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Texto: “Una Ética Para el Siglo XXI”
Aut.: Osvaldo Guariglia
Prologo
El núcleo del presente libro está centrado en una concepción de la ética como una
disciplina basada en la capacidad de argumentación razonable que compartimos
los seres humanos como una característica emergente de convivir en sociedad, de
compartir un mismo lenguaje y de estar integrados en instituciones jurídicas y
políticas mediante las que nos acordamos recíprocamente derechos y deberes
simétricos. Dadas estas condiciones, la ética sobrelleva un mismo destino con las
otras ramas de la filosofía contemporánea, cuya tarea se lleva a cabo en
condiciones similares de mutabilidad e incertidumbre. En el capítulo 1, expongo
las raíces de esta situación a partir del giro que da todo nuestro conocimiento del
mundo con el nacimiento de la moderna ciencia de la naturaleza y,
consecuentemente, a partir del lugar que en ese proceso se le asigna al sujeto. La
filosofía del siglo XX se ha concentrado en la exaltación de las aporías a las que la
noción moderna del sujeto había dado lugar, tomando aliento desde allí para
lanzarse a dos posiciones igualmente extremas e insalvables: una completa
negación de la razón como instancia de rango superior a la que apelar en la
resolución de conflictos intersubjetivos, por un lado, y un consiguiente relativismo
extremo tanto de las posiciones epistemológicas en el campo teórico como de las
normativas en el campo práctico, por el otro.
En el capítulo 2, expongo los rasgos centrales que adoptó el debate entre dos
tendencias diametralmente opuestas en la ética contemporánea: el universalismo
y el particularismo en sus diversas variantes. En efecto, el enfrentamiento se da, a
mi juicio, en tres niveles distintos y con respecto a tres cuestiones simultáneas: la
oposición entre una ética de lo correcto y una ética de lo bueno; la alternativa
entre un ideal de autonomía o un ideal de autenticidad para los sujetos humanos,
y, por último, la diferenciación entre una ciudadanía liberal y una republicana para
los miembros de un régimen político democrático.
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Aut.: Osvaldo Guariglia
En el capítulo 6, por último, discuto dos cuestiones que fueron suscitadas por
sendos trabajos que objetaron algunas de las tesis sostenidas por mí en
Moralidad. En primer lugar, E. Rivera López pone en duda la distinción que yo
establezco entre obligaciones positivas y negativas, dándoles a estas últimas un
alcance mayor que a las primeras. Esta distinción tiene como consecuencia que
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Finalmente, en momentos aciagos para la república como los que se han vivido en
la Argentina en el transcurso del presente año, quiero dejar constancia de mi
agradecimiento a dos instituciones públicas, la Universidad de Buenos Aires y el
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, a las cuales, con
independencia de todos los conflictos vividos en mi larga carrera dentro de las
mismas, les debo la oportunidad de haber podido dedicar mi vida profesional a la
investigación y a la docencia y de haberla culminado como profesor plenario en la
primera y como investigador superior en la segunda. Cuando el lugar y la función
del Estado en las esferas de la sociedad civil están tan ciegamente cuestionados,
es bueno, creo, dejar testimonio de aquellos bienes públicos, como la
investigación en ciencia básica y en humanidades y la docencia superior abierta a
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1. La situación de la filosofía
en la sociedad contemporánea
§ 1. "Ya sea que debamos filosofar, ya sea que no debamos filosofar, debemos
filosofar".1 Con este famoso encomio de la filosofía, Aristóteles iniciaba el proemio
de su diálogo perdido, Protréptico, cuyo tema principal era, precisamente, una
exhortación al estudio de la filosofía. Este mismo testimonio del filósofo es una
clara indicación de lo que sería el destino de la filosofía a lo largo de su historia
posterior durante dos mil cuatrocientos años: ser puesta constantemente en duda
con respecto a su justificación teórica o práctica y emerger permanentemente
renovada y fortalecida de ese perpetuo cuestionamiento. Sin embargo, nunca
como en el presente siglo el contenido y la finalidad de la disciplina, su método y,
por último, la propia actitud del filósofo han sido tan radicalmente cuestionados,
precisamente por filósofos: "Los filósofos no han dudado nunca en afirmar un
mundo, siempre que tal mundo contradiga este mundo, que tal mundo ofrezca un
apoyo para hablar mal de este mundo".2 Una vez más, no obstante, la vieja
sentencia aristotélica nos sirve de guía, porque solamente con los medios que
una larga tradición de pensamiento reflexivo nos ha legado, es posible
comprender las oscuras raíces de esta situación y ofrecer contra esta tendencia
destructiva una resistencia acorde con sus impulsos suicidas.
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Faltaba todavía una última escalada en esta progresiva reducción de los temas
centrales que la filosofía había fijado como su programa de búsqueda en la
modernidad; faltaba, en efecto, el examen implacable de la noción misma de
"sujeto", que habría de terminar por convertir a ésta en un fantasma. En esa
transformación ha sido central la obra filosófica de M. Heidegger, quien desde su
fulminante impacto inicial, con Ser y tiempo, sometió a la noción de "sujeto" a una
rigurosa operación de desmontaje, hasta nivelarla en su última etapa a una mera
sombra que vive su existencia en la pasiva espera del acontecer del "Ser". Más
que este epílogo quietista del pensamiento heideggeriano nos interesa un paso
intermedio: la reinterpretación que nos ofrece, a propósito de Nietzsche, de la
historia de la metafísica de la subjetividad. En efecto, es en la reconstrucción
hermenéutica del giro radical que el pensamiento moderno tomó con Descartes
donde brilla en todo su esplendor la peculiar agudeza interpretativa del gran
filósofo. El "sub-jectum" sustituye la tradicional noción aristotélica de "materia"
por una nueva interpretación de la relación entre el hombre y el mundo: el "yo
pienso" se ha constituido en la medida de toda certidumbre posible, que es
pensada conjunta e implícitamente con toda representación del mundo exterior
que el "Yo" se haga. Así como hacia un lado del "Yo", éste se convierte en el
núcleo de la subjetividad, que provee unidad y consistencia a todas las
representaciones, hacia el lado del mundo, el ser de las cosas queda reducido a lo
calculable, a lo que se puede construir geométrica o, en general,
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La crisis de la filosofía del sujeto que acabo de describir a grandes rasgos es, por
sobre todas las cosas, una crisis de la razón centrada en el sujeto y de su forma
específica de operar, es decir, de la racionalidad en el sentido más habitual del
término. Un primer síntoma de esta crisis fue el múltiple intento de acotar el
alcance y la vigencia de esta racionalidad por medio de atributos que la
especificaban: así Max Weber habló de una racionalidad con arreglo a fines,
oponiéndola a una racionalidad con arreglo a valores. Horkheimer y Adorno, a su
vez, dieron un paso más en la estigmatización de la racionalidad con arreglo a
fines como una manifestación bajo la forma de una actividad calculatoria de la
dominación alienante que el sujeto ejerce sobre la naturaleza tanto ajena a sí
mismo como en sí mismo. En las huellas de Nietzsche y de Heidegger, por último,
las filosofías de la diferencia anatematizan esta especie de razón como
"occidental", "etnocéntrica", "colonizadora", "patriarcal" y, por fin, "machista". Un
destino semejante corre la ética universalista, cuyo presupuesto era y sigue
siendo, precisamente, la vigencia de una forma de razón universal que justifique
principios universalmente válidos, y esto claramente significa: sin distinción de
sujetos entre sí, sin diferencias cualitativas, imparcialmente.
Algo de todo esto es, sin duda, cierto y puede resumirse así: el sueño del método
único –es decir, el sueño racionalista que persiguieron distintas corrientes
filosóficas hasta casi la mitad del siglo XX se ha disipado definitivamente. Ahora
bien, esta conclusión no tiene por qué equivaler a la aceptación de un
generalizado escepticismo en relación con la capacidad de la filosofía para
presentar resultados que puedan ser objetivamente puestos a prueba y, por
consiguiente, imparcialmente admitidos o rechazados. Por cierto, ha habido
corrientes extremas, como el primer positivismo lógico, representado
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§ 3. Voy a comenzar por el primer punto, que en cierto modo condiciona todos
los demás: la posibilidad de recrear un concepto universal de "razón". Por cierto,
este intento debe tomar debida cuenta de los fracasos anteriores en esa misma
empresa. Ya no se puede más, en efecto, apelar a un lenguaje formal artificial,
único y transparente, que exponga mediante las reglas de la sintaxis y de una
semántica correspondiente el modelo matemático de toda deducción posible.
Tampoco es viable, en el otro extremo, ir a buscar en una introspección de los
actos trascendentales de nuestra consciencia los noémata que nos abren el
acceso inteligible a las cosas. Descartados, entonces, los lenguajes fuertemente
formales con los que se intentó encorsetar toda la reflexión filosófica, y
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(A) Con respecto al primer tema, Popper ha mostrado en el capítulo sobre "la
naturaleza de los problemas filosóficos y su raíz en la ciencia" de su libro
Conjeturas y refutaciones hasta qué punto existe una estrecha conexión entre
ciencia y filosofía. A mi modo de ver, la resolución que él propone allí para las
relaciones entre filosofía y ciencia es, en cierta forma, paradigmática: no hay una
clara delimitación entre ambas, como pretendían Wittgenstein y los miembros del
Círculo de Viena, sino una cierta gradación entre cuestiones, cuyo acento, en el
primer caso, está puesto más en la organización y coherencia conceptual
intrínseca, y otras, en el segundo, que afectan en mayor medida los aspectos
habitualmente considerados más propios de la actividad científica, como por
ejemplo la predictibilidad, la base empírica, etc. En las ciencias sociales, esta
división de tareas es todavía más acentuada: son los filósofos los que
normalmente han provisto los grandes marcos conceptuales, por medio de los
cuales pueden formularse nuevos problemas que con los medios antes
existentes era imposible siquiera plantear. Un único ejemplo vale aquí por todos:
antes de la obra de K. Marx, la casi totalidad de los interrogantes que más tarde
dieron lugar a la sociología y a la historia social carecían de una formulación
adecuada que los hiciera inteligibles teóricamente.
