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La poesía boliviana y quechua

Pakarina Ediciones y la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San
Marcos de Lima (Perú), acaban de publicar el libro “Poesía Quechua en Bolivia”.

Este trabajo de 804 páginas reúne la poesía de 76 autores bolivianos, desde Adela Zamudio, Saturnino
Olañeta y Vicente Donoso, pasando por Luzmila Carpio, Elvira Espejo, Iván Prado, Eliseo Bilbao y Lidia Coca
Mercado, entre otros.

La antología “Poesía Quechua en Bolivia” ha sido realizada por el peruano Julio Noriega Bernuy, doctor en
Letras por la Universidad de Pittsburgh y profesor del Knox College de Estados Unidos, y quien pasó un año
en Bolivia recorriendo las diferentes poblaciones donde se habla quechua.

Noriega Bernuy estuvo tres meses en Quillacollo, en la casa de Coca Mercado (La Paz 1950 - Quillacollo
2015). Noriega —que posiblemente llegue al país para presentar su obra— conoció a Lidia en la Universidad
Bartolomé de las Casas de Cuzco, cuando la boliviana realizaba una maestría y escribía textos en quechua
para la revista de dicha universidad.

“Son nueve capítulos (que conforman este libro) que son importantes. Esto ha hecho en un año de trabajo,
recopilando de fuentes primarias o buscando en cuadernos y textos de profesores. Éste es un compendio
importante para la literatura quechua boliviana”, dice sobre el libro Juan Clavijo Román, esposo de la
fallecida Lidia.

Las posturas posmodernas esconden un profundo desprecio por las cul- turas originarias. Al contrario de lo
que podri ́amos esperar, su multiculturalismo las lleva a expresar un oculto tufillo aristocrático o una sutileza
perversa y excluyente, aun cuando aparentan ser progresistas en la escena literaria contemporánea. Desde
hace más de dos décadas vivimos en el Abya Yala un momento nuevo donde la poesi ́a indi ́gena se plasma
como un proyecto común desde las lenguas originarias. En este sentido, la reciente publicación de Paria
Zugun (2014) en que Adriana Pinda, de origen mapuche, sigue la li ́nea creciente de una poesi ́a que lei ́amos
ya en Ajkem Tzij, Tejedor de palabras (1996) del poeta maya k’iche Humberto Ak’abal o Tatsjejin nga
kjaboya, No es eterna la muerte (1994) del poeta mazteco Juan Gregorio Regino.
La escena cultural insiste, sin embargo, en el silenciamiento y en el desencuentro entre la poesi ́a indi ́gena y
la cri ́tica, toda vez que ésta opta por obviarla. Basta leer las páginas de trabajos que en el área andina han
contribuido con aportes significativos para la comprensión de las prácticas literarias del siglo XIX y XX, me
refiero a Hacia una Historia Cri ́tica de la Literatura en Bolivia (2002), editado por Blanca Wiethü chter y Alba
Mari ́a Paz Soldán para el caso boliviano, en cuyas páginas la literatura quechua está ausente, al contrario de
lo que ocurre en Colombia, donde los trabajos de Miguel Rocha (2014) si ́ la incluyen de manera preferencial.
Aun asi ́, los trabajos inaugurales de Á ngel Mari ́a Garibay, las discusiones de Miguel León-Portilla, las
reflexiones de Edmundo Bendezú, o los importantes aportes del bloque sureño respecto a la poesi ́a
mapuche (Iván y Hugo Carrasco, Claudia Rodri ́guez) han sentado las bases de una tradición cri ́tica en la
poesi ́a indi ́gena.

Convengamos en que la poesi ́a quechua tiene una doble orientación. La que viene de la tradición ancestral
junto con el origen de la lengua, acompañ ada del cuerpo y del evento, y la otra que tiene que ver con
la domesticación de la palabra por los misioneros (Noriega 2011) o con el rapto de la palabra (Espino 2015)
en pleno siglo XX. El desarrollo de esta doble tradición sin duda ha sido desigual en toda la historia reciente.
Se puede rastrear esta poesi ́a en los cuadernillos publicados en Potosi ́ y Oruro a fines del siglo XIX; pero, sin
duda, es a mediados del siglo an- terior cuando, con el concurso internacional de poesi ́a quechua de 1951
en Cochabamba, se difunde la poesi ́a de Mosoh Marka, que aparece en esta antologi ́a, y se publica en
Cuzco, al año siguiente, el primer libro orgánico de poesi ́a, de gestos sublevantes y una escritura
monolingü e quechua, Taki parwa (1952) de Kilko Warak’a (Andrés Alencastre). A partir de lo cual se sigue
una li ́nea de producción poética que resulta divergente y desigual para todo el área andina, como lo será en
el caso del quichua ecuatoriano, el de los quechuas del Perú o el del quechua de Bolivia, con especial énfasis
en estos dos últimos pai ́ses. No apareci ́a con certeza una continuidad, con la excepción de algunos autores
que de manera individual coparon el espacio letrado indi ́gena: Ariwa Kuwi o la reciente Achic Pacari Lema o
Ch’aska Eugenia Anka Ninawaman hasta el lanzamiento poético de Olivia Reginaldo, las participaciones
locales de poetas quechuas tanto como la publicación de dos revistas quechuas Atuqpa chupan y Kallpa.

Según lo observado en nuestros viajes a La Paz y a Cochabamba, la poesi ́a pareci ́a haberse detenido en el
inventario de Jesús Lara, el de La poesi ́a quechua (1947), aun cuando conoci ́amos los poemas de Lidia Coca
que en la revista Guaca tuvo la ocasión de publicar. Al parecer, y asi ́ lo haci ́an ver sus propios cri ́ticos, haci ́a
falta promover la discusión sobre poesi ́a quechua e incentivar la preparación de antologi ́as más com- pletas
y actualizadas. Cuando todo semejaba quedarse en el modelo de escritura caracterizado por Lara, quien,
además, se limitaba a repetir la imagen paladina del Inca Garcilaso de la Vega; cuando la poesi ́a quechua
pareci ́a no tener importancia en la escena literaria boliviana, uno de nuestros estudiosos empezó
lentamente a recopilar textos poéticos, viajó por distintas ciudades, halló un repositorio inimaginable,
conversó con autores y seudo autores, que por su apariencia de gringo le exigi ́an algún tipo de retribución.
Me refiero a Julio Noriega y a su exigente y notable trabajo: Poesi ́a quechua en Bolivia que reubica las
prácticas poéticas de América del Sur y en especial las de la poesi ́a quechua, cuyas referencias nos enviaban
siempre al pasado colonial o a la música popular, pero no necesariamente a la práctica de una literatura.

