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Texto: “Una Ética Para el Siglo XXI”

Aut.: Osvaldo Guariglia

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Texto: “Una Ética Para el Siglo XXI”
Aut.: Osvaldo Guariglia

Prologo

El núcleo del presente libro está centrado en una concepción de la ética como una
disciplina basada en la capacidad de argumentación razonable que compartimos
los seres humanos como una característica emergente de convivir en sociedad, de
compartir un mismo lenguaje y de estar integrados en instituciones jurídicas y
políticas mediante las que nos acordamos recíprocamente derechos y deberes
simétricos. Dadas estas condiciones, la ética sobrelleva un mismo destino con las
otras ramas de la filosofía contemporánea, cuya tarea se lleva a cabo en
condiciones similares de mutabilidad e incertidumbre. En el capítulo 1, expongo
las raíces de esta situación a partir del giro que da todo nuestro conocimiento del
mundo con el nacimiento de la moderna ciencia de la naturaleza y,
consecuentemente, a partir del lugar que en ese proceso se le asigna al sujeto. La
filosofía del siglo XX se ha concentrado en la exaltación de las aporías a las que la
noción moderna del sujeto había dado lugar, tomando aliento desde allí para
lanzarse a dos posiciones igualmente extremas e insalvables: una completa
negación de la razón como instancia de rango superior a la que apelar en la
resolución de conflictos intersubjetivos, por un lado, y un consiguiente relativismo
extremo tanto de las posiciones epistemológicas en el campo teórico como de las
normativas en el campo práctico, por el otro.

En el capítulo 2, expongo los rasgos centrales que adoptó el debate entre dos
tendencias diametralmente opuestas en la ética contemporánea: el universalismo
y el particularismo en sus diversas variantes. En efecto, el enfrentamiento se da, a
mi juicio, en tres niveles distintos y con respecto a tres cuestiones simultáneas: la
oposición entre una ética de lo correcto y una ética de lo bueno; la alternativa
entre un ideal de autonomía o un ideal de autenticidad para los sujetos humanos,
y, por último, la diferenciación entre una ciudadanía liberal y una republicana para
los miembros de un régimen político democrático.

En el capítulo 3, me ocupo del problema más acuciante con el que se enfrenta


cualquier concepción ética que pretenda mantener aún alguna relación de
continuidad temática con la disciplina: la relación con los fundamentos de los
derechos humanos. A mi juicio, es en este punto donde con mayor nitidez se
puede advertir la debilidad de las posiciones relativistas, como las de R. Rorty o M.
Walzer, que quedan inevitablemente reducidas a una actitud quietista, semejante
a la del etnógrafo que describe las costumbres de las diferentes culturas indígenas
que pueblan el planeta. Contrariamente, la ética universalista muestra todo su
vigor como el andamiaje teórico y procedimental subterráneo en el que descansa
todo el edificio de los tratados internacionales sobre derechos y garantías.

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El capítulo 4 está destinado a perseguir la cuestión del relativismo hasta el mismo


campo en el que históricamente éste ha campeado por sus fueros: el de los
valores. A tal efecto, retomo, una distinción de los estoicos, quienes restringieron
el significado estricto del 'término "bueno" a "lo moralmente bueno", relegando
todas las demás aplicaciones al vasto campo de las cosas o estados de cosas
"indiferentes", los cuales podían ser, sin embargo, "preferidos" o no. Aquellas
cosas –o estados de cosas– que obtenían esa preferencia por medio de una
elección eran "estimables o valiosas", mientras que las cosas que eran
desechadas recibían la predicación contraria, "disvaliosas". Independientemente
de la metafísica estoica que está en la base de su concepción ética, la distinción
sigue, a mi juicio, siendo válida para esclarecer cuáles son el alcance y los límites
de lo que se denomina "valores". La extensión indiscriminada del término "valor" a
todo lo que supone una preferencia subjetiva coloca en el mismo plano a estas
preferencias con actos que necesariamente deben ser preferidos, por ser
éticamente obligatorios. Desde una perspectiva universalista, se hace
imprescindible indicar la drástica diferencia que existe entre principios y normas
universales, como los derechos humanos, y los valores que orientan preferencias
individuales, contingentes o subjetivas, basadas en concepciones particulares de
la buena vida.

El capítulo 5 recoge la discusión contemporánea en la que se ha impuesto una


conexión conceptual entre las nociones densas de identidad del sujeto humano y
su pertenencia a tradiciones caracterizadas por sus concepciones particulares de
la buena vida. Promovida en primer lugar por los filósofos enrolados en la corriente
comunitarista, opuesta al universalismo, la cuestión en torno a la identidad, la
autonomía y la autenticidad del sujeto moderno se ha convertido en una de las
más debatidas, en especial a partir de la publicación del libro de Charles Taylor,
Sources of the Self. La tesis que sostengo afirma que la modernidad establece las
condiciones para un nuevo tipo de sujeto: aquel que se determina a sí mismo y
que debe buscar su propia identidad en su historia y en la vida compartida con
otros sujetos autónomos. Para ello, es central la concepción de autonomía que
sostengamos. A fin de diluir oposiciones mal fundadas, en el capítulo establezco
una diferencia conceptual entre una autonomía (A), postulada, y una autonomía
(B), realizada. En el otro extremo, se analiza el concepto de autenticidad, que se
suele contrastar con el de autonomía como un ideal alternativo de
autorrealización. Se intenta demostrar que tanto el ideal filosófico de autonomía
(B) como el ideal posromántico de autenticidad dan ambos por supuesta la
vigencia de la autonomía (A) como soporte y, al mismo tiempo, carácter distintivo
de la identidad del sujeto moderno.

En el capítulo 6, por último, discuto dos cuestiones que fueron suscitadas por
sendos trabajos que objetaron algunas de las tesis sostenidas por mí en
Moralidad. En primer lugar, E. Rivera López pone en duda la distinción que yo
establezco entre obligaciones positivas y negativas, dándoles a estas últimas un
alcance mayor que a las primeras. Esta distinción tiene como consecuencia que

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los principios universales que sostengo, el de libertad y el de igualdad, son


enunciados por mí de modo negativo, a fin de poner de relieve el carácter
restrictivo que define obligaciones perfectas. La discusión en torno a la exigibilidad
de los deberes negativos y de los positivos requiere, entonces, establecer con
precisión en qué consiste la diferencia de extensión entre ambos y cuál es la
prioridad lexical que existe entre ellos. En segundo término, M. J. Bertomeu y G.
Vidiella observaron críticamente que el principio de autonomía no poseía un
mismo status que los otros dos principios antes señalados; dado que este último
principio es el que funciona como criterio de distribución para los bienes básicos
entre los ciudadanos de un Estado democrático, indicaron también que la cuestión
de la justicia distributiva aparecía como subordinada o debilitada en comparación
con los otros dos principios. Estas observaciones críticas me forzaron a revisar el
carácter del principio III o de autonomía y su papel en el desarrollo de la
democracia. En efecto, el principio de autonomía comparte una misma
indeterminación material de su contenido con otros principios de justicia
distributiva –por ejemplo, el principio de la diferencia de Rawls o el principio de
utilidad–, dado que resulta imposible fijar por anticipado todos los casos a los que
éstos habrán de ser aplicados, de modo tal que el principio de autonomía quedará
inevitablemente abierto a las variaciones infinitas de los contextos de aplicación de
las normas que se generen a partir de ese principio. Con ello, el derecho aparece
como el medio en que se cristalizan los acuerdos políticos temporarios, que
sancionan una cierta distribución en desmedro de otra. La discusión del rol del
principio de autonomía conduce, por último, a examinar necesariamente las
concepciones más recientes de una democracia deliberativa, en tanto que en
éstas se discute el régimen de procedimiento discursivo y público para la sanción
de las normas, en especial la idea de una razón pública como fundamento de la
legitimidad de las mismas.

El presente libro recoge los trabajos surgidos de un lustro de investigación,


posterior a mi libro Moralidad, aparecido en 1996. El contenido de las cuestiones
abordadas en los seis capítulos que lo componen constituye una continuación
temática y conceptual de aquellas otras tratadas de modo sistemático en la obra
mencionada, en parte como desarrollo ulterior de las mismas, en parte como
precisión y complemento de lo que allí se encontraba insuficientemente elaborado.
Las investigaciones cuyo resultado está recogido en el presente libro fueron
posibles gracias a dos subsidios, otorgados desde 1998 a dos proyectos dirigidos
por mí sobre "Las concepciones de la buena vida y sus consecuencias en la
discusión ética contemporánea"; uno fue concedido por la Agencia Nacional para
la Promoción de la Ciencia, Secretaría de Ciencia y Técnica, y el otro, por el
Programa UBACYT de la Universidad de Buenos Aires.

Los temas centrales de los capítulos 2, 3 y 5 fueron expuestos en tres seminarios


de posgrado: uno, en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación,
Universidad de la República, Montevideo, Uruguay (diciembre de 1998); otro, en el
Istituto Italiano per gli Studi Filosofici de Nápoles, Italia (marzo de 1999), y el

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último (un seminario de doctorado), en la Universidad de Buenos Aires (abril-mayo


de 1999). El capítulo 1 reproduce con pocas variaciones una conferencia, aún
inédita, pronunciada en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
de la Universidad Nacional de La Plata en agosto de 1995, en ocasión de recibir el
nombramiento de profesor honorario de dicha casa de estudios. El capítulo 2 es la
versión española, realizada por Sandra Girón, de mi contribución como chair a la
sesión especial sobre ética teórica del XX Congreso Mundial de Filosofía, de la
Fédération Internationale des Sociétés de Philosophie (FISP), que tuvo lugar en
Boston, Massachusetts, en agosto de 1998. El capítulo 3 reproduce la conferencia
inaugural del XVI Congreso Interamericano de Filosofía, organizado por la
Sociedad Interamericana de Filosofía y por la Asociación Filosófica de México, que
tuvo lugar en la ciudad de Puebla, México, en agosto de 1999. La primera versión
del capítulo 4 fue expuesta en el 1 Congreso Iberoamericano de Filosofía de la
Ciencia y de la Tecnología, Morelia, México, en septiembre de 2000, como una de
las contribuciones a la mesa redonda "Ciencia, tecnología y valores"; la versión
definitiva que aquí se recoge fue publicada por Isegoría, 24, 2001; el capítulo 5
reproduce un artículo con el mismo título publicado también en Isegoría, 20, 1999,
pp. 17-29, a cuyos directores agradezco el permiso para publicar aquí ambos
trabajos. La primera parte del capítulo 6 fue publicada como réplica a E. Rivera
López en la Revista Latinoamericana de Filosofía, 27, 2001, pp. 171-176, a cuyos
directores agradezco asimismo el permiso para publicarla aquí; por último, la
tercera parte de ese mismo capítulo recoge mi contribución a la mesa redonda
"Razón pública y democracia deliberativa" en el XI Congreso Nacional de
Filosofía, Salta, en diciembre de 2001.

El trabajo intelectual no sería posible sin la red de interlocutores que se va


formando a través de intercambios, seminarios, congresos, etc. Deseo nombrar a
todos aquellos con quienes me siento especialmente agradecido por sus
comentarios o réplicas en distintas oportunidades: Miguel Andreoli, María Julia
Bertomeu, María Victoria Costa, Manuel Cruz, Carlos Cullen, Antoní Domenech,
Martín Farrell, Agustín Ferraro, Mariano Garreta Leclerq, Ernesto Garzón Valdés,
Javier Muguerza, Carlos Pereda, Eduardo Rabossi, Manuel Reyes Mate, Eduardo
Rivera López, Carlos Thiebaut y Graciela Vidiella.

Finalmente, en momentos aciagos para la república como los que se han vivido en
la Argentina en el transcurso del presente año, quiero dejar constancia de mi
agradecimiento a dos instituciones públicas, la Universidad de Buenos Aires y el
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, a las cuales, con
independencia de todos los conflictos vividos en mi larga carrera dentro de las
mismas, les debo la oportunidad de haber podido dedicar mi vida profesional a la
investigación y a la docencia y de haberla culminado como profesor plenario en la
primera y como investigador superior en la segunda. Cuando el lugar y la función
del Estado en las esferas de la sociedad civil están tan ciegamente cuestionados,
es bueno, creo, dejar testimonio de aquellos bienes públicos, como la
investigación en ciencia básica y en humanidades y la docencia superior abierta a

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todos los que la merecen, que solamente el Estado puede brindarle a la


democracia.

Hurlingham, diciembre de 2001

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1. La situación de la filosofía
en la sociedad contemporánea

§ 1. "Ya sea que debamos filosofar, ya sea que no debamos filosofar, debemos
filosofar".1 Con este famoso encomio de la filosofía, Aristóteles iniciaba el proemio
de su diálogo perdido, Protréptico, cuyo tema principal era, precisamente, una
exhortación al estudio de la filosofía. Este mismo testimonio del filósofo es una
clara indicación de lo que sería el destino de la filosofía a lo largo de su historia
posterior durante dos mil cuatrocientos años: ser puesta constantemente en duda
con respecto a su justificación teórica o práctica y emerger permanentemente
renovada y fortalecida de ese perpetuo cuestionamiento. Sin embargo, nunca
como en el presente siglo el contenido y la finalidad de la disciplina, su método y,
por último, la propia actitud del filósofo han sido tan radicalmente cuestionados,
precisamente por filósofos: "Los filósofos no han dudado nunca en afirmar un
mundo, siempre que tal mundo contradiga este mundo, que tal mundo ofrezca un
apoyo para hablar mal de este mundo".2 Una vez más, no obstante, la vieja
sentencia aristotélica nos sirve de guía, porque solamente con los medios que
una larga tradición de pensamiento reflexivo nos ha legado, es posible
comprender las oscuras raíces de esta situación y ofrecer contra esta tendencia
destructiva una resistencia acorde con sus impulsos suicidas.

Sólo a través de un breve esbozo de la situación radicalmente distinta a la que se


debió enfrentar la filosofía en la modernidad, es posible entender las ominosas
negaciones que hoy la agobian. Para ello es necesario hacer el intento de mostrar
cómo la filosofía moderna se originó históricamente bajo la revolucionaria
influencia de dos fuerzas que confluyeron hacia mediados del siglo XVIII y dieron
un carácter definitivo e idiosincrásico al movimiento de la Ilustración: la
conformación de la nueva ciencia de la naturaleza, paradigmáticamente
representada por la Mecánica de I. Newton, y la admisión incontrovertida del
sujeto como nuevo y determinante punto de partida, como principio incontestado
de todo filosofar.

En relación con la nueva física newtoniana, es imposible exagerar su influencia en


el pensamiento filosófico de la modernidad. En efecto, con ella se hacía realidad el
ideal platónico de una ciencia exacta de la naturaleza, que podía ser construida
deductivamente a partir de primeros axiomas, es decir, satisfaciendo por primera
vez en la historia de la ciencia natural el modelo que desde la Antigüedad era
concebido como insuperable: la Geometría de Euclides.3 A pesar de ello, no se
trataba de meras especulaciones matemáticas sin conexión con los hechos, sino
que, por el contrario, permitía realizar predicciones exactas que comprendían tanto
a los fenómenos celestes como al comportamiento de los cuerpos en la esfera
terrestre. Es I. Kant el gran pensador que extrajo las consecuencias

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revolucionarias que la existencia de la nueva ciencia matemática de la naturaleza


traía consigo para la filosofía. En primer lugar, Kant coloca la relación entre el
conocimiento por leyes de la naturaleza y los hechos observacionales en su justa
perspectiva: es la razón la que aporta la conexión causal y el concepto de
necesidad y de ley, el cual es a priori y no podrá ser tomado nunca de la
experiencia, mientras que no hay conocimiento posible más allá de los datos
empíricos que provee la experiencia sensible, de modo tal que todo intento de la
razón de desbordar ese límite se convierte eo ipso en especulación vacía. Esta
relación entre conocimiento teórico a través de leyes naturales, por un lado, y
contenidos empíricos, por el otro, determina, en segundo lugar, la nueva posición
de la filosofía frente a la ciencia: su objeto no puede ser ya el conjunto de los
fenómenos naturales, bajo la forma de una cosmología u ontología racional, sino
que debe dar un giro crítico e investigar las condiciones bajo las cuales tendrá
lugar todo conocimiento posible. Estas condiciones serán, entonces, previas a
toda experiencia, es decir, a priori en la terminología kantiana, necesarias y
universales, y estarán provistas por la actividad del puro entendimiento, es decir,
en última instancia, por la conciencia de sí del sujeto que accede a estas formas
puras a través de una reflexión trascendental.4

Con esto se enlaza el segundo factor determinante de la modernidad: la noción de


sujeto. En efecto, en la filosofía kantiana culminan, se funden y se renuevan las
profundas tendencias que se habían abierto paso tanto en el pensamiento como
en la moralidad y en la cultura de la sociedad europea desde el siglo XV en
adelante, y en especial luego de la Reforma. El concepto de "sujeto" extiende sus
raíces hasta el pensamiento teológico de San Agustín, pero había alcanzado su
plena articulación a partir del lugar central en el que Descartes lo había colocado
mediante su fórmula "cogito ergo sum". La determinación de la realidad, del ser, a
partir de la representación por parte del sujeto, y la consiguiente autonomía que
éste adquiere frente al conjunto de la realidad exterior, del ob-jectum, pasan a ser
el rasgo distintivo de la filosofía de la modernidad, rasgo que alcanza su
culminación en el carácter fundante que la "unidad de la apercepción de la
consciencia" tiene para el conocimiento de la realidad en la teoría kantiana.5

Al realizar este giro copernicano de la filosofía mediante la adopción de una


actitud reflexiva volcada sobre sí misma, típica del pensamiento crítico, Kant
determinó en más de un sentido el futuro de la disciplina hasta la actualidad. En
primer lugar, todo conocimiento teórico quedaba reservado exclusivamente a las
ciencias particulares y vedado al mero juego de la razón, con lo que desaparecían
del índice de temas tradicionales de la metafísica todos aquellos que presuponían
un conocimiento meramente especulativo de la realidad. En segundo lugar, el
conocimiento científico se colocaba definitivamente en el centro de la reflexión
filosófica, de manera tal que esa privilegiada relación del hombre con el mundo se
convertía ahora en el modo dominante de pensar, un hecho que un autor reciente
ha denominado la preeminencia de la filosofía "epistemológica".6 Por último, al
remitir las condiciones de todo conocimiento posible a la unidad que la

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consciencia trascendental de sí del sujeto instaura en la pluralidad de los


fenómenos, Kant culmina la historia de emancipación del sujeto de todo lazo
exterior y pone al descubierto su radical autonomía frente al mundo. No sólo el
idealismo alemán posterior, de Fichte a Hegel, habrá de desarrollar hasta la
exasperación este aspecto de la filosofía kantiana, reintroduciendo la metafísica
desde el lado del sujeto, sino también las reacciones contra ese mismo idealismo,
desde Kierkegaard y los Jóvenes Hegelianos (incluyendo a Marx) hasta
Nietzsche, Heidegger y Foucault, estarán signadas por esa caracterización central
de la autoconsciencia, cuya fenomenología, historia, genealogía o deconstrucción
se intentará descifrar.7

A partir de la completa autonomía del sujeto, se transformó concomitantemente


el fundamento de la filosofía práctica, en especial de la ética. La distinción entre
el ámbito del ser y el del deber ser, introducida por D. Hume, se convirtió por
obra de Kant en una división clara y sin retorno entre dos usos posibles de la
razón, el teórico y el práctico. Es solamente en este último campo, el práctico
normativo, en el que ella se siente en su propia casa, ya que aquí dicta sus
propias leyes, haciendo un uso irrestricto de su autonomía y de su libertad. La
transformación de la ética mediante este giro no fue menos radical que la de la
filosofía teórica: con sus dos obras, la Fundamentación y la Crítica de la razón
práctica, Kant se enfrentaba a las corrientes que tradicionalmente dominaban la
disciplina y desde allí ejercían su influjo en la moralidad popular, en varias
cuestiones centrales a un mismo tiempo. En primer lugar, su pretensión de quitar
todo fundamento a una moral basada en el principio de la felicidad chocaba con
una tradición que se había mantenido ininterrumpidamente desde la Antigüedad
hasta la Ilustración, con independencia del ropaje religioso con el que se había
vestido en el escolasticismo. Luego, su decidido vuelco hacia el deber como
fenómeno moral central por oposición a toda ética basada en el bien o en los
bienes venía a oponerse drásticamente a las distintas formas que la moral de la
virtud había asumido tanto en los códigos sociales de conducta como en las
elaboraciones filosóficas de ella. Por último, Kant introducía una original y
compleja teoría metafísica como fundamento de la posibilidad de la moralidad en
el ser humano, cuyos conceptos clave, el de la voluntad y el de la libertad,
desencadenaron una polémica; los ecos de esa polémica resuenan aún en el
hiriente ataque a la actitud del filósofo por parte de Nietzsche que más arriba cité.

§ 2. Es a partir de esta situación general de la filosofía que se hacen


comprensibles algunas de las posturas filosóficas más radicales del presente siglo.
Voy a comenzar por la representada por el positivismo lógico y L. Wittgenstein,
cuya tesis central constituye en realidad la culminación del desarrollo antes
esbozado: no existen verdaderos problemas filosóficos, sino seudoproblemas. En
efecto, en la medida en que son problemas reales, pertenecen al campo de alguna
ciencia formal o empírica, que será la única competente para resolverlos mediante
la aplicación de su propio método; si, en cambio, no son problemas que involucran
materias empíricas, serán cuestiones provocadas por un engañoso uso de los

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términos, cuya terapia es el análisis lingüístico que habrá de desenmascararlos


como falsos problemas.8 K. Popper nos ha dejado un chispeante relato de la
intransigencia con la que Wittgenstein imponía su tesis básica en la Universidad
de Cambridge, a la que aquél había sido invitado a dar una conferencia. En efecto,
al pretender él sostener la existencia de auténticos problemas filosóficos, fue
drásticamente interrumpido por Wittgenstein, quien, parado junto a una chimenea,
acompañaba enfáticamente el rechazo que le provocaba el osado desafío de su
compatriota agitando un atizador de fuego en el aire. Cuando Popper añadió a los
problemas provenientes de las ciencias los problemas de la moral, como por
ejemplo el de la validez de las reglas morales, fue emplazado por Wittgenstein a
formular una regla moral, a lo que el disertante respondió prestamente con el
siguiente ejemplo: "No amenazar a los conferenciantes invitados con un atizador".
Wittgenstein, enardecido, abandonó la sala dando un portazo.9

Con el mismo drástico gesto, Wittgenstein eliminaba también a la ética del


horizonte de las cuestiones sobre las cuales era posible simplemente hablar con
sentido, dado que los límites del lenguaje o, más tarde, de los juegos de lenguaje
coincidían con los límites de lo existente más allá del cual se abría la difusa zona
de lo inefable que comprendía en su interior las actitudes valorativas, puramente
subjetivas. De este modo, la filosofía quedaba despojada de sus dos grandes
ámbitos de competencia que Kant le había asegurado: la reflexión sobre las
condiciones del conocimiento teórico y la reconstrucción de los principios
normativos universales que guían nuestra acción.

