en las particularidades que presentan en la actividad profesional
jurígena, en los ámbitos del daño y de los factores de atribución o imputabilidad,

330
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 389.
331
YZQUIERDO, ob. cit., p. 13.

153
sin dejar de repasar, por coherencia con el sistema, las nociones generales
acerca de la relación causal y antijuridicidad, que como generales, se aplican
también a la especie de la responsabilidad del profesional del abogado, y no
exentas del todo de sus propias particularidades.
Con todo, prescindiremos de la discusión teórica, que también se ha
planteado, del orden lógico en que han de tratarse cada uno de estos
elementos, partiendo de la base de estimar que serían distintos ángulos de
análisis de un mismo problema, que además, se entrelazan entre sí y que
deben concurrir simultáneamente.

VI.B.- LA ANTIJURIDICIDAD

1) Concepto de antijuridicidad

La necesidad de que el hecho dañoso contravenga el orden jurídico,


considerado en su totalidad, es un presupuesto común de la responsabilidad,
que debe estar presente –también- en el ámbito de la responsabilidad
profesional del abogado.
La antijuridicidad aparece como sinónimo de ilicitud, siendo un concepto
que abarca o comprende no solamente los casos de violación directa de la ley,
sino las hipótesis de infracción del deber impuesto por la propia voluntad de las
partes en un contrato.
Consiste en suma, en la infracción o violación de un deber jurídico
preexistente, establecido en una norma o regla de derecho, que integra el
ordenamiento jurídico.
Desde luego es comprensiva de aquellas prohibiciones legales expresas
(antijuridicidad formal, sinónimo de ilegalidad o ilicitud), y también de aquellas
que surgen nítidamente del articulado de la ley, de manera que existirá
antijuridicidad tanto si se trata de una prohibición legal concreta, como si resulta

154
de la intelección de lo implícito (antijuricidad material). De modo que basta la
apreciación de la prohibición legal en el conjunto de las normas, y que de ellas
consideradas en su plenitud, surja limpiamente la desaprobación de la
conducta. 332
Así, desprendiéndose del artículo 2329 del Código Civil, concerniente a
la responsabilidad aquiliana, el deber general de emplear el cuidado debido en
todos los actos de la vida de relación de modo de no dañar a nadie, la omisión
de dicha diligencia debida, sería asimismo antijurídica, contraria a derecho.
Además, el deber infringido puede resultar de las mismas convenciones
de las partes en los contratos, desde que estos constituyen "una ley para los
contratantes" según el artículo 1545 de nuestro Código Civil, esto es, una regla
a la cual deben someterse como a la ley misma, no existiendo en verdad
ninguna antítesis entre la ley concebida como norma general y el contrato o
norma individualizada, ya que la diferencia sólo reside en su grado de
producción y no en su naturaleza, según lo demostrara KELSEN al referirse al
proceso evolutivo y graduado de producción de las normas jurídicas.333
Ya ha quedado establecido que, en general, la responsabilidad civil del
abogado es de naturaleza contractual, por resultar de la transgresión de
obligaciones estipuladas en un contrato concluido previamente entre él mismo y
su cliente, que para ellos tiene fuerza de ley, e integra el ordenamiento jurídico,
aunque su obligatoriedad este circunscrita sólo a las partes contratantes y no se
extienda a los restantes individuos de la comunidad.
Más aun, se ha estimado que para establecer la antijuridicidad de la
conducta profesional deben tenerse en cuenta los deberes que impone la ley, y
los deberes complementarios que impone la buena fe, como ocurre con los
deberes de lealtad, secreto e información. También deben tenerse presente que
tales normas, sumadas a ciertas reglas aceptadas por lo Colegios y

332
TRIGO, ob. cit., p. 53.
333
Citado por TRIGO, ob. cit., p. 55.

155
organizaciones profesionales, brindan directivas que constituyen criterios
idóneos e imprescindibles para apreciar la debida diligencia y la obligación de
obrar con prudencia y pleno conocimiento de las cosas.334 En ese mismo
sentido opina VISENTINI, para quien además de la infracción de una regla
emanada de la ley o de los reglamentos (llamada en Francia légalitté formelle),
puede xistir una violación de reglas no contenidas en textos legislativos, sino en
fuentes de origen privado (por ejemplo, códigos deontológicos, directivas
elaboradas por sindicatos, asociaciones profesionales o deportivas), o bien
derivadas de los usos, con tal que las mencionadas fuentes no sean contrarias
a las leyes, o en normas de creación jurisprudencial.335 VELOSO nos advierte
sin embargo, que nuestra jurisprudencia ha resultado un tanto conservadora en
el examen de los requisitos, siendo exigente en su evaluación, siguiendo la idea
de que la responsabilidad es excepcional.336
SANTOS BRIZ, citando a ESSER, expone que la antijuridicidad es un
medio para delimitar hasta donde llega la imputación de los daños a una
persona, ya que para imponer a una persona una obligación indemnizatoria,
además de una relación causal adecuada entre el acto y el daño se requiere
además que el resultado dañoso esté prohibido por la ley o el contrato; es decir,
que el ámbito de protección de los pactos contractuales o de las disposiciones
legales sobre actos ilícitos incluya los bienes afectados.337
Concluyamos entonces que la antijuridicidad consiste en la contradicción
entre una determinada conducta y el ordenamiento normativo considerado en
su integridad, apreciado con sentido unitario, tratándose de un presupuesto de
la responsabilidad independiente de la voluntariedad y la culpabilidad.
Concretamente, no es otra cosa que el causar daño a otro sin causa de
justificación. De tal modo, para que exista no es necesario que haya una norma

334
TRIGO y LOPEZ, ob. cit, Tomo II, p. 291.
335
Citado por VELOSO, Paulina, “Nuevas tendencias del derecho”, Santiago de Chile, Editorial Lexis
Nexis, 2004, p. 253.
336
VELOSO, ob. cit., p. 253.
337
Citados por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 812.

156
expresa que prohiba una determinada conducta, pues es suficiente que se
cause un daño sin justificación.
A juicio de RODRIGUEZ GREZ, la antijuridicidad como elemento de la
responsabilidad civil en nuestro derecho, se encuentra más bien ligada al
ámbito de la responsabilidad extracontractual, como elemento del delito y
cuasidelito civil, atento que para determinar los efectos de otros institutos la ley
señala sanciones diferentes, especialmente consideradas en el ordenamiento,
como serían las infracciones a los deberes matrimoniales, que acarrean el
divorcio, y la omisión de ciertas formalidades de los actos, que acarrean la
nulidad.338 No compartimos esta opinión, desde que la circunstancia que en
sede contractual existan supuestos en que el ordenamiento jurídico señale otra
sanción diferente a la indemnizatoria propiamente dicha, no implica que la
actuación deje de ser antijurídica. Cuando el comportamiento del sujeto es
violatorio de un deber jurídico impuesto por una relación de obligación
preexistente, el ilícito asume la forma de incumplimiento. Cuando el
comportamiento es violatorio del deber general de no dañar (naeminen
laedere), estamos ante un acto ilícito extracontractual.339

2) Causales de exclusión de la antijuridicidad

La antijuridicidad objetiva de un acto puede verse enervada por las


causales de justificación, que en el campo profesional exhiben algunas
particularidades. En especial interesan las que hacen al consentimiento de la
víctima y la obediencia debida, que se presentan con ejemplos interesantes en
el ámbito de la responsabilidad médica, pero el tema es común a la generalidad
de las responsabilidades profesionales.

338
RODRÍGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, p. 132.
339
YZQUIERDO, ob. cit., p. 441.

157
Para GHERSI, es muy difícil en abstracto, establecer si alguno de los
supuestos, legítima defensa, estado de necesidad, etc., pudiera fecundar un
caso concreto para determinar la “juridicidad” de la conducta del abogado, y
estima que quizás podría rozarse o entrar en colisión con la obligación de
fidelidad en relación al secreto profesional.340
Para PARELLADA, la obediencia debida, en principio, no puede
funcionar en materia de responsabilidades profesionales, ya que el superior
jerárquico carece de derecho a impartir órdenes en el ámbito técnico y, siempre,
el subordinado podría revisarlas.341
Con respecto al consentimiento del cliente podemos decir que, el
abogado defensor en el proceso penal, queda vinculado por las decisiones de
su defendido, si el cliente prefiere un cambio de calificación o apelar una
decisión judicial, pese a que ello acarreará una demora en su excarcelación, por
ejemplo, el daño por privación de la libertad durante ese período no podría ser
atribuido al profesional; no obstante debe prevenirlo de tales problemas, en
cumplimiento del deber de información. En efecto, la voluntad del cliente debe
ser ilustrada por el profesional; en este aspecto no debe olvidarse que el cliente
no maneja los arcanos de la ciencia, arte o técnica que domina el profesional, lo
cual exige que aquél desarrolle una conducta informativa esclarecedora de las
alternativas que se presentan. La buena fe impone al profesional un particular y,
en general, previo deber de información de los riesgos que se corren, por lo que
el abogado debe brindar adecuada información acerca de los riesgos que se
afrontan al encarar una demanda judicial y sobre la validez de los actos que
instrumentan.342
Especial mención nos merece la utilización de técnicas en estado de
experimentación: el Derecho, está en cambio permanente y la “interinfluencia” a
que está sometido desde y hacia otros países, ha pasado a ser trascendente,

340
GHERSI, “Responsabilidad de los abogados y otras…”, ob. cit., p. 68.
341
PARELLADA, ob. cit., p. 78.
342
PARELLADA, ob. cit., p. 74 y ss.

158
por la facilidad de los medios de comunicación y difusión de la literatura jurídica.
Esto posibilita que los abogados accedan al conocimiento de nuevos planteos
jurídicos realizados en otros países; de tal forma que al planteársele por un
cliente situaciones nuevas no contempladas por el ordenamiento jurídico
vigente, pueda recurrir a posiciones inéditas para la legislación, doctrina y
jurisprudencia nacional. Esto obviamente implica un riesgo que debe ser
compartido con el cliente, no porque esté en condiciones científicas de dilucidar
o evaluarlo, sino simplemente porque conozca la situación claramente y asuma
esta nueva situación como tal.343
Desde otro punto de vista, para MOSSET ITURRASPE el consentimiento
o conformidad del cliente puede dar lugar a una eximente convencional de
responsabilidad, cuya finalidad será la de evitar o circunscribir un deber de
resarcir que, de no haber mediado aquélla, el contratante incumplidor habría
tenido que asumir frente a la contraparte.344
Debe consignarse, que no existe acuerdo en cuanto a la validez de las
cláusulas exonerativas y de limitación de responsabilidad en relación a los
profesionales. TRIGO REPRESAS es de la opinión que no es dable afirmar,
como principio, la invalidez de las cláusulas limitativas o eximentes de
responsabilidad de los profesionales,345 pero siguiendo a PARELLADA, con la
reserva de que el consentimiento del cliente nunca podría cubrir el dolo o la
impericia, negligencia o imprudencia del profesional, para excluir totalmente su
responsabilidad; aunque si admite que podría ser eficaz una cláusula limitativa
que le permitiera liberarse contractualmente de ciertas consecuencias de un
incumplimiento culposo, siempre que no exista culpa grave de su parte.346
En tal sentido deben tenerse en cuenta todas las reglas que se sientan
en materia de cláusulas de irresponsabilidad, en particular lo referido a la

343
GHERSI, “Responsabilidad de los abogados y otras..”, ob. cit., p. 76.
344
Citado por TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 133.
345
TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 134.
346
Ibid.

159
disponibilidad de los derechos en juego,347 máxime si se advierte que la
actividad profesional compromete intereses superiores a los del cliente. Al
respecto cabe traer a colación en esta oportunidad lo tratado a propósito de la
función de la abogacía (Cap. II.D), por lo que parece claro que, estando en
juego derechos tales como la vida, el honor, la libertad y en general, los
atributos y derechos relevantes de la comunidad que trascienden el interés
puramente privado del cliente, mal podría admitirse una dispensa convencional
de la responsabilidad profesional.348

VI.C.- EL DAÑO

1) Importancia del daño.

Aunque en la cronología temporal de los acontecimientos, el daño sería


el último elemento en aparecer como consecuencia o resultado de la acción
antijurídica, puede decirse desde un punto de vista metodológico que es el
primer elemento de la responsabilidad civil, ya que sin él no puede siquiera
pensarse en la pretensión resarcitoria: sin perjuicio no hay responsabilidad civil
por ausencia de "interés", que es la base de todas las actuaciones, y así
resultaría superfluo entrar a indagar la existencia de los restantes elementos de
aquellas, desde que no existe una responsabilidad civil abstracta, porque el
derecho no se agota en abstracciones, al no ser una ciencia estéril o puramente
especulativa, ni su objetivo es realizar consideraciones morales sobre la
intención de actos que no han generado consecuencias dañosas.
Es más, por extrema vileza que pueda denotar una actuación
determinada, puede ésta no tener correlato en la carga de una indemnización

347
PARELLADA, ob. cit., p. 77.
348
TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 135.

160
civil, desde que incluso se puede incurrir en una figura delictiva sin perjudicar a
nadie en particular. Como contrapartida, una acción humana inculpable puede,
a título de factor de atribución diverso –como el riesgo creado-, generar derecho
a resarcimiento.
Entonces, el problema de la responsabilidad civil recién puede plantearse
cuando existe un daño, ya que sólo en presencia de éste el jurista estará en
condiciones de indagar si el mismo fue provocado (relación causal)
infringiéndose un deber jurídico (antijuridicidad) y existiendo un factor de
atribución que la determine en definitiva.
Sin perjuicio de lo expuesto, debemos prevenir que no obstante estar
contestes en que el daño es el presupuesto central de la responsabilidad civil,
no podemos afirmar sin más -como está de moda actualmente- su primacía por
sobre los demás presupuestos de la responsabilidad, al menos con el alcance
que se le otorga, ya que la sola presencia del daño no autoriza indemnizarlo si
no concurren, al menos mínimamente, los demás presupuestos de la tetrarquía
que analizamos supra.349
Finalmente, debemos consignar que en general, se considera que no
existen con respecto al daño, notas diferenciales en lo que hace a la
responsabilidad civil de los profesionales, salvo el caso de los abogados, cuya
responsabilidad lo es a priori, solamente por la pérdida de una “chance”, como
tendremos oportunidad de analizar.

2) Evolución del concepto.

No está demás dejar enunciado que la evolución del concepto de daño


ha ido de la mano con la evolución socioeconómica y jurídica de los derechos.
En este sentido, se distinguen los derechos individuales de primera generación,
de preservación frente al nacimiento del Estado moderno y a la protección del

349
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 409.

161
patrimonio, sobre todo el derecho de propiedad frente a los abusos del Estado
que se comienza a formar y consolidar luego de la caída de las últimas de las
monarquías, en 1789; los derechos sociales de segunda generación, que
comienzan a gestarse con las tensiones sociales que aumentaron con la
primera posguerra y la crisis del treinta; los derechos personalísimos de tercera
generación, que se gestan a partir y como reacción a los campos de exterminio
de la segunda guerra mundial, en que se toma conciencia de que no puede
restringirse la tutela de la persona a la reparación del daño una vez que éste se
haya producido sin haber previsto su evitamiento, asegurando un mínimo de
dignidad al hombre, ya no en sus fases de productor obrero o mero consumidor,
sino como ser humano, desarrollándose el derecho a la vida y la integridad
física, el derecho al propio cuerpo, la espiritualidad, a los datos personales, a la
intimidad, etc; y finalmente aparecen los derechos ambientales de cuarta
generación, frente a la necesidad de preservar de la contaminación el medio
ambiente y el sistema ecológico.350
Dentro de este contexto y como ya se ha analizado, en nuestro Derecho,
al igual que en la mayoría de los países latinoamericanos, el esquema
individualista clásico de la responsabilidad civil se consolidó sobre la base del
Código de Napoleón y permaneció así hasta nuestros días, en que la idea
central es la responsabilidad subjetiva fundada en la voluntariedad de la
conducta humana, lo que puede suponerse que ocurrió durante el desarrollo de
los derechos individuales de primera generación. Este esquema subjetivo exige
voluntariedad, tanto en la concepción como en la ejecución del acto,
conjugándose los elementos internos (discernimiento, intención, libertad) con el
externo (manifestación de la voluntad). La previsibilidad, operación intelectual
mediante la cual el autor de un daño descubre la relación de causalidad entre
su acción u omisión y el daño producido,351 incide claramente en las

350
GHERSI, Carlos, “Valuación económica del daño moral y psicológico”, Editorial Astrea, Buenos
Aires, 2000, pags. 14 a 23.
351
RODRIGUEZ, “La obligación como deber de conducta típica”, ob. cit., p. 30.

162
consecuencias como parámetro de indemnización, que va creciendo desde el
ámbito contractual al extracontractual conforme a la mayor intensidad en la
culpabilidad de la conducta del agente dañador. Y dentro del primero, la culpa,
en sus distintos grados, aparece como un concepto intermedio ente el obrar
doloso y el caso fortuito o la fuerza mayor, siendo las consecuencias
reparadoras diferentes según se trate del obrar del agente dañador.
Pero como también ya se vió, la tendencia doctrinaria, jurisprudencial y
legislativa de un tiempo a esta parte, ha anotado un viraje de ciento ochenta
grados, avanzando hacia el tratamiento unitario de los regímenes contractual y
extracontractual, centrado primordialmente en el elemento daño. Se comenzó a
estudiar el fenómeno desde la situación del dañado y el daño y no
exclusivamente desde el dañador, con consecuencias teórica y prácticas de
diversa índole: daños en los que no aparecen ni la ilicitud, ni la voluntariedad, ni
la culpabilidad merecen ser reparados, motivando la apertura del espectro de
posibilidades reparativas, al punto que hoy es moneda corriente hablar de la
responsabilidad de los profesionales, cosa que hasta antes resultaba
impensable.

3) Concepto de daño.

Se han postulado muchos conceptos de daño, y así se ha dicho que la


palabra proviene de la voz latina “damnum” que significa deterioro, menoscabo,
destrucción, ofensa, dolor que se provocan en la persona, cosas, valores
morales o sociales de alguien.352 En el derecho romano al término damnum se
le agrega otra variable, que puede ser dare, facere, sarcire, capere, solvere,
etc., que confiere a la expresión un significado preciso.353 En un sentido amplio,

352
Diccionario jurídico mexicano, citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 410.
353
Castresana Herrero, citada por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 411.