Resulta inevitable mencionar a Julio Noriega como a uno de los estudiosos más lúcidos y profundos de la
cultura quechua por su capacidad de sistematizar e imaginar escenarios históricos tanto en su azaroso y
complejo devenir como en el contexto de la movilidad social y cultural quechua. Asi ́ lo atestiguan sus libros
Escritura quechua en el Perú (2011) y Caminan los apus (2012), desde lo que podri ́amos llamar aportes para
una lectura andina y cri ́tica de la cultura quechua contemporánea. Todo esto como consolidación de una
trayectoria intelectual que se inicia con una modesta pero contundente tesis de grado, Regionalismo y
literatura peruana (1985), y cuyos trabajos se definen con la publicación de una singular colección de poesi ́a
que visibiliza todo el siglo XX: Poesi ́a quechua escrita en el Perú (1993). Este libro se convertiri ́a pronto en
referente necesario para cualquier acercamiento a la cultura andina del siglo XX. Se trata, pues, de una de
las antologi ́as más completas e intensas, publicada en un momento en que hablar de poesi ́a quechua
pareci ́a un ejercicio más o menos de iniciados o una postura exótica. Con esta experiencia trasunta los dos
primeros referentes, la Poesi ́a quechua (1965) de José Mari ́a Arguedas, una antologi ́a basada en
traducciones y en la que se incluyen solo a tres poetas contemporáneos y la Literatura quechua (1980) de
Edmundo Bendezú que ofreció una versión parcial, contemporánea y solo en traducciones. En cambio, la
antologi ́a de Julio Noriega es un libro emergente, aleccionador y tremendamente fértil para la producción
intelectual quechua. Por su insistencia en el lenguaje y no en la ortografi ́a, Poesi ́a quechua en Bolivia se
preocupa por presentar la escritura diversa, no en unifi-carla, sino en resaltar lo heteróclito. Julio Noriega
Bernuy no tiene la vocación del civilizador, es más bien el waykimasi que se sabe de adentro por su origen
andino-quechua y que se sabe mover en el otro escenario, el de la academia, por su trabajo sobre otras
literaturas no indi ́genas. Asi ́, repito, nos advierte de la enorme variedad de tradiciones literarias en las que
se escribe y al mismo tiempo exhibe los li ́mites de un tipo de escritura como ésta para la consolidación de
una tradición literaria escrita en quechua.

La estructura de esta antologi ́a concilia el eje diacrónico con el asun- to temático y establece, al mismo
tiempo, no solo la continuidad poética en la forma sino en la trasgresión de la misma, cuyo transcurrir lo
obser- vamos en las nueve unidades con las que se organiza la antologi ́a. De este modo se combinan
escritores conocidos con inéditos. Asi ́ entonces, se empieza con autores que aparecen tempranamente en
Oruro y en La Paz. El empeñ o por hacer visible la presencia de la poesi ́a quechua no parece seguir el camino
de la tradición poética hegemónica de nuestros pai ́ses. Todo lo contrario, invita a crear una agenda para el
debate. Lo hace a través de la diversa y heteróclita poesi ́a que nos propone, desde los textos que muestran
ya su “vejez” respecto a la “joven” poesi ́a que aparece en- tre aquellos que nomina como “Inéditos” o
aquellos que aparecen como parte del apartado “Centros de aprendizaje” Si hay que volver sobre la poesi ́a
quechua boliviana, tendremos que recuperar una estructura inherente, en su inevitable vi ́nculo con el canto
o con la representación del poema, es decir, la presencia del cuerpo y de la palabra, cuando ésta se dice. Y
ésta es una nota que resalta en la poesi ́a boliviana, pero al mismo tiempo, es aquello que nuestro autor
define como poesi ́a bilingü e, esto es pensada desde la condición de llaqta y ayllu, es decir desde un
nosotros, que es exclusivo y excluyente (ñ uqayku) a un que más bien piensa los tránsitos y la movilidad que
asume como caracteri ́stica las posibilidades de que el otro, el de la ciudad y la capital lo conozca en su
lengua, además del quechua, que se traduciri ́a en un nosotros inclusivo, profundamente intercultural
(ñ uqanchis).

Sin duda, Poesi ́a quechua en Bolivia es cierre y apertura, ya que con su publicación concluye una demanda a
la que silenciosamente ha sabido responder Julio Noriega. Y apertura, porque, como reclama
insistentemente la academia, este corpus organizado que convierte a la poesi ́a en un hecho contundente,
en una muestra de su propia existen- cia, provocará una inevitable movilidad discursiva y será un llamado a
los doctores, para repensar lo epistémico de la literatura latinoamericana y de la literatura andina en
particular. De alli ́ que la investigación de Julio Noriega constituya un aporte singular que, sin complejidades
teóricas, se asienta en lo que habi ́a venido escribiendo en torno al que- chua, pero que ahora, desde la
poesi ́a contemporánea y en diálogo de retorno con los hablantes-lectores en quechua, se realiza como un
acto de reciprocidad. En este sentido, Julio Noriega nos recuerda a Guamán Poma de “Camina el autor”, en
una suerte de travesi ́a que apenas se ha detenido para entregarnos Poesi ́a quechua en Bolivia, libro katatay,
kipe, tejido tenso que pone en discusión el aparente orden de las letras y las culturas en los Andes.
Interpretación simbolica y poética

El problema de la inefabilidad de la experiencia mística es corolario de la propia naturaleza del fenómeno en


sí. El objeto de la expresión mística es acercarnos al misterio del contacto con una realidad trascendente
que sobrepasa los niveles racionales humanos, y por con siguiente, lingüísticos. Sin ser un hecho
específicamente místico, puesto que se manifiesta en poetas y filósofos, es decir, en quienes intentan
ofrecernos una visión totalizadora del hombre y del mundo, la insuficiencia del lenguaje se agrava en el caso
de la explanación de unas vivencias que por su misma esencia resultan inaprensibles para la capacidad
cognoscitiva del sujeto que las sufre.