(B) Esta relación entre el marco conceptual, al que podemos considerar en cierto
modo una forma de reconstrucción pragmática y hermenéutica del a priori
kantiano, y los problemas fácticos que se presentan en el plano de la experiencia y
suponen al menos la participación de las ciencias empíricas en la resolución de los
mismos se da de una manera nítida en todo el ámbito de la ética. Por ser éste el
campo propio de mi especialidad y, por lo tanto, en el que me siento más cómodo,
intentaré precisar aquí con más detalle la articulación entre filosofía y realidad
social, que involucra dentro de sí el sistema de las ciencias.
Comencemos por una distinción entre los significados del adjetivo "moral":
tenemos, a mi juicio, dos niveles de significado que es necesario separar, ya que
remiten a fenómenos de naturaleza distinta. Adscribo el primer significado, cuando
hablamos en sentido laxo de lo moral, al extenso e indefinible campo de la vida
moral, que abarca todos aquellos aspectos que han influido decisivamente en la
conformación de los ideales intramundanos de conducta humana en el curso
histórico del desarrollo, choque y entrecruzamiento de las distintas corrientes
religiosas, filosóficas, políticas y culturales de la modernidad. Por cierto, la sola
mención de este extenso espacio de redes simbólicas, unas veces superpuestas y
otras contrapuestas entre sí, hace comprensible de inmediato que resulta
imposible encontrar algún orden interno en sus diversos sentidos. En efecto, éstos
abarcan tanto los disciplinamientos de nuestras pulsiones naturales impuestas por
las diversas ascesis religiosas para el dominio de nuestro cuerpo –piénsese, por
ejemplo, en lo que se suele denominar "moral sexual"– como los más complejos
modelos o paradigmas de la buena vida, insertos en las distintas tradiciones
culturales, que son, en última instancia, imprescindibles para el desarrollo e
integración de la personalidad.
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Existe, en cambio, un segundo sentido del término que remite de un modo más
acotado a un rasgo distintivo del fenómeno moral en todas sus manifestaciones: el
carácter imperativo de sus recomendaciones, sea por el peso de la autoridad de
una tradición o sea por el libre ejercicio de las convicciones subjetivas. Este
significado normativo aparece estrechamente conectado desde el pensamiento
romano en adelante con la regulación de las relaciones interpersonales, ya sea
directamente o por intermedio de las instituciones jurídicas y políticas de la
sociedad. Desde el comienzo de la modernidad, la pregunta moral por
antonomasia, "¿qué debo hacer?", restringe el ámbito de sus respuestas posibles
a las interacciones entre seres humanos a tal punto que la existencia o no de una
posible interacción con alguien distinto del agente se convierte en condición
necesaria para admitir que una determinada acción pueda tener o no relevancia
moral. Con esta limitación del aspecto moral a las interacciones humanas, hemos
ingresado al campo más estricto de la moralidad de una acción, entendiendo por
ello su carácter de obligatoria o prohibida. Esta expresa restricción de la moralidad
al deber –es decir, al conjunto de acciones que tienen un carácter de obligación
como fenómeno moral central y el desentendimiento de cuestiones atingentes al
fin último de la vida, la felicidad o perfección– queda firmemente establecida luego
del giro copernicano llevado a cabo por Kant al que ya me he referido.
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bajo los cuales podría ser subsumido. El análisis posterior habrá de demostrar si
esa subordinación fue acertada o no. Pero el punto central es el siguiente:
únicamente si partimos de una teoría previa es posible establecer cuáles son los
rasgos específicos que convierten a un determinado hecho o dato de la realidad
en un dato moralmente relevante. Una posición como la casuista supone que
podemos ir avanzando a tientas, fiándonos en nuestras intuiciones morales y en
las analogías que podamos hacer con casos anteriores. Al admitir, sin embargo,
la necesidad de establecer analogías, los casuistas están concediendo la
afirmación básica de los teoricistas, pues, aun para establecer una sola analogía,
necesitamos un conjunto de lugares comunes que nos permitan conectarnos por
medio de una inferencia al caso anterior con el nuevo, y esto es ya una operación
conceptual y, por lo tanto, teórica.13
§ 4. Quisiera resumir los temas tratados hasta aquí y extraer algunas conclusiones
que considero importantes con respecto al lugar de la filosofía dentro del conjunto
de las ciencias y en relación con la sociedad actual. Una primera admisión se
impone como inevitable: el filósofo no solamente ha perdido el aura de arúspice
que se había arrogado a partir de la filosofía ontológica de los griegos, sino que
hoy en día soporta más bien el estigma de haber cometido ese error en el pasado.
Por cierto, no es ésta una actitud generalizada: tras las huellas de Nietzsche y de
Heidegger, más de un filósofo posmoderno, a la par que denuesta toda pretensión
de certidumbre para sus afirmaciones, se interna pese a ello sin pudor alguno en
temerarias profecías sobre el futuro de la sociedad, el lenguaje, la técnica, la
naturaleza, o, en fin, el destino del Ser o de la Phoné. Pero quienes, en cambio,
observamos estrictamente los límites a que puede aspirar la razón en su trabajo
reflexivo, pretendemos un lugar más modesto pero, a la larga, más productivo
tanto para la filosofía como para la sociedad que la sustenta. Con estas
restricciones, sin embargo, la tarea que continúa abierta para la filosofía no sólo es
exclusiva de ella sino también imprescindible para la evolución del conocimiento
en su conjunto, tanto en el campo teórico como en el práctico. En efecto, el nivel
reflexivo al que apuntaba la cita de Aristóteles con la que comencé sigue siendo
un espacio reservado para la dialéctica filosófica, una dialéctica que ha renunciado
a ser el acceso directo al mundo eterno de las ideas o del espíritu absoluto, como
pretendieron Platón y Hegel, y ha asumido su carácter variable, provisorio, en
permanente renovación a partir tanto de novedosas interrogaciones al propio
pasado de la tradición filosófica como de incitaciones inéditas provenientes de los
problemas sobre la estructura de la naturaleza y de la sociedad.
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Referencias
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RORTY, R. (1980), Philosophy and the Mirror of Nature, Oxford, Blackwell. [Trad.
cast.: (1989), La filosofía y el espejo de la naturaleza, Madrid, Cátedra.]
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Citas:
8. Cf. Wittgenstein, 1977, pp. 83-86; Kenny, 1975, pp. 229 y ss.
13. Para una discusión más amplia del tema, remito a Guariglia, 1996b, pp.
11 y ss.
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No hay duda de que la última década ha sido uno de los períodos más fructíferos
en la historia del pensamiento occidental contemporáneo respecto de la ética, en
especial, la ética pública y la filosofía política. En este período se publicaron obras
fundamentales como Sources of the Self, de Charles Taylor, Political Liberalism,
de John Rawls, y Faktizítät und Geltung, de Jürgen Habermas, que dieron lugar a
una controversia que va más allá de los límites del mundo anglosajón. La
comunidad hispanoparlante es, quizás, una de las que aparecen como más
interesadas en problemas macroéticos, tal como lo muestran obras importantes
como la de Carlos Nino, Ética y derechos humanos, de Javier Muguerza, Desde la
perplejidad, y de Ernesto Garzón Valdés, Derecho, ética y política. No es mi
intención reseñar y discutir los temas centrales de todos estos complejos libros,
sino, en cambio, exponer mi balance personal sobre la discusión ética llevada
adelante en los mismos, con la pretensión de sintetizar aquellos problemas que
permanecen aún abiertos.
En primer lugar, debo declarar que considero central la oposición entre las
visiones universalistas y particularistas de la ética, alrededor de la cual se
subordinan a mi entender los problemas principales de la disciplina. Esta oposición
central tiene versiones diferentes; la más conocida es, sin duda, la que se da entre
liberales y comunitaristas. Sin embargo, ésta no es la única controversia, ya que
existe en América Latina una competencia entre los defensores de la ética
universalista, como Nino y yo, por ejemplo, y los representantes de la ética
latinoamericana, la denominada filosofía de la liberación. No pretendo hacer un
resumen de todas estas oposiciones, sino proponer tres grandes contradicciones
en tres diferentes niveles, a partir de los cuales surgen los desacuerdos más
básicos entre ambas tendencias.
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necesariamente entrelazada con el tejido social de una sociedad dada y tiene una
respuesta, no sólo para los conflictos de intereses entre sus miembros, sino
también para su necesidad de guía en las elecciones de sus vidas.