163
para DE CUPIS, “daño no significa más que nocimiento o perjuicio, es decir,
aminoración o alteración de una situación favorable”.354
A juicio de RODRIGUEZ GREZ, una primera cuestión que plantea el
daño es dilucidar si la expresión requiere de una conceptualización jurídica o
basta con darle su significado natural y obvio, ya que éste carece de una
definición legal en nuestro derecho. Agrega que los autores nacionales no están
contestes en el objeto sobre el cual debe recaer el daño. Algunos afirman que la
lesión debe afectar un derecho subjetivo de la víctima. Otros, que basta con la
355
lesión de un interés. La posición de este autor, pero sólo referida al ámbito
extracontractual,356 se aproxima mucho más a la de quienes solo exigen el
compromiso de un interés, los que circunscribe a aquellos legitimados por el
ordenamiento jurídico, lo que no significa a su juicio transformarlos en un
derecho subjetivo, desde que la nota diferenciadora la sitúa en si se encuentran
tutelados o amparados en la ley (derecho subjetivo) o si por el contrario, no
contravienen el ordenamiento jurídico, aun cuando no encuentren
reconocimiento o amparo legal expreso (interés), pero que resultan suficientes,
sin embargo, para desencadenar una reacción reparatoria por parte del
357
derecho. Distinta es la posición de este autor en el ámbito contractual, ya
que según él, de lo prevenido en los artículos 1556, 1558 y 1559 del Código
Civil, comparativamente con lo dispuesto el artículo 2329 del mismo, se
desprende que en materia contractual impera el principio de “reparación
limitada de los daños provenientes del incumplimiento” y en materia
358
extracontractual el principio de la “reparación integral de la víctima”, por lo
que el daño contractual estará siempre circunscrito al menoscabo o interés

354
Citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., p. 411.
355
RODRÍGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 25.
356
Debe precaverse que este autor estima inconveniente intentar una teoría unitaria de la responsabilidad
civil, ya que los dos grandes bloques, la responsabilidad contractual y extracontractual, presentan a su
juicio diferencias sustanciales y su confusión induce a equívocos e inconsistencias que degradan y
restringen su estudio.
357
RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 259.
358
RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 216.

164
patrimonial del acreedor, extendiéndose de manera excepcional, a los derechos
extrapatrimoniales, como consecuencia de que, en algunos casos, la lesión a
un derecho patrimonial se expande hacia el fuero íntimo de la persona, dando
lugar a la indemnización del daño moral.359
Por ahora sólo concibamos el daño en forma amplia, como todo
menoscabo, detrimento, lesión, molestia o perturbación que sufre una persona,
en sus bienes patrimoniales o económicos, en cierta condiciones –daño
material-, y en hipótesis particulares, la lesión al honor o a las afecciones
íntimas, o en general, a los llamados derechos de la personalidad o
personalísimos –daño moral o extrapatrimonial-.360
Hasta aquí sin embargo, nos hemos mantenido dentro de un concepto
objetivo del daño, pero debemos prevenir que alguna doctrina afirma que los
daños no han de considerarse en sí mismos, sino en cuanto a sus efectos y por
ello, al lado de la nota del menoscabo, estiman que debe incluirse la de la
responsabilidad: “daño es todo menoscabo material o moral causado
contraviniendo una norma jurídica, que sufre una persona y del cual haya de
responder otra”.361 Aun cuando estimamos respetable esta opinión, no la
compartimos, por cuanto la obligación de responder es una noción diferente y
constituye un efecto que resulta de la concurrencia de todos los demás
requisitos o presupuestos de la responsabilidad.

4) Requisitos del daño.

En este orden de materias –es menester consignar de antemano-


tampoco existe acuerdo entre los autores sobre los requisitos que debe reunir el
daño para ser indemnizable, por lo que partiendo de la base que la

359
RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 217.
360
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 412.
361
Santos Briz, siguiendo a Esser, citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 412.

165
responsabilidad profesional del abogado se sitúa preponderantemente en el
ámbito contractual, pero sin excluir del todo el extracontractual, hemos optado
por considerar que deben concurrir los siguientes presupuestos: que sea cierto,
que lesione un derecho subjetivo o un interés legitimado por el ordenamiento
jurídico, que sea directo, que se encuentre real o presuntivamente acreditado y
que no se encuentre reparado.362 En sede extracontractual, se estima
adicionalmente que el daño sea avaluable en dinero y que sea causado por
363
obra de un tercero distinto de la víctima, lo que redundantemente resulta
aplicable al ámbito contractual.

4.a) Certidumbre del daño.

Prácticamente la unanimidad de la doctrina y la jurisprudencia estiman


que para que el daño sea resarcible, debe ser cierto, por oposición a lo
puramente hipotético, eventual o conjetural; lo que significa que debe haber
certidumbre en cuanto a su existencia misma, en el caso del daño actual; o
suficiente probabilidad, de acuerdo al curso natural y ordinario de los
acontecimientos de que el mismo llegue a producirse, como previsible
prolongación o agravación de un perjuicio ya en alguna medida existente, en la
hipótesis de daño futuro.364
De lo que puede colegirse, que el daño puede ser presente o futuro.365
Pero como respecto del daño presente no surgen mayores problemas, menos
en aquellos que, de tan ciertos, directamente pueden ser presumidos por el
ordenamiento o el juez, liberándose de prueba a los reclamantes, lo que sí debe
precisarse es en que casos el daño futuro es cierto, cuestión que aparece
362
RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 247 a 252.
363
RODRIGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 264.
364
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 413.
365
Caso típico de daño futuro es el lucro cesante: lo que una persona deja de ganar u obtener hacia el
futuro, como consecuencia de un hecho que afecta la causa generadora de dicha utilidad, no es un daño
actual, pero las condiciones que existen al momento de ejecutarse el hecho dañoso son las que se
proyectan razonablemente en términos de estimar cierto el efecto dañoso futuro.

166
íntimamente relacionada con la existencia de una causa que conduzca lógica y
razonablemente a un resultado (daño): así se sostiene que es cierto el daño
que, conforme a las leyes de la causalidad, sobrevendrá razonablemente en
condiciones normales, a partir de su antecedente causal.366 Por lo tanto, al
producirse el incumplimiento o hecho dañoso (causa fundamental del daño),
puede preverse que éste producirá efectos nocivos hacia el futuro. El problema,
entonces, consiste no en determinar la causa principal del daño cierto, sino en
la serie de factores sobrevivientes, inesperados o imprevistos que pueden hacer
desaparecer los efectos nocivos del incumplimiento o hecho dañoso,367 los que
sólo pueden ser considerados en el evento de que razonablemente, al momento
de ejecutarse el incumplimiento o hecho dañoso, ellos estén presentes.
En consecuencia, esta certidumbre no es absoluta sino relativa y debe
ser apreciada con tino y mesura, puesto que como agudamente apuntan LE
TOURNEAU y CADIET: “la exigencia de un perjuicio cierto debe ser entendida
con relatividad, puesto que la certidumbre no es de este mundo. El perjuicio
cierto es, en este sentido, el perjuicio muy verosímil, tan verosímil como para
tener el mérito de ser tenido en consideración”.368 En otras palabras, para que
el daño sea cierto, no significa que aparezca suficientemente cierto, con la
certeza del ocurrir o con fatalidad, pues el daño probable, que verosímilmente
sucederá, también debe indemnizarse. No lo es por contraposición, el daño
incierto, puramente hipotético, conjetural o eventual, esto es, aquel cuya
ocurrencia no presenta ninguna seguridad sino solo una mera posibilidad. Lo
que significa, que debe haber suficiente probabilidad objetiva, de acuerdo al
curso natural y ordinario de los acontecimientos, de que el mismo llegue a
producirse, como previsible prolongación o agravación de un perjuicio ya en
alguna medida existente, desde que el derecho no indemniza ilusiones sino

366
RODRIGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 265.
367
RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 220.
368
Citados por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., p. 414.

167
realidades. Proceder a la reparación de un daño eventual o meramente
hipotético, equivaldría a un enriquecimiento sin causa.
Lo anterior, por lo mismo, exige la adopción de un criterio científico que
permita al juez deducir la certidumbre de que el daño debe producirse: lo que
determina la existencia del daño futuro es la causa generadora del mismo, su
consecuencia probable y la razonable certeza de que no surgirán elementos
sobrevivientes que alteren el orden regular de las cosas permitiendo la
consecución del beneficio: en síntesis, el juez, para apreciar los daños futuros,
deberá recurrir a la causa (incumplimiento o hecho dañoso), sus consecuencias
normales (beneficio esperado), y razonabilidad de que ello ocurra.369
Otro aspecto no menos relevante es el dilucidar en que momento ha de
considerarse la futuridad: algunos piensan que al momento de dictarse
sentencia, otros, al momento de ejercerse la acción. Por nuestra parte,
concordamos con RODRIGUEZ GREZ que la cuestión se suscita al momento
de ejecutarse el incumplimiento o el hecho del cual deriva el daño, y a partir de
ese instante deben eliminarse los acontecimientos imprevisibles, aquellos que
no debieran racionalmente ocurrir y que eliminan el daño que se visualiza hacia
el futuro,370 porque en ese momento ya existe la causa generadora. Con todo,
estimamos que la certidumbre debe darse en cuanto a la existencia misma,
presente o futura, del daño, aunque su importe o entidad no pueda ser
determinado al momento de dictarse sentencia, pudiendo ella ser fijada
posteriormente, como por lo demás lo autoriza el artículo 173 de nuestro Código
de Procedimiento Civil.
En resumen, puede sostenerse entonces que son resarcibles tanto el
daño cierto actual como el daño cierto futuro, desde que la disyuntiva ha de
plantearse entre el daño cierto, en contraposición al daño eventual o
meramente hipotético. Este último, si bien es futuro, no existe una convicción

369
RODRIGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 267.
370
RODRIGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 265.

168
razonable de que pueda llegar a producirse, lo que le resta la necesaria
certidumbre.
Por la razones expuestas, en la materia específica de la responsabilidad
del abogado, la pérdida de oportunidad o “chance” es considerado un daño
cierto: la frustración de un negocio jurídico debido a un deficiente
asesoramiento atribuible a aquél, o la pérdida de un juicio por omisiones o
errores que le sean imputables, configuran un daño cierto, aun cuando el daño
no provenga de la realización positiva de la oportunidad, sino sólo de su
existencia, quedando el resultado de la misma congelado, debiendo avaluarse
sólo la posibilidad de lograr un beneficio. Ello sin perjuicio de su concreta
cuantificación, desde que no es lo mismo determinar la existencia de un daño
que la extensión del mismo. La pérdida de oportunidad constituye, por tanto,
una forma particular de daño que goza, por definición, y al menos “a priori”, de
cierta indeterminación valorativa, por el álea que llevaría envuelta, como
tendremos oportunidad de analizar en el numeral 5).

4.b) Demás requisitos del daño.

Por un tema de coherencia con el sistema no podemos menos que


enunciar los demás requisitos del daño considerados por la doctrina, que como
generales, se aplican también a la especie de la responsabilidad del
profesional.
En primer lugar, como ya se ha indicado, se ha sostenido que el daño
puede recaer en la lesión de un derecho subjetivo como también de un interés,
así dicho interés, atendido su reconocimiento y amparo jurídico, represente o no
un derecho subjetivo. Este interés legítimo tiene que estar presente en la
legitimidad de lo que se reclama: un rufián o tratante e blancas no podría
válidamente reclamar indemnización porque una de estas mujeres firmase un

169
371
contrato para prostituirse en beneficio del rufián y luego lo incumpliera. Esto
con la reserva de RODRIGUEZ GREZ, que opina que el concepto de daño en la
responsabilidad contractual no es el mismo que el aplicable a la responsabilidad
extracontractual, que es mucho más amplio: el primero aparece circunscrito en
la ley al menoscabo efectivo experimentado por el patrimonio del acreedor
(daño emergente), a las ganancias y utilidades que pudieron devengarse en su
favor (lucro cesante) y que causalmente el incumplimiento no hizo posible
obtener y, aun cuando resulte discutible, al menoscabo extrapatrimonial o moral
que, en ciertos casos, se sigue del incumplimiento. Ello en razón de que en
opinión de este autor, el daño contractual es un daño programado, por lo
mismo, estará necesariamente referido a la inejecución de la prestación y al
menoscabo que deriva para el acreedor de la circunstancia precisa de no
alcanzarse la meta o programa descrito en el contrato, por lo que este daño
tiene normalmente límites bien precisos, dados por la descripción que las partes
hicieron en el contrato de la “prestación”.372
En segundo lugar, se considera que para que el daño sea indemnizable,
éste debe ser directo, estos es, debe ser consecuencia inmediata y necesaria
del incumplimiento o hecho dañoso, o dicho de otra forma, el daño debe estar
relacionado causalmente, de manera jurídicamente relevante, con el hecho
generador del mismo, que en la esfera contractual será el incumplimiento y en
la extracontractual, el hecho ilícito. Se trata, por lo mismo, de una materia que
incide en la relación causal, pero que conforma un elemento o requisito del
daño. Por lo mismo, si la causa del daño consiste en un efecto generado a partir
del incumplimiento o del hecho ilícito o, más precisamente, la causa surge
después del incumplimiento o del hecho ilícito y tiene como presupuesto la
situación forjada por aquél, el daño debe considerarse indirecto.373

371
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 423.
372
RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 216.
373
RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 249; “Responsabilidad extracontractual”, ob.
cit., p.269.

170
En tercer lugar, se considera que para que el daño sea indemnizable,
éste debe encontrarse debidamente acreditado, sea por los medios de prueba
en el proceso respectivo o presuntivamente en razón de una disposición legal
374
que así lo establezca. Ello sin perjuicio además, de la avaluación anticipada
que las partes puedan hacer en sede contractual por medio de una cláusula
penal.
En cuarto y último lugar, se considera que sólo es indemnizable el daño
no reparado, ya que en derecho es inaceptable una doble reparación, por
constituir un enriquecimiento sin causa. Ello sin perjuicio de lo que puedan
estipular las partes contractualmente, mediante acuerdo anterior al
incumplimiento (cláusula penal) o posterior al incumplimiento o hecho ilícito
(transacción), en que la reparación puede exceder el perjuicio producido
efectivamente.375
Finalmente debemos señalar que en materia extracontractual,
RODRIGUEZ GREZ agrega como requisito del daño que éste sea causado por
376
un tercero distinto de la víctima, ALTERINI, que debe tratarse de un daño
propio de quien lo reclama, ya que nadie puede pretender para sí la reparación
377
de un perjuicio ajeno, y BUSTAMANTE ALSINA, que debe ser ilegítimo,
antijurídico o no justificado, porque si el daño fuere legítimo, o estuviera
justificado, la víctima tendría el deber de soportarlo y el dañador no podría ser
responsabilizado.378 Claro que esto último tiene íntima conexión con el primer
requisito tratado en este numeral, de que el daño ha de lesionar un derecho
subjetivo o un interés jurídicamente legítimo.

374
MEZA BARROS, Ramón, “Manual de derecho civil.De las obligaciones”, Editorial Jurídica de Chile,
Santiago, 1974, p. 242.
375
RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 251 y 253; “Responsabilidad
extracontractual”, ob. cit., p. 277.
376
RODRIGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 274.
377
Citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 416.
378
Citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 416.

171
5) La pérdida de oportunidad o de “chance”.

5.a) Concepto.

No podemos sino referirnos a la pérdida de “chance”, supuesto en que la


certidumbre del daño aparece esfumada o borrosa, aunque se halla presente,
pues de otro modo no se trataría de un daño indemnizable.
El daño por pérdida de “chance” u oportunidad de ganancia consiste en
que el perjudicado pierde la posibilidad o expectativa de conseguir o tener un
bien, material o inmaterial. Se trata de la llamada “perte d’un chance” definida
por la doctrina francesa como “la desaparición de la probabilidad de un suceso
favorable” o pérdida de la oportunidad de obtener una ganancia la cual tiene
que contemplarse de una forma restrictiva y su reparación nunca puede
plantearse en los mismos términos que si el daño no se hubiere a producido y el
resultado hubiera sido favorable al perjudicado.379
Una de las dificultades que encuentra quien pretende exigir
responsabilidad civil a un abogado es la de probar el daño que se le causó, y
ello tanto por la dificultad implícita de prueba del nexo causal y por tratarse en la
mayor parte de los casos de obligaciones de medios y no de resultados. 380
En efecto, en la configuración de la pérdida de la oportunidad como daño
indemnizable se entrelazan los dos planos o etapas del juicio de
responsabilidad que, en principio se muestran independientes: el problema de
la relación o nexo causal y el de la identidad del daño o perjuicio.
Admitiéndose, como hipótesis, la tutela de la pérdida de la oportunidad o
“chance” y su comprensión entre los daños resarcibles, en cuanto interés
lesionado en este tipo de reclamaciones de responsabilidad, el centro de
atención del estudio se desplaza a la determinación de los presupuestos

379
Vicente Domingo, E., citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 465.
380
Esto último se proyecta principalmente en la determinación del cumplimiento o incumplimiento de la
obligación, como en el régimen probatorio, según ya se analizó (Cap. V.C.- No 5).

172
necesarios para la existencia de tal perjuicio (que permitirán concluir cuando
puede hablarse de “pérdida de oportunidad”), a la prueba de la certeza de dicho
daño y, sobre todo, a su valoración o quantum indemnizatorio. Probada por
tanto, la conducta negligente del abogado ¿en que supuestos la pérdida de la
oportunidad de continuar y vencer en el pleito, de haber visto estimada la
pretensión ejercida por el abogado, puede ser considerada un perjuicio? ¿reúne
dicho daño la exigencia de certeza? ¿Cómo se procede a la valoración de dicho
daño? Por una cuestión de opción metodológica, analizaremos estas incógnitas
en este acápite del daño, sin perjuicio de prevenir la alta incidencia que en este
tema adquiere el análisis del nexo causal.

5.b) Existencia de la pérdida de “chance”.

Convengamos con COLOMBO, ZANNONI y PEIRANO FACIO, que ante


todo, debe estar demostrada la pérdida de la “chance”, lo que obliga
primeramente a acreditar la imposibilidad de volver a intentar nuevamente la
misma acción, lo cual en principio sería factible si aquella no se encuentra
prescrita, o si no media cosa juzgada sobre el fondo de la cuestión litigiosa; ya
que a una litis perdida, v. gr., por abandono de procedimiento o por el éxito de
alguna excepción dilatoria, puede volver a iniciarse, estaríamos más bien frente
a un daño emergente concreto, con relación al cual la indemnización no debería
ir mucho más allá del importe de las costas devengadas, los intereses en su
caso,381 y otros daños indemnizables de conformidad con las reglas generales
conocidas.

381
Citados por TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 177.

173
5.c) La pérdida de “chance” como daño cierto.