Faltaba todavía una última escalada en esta progresiva reducción de los temas
centrales que la filosofía había fijado como su programa de búsqueda en la
modernidad; faltaba, en efecto, el examen implacable de la noción misma de
"sujeto", que habría de terminar por convertir a ésta en un fantasma. En esa
transformación ha sido central la obra filosófica de M. Heidegger, quien desde su
fulminante impacto inicial, con Ser y tiempo, sometió a la noción de "sujeto" a una
rigurosa operación de desmontaje, hasta nivelarla en su última etapa a una mera
sombra que vive su existencia en la pasiva espera del acontecer del "Ser". Más
que este epílogo quietista del pensamiento heideggeriano nos interesa un paso
intermedio: la reinterpretación que nos ofrece, a propósito de Nietzsche, de la
historia de la metafísica de la subjetividad. En efecto, es en la reconstrucción
hermenéutica del giro radical que el pensamiento moderno tomó con Descartes
donde brilla en todo su esplendor la peculiar agudeza interpretativa del gran
filósofo. El "sub-jectum" sustituye la tradicional noción aristotélica de "materia"
por una nueva interpretación de la relación entre el hombre y el mundo: el "yo
pienso" se ha constituido en la medida de toda certidumbre posible, que es
pensada conjunta e implícitamente con toda representación del mundo exterior
que el "Yo" se haga. Así como hacia un lado del "Yo", éste se convierte en el
núcleo de la subjetividad, que provee unidad y consistencia a todas las
representaciones, hacia el lado del mundo, el ser de las cosas queda reducido a lo
calculable, a lo que se puede construir geométrica o, en general,

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matemáticamente a partir de axiomas claros y distintos y, una vez reconstruido


teóricamente, puede ser puesto a disposición del sujeto técnicamente: el sujeto se
ha convertido en una ficción de unidad por encima de su existencia histórica, cuyo
núcleo es la voluntad de poder.10

No es sino una consecuente continuación de la destrucción heideggeriana del


"sujeto" la operación que lleva a cabo M. Foucault en su última etapa, al hablar de
"tecnologías del yo", es decir, de una reversión del sujeto sobre otros sujetos y
especialmente, sobre sí mismo a fin de efectuar en carne propia manipulaciones
que modelen sus deseos y emociones, sus ansiedades y esperanzas, "con el fin
de alcanzar cierto estado de felicidad, pureza, sabiduría o inmortalidad".11 De este
modo, la filosofía de la consciencia centrada en el sujeto alcanza el grado extremo
de disgregación: no sólo ya no es más capaz de garantizarnos la unidad,
racionalidad y consistencia del mundo en que vivimos, sino que no es ni siquiera
capaz de proveemos de una imagen consistente y armónica de nosotros, o si lo
hace, es al precio de ejercer una violencia insoportable sobre nuestras
capacidades biológicas y emocionales que nos exigen más allá de nosotros
mismos.

La crisis de la filosofía del sujeto que acabo de describir a grandes rasgos es, por
sobre todas las cosas, una crisis de la razón centrada en el sujeto y de su forma
específica de operar, es decir, de la racionalidad en el sentido más habitual del
término. Un primer síntoma de esta crisis fue el múltiple intento de acotar el
alcance y la vigencia de esta racionalidad por medio de atributos que la
especificaban: así Max Weber habló de una racionalidad con arreglo a fines,
oponiéndola a una racionalidad con arreglo a valores. Horkheimer y Adorno, a su
vez, dieron un paso más en la estigmatización de la racionalidad con arreglo a
fines como una manifestación bajo la forma de una actividad calculatoria de la
dominación alienante que el sujeto ejerce sobre la naturaleza tanto ajena a sí
mismo como en sí mismo. En las huellas de Nietzsche y de Heidegger, por último,
las filosofías de la diferencia anatematizan esta especie de razón como
"occidental", "etnocéntrica", "colonizadora", "patriarcal" y, por fin, "machista". Un
destino semejante corre la ética universalista, cuyo presupuesto era y sigue
siendo, precisamente, la vigencia de una forma de razón universal que justifique
principios universalmente válidos, y esto claramente significa: sin distinción de
sujetos entre sí, sin diferencias cualitativas, imparcialmente.

Algo de todo esto es, sin duda, cierto y puede resumirse así: el sueño del método
único –es decir, el sueño racionalista que persiguieron distintas corrientes
filosóficas hasta casi la mitad del siglo XX se ha disipado definitivamente. Ahora
bien, esta conclusión no tiene por qué equivaler a la aceptación de un
generalizado escepticismo en relación con la capacidad de la filosofía para
presentar resultados que puedan ser objetivamente puestos a prueba y, por
consiguiente, imparcialmente admitidos o rechazados. Por cierto, ha habido
corrientes extremas, como el primer positivismo lógico, representado

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principalmente por R. Carnap, que condenaba justamente por la ausencia de un


método asimilable al de las ciencias naturales a toda la filosofía como un mero
sinsentido o una expresión más de la capacidad artística; o como el insistente
relativismo, al que me he referido antes, que abomina de todo intento de
racionalismo que se pretenda objetivo, en el sentido de intersubjetiva y
discursivamente argumentable. Se trata, en realidad, de un nuevo desafío que la
filosofía debe aceptar como un estímulo para su permanente novación a partir de
las nuevas situaciones en las que se encuentra, y dentro de éstas, la cuestión del
método es la más urgente de todas.

A la cuestión, pues, de los problemas propios de la filosofía, de su temática


exclusiva que no está forzada a disputar con ninguna otra disciplina, se ha
añadido una segunda, tan esencial como la primera: su método propio. La crisis
de la razón significa, en efecto, desconocer lisa y llanamente toda posibilidad de
hallar mediante reflexión una raíz común de todos aquellos usos que en nuestro
lenguaje habitual aceptamos como "racionales". De ahí no hay más que un paso a
afirmar, como hace F. Lyotard, que no existe un uso único, sino una multiplicidad
de "juegos" y "movidas" completamente distintas entre sí, cada una de las cuales
se atribuye en exclusividad una forma de "razón".

De un modo muy semejante a éste, la corriente que en ética se conoce con el


nombre genérico de comunitarismo ha sostenido que no podemos hablar de una
moralidad universalmente válida, sino de morales particulares, orientadas por los
bienes concretos a los que cada comunidad y, dentro de ella, cada grupo cultural,
religioso o étnico aspiran. También aquí nos encontramos con juegos morales
particulares, cerrados, extrínsecos unos a otros, que expulsan fuera de sí todo
intento de subsumirlos bajo una razón práctica que los involucre en general a
todos.

El panorama de la filosofía contemporánea en su aspecto más negativo está de


este modo completo. Mi próximo paso será, pues, intentar trazar las líneas básicas
de lo que es una posición alternativa para la cual hablar de "razón" en filosofía es
aún posible y formular auténticos problemas filosóficos es, más que posible,
necesario.

§ 3. Voy a comenzar por el primer punto, que en cierto modo condiciona todos
los demás: la posibilidad de recrear un concepto universal de "razón". Por cierto,
este intento debe tomar debida cuenta de los fracasos anteriores en esa misma
empresa. Ya no se puede más, en efecto, apelar a un lenguaje formal artificial,
único y transparente, que exponga mediante las reglas de la sintaxis y de una
semántica correspondiente el modelo matemático de toda deducción posible.
Tampoco es viable, en el otro extremo, ir a buscar en una introspección de los
actos trascendentales de nuestra consciencia los noémata que nos abren el
acceso inteligible a las cosas. Descartados, entonces, los lenguajes fuertemente
formales con los que se intentó encorsetar toda la reflexión filosófica, y

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abandonada también la introspección como vía regia para el despliegue de


intuiciones fundamentales, se ha ido constituyendo de hecho una suerte de
método común de la indagación filosófica actual, que en realidad es más bien
una familia de distintos procedimientos, derivados, a su vez, de corrientes
distintas. Por un lado, tenemos todas las variantes del análisis del uso de los
términos y de sus reglas implícitas, la gramática profunda de los juegos de
lenguaje, proveniente del último Wittgenstein, que se amplió también a los juegos
implícitos en las reglas de inferencia utilizadas y admitidas en nuestros
argumentos informales, especialmente por obra de su discípulo S. Toulmin; por
el otro, las reglas pragmáticas que rigen el intercambio comunicativo y preparan
las correspondientes actitudes proposicionales por parte de los hablantes,
derivadas de las investigaciones de J. Austin. Por último, tenemos la
reconstrucción hermenéutica de los significados a través de la historia conceptual
de los términos y de sus entrecruzamientos contextuales, tal como fue
desarrollada especialmente por H. G. Gadamer. En su conjunto, estos distintos
procedimientos argumentativos, que aquí sólo puedo esbozar, han conformado
algo así como una alternativa a la razón como capacidad trascendental del sujeto
en la filosofía moderna, que podemos denominar razonabilídad argumentativa, la
cual, como su propia denominación indica, no tiene la pretensión de exclusividad
y certidumbre cuasi metafísica de su antecesora, pero tampoco abandona la
pretensión de validez compartida que es propia de toda argumentación
humana.12

Esta transformación de la razón trascendental en razonabilidad argumentativa ha


sido acompañada de un paralelo desplazamiento del portador de esta razón: éste
no puede ser más el sujeto solipsista centrado en torno al Yo de la filosofía
moderna, agobiado por las aporías a que su situación de preeminencia diera
lugar y condenado por las perversiones que el uso irrestricto de la
racionalidad instrumental trajera al mundo. En su lugar aparece una entidad
polifacética, que se diferencia de acuerdo con el complejo temático que en
cada caso esté en cuestión: la comunidad. En efecto, en el caso de la filosofía
de la ciencia, por ejemplo, el sujeto básico será la comunidad de expertos o
científicos, introducida por el pragmatista C. S. Pierce; en el caso de la
filosofía política, se tratará de la comunidad de ciudadanos integrada en
instituciones básicas, tal como la presenta J. Rawls, y, si lo que se enfoca es
la sociedad como tal, el sujeto estará constituido por la comunidad de
comunicación, articulada en diversas esferas de acción comunicativa según la
fórmula de J. Habermas.

En cuanto a los problemas filosóficos, voy a dividir la cuestión en dos grandes


temas: (A) uno que se ocupa de las cuestiones fácticas, especialmente de las
ciencias naturales, y (B) otro cuyo campo de reflexión lo son las cuestiones
éticas en el sentido más amplio del término.

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(A) Con respecto al primer tema, Popper ha mostrado en el capítulo sobre "la
naturaleza de los problemas filosóficos y su raíz en la ciencia" de su libro
Conjeturas y refutaciones hasta qué punto existe una estrecha conexión entre
ciencia y filosofía. A mi modo de ver, la resolución que él propone allí para las
relaciones entre filosofía y ciencia es, en cierta forma, paradigmática: no hay una
clara delimitación entre ambas, como pretendían Wittgenstein y los miembros del
Círculo de Viena, sino una cierta gradación entre cuestiones, cuyo acento, en el
primer caso, está puesto más en la organización y coherencia conceptual
intrínseca, y otras, en el segundo, que afectan en mayor medida los aspectos
habitualmente considerados más propios de la actividad científica, como por
ejemplo la predictibilidad, la base empírica, etc. En las ciencias sociales, esta
división de tareas es todavía más acentuada: son los filósofos los que
normalmente han provisto los grandes marcos conceptuales, por medio de los
cuales pueden formularse nuevos problemas que con los medios antes
existentes era imposible siquiera plantear. Un único ejemplo vale aquí por todos:
antes de la obra de K. Marx, la casi totalidad de los interrogantes que más tarde
dieron lugar a la sociología y a la historia social carecían de una formulación
adecuada que los hiciera inteligibles teóricamente.

(B) Esta relación entre el marco conceptual, al que podemos considerar en cierto
modo una forma de reconstrucción pragmática y hermenéutica del a priori
kantiano, y los problemas fácticos que se presentan en el plano de la experiencia y
suponen al menos la participación de las ciencias empíricas en la resolución de los
mismos se da de una manera nítida en todo el ámbito de la ética. Por ser éste el
campo propio de mi especialidad y, por lo tanto, en el que me siento más cómodo,
intentaré precisar aquí con más detalle la articulación entre filosofía y realidad
social, que involucra dentro de sí el sistema de las ciencias.

Comencemos por una distinción entre los significados del adjetivo "moral":
tenemos, a mi juicio, dos niveles de significado que es necesario separar, ya que
remiten a fenómenos de naturaleza distinta. Adscribo el primer significado, cuando
hablamos en sentido laxo de lo moral, al extenso e indefinible campo de la vida
moral, que abarca todos aquellos aspectos que han influido decisivamente en la
conformación de los ideales intramundanos de conducta humana en el curso
histórico del desarrollo, choque y entrecruzamiento de las distintas corrientes
religiosas, filosóficas, políticas y culturales de la modernidad. Por cierto, la sola
mención de este extenso espacio de redes simbólicas, unas veces superpuestas y
otras contrapuestas entre sí, hace comprensible de inmediato que resulta
imposible encontrar algún orden interno en sus diversos sentidos. En efecto, éstos
abarcan tanto los disciplinamientos de nuestras pulsiones naturales impuestas por
las diversas ascesis religiosas para el dominio de nuestro cuerpo –piénsese, por
ejemplo, en lo que se suele denominar "moral sexual"– como los más complejos
modelos o paradigmas de la buena vida, insertos en las distintas tradiciones
culturales, que son, en última instancia, imprescindibles para el desarrollo e
integración de la personalidad.

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Existe, en cambio, un segundo sentido del término que remite de un modo más
acotado a un rasgo distintivo del fenómeno moral en todas sus manifestaciones: el
carácter imperativo de sus recomendaciones, sea por el peso de la autoridad de
una tradición o sea por el libre ejercicio de las convicciones subjetivas. Este
significado normativo aparece estrechamente conectado desde el pensamiento
romano en adelante con la regulación de las relaciones interpersonales, ya sea
directamente o por intermedio de las instituciones jurídicas y políticas de la
sociedad. Desde el comienzo de la modernidad, la pregunta moral por
antonomasia, "¿qué debo hacer?", restringe el ámbito de sus respuestas posibles
a las interacciones entre seres humanos a tal punto que la existencia o no de una
posible interacción con alguien distinto del agente se convierte en condición
necesaria para admitir que una determinada acción pueda tener o no relevancia
moral. Con esta limitación del aspecto moral a las interacciones humanas, hemos
ingresado al campo más estricto de la moralidad de una acción, entendiendo por
ello su carácter de obligatoria o prohibida. Esta expresa restricción de la moralidad
al deber –es decir, al conjunto de acciones que tienen un carácter de obligación
como fenómeno moral central y el desentendimiento de cuestiones atingentes al
fin último de la vida, la felicidad o perfección– queda firmemente establecida luego
del giro copernicano llevado a cabo por Kant al que ya me he referido.

La ética, en tanto disciplina filosófica, abarca las cuestiones más estrictas


relacionadas con la moralidad y también las otras más amplias que emergen de la
confrontación y el conflicto entre los diversos ideales de la buena vida que están
vigentes en el mundo de la vida moral. Esta reflexión filosófica, teórica y
conceptual es, por otro lado, imprescindible para poder comprender y expresar los
términos de los problemas morales que se presentan en el interior de esa vida
moral, en primer lugar, para determinar si son auténticos problemas morales y, en
este sentido, si no resolubles, al menos pasibles de ser objeto de estudio por
medios conceptuales; en segundo lugar, para proporcionar los principios y
normas generales bajo cuya validez, prima facie, es necesario subordinar esos
problemas a fin de comenzar a examinar las cuestiones de hecho que están
involucradas en ellos. Esta relación necesaria entre reflexión filosófica en el nivel
teórico y comprensión, exposición y resolución de los problemas específicos en la
práctica ha sido comprobada como una exigencia requerida por la propia
naturaleza de los asuntos involucrados en la ética aplicada. En efecto, desde el
comienzo estuvieron en pugna dos corrientes, una casuista, que desdeñaba la
reflexión teórica y se limita a acumular sin demasiado orden casos aislados, y otra
que ponía el acento en la importancia de la teoría ética para poder establecer
"clases específicas de actos" que ejemplifican una determinada acción moral de
acuerdo con una descripción. A mi juicio, solamente una posición teoricista puede
prever que, para poder conocer y describir una acción como moralmente
relevante, será necesario, en primer lugar, dar una descripción adecuada de ella a
través de términos generales que permitan su clasificación en una determinada
clase de actos, y, en segundo lugar, subsumirla bajo una norma o principio prima
facie, que habrá de ser seleccionado entre los varios posibles principios o normas

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bajo los cuales podría ser subsumido. El análisis posterior habrá de demostrar si
esa subordinación fue acertada o no. Pero el punto central es el siguiente:
únicamente si partimos de una teoría previa es posible establecer cuáles son los
rasgos específicos que convierten a un determinado hecho o dato de la realidad
en un dato moralmente relevante. Una posición como la casuista supone que
podemos ir avanzando a tientas, fiándonos en nuestras intuiciones morales y en
las analogías que podamos hacer con casos anteriores. Al admitir, sin embargo,
la necesidad de establecer analogías, los casuistas están concediendo la
afirmación básica de los teoricistas, pues, aun para establecer una sola analogía,
necesitamos un conjunto de lugares comunes que nos permitan conectarnos por
medio de una inferencia al caso anterior con el nuevo, y esto es ya una operación
conceptual y, por lo tanto, teórica.13

§ 4. Quisiera resumir los temas tratados hasta aquí y extraer algunas conclusiones
que considero importantes con respecto al lugar de la filosofía dentro del conjunto
de las ciencias y en relación con la sociedad actual. Una primera admisión se
impone como inevitable: el filósofo no solamente ha perdido el aura de arúspice
que se había arrogado a partir de la filosofía ontológica de los griegos, sino que
hoy en día soporta más bien el estigma de haber cometido ese error en el pasado.
Por cierto, no es ésta una actitud generalizada: tras las huellas de Nietzsche y de
Heidegger, más de un filósofo posmoderno, a la par que denuesta toda pretensión
de certidumbre para sus afirmaciones, se interna pese a ello sin pudor alguno en
temerarias profecías sobre el futuro de la sociedad, el lenguaje, la técnica, la
naturaleza, o, en fin, el destino del Ser o de la Phoné. Pero quienes, en cambio,
observamos estrictamente los límites a que puede aspirar la razón en su trabajo
reflexivo, pretendemos un lugar más modesto pero, a la larga, más productivo
tanto para la filosofía como para la sociedad que la sustenta. Con estas
restricciones, sin embargo, la tarea que continúa abierta para la filosofía no sólo es
exclusiva de ella sino también imprescindible para la evolución del conocimiento
en su conjunto, tanto en el campo teórico como en el práctico. En efecto, el nivel
reflexivo al que apuntaba la cita de Aristóteles con la que comencé sigue siendo
un espacio reservado para la dialéctica filosófica, una dialéctica que ha renunciado
a ser el acceso directo al mundo eterno de las ideas o del espíritu absoluto, como
pretendieron Platón y Hegel, y ha asumido su carácter variable, provisorio, en
permanente renovación a partir tanto de novedosas interrogaciones al propio
pasado de la tradición filosófica como de incitaciones inéditas provenientes de los
problemas sobre la estructura de la naturaleza y de la sociedad.

Como señalé antes, hoy no es más posible apelar a certidumbres definitivas de


carácter trascendental, sea de los entes mismos, del propio sujeto o de la sintaxis
formal del lenguaje. En cambio de ello, se ha ido reconstituyendo un a priori
conceptual, que emana, por una parte, del propio lenguaje, de las reglas que
permiten el fenómeno humano de la comunicación simbólica y de la colaboración
argumentativa, y por la otra, de la sedimentación que van dejando antiguas
cosmovisiones y nuevas teorías científicas, éticas y estéticas. Es éste el espacio

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libre por donde hoy se mueve la filosofía y en el que ejerce su capacidad de


reflexión, de crítica y de construcción de nuevas posibilidades y de nuevos
proyectos. Pues, a mi juicio, la siguiente definición hoy sigue siendo tan válida
como en el momento en que Kant la enunciara, hace doscientos años:

a la capacidad de juzgar con autonomía, esto es, libremente, conforme


a los principios del pensar en general, se la llama razón [...] La Facultad
de Filosofía, en cuanto debe ser enteramente libre para compulsar la
verdad de las doctrinas que debe admitir o simplemente albergar, tiene
que ser concebida como sujeta tan sólo a la legislación de la razón.14

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Referencias

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Aut.: Osvaldo Guariglia

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Citas:

1. "Eíte philosophetéon, eíte mé philosophetéon, philosophetéon",


Aristóteles, Protrepticus, fr. 2, Walzer (p. 23) = fr. 55, 5, Gigon (p. 286
b, 11-12).

2. Nietzsche, Aus dem Nachlass der Achtzigerjahre, p. 736 (ed.


Schlechta).

3. Cf. Popper, 1972, pp. 185-186.

4. Cf. Cassirer, 1922, pp. 669 y ss.

5. Cf. Kant, sobre la concepción del sujeto en la filosofía ("metafísica") de


la modernidad, cf. Heidegger, 1957, pp. 69 y ss., y especialmente pp.
91 y ss.

6. Cf. Rorty, 1980, pp. 315 y ss.

7. Cf. Habermas, 1985, pp. 104 y ss.

8. Cf. Wittgenstein, 1977, pp. 83-86; Kenny, 1975, pp. 229 y ss.

9. Cf. Popper, 1976, pp. 122-123.

10. Cf. Heidegger, 1961,11, pp. 141-173.

11. Cf. Foucault, 1990, p. 48.

12. Sobre la cuestión del método, la bibliografía es demasiado amplia y


extensa. Me limito a señalar algunos trabajos fundamentales para la
concepción expuesta más arriba: Toulmin, 1958; Tugendhat, 1992, pp.
261 y ss., y Habermas, 1988, pp. 153 y ss.

13. Para una discusión más amplia del tema, remito a Guariglia, 1996b, pp.
11 y ss.

14. Kant, La contienda entre las facultades, Akad., VII, p. 27.

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2. El marco conceptual del


debate ético en la actualidad

No hay duda de que la última década ha sido uno de los períodos más fructíferos
en la historia del pensamiento occidental contemporáneo respecto de la ética, en
especial, la ética pública y la filosofía política. En este período se publicaron obras
fundamentales como Sources of the Self, de Charles Taylor, Political Liberalism,
de John Rawls, y Faktizítät und Geltung, de Jürgen Habermas, que dieron lugar a
una controversia que va más allá de los límites del mundo anglosajón. La
comunidad hispanoparlante es, quizás, una de las que aparecen como más
interesadas en problemas macroéticos, tal como lo muestran obras importantes
como la de Carlos Nino, Ética y derechos humanos, de Javier Muguerza, Desde la
perplejidad, y de Ernesto Garzón Valdés, Derecho, ética y política. No es mi
intención reseñar y discutir los temas centrales de todos estos complejos libros,
sino, en cambio, exponer mi balance personal sobre la discusión ética llevada
adelante en los mismos, con la pretensión de sintetizar aquellos problemas que
permanecen aún abiertos.

