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“La naturaleza en las naciones americanas”

por Antonio Elio Brailovsky [1]

[ Tomado del Boletín Electrónico de Antonio Elio Brailovsky del 1º de junio del 2010 ]

La naturaleza es el gran protagonista de la historia de América. El escenario del drama es


mucho más que un sitio neutro, apenas esbozado, donde se muevan las grandes figuras
humanas. Los fenómenos sociales no se pueden comprender si no tenemos en cuenta las
interrelaciones de las sociedades humanas con el medio natural del que se sustentan y en el que
se apoyan. En América, el soporte natural es un elemento constituyente de identidad y nuestras
vidas nacionales no pueden comprenderse sin tenerlo en cuenta. Lo es desde las características
geográficas hasta el uso social de los recursos naturales[2].

Argentina y Uruguay son lo que son porque se desarrollaron apoyándose en la actividad


agropecuaria de sus grandes llanuras. Chile es lo que es porque se desarrolló apoyándose en la
minería de la Cordillera de los Andes. Brasil define su historia por el avance de su economía
sobre la selva tropical, primero la Mata Atlántica y después la Amazonia.

El que hoy haya un Presidente indígena en Bolivia tiene mucho que ver con que este país
perdió la salida al mar en el siglo XIX. Sin puertos, se desarrolló mirando hacia su cultura
originaria, mientras otras naciones interactuaban con la cultura europea, a través de puertos
como los de Buenos Aires, Montevideo, Río de Janeiro o La Habana.

Asentadas en dos valles muy semejantes, las profundas diferencias entre una Bogotá
fuertemente peatonalizada y una Caracas cargada de autopistas tienen que ver con la forma en
que el petróleo permeó el conjunto de la cultura venezolana, Las autopistas se diseñaron en
función de la omnipresencia de ese recurso.

El determinismo geográfico había sido desarrollado por Montesquieu y adoptado entre nosotros
por Sarmiento y continuado por autores como Rómulo Gallegos. Pero en la segunda mitad del
siglo XX, la mayor parte de los científicos sociales adoptaron el punto de vista opuesto: en vez
de utilizar la naturaleza como el principal factor explicativo, simplemente omitieron los
factores naturales de los análisis sociales.

Esto fue coherente con el abandono del tema ambiental por las políticas industrialistas de ese
período, que actuaron según un modelo de capitalismo salvaje parecido al de la Revolución
Industrial inglesa del siglo XVIII. La evolución reciente de las ciencias sociales está
incorporando la temática ambiental en el análisis de los conflictos sociales.

Sin embargo, en unos pocos países latinoamericanos (Argentina entre ellos) todavía se
considera que los temas ambientales deben quedar circunscriptos a las ciencias naturales y se
los aleja de las ciencias sociales en los programas educativos. Es sugestivo que aún no hayamos
incorporado los descubrimientos realizados por Humboldt hace dos siglos, quien comenzó a
analizar en forma integrada la naturaleza y la sociedad de América Latina.

En esta nota nos vamos a ocupar de algunos de los principales aspectos de la relación que han
tenido con su medio natural los distintos pueblos americanos, antes y después de su
emancipación. Como todo desarrollo general, es fragmentario y sólo procura llamar la atención
sobre los procesos más destacados.

Más allá de lo anecdótico, es bueno destacar que la relación hombre-naturaleza no existe, sino
que la relación de todos los humanos con el medio natural está mediatizada por la sociedad a la
que pertenecen. Distintas sociedades construyen distintas formas de relación con la naturaleza.
Lo hacen a través de las respectivas tecnologías, que, antes que una suma de artefactos, son la
expresión material de una forma de pensar.

El Bicentenario es una buena oportunidad para hacer un balance de varios siglos de aciertos y
errores en nuestra relación con la única Tierra que tenemos.

CONSTRUCTORES DE SUELOS EN UNA LAGUNA

Una característica común a diversos pueblos originarios de América fue su actividad de


construir el suelo agrícola que los sustentaba. Cuando los españoles llegaron a México se
asombraron y maravillaron, por supuesto, con las grandes pirámides y la arquitectura de los
templos. Miraron con horror los sacrificios humanos y las imágenes de esos dioses feroces, que
necesitaban ser regados con sangre de hombres para que el sol pudiera salir al día siguiente.

Hay, sin embargo, un deslumbramiento menos conocido, y es el de los espacios verdes. Para
ellos, que venían del hacinamiento de las ciudades europeas, fue un impacto especial ver las
enormes plazas de Tenochtitlán, ubicada en lo que hoy es Ciudad de México, y, muy
especialmente, las huertas y jardines. Lo dice Hernán Cortés, que quedó tan admirado por las
plantas como por el oro. "Tiene muchos cuartos altos y bajos -dice Cortés de una casa azteca en
1520-, jardines muy frescos de muchos árboles y flores olorosas; asimismo albercas de agua
dulce muy bien labradas, con sus escaleras hasta lo hondo. Tiene una muy grande huerta junto a
la casa, y sobre ella un mirador de muy hermosos corredores y salas, y dentro de la huerta una
muy grande alberca de agua dulce, muy cuadrada. Detrás de ellas todo de arboledas y hierbas
olorosas, y dentro de la alberca hay mucho pescado y muchas aves de agua, tantas que muchas
veces casi cubren el agua".

Pero lo más sugestivo es que se trata de una ciudad construida sobre un ecosistema artificial.
Como los venecianos, los aztecas eligieron construir sobre el agua porque eran débiles y ésa era
una defensa ante enemigos poderosos. La ciudad estaba en el medio de la laguna, llena de islas
construidas especialmente. Las llamaron chinampas, y son bases de troncos flotantes cubiertos
con tierra para sembrar allí hortalizas. De un espesor que varía entre 20 centímetros y un metro,
este colchón puede soportar el peso de animales grandes o de personas. Se parecen a los
camalotes, que a veces eran tan grandes que transportaban jaguares. Después plantaron sauces
sobre las islas flotantes para que sus raíces llegaran al fondo de la laguna y las fijaran en su
lugar.
La existencia de grandes poblaciones en el Valle de México en la época de la conquista sólo se
puede explicar por la gran productividad de las chinampas. Una chinampa no necesita descanso
y está siempre en producción. Su fertilidad se mantiene mediante un alto uso de abonos que
hace posible que esté dando cultivo tras cultivo. Es claro que esto sólo puede hacerse en un
lugar en el que la temperatura se mantenga siempre constante; es decir, en el trópico. Estas islas
artificiales son alargadas y dejan canales para navegar entre ellas. Las góndolas de este lugar se
llaman trajineras, unas barcas de fondo chato, impulsadas con palos que se apoyan en el lecho
de la laguna. Aún hoy son una de las áreas de producción de hortalizas y flores para Ciudad de
México, y una importante atracción turística. Xochimilco ("País de las Flores"), un lugar en que
las orquestas de mariachis cantan sin llorar, porque el canto alegra los corazones, es el último
resto de las chinampas aztecas.

CONSTRUCTORES DE SUELOS EN LAS MONTAÑAS

La existencia de un imperio en zonas de altas montañas es una peculiaridad de Sudamérica, que


debería llamarnos la atención. A lo largo de la historia humana, los imperios se expanden
siguiendo las vías de comunicación más fáciles: las costas, los valles de los ríos, las grandes
llanuras. Esto resalta el carácter excepcional del imperio incaico, un imperio de las altas
montañas, con un fuerte desarrollo tecnológico, artístico y organizacional, en un continente
donde las grandes llanuras permanecieron desiertas y las márgenes de los ríos navegables
tuvieron muy escasa población durante siglos.

A 200 kilómetros de Arequipa, la segunda ciudad del Perú, el río Colca fue cavando en las
montañas una formación geológica parecida al Gran Cañón del Colorado. Allí el pueblo
collagua perfeccionó y sofisticó al extremo el sistema de riego que después sería la base del
imperio incaico. "Ni en el Cusco ni en ninguna otra zona de los Andes -dice el escritor Mario
Vargas Llosa- he visto unas andenerías que suban y bajen de los cerros con semejante desprecio
de la ley de gravedad[3]. Se trata de tierras que no piden agricultores “sino héroes”, señala José
María Arguedas[4].