Para SERRA RODRIGUEZ, el problema del resarcimiento de la privación


de la oportunidad es fundamentalmente de demostración de la certeza de dicho
perjuicio, desde que como ya se ha dicho, para que el daño resulte
indemnizable es menester que haya debido verificarse realmente, esto es, ha
de ser efectivo y no meramente eventual, potencial o hipotético, por lo que no
basta una mera probabilidad de daño o una contingencia de las pérdidas, como
tampoco se exigirá una prueba rigurosa de la certidumbre del daño. En
consecuencia, ha de entenderse la pérdida de la oportunidad “per se” como un
daño más o menos grave, pero cierto y efectivo, independientemente de que en
la mayoría de las veces resulte difícil su valoración, por lo que no puede ser
identificada con aquello que hubiera obtenido el perjudicado de haber ganado el
pleito, ni tampoco analizada como una real y segura pérdida de bienes. A juicio
de esta autora, no se trata de un daño o perjuicio futuro, sino actual, ya que se
traduce en la frustración (presente) de las expectativas de ganancias (estas sí)
futuras, por lo que el perjuicio, se identifica con la lesión de la expectativa
legítima de obtener la satisfacción de un interés, esto es, con la pérdida de la
posibilidad actual de obtener una utilidad futura, con la privación de las
probabilidades, ciertas y existentes en el patrimonio del perjudicado, de obtener
un resultado favorable. De esta concepción de la pérdida de “chance”
desprende además que ésta se configura más como daño emergente que como
lucro cesante, única forma de que pueda cumplir el requisito de certidumbre
necesario, ser considerado como daño actual y cierto, sin perjuicio de que
pueda proyectarse a través de sus consecuencias en el futuro.382
En igual sentido, PARELLADA sostiene que en la pérdida de chance y en
el lucro cesante, el daño no presenta una existencia palpable, sino una alta
probabilidad de que se produjera el enriquecimiento que la indemnización está

382
SERRA, ob. cit., p. 237.

174
destinada a enjugar. Como el beneficio esperado no llegó a materializarse por
la interocurrencia de la conducta del agente, la causalidad no puede sino ser
hipotética o aleatoria, si así quiere llamársela, pero ello no implica que no se
383
haya privado a la víctima de la oportunidad de recibir el beneficio, lo que
constituye un daño en sí mismo. Lo dificultoso radica en determinar la medida
del daño, su cuantificación, no su existencia en sí. Los prejuicios que suele
despertar esta noción, pueden deberse a que estamos demasiado
sensibilizados a los valores puramente económicos y desacostumbrados a
otorgar la trascendencia que tienen otros bienes o intereses dignos de tutela
jurídica, como lo son la libertad, la tranquilidad, el equilibrio psíquico, el respeto
por el llamado proyecto de vida, etcétera, que suelen merecer la atención
profesional.
Siguiendo este mismo criterio, MAZEUD ha expuesto que el
resarcimiento sólo puede consistir entonces en la reparación de la pérdida de
“chance” o posibilidad de éxito, cuyo menor o mayor grado de probabilidad
habrá de depender en cada caso de sus particulares circunstancias
fácticas;384ya que la “chance” es sustantiva en sí misma, y la mera probabilidad
de obtener una ganancia o ventaja lleva de por sí implícito un valor indiscutible.
Sin perjuicio de lo expuesto, siguiendo a CHABAS, SERRA RODRIGUEZ
considera que no puede tratarse de la pérdida de una posibilidad cualquiera,
sino que se requiere un mínimo de posibilidades perdidas: que se tome como
punto de partida un mínimo cálculo de las expectativas de éxito del litigio o
dicho de otro modo, no puede decirse que se ha perdido una oportunidad (una
“chance”) cuando realmente no existía posibilidad alguna de que la pretensión
del cliente se hubiere visto acogida o su interés efectivamente satisfecho, esto
es, que es necesario que la víctima se encuentre en determinadas condiciones,
385
requiriéndose que exista “una esperanza” de éxito en el litigio. En opinión de

383
PARELLADA, ob. cit., p. 96.
384
Citado por TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 175.
385
Chabas, citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 540.

175
BOCHIOLA, se debe tratar de una oportunidad económicamente relevante,386 y
un paso más allá, de una oportunidad jurídicamente legítima y económicamente
relevante, exigiéndose por ende, la demostración que las probabilidades
perdidas eran “suficientemente serias”.387
La jurisprudencia en Argentina se ha pronunciado en este sentido,
estimando que aun cuando la pérdida de “chance” haya de vincularse en sí a la
posibilidad de percibir lo reclamado, no puede estar del todo ausente en dicha
valoración la medida de esa posibilidad, pues se trata de poner al cliente en la
misma situación en que hubiera estado de haber actuado su abogado con la
diligencia debida.388
Siguiendo el razonamiento precedente, se ha estimado que la
apreciación de las efectivas y concretas oportunidades que tenía la parte, y
cuya pérdida podría ser configurada como daño resarcible, puede realizarse a
través de dos procedimientos: uno, el estadístico; el otro, la realización de un
estudio particular sobre las probabilidades de éxito en el caso concreto, esto es,
mediante la elaboración de un “juicio sobre el juicio”.
Mediante el recurso a la estadística, esto es, el estudio comparativo de
las soluciones judiciales ofrecidas ante un análogo supuesto de hecho, podrá
calcularse si la pretensión ejercitada por el abogado negligente tenía
probabilidades favorables que su conducta hizo desaparecer. La prueba de la
certeza del daño, se alcanzará si se demuestra que las probabilidades de éxito
eran estadísticamente superiores a las probabilidades de fracaso (mayores, por
tanto, del 50%). Sin embargo, SERRA RODRIGUEZ critica este procedimiento,
estimando que la función del juzgador no es una actividad matemática, sino
crítico-valorativa, lo que le permite apartarse de las soluciones ofrecidas para el
mismo supuesto por resoluciones jurisdiccionales anteriores.389

386
SERRA, ob. cit., p. 241.
387
SERRA, ob. cit., p. 229.
388
CNCivil. Sala E, 26/3/02 citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 539.
389
SERRA, ob. cit., p. 243.

176
Para YZQUIERDO TOLSADA, la determinación de la seriedad de las
oportunidades perdidas debe realizarse a partir de lo que ha llamado “un juicio
sobre el juicio”,390 aclarando SERRA RODRIGUEZ, que en todo caso dicho
estudio no puede extenderse al análisis detallado de las eventuales ventajas o
beneficios que se podrían haber obtenido a partir de las posiciones de las
partes, sino que debe tener por función la averiguación de si la situación fáctica-
jurídica en que se hallaba el cliente reunía las condiciones idóneas para concluir
que tenía ciertas oportunidades que se diluyeron por la conducta imperita o
negligente del letrado.391 Como inconvenientes que se oponen a este camino,
se aducen que el juicio sobre la prosperabilidad de la pretensión frustrada se
estaría efectuando con prescindencia de múltiples elementos imprevisibles que
podrían incidir en el resultado, tales como la ausencia de contradicción, el
propio comportamiento de las partes, la personalidad del magistrado, las
dificultades de rehacer un proceso que no culminó o ni siquiera comenzó, y que
además, podría implicar muchas veces que un tribunal civil deba examinar
cuestiones propias de otra jurisdicción. Asimismo, que podría resultar imposible
atribuir un concreto valor patrimonial a la posibilidad de obtener un resultado
favorable, bien por la naturaleza misma de la pretensión, bien porque quede
constatado que aquella era absolutamente inexistente. Con todo, SERRA
RODRIGUEZ estima que estas posiciones pueden ser conciliadas desde una
perspectiva distinta, por la vía de considerar que el verse privado del derecho a
la tutela judicial efectiva o la mera indefensión del litigante por la incorrecta
actuación del letrado, en sí mismo como un perjuicio, si bien de carácter
moral,392 como lo ha estimado muchas veces la jurisprudencia española.

390
Citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 540.
391
SERRA, ob. cit., p. 243.
392
SERRA, ob. cit., p. 244.

177
5.d) Valoración del daño en la pérdida de “chance”.

Para BIELSA, un aspecto peculiar de la responsabilidad del abogado lo


constituye la determinación de la extensión del daño indemnizable, ya que si
bien la frustración de un negocio jurídico debida a un deficiente asesoramiento
atribuible a aquél, o la pérdida de un juicio por omisiones o errores que le sean
imputables, configuran un daño cierto; la indemnización, sin embargo, no
resulta meridianamente clara que pueda consistir en el importe de la operación
no concretada o en la suma reclamada en la demanda desestimada, por ser
estos resultados que de todas maneras dependen de otras circunstancias
ajenas al profesional, y no se sabe y no se podrá conocer nunca si en otras
condiciones el negocio se hubiera o no concluido, o si la sentencia judicial
habría sido o no desfavorable.393
Así, del estudio de los elementos necesarios que han de concurrir para el
resarcimiento de la pérdida de la oportunidad se han de distinguir dos
operaciones lógicas y sucesivas que, sin embargo, pueden llegar a confundirse:
la primera tiene por finalidad concluir que las probabilidades perdidas por el
acreedor son de tal entidad y cualidad, que constituyen un perjuicio cierto y real,
merecedor de resarcimiento, lo que bien puede llevarse a cabo a través del
recurso a la estadística, bien a través del estudio atento y cuidadoso de los
factores y circunstancias que, en el caso concreto, incidían en las
probabilidades de obtener un resultado más o menos favorable. Una vez
concluida la anterior operación y determinada la existencia de un daño, resta un
segundo problema, el de cuantificar en términos económicos la pérdida de la
oportunidad.
Al respecto, las posturas o teorías sostenidas pueden sintetizarse
principalmente en tres grupos:

393
TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 175.

178
1) No cabe equiparar el daño a la pretensión deducida en la demanda, o que
razonablemente se infiera que podría ser ejercitada, pues al abogado no se le
exige un resultado, sino que emplee su esfuerzo, conocimientos técnicos y
diligencia para llegar a él; de ahí que el daño ha de acreditarse mediante el
394
examen del pleito y sus antecedentes, o del análisis del negocio frustrado,
en su caso. En este sentido, existe jurisprudencia española, aun cuando no
uniforme, que enfrentada a la cuestión del alcance de la obligación
indemnizatoria derivada de la negligencia profesional del abogado, se ha
inclinado por descartar con absoluto rigor la equivalencia entre el daño
resarcible y la cuantía de la pretensión que resultó insatisfecha por la negligente
actuación de aquél. Su fundamento: la imposibilidad de poder afirmar que
aquella conducta negligente fuera la causa directa y determinante de la
insatisfacción de la pretensión del demandante.395 También en este sentido se
ha pronunciado la jurisprudencia argentina, al estimar que no resultaría
razonable, y por ello no procede, asignar como indemnización la suma
reclamada en la demanda frustrada o el monto del negocio perdido, toda vez
que por depender en alguna medida de circunstancias ajenas al abogado, no
puede saberse a ciencia cierta si el cliente hubiera obtenido la totalidad de lo
reclamado.396 Asimismo la francesa, estimando que los jueces deben investigar
el porcentaje de chance de éxito del proceso y ese porcentaje debe ser aplicado
a la condenación total para obtener el monto de la pérdida de chance que el
abogado debe abonar a su cliente.397

2) El daño existe siempre que el incumplimiento de los deberes del abogado


prive al cliente de obtener una resolución, por lo que no es necesario acreditar
su existencia sino su cuantía; y en orden a este extremo debe presumirse que

394
ALVAREZ, ob. cit., p. 40.
395
Sentencia del Tribunal Supremo, 25/06/1998, citada por SERRA, ob. cit., p. 224.
396
Entre otros fallos, CNCiv. Sala M, 26/3/01, citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 539.
397
Corte de Casación francesa, 1ª Cám. Civil, 9/4/02, citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p.
539.

179
ésta es igual al valor patrimonial de la prestación contractual incumplida, lo que
se traducirá en definitiva en la inversión de la carga de la prueba al exigírsele al
profesional que demuestre que el daño sería otro distinto por no existir
posibilidades de ganar el pleito o ser éstas mínimas.398 Esta tesis es una
variación de la primera, con la salvedad que dulcifica la exigencia probatoria y
hace más gravosa la posición del abogado, que es el que tiene que demostrar
que no existe daño o que éste es mínimo.

3) No cabe entrar en juicios de valor sobre las posibilidades de éxito de la


pretensión por tratarse de meras conjeturas, no pudiendo preverse el resultado
del litigio si se hubiera dirigido correctamente; desconociéndose, además, los
medios de defensa que podía haber utilizado la contraparte. De ahí que se
considere que se debe indemnizar la pérdida de oportunidad de defensa o la
privación del derecho a la tutela judicial ejecutiva, bien se considere esta
399
consecuencia como un daño material o como un daño moral.400 La
jurisprudencia española se ha pronunciado en ambos sentidos: en unos casos,
para determinar el quantum indemnizatorio, ha entrado a examinar las
posibilidades que tenía la acción de haber sido diligentemente ejercitada, de
haber podido prosperar, y partiendo de ello y atendida la cuantía litigiosa así
como la causa que la demanda no llegase a ser examinada en cuanto al fondo
del asunto, ha valorado dicho daño como material.401 En otros casos, fundados
en que, con independencia de cuál hubiera sido el resultado final si el abogado
hubiera sido diligente, se le impidió a la parte ese “posibilismo actuatorio”,
causándole una “especie de quebranto o sensación de frustración” han valorado
el perjuicio en la categoría de “daño moral”.402

398
Bercovitz y Casado Díaz, citados por ALVAREZ, ob. cit., p. 41.
399
En este sentido Serra Rodríguez, citada por ALVAREZ, ob. cit., p. 40.
400
Alvarez López y Martínez-Calcerrada, citados por ALVAREZ, ob. cit., p. 40.
401
Sentencia del Tribunal Supremo 16/12/1996, citado por SERRA, ob. cit., p. 250.
402
Sentencias del Tribunal Supremo, 11/11/1997 y 25/06/1998, citado por SERRA, ob. cit., p. 248 y 249.

180
Como puede apreciarse, no existe una base objetiva para tarifar no ya el
correlato económico de la pérdida de chance, sino ni siquiera la forma de
medirla, por lo que el tema ha dado lugar a numerosas decisiones
jurisprudenciales, que la han admitido más o menos tímidamente, y sobre la
que la doctrina ha disertado abundantemente, sin llegar a mayores
comprobaciones, salvo las obvias de que las particularidades de cada caso,
apreciadas cabalmente, dan la mejor respuesta a esa pregunta y que el
resarcimiento se debe fijar prudencialmente de acuerdo al supuesto de que se
trate y a su plataforma fáctica.403

6) Daños previstos e imprevistos.

En sede contractual, nuestra legislación alude a esta distinción


expresamente en el artículo 1558 del Código Civil, estableciendo que si no
puede imputarse dolo al deudor, sólo es responsable de los perjuicios que se
previeron o pudieron preverse al tiempo del contrato; pero si hay dolo, es
responsable de todos los perjuicios que fueron una consecuencia inmediata o
directa de no haberse cumplido la obligación o de haberse demorado su
cumplimiento, esto es, de los daños previstos e imprevistos.
Esta distinción que hace la ley tiene directa relación con la previsibilidad,
la cual está adscrita al ámbito de la reflexión, a la capacidad del sujeto para
analizar –bien o mal- la situación en la cual se encuentra, la cual en el
profesional, ha de presumirse superior a la media. Pero como es siempre difícil
acreditar –con certidumbre- intenciones, análisis o reacciones mentales, ya que
ellos ocurren en el fuero interno de cada persona, ha debido surgir la noción de
culpa, dolo, caso fortuito y, en ciertos casos, imposiciones objetivas de
responsabilidad, como tendremos oportunidad de analizar, al referirnos a los
factores de atribución. Por medio de estas categorías se ha intentado

403
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 542.

181
“objetivizar” la noción de previsibilidad, desplazándola del fuero interno del
sujeto y transformándolas en “deberes y obligaciones” de diligencia y cuidado,
cuyos contornos se fijan de modo más o menos estable en las normas jurídicas.
Las indicadas categorías, por lo tanto, vienen a sustituir el sistema de
responsabilidad fundada en la previsión del daño, por un sistema más objetivo
basado en la imposición del deber de cuidado.404
De lo que se sigue es que, nuestra legislación, al igual que la española,
francesa e italiana, asigna a la previsibilidad del daño al tiempo de contratar, la
función de limitar la extensión del resarcimiento.405
De otro lado, nuestra legislación define el dolo como la intención positiva
406
de inferir injuria a la persona o propiedad de otro, lo que lo diferencia
nítidamente de la culpa, concebida en sus distintos matices como negligencia
(conducta omisiva; la persona hace menos de lo que le correspondería hacer),
imprudencia (hay un actuar positivo, la persona aún representándose el daño
actúa) o, de gran importancia en el campo profesional, impericia (los casos en
que no se actúa con la capacidad técnica suficiente para realizar determinadas
actividades). Sin embargo, cabría considerar como obrar doloso aquella
situación de quien advirtiendo que su acción u omisión causará un daño cierto,
lo acepta, pero sin el propósito de que éste se produzca, desde que si bien
puede probarse la previsión del daño, resulta muy difícil probar el deseo íntimo
de causarlo. Es más, quien prueba el dolo, generalmente recurre al expediente
de demostrar su previsibilidad por parte del agente dañador, no su deseo de
causarlo, porque, obviamente, lo quiere si se anticipa a representárselo y lo
acepta. Prever el daño y aceptarlo es ontológicamente equivalente a desearlo.
Este criterio, en una concepción amplia del dolo, puede extenderse un paso

404
RODRIGUEZ, “La obligación como deber de conducta típica”, ob. cit., p. 16.
405
SERRA, ob. cit., p. 314.
406
Artículo 44 del Código Civil.

182
más allá: cuando se prevé y no se desea el daño, pero se asume el riesgo que
se produzca como posible.407
Llevado este criterio al ámbito de la responsabilidad profesional,
debemos concluir que el abogado habrá de responder, en cuanto imputables
objetivamente a su comportamiento, no sólo de los daños que en concreto
previó, sino de todos aquellos que una persona razonable (según un modelo de
hombre medio) en su misma posición y con sus conocimientos sobre las
circunstancias concretas pudo o debió prever.
Al menos dejaremos enunciado por ahora, que en la doctrina en el
Derecho Comparado, con ordenamientos que contienen fórmulas similares a la
nuestra, se ha planteado cual sería el ámbito de aplicación de esta limitación de
la obligación indemnizatoria, esto es, si la previsibilidad del artículo 1558 se
refiere solo a las partidas del daño o también a su cuantía ¿queda obligado el
deudor a indemnizar el daño, cuando ha sido previsto en su causa, pero no en
su cuantía? 408

7) Indemnización del daño moral

Aun cuando es un tema general y no específico a la responsabilidad


profesional del abogado, no podemos sino referirnos brevemente al tema,
atendido que se trata de un tópico íntimamente ligado con el anterior, que ha
experimentado una interesante evolución jurisprudencial y doctrinaria, y
además, su estudio en el campo profesional presenta particulares aristas.

Digamos que los daños que puede sufrir una persona se clasifican en
materiales (o patrimoniales) y morales (inmateriales o extrapatrimoniales),
atendiendo a los bienes jurídicos que resultan lesionados por la infracción del

407
Se trata del dolo eventual, en que se percibe la proximidad, acaso no la identificación, conceptual y
práctica, con la culpa lata.
408
SERRA, ob. cit., p. 319.

