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net La música Sacra antes y después del Concilio Vaticano II
La música Sacra antes y después del Concilio
Vaticano II
Conferencia impartida por Mons Valentino Miserachs, director del Coro de la Capilla
Sixtina en el Congreso de Música Sagrada de México 2006.
Por: Mons. Valentino Miserachs Grau | Fuente: Mscperu.org
Es con verdadera emoción que me encuentro por segunda vez en
México, y ahora no como simple turista, sino para tomar parte activa
en este XXVIII Congreso Nacional de Música Sagrada. Como “preside”
– o director – del Pontificio Istituto di Musica Sacra no pude rehusar la
amable invitación episcopal. El Exc.mo Sr. Obispo Francisco Moreno
Barrón se personó en Roma para formular tal invitación, y aunque fuera
para mí algo complicado dejar el Instituto y la Basílica de Santa María la Mayor
durante tantos días, juzgué que valía la pena hacer un esfuerzo para venir a México, y
por muchas y poderosas razones, a más de la amabilidad que suponía la invitación y
el afecto con el que estábamos más que seguros que seríamos recibidos, puesto que
ya tenía la experiencia del pasado viaje y, además, el trato con estudiantes y
maestros mexicanos es para mí una agradable relidad de todos los días.
Este es el punto que considero el más importante, o sea las hondas y provechosas
relaciones que el PIMS tuvo ya desde su fundación – y está teniendo en nuestros días
– con México, con el mundo musical y litúrgica de la Iglesia de México. Las
experiencias que voy a vivir – que estoy viviendo – en estos días son para mí muy
enriquecedoras, y tal vez la presencia y el trato con el Preside de Música Sacra, junto
con el Maestro Parodi, puede ser benéfico para dar un espaldarazo a vuestras fatigas y
empeños. No puedo dejar de pensar – in primis – en las escuelas de música sacra de
México, especialmente en las que están vinculadas a nosotros por lazos de afiliación.
Estos lazos, para que sean efectivos, necesitan del contacto vivo con las personas y
las instituciones. Hay que trazar juntos un balance de la situación actual, y juntos
mirar cómo podemos avanzar para obtener siempre mejores resultados.
Les ruego, pues, que acepten mi modesta persona como si se tratara de un mensajero
de la música sacra. Efectivamente, yo no soy especialista ni en musicología, ni en
canto gregoriano, ni en liturgia y tanto menos en historia, sino que yo me defino como
un músico práctico, a quien ha tocado sin embargo la responsabilidad, en momentos
delicados, de representar de alguna manera la música litúrgica de la Iglesia católica
desde una institución académica pontificia. Y les puedo asegurar que, desde hace ya
diez años, pongo en ello mi máximo empeño y toda la buena voluntad de qué soy
capaz. Que no se busque, pues, en mis intervenciones un rigor científico que no es de
mi especialidad, sino la buena voluntad de un mensajero que cree un deber moral
hablar también de las cosas que practica. Sólo bajo estas condiciones he aceptado
varias invitaciones a hablar en congresos y jornadas de estudio.
Otra premisa que me parece útil es esta: que voy a usar ordinariamente la expresión
«música sacra» en el sentido de “música litúrgica”, o sea destinada a la celebración de
los sagrados misterios, en el mismo sentido en que viene usada en los documentos de
la Iglesia, inclusive el documento de san Pío X. Es importante, ya que la expresión
“música sacra” se presta a confusión. Hay, sin duda, música sacra cuyo destino no es
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la liturgia, sino el concierto. Y aún aquí cabría distinguir: hay música sacra, basada
sobre texto litúrgico, que en algunas latitudes es exclusivamente “de concierto”, por
sentido común, mientras que en otras se ejecuta en las iglesias como música litúrgica:
las misas de Mozart o de Schubert, por ejemplo, son “de concierto” en el mundo
latino, mientras que en el mundo anglosajón se ejecutan todavía en celebraciones
eucarísticas.
Veremos que el mismo san Pío X deja la puerta abierta a estas posibilidades, con
delicado sentido pastoral, y con ciertas condiciones. Las Pasiones y las Cantatas de
Bach son música “de concierto” para nosotros, mientras que son música litúrgica para
las iglesias reformadas. Un “Requiem alemán” de Brahms (“Ein deutsches Requiem”),
aunque se base exclusivamente sobre textos de la Sagrada Escritura, creo que no
tiene cabida en ninguna liturgia, ni en rito católico ni protestante; es música pensada
por el mismo autor para el concierto. No digo “sala de concierto”, ya que puede haber
también concierto en las iglesias, aunque sería mejor llamarlo “elevación espiritual”,
acompañada de lecturas.
La misma instrucción de la Sagrada Congregación de Ritos del 1967, relativa al cap.
VI de la constitución “Sacrosanctum Concilium” sobre la liturgia, del Vaticano II,
exhorta a dar cabida en este tipo de marco espiritual a aquellas músicas, sacras o
religiosas, que no pueden razonablemente entrar en la liturgia, empezando por
aquellas que eran usuales antes de la reforma conciliar (pienso, por ejemplo, en los
responsorios de la Semana Santa de T.L. de Victoria y de otros grandes polifonistas).
Nuestra consideración va a partir de la historia próxima, o sea de los primeros años
del siglo XIX. En 1903 se produce un hecho de capital importancia para la música
sacra. Es el “motu proprio” de san Pío X; la conmemoración de su centenario, que dió
ocasión al quirógrafo de Juan Pablo II, es todavía reciente. Por eso voy a insistir en
este capítulo.
HISTORIA GENÉTICA DEL MOTU PROPRIO
Pasemos pues a ver un poco la historia, el génesis, por decirlo así, de este documento
capital, sin duda el más importante de la historia de la Iglesia dedicado al tema de la
música sacra, por lo menos hasta el Vaticano II. Importante también por la
repercusión que tuvo y por las benéficas consecuencias que trajo consigo. Entre el
Concilio de Trento y el Vaticano II, fueron varios los pontífices que intentaron poner
orden en las cosas de la música sacra, especialmente Benedicto XIV con la encíclica
“Annus qui” del 1749, y también los immediatos predecesores y sucesores de San Pío
X, o directamente o a través de la Congregación de Ritos (actualmente “del Culto y
disciplina de los sacramentos”). Pero los tiempos no estaban maduros y, antes de san
Pío X, todo quedó en el terreno de las buenas intenciones. A él le cupo el éxito: las
circunstancias y la preparación del ambiente por lo menos desde 25 años atrás, con el
espíritu restaurador de lo antiguo y original propio de su época, le permitieron tomar
las cosas en serio y, a pesar de la previsión de muchas dificultades, tener la fundada
confianza que no faltaría un “motor”, que ya estaba funcionando, capaz de llevar a la
práctica cuanto él exponía doctrinalmente en el nuevo “código jurídico de la música
sacra”.