Estos andenes o terrazas de cultivo son una forma de disminuir las pendientes. Si se cultiva un
suelo que no es perfectamente horizontal, la erosión lo destruirá muy rápidamente. En
consecuencia, para que el cultivo sea sustentable (es decir, para que se mantenga en el tiempo),
se necesita una construcción especial que modifique las pendientes.

Las terrazas fueron protegidas con paredes de piedra, fertilizadas artificialmente y regadas con
arroyos de deshielo. Un sector especial del Colca, de andenes en diferentes niveles, permitía la
investigación aplicada, detectándose los límites agroecológicos de cada variedad de cultivo.
Estos límites eran especialmente importantes para todas las culturas andinas. Cuando, más
tarde, los incas funden el Cusco, lo harán a 3.400 metros de altura, apenas por debajo del límite
superior para la producción del maíz. Esto significa estar lo más alto posible (es decir, cerca del
sol, su dios principal), pero sin alejarse de la tierra que nutre los hombres.
Para prevenir las eventualidades climáticas -especialmente las heladas tardías- los collaguas del
Colca no sembraban toda una terraza al mismo tiempo, sino que se iban sembrando unas pocas
hileras cada dos semanas para que las tormentas encontraran siempre las plantas en diferentes
estadios de desarrollo y las pérdidas fueran mínimas.

Uno de los roles de los antiguos caciques fue distribuir la tierra entre los diferentes grupos
familiares. Para ello, en un impresionante mirador sobre el abismo hay esculpida en la roca una
maqueta del valle del Colca, en la misma perspectiva que se ve desde ese sitio. Allí, en forma
pública, se efectuaba la ceremonia de asignación de las parcelas a los collaguas y se dirimían
los litigios sobre cuestiones agrarias.

Seis mil hectáreas bajo riego -todas en las laderas de las montañas- hicieron del Colca el
principal centro de provisión de alimentos de los Andes prehispánicos. A punto tal que la
palabra colca significa precisamente granero. Un activo comercio posibilitó la distribución del
maíz y de otros alimentos en amplias zonas de lo que hoy es Perú y Bolivia. Hoy, después de
1.500 años de uso continuado sin erosionar el suelo, la andenería construida por los collaguas
del Colca sigue en plena producción y es la base económica de esa población. "Cuando uno
contempla estos andenes collaguas casi llega a creer lo que aseguran los historiadores: que el
antiguo Perú dio de comer a todos sus habitantes, hazaña que no ha sido capaz de repetir
ningún régimen posterior", concluye Vargas Llosa. Paradójicamente, los incas se consideraban
a sí mismos como hijos de la tierra -la Pachamama-, pero su práctica agraria de creadores de
suelos los muestra mucho más como los padres de la tierra que como sus hijos.

UNA TIERRA EN LA QUE EL INVIERNO NO EXISTE

El descubrimiento del trópico significó una profunda conmoción sobre los conquistadores
españoles primero y sobre la visión europea del mundo, después. Recordemos que el
Renacimiento coincide con lo que llamamos “Período Glacial Breve”. Después de una Edad
Media relativamente templada, se inicia una etapa que incluye momentos de frío extremo. El
mundo se fue enfriando a partir del Renacimiento: tenemos pinturas de la época de Vivaldi que
muestran la laguna de Venecia congelada y la gente jugando en trineos como si estuvieran en
Moscú. Los glaciares de los Alpes avanzan y numerosos poblados quedan bajo los hielos.

El Atlántico Norte se llena de témpanos y se congelan tantas zonas que se hace


extremadamente difícil navegarlo. Los vikingos, que habían establecido colonias en el norte de
Estados Unidos y Canadá, se ven obligados a abandonarlas y retornar a casa. Esto obligó a que
el viaje de Colón a América fuera por el largo camino del Ecuador, al estar bloqueado el mucho
más corto camino del Atlántico Norte.

Por eso, la sorpresa de los conquistadores de encontrar que Dios había creado un lugar del
mundo en el cual el invierno no existía. Esto explica por qué Colón anunció haber encontrado
el Paraíso Terrenal en América.
Durante toda la época colonial, la naturaleza americana seguirá llamando la atención por lo
extraña y diversa. Los animales parecían una caricatura degradada de los que ya conocían, a
punto tal que las descripciones siempre tienen que ver con comparaciones entre las partes de
los cuerpos de animales europeos o conocidos en Europa.

Los primeros cronistas nos hablan del miedo de los conquistadores a la naturaleza americana.
Para los que salían de su pueblo y se iban a correr el mundo, los ríos aparecían como
demasiado caudalosos, las llanuras demasiado extensas, los animales extraños, y todo en
América tenía las proporciones de la desmesura. En América los ecosistemas son tan
misteriosos que parecían no regir las leyes de la naturaleza. Cristóbal Colón ve sirenas en la
desembocadura del Orinoco y también se encuentra con un río cuyas aguas eran tan calientes
que no se podía meter la mano en ellas. Antonio Pigafetta, el cronista de Hernando de
Magallanes cree ver plantas que caminan. Los habitantes de la Patagonia le parecen gigantes:
"Ese hombre era tan grande que nuestra cabeza llegaba apenas a su cintura. Las mujeres no son
tan grandes como los hombres pero, en compensación, son más gordas. Sus tetas, colgantes,
tienen más de un pie de longitud. Nos parecieron bastante feas. Sin embargo, sus maridos
mostraban estar muy celosos". De aquí nació una leyenda de gigantes que, durante un siglo,
pobló de estos seres los mapas del sur del continente. Por la misma época, un libro publicado
en Italia muestra unos hombres con cabeza de perro, que aullaban a la luna, y que eran muy
comunes en el actual territorio brasileño.

Pero el horror a la naturaleza alcanza su máximo en el libro que dio nombre a nuestro país, en
"La Argentina", el poema de Martín del Barco Centenera. Este autor llena la tierra de una
zoología fantástica, dictada por el miedo. Describe perros que morían bailando, arrojándose
voluntariamente al fango ardiente de una laguna. Ve sirenas que lloran y huye de los diablos.
Encuentra la tierra y los ríos llenos de amenazas: un hombre "en la boca de un pez perdido
había, lo que el pez le cortó con gran porfía".

En esta tierra hostil, los hombres de la expedición de Mendoza se comieron los caballos y las
ratas, las piernas de un ahorcado, y uno de ellos, el brazo de su propio hermano. Los de la
expedición de Caboto iban de isla en isla del Paraná buscando serpientes y el cazaba alguna
"pensaba que tenía mejor manjar de comer que el Rey". También comían osos hormigueros y se
quejaban amargamente por ello. Del olor de los zorrinos decían que "da mucha pena y parece
que se entra a la persona en las entrañas". El puma era un león degenerado, el tapir un elefante
que había perdido la trompa, la llama un camello sin jorobas y así sucesivamente. De este modo
se fue creando la idea de que en América la naturaleza sufría una degradación con respecto a
otras partes del mundo, tal vez por causa del calor excesivo. Y, por supuesto, estos sentimientos
se extendieron a los pobladores originarios del continente.

Esta acumulación de monstruosidades no es neutral desde lo político. El miedo a la naturaleza


aparece asociado al miedo a los hombres que vivían en ese ambiente. Al principio dijeron: estos
hombres tan extraños que aquí vemos, ¿son realmente hombres? Es decir, ¿tienen alma como la
tienen los europeos? Lo que, por supuesto, no es una disquisición puramente teológica: si
tienen alma, hay que procurar salvarla y evangelizarlos. Si no la tienen, hay que encadenarlos y
forzarlos a trabajar como se hace con cualquier animal.
LA NATURALEZA ARTIFICIALIZADA DE LAS CIUDADES EN DAMERO

En la Europa de la Conquista vemos ciudades amuralladas, laberintos de callejuelas a la sombra


de las almenas: torres cuadradas de los castillos moros, torres redondas de las fortalezas
cristianas. Son ciudades de hecho, edificadas y pobladas a medida que las necesidades
económicas y militares lo iban requiriendo. En Toledo, en Córdoba, en Granada, hay calles tan
estrechas que podría saltarse del balcón de una casa a la de enfrente. En Sevilla se apoyan casas
sobre la vieja muralla romana, para no tener el trabajo de levantar la pared del fondo.