En primer lugar, debo declarar que considero central la oposición entre las
visiones universalistas y particularistas de la ética, alrededor de la cual se
subordinan a mi entender los problemas principales de la disciplina. Esta oposición
central tiene versiones diferentes; la más conocida es, sin duda, la que se da entre
liberales y comunitaristas. Sin embargo, ésta no es la única controversia, ya que
existe en América Latina una competencia entre los defensores de la ética
universalista, como Nino y yo, por ejemplo, y los representantes de la ética
latinoamericana, la denominada filosofía de la liberación. No pretendo hacer un
resumen de todas estas oposiciones, sino proponer tres grandes contradicciones
en tres diferentes niveles, a partir de los cuales surgen los desacuerdos más
básicos entre ambas tendencias.

La primera de ellas tiene lugar en el nivel metodológico: me refiero a la distinción


tradicional entre lo correcto y lo bueno. Como es sabido, la orientación hacia lo
correcto define la ética deontológica, esto es, una ética que tiene, entre sus
propiedades, un método procedimental de decidir la corrección de las acciones
morales por medio de su subordinación bajo un principio o una clase de principios
universalmente válidos. Por consiguiente, los límites de este tipo de ética son muy
amplios, y, consecuentemente, ella se restringe a los límites de las relaciones
interpersonales para regularlas y prohibir varios tipos de coerción. Por el otro lado,
la ética de lo bueno tiende a sostener la existencia de uno o algunos fines
positivos para las vidas de los individuos, y, al mismo tiempo, de la sociedad, fines
que movilizan las pasiones, intereses e inteligencia de los miembros de un grupo,
en la prosecución de los mismos. A diferencia de la anterior, este tipo de ética está

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necesariamente entrelazada con el tejido social de una sociedad dada y tiene una
respuesta, no sólo para los conflictos de intereses entre sus miembros, sino
también para su necesidad de guía en las elecciones de sus vidas.

La cuestión acerca de estas dos diferentes concepciones de la ética, es decir, la


gran cuestión metodológica de nuestra tarea como filósofos morales, tiene graves
consecuencias con respecto a la unidad o a la diversidad de nuestra disciplina. En
otras palabras, ¿es su objeto el mismo, visto desde dos perspectivas diferentes, o
se trata más bien de dos diferentes objetos de dos disciplinas diferentes, que en
forma casual tienen el mismo nombre, a saber, "ética"? Dejo esta pregunta
abierta, pero me gustaría hacer una observación referida al trabajo metodológico
que nosotros, en tanto filósofos, hacemos en el caso de uno u otro tipo de ética:
aquella que teoriza sobre lo correcto, trata de construir o reconstruir las reglas
subyacentes bajo las que todos discurrimos en nuestros argumentos morales,
para que el contenido normativo de estas reglas salga a la luz. Por otro lado, la
tarea de quienes especulan sobre lo bueno es más bien como la actividad del
antropólogo que describe las costumbres de otra gente, con una diferencia
importante: su objetivo no es meramente informar sobre la conducta real de los
aborígenes observados, sino también alentar a otros para que los imiten. Es este
último rasgo, sobre todo, el que les da a las teorías sobre lo bueno una
ambigüedad inevitable.

La segunda gran oposición se refiere a la idea central de la identidad del sujeto


moderno: por un lado, la autonomía como un ideal que unifica la
autodeterminación, responsabilidad y libertad; por el otro, la autenticidad, esto es,
una forma de vida peculiar que da prioridad a la lealtad a una elección particular,
sea individual o colectiva, por ser la elección de uno mismo. Esta oposición, na-
turalmente, tiene diferentes formas y trae consigo un amplio espectro de diversas
consecuencias. La autonomía está asociada con una ética universalista que
garantiza a todos, por medio de sus principios y procedimientos, una igual
oportunidad de desarrollar sus capacidades, a fin de seleccionar y reforzar su
propia concepción de la buena vida. De modo que el yo de la autonomía se
concibe como un yo impersonal, no involucrado o libre de trabas, que sólo razona
consigo mismo respecto de sus deberes y derechos. Se trata, obviamente, de una
abstracción, que debe llenarse con el material real de la vida diaria, pero es
verdad, sin embargo, que una visión universalista de la vida moral se restringe a
establecer los fundamentos y pilares del yo moderno, dejando el resto del edificio
en manos de su dueño, que es libre de completarlo como prefiera. En otras
palabras, los caminos por los que cada uno de nosotros, en tanto sujetos
modernos, encuentra la propia realización en la sociedad moderna son cuestión
de la libre elección individual. Una ética universalista no tiene nada que decir
sobre esto, siempre que respetemos y contribuyamos al fin de que otros, a su
vez, también respeten el esquema básico de igualdad de derechos y
oportunidades para todos, o, en resumen, siempre que vivamos y
contribuyamos para vivir en democracia.

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La autenticidad, por el contrario, es una noción más bien escurridiza, que ofrece
muchos aspectos y diferentes significados de acuerdo con los rasgos peculiares
que tiene cada forma de vida. Originada en el individualismo moderno, ha
evolucionado de tal modo que incluye todas aquellas características que definen a
cierta gente según sus marcas básicas de identidad, como lenguaje, religión,
género, orientación sexual, etc. En términos de un conocido teórico, Charles
Taylor,

brevemente, podemos decir que la autenticidad (a) involucra (i) creación


y construcción, así como descubrimiento, (ü) originalidad, y,
frecuentemente, (iii) oposición a las reglas de la sociedad, e, incluso
potencialmente, a lo que reconocemos como moral. Pero también es
cierto [...] que ella (b) requiere (i) apertura a horizontes de significado
[...] y (ii) una autodefinición en el diálogo. Se debe admitir que estos
requerimientos estén, eventualmente, en tensión (Taylor, 1991, p. 66).

Como Taylor mismo admite, la tensión se vuelve inevitable debido al


reconocimiento de la diferencia a cargo de los otros miembros de la sociedad
como parte de un ideal de autorrealización, como la autenticidad. Pero este
reconocimiento puede chocar con ideas diferentes de lo bueno, que existen en
cualquier sociedad multicultural, como son casi todas las sociedades
contemporáneas. De modo que la tensión se convierte realmente en una
contradicción entre, por una parte, las condiciones bajo las que un ideal de
autenticidad puede crecer y desarrollarse, y, por la otra, las consecuencias de sus
rasgos más extremos.

Me pregunto si ambos ideales, autonomía y autenticidad, están en el mismo nivel;


mi respuesta personal es que no lo están, pero dejo esta segunda pregunta
abierta y paso a la tercera oposición principal, entre una concepción de la
ciudadanía liberal y una republicana.

El liberalismo enfatiza el goce de aquellos derechos que permiten a los


ciudadanos elegir y perseguir concepciones permisibles de la buena vida. Al
hacerlo, los ciudadanos reclaman al Estado, que, a su vez, debe ser reconocido
como legítimo dentro de una sociedad justa y democrática. Esto da lugar a la
siguiente idea: hay una lista de los mismos bienes primarios que es necesaria para
las concepciones del bien de los ciudadanos, independientemente de cuán
distintos sean su contenido y las doctrinas religiosas y filosóficas relacionadas.
Estos bienes primarios incluyen

los mismos derechos, libertades y oportunidades básicos, y los


mismos medios para todo fin como ingreso y riqueza, estando todos
éstos apoyados por las mismas bases sociales del autorrespeto. Estos
bienes [...] son cosas que los ciudadanos necesitan en tanto personas

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iguales, y toda pretensión respecto de estos bienes cuenta como


apropiada (Rawls, 1993, p. 180).

En contra de esta imagen del ciudadano de una sociedad democrática se han


planteado algunas objeciones a su concepción de fondo del ciudadano como
persona privada. La concepción neoclásica tradicional del ciudadano había
enfatizado, en cambio, las virtudes participativas dentro del dominio común del
Estado. El ideal de "gobernar y, a cambio, ser gobernado" (Aristóteles) es, para
esta concepción, una parte esencial de una vida digna, y una sociedad organizada
alrededor de este ideal "compartiría y apoyaría, qua sociedad, al menos esa
noción de la buena vida" (Taylor, 1995, p. 199). De modo que esta nueva versión
de "republicanismo", especialmente el norteamericano, restablece la concepción
tradicional del ciudadano clásico como interviniendo activamente en el gobierno de
la ciudad, yendo a las asambleas y concibiendo a la "libertad" como libertad
política para tomar y usar el poder (cf. Walzer, 1994, p. 55).

A primera vista, tenemos nuevamente aquí la oposición de Benjamín Constant


entre las "libertades de los modernos" y las "libertades de los antiguos", es decir,
una contradicción que pensadores políticos clásicos como Rousseau y Kant
trataron de superar y que estaba profundamente arraigada, desde el comienzo, en
las estructuras de las sociedades modernas. Tal como señalé respecto de la
primera oposición entre la ética de lo correcto y la ética de lo bueno, aquí nos
encontramos una vez más con dos formas posibles para considerar este tema
complejo: o bien hay dos concepciones diferentes y posiblemente
complementarias de una y la misma realidad social y política, o bien hay
efectivamente dos realidades por completo diferentes e inconmensurables en las
que el yo moderno se encuentra crónicamente escindido. Se han propuesto
algunas soluciones a este problema desde ambas direcciones, pero están lejos de
ser satisfactorias.

Me gustaría ahora volver a las preguntas abiertas que dejé sin responder, y haré
algunos comentarios sobre los puntos en juego. En el nivel metodológico, señalé
que la cuestión sobre las dos diferentes concepciones de la ética, por ejemplo, la
ética de lo correcto y la ética de lo bueno, se refiere a la unidad o diversidad de
nuestra investigación. En otras palabras: ¿es el objeto de la ética uno, observado
desde dos perspectivas diferentes, o hay más bien dos objetos diferentes para dos
disciplinas diferentes, que sólo casualmente tienen el mismo nombre, a saber, la
"ética"? Algunos filósofos comunitaristas, como Michael Walzer, parecen creer en
la posibilidad de dos concepciones de la ética, de algún modo convergentes, una
densa y maximalista y la otra tenue y minimalista, que se superponen en algunos
puntos cruciales o en ciertos momentos dramáticos, como durante la caída del
régimen comunista en Europa oriental, entre otros casos. Pero las concepciones
convergentes de este tipo se referirían sólo a los juicios y no a las razones que
causan aquellos momentos, porque tienen sus raíces en la narrativa de la propia
historia y son, por lo tanto, intraducibles (cf. Walzer, 1994, pp. 1-19). Realmente

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dudo que tal operación sea posible. Admiro la narrativa potente y, en muchos
aspectos, iluminadora de Walzer y Taylor, pero no encuentro ninguna conexión
fácil entre los temas involucrados en ella y el sobrio sistema de principios y
derechos que tratamos de reconstruir en una ética universalista. Un sistema así no
tiene necesidad de narrativas, sino solamente de un enunciado coherente y claro,
como la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Para
muchas culturas fue imposible crear un sistema de derechos que protejan la
libertad, la integridad y el conjunto de libertades que la Declaración garantiza
desde su propia vida moral; para otras, como los países latinoamericanos que
tuvieron desde mediados del siglo XIX sistemas de derechos y principios similares
en sus constituciones, el retorno a la validez ilimitada de los derechos humanos
fue una revolución democrática después de medio siglo de regímenes
demagógicos y dictaduras militares. Esta revolución democrática fue impuesta por
la opinión pública mundial y no por la autocrítica de la sociedad civil. En resumen,
el "bien" se dice de muchas maneras, como había señalado Aristóteles varios
siglos antes, y no es fácil ver cómo los significados particulares del bien asumidos
en cada sociedad pueden fusionarse en una concepción comprehensiva pero
neutral, que abarque toda su amplia gama de diferentes significados.

La segunda pregunta que dejé abierta es la siguiente: ¿los ideales de autonomía


y autenticidad están en el mismo nivel? Como señalé antes, mi respuesta
personal sería que no, y me gustaría explicar por qué pienso así. La "autonomía"
no es ni debe ser una propiedad de hecho, sino requiere sólo ser un postulado de
la persona moral que debe ser asegurada por un conjunto de principios y normas
universales. No es necesaria la presencia en acto de la autonomía en un ser
humano a fin de exigir respeto hacia él, como en los casos de niños pequeños o
personas gravemente enfermas que no pueden expresar claramente su voluntad.
Por otro lado, la "autenticidad" no existe si no es un logro efectivo de un individuo
o de un grupo de seres humanos que han decidido vivir sus vidas según algún
estilo o ideal autoimpuesto. La autenticidad presupone estar en posesión de
autonomía en tanto un rasgo claro del sistema de principios y derechos
reconocidos por una sociedad determinada, pero la inversa no es verdadera. La
asimetría es una prueba clara de que no están en el mismo nivel. En cambio, la
autenticidad es una cierta manera de gozar de los recursos normativos dados
para la realización de nuestra autonomía, y quizá, no la más elevada. Tal vez
sean ideales mejores el individuo perfectamente prudente de la tradición
aristotélica y estoica o el hombre de sabiduría práctica de la tradición kantiana.1

El último problema que planteé respecto de las dos distintas visiones del
ciudadano –la que lo concibe como una persona privada que goza de las ventajas
garantizadas por los derechos civiles, y la otra, que lo concibe como un miembro
activo del gobierno, yendo a las asambleas y entendiendo la "libertad" como
libertad política para tomar y usar el poder– es muy difícil de captar y aun más
difícil de resolver. Me gustaría discutirlo con cierto detenimiento.

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Voy a considerar primero una versión extrema de republicanismo que algunos


especialistas, como Jonathan Barnes, encuentran en un pasaje de la Política VIII,
1 (1337a 26-32) de Aristóteles, dejando de lado la cuestión de si es una interpre-
tación justa del texto aristotélico, que dice:

El entrenamiento en lo que es común debe ser también común. Al


mismo tiempo, tampoco debe pensarse que ningún ciudadano se
pertenece a sí mismo, sino que todos pertenecen a la ciudad, puesto
que cada uno es una parte de ella, y el cuidado de la parte debe
naturalmente orientarse al cuidado del todo.2

Una interpretación estricta del significado de este pasaje sería la siguiente, de


acuerdo con Barnes:

Si los F son partes de G, entonces los F sólo pueden definirse en


función de los G; por lo tanto, los F son de los G simpliciter en el
sentido de que ser un ciudadano es estar en una cierta relación con
respecto a un Estado [...] Pero los seres humanos son esencialmente
animales políticos, por ejemplo, son esencialmente ciudadanos. Los
ciudadanos dependen lógicamente de los estados. Por lo tanto, los
seres humanos son lógicamente dependientes de los estados. Ser un
humano es, inter alía, ser de un Estado. Por lo tanto, [...] el cuidado del
hombre debe ser el bien del Estado (Barnes, 1990, p. 263).

Razonablemente, Barnes habla de "totalitarismo" respecto de esta concepción, y


creo que estaríamos de acuerdo con él. En otras palabras, esta concepción de la
relación entre los ciudadanos y el Estado representa una concepción extrema y
comprensiva de la vida política, en tanto la única buena vida posible, y, como tal,
esta visión es incompatible con cualquier concepción moderna del ciudadano
como siendo además una persona privada. Más aún, diversos tipos de
fundamentalismos, incluyendo al leninismo y al fascismo, pueden ser
considerados como versiones actuales de este pensamiento político antiguo.

Pero hay otra concepción de republicanismo "clásico", con el que un punto de


vista universalista liberal no tiene ninguna oposición fundamental. Tal concepción
apoyaría la opinión de que

si los ciudadanos de una sociedad democrática deben preservar sus


derechos y libertades básicas, incluyendo las libertades civiles que
aseguran la libertad de vida privada, ellos también deben tener hasta
cierto punto las "virtudes políticas", y estar dispuestos a formar parte de
la vida pública. [...] La seguridad de las libertades democráticas
requiere la activa participación de ciudadanos que poseen las virtudes
políticas necesarias para mantener un régimen constitucional (Rawls,
1993, p. 205).

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Hasta aquí, no hay problema. Sin embargo, la pregunta sería: ¿cómo es posible?
No es de ningún modo evidente cuáles razones moverían a los ciudadanos, que
se encuentran confortablemente instalados en las instituciones de la democracia,
a hacerse cargo de los problemas de la vida pública. Recientemente, Habermas
puso el dedo en esta llaga al observar que

desde la perspectiva de la teoría de la justicia, el acto de fundar una


constitución democrática no puede repetirse bajo las condiciones
institucionales de una sociedad justa ya constituida, y el proceso de
realizar el sistema de derechos básicos no puede asegurarse como un
proceso continuo. No les es posible a los ciudadanos sentir este
proceso como abierto e incompleto, como lo exigen, no obstante, las
cambiantes circunstancias históricas (Habermas, 1995, p. 128).

Creo que parte de la solución que podemos encontrar consiste en repensar la


relación entre las esferas privada y pública de la ciudadanía moderna. No hay
duda de que hay, como señaló Habermas, "una relación dialéctica" entre
autonomía privada y pública, porque la ley pública que posibilita la existencia de
instituciones políticas se dirige a personas "que no podrían ni siquiera recibir
el status de sujetos legales sin derechos privados subjetivos", de modo que
"la autonomía privada y la pública de los ciudadanos se presuponen
mutuamente" (Habermas, 1995, p. 130). Pero no es tan fácil ver de qué
manera ambas esferas se encuentran procedimentalmente correlacionadas, y
hasta qué punto este procedimiento requiere una severa limitación de los
problemas y temas propuestos para la discusión pública, tal como ha
señalado recientemente T McCarthy (cf. McCarthy, 1994, pp. 44-63). Es
imposible seguir adelante con este tema aquí. Sólo me gustaría hacer la
siguiente observación: la larga experiencia de las agitadas democracias de los
países meridionales de América del Sur les ha enseñado a sus ciudadanos
que la lucha por la vigencia de los derechos humanos no es nunca sólo un
instrumento para la defensa de sus propios derechos civiles, sino que es
también, al mismo tiempo, un objetivo político, que por sí mismo cambia las
estructuras sociales y políticas de la sociedad. En este sentido, puede ser que
el liberalismo universalista y el republicanismo clásico sean sólo dos formas
distintas de mirar la misma realidad. Si consideramos esta realidad como un
sistema institucionalizado de derechos y deberes, basado en unos principios
universales de justicia, adoptamos la perspectiva del ciudadano individual; si,
en cambio, la consideramos como un modelo imperfecto de democracia que
tenernos que mejorar y mantener vivo, entonces adoptamos la perspectiva del
ciudadano activo que concibe la continuidad y el mejoramiento de la
democracia en tanto tal como un bien general. En el primer caso, concebimos
el estado de cosas desde la perspectiva de la razón normativa; en el segundo,
desde la perspectiva de la prudencia, precisamente como la facultad de lo
razonable, que media entre las restricciones de la situación y las normas, por
un lado, y los fines más amplios a los que podemos aspirar para nosotros e

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inspirar a otros para que los elijan y persigan, por el otro. Ambos son usos de
la misma facultad, a saber, la razón práctica en el sentido amplio, que en tanto
tal puede servir de puente entre las dos autonomías del ciudadano moderno
mencionadas anteriormente.

Para concluir, me gustaría poner énfasis en lo que dije al comienzo: que


considero la oposición entre las concepciones universalistas y particularistas de la
ética como la discusión central, en torno de la cual se ordenan los problemas
básicos de la disciplina. A pesar de las diferencias nacionales y culturales, las tres
grandes oposiciones que traté aquí están presentes en toda discusión sobre ética
allí donde podamos encontrar una tradición filosófica separada del pensamiento
religioso, metafísico o ideológico. Esto me parece al menos un claro signo del
universalismo de los problemas que enfrentamos, por más divergentes que sean
las respuestas a ellos.

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Referencias

BARNES, J. (1990), "Aristotle and political liberty", en: G. Patzig (comp.),


Aristoteles' "Politik", Gotinga, Vandenhoeck & Ruprecht.

GARZÓN VALDÉS, E. (1993), Derecho, ética y política,


Madrid, Centro de Estudios Constitucionales.

GUARIGLIA, 0. (1996), Moralidad. Ética universalista y sujeto moral, Buenos


Aires-México, FCE.

HABERMAS, J. (1992), Faktizität und Geltung, Francfort, Suhrkamp. [Trad. cast.:


(1998), Facticidad y validez: sobre el derecho y el Estado democrático de
derecho en términos de teoría del discurso, Madrid, Trotta.]
 (1995), "Reconciliation through the public use of reason: remarks on John
Rawls's Political Liberalism", en: Journal of Philosophy, 92, pp. 109-131.

MCCARTHY, T. (1994), "Kantian constructivism and reconstructivism: Rawls and


Habermas in dialogue", en: Ethics, 105, pp. 44-63.

MUGUERZA, J. (1989), "La alternativa del disenso (en torno a la fundamentación


ética de los derechos humanos", en: G. Peces Barba (comp.), El
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NINO, C. (1989), Ética y derechos humanos, 2ª ed., Buenos Aires, Astrea.

RAWLS, J. (1993), Political Liberalism, Nueva York, Columbia University Press.


[Trad. cast.: (1995), El liberalismo político, México, Fondo de Cultura
Económica.]
 (1995), "Reply to Habermas", en: Journal of Philosophy, 92, pp. 132-180.

TAYLOR, C. (1989), Sources of the Self: the Making of Modem Identity,


Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press. [Trad. cast.: (1996),
Fuentes del yo: la construcción de la identidad moderna, Barcelona,
Paidós.]
 (1991), The Ethics of Authenticity, Cambridge, Massachusetts, Harvard
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Barcelona, Paidós.]
 (1995), Philosophical Arguments, Cambridge, Massachusetts, Harvard
University Press. [Trad. cast.: (1997), Argumentos filosóficos: ensayos
sobre el conocimiento, el lenguaje y la modernidad, Barcelona, Paidós. ]

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WALZER, M. (1985), Spheres of Justice, 2a ed., Oxford, Blackwell.


 (1990), "The communitarian critique of liberalism", en: Political Theory, 18,
pp. 6-23.
 (1994), Thick and Thin: Moral Argument at Home and Abroad, Notre
Dame-Londres, University of Notre Dame Press.

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Citas:

1. Para un desarrollo más amplio, véase el capítulo 5.

2. Traducción al español de J. Marías y M. Araujo, Instituto de Estudios


Políticos, Madrid, 1951, p. 149.

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3. La ética universalista y
los derechos humanos

A Eduardo Rabossi
en homenaje a su septuagésimo
aniversario

§ 1. En las últimas tres décadas del siglo que termina, hemos tomado parte en uno
de los cambios de tendencia más drásticos del que se tenga memoria dentro de
una disciplina en la filosofía contemporánea. Me refiero, por supuesto, al que tuvo
lugar en la ética tanto teórica como aplicada desde los años setenta en adelante.
En efecto, hacia mediados de siglo imperaba todavía un relativismo generalizado,
cuando no un escepticismo metodológico aun más irreductible, que auguraban
para la ética un futuro poco alentador. Mientras la escena filosófica era ocupada
en toda su latitud por la epistemología y sus conexiones con otros campos, como
la filosofía del lenguaje, la lógica, etc., el ámbito tradicionalmente reservado para
la filosofía práctica se consideraba definitivamente ocupado por las nuevas
ciencias sociales, que, liberadas de todo marco normativo, procedían al escrutinio
de las estructuras sociales, económicas y políticas desde una sobria perspectiva
empírica. En esa situación, hasta el propio término tradicional de la filosofía moral,
"ética", parecía haber sido despojado de sus resonancias teóricas para pasar a ser
un rubro de la sociología cultural o de la etnografía.