No se llega ciertamente al “Tra le sollecitidini” porque un buen día se levanta el Papa
Sarto y se dice a sí mismo: hoy me siento inspirado, y voy a escribir ese documento.
Como no se hubiera llegado al Vaticano II, a pesar de la inspirada intuición de Juan
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XXIII, sin que muchos años antes se preparase ya el terreno con la evolución de la
historia y de la misma conciencia de la Iglesia. Los que somos ya algo mayores nos
acordamos de cómo las decisiones conciliares, particularmente en el campo litúrgico,
venían a sancionar unos deseos que en muchos sitios habían sido ya objeto, más o
menos tímidamente, de reflexión e incluso de experimentación.
Situación da la música sacra en el siglo XIX
Ante todo, ¿cuál era la situación de la música sacra en el siglo XIX, cuál era, digamos,
el estado de prostración que provocó la toma de conciencia de algunos grupos y
personas hasta la cristalización de tales deseos en el documento pontificio? Una
descripción fenomenológica y sintética, la hallamos en la carta pastoral que el
Patriarca Sarto había dirigido a clero y fieles de Venecia poco antes de su elevación al
solio de san Pedro, exactamente en 1895. El cardenal Sarto describe así los efectos de
la invasión del estilo teatral en la música de iglesia: “De tal género (profano) es el
estilo teatral que arreció en Italia durante este siglo. No presenta nada que recuerde
el canto gregoriano y las formas más severas de la polifonía; su carácter intrínseco es
la ligereza sin reservas; su forma melódica, aunque muy agradable al oído, es dulzona
hasta el exceso (…). Su fin es el placer de los sentidos, y no busca otra cosa que el
efecto musical, tanto más agradable para el vulgo cuanto más amanerado en las
piezas concertadas y clamoroso en los coros; su forma es lo máximo del
convencionalismo: (…) aria del bajo, romanza del tenor, duetto, cavatina, cabaletta y
coro final, piezas todas convencionales, y que no faltan nunca (…). Muchas veces se
tomaron las mismísimas melodías teatrales aplicándoles por fuerza el texto sacro;
más a menudo se compusieron otras nuevas, pero siempre de estilo teatral, o con
reminiscencias, convirtiendo las funciones más augustas de la Religión en
representaciones profanas, cambiando la iglesia en teatro, profanando los misterios de
nuestra fe hasta el punto de merecer la repulsa de Cristo a los mercenarios del
templo: lo habéis convertido en cueva de ladrones” .
¿Cómo se pudo llegar a una tal degeneración? Esclarecer las causas nos llevaría muy
lejos. Tal vez sería conveniente analizar, al menos “per summa capita”, la entera
historia de la música de la Iglesia. Brevemente: después del período de oro del canto
gregoriano (ss. IXXI) empezó la proliferación de formas amplificativas, muy del gusto
de la época, como las secuencias y los tropos, que llegarían a desembocar en el teatro
medieval. Poco después, empezó a dar sus primeros vagidos la polifonía, muy
imperfecta en sus inicios, hasta adquirir un gran prestigio en la época del
Renacimiento (s. XVI).
El Concilio de Trento no prohibió la polifonía, pero pretendió de ella gran claridad y
simplificación, para que se entendiera bien el texto, exhortando al mismo tempo a que
las obras polifónicas se basaran en la temática del canto gregoriano. Los nombres de
Palestrina, Lasso, Morales, De Victoria, Guerrero y muchos otros son lo bueno y mejor
de la polifonía, los autores que mejor encarnan los ideales tridentinos. El Concilio de
Trento intentó también potenciar el canto gregoriano, que había decaído mucho; se le
llamaba “canto llano”. Pero faltaban las premisas para ello; cabría esperar unos siglos
todavía para que el renacimiento del canto gregoriano se pudiera basar en estudios
serios, sin los cuales no puede existir una práctica aceptable y de categoría artística.
Lo que pasó desde Trento hasta mediados del siglo XIX se puede resumir en esta
frases de Giacomo Baroffio: “De hecho (…) en pleno siglo XVII la polifonía absorbe la
cultura musical de la época (la música concertada del barroco). Y de tal contaminación
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no se eximirá ni el mismo canto monódico litúrgico (…). La presencia de centenares de
formularios escritos en los ss. XVIIXVIII en este estilo rico de préstamos de
canciones populares (…), abre la puerta a una total insensibilidad relativamente al
carácter peculiar de la música en la liturgia. La situación precipitará. A pesar de
algunas críticas aisladas, en las iglesias italianas acabará imponiéndose el estilo
operístico hasta la reforma de san Pío X” .
Quisiera notar, antes de pasar adelante, una cosa que no deja de ser curiosa, y que es
fruto de mi observación y, digamos, de mi oficio. Los maestros de capilla de nuestras
basílicas, en los siglos XVIIXIX, a pesar de escribir mucha música concertada en el
estilo de la época, también de vez en cuando se acordaban de ser sucesores de
Palestrina y de los grandes polifonistas, e intentaban escribir en el estilo antiguo, con
buena técnica pero, claro está, con artificio y sin el perfume de las cosas auténticas. El
lenguaje tonal se había impuesto de manera aplastante, los viejos modos eran ya sólo
un recuerdo fantasmagórico. De todas maneras, podría decirse que la devoción sacral
al canto gregoriano y a la grande polifonía nunca se apagó del todo, por lo menos en
algunas iglesias privilegiadas.
“Preparación próxima” del documento
San Pío X, nacido en Riese (Treviso) en 1835, habiendo vivido en ambiente musical
desde la infancia, y habiendo practicado la música antes de ser obispo, incluso como
maestro de coro, sensible a todo lo que se estaba moviendo en su tiempo para
intentar salir del pantano de la música teatral, estaba destinado a ser el hombre de la
Providencia por lo que se refiere a la restauración de la música sacra. La reforma se
preparó, y no sólo en Italia, en el seno de las Asociaciones de Santa Cecilia. La más
antigua es la de Ratisbona, y remonta al 1868, con Franz Xaver Witt. La escuela de
música de esa ciudad fue fundada ya antes del “motu proprio”; el mismo Perosi fue
alumno de ella. En Munich trabajaron Ett, Aiblinger y Prosker. ¿Quién no se acuerda
de los nombres de Haller y Mitterer, cuyas obras cantábamos en nuestra juventud? En
Italia los nombres más importantes, entre los precursores, son los de Guerrino Amelli
y del P. Angelo De Santi, S.I., que fue el primer Préside de le Escuela Superior de
Música Sacra hoy Pontificio Istituto di Musica Sacra después que san Pío X la fundara
en 1911. En 1888 el Patriarca Sarto pidió al P. De Santi que la preparara una relación
o “voto” según lo que iba escribiendo en sus magistrales artículos de “La Civiltà
Cattolica”. Pues bien, este “voto”, con muy pequeños retoques, es el texto del futuro
“motu proprio” de san Pío X. Es consabido y cosa normal que los peritos preparan
los documentos y los Papas los firman y hacen suyos.