Ante esta realidad, el místico ha de decidirse por alguna de las siguientes opciones:

1. Opción radical: negación de toda posibilidad de comunicación; esto es, el silencio.

2. Opción caracterizada por el predominio de la función expresiva: lenguaje interjectivo, fórmulas del
tipo «balbuceo», «no sé qué», etc., características de todo déficit de expresión respecto de la emoción.

3. Opción que pone de manifiesto un poderoso esfuerzo por parte del místico experimental para establecer
la comunicación lingüística. Para lograrla deberá recurrir a un uso lingüístico que aproveche al máximo la
disponibilidad del sistema de la lengua en todos sus niveles, principalmente en el léxico-semántico.

En consecuencia, el escritor, y ya no sólo místico adoptará y adaptará los recursos del lenguaje poético, en
cuanto éste es considerado como un uso lingüístico creador dentro de la lengua, tal y como lo caracteriza,
por ejemplo, P. Guiraud: «Exprimant l'ineffable, elle [la poésie] torture la langue, la dilate, en révèle toutes
les possibilités de signification que celle-ci ignore, qu'elle dédaigne ou qu'elle refuse comme étrangères à
son objet. L'art du poète est un abus du langage, constamment dépassé, sursignifié.

El místico no se contenta únicamente con su experiencia, sino que, por motivos de necesidad expresiva -
sufre un desbordamiento amotivo análogo al del poeta, aunque superior en complejidad y elevación,
desbordamiento que por su misma intensidad le empuja a una expresión exaltada de sus sentimientos,
desea comunicar lo vivenciado. En esta actitud se identifica con el verdadero poeta.

Existe un consenso generalizado entre los críticos especializados en literatura mística en afirmar que el
único modo de expresar lo inefable es, precisamente, mediante el lenguaje poético. Esto, en primer lugar,
porque dada la naturaleza de las vivencias místicas, el sujeto que pretenda expresarlas se verá impulsado,
impelido, a modificar el lenguaje normal. Y lo conseguirá mediante un uso lingüístico que potencie el
abanico de libertades lingüísticas que le permite el sistema en todos sus planos. El aprovechamiento al
máximo de estas potencialidades coincide con el que efectúa el poeta. Así, pues, mediante la palabra
poética, el místico «llega a tocar el misterio en su desbordante plenitud y balbucir lo que puede de esa
experiencia... La poesía es una penetración real, aunque parcial, del misterio. Y el paradigma de todos los
misterios es Dios.

Para San Juan las vivencias místicas sólo podían plasmarse, de un modo alusivo, desde luego, a través de
recursos líricos. La poesía es el vehículo expresivo dé un contenido específico, la experiencia mística que se
quiere gozosamente comunicar a todo el mundo. Ahora bien, «los afectos -y su expresión poética- brotan ya
acuñados en perfil místico, y ello en momentos próximos a la inefable vivencia. San Juan confía toda su
doctrina espiritual a unos cuantos símbolos que se prestan a una rica gama de interpretaciones. Ello entraña
un riesgo: el de que los poemas con su carga simbólica no sean perfectamente comprendidos en el sentido
doctrinal subyacente. Para subsanar esto aparecerán los comentarios en prosa. Estos surgen como clave
interpretativa del simbolismo del poema, como declaración doctrinal de sus versos, como exposición mística
y como conceptuación de experiencias vitales. Los comentarios resultan ser, así, una especie de código
hermenéutico, sin pretensiones de exclusivismo, dado el amplio margen de anchura que confiere el santo a
la explanación de los múltiples valores significativos encerrados en sus símbolos.

La crítica ha reconocido la existencia en la prosa sanjuanista de un componente lírico al lado del puramente
doctrinal. Así, se ha hablado de un estilo poético junto al denominado estilo metafísico, ambos
perfectamente conjuntados, de suerte que se ha podido afirmar que «lógica y entusiasmo son las notas que
resumen las características de esta prosa, en la que el "momento emotivo" es inseparable del momento
metafísico.

El estilo poético impregna de lirismo muchas de las páginas de las Declaraciones de sus tres poemas
principales, como por ejemplo la Noche oscura, donde el santo, más ceñido a los versos, parece revivir -es
sumamente importante el concepto de reviviscencia- algunos momentos especialmente intensos y
dramáticos de su experiencia mística. Notas caracterizadoras de este estilo lírico son el «pensamiento
ensimismado, el lenguaje transpositivo, la retórica emotiva, el uso de las palabras "sustanciales", la actitud
de sobria ebrietas y los recursos paradójico-evocativos. Todo ello va configurando una auténtica prosa
poética o «prosa arrebatada», como la denomina Hatzfeld, cuyo profundo patetismo aparece controlado
por la necesidad de razonar y sistematizar lo que, más aún que al campo intelectual, pertenece al área de
las emociones.
Las figuras

Ahora bien, el estilo lírico de la prosa de San Juan de la Cruz cristaliza en los mecanismos transpositivos,
esto es, en la presencia de símiles metáforas, símbolos y alegorías. A estas figuras les aplica el santo el
calificativo de extrañas. Este término, contrapuesto a vulgares, puede equivaler a «extrañas a la norma
habitual o estándar», pero también puede significar «que producen extrañeza o desconcierto» en la mente
del oyente o lector, el cual, según como interprete o «reduzca» ese primer momento de asombro, puede
verse arrastrado a posiciones personales que vayan desde la admiración a la hilaridad o el desprecio. Esto se
evidencia por el hecho de que el carmelita solicitara una colaboración del lector para interpretar -no
estrictamente, pero sí en la dirección adecuada- sus figuras, las cuales semejanzas no leídas con la sencillez
del espíritu de amor e inteligencia que ellas llevan, antes parecen dislates que dichos puestos en razón. La
consideración de «dislates» no es, en última instancia, sino un juicio de valor, consecuencia de la extrañeza
suscitada en el interlocutor, que no ha logrado esclarecerlas debidamente.