La restauración de la ética como disciplina filosófica floreciente y productiva


provino del impacto causado por la aparición de una nueva visión, universalista y
cognitiva, de ésta, que restableció su viejo significado, ligado al examen y la
exposición de los principios de justicia y de los derechos y obligaciones que tales
principios imponían a los sujetos humanos, entendidos como personas libres e
iguales. La fecha de publicación de Una teoría de la justicia de J. Rawls quedará,
sin duda, en la historia de la filosofía moral como un hito de donde parte este
nuevo renacimiento de la tradición kantiana –o del "liberalismo kantiano", como
algunos filósofos más bien hostiles a esta tendencia la han bautizado–, que, si
bien impregnada del espíritu de la filosofía del gran ilustrado, debe moverse en los
estrechos límites impuestos por una época posmetafísica. Es éste el punto en el
que se apoyaron, casi simultáneamente con la aparición del universalismo ético,
las corrientes que objetaron desde diversas perspectivas tanto el planteo original
como las pretensiones teóricas de aquél. En efecto, privada de todo apoyo en una
concepción metafísica sea de la razón, del mundo o de la historia, una teoría ética
que busque su justificación ante una audiencia inclinada a descreer de toda forma
de validez intersubjetiva se verá forzada a recurrir aprocedimientos

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argumentativos que apelen a los recursos falibles y limitados de una razón pública,
difusa o enfática –para usar la feliz denominación de C. Pereda–, de la que todos
participamos aun sin tener siempre en claro las reglas gramaticales que la regulan.
Una razón así, se sostiene, ya no puede pretender representar alguna forma de
universalismo, en el estricto sentido del término, sino que resume, al contrario, las
prácticas de solución de controversias y de cooperación más o menos
autointeresada de los ciudadanos de una cultura democrática occidental.

La confrontación entre una concepción universalista y una particularista de la ética


en la actualidad gira, en última instancia, en el modo de consideración de esas
"prácticas" y en su interpretación. Quienes se aferran a una visión particularista
ponen el acento en la enorme variedad de las prácticas morales y jurídicas de las
diferentes culturas humanas, mientras que, como dice Aristóteles, "el fuego arde
[de la misma manera] tanto aquí como en Persia" (EN 1134 b 26). Quienes
sostienen, en cambio, la validez de una visión universalista de la ética insisten,
para tomar otro símil de Aristóteles, en la repetición de una misma práctica en
todas las culturas, por ejemplo, la medición, a pesar de la infinita variedad de los
intercambios de mercaderías y de la diversidad de las medidas que se aplican (EN
1135 a 1-3). Sin dejar de ser fiel al estilo del razonamiento aristotélico, se puede
sostener, en efecto, que la realización de una práctica es una compleja operación
que involucra no solamente propiedades disposicionales, como las virtudes y, en
general, las habilidades requeridas para llevar a cabo actos constitutivos de esa
práctica, sino también aquellos juicios que especifiquen cuáles son las
características que determinan con relativa precisión cómo deben ser las acciones
a realizar para poder ser consideradas como actos propios de la práctica en
cuestión. Justamente ésta era, de acuerdo con la concepción aristotélica, la
contribución de la razón práctica a los actos morales, para lo cual era necesaria la
existencia en los actos mismos de ciertas propiedades generales que la razón
pudiera escoger y almacenar. Ahora bien, es este mismo procedimiento y no otro
el que los filósofos universalistas presentan en la actualidad como la operación
central de una ética cognitiva. Por cierto, se podrá objetar que lo que está aquí en
discusión no es el lado procedimental de la práctica, sino el alcance y el carácter
de las reglas intrínsecas a esa práctica. Hemos dado, sin embargo, un primer paso
si quienes sostienen una posición particularista se ven forzados a admitir que aun
en el caso de las prácticas se requiere un procedimiento con ciertas propiedades
formales, ya que en este caso deberán admitir que para aplicar correctamente una
regla práctica, se deberán aceptar como válidas al menos dos propiedades
metaéticas estrictamente formales, a saber: la universalidad y la consistencia. En
efecto, si yo admito que una acción α es un acto propio de una práctica π, debo
entonces admitir que cualquier otra acción β similar en todos sus aspectos
relevantes a la acción α, debe también ser tenida como un acto propio de esa
misma práctica π. La consistencia me obligará, a su vez, a admitir que si yo
considero moralmente buena la acción a, deberé considerar asimismo buena la
acción β. Ahora bien, independientemente de cualquier otra consideración, la
presencia o no de aquellas dos propiedades formales, universalidad y

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consistencia, definen, a su vez, una característica puramente moral de la conducta


del agente: la imparcialidad. A mi modo de ver, esta forma de comprender las
prácticas se diferencia claramente de la manera particularista de considerarlas
como meras "intuiciones culturales sobre lo que debe hacerse en distintas
situaciones. Dicho compendio se construye mediante una generalización de la
cual pueden deducirse aquellas intuiciones, con la ayuda de proposiciones no
polémicas" (Rorty, 1993, p. 121). En lugar de difusas "intuiciones culturales", el
aprendizaje de una práctica supone el dominio de un procedimiento formal, que
exige disponer de dos metavalores clave de todo procedimiento, la universalidad y
la consistencia, cuya salvaguarda determinará, a su vez, la imparcialidad o la
parcialidad del agente en la aplicación de esa práctica. Se podrá objetar que
existen "prácticas" que no respetan estas propiedades formales sino que cambian
de modo imprevisto, sin dejar por eso de tener vigencia. Debo señalar que no se
trata, en ese caso, de prácticas en el sentido tradicional y usual del término, desde
Aristóteles hasta hoy, sino de estados de excepción, como el que subordinó todo
el derecho alemán anterior a 1933 a la sola voluntad del Führer, que podía
cambiarlo mediante una decisión en todo o en parte de acuerdo con su solo
arbitrio (Neumann, 1967, pp. 67-68). Pero, sin duda, un tal estado nietzscheano de
excepción se coloca de por sí fuera de toda moralidad, de modo que no puede ser
aducido como contraejemplo de ninguna interpretación.

§ 2. De esta defensa del núcleo racional de una práctica podemos extraer algunas
consecuencias que son relevantes para poder afirmar el potencial universalismo
de ciertos principios morales básicos, involucrados en los derechos humanos,
cuya proclamación medio siglo atrás se celebró en el año 2001. La tesis que voy
a defender es la siguiente: la adopción de la serie de derechos humanos
contenidos en la Carta –en especial, aunque no exclusivamente, los así llamados
"de primera generación"– es imposible sin el aprendizaje simultáneo de una
práctica tanto de la defensa como de la aplicación de esos derechos por parte de
los miembros de la comunidad política que los adopta. En esto difiere, en efecto,
la real adopción de la mera declamación. Ahora bien, siguiendo el razonamiento
anterior, mediante el aprendizaje, mediante la aplicación de las reglas implícitas
en la práctica que tiene por finalidad salvaguardar la vigencia y el respeto de esos
derechos, mediante, en fin, la extensión de esos derechos a nuevos casos antes
no previstos o no tenidos como tales, es como se adoptan las reglas de la razón
práctica que permiten crear una urdimbre argumentativa, capaz de basarse
razonablemente en aquellos principios como sostén para sus juicios morales. No
ha sido otra, en definitiva, la experiencia histórica de aquellos países que
incorporaron en sus constituciones desde hace dos siglos en adelante los mismos
principios que en 1948 se incluyeron dentro de los doce primeros artículos de la
Carta internacional de derechos humanos. Tomemos, por ejemplo, el artículo 1°
de la Declaración, cuya primera parte dice así: "Todos los seres humanos nacen
libres e iguales en dignidad y derechos". La introducción de este principio de
igualdad entre los miembros de una misma sociedad en las constituciones
democráticas es mucho más reciente que el principio que garantiza la libertad de

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creencia, de expresión y de prensa, que podemos tomar como un principio


paralelo. En la Constitución argentina obtiene una formulación adecuada por
primera vez en el artículo 16° de la versión sancionada en 1853, que dice así: "La
Confederación Argentina no admite prerrogativas de sangre, ni de nacimiento; no
hay en ella fueros personales, ni títulos de nobleza. Todos sus habitantes son
iguales ante la ley, y admisibles en los empleos sin otra consideración que la
idoneidad". Como es sabido, no hay nada parecido en las diez primeras
enmiendas de la Constitución de los Estados Unidos, esto es, en el famoso Bill of
Rights, y se debió esperar hasta después de la guerra civil para sancionar en
1868 la 14ª enmienda que declara a todas las personas nacidas o naturalizadas
en los Estados Unidos ciudadanos con igual protección de la ley. Aun así, en
ambos países debió transcurrir bastante tiempo hasta que situaciones que hoy no
vacilaríamos en tachar de flagrantes ofensas a ese principio, como por ejemplo la
segregación racial en las escuelas o la no admisión de las mujeres al voto, fueran
consideradas de esa manera, es decir, como casos a los que había que extender
la prescripción constitucional. ¿Significa esto que una misma sociedad ha pasado,
sin advertirlo, de una conciencia particularista y restringida de la validez y vigencia
de sus principios constitucionales a una concepción universalista, más vasta e
irrestricta en sus alcances? ¿O se trata, más bien, del fenómeno inverso, a saber,
que un principio moral sustantivo de carácter universal, cuya formulación es
necesariamente abstracta, tiene en el comienzo una aplicación restringida pero –
dado que constituye intrínsecamente un principio no completivo– cuya
interpretación está sujeta a la dinámica interna de una sociedad, a los
movimientos propios de una democracia, en la que surgen todo el tiempo nuevos
actores solicitando un igual reconocimiento, que el principio, prima facie,
sanciona?

Esta última interpretación es la que una concepción universalista privilegia,


porque la considera la más adecuada para dar cuenta del nuevo hecho histórico,
tanto político como social, en el que estamos inmersos, a saber, el de la
consolidación del "fenómeno de los derechos humanos", como lo ha llamado E.
Rabossi, el cual ha alcanzado ya una dimensión planetaria difícilmente reversible
en el plano normativo. La primera, en cambio, que considera a cada sociedad
encerrada en los límites de su propio lenguaje y de su misma cultura, ha sido
defendida por los diversos comunitarismos, tanto angloamericano como
latinoamericano, y también desde una posición un tanto diferente, positivista en el
sentido jurídico o pragmatista, que es la que ha sido sostenida de un modo
enérgico y consistente por E. Rabossi desde hace más de una década, al menos
desde 1987, año en que la escuché por primera vez en el Coloquio Alemán-
Latinoamericano realizado en Lima (Rabossi, 1991, pp. 198-221). Recientemente
esta posición ha ganado un aliado de fuste, Richard Rorty, aunque en algunos
aspectos un tanto incómodo, pues, como veremos, algunas de las consecuencias
que él extrae de la tesis de Rabossi son, en el fondo, excesivas y, en el extremo,
insostenibles.

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Sin duda, ambas posiciones le asignan una misma importancia a la nueva cultura
planetaria de los derechos humanos. La cuestión donde surgen las diferencias
entre ellas consiste en la interpretación del nuevo fenómeno: ¿se trata solamente
de la positivación de ciertas intuiciones morales que se fueron forjando a lo largo
de dos siglos desde la Ilustración especialmente en Europa y en los Estados
Unidos, las que, una vez transformadas en derecho positivo, tornan obsoleto todo
intento filosófico de fundamentación, como sostienen Rabossi y Rorty? ¿O, se
trata, en cambio, de "derechos morales", como los denominó a mi juicio
acertadamente Carlos Nino, es decir, de derechos subjetivos que aseguran
determinadas garantías básicas a los individuos como tales y forman un cerco
protector en torno a ellos, el "coto vedado" según la feliz expresión de E. Garzón
Valdés, al que los otros tienen la obligación de respetar? Si se acepta que se trata
de derechos morales, se sigue que ellos mismos deben ser considerados como
enunciados de principios morales sustantivos, ya sea de manera explícita o por
suposición de otros principios morales, cuya validez todos implícitamente
reconocemos. En consonancia con el procedimiento de extensión de una práctica
que expuse al comienzo, no hay, a mi modo de ver, dificultad alguna en conciliar
la interpretación de los derechos humanos básicos como principios morales
sustantivos y su aplicación jurídica por parte de los tribunales, en especial por
aquéllos internacionales, como el de San José de Costa Rica, creados para
decidir en las cuestiones contenciosas sobre la aplicación de esos derechos que
los tribunales nacionales, precisamente por estar más limitados por tradiciones y
culturas jurídicas particulares, no están dispuestos a reconocer. Un procedimiento
similar ha sido recientemente defendido por R. Dworkin bajo el título "The moral
reading of the constitution", como el que habitualmente aplican los jueces de la
Corte Suprema de los Estados Unidos cuando se trata de decidir casos
controvertidos en los que están en juego principios morales sustantivos, como los
enunciados en la 1a o en la 14ª enmienda (Dworkin, 1996, pp. 7 y ss.).

¿Qué nos ofrecen como alternativa a la interpretación universalista los filósofos


relativistas, sean comunitaristas, como Michael Walzer, o pragmatistas, como
Richard Rorty? Lo que ambos consideran como posible es solamente una
paulatina convergencia entre la cultura nordeuropea y la norteamericana con las
de otras regiones más distantes y de características más exóticas, sobre la base
de una aproximación fáctica, sujeta a tanteos, negociaciones y deseos amigables
de las partes, aun cuando a ambas les sea imposible compartir ni los juicios ni las
evaluaciones profundas que las motivan para esa aproximación. Walzer, por
ejemplo, ha sostenido que existen dos visiones morales –una culturalmente densa
que comprende nuestras concepciones profundas y las esferas de nuestros bienes
religiosos, sociales, culturales y políticos, de acuerdo con los cuales desarrollamos
nuestras vidas, y otra tenue y minimalista–, que podemos compartir con otras
culturas y otros pueblos, pero que de hecho sólo se solapan en determinados
momentos cruciales, como la caída de los regímenes comunistas de Europa
oriental, aunque nunca sobre la base de convicciones comunes, ya que éstas
tienen sus raíces en la narrativa de la propia historia y son por ello intraducibles

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(cf. Walzer, 1994, pp. 1-19). Con un talante similar, Rorty asegura que el
relativismo cultural no vacila en proclamar que "nuestra cultura de los derechos
humanos, la cultura con la cual nos identificamos en democracia, es moralmente
superior a otras culturas. [...] El relativismo cultural se asocia con el irracionalismo
debido a que niega la existencia de hechos transculturales moralmente relevan-
tes"; si bien él debilita, de inmediato, esta afirmación señalando que este
"irracionalismo" no debe ser entendido como el abandono de toda coherencia
interna en el sistema de creencias que uno sostiene, termina por manifestar que
"nosotros los pragmatistas argumentamos a partir del hecho de que la emergencia
de la cultura de los derechos humanos no parece deber nada al incremento del
conocimiento moral y en cambio lo debe todo a la lectura de historias tristes y
sentimentales" (Rorty, 1993, pp. 121-123).

Confieso que no alcanzo a comprender la conexión intrínseca que puede haber


entre las historias tristes y sentimentales y la exposición clara y precisa del sobrio
esquema de derechos garantizados por la Declaración. De hecho, dos culturas
que poseían una admirable literatura de obras tristes y sentimentales, la alemana
y la rusa, produjeron en el presente siglo las mayores violaciones de los derechos
humanos en toda la historia de la humanidad. Por otra parte, muchas culturas en
las que no existe un pensamiento secular independiente de la religión, como la
china, la islámica o la india, fueron incapaces de engendrar una concepción de
derechos básicos semejante a la de los derechos humanos desde el interior de su
propia vida moral densa. En otras, como la católica, la lucha entre el pensamiento
liberal y el fundamentalismo religioso, contrario a un esquema de libertades como
el prescrito por los derechos en la Carta, es parte, todavía, de la experiencia
histórica que hemos vivido en un pasado reciente. Más aún, países como
Argentina, Chile y Uruguay, en los que el sistema básico de principios y derechos
individuales establecidos por la Carta era parte de su constitución desde
mediados del siglo XIX, pudieron retornar a la vigencia irrestricta de estos
derechos brutalmente cercenados sólo mediante la coerción externa de una
opinión pública mundial moralmente ofendida por la magnitud de los crímenes
cometidos por los gobiernos militares de facto en esas naciones.

Resumiendo, el "bien" se dice de muchas maneras, como señaló Aristóteles hace


dos milenios y medio, y no es fácil ver de qué modo los significados particulares
del bien y los valores asumidos como propios por cada cultura pueden fundirse en
una concepción comprensiva y al mismo tiempo neutral de derechos que procuran
abarcar de igual forma esa amplia gama de significados diferentes de la buena
vida.

§ 3. Por cierto, no puedo abandonar el tema de la ética universalista y los


derechos humanos sin tocar, al menos de un modo general y esquemático, el
punto álgido de las minorías culturales, sean étnicas o religiosas, y de su relación
con el Estado liberal democrático. La primera dificultad que presenta este
espinoso tema consiste precisamente en poder plantearlo de manera que no se

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transparente ya en ese planteo la visión universalista o particularista de quien lo


hace. Recurro, entonces, a la reconocida imparcialidad de nuestro lamentado F.
Salmerón, quien presentó con su habitual rigor los términos del problema en uno
de sus últimos trabajos: su contribución sobre "Ética y diversidad cultural" a la
Enciclopedia iberoamericana de filosofía. Dice él allí lo siguiente:

a las nociones de autonomía y dignidad personal se asocia además la


convicción [...] a favor de la completa libertad de cada uno para elegir
los ideales de la vida y su propio camino de perfección en la esfera
privada. Y el Estado queda limitado a asegurar, de manera imparcial, el
derecho de todos para pensar y actuar según cada uno lo crea
necesario, en vista a realizar una vida buena con todas sus virtudes.
[...] Un segundo concepto [...] es el concepto de identidad en su
aplicación a las personas, que por supuesto viene ligado al significado
moral de éstas y es, a la vez, inseparable de la cultura democrática [...]
La identidad comprende toda la vida del sujeto como entidad física y
mental, con su capacidad reflexiva y su relación con las otras personas
desde el interior de una tradición cultural en su concreción (Salmerón,
1996, p. 75).

De esta forma, Salmerón pone frente a frente los dos ideales de la buena vida
que en el último tiempo han sido considerados los polos de una singular tensión.
En efecto, como añade Salmerón, "[die la misma manera que la idea de dignidad
hizo surgir una política de la igualdad, la de la identidad dio origen a una política
de la diferencia, que obliga al reconocimiento de identidades únicas, no
solamente de individuos sino de entidades colectivas" (Salmerón, 1996, p. 74).

Los dos ideales de vida que Salmerón contrapone como la alternativa que se le
abre al sujeto moral en el mundo moderno han sido denominados, por una parte,
el ideal de autonomía, propio del ciudadano sujeto de derechos de una sociedad
democrática, y, por la otra, el ideal de autenticidad, que enfatiza las
peculiaridades de la tradición, de la cultura, de las nacionalidades y, por fin, hasta
de la propia singularidad de cada individuo, la que resume una manera irrepetible
de vivir la propia vida (Taylor, 1991; Villoro, 1994; Thiebaut, 1998). En un trabajo
reciente (véase el capítulo 5), he recorrido algunos de los recovecos de esta
intrincada cuestión, que no puedo discutir aquí con la extensión debida. Me
limitaré, pues, a presentar escuetamente mi posición al respecto. Mi visión del
tema comienza por distinguir dos significados distintos de "autonomía" –a saber,
la autonomía postulada y la autonomía realizada– que habitualmente son
confundidos. La autonomía postulada es la que atribuimos a todo miembro de la
sociedad, cada uno de los cuales tiene interés en defenderla tanto para sí como
para los otros miembros a través de la vigencia de los principios y derechos
fundamentales que se comprometen a respetar. No se trata, pues, de ningún ideal
específico de autorrealización, sino de una noción abstracta de persona, como
soporte de ciertos derechos básicos. Desde este punto de vista, la autonomía

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postulada contiene sólo un concepto indeterminado de la subjetividad, en el que


únicamente tiene cabida un conjunto limitado de derechos a los que ésta puede
aspirar en las condiciones de una sociedad moderna y democrática. Así
considerada, es solamente una concepción general de la autonomía, que, como
tal, cesa tan pronto precisamos sus diferentes y múltiples particularidades. Por
eso mismo es postulada, y tiene validez aun contra fácticamente, es decir, aun en
el caso de aquellos que no están en condiciones de hacerla respetar, como, por
ejemplo, un enfermo en estado de coma. La autonomía realizada, en cambio, es
indudablemente un ideal de autorrealización, que indica de modo positivo cómo
es posible llevar a cabo las aspiraciones propias de todo ser racional a la felicidad
y a la perfección, en el sentido de la plenitud de las propias capacidades
intelectuales y disposiciones del carácter. El ideal de autenticidad no es más que
una de las maneras de llevar a cabo las aspiraciones de autorrealización, cuyo
logro dependerá en cada caso de las condiciones en las que se lleva a cabo y de
las metas que se propone. Sin embargo, con esta distinción queda claro a mi
juicio que todos estos ideales, individuales o colectivos, de autorrealización
presuponen la vigencia previa tanto lógica como normativamente de la autonomía
postulada, que es la que les confiere la necesaria garantía para poder desarrollar
sus propios modos de vida, razón por la cual no pueden apelar, en favor de la
obtención de estos fines, a unos principios que, como señala Garzón Valdés, no
puedan ser compartidos por todos los agentes o requieran anular la calidad de
individuos de éstos (Garzón Valdés, 1993, p. 527).

Para concluir, la visión de la ética universalista que he pretendido ofrecer es


inseparable del nuevo fenómeno mundial de los derechos humanos, entendido
como la extensión paulatina de prácticas y principios que garanticen la validez
irrestricta de una autonomía postulada para todos los habitantes del planeta.
Enunciar esto último equivale a subrayar simultáneamente cuán distante se
encuentra este reino ideal de fines de la realidad actual del mundo. Pero
precisamente la reivindicación de sus antiguos dominios por parte de la ética ha
buscado reservar para ésta aquello que es intrínseco a la razón normativa, a
saber, la formulación de un futuro posible y equitativo para el género humano.

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4. ¿Qué nos pueden enseñar


los estoicos y Kant sobre el
valor de los valores?

