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El Río de la Plata en la encrucijada de las reformas borbónicas (siglo XVIII)

Dr. Carlos A. Mayo

El Virreinato
Alentados por el recatado pero vigoroso pensamiento de la Ilustración española y guiados por los principios del despotismo ilustrado, los Borbones encararon una
vasta reestructuración política y económica del imperio español, de signo claramente reformista. Se trataba de acentuar la presencia y la eficiencia del Estado en las
distintas colonias, racionalizando la administración indiana, así como de fomentar el desarrollo económico metropolitano y aumentar la participación española en la
economía y el comercio colonial frente a la penetración de las potencias rivales, especialmente Gran Bretaña.
Las reformas políticas tendieron a aumentar la centralización monárquica y la uniformidad del sistema administrativo. Se buscaba implementar una administración
más eficaz que al mismo tiempo lograra incrementar los ingresos del fisco, y se contemplaba la creación de nuevos virreinatos. Así surgieron el virreinato de Nueva
Granada y el Virreinato del Río de la Plata. La creación de este último obedeció a un conjunto de factores convergentes entre los que se destacaban los de carácter
estratégico.
Nuestro virreinato nació relacionado con las luchas por la hegemonía europea. La amenaza británica y su creciente penetración comercial en Hispanoamérica fue
una de las razones que llevaron a su creación. Inglaterra se había establecido en las Malvinas y si bien las abandonó en 1774 nada aseguraba que en un futuro no
pudiese lanzarse sobre el territorio continental. Por otra parte, se trataba de asegurar el control de la navegación por el cabo de Hornos, acceso directo a los ricos
mercados del Pacífico. Pero la amenaza más acuciante y concreta estaba representada por el aliado de Inglaterra, Portugal, y su avance sobre la cuenca del Plata.
En 1763 se había creado el Virreinato del Brasil y los portugueses pugnaban por apoderarse de Río Grande. Dueños, una vez más, de la Colonia de Sacramento,
en la margen oriental del Plata, los portugueses realizaban desde allí un activo contrabando. Las disputas por el control de la región entre España y Portugal
llevaron al estallido de hostilidades entre ambos países en 1776. Aprovechando que Inglaterra estaba ocupada en contrarrestar la rebelión de las trece colonias,
España despachó al Río de la Plata una gran flota con 10.000 hombres. Al frente de ella venía el ex gobernador de Buenos Aires, don Pedro de Cevallos, que había
sido designado virrey. El Virreinato del Río de la Plata, creado el 1 ° de agosto de 1776, surgía así, como una necesidad en la lucha contra los portugueses.
Era imprescindible levantar una sólida unidad administrativa y militar que resguardara la región de la agresión externa. El nuevo virreinato no se creaba en forma
permanente sino provisoria, sujeto al resultado de la expedición.
Cevallos se apoderó sin dificultad de la colonia de Sacramento y se preparaba para avanzar sobre Río Grande cuando se firmó la Paz de San Ildefonso en 1777,
que puso fin a las hostilidades y fijó los límites entre ambos imperios.
El virreinato, empero, fue confirmado y se designó a Juan José de Vertiz como su nuevo titular. Sucedieron a Vertiz, el marqués de Loreto (1784-1789), Nicolás
Arredondo (1789-1794), Pedro Melo de Portugal y Villena (1795-1797), Antonio Olaguer y Feliú (1797-1799), Gabriel de Avilés y Fierro (1799-1800), Joaquín del
Pino (1801-1804), Marqués
Rafael de Sobremonte (1804-1807), Santiago de Liniers (1808-1809) y Baltasar Hidalgo de Cisneros (1809-1810).
Pero la creación del Virreinato, no sería la única innovación política en la región. En 1783, se establecía en el Río de la Plata el sistema de intendencias, piedra de
toque de las reformas borbónicas. El sistema de intendencias había sido introducido en España desde Francia por la nueva dinastía, para lograr una mayor
capacidad ejecutiva y una autoridad con funciones mejor delimitadas que permitieran mejorar la recaudación fiscal y lograr una administración más eficaz. Como
consecuencia se creó el cargo de gobernador intendente y se dividió al Virreinato en ocho intendencias y cuatro gobiernos político-militares subordinados. Las
intendencias eran:
1) Superintendencia general de ejército y provincia de Buenos Aires, con jurisdicción sobre todo el territorio del obispado y cierto imperio sobre las demás inten-
dencias.
2) Intendencia de Asunción del Paraguay, sobre todo su obispado.
3) Intendencia de Córdoba de Tucumán, Córdoba, La Rioja, y el corregimiento de Cuyo.
4) Intendencia de Salta del Tucumán, con las ciudades de Salta, Jujuy, Santiago del Estero, Catamarca y San Miguel.
5) Intendencia de Charcas o Chuquisaca, unida al cargo de presidente de la Audiencia, con todo el distrito del arzobispado excepto los dos siguientes.
6) Intendencia de Potosí, con la Casa de Moneda, y Banco de Rescates. Comprendía, además, los distritos de Porto, Chayanta, Atacama, Upes, Chichas y Tarija.
7) Intendencia de Cochabamba, que incluía Santa Cruz de la Sierra.
8) Intendencia de La Paz, su obispado y los distritos de Caranaya, Lampa y Azangaro, de la que se desprendió la intendencia de Puno en 1784, luego incorporada
al Virreinato del Perú.
Las cuatro gobernaciones subordinadas eran: Montevideo, Misiones, Moxos y Chiquitos.
El plantel institucional se completó con la creación de la Audiencia de Buenos Aires en 1783.
El gobernador estaba subordinado a la acción del virrey o de la Audiencia, según las circunstancias. Fuera de la capital, los intendentes contaban con el auxilio de
sus delegados locales, quienes ejercían funciones en asuntos de policía, hacienda y guerra. En asuntos de justicia, el intendente contaba con la asistencia de un
teniente letrado.
Las reformas económicas
Los Borbones quisieron reactivar y modernizar la economía española y detener la penetración extranjera en los mercados americanos. Buscaron así promover la
industria peninsular y la producción de materia primas en las colonias.
El comercio era, sin duda, uno de los puntos clave en la agenda de la nueva dinastía. Se imponía una reestructuración del viejo monopolio comercial, ampliar sus
bases geográficas y flexibilizar sus vetustos mecanismos, desde el aparato impositivo hasta el sistema de navegación. En 1740 se suprimió el sistema de Flotas y
Galeones, que había sido característico del comercio en la época austríaca, y se impuso el navío suelto de registro que llegaba a distintos puertos. Muy pronto el
Río de la Plata se destacó como una de las regiones favorecidas por las nuevas reformas económicas. Así, en 1767 se comprendió a Buenos Aires dentro del
sistema de correos marítimos implantados en 1764.
En 1776 se extendieron a Buenos Aires los beneficios de la Real Cédula de 1774, por la que se autorizaba el comercio entre las colonias americanas. Un año más
tarde, el 6 de noviembre de 1777, el virrey Cevallos dictó el Auto de Libre Internación que establecía la licitud y el carácter facultativo de la entrada de mercaderías
por la vía de Buenos Aires a las provincias interiores del Virreinato. Dispuso asimismo que por los puertos de Chile también pudieran entrar los cargamentos desti-
nados a las provincias rioplatenses. El Auto de Libre Internación produjo la unificación comercial de la jurisdicción eliminando de una plumada la antigua prohibición
que había mantenido ligado a los intereses de Lima el comercio del Alto Perú.
Pero la piedra de toque del nuevo ordenamiento comercial fue el Reglamento de Comercio Libre de 1778. Este dispositivo legal creaba un "comercio libre y
protegido" a la vez. El comercio era libre en la medida en que se eliminaban varios impuestos, desaparecían muchos trámites engorrosos y la navegación se hacía
más flexible con la habilitación dé nuevos puertos. Pero el comercio era también "protegido" porque se acordaban privilegios aduaneros a numerosos productos
españoles y americanos y, en general, porque se trataba, al fortalecer el comercio entre los súbditos de la corona, de alejar la influencia de los productos extranjeros
y del contrabando. Se habilitaron 14 puertos españoles y 19 americanos, entre ellos el de Buenos Aires y el de Montevideo, para el intercambio comercial entre la
metrópoli y las colonias. Se eliminaron impuestos como los de palmeo, tonelada, San Telmo, extranjería, visitas, reconocimiento de carena, pero continuaron la
alcabala y el almojarifazgo. Asimismo se redujeron o liberaron de impuestos aduaneros el ingreso de ciertas mercancías. Así se eximía de derechos la entrada a
España de productos tales como las carnes saladas, astas, sebo y lana que producía el Río de la Plata. Nuestros cueros, por otra parte, gozaban de un gravamen
bajo.
Pero el monopolio comercial subsistía, los extranjeros quedaban excluidos del comercio de las Indias. Aunque todo súbdito español podía ejercer el comercio
colonial, la exigencia legal de un consignatario radicado en España determinaba que aquél siguiese en manos de firmas españolas.
Las franquicias comerciales fueron ampliadas en 1791, cuando se autorizó a españoles y extranjeros a introducir negros en la colonia española y a retornar su
importe en metálico o frutos del país. Las guerras de fines del siglo XVIII obligaron a España a abrir aún más la mano en materia comercial. Así, en 1795 se otorgó
el permiso general para el intercambio entre Buenos Aires y las colonias extranjeras. Dos años más tarde llegó la autorización para comerciar con los neutrales,
disposición que se mantuvo en vigor hasta 1802. En 1788 se había instalado la Aduana de Buenos Aires.
Otro aspecto importante de las reformas económicas fue la creación de nuevos consulados, como el de Buenos Aires en 1794. El flamante consulado porteño tenía
el doble carácter de tribunal judicial y junta de protección y fomento del comercio. Se le asignaba, en el segundo aspecto, la función de atender el fomento de la