Ya Baruzzi advirtió la importancia de las figuras, al afirmar que «el lenguaje místico propiamente dicho
emana menos de vocablos nuevos que de transmutaciones operadas en el interior de vocablos tomados al
lenguaje normal. El «interior» a que se refería el ilustre investigador francés corresponde a lo que en
términos lingüísticos denominamos significado.

Y es que en el registro místico los recursos del lenguaje poético más trascendentes corresponden a
innovaciones en el plano del significado, bien «por la creación de un nuevo contenido, inédito en los usos,
pero con base en rasgos semánticos bien conocidos», bien «por la creación de asociaciones inéditas en los
usos, entre determinados significantes y determinados significados, por lo demás perfectamente usuales.

La utilización de las figuras, desempeña dentro del registro místico, en primer lugar, una función de
designación -como meta ideal, nunca alcanzada plenamente- de realidades inexpresables mediante el uso
normal. En segundo término, la figura se revela como uno de los medios más eficaces para transmitir una
emoción y con frecuencia esta emoción está en la base del surgimiento de muchas de ellas. También
cumplen las figuras una función poética, proporcionando una fuerte dosis de placer estético y literario: nos
encontramos frente a verdaderas creaciones lingüísticas y literarias. El lenguaje figurado supone en el verso
una permanente fuente de belleza, pero penetra y empapa también la prosa de San Juan de la Cruz.
Finalmente, mediante la figura, el místico no sólo pretende comunicar al lector o al oyente sus emociones,
sino también que participe activamente en ellas. Hay, pues, un intento de arrastrar volitivamente al
interlocutor, como se desprende de estas palabras de San Juan de la Cruz: «La sabiduría mística -la cual es
por amor de que las presentes canciones tratan-, no ha menester distintamente entenderse para hacer
efecto de amor y afición en el alma.

Imágenes y símbolos

La utilización profusa de símbolos, como técnica de expresión lingüística y literaria, constituye uno de los
rasgos tipificadores del lenguaje místico y es especialmente importante en San Juan de la Cruz, para quien
viene a resultar, si hemos de creer a Baruzi, un puente expresivo entre la experiencia y la doctrina. Este
simbolismo sanjuanista tiene unas raíces tan profundas que no «traduce» una experiencia, sino, todo lo
contrario, la propia experiencia es en sí simbólica.

La «anchura» de los dichos de amor se dirige de modo particular a los significados de los signos lingüísticos
denominados símbolos, caracterizados por su multivalencia. Y es que la obra de San Juan de la Cruz rebosa
simbolismo. La palabra poética nace ya impregnada de sentido trascendente. El símbolo se presenta así
como el recurso idóneo para acercar y tratar de hacer asequible de alguna manera la realidad trascendente
cuya experiencia constituye el hecho místico.

El lenguaje de San Juan de la Cruz se nos ofrece como un uso lingüístico profundamente simbólico, cuyas
aportaciones en el campo de la Mística han sido trascendentales. Símbolos como la Noche o la Llama, de
originalidad indiscutible, a pesar de los supuestos tradicionales sobre los que se levantan, son de una
importancia capital tanto para la Teología como para la ciencia lingüístico-literaria.

Multivalencia del símbolo


El lenguaje simbólico no posee límites semánticos precisos. Ello es debido a que el símbolo no posee un
significado unívoco, sino multivalente y en cierto modo inagotable. La característica semántica fundamental
del símbolo consiste en evocar, sugerir, implicar, pero nunca señalar con precisión. El destinatario, oyente p
lector, que intente interpretarlo adquiere la certeza de que no es posible abarcar todas las significaciones y
que tampoco le es lícito reducirlas a una pretendida primaria. Esto supondría una simplificación que
falsearía el verdadero lenguaje del símbolo. Como señala certeramente M. El símbolo se presenta como una
unidad que engloba una pluralidad semántica difícilmente reductible a un único y exclusivo valor. En
fórmula de Ch. En el símbolo se produce un fenómeno de condensación significativa, en el que los
significados se disponen en diferentes niveles de profundidad, cada vez más insondable, y de extensión
dilatada en sucesivas e inabarcables estructuraciones dinámicas.

La pluralidad de significados que conlleva el lenguaje simbólico fue intuida y formulada por el propio San
Juan: «Lo que de ello se declara ordinariamente es lo menor que contiene en sí... Los dichos de amor es
mejor dejarlos en su anchura, para que cada uno de ellos aproveche según su modo y caudal de
espíritu, que abreviarlos a un sentido a que no se acomode todo paladar. Y así, aunque en alguna manera se
declaran, no hay para qué atarse a la declaración. Consecuentemente con estas afirmaciones, cada lector
puede potenciar o recrear los significados insinuados e inagotables del símbolo de una manera intuitiva y
personal, ya que el santo era consciente de que la multiplicidad de significados encerrados en un símbolo no
se puede clasificar rigurosamente, ni menos cuantificar, dado que muchos de ellos responden a
virtualidades emotivas, cuya cristalización semántica depende, en buena parte, de la interpretación
personal del lector. Bousoño ha puesto de manifiesto lo que de revolucionario suponía la poética de San
Juan de la Cruz para la estética de su tiempo, desde el momento que no precisa ser comprendida, al menos
de modo absoluto, para ser disfrutada y ejercer su influjo en el ánimo del lector u oyente.