§ 1. En un extenso e interesante pasaje del libro Contra los eticistas, Sexto


Empírico nos expone la doctrina estoica mediante la cual se hace una división
entre el sentido de los términos que expresan "bondad", "indiferencia" y
"preferencia" en el ámbito moral. A continuación, cito las partes más relevantes de
esta exposición:

[Los estoicos] suponen que el término "indiferente" se dice de tres


maneras distintas: en un sentido, se aplica a aquello que no provoca ni
atracción ni repulsión, como por ejemplo que el número de [...] los
cabellos en nuestra cabeza sea par o impar; en otro sentido, se aplica a
aquello que despierta atracción o repulsión pero no más para una que
para otra cosa del mismo género, como por ejemplo en el caso de dos
monedas de un dracma, que no se distinguen entre sí ni por su cuño ni
por su brillo. [...] En tercer y último lugar, dicen que "indiferente" es
aquello que no contribuye ni a la felicidad ni a la infelicidad, e
indiferentes en este sentido dicen que son la salud y la enfermedad y
todo lo referente al cuerpo y la mayoría de las cosas exteriores, porque
ellas no tienden ni a la felicidad ni a la infelicidad. En efecto, aquello que
es pasible de ser usado bien o mal será indiferente, y mientras que uno
siempre usa bien la virtud y mal el vicio, uno puede usar la salud y las
cosas del cuerpo unas veces bien y otras mal, por lo cual éstas serán
indiferentes. También agregan que algunas de las cosas indiferentes
son preferidas, otras postergadas y otras más, por último, ni preferidas
ni postergadas: "preferidas" son, pues, aquellas que tienen suficiente
valor, "postergadas", aquellas otras que tienen suficiente disvalor, por
último, ni preferidas ni postergadas son cuestiones como, por ejemplo,
extender o contraer el dedo. Los estoicos ordenan dentro de lo preferido
la salud, la fortaleza, la belleza, la riqueza, la reputación y todo lo
semejante; dentro de lo postergado, la enfermedad, la pobreza, el dolor
y todo lo semejante (Sexto Empírico, Contra los eticistas, 59-63).

Los dos pilares que sostienen la ética estoica fueron las dos tesis siguientes: (1)
moralmente buenas son solamente las acciones de acuerdo con la virtud y
moralmente malas son las acciones contrarias a éstas; (2) el ejercicio de la virtud
moral, y solamente él, constituye y garantiza una vida feliz. Como consecuencia
de estas dos tesis, todos los demás bienes, como los externos o los que
corresponden a la salud y la configuración del cuerpo, dejaron de ser
considerados "bienes" en sentido estricto para convertirse en "indiferentes". En

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realidad, se trató de una distinción que introducía una diferencia de grado más que
una división categorial dentro de la clasificación aristotélica de los bienes, la cual
solía distinguir entre bienes exteriores, del cuerpo y del alma, subordinando
claramente los dos primeros a los últimos. Pese a ello, la restricción estoica del
significado de "bondad" exclusivamente a los actos virtuosos, que a su vez
provenían sólo del uso de la razón, fijó por primera vez de un modo neto los
límites de la calificación moral, distinguiéndola de todo aquello que dependía, en
última instancia, de circunstancias o contingencias externas, sujetas a la variación
fortuita de las causas del mundo natural o del azar.

Por cierto, la metafísica estoica que otorgaba una garantía firme a la prudencia del
sabio aseguraba que éste tenía acceso al lógos que gobernaba al universo y se
guiaba por él en sus elecciones, de manera que sus juicios morales gozaban de
una especie de infalibilidad. De este modo, la virtud en la conducta del sabio y la
ley divina que regía el mundo estaban en una relación de correspondencia; como
consecuencia, no cabían dudas, al menos para el sabio, sobre lo que era
moralmente correcto o moralmente repudiable. A la inversa, fuera de estos rígidos
márgenes se abría un ancho espacio para la acción que, en última instancia, se
regía por "preferencias" razonablemente fundadas. A todas las acciones y estados
de cosas del cuerpo o de las pertenencias exteriores, sea de orden intelectual,
como la fama, o de orden material, como la riqueza, los estoicos los consideraron
"indiferentes".

Como ya nos muestra el texto citado de Sexto Empírico, hay una diferencia clara
entre tres niveles de indiferencia: (A) las acciones o cosas que no provocan ni
atracción ni repulsión; (B) las que provocan genéricamente atracción (o
repulsión), pero son indiferentes entre sí (ejemplo de las dos monedas
semejantes); y, por último, (C) aquellos estados del cuerpo o de las pertenencias
que provocan atracción o repulsión natural. En efecto, dado que estos últimos se
correspondían con un impulso o una repulsión en el agente, su satisfacción
constituía lo que los estoicos llamaron "un acto debido". Como consecuencia, las
cosas indiferentes obtuvieron un status ambiguo en la ética estoica, que dio lugar
a numerosas controversias desde la Antigüedad, especialmente con respecto a la
relación entre, por un lado, los actos debidos o apropiados (kathêkonta) y, por el
otro, los indiferentes de la especie "preferidos". En efecto, las fuentes nos
reportan la existencia de un criterio para distinguir entre indiferentes valiosos y
disvaliosos, que se basa en su función "según la naturaleza" o "contra la
naturaleza".

Unas cosas son según naturaleza, otras contra naturaleza, y otras no


son contra naturaleza ni según naturaleza. Ahora bien, cosas de esta
índole son según naturaleza: salud, fuerza, el buen funcionamiento de
los órganos de los sentidos y cosas similares; contra naturaleza, en
cambio, son cosas de este tipo: enfermedad, debilidad, una mutilación
y cosas como éstas; [...] Y dicen que el argumento relativo a estas

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cuestiones se hace a partir de cosas primeras según naturaleza y


contra naturaleza, ya que lo diferente y lo indiferente se encuentran
entre lo que es dicho respecto de algo. Porque, afirman, aunque
llamáremos indiferentes a las cosas corporales y a las cosas
exteriores, afirmamos que ellas son indiferentes con respecto al vivir
con decoro (aquello en lo cual, precisamente, se da el vivir con
felicidad), pero no, por Zeus, con respecto al hecho de estar en
concordancia con la naturaleza, ni en relación con el impulso (hormé)
ni con la repulsión (aphormé) (Estobeo, 11 79, 18-80, 13 [LS, 58c]).

Todas las cosas según naturaleza son objeto de aceptación (léptá), en


tanto que todas las cosas contrarias a la naturaleza no son objeto de
aceptación (Estobeo, 11 82, 20-21).

Todas las cosas según naturaleza tienen valor (axía) y todas las cosas
contrarias a la naturaleza, disvalor (apaxía) (Estobeo, II 83, 10-11)
(traducción de M. Boeri, 1998, p. 196-201).

Entre los indiferentes preferidos están, pues: (1) en primer lugar, aquellos que
son según naturaleza y corresponden a un impulso. Por lo tanto, es de suponer
que los estoicos entienden por éstos aquellas cosas hacia las que tendemos
desde que nacemos o en nuestra primera infancia (alimento, abrigo, cuidado,
etc.) comprendidas en su conjunto como medios de preservación de sí. Como se
ve, no existe aquí reflexión o elección, sino meramente hormé, es decir, un
impulso que precisamente es un "móvil" de la obtención del objeto exterior al
que tiende. (2) En un nivel superior se encuentran los indiferentes considerados
valiosos, ya que aquí aparece un juicio que atribuye o niega una estimación a la
cosa que se nos presenta como móvil del impulso. Esta estimación del objeto de
la acción no es, aún, moral, pero tiene un carácter prescriptivo, a fin de ordenar
convenientemente nuestros actos, considerados debidos en relación con la
naturaleza (kathêkonta: "aquello que una vez realizado comporta una justificación
razonable" [Estobeo, II 85, 13 = SVF, III, 494 = I.S. 59B]). Estas reglas de
comportamiento suelen expresarse como imperativos de conducta ("¡harás
esto?, ¡evitarás eso otro?") que están dirigidas al hombre común (es decir, no al
sabio) a fin de que éste encuentre en ellas la ayuda necesaria para conducir su
vida hasta que él mismo esté en condiciones de dirigirla (Séneca, Ep. 94, 50-51).
(3) En el último nivel encontramos aquellas cosas de acuerdo con la naturaleza
que no solamente son el principio de los actos apropiados sino que constituyen,
especialmente, la materia de los actos virtuosos (Plutarco, De comm. not., 23,
1069 e = SVF, III, 491). De este modo, los actos debidos pasan a ser actos
rectos (katórthoma), realizados a partir de una disposición del espíritu para
seleccionar y resolverse por esa acción como un fin en sí misma porque ésta
constituye una manifestación de la virtud. Las cosas indiferentes como tales, por
lo tanto, solamente tienen el valor que les confiere el ser producto de una
elección (Plutarco, De comm. not., 26, 1071 a-b).1

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§ 2. Es suficiente lo expuesto hasta aquí para hacer evidente la línea de


argumentación que los estoicos impusieron a la ética y que, en condiciones
profundamente transformadas por el nacimiento de la ciencia natural moderna,
retomó Kant hace poco más de dos siglos al publicar la Fundamentación. Es esta
misma distinción la que tendido a desaparecer por causa de la ilimitada expansión
del significado del término "valor" o, en plural, "valores", que ha tenido lugar desde
fines del siglo XIX hasta el presente. Curiosamente, la corriente que contribuyó en
mayor medida esta "inflación" de su significado fue posiblemente el neokantismo
del sur, especialmente H. Rickert, quien intentó fundamentar una teoría del
conocimiento, en especial de la historia y de las ciencias sociales, recurriendo a la
existencia de "valores objetivos" anclados en la razón práctica. Max Weber, quien
siguió a Rickert en su epistemología de las ciencias sociales, dio el paso definitivo
al declarar –probablemente bajo la influencia de Nietzsche– la relatividad de todos
los valores, incluso los epistemológicos. Fue la sociología funcionalista de Talcott
Parsons la que, recibiendo a su manera la perspectiva weberiana, terminó
vaciando al término de todo significado referencial para transformarlo en un
término operacional: "[u]n valor es una concepción, explícita o implícita, propia de
un individuo o característica de un grupo, de la desiderabilidad que influencia la
selección de las formas, de los medios y de los fines de la acción".2 El relativismo
actual del sentido, que puede albergar cualquier orden de preferencias en la
selección de los fines de la acción, tanto individual como colectiva, es una
consecuencia de este paulatino vaciamiento normativo.

Al retomar una clasificación como la propuesta por los estoicos, mi primer interés
se orienta hacia una recuperación de un sentido consistente del término. La
restricción del uso de preferidos –y, en ese sentido, condicionalmente "valiosos",
exclusivamente para aquellas acciones o estados de cosas que, siendo
moralmente indiferentes, responden a una necesidad según la naturaleza,
mientras que las acciones morales en sentido estricto quedan fuera y más allá
tanto de las preferencias como de las inclinaciones contrarias– establece una
separación radical entre lo que se debe hacer en cumplimiento de actos morales,
que son fines en sí mismos y, como tales, incondicionados, y lo que se tiene que
hacer de acuerdo con un juicio estimativo o de preferencia. En efecto, los
estados de cosas valiosos son siempre condicionados y relativos, de modo que
dependerán siempre de un juicio que proveerá "una justificación razonable". L.
Becker, en su reciente defensa del estoicismo, define esta relación de la
siguiente manera: "El entrenamiento estoico tiende a inculcarnos una fuerza
motivadora categórica para los juicios normativos que se basan en una
cláusula del tipo 'consideradas todas las cosas', de modo que la fuerza
motivadora de los juicios evaluativos de otra especie cede en situación de
conflicto ante los juicios normativos [del primer tipo]".3

A su vez, como lo muestra el texto de Estobeo, las cosas valiosas, en la medida


en que dependen de juicios evaluativos, necesariamente tendrán un valor en
relación con el fin o plan último que cada uno establezca para su vida. Este fin

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incondicionado era para el estoicismo, como para toda la ética antigua, la felicidad,
aunque en este caso lo que ellos entendían bajo ese término está muy lejos de lo
que nosotros podemos imaginar. Quizás el mejor correlato actual para este
concepto sea el de la "concepción estoica de la buena vida", ya que esta
denominación más neutra se corresponde con los dos criterios necesarios y
suficientes que ellos daban para esta situación: (1) actuar según la virtud y (2)
obtener la tranquilidad del alma que esto nos proporciona.

§ 3. Como recordé antes, algunos de los aspectos más destacables de la ética


estoica fueron retomados por Kant en la elaboración de la filosofía moral que
desarrolló a lo largo de su vida. A mi juicio, encontramos un claro paralelo de la
distinción estoica en la división de los deberes perfectos e imperfectos que Kant
establece en la Metafísica de las costumbres, sustituyendo y, de ese modo,
implícitamente enmendando la que él mismo había propuesto en la
Fundamentación una década atrás.4 Especialmente en la "Introducción a la teoría
de la virtud" (secciones VI y VII) se explaya Kant en detalle sobre el principio de
esta distinción: el imperativo categórico formulado como principio del derecho
exige que la acción sea de tal forma que la máxima de ella pueda valer al mismo
tiempo como ley universal, de manera que el deber jurídico que de allí surge
impone restricciones clara y precisamente determinadas a la acción, pero deja los
fines de la máxima y por lo tanto de la acción particular librados al arbitrio del
agente. Tales son los deberes perfectos.5 El principio supremo de la teoría de la
virtud es, en cambio, el siguiente: "actúa de acuerdo con una máxima de los fines
tales que proponérselos pueda ser para cada uno una ley universal" (MS, p. 526).
Dado que no se trata aquí de la determinación de la acción misma, sino de los
fines que deben ser deberes a priori y que, por ello, no son los que naturalmente
tenemos sino los que deberíamos tener, tanto asumirlos como tales como llevarlos
efectivamente a cabo corresponde al dominio de lo subjetivo y contingente, ya que
no se pueden determinar por anticipado las oportunidades ni los medios para
realizarlos. Éstos son, pues, los deberes puramente éticos, y, dada la
indeterminación material que los afecta, deberes imperfectos o meritorios (MS, pp.
520 y ss.).

Sobre la base de esta distinción, Kant introduce las siguientes valoraciones: el


cumplimiento de una acción de acuerdo con el deber jurídico es = 0, esto es,
carece de mérito o valor; la omisión de un deber de virtud, es decir, la no
realización de un deber imperfecto o meritorio es también = 0, ya que no es
imputable al sujeto no llevar a cabo actos meritorios; la realización, por último, de
un deber imperfecto o de virtud conlleva un valor positivo, dado que a + 0 = a, con
la condición, por cierto, de que la acción meritoria no sea, realizada con vistas a la
obtención de ese mérito sino por la simple voluntad de llevar a cabo los fines a
priori.6 De este modo se evidencian los puntos de contacto entre la doctrina
estoica y la teoría kantiana: valor moral solamente poseen los actos rectos
(katórthoma) según los estoicos y las acciones realizadas en cumplimiento de
deberes imperfectos de acuerdo con Kant. Los actos debidos (kathêkon) de

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acuerdo con los estoicos y los deberes perfectos o jurídicos (officia juris) según
Kant no tienen valor moral ni positivo ni negativo, y en ese sentido constituyen el
ámbito de las acciones indiferentes, en el que se abre la posibilidad de establecer
órdenes de preferencia de acuerdo con los fines individuales que cada agente se
proponga. Por último, los actos contrarios a los deberes perfectos tienen un
disvalor moral absoluto que sólo puede ser compensado por la pena que equilibre
ese disvalor, de manera que la ecuación completa dé como resultado nuevamente
O (-a + a = O).

Hace aproximadamente unos quince años, C. Korsgaard, basándose


fundamentalmente en el modo de concebir los fines últimos por parte de
Aristóteles y de Kant, propuso denominar "racionalista" a una cierta concepción
de los valores. La visión racionalista propuesta por ella intenta mediar entre dos
posiciones tradicionales, la subjetivista, que hace depender los valores
exclusivamente de los deseos, y la objetivista, que los atribuye a propiedades
intrínsecas de los objetos. La teoría racionalista sostiene, en cambio, que "un
objeto o estado de cosas es bueno si existe, prima facie, una razón práctica
suficiente para realizarlo o producirlo"7. Tengo amplias divergencias con la
reconstrucción de la filosofía práctica aristotélica que Korsgaard propone en
este ensayo, y también en algunos puntos con su interpretación de la
ética kantiana, la que en este trabajo se limita a los dos libros
metodológicos, la Fundamentación y la Crítica de la razón práctica,
dejando de lado precisamente la obra en la que Kant expone su doctrina
de los fines, esto es, la Metafísica de las costumbres. Sin embargo,
coincido en que la concepción racionalista de los valores, tal como ésta
se presenta en la ética aristotélica de la virtud, en la teoría ética de los
estoicos y en la filosofía kantiana del derecho y de la ética –todas las
cuales establecen la supremacía de ciertos fines incondicionados sobre
todos los demás, contingentes y sujetos al arbitrio–, es la única
concepción que podemos razonablemente sostener en la filosofía moral.

§ 4. Antes de concluir este capítulo, me gustaría adelantarme a una posible


objeción escéptica, propia de los tiempos que corren, que sería más o menos
así: "Pues bien, aceptemos que la propuesta de los estoicos o la de Kant, en sus
propios términos, hayan sido razonables y consistentes; sin embargo, ¿de qué
nos sirven a nosotros estas distinciones, nosotros que ya no podemos creer,
como los estoicos, en una ley natural que gobierne al universo y la conducta de
los hombres, ni, como Kant, en un derecho natural fundado en una metafísica
racional a priori; nosotros, por último, para quienes la felicidad consiste, a lo
sumo, en el goce efímero que nos proporciona un deseo satisfecho y que dará
lugar inevitablemente en breve tiempo al dolor de un nuevo deseo insatisfecho?".

Mi respuesta, necesariamente concisa, es la siguiente: sin duda, carecemos hoy


de un derecho natural, pero hemos ido recreando desde hace medio siglo un
conjunto de principios morales y jurídicos considerados institucionalmente

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universales, que en la actualidad nadie se atreve abiertamente a rechazar, ni


siquiera aquellos que los violan solapadamente: los derechos humanos. Éstos se
han constituido en nuestro nuevo derecho natural, que ha ido invadiendo las
morales particularistas de las diversas culturas y los ordenamientos institucionales
nacionales, otrora considerados soberanos, homogeneizándolos en la selección y
en la extensión de ciertos derechos fundamentales que todos los estados se
comprometen a garantizar. Admitiendo que los juicios basados en principios
universales tienen un carácter categórico, los juicios valorativos deberían
restringirse a establecer preferencias fundadas, en referencia y en relación con
fines incondicionados. Por cierto, no es admisible imponer modos de buena vida a
los individuos en su búsqueda de planes de vida propios, pero sí es no sólo
posible sino también indispensable establecer algunas de las condiciones
necesarias para que cada uno esté capacitado para proponerse, proyectar y
realizar su propio plan de vida autónomamente. He defendido en otra parte la tesis
de que este fin constituye una concepción formal del bien, que puede ser
universalmente propuesta (véase el capítulo 6, título II).8 Se podría objetar que
una tesis como ésta conduce a alguna forma de perfeccionismo. A mi juicio, esa
objeción es infundada, porque proponer condiciones generales que deben ser
satisfechas para que alguien actúe autónomamente no es equivalente a dictarle a
nadie cómo debe actuar, una vez alcanzada la necesaria autonomía. Sin embargo,
si se me reprochara que sostener que es fundamental una educación orientada a
desarrollar en cada sujeto humano sus capacidades para deliberar y actuar por sí
mismos es una forma de perfeccionismo, estoy dispuesto a admitir que se trata de
un moderado ideal perfeccionista basado en las capacidades humanas,
comenzando con la razón, sin el cual no existe posibilidad alguna de buena vida,
al menos en los términos en que debemos entenderla dentro de una tradición
como la kantiana.

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Texto: “Una Ética Para el Siglo XXI”
Aut.: Osvaldo Guariglia

Citas:

1. El tema de los indiferentes o intermediarios es especialmente controvertido.


La interpretación que he ofrecido sigue de cerca la propuesta por Kidd,
1971, pp. 155 y ss. Sobre toda relación entre la estimabilidad de los
indiferentes. la virtud, es importante la discusión de White, 1990, 43 y ss.

2. Parsons y Shils, 1951, p. 395.

3. Becker, 1998, p. 14.

4. Cf. Kersting, 1983, pp. 404 y ss., y 1993, pp. 187 y ss.

5. MS, pp. 519-520 (ed. Weischedel).

6. Cf. Kant, XIX, p. 96, ref. 6585; p. 261, ref. 7165; MS, p. 520 (ed.
Weischedel); Kersting, 1993, p. 186.

7. Korsgaard, 1986, p. 487.

8. Cf. Guariglia, 1996, pp. 187 y ss. Al respecto, véanse ahora las discusiones
de Ferraro, pp. 255 y ss., y de Bertomeu y Vidiella, pp. 297 y ss., ambas en
Bertomeu, Gaeta y Vidiella, (comps.), 2000.

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5. Identidad, autonomía
y concepciones de
la buena vida

§ 1. Desde el advenimiento de la modernidad existe una concepción del sujeto


autónomo como un ser que se determina a sí mismo, en primer lugar asumiendo
su propia existencia fáctica como una existencia limitada que tiene que vivirse, y
luego como un Si mismo que debe buscar y hallar su propia identidad en su
historia y en la vida compartida con otros sujetos. He desarrollado los aspectos
más característicos de esta constitución del sujeto moral en el libro Moralidad,1 de
modo que es innecesario repetir aquí lo ya expresado en esa obra. La cuestión
reside, sin embargo, en otro punto, estrechamente conectado con la génesis y la
constitución de este sujeto moderno. En efecto, a partir de la coincidencia sobre
las propiedades que lo determinan por oposición a los miembros de sociedades
tradicionales o jerárquicas, se han desarrollado dos corrientes distintas de
interpretación del sujeto práctico, que a grandes rasgos se pueden identificar así:
la primera, que ponle el acento en el eje diacrónico de la formación del sujeto
moral, está centrada básicamente en la hermenéutica contemporánea que pasa
por la concepción de la autobiografía en W. Dilthey, el análisis existencial de
Heidegger y el método interpretativo de Gadamer, y desemboca en la actualidad
en la concepción de la unidad narrativa del sujeto, desarrollada paralelamente por
C. Taylor2 y P. Ricoeur3; la segunda, que pone el acento en el eje sincrónico de la
constitución del sujeto moral, estuvo formada originalmente por los teóricos
fundadores de la sociología E. Durkheim y G. H. Mead, del psicoanálisis, S. Freud,
y de la psicología cognitiva, J. Piaget, y alcanza en la obra de L. Kohlberg,4
Habermas5 y E. Tugendhat6 su concepción más acabada. Esta segunda corriente,
a diferencia de la primera, sostiene la prioridad de la formación de una conciencia
moral autónoma como la capacidad de comprender, elaborar y solucionar los
conflictos morales de acuerdo con reglas generales compartidas por todos. En el
libro citado más arriba, he adherido a esta misma concepción del sujeto moral,
sobre uno de cuyos aspectos desearía volver con mayor detalle. En efecto, yo
sostengo contra los diversos comunitarismos que sólo una ética universalista
puede ofrecer los soportes teóricos básicos de un sujeto práctico que integre en sí
mismo la capacidad de deliberar y de elegir su propio ideal de buena vida, por una
parte, y la capacidad de juzgar desde un punto de vista imparcial, en tercera
persona, los actos morales propios y ajenos de acuerdo con los principios
sustantivos universales de justicia, por la otra. A la inversa, me propongo ahora
defender la tesis de que solamente a partir de la prioridad que concedamos a la
autonomía sobre cualquier otra concepción de la buena vida, es posible explicar la
unidad o identidad propia del sujeto moral a través de las múltiples vicisitudes que
atraviesa en su vida. En otros términos, la unidad narrativa de una vida, como
apropiadamente la ha denominado Ricoeur siguiendo a MacIntyre, es la que

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garantiza la identidad en el sentido de ipseidad del sujeto moral y está ligada de


modo indisoluble a la concepción del propio proyecto de una buena vida7 A mi
juicio, ese núcleo que constituye la ipseidad por encima y a contrapelo de todas
las variaciones y profundos cambios a los que está sujeta una vida puede
sostenerse en carácter de tal sólo si se presupone la formación e integración en el
sujeto moderno de una conciencia moral autónoma, la que, como tal, es
impensable sin un sistema deóntico de normas y principios universales válidos y
vigentes en la sociedad como conjunto.