Entre los músicos que empezaron a trabajar en Italia según los criterios del “motu
proprio” estaban Salvatore Meluzzi (maestro de la “Cappella Giulia” de San Pedro), el
friulano Jacopo Tomadini, hasta llegar a Lorenzo Perosi, Ernesto Boezi, Augusto
Moriconi, Licinio Refice (mi gran predecesor en la capilla de Santa María la Mayor, de
cuya muerte, acaecida en 1954, se cumplieron los cincuenta años el mes de
septiembre de 2004) y Raffaele Casimiri, a quien cabe el grande mérito de ser el
restaurador de la polifonía clásica, con sus estudios, transcripciones y ejecuciones con
sus “cantori romani” que, segun confesión de ancianos colaboradores, arrancaban
aplausos propios de un estadio de fútbol en los conciertos que daban por todo lo
ancho del mundo. De la herencia de Casimiri, muerto en 1943, el mismo año en qué
yo nacía , todavía estamos viviendo; la práctica polifónica que yo mismo enseño a
nuestros alumnos de Roma es la que proviene de Casimiri, a través del magisterio
personalísimo de Domenico Bartolucci.
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También el órgano italiano fue objeto de revisión y de reconstrucción ideal, como
instrumento y como repertorio. Los nombres de Costantino Remondini, Marco Enrico
Bossi, Ulisse Matthey, con nuestro Mons. Raffaele Manari, son los más destacados.
Digo nuestro, porque él fue el profesor de órgano de nuestro Instituto, y dos grandes
nombres salieron de su escuela: Fernando Germani y Ferruccio Vignanelli, amén de
otros muchos. Manari proyectó y estrenó el grande órgano Mascioni de cinco teclados
de nuestra Sala Académica, que por cierto está siendo integralmente restaurado con
el contributo de la “Generalitat de Catalunya”, teniendo en consideración que tres de
los ocho “présides” que han gobernado el Instituto en su historia casi centenaria han
sido o son catalanes: un gregorianista come el abad Gregori M. Suñol, un musicólogo
como Mons. Higini Anglès, y, actualmente, ya lo ven, el “músico práctico” que ahora
les está hablando. El órgano se está restaurando una vez terminados los trabajos de
acondicionamiento da la Sala Académica según las normas internacionales más
modernas, y este será el broche de oro de unas obras de restauración total del edificio
y del parque circunstante de la sede didáctica del Instituto, sita en Via di Torre Rossa
n. 21 (exabadía de San Girolamo), enfrente del Colegio Español. La obra ingente que
está llevando a cabo la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica se integra
con la restauración total de la Biblioteca, promovida por la Fundación “Pro Musica e
Arte Sacra”; también la Sala Académica, junto al grande órgano, se verá enriquecida
con un magnífico piano de gran cola Fazioli, regalado al Papa Juan Pablo II para
nosotros por Telecom Italia.
Perdonen esta digresión, pero creo interesante constatar que no todo es negativo en
estos momentos, y que hay interés por parte de la Santa Sede en potenciar la música
sacra. También esto, a cien años de distancia, se puede considerar un fruto del “motu
proprio” de san Pío X.
Tuvieron gran influjo los periódicos y, naturalmente, las escuelas. Ya antes de la
fundación de la escuela de Roma, amén de la de Ratisbona, surge en París, en 1878,
la famosa “Schola Cantorum”, precedida en 1817 por la “Institution royale de musique
classique et réligieuse”; en Bélgica, bajo el numen de Lemmens y de Gevaert,
funcionaba en Malinas la escuela de música sacra. La “Associazione italiana di Santa
Cecilia” (A.I.S.C.) nació en 1880. Ya en 1873 había surgido en Estados Unidos una
asociación ceciliana, y una Asociación de San Gregorio Magno se fundó en Holanda en
1876, y en 1884 nace una asociación ceciliana en Inglaterra.
Como podemos ver, el ambiente estaba bien caldeado. Efectivamente san Pío X,
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apenas elegido pontífice romano en 1903, teniendo entre sus primeras
preocupaciones tra le sollecitudini el problema della liturgia y de la música sacra,
puede publicar solemnemente su capital documento convencido que, a pesar de las
previsibles resistencias que iba a encontrar, de todas formas su voz no se perdería en
el desierto.
LOS PRINCIPIOS PERENNES
Después de este esbozo del contexto histórico en que nació y se propagó el “motu
proprio”, con peculiares referencias a Italia, por ser la cuna de san Pío X y de su
documento, y el centro de la Iglesia Católica, y también por ser el lugar habitual de mi
residencia y de mi trabajo desde hace más de cuarenta años, vamos ahora a pasar a
una análisis y breve comentario de los puntos esenciales, que son la introducción, los
principios generales y los géneros de la música sacra. Todo esto, en líneas generales,
continúa manteniendo su validez. Es en las disposiciones concretas donde más se
acusa el paso del tiempo y, por lo tanto, son de menor interés para nosotros. Les
remito a la lectura integral del documento, comparándolo con el cap. VI de la
“Sacrosanctum Concilium” del Vaticano II y la subsiguiente instrucción de la Sagrada
Congregación de Ritos de 1967. Naturalmente, no faltará alguna referencia al
quirógrafo de Juan Pablo II.