El auténtico símbolo es de naturaleza viva. Esto es, está preñado de significaciones que, no sólo superan la
comprensión intelectual y el interés estético, sino que suscitan una cierta vida. En otras palabras, la
percepción del símbolo excluye la actitud de simple espectador: exige una participación inconsciente de
agente o actor. Lo propio del símbolo es de permanecer indefinidamente sugeridor: cada uno verá en él lo
que su potencia visual le permita percibir, salvaguardando siempre la constancia en la relación existente
entre simbolizante y simbolizado
Dinamicidad del símbolo
Las significaciones simbólicas se concretan en un sistema que no es estático sino dinámico. La dinamicidad
de los significados simbólicos se hace patente sobre todo en aquellas imágenes poéticas que, por su
importancia y trascendencia, llegan a constituirse en símbolos clave, o imágenes núcleo, dentro de la obra
de un autor y que responden a profundas necesidades psicológicas o a íntimas experiencias vitales. Ello es
debido a que una de las principales funciones del símbolo es de naturaleza exploratoria. En efecto, la
imagen simbólica tiende a expresar el sentido de la aventura espiritual de los hombres, impelidos a través
de las categorías espacio-temporales. En San Juan de la Cruz encontramos un ejemplo claro en el símbolo de
la Noche. El dinamismo de este símbolo genial está relacionado, por una parte; con la propia experiencia
mística reflejada, y, por otra, con las especiales características del verdadero símbolo poético, en cuanto
éste, por el mero hecho de serlo, es en sí dinámico.

La Noche, pues, por simbolizar un proceso místico traduce la dinámica de la propia aventura espiritual,
hecho advertido ya por Baruzi: La nuit n'est pas un symbole statique. Podemos precisar más al afirmar que
es el dinamismo progresivo, el ritmo del movimiento negativo, lo que constituye la raíz última, el eje
fundamental del símbolo de la Noche. En esta dinamicidad se hallan íntimamente imbricados el sentido
poético y la propia experiencia vital. Así, el símbolo nocturno se va desarrollando en sucesivos planos de
ahondamiento: natural, sensible, intelectual, sobrenatural, etc. El resultado es una especie de progresión
significativa en la que los significados se van adensando paulatinamente sin olvidar ni viciar el núcleo sémico
originario. Por ello se ha hablado de «ritmos», que se repiten sucesivamente, a modo de variaciones
sinfónicas, en virtud de una analogía básica. En realidad, los comentarios Subida y Noche no son sino una
comprobación del dinamismo del símbolo sanjuanista, pues constituyen una exégesis realizada en distintos
niveles de profundidad de la Noche, «combinación de dialéctica y de lirismo en lo más profundo de una
palabra.
Pero además, la dinamicidad del símbolo se manifiesta en la creación, por razones de pura lógica interna, de
otros términos de contenido igualmente simbólico. De esta manera, a partir de un símbolo central, surgen
unas «constelaciones» o estructuras simbólicas constituidas sin una actitud preconcebida. Esta propiedad
de generación de nuevos símbolos tiene como consecuencia la formación de un lenguaje empapado de
significaciones de carácter simbólico, como sucede en los comentarios en prosa, donde, por ejemplo, al
intentar la explanación del símbolo nocturno, al lado de la explicación doctrinal, el santo tiene que recurrir,
por necesidades poéticas internas, al desglose de signos simbólicos derivados, que se irán desarrollando, a
su vez, en los diferentes planos en los que la Noche lo hacía, adquiriendo nuevos modos o matices
significativos para adaptarse a los sucesivos niveles. De este modo, la Noche va a potenciar el surgimiento
de una serie de símbolos secundarios en cada uno de los tres ejes o directrices sémicas que señalamos hace
algún tiempo. En el del proceso o tránsito, que pone de relieve la dinamicidad, espiritual y simbólica,
característica, por otra parte, de San Juan de la Cruz, se pueden encontrar, tanto en la dimensión
progresiva: salida, puerta, camino, senda, como en la interiorizadora: entrar, y, sobre todo, en la más
sublimadora o ascendente: subida, monte, cumbre, escala, vuelo. En el eje de la negación nos encontramos
con desnudez, vacío, sequedad, soledad, silencio, y en el específico lumínico, tanto en la vertiente negativa
como en la positiva, podemos
reseñar oscuridad, tiniebla, nube, ceguera, vista, ojos, luz, lumbre, rayo, fuego, llama, inflamació, calor, etc.
Con relación a la inmensidad, espacial e íntima, donde se anulan todas las coordenadas humanas, por
exceso, cabe mencionar: abismo, mar, desierto, etc. Lo mismo valdría decir respecto a los lexemas
simbólicos verbales, que desarrollan un comportamiento paralelo. El resultado, cuando estas imágenes se
condensan en el texto, es una prosa poética, imbuida de simbolismo, sugerente e inagotable, que prende
por su honda belleza, impregnada de tensión y misterio, al lector.

Puede observarse en estas imágenes su interpretación, esto es, la existencia de una afinidad básica que las
liga entre sí. No son símbolos estancos, sino que se descubre siempre entre ellos una relación evidente.
Cualquier lector de las obras sanjuanistas reconocerá la conexión existente entre el camino y la puerta,
la desnudez, y sequedad, la oscuridad, tiniebla, y ceguera, la subida, y el monte, etc. Esto explica que
muchas veces estos símbolos desgajados del central aparezcan sintagmáticamente unidos: el camino de la
soledad, la noche oscura; oscuridad desta noche; noche seca; noche de sequedades; soledades del
desierto; abismo de luz o abismo de tinieblas, etc. Incluso los oxímoros se fundamentan en la concatenación
sintáctica de imágenes simbólicas de significado opuesto: fuego tenebroso, oscura luz, rayo de tiniebla, etc.

El símbolo se basa en una intuición totalizadora de la realidad, que permite captar en toda su complejidad el
sentido último de la dialéctica Dios-hombre-cosmos. Los elementos constitutivos del plano real y el
imaginario no se corresponden uno a otro entre sí. Procede directamente de una experiencia vital,
instantánea -una súbita iluminación- o continuada. El significado no va incluido directamente en el
significante, sino que ha de buscarse en éste a través de un análisis conceptual. La emoción que produce, en
fin, es irracional, y arranca de asociaciones subconscientes. Su importancia se hace patente en el título de
los escritos en prosa de S. Juan de la Cruz: Subida, Noche, Llama.