Nada de eso ocurre en América. Aquí las ciudades nacen todas calcadas unas de otras, con su
Plaza Mayor al centro, con los mismos edificios situados de la misma manera y con las calles
cortándose en exacto ángulo recto, como en un tablero de ajedrez. Aquí se construye pensando
en poder atravesar una ciudad de una punta a la otra, en sentido longitudinal y transversal, sin
abandonar nunca la línea recta. En Europa las calles siempre son curvas. Hay razones políticas,
sociales y ambientales para hacer ciudades de una forma o de la otra.

La ciudad europea está hecha por los vasallos. Nobles, burgueses y artesanos la fueron
construyendo poco a poco, poniendo cada uno su casa donde quería. Después vino otro y puso
la casa junto al primero y así se fueron haciendo las calles, como una obra colectiva.

En América, la cosa es distinta. Porque estas Indias no son de España sino del Rey. Para que
eso quede muy en claro, Carlos V quiere dejar su impronta sobre el terreno. Manda Carlos,
pues, que todas las ciudades se hagan a su medida, de manera que cualquier persona que
camine por una de ellas perciba las marcas de su poder. Que el trazado de la ciudad sea en
damero: "Cuando hagan la planta del lugar -dice Carlos V-, repártanlo por las plazas, calles, a
cordel y regla, comenzando desde la plaza mayor y sacando desde ella las calles a las puertas y
caminos principales". Esa era la forma que mandaba el rey, y ésa fue la forma que Juan de
Garay le dio a Buenos Aires, esa lejanísima mañana de 1580, y que hoy se conserva, idéntica,
en el microcentro, lo mismo que en el centro histórico de Montevideo o de Santiago de Chile.

Pero las ciudades espontáneas europeas están hechas siguiendo la topografía. En Italia es
frecuente que las ciudades se construyan en el alto, como ocurre en Asís y en las zonas
montañosas de Sicilia, para poder reservar los espacios horizontales para la agricultura.
Sigüenza en Castilla-La Mancha y la mayor parte de los pueblos blancos de Andalucía siguen
el mismo modelo. En cambio, las ciudades europeas de mercaderes necesitan estar cerca del
agua, el principal medio de transporte de la época. Por eso, Sevilla, Florencia, Colonia y París,
entre tantas otras, sufren periódicas inundaciones. Lisboa tiene una ciudad alta y una baja.
Cuando Portugal se vuelca a la navegación, el Palacio Real se traslada del alto al bajo, junto al
río Tajo (1511).

En cambio, en la América española, la política domina sobre la topografía. La cuadrícula es tan


rígida que se la superpone al medio natural en vez de adaptarse a él. Así, se inundan los vecinos
de los arroyos Terceros de Buenos Aires. Se inundan también aquellos a los que la geometría
política ha asentado en los valles de inundación del Mapocho en Santiago de Chile o del
Guayre en Santiago de León de Caracas.

Lo que nos muestra la enorme inercia de las funciones urbanas. Las zonas que se inundaban
hace varios siglos son casi las mismas que hoy se inundan. El damero rígido impuesto por la
política colonial española asentará poblaciones en áreas de riesgo de inundación. Los siglos
posteriores los dejarán allí y, en la mayor parte de los casos, agregarán más y más población a
esas zonas.

LO ÚNICO QUE IMPORTA ES EL ORO Y LA PLATA

La doctrina mercantilista identificaba los metales preciosos con la riqueza misma. En las
colonias, el bloqueo al desarrollo va en paralelo con la actividad extractiva. De las colonias se
saca, nunca se invierte en ellas.

La historia económica de Buenos Aires comienza mucho antes de su fundación por Garay. En
realidad, empieza en una fría noche de 1545 cuando el indio Huallpa se perdió en los cerros
altoperuanos buscando una llama. Encendió una fogata para calentarse y las piedras le
devolvieron el reflejo. El cerro era de plata. ¡Pótojsi! dijo (ha brotado). Y durante doscientos
años la gente continuó creyendo que la plata del Potosí crecía como las plantas, renovándose
continuamente, al tiempo que la sacaban y embarcaban para Europa. Comenzaba la era de la
plata. “Por la dicha mina es Castilla, Roma es Roma, el Papa es el Papa y el Rey es monarca
del mundo", decía acerca de Potosí el cronista indio Felipe Guamán Poma de Ayala[5].

La posesión de territorios coloniales suplió en España al desarrollo artesanal e industrial,


proveyendo la capacidad de compra de esos productos en los mercados europeos. El metálico,
según Quevedo, nace en las Indias honrado / donde el mundo le acompaña / viene a morir en
España / y es en Génova enterrado. El metal nace en el cerro del Potosí, actualmente en
territorio boliviano. De allí baja una larga corriente de plata, que crea en su trayecto centros
comerciales y artesanales en toda la región central del actual territorio argentino. La economía
minera da su nombre al Río de la Plata, más tarde al país y genera una particular organización
del espacio nacional.

De 1503 a 1660 llegan a España 16 millones de kilos de plata, el triple de las reservas totales
europeas, originadas en su mayor parte en las minas del Potosí. Las autoridades coloniales no
regularon la producción de plata, con lo cual generaron en su país una acelerada inflación y
provocaron la ruina de gran número de actividades artesanales.

En los extremos del largo camino seguido por la plata se desarrollaron dos ciudades muy
distintas. En uno de ellos, Buenos Aires. Como el puerto necesario para comunicar Potosí con
la metrópoli. Un puerto cuyo movimiento no guardaba relación con las actividades productivas
de las áreas más próximas a él, sino que era la continuidad lejana de las riquezas del Potosí. Los
lingotes de plata llegaron a representar hasta el 80 ciento del valor de las mercaderías que salían
por Buenos Aires. La mayor parte de lo que ingresaba era contrabando. Se formó así una ciudad
predominantemente comercial, cuya riqueza no se basada en la producción sino en el
intercambio, característica que tendrá su importancia política en los años subsiguientes.

En la otra punta del camino, la Villa Imperial del Potosí, ciudad fantástica que en 1660 contaba
con 160.000 habitantes, igual que Londres y más que Sevilla, Madrid. Roma o París. La plata
llenó la ciudad de riquezas y ostentación: al igual que en la corte del Rey Arturo, de todas
partes llegaban caballeros y soldados de fortuna, cubiertos con lujosas corazas, para sostener
duelos con los campeones de la Villa, y los relatos de estos duelos, hechos por cronistas de la
época, parecen páginas de un libro de caballerías. Se construyeron 36 iglesias y en 1658 una
procesión recorrió las calles empedradas especialmente con lingotes de plata[6], [7].

Potosí es porque esta ciudad sintetiza una serie de problemas ambientales característicos de la
época, pero además preanuncia los de la nuestra. La alta rentabilidad obtenida por el sector
empresario se basó en una particular modalidad de subsidio otorgado por la Corona española,
que era asegurar mano de obra forzada. Si bien los indígenas que allí trabajaban cobraban un
salario miserable (a diferencia de los mercados capitalistas habituales), no podían elegir no ir a
trabajar a Potosí[8]. Esto crea un tipo particular de empresariado, que no hace inversiones de
riesgo porque tiene la rentabilidad asegurada por el Gobierno. Una situación que se repetirá
muchas veces en los siglos siguientes.

“La contaminación debida al mercurio fue común en los centros mineros españoles de las
colonias. La contaminación de la gente y el suelo no sólo afligió a los trabajadores de una
enorme mina de mercurio en Huancavelica, Perú, sino a los de todas las minas de plata donde
el proceso de amalgamación con mercurio se usaba para extraer plata del mineral de menor
gradación”[9].