Aunque no pertenezca directamente al tema que nos ha sido delimitado, es casi
imposible, leyendo la descripción del Patriarca Sarto sobre la penosa situación de
prostración de la música sacra en el siglo XIX, y la saludable reacción restauradora
que el “motu proprio” sancionó, es casi imposible, repito, no ver las analogías con la
situación actual, a la que alude el mismo Juan Pablo II en su reciente encíclica
“Ecclesia de Eucharistia” cuando dice que “cabe lamentar que, sobre todo a partir de
los años de la reforma litúrgica postconciliar, a causa de un malentendido afán de
creatividad y de adaptación, no hayan faltado abusos (…). Una reacción al
‘formalismo’ ha llevado algunos (…) a considerar no obligatorias la “formas” escogidas
(…) y a introducir innovaciones no autorizadas y a menudo no convenientes. Siento
por tanto el deber de exhortar con calor a que, en la celebración eucarística, se
observen con gran fidelidad las normas litúrgicas”. Vendrá, pues, espontáneo y no
creo que sea desatinado ni inútil hacer alguna consideración de este tipo de en la
exposición del contenido del “motu proprio”, a la que vamos a pasar acto seguido.
Vamos a fijarnos primeramente en lo que podríamos llamar “principios perennes” de la
música sacra, breve y magistralmente expuestos por san Pío X. Notemos ya desde
ahora que su doctrina, con algunos matices, es asumida por el Concilio Vaticano II en
el mencionado cap. VI de la Constitución sobre la Liturgia. El Concilio alude
claramente al “motu proprio” cuando, con relación a la doctrina pontificia habida
durante los siglos sobre esta cuestión, dice explícitamente: “præeunte Sancto Pío X”;
como para afirmar que el Papa Sarto emanó el documento más importante de toda la
historia de la Iglesia sobre nuestra cuestión, más notable en cuanto fueron mayores
los éxitos que obtuvo. Importantes documentos anteriores, como la encíclica “Annus
qui” de Benedicto XIV, ya vimos que quedaron en la práctica letra muerta San Pío X,
dando el valor de “código jurídico de la música sacra” a su “motu proprio”, enumera
las connotaciones que la deben caracterizar, y que nacen de una premisa
imprescindible, es decir: “la música sacra, como parte integrante de la liturgia,
participa de su finalidad general, que es la gloria de Dios y la santificación de los
fieles”. Fustigando aquella música que no se armoniza con esta finalidad, usa estas
tremendas palabras: “sería vano esperar que (…) descienda abundante sobre nosotros
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la benedición del Cielo, cuando nuestro obsequio al Altísimo, en lugar de ascender en
olor de suavidad, pone, en cambio, en las manos del Señor los azotes con los cuales el
Divino Redentor arrojara del templo a los idignos profanadores”. Debiendo, pues, ser
la música sacra cónsona a la “dignidad y santidad del templo”, y siendo ésta una
exigencia de todo tiempo y de todo lugar, de ello se desprende que “la música sacra
tiene que poseer en el mejor de los grados las cualidades que son propias de la
liturgia”, que se reducen a tres: santidad, arte verdadera o bondad de formas, de las
que fluye espontáneamente la tercera cualidad, que es la universalidad.
La “santidad” de la música sacra
La música sacra “debe ser santa, con exclusión de cualquier profanidad, no sólo en sí
misma, sino también en el modo de ser propuesta por parte de los ejecutores”.
Ya hemos dicho que la música “profana”, o de sabor profano, que san Pío X pretendía
alejar del templo era la de molde teatral. La acción del Papa quiere ser sumamente
enérgica, obligando en conciencia a todo el mundo, desde los obispos hasta el último
“agente” litúrgico, desafiando con firmeza la impopularidad que la instrucción, según
la previsión catastrófica de muchos, iba a encontrar. En la conclusión del documento
no se olvida de nadie: “Se recomienda a los maestros de capilla, cantores, personas
del clero, párrocos y rectores de iglesias, canónigos de colegiatas y catedrales, y
sobre todo a los ordinarios diocesanos, que favorezcan con todo el celo estas sabias
reformas, deseadas desde hace mucho tiempo y concordemente invocadas por todos,
a fin de que no caiga en menosprecio la misma autoridad de la Iglesia, que
repetidamente las ha propuesto y ahora nuevamente las inculca”. Contra las posibles
reacciones desfavorables, y para que no suceda como en el pasado, invoca el prestigio
de la autoridad de la Iglesia, que tiene que ser salvado con la colaboración de todos.
En la carta pastoral de Venecia había esgrimido un argumento que tiene resonancias
muy actuales, cuando decía: “el solo placer no fue nunca el recto criterio para juzgar
de las cosas sagradas, y el pueblo no tiene que ser nunca favorecido en las cosas
malas (non buone), sino educado e instruido”. Este es un principio que habría que
tener muy presente cuando, con el pretexto de atraer al pueblo, y sobre todo a los
jóvenes, se introducen hoy en la liturgia – ¿con qué competencia y con qué
autorización? tonadillas insulsas y efímeras, mala imitación de productos ligeros o
exóticos que, a todas vistas, son y serán, en su esencia endeble, nada más que
musiquillas “profanas”, que sería mejor, según el sentido etimológico de la palabra
“profano”, tener fuera del templo, lejos de la celebración de los sagrados misterios. Ya
sé que hoy no es fácil entender la palabra “santidad” en sentido unívoco cuando tanto
han sido ensalzadas las realidades “profanas” y lo proprio de cada latitud. Incluso san
Pío X reconoce lo vidrioso del tema cuando dice en la introducción del “motu proprio”:
“sea por la naturaleza de esta arte (la música), que es fluctuante y variable, sea por la
sucesiva alteración del gusto y de las costumbres en el decurso del tiempo, o bien por
el funesto influjo que ejerce en el arte sagrado el arte profano y teatral, o por el
placer que la música directamente produce y que resulta difícil contener en sus justos
límites, (…) hay una continua tendencia a desviarse de la recta norma (…)”.
Yo me pregunto: si todo el mundo está de acuerdo cosa hoy muy difícil en que hay
que observar un cirto estilo en los ornamentos sagrados, en la arquitectura y
decoración de las iglesias, no digamos en la corrección y sobria elegancia de las
versiones de los textos litúrgicos, etc…, ¿es posible que la música sea el “rancho
grande” donde lo bueno y lo malo tengan el mismo valor, y donde el concepto mismo
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de “profanidad” ya no tenga que ser tenido en cuenta?
Yo creo que las comisiones diocesana e interdiocesanas ¡y ojalá que Roma asumiera
también sus responsabilidades! tendrían que controlar los repertorios locales y excluir
aquellas músicas y aquellos textos, naturalmente que son descaradamente profanos,
y que, en todo caso, son pasables para encuentros conviviales o excursiones, pero que
desentonan en el contexto sacro de la celebración de los sacramentos, y
especialmente de la misa. San Pío X añadía, con relación a la “santidad”: “no sólo en
sí misma, sino también en el modo de ser propuesta por parte de los ejecutores”.