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La autenticidad, por el contrario, es una noción más bien escurridiza, que ofrece
muchos aspectos y diferentes significados de acuerdo con los rasgos peculiares
que tiene cada forma de vida. Originada en el individualismo moderno, ha
evolucionado de tal modo que incluye todas aquellas características que definen a
cierta gente según sus marcas básicas de identidad, como lenguaje, religión,
género, orientación sexual, etc. En términos de un conocido teórico, Charles
Taylor,
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Me gustaría ahora volver a las preguntas abiertas que dejé sin responder, y haré
algunos comentarios sobre los puntos en juego. En el nivel metodológico, señalé
que la cuestión sobre las dos diferentes concepciones de la ética, por ejemplo, la
ética de lo correcto y la ética de lo bueno, se refiere a la unidad o diversidad de
nuestra investigación. En otras palabras: ¿es el objeto de la ética uno, observado
desde dos perspectivas diferentes, o hay más bien dos objetos diferentes para dos
disciplinas diferentes, que sólo casualmente tienen el mismo nombre, a saber, la
"ética"? Algunos filósofos comunitaristas, como Michael Walzer, parecen creer en
la posibilidad de dos concepciones de la ética, de algún modo convergentes, una
densa y maximalista y la otra tenue y minimalista, que se superponen en algunos
puntos cruciales o en ciertos momentos dramáticos, como durante la caída del
régimen comunista en Europa oriental, entre otros casos. Pero las concepciones
convergentes de este tipo se referirían sólo a los juicios y no a las razones que
causan aquellos momentos, porque tienen sus raíces en la narrativa de la propia
historia y son, por lo tanto, intraducibles (cf. Walzer, 1994, pp. 1-19). Realmente
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dudo que tal operación sea posible. Admiro la narrativa potente y, en muchos
aspectos, iluminadora de Walzer y Taylor, pero no encuentro ninguna conexión
fácil entre los temas involucrados en ella y el sobrio sistema de principios y
derechos que tratamos de reconstruir en una ética universalista. Un sistema así no
tiene necesidad de narrativas, sino solamente de un enunciado coherente y claro,
como la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Para
muchas culturas fue imposible crear un sistema de derechos que protejan la
libertad, la integridad y el conjunto de libertades que la Declaración garantiza
desde su propia vida moral; para otras, como los países latinoamericanos que
tuvieron desde mediados del siglo XIX sistemas de derechos y principios similares
en sus constituciones, el retorno a la validez ilimitada de los derechos humanos
fue una revolución democrática después de medio siglo de regímenes
demagógicos y dictaduras militares. Esta revolución democrática fue impuesta por
la opinión pública mundial y no por la autocrítica de la sociedad civil. En resumen,
el "bien" se dice de muchas maneras, como había señalado Aristóteles varios
siglos antes, y no es fácil ver cómo los significados particulares del bien asumidos
en cada sociedad pueden fusionarse en una concepción comprehensiva pero
neutral, que abarque toda su amplia gama de diferentes significados.
El último problema que planteé respecto de las dos distintas visiones del
ciudadano –la que lo concibe como una persona privada que goza de las ventajas
garantizadas por los derechos civiles, y la otra, que lo concibe como un miembro
activo del gobierno, yendo a las asambleas y entendiendo la "libertad" como
libertad política para tomar y usar el poder– es muy difícil de captar y aun más
difícil de resolver. Me gustaría discutirlo con cierto detenimiento.
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Hasta aquí, no hay problema. Sin embargo, la pregunta sería: ¿cómo es posible?
No es de ningún modo evidente cuáles razones moverían a los ciudadanos, que
se encuentran confortablemente instalados en las instituciones de la democracia,
a hacerse cargo de los problemas de la vida pública. Recientemente, Habermas
puso el dedo en esta llaga al observar que
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inspirar a otros para que los elijan y persigan, por el otro. Ambos son usos de
la misma facultad, a saber, la razón práctica en el sentido amplio, que en tanto
tal puede servir de puente entre las dos autonomías del ciudadano moderno
mencionadas anteriormente.
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Referencias
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Citas:
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3. La ética universalista y
los derechos humanos
A Eduardo Rabossi
en homenaje a su septuagésimo
aniversario
§ 1. En las últimas tres décadas del siglo que termina, hemos tomado parte en uno
de los cambios de tendencia más drásticos del que se tenga memoria dentro de
una disciplina en la filosofía contemporánea. Me refiero, por supuesto, al que tuvo
lugar en la ética tanto teórica como aplicada desde los años setenta en adelante.
En efecto, hacia mediados de siglo imperaba todavía un relativismo generalizado,
cuando no un escepticismo metodológico aun más irreductible, que auguraban
para la ética un futuro poco alentador. Mientras la escena filosófica era ocupada
en toda su latitud por la epistemología y sus conexiones con otros campos, como
la filosofía del lenguaje, la lógica, etc., el ámbito tradicionalmente reservado para
la filosofía práctica se consideraba definitivamente ocupado por las nuevas
ciencias sociales, que, liberadas de todo marco normativo, procedían al escrutinio
de las estructuras sociales, económicas y políticas desde una sobria perspectiva
empírica. En esa situación, hasta el propio término tradicional de la filosofía moral,
"ética", parecía haber sido despojado de sus resonancias teóricas para pasar a ser
un rubro de la sociología cultural o de la etnografía.
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argumentativos que apelen a los recursos falibles y limitados de una razón pública,
difusa o enfática –para usar la feliz denominación de C. Pereda–, de la que todos
participamos aun sin tener siempre en claro las reglas gramaticales que la regulan.
Una razón así, se sostiene, ya no puede pretender representar alguna forma de
universalismo, en el estricto sentido del término, sino que resume, al contrario, las
prácticas de solución de controversias y de cooperación más o menos
autointeresada de los ciudadanos de una cultura democrática occidental.
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§ 2. De esta defensa del núcleo racional de una práctica podemos extraer algunas
consecuencias que son relevantes para poder afirmar el potencial universalismo
de ciertos principios morales básicos, involucrados en los derechos humanos,
cuya proclamación medio siglo atrás se celebró en el año 2001. La tesis que voy
a defender es la siguiente: la adopción de la serie de derechos humanos
contenidos en la Carta –en especial, aunque no exclusivamente, los así llamados
"de primera generación"– es imposible sin el aprendizaje simultáneo de una
práctica tanto de la defensa como de la aplicación de esos derechos por parte de
los miembros de la comunidad política que los adopta. En esto difiere, en efecto,
la real adopción de la mera declamación. Ahora bien, siguiendo el razonamiento
anterior, mediante el aprendizaje, mediante la aplicación de las reglas implícitas
en la práctica que tiene por finalidad salvaguardar la vigencia y el respeto de esos
derechos, mediante, en fin, la extensión de esos derechos a nuevos casos antes
no previstos o no tenidos como tales, es como se adoptan las reglas de la razón
práctica que permiten crear una urdimbre argumentativa, capaz de basarse
razonablemente en aquellos principios como sostén para sus juicios morales. No
ha sido otra, en definitiva, la experiencia histórica de aquellos países que
incorporaron en sus constituciones desde hace dos siglos en adelante los mismos
principios que en 1948 se incluyeron dentro de los doce primeros artículos de la
Carta internacional de derechos humanos. Tomemos, por ejemplo, el artículo 1°
de la Declaración, cuya primera parte dice así: "Todos los seres humanos nacen
libres e iguales en dignidad y derechos". La introducción de este principio de
igualdad entre los miembros de una misma sociedad en las constituciones
democráticas es mucho más reciente que el principio que garantiza la libertad de
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Sin duda, ambas posiciones le asignan una misma importancia a la nueva cultura
planetaria de los derechos humanos. La cuestión donde surgen las diferencias
entre ellas consiste en la interpretación del nuevo fenómeno: ¿se trata solamente
de la positivación de ciertas intuiciones morales que se fueron forjando a lo largo
de dos siglos desde la Ilustración especialmente en Europa y en los Estados
Unidos, las que, una vez transformadas en derecho positivo, tornan obsoleto todo
intento filosófico de fundamentación, como sostienen Rabossi y Rorty? ¿O, se
trata, en cambio, de "derechos morales", como los denominó a mi juicio
acertadamente Carlos Nino, es decir, de derechos subjetivos que aseguran
determinadas garantías básicas a los individuos como tales y forman un cerco
protector en torno a ellos, el "coto vedado" según la feliz expresión de E. Garzón
Valdés, al que los otros tienen la obligación de respetar? Si se acepta que se trata
de derechos morales, se sigue que ellos mismos deben ser considerados como
enunciados de principios morales sustantivos, ya sea de manera explícita o por
suposición de otros principios morales, cuya validez todos implícitamente
reconocemos. En consonancia con el procedimiento de extensión de una práctica
que expuse al comienzo, no hay, a mi modo de ver, dificultad alguna en conciliar
la interpretación de los derechos humanos básicos como principios morales
sustantivos y su aplicación jurídica por parte de los tribunales, en especial por
aquéllos internacionales, como el de San José de Costa Rica, creados para
decidir en las cuestiones contenciosas sobre la aplicación de esos derechos que
los tribunales nacionales, precisamente por estar más limitados por tradiciones y
culturas jurídicas particulares, no están dispuestos a reconocer. Un procedimiento
similar ha sido recientemente defendido por R. Dworkin bajo el título "The moral
reading of the constitution", como el que habitualmente aplican los jueces de la
Corte Suprema de los Estados Unidos cuando se trata de decidir casos
controvertidos en los que están en juego principios morales sustantivos, como los
enunciados en la 1a o en la 14ª enmienda (Dworkin, 1996, pp. 7 y ss.).