183
contrato o la comisión del hecho ilícito de que se trate. El resarcimiento de los
daños patrimoniales no ofrece dudas de ninguna especie y es unánimemente
aceptado por la doctrina y la jurisprudencia, tanto en materia contractual como
delictual. No ha ocurrido lo mismo sin embargo, tratándose de los daños
morales. 409
La primera dificultad que encontró el daño moral fue que en un primer
momento fue considerado como no indemnizable, por estimarse que el dolor no
se tarifa ni se paga, ya que sería totalmente inmoral entregar dinero a cambio
del dolor sufrido. Para sortear este escollo y hacerlo indemnizable, se le
atribuyó un carácter punitivo, como una sanción ejemplar para castigar al
ofensor. Más adelante, se fue abriendo paso la idea que la indemnización del
daño moral tenía carácter resarcitorio, estimándose que aun cuando el dolor no
tenga precio, no significa que no sea susceptible de apreciación pecuniaria,
reconociéndose que si bien ésta última no tendría un fin compensatorio
propiamente dicho, tendría un rol satisfactivo, en el sentido de que se repara el
mal causado aunque no se puedan borrar los efectos del hecho dañoso.410
Sin embargo, el logrado reconocimiento de la reparación de los daños
morales se fue canalizando primeramente a través de la responsabilidad
extracontractual, para finalmente acogerse en el ámbito contractual, y no de
una forma del todo exenta de reservas.
En efecto, a la inversa del principio de reparación integral del daño en
sede extracontractual que se desprende del artículo 2329 del Código Civil, del
momento que nuestro ordenamiento en materia contractual limita la
indemnización al daño emergente y al lucro cesante, se ha sostenido que el
daño ha de tener un contenido esencialmente patrimonial, no cabiendo en ellos
la lesión que sufre un derecho extrapatrimonial. Dicha posición también se ha
visto influida por el hecho de que toda obligación contractual se asume sobre la

409
TAPIA, ob. cit., p. 377.
410
GHERSI, “Valuación económica del daño moral y psicológico”, ob. cit., p. 102.

184
base de una “prestación” a través de la cual las partes describen, al momento
de celebrar el contrato, en que consiste el objeto del mismo y como y cuando
debe ser alcanzado, y no se trata entonces, sólo de una obligación, sino de una
descripción detallada, completa y precisa de los resultados o consecuencias
que se procuran lograr con la constitución de aquél vínculo jurídico.411
Por estas razones, la indemnización del daño moral ha seguido una larga
y tortuosa evolución jurisprudencial, tanto en nuestro derecho como en el
comparado, porque siendo la previsibilidad la base y fundamento del sistema de
responsabilidad subjetiva, se ha mal entendido que un daño no patrimonial es
difícilmente previsible al tiempo de constituirse la obligación y no encajable
entre las consecuencias necesarias de la falta de cumplimiento.412 Se agrega
que teniendo el contrato como efecto el establecimiento de una relación
puramente económica entre los contratantes, únicamente las consecuencias
económicas de la inejecución debía dar lugar a la responsabilidad contractual y
que, no siendo el daño moral susceptible de una evaluación en dinero de
manera precisa, no sería reparable.413
Siguiendo en cierta medida a FUEYO, RODRIGUEZ GREZ sostiene que
el daño extrapatrimonial sólo puede repararse en sede contractual en la medida
que se proyecte al área pecuniaria, lo que sucede al afectarse la capacidad del
acreedor como administrador, productor, o sus facultades intelectuales que, por
cierto, comprometen todas sus actuaciones. Para este autor, el daño moral así
considerado, deviene en daño patrimonial, desde que existe una unidad
ontológica que comprendería todos los intereses jurídicamente protegidos del
sujeto de derecho, por lo que no resulta extraño que existan lesiones
patrimoniales que se proyectan hacia el campo de los intereses
extrapatrimoniales y que el menoscabo de estos últimos se revierta nuevamente
hacia el campo patrimonial, afectando las aptitudes y capacidades de la

411
RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 233.
412
YZQUIERDO, ob. cit., p. 420.
413
RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 234.

185
persona, lo cual tiene consecuencias económicas.414 Sin embargo, esta
argumentación tiene el defecto que así considerados, se trataría de una
afectación indirecta, lo que se topa con lo preceptuado en el artículo 1558 del
Código Civil, que exige que el daño sea directo para que sea indemnizable en
sede contractual, y que justamente éste, el carácter de directo del daño, es lo
que hace que sea en general previsible y por ende, indemnizable en sede
contractual. Además, prescinde del hecho que el daño moral es
conceptualmente un daño en sí mismo, independientemente de la dificultad que
presenta su avaluación y prueba, e independientemente de que se proyecte o
no sobre el campo patrimonial. No en vano se ha sostenido que el daño moral
constituye toda modificación desvaliosa del espíritu, ya que puede consistir en
profundas preocupaciones, estados de aguda irritación que afectan el equilibrio
anímico de la persona, y aun cuando no constituya título para hacer
indemnizable cualquier inquietud o perturbación del ánimo, no tiene por
finalidad engrosar la indemnización de los daños materiales, sino mitigar el
dolor o la herida a los principios más estrechamente ligados a la dignidad de la
persona física y a la plenitud del ser humano.415 En otras palabras, el daño
moral no se reduce al precio del dolor o a la pérdida de afecciones, sino que
apunta a toda situación disvaliosa en las calidades de sentir, querer y entender.
RODRIGUEZ GREZ reconoce sin embargo que el problema no sería de
existencia, sino de prueba, pero la forma en que reconduce los daños morales a
los materiales, desnaturalizan el carácter directo y autónomo que los primeros
tienen, y confunde al daño mismo con las consecuencias que devienen del
mismo.
Yendo más allá, YZQUIERDO TOLSADA es de la opinión que tan
previsibles pueden ser los daños morales que puedan irrogarse al perjudicado a
consecuencia de un incumplimiento contractual, como puedan serlo en el

414
RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., pags. 236 y 238
415
GHERSI, “Valuación económica del daño moral y psíquico”, ob. cit., p. 98

186
ámbito extracontractual, más aun cuando nos referimos a las obligaciones
profesionales, en las que la especialización y supuesta pericia del obligado le
llevan a conocer los riesgos de su actividad y las consecuencias que
juntamente a lo expresamente pactado componen el objeto de su obligación,
por lo que la función reparadora de la indemnización debe colocar al acreedor
en igual posición que si el contrato se hubiese cumplido, y ello solo es posible si
se reparan todos los daños (cualquiera que sea su naturaleza o clase)
causados, porque –sobre todo en el campo de la profesión liberal- en que el
resarcimiento ha de ser integral porque también integral ha de ser la previsión.
Concluye así, que el eventual daño moral y el material, el daño emergente y el
lucro cesante, nacieron en y de un contrato, y por lo tanto en él deben
liquidarse. 416
Por las razones expuestas, estimamos que debiera prescindirse de las
aportaciones que llevaron a nuestro legislador civil a distinguir según el deudor
(el profesional) incurra o no en dolo para limitar en el segundo caso los daños a
los previsibles, desde que no resulta difícil abogar por una interpretación de
esta norma que tienda en todo caso a la reparación integral, en que la víctima
(el cliente) ha de venir a situarse en la posición anterior al daño.
Cabe señalar que nuestra jurisprudencia acepta actualmente la
resarcibilidad del daño moral en materia contractual.417

416
YZQUIERDO, ob. cit., p. 420 y 421
417
Por ej. FALLOS DEL MES, No 231, C.S. 20 octubre 1994, p. 558 y sgtes;

187
VI.D.- LA RELACION DE CAUSALIDAD

1) Generalidades.

No es suficiente con que exista un actuar antijurídico culpable, atribuible


a un sujeto y un daño para que pueda tener lugar la responsabilidad. Para ello
se requiere que concurra otro elemento constitutivo, que fluye de los anteriores:
es que entre el incumplimiento o hecho ilícito cometido dolosa o culpablemente
y el daño sufrido por la víctima exista una relación de causa a efecto; o sea, que
el daño haya sido ocasionado precisamente por el incumplimiento o el hecho
ilícito de esa persona.
En términos generales, lo primero que llama la atención es que el debate,
en los casos de responsabilidad civil, rara vez se centra en la relación de
causalidad. Con mucho mayor frecuencia se ven discutidos aspectos
relacionados con los otros elementos de la responsabilidad como la culpa y el
daño. Creemos que ello se ha debido a que el sistema general de
responsabilidad en nuestro derecho positivo es de carácter subjetivo. Y sigue
siéndolo hoy en día no obstante la tendencia generalizada en el Derecho
Comparado hacia la objetivación de la responsabilidad, y sin perjuicio de la
existencia en nuestro sistema de ciertos casos de responsabilidad objetiva. Las
corrientes objetivizadoras de la responsabilidad, que restan importancia o bien
eliminan la idea de culpa, y que consagran algunos de nuestros textos
especiales, no han soplado lo suficientemente fuerte como para hacer de la
relación de causalidad el centro de la discusión. 418
En principio, podría conceptualizarse el nexo causal diciendo que es el
vínculo que encadena un hecho (acción u omisión) con un resultado que se
419
presenta como consecuencia directa, necesaria y lógica de aquél, o

418
ARAYA, Fernando, “La relación de causalidad en la responsabilidad civil”, Ed. Lexis Nexis, Santiago,
2003, p. 177.
419
RODRÍGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 370.

188
describirlo en líneas generales como un “enlace material o físico entre un hecho
antecedente y un resultado consecuente”.420 Pero como la noción de causalidad
está estrechamente vinculada con la o las teorías que se han sustentado sobre
el punto, profundizaremos más adelante sobre el tema al tratar suscintamente
acerca de ésta últimas.
Digamos por de pronto que la exigencia de una relación de causalidad en
la responsabilidad civil es de toda lógica. En un sistema donde la finalidad
fundamental e indiscutible es la reparación de los daños, el buen sentido
impone que dicho deber resarcitorio recaiga sólo en los sujetos cuyas
conductas causaron los daños, desde que nadie imagina que una persona
pudiere resultar obligada a responder por aquello que no resulta de su actuar o
de su omitir.421
Viene siendo habitual el tratamiento de la relación de causalidad en los
estudios sobre responsabilidad civil extracontractual, sin dedicar a la misma una
422
sola palabra dentro del régimen de los contratos, en circunstancias que tanto
en el campo contractual como en el aquiliano, nuestra legislación común hace
referencia implícita a esta exigencia. Así sucede en sede extracontractual por
ejemplo, con el artículo 2314 del Código Civil, en el que el requisito está
presente en la forma verbal “ha inferido”; el artículo 2316, que señala el que
“hizo”. En el ámbito contractual, el artículo 1556 impone que los perjuicios
“provengan” de no haberse cumplido la obligación, o de haberse cumplido
imperfectamente; y el artículo 1558 señala que se reparan aquellos daños que
fueron una “consecuencia inmediata o directa” del incumplimiento. Incluso es
más, tratándose de leyes especiales, en algunas ocasiones el legislador ha
impuesto la exigencia de un modo manifiesto, como por ejemplo, en el artículo
171 de la Ley del Tránsito; en el artículo 52 de la Ley No 19.300 sobre Bases
Generales del Medio Ambiente; los artículos 4 y 44 de la Ley No 18.575 de

420
Vásquez Ferreira, citado por ARAYA, ob. cit., p. 17.
421
ARAYA, ob. cit., p.3.
422
YZQUIERDO, ob. cit., p. 425.

189
Bases Generales de la Administración del Estado; el artículo 50 de la Ley No
423
18.302 de Seguridad Nuclear, por citar algunas. En consecuencia, la
exigencia de una relación de causalidad no tiene entre nosotros una base
simplemente doctrinaria o teórica, sino que se desprende en forma clara de
varias disposiciones expresas de nuestra legislación positiva.424
La determinación de la relación de causalidad no sólo permite establecer
la autoría material del sujeto, sino también la extensión o medida del
resarcimiento a su cargo,425 esto es, cumple una doble función: a) como paso
previo para descubrir la relación de imputabilidad; b) como factor de
426
determinación de los daños resarcibles. En efecto, la determinación de la
relación de causalidad o nexo causal, no sólo permite establecer la autoría
material del sujeto (imputatio facti), sino también la extensión o medida del
resarcimiento a su cargo. A través de ella ante todo es posible conocer de si tal
o cual resultado dañoso puede, objetivamente, ser atribuido a la acción u
omisión física del hombre, o sea si éste puede ser tenido como “autor” del
mismo; y establecido ello, la medida del resarcimiento que la ley le impone
como deber a su cargo resultará a su vez de la propia extensión de las
consecuencias dañosas derivadas de su proceder, es decir que puedan ser
tenidas como “efectos” provocados o determinados por su conducta, la que así
vendría a ser su “causa”.427
No cabe duda de que es con respecto a este tema en el que a la víctima
se le presentan grandes dificultades cuando pretende hacer efectiva la
responsabilidad profesional, desde que tratándose en la mayor parte de los

423
ARAYA, ob. cit., p. 7 y 8.
424
TAPIA, ob. cit., p. 242.
425
TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 56.
426
YZQUIERDO, ob. cit., p. 426.
427
TRIGO y LOPEZ, ob. cit. Tomo II, p. 292.

190
casos de obligaciones de medios, la víctima debe probar la relación causal del
actuar del profesional y el daño.428

2) La causalidad en la responsabilidad contractual y


extracontractual.

Consignemos de antemano que a nuestro juicio, tratándose de la


responsabilidad contractual, la cuestión de la necesaria existencia y verificación
de un nexo de causalidad entre la conducta del agente y el daño no presenta
los mismos caracteres que los que adquiere en sede aquiliana.
En efecto, moviéndonos en el campo de la responsabilidad
extracontractual, la comprobación del necesario nexo causal tiene como
finalidad la búsqueda e identificación de las “causas” del daño producido a la
víctima. Se trata, por tanto, de una operación en la que partiendo de un daño o
perjuicio, hemos de retrotraernos al examen de las posibles causas o
condiciones y a la constatación, en su caso, de un evento que permita hablar de
ruptura del encadenamiento causal (caso fortuito o fuerza mayor). Por el
contrario, permaneciendo en el ámbito de la responsabilidad contractual, donde,
en principio, encuadramos aquella en que puede incurrir el abogado –
existiendo, por tanto, una relación de prestación de servicios con el cliente- la
operación se desarrolla en sentido inverso. Esto es, partiendo de una conducta
negligente del abogado (causa), del incumplimiento de la obligación, se trata de
determinar si los daños ocasionados al acreedor están o no causalmente
ligados a aquél. Al mismo tiempo, la exigencia del nexo causal entre aquellos
dos elementos puede ser contemplada como una característica del perjuicio
reparable: el daño a indemnizar deberá ser consecuencia cierta del hecho
dañoso, esto es, del incumplimiento del profesional.

428
PARELLADA, Carlos A. “Daños en la actividad judicial e informática desde la responsabilidad
profesional”, p. 115.

191
El tema no es menor y resulta fecundo en consecuencias prácticas, ya
que verificado el incumplimiento del abogado, al no haber ejecutado su
prestación conforme a la diligencia que le era exigible, a las reglas de su
profesión, incumbe al acreedor-perjudicado la prueba de que los daños por él
alegados son consecuencia de la actuación del profesional con el que contrató,
pudiendo establecerse una relación causa-efecto entre la conducta de aquél y
los perjuicios sufridos por éste.429 Ello es sin perjuicio de que, del solo
incumplimiento, el acreedor pueda exigir del abogado la devolución de los
honorarios ya pagados, o en su caso, oponer la “exceptio non adimpleti
contractus” ante la reclamación por parte el abogado del pago de sus servicios
“defectuosamente” prestados. Pero cosa distinta es afirmar que, no siendo
posible entablar el nexo causal entre el incumplimiento y el daño, la pretensión
de reclamación de responsabilidad habrá de ser desestimada.
Por consiguiente, la causalidad en el campo contractual está referida a
un hecho matriz que no puede estar ausente y que consiste en la infracción de
un comportamiento perfectamente descrito en la fuente de la obligación. Por lo
mismo, el problema de la causalidad en esta área no consiste en hallar un
vínculo entre el hecho y el daño, sino en determinar si el incumplimiento
contractual es la causa del daño que se reclama. En otras palabras, la
causalidad en materia contractual consiste en determinar si el daño que se
demanda fue provocado por el incumplimiento o por otra causa. De lo dicho se
sigue que la relación causal tiene en materia contractual un sentido propio,
negativo y de exclusión, ya que apunta a fijar el efecto del hecho dañoso del
incumplimiento, más que a la determinación de la causa productora del daño.430
Sin embargo, debemos prevenir que la complejidad de la prueba de la
relación de causalidad entre el incumplimiento y el daño ocasionado al cliente

429
SERRA, ob. cit., p. 216.
430
RODRIGUEZ, “responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 276.

192
se pone de relieve en la mayor parte de los supuestos en que la actividad
comprometida por el abogado tiene naturaleza jurisdiccional, como tendremos
oportunidad de analizar más adelante.

3) Teorías para el establecimiento del nexo causal.

En términos generales, puede afirmarse que existe relación de


causalidad siempre que el daño sea la consecuencia necesaria del
incumplimiento o del hecho ilícito, en forma tal que, si éstos no se hubiesen
cometido, tampoco habríase producido el daño. La cuestión no es sin embargo,
tan sencilla como pudiere parecer a primera vista, ya que existen casos en que
varias causas ocasionan un mismo daño, tema que en el ámbito de la
responsabilidad profesional se ve agudizado por la complejidad propia de las
ciencias, dado que el factum sindicado como dañoso es un hecho científico o
técnico, cuyo dominio pertenece al profesional y no al cliente.431 El abogado es
quien diseña la estrategia jurídica del caso que presenta o defiende, conoce las
opiniones doctrinales y tendencias jurisprudenciales. El cliente del profesional
es –normalmente- un ignorante del campo científico, técnico…, en que se
mueve el profesional. Y la misma dificultad se traslada habitualmente al juez,
que no suele ser experto en cuestiones técnicas o científicas, aunque sin
embargo sí lo es en el particular supuesto de responsabilidad de los
profesionales del derecho, por lo que este problema adicional común a las
responsabilidades profesionales, no se presenta empero en el caso específico
de los abogados, lo cual posibilita que a su respecto, no varíen mayormente los
criterios y principios generales referentes a este presupuesto de la
responsabilidad.432

431
TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 136.
432
PARELLADA, ob. cit. , p. 27.

193
Por ello no está demás recordar brevemente en esta oportunidad, que en
lo tocante a descubrir la relación de imputabilidad entre la acción u omisión y el
hecho dañoso, se han formulado diversas teorías: principalmente y en un
extremo está la de la equivalencia de las condiciones y en el otro el de la
causalidad adecuada. La mayor parte de las demás, en mayor o menor medida,
oscilan entre ambas.
La de la equivalencia de las condiciones, también denominada de la
conditio sine qua non, que tuvo cierta resonancia en su momento en el Derecho
Comparado, entiende que si del punto de vista filosófico todas las fuerzas
tienen alguna eficacia para el nacimiento del fenómeno, también en lo jurídico
cabe entender que las condiciones son todas ellas equivalentes: cada una de
las condiciones puede ser considerada al mismo tiempo como causa de todo el
desenlace final. Sin embargo, digamos que esta teoría deviene en fuertes
críticas, por cuanto –siguiendo dicho concepto de causa-, la responsabilidad se
ve excesivamente ampliada, lo que lleva a los autores a la búsqueda de un quid
ulterior, de un elemento corrector que sirva para contener la responsabilidad
dentro de unos límites razonables.
En la doctrina y jurisprudencia anglosajonas encontró eco la teoría
conocida como de la causalidad próxima: ella consiste en afirmar que la causa
es el antecedente o factor temporalmente inmediato de un resultado. Todos los
demás hechos que influyen en el resultado son “condiciones” del mismo pero no
su “causa”.433 Se sostiene que la observación de la realidad permite concluir
que, por lo general, el último de los sucesos encadenados determina la
producción del resultado o, al menos, lo determina directamente. Se trata en
este caso, de individualizar el último suceso, atribuyendo a él una importancia
preponderante en el resultado.434 En consecuencia, basta considerar la causa
inmediata juzgando las acciones según ésta última y sin necesidad de

433
RODRIGUEZ, “La obligación como deber de conducta típica”, ob. cit., p. 20.
434
RODRIGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 379.