El cerro estaba horadado por más de 5 mil bocaminas. Las condiciones ambientales de la
minería y del área industrial de Potosí eran simplemente infames. Los accidentes de trabajo y
enfermedades bronquiales eran elevadísimos. El humo tóxico de los hornos quemó la
vegetación en una zona muy amplia y sus efectos sobre los pulmones de los humanos fueron
semejantes. Un testigo de la época dice que si se exprimieran las monedas acuñadas en Potosí,
se les sacaría “más sangre que plata”. Algunas estimaciones sugieren que durante los dos siglos
de explotación intensa en Potosí, allí murió tanta gente como en Auschwitz, el peor campo de
concentración nazi de la Segunda Guerra Mundial.

Sin embargo, con mucha frecuencia los conflictos ambientales se olvidan y los actores sociales
no registran que determinados hechos han ocurrido. Muchos de estos olvidos no son más que
ocultamientos y suceden con especial intensidad en temas vinculados con lo que hoy llamamos
derechos humanos. Por eso me parece importante destacar este tipo de hechos. Y, por supuesto,
si alguien llega a decir que no ha atendido los problemas ambientales porque son demasiado
nuevos y acaba de descubrir su existencia, hay reales motivos de enojo.

MAL LUGAR ES AMÉRICA


Mal lugar es América, dicen todos. No sólo queda lejos de todo lo conocido, sino que, además,
su naturaleza sigue reglas extrañas e incomprensibles. A dos y aún tres siglos de la conquista
encontramos restos del miedo originarios a la naturaleza americana, esta vez usado como
pretexto "científico" para bloquear su explotación productiva.

Félix de Azara, un autor partidario de estimular la ganadería extensiva en el Río de la Plata y


desalentar la agricultura y la industria, se esfuerza por demostrar la rareza de las condiciones
meteorológicas americanas. Afirma que "una tempestad el día 7 de octubre de 1789 arrojó
piedras de hasta diez pulgadas de diámetro a dos leguas de Asunción".

Y por si no bastaran estos bloques de hielo de veinticinco centímetros que caían del cielo por
razones incomprensibles, se dedica a hablarnos de los rayos, y a dar una explicación científica
de esas cosas del Demonio: "En cuanto a rayos -afirma-, caen diez veces más que en España,
sobre todo si viene la tormenta del noroeste". Explica que eso no puede deberse a bosques ni a
serranías, y concluye que "es preciso conjeturar que aquella atmósfera tiene más electricidad o
que posee una cualidad que condensa más vapores y que los precipita más prontamente,
causando los meteoros citados".

No era una opinión aislada. En fecha tan tardía como 1790, los sabios de la época afirmaban
que en todas las Indias de Occidente -y aún en las zonas tropicales- la tierra era tan fría a 10 o
15 centímetros de profundidad que los cereales se helaban al sembrarse. Por eso, explican, los
árboles de América "en lugar de extender sus raíces perpendicularmente, las esparcen sobre la
tierra, horizontal, evitando por instinto el hielo interior que los destruye".

Así, los naturalistas inventan una ecología tan fantástica como la zoología de los primeros
cronistas. La tierra americana era tan helada que enfriaba el aire y por eso en los trópicos no
había animales grandes. De allí deducían que las semillas traídas de Europa no podrían
germinar, y que si lo hacían, darían unas plantitas raquíticas, tan endebles como los animales
domésticos que se importaban.

Contaban el fracaso de un comerciante que en 1580 había tratado en vano de aclimatar guindos.
Del trigo, sembrado con grandes cuidados, decían que sólo producía una hierba espesa y estéril
que había obligado en muchas regiones a abandonar su cultivo. De la viña decían que no
prosperaba, aún plantada en zonas semejantes a las regiones de los grandes viñedos de Europa.
Del café, que no podía engañar el gusto de quien hubiese probado los de Oriente. Del azúcar,
que era preferible cualquier otra a la del Brasil, considerada como la mejor de América. Era la
naturaleza y no la política quien condenaba a los americanos al estancamiento económico.

Poco a poco, esta naturaleza va siendo dominada, y su degradación se presenta como


mejoramiento. A fines del siglo XVIII se decía que esa frialdad del suelo americano se iba
transformando por el continuo tráfico, por el talado de los árboles y matorrales, por la
"sequedad" de las lagunas y "el calor de las habitaciones", que templaban "la constitución del
aire".

También la agricultura calentaba la tierra, por la labranza, que al remover el suelo facilitaba la
entrada de los rayos del sol, y por las "sales de las hojas y plantas que acumuladas en una larga
serie de años forman por su corrupción un mejoramiento natural", como lo habían deducido al
observar, sobre todo, el crecimiento extraordinario de algunas plantas "en terreno allanado por
el fuego". Es decir, que para "mejorar" un bosque había que quemarlo y que la obra humana
deseable era acelerar en pocos años el mismo proceso de degradación de la naturaleza que
había necesitado muchos siglos en Europa.

SIMÓN BOLÍVAR Y LA PROTECCIÓN ECOLÓGICA

La Emancipación significó la posibilidad de una nueva mirada sobre la relación con los
recursos naturales. La mayor parte de los líderes revolucionarios habían sido influidos por la
obra de Humboldt y su propuesta de un uso conservacionista de los recursos naturales. Bolívar,
Caldas, Belgrano, Sarmiento y Artigas fueron algunos de sus seguidores mas conocidos.

Estamos en 1825, poco después de las victorias que terminaron con el dominio realista en
América. En muchos países es época de anarquía y de guerras civiles. Pero también es el
tiempo de la utopía. En ese contexto, Bolívar lanza un sueño ecologista. El 19 de diciembre,
desde su palacio de gobierno en Bolivia, decreta la protección de las aguas y los bosques. En
los considerandos afirma que "una gran parte del territorio de la república carece de aguas y por
consiguiente de vegetales para el uso común de la vida". Agrega que "la esterilidad del suelo se
opone al aumento de la población y priva entretanto a la generación presente de muchas
comodidades".

Afirma también "que por falta de combustible no puede hacerse o se hace inexactamente o con
imperfección la extracción de metales y la confección de productos minerales que por ahora
hacen casi la sola riqueza del suelo".

Basándose en estos criterios decreta: "Que se visiten las vertientes de los ríos, se observe el
curso de ellos y se determinen los lugares por donde puedan conducirse aguas a los terrenos
que están privados de ellas".

"Que en todos los puntos en que el terreno prometa hacer prosperar alguna especie de planta
mayor cualquiera, se emprenda una plantación regulada a costa del estado, hasta el número de
un millón de árboles, prefiriendo los lugares donde haya más necesidad de ellos".

"Que el Director General de Agricultura proponga al Gobierno las ordenanzas que juzgue
convenientes a la creación, prosperidad y destinos de los bosques en el territorio de la
República".

Sabemos lo que pasó después. La ola de la guerra civil pasó por encima de las propuestas
ecologistas y también del sueño bolivariano de integración latinoamericana. Bolivia sigue
siendo un país sin bosques y sin agua, con el agravante de que ahora tampoco tiene el mar que
tenía en tiempos de Bolívar. En las pendientes de los Andes, el suelo se escapa después de cada
cosecha, sin que haya formas eficientes de detener la erosión. Bolivia es uno de los países en
que la desertificación avanza a mayor velocidad. En amplias zonas no hay árboles y la gente de
pocos recursos necesita leña para calentarse y cocinar, por lo que terminan con los pocos
arbustos que quedan. Sin vegetación, tampoco habrá nutrientes en el suelo. Sin suelo y sin
árboles, la lluvia se transforma en torrentes que destruyen todo a su paso para dejar,
nuevamente, la tierra seca y desierta. Una realidad muy distinta de la soñada por el Libertador,
en una época en la que los hombres prefirieron los cañones a los árboles.

LA PEOR FORMA DE CONTAMINACIÓN ES LA GUERRA

Las guerras también causan epidemias. En la guerra por la liberación de Haití, las condiciones
ambientales jugaron un rol decisivo, al derrotar a los ejércitos europeos. Los ejércitos franceses
enviados por Napoleón lucharon con refuerzos masivos hasta 1803, cuando decidieron evacuar
lo que quedaba del ejército. Diez mil hombres lograron regresar a Francia y 55.000 quedaron
enterrados en la ex colonia, muertos en su mayor parte por la fiebre amarilla.