¿Creen Vds. que es aceptable ver junto a los sagrados ministros, junto al altar
sagrato, a veces en el mismísimo sagrado presbiterio, conjuntos de guitarras, baterías
y otras hierbas, como si estuviéramos en una discoteca? Para terminar este párrafo,
voy a recordar una frase de Pablo VI dirigida al congreso del A.I.S.C. en 1968: “No
todo lo que se encuentra fuera del templo tiene aptitudes para franquear sus
umbrales”.
La “bondad de forma” de la música sacra
El segundo “principio perenne” que el “motu proprio” pretende de la música sacra es
el concepto de “arte verdadera” o de “bondad de formas”. Es un principio de evidente
buen sentido. Yo diría que no cualquier música, aunque se trate de música de verdad
y bien escrita, es digna “ipso facto” de entrar en el patrimonio sacro.
Es evidente. Los valses de Strauss son bellísimos y de factura impecable, pero no son
para la iglesia. Pero me parece igualmente evidente el pretender que cualquier música
sacra tenga que ser “música de verdad”, escrita y ejecutada con todas las reglas del
arte, por más que se trate de música sencilla o popular. Pensemos en lo sublime de la
“Missa Brevis” gregoriana. Pensemos en la nobleza de inspiración y riqueza de
módulos musicales de un canto que nuestro pueblo catalán ejecuta todavía a pulmón
henchido: el “Crec en un Déu” de Mn. Romeu. Límpidos ejemplos de cómo puede
haber música litúrgica simple y popular, que sea, al mismo tiempo, excelso producto
de arte.
Quisiera subrayar que las reformas da la música sacra operadas en el curso de los
siglos, inclusive la de san Pío X, tuvieron el carácter de una purificación; pero está el
hecho de que las músicas que se pretendía alejar del repertorio, aun en el caso de ser
mediocres o inadecuadas, por lo menos presentaban una cierta “corrección formal”. El
Concilio de Trento no prohibió la polifonía, sino un cierto tipo de polifonía de carácter
exhibicionista, de grandes alardes técnicos, pero que poco tenía en cuenta el texto
litúrgico, que era mero pretexto para encumbrar una vanidad humana de alta
sabiduría técnica y de sofisticada ejecución. San Pío X tuvo que luchar para desterrar
la música teatral, de repelente sabor profano, pero escrita, en el fondo, siguiendo las
reglas de la armonía y de la sintaxis musical.
En cambio, la reforma a la que hoy se aspira tiene que habérselas muchas veces con
“musiquillas” que ni tan sólo conocen el abecedario de la gramática musical. ¿Cómo se
podría hablar de “verdadera arte” cuando nos hallamos con productos banales, a
imagen y semejanza de la “música de consumo” más trivial, melodías sin melodía,
ritmos obsesionantes, sin otra armonización que algunas sumarias indicaciones de
acordes para ejecuciones “guitarreras”? Esto es lo que tristemente emerge repasando
el repertorio de la mayoría de iglesias italianas; mas no creo que el problema se limite
a Italia.
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Tampoco hay que ignorar los nobles esfuerzos que en muchas partes se hacen para
limpiar y mejorar el repertorio. ¡Y lejos de mí afirmar que hoy todo es malo, y que lo
que se hizo a raíz del “motu proprio” todo fue bueno! Los mayores nos acordamos,
por ejemplo, de una misa que circulaba y gozaba de gran popularidad en nuestras
iglesias de Cataluña; esta misa pretendía inspirarse en el “motu proprio” y, para más
inri, ostentaba el título de “Misa de Pío X”; su autor era un tal Julián Vilaseca. Era la
cosa más ramplona de este mundo, de una pedestre teatralidad, exactamente la
música que san Pío X pretendía desterrar. ¿Quién podría perorar la “santidad” y la
“bondad de forma” de esa música irrisoria y de efectismos casi cómicos,
comparándola con la nobleza, la profunda piedad y la sublime perfecciòn artística de
una “Pregària a la Verge del Remei” de Millet, o de “l’Himnari dels Fidels” de Dom
Ireneu Segarra?
La “universalidad” de la música sacra
Yo me permito no estar de acuerdo con una tal conclusión, que me parece apresurada.
Tal vez la “culpa” sea de Pío XII, que en su encíclica “Musicæ sacræ disciplina”
vinculaba la connotación de “universalidad” al solo canto gregoriano, haciendo, a mi
juicio, un paso atrás con respecto al documento de San Pío X.
Que el canto gregoriano, impuesto con el latín a todo el mundo que usa el rito
romano, pudiera tener un carácter de universalidad, es evidente. Pero aquí se trata de
convencer, no de vencer. El canto gregoriano puede ser “universal” menos por su
imposición que por sus características intrínsecas. Y esas son las que pondera san Pío
X. Desde luego, el “canto gregoriano” en sí mismo, patrimonio acumulado en el curso
de tantos siglos con la fusión armónica de tantas y tan distintas tradiciones, incluso
heterogéneas, sobre las alas de la lengua latina, tenía y tiene por su misma
personalidad y fuerza artística y espiritual, vocación de universalidad. En este canto
sublime bajado directamente del cielo junto con el canto popular, en frase del M°
Lluís Millet es donde San Pío X ve brillar “in grado sommo” los tres principios que
juzga indispensables para la música sacra: santidad, bondad de formas, universalidad.
Esto por lo que al canto gregoriano se refiere. Pero san Pío X no es exclusivo; también
la mejor polifonía sacra, empezando por la escuela romana o palestriniana, reluce por
estas cualidades, sobre todo cuando sus temas nacen del canto gregoriano, y con este
sublime canto monódico comparte modalidad, libertad rítmica (primado del texto),
claridad (compatible con la grandiosidad arquitectónica) etc. La apertura de san Pío X
es total hacia la música de nueva composición, mientras esté sujeta a los principios
generales enucleados, y, desde luego, la piedra de toque para verificar la validez de
una música nueva para la liturgia que se supone escrita “a regola d’arte” es siempre
el canto gregoriano: “ Fue siempre considerado dice el modelo supremo de la
música sacra, y se puede establecer con todo fundamento la siguiente ley general:
una nueva composición de iglesia será más sacra y litúrgica cuanto más se acerque en
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su aire, en su inspiración y en su sabor a la melodía gregoriana, y será menos digna
del templo cuanto más se aleje de aquel supremo modelo”.
La norma es, pues, no la letra sino el “espíritu” del canto gregoriano”.