agricultura, el comercio y la industria, para lo cual se debían efectuar reuniones dos veces al mes. En 1797 una Real Cédula dispuso que esta junta debía estar
compuesta por comerciantes y hacendados por igual. Manuel Belgrano fue designado secretario del nuevo consulado.
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El impacto de las reformas borbónicas
Si bien las reformas borbónicas no generaron por sí mismas la nueva prosperidad rioplatense contribuyeron decididamente a estimularla. El impacto de las reformas
económicas fue dispar, en algunas regiones del Virreinato alentaron el crecimiento, en otras desencadenaron un proceso recesivo que desembocó en agudas crisis
regionales. La zona más directamente beneficiada por el nuevo ordenamiento fue el Litoral, incluyendo en él a Buenos Aires y la Banda Oriental, que entró en una
etapa de franco ascenso económico y demográfico. El sector que más se dinamizó fue el ganadero. Con el comercio libre y la apertura del puerto de Buenos Aires
se incrementó la exportación de cueros y disminuyó el contrabando. Si bien las cifras de exportación de cueros han sido recientemente estimadas por debajo de los
datos anteriores, el total de cueros exportados fue, sin embargo, significa-tivo. Entre 1779-1783 el Río de la Plata exportó un promedio de 446.757 cueros al año.
Entre 1792 y 1796 las exportaciones aumentaron a un promedio de 758.117 por año. Las recaudaciones aduaneras aumentaron también en forma marcada.
Entre 1773 y 1777, el quinquenio anterior al Reglamento de Comercio Libre, se recaudó, la cantidad de 117.373 pesos fuertes a un promedio anual de 23.474 pesos
fuertes. En el quinquenio posterior, 1779-, 1783, las rentas de aduana subieron a 760.936 reales con un promedio de 152.187 reales anuales, y en el quinquenio
1791-1795 bordearon los dos millones de pesos, lo que implicaba 390.000 pesos por año.
La ciudad de Buenos Aires fue una de las que más creció al abrigo de las reformas borbónicas. La apertura del puerto en el marco del "comercio libre", y más tarde
el impacto de las franquicias comerciales que la guerra obligó a conceder marcaron de alguna manera la consolidación de su hegemonía portuaria y mercantil. Sede
de una próspera burguesía comercial que evolucionaba de un comercio pasivo a uno activo y por cuenta propia, la creación del Virreinato del Río de la Plata, al
convertir a Buenos Aires en su capital, no haría sino rematar políticamente su influencia sobre un territorio inesperadamente vasto y heterogéneo. La ciudad crecía,
el paisaje urbano se complicaba y amaneraba con un rústico empedrado y la alameda, el Teatro de la Ranchería y el Colegio Convictorio Carolino. Aparecieron las
primeras manifestaciones del lujo, pero el dinero más que el linaje estratificó a hacia arriba y hacia abajo una sociedad urbana en la que, a pesar de ello, no se
cerraban todos los caminos de ascenso social. Testimonio dei crecimiento urbano, sin duda más silencioso, es la expansión de su base demográfica. En 1770 la
ciudad contaba con más de 23.000 habitantes; en los primeros años del siglo XIX se acercaba a los 40.000.
Menos pobladas, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes se orientaban cada vez más a la ganadería. En Santa Fe la agricultura y las artesanías languidecían, pero en
Corrientes la construcción de barcos continuaba con notable dinamismo. En el interior, el impacto de las reformas borbónicas fue menos marcado —no amenazó a
su arcaica manufactura textil—, pero en algunas regiones fue catastrófico. Sin duda, el comercio libre y la lluvia de productos importados que penetró por el litoral
perjudicaron algunas producciones del interior. Así, los vinos las frutas secas, que barrieron con los vinos y aguardientes de Mendoza y San Juan del mercado
rioplatense y precipitaron a estas provincias, y tambien a La Rioja, en una severa crisis. Como consecuencia, Mendoza se orientó hacia la producción triguera, pero
San Juan no encontró rápidos sustitutos para su amenazada producción de aguardiente.
En el norte, Salta continuó con el comercio de mulas que constituían una importante fuente de ingresos, sobre todo para una aristrocracia que además de esta
actividad controlaba la tierra. Grandes estancias se dedicaban al pastoreo en las tierras altas y al cultivo de la vid en las bajas.
Tucumán evidenció aún más que Salta cierto crecimiento. Ligado al mercado alto peruano y litoral, exportaba carretas, ganado en pie, suelas y cueros surtidos; se
producía también arroz, sebo y jabón, pero el comercio era la actividad más dinámica de la región.
La vecina Santiago del Estero, en cambio, siguió pobre y sin mayores recursos; era tierra de emigración.
La región del interior que más creció en los últimos años del siglo XVIII fue Córdoba. A su tradicional agricultura se sumó un sector ganadero en renovada
expansión. Córdoba será exportadora de cueros y más tarde lanas. A su actividad primaria, la campaña cordobesa unió una industria textil doméstica sometida por
completo a los dictados de los comerciantes habilitadores que otorgaban crédito y compraban la producción textil a precios irrisorios3.
Población y sociedad
La población del Virreinato se encontraba desigualmente distribuida entre un interior fuertemente mestizo y un litoral predominantemerte blanco. Una creciente
población negra se instaló en todo el territorio. El interior estaba más densamente poblado que el litoral. En la década de 1770 nuestro país contaba con una
población total estimada en 320.000 habitantes de los cuales sólo la cuarta parte residía en el litoral. (véase cuadro).
CUADRO
POBLACION DEL TERRITORIO ARGENTINO
Circal778
Buenos Aires (ciudad y campaña) 37.679
Santa Fe 4.000
Corrientes 7.000
Misiones 40.000
Gobernación del Tucumán 126.004
(Córdoba, Catamarca, Salta,
San Miguel, La Rioja, Sgo. del Estero y Jujuy)
Cuyo (San Luis, Mendoza y San Juan) 23.411
Indios no sometidos 81.906
Total 320.000
Los años del Virreinato fueron de un marcado crecimiento demográfico en todas las regiones del actual territorio argentino. Hacia 1810, el interior contaba ya con
unos 300.000 habitantes y el litoral (incluida Buenos Aires) unos 160.000.
Buenos Aires fue una de las ciudades donde la expansión demográfica fue más visible. En 1778, el censo le asigna 24.205 habitantes; al estallar la revolución la
capital del virreinato cuenta con cerca de 50.000 habitantes. La población de la campaña, de 12.935 habitantes trepa a 37.130 a fines del siglo XVIII. El aumento de
la población se debió no sólo a un crecimiento vegetativo sino a un notable proceso inmigratorio llegado de España y Africa.
En el interior, la población tendió también a crecer. En la intendencia de Salta de Tucumán, pasó de 76.059 habitantes en 1778 a 139.248 en 1809. Se advierte una
disminución de la población rural y un aumento de la póblación urbana en la región.
Córdoba y su jurisdicción registraron un sostenido crecimiento poblacional. En 1760, el cabildo de la ciudad mediterránea estimó la población en
36 000 almas. En 1801, el obispo Moscoso atribuye a la ciudad y su campaña 51.800 habitantes.
El mundo urbano
La burocracia
Las reformas borbónicas y la creación del Virreinato del Río de la Plata supusieron el surgimiento de un aparato burocrático sin precedentes en la
región: Se multiplicaron las oportunidades de acceso a una carrera gubernamental. Pero, ¿quiénes fueron los que usufructuaron esas nuevas oportunidades? En la
alta burocracia virreinal y aun en sus peldaños más bajos los peninsulares fueron preferidos claramente a los criollos. No por mera casualidad sino por efecto de una
política deliberadamente concebida por parte de la corona, tendiente a asegurarse una burocracia leal y sin mayores contactos y ligazones con las élites locales.
Esta política es sobre todo visible en la integración de las Audiencias, algunas de las cuales, como la de Lima, habían estado controladas por los criollos.
Carlos III y su ministro José de Gálvez instrumentaron una política tendiente a limpiar de criollos influyentes la alta administración colonial. Los españoles fueron
entonces sistemáticamente preferidos a los americanos en la cobertura de las plazas de oidor. La creación de la Audiencia de Buenos Aires en plena marcha
reformista brindó la oportunidad de practicar una política de exclusión del elemento criollo.
La gran mayoría de los oidores locales fueron reclutados entre letrados peninsulares; la Audiencia de Buenos Aires estuvo cerrada, en sus cargos más apetecidos,
a los abogados criollos que pululaban en la capital del Virreinato y que darían un impulso a la Revolución de Mayo. Durante los primeros quince años los oidores
porteños rotaron rápidamente en sus cargos y la Audiencia se vio así incesantemente renovada con nuevos miembros. Este hecho impidió a las primeras camadas
de oidores echar raíces en el medio local, que era lo que la Corona quería precisamente impedir. Sólo dos oidores se casaron con mujeres porteñas y fueron
trasladados, pero este hecho fue más la excepción que la regla de la burocracia rioplatense, según veremos.
Donde puede advertirse mejor la vida y la carrera del burócrata local es en la historia del Tribunal de Cuentas de Virreinato. Lo integraban cuatro contadores
mayores, seis contadores, ocho oficiales, un archivero, un contador de retasas, dos oficiales de retasas, y un oficial de libros. Figuraban en el plantel del Tribunal
también un escribano interino, un portero y un número crecido pero variable de meritorios aspirantes sin sueldo que aguardaban una vacante para incorporarse al
organismo. Los salarios eran por lo general bajos y la Corona encontraba la forma de recortarlo aún más. El Tribunal se integraba por promoción interna de
traslados.
Este sistema era, en general, muy lento y no garantizaba ascensos realmente importantes; de los 45 hombres que trabajaban como empleados a sueldo por debajo
del cargo de contador mayor, 33 no lograron ascensos relevantes. Peor aún era la situación de los meritorios que esperaban durante años una vacante para obtener