§ 2. Entendemos por "conciencia moral" la capacidad discursiva del agente


mediante la cual él puede integrar sus actos pasados desde una perspectiva
actual, tal que ésta le permite revisar, parcial o totalmente, el sentido que esos
actos tuvieron en el momento de ser llevados a cabo, a fin de incorporarlos a la
unidad narrativa de su propia vida de modo consistente con su punto de vista
prudencial o moral en el presente, y la capacidad argumentativa de incorporar en
la deliberación de sus acciones futuras el punto de vista de las personas afectadas
por su acción, potencialmente toda la comunidad, que se manifiesta en la certeza
de que existen expectativas normativas justificadas por parte de todos los demás
miembros de la sociedad de que el agente no lesionará las normas que protegen
la dignidad de ellos como personas. Es mediante la actividad reflexiva sobre su
pasado y deliberativa sobre su futuro que la conciencia integra discursivamente su
existencia como una unidad, al menos bajo la forma de un emprendimiento
permanentemente renovado. De este modo confluyen los dos ejes sobre los que
fluye la vida del sujeto autónomo, la relación consigo mismo y la relación con los
otros, en un núcleo que organiza las emociones y las actitudes discursivas, es
decir, conectando experiencias y emociones con puntos de vista evaluativos,
mediante el ejercicio de la reflexión interpretativa y de la prudencia, e
interacciones, expectativas sociales y principios de la moralidad, mediante el
despliegue argumentativo de la razón práctica.

Como señalé antes, Ricoeur ha caracterizado cada uno de estos ejes con una
forma distinta de relación del sujeto consigo mismo: el eje a lo largo del cual éste
proyecta su visión de la buena vida, que Ricoeur denomina "la perspectiva ética",
corresponde a "la estima de sí"; el eje de interrelación con los otros sujetos, que él
denomina "la perspectiva moral o deontológica", corresponde al "respeto de sí":
"así, estima de sí y respeto de sí representarán conjuntamente los estadios más
avanzados de este crecimiento que es al mismo tiempo un despliegue de la
ipseidad".8 De esta manera se entrecruzan permanentemente en la conciencia
cuestiones concernientes a la vida moral, es decir, a las formas sociales de
autorrealización y a los proyectos correlativos de la buena vida, por una parte, y
cuestiones normativas, es decir, relacionadas de modo más estricto con el ámbito
de la moralidad y, por ende, con el de las interacciones con los demás sujetos de
la sociedad, por la otra. Unas y otras están preformadas en el mundo moral,
atravesado por distintas tradiciones en convivencia frecuentemente conflictiva, en
medio de las cuales el sujeto habrá de formarse a partir del peculiar nudo de

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influencias biológicas, psicológicas, sociales y culturales que confluyen en él a


través de su mapa genético, su historia familiar, social, religiosa, etc. Es claro que
la perspectiva historicista, escogida por la hermenéutica y el comunitarismo,
pondrá el acento sobre las particularidades de este entrecruzamiento y hará del
sujeto práctico un ser forzado a aceptarse tal como el destino lo formó o a
perderse para siempre en la inautenticidad. De un modo más matizado, tanto
Taylor como Ricoeur pretenden conservar lado a lado las dos perspectivas, la de
la estima de sí y la del respeto de sí, dando primacía a la primera sobre la
segunda: en otros términos, porque vivimos proyectándonos en un ideal de buena
vida, integramos el respeto de nosotros mismos con el respeto debido a los otros.9
En lo que sigue, examinaré la relación entre las dos nociones centrales que
aparecen aquí confrontadas, la de autonomía y la de autorrealización,
especialmente aquella forma de autorrealización propia de la modernidad que
conocemos como "autenticidad".10

§ 3. El tipo de argumentos a los que debemos apelar en discusiones como la que


estoy llevando a cabo sobre la identidad del sujeto es aquel que Taylor ha
caracterizado como un sustituto actual de los argumentos trascendentales
descubiertos por Kant y utilizados desde entonces especialmente por la
fenomenología o el último Wittgenstein.11 En suma, el quid del argumento consiste
en poner al descubierto aquellos supuestos conceptuales que una determinada
tesis asume, de modo tal que ella se vea forzada a admitirlos como las premisas
evidentes de las que, a sabiendas o no, había partido o presuponía como válidas.
Por cierto, como también señala Taylor, tales argumentos suelen concluir en
paradojas, precisamente porque las evidencias a las que deben apelar no siempre
son las mismas para todos. No obstante ello, es inevitable recurrir a estos
argumentos, a pesar del riesgo de circularidad que conllevan, cuando lo que se
pretende probar es previo a todo dato empírico, justamente porque se refiere al
marco conceptual dentro del cual habrán de ubicarse después los hechos
históricos.

Antes, pues, de discutir si nos encontramos ante una irreductible oposición entre
dos ideales distintos y en mutua competencia de la buena vida –el de la
autonomía y el de la autenticidad, como parecen sostener en última instancia
Taylor y Walzer al poner en primer lugar entre los factores constituyentes de la
identidad del sujeto moral moderno su participación en una forma de vida moral
densa–,12 es necesario hacer una distinción sobre los significados posibles del
término "autonomía". A mi modo de ver, debemos distinguir entre dos significados
distintos, que voy a denominar de la siguiente manera: (A) "autonomía postulada"
y (B) "autonomía realizada".

Comenzaré por la primera, (A): la autonomía postulada. Esta forma de autonomía


es aquella que atribuimos a cada miembro de la sociedad y, eventualmente, a
todos los miembros del género humano, cada uno de los cuales tiene interés en
defenderla tanto para sí como para los otros miembros a través de la vigencia de

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ciertos principios universales que se comprometen a respetar. Precisamente


porque es postulada, no puede ser refutada por situaciones concretas en las que
de hecho un individuo particular no esté en situación de defender o ejercer esa
autonomía; por ejemplo, los niños o los enfermos en estado de coma. Es por ello
mismo que se puede atribuir universalmente, como un modelo abstracto, que yo
he intentado esbozar en Moralidad, bajo la forma de una concepción formal del
bien, que incluye exclusivamente la capacidad de articular los propósitos de cada
agente mediante la formulación de un correspondiente "silogismo práctico". En
otros términos, "la condición sine qua non de la autonomía [postulada] de toda
persona reside en el desarrollo de su prudencia hasta el punto de poder ponerla
en práctica en el modo de proyectar, conducir y revisar su concepción de la propia
vida".13

La autonomía realizada (B), en cambio, es aquella que indica de manera positiva


cómo es posible llevar a cabo del mejor modo posible las aspiraciones propias de
todo ser racional a la felicidad y la perfección, en el sentido de la plenitud de las
propias capacidades intelectuales y disposiciones del carácter. Aquí están en
competencia las distintas propuestas de una buena vida que se han ido
desarrollando a lo largo de la historia cultural y religiosa desde la Antigüedad hasta
nuestros días. Por cierto, depende de la propia orientación filosófica la elección de
las formas de vida aún vigentes en la sociedad actual, especialmente luego de la
desaparición de las utopías basadas en ciertas metafísicas de la historia, como el
marxismo. Sin duda, podrán aparecer otras propuestas en el futuro, pero hoy en
día se presentan dos ideales de la buena vida como los potenciales aglutinadores
de la multiplicidad de episodios y vivencias del sujeto a fin de conferirle sentido y
unidad a su existencia: (I) un ideal (originalmente filosófico) de autonomía y (II) el
ideal moderno de la autenticidad.

En ambos casos –y es ésta mi tesis fuerte al respecto– está presupuesta la


vigencia previa de la autonomía (A), sin la cual ninguno de los dos ideales podría
ser asumido por los sujetos, ya que no tendrían alternativas para su elección,
como sucede en las sociedades tradicionales a raíz de la vigencia de
concepciones monopólicas (religiosas, metafísicas o ideológicas) del mundo. En
efecto, la autonomía (A) no impone ninguna forma especial de vida, sino que se
limita a excluir todos aquellos modelos que en la persecución de sus fines
choquen con los principios de una ética universalista y de un sistema de derechos
como el representado por la Carta de los derechos humanos. Ahora bien, no cabe
duda de que tanto un ideal de autonomía (B) como el ideal posromántico de la
autenticidad se han podido erigir y desarrollar únicamente sobre la base que
provee la vigencia de tales principios y garantías, sin la cual tanto el uno como el
otro no se hubieran podido jamás imaginar.

§ 4. Un examen inevitablemente somero de los rasgos más distintivos de ambos


ideales de vida contrapuestos hará más claro el alcance de mi afirmación. En la
reciente bibliografía se han expuesto las notas más distintivas de ambos modelos

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que es posible sintetizar en unas pocas líneas.14 Comenzaré, pues, con (1), el
ideal de la autonomía.

(I) Una de las más repetidas objeciones contra las propuestas universalistas ha
sido suponer que la propia concepción de un sujeto autónomo era una
construcción o que no se sostenía en los hechos, o que, si lo hacía, era solamente
como uno de los valores implícitos en una cierta concepción liberal de la vida. En
efecto, se afirma, un sujeto no comprometido con sus propios fines –es decir,
escindido de las metas que le vienen impuestas por su propia comunidad y, en
consecuencia, privado de todos los atributos que le confieren una cierta identidad
social, cultural, idiomática, religiosa y/o política– no es más que un fantasma sin
carnadura que no ha existido más que en la imaginación de los pensadores de
raigambre kantiana. Como señalé antes, estas objeciones caen en el vacío desde
el momento en que lo que los comunitaristas caracterizan de esta manera no es,
en absoluto, el ideal específico de autonomía (B), que trataremos aquí de precisar,
sino solamente una abstracción teórica tanto en el plano ético como en el jurídico,
a saber, la autonomía (A), que, en tanto postulada, nunca puede pasar, como todo
conjunto de normas, de un plexo de derechos y garantías reconocidos para cada
uno de los ciudadanos de una sociedad democrática, independientemente de que
la realicen o del grado de realización que puedan alcanzar. A diferencia de ésta, la
tradición liberal kantiana elaboró una cierta concepción del modo de llevar más
plenamente a cabo las potencialidades intrínsecas al ser humano como sujeto de
la vida moral, de manera tal que incorporara entre sus fines ciertos ideales de
perfección. Kant mismo hizo una propuesta de este tipo en la segunda parte de su
Metafísica de las costumbres, en la que en cierta forma se recogen aspectos y
temas de la tradición de la vida de la virtud o de la buena vida que se remontan ala
Antigüedad.15 En la Doctrina de la virtud, él trata específicamente de aquellos
deberes en sentido amplio, es decir, que van más allá del deber estricto
determinado por el derecho y que establecen fines para las máximas del sujeto
moral; por lo tanto, no aquellos fines que ya tenemos naturalmente y a los que la
ley moral restringe, sino aquellos otros que debemos tener de acuerdo con un
ideal de perfección humana, para los cuales son necesarios los dos componentes
clásicos de la virtud: fortaleza del carácter y sabiduría práctica.16 Por cierto, esta
propuesta de la buena vida, que recoge y prolonga en cierto modo la tradición
filosófica aristotélica y estoica, recomienda, como la mejor candidata para alcanzar
de la manera más plena la propia autonomía, a la vida que pone su meta en el
ejercicio de la virtud o del deber como un fin en sí mismo. Se trata, pues, de lo que
J. Rawis denominaría ahora una concepción comprensiva del bien, sustentada en
una cierta posición no neutral, al menos con respecto a cuáles deben ser las
acciones de los hombres y de las mujeres en el seno de una buena sociedad.
Dicho en otros términos, la autonomía (B) se propone como la mejor manera de
llevar a cabo las posibilidades abiertas por la autonomía (A), pero de ningún modo
como la única.

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(II) La segunda concepción de la buena vida a la que me voy a referir no tiene la


prosapia filosófica de la anterior, sino que emerge en una época más reciente,
hacia fines del siglo XVIII y se desarrolla plenamente durante el período
romántico en el siglo XIX, del cual nos llega a nosotros. Taylor ha mostrado los
orígenes de esta nueva noción en las disputas teológicas dentro del
protestantismo inglés en torno al modo de concebir los mandatos divinos. De los
platonistas de Cambridge proviene esta forma de concebir el llamado de Dios
como una voz interior, que indica la vía por donde realizar su camino en la tierra.
Desacralizada en la teoría de los sentimientos morales de Francis Hutcheson,
esta reivindicación de los propios sentimientos se extiende más allá de la esfera
moral y penetra todos los órdenes de la vida interior.17 La originalidad de esta
concepción de la vida no se limita al campo moral; es más, ni siquiera es en este
ámbito en donde encuentra un espacio propicio para expandirse ilimitadamente,
sino más bien en esa nueva dimensión de la sensibilidad moderna que se
desarrolla bajo la forma de relaciones sentimentales entre los sujetos, cada uno
de los cuales expresa en y a través de ellas una manera única y original de vivir
su vida. Por cierto, es claro que de un punto de partida como éste es imposible
extraer ninguna articulación previsible y razonable de conducta, sino más bien la
sola afirmación del derecho de una voluntad de libertad extrema que se plasma
en el terco cultivo de la originalidad individual hasta alcanzar los extremos de lo
sublime o de lo grotesco.18 Dos pensadores tan distantes entre sí como John
Stuart Mili y Friedrich Nietzsche recogieron conceptualmente esta nueva
dimensión del ser humano en la modernidad, el primero en el capítulo III de On
Liberty, que se titula precisamente "Of individuality, as one of the elements of
wellbeing"; el segundo, en diversas partes de su obra, pero especialmente en la
segunda sección de la Genealogía de la moral.19 Sea a través de la sobria
conciliación entre las pretensiones del individuo y de la sociedad que
recomienda el primero, sea en la exacerbada afirmación del "individuo
soberano" que propugna el segundo, es evidente en ambos casos que lo que se
reivindica es el reconocimiento del desarrollo y la expansión de la individualidad
en su autenticidad sin interferencias provenientes del mundo cotidiano o, para
decirlo con Heidegger, de la "habladuría de lo uno". Sin duda, pese a estos
contactos filosóficos, el campo de la concepción de la vida auténtica es
propiamente social y estético, no moral, por lo que no es sorprendente que haya
encontrado sus formulaciones conceptuales más luminosas en personajes de
ficción, como el Lucien de Rubempré de las Ilusiones perdidas de H. de Balzac
en el siglo XIX o el Adrián Leverkühn de El doctor Fausto de T. Mann en el siglo
XX.20

Taylor ha puesto en conexión este rasgo de la personalidad moderna con las


exacerbadas reacciones durante las últimas décadas en las reivindicaciones
culturales y religiosas, tanto de pueblos anteriormente colonizados frente a la
cultura de sus ex colonizadores como de aquellas minorías en el interior de una
misma sociedad; por ejemplo, las mujeres, que no se sienten reconocidas en su
propia peculiaridad y originalidad. La concepción de una vida auténtica como

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forma por antonomasia de autorrealización se opone, así, como una nueva


concepción de la buena vida, a las previamente existentes, las que, a su modo,
habían encontrado su legitimidad moral y política en el sistema normativo
imperante en especial en las modernas sociedades democráticas. La irrupción de
estas nuevas concepciones, difíciles de acomodar dentro de los principios de una
ética universalista y de un sistema de derechos como el representado por la
Carta de los derechos humanos estaría haciendo estallar el sistema de la
moralidad, por así decirlo, desde adentro.21

§ 5. Si retomamos la tesis que sostuve en § 1 –a saber, que solamente a partir de


la prioridad que concedamos a la autonomía sobre cualquier otra concepción de la
buena vida, es posible explicar la unidad o identidad propia del sujeto moral a
través de las múltiples vicisitudes que atraviesa en su vida, de modo tal que la
identidad, en el sentido de ipseidad del sujeto moral, proviene exclusivamente de
la unidad narrativa de una vida, cementada por su conciencia moral–, entonces
podemos aplicar este criterio de identidad a las dos postulantes antes expuestas.
Ahora es posible re-formular la tesis original de la siguiente manera: tanto el ideal
de autonomía (B), constituido por un proyecto de vida centrado en la búsqueda del
desarrollo armónico de nuestras propias capacidades morales, cognitivas y
emocionales, como el ideal de autenticidad, centrado en el ansia insaciable de
encontrar una individualidad que no se desintegre en "lo idéntico", para utilizar la
terminología del último Adorno, son, prima facie, formas de autorrealización
compatibles con la autonomía (A), cuya vigencia ambos ideales presuponen. Por
cierto, la condición prima facie que establezco tiene dos aspectos distintos que es
conveniente destacar. En primer lugar, como señalé antes, la autonomía (A)
contiene un concepto difuso o indeterminado de la subjetividad, en el que
solamente se estipula aquello a lo que ésta tiene derecho a aspirar en las
condiciones de una sociedad moderna y democrática. Desde ese punto de vista,
es una concepción general de la autonomía, que cesa tan pronto precisamos sus
diferentes y múltiples particularidades.22 Solamente se mantiene como una unidad
jurídica y, por lo tanto, hipotética, dependiente de un cierto orden constitucional
democrático, que garantiza esos derechos para las personas sujetas a ese orden,
y, más allá de los límites de una constitución nacional, en el orden jurídico
internacional, que establece la validez y exhorta a la vigencia de ciertos principios
éticos universales, los derechos humanos. En segundo lugar, los derechos
personales y las capacidades morales comparten un rasgo básico de las
propiedades disposicionales, en el sentido de que todas ellas no son propiedades
que permanecen siempre en un mismo estado, sino que se actualizan, dadas
determinadas condiciones. Así, podemos entender el color de una cosa –por
ejemplo, una manzana roja– como la disposición de esa cosa, basada de alguna
manera en sus propiedades físicas, de causar en el observador humano normal,
bajo condiciones normales, una experiencia visual correspondiente, en este caso,
al rojo. De forma similar, podemos entender los derechos y las virtudes como la
disposición a llevar a cabo determinados comportamientos, previstos como legal
y/o éticamente válidos y sustancialmente posibles, dados determinados estímulos

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y oportunidades sociales. De este modo, se hace evidente que las formas de


autorrealización que aspiran a coronarse como los modelos virtuales de una
buena vida para el sujeto moderno están todas ubicadas en una escala gradual y
comparativa de posibilidades de realización, que es imposible agotar de una
manera conceptual a priori.

Con esta última conclusión puedo dar por probada mi tesis original, a saber,
que solamente a partir de la prioridad que concedamos a la autonomía sobre
cualquier otra concepción de la buena vida, es posible explicar la unidad e
identidad propia del sujeto moral moderno a través de las múltiples vicisitudes
que atraviesa en su vida. Es ahora claro que la autonomía de la cual se trata es
la que he denominado autonomía (A), cuyas características he discutido en el
párrafo anterior. Por cierto, como intenté mostrar en los dos últimos capítulos de
Moralidad, la formación del sujeto moral consiste precisamente en la admisión
progresiva de su identidad como sujeto autónomo, dueño de una conciencia
moral y digno de reconocimiento, en el medio de una sociedad de otros sujetos
morales con los mismos atributos. Sin este umbral, no hay base alguna sobre la
cual el sujeto pueda construir su propia identidad, si bien esa base no le
garantiza que efectivamente consiga integrarla a lo largo de una vida. Es aquí
donde los distintos ideales de vida entran en competencia: asumir uno de ellos
es siempre riesgoso y a veces hasta destructivo de la propia autonomía.23 Si
éste es el riesgo que se corre, entonces, a la inversa, lo que se arriesga es
precisamente la unidad e identidad de la continuidad narrativa de la propia vida,
que no es simplemente un depósito desordenado de episodios desconectados
e incoherentes entre sí, sino que adquiere continuidad y consistencia merced al
sentido y a la articulación que le confiere a esa multiplicidad de experiencias la
conciencia reflexiva autónoma. Sobre este aspecto, sin embargo, no hay límites
fijos: no podemos decir "aquí termina la conciencia de un sujeto autónomo" o
"esto ya no tiene más ningún sentido". Por otra parte, también es innegable que,
como señala Trilling con acierto (véase nota 20), la obra y la vida de
determinados artistas, como un P. Picasso o un S. Beckett, son modelos al
mismo tiempo de autenticidad en la labor estética y de autonomía y
consistencia en la vida del creador. Dicho de otra manera, no hay
prescripciones exitosas que garanticen el logro definitivo de la identidad a todo
sujeto moral moderno, sino que ella está, de igual modo que la autonomía, en
permanente riesgo de perderse, como, por lo demás, ocurre a diario en
nuestras sociedades golpeadas por epidemias tanto psíquicas como sociales de
marginados, tóxico-dependientes y borderlines.

Con esto último no niego la dimensión social que ha tenido y tiene el concepto de
"identidad del sujeto", sobre lo que han insistido particularmente los
comunitaristas. Se trata sólo de considerar la cuestión desde una perspectiva
distinta, a saber, desde la altura normativa provista por una ética universalista
munida del respaldo que proporciona la Declaración de los derechos humanos,
como el sustento más universal y firme que la humanidad ha alcanzado para

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construir y desarrollar sociedades justas y democráticas. Ahora bien, no es


posible negar que la libertad propia que estos mismos derechos conceden es
una pesada carga para el individuo aislado, arrojado a una sociedad cada vez
menos solidaria y cada vez más colonizada por las relaciones de mercado. En
estas condiciones, la tentación por adoptar una falsa identidad será grande; el
individuo se aferrará a cosmovisiones metafísicas o religiosas del mundo,
provenientes de tradiciones que se remontan a las sociedades jerárquicas
constituidas hacia el final de la era antigua, las que asignan a cada sujeto un
lugar en el mundo. Es éste, a mi juicio, el secreto vínculo que une a ciertas
visiones tradicionalistas con sus correlatos desacralizados del comunitarismo. Al
contrario, una posición universalista asume sin atenuantes las condiciones del
mundo posmetafísico de hoy, sacudido por la más profunda transformación
tecnológica y económica de la historia. En estas condiciones, el sujeto moderno
está inevitablemente forzado a ser autónomo, aun cuando no lo quiera y
pretenda escaparse de esa condición. Creo que el mensaje que el universalismo
pretende transmitir es que el sujeto, si oculta esta condición suya en la sociedad
actual y no asume los riesgos de la elección, la reflexión y la madurez, corre un
peligro mucho mayor de perder su identidad sin posibilidad de recuperarla.