Mientras el simbolismo confiere un carácter abierto, dinámico, plurivalente e inabarcable, las explicaciones
alegóricas, ofreciendo tan sólo algunas de las muchas explicaciones posibles de aquel oscuro núcleo de
sugerencias, constituyen un principio de limitación y concretización. El simbolismo, transido de esa oscura
vaguedad, ambigüedad y multivalencia, constituye para muchos la raíz de toda poesía.

Bipolaridad del símbolo

El símbolo encierra en sí un carácter dicotómico propio, que engloba lo concreto y lo abstracto, lo material y
lo espiritual, lo intuitivo y lo conceptual, lo subjetivo de la expresión y lo objetivo de la significación, etc. Esa
cualidad de poder subsumir entidades antinómicas es lo que se denomina la «ambivalencia del símbolo».

Esta característica tiene notables consecuencias. Así, por ejemplo, del carácter intelectual, objetivo y
universal se deriva la pervivencia a través del tiempo y del espacio. Todos estos símbolos se presentan
desde el principio con una determinada pretensión de valor y objetividad, todos ellos van más allá del
círculo de los meros fenómenos individuales de conciencia. Esto se puede comprobar en la Noche. San Juan
no nos revela mediante esa forma simbólica su experiencia personal; lo que hace es advertirnos sobre su
carácter de necesidad ontológica dentro de unas coordenadas específicamente cristianas. Esto es, todo
cristiano que desee alcanzar la unión con Dios en esta vida, forzosamente, ineluctablemente, ha de pasar
por la Noche oscura, en cualquier lugar o época. Es decir, la Noche adquiere una validez intemporal y
supraespacial.

La estructura dual del símbolo, que le permite acercar y aunar elementos irreductibles entre sí, le confiere
una gran rentabilidad a la hora de describir fenómenos de carácter mítico o religioso. De ahí se deriva el
predominio del símbolo en estos específicos registros. Por ello no es un mero azar que el lenguaje místico,
que pretende acercar lo trascendente a lo inmanente, lo necesario a lo contingente, rebose de símbolos, de
origen arquetípico en muchos casos, para expresar esta experiencia paradójica.

Pero existe otro tipo de bipolaridad. Según Bachelard la verdadera unidad poética debe ser
esencialmente dialéctica, capaz de conciliar contrarios, pues una de las funciones del símbolo es la de
armonizar los opuestos y extremos, estableciendo una conexión entre fuerzas antagonistas y superando,
así, oposiciones. Esta unidad compleja y dialéctica constituye una especie de metáfora total, característica
de las imágenes grandiosas y nucleares de una obra literaria. También la Noche nos puede servir de
ejemplo, ya que encierra la tiniebla más honda y la luz centelleante, el frío de la desnudez y el desierto
nocturnos junto al calor vivo del incendio y la llama amorosa, la muerte y el renacer, la Nada, en fin, como
medio con el que se alcanza el Todo. Por eso, puede recibir calificaciones o valoraciones
contrarias: «Esta dichosa noche» (IINoche, 9, 1); «Esta horrible noche es purgatorio» (IINoche, 12); «Grande
compasión conviene tener al alma que Dios pone en esta tempestuosa y horrenda noche» (IINoche, 7, 3).
Cuando estas características contrarias, subsumidas en el símbolo, se desglosen, surgirán las
paradojas: «Esta dichosa Noche, aunque oscurece el espíritu, no (lo) hace sino para darle luz para todas las
cosas» (IINoche, 9, 1). Y esto se comprueba en otros símbolos dinámicos. Así, por lo que respecta
al camino: «En este camino, el [dejar su camino es entrar en camino» (IISubida, 4, 5); «En este camino el
abajar es subir, el subir abajar» (IINoche, 18, 2); «En este camino, cegándose en sus potencias ha de ver
luz» (IISubida, 4, 7); «Suele Dios hacerla subir por esta escala para que baje, y hacerla bajar para que
suba» (IINoche, 18, 2). Paradoja que repite en unos versos famosos referidos a otro símbolo dinámico:
el vuelo: «Cuanto más alto llegaba... tanto más bajo y rendido / y abatido me hallaba / ... y abatime tanto
tanto / que fui tan alto, tan alto...». Igualmente la negación obtiene la posesión absoluta, en términos
simbólicos: «El espíritu purgado..., morando en su vacío, oscuridad y tiniebla, lo abraza todo con gran
disposición» (IINoche, 8, 5). Y esto explica que se confundan las dimensiones espaciales y se vislumbre la
inmensidad: «Y tanto levanta entonces este abismo de sabiduría al alma» (IINoche, 17, 6); «Cuando
comienza a entrar en esta escala de contemplación purgativa

Función creadora de los símbolos

La imagen simbólica es una unidad ambivalente capaz de generar y estructurar una realidad nueva: lo real
imaginario. El símbolo no sólo ofrece una abreviatura simbólica de lo ya conocido, sino que sirve también
para descubrir determinadas conexiones lógicas en una perspectiva abierta.

San Juan mediante el símbolo descubre, reconoce e incluso, gracias a su preparación intelectual, interpreta
su experiencia. Se sirve de él como un elemento ordenador del continuum de su experiencia.

La creación de un símbolo no supone la conciencia de un fenómeno y posteriormente su reducción


simbólica. San Juan no experimenta las frases negativas del proceso místico y después le otorga la expresión
simbólica «Noche»; todo lo contrario, el Santo sufre su experiencia como noche, o en otras palabras, la
toma de conciencia de esa vivencia se realiza mediante la expresión simbólica. En los verdaderos símbolos,
la. Se trata, en definitiva, de una creación que supone una intuición intelectualizada de carácter global y con
raíces afectivas.