Pero las guerras generan problemas ambientales y sanitarios con independencia del sitio en que
sucedan. Al terminar el sitio de Montevideo (1812-1814) la ciudad sólo tenía 10.000 habitantes,
habiendo muerto 20.000; como resultados de combates sólo 818, con 531 heridos que quedaron
mutilados[10]. En otras palabras, que el 4 por ciento de los muertos cayó en los combates y el
96 por ciento por las enfermedades ambientales asociadas a la guerra.

En Dominicana, después de un intento español de volver a apoderarse del país, en 1864, “los
soldados españoles sufrieron mucho en esa guerra. El país no tenía ni puertos, ni caminos, ni
ferrocarriles; las intensas lluvias tropicales se alternaban con los fuertes calores de la zona; la
malaria, la buba y las enfermedades intestinales causaban miles de bajas en sus filas”[11].

Durante la guerra de la Independencia de Cuba existieron situaciones de mortandad masiva por


hambre. El jefe español “ordenó la concentración de los campesinos en los sitios donde hubiera
guarniciones españolas, con lo cual quedó virtualmente liquidada la producción de viandas y
animales de carne y comenzó a generalizarse el hambre y la muerte por inanición. Los cubanos,
por su parte, estaban llevando a cabo la llamada "campaña de la tea", esto es, la destrucción,
por medio del fuego, de todos los ingenios y los cañaverales”[12]. En 1897, el ejército español
tuvo 30.000 bajas, sólo por enfermedades.

Es sugestivo que en casi todos los casos las enfermedades ambientales sorprenden a los
militares de todos los bandos, cuya preparación profesional los hace pensar sólo en enemigos
humanos. La ausencia de prevenciones ambientales es una constante.

UNA NUEVA ARTIFICIALIZACIÓN DE LOS ECOSISTEMAS

A partir de mediados del siglo XIX, los países americanos ingresan al sistema de la división
internacional del trabajo. Europeizan su cultura, sus ciudades y, por supuesto, sus finanzas y su
comercio. Para integrarse a los mercados internacionales se especializan en la venta de
productos determinados en los que tienen ventajas comparativas. En Europa esta
especialización se había hecho invirtiendo en fábricas. En gran parte de América, las
inversiones consistirán en transformar los ecosistemas para hacerlos aptos para satisfacer la
demanda internacional.

La pampa de los tiempos históricos no se parecía en nada a la actual. Así, todas las crónicas
coinciden en que la Buenos Aires del período colonial no tenía los campos fértiles que hoy
vemos, sino que estaba rodeada por un desierto que muchos califican como "horrible". Una
inmensa llanura de altos pajonales, casi sin un sólo árbol -salvo los del borde de los arroyos- en
el largo trayecto hasta Córdoba.

La ausencia de árboles se explica por la densidad del pajonal que sombreaba las semillas e
impedía su desarrollo. Si a pesar de eso, algún árbol conseguía crecer, era difícil que durase
mucho tiempo: las frecuentes tormentas eléctricas provocaban incendios de campos. Muy de
vez en cuando se veía un solitario ombú, cuyo tronco es prácticamente incombustible, o un
pequeño monte de chañar, cuyas semillas se activan con el fuego.

Pampa es un término indígena que significa llanura. Para Humboldt su aspecto "llena el alma
del sentimiento de lo infinito". Descripta por Sarmiento como "el mar en la tierra", su
vegetación originaria son las gramíneas y eso explica la buena adaptación que tuvieron las
gramíneas cultivadas, como el trigo y el maíz. Pero el fenómeno ecológico más extraño
ocurrido en la pampa fue la explosiva reproducción de las vacas y caballos que se le escaparon
a Pedro de Mendoza. Y que de unos pocos ejemplares pasaron a ser millones en unos cuantos
años.

Sucede que una ley ecológica bastante comprobada es que hace falta una dimensión mínima
para que una población animal subsista en estado salvaje. Si son muy pocos, los accidentes y
las enfermedades genéticas agravadas por los cruzamientos consanguíneos terminan
haciéndolos desaparecer. Esto vale tanto para Adán y Eva como para los ejemplares de
cualquier otra especie animal. Salvo, claro está, que el hábitat haya sido especialmente
acogedor.

Para las vacas y caballos del siglo XVI, la pampa fue un lugar muy parecido al paraíso terrenal.
Si, como dice Atahualpa Yupanqui, "hay cielo para el buen caballo", hace cuatrocientos años
ese cielo quedaba en la actual provincia de Buenos Aires. Porque esos animales se encontraron
con un ecosistema donde había un nicho ecológico desocupado: la pampa no tenía grandes
herbívoros. Apenas unos ciervos y guanacos, de mucho menor tamaño que ellos, que no
representaban competencia seria para los recién llegados. Tampoco había grandes carniceros
que se los comieran: los jaguares llegados del Litoral eran muy escasos y los pumas eran
demasiado pequeños para ellos. Sin competidores ni depredadores, el único límite a su
expansión fue la cantidad de pastos. De ese modo entraron al mito los infinitos rebaños de las
pampas.

Pero además, aunque estén condicionados por el ecosistema, los animales lo cambian a su vez.
La vegetación de altos pajonales resecos va siendo reemplazada por pastos más finos, a medida
que la presencia del ganado acelera el ciclo del nitrógeno. La bosta de millones de vacas y
caballos transforma el suelo y permite el crecimiento de los pastos que hoy conocemos. En
1825, un observador muy agudo llamado Charles Darwin cruza a caballo la provincia de
Buenos Aires de sur a norte. "Me he quedado sorprendido -dice Darwin- con el marcado
cambio de aspecto del campo después de cruzado el río salado. De una hierba gruesa pasamos a
una alfombra verde de pasto fino. Los habitantes me afirman que es preciso atribuir esa
mudanza a la presencia de los cuadrúpedos. Exactamente el mismo hecho se ha observado en
praderas de la América del Norte, donde hierbas comunes y rudas, de cinco a seis pies de altura,
se transforman en césped cuando se introducen allí animales en suficiente número".

Este profundo cambio en los ecosistemas que Darwin vio en sus comienzos culmina en el
proyecto modernizador de la Generación del 80. La fertilidad de la Pampa Húmeda es obra
humana, y la Región Pampeana que conocemos es tan artificial como una ciudad. Sólo que
nuestra falta de percepción nos lleva a confundir un paisaje agrario con un paisaje natural.

En esta etapa hay en todos los países un esfuerzo por avanzar en la transformación productiva
de sus ecosistemas naturales. Así como una generación atrás la literatura cantó el heroísmo de
la gesta libertadora, ahora se canta la conquista de la naturaleza. Andrés Bello invita a los
americanos a poner en producción los ecosistemas de sus respectivos países, que están
esperando el brazo del agricultor.

Para gozar de esos bienes, es necesario que los americanos abandonen las ciudades y vayan al
campo. “¿Por que ilusión funesta aquellos que fortuna hizo señores de tan dichosa tierra y
pingüe y varia, en el ciego tumulto se aprisionan de míseras ciudades? Romped el duro encanto
que os tiene entre murallas prisioneros. El campo es vuestra herencia: en él gozaos” [13].
Licencia poética: Bello no habla de la tenencia de la tierra ni de las condiciones sociales. El
propietario de los latifundios seguirá residiendo en la capital del país y viajará a menudo a
Europa, su segundo hogar. Los hombres que pongan en producción esos ecosistemas no serán
sus dueños y trabajarán en condiciones durísimas, no aptas para la sensibilidad poética.