194
remontarse a un grado más distante. Solo se reconoce así relevancia a la causa
más próxima en el tiempo, esto es, la inmediatamente anterior a la producción
del daño. Todas las demás se consideran intrascendentes a efectos jurídicos.
435

La teoría de la causa eficiente postula que entre todas las condiciones


que concurren a la producción del resultado debe buscarse aquella que sea
más “activa” o “eficaz”, unos siguiendo un criterio de tipo cuantitativo, siendo
causa la circunstancia que en mayor medida ha contribuido al acaecimiento del
efecto; y otros, el criterio distintivo habría de ser cualitativo, considerándose
más eficaz aquella que por la cualidad del resultado es más decisiva en la
producción del resultado.436
La teoría de la causa adecuada, también denominada de la regularidad
causal, trata de determinar la causa que existe entre el daño ocasionado y el
antecedente que lo produce, denominando causa del perjuicio la o las
condiciones que se encuentren unidas al daño por un vínculo adecuado de
causalidad. Consiste en determinar la influencia que en la producción del daño
ha tenido cada una de las causas que han intervenido, de manera que aquella
sin la cual no hubiera podido existir, sea estimada la causa adecuada para
establecer la relación de causalidad.437 En su formulación más corriente, esta
adecuación estaría dada por el curso normal y ordinario de las cosas; para
algunos, el criterio de adecuación consistiría en la previsibilidad del agente al
momento de obrar, para otros, en la previsibilidad de un observador normal o
corriente, para otros, en la previsibilidad de un hombre muy sagaz o experto.438
En todo caso, este juicio de probabilidad viene realizado en atención a los
elementos conocidos o cognoscibles “ex ante” por un ideal observador, lo que
hace que este criterio asuma cierta objetividad. Por lo tanto, la previsibilidad de

435
YZQUIERDO, ob. cit., p. 428.
436
ARAYA, ob. cit., p. 34.
437
TAPIA, ob. cit., p. 247.
438
ARAYA, ob. cit., p. 27.

195
que se trata no está referida a una persona determinada, sino a los estándares
generales u ordinarios que imperan en cada momento histórico en la sociedad.
O sea, de un lado no se puede imponer responsabilidad a una persona cuando
el devenir de su conducta está impedida de prever la existencia de un daño que
se sigue de sus actos, pero tampoco puede ello representar un elemento
personalísimo, que deba considerarse respecto de cada persona
individualmente, ya que ello implicaría introducir un nuevo factor subjetivo que
jugaría, más o menos, el mismo rol que la culpa o el dolo.439
Ahora bien, tradicionalmente las doctrinas de la equivalencia de las
condiciones y de la causalidad adecuada han sido planteadas como opuestas e
incompatibles. También se ha dicho que cada una funcionaría bien según el
sistema. La equivalencia, en un sistema de responsabilidad subjetivo, la
adecuación, en uno objetivo. Son menos los autores que han propuesto su
utilización simultánea, conciliando los principios que cada una de ellas puede
aportar.440
En España, la doctrina se ha inclinado mayoritariamente por la teoría de
la causa adecuada: dentro del conjunto de hechos antecedentes cabe
considerar como causa en sentido jurídico sólo aquellos hechos de los cuales
quepa esperar, con base en criterios de probabilidad o de razonable regularidad
y en abstracto, la producción de un resultado, esto es, prescindiendo de lo
efectivamente sucedido y atendiendo a lo que usualmente ocurre y al grado de
previsión que cualquier hombre razonable podía haber tenido por razón de su
profesión o de cualquier otra circunstancia. Sin embargo, la posición del
Tribunal Supremo ha huido de todo exclusivismo doctrinal, siendo favorable al
arbitrio judicial, que ha de establecer el nexo causal inspirándose en la
valoración de las condiciones o circunstancias que el buen sentido señale en
cada caso como índice de responsabilidad dentro del infinito encadenamiento

439
RODRIGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 391.
440
ARAYA, ob. cit., p. 31.

196
de causas y efectos.441 En Argentina, la doctrina es de la opinión que el artículo
906 del Código Civil acoge expresamente la teoría de la causa adecuada, al
preceptuar que “en ningún caso son imputables las consecuencias remotas,
que no tienen con el hecho ilícito nexo adecuado de causalidad”.442
Según TAPIA SUAREZ, nuestros tribunales de justicia parecen haber
adoptado la teoría de la equivalencia de las condiciones en algunos de sus
fallos, y la considera la de mayor importancia, sobre todo considerando que se
encuentra receptada en nuestro Código Civil, tratándose de la responsabilidad
por el hecho ajeno.443 RODRIGUEZ GREZ se inclinó en un principio por la
“teoría de la conditio sine qua non” que considera difiere de la de la
equivalencia de las condiciones en punto a que no todas las condiciones serían
444
equivalentes ni tendrían la misma entidad respecto del efecto dañoso. Sin
embargo, siguiendo la tendencia del Derecho Comparado, su opinión ha
evolucionado a sostener que la teoría que más asidero tiene en la doctrina y el
derecho positivo, en la actualidad, referida a la sede aquiliana, es la de la causa
adecuada, formulada originalmente por Von Bar y perfeccionada por Von
Kries.445 En el ámbito contractual, este autor es partidario de la teoría de la
causa necesaria.446
Para FRADES DE LA FUENTE, los problemas abordados bajo la rúbrica
de la causalidad por la doctrina son de la más variada naturaleza. Una lectura
rápida de los libros de Daños muestra las distintas tendencias seguidas y los
diversos problemas estudiados al tratar la causalidad. En ocasiones se incluyen
aquí cuestiones relacionadas con la culpa; otras veces se trata sólo de
cuestiones de causa de hecho, dejando los problemas de proximidad o
imputación para un estudio posterior. Por su parte, los Tribunales tienden a

441
YZQUIERDO, ob. cit., p. 431.
442
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 292.
443
TAPIA, ob. cit., p. 247
444
RODRIGUEZ, “La obligación como deber de conducta típica”, ob. cit., p. 19.
445
RODRIGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 390.
446
RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 275.

197
tratar conjuntamente, e incluso confundir, cuestiones de deber de cuidado,
negligencia o daños resarcibles, con temas e causalidad, al punto que algunos
jueces los consideren a todos como distintas maneras de mirar un solo
problema.447 En consecuencia, se advierte que la jurisprudencia, también
comparada, es esencialmente casuística. Esto se observa en las afirmaciones
de diversos autores, en que respecto del tema de la relación causal, la
jurisprudencia se inclina por las frases imprecisas y los conceptos elásticos y
ambiguos, adoptando posiciones poco comprometidas, no tanto en el fallo,
como en su argumentación, que difícilmente pueden servir para formar un
cuerpo doctrinal útil.448
ARAYA JASMA sostiene que las distintas posiciones conceptuales han
dejado correr ríos de tinta para apoyar o derribar verdaderas catedrales góticas;
la sorprendente abundancia de literatura sobre el tema, en lugar de esclarecerlo
ha añadido humo a la neblina. Sin embargo, concuerda en que siendo varias las
cuestiones causales, varios deben ser los criterios de que dispone el juez para
resolverlas, esto es, deben ser las teorías, sin atarse a una fórmula absoluta,
las que deben conducir al juez a la solución de los problemas causales, con el
fin de brindar mayor certeza jurídica a los particulares y acotar el campo de
discrecionalidad que tendrá el juez en un aspecto donde su libre apreciación
siempre estará presente. Así, sugiere -a modo de ejemplo-, aplicar el criterio de
la conditio sine qua non para configurar la responsabilidad, el criterio de la
adecuación para limitar la extensión de los daños, y el de la eficacia
predominante en caso de reparto de responsabilidades.449

447
FRADES, Eva, “La responsabilidad profesional frente a terceros por consejos negligentes”, Madrid,
Ed. Dykinson, 1999, p. 124.
448
VELOSO, ob. cit., p. 254.
449
ARAYA, ob. cit., p. 38.

198
4) La causalidad en la actividad jurisdiccional del abogado.

Consistiendo la obligación del abogado en llevar a cabo una actividad


jurisdiccional, el cálculo de la posibilidad de éxito o de fracaso de la pretensión
ejercida por el abogado es una tarea sumamente compleja, ya que el resultado
positivo o negativo del litigio puede depender de múltiples factores ajenos al
cumplimiento de las obligaciones que incumben al abogado, al empleo de la
más exquisita diligencia, existiendo, por tanto, un margen de discrecionalidad.
Corolario de lo anterior es que la complejidad de la prueba de la relación de
causalidad entre el incumplimiento y el daño ocasionado al cliente adquiere
mayor relieve en la mayor parte de los supuestos en que la actividad
comprometida por el abogado tiene naturaleza jurisdiccional. La propia
naturaleza de la Ciencia del Derecho como una ciencia “no exacta”, no permite,
salvo contadas excepciones, la reconstrucción de una secuencia lógica de
donde se sigan resultados idénticos. La complejidad de las situaciones de
hecho a las que se han de aplicar las normas jurídicas, la diversa interpretación
que de algunas de ellas mantiene la doctrina, el cambio de orientación
jurisprudencial en un tema concreto, entre otros factores, provoca que no
siempre la posición defendida por un abogado que emplee un alto nivel de
diligencia y de pericia, sea atendida por los Tribunales, pudiendo, por lo tanto, el
cliente ver desestimada su pretensión.
En España, la imposibilidad de entablar, en todo caso, un nexo causal
entre la conducta imperita o negligente del abogado y el resultado dañoso,
identificado éste con la insatisfacción de la pretensión del cliente, o con la
pérdida del litigio, se encuentra en la base de la mayoría de las decisiones
jurisprudenciales que niegan la existencia de responsabilidad del letrado. En
efecto, en todos los supuestos en que el daño o perjuicio cuyo resarcimiento se
pretende, se hace radicar en la pérdida de la pretensión del cliente deducida en
el litigio, el Tribunal Supremo ha incidido en la exigencia de una demostración

199
clara y suficiente de la relación causal entre la conducta del abogado y el
resultado dañoso de este modo configurado. Yendo más allá, el Tribunal
Supremo ha rechazado que del resultado desfavorable del litigio o de la
desestimación de la pretensión del cliente pudiere resultar una presunción de
culpa o negligencia del abogado, esto es, una inversión de la carga de la
prueba;450 incluso más, ha excluido cualquier presunción del nexo causal entre
la conducta del abogado y el daño entendido como el resultado desfavorable
del litigio para el cliente. Se observa en la mayoría de los fallos desestimatorios
de la responsabilidad del abogado, como “ratio decidendi”, no tanto en no haber
quedado suficientemente demostrada la negligencia o la impericia del letrado
como en no haber acreditado la relación causal entre la conducta del abogado y
el perjuicio ocasionado a la parte. A los antedichos argumentos se ha añadido
la consideración de que el profesional sólo asume en estos casos una
obligación de medios, esto es, sólo se compromete a desarrollar su actividad
profesional, cumpliendo las formalidades legales y exponiendo jurídicamente las
razones de su cliente, pero no a la consecución del resultado esperado por el
cliente. ,451 por lo que incluso se dan supuestos en que ni siquiera es posible
apreciar un incumplimiento del abogado, en cuanto que no puede constatarse
que éste haya incurrido en negligencia o impericia, desviándose del modelo de
conducta del buen profesional.
Diversa puede ser la conclusión si el daño que se pretende conectar
causalmente y del que se quiere hacer responder al abogado, viene identificado
con la pérdida de la oportunidad (chance) del éxito del litigio. En esta
concepción del daño, podrían tener cabida todas aquellas hipótesis en las que
la negligencia del abogado, el incumplimiento de su obligación, ha quedado
patente a través de una conducta omisiva, de una “desidia procesal”, que
impide la continuación del procedimiento o cierra una vía procesal. Pero cabe

450
Sentencia de 5 de julio de 1991, citada por SERRA, ob. cit., p. 222
451
SERRA, ob. cit., p. 225.

200
tener presente que existen determinados supuestos en que, a pesar de
apreciarse una falta de diligencia del abogado, no puede constatarse daño o
perjuicio alguno derivado de tal negligencia, ni siquiera aun cuando dicho daño
venga identificado con la pérdida de la oportunidad, como también se ha fallado
en España por el Tribunal Supremo.452 Ya hemos dicho que en la configuración
de la pérdida de chance se entrelazan los dos planos o etapas del juicio de
responsabilidad; por un lado el problema del nexo causal y por otro el de la
identidad del daño o perjuicio, por lo que para evitar repeticiones, nos remitimos
a lo ya expuesto al tratar del daño. 453
En conclusión, existen supuestos de negligencia sin responsabilidad, sea
porque no se logra acreditar que el cliente haya sufrido daño alguno, o porque
éste no reúne los caracteres de certidumbre suficientes, o no pudo probarse un
nexo causal entre el daño y el incumplimiento.

5) La causalidad en la actividad de asesoramiento y consejo del


abogado.

Es la responsabilidad profesional por consejos negligentes uno de los


terrenos más necesitados de clarificación de cuantos se dan cita en el tan
amplio campo de la responsabilidad civil. Y, ya dentro de lo que se refiere a las
responsabilidades profesionales, probablemente sea el área en la que resulte
más complicado dar con fórmulas generales, más aun en el ámbito de los
abogados, en que no se trata de una ciencia que pueda calificarse de exacta y
que está integrada por un complejo normativo cambiante que en ocasiones,
requiere una importante labor hermenéutica del mismo, de modo que la
adopción de una de las soluciones ofrecidas, aunque posteriormente se
demuestre inidónea para la consecución de un ulterior resultado, no supondrá

452
SERRA, ob. cit., p. 228.
453
Cap. VI.C, No 5).

201
en sí la impericia o negligencia del profesional, si éste tuvo en cuenta aquellos
parámetros. O sea, constituye un campo donde resultan más frecuentes los
informes heterodoxos pero no equivocados, opiniones raras pero no
descabelladas, dictámenes aventurados pero con cierta verosimilitud. Y se
complican, no ya por la extraordinaria dificultad que representa conocer hasta
que punto el perjuicio es consecuencia directa de una falta de diligencia, sino
porque si el perjudicado conociera la esfera técnica del caso lo suficiente como
para saber que hubo negligencia del profesional, probablemente no habría
necesitado acudir a éste.
Primeramente digamos que de la asunción del encargo deriva para el
abogado como deber complementario o preliminar que debe preceder su
actuación en sede jurisdiccional, el de efectuar una valoración previa, que tiene
por finalidad aproximarse al estado de la cuestión, lo que puede asimilarse a un
dictamen “pro veritate” que incumbe al profesional en virtud de los dictados de
la buena fe y la ética profesional. Esta deliberación por parte del abogado, que
constituye la primera fase en la ejecución de su prestación, se concretará en un
examen de hecho y de derecho de la cuestión controvertida, lo cual le permitirá
formar y emitir una opinión sobre las probabilidades de éxito de la misma, la
conveniencia o no de iniciar un procedimiento, susceptible de determinar la
conducta de su cliente, 454 debidamente informado.
De otra parte, junto a este deber de consejo accesorio y previo al inicio
de una actividad jurisdiccional, al abogado puede corresponderle como
obligación principal e independiente la de aconsejar o asesorar, actividad ésta
que en los últimos años ha adquirido un carácter predominante entre las
desempeñadas por los mismos.
Como ya tuvimos oportunidad de analizar, en estos supuestos típicos en
que la actividad comprometida por el abogado debe traducirse en la emisión de
un informe o la elaboración de un dictamen, tanto la doctrina como la

454
SERRA, ob. cit., p. 269.

202
jurisprudencia en el Derecho Comparado, de manera mayoritaria, han calificado
dicha obligación como de “resultado”. El abogado que asume el encargo de
elaborar un dictamen o emitir un informe jurídico se obliga a alcanzar un
resultado que consiste precisamente en tener preparado en el tiempo pactado
un dictamen o un informe que reúna unas mínimas condiciones cualitativas de
exactitud e idoneidad. Con todo, esto último no significa que el autor del consejo
comprometa su infalibilidad o que garantice un resultado favorable, por lo que
desde este punto de vista, podría sostenerse que su compromiso deriva tan
sólo en una obligación de medios, desde que éste cumplirá la obligación
cuando haya dado, de forma completa y clara, todos los consejos sobre la
situación jurídica de la cuestión controvertida, utilizando sus conocimientos
expertos en la materia, dando cierta seguridad jurídica a la parte que le confió el
discutido asunto.
Entonces, la cuestión de la responsabilidad no es tan pacífica, desde que
se suscita, fundamentalmente, en los supuestos en los que el profesional emite
un consejo “inveraz o inexacto” que, por ello, al ofrecer una información falsa o
errónea, ocasiona un perjuicio a los intereses del cliente que, profano en la
materia, ha confiado en el buen hacer del profesional. Pero para que el
profesional deba responder civilmente frente al cliente que lo contrató,
solicitando su consejo o asesoramiento, será necesario que éste pruebe tanto el
daño como el incumplimiento, esto es, que el abogado no se ajustó en la
realización del informe o en la elaboración del dictamen a las normas técnico-
legales o, en general, a las reglas del arte o la buena práctica profesional, o
sea, que no se ajustó a los dictados legales, líneas jurisprudenciales asentadas,
al estado de la doctrina científica, desconociendo y prescindiendo de tales
pautas, inclinándose sin rigor ni fundamento por una determinada solución, todo
ello con las reservas ya indicadas relativas a la naturaleza no exacta de la
Ciencia del Derecho; y además será necesario que el cliente pruebe, que entre

203
dicho incumplimiento y los perjuicios a él irrogados existe una relación de
causalidad.455

6) Relación entre la causalidad y la extensión de la obligación de


indemnizar.

Ya hemos adelantado que la idea de causalidad no solo cumple una


función como paso previo para descubrir la relación de imputabilidad, sino que
también como factor de determinación de los daños resarcibles, sin perjuicio de
reconocer que estas distintas etapas o análisis se entremezclan en la práctica.
Al analizar el daño pudimos apreciar que nuestro Código Civil en su
artículo 1558, inspirado en el Code napoleónico, asigna al criterio de la
previsibilidad del daño en el momento de contratar la función de limitar la
indemnización de los daños: “si no se puede imputar dolo al deudor, sólo es
responsable de los perjuicios que se previeron o pudieron preverse al tiempo
del contrato; pero si hay dolo, es responsable de todos los perjuicios que fueron
una consecuencia inmediata o directa de no haberse cumplido la obligación o
de haberse demorado su cumplimiento”.
Esta disposición corresponde a la del artículo 1150 del Código francés,
que expresa: “el deudor no es responsable sino de los perjuicios que han sido
previstos o se han podido prever al momento del contrato, cuando no es a
causa de su dolo que la obligación no se ha cumplido”.456
El precepto transcrito presenta grandes similitudes con el artículo 1107
del Código Civil español: “los daños y perjuicios de que responde el deudor de
buena fe son los previstos o que se hayan podido prever al tiempo de
constituirse la obligación y que sean consecuencia necesaria de su falta de
cumplimiento. En caso de dolo responderá el deudor de todos los que

455
SERRA, ob. cit., p. 272.
456
Citado por TAPIA, ob. cit., p. 117.

204
conocidamente se deriven de la falta de cumplimiento de la obligación”. Se
advierte eso si una aparente diferencia específica: nuestro Código se refiere a
todos los perjuicios que fueron consecuencia directa e inmediata457, y el
español a todos los que conocidamente se deriven de la falta de cumplimiento.
Decimos aparente, por concordar con lo expuesto por un sector de la doctrina
italiana, de que la noción de “daño directo” expresa una relación de “simple
condicionalidad” de los daños al hecho del agente, de modo que todos los
daños conectados causalmente al incumplimiento vendrían, en principio,
resarcidos sin límite alguno en su extensión. Por ello concluyen que, el
legislador al exigir que el daño sea consecuencia directa e inmediata no ha
añadido nada a dicho principio, ni al concepto de causalidad ya expresado en el
término “consecuencia necesaria” del Código español. Tan sólo ha indicado un
doble criterio directivo, aclarando que el vínculo causal ha de comprobarse en la
práctica teniendo en cuenta un criterio positivo, esto es, que el daño se verifique
en el radio de acción del incumplimiento (consecuencia directa), y un criterio
negativo, es decir, que, aun verificándose en dicha esfera, no sea efecto de otra
causa distinta del incumplimiento, que haya irrumpido en el ciclo causal
poniendo en marcha un nuevo proceso dañoso autónomo e independiente del
anterior (consecuencia inmediata).458 Por lo demás, el cambio de dicción del
precepto español respecto al modelo francés, seguido por el italiano y el
chileno, se debe al proyecto de Código Civil de García Goyena, que prescindía
intencionalmente de la referencia a la previsibilidad en el momento de contraer
la obligación, y preveía como exigencia de la indemnización de los daños el que
estos fueran consecuencia inmediata y necesaria de la falta de cumplimiento,
limitación que no era aplicable para el caso de haber concurrido dolo. Sin
embargo, en el anteproyecto, se volvió a recoger el criterio de la previsibilidad
para el deudor no doloso, o de “buena fe” como expresa la fórmula empleada,

457
Al igual que los códigos francés e italiano, arts. 1151 y 1223 respectivamente.
458
Freschi, citado por SERRA, ob. cit., p. 300.