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Aut.: Osvaldo Guariglia

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Aut.: Osvaldo Guariglia

Citas:

1. Guanglia, 1996, cap. 9, § 3, pp. 233 y ss.

2. Taylor, 1989.

3. Ricoeur, 1990.

4. Kohlberg, 1981.

5. Habermas, 1981, tomo II; 1988, pp. 181-247.

6. Tugendhat, 1979, pp. 245 y ss.

7. Ricoeur, 1990, pp. 186 y ss. y 208 y ss.

8. Ricoeur, 1990, p. 201.

9. Ricoeur, 1990, pp. 237 y ss.; Taylor, 1989, pp. 489 y ss., y 1991, pp. 71 y ss.

10. Trilling, 1972, pp. 93 y ss.

11. Taylor, 1995, pp. 20-33.

12. Walzer, 1994, pp. 85 y ss.

13. Guariglia, 1996, p. 197.

14. El presente trabajo estaba ya redactado casi en su totalidad ¿ando me llegó


el reciente libro de C. Thiebaut, 1998, cuyo "Ensayo segundo" está dedicado
a discutir la oposición entre "lógica de la autonomía" y "lógica de la
autenticidad". Mi propia posición, como se verá, concuerda en lo esencial
con la de Thiebaut, salvo en algunas cuestiones de detalle que
lamentablemente no puedo discutir con la extensión que se merecen. Véase
ahora también Thiebaut, "Ponerse en el lugar del otro", en: Bertomeu, Gaeta
y Vidiella (comps.), 2000, pp. 19-50.

15. Para una discusión más extensa de este punto remito a Guariglia, 1999.

16. Cf. Engstrom, 1997, pp. 23 y ss.; véanse, además, los trabajos contenidos
en Engstrom y Whiting (comps.), 1996.

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17. Cf. Taylor, 1989, cap. 15, pp. 248 y ss., y 1995, pp. 225 y SS.

18. Cf. Trilling, 1972, pp. 94 y ss.

19. Este aspecto del pensamiento de Nietzsche ha sido bien expuesto por
Stegmaier, 1994, pp. 136 y ss.

20. Cf. Trilling, 1972, pp. 99-100: "Lo que la audiencia espera del artista [...] y
lo que el artista piensa que debe darle resultan ser la misma cosa.
Sabemos, por cierto, qué es: se trata del sentimiento de la existencia. Un
sinónimo para este sentimiento de la existencia es aquella 'fuerza' que,
según nos dice Schiller, 'el hombre trajo consigo del estado salvaje' y que
él, Schiller, tiene tanta dificultad en preservar en una cultura altamente
desarrollada. El sentimiento de existencia equivale a sentirse un ser fuerte.
Que no significa 'poderoso': Rousseau, Schiller y Wordsworth no se
refieren a una energía dirigida hacia fuera, a fin de atacar y dominar al
mundo, sino más bien a esa energía que se esfuerza para que el centro se
mantenga firme, que la circunferencia del yo siga inquebrantable, que la
persona quede íntegra, impenetrable, perdurable y autónoma tanto en su
existencia como en su acción [...] A través del siglo XIX, el arte tuvo como
una de sus principales intenciones la de inducir en la audiencia el
sentimiento de la existencia, la de rescatar la fuerza primitiva que una
cultura altamente desarrollada había disminuido. [...] Con el avance del
siglo, el sentimiento de existencia, la sensación de ser fuerte, es
subsumido paulatinamente bajo la concepción de la autenticidad personal.
La obra de arte es, ella misma, auténtica en razón de su propia
autodefinición: se la entiende como algo que existe por las leyes de su
propia existencia, que incluye el derecho de incorporar asuntos penosos,
innobles o socialmente inaceptables. De manera semejante, el artista
busca su autenticidad personal en su completa autonomía: su meta es la
de definirse a sí mismo de un modo tan completo como la obra de arte que
él crea. Para la audiencia, su expectativa es la de que a través de la comu-
nicación con la obra de arte, que puede ser reluctante, desagradable y aun
hostil, ella adquiera la autenticidad de la cual el objeto [de arte] mismo es el
modelo y el artista, el ejemplo personal. [...] La auténtica obra de arte nos
instruye acerca de nuestra inautenticidad y nos conjura para que la
superemos".

21. CE Taylor, 1995, pp. 225-256.

22. A mi modo de ver, esta oposición entre la "autonomía general" y las


"autonomías particulares" recoge la fructífera distinción entre la "voluntad
general" y la "voluntad particular" introducida por Hegel en RPh, §§ 21 y ss.

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23. Quizá no exista ejemplo más ilustre y al mismo tiempo más penoso de esta
experiencia de una "decisión" en contra de la propia autonomía que aquella
en la cual, en nombre de la autenticidad del pueblo alemán, Heidegger
exhorta a sus colegas y conciudadanos a tomar partido por Hitler en el
plebiscito de noviembre de 1933; cf. Farías, 1989, pp. 220 y ss.

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6. Nuevas consideraciones
con respecto a Moralidad

En el lustro transcurrido desde la aparición de Moralidad en 1996 han tenido lugar


algunas discusiones, publicadas o inéditas, acerca de las tesis centrales del libro,
las que me forzaron a pensar nuevamente algunos de sus temas centrales. En el
capítulo 5 de la presente obra, he retomado ya la cuestión de la autonomía como
núcleo conceptual indispensable para la identidad del sujeto, desarrollada en la
tercera parte de Moralidad, a fin de introducirle ciertas precisiones que ayuden a
hacer más nítida la tesis sostenida y a evitar malentendidos. En este capítulo, me
confrontaré con dos observaciones críticas hechas, en primer lugar, por Eduardo
Rivera López (I) a mi distinción entre el alcance de los deberes negativos y
positivos, y a continuación, por María Julia Bertomeu y Graciela Vidiella (II) sobre
el carácter y la finalidad del principio de autonomía, que es el que fundamenta por
antonomasia los deberes positivos según mi criterio. Esta discusión, por último,
conduce (III) a la exposición y al examen de las dos propuestas a mi juicio más
importantes que se han hecho en torno a las nociones de democracia deliberativa
y de razón pública, las de John Rawls y Jürgen Habermas, frente a las cuales fijo
mi propia posición.

I. Deberes negativos y positivos

En su interesante discusión, E. Rivera López 1 señala algunos puntos en los que la


distinción entre deberes negativos y positivos que propongo en Moralidad2 podría
dar lugar a confusiones, en especial en lo que se refiere a la diferencia entre el
alcance de las prohibiciones y de las obligaciones positivas. Trataré, pues, de
esclarecer en lo posible mi pensamiento al respecto.

(1) En primer lugar, es necesario despejar el significado de los términos


empleados. Rivera López me reprocha no prestar atención a la equivalencia lógica
entre obligaciones y prohibiciones, que son recíprocamente definibles. Sin
embargo, en el capítulo 2, § 3 (p. 27 in fine) de Moralidad, yo afirmo lo siguiente:

"No debe" es la expresión de una modalidad lógica de la acción que


depende gramaticalmente del verbo modal: la expresión completa
equivale a una prohibición de la acción específica en cuestión. Desde el
punto de vista lógico es indiferente que se enuncie la modalidad

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deóntica como una obligación o como una prohibición, ya que éstas son
interdefinibles entre sí: "no debe no" equivale a "debe".3 Sin embargo,
es necesario advertir que en el lenguaje común la expresión "no debe"
es, a veces, ambigua, ya que puede interpretarse como una prohibición
o como una licencia: por ejemplo, "no debes comprar" puede
interpretarse como "tienes prohibido comprar" o como "no necesitas
comprar (puedes solamente mirar la mercadería)". En el caso de las
prohibiciones, el "no" es proléptico, ya que, en realidad, afecta a la
acción, y no a la obligación: "no debes mentir" significa "debes no
mentir". En el caso de las licencias, en cambio, la negación afecta al
verbo modal: "no debes venir, comprar, etc." significa "no tienes la
obligación de venir, comprar, etc.". A fin de distinguir la prohibición de la
licencia, escribiré esta última uniendo la negación y el verbo modal: "no
debe". [El destacado es mío.]

Es claro, pues, que cuando me refiero a prohibiciones en todo el libro, entiendo


por tales las obligaciones de no hacer, siguiendo el uso habitual mediante el que
decimos "prohibido fumar" y no "obligatorio no fumar".

(2) En su objeción más importante, Rivera López se refiere precisamente a una


distinción como la señalada, ya que contrasta dos ejemplos en los cuales uno
introduce el deber positivo de una acción (la de un médico de operar a un
paciente), mientras que el otro consiste en la obligación de omitir un daño (la de
un ciudadano cualquiera de no matar a otro). A mi juicio, el esclarecimiento de lo
que está involucrado en esta distinción (y en los otros ejemplos aportados por
Rivera López) sólo se puede lograr mediante el cuadro de los esquemas lógicos
propuesto por G. von Wright con esa finalidad.4 Del complejo cuadro presentado
por este autor, sólo retendré aquí en beneficio de la brevedad los cuatro casos
más corrientes.

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Los símbolos empleados significan lo siguiente: p y ¬p son estados del mundo; si


p es el estado de cosas en que la ventana está abierta, ¬p es el estado de cosas
en que la ventana está cerrada. T significa "transformación de estados" o "cambio
de estados". A es la acción que provoca una transformación. O es la omisión, que
deja el estado de cosas como estaba.

Los casos que nos interesan para establecer con claridad las prohibiciones que yo
tomo como las de mayor alcance son los de las filas (1) y (2), de cuyo contraste
surge con claridad que el estado natural de p es el de seguir existiendo sin
cambios considerables, a menos que alguien intervenga. Esta acción contraria al
desarrollo natural de p es la que se presenta en la fórmula de la fila (1), columna
(I), cuyo resultado es la desaparición de p (fila [1], columna [II]). En la fila (2),
columna (I), en cambio, se ve con claridad que la omisión afecta precisamente a
este cambio forzado del estado natural de p, ya que el objeto de la omisión no es
otro que "pT¬p", es decir, dejar a p como estaba, expresado en la fórmula del
resultado: "pTp" (columna [II]). La oposición entre el caso (1) y el caso (2) es la
que se da entre "matar o no matar a José" en el ejemplo de Rivera López, con lo
que me parece evidente la razón por la cual existe una obligación universal que
afecta al caso (2), por oposición al caso (1), con los debidos recaudos de que
quienes se encuentran en ambas situaciones poseen los mismos conocimientos
corrientes sobre la letalidad de las armas, los venenos, etc., sin que para ello sea
además necesario tener las habilidades de un verdugo.

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A diferencia de los anteriores, los casos (3) y (4) presentan el ejemplo inverso en
el que el estado de cosas p (digamos el estado de salud de Pedro, tomando el
ejemplo de Rivera López) tiende naturalmente a su desaparición, a menos que se
lo preserve (pT¬p). Como se ve claramente en el esquema de la fila (3), columna
(I), aquí la obligación afecta a la acción que tendrá que contrarrestar esa tendencia
natural mediante una intervención que la impida, simbolizada por A(pTp). Ahora
bien, es indudable a partir de este mismo esquema que, en el caso (4), la omisión
expresada por la fórmula de la columna (I) tiene dos rangos completamente
distintos de aplicación: uno de mayor extensión, que es el de los legos en la
materia, para quienes está directamente prescrita, salvo en casos muy
excepcionales, y otro mucho más restringido, para quienes esta omisión es
imputable como defecto, ya que, como indica acertadamente Von Wright, para que
podamos atribuir "omisión", se requiere previamente la habilidad o capacidad de
hacer, que en el caso de la salud pasa a un grado superior aun, el de
"conocimiento experto", es decir, el de la posesión y el dominio de la técnica
correspondiente.5 Como señalo en mi libro, ni siquiera en este último caso -a
saber, aquel en el que alguien, por poseer la capacidad requerida para intervenir
contrarrestando la tendencia natural de p a desaparecer, tenga el deber positivo
de hacerlo– la obligación se extiende también a lograr fehacientemente el
resultado, ya que el margen de previsibilidad y de la consiguiente incertidumbre
con respecto al éxito de la intervención estará en razón directa al grado de
exactitud alcanzado por la correspondiente ciencia teórica de base, al grado de
desarrollo de la tecnología disponible para ser aplicada, etc. Es esta misma razón
la que justifica que la omisión, esquematizada en el cuadro de fila (4), columna (I),
configure una lesión del deber considerablemente menor y con mayor espectro de
atenuantes que la acción premeditada de causar la destrucción, esquematizada en
el cuadro de fila (1), columna (I): ésta será tipificada como "homicidio", mientras
que aquélla variará desde la simple "mala praxis" hasta el grado más grave de
"negligencia culposa", pero manteniéndose siempre a una distancia conceptual
considerable del homicidio simple, en el supuesto caso, por cierto, de que
debamos lamentar el deceso de Pedro por falta de atención médica.

(3) De lo expuesto surge una consecuencia que creo importante explicitar, ya que
me parece que es una de las razones profundas por las que es resistida la
prioridad, llamémosla teórica, de las obligaciones negativas o restrictivas sobre las
positivas. Me refiero a lo siguiente: no hay ninguna diferencia entre ambas con
respecto a la validez que tienen en tanto obligaciones, en el sentido de que las dos
especies de obligación son absolutas y tienen la misma fuerza coercitiva. La
distinción, por lo tanto, se basa exclusivamente en el contenido material de la
obligación: en un caso, describe con precisión una especie de acciones, que el
agente está obligado a evitar, sin que pueda haber gradaciones en el
cumplimiento de la obligación, ya que, como hemos visto, se trata de dejar que
continúe el mismo estado de cosas anterior a la omisión. En el caso de las
obligaciones positivas, en cambio, el contenido de la obligación está constituido

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por un fin distinto del transcurso natural del estado de cosas previo a la acción, fin,
en consecuencia, que sólo puede ser vagamente indicado, ya que tanto su
ejecución como su resultado estarán condicionados en cada caso por las
peculiaridades de la situación. Desde este punto de vista, la distinción que yo hago
es semejante, aunque no idéntica, a la que Kant establece en la Metafísica de las
costumbres entre deberes perfectos (o jurídicos) e imperfectos (o éticos).6 Mis
obligaciones negativas son análogas a los deberes jurídicos o perfectos de Kant,
los cuales tienen también este carácter puramente restrictivo en relación con las
acciones respecto de las otras personas, razón por la cual cumplir con éstos no
configura ningún mérito particular.

(4) Una última observación merece la consecuencia que Rivera López extrae de la
indiferencia entre deberes negativos y positivos sostenida por él: la prioridad de
los deberes negativos sobre los positivos es sólo contingente, [...] entonces la
prioridad del principio de libertad negativa sobre el principio de igualdad ya no será
una prioridad 'lexicográfica', sino que también será una prioridad contingente".
Asimismo aquí debo hacer aclaraciones sobre el modo de entender la relación y el
carácter de estos dos principios. En primer lugar, yo no he afirmado en ningún sitio
que el principio I tiene una prioridad lexicográfica sobre el principio II, sino que los
considero a ambos igualmente fundamentales e igualmente restrictivos. En efecto,
la misma formulación de la segunda parte del principio II muestra esto: "Cualquier
desigualdad entre ellos no podrá fundarse en la mera diferencia numérica de los
individuos". A mi juicio, la adopción de este principio impide arrogarse
prerrogativas especiales a sí mismo en el tratamiento de las personas, de modo
de infringir la igualdad entre éstas. Un ejemplo claro de una restricción en este
sentido es la prohibición de "hacer trampas" (como "pagar coimas") que me darían
prerrogativas injustificadas en un examen, una competencia, una licitación pública,
un concurso, etc., sobre los otros concursantes. Por último, el único principio
positivo que introduzco es el principio III o de autonomía, que propone un fin
positivo de carácter general o, como me gusta llamarlo un tanto provocativamente,
una concepción formal del bien. Ésa es la razón por la que, a mi juicio, el principio
in no está en el mismo nivel que los otros dos y tiene ese inevitable carácter de
indeterminación de todos los deberes imperfectos.

La cuestión de la prioridad lexicográfica entre los principios tiene, sin duda, una
consecuencia adicional. En una comunicación privada, Rivera López me observa
que "hay un punto que no entiend[e]: si entre los principios de libertad e igualdad
no hay prioridad lexicográfica, está el problema de cómo se resuelven los
potenciales conflictos entre ambos, y si es imposible que surjan esos conflictos,
entonces uno de los dos es superfluo". A mi juicio, el problema reside en el modo
de concebir la libertad, ya que si bien el enunciado del principio I prohibe las
interferencias violentas entre dos miembros de una misma sociedad, esto, a su
vez, supone que dos cualesquiera miembros de ella poseen iguales prerrogativas
entre sí, es decir, el contenido del principio II. En efecto, si Juan es un esclavo
mío, no hay impedimento para que yo emplee toda la violencia física o psíquica

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necesaria para impedir que se escape o se rebele. Tal era, en efecto, el


tratamiento habitual que se les daba a los esclavos en las sociedades esclavistas
antiguas o modernas, ya que éstos, al estar privados de igualdad, estaban
privados de libertad, y a la inversa, al estar privados de libertad, estaban
desprovistos de igualdad.

La tradición kantiana a partir de Kant mismo ha concebido siempre ambos


principios como complementarios y ha considerado que ambos se requieren el uno
al otro, ya que la libertad supone la existencia de una coerción recíproca entre
todos los miembros de una sociedad civil, a la que todos se subordinan
voluntariamente, y la igualdad, a su vez, supone la existencia de una capacidad
moral y legal de poder obligar a otro en la misma medida en que el otro puede
obligarlo a uno mismo.7 Siguiendo una concepción semejante de la relación
recíproca entre igualdad y libertad, Rawls reformuló su primer principio a fin de
hacer evidente esta conexión necesaria entre ambas, al subrayar que el contenido
de este principio que está a disposición de las partes en la posición original es el
siguiente: "cada persona tendrá igual derecho a un esquema plenamente
adecuado de iguales libertades básicas que es compatible con un esquema de
libertades similar para todos".8 No se trata, pues, de la idea puramente negativa de
libertad, como la definió de modo ya clásico I. Berlin,9 o, con posterioridad a él, de
otras concepciones libertarias de un mismo tono pero aun más extremas, sino de
las libertades básicas que mutuamente nos concedemos de modo igualitario los
miembros de una misma sociedad mediante concepciones morales de la justicia
como las contenidas en la Carta de los derechos humanos (véase supra, capítulo
3).

Con ello no quiero negar que no haya que conciliar en cada caso las exigencias
de la igualdad y de la libertad al diseñar normas o al dirimir conflictos de
aplicación a casos concretos, pero resulta imposible, a mi juicio, imponer de
antemano una prioridad de alguna de ellas sobre la otra, debido a esta tensión de
exigencia recíproca que las retiene unidas indisolublemente y que exigirá una
adecuación específica para cada caso particular.

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II. El principio de autonomía


como fundamento de los
derechos positivos y como
guía de la política

En un agudo comentario dedicado a ponderar la incidencia del principio III de


autonomía como criterio mediador entre los intereses en conflicto en una
democracia, G. Vidiella y M. J. Bertomeu concluyen que pese a la importancia
que este [principio] tiene para asegurar a todos igualdad de posibilidades a fin de
alcanzar una capacidad madura, al no ser un principio de justicia, no permite
inferir acciones obligatorias por parte del Estado en atención a las demandas de
equidad de los ciudadanos. Éstas quedarían libradas a los resultados del debate
parlamentario y a la paulatina formación de una phrónesis pública que, como la
de Pendes, sea capaz de contemplar el bien no sólo para un individuo o un
pequeño grupo, sino para todos.10

Esta observación, hecha por dos filósofas ampliamente versadas en mis trabajos,
indica que existe una falencia en la determinación del status de este principio
expuesta en Moralidad, que espero poder aquí subsanar.

(1) En primer lugar, es necesario insistir en la diferencia entre los dos primeros
principios, que determinan obligaciones restrictivas perfectas, y el principio III, que
enuncia un derecho positivo de todos los miembros de una sociedad organizada,
por lo que, a diferencia de los dos anteriores, establece un fin válido en general
desde un punto de vista moral. Como señalé más arriba en relación con las
objeciones de Rivera López, el amplio grado de indeterminación que condiciona la
obtención de fines a las facilidades u obstáculos inherentes a las diversas
circunstancias hace que el alcance de las obligaciones negativas sea incon-
mensurablemente mayor que el de los deberes positivos. En el caso del principio
III, la extensión de su validez está, además, acotada por los casos a los que se
aplica, que son aquellos en los cuales los principios I y II dejan en libertad de
acción al agente, por no ser inaceptable ninguna de las alternativas en cuestión.
Estos casos ofrecen, pues, las siguientes cuatro opciones entre una acción a y su
omisión ¬a:11 (1) A/A; (2) N/N; (3) A/N y (4) N/A. Dicho en otros términos, entre los
principios I y II, por un lado, y el principio ni, por el otro, existe una clara prioridad
lexicográfica, de modo tal que solamente podrá aplicarse este último a aquellos
casos previamente habilitados por los dos primeros.

En segundo lugar, el mismo enunciado del principio de autonomía exhibe sus


condicionamientos intrínsecos: "A fin de garantizar la defensa de los derechos que
a cada miembro de la sociedad le confieren los principios de la libertad negativa
(1) y de la igualdad (II), todo miembro de la sociedad deberá tener iguales
posibilidades para alcanzar una capacidad madura que le permita hacer uso de

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sus derechos y articular argumentativamente sus demandas". En efecto, las


"iguales posibilidades" remiten a un criterio abstracto que regula la distribución de
ofertas de bienestar en general entre los miembros de una misma sociedad, pero
que no puede establecer ni la cantidad mínima necesaria ni la composición de
estas ofertas de bienestar para cada uno de ellos. El objetivo de un enunciado tan
indeterminado consiste, precisamente, en dejar abierta para cada caso o, más
específicamente, para cada clase de casos semejantes la posible oferta de bienes
de bienestar que sean apropiados y factibles, dadas las circunstancias sociales,
económicas, etc., del conjunto. Es por ello que la aplicación de este principio está
sujeta al juego de las instituciones políticas, a las cuales provee de una guía para
su desempeño. Mi propuesta, a tal efecto, pretende fijar una dirección a medio
camino entre una lista cerrada de bienes primarios, como la sostenida por Rawls,
y un horizonte formal absolutamente abierto al juego discursivo, como propone
Habermas, en la medida en que se establece un fin general, a priori en cierto
modo, como es el del concepto formal del bien para cada persona, que es el uso
maduro de su capacidad de juzgar y argumentar en defensa de sus propias
necesidades, en deliberación y mediante razones que puedan ser compartidas por
los otros miembros de una misma sociedad, regulada por ideales de justicia. Son
estos bienes, en sentido general, los que deberían estar habilitados para ser distri-
buidos de modo equitativo entre los miembros de una sociedad, dejando abierta
para ser fijada a través de las mediaciones políticas y administrativas la cuestión
de cuáles y en qué proporción entrarán en consideración para cada especie de
sujetos, según sus capacidades, necesidades, grupo etario, etcétera.