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(cf. Walzer, 1994, pp. 1-19). Con un talante similar, Rorty asegura que el
relativismo cultural no vacila en proclamar que "nuestra cultura de los derechos
humanos, la cultura con la cual nos identificamos en democracia, es moralmente
superior a otras culturas. [...] El relativismo cultural se asocia con el irracionalismo
debido a que niega la existencia de hechos transculturales moralmente relevan-
tes"; si bien él debilita, de inmediato, esta afirmación señalando que este
"irracionalismo" no debe ser entendido como el abandono de toda coherencia
interna en el sistema de creencias que uno sostiene, termina por manifestar que
"nosotros los pragmatistas argumentamos a partir del hecho de que la emergencia
de la cultura de los derechos humanos no parece deber nada al incremento del
conocimiento moral y en cambio lo debe todo a la lectura de historias tristes y
sentimentales" (Rorty, 1993, pp. 121-123).
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De esta forma, Salmerón pone frente a frente los dos ideales de la buena vida
que en el último tiempo han sido considerados los polos de una singular tensión.
En efecto, como añade Salmerón, "[die la misma manera que la idea de dignidad
hizo surgir una política de la igualdad, la de la identidad dio origen a una política
de la diferencia, que obliga al reconocimiento de identidades únicas, no
solamente de individuos sino de entidades colectivas" (Salmerón, 1996, p. 74).
Los dos ideales de vida que Salmerón contrapone como la alternativa que se le
abre al sujeto moral en el mundo moderno han sido denominados, por una parte,
el ideal de autonomía, propio del ciudadano sujeto de derechos de una sociedad
democrática, y, por la otra, el ideal de autenticidad, que enfatiza las
peculiaridades de la tradición, de la cultura, de las nacionalidades y, por fin, hasta
de la propia singularidad de cada individuo, la que resume una manera irrepetible
de vivir la propia vida (Taylor, 1991; Villoro, 1994; Thiebaut, 1998). En un trabajo
reciente (véase el capítulo 5), he recorrido algunos de los recovecos de esta
intrincada cuestión, que no puedo discutir aquí con la extensión debida. Me
limitaré, pues, a presentar escuetamente mi posición al respecto. Mi visión del
tema comienza por distinguir dos significados distintos de "autonomía" –a saber,
la autonomía postulada y la autonomía realizada– que habitualmente son
confundidos. La autonomía postulada es la que atribuimos a todo miembro de la
sociedad, cada uno de los cuales tiene interés en defenderla tanto para sí como
para los otros miembros a través de la vigencia de los principios y derechos
fundamentales que se comprometen a respetar. No se trata, pues, de ningún ideal
específico de autorrealización, sino de una noción abstracta de persona, como
soporte de ciertos derechos básicos. Desde este punto de vista, la autonomía
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Referencias
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sechs Biinden, 6ts., tomo VI, edición de W. Weischedel, Darmstadt,
Wissenschaftliche Buchgesellschaft, pp. 191-252.
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Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press. [Trad. cast.:
(1996), Fuentes del yo: la construcción de la identidad moderna,
Barcelona, Paidós.]
- (1991), The Ethics of Authenticity, Cambridge, Massachusetts,
Harvard University Press. [Trad. cast.: (1994), La ética de la
autenticidad, Barcelona, Paidós. ]
- (1995), Philosophical Arguments, Cambridge, Massachusetts,
Harvard University Press.
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Los dos pilares que sostienen la ética estoica fueron las dos tesis siguientes: (1)
moralmente buenas son solamente las acciones de acuerdo con la virtud y
moralmente malas son las acciones contrarias a éstas; (2) el ejercicio de la virtud
moral, y solamente él, constituye y garantiza una vida feliz. Como consecuencia
de estas dos tesis, todos los demás bienes, como los externos o los que
corresponden a la salud y la configuración del cuerpo, dejaron de ser
considerados "bienes" en sentido estricto para convertirse en "indiferentes". En
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realidad, se trató de una distinción que introducía una diferencia de grado más que
una división categorial dentro de la clasificación aristotélica de los bienes, la cual
solía distinguir entre bienes exteriores, del cuerpo y del alma, subordinando
claramente los dos primeros a los últimos. Pese a ello, la restricción estoica del
significado de "bondad" exclusivamente a los actos virtuosos, que a su vez
provenían sólo del uso de la razón, fijó por primera vez de un modo neto los
límites de la calificación moral, distinguiéndola de todo aquello que dependía, en
última instancia, de circunstancias o contingencias externas, sujetas a la variación
fortuita de las causas del mundo natural o del azar.
Por cierto, la metafísica estoica que otorgaba una garantía firme a la prudencia del
sabio aseguraba que éste tenía acceso al lógos que gobernaba al universo y se
guiaba por él en sus elecciones, de manera que sus juicios morales gozaban de
una especie de infalibilidad. De este modo, la virtud en la conducta del sabio y la
ley divina que regía el mundo estaban en una relación de correspondencia; como
consecuencia, no cabían dudas, al menos para el sabio, sobre lo que era
moralmente correcto o moralmente repudiable. A la inversa, fuera de estos rígidos
márgenes se abría un ancho espacio para la acción que, en última instancia, se
regía por "preferencias" razonablemente fundadas. A todas las acciones y estados
de cosas del cuerpo o de las pertenencias exteriores, sea de orden intelectual,
como la fama, o de orden material, como la riqueza, los estoicos los consideraron
"indiferentes".
Como ya nos muestra el texto citado de Sexto Empírico, hay una diferencia clara
entre tres niveles de indiferencia: (A) las acciones o cosas que no provocan ni
atracción ni repulsión; (B) las que provocan genéricamente atracción (o
repulsión), pero son indiferentes entre sí (ejemplo de las dos monedas
semejantes); y, por último, (C) aquellos estados del cuerpo o de las pertenencias
que provocan atracción o repulsión natural. En efecto, dado que estos últimos se
correspondían con un impulso o una repulsión en el agente, su satisfacción
constituía lo que los estoicos llamaron "un acto debido". Como consecuencia, las
cosas indiferentes obtuvieron un status ambiguo en la ética estoica, que dio lugar
a numerosas controversias desde la Antigüedad, especialmente con respecto a la
relación entre, por un lado, los actos debidos o apropiados (kathêkonta) y, por el
otro, los indiferentes de la especie "preferidos". En efecto, las fuentes nos
reportan la existencia de un criterio para distinguir entre indiferentes valiosos y
disvaliosos, que se basa en su función "según la naturaleza" o "contra la
naturaleza".
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Todas las cosas según naturaleza tienen valor (axía) y todas las cosas
contrarias a la naturaleza, disvalor (apaxía) (Estobeo, II 83, 10-11)
(traducción de M. Boeri, 1998, p. 196-201).
Entre los indiferentes preferidos están, pues: (1) en primer lugar, aquellos que
son según naturaleza y corresponden a un impulso. Por lo tanto, es de suponer
que los estoicos entienden por éstos aquellas cosas hacia las que tendemos
desde que nacemos o en nuestra primera infancia (alimento, abrigo, cuidado,
etc.) comprendidas en su conjunto como medios de preservación de sí. Como se
ve, no existe aquí reflexión o elección, sino meramente hormé, es decir, un
impulso que precisamente es un "móvil" de la obtención del objeto exterior al
que tiende. (2) En un nivel superior se encuentran los indiferentes considerados
valiosos, ya que aquí aparece un juicio que atribuye o niega una estimación a la
cosa que se nos presenta como móvil del impulso. Esta estimación del objeto de
la acción no es, aún, moral, pero tiene un carácter prescriptivo, a fin de ordenar
convenientemente nuestros actos, considerados debidos en relación con la
naturaleza (kathêkonta: "aquello que una vez realizado comporta una justificación
razonable" [Estobeo, II 85, 13 = SVF, III, 494 = I.S. 59B]). Estas reglas de
comportamiento suelen expresarse como imperativos de conducta ("¡harás
esto?, ¡evitarás eso otro?") que están dirigidas al hombre común (es decir, no al
sabio) a fin de que éste encuentre en ellas la ayuda necesaria para conducir su
vida hasta que él mismo esté en condiciones de dirigirla (Séneca, Ep. 94, 50-51).
(3) En el último nivel encontramos aquellas cosas de acuerdo con la naturaleza
que no solamente son el principio de los actos apropiados sino que constituyen,
especialmente, la materia de los actos virtuosos (Plutarco, De comm. not., 23,
1069 e = SVF, III, 491). De este modo, los actos debidos pasan a ser actos
rectos (katórthoma), realizados a partir de una disposición del espíritu para
seleccionar y resolverse por esa acción como un fin en sí misma porque ésta
constituye una manifestación de la virtud. Las cosas indiferentes como tales, por
lo tanto, solamente tienen el valor que les confiere el ser producto de una
elección (Plutarco, De comm. not., 26, 1071 a-b).1
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Al retomar una clasificación como la propuesta por los estoicos, mi primer interés
se orienta hacia una recuperación de un sentido consistente del término. La
restricción del uso de preferidos –y, en ese sentido, condicionalmente "valiosos",
exclusivamente para aquellas acciones o estados de cosas que, siendo
moralmente indiferentes, responden a una necesidad según la naturaleza,
mientras que las acciones morales en sentido estricto quedan fuera y más allá
tanto de las preferencias como de las inclinaciones contrarias– establece una
separación radical entre lo que se debe hacer en cumplimiento de actos morales,
que son fines en sí mismos y, como tales, incondicionados, y lo que se tiene que
hacer de acuerdo con un juicio estimativo o de preferencia. En efecto, los
estados de cosas valiosos son siempre condicionados y relativos, de modo que
dependerán siempre de un juicio que proveerá "una justificación razonable". L.