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una renta y un cargo estable y éstos no siempre llegaban. Este frustrante sistema de ascensos y promociones determinó que muchos dejaran la administración pú-
blica, volvieran a España o siguieran una carrera mercantil.
También en el Tribunal de Cuentas predominaban claramente los peninsulares pues sólo el 25% de tos cargos rentados estaban en manos de criollos. En cambio la
gran mayoría de los meritorios eran porteños de nacimiento. Los bajos sueldos atrasaban las aspiraciones matrimoniales; algunos empleados permanecieron
solteros toda su vida. La condición social de las esposas de los burócratas del Tribunal variaba según el rango y el ingreso de éstos. Los oficiales, en la base de la
pirámide, se casaba con mujeres mayores arrancadas a último momento de la soltería, eran hijas de los estratos medios y bajos de la sociedad porteña, hijas de
quinteros, pulperos, panaderos, artesanos. Sólo los contadores mayores y algunos meritorios hijos de la élite podían aspirar a casarse con mujeres de la alta
sociedad virreinal. La mayoría de los peninsulares se casaron con porteñas.4
La frustrante carrera de gran parte de los miembros del Tribunal de Cuentas y sobre todo de su minoría criolla pudo ser, acaso, un fermento nada desdeñable de la
revolución. En todo caso, sí lo fue el hecho de que la alta burocracia virreinal estuviera cerrada a los criollos. La revolución produjo en este sentido una transferencia
del poder político de una burocracia peninsular a una élite criolla con todas las consecuencias del caso.
El cabildo de Buenos Aires era una de las expresiones más directas de los intereses de los grupos de la élite local. Estaba controlado por los comerciantes y sus
agentes y personeros. El interés de los comerciantes por participar en la vida municipal fue declinando con el tiempo pero nunca dejaron de estar bien
representados en los oficios concejiles.
Los comerciantes
Los comerciantes conformaban un grupo urbano con intereses fundamentalmente urbanos. El grupo estaba internamente estratificado; en la cima del sector
mercantil, integrando las filas de la élite, se encontraban los llamados comerciantes, mayoristas ligados a la exportación e importación de mercaderías. Los
mercaderes —que les seguían en rango y tenían un status algo inferior— eran minoristas con negocio propio, especializados en la venta de telas, ropas y
mercancías europeas o locales. Algunos mercaderes hacían negocios mayoristas con el interior pero no participaban en el comercio ultramarino como los
comerciantes. Otro grupo lo conformaban los alrnacenistas, que vendían loza y alimentos. En un nivel más bajo se movían los bandoleros o mercaderes de bandola
abierta, que eran vendedores ambulantes. Y finalmente, tanto en la ciudad como en el campo, operaban los pulperos, dueños de pequeños negocios que vendían
bebidas, alimentos y una variedad indeterminada de mercaderías de consumo diario. Sólo los comerciantes ocupaban la cresta del sector mercantil y configuraban
uno de los grupos altos de la sociedad virreinal.
En Buenos Aires predominaban claramente los comerciantes peninsulares, especialmente los nacidos en el norte de España; los mercaderes criollos constituían
una sólida y activa minoría. Los comerciantes peninsulares descendían de padres que habían ejercido el rol de burócratas o la ocupación de agricultores, en tanto
que los comerciantes criollos eran, en su mayoría, hijos de comerciantes. ¿Cómo se llegaba a comerciante? Había por lo menos cinco vías de incorporación al gru-
po. Un comerciante podía haber iniciado su carrera como aprendiz en el negocio de otro comerciante. Se trataba por lo general de un sobrino o hermano menor de
aquél. El comerciante llamaba a un pariente de la península y lo incorporaba a la firma como aprendiz; ésta era una manera de ayudar a la promoción de los
miembros de la propia familia. Un comerciante podía, por otro lado, haberse iniciado como cajero en la firma de otro; pero no todos los cajeros llegaban a
comerciante. También se podía haber sido inicialmente capitán de barco o mercader, o haber operado como agente de una firma mercantil española.
En general, los hijos de los comerciantes no seguían la carrera de los padres, la falta de vinculaciones o mayorazgos en las prácticas testamentarias de los
comerciantes dejaban la fortuna paterna fracturada entre todos los herederos, de manera que el hijo que deseaba continuar con la ocupación del padre debía partir
con un capital notoriamente inferior al de su progenitor. Pero ésa no era la única razón por la que los comerciantes preferían orientar a sus hijos en otras
direcciones. Se trataba, muchas veces, de buscar para ellos carreras tan o más prestigiosas que la de ellos mismos y por ello no era extraño que impulsaran a
muchos de sus vástagos a seguir una carrera profesional, eclesiástica o militar.
La vía a partir de la cual se afianzaba la comunidad mercantil, era el matrimonio, el medio a través del cual el comerciante españoa consolidaba su posición en la
sociedad virreinal; el camino a través del cual ascendía socialmente y prolongaba en el tiempo su negocio. El sector mercantil era fuertemente endogámico, los
miembros se casaban entre sí, entre los de la misma ocupación. El 66% de las esposas de los comerciantes eran, a su vez, hijas de comerciantes. Típicamente el
matrimonio se daba entre la hija porteña de un inmigrante y un inmigrante español comerciante y, a veces, diez años mayor que ella. El matrimonio era muy
prolífico, registra una media de 7,38 hijos.
Las actividades económicas de los comerciantes rebasaban el ejercicio de Fa actividad mercantil. Los más poderosos otorgaban crédito e invertían fuertemente en
fincas urbanas y suburbanas. Compartían casas de alquiler y quintas en los extramuros. Sus casas se encontraban entre las más grandes y lujosas de la ciudad,
algunas llegaron a tener 16 habitaciones. Consumidores ostentosos, acumulaban alhajas y platería, así como numerosos esclavos. Pocos comerciantes porteños in-
virtieron en actividades extractivas o manufactureras; algunos como Francisco Medina, eran propietarios de saladeros. La inversión en actividades agropecuarias
por parte de este sector distó de ser frecuente; sólo catorce fueron dueños de estancias. Se trataba, por lo general, de exportadores de cueros. Otra inversión era la
compra de barcos, algunos de los cuales, como los de Tomás Antonio Romero, se usaron para el tráfico de esclavos.
Los comerciantes desplegaban por lo general una fuerte aunque algo pragmática religiosidad, se incorporaban a las Terceras Ordenes y a las Cofradías religiosas,
fundaban capellanías para sufragar los gastos de sus parientes dedicados al sacerdocio y muchas veces hacían de síndicos en las órdenes religiosas. En este
carácter administraban los bienes económicos de la Iglesia y no dejaban de incrementar su propia esfera de intereses y relaciones. La Iglesia y los comerciantes se
usaban mutuamente.
El comercio era, sin lugar a dudas, una formidable vía de ascenso social pero no todos triunfaban en la empresa; los fracasos y los malos negocios hundían a
muchos. El sector mercantil se renovaba así constantemente.
La Iglesia
Clero regular y clero secular constituían los dos brazos de la Iglesia virreinal. El alto clero secular en manos de peninsulares. Después del obispo Bazurco, en 1761,
todos los demás obispos de la diócesis de Buenos Aires fueron españoles, pero es muy probable que el bajo clero secular estuviera mayoritariamente integrado por
criollos, ya que la Iglesia reclutaba sus cuadros localmente. El panorama en las órdenes religiosas era algo diferente: en la mayoría de ellas predominaban clara-
mente los americanos; la única excepción era la orden Betlemita, que regenteaba hospitales, -donde los peninsulares conformaban la absoluta mayoría. (véase
cuadro)