205
manteniendo para el deudor doloso la responsabilidad de todos los daños que
“conocidamente se deriven de la falta de cumplimiento de la obligación”. Una
interpretación contraria a la expuesta, borraría de una plumada la finalidad que
expresamente pretende introducir la norma, de restringir el ámbito de los daños
resarcibles por el deudor no doloso. Entendida en tal sentido la locución
“consecuencia necesaria” del Código español, no se aprecia una mutación
significativa respecto de los términos empleados por los textos francés e
italiano, 459como tampoco respecto del chileno.
De otro lado, generalmente se ha entendido que en el citado artículo
1558 de nuestro Código contrapone al deudor culposo con el doloso; sin
embargo, creemos que ello no es así, desde que en ningún pasaje éste se
refiere al deudor con culpa, por lo que habría que referirlo al igual que en el
español, al deudor de buena fe, concepto éste último que la doctrina española
ha entendido mayoritariamente en forma amplia, como comprensivo de todo
460
deudor no doloso, aun cuando no sea necesariamente culposo o negligente,
como cuando se haya de responder por cualquier otro criterio de imputación
previsto legal o convencionalmente (por ej. el riesgo), siempre que no se pueda
reprochar dolo alguno.
Siguiendo una primera lectura del artículo 1558 parece claro que la
extensión de la responsabilidad, el quantum respondeatur, debe quedar de
algún modo limitada a una parte de las consecuencias dañosas relacionadas
causalmente con la conducta del deudor no doloso.
Para RODRIGUEZ GREZ, la condición de previstos e imprevistos de los
daños está dada por la posibilidad de representárselos razonablemente a la
hora de perfeccionarse el contrato, lo cual implica, estar en condiciones de
descubrir la cadena causal que desemboca en la producción del daño, haciendo
eso si reserva de que el daño previsto en la responsabilidad contractual, ha de

459
SERRA, ob. cit., p. 308.
460
SERRA, ob. cit., p. 293.

206
461
analizarse siempre en función de la “prestación”. Es lo que también opina
TAPIA SUAREZ con otras palabras, quien considera los perjuicios previstos e
imprevistos como una subclasificación de los perjuicios directos: “…tratándose
de obligaciones contractuales que no se generan sino por voluntad de las
partes, éstas no se obligan a otra cosa que a lo que han estipulado en el
respectivo contrato. La primera ley que rige en esta materia es, pues, la
voluntad de las partes contratantes. Sólo cuando las partes omiten hacer
estipulaciones sobre el particular, debe intervenir el legislador, tratando siempre
de interpretar la probable voluntad de aquellas”.462
A efectos de evitar repeticiones, nos remitimos a lo expuesto en otro
lugar, al tratar los daños previstos e imprevistos.463
Sólo reiteramos que en sede contractual, mientras siga en pie la
distinción que entre dolo y sin dolo realiza el artículo 1558 del Código Civil en
cuanto a sus efectos en la extensión de la reparación, se responde de más
consecuencias cuando media dolo que cuando el acto no lo es.
A efectos del presente trabajo, centrado en el estudio de los supuestos
de incumplimiento y responsabilidad del abogado, interesa dilucidar en que
medida el precepto del artículo 1558 incide especialmente en la delimitación y
extensión de la responsabilidad del mismo.
El tema principal radica en que la previsibilidad, como ya hemos
expuesto, se encuentra adscrita al ámbito de la reflexión, a la capacidad del
sujeto de representarse anticipada y mentalmente las consecuencias probables
de una acción u omisión; prever importa descubrir intelectualmente un
enlazamiento causal entre un hecho conocido y el que probablemente se
seguirá de él, por lo que, a mayor capacidad intelectual, cultural y educacional,
mayor deberá ser el grado de previsión que se impone.

461
RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 230.
462
TAPIA, ob. cit., p. 118.
463
Cap. VI.E No 5).

207
Sin embargo, en la práctica no existe forma de comprobar con precisión
la representación del daño por parte del sujeto que lo provoca, desde que ello
se sitúa en su fuero interno; desde otro ángulo, resulta innegable que las
capacidades intelectuales, culturales y educacionales de quienes integran una
misma sociedad resultan disímiles, criterio que incluso puede aplicarse a toda
una categoría profesional, y dentro de la misma, a los grados de especialización
en cada una de ellas existentes.
Entonces, si bien en un plano de justicia pura, no puede existir duda que
lo óptimo sería establecer el principio de la responsabilidad sobre la base de la
previsibilidad, también ha de admitirse que la mera previsibilidad,
subjetivamente considerada, nos arrastraría a situaciones arbitrarias e
insostenibles, y no menos atendible, que la ciencia jurídica es una disciplina
esencialmente valórica, no es una balanza fría e inanimada cuyo único fin es el
pesar conductas para calificarlas, sino que su destino final es organizar la vida
en sociedad con miras a realizar el bien común.
Se hace necesario entonces, encontrar un criterio objetivizante, que
aunque no se encuentre del todo ajeno al elemento “previsibilidad”, atenúe sus
deficiencias.
Al respecto, a YZQUIERDO TOLSADA, al tratar el nexo causal como
factor de determinación de los daños resarcibles, no le cabe duda que el
profesional liberal de hoy tiende a especializarse en tal medida que la
responsabilidad que pueda originar el incumplimiento de su contrato resulta ser
cada día más amplia. Y es que a mayores conocimientos y pericia, mayor grado
de previsión. Así, es de la opinión que esa previsibilidad se mida en función del
riesgo de la actividad ejercitada, ya que sólo así la responsabilidad cumplirá su
único cometido de situar a la víctima en la situación en que se encontraba antes
de producido el daño.464 En análogo sentido opina SERRA RODRIGUEZ, para
quien, dentro del concepto de daño contractual resarcible no cabe incluir todos

464
YZQUIERDO, ob. cit., p. 432.

208
los daños sufridos por el acreedor, sino que operan ciertos criterios específicos
que justifican que de aquellos daños que, están, desde luego, conectados
causalmente al incumplimiento, vengan delimitados los que pueden ser
imputados objetivamente al deudor, en virtud de una distribución de los riesgos.
Así, al cliente no le pueden ser garantizados en virtud del resarcimiento
aquellos riesgos a los que se encontraría igualmente expuesto aunque el
incumplimiento no se hubiere producido. Por tanto, pudiéndose comprobar que
la conducta del abogado no incrementó el riesgo normal al que se halla
expuesto el cliente (vicisitudes del litigio, excepciones opuestas por el
adversario, etc.), no podrá imputarse el resultado dañoso al primero. 465
En nuestra opinión, y siguiendo a ARAYA JASMA, el criterio que nos
parece más funcional para una solución práctica y justa en punto a determinar
la extensión de los daños resarcibles, sería la teoría de la causa adecuada,
466
que considere aquellos hechos de los cuales quepa esperar, con base en
criterios de probabilidad o de razonable regularidad y en abstracto, la
producción de un resultado, esto es, prescindiendo de lo efectivamente
sucedido y atendiendo a lo que usualmente ocurre y al grado de previsión que
cualquier hombre razonable podría haber tenido por razón de su profesión o de
cualquier otra circunstancia.
No se trata de aproximar la causalidad hasta confundirla con la culpa, ya
que la reintroducción de la idea de falta de previsibilidad está aquí referida al
encadenamiento de hechos, no a la conducta del sujeto. Se trata de una
imputación física o fáctica en el primer caso, versus una imputación moral o
jurídica del resultado, en el segundo. Gabriel Marty grafica esta idea desde otro
ángulo, al sostener que si bien la idea de normalidad interviene tanto en el caso
de la culpa como en el de la causalidad, lo hace de una manera diferente:

465
SERRA, ob. cit., p. 295.
466
ARAYA, ob. cit., p. 38.

209
conducta del hombre normal en uno, desarrollo normal de las cosas a partir de
un hecho, en el otro.467

VI.E.- EL FACTOR DE ATRIBUCION.

1) Concepto y clases.

Los factores de atribución son las razones que justifican que el daño que
ha sufrido una persona, sea reparado por alguien, es decir, se traslade
económicamente a otro. KEMELMAJER DE CARLUCCI y PARELLADA
explican esto afirmando que el hecho dañoso provoca, fácticamente, la lesión
de un sujeto; frente a este fenómeno, el Derecho se pregunta si es justo que el
daño quede a cargo de quien de hecho lo ha sufrido, o si por el contrario, debe
desplazar sus consecuencias económicas a otras personas. Si no es justo,
impone la obligación de responder; la razón por la cual produce tal
desplazamiento es lo que denominamos factor de atribución.468
De lo que se sigue necesariamente, que el factor de atribución está
íntimamente ligado al fundamento de la responsabilidad civil: preguntarse cuál
es el fundamento de la responsabilidad civil es preguntarse por qué se debe
reparar el daño que se ha causado, o bien, desde otra óptica, cual es la razón
que determina el nacimiento de la obligación de reparar por parte del individuo.
Este tema, que también recibe la denominación de “factores de atribución”, no
es sino preguntarse por la razón que la ley toma en consideración para atribuir
jurídicamente la obligación de indemnizar, haciendo recaer su peso sobre
alguien.469

467
Citado por ARAYA, ob. cit., p. 30.
468
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 637.
469
YUSEFF, ob. cit., p. 81.

210
Entonces, a los fines de toda responsabilidad civil, es asimismo
necesaria la concurrencia de un factor de atribución de la misma, sea de
naturaleza subjetiva u objetiva, que la ley repute apto o idóneo para sindicar en
cada caso quien habrá de ser el sujeto responsable. En consecuencia, la
responsabilidad en general, supone siempre un reproche subjetivo u objetivo al
infractor. Si el juicio de reproche está referido a la actitud interior del sujeto,
hablamos de factores subjetivos de atribución; si es el resultado de la
confrontación de la conducta con un resultado objetivo del cual surge
directamente la responsabilidad, hablamos de factores objetivos de atribución.
De ahí se sigue que, los factores de atribución se clasifican en subjetivos y
objetivos: los primeros se apoyan en la reprochabilidad de la conducta del
dañador, reproche que puede serle formulado a título de dolo porque obró con
intención nociva; o bien a título de culpa por no haber previsto lo que debía
prever; de lo que se sigue entonces, una subclasificación de los factores
subjetivos de atribución, fundados en el grado de intencionalidad del agente
dañador. Los factores objetivos, por el contrario, sustentan la justicia de la
responsabilidad en motivos ajenos a un reproche subjetivo; en este caso el
legislador ha tenido en cuenta valoraciones sociales, económicas, políticas, etc.
que le han convencido de establecer férreas asignaciones de responsabilidad:
entre ellos se ubican la garantía, el riesgo creado, la equidad y el abuso en el
470
ejercicio de los derechos. En estos últimos casos también hay un reproche,
aunque no es personal, no se atiende a las características personales del
agente causante del daño; se trata de un reproche a una conducta según un
estándar de comportamiento.471

470
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 643.
471
VELOSO, ob. cit., p. 251.

211
2) Breve reseña histórica.

Las respuestas que se han dado como fundamento de la responsabilidad


civil o como el factor de atribución adecuado, han sufrido una constante
evolución enraizada con la historia misma de la responsabilidad civil, ya tratada
en este trabajo,472 y que podemos rsumir en tres etapas protagónicas: la
adoptada por los juristas romanos, que sintéticamente expresada, ve en el daño
la ruptura del equilibrio entre las personas, y, en su reparación, la vuelta a la
justicia; la moderna, desarrollada a través de los siglos XVII, VVIII y XIX,
receptada por el Code Civil y que, en pocas palabras, incorpora pautas
moralistas con base en la idea de culpa; y la actual, expuesta en los últimos
cincuenta años, caracterizada por la atipicidad de los supuestos y la variedad
de los factores de atribución.473
Así, en los últimos tiempos, el asunto ha sido objeto de arduas disputas
doctrinales, en que fundamentalmente ha habido dos respuestas para la misma
pregunta, o sea, que para referirse a este tema, se debe utilizar el plural, ya que
el legislador no basa todos los supuestos por los que el sujeto es responsable
en una sola respuesta: desde una perspectiva puramente materialista, se dice
que es responsable del daño quien lo causa, con prescindencia de cualquier
otra consideración (fundamento objetivo) o se dice que el autor del daño
responde porque éste se ha producido por su culpa, bien porque ha querido el
daño o ha actuado en forma imprudente, y en base a dichas consideraciones de
índole moral, debe responder (fundamento subjetivo). 474

472
Ver Cap. I.C.-
473
Mosset Iturraspe, citado por RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 321.
474
YUSEFF, ob. cit., p. 82.

212
3) El factor de atribución en nuestra legislación.

En los ordenamientos del siglo XIX, como lo es el nuestro, la regla está


constituida por la aplicación de factores subjetivos de atribución, desde que el
eje de responsabilidad civil es indudablemente la culpabilidad (comprensiva de
la culpa y el dolo). Excepcionalmente admiten, siguiendo el precedente romano,
algunos supuestos de responsabilidad objetiva: daños causados por
dependientes, por cosas inanimadas o por animales feroces. Los factores
subjetivos se apoyan en la reprochabilidad de la conducta del dañador,
reproche que puede serle formulado a título de dolo o bien a título de culpa. En
consecuencia, el sistema de responsabilidad en nuestro derecho es subjetivo.
Ello implica que sólo se responde por un obrar doloso, negligente o descuidado
y que es este “juicio de reproche” el fundamento último de la responsabilidad.
En nuestro derecho no se responde, sino por excepción, de la ejecución o
producción de un hecho al margen de la actitud interna de su autor. La regla
general entre nosotros está representada por actos o conductas que conllevan
un juicio de reproche, lo cual significa un obrar doloso o culpable y, en este
último caso, siempre que se incurra en el grado de culpa asignada en la ley al
obligado. Esta tendencia se ha atenuado, en nuestro tiempo, por la aparición de
casos más frecuentes de responsabilidad objetiva.475
Así, para ACUÑA ANZORENA, en la responsabilidad civil profesional,
nada hay en lo fundamental que difiera de los principios esenciales que
gobiernan la responsabilidad civil en general, si bien pueden darse a su
respecto “algunas diferencias puramente de matices”, insuficientes para
descartar dicha premisa,476 o sea, que lo afirmado es sin perjuicio de las
particularidades propias o matices diferenciales que, en cada concreta
responsabilidad profesional, puedan presentar aquellos principios genéricos. Ha

475
RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 17.
476
Citado en TRIGO y STIGLITZ, “Seguros y responsabilidad civil”, ob. cit., p. 28.

213
sido mérito de CHIRONI el haber puesto en claro este principio, contra el
parecer de quienes creían ver en la responsabilidad profesional una especie
particular de culpa, que debía, por ende, ser apreciada con diferente criterio: “ni
para la impericia, ni para los errores profesionales, se deben establecer teorías
especiales de culpa, sino que entran en los conceptos generales fijados en
materia de comportamiento ilícito”.477 En este mismo sentido, en Argentina,
opina LOPEZ MESA, quien recuerda que la jurisprudencia de ese país ha dicho
infinidad de veces que no existe una noción profesional de culpa, y por ello, no
existe un criterio profesionalista, ni una concepción de artífice o perito como
paradigma de apreciación.478
Ahora bien, la responsabilidad profesional en general, y la del abogado
en particular, carece de una legislación especial que la rija orgánicamente, por
lo que ha de regirse en lo fundamental, por la legislación común. Y como se
trata de una responsabilidad por hecho propio o personal, el factor de atribución
ha de ser, en principio, subjetivo: la imputabilidad por culpa o en su caso por
dolo del agente del daño; o sea que es necesario que el autor material del
perjuicio causado (imputatio facti), pueda además ser tenido como culpable del
mismo (imputatio iuris).479
Empero, en la responsabilidad profesional lo más corriente es que el
obrar generador de la misma sea solamente culposo; lo cual nos lleva a
ocuparnos preferentemente, de la responsabilidad por culpa.

4) Concepto general de culpa.

La culpa, como elemento de la responsabilidad, puede ser definida en un


sentido amplio o lato y en un sentido estricto o restringido. Considerada en su
sentido lato, la expresión “culpa” comprende, no sólo lo que se entiende por

477
Citado por TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 102.
478
Citado por TRIGO y LOPEZ, ob. cit, Tomo II, p. 296.
479
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 295.

214
culpa propiamente tal, sino que también el dolo. Así RUGGIERO la define como
“toda conducta injusta, ya consista en un acto positivo (comisión) o negativo
(omisión), ya sea un acto realizado con el propósito de perjudicar a otro y violar
su esfera jurídica, ya sea un acto realizado sin propósito, consistente en una
negligencia.480 En un sentido estricto el concepto de culpa coincide, en realidad,
con el de omisión de la diligencia a que se estaba jurídicamente obligado,
pudiendo decirse, entonces, que constituye culpa propiamente tal, todo
descuido o negligencia en que, sin intención de dañar, se incurra, y que trae
como consecuencia el incumplimiento de una obligación, cualquiera que sea la
fuente de donde ésta emane.481
Nuestro Código Civil, ha salvado numerosas dificultades que se han
suscitado en el Derecho de otros países, en lo relativo a la determinación del
alcance que debe darse al término “culpa”, al disponer expresamente el artículo
44: “la ley distingue tres especies de culpa o descuido. Culpa grave, negligencia
grave, culpa lata, es la que consiste en no manejar los negocios ajenos con
aquel cuidado que aun las personas negligentes y de poca prudencia suelen
emplear en sus negocios propios. Esta culpa en materias civiles equivale al
dolo. Culpa leve, descuido leve, descuido ligero, es la falta de aquella diligencia
y cuidado que los hombres emplean ordinariamente en sus negocios propios.
Culpa o descuido, sin otra calificación, significa culpa o descuido leve. Esta
especie de culpa se opone a la diligencia o cuidado mediano. El que debe
administrar un negocio como un buen padre de familia es responsable de esta
especie de culpa. Culpa o descuido levísimo es la falta de aquella esmerada
diligencia que un hombre juicioso emplea en la administración de sus negocios
importantes. Esta especie de culpa se opone a la suma diligencia o cuidado. El
dolo consiste en la intención positiva de inferir injuria a la persona o propiedad
de otro”.