El “espíritu” del canto gregoriano
El “espíritu” se halla, por supuesto, en el mismo canto gregoriano. Mi experiencia me
enseña que el canto gregoriano tiene cualidades para poder ser propuesto a todas las
culturas. Cuantas veces lo he preguntado a nuestros alumnos, que provienen de todos
los cuatro puntos cardinales de la tierra, la respuesta ha sido siempre positiva,
unánime. Entonces yo me pregunto: ¿cómo se justifica el abandono general del canto
gregoriano en nuestra Europa, sobre todo en los países de cultura latina, que deberían
ser los más próximos a este canto por tradición musical, lingüística y cultural? ¿Tal vez
el Vaticano II dijo que había que arrinconar el canto gregoriano? Esto es lo que suelen
decir muchos curas cuando una cosa no les va a genio: ¡lo ha prohibido el Concilio! En
el tanto citado cap. VI de la “Sacrosanctum Concilium”se lee todo lo contrario: “La
Iglesia reconoce el canto gregoriano como canto proprio de la liturgia romana; por
esto, en las acciones litúrgicas, en paridad de condiciones, se le reserve el lugar
principal”. Implícitamente, a más de la normativa explícita, se prescribe el uso del
latín, al canto gregoriano indisolublemente unido. ¿Como ha sido posible un abandono
tan general? ¿Con qué ventajas? Tal abandono, que a veces roza el hastío, tanto de
conocimiento como de práctica del canto gregoriano, es, a mi juicio, una de las causas
de la pobreza actual. Nos lamentamos de ella, pero nos falta el coraje para encontrar
antídotos y, muchas veces, preferimos ni hablar del tema.
Creo necesario, si se quiere pensar seriamente en una “reforma”, en el sentido de
fidelidad al Concilio, que se restituya el canto gregoriano según las posibilidades de
cada comunidad, sino olvidar que nada que valga la pena se obtiene sin constancia y
sin esfuerzo. Además, habría que conservar un repertorio “de base” (por lo menos el
“Jubilate Deo” de Pablo VI) o, aun mejor, el “Liber cantualis”, en todos los repertorios
locales. El canto gregoriano nos une a todos, pone de manifiesto y “crea” la unidad de
la Iglesia, tiene un valor de tipo sacramental.
El “espíritu” del canto gregoriano tendría que informar toda música de iglesia; sería ya
de por sí una garantía de que las nuevas composiciones de cualquier género
(polifónico, concertado, monódico, complejo, simple, popular, etc.) estuvieran en
condiciones de tener las cualidades necesarias. No se trata de copiar, sino de
impregnarse del “espíritu”. Pensemos en las composiciones litúrgicas de un Duruflé, de
Bartolucci, del P. Segarra, en la “missa del Roser” y en la del Centenario de Balmes,
de Mn. Romeu, en el océano de música espiritual y religiosa de nuestros grandes
maestros.
El canto gregoriano, siendo producto genuino de antiguas tradiciones, incluso
populares, de nuestro mundo mediterráneo, europeo y oriental incluso el canto de la
sinagoga, tiene puntos de contacto, analogías, con todas las tradiciones musicales
auténticamente populares esparcidas en lo ancho del mundo. Me encanta escuchar
melodías africanas, asiáticas, americanas, con todos sus ritmos, sus instrumentos, sus
percusiones, siempre que de auténtica tradición popular se trate. Cantos orientales,
árabes, lo que sea. Sus modos, sus escalas, sus melodías son parientes del canto
gregoriano. Basta non confundir lo auténticamente “popular” con la pseudocultura de
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la “Cocacola”. La fusión hermanadora entre canto gregoriano y cantos de las más
diversas regiones sería una excelente base para la “inculturación”, que tendría que ser
de doble dirección, y que resultaría tanto más acertada cuanto más cada cultura local
se “inculturase” en el tesoro tradicional de la Iglesia. Este es uno de los retos que
están ya desafiando muchos de nuestros exalumnos de estos países.
Y todavía una consideración final, que habla de la apertura de ánimo de san Pío X.
Mientras Pío XII, como decíamos, vinculaba la “universalidad” de la música de iglesia
al solo canto gregoriano, el “motu proprio” reconoce el derecho “a cada nación de
admitir en las composiciones de iglesia aquellas formas particulares que constituyen
en cierto modo el carácter específico de su propia música, con tal que se subordinen a
los caracteres generales de la música sacra (santidad y bondad de formas), de tal
manera que ninguna persona de otra nación pueda llevarse una mala impresión al
escucharlas”. Creo que san Pío X pensaba en la tradición de usar en la liturgia músicas
concertadas y orquestales, propias de los paises anglosajones. Oyendo una misa de
Mozart o de Schubert en sede litúrgica, podemos pensar que no son propias de
nuestra tradición, pero en modo alguno nos llevamos una mala impresión o nos
escandalizamos. Sólo los que se creen el ombligo del mundo son propensos al
escándalo.
Pero es que el horizonte se ensancha. Tampoco creo que puedan producir una mala
impresión las auténticas expresiones de cultura “popular” de cualquier rincón del
mundo. La puerta está abierta para reconocer el carisma de “universalidad” a
cualquier tradición musical que pueda exhibir las connotaciones consabidas de
“santidad” o verdadera expresión de religiosidad, y de “arte verdadera”, aunque
sencilla y popular. Hay que ir con más cuidado, en cambio, con la música “culta”, en el
sentido de que no todas las producciones “sacras” contemporáneas (o del pasado),
con ser tal vez “arte de verdad”, pueden entrar indiscriminadamente en el repertorio
litúrgico, o por hermetismo de lenguaje, o por otras rarezas, que ponen en tela de
judicio su “universalidad”. Dice con frase feliz Giacomo Baroffio que “el oratorio no
tiene que convertirse en laboratorio”. Sedes habrá más adecuadas para este tipo de
experimentos que las celebraciones litúrgicas, que tienen que ser “aptas para todos
los públicos”.
La formación musical
Otro aspecto validísimo del “motu proprio”, sobre el cual ya no nos es posible
detenernos, pero sí por lo menos insinuarlo, es el de la educación. Para obtener los
efectos deseados, además de comisiones de música sacra que tienen que velar por el
repertorio y por su ejecución, es necesario que la música se estudie en los seminarios
y casas religiosas, y que se creen “scholæ canturum” para la ejecución de la polifonía
y de la buena música litúrgica. Quiere que se hable de la música sacra en las clases de
otras disciplinas (liturgia, moral, derecho canónico) en los puntos que tengan relación
con ella; asimismo, se instituyan “scholæ cantorum”, de mayor o menor grado, en
todas las iglesias. Para tener buenos formadores, cabe sostener y promover las
escuelas superiores de música sacra y fundar otras nuevas.