Becker, en su reciente defensa del estoicismo, define esta relación de la
siguiente manera: "El entrenamiento estoico tiende a inculcarnos una fuerza
motivadora categórica para los juicios normativos que se basan en una
cláusula del tipo 'consideradas todas las cosas', de modo que la fuerza
motivadora de los juicios evaluativos de otra especie cede en situación de
conflicto ante los juicios normativos [del primer tipo]".3
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incondicionado era para el estoicismo, como para toda la ética antigua, la felicidad,
aunque en este caso lo que ellos entendían bajo ese término está muy lejos de lo
que nosotros podemos imaginar. Quizás el mejor correlato actual para este
concepto sea el de la "concepción estoica de la buena vida", ya que esta
denominación más neutra se corresponde con los dos criterios necesarios y
suficientes que ellos daban para esta situación: (1) actuar según la virtud y (2)
obtener la tranquilidad del alma que esto nos proporciona.
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acuerdo con los estoicos y los deberes perfectos o jurídicos (officia juris) según
Kant no tienen valor moral ni positivo ni negativo, y en ese sentido constituyen el
ámbito de las acciones indiferentes, en el que se abre la posibilidad de establecer
órdenes de preferencia de acuerdo con los fines individuales que cada agente se
proponga. Por último, los actos contrarios a los deberes perfectos tienen un
disvalor moral absoluto que sólo puede ser compensado por la pena que equilibre
ese disvalor, de manera que la ecuación completa dé como resultado nuevamente
O (-a + a = O).
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Referencias
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Buchgesellschaft, pp. 303-634. [Trad. cast.: (2002), Fundamentación para
una metafísica de las costumbres, Madrid, Alianza.]
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(comp.), Problems in Stoicism, Londres, Athlone Press, pp. 150-172.
KORSGAARD, C. (1986), "Aristotle and Kant on the source of value", en.: Ethics,
96, pp. 486-505.
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SEXTO EMPÍRICO (1960), Against the Ethicists, vol. III, edición y traducción de R.
G. Bury, Londres-Cambridge, Harvard University Press. [Trad. cast.:
Contra los profesores, 2 vols., Madrid, Gredos.]
WHITE, N. (1990), "Stoic values", en: The Monist, 73, pp. 42-58.
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Citas:
4. Cf. Kersting, 1983, pp. 404 y ss., y 1993, pp. 187 y ss.
6. Cf. Kant, XIX, p. 96, ref. 6585; p. 261, ref. 7165; MS, p. 520 (ed.
Weischedel); Kersting, 1993, p. 186.
8. Cf. Guariglia, 1996, pp. 187 y ss. Al respecto, véanse ahora las discusiones
de Ferraro, pp. 255 y ss., y de Bertomeu y Vidiella, pp. 297 y ss., ambas en
Bertomeu, Gaeta y Vidiella, (comps.), 2000.
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5. Identidad, autonomía
y concepciones de
la buena vida
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Como señalé antes, Ricoeur ha caracterizado cada uno de estos ejes con una
forma distinta de relación del sujeto consigo mismo: el eje a lo largo del cual éste
proyecta su visión de la buena vida, que Ricoeur denomina "la perspectiva ética",
corresponde a "la estima de sí"; el eje de interrelación con los otros sujetos, que él
denomina "la perspectiva moral o deontológica", corresponde al "respeto de sí":
"así, estima de sí y respeto de sí representarán conjuntamente los estadios más
avanzados de este crecimiento que es al mismo tiempo un despliegue de la
ipseidad".8 De esta manera se entrecruzan permanentemente en la conciencia
cuestiones concernientes a la vida moral, es decir, a las formas sociales de
autorrealización y a los proyectos correlativos de la buena vida, por una parte, y
cuestiones normativas, es decir, relacionadas de modo más estricto con el ámbito
de la moralidad y, por ende, con el de las interacciones con los demás sujetos de
la sociedad, por la otra. Unas y otras están preformadas en el mundo moral,
atravesado por distintas tradiciones en convivencia frecuentemente conflictiva, en
medio de las cuales el sujeto habrá de formarse a partir del peculiar nudo de
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Antes, pues, de discutir si nos encontramos ante una irreductible oposición entre
dos ideales distintos y en mutua competencia de la buena vida –el de la
autonomía y el de la autenticidad, como parecen sostener en última instancia
Taylor y Walzer al poner en primer lugar entre los factores constituyentes de la
identidad del sujeto moral moderno su participación en una forma de vida moral
densa–,12 es necesario hacer una distinción sobre los significados posibles del
término "autonomía". A mi modo de ver, debemos distinguir entre dos significados
distintos, que voy a denominar de la siguiente manera: (A) "autonomía postulada"
y (B) "autonomía realizada".
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que es posible sintetizar en unas pocas líneas.14 Comenzaré, pues, con (1), el
ideal de la autonomía.
(I) Una de las más repetidas objeciones contra las propuestas universalistas ha
sido suponer que la propia concepción de un sujeto autónomo era una
construcción o que no se sostenía en los hechos, o que, si lo hacía, era solamente
como uno de los valores implícitos en una cierta concepción liberal de la vida. En
efecto, se afirma, un sujeto no comprometido con sus propios fines –es decir,
escindido de las metas que le vienen impuestas por su propia comunidad y, en
consecuencia, privado de todos los atributos que le confieren una cierta identidad
social, cultural, idiomática, religiosa y/o política– no es más que un fantasma sin
carnadura que no ha existido más que en la imaginación de los pensadores de
raigambre kantiana. Como señalé antes, estas objeciones caen en el vacío desde
el momento en que lo que los comunitaristas caracterizan de esta manera no es,
en absoluto, el ideal específico de autonomía (B), que trataremos aquí de precisar,
sino solamente una abstracción teórica tanto en el plano ético como en el jurídico,
a saber, la autonomía (A), que, en tanto postulada, nunca puede pasar, como todo
conjunto de normas, de un plexo de derechos y garantías reconocidos para cada
uno de los ciudadanos de una sociedad democrática, independientemente de que
la realicen o del grado de realización que puedan alcanzar. A diferencia de ésta, la
tradición liberal kantiana elaboró una cierta concepción del modo de llevar más
plenamente a cabo las potencialidades intrínsecas al ser humano como sujeto de
la vida moral, de manera tal que incorporara entre sus fines ciertos ideales de
perfección. Kant mismo hizo una propuesta de este tipo en la segunda parte de su
Metafísica de las costumbres, en la que en cierta forma se recogen aspectos y
temas de la tradición de la vida de la virtud o de la buena vida que se remontan ala
Antigüedad.15 En la Doctrina de la virtud, él trata específicamente de aquellos
deberes en sentido amplio, es decir, que van más allá del deber estricto
determinado por el derecho y que establecen fines para las máximas del sujeto
moral; por lo tanto, no aquellos fines que ya tenemos naturalmente y a los que la
ley moral restringe, sino aquellos otros que debemos tener de acuerdo con un
ideal de perfección humana, para los cuales son necesarios los dos componentes
clásicos de la virtud: fortaleza del carácter y sabiduría práctica.16 Por cierto, esta
propuesta de la buena vida, que recoge y prolonga en cierto modo la tradición
filosófica aristotélica y estoica, recomienda, como la mejor candidata para alcanzar
de la manera más plena la propia autonomía, a la vida que pone su meta en el
ejercicio de la virtud o del deber como un fin en sí mismo. Se trata, pues, de lo que
J. Rawis denominaría ahora una concepción comprensiva del bien, sustentada en
una cierta posición no neutral, al menos con respecto a cuáles deben ser las
acciones de los hombres y de las mujeres en el seno de una buena sociedad.
Dicho en otros términos, la autonomía (B) se propone como la mejor manera de
llevar a cabo las posibilidades abiertas por la autonomía (A), pero de ningún modo
como la única.
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Con esta última conclusión puedo dar por probada mi tesis original, a saber,
que solamente a partir de la prioridad que concedamos a la autonomía sobre
cualquier otra concepción de la buena vida, es posible explicar la unidad e
identidad propia del sujeto moral moderno a través de las múltiples vicisitudes
que atraviesa en su vida. Es ahora claro que la autonomía de la cual se trata es
la que he denominado autonomía (A), cuyas características he discutido en el
párrafo anterior. Por cierto, como intenté mostrar en los dos últimos capítulos de
Moralidad, la formación del sujeto moral consiste precisamente en la admisión
progresiva de su identidad como sujeto autónomo, dueño de una conciencia
moral y digno de reconocimiento, en el medio de una sociedad de otros sujetos
morales con los mismos atributos. Sin este umbral, no hay base alguna sobre la
cual el sujeto pueda construir su propia identidad, si bien esa base no le
garantiza que efectivamente consiga integrarla a lo largo de una vida. Es aquí
donde los distintos ideales de vida entran en competencia: asumir uno de ellos
es siempre riesgoso y a veces hasta destructivo de la propia autonomía.23 Si
éste es el riesgo que se corre, entonces, a la inversa, lo que se arriesga es
precisamente la unidad e identidad de la continuidad narrativa de la propia vida,
que no es simplemente un depósito desordenado de episodios desconectados
e incoherentes entre sí, sino que adquiere continuidad y consistencia merced al
sentido y a la articulación que le confiere a esa multiplicidad de experiencias la
conciencia reflexiva autónoma. Sobre este aspecto, sin embargo, no hay límites
fijos: no podemos decir "aquí termina la conciencia de un sujeto autónomo" o
"esto ya no tiene más ningún sentido". Por otra parte, también es innegable que,
como señala Trilling con acierto (véase nota 20), la obra y la vida de
determinados artistas, como un P. Picasso o un S. Beckett, son modelos al
mismo tiempo de autenticidad en la labor estética y de autonomía y
consistencia en la vida del creador. Dicho de otra manera, no hay
prescripciones exitosas que garanticen el logro definitivo de la identidad a todo
sujeto moral moderno, sino que ella está, de igual modo que la autonomía, en
permanente riesgo de perderse, como, por lo demás, ocurre a diario en
nuestras sociedades golpeadas por epidemias tanto psíquicas como sociales de
marginados, tóxico-dependientes y borderlines.