480
TAPIA, ob. cit., p. 157.
481
Moreno Araya, memoria citada por TAPIA, ob. cit., p. 157.

215
Lo propio hace, principalmente, el artículo 2284 al hablar de “delito” y
cuasidelito”, en que requiere implícitamente, la existencia de culpa o dolo para
el establecimiento de responsabilidad delictual, fijando como elemento
diferenciador, la intencionalidad del sujeto.482
Ahora bien, debe advertirse que en nuestro Código Civil no existe
propiamente una definición de culpa, ya que no dice qué es la culpa o en qué
consiste, sino más bien establece como debe determinarse su concurrencia, por
lo que su delimitación conceptual ha requerido un importante trabajo doctrinario
y jurisprudencial, desde que en ella se alude a su vez a otros conceptos, que
provienen del lenguaje natural y también imprecisos: la diligencia, el modelo de
conducta de un hombre prudente, el buen padre de familia, que para efectos de
este trabajo, deberemos asimismo delimitar concretamente.
En general puede decirse entonces que existe culpa cuando por
negligencia, descuido, falta de precaución o imprudencia, no se obró como
habría debido hacerse, provocándose un daño; pero sin que mediase ningún
propósito deliberado en tal sentido por parte del agente. O sea que la culpa
viene a caracterizarse por dos notas igualmente negativas: está ausente o falta
la voluntad o intención de perjudicar; igualmente media omisión, por cuanto no
se adoptan (faltan), las diligencias adecuadas para evitar la producción del
daño.
La culpa a su turno puede presentarse bajo distintas formas: como
negligencia, que consiste en la omisión de cierta actividad que habría evitado el
resultado dañoso; como imprudencia, cuando por el contrario se obra
precipitadamente sin prever cabalmente las consecuencias que pueden
482
Hay tratadistas tanto en el Derecho comparado como el nuestro, para quienes la culpa contractual y la
culpa delictual son instituciones jurídicas diferentes; en cambio otros, entre ellos Planiol, sostienen que la
distinción entre ambas especies de culpa sería falsa y producto de un examen superficial de la cuestión, o
sea, postulan un concepto unitario de la culpa, al cual adscribimos, sin perjuicio de reconocer la existencia
de diferencias accesorias en el derecho positivo, que justifican el establecimiento de una línea
demarcatoria entre ellas. De esta manera, no habría, científicamente, dos tipos de culpa, sino dos
regímenes de la misma.

216
derivarse de su obrar irreflexivo: se hace lo que no se debe, o en todo caso más
de lo debido; y también, específicamente con relación a los profesionales, como
impericia o desconocimiento de las reglas y métodos propios de la profesión de
que se trate, ya que todos los profesionales deben poseer los conocimiento
teóricos y prácticos pertinentes, y obrar con previsión y diligencia con ajuste a
los mismos.483

5) Culpa y previsibilidad.

No resulta indiferente para efectos de este trabajo y en punto a este


tópico, como tampoco para otros importantes efectos, dilucidar la relación que
existe entre culpa y previsibilidad.
Para RODRIGUEZ GREZ, al contrario de lo que ocurre con el dolo, la
previsibilidad del daño no es un elemento de la culpa, puesto que considera que
en ella, la representación del efecto dañoso del proceder no es necesaria: para
que exista culpa no es requisito que el sujeto que incurre en ella se represente
mentalmente el daño o descubra la cadena causal que lo determina. La ley
exige diligencia, cuidado, prudencia, precaución, atención, vigilancia,
advertencia, etc. Ni siquiera acepta tal hipótesis en la denominada “culpa con
representación”, puesto que si bien en ese caso el sujeto puede representarse
el efecto dañoso de su acción, lo rechaza, lo desconsidera o elimina
intelectivamente, vale decir, no lo acepta ni siquiera como probable. Concluye
entonces este autor, que quien incurre en culpa, no previene el daño que causa,
sino que más bien olvida sus deberes y obligaciones y, por lo mismo, no toma
las precauciones necesarias para satisfacer sus compromisos o el deber de no
484
causar daño a quienes no están ligados contractualmente con él. En igual
sentido apuntan TRIGO y LOPEZ siguiendo a CONCEPCION RODRIGUEZ: “en

483
TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 62.
484
RODRIGUEZ, “La obligación como deber de conducta típica”, ob. cit., p.32 y ss. Y p. 50 y ss.

217
todos los factores de índole subjetiva existe voluntariedad, pero ellos se
diferencian en que en la culpa la intencionalidad no alcanza al resultado, esto
es, la intención consiste en actuar de determinada manera, y el resultado
sobreviene por negligencia o descuido, mientras que en el dolo, en todos los
casos, el resultado dañoso es aceptado al menos como algo más que posible o
directamente –según sea el caso- buscado a designio”.485
VELOSO VALENZUELA en cambio, es de la opinión que la diligencia se
refiere a un actuar cuidadoso (no extremadamente cuidadoso), lo que supone
un actuar que intenta evitar un daño previsible. Por ello sostiene que la
previsibilidad es una condición de la responsabilidad. Siguiendo a BARROS
BOURIE, agrega que no se puede exigir evitar aquello que es imprevisible.
Tampoco se trata de analizar si el agente ha, o no, previsto el daño, se trata de
determinar si era previsible, independientemente si lo previó o no, y dicho
análisis se hace o debiera hacerse en abstracto, según el parámetro del hombre
medio razonable, y no en concreto. Así se conectan las dos ideas: diligencia
(previsibilidad) y buen padre de familia.486
El tema, como se verá, no es puramente teórico, sino que de gran
importancia práctica, desde que este parámetro servirá para medir el
comportamiento diligente cuando el sujeto obligado ostenta una condición
especial o adicional al del buen padre de familia, al que viene a sustituir, esto
es, cuando se trata del arquetipo de un “buen profesional”.487 De esta manera
se hace entrar en la culpa la impericia del “artifex”, configurada como la omisión
de la diligencia o la falta de previsión de lo previsible, teniendo en cuenta la
profesión del deudor, y que constituye el motivo esencial para la conclusión del
contrato.488

485
TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo I, p. 643.
486
VELOSO, ob. cit., p. 252.
487
O más precisamente, el del “buen abogado”.
488
SERRA, ob. cit. , p. 40.

218
Este tema tiene que ver, como ya quedó de alguna manera planteado, al
tratar el nexo causal: si bien es cierto la exigencia de este requisito y el de la
culpa, sin duda, contribuyen a limitar el daño indemnizable, no lo es tanto cuál
de ellos actúa protagónicamente; el hecho no resulta menor si se considera que
la imputabilidad a través de la previsibilidad (que no concurre en el nexo
causal), es más descriminadora que la causalidad en lo que respecta a los
diversos daños y además, en la práctica, son pocos los casos que los daños se
rechacen por causalidad.489
Lo que si está claro es que, la previsibilidad es común tanto a la relación
causal como a la culpabilidad; lo que ocurre es que la primera se aprecia
objetivamente, en tanto que la última se aprecia subjetivamente.
Justamente, en la responsabilidad de los profesionales, es razonable
apreciar objetivamente que el sujeto está dotado de conocimientos especiales
que les hace prever lo que el hombre medio no puede anticipar mentalmente. El
lego ignora que la prueba instrumental debe acompañarse hasta vencido el
término probatorio y que no puede hacerse con posterioridad, lo que no puede
entenderse imprevisible para el abogado. La mayor previsibilidad objetiva de un
sujeto dotado de conocimientos especiales aproxima el carácter de las
consecuencias, o sea, determina una mayor responsabilidad. Ello no implica
que exista una culpabilidad agravada, sino una mayor previsibilidad que
determina una imputatio facti mayor de las consecuencias para quien dispone
de conocimientos especiales que le permiten anticipar intelectualmente un
resultado dañoso. Podrá luego juzgarse que no ha habido dolo o culpa, con
base a aplicar al sujeto en concreto los criterios de la imputatio iuris.

489
VELOSO, ob. cit., p. 254.

219
6) Apreciación de la culpa in concreto e in abstracto.

Las llamadas culpa in abstracto y culpa in concreto constituyen hoy en


día los criterios a que recurren los autores y los tribunales de justicia, tanto para
valorar la culpa contractual como la culpa delictual.
El modelo de conducta representado por la diligencia “quam in suis” que
puede remontarse al Corpus Iuris, toma como medida las condiciones
personales del sujeto, su aptitud y esfuerzo, en definitiva, su comportamiento
corriente en la gestión de sus asuntos e intereses. De acuerdo a tal, el deudor
no ha de seguir como pauta de comportamiento en el cumplimiento de sus
obligaciones una diligencia específica y distinta de la usual y normal en sus
relaciones. No se trata por tanto de un “quantum” fijo de diligencia, sino variable
en función del sujeto obligado. De esta manera, viene vinculado por su
conducta habitual que deviene en el parámetro conforme al cual se coteja su
manera de proceder en las obligaciones por él asumidas.490 La violación de la
diligencia “quam in suis” lleva consigo la culpa in concreto, identificada con el
actuar propio del deudor en sus asuntos propios. Constituye por ende, una
pauta de conducta de suyo subjetiva, imprecisa y por tanto sujeta a múltiples
variaciones y discrecionalidades, que paulatinamente irá abandonándose,
cobrando importancia el abstracto del buen padre de familia, criterio que será
recogido por gran parte de los Códigos europeos modernos como parámetro en
la valoración del cumplimiento obligacional.
En efecto, la figura del buen padre de familia, de derivación romana y
teorizada sobre todo en el Derecho post-clásico y justinianeo, va adquiriendo
creciente importancia como figura que, siempre que aparezca referida a una
conducta materialmente idónea, cumple la función de objetivización de la
diligencia exigible a cualquier deudor. Se erige en el modelo de diligencia por

490
SERRA, ob. cit., p. 36.

220
excelencia, en cuanto que es un modelo de diligencia universal o abstracto, que
ha sido recogido en distinto textos legales civiles.
De otro lado, hay que tener presente que durante la época justinianea la
noción de diligencia adquiere una nueva dimensión, al comprender junto a la
consideración o compromiso de un buen hacer, ciertos componentes de
capacidad (“mens”, “consilum”, “sanitas”, “prudentia”) y de competencia
(“scientia”, “peritia”). De esta manera se hace entrar en la culpa la impericia del
“artifex”.491
Sobre cual sería el sistema de apreciación de la culpa que ha adoptado
nuestro Código, RODRIGUEZ GREZ es de la opinión que en el ámbito
contractual es in abstracto; en cambio en materia extracontractual sería in
concreto.
En efecto, este autor sostiene que en materia contractual el juez aprecia
la culpa in abstracto y que ello implica la necesidad de construir un modelo, a fin
de compararlo con la conducta observada por el deudor. Claro que agrega que
este modelo no es común para todos los sectores que conforman el espectro
social, por lo que el modelo que debe construirse ha de ajustarse a las
condiciones de la persona que se trata de juzgar, deberá basarse en un sujeto
arquetípico del medio a que pertenece el obligado cuya conducta se examina,
por lo que el modelo será distinto si el deudor es un profesional, un artista, un
492
trabajador rural, un albañil, etc., siendo estos últimos elementos, citados a
modo de ejemplo, más bien integrantes de una apreciación in concreto. Algo
muy parecido opina en materia extracontractual: en un principio afirmaba que la
493
culpa se apreciaba en concreto , pero luego cambia de opinión, expresando
que “la culpa cuasidelictual debe apreciarse en abstracto, porque es un recurso
o medio para imponer a todos los miembros de la sociedad un deber

491
SERRA, ob. cit., p. 40.
492
RODRIGUEZ, “Responsabilidad contractual”, ob. cit., p. 124.
493
RODRIGUEZ, “La obligación como deber de conducta típica”, ob. cit., p. 62.

221
determinado de conducta”494, pero agrega luego que dicha culpa “se apreciará
conforme al deber de cuidado y diligencia que a cada cual corresponde en la
comunidad, atendiendo a su ubicación, actividades, nivel cultural, grado
educacional, etc.”495
Como puede apreciarse, habrá de coincidirse con buena parte de la
doctrina del Derecho Comparado, acerca de la proximidad existente entre estos
dos sistemas de apreciación de la culpa, los que en verdad no se contradicen,
sino que más bien se complementan o integran recíprocamente.496 En efecto,
toda labor apreciativa requiere necesariamente de una comparación, y para ello
debe contarse con algún modelo que sirva de punto de referencia, con un tipo
ideal o paradigmático, como el buen padre de familia o el hombre de diligencia
ordinaria o común, lo que implica una apreciación en abstracto, atento que el
modelo no existe en la realidad y debe ser imaginado, aunque en el otro polo se
tenga, para su comparación con aquel arquetipo ideal, el comportamiento real y
tangible del deudor en el caso dado y en sus precisas circunstancias fácticas,
ya que si de lo que se trata es de apreciar si un abogado diligente y prudente
común puesto en esas mismas circunstancias, habría o no obrado como lo hizo
aquél, esta tarea comparativa requiere inexcusablemente la colocación de estas
dos conductas la una al lado de la otra, para así poder ir constatando las
diferencias o semejanzas que pudiesen existir entre las mismas.

7) Concepto de culpa profesional.

Efectuadas algunas precisiones acerca del concepto general de culpa,


estamos en condiciones de esbozar un concepto específico de “culpa
profesional”, y aplicable, por cierto, a la responsabilidad civil del abogado.

494
RODRIGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 178.
495
RODRIGUEZ, “Responsabilidad extracontractual”, ob. cit., p. 183.
496
TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 162.

222
La circunstancia de que con frecuencia se hable de una culpa profesional
hace que resulte necesario preguntarse si es algo distinto de la culpa general.
En principio digamos que la doctrina y la jurisprudencia en el Derecho
Comparado ha desestimado que se trate de una categoría diversa a la culpa en
general. Se estima que la jurisprudencia francesa, ya en 1862, fijó criterio
acerca de la aplicabilidad a los profesionales de las reglas generales de la
responsabilidad,497 aun cuando ciertos autores, con base a un pasaje del mismo
fallo, han querido desprender justamente lo contrario.498
Hecha la prevención, podemos decir que “culpa profesional” es aquella
en la que incurre una persona que ejerce una profesión, al faltar a los deberes
especiales que ella le impone; se trata, pues, de una infracción típica,
concerniente a ciertos deberes propios de esa determinada actividad, ya que es
obvio que todo individuo que ejerce una profesión debe poseer los
conocimientos teóricos y prácticos propios de la misma, y obrar con la previsión
y diligencia necesarias con ajuste a las reglas y métodos pertinentes.499
De dicha “culpa profesional” habrá de resultar a su vez la
“responsabilidad civil profesional”, que, como toda responsabilidad, emerge de
la trasgresión de un deber jurídico preexistente y consiste en la obligación de
resarcir, por medio de una indemnización, el perjuicio ocasionado a otros
sujetos con esa conducta contraria a derecho.
De otro lado y como ya hemos anticipado, cuando se trata de elucidar un
problema como el referente a la responsabilidad civil en que pueden incurrir
quienes ejercen determinadas profesiones –abogados, médicos, ingenieros,
etc.-, es preciso partir de una noción previa, de la que no puede prescindirse:
497
Fallo de la Corte de Casación, Cámara de Admisión, citado por PARELLADA, ob. cit., p. 80.
498
En una parte del fallo se dice que corresponde a la prudencia del juez no inmiscuirse temerariamente en
el examen de las teorías o de los métodos médicos, y pretender discutir sobre cuestiones de pura ciencia;
pero el mismo fallo, comentado por Mazeaud y Tunc, establece a renglón seguido que “existen reglas
generales de buen sentido y de prudencia a las cuales hay que ajustarse, ante todo, en el ejercicio de cada
profesión; y que dentro de esa relación, los médicos siguen sometidos al derecho común, como todos los
ciudadanos”, TRIGO y STIGLITZ, ob. cit., p. 32.
499
TRIGO, Felix- STIGLITZ, Rubén, “Seguros y responsabilidad civil”, Buenos Aires, Editorial Astrea,
1987, p. 27.

223
nada hay en ella, en lo fundamental, que difiera de los principios esenciales que
gobiernan la responsabilidad civil en general, si bien pueden darse a su
respecto algunas diferencias puramente de matices, que ameritan ser
destacados, insuficientes para descartar dicha premisa. 500
En este mismo sentido opina YZQUIERDO TOLSADA: cuando nos
refiramos a la culpa profesional como falta de conocimientos técnicos
(impericia) o como negligencia o ligereza, no estamos sino aludiendo a la
particularización de la culpa común (negligencia o imprudencia en cualquier
situación). No hay así un concepto autónomo de culpa profesional, sino una
culpa del profesional como manifestación de la culpa ordinaria en el
desenvolvimiento de las actividades profesionales. La ignorancia, la negligencia
inexcusable, la imprudencia fuera de lo común, constituyen culpa, y así se
deduce como resultado de la utilización de criterios de común experiencia,
como si se tratase de cualquier deudor, prescindiendo de su cualificación
técnica. Las más patentes violaciones de los deberes profesionales más
elementales son así simples manifestaciones de culpa en relación con la
naturaleza técnica de la actividad desarrollada por un deudor al que se le
501
presupone una normal competencia en la materia. Para PARELLADA, se
trata simplemente de la aplicación de un concepto general a un ámbito
particular: lo que no presenta identidad son las circunstancias de la realidad,
son los elementos que deben tenerse en cuenta en la apreciación de la culpa
los que cambian en el campo profesional, pues la certeza científica no es la
misma en todos los temas implicados, como tampoco las circunstancias
precisas en que se presta en cada caso el servicio profesional ni la complejidad
del mismo.502 En este mismo sentido se destaca el mérito de CHIRONI, al haber
puesto en claro este principio, contra el parecer de quienes creían ver en la
responsabilidad profesional una especie particular de culpa, que debía, por

500
TRIGO-STIGLITZ, ob. cit., p. 28.
501
YZQUIERDO, ob. cit., p. 358.
502
PARELLADA, ob. cit., p. 85.

224
ende, ser apreciada con diferente criterio: “ni para la impericia, ni para los
errores profesionales, se deben establecer teorías especiales…, no son modos
especiales de culpa, sino que entran en los conceptos generales fijados en
materia de comportamiento ilícito”.503

8) Del buen padre de familia al buen profesional.