Origen de los religiosos franciscanos y dominicos en la ciudad de Buenos Aires a fines del siglo XVIII
Orden de San Francisco Orden Santo Domingo
Convenio Recolección Convenio
Criollos Europeos Criollos Europeos Criollos Europeos
Sacerdotes 35 13 8 6 39 6
Coristas 17 2 3 7 10 3
Legos 6 9 1 16 2 6
Fuente: Archivo Histórico de la provincia de Buenos Aires, Archivo de !a Real Audiencia. Reales Ordenes. Legajo 2,7,4. 2,67.

No hay estudios acerca de la extracción social del clero regular en el Virreinato del Río de la Plata, pero lo que conocemos acerca de la orden Betlemita de Buenos
Aires resulta revelador. Los padres de los ingresantes a la Orden habían sido -en el caso de los aspirantes españoles- mayoritariamente labradores del norte de
España. En la orden Betlemita pululaban los novicios con padres de extracción inmigratoria; típicamente la madre era porteña y el padre español. La edad al tomar
los hábitos variaba según los casos; los criollos se incorporaban adolescentes al convento, entre los 16 y los 18 años, algunos lo hicieron inclusive a los 15, esto es,
antes de la edad fijada por el Concilio de Trento. Los peninsulares se incórporábañ más tarde al noviciado, entre los 20 y los 30 años. Alguno lo hizo a los 40. Entre
los integrantes de la Orden Betlemita no todos habían evidenciado una temprana vocación religiosa. Algunos novicios habían pasado por otras ocupaciones antes
de ingresar al Convento. Se trataba de ex artesanos y ex militares y antiguos dependientes de comercio que habían fracasado en su elección ocupacional inicial y
que ahora probaban suerte con la Iglesia. El Convento habría jugado en estos casos el papel de reasignar inmigrantes fracasados a las filas del clero. La Iglesia no
había sido la primera opción, pero ahora algunos se volcaban a ella como una vía de ascenso social alternativa donde tenían una carrera segura y una vida, si no
desahogada, por lo menos protegida. Las Ordenes -necesitadas de novicios- aplicaron normas de admisión más laxas de lo que sus propias constituciones
autorizaban. Admitían hijos ilegítimos y en más de un caso a analfabetos. Es que el clero virreinal estaba en crisis. Las bases mismas de la vida monacal estaban
profundamente resentidas. Las fugas de los conventos no eran extrañas, la vida común estaba seriamente amenazada, la disciplina monacal brillaba por su
ausencia, el voto de pobreza no era siempre respetado. Entre los mercedarios de Buenos Aires el panorama era particularmente crítico. No hay más que leer el libro
de visitas del Convento de San Ramón para enterarse cómo algunos frailes jugaban a las cartas por dinero, deambulaban por los cafés, pulperías y barberías y
pernoctaban fuera del claustro. La riña de gallos estaba de moda entre los mercedarios y se criaban los gallos dentro del convento. ¿No habrá sido la revolución la
última aventura de este clero en plena crisis y efervescencia? En todo caso, la crisis del clero que produjo la revolución, donde actuaron tantos sacerdotes notorios,
tenía raíces antiguas.
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La Iglesia virreinal tenía un sólido y diversificado patrimonio económico. El clero secular contaba con hombres de fortuna en su seno como el deán José de Andújar,
fuerte estanciero y dueño de 22 esclavos, o el obispo Lué, que al morir dejó 12.000 pesos fuertes 200 onzas de oro, tres carruajes, muebles por valor de 2.264
pesos y c i nco esclavos. Pero más allá de la fortuna personal de algunos dignatarios eclesiásticos estaba la riqueza corporativa de la Iglesia misma. Las órdenes
religiosas diversificaron sus inversiones en un amplio abanico de propiedades que abarcaba campo y ciudad; la Iglesia era ante todo terrateniente. Los jesuitas
dejaron un sólido patrimonio como la célebre estancia de Areco, o la opulenta Santa Catalina, en Córdoba, tasada en más de 100.000 pesos. Domínicos,
mercedarios, betlemitas tenían tierras en la campaña bonaerense.
Las órdenes invirtieron también en hornos de ladrillos, o sea en la industria de la construcción. También poseían chacras y quintas para abastecer a la ciudad de
trigo, hortalizas y otros productos. Pero acaso las inversiones más cuantiosas de la Iglesia se volcaron en la ciudad misma. Como los comerciantes, las órdenes
eran propietarias de numerosas casas y cuartos de alquiler. Los mercedarios eran propietarios de 9 casas a principios del siglo XIX y los betlemitas dejaron cerca de
22 fincas urbanas.
La tenencia de esclavos fue otro rasgo de la Iglesia (los betlemitas llegaron a ser dueños de 117 esclavos en Buenos Aires solamente). Si bien parece que no hubo
una estrategia eclesial única respecto de la servidumbre negra, en algunos aspectos, como el matrimonio de esclavos, parece haber sido coherente con sus
principios doctrinales; las órdenes lo autorizaban sin más y algunos institutos como la Compañía de Jesús decididamente lo fomentaron.
En la estancia jesuítica de Santa Catalina, Córdoba, hacia 1771, no había mujer de más de 25 años que no fuera casada o viuda. En cuanto a la formación de
familias esclavas no parece que la Iglesia haya puesto trabas, aunque las actitudes variaban de orden en orden: algunas la toleraban pero no la fomentaban; otras,
en cambio, la estimulaban decididamente.
También se registran variaciones en las actitudes eclesiaies frente al número de mujeres que estaban dispuestas a admitir entre su servidumbre, algunas órdenes
preferían planteles donde predominaran claramente los hombres mientras otras, como los jesuitas mismos, optaban por mantener un equilibrio demográfico entre
los sexos más o menos estricto.
La Iglesia también participó intensamente en actividades crediticias. En una economía sedienta de créditos y sin bancos, los capitales acumulados por esta
institución ofrecían una alternativa más que tentadora; la Iglesia comenzó así a prestar dinero a interés.
La típica operación crediticia a la que recurrían los institutos eclesiales eran los censos, préstamos de metálico a un cinco por ciento fijo anual, sin obligación por
parte del tomador del crédito de devolver el monto principal en un lapso determinado de tiempo. Los censos circulaban así muy lentamente y muchas veces
permanecían años en manos de una misma persona Los conventos, especialmente los de monjas, jugaron un papel decisivo.
La Iglesia tuvo un rol múltiple en la economía virreinal: era productora agropecuaria para el mercado interno y la exportación, participaba en la industria de la
construcción, alquilaba inmuebles y prestaba dinero.
Sus pautas de inversión tendían a coincidir con las de la élite. Sin embargo, había una diferencia entre el empresario laico y la Iglesia: mientras cada nueva
generación amenazaba con fragmentar y dispersar la riqueza del primero, el tiempo jugaba a favor de la propiedad eclesiástica, que permanecía intacta y sólo podía
estancarse o crecer. Así, en un mundo de fortunas que se amasaban y dispersaban con igual frecuencia y facilidad, la Iglesia, como agente económico, reveló un
récord de estabilidad en la economía virreinal.
Los artesanos