San Juan de la Cruz reunía las condiciones idóneas de cultura, lirismo y experiencia necesarias, al mismo
tiempo que una gran sensibilidad espiritual, para la creación de auténticos símbolos.
Raíces afectivas del símbolo

La palabra simbólica surge de una intuición profunda cuyos orígenes hay que buscarlos en los fundamentos
emotivos e inconscientes del hombre. La afectividad, el instinto son tanto ontogénica como
filogenéticamente la materia prima, la sustancia del símbolo, sustancia que, al proyectarse en la conciencia,
adquiere una forma, una sistematización, estructuración y coherencia que permite al hombre su ulterior
dominio y libertad de recepción y expresión con respecto a la realidad.

El símbolo responde, en cuanto a su origen, a diferentes y profundas motivaciones emocionales, de índole


preconsciente en muchos casos, por parte del creador. Su empleo será especialmente abundante y prolífico
en aquellos tipos de lenguaje que supongan una carga afectiva particularmente intensa, tales como el
mítico-religioso, cuyo origen radica en el sentimiento humano, o el poético. De aquí que en el lenguaje
místico, y particularmente en el utilizado por San Juan de la Cruz, que participa de ambos, aparecieran con
profusión y sistematicidad especiales.

Con todo, es preciso tener en cuenta que el símbolo no contiene sólo carga subjetiva, sino objetiva y
universal. El poeta lírico no es un hombre que se entrega al juego de los sentimientos. El simple ser
arrastrado por las emociones es sentimentalismo pero no arte. Un artista que no esté absorbido por la
contemplación y creación de formas sino por su propio placer, más bien, o por su degustar la alegría o la
pena, se convierte en un sentimental. Es decir, los aspectos subjetivos del símbolo deben estar encarnados
en un proceso de objetivación que es el que le confiere validez general dentro de unos presupuestos
generales comunes.

Nadie más alejado del subjetivismo y sentimentalismo que San Juan de la Cruz, el místico español que
despersonaliza más intensa y sistemáticamente su experiencia. A diferencia de Santa Teresa, que utiliza
siempre la primera persona y describe minuciosamente sus vivencias, San Juan de la Cruz diluye los rasgos
identificadores de la lengua, de suerte que, aunque deducimos que se trata de fenómenos ocurridos a él
mismo, todo lo tratado adquiere validez y alcance general. San Juan es reconocido como un místico
universal, a lo que contribuye decisivamente el gran uso y creación de símbolos de que está impregnada su
obra.

Símbolos y arquetipos

Existe una conexión entre determinados símbolos básicos y los arquetipos. Entiende Jung por
arquetipo «cierta disposición innata a la formación de representaciones paralelas o bien de estructuras
universales, idénticas, de la psique. Los arquetipos son núcleos primarios de simbolizaciones, cuyo origen
habría que buscarlo en las etapas primitivas de la experiencia vital del ser humano. Son, pues, símbolos en
su forma más elemental y primaria. Alojados en el inconsciente colectivo, representan un primer esfuerzo
mental, canalizador de las fuerzas instintivas y biológicas, para conferirles un sentido humano.

1. Una imagen en sentido lato, puede ser considerada como arquetipo cuando a través de la historia
humana conserva un núcleo significativo semejante o análogo, esto es, que le otorga una validez
intemporal y universa.

Los arquetipos son, pues, estructuras hereditarias que se actualizan en contacto con el medio propio y la
experiencia individual. Representan dominantes colectivas inconscientes, traducidas en forma de impulsión
vital, responsables de modalidades de comportamiento al propio tiempo que de formas de comprensión.

Si los arquetipos son los gérmenes de los símbolos poéticos y religiosos, el símbolo de la Noche, que
participa de ambas categorías, estará hondamente impregnado de esos valores primigenios, reforzados por
la tradición mística y poesía secular y subsumidos en la propia experiencia de San Juan de la Cruz.

En el símbolo máximo sanjuanista se revelarán ante un análisis, en primer lugar los valores puramente
referenciales de la noche, pero inmediatamente surgirán connotaciones poéticas, subjetivas, personales del
santo, y connotaciones que remiten a registros míticos arquetípicos íntimamente imbricados entre sí.
Surgirá así, el símbolo de la Noche, creador de una realidad nueva, que engloba todos los significados
parciales, y en la que los puramente denotativos han quedado relegados a un último término como vehículo
o trampolín para este otro cúmulo de estratos significativos que, desarrollados y sublimados por San Juan
de la Cruz, serán los que configuren su creación místico-poética.

Hemos apuntado algunas notas caracterizadoras de los símbolos y las hemos ejemplarizado en el de
la Noche, por constituir, en nuestra opinión, la imagen poética más personal y de mayor hondura humano-
divina de San Juan de la Cruz. En sus escritos, no obstante, proliferan otras muchas, de modo especial las
íntimamente ligadas a la naturaleza. Así, por ejemplo, están presentes los cuatro elementos3: aire, fuego,
agua, tierra, constitutivos, según la tradición filosófica griega, de todas las realidades, natural, humana y
divina y que vienen a funcionar como «hormonas de la imaginación», en palabras de Bachelard. Estos
elementos cósmicos trascienden su genuina significación para alcanzar otras simbólicas que un detenido
análisis desvelará. La obra de San Juan de la Cruz, transida de misterio y de poesía, sigue, aún, atrayendo y
desafiando interpretaciones, derivadas primordialmente de su inherente y pregnante simbolismo.
Teatro clásico

El teatro es uno de los géneros literarios más antiguos que sigue cultivándose a día de hoy. El Teatro
Clásico sentó precedente y marcó las bases para la producción de obras clásicas escritas para ser
interpretadas.

La cultura del teatro no tardó en instaurarse en la población, puliendo así los temas, el lenguaje e incluso el
lugar en el que se llevarían a cabo las representaciones.

En primer lugar, te mostramos las diferencias arquitectónicas entre el Teatro Griego y el Teatro Romano.

EL TEATRO GRIEGO

El origen del teatro lo encontramos en la antigua Grecia. Allí se generó una cultura teatral que vivió su
desarrollo entre el 550 a.C. y el 220 a.C.

En un principio, el teatro griego se representaba en un espacio al aire libre al que se denominó Orchestra.