Con esto último no niego la dimensión social que ha tenido y tiene el concepto de
"identidad del sujeto", sobre lo que han insistido particularmente los
comunitaristas. Se trata sólo de considerar la cuestión desde una perspectiva
distinta, a saber, desde la altura normativa provista por una ética universalista
munida del respaldo que proporciona la Declaración de los derechos humanos,
como el sustento más universal y firme que la humanidad ha alcanzado para
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Referencias
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Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Madrid, Alianza.]
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Crítica de la razón práctica, Salamanca, Ediciones Sígueme.]
MS, Die Metaphysik der Sitten, pp. 309-636. [Trad. cast.: (1989), La metafísica de
las costumbres, Madrid, Tecnos.]
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NIETZSCHE, F. (1886), Jenseits von Gut und Bóse, 1ª ed., tomo II, pp. 10-243 y
563-760. [Trad. cast.: (1997), Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza.]
— (1887), Zur Genealogíe der Moral, 1ª ed., tomo II, pp. 761-900. [Trad.
cast.: (2001), La genealogía de la moral, Madrid, Alianza.]
— (1966), Werke in drei Brinden, edición de K. Schlechta, Munich, Hanser.
TAYLOR, C. (1989), Sources of the Self: the Making of the Modern Identity,
Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press. [Trad. cast.:
(1996), Fuentes del yo: la construcción de la identidad moderna,
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— (1991), The Ethics of Authenticity, Cambridge, Massachusetts, Harvard
University Press. [Trad. cast.: (1994), La ética de la autenticidad,
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— (1995), Philosophical Arguments, Cambridge, Massachusetts, Harvard
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sobre el conocimiento, el lenguaje y la modernidad, Barcelona, Paidós.]
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Citas:
2. Taylor, 1989.
3. Ricoeur, 1990.
4. Kohlberg, 1981.
9. Ricoeur, 1990, pp. 237 y ss.; Taylor, 1989, pp. 489 y ss., y 1991, pp. 71 y ss.
15. Para una discusión más extensa de este punto remito a Guariglia, 1999.
16. Cf. Engstrom, 1997, pp. 23 y ss.; véanse, además, los trabajos contenidos
en Engstrom y Whiting (comps.), 1996.
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17. Cf. Taylor, 1989, cap. 15, pp. 248 y ss., y 1995, pp. 225 y SS.
19. Este aspecto del pensamiento de Nietzsche ha sido bien expuesto por
Stegmaier, 1994, pp. 136 y ss.
20. Cf. Trilling, 1972, pp. 99-100: "Lo que la audiencia espera del artista [...] y
lo que el artista piensa que debe darle resultan ser la misma cosa.
Sabemos, por cierto, qué es: se trata del sentimiento de la existencia. Un
sinónimo para este sentimiento de la existencia es aquella 'fuerza' que,
según nos dice Schiller, 'el hombre trajo consigo del estado salvaje' y que
él, Schiller, tiene tanta dificultad en preservar en una cultura altamente
desarrollada. El sentimiento de existencia equivale a sentirse un ser fuerte.
Que no significa 'poderoso': Rousseau, Schiller y Wordsworth no se
refieren a una energía dirigida hacia fuera, a fin de atacar y dominar al
mundo, sino más bien a esa energía que se esfuerza para que el centro se
mantenga firme, que la circunferencia del yo siga inquebrantable, que la
persona quede íntegra, impenetrable, perdurable y autónoma tanto en su
existencia como en su acción [...] A través del siglo XIX, el arte tuvo como
una de sus principales intenciones la de inducir en la audiencia el
sentimiento de la existencia, la de rescatar la fuerza primitiva que una
cultura altamente desarrollada había disminuido. [...] Con el avance del
siglo, el sentimiento de existencia, la sensación de ser fuerte, es
subsumido paulatinamente bajo la concepción de la autenticidad personal.
La obra de arte es, ella misma, auténtica en razón de su propia
autodefinición: se la entiende como algo que existe por las leyes de su
propia existencia, que incluye el derecho de incorporar asuntos penosos,
innobles o socialmente inaceptables. De manera semejante, el artista
busca su autenticidad personal en su completa autonomía: su meta es la
de definirse a sí mismo de un modo tan completo como la obra de arte que
él crea. Para la audiencia, su expectativa es la de que a través de la comu-
nicación con la obra de arte, que puede ser reluctante, desagradable y aun
hostil, ella adquiera la autenticidad de la cual el objeto [de arte] mismo es el
modelo y el artista, el ejemplo personal. [...] La auténtica obra de arte nos
instruye acerca de nuestra inautenticidad y nos conjura para que la
superemos".
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23. Quizá no exista ejemplo más ilustre y al mismo tiempo más penoso de esta
experiencia de una "decisión" en contra de la propia autonomía que aquella
en la cual, en nombre de la autenticidad del pueblo alemán, Heidegger
exhorta a sus colegas y conciudadanos a tomar partido por Hitler en el
plebiscito de noviembre de 1933; cf. Farías, 1989, pp. 220 y ss.
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6. Nuevas consideraciones
con respecto a Moralidad
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deóntica como una obligación o como una prohibición, ya que éstas son
interdefinibles entre sí: "no debe no" equivale a "debe".3 Sin embargo,
es necesario advertir que en el lenguaje común la expresión "no debe"
es, a veces, ambigua, ya que puede interpretarse como una prohibición
o como una licencia: por ejemplo, "no debes comprar" puede
interpretarse como "tienes prohibido comprar" o como "no necesitas
comprar (puedes solamente mirar la mercadería)". En el caso de las
prohibiciones, el "no" es proléptico, ya que, en realidad, afecta a la
acción, y no a la obligación: "no debes mentir" significa "debes no
mentir". En el caso de las licencias, en cambio, la negación afecta al
verbo modal: "no debes venir, comprar, etc." significa "no tienes la
obligación de venir, comprar, etc.". A fin de distinguir la prohibición de la
licencia, escribiré esta última uniendo la negación y el verbo modal: "no
debe". [El destacado es mío.]
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Los casos que nos interesan para establecer con claridad las prohibiciones que yo
tomo como las de mayor alcance son los de las filas (1) y (2), de cuyo contraste
surge con claridad que el estado natural de p es el de seguir existiendo sin
cambios considerables, a menos que alguien intervenga. Esta acción contraria al
desarrollo natural de p es la que se presenta en la fórmula de la fila (1), columna
(I), cuyo resultado es la desaparición de p (fila [1], columna [II]). En la fila (2),
columna (I), en cambio, se ve con claridad que la omisión afecta precisamente a
este cambio forzado del estado natural de p, ya que el objeto de la omisión no es
otro que "pT¬p", es decir, dejar a p como estaba, expresado en la fórmula del
resultado: "pTp" (columna [II]). La oposición entre el caso (1) y el caso (2) es la
que se da entre "matar o no matar a José" en el ejemplo de Rivera López, con lo
que me parece evidente la razón por la cual existe una obligación universal que
afecta al caso (2), por oposición al caso (1), con los debidos recaudos de que
quienes se encuentran en ambas situaciones poseen los mismos conocimientos
corrientes sobre la letalidad de las armas, los venenos, etc., sin que para ello sea
además necesario tener las habilidades de un verdugo.
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A diferencia de los anteriores, los casos (3) y (4) presentan el ejemplo inverso en
el que el estado de cosas p (digamos el estado de salud de Pedro, tomando el
ejemplo de Rivera López) tiende naturalmente a su desaparición, a menos que se
lo preserve (pT¬p). Como se ve claramente en el esquema de la fila (3), columna
(I), aquí la obligación afecta a la acción que tendrá que contrarrestar esa tendencia
natural mediante una intervención que la impida, simbolizada por A(pTp). Ahora
bien, es indudable a partir de este mismo esquema que, en el caso (4), la omisión
expresada por la fórmula de la columna (I) tiene dos rangos completamente
distintos de aplicación: uno de mayor extensión, que es el de los legos en la
materia, para quienes está directamente prescrita, salvo en casos muy
excepcionales, y otro mucho más restringido, para quienes esta omisión es
imputable como defecto, ya que, como indica acertadamente Von Wright, para que
podamos atribuir "omisión", se requiere previamente la habilidad o capacidad de
hacer, que en el caso de la salud pasa a un grado superior aun, el de
"conocimiento experto", es decir, el de la posesión y el dominio de la técnica
correspondiente.5 Como señalo en mi libro, ni siquiera en este último caso -a
saber, aquel en el que alguien, por poseer la capacidad requerida para intervenir
contrarrestando la tendencia natural de p a desaparecer, tenga el deber positivo
de hacerlo– la obligación se extiende también a lograr fehacientemente el
resultado, ya que el margen de previsibilidad y de la consiguiente incertidumbre
con respecto al éxito de la intervención estará en razón directa al grado de
exactitud alcanzado por la correspondiente ciencia teórica de base, al grado de
desarrollo de la tecnología disponible para ser aplicada, etc. Es esta misma razón
la que justifica que la omisión, esquematizada en el cuadro de fila (4), columna (I),
configure una lesión del deber considerablemente menor y con mayor espectro de
atenuantes que la acción premeditada de causar la destrucción, esquematizada en
el cuadro de fila (1), columna (I): ésta será tipificada como "homicidio", mientras
que aquélla variará desde la simple "mala praxis" hasta el grado más grave de
"negligencia culposa", pero manteniéndose siempre a una distancia conceptual
considerable del homicidio simple, en el supuesto caso, por cierto, de que
debamos lamentar el deceso de Pedro por falta de atención médica.