Agrupados en gremios por rama de actividad, los artesanos constituían un sector urbano infaltable en las ciudades más importantes del Virreinato.
La pertenencia a un gremio daba al artesano un lugar reconocido y respetado en la sociedad colonial. Cada gremio estipulaba los productos que debían ser
producidos, los materiales que debían emplearse y el precio que podía pedirse por el bien terminado. 'Sin embargo, en Buenos Aires los gremios aparecieron
tardíamente, en el siglo XVIII y fueron relativamente débiles.
La ausencia de una sólida tradición gremial no impidió la existencia de prerrogativas básicas de la tradición artesanal europea. Los padres ponían a sus hijos
jóvenes a cargo de un maestro para que aprendieran el oficio. Se labraba un acta ante escribano donde se establecían los derechos y obligaciones recíprocas así
como la duración del servicio. La falta de regulaciones estrictas permitía a algunos oficiales abrir talleres propios sin haber pasado por el tradicional examen.
Para el artesano, el prestigio pasaba por su destreza y no por el ingreso personal. Existía una estratificación interna dentro del grupo artesanal: algunas
especialidades —aquellas de materias primas más caras— eran más prestigiosas que otras. Los orfebres y los plateros constituían así la aristocracia del
artesanado. Pero las fuerzas del mercado a menudo no respetaban la jerarquía formal y la distribución de ingresos podía favorecer a ocupaciones menos
prestigiosas; en Buenos Aires, por ejemplo, los oficiales mejores pagos eran los de la construcción.
En la capital del Virreinato los controles gremiales fueron tardíos y débiles, el éxito de cada artesano dependía mucho más de sus condiciones personales tales
como su destreza, su iniciativa y su creatividad.
Los gremios discriminaban fuertemente a los artesanos negros, excluyéndolos de su seno o relegándolos a los rangos más bajos. Se temía la competencia de
artesanos de color y la pérdida de prestigio de la ocupación misma.
Negros esclavos y negros libres
Los esclavos configuraban un sector eminentemente urbano, aunque su presencia en las zonas rurales no debe ser subestimada. Como grupo laboral los negros
fueron destinados fundamentalmente al servicio doméstico y a las filas del artesanado. Como integrantes del servicio doméstico solían ser alquilados a terceros y su
jornal, o parte de él, entregado a su amo; ésta era sin duda, una de las principales fuentes de ingreso de las mujeres solteras o viudas del Buenos Aires virreinal.
Entrenados en los diversos oficios, los negros libres y esclavos conformaban buena parte del sector artesanal, pero a pesar de ello, rara vez llegaban al rango de
maestro, pues eran fuertemente discriminados por los artesanos blancos. Los hombres de color abundaban más en oficios menos lucrativos, como los de zapatero o
sastre. En general, los negros o pardos eran relegados a las ocupaciones menos remunerativas, más degradantes y más insalubres. Otras pequeñas industrias
urbanas también empleaban esclavos, tal es el caso de las panaderías. Los negros libres monopolizaban también ciertos oficios y ocupaciones, vendedores
callejeros, lavanderas y achuradoras.
En la economía rural se advierte un creciente uso de mano de obra esclava a medida que avanza el siglo XVIII y se asciende en la estructura social. En los
establecimientos rurales de las órdenes religiosas trabajaban gran cantidad de esclavos; la Compañía de Jesús llegó a tener en sus estancias de Córdoba, más de
mil, sólo en la de Santa Catalina había 452 afectados a tareas del establecimiento, que incluían desde capataces y obreros hasta cocineros y pastores. Las mujeres
estaban destinadas a las labores textiles como hilanderas.
Las manumisiones no eran infrecuentes. Muchas veces los mismos esclavos compraban su libertad con dinero propio, de su familia o prestado. En general los
pardos eran manumitidos más frecuentemente que los negros y no faltaban aquellas muni misiones en las que los amos ponían sus propias condiciones a los
esclavos antes de otorgarles la libertad. Una vez libre, el afro argentino no veía abrirse delante suyo un panorama ocupacional muy distinto al que dejaba atrás. La
población de color fue objeto de un fuerte prejuicio racial y una política discriminatoria: no podía cargar armas, usar cierto tipo de ropa, acceder a cargos políticos o
militares, vender o comprar alcohol —prohibición generalmente violada— y asistir a las mismas instituciones educativas que los blancos.
Sin embargo, el ascenso social no estaba vedado a la población negra libre, por el contrario, no faltaron en el Buenos Aires colonial negros y mulatos que
adquirieron casas y terrenos siendo aún esclavos.
Los negros solían integrarse en cofradías religiosas; en Buenos Aires se encontraban las de San Baltasar, del Santísimo Rosario, Santa Rosa de Viterbo, San
Benito, y San Francisco Solano.
El panorama de la esclavitud variaba según la región; en Buenos Aires tendía a afirmarse, mientras que en algunas zonas del interior los negros libres superaban en
número a los esclavos. En Tucumán, por ejemplo, había cuatro negros libres por cada negro esclavo.
El mundo rural
Los estancieros
Hubo una época, la tardía colonial, en la que ser estanciero ñu implicaba un fuerte prestigio social, ni un marcado poder económico. Su influencia política, por otra
parte, no iba mucho más allá del pago o de lo que se daba en llamar "el arreglo de los campos". El estanciero rehuía con frecuencia identificarse como tal y la
palabra misma era utilizada con una laxitud que llegó a preocupar a los miembros más conspicuos del sector terrateniente. En tiempos del Virreynato llamábase
hacendado, criador, estanciero no sólo al que era dueño de un sólido establecimiento ganadero sino también al mulato propietario de un pequeño número de
animales que vivía en tierra ajena. El amplio acceso a la tierra en el litoral y las múltiples formas de control sobre ella —desde la propiedad al arriendo, pasando por
la tenencia de facto en tierras fiscales o de propietario desconocido— habían generado un grupo de hacendados caracterizado por una gran complejidad interna.
Estaba, por un lado, un sector relativamente reducido de estancieros que reproducía la estrategia patrimonial de la élite y que, como ésta, había querido diversificar
sus inversiones y sus ingresos. Nos encontramos así, en el vértice, con estancieros que, además de tierras de estancia, poseían quintas, chacras, hornos de
ladrillos y propiedades urbanas, algunas de las cuales alquilaban a terceros. Más de un hacendado había montado también una atahona tratando así de integrar
verticalmente sus empresas agropecuarias. A medida que se desciende en la jerarquía interna del grupo, mayor tiende a ser la especialización ocupacional y el
grado de residencia rural. La mayoría vivía exclusivamente de sus ingresos agropecuarios, sólo una minoría residía en la ciudad —el hacendado ausente no era tan
frecuente en la época colonial—, el grueso, los pequeños y en parte los medianos estancieros, vivían en el campo vigilando personalmente sus rodeos.