Casi con las mismísimas palabras de san Pío X se expresa también el Concilio Vaticano
II. El P.I.M.S. y otras muchas instituciones en todo el mundo, están cumpliendo con
vitalidad y entusiasmo estas consignas. También las escuelas de música sacra de
México. Hay que profundizar en este tema.
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Pero es justo hacer otra observación: las condiciones de la vida moderna, en
comparación can las del período preconciliar, son muy distintas. En los seminarios de
nuestra juventud había clase diaria de solfeo y, después, de canto gregoriano y de
canto religioso, ejercitándonos en la polifonía en la “schola cantorum”, y estudiando
piano y órgano quien lo deseaba o tenía cualidades. Actualmente, ni siquiera en la
“ratio studiorum” propuesta por la Congregación de la Educación católica hay rastro
alguno de música, de ningún tipo. Por lo menos hasta hace poco tiempo. Creo que son
muchos los que desean que se insista otra vez, junto con los estudios “humanísticos”,
base idónea donde asentar filosofía y teología, también en estudios musicales, por lo
menos elementales, sin cuyo conocimiento no se puede cencebir un estudio y una
práctica concreta de la música sacra.
CONCILIO Y POSTCONCILIO
Así, de la mano de san Pío X, llegamos a los mismos umbrales del Concilio Vaticano II.
Los documentos de Pío XII y de la Congregación de Ritos se limitaron a aplicar el
“motu proprio”, a veces limitando su amplia visión. Lo que pasó después del Concilio,
lo hemos vivido en nuestra carne, y a menudo como misterio de pasión. Sobretodo al
constatar que la praxis ha seguido rutas muy distintas – por no decir opuestas – a
cuanto dijo el Concilio. Me voy a limitar a dar un resumen de lo que se lee en el cap.
VI de la Constitución “Sacrosanctum Concilium” sobre la Liturgia, capítulo dedicado
enteramente a la música sacra:
1. La Iglesia aprueba todas las formas de arte auténtico, adornadas de las cualidades
necesarias, y las admite en el culto divino. La finalidad de la música sacra es la gloria
de Dios y la santificación de los fieles.
2. Es necesario conservar y fomentar con la máxima atención el tesoro de la música
sacra y promover diligentemente las “scholae contorum”, sin olvidar la participación
activa de los fieles.
3. Hay que dar mucha importancia a la formación y a la práctica musical en
seminarios, noviciados, casas de estudios religiosos, etc. (...) También se recomienda
la erección de institutos superiores de música sacra.
4. La Iglesia reconoce el canto gregoriano como canto propio de la liturgia romana;
por eso en las acciones litúrgicas, en paridad de condiciones, le corresponde el lugar
principal.
5. No se excluyen los otros géneros de música sacra, especialmente la polifonía.
6. El órgano tubular ha de ser tenido en grande estima en la Iglesia latina. Su sonido
puede añadir un admirable fulgor a las cerimonias y elevar potentemente las almas a
Dios y a las cosas superiores. Se podrán admitir otros instrumentos, siempre y cuando
sean aptos o adaptables al uso sagrado, sean cónsonos a la dignidad del templo y
ayuden de verdad a la edificación de los fieles. (...)
7. Los músicos cristianos deben sentirse llamados al cultivo de la música sacra.
Compongan melodías que tengan las características de la auténtica música sacra, para
los coros grandes, los más modestos, y para el pueblo.
La Instrucción de la Congregación de Ritos del 5 de marzo de 1967 da mayores
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precisiones, como es natural, poniendo de relieve, entre otras cosas, la importancia
aún mayor de la “Schola”, pero sin apartarse en nada de lo decidido por el Concilio.
Juzguen ahora ustedes mismos si, en lo que nos ha tocado vivir en estos cuarenta
años de postconcilio, se ha venido observando lo que entonces fue decidido o no. Yo
me atreviría a decir que en ningún ámbito de los que abordó el Concilio – y fueron
prácticamente todos – se ha producido desviación mayor que en el campo de la
música sacra.
Se podría hablar durante horas, pero creo que todo lo que ha pasado se podría
resumir en una palabra, y es esta: anarquía. En un sector tan importante por su
estrecha, íntima, inseparable vinculación con los sagrados misterios, Roma nunca
hubiera debido declinar su gran responsabilidad normativa, como desgraciadamente
ha pasado. Ha sido necesario esperar cuarenta años para que se produjera un
documento pontificio de importancia, como es el quirógrafo de Juan Pablo II, cuyo
título es “Mossi dal vivo desiderio”, conmemorativo del centenario del “motu proprio”
de san Pío X. Pero ¿quién conoce tal documento? ¿Quién ha hablado de él? Yo les
puedo sólo decir que es la convalidación de la doctrina de san Pío X, sin cambiar ni
una coma de lo que es esencial; es más, recuperando algunos aspectos a los que el
Concilio había puesto la sordina, como la connotación de “universalidad”, en el sentido
de aptitud para todos los públicos. Ustedes pueden encontrar este documento en la
antología de textos específicos del Magisterio de la Iglesia publicada recientemente
por nuestro Instituto, cuyo título es “Iucunde laudemus”.
Hace ya algunos años que me esfuerzo en convencer a mis superiores – y la cosa ya
es de público dominio, por tanto el clamor va “in crescendo” – de la necesidad de un
organismo pontificio que tenga autoridad normativa en un sector tan vital para la
Liturgia de la Iglesia. Una autoridad y competencia que muchos creen que pertenece
al Pontificio Istituto di Musica Sacra, mientras que no es así: nosotros somos sólo una
institución académica, y si alguna autoridad tenemos es sólo moral, lo que en italiano
llaman “autorevolezza”. No creo lejano el día en que la Iglesia del Papa Benedicto XVI
vaya a dar este paso que podría ser, a mi modesto juicio, de grande ayuda para salir
del atolladero en que nos encontramos.