(3) De lo expuesto surge una consecuencia que creo importante explicitar, ya que
me parece que es una de las razones profundas por las que es resistida la
prioridad, llamémosla teórica, de las obligaciones negativas o restrictivas sobre las
positivas. Me refiero a lo siguiente: no hay ninguna diferencia entre ambas con
respecto a la validez que tienen en tanto obligaciones, en el sentido de que las dos
especies de obligación son absolutas y tienen la misma fuerza coercitiva. La
distinción, por lo tanto, se basa exclusivamente en el contenido material de la
obligación: en un caso, describe con precisión una especie de acciones, que el
agente está obligado a evitar, sin que pueda haber gradaciones en el
cumplimiento de la obligación, ya que, como hemos visto, se trata de dejar que
continúe el mismo estado de cosas anterior a la omisión. En el caso de las
obligaciones positivas, en cambio, el contenido de la obligación está constituido
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por un fin distinto del transcurso natural del estado de cosas previo a la acción, fin,
en consecuencia, que sólo puede ser vagamente indicado, ya que tanto su
ejecución como su resultado estarán condicionados en cada caso por las
peculiaridades de la situación. Desde este punto de vista, la distinción que yo hago
es semejante, aunque no idéntica, a la que Kant establece en la Metafísica de las
costumbres entre deberes perfectos (o jurídicos) e imperfectos (o éticos).6 Mis
obligaciones negativas son análogas a los deberes jurídicos o perfectos de Kant,
los cuales tienen también este carácter puramente restrictivo en relación con las
acciones respecto de las otras personas, razón por la cual cumplir con éstos no
configura ningún mérito particular.
(4) Una última observación merece la consecuencia que Rivera López extrae de la
indiferencia entre deberes negativos y positivos sostenida por él: la prioridad de
los deberes negativos sobre los positivos es sólo contingente, [...] entonces la
prioridad del principio de libertad negativa sobre el principio de igualdad ya no será
una prioridad 'lexicográfica', sino que también será una prioridad contingente".
Asimismo aquí debo hacer aclaraciones sobre el modo de entender la relación y el
carácter de estos dos principios. En primer lugar, yo no he afirmado en ningún sitio
que el principio I tiene una prioridad lexicográfica sobre el principio II, sino que los
considero a ambos igualmente fundamentales e igualmente restrictivos. En efecto,
la misma formulación de la segunda parte del principio II muestra esto: "Cualquier
desigualdad entre ellos no podrá fundarse en la mera diferencia numérica de los
individuos". A mi juicio, la adopción de este principio impide arrogarse
prerrogativas especiales a sí mismo en el tratamiento de las personas, de modo
de infringir la igualdad entre éstas. Un ejemplo claro de una restricción en este
sentido es la prohibición de "hacer trampas" (como "pagar coimas") que me darían
prerrogativas injustificadas en un examen, una competencia, una licitación pública,
un concurso, etc., sobre los otros concursantes. Por último, el único principio
positivo que introduzco es el principio III o de autonomía, que propone un fin
positivo de carácter general o, como me gusta llamarlo un tanto provocativamente,
una concepción formal del bien. Ésa es la razón por la que, a mi juicio, el principio
in no está en el mismo nivel que los otros dos y tiene ese inevitable carácter de
indeterminación de todos los deberes imperfectos.
La cuestión de la prioridad lexicográfica entre los principios tiene, sin duda, una
consecuencia adicional. En una comunicación privada, Rivera López me observa
que "hay un punto que no entiend[e]: si entre los principios de libertad e igualdad
no hay prioridad lexicográfica, está el problema de cómo se resuelven los
potenciales conflictos entre ambos, y si es imposible que surjan esos conflictos,
entonces uno de los dos es superfluo". A mi juicio, el problema reside en el modo
de concebir la libertad, ya que si bien el enunciado del principio I prohibe las
interferencias violentas entre dos miembros de una misma sociedad, esto, a su
vez, supone que dos cualesquiera miembros de ella poseen iguales prerrogativas
entre sí, es decir, el contenido del principio II. En efecto, si Juan es un esclavo
mío, no hay impedimento para que yo emplee toda la violencia física o psíquica
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Con ello no quiero negar que no haya que conciliar en cada caso las exigencias
de la igualdad y de la libertad al diseñar normas o al dirimir conflictos de
aplicación a casos concretos, pero resulta imposible, a mi juicio, imponer de
antemano una prioridad de alguna de ellas sobre la otra, debido a esta tensión de
exigencia recíproca que las retiene unidas indisolublemente y que exigirá una
adecuación específica para cada caso particular.
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Esta observación, hecha por dos filósofas ampliamente versadas en mis trabajos,
indica que existe una falencia en la determinación del status de este principio
expuesta en Moralidad, que espero poder aquí subsanar.
(1) En primer lugar, es necesario insistir en la diferencia entre los dos primeros
principios, que determinan obligaciones restrictivas perfectas, y el principio III, que
enuncia un derecho positivo de todos los miembros de una sociedad organizada,
por lo que, a diferencia de los dos anteriores, establece un fin válido en general
desde un punto de vista moral. Como señalé más arriba en relación con las
objeciones de Rivera López, el amplio grado de indeterminación que condiciona la
obtención de fines a las facilidades u obstáculos inherentes a las diversas
circunstancias hace que el alcance de las obligaciones negativas sea incon-
mensurablemente mayor que el de los deberes positivos. En el caso del principio
III, la extensión de su validez está, además, acotada por los casos a los que se
aplica, que son aquellos en los cuales los principios I y II dejan en libertad de
acción al agente, por no ser inaceptable ninguna de las alternativas en cuestión.
Estos casos ofrecen, pues, las siguientes cuatro opciones entre una acción a y su
omisión ¬a:11 (1) A/A; (2) N/N; (3) A/N y (4) N/A. Dicho en otros términos, entre los
principios I y II, por un lado, y el principio ni, por el otro, existe una clara prioridad
lexicográfica, de modo tal que solamente podrá aplicarse este último a aquellos
casos previamente habilitados por los dos primeros.
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(3) Con esta última afirmación regreso a una tesis que ya he sostenido más arriba
en la réplica a Rivera López, puesto que, como señalo allí, no hay ninguna
diferencia entre los deberes negativos y positivos con respecto a la validez que tie-
nen en tanto obligaciones, en el sentido de que las dos especies de obligación son
absolutas y tienen la misma fuerza coercitiva. Del mismo modo, una vez
establecida una norma sobre la base del principio III, ésta tendrá toda la validez
que se requiera para ser considerada obligatoria. La cuestión es que esta norma
contendrá disposiciones instrumentales sujetas a modificación de acuerdo con la
variación de los múltiples factores que deben ser considerados por el legislador al
sancionar las leyes correspondientes. Como ha destacado especialmente J.
Habermas en el último tiempo, el derecho es el medio apropiado que interviene
como tránsito entre la perspectiva puramente moral (en mi caso, los tres
principios, incluido el de autonomía) y las concepciones densas de la vida moral,
los intereses y los sistemas autorregulados del dinero y del poder, de modo que en
él se cristalizan los acuerdos alcanzados discursivamente 13. Estos acuerdos son
siempre revisables, precisamente porque el punto de vista moral no queda nunca
definitivamente cancelado sino que puede hacerse valer siempre de nuevo a fin de
reconsiderar acuerdos anteriores que fueron dictados bajo una coacción
irresistible de circunstancias adversas (como una gran crisis económica) o
reflejaron aplicaciones en su momento juzgadas plausibles de los principios de
justicia (incluido el de autonomía), y que en la actualidad ya no pueden
sostenerse, como ocurrió, por ejemplo, con la restricción del derecho al voto a los
ciudadanos varones, con las diferencias entre los derechos de ambos cónyuges
en el derecho de familias, etcétera.
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(2) A contrario sensu, diversos filósofos de la política han elaborado desde hace
una veintena de años una concepción normativa de democracia que pretende
presentar una construcción sin duda ideal pero plausible de lo que constituiría una
concepción de democracia deliberativa. En el capítulo 8 de Moralidad, he
discutido las que a mi juicio resultaban más relevantes en relación con el tipo de
propuesta que yo, a mi vez, sostengo. Un rasgo común a todas ellas –de C. Nino,
J. Cohen, R. Alexy, J. Rawls, J. Habermas y la mía propia– es el de sostener la
existencia de una "razón pública", como la denomina Rawls, y el de delinear sus
reglas y contenidos básicos. Por tratarse de un procedimiento público, estas
reglas deben ser restrictivas, de modo de seleccionar los temas y las condiciones
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bajo las que éstos entran en el debate público, así como también los estilos de
razonamiento, las reglas de inferencia y los pasos a cumplir para llegar a una
decisión, sobre la base de una regla como la de la mayoría.14 Por cierto, existe
una sima imposible de saltar entre la concepción de la democracia como mero
juego estratégico entre partes autointeresadas, movidas por sus pasiones
privadas, a la que hicimos referencia antes, y esta noción deliberativa, basada en
el entendimiento y la colaboración mediante argumentos razonables que respetan
los límites de un debate previamente regimentado. Sea bajo la forma de una
exigencia para que se ofrezcan razones que sustenten las propias preferencias y
las hagan compartibles con los demás participantes (Cohen y Habermas), sea
bajo la forma de promover en la arena pública nuestro deber de civilidad (Rawls)
o, por último, sea bajo la exigencia de contribuir a la extensión de las condiciones
de la autonomía para todos los conciudadanos, como en mi caso, lo que
unánimemente se está sosteniendo es la necesidad del punto de vista del bien
común, no, como lo presentan los comunitaristas, como una concepción densa del
bien que excluye otras alternativas, sino como una exigencia de los principios de
justicia. En otros términos, el bien común provendrá de la deliberación pública
como su resultado, siempre revisable, y no será en ningún caso previo a ella, es
decir, asentado en fundamentos iusnaturalistas o en alguna otra forma de teología
política.