Pero el deslumbramiento de la naturaleza se transforma en un canto a la deforestación, en una


épica del hacha y del fuego. Bello no imagina la utilización productiva de los ecosistemas
tropicales, sino en su completa destrucción y reemplazo por paisajes europeos. “El intrincado
bosque el hacha rompa, consuma el fuego, abrid en luengas calles la oscuridad de su
infructuosa pompa. Abrigo den los valles a la sedienta caña; la manzana y la pera en la fresca
montaña el cielo olviden de su madre España; adorne la ladera el cafetal. De la floresta opaca
oigo las voces, siento el rumor confuso, el hierro suena, los golpes el lejano eco redobla; gime
el ceibo anciano, batido de cien hachas se estremece, estalla al fin, y rinde el ancha copa. Huyó
la fiera, deja el caro nido. Deja la prole ímplume el ave, y otro bosque no sabido de los
humanos va a buscar doliente”. Es decir, que para Bello los bosques son inagotables y
simplemente la fauna busca otra selva para asentarse. Encontraremos la misma ilusión un siglo
más tarde. La ideología de la América inagotable aún subsiste entre nosotros.

Lo mismo ocurre en Brasil. Entre las décadas de 1860 y 1870, se produce el auge de la cultura
del café en Río de Janeiro. El rápido enriquecimiento de los propietarios impulsa el crecimiento
de ciudades en la región. Para reforzar los acuerdos políticos, el Imperio reparte títulos
nobiliarios entre los ricos fazendeiros[14]. El proceso de expansión de la cultura cafetera
traspasa las fronteras de Río de Janeiro, alcanzando Minas Gerais y la porción paulista del Vale
do Paraíba, primera región de São Paulo beneficiada por el enriquecimiento que lleva consigo
la caficultura. Río de Janeiro, como capital del Imperio Brasileño, permanece como centro
financiero y controlador del comercio del café producido en el Vale do Paraíba.

Sin embargo las tierras donde se plantan los cafetales, no soportan por largo tiempo la
agricultura sobre suelos desprotegidos, debido a fuertes declives y a la deforestación. En el Vale
do Paraíba se actuó sin el menor cuidado y ni precaución técnica. El resultado de la erosión fue
rápido y fatal, "bastaron sólo unos pocos decenios para que se revelaran rendimientos
acelerados decrecientes, debilitamiento de las plantas, aparición de plagas destructoras. Se
inicia la decadencia con todo su cortejo siniestro: empobrecimiento, abandono sucesivo de las
culturas, disminución demográfica”[15].

La supervivencia de la esclavitud en Brasil hasta fines del siglo XIX podría tener mucho que
ver con el hecho de que las tecnologías de la época para las producciones tropicales (realizadas
en las grandes fazendas) requerían mano de obra no calificada, que, por tanto, no necesitaba ser
cuidada, ni tratada como una inversión. Por el contrario, las producciones de clima templado
requerían mano de obra calificada, lo que hizo ineficiente la esclavitud en el Río de la Plata.

EL TIEMPO DEL CÓLERA

Los avances en el conocimiento no siempre se traducen en avances en la gestión ambiental y


sanitaria. En el siglo XIX, como en la actualidad, existen sectores científicos dispuestos a
sostener puntos de vista indefendibles, si se trata de respaldar determinados intereses
económicos. El caso del cólera es uno de los más ilustrativos. El siglo XIX es el siglo del
cólera. Hay más años con epidemias en algún lugar del mundo que sin ellas. Las causas tienen
que ver con los procesos ambientales desencadenados a partir de la Revolución Industrial
iniciada en el siglo XVIII en Inglaterra con la introducción de la máquina de vapor.

A partir de ese momento tenemos en casi todo el mundo migraciones masivas del campo a las
ciudades. Las barriadas de trabajadores tienen las peores condiciones de hacinamiento y de
falta de saneamiento que puedan imaginarse. Las autoridades que administran las ciudades a
menudo se no se ocupan de las cuestiones de higiene y saneamiento, lo que potencia los riesgos
de epidemias.

Lo interesante es que son muchos los científicos que evitan hablar de las condiciones
ambientales, cuando hay algún interés político, económico o militar en juego. En la Guerra de
la Triple Alianza (de Argentina, Brasil y Uruguay contra Paraguay, 1864-1870) la única
profilaxis al alcance de los soldados de ambos bandos fue el consumo de mate, ya que el agua
caliente ayudaba a matar los gérmenes del agua que sacaban de los pantanos que recibían las
excretas de hombres y animales y donde su pudrían sus cadáveres.
Sin embargo, un médico militar explica de este modo las causas de las enfermedades que
diezmaban a las tropas: “Yo creo que la presión atmosférica, el calor, la humedad y la
electricidad cuya acción es tan poderosa en las afinidades químicas y que aquí son llevadas a un
grado muy alto, determinan, muy probablemente los principios constituyentes del aire y en las
emanaciones extrañas de que se carga la atmósfera, modificaciones, combinaciones y
descomposiciones que deben ejercer una gran influencia tanto sobre el hombre fisiológico
como patológico”[16].

También se atribuyen las epidemias a “las peregrinaciones que verifican periódicamente de la


Arabia al Ganges innumerables caravanas de mahometanos”[17]. En todas partes encontramos
abundante literatura científica que evita hablar de las cuestiones obvias de saneamiento. Ante
una epidemia de cólera, la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires recomienda evitar el
sexo y el alcohol: “el que desprecia los consejos de la ciencia, vive en el desorden, abusa de la
bebida y de los placeres que debilitan, respira atmósferas insalubres y descuida los primeros
síntomas del mal, está muy expuesto a contraer el cólera confirmado”[18]. También se
recomendaba no cambiarse la ropa con frecuencia ni leer libros de medicina. En Santiago de
Chile se elaboran instrucciones semejantes.

Durante casi un siglo se discutió, contra todas las evidencias disponibles, si el cólera era o no
una enfermedad contagiosa. Fueron científicos muy prestigiosos quienes lo negaron
sistemáticamente. Esto no es sólo un muestrario de argumentos ridículos. Es la expresión de la
conducta de determinados científicos que prefirieron defender intereses creados antes que
buscar el conocimiento.

En efecto, aceptar el carácter contagioso del cólera, asociarlo a las condiciones de higiene y de
pobreza, implica la responsabilidad de actuar. Especialmente, de realizar inversiones para
mejorar la situación ambiental de los más necesitados. Se comprende, entonces, la necesidad de
atribuir el cólera al sexo y el alcohol. En el mismo sentido, la estrategia de echarle la culpa a la
víctima asumirá diversas variantes y continuará hasta la actualidad.

Después de muchas epidemias, los sectores dominantes aceptan que las enfermedades de los
pobres también los amenazan a ellos y comienzas a financiar sistemas de agua potable y
saneamiento. Esto cambia la prevalencia de las enfermedades ambientales. Si en el siglo XIX
domina el cólera, el siglo XX será, en sus primeras décadas, el tiempo de la tuberculosis.

LATIFUNDIO Y MONOCULTIVO

El modelo productivo se orienta hacia la producción de productos agropecuarios exportables en


grandes establecimientos. En ecosistemas muy distintos, con tecnologías que van variando a lo
largo de los últimos años del siglo XIX hasta el siglo XXI, se generan, sin embargo enfoques
comunes.

En todas partes la política tiende a la concentración de tierras. En países que no habían tenido
una importante acumulación de capitales, el capital por excelencia es la tierra y el poder es una
herramienta para acumularla. En Venezuela, José Antonio Páez aprovecha su lugar junto a
Simón Bolívar para convertirse en uno de los principales latifundistas del país. En Argentina, el
3 de febrero de 1852 se enfrentan en la batalla de Caseros el mayor propietario de la Provincia
de Buenos Aires (Juan Manuel de Rosas) con el mayor propietario de tierras de la Provincia de
Entre Ríos (Justo José de Urquiza).

Es frecuente que cada latifundio esté rodeado por un cinturón de minifundios. De un modo
semejante a las tierras asignadas a los siervos de la gleba en la Edad Media, los latifundistas
otorgan algunas tierras de inferior calidad a los trabajadores, como una forma de permitir su
subsistencia en el período estacional en el que no trabajan en la hacienda. Se trata de personas
que complementan sus ingresos con producciones de autosubsistencia y trabajos que realizan
en la gran hacienda. En la medida de que disponen de una superficie muy pequeña, lo habitual
es que se expandan a costa de la vegetación natural.