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Si bien algunos estancieros se dedicaron a comprar esclavos —tenían entre uno y tres negros— otros, tal vez la mayoría, carecían de ellos; en 1815 en el partido de
San Vicente, por ejemplo sólo el 20 por ciento tenía esclavos.
Otra muestra de que el grueso de los hacendados no pertenecía a la élite lo constituye el alto índice de analfabetismo del grupo. A diferencia del comerciante, el
estanciero no siempre era letrado y rara vez leía libros, pocos debieron ser los que contaron con rudimentos de matemáticas suficientes como para llevar una
contabilidad.
Algunos habían entrado al matrimonio sin bienes y logrado a pesar de ello amasar una regular fortuna, tal el caso, por ejemplo, de Fermín Pesoa, hijo natural, que
murió dejando estancias, una chacra y propiedades urbanas.
La ganadería era una vía de ascenso social aunque no tan rápida y exitosa como el comercio. Algunos estancieros se iniciaron con un lote de animales y luego
compraron o heredaron tierras.
Pero las dotes y los capitales de este sector no tenían la magnitud de los comerciantes, apenas un conjunto de animales, alguna que otra carreta, un esclavo, un
puñado de varas de tierra y ropa de uso y enseres domésticos. Como los comerciantes, los estancieros de residencia urbana integraron las filas de las Cofradías
religiosas y las Terceras Ordenes, pero no trabaron con la Iglesia una relación empresaria tan íntima. También fundaron capellanías y enviaron a algunos de sus
hijos a las filas del clero.
Sólo un puñado de comerciantes, como hemos visto, y alguno que otro pulpero habían manifestado interés en ligarse a la producción agropecuaria. Esta, y la casi
total ausencia de altos funcionarios entre los estancieros, revela que la élite no veía en la tierra una fuente de prestigio social y de poder. La tierra barata, el fácil
acceso a ella, la existencia de una frontera abierta con el indio, así como la crónica escasez de mano de obra de la campaña hacían de la actividad agropecuaria
algo relativamente riesgoso y no muy rentable.
Los estancieros ocupaban pues una posición intermedia y subordinada en la estructura social del virreinato, sólo los más acaudalados y en general los que eran a la
vez comerciantes pertenecían a la élite por derecho propios En general la campaña era criolla, la presencia española en ella fue bastante débil, sin duda por el
escaso interés del inmigrante español por ligarse a la producción agropecuaria y no porque la propiedad de la tierra le estuviera de hecho vedada.
La plebe rural: agregados, peones y vagabundos
Hacia mediados del siglo XVIII la plebe rural, cuyos componentes étnicos y sociales variables según la región, terminó de constituirse. Agregados, peones y
vagabundos constituyeron los estratos libres más bajos de la sociedad rural, los sectores de menores ingresos. Españoles pobres, indios hispanizados, mestizos y
mulatos libres vivían al borde de la marginalidad o resueltamente en ella. La frontera entre el arrendamiento, el peonaje y el vagabundaje rural no era precisa ni
tampoco fija, la estratificación de los sectores bajos era apenas incipiente; se podían producir deslizamientos de un grupo a otro o acaso la presencia de roles
múltiples, agregados que terminaban siendo peones, peones que terminaban siendo agregados, aunque el peonaje es una ocupación cada vez más definida,
específica. ¿Pero cómo caracterizar a ese sector que las fuentes designan como "agregados", "colonos" o "arrendatarios"? Sabemos poco o nada de ellos: los
contratos con los propietarios, cuando existieron eran orales, en algunas ocasiones estamos frente a un claro caso de arrendamiento con pago de un canon; los
colonos de la estancia de Caroya, por ejemplo, pagaban en 1788 una pensión que fluctuaba entre 1 y 7 pesos anuales. En la campaña bonaerense las fuentes
hablan de agregados o arrimados. ¿Qué función cumplían? Ocupaban a nombre del propietario una parte de la estancia, acaso en los lindes de ésta, y eran una
reserva de mano de obra. Así_ los agregados de las haciendas tucumanas de Tafí, Lules y Vipos debían acudir a la tierra y colaborar con la siembra y cosecha, el
reparo de cercas y los aportes de ganado.
La formación del peonaje colonial en nuestro país es un fenómeno muy mal conocido; sabemos que hacia la primera mitad del siglo XVIII ya está sólidamente
establecido en la campaña cordobesa y bonaerense. Sus características, organización y nivel de remuneraciones variaban según la región y el período de que se
trate. Las estancias y haciendas requerían dos tipos de mano de obra, una permanente para el control de los rodeos y las actividades artesanales —cuando este
sector estuvo presente dentro de la unidad productiva— y otra más numerosa, de carácter temporario para la siembra, la cosecha, la yerra, la castración y los
apartes. En las estancias jesuíticas de Córdoba la mano de obra libre asalariada, complemento de la esclava, se repartía entre un numeroso sector no calificado y
un grupo reducido compuesto de trabajadores calificados —carpinteros, obrajeros— y los destinados a las tareas de supervisión, como capataces y mayordomos.
Un sector aparte lo constituían los capataces y peones contratados para conducir las arrias de mulas al Alto Perú. Los peones de la estancia de San Ignacio en el
valle de Calamuchita, se contrataban "para servir en todo lo que se mandare en la estancia", algunos lo hacían también para domar y otros, en cambio, excluían
explícitamente dicha tarea de su contrato. Los salarios ofrecían variaciones según el tiempo, la ocupación y el lugar. Los capataces de e ata estancia percibían,
entre 1735 y 1750, un salario anual que oscilaba entre los 70 y los 100 pesos. En la hacienda de Santa Catalina, de Córdoba en 1776 el mayordomo cobraba 100
pesos anuales y el grueso de los peones entre 50 y 60 pesos por año. En la campaña de Buenos Aires, donde se pagaban salarios más altos en la segunda mitad
del siglo XVIII los capataces recibían entre 8 y 10 pesos mensuales y los peones cobraban salarios que oscilaban entre 6 y 7 pesos mensuales.
Pero más importante que saber el monto de los salarios es conocer su forma de pago. El salario se pagaba en adelantos efectuados en especies y metálico. En las
estancias del interior que conocemos, los pagos en metálico eran muy reducidos y excepcionales, el grueso del salario era pagado en especies. Así, por ejemplo,
sobre una muestra de once trabajadores de una hacienda dependiente de las Temporalidades de Santiago del Estero, sólo cuatro recibieron metálico en una
proporción que fluctuó entre el 1,7 y el 22% del salario efectivamente pagado. En las estancias jesuíticas de Córdoba la cantidad de metálico recibida, o su
equivalente en especies, variaba si el trabajador había sido contratado por un salario "en plata y géneros" o sólo por uno pagadero en "géneros". En las estancias
bonaerenses, en la segunda mitad del siglo XVIII, el componente metálico del salario tendía a ser considerablemente mayor y mucho más frecuente.
¿Qué especies recibía el trabajador rural libre en pago por su salario? En Códoba productos textiles tales como bayeta, lienzo, cordellate, pañete, bretaña y también
entregas de yerba, tabaco, cuchillos y jabón. En la campaña bonaerense era más frecuente el pago en ropa confeccionada, calzones, ponchos chaquetas. Además
del salario los peones recibían una ración de carne, yerba y en la hacienda de Lules, en Tucumán, un almud de maíz. En la yerra era frecuente que corriera el
aguardiente.
El sistema de adelantos a cuenta del salario solía derivar en endeudamiento del peón rural. Ese endeudamiento no era sistemático ni tendía a crecer
indefinidamente, no era un mecanismo para retener al peón por mucho tiempo. Por otra parte era frecuente que los peones se fugaran debiendo sumas
considerables al estanciero, el endeudamiento era más frecuente en el interior que en el litoral y en la campaña bonaerense, donde prácticamente no existía o era