Comencemos por el primer interrogante. Hay al menos dos vías distintas que se
han propuesto para alcanzar ese resultado; la primera es de carácter
explícitamente procedimental y la segunda apela tanto a unos principios
sustantivos como a ciertos contenidos básicos que se derivan o están en
correspondencia con aquéllos. La formulación más concisa del primer
procedimiento, recomendado como filtro para las propuestas que no deberían ser
tema de debate público, es la ofrecida por J. Cohen, basada, a su vez, en la
teoría discursiva de J. Habermas, cuyo núcleo es el siguiente:
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No hay duda de que este procedimiento, puramente formal, tiene sus ventajas, ya
que no se excluye en principio ningún tema de los posibles asuntos sometidos a
debate público y solamente se los restringe mediante un requisito que fuerza su
elaboración en términos aceptables a una amplia franja de posibles involucrados,
so pena de su exclusión del debate. Allí reside, a su vez, la mayor dificultad,
precisamente porque los asuntos en cuestión quedan indefinidamente abiertos, de
modo tal que todo tema proveniente del trasfondo cultural de cada sociedad civil
está potencialmente habilitado para ser introducido en el debate público. Esta
situación amenaza constantemente con una sobrecarga de cuestiones particulares
que pugnan por subir al escenario público, con lo que el mismo debate queda de
hecho severamente obstaculizado por el esfuerzo exigido para desestimar la
enorme mayoría de problemas sometidos a su consideración sin cumplir con el
requisito de generalidad. Esto es tanto más probable cuanto más desorganizada y
conflictiva sea la cultura de base, precisamente porque no existe dentro de ella
misma una cultura cívica que haga el trabajo previo de selección y jerarquización
de los problemas sobre la base de principios y reglas de procedimiento
universalmente compartidos.
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Es evidente que una restricción tan marcada como la sugerida por Rawls tiene una
ventaja innegable sobre la propuesta de Habermas y Cohen, ya que es muy
improbable que por este camino la razón pública quede desbordada por una
cantidad y variedad de asuntos tan grande que le sea imposible procesarlos. Al
mismo tiempo, es claro que una restricción de este tipo es mucho más difícil de
aceptar para los miembros de una sociedad plural que muy a desgano se
desprenden de sus concepciones omnicomprensivas de la sociedad y del mundo.
(4) Paso ahora a la segunda cuestión concerniente a una idea de la razón pública,
a saber, la de los directamente involucrados por estas restricciones. Aquí también
se abren dos vías alternativas, representadas en cada caso por los mismos
filósofos: Cohen y Habermas, por un lado, y Rawls, por el otro. Para los primeros,
en efecto, quienes toman parte en la discusión pública y están subordinados, por
lo tanto, a las restricciones impuestas por este uso de la razón son todos los
directamente involucrados, por lo cual esta sujeto a debate quiénes y en qué
medida lo están. Nuevamente se produce aquí un efecto de sobrecarga de la
opinión pública, ya que es parte de la discusión establecer los criterios por los que
se va a admitir quiénes están directamente afectados por las normas a adoptar y
están por ello autorizados a la plena participación en el debate. Por cierto,
Habermas ha intentado restringir en algún modo el círculo indefinido de los
directamente interesados al diferenciar dos esferas distintas y complementarias
de la discusión pública: por un lado, una más "débil", abierta a todos los que
conforman una laxa "opinión pública", y por el otro, una más restringida que está
compuesta por los representantes parlamentarios y está dirigida hacia una toma
de decisión, justificada mediante el procedimiento democrático de la mayoría.'" De
este modo el procedimiento de formación de una opinión pública informada
comprendería, idealmente, la superposición y el entrecruzamiento de los puntos
de vista más diversos y contradictorios, provenientes de las posiciones y teorías
omnicomprensivas más opuestas: "[e]n su conjunto, constituyen un complejo
'salvaje', que no se puede organizar enteramente".20 Esta esfera "débil" de la
opinión pública se complementaría con la opinión jurídica y políticamente
regimentada de los órganos del Estado, en especial el parlamentario y el judicial.
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En otros términos, cuando los ministros de los distintos cultos se dirigen a sus
fieles, cuando los dirigentes de las asociaciones que agrupan a los partidarios de
una misma concepción de la sociedad y del mundo se comunican entre ellos,
pueden utilizar todas las referencias a las autoridades de textos religiosos o
doctrinarios que consideren pertinentes para persuadir a sus seguidores a
perseverar por la recta vía. Es esa forma de expresión la que la constitución y los
derechos humanos protegen. Cuando, en cambio, se dirigen a la ciudadanía como
tal, la ofenden en su calidad de personas libres e iguales al exhortarlas a
proponerse ciertos fines o a evitar otros: apelando a la autoridad de la Biblia, del
Corán o del Manifiesto comunista. Dado que la razón pública está destinada a
deliberar sobre el bien público concerniente a las cuestiones fundamentales de la
justicia política, que comprende solamente los contenidos esenciales de la
constitución y los asuntos de la justicia básica, es exigible para todos los que
quieran tomar parte en el debate que se atengan estrictamente a los límites
marcados por esos contenidos y por las reglas sintácticas, semánticas y
pragmáticas de la argumentación, descartando efectos perlocucionarios
coyunturales, alusiones privadas o términos esotéricos que induzcan
intencionadamente a confusión e impidan el trabajo de las reglas normales de
inferencia.
En efecto, como señala Rawls, las reglas que orientan a la razón pública son las
mismas que orientan a la elección de los principios de justicia, dado que las
razones y las evidencias que se adopten para aplicar los principios sustantivos de
justicia deben poder ser comprendidas y respaldadas por todos los representados,
que es, exactamente, lo que exige el principio liberal de legitimidad.26 Las
resoluciones que tome la razón pública estarán dirigidas a crear normas y leyes
que obliguen coercitivamente a los ciudadanos por medio del poder legítimo, y
éste está legitimado precisamente porque aquéllos podrían admitir y aprobar,
puestos en la posición del legislador, las mismas razones que hubiesen impelido a
éste a sancionar esas leyes. Es esta exigencia la que compele a todo aquel que
quiere entrar en el debate público a fin de defender intereses y posiciones que
considera compartibles por otros ciudadanos a hacerlo bajo la forma neutra, desde
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IV. Conclusión
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Referencias:
KANT, I. (1963), MS, Metaphysik der Sitten, en: Werke in sechs Brinden, 6 ts.,
tomo IV, edición de W Weischedel, Darmstadt, Wissenschaftliche
Buchgesellschaft. [Trad. cast.: (1989), La metafísica de las costumbres,
Madrid, Tecnos.]
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RAWLS, J. (1987), "The basic liberties and their priority", en: Liberty, Equality, and
Law (Selected Tanner Lectures on Moral Philosophy), Salt Lake City,
University of Utah Press, pp. 3-87. [Trad. cast.: en: (1988), Libertad,
igualdad y derecho, Barcelona, Ariel.]
— (1993), Political Liberalism, Nueva York, Columbia University Press.
[Trad. cast.: (1995), El liberalismo político, México, Fondo de Cultura
Económica.]
— (1999), The Law of Peoples, with The Idea of Public Reason Revisited,
Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press. [Trad. cast.:
(2001), El derecho de gentes y "Una revisión de la idea de la razón
pública", Barcelona, Paidós.]
WRIGHT, G. VON (1963), Norm and Action, LondresHenley, Routledge & Kegan
Paul. [Trad. cast.: (1979), Norma y acción. Una investigación lógica,
Madrid, Tecnos.]
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Citas:
9. Cf. Berlin, 1988, pp. 187 y ss., especialmente pp. 191 y ss.
12. Para un argumento similar al que yo expongo aquí que separa los
contenidos esenciales de la constitución, como el esquema de iguales
derechos y libertades para todos los ciudadanos, por un lado, y las
exigencias del principio de la diferencia, que exceden el marco de esos
contenidos constitucionales, aunque requieren también una discusión dentro
de los marcos de la "razón pública", por el otro, véase Rawls, 1993, pp.
228-230.
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17. Véanse, de Rawls, 1993, "Lecture vi", pp. 212 y ss., y 1999, pp. 131 y ss.
23. Cf. Habermas, 1992, pp. 154 y ss., y 1995, pp. 127-129.
26. Cf. Rawls, 1993, p. 225; Larmore, 1999, pp. 605 y ss.
27. Cf. Guariglia, 1996, pp. 198-200; Larmore, 1999, pp. 608-611.
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