Para salpicar lo doctrinal con lo anecdótico, les voy a contar lo que sucedió en Roma
alrededor de los años 60. Fue el fenómeno llamado “messa beat”, compuesta por
Marcello Giombini – que, por cierto, no era lego en música – y patrocinada por el
mismísimo cardenal Giacomo Lercaro, una misa con ritmos y percusiones y melodía
de festival de música ligera, que debía operar el milagro de acercar toda la juventud a
la Iglesia. El milagro ha sido todo lo contrario: pasó la “messa beat” sin pena ni gloria,
y las iglesias se han vaciado, sobretodo de jóvenes. El mismo Giombini – que se
profesaba ateo – tuvo todavía tiempo de hacer un “mea culpa” y reconocer
públicamente su error. No tuvo tiempo el cardenal Lercaro, pero undudablemente lo
hubiera hecho, puesto que era un grande hombre de Iglesia. Que quede bien claro
que yo no juzgo la buena fe de las intenciones, sino los fallos objetivos. Es más, en
aquellos momentos yo mismo, que estaba en la flor de la juventud, me dejé arrastrar
también por el entusiasmo. De hecho, esta misa “beat” fue el primero de toda una
cadena de errores que dura hasta nuestros días, como la experiencia misma del
Congreso lo atestigua. Hemos sido capaces de entronizar músicas blandengas que
nada tienen de solidez técnica ni del sabor de la verdadera música de iglesia; esa
tiene su parámetro irrenunciable en el canto gregoriano y no en músicas de película
de falso sabor modal, tipo “Exodus”.
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La misa “beat” fue desgraciadamente como una deflagración nuclear, con la fatal
consecuencia de otorgar “carta de gracia” a una praxis tan peligrosa como atrevida, a
saber: que la música litúrgica podía ser – ¿o tenía que ser? – una pura y simple
transposición de la música profana de moda. Erróneamente y contra toda justicia a
este tipo de música de consumo, inconsistente, vacía, insípida y efímera, la llaman
“música popular”, como ahora también llaman “concierto” a los espectáculos hechos
de ruídos ensordecedores y contorsiones, que si alguna calificación merecen es la de
“desconcierto”. Es precisamente este falso género “popular”, impuesto por la fuerza
arrolladora de los “mass media”, al servicio de comerciantes sin escrúpulos, que ha
secado las fuentes puras del canto gregoriano y del verdadero canto popular,
fomentando incluso un odio, un hastío de cuyo origen maligno no se puede dudar,
hacia lo que era, es y será la gloria más pura de las celebraciones de la Iglesia
católica.
De manera paralela a lo que pasó en tiempos de san Pío X, se impone también ahora
una reforma, en el sentido de una purificación, de una conversión positiva hacia la
“norma” de la Iglesia, que es el canto gregoriano, ya en sí mismo que como principio
inspirador de cualquier música litúrgica. “Nova et vetera”: el tesoro de la tradición, y
lo nuevo enraizado en la tradición. Ipso facto, las cosas endebles o malas caerán por
sí mismas, como cayó la misa “beat”. No se trata de vencer sino de convencer.
Estoy preparando un libro con las numerosas conferencias que en estos años he
pronunciado por lo ancho del mundo, como hoy aquí en Torreón, y que tendrá por
título la frase del salmo: “Excitabo auroram”. Yo presiento ya en el horizonte esta
nueva aurora. Siento que las instancias que empujan esta nueva aurora están en la
base, en un deseo que se está difundiendo y afianzando en sectores cada vez más
amplios del pueblo de Dios. A nosotros nos toca el catalizar y reforzar estos deseos.
No será cosa fácil, pero lo importante es tener una dirección clara, una meta hacia la
cual orientar nuestros trabajos. Y ustedes, con su admirable sentido de fe
entusiástica, serán los primeros a secundar esta “conversión” que nos incumbe a
todos, no para procurarnos satisfacciones personales, sino para obrar la verdad y la
justicia.
Termino con la lectura de los últimos párrafos de mi ponencia en la Jornada dedicada
a la música sacra el pasado 5 de diciembre de 2005, a cargo de la Congregación del
Culto Divino, ponencia que fue recibida por el público presente con ovaciones
extraordinarias, y que ha tenido un eco inesperado: ya casi estoy cansado de
entrevistas con televisiones, radios, revistas y periódicos, amén del correo electrónico
que llega sin cesar. Cansado, pero contento... “Excitabo auroram”.
Decía entonces, y lo repito ahora:
“El canto gregoriano no debe permanecer en el ámbito de la academia, no tiene que
ser una momia de museo, sino que debe recuperar su papel de canto vivo, también de
la asamblea en lo que le toque, seguro de que va a hallar en él la satisfacción de sus
más profundas tensiones espirituales, y se sentirá verdaderamente pueblo de Dios.
Es hora de decidirse, es hora de que de las iglesias mayores, de las catedrales, de los
monasterios, de los conventos, de los seminarios y de las casas de formación venga el
ejemplo luminoso. Y así también las parroquias, hasta las más humildes, incluso los
grupos y movimientos eclesiales, acabarán por sentir el contagio de la belleza
suprema del canto de la Iglesia, que va a resonar persuasivo y va a amalgamar al
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pueblo con el verdadero sentido de la catolicidad. Y el canto gregoriano informará
también las composiciones de nuevo cuño y guiará con el auténtico “sensus Ecclesiae”
los esfuerzos de una recta inculturación.
Es más, mi experiencia me afianza en la idea de que las más remotas tradiciones
locales son parientes próximas del canto gregoriano, y también en tal sentido el canto
gregoriano es verdaderamente universal, apto para todos los públicos, con capacidad
de constituir una amalgama, en el respeto de la unidad y la pluralidad, característica
constitutiva de la Iglesia católica.
Todo esto será posible con el concurso de dos factores que juzgo de la máxima
importancia:
1) La necesidad de la formación musical y litúrgica de sacerdotes, religiosos y fieles.
Hay que actuar con seriedad para evitar perjudiciales dilectantismos. Hay que arrastar
en el compromiso – asegurando también una justa remuneración – a quienes con
tanto ahinco se prepararon para tal servicio. En una palabra, hay que saber destinar
dinero para la música. No es lógico que se gaste en todo, inclusive flores y alfombras,
excepto que en la música. ¿Qué sentido tendría animar los jóvenes a estudiar y
después tenerlos en huelga, o más aún, humillados y zarandeados por nuestros
caprichos y nuestra escasa seriedad?
2) Necesidad de concordia en la acción. Nos recuerda Juan Pablo II en su quirógrafo:
‘El aspecto musical de las celebraciones litúrgicas no se puede dejar a la improvisación
ni al arbitrio de los particulares, sino que hay que confiarlo a una bien concertada
dirección en el respeto de las normas y competencias’.Respeto, pues, de las normas.
Este es el deseo cada vez más general. Esperamos indicaciones dignas de crédito e
impartidas con autoridad. Este es un servicio que, coordinando todas las iniciativas e
instancias locales, compete a la Iglesia de Roma, a la Santa Sede. Este es el momento
oportuno, y no hay tiempo que perder.”
Muchísimas gracias por su atención.
Torreón Coahuila, 22 de febrero de 2006
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