muy marginal. El tiempo de permanencia del peón en el empleo fluctuaba según las regiones. En las estancias jesuíticas de Córdoba se contaba por años. En la
campaña rioplatense, por el contrario, la inestabilidad del peón era extrema, el trabajador rural por lo general no permanecía más de dos, tres o cuatro meses en su
conchabo.
Satisfechas sus necesidades de metálico y ropa, el peón de la estancia virreinal podía retirarse del mercado de trabajo y entrar en una actividad de subsistencia (a
veces también orientada al mercado), que iba desde la producción agropecuaria en pequeña escala hasta la mera caza de reses alzadas, ya que el acceso a los
medios de subsistencia no se había cerrado aún. Este hecho, junto al fácil acceso a la tierra —no a la propiedad pero sí a su usufructo— como la existencia de una
frontera abierta con el indio y una actitud ante el trabajo pre industrial que carecía de disciplina y regularidad laboral, condicionaba fuertemente la oferta de trabajo
contribuyendo a la escasez y a la inestabilidad del trabajador rural. Los gauchos existían porque había acceso a la tierra y al ganado, aun cuando éste se encontrara
efectivamente apropiado. Surgió así el gauderio, que deambulaba de pago en pago, vendía cueros ajenos, robaba ganado y era cliente asiduo de las pulperías.
Autoridades y estancieros se esforzaban por controlar a esa "multitud de haraganes y vagabundos" que, según el cabildo de Buenos Aires, azotaba la campaña. En
1804, Sobremonte impuso la papeleta de conchabo, pero antes numerosos bandos pretendieron infructuosamente castigar el juego, reducir las horas de ocio y
regimentar la jornada laboral.
El vagabundaje fue perseguido sin mayor éxito, no todos los acusados llevaban una vida errante, algunos se encontraban afincados a un pago y se autotitulaban
"labradores"; otros declaraban que vivían de ocupaciones ocasionales como la venta de leña, y por fin no faltaba alguien como aquel Narciso Valiente que confesó
con toda ingenuidad "que había estado conchabado en varias ocasiones, temporadas, y salía, por un mes o dos se andaba paseando y luego volvía a
conchabarse..." El gaucho podía ser vagabundo, un ladrón de cueros, un pecan y aun un pastor marginal. Españoles pobres, indios hispanizados y mulatos libres
fluctuaban así entre la vagancia y la actividad productiva y pasaban sus ratos de ocio jugando a las carreras de caballos, al juego del pato, a los naipes, en
encuentros de truco "paro", un juego perdido en el olvido. La vida familiar resultaba difícil para la plebe rural que vivía en pleno desplazamiento. Las uniones
amorosas extramatrimoniales —los amancebamientos— eran frecuentes, esos amores informales podían durar unos días, meses o años. La pareja podía verse
esporádicamente o cohabitar. Esta unión tenía una finalidad bastante pragmática, se trataba en muchos casos, no sólo de amor y sexo sino también de tener ellos
alguien que les lavara la ropa y ellas compañía, y sobre todo un hombre ducho en faenas de campo, porque la mujer pampeana sólo efectuaba tareas domésticas.
Los sectores más marginales de la campaña tenían una costumbre que horrorizaba a viajeros y funcionarios ilustrados: robaban mujeres. El robo de la mujer era
una práctica bastante extendida en la pampa. El se llevaba a su pareja durante la noche y luego la ocultaba o la disfrazaba para que no la descubriera el marido o la
familia de su flamante prenda. En realidad, el robo no era tal, no había rapto, la mayor parte de las veces la mujer daba su consentimiento para la fuga. Había "robo"
porque había más hombres que mujeres y derechos de propiedad impllcitos sobre la mujer. Las mujeres robadas eran por lo general casadas o adolescentes que
no habían escapado a la órbita de sus padres. ¿Qué se proponía el ladrón de mujeres? Simplemente iniciar una vida en común con su amada, quería vivir su forma
de matrimonio.
La estancia colonial
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El paso de la caza del ganado cimarrón a la cría del ganado doméstico, implicó el paso de la vaquería a la estancia. Esa transición se dio antes en la campaña
bonaerense que en la Banda Oriental por el rápido agotamiento del ganado cimarrón, de explotación más antigua.
La estancia colonial tenía siempre su frente sobre un curso de agua y en este sentido, los "rincones" eran los lugares preferidos porque en ellos, al juntarse dos ríos
o dos arroyos, era más fácil el control del ganado ya que la estancia colonial carecía de cercos. Las dimensiones de la unidad productiva eran muy variables
pudiendo ser superiores o inferiores a la clásica suerte de estancia (1.875 hectáreas). Contrariamente a lo que pudiera creerse la tierra no era la principal inversión
en una estancia, más importante eran el ganado y los esclavos.
Las instalaciones eran bien precarias. En uno de los extremos de la estancia se situaba el casco, por cierto nada pretencioso. Se trataba de una casa, por lo general
modesta, o un simple rancho que oficiaba de vivienda del estanciero o el mayordomo. Cerca de ella otro rancho hacía las veces de cocina y en sus inmediaciones
era posible encontrar un pozo de balde. Más allá, las viviendas de los peones, cuando las había. Era posible hallar también uno o dos galpones para los cueros. La
mayoría de las estancias carecían de capilla y oratorio, sólo contaban con un nicho y en él la imagen del santo o santa del que el estanciero era devoto. Luego
venían los corrales, generalmente de postes de ñandubay. El mobiliario era sencillo: cama, mesa y sillas y un arcón para guardar diversos enseres. Las estancias
grandes estaban divididas en puestos y en éstos las instalaciones eran aún más precarias; un mísero rancho de paredes de barro y techo de paja, con unos simples
cueros para cubrir la puerta. En el puesto no había, por lo general, cama ni colchones, se dormía sobre unos cueros. Algunas estancias contaban también con
hornos para cocer pan para el consumo interno del establecimiento.
El ganado constituía, como ya dijimos, la principal inversión del estanciero, sobre todo el vacuno. Pero la estancia colonial bonaerense no se dedicaba
exclusivamente a la cría del vacuno. Muchos establecimientos ganaderos criaban también mulas, caballos y ovejas. El ovino estaba mucho más difundido de lo que
se supone pero su valor era ínfimo. La lana era tejida en algunas estancias del norte de Buenos Aires y en otras se aprovechaba el pelo de la oveja para la
manufactura de recapos.
Pero la estancia colonial no era sólo un establecimiento ganadero, las más de las veces se practicaba también la agricultura del cereal. Sin embargo, los principales
ingresos de la estancia lo constituían los productos pecuarios y sus derivados: los cueros, las mulas y los novillos, así como el sebo y la grasa. Cuando la
exportación de cueros .se tornó irregular por las frecuentes guerras de fines del siglo XVIII, la estancia se orientó más acentuadamente a la producción y venta de
novillos. En rigor, la estancia colonial estaba ligada a tres mercados, uno el ultramarino, a donde se enviaban los cueros; otro, el Alto Perú, a donde se vendían las
mulas, y la propia ciudad de Buenos Aires, mercado ideal para los novillos con sus casi 40.000 habitantes al rayar el siglo XIX.
Los gastos de una estancia eran diversos y su composición variaba según su relación con el mercado. La estancia colonial bonaerense tenía una marcada
dependencia del mercado en su aprovisionamiento de bienes y servicios. Los salarios se llevaban la parte del león del gasto corriente. Le seguían la ropa y los
productos textiles para los esclavos, cuando los había. Otra inversión importante se hacía en cuchillos, que se consumían en cantidades para faenar el ganado y
otras tareas camperas.
Parte del gasto eran las compras de alimentos como el arroz y la sal, la yerba y el tabaco para la ración de peones y esclavos y también el vino y el aguardiente.