Conforme la cultura del teatro arraigaba en la sociedad griega de la época, dio comienzo una
fuerte tradición de festivales dedicados al arte de la representación en los que el pueblo podía disfrutar de
los espectáculos. Las Dionisíacas rurales o las Leneas eran algunos de estos célebres festivales.
La tragedia y la comedia fueron los géneros teatrales más cultivados. Particularmente, la tragedia griega
alcanzó altísimas cotas de perfección durante la etapa clásica en Grecia gracias a la aportación de autores
como Esquilo, Sófocles o Eurípides.

Sus obras han llegado hasta nuestros días, y representan uno de los principales pilares de la enseñanza de
la Cultura Clásica en la actualidad.

Obras como Edipo Rey, Antígona o Medea siguen siendo representadas por compañías de teatro que
reenfocan la perspectiva artística manteniendo la esencia de la narración original.

En las representaciones teatrales griegas los temas más recurrentes variaban en función de si la obra era
una tragedia o una comedia.

En la comedia el amor, la intriga y las uniones ilegítimas eran temas muy frecuentes; a menudo
representados con cierta exageración para favorecer el clima festivo y jocoso.
La tragedia se empleaba habitualmente para representar temas relacionados con la mitología, los héroes y
los dioses.

EL TEATRO ROMANO

Como en otros muchos aspectos culturales, Roma toma prestada las formas, los temas, la estructura y la
cultura de la representación teatral de Grecia.

Parte de esta influencia se debe al proceso de helenización cultural que se produjo tras la Primera Guerra
Púnica.
Así, las primeras obras teatrales romanas eran en sí una traducción de las obras griegas. En ocasiones se
llegó a producir la alteración de la narración original mezclando temas, historias o personajes en un
fenómeno que vino a denominarse Contaminatio.

Entre las aportaciones que realizó el pueblo romano al teatro se pueden destacar: La supresión del coro,
la atención al acompañamiento musical, la simplificación en el tratamiento de los temas o el cambio en los
metros poéticos.

Los romanos tomaron la esencia del teatro griego, pero la adaptaron hasta convertirlo en un producto de
masas; adquiriendo así un carácter eminentemente popular.

Los tres grandes géneros que cultivó el pueblo romano fueron: La Tragedia, la Comedia y el Mimo.

En la Tragedia el tema troyano era muy recurrente. Dioses, reyes y reinas, héroes y heroínas protagonizaban
las historias, caracterizadas por un tratamiento fatalista de los acontecimientos, una tendencia evidente
hacia lo sangriento y lo terrible. Era habitual en este género que se exagerasen los sentimientos, rozando el
patetismo. Así se llegó a la construcción del subgénero llamado Melodrama.

La Comedia, por su parte, era costumbrista y burguesa, retrataba las situaciones propias de la cotidianeidad
del pueblo. Se dividía a su vez en dos subgéneros: La Fábula Togata, cuyo origen era puramente romano y
representaba a su pueblo, sus hábitos y sus lugares; y la Fábula Paliata, que era una adaptación de una
comedia nueva griega.
El género Mimo se empleó para tratar temas controvertidos relacionados con la política, a menudo
narrados desde un punto de vista personal. El carácter de las historias era erótico y violento.

Autores como Plauto, Terencio o Séneca favorecieron el desarrollo y la definitiva implantación del género
teatral en la cultura romana.

a idea de teatro clásico refiere al conjunto de obras de una determinada época que alcanzaron una gran
repercusión y lograron trascender en el tiempo, convirtiéndose en una parte importante de una cultura. Por
lo general, se diferencia entre distintos tipos de teatro clásico de acuerdo a su origen.

En el sentido más amplio, el teatro clásico está formado por obras


de una cierta antigüedad que aún se siguen representando por
su valor artístico. Suele considerarse que el teatro clásico es la más
alta manifestación teatral: por eso la puesta en escena suele
reservarse para grandes directores y actores.

Se llama teatro clásico español a aquel escrito en España durante


los siglos XVI y XVII, cuando la cultura española vivió años de apogeo y gran repercusión. Las obras de Lope
de Vega, Pedro Calderón de la Barca, Tirso de Molina y Miguel de Cervantes y Saavedra, entre otros autores,
componen el teatro clásico español.
El teatro clásico griego, por su parte, es aquel desarrollado en la Antigua Grecia. Es habitual que se incluyan
obras creadas entre los siglos VI y II antes de Cristo, que se representaban al aire libre en los espacios que
hoy conocemos como teatros griegos.

Sófocles, Eurípides, Esquilo, Menandro y Aristófanes son algunos de los grandes autores del teatro clásico
griego. La vigencia de este teatro, que se sigue representando a más de dos mil años de su origen,
demuestra el valor y la importancia que tiene el teatro clásico incluso en la sociedad actual, que cuenta con
costumbres e intereses muy diferentes a los antiguos.

En España son varios los festivales de teatro clásico que existen. No obstante, el que ha conseguido mayor
prestigio, relevancia y posición a nivel mundial es el Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida, que
es el más antiguo de su tipo en el país y que tiene la particularidad de que todas y cada una de sus
representaciones tienen como escenario el mágico Teatro Romano de la ciudad.

Durante los meses de julio y agosto es cuando se lleva a cabo este evento, que ha superado las sesenta
ediciones y que ha conseguido que, a lo largo de los años, el público haya podido disfrutar de emblemáticos
y significativos intérpretes de la escena como sería el caso de Margarita Xirgú o Francisco Rabal, entre otros.
Asimismo, los aficionados al teatro han podido descubrir y gozar de la representación de obras clásicas de la
literatura tales como “Lisístrata” o “Edipo”.

No obstante, no hay que pasar por alto tampoco el Festival de Teatro Clásico de Almagro. Este se celebra en
la localidad que le da nombre, situada en la provincia de Ciudad Real. Tiene 38 años de vida y gira en torno a
lo que es el citado Siglo de Oro Español. Y es que precisamente muchas de sus representaciones se
acometen en un antiguo corral de comedias de aquella época, construido concretamente en 1628, que fue
recuperado y rehabilitado en el siglo XX, catalogándose poco tiempo después como Monumento Histórico
Artístico.

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