Se produce para los mercados internacionales, lo que significa que se pasa de una producción
diversificada para autoconsumo a una producción restringida a los pocos productos que son
más rentables. El monocultivo implica extraer siempre los mismos nutrientes de la tierra, ya
que los requerimientos de cada especie vegetal son diferentes. El resultado es el descenso de los
rendimientos por agotamiento del suelo.

LA CONDUCTA AMBIENTAL DE LAS DICTADURAS

Los latifundios del siglo XIX estaban en manos de los grandes grupos de poder local. En el
siglo XX hay un fuerte crecimiento de los latifundios pertenecientes a empresas
multinacionales, a menudo asociadas a sistemas industriales. Su influencia en las decisiones
sobre los recursos naturales y la propia gestión política en general ha sido tan grande que llevó
a incorporar al lenguaje corriente la expresión “republiqueta bananera”. La calificación banana
republic fue acuñada por el escritor norteamericano O. Henry en una novela casi olvidada
llamada “Coles y reyes”, publicada en 1904, ambientada en Anchuria (Honduras)[19].

Las dictaduras latinoamericanas se caracterizaron por facilitar el saqueo de los recursos


naturales de sus respectivos países. El dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo otorgó a
sus propias empresas, manejadas por testaferros, grandes concesiones madereras sobre los
bosques nativos. Lo mismo hicieron otros dictadores emblemáticos como “Papa Doc” Duvalier
de Haití, Alfredo Stroessner de Paraguay o Anastasio Somoza de Dominicana.

Las obras públicas de los dictadores de esta etapa pueden llegar a tener un absoluto desprecio
por sus consecuencias ambientales. El dictador imaginario de García Márquez entrega a los
norteamericanos el mar territorial, lo que en la novela significa que se llevan el agua con
grandes exclusas y dejan la capital –antes costera- junto a un gran desierto de arena.

Muchas de las grandes obras diseñadas en tiempos de dictadura tuvieron el mismo carácter
irracional que el resto de sus políticas. El dictador cubano Fulgencio Batista intentó construir
un canal navegable que atravesara su país para acortar los tiempos de navegación. Lo iba a
llenar con agua de mar (el de Panamá utiliza agua dulce) lo que habría significado la
salinización de cursos de agua y napas subterráneas en una amplia zona.

Por su parte, Alfredo Stroessner impuso una traza absolutamente irracional para la represa
argentino-paraguaya de Yacyretá, que encareció desmesuradamente la obra, para evitar la
inundación de un palacio que usaba para ocultar sus actividades de pedofilia.

LA DEFORESTACIÓN DE UN CONTIENENTE

La deforestación del siglo XX está ligada a grandes procesos de producción. Algunos son
formas de expansión de las fronteras agropecuarias sobre tierras de bosques. Otros son
extracción de materias primas forestales, realizados en gran escala. La expansión urbana es una
muy fuerte presión a la extracción de maderas para construcción. La mata atlántica, el bosque
tropical brasileño próximo a las costas, comienza a talarse para emplear sus maderas en la
expansión de Río de Janeiro y São Paulo. Pronto se cortan en tablones las gigantescas
araucarias y se las exporta con el nombre de pino Brasil para armar en Buenos Aires
incontables encofrados de hormigón. A comienzos del siglo XX estos pinares ocupaban 50
millones de hectáreas en el estado de Paraná. A fines de la década de 1970 había 641 mil
hectáreas con formaciones densas de esta especie y 2,5 millones con formaciones más
claras[20].

La selva amazónica no es, como a menudo se cree, el pulmón del mundo. Se trata de un sistema
complejo que funciona como si fuese cerrado, y que consume prácticamente todo el oxígeno
que produce. Más allá de los mitos que circulen sobre esta región, lo cierto es que su apariencia
de fertilidad inagotable ha sido la causa de tantos proyectos fracasados sobre la región. Desde
los lejanos tiempos del marqués de Pombal, siempre se vio a la Amazonia como la tierra de
promisión, donde cualquier cultivo tendría rendimientos infinitos, casi sin esfuerzo alguno. El
retraso económico de la región se explicaba con argumentos de tipo racista, sobre la indolencia
de los nativos y la necesidad de algún capitalista extranjero capaz de explotar esas riquezas con
visión de futuro.

El primero de los salvadores modernos del Amazonas fue Henry Ford, quien en 1927 compró
un millón de hectáreas en el estado de Pará, junto al río Tapajós. Era un momento de grandes
dificultades económicas en el mercado mundial del caucho. La economía norteamericana se
apoyaba en la industria automotriz, que necesitaba de neumáticos de caucho. Por lo cual
parecía una buena idea hacer una gigantesca plantación de caucho en su misma tierra de origen.
La forma de obtención del caucho era tan primitiva y artesanal, que parecía el sitio ideal para
llevar a la práctica los principios de división del trabajo, mecanización y organización en gran
escala que caracterizaron al fordismo. Los trabajadores caucheros (seringueiros) van buscando
en la selva ejemplares de este árbol, que van sangrado periódicamente.

Ford diseñó una explotación moderna, que combinaría los criterios industriales de eficiencia
para el cultivo del caucho y la extracción y exportación de maderas duras. La ilusión de
abundancia de la naturaleza era tal que a nadie le importó conocer cómo era realmente la selva.
A la distancia sorprende la ignorancia ecológica de quienes intentaron realizar los grandes
proyectos en el Amazonas. Por una parte, tenían una ilusión de homogeneidad, que les hacía
creer que era lo mismo una parte de la selva que otra. La tierra elegida tenía colinas y suelos
arenosos, que dificultaron el uso de maquinarias. El rey de los motores a explosión tuvo que
retornar a las viejas carretas de bueyes, las únicas capaces de circular por esos terrenos.

Pero además, se realizó el emprendimiento sin tener los mínimos conocimientos sobre la
ecología de la selva. Pronto empezaron a crecer miles de hectáreas con monocultivos de
caucho. La ambición llevó a plantar los árboles tan juntos que sus ramas se rozaban. Apenas
crecían, los hongos y los insectos destruyeron una plantación tras otra. Para combatirlos, se
trajeron variedades que parecían resistentes, pero la extraordinaria capacidad de mutación de
los insectos fue generando nuevas plagas. Las 53 variedades se volvieron susceptibles, y no
menos de 23 variedades de insectos depredadores también atacaron los cultivos[21].

En 1941 la Compañía Ford del Brasil tenía 2.723 empleados trabajando sus plantaciones, En
1945, después de una inversión total del orden de los 10 millones de dólares, Henry Ford II
vendió sus tierras al gobierno brasileño por 500.000 dólares. Parte de ellas seguían intactas y
otra parte había sido irreversible e inútilmente deforestada.

LA URBANIZACIÓN DE AMÉRICA LATINA

Durante el siglo XX las ciudades latinoamericanas tuvieron los índices de crecimiento más
altos del mundo. Un modelo agrario que no retiene población en el campo, la pérdida de
fuentes de trabajo en las pequeñas ciudades, impulsaron un continuo proceso de migración
hacia las grandes ciudades, con el consiguiente colapso ambiental y demográfico.

La homogeneización cultural lleva a construir en todas partes paisajes urbanos semejantes. Los
edificios de acero y cemento de la mayor altura posible son los símbolos urbanos de esta época.
Las capitales quedan rodeadas de un cinturón de viviendas precarias, carentes de servicios
básicos, cuyas condiciones ambientales son extremadamente deficitarias. Los sectores de
menores recursos son los que no tienen acceso al agua potable ni al saneamiento, edifican sus
viviendas entre basurales abandonados y respiran las emanaciones de la industria química y
petroquímica. En el siglo XX, los temas de nivel de vida y los de calidad de vida son,
sencillamente, los mismos.