Los beneficios no parece que fueran muy grandes, aunque la explotación ganadera era naturalmente rentable; la tasa de retorno del capital en la estancia de López
Osornio —en las últimas décadas del siglo XVIII— era del 1,7 y 7,9% anual.
La mayoría de las actividades de la estancia se realizaba alrededor del vacuno. Ante todo había que vigilar los rodeos de ganado. La falta de cercas dificultaba el
control del mismo que se alzaba a la primera sequía, y el siglo XVIII abundó en ellas. Había pues que recoger el ganado durante el atardecer, vigilarlo durante la
noche y pastorearlo durante el resto del día, todo esto durante varios meses; afortunadamente el ganado tiende a "aquerenciarse", esto es asentarse en un lugar
determinado. Otra actividad habitual era la doma y la faena de cueros, en esta última el ganado es perseguido, desjarretado y luego sacrificado, a continuación se
extrae el cuero que es estaqueado al sol para que se seque. Finalmente hay que mencionar la yerra y la castración, dos actividades temporarias que requerían la
contratación de personal adicional.
La hacienda jesuítica del noroeste, a diferencia de la estancia bonaerense, era una unidad productiva mucho más proteica. Ubicada a la vera de curso de agua o de
un camino, la hacienda jesuítica del interior era un complejo que asociaba la actividad agropecuaria con la artesanal. Típicamente constaba de un casco muy
elaborado integrado por: 1) iglesia, por lo general maciza e imponente, 2) la residencia mayor que solía dar a un gran patio –como en Santa Catalina o Alta Gracia–,
donde vivían un superior jesuita, el instructor religioso, un par de hermanos y el hermano estanciero, 3) una huerta cercada, 4) un tajamar y 5) los talleres artesena-
les. Más allá, donde no alcanzaba la vista, los puestos donde se apacentaba el ganado. El sector artesanal era por lo general bastante completo: consistía en una
herrería, una carpintería, un obraje textil y, en ocasiones, una sombrerería y una curtiduría. La producción artesanal era consumida casi íntegramente por el
establecimiento, sólo los excedentes se comercializaban en el mercado. Operado fundamentalmente por esclavos, el sector artesanal estaba destinado a promover
la autosuficiencia de la unidad productiva. Los principales objetivos del sector artesanal eran el mantenimiento del capital productivo –así en las herrerías y en las
carpinterías se reparaban las herramientas–, la remuneración de la mano de obra libre y la manutención de la mano de obra esclava.
La actividad ganadera en las haciendas de la Compañía de Jesús estaba fundamentalmente orientada hacia el mercado. Muchas estancias se especializaban en la
cría de mulas pero todas tenían también ganado vacuno, así como sementeras de maíz y trigo. Sin duda, este esquema productivo tenía la capacidad de adaptarse
a las condiciones naturales y a las posiblidades económicas de cada región. Así algunas haciendas jesuíticas se dedicaron además al cultivo de la vid y la
elaboración de vino, como las de Jesús María en Córdoba con 48.000 viñas y la de Nonogasta, en La Rioja. Otras, como la de Tafí, producían excelentes quesos.
Estas haciendas del noroeste se caracterizaban, además, por el uso abundante de mano de obra esclava, la mano de obra libre era suplementaria y más reducida.
Los esclavos jugaron un rol central en la economía de los establecimientos jesuíticos, pues por un lado contribuían a la producción de bienes que se llevaban al
mercado y por el otro contribuían al mantenimiento del capital productivo, producían su propia manutención y elaboraban parte de los bienes que serían destinados
a remunerar al trabajador asalariado. En efecto, una cie las características distintivas de la hacienda jesuítica del noroeste es que en ella se producía una trans-
ferencia del producto del trabajo esclavo a la remuneración del libre con la consiguiente reducción del costo salarial. En otras palabras, los esclavos, por ejemplo,
producían en los telares de la estancia la bayeta y el lienzo de algodón con que se pagaba a la peonada. Pero, como queda dicho, los esclavos contribuían también
a su propia manutención: ellos confeccionaban su propia ropa.
La plata prácticamente no circulaba en la hacienda jesuítica. Además de la venta de mulas —que proporcionaba probablemente el grueso del metálico— ingresaba
plata de la molienda de trigo a terceros, de la venta de pan, etc. Parte del metálico se empleaba en la compra de insumos básicos no producidos internamente y en
el pago de salarios.
Como se puede ver, estas haciendas dependían mucho menos del mercado que la estancia rioplatense en su aprovisionamiento de bienes y servicios, y su
producción era aún más diversificada.
Nace el saladero
A fines del siglo XVIII en la Banda Oriental nació la industria de la salazón de las carnes en el Virreinato. La carne salada se elaboró primero en el interior de las
estancias hasta que el comerciante Francisco Medina montó el primer saladero en 1787. La nueva industria surgió protegida por las autoridades y alentada por el
abaratamiento de la sal. Montar un saladero requería una considerable inversión de capital y el empleo de mano de obra calificada que, en parte, debía ser traída de
Europa.
La técnica de elaboración de la carne salada era algo más sofisticada que la requerida para la preparación del tasajo, se la sumergía en trozos en una tina de
salmuera por cerca de un mes y se guardaba en barriles en capas alternadas de la misma solución. El tasajo o charque, en cambio, se preparaba con tiras de carne
anchas y delgadas que se depositaban sobre cueros cubriéndose con sal, repitiendo la operación hasta formar una pila. Una vez perdido parte del componente
líquido, se colgaba al sol durante varios días, hasta que bien seca, las grasas desbordaban y cubrían las fibras de carne.
Con el saladero la carne se valorizó y comenzó a exportarse a Cuba y Brasil donde la carne salada era consumida por los esclavos y los sectores de muy bajos
ingresos. Una cifra estimativa de las exportaciones de carnes saladas a fines del siglo XVIII es la que da Félix de Azara, se trata de embarques por un total de 40.
759 quintales (un quintal: 45.800 kg) correspondientes al período 1792-1796.
En Buenos Aires el saladero hizo su aparición poco después de la Revolución de Mayo. El primero de ellos, de Roberto Staples y Juan Mac Neile, empleaba en
1812 casi sesenta hombres, entre ellos ocho toneleros, dos carpinteros y cuatro peones traídos especialmente de Europa.

ACTIVIDADES
1) ¿Qué razones llevaron a la creación del Virreinato del Río de la Plata?

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6
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2) ¿Cuáles son las intendencias y las gobernaciones y qué función cumplían?

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3) Qué cambios introducen las reformas económicas?

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4) ¿En qué consistía el monopolio comercial?

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5) ¿Qué función cumplía el Consulado?

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6) ¿Marcar en un mapa de América del sur los territorios que correspondían al Virreinato del Río de la Plata?

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7) C
o
m LAS REFORMAS BORBÓNICAS
pletar:

PROVINCIAS IMPACTO PRODUCIDO


PROVINCIAS
……………………………… IMPACTO PRODUCIDO
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8) ¿Cómo se distribuye la población en ……………………………………………………………………………………………………………………………………


tiempos del Virreinato?
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9) ¿Quiénes constituían el mundo urbano?

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10) Quienes formaban parte del mundo Real?.

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8
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