Nuestro Código Civil, siguiendo a Pothier, y éste el criterio romano de


apreciación de la culpa, adopta la tripartición de la culpa; define cada una de las
culpas no mediante conceptos sino a través de la descripción de modelos
abstractos; acepta por lo mismo la gradación del tipo; identifica al paterfamilias
con los hombres o personas en general y según el grado de culpa
correspondiente, con las personas menos cuidadosas y más estúpidas, con el
común de los hombres y con las personas más atentas; y de acuerdo a lo
anteriormente dicho, identifica al buen padre de familia con el grado medio,
como medida de la culpa leve.504
Convengamos, empero, que el modelo abstracto del buen padre de
familia, tal como aparece consagrado en nuestro código, viene en principio
caracterizado por la ausencia de conocimientos técnicos, a diferencia del perito
que es el profesional, por lo que, cuando se trata de apreciar la culpa
profesional, no se puede ocurrir sin más ni más al modelo del “bonus pater
familiae” o sea del hombre prudente y diligente término medio; sino muy por el
contrario será necesario recurrir al arquetipo del buen profesional de que se
trate, o al menos, agravar la apreciación de la diligencia debida.
En efecto, como bien apunta FUEYO en materia de interpretación de la
norma jurídica, sin necesidad de apartarnos de las normas ni caer en los
extremos de la Escuela de Derecho Libre, la función del juez no es meramente

503
Citado por TRIGO-STIGLITZ, ob. cit., p. 28
504
COURT, Eduardo-DE LA FUENTE, Felipe-ELORRIAGA, Fabián-LOPEZ, Jorge-MARTINEZ, José
Ignacio-ROSSO, Gianfranco, “Derecho de Daños”, Santiago de Chile, Editorial LexiNexis, 2002, p. 22.

225
declarativa y de lógica formal, sino que debe haber una función de creación
judicial al menos moderada; y cita en abono a RECASENS SICHES quien
expresa: “Adviértase que la tarea del jurista requiere una constante
reelaboración a medida que transcurre el tiempo, por causa de los cambios que
se verifican en la realidad social. Aun en el caso de que la maquinaria legislativa
se parase, la jurisprudencia no podría permanecer estática, antes bien, tendría
que moverse al compás de la vida. Aunque la norma no cambiase, mudan las
situaciones a las que debe aplicarse, y al tener que aplicar nuevas situaciones
hay que extraer de ella nuevos sentidos y consecuencias antes inéditas. Así
puede suceder que el tenor de la ley permanezca invariable, pero insensible y
continuamente su sentido va cobrando nuevas proyecciones”.505
Al respecto, cabe traer a colación que el Código Civil argentino preceptúa
expresamente que “cuando mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno
conocimiento de las cosas, mayor será la obligación que resulte de las
consecuencias posibles de los hechos” (art. 902) y define la culpa en el
cumplimiento de la obligación como “la omisión de aquellas diligencias que
exigiere la naturaleza de la obligación, y que correspondiesen a las
circunstancias de las personas, del tiempo y del lugar” (art. 512); disposición
similar se contiene en el artículo 1.104 del Código Civil español, que la tomó del
argentino.
Con todo, nuestro régimen general de responsabilidad civil no está
exento de ciertas directivas que deben ser interpretadas armónicamente con el
principio de que cuanto mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno
conocimiento de las cosas, mayor debe ser la responsabilidad del agente.
Recoge este principio de una forma amplia el artículo 1546, que establece que
los contratos deben ejecutarse de buena fe, y por consiguiente obligan no sólo
a lo que en ellos se expresa, sino a todas las cosas que emanan precisamente

505
FUEYO, Fernando, “Interpretación y juez”, Santiago de Chile, 1976, Universidad de Chile y Centro de
Estudios “Ratio Iuris”, p. 30.

226
de la naturaleza de la obligación, o que por la ley o la costumbre pertenecen a
ella. También los arquetipos ideales de conducta que en materia contractual
contempla el artículo 44 del Código Civil que imponen al juez los parámetros
con que éste debe comparar la conducta que se trata de calificar, que implican
según RODRIGUEZ GREZ, atendiendo a dicha conducta con todas sus
connotaciones y características; esto es, el juez debe considerar el modelo
legal, pero insertándolo en la realidad en la cual opera el sujeto cuya conducta
juzga. De este modo, -según este autor- la persona diligente y juiciosa debe ser
apreciada en relación a la profesión, ocupación u oficio que realiza aquel cuya
conducta se valoriza, al medio social en que él actúa, las particularidades del
contrato, la naturaleza de las obligaciones. “Más claro aún, el juez debe ubicar
al arquetipo establecido en la ley en la misma situación en que se encuentra el
sujeto cuyos actos se tratan de juzgar”.506
Así, TRIGO y LOPEZ en Argentina, siguiendo a PLANIOL-RIPERT-
ESMEIN sostienen que es claro que, así como se exige de los deudores
comunes que pongan en el cumplimiento de sus obligaciones los cuidados de
un “buen padre de familia”, cabrá pretender del deudor “profesional” que ponga
en el cumplimiento de la suya todos los cuidados de un buen profesional de su
especialidad, ya que no puede compararse con el hombre medio prudente y
diligente a quien actúa en un orden de cosas en que posee, sin duda,
conocimientos y aptitudes superiores a las del común denominador de las
personas.507
Aparece como de todo sentido común la obligación de extremar los
recaudos a quién ostenta cualidad, o conocimientos especiales,
arquetípicamente un profesional universitario en el ejercicio de su profesión. Y
aun cuando se estime que no exista un concepto profesional de culpa, es obvio,
es razonable que no cabe equiparar un profesional a un hombre común. La

506
RODRIGUEZ, “La obligación como deber de conducta típica”, ob. cit., p. 56.
507
Citados por TRIGO y LOPEZ, ob. cit., Tomo II, p. 297.

227
responsabilidad del profesional se basa en una culpa determinada por la
omisión de la diligencia especial exigible por sus conocimientos técnicos,
exigencia que no puede confundirse con la más simple de un hombre
cuidadoso.
Por todo lo expuesto, la referencia a la noción abstracta de buen padre
de familia, de hombre normal o razonable, debe ser sustituida para tener en
cuenta ciertas peculiaridades o características del deudor de las que se han
hecho depender el contenido y la extensión de sus deberes. Así, el profesional
viene obligado a comportarse como un profesional normal, quedando sujeto a
ciertas obligaciones diversas de las de un no profesional. De esta manera, el
criterio clásico del buen padre de familia debe ser adaptado para tener en
cuenta las reglas técnicas de la profesión, la especialización, las exigencias
normales del ejercicio de la misma, así como los intereses en juego. Esto es,
tratándose de prestaciones profesionales, la interpretación del contrato y la
búsqueda de la medida de diligencia exigible debe referirse necesariamente a
las reglas del arte.508 Cobra especial relevancia entonces, en la elección del
modelo de conducta aplicable a la particular relación obligatoria profesional, el
del buen padre de familia o el del experto, artífice o profesional, atender a la
cualidad objetiva de la prestación, si es cualificada o no. Esto es, habrá de tener
en cuenta si su ejecución requiere una determinada capacidad o conocimientos
técnicos, y de manera relevante la condición o posición asumida por el deudor
para cumplirla, a su cualidad de profesional de la actividad que constituye el
objeto de la obligación.
Dicho en otras palabras: hemos de tomar como punto de partida que la
naturaleza de la obligación asumida por el deudor condiciona el canon de
diligencia que cabe exigir a aquél en el cumplimiento de la misma. El ejercicio
de una actividad profesional en cuyo ámbito se contraen obligaciones implica
para el deudor que en la ejecución de éstas ha de prescindir del criterio general

508
SERRA, ob. cit., p. 48.

228
que le impone la adopción de un “quantum” de diligencia representado por el
buen padre de familia –que se identifica con el adoptado por el hombre
cuidadoso según la concepción de la colectividad- para sustituirlo por el canon
de diligencia que emplearía un profesional en su mismo sector de actividad.
Finalmente, digamos que la ubicación del artículo 44 del Código Civil,
dentro de las reglas generales, ha dado pie para que algunos autores piensen
que se trataría de una norma aplicable a todas las materias que se tratan en los
cuatro libros siguientes, entre los cuales se cuenta la responsabilidad civil por
delitos y cuasidelitos, máxime por la alusión al buen padre de familia que hace
el artículo 2323 del mismo, situado justamente en el título referido a los delitos y
cuasidelitos, ello no obstante que bajo una interpretación sistemática, la
clasificación del artículo 44 parece resultar más bien ligada al ámbito
contractual, visto lo preceptuado en el artículo 1547.509 Disiente de esta opinión
RODRIGUEZ GREZ, para quien la culpa en materia extracontractual se aprecia
in concreto y no in abstracto.510 ROSSO es de la opinión que el artículo 44 no
sólo es aplicable a los contratos, sino transversalmente también a otras
instituciones en que se está en presencia de una obligación de conservar o
administrar una cosa ajena, excluyendo eso sí, la responsabilidad civil
extracontractual.511

9) Intensidad de la culpa profesional.

El tema de la intensidad que debe concurrir en la culpa de los


profesionales no ha sido un tema pacífico en el Derecho Comparado: si acaso
basta con cualquier tipo de culpa, o si, en cambio, un simple error no sería
suficiente para darle nacimiento; siendo necesario para que el autor pueda ser

509
Entre los autores que sostienen que el artículo 44 sería de aplicación general destacan Arturo
Alessandri Rodríguez y René Abeliuk.
510
RODRIGUEZ, “La obligación como deber de conducta típica”, ob. cit., p. 62.
511
COURT-DE LA FUENTE-ELORRIAGA…, ob. cit., p. 41.

229
condenado a indemnizar que haya incurrido en una culpa grave o lata.512 Claro
que este problema se ha planteado con mayor énfasis en los países en los que
no existe una admisión expresa del sistema de gradación de las culpas, como
es el caso por ejemplo, de Francia y Argentina.
En realidad, el problema tiene que ver con la dificultad que existe para
precisar los límites del incumplimiento de las obligaciones derivadas del
ejercicio de las profesiones liberales, que arranca del hecho de que quienes las
ejercen tienen atribuida una facultad discrecional bastante amplia para el
cumplimiento de sus deberes, y de que, por otra parte, no puede estimarse
como incumplimiento el resultado negativo de la labor realizada, ya que en
general se trata de obligaciones de prudencia o diligencia y no de resultado, las
que deben apreciarse teniendo en cuenta, por un lado, la particular dificultad
inherente casi siempre a la labor profesional, y por otro, la amplia libertad que
debe reconocérseles en la elección de los medios más idóneos para resolver y
llevar a cabo la labor asumida.513
La antigua doctrina francesa, al tratar de la responsabilidad profesional,
hacía un distingo: si el profesional había faltado a las reglas de prudencia que
se imponen a cualquier persona, rige el derecho común y toda culpa en que
haya incurrido lo obliga a la reparación; pero si se trataba de no ajustarse o
faltar a las reglas de orden científico impuestas por el arte de la profesión de
que se trate, entonces la culpa se denominaba “profesional” y sólo se respondía
en caso de culpa lata o grave. Esta posición tuvo influencia en la jurisprudencia
argentina y en la doctrina, aunque muy limitadamente.514
Las críticas contra dicha posición no se dejaron esperar, primeramente
porque discurría sobre la base de una culpa profesional distinta de la culpa
general, distingo que además resultaba muy difícil de aplicar a los sucesos del

512
TRIGO, “Responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 157.
513
Bonsi Benucci, Eduardo, citado por TRIGO-STIGLITZ, “Seguros y responsabilidad civil”, ob. cit., p.
29.
514
PARELLADA, ob. cit., p. 80.

230
diario acontecer; además, que nada justificaba que el profesional sólo
respondiese de culpa grave. Por lo demás, no es lo que se desprende del
comentado fallo de la Corte de Casación francesa de 1862: lo que la Corte
quizo significar fue que los jueces no afirmen una culpa allí donde no están en
condiciones de reconocer su existencia por tratarse de un problema científico
que escape a sus conocimientos y competencia; pero no por cierto, que no se
pueda condenar a un médico que sólo hubiera cometido una falta leve.515
Para PARELLADA, cuando se habla de culpa profesional, con el fin de
limitarla a la grave, se quiere expresar una idea más compleja: lo que se intenta
significar es que en el campo científico aparece como culpable la conducta que
está fuera de la órbita de la opinabilidad; de modo que aquella “culpa
profesional” que radica en lo cierto, es culpa, pues quien se mueve en el campo
científico no incurre en culpa sino cuando sale de lo “opinable” para entrar a lo
“seguro”, ya “comprobado”, que se tiene por cierto: “adviértase la diferencia
entre afirmar que una conducta ostenta un error, pues desconoce lo
comprobado, y hacer lo mismo cuando es “opinable”; en este último supuesto
puede haber error y necesariamente lo ha de haber en algunas opiniones que
caen dentro del marco de la opinabilidad, pero no podrá hablarse de la
imputabilidad subjetiva de ese error, si no tiene el carácter de inexcusable”.516 O
sea, que en ciertos casos puede existir error –como lo hay en algunos de los
extremos alternativos de lo opinable-, sin que exista culpa, pues el error que
existe es excusable, por lo que la cuestión pasa por distinguir entre dos campos
distintos: el de la duda o controversia científica y el de la culpa.
En este sentido se señala como ejemplo lo complicado que puede llegar
a ser la tarea de desentrañar el contenido de las normas jurídicas, lo que impide
imputar al abogado el hecho de haberles atribuido una significación distinta u
opuesta a la efectuada a la postre por el juzgador.517

515
Mazeaud, citado por TRIGO y STIGLITZ, ob. cit., p. 32.
516
PARELLADA, ob. cit., p. 83.
517
TRIGO, “responsabilidad civil del abogado”, ob. cit., p. 151.

231
Estos criterios han de aplicarse en nuestro ordenamiento con la salvedad
de la gradación de la culpa que en materia contractual establecen los artículos
44 y 1547 del Código Civil: o sea, el deudor quedaría exonerado o liberado de
responsabilidad con la prueba de haber ajustado su conducta al modelo de
diligencia exigible en el cumplimiento de su obligación. Además, podemos
agregar que, en virtud del artículo 2118 de nuestro Código Civil, los servicios
prestados por el abogado se rigen por las reglas del mandato. Entre ellas está
el artículo 2129, que establece que el mandatario es responsable hasta de la
culpa leve en el cumplimiento de su encargo y, que la apreciación de la
diligencia empleada será más o menos estricta según que el mandato sea
remunerado o gratuito y las condiciones en que ha aceptado el encargo el
mandatario.

232
CAPITULO VII

CONCLUSIONES

De lo expuesto en este trabajo, y, sin perjuicio de las conclusiones ya


avanzadas en los respectivos capítulos, podemos extraer, a modo de
conclusiones generales, al menos las siguientes:

Uno) Independientemente de la postura dualista o unitarista que se


adopte respecto de los regímenes de responsabilidad contractual y
extracontractual, es evidente que a la luz de nuestro ordenamiento jurídico,
debemos admitir la condición eminentemente contractual de la responsabilidad
profesional del abogado, sin perjuicio de admitir las dificultades que se pueden
apreciar en la actividad profesional que muchas veces se desarrolla en las
zonas fronterizas entre ambos regímenes. Por ello, vemos con simpatía la
tendencia en el Derecho Comparado al tratamiento unitario del fenómeno
resarcitorio, sobre todo por el desplazamiento que se advierte hacia el daño
como eje del sistema, en sustitución del principio de la responsabilidad
subjetiva, desde que en todos los supuestos el patrimonio del perjudicado
experimenta el mismo menoscabo, lo que no justifica un tratamiento diverso,
aun cuando sea en matices, y menos, que ello se constituya en una dificultad
adicional para obtener una efectiva reparación para el perjudicado.

Dos) Contrariamente a lo que ha opinado la mayor parte de la doctrina y


jurisprudencia nacionales, y con base al análisis de los argumentos dados en el
Derecho Comparado, especialmente en la doctrina y jurisprudencia argentina,
debemos concluir que, no obstante el tenor de los artículos 528 del Código

233
Orgánico de Tribunales y 2012 y 2118 del Código Civil, a los servicios
profesionales de los abogados, salvo el caso de la defensa judicial, no le serían
aplicables, prima facie, las normas propias del mandato, ya que no es posible
apreciar elementos o soluciones adecuadas en dicho contrato a todos los
supuestos en que se desarrolla la actividad jurídica, especialmente la
extrajudicial y consultiva, que es cada día más creciente. Por lo tanto, habrá
que analizar en cada caso concreto, a la luz de las innumerables relaciones en
que se despliega la actividad del abogado, a que figura o figuras, nominadas o
innominadas, se aproxima, de manera de obtener en una mayor medida una
solución de justicia, dentro del amplio marco de nuestro ordenamiento jurídico.
En consecuencia, independientemente de la naturaleza jurídica del
contrato, existiendo una obligación válida y vigente que no se haya cumplido
cabal y oportunamente por el abogado, ocasionándose como consecuencia de
ello un daño al cliente, y siendo tal incumplimiento debido a culpa o dolo de
aquél, se generará la responsabilidad civil del abogado, extendiéndose el
cumplimiento no sólo a la prestación, sino que a todos los estándares éticos y
deontólogicos del ejercicio de la profesión, los cuales han de entenderse
integrados a aquella.

Tres) Finalmente, convengamos que la responsabilidad civil del abogado


en particular y de los profesionales en general, no es más que un capítulo
dentro del vasto espectro de la responsabilidad civil en general. Resulta
paradojal sin embargo, que el hecho de que el deudor sea un profesional inclina
por una parte a una mayor severidad en el juzgamiento de su conducta, en
tanto que la dificultad y el álea de la actividad ejercida interceda en un sentido
inverso.
Por lo mismo, admitiéndose las dificultades que presenta en nuestro
sistema decimonónico el que el eje del sistema de responsabilidad civil sea
subjetivo y fundado en la culpabilidad, debemos concluir que, nuestro Código

234
Civil, aun cuando menos moderno que otros, contiene las directivas esenciales
que interpretadas armónicamente con el principio de previsibilidad que empapa
todo el sistema, deben llevar al juzgador a concluir que, cuanto mayor sea el
deber de obrar con prudencia y pleno conocimiento de las cosas, mayor debe
ser la responsabilidad del agente, desde que nuestro Código Civil
consistentemente atribuye efectos agravados a quien ha actuado con la
voluntad de perjudicar a otro o con mayor conciencia de la ilicitud de su
conducta.
Ello, tanto en lo que se refiere, en primer lugar, a los elementos que han
de tenerse en cuenta para determinar la imputabilidad, reconduciéndose el
concepto del “buen padre de familia” al del “buen profesional” o “buen
abogado”, desde que la interpretación y búsqueda de la medida de la diligencia
exigible debe referirse necesaria y preponderantemente al contenido de la
prestación a cargo del letrado y a las exigencias normales de ejercicio de la
profesión como de la especialización, en su caso, las que en el caso del
abogado, no presentan mayores dificultades de apreciación por parte de los
jueces, también conocedores de la ciencia jurídica.
Asimismo, dicho agravamiento de la responsabilidad ha de reflejarse en
la extensión de los daños indemnizables, partiendo de la premisa que en
nuestro derecho, la previsibilidad es común tanto a la relación causal como a la
culpabilidad y atento además, a que la contratación de los servicios
profesionales del abogado suponen en éste una especial confianza tanto en su
probidad como en sus específicas condiciones intelectuales y técnicas.
En consecuencia, la responsabilidad del abogado debiera orientarse
hacia un grado mayor de culpa que el estándar de culpa leve exigible en
general al mismo, a la luz principalmente de la preceptiva de los artículos 44,
1546, 1547, 2012, 2118 y 2129, todos del Código Civil, por estar singularmente
preparado para desempeñar el oficio y en condiciones más favorables para
considerar lo que habrá de seguirse de un hecho o de una omisión de su parte.

235
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