Los niveles más críticos se encuentran en las ciudades ubicadas en valles, debido a las
dificultades de circulación del aire. Un fenómeno meteorológico llamado de “inversión
térmica” fue observado primero en Los Ángeles y después en Ciudad de México, Santiago de
Chile, San Pablo y Caracas. Los cordones de montañas que rodean la ciudad detienen los
vientos que podrían actuar sobre el humo. Una capa de aire frío se estaciona en la atmósfera e
impide que el aire contaminado ascienda y disperse los gases emitidos en la ciudad. Poco a
poco se eleva la concentración de esos gases, originados en automotores y en chimeneas de
fábricas.
Durante siete meses, de noviembre a mayo, casi no llueve, con lo que se agravan las
"inversiones térmicas" que son habituales en los meses más fríos[22]. Esto llevó a empeorar la
contaminación del aire, lo que hizo que se declararan varias situaciones de emergencia
ambiental. Pero el principal responsable no es la cantidad de habitantes sino la irracionalidad de
un sistema de transporte basado en el automóvil individual.

Santiago de Chile repite el drama de Ciudad de México. Desde hace milenios, los mejores
lugares para el asentamiento de nuestra especie son los valles. Disputados en las guerras,
cantados en la literatura, a partir de esta etapa los valles son sitios en los que el aire circula con
dificultad y cuyos habitantes maldicen en el momento en que la autoridad ordena una
emergencia ambiental y la economía y el tránsito se detienen a la espera de una brisa salvadora.
Así como el verano es la época de la escasez de agua, el invierno es el tiempo de la escasez de
aire, ya que es el momento de mayor frecuencia de inversiones térmicas. Para el caso de
Santiago de Chile, así como en otras ciudades latinoamericanas, la mayor proporción de la
contaminación atmosférica proviene del transporte, sector que es la fuente principal de emisión
de óxidos de nitrógeno, hidrocarburos y monóxido de carbono. Un tema que despierta tanta
angustia que en algún momento se discutió el proyecto de dinamitar uno de los cerros de
Santiago para facilitar la circulación de los vientos[23]. ¿Es más fácil cambiar la naturaleza que
las costumbres y la forma de vivir en una ciudad?

A partir de 1926, cuando el petróleo pasó a ser el primer producto de exportación de Venezuela,
se inició un éxodo masivo hacia Caracas. A medida que se va saturando el valle, los recién
llegados se van ubicando en sitios de cada vez mayor riesgo geológico, sobre los cerros que
rodean la ciudad. Los desbordes y aludes fueron el comienzo, ya que esa población pasó a estar
en situación de riesgo ante deslaves y terremotos[24]. Al cerrarse las fuentes de trabajo del
interior del país y al definir un modelo irracional de uso del espacio urbano, sólo les quedaba a
los pobres la autoconstrucción en las laderas de los cerros. Y se creaban las condiciones para
poner en situaciones de riesgo ambiental a grandes contingentes de población.

Sin embargo, las ciudades ubicadas en llanuras abiertas tampoco están libres de tener
fenómenos semejantes. Y es que una gran ciudad genera alteraciones climáticas en su propio
territorio. La idea de que las ciudades edificadas en llanuras están “abiertas a los cuatro
vientos” es una ilusión. Lo están, pero por encima de la edificación, donde los vientos no tienen
obstáculos. Pero al nivel del suelo, o, mejor aún, al nivel del sistema respiratorio de sus
habitantes, cada calle se comporta como si fuera un valle, y obstaculiza la circulación de los
vientos. Los “malos aires” que tanto preocuparon a los urbanistas del Renacimiento, han
regresado.

ALGÚN COMENTARIO FINAL

Hemos visto unos pocos episodios destacados de la compleja relación de América latina con su
soporte natural. Tal vez lo más importante que tengamos para decir es tratar de superar el mito
de los conquistadores, para quienes la naturaleza americana era inagotable.
Se agotan nuestros bosques, nuestra fauna, se agota el agua subterránea, se contamina el agua
superficial y aún parece agotarse la capacidad de autodepuración del aire de nuestras grandes
ciudades.

¿No será el momento de pensar algunas cosas de vuelta y tratar de mejorar nuestra relación con
la naturaleza de la que depende nuestra subsistencia?

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[1] Lic. en Economía Política, escritor. Profesor Titular en las Universidades de Buenos Aires y
Belgrano. Mail: brailovsky@uolsinectis.com.ar
[2] Bibliografía general: Brailovsky, Antonio Elio: Historia ecológica de Iberoamérica: Primer
tomo: De los mayas al Quijote:”, Buenos Aires, Ed. Kaicrón-Le Monde Diplomatique, 2006, y
Brailovsky, Antonio Elio: “Historia ecológica de Iberoamérica: Segundo: De la Independencia
a la Globalización”, Ed. Kaicrón-Le Monde Diplomatique, 2009.
[3] Vargas Llosa, Mario, en: Varios autores: "Descubriendo el valle del Colca", Barcelona,
1988.
[4] Arguedas, José María: “Señores e indios”, Ed. Calicanto, Buenos Aires, 1976.
[5] Desarrollado sobre la base de Brailovsky, Antonio Elio y Foguelman, Dina: “Memoria
Verde”, Sudamericana, 1992.
[6] Martínez Arzanz y Vela, Nicolás de: “Historia de la Villa Imperial de Potosí”, Buenos Aires,
1943.
[7] Capoche, Luis: “Relación General de la Villa Imperial de Potosí”, Madrid, 1959.
[8] Tandeter, Enrique: “Coacción y mercado: la minería de la plata en el Potosí colonial, 1692-
1826”. Buenos Aires, Sudamericana, 1992.
[9] Coatsworth, John: “Ciclos de globalización, crecimiento económico y bienestar humano en
América Latina”.
[10] Praderi, Raúl y Bergalli, Luis: “Notas para una historia de la cirugía uruguaya”,
Montevideo, 1981
[11] Bosch, Juan: “De Cristóbal Colón a Fidel Castro”, Madrid, Alfaguara, 1970.
[12] Bosch, Juan: “De Cristóbal Colón a Fidel Castro”, op. cit.
[13] Bello, Andrés: "Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida", Elija Clarence Hills, ed. “The
Odes of Bello”, Olmedo and Heredia. New York: G. P. Putnam's Sons, 1920. El texto ha sido
sintetizado por razones didácticas.
[14] Larra, Raúl: “Historia de América”, ediciones Ánfora, 1973.
[15] Argollo Ferrao, André Munhoz de: “Paisaje cultural del café en Brasil”, en Tesis Doctoral,
São Paulo, 1998.
[16] Damianovich, cit en: Rodríguez, Marcelo Gabriel: “La Sanidad Militar Argentina, durante
la Guerra de la Triple Alianza”. Buenos Aires, Hospital Militar Central. 2004.
[17] Puga Borne, F: “Cómo se evita el cólera. Estudio de hijiene popular”. Santiago de Chile,
1886. Suponemos que el autor se refiere al retorno de las peregrinaciones a la Meca.
[18] “Instrucciones precaucionales dictadas durante la epidemia de cólera”.
Tomado de: Ordenanza Municipal de la Ciudad de Buenos Aires, 20/12/ 1886.
[19] Ver comentarios en: Pérez-Brignoli, Héctor: “El fonógrafo en los trópicos: sobre el
concepto de banana republic en la obra de O. Henry”, en Iberoamericana, VI, 23, 2006.
[20] Cunill Grau, Pedro: “Las transformaciones del espacio geohistórico latinoamericano,
1930-1990”, op. cit.
[21] Hecht, Susanna y Cockburn, Alexander: “La suerte de la selva”, Bogotá, Ediciones
Uniandes, 1993.
[22] “El reto ambiental del desarrollo en América Latina y el Caribe". CEPAL-PNUMA,
Santiago de Chile, 1990.
[23] Se trata de un proyecto imaginado durante la dictadura del general Augusto Pinochet. Es
decir, en un momento en que se intentó resolver todos los problemas mediante el uso de la
violencia ejercida desde el poder poder.
[24] Sarli, Alfredo Cilento: "Sobre la vulnerabilidad urbana de Caracas" Revista Venezolana de
Economía y Ciencias Sociales vol.8, n.3, Facultad de Economía y Ciencias Sociales
Universidad Central de Venezuela.

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