(2) El principio de autonomía que propongo comparte esta indeterminación


material de su contenido con otros principios de justicia distributiva, como por
ejemplo, el principio de la diferencia de Rawls o el principio de utilidad, dado que
resulta imposible fijar por anticipado todos los casos a los que éstos habrán de ser
aplicados, de modo tal que quedará inevitablemente abierta a las variaciones
infinitas de los contextos de aplicación la cuestión de las normas que se generen a
partir de ese principio. Es por ello que, a mi juicio, el criterio de evaluación para los
dos primeros principios y para el principio III es distinto, ya que los dos primeros, al
definir obligaciones perfectas, dejan escaso margen en el momento de determinar
si un cierto acto es contrario o no a la libertad o a la igualdad de los demás
miembros. En el caso del principio en cambio, el grado de indeterminación
material que queda abierto en el momento de decidir qué máxima de la acción
satisface en mayor medida el principio es tan amplio que sólo es posible aplicarle
un criterio de evaluación mucho más flexible, como el famoso metro de plomo que
se usaba para la construcción en Lesbos (Aristóteles, EN, 1137 b 30). Por ello es
que el criterio que se debe aplicar a estas máximas es la equidad, que permite
niveles indefinidos de gradación, pero hay que dejar, por cierto, bien en claro que
la equidad es también una forma de justicia.12

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(3) Con esta última afirmación regreso a una tesis que ya he sostenido más arriba
en la réplica a Rivera López, puesto que, como señalo allí, no hay ninguna
diferencia entre los deberes negativos y positivos con respecto a la validez que tie-
nen en tanto obligaciones, en el sentido de que las dos especies de obligación son
absolutas y tienen la misma fuerza coercitiva. Del mismo modo, una vez
establecida una norma sobre la base del principio III, ésta tendrá toda la validez
que se requiera para ser considerada obligatoria. La cuestión es que esta norma
contendrá disposiciones instrumentales sujetas a modificación de acuerdo con la
variación de los múltiples factores que deben ser considerados por el legislador al
sancionar las leyes correspondientes. Como ha destacado especialmente J.
Habermas en el último tiempo, el derecho es el medio apropiado que interviene
como tránsito entre la perspectiva puramente moral (en mi caso, los tres
principios, incluido el de autonomía) y las concepciones densas de la vida moral,
los intereses y los sistemas autorregulados del dinero y del poder, de modo que en
él se cristalizan los acuerdos alcanzados discursivamente 13. Estos acuerdos son
siempre revisables, precisamente porque el punto de vista moral no queda nunca
definitivamente cancelado sino que puede hacerse valer siempre de nuevo a fin de
reconsiderar acuerdos anteriores que fueron dictados bajo una coacción
irresistible de circunstancias adversas (como una gran crisis económica) o
reflejaron aplicaciones en su momento juzgadas plausibles de los principios de
justicia (incluido el de autonomía), y que en la actualidad ya no pueden
sostenerse, como ocurrió, por ejemplo, con la restricción del derecho al voto a los
ciudadanos varones, con las diferencias entre los derechos de ambos cónyuges
en el derecho de familias, etcétera.

Si, pues, el derecho es el medio en el cual cristalizan y se asientan los acuerdos y


compromisos sellados entre quienes sostienen concepciones del bien diferentes o
son movidos por intereses difícilmente compatibles entre sí, la instancia previa a la
sanción del derecho se convierte en el escenario principal sobre el que se
desarrollan los actos argumentativos y discursivos tendientes a lograr ese
acuerdo, muchas veces mediante el uso de estrategias coactivas ajenas al
contenido argumental mismo. Inevitablemente, la política es el campo por
antonomasia en donde se dirimen estos conflictos en un estado democrático de
derecho, se confrontan las distintas visiones tanto de la vida pública como de la
privada, se canalizan los distintos intereses sectoriales y corporativos, y se define,
por fin, el interés público. Si se admite que la política posee de hecho no sólo esta
dimensión en la vida pública de un Estado, sino también esta característica como
espacio de confrontación pero al mismo tiempo de entendimiento razonablemente
compartido, entonces se deberán formular al menos en sus rasgos más generales
las reglas intrínsecas de su procedimiento como debate público. Con ello pasamos
a otro tema, a saber, el de la democracia deliberativa.

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III. Razón pública y democracia


deliberativa

(1) La concepción más divulgada en la actualidad presenta la vida política como


una lucha entre facciones contrarias, en la que únicamente hay lugar para los
juegos estratégicos y los cálculos en torno a pérdidas y ganancias. En otros
términos, se entiende que en la arena donde se desarrolla el juego político
solamente hay lugar para las artimañas, las amenazas y las movidas por sorpresa,
es decir, para todo el repertorio de cálculos englobado dentro de la teoría de la
acción racional y la de los juegos. Un supuesto estricto de esta concepción de la
política es que entre las partes –partidos, sindicatos, corporaciones empresariales,
iglesias, etc.– no hay entendimiento posible basado en la discusión desarrollada
según reglas compartidas sino, también en el plano comunicativo, exclusivamente
lucha retórica por derrotar al otro y obtener su propio fin.

A ello se ha sumado en la última década una presión incontenible del capital


financiero internacional que por la vía de la ampliación o de la restricción del
crédito público somete a los poderes democráticamente elegidos a un Diktat, tanto
más efectivo cuanto más impersonal y neutro sea su maquillaje. De este modo se
ha producido una extraordinaria confluencia de tradiciones provenientes de polos
opuestos en el comienzo del siglo XX, que hoy festejan su connubio en un clima
de fervor cuasi dionisíaco. En efecto, tanto el autoritarismo de origen
nietzscheano, el pos-marxismo y el postestructuralismo, por un lado, como el
nuevo libertarismo, de procedencia básicamente anglosajona y austríaca, por el
otro, han coincidido en sostener una misma concepción tanto en la teoría como en
los hechos, según la cual los derechos autoproclamados de libertad individual sin
control por parte del Estado están por encima de cualquier regulación jurídica o
moral. De ahí que las dos únicas instancias de creación política serían o el
mercado o la acción violenta, transgresora, para negociar luego en posición de
ventaja. Con ello, sin duda, el campo propio de la política como medio discursivo
de confrontación pero también de entendimiento ha definitivamente colapsado.

(2) A contrario sensu, diversos filósofos de la política han elaborado desde hace
una veintena de años una concepción normativa de democracia que pretende
presentar una construcción sin duda ideal pero plausible de lo que constituiría una
concepción de democracia deliberativa. En el capítulo 8 de Moralidad, he
discutido las que a mi juicio resultaban más relevantes en relación con el tipo de
propuesta que yo, a mi vez, sostengo. Un rasgo común a todas ellas –de C. Nino,
J. Cohen, R. Alexy, J. Rawls, J. Habermas y la mía propia– es el de sostener la
existencia de una "razón pública", como la denomina Rawls, y el de delinear sus
reglas y contenidos básicos. Por tratarse de un procedimiento público, estas
reglas deben ser restrictivas, de modo de seleccionar los temas y las condiciones

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bajo las que éstos entran en el debate público, así como también los estilos de
razonamiento, las reglas de inferencia y los pasos a cumplir para llegar a una
decisión, sobre la base de una regla como la de la mayoría.14 Por cierto, existe
una sima imposible de saltar entre la concepción de la democracia como mero
juego estratégico entre partes autointeresadas, movidas por sus pasiones
privadas, a la que hicimos referencia antes, y esta noción deliberativa, basada en
el entendimiento y la colaboración mediante argumentos razonables que respetan
los límites de un debate previamente regimentado. Sea bajo la forma de una
exigencia para que se ofrezcan razones que sustenten las propias preferencias y
las hagan compartibles con los demás participantes (Cohen y Habermas), sea
bajo la forma de promover en la arena pública nuestro deber de civilidad (Rawls)
o, por último, sea bajo la exigencia de contribuir a la extensión de las condiciones
de la autonomía para todos los conciudadanos, como en mi caso, lo que
unánimemente se está sosteniendo es la necesidad del punto de vista del bien
común, no, como lo presentan los comunitaristas, como una concepción densa del
bien que excluye otras alternativas, sino como una exigencia de los principios de
justicia. En otros términos, el bien común provendrá de la deliberación pública
como su resultado, siempre revisable, y no será en ningún caso previo a ella, es
decir, asentado en fundamentos iusnaturalistas o en alguna otra forma de teología
política.

(3) La cuestión central a la que se enfrentan quienes defienden una concepción de


democracia como la que acabo de presentar reside en la necesidad de escoger un
criterio claro y exento de un margen demasiado amplio de aplicación para excluir
del debate público aquellas concepciones doctrinarias que expresen puntos de
vista omnicomprensivos y cerrados en sí mismos, los que solamente puedan
sostenerse mediante la imposición coactiva y no mediante la discusión pública. En
realidad, el interrogante se divide en, al menos, dos cuestiones básicas que se
hace necesario responder: (1) qué temas son propios de la razón pública y (2) a
quiénes se aplican en primera instancia las restricciones impuestas por la razón
pública.15

Comencemos por el primer interrogante. Hay al menos dos vías distintas que se
han propuesto para alcanzar ese resultado; la primera es de carácter
explícitamente procedimental y la segunda apela tanto a unos principios
sustantivos como a ciertos contenidos básicos que se derivan o están en
correspondencia con aquéllos. La formulación más concisa del primer
procedimiento, recomendado como filtro para las propuestas que no deberían ser
tema de debate público, es la ofrecida por J. Cohen, basada, a su vez, en la
teoría discursiva de J. Habermas, cuyo núcleo es el siguiente:

el simple hecho de tener una preferencia, una convicción o un ideal no


provee por sí mismo una razón en sostén de una propuesta. Mientras
que yo puedo tomar mis preferencias como una razón suficiente para
lanzar una propuesta, la deliberación bajo las condiciones del

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pluralismo requiere que yo encuentre razones que hagan la propuesta


aceptable para otros, de los cuales no se puede esperar que consideren
mis preferencias como razones suficientes para acordar con mi
propuesta. 16

En otros términos, a fin de sostener una propuesta en el escenario de la


deliberación, es necesario que la misma incorpore intereses generalizables, de
modo tal que cada uno de los integrantes sea forzado por la misma dinámica de la
deliberación a retirar aquellas propuestas que solamente tienen en cuenta las
propias preferencias o los intereses estrechamente particulares.

No hay duda de que este procedimiento, puramente formal, tiene sus ventajas, ya
que no se excluye en principio ningún tema de los posibles asuntos sometidos a
debate público y solamente se los restringe mediante un requisito que fuerza su
elaboración en términos aceptables a una amplia franja de posibles involucrados,
so pena de su exclusión del debate. Allí reside, a su vez, la mayor dificultad,
precisamente porque los asuntos en cuestión quedan indefinidamente abiertos, de
modo tal que todo tema proveniente del trasfondo cultural de cada sociedad civil
está potencialmente habilitado para ser introducido en el debate público. Esta
situación amenaza constantemente con una sobrecarga de cuestiones particulares
que pugnan por subir al escenario público, con lo que el mismo debate queda de
hecho severamente obstaculizado por el esfuerzo exigido para desestimar la
enorme mayoría de problemas sometidos a su consideración sin cumplir con el
requisito de generalidad. Esto es tanto más probable cuanto más desorganizada y
conflictiva sea la cultura de base, precisamente porque no existe dentro de ella
misma una cultura cívica que haga el trabajo previo de selección y jerarquización
de los problemas sobre la base de principios y reglas de procedimiento
universalmente compartidos.

La segunda vía para delimitar el alcance de los asuntos factibles de ser


incorporados al debate público ha sido desarrollada por J. Rawls en Political
Liberalism y retomada más tarde en sus trabajos más recientes.17 Una formulación
adecuada de esta forma de establecer su contenido y sus límites es la siguiente:

esta [especie] de razón es pública de tres maneras: como la razón de


los ciudadanos libres e iguales, es la razón de lo público; su tema es el
bien público concerniente a las cuestiones fundamentales de la justicia
política, cuestiones que son de dos clases, los contenidos esenciales de
la constitución y los asuntos de la justicia básica; y, por último, su
naturaleza y contenido son públicos, al ser expresados en un
razonamiento público mediante una familia de concepciones razonables
de justicia política, pensadas para satisfacer razonablemente el criterio
de reciprocidad.18

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Desde el punto de partida se establece mediante la citada definición un claro límite


para los temas que son de la incumbencia de la razón pública, a saber, aquellos
que involucran la relación entre los ciudadanos en su carácter de personas libres e
iguales, por lo que todos tienen el mismo Poder coercitivo en la determinación de
sus relaciones recíprocas. Por ello, los temas básicos que son propios de la razón
pública son aquellos que abarcan los derechos subjetivos fundamentales de la
constitución, por un lado, y por el otro, estrechamente conectadas con éstos, las
cuestiones de justicia,

Es evidente que una restricción tan marcada como la sugerida por Rawls tiene una
ventaja innegable sobre la propuesta de Habermas y Cohen, ya que es muy
improbable que por este camino la razón pública quede desbordada por una
cantidad y variedad de asuntos tan grande que le sea imposible procesarlos. Al
mismo tiempo, es claro que una restricción de este tipo es mucho más difícil de
aceptar para los miembros de una sociedad plural que muy a desgano se
desprenden de sus concepciones omnicomprensivas de la sociedad y del mundo.

(4) Paso ahora a la segunda cuestión concerniente a una idea de la razón pública,
a saber, la de los directamente involucrados por estas restricciones. Aquí también
se abren dos vías alternativas, representadas en cada caso por los mismos
filósofos: Cohen y Habermas, por un lado, y Rawls, por el otro. Para los primeros,
en efecto, quienes toman parte en la discusión pública y están subordinados, por
lo tanto, a las restricciones impuestas por este uso de la razón son todos los
directamente involucrados, por lo cual esta sujeto a debate quiénes y en qué
medida lo están. Nuevamente se produce aquí un efecto de sobrecarga de la
opinión pública, ya que es parte de la discusión establecer los criterios por los que
se va a admitir quiénes están directamente afectados por las normas a adoptar y
están por ello autorizados a la plena participación en el debate. Por cierto,
Habermas ha intentado restringir en algún modo el círculo indefinido de los
directamente interesados al diferenciar dos esferas distintas y complementarias
de la discusión pública: por un lado, una más "débil", abierta a todos los que
conforman una laxa "opinión pública", y por el otro, una más restringida que está
compuesta por los representantes parlamentarios y está dirigida hacia una toma
de decisión, justificada mediante el procedimiento democrático de la mayoría.'" De
este modo el procedimiento de formación de una opinión pública informada
comprendería, idealmente, la superposición y el entrecruzamiento de los puntos
de vista más diversos y contradictorios, provenientes de las posiciones y teorías
omnicomprensivas más opuestas: "[e]n su conjunto, constituyen un complejo
'salvaje', que no se puede organizar enteramente".20 Esta esfera "débil" de la
opinión pública se complementaría con la opinión jurídica y políticamente
regimentada de los órganos del Estado, en especial el parlamentario y el judicial.

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En contraste con la apertura indiferenciada de la opinión pública, como la concibe


Habermas, Rawls entiende por "foro político público" un círculo restringido de
actores y de funciones, al que pertenecen los jueces mediante sus fallos,
especialmente los miembros de la Corte Suprema, los funcionarios políticos del
Poder Ejecutivo o de los distintos niveles administrativos, los representantes
parlamentarios y los candidatos, con sus voceros y asesores, sobre todo cuando
se expresan mediante discursos públicos, plataformas partidarias, etc.21 De modo
expreso, la idea de una razón pública no se aplica, según Rawls, a la cultura de
trasfondo, es decir, a la opinión pública en sentido lato, tal como ésta aparece
mediada por los distintos canales masivos de difusión o por los círculos
académicos, científicos o religiosos. Según Rawls, lo que la razón pública exige es
que los ciudadanos sean capaces de explicar unos a otros su voto en términos de
un balance razonable de los valores políticos públicos, dándose por
sobreentendido por todos ellos que la pluralidad de doctrinas comprensivas
razonables sostenidas por los ciudadanos tiene, además, en el conjunto de su
pensamiento otros soportes que trascienden los meramente políticos para esos
valores."

Rawls ha denominado "el punto de vista inclusivo" a esta forma de "concebir la


relación entre la razón pública y las doctrinas comprensivas razonables de cada
ciudadano.

(5) Es imposible desarrollar en esta introducción al tema de la razón pública y su


conexión con la democracia deliberativa ni siquiera en forma sumaria las múltiples
cuestiones y dificulta des que se presentan al discutir en detalle los distintos
aspectos del tema. Me limitaré a señalar algunas de ellas, acotando sucintamente
mi opinión al respecto.

Habermas critica la prioridad que Rawls concede a los derechos individuales,


garantizados por los principios de justicia, colocándolos por encima del proceso
democrático que se genera a partir de ellos. En su visión, estos derechos son
cooriginales con los derechos democráticos de autodeterminación y de
participación política, de modo que no pueden servir como barreras de contención
del caótico y bullente proceso democrático mismo.23 Es por ello que no hay límites
preestablecidos para la razón pública, salvo aquellos que la misma marcha de la
argumentación establezca sobre la base de las regulaciones impuestas por el
principio D, a saber: "son válidas sólo aquellas normas de acción las cuales
puedan alcanzar la aprobación de todos los posibles involucrados como
participantes de discusiones racionales".24 Como he señalado más arriba, esta
exigencia de mantener una irrestricta apertura para todos los contenidos posibles
en la discusión pública provoca una sobrecarga de ésta que en última instancia
amenaza con conducir a una parálisis de todo el procedimiento. Paradójicamente
no salva con ello Habermas la objeción que él hace a Rawls y de la que se
considera exento, a saber, no imponer ningún principio moral sustantivo por
encima del proceso democrático mismo. En efecto, como creo haber mostrado en

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Moralidad, el principio D no puede ser considerado un principio "neutro", como


sostiene Habermas, sino que se trata de un principio moral que regula el diálogo
entre seres libres e iguales, por lo que se sustenta también él en una noción
básica: el recíproco reconocimiento de las personas como personas.25

Como consecuencia, la propuesta restrictiva de Rawls resulta, a mi juicio, más


apropiada, en la medida en que limita los temas de la razón en este uso a aquello
que por su misma naturaleza define lo público de un régimen político formado por
ciudadanos libres e iguales: "su tema es el bien público concerniente a las
cuestiones fundamentales de la justicia política, cuestiones que son de dos clases,
los contenidos esenciales de la constitución y los asuntos de la justicia básica". De
este modo, no solamente se acota el alcance de los asuntos cuya incumbencia es
propia del debate público –excluyéndose en especial la intromisión indebida de
puntos de vista doctrinarios y dogmáticos en las cuestiones que atañen a todos los
ciudadanos–, sino que se exige además que los argumentos que se presenten en
el debate respondan a una articulación sintáctica y semántica acorde con los
principios universales de justicia y los contenidos básicos constitucionales. De esta
manera, aquellas propuestas que introduzcan, por ejemplo, alguna forma abierta o
solapada de discriminación deberían ser excluidas del debate en forma
instantánea. A mi modo de ver, esta forma de considerar el ámbito de la razón
pública, si bien estrecha los márgenes para la admisión de los temas, fuerza una
apertura mucho más amplia en aquellas sociedades civiles cuyas culturas de base
están colonizadas por unas concepciones religiosas o sociopolíticas intolerantes y
que, por lo tanto, están mucho más dispuestas a atrincherarse frente a ciertos
temas controvertidos en las concepciones dominantes de su vida moral. Tal es el
caso, en efecto, de la cuestión del aborto en la Argentina.

Con respecto a los actores que debemos tener en consideración al determinar


quiénes están comprendidos por las restricciones de la razón pública, las
alternativas que ofrecen Rawls y Habermas son en ambos casos extremas. En
efecto, si por un lado la utopía de participación indiscriminada de todos los
potenciales participantes en el debate produce, como el mismo Habermas admite,
"un complejo 'salvaje' ", imposible de organizar –especialmente cuando la cultura
de base está débilmente educada en una tradición de participación democrática–,
restringir demasiado el círculo de los alcanzados por las exigencias de la razón
pública, que queda de hecho reducido a los miembros de los tres poderes del
Estado y a los políticos profesionales, resulta perjudicial para el mismo carácter
de "público" que debe tener este uso de la razón. En este punto, me inclino a
sostener, con Habermas, que los afectados por las posibles acciones normativas
que tomen los actores en el poder deben tener acceso a la opinión pública y a la
participación en el debate, siguiendo las estrictas reglas del uso público
señaladas más arriba. A mi juicio, tanto Rawls como Habermas han quedado aquí
empantanados por lo que el primero ha denominado "el punto de vista inclusivo",
de acuerdo con el cual el foro público no puede desechar el aporte de aquellos
participantes que sostienen tesis encuadradas dentro de los contenidos

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admisibles de la razón pública aunque respaldadas por valores y fines propios de


una concepción comprensiva pero razonable del bien. A mi modo de ver, se
produce aquí una confusión entre dos cuestiones distintas: por un lado, los
derechos a la libertad de expresión, que garantiza a todos los ciudadanos poder
expresar libremente sus opiniones, y a la libertad de asociación y de culto, que
protege las actividades de las asociaciones partidistas encaminadas a obtener
nuevos prosélitos y de las asociaciones religiosas dirigidas a la propagación de su
fe; por el otro, la pretensión de que las convicciones particulares, los dogmas y los
fines de esas múltiples asociaciones sean tenidos como propuestas legítimas en
el debate público. Mientras que para Rawls y Habermas esta pretensión es, en
principio, admisible siempre que se respeten ciertas reglas básicas del juego
político o argumentativo, para mí no lo es.

En otros términos, cuando los ministros de los distintos cultos se dirigen a sus
fieles, cuando los dirigentes de las asociaciones que agrupan a los partidarios de
una misma concepción de la sociedad y del mundo se comunican entre ellos,
pueden utilizar todas las referencias a las autoridades de textos religiosos o
doctrinarios que consideren pertinentes para persuadir a sus seguidores a
perseverar por la recta vía. Es esa forma de expresión la que la constitución y los
derechos humanos protegen. Cuando, en cambio, se dirigen a la ciudadanía como
tal, la ofenden en su calidad de personas libres e iguales al exhortarlas a
proponerse ciertos fines o a evitar otros: apelando a la autoridad de la Biblia, del
Corán o del Manifiesto comunista. Dado que la razón pública está destinada a
deliberar sobre el bien público concerniente a las cuestiones fundamentales de la
justicia política, que comprende solamente los contenidos esenciales de la
constitución y los asuntos de la justicia básica, es exigible para todos los que
quieran tomar parte en el debate que se atengan estrictamente a los límites
marcados por esos contenidos y por las reglas sintácticas, semánticas y
pragmáticas de la argumentación, descartando efectos perlocucionarios
coyunturales, alusiones privadas o términos esotéricos que induzcan
intencionadamente a confusión e impidan el trabajo de las reglas normales de
inferencia.

En efecto, como señala Rawls, las reglas que orientan a la razón pública son las
mismas que orientan a la elección de los principios de justicia, dado que las
razones y las evidencias que se adopten para aplicar los principios sustantivos de
justicia deben poder ser comprendidas y respaldadas por todos los representados,
que es, exactamente, lo que exige el principio liberal de legitimidad.26 Las
resoluciones que tome la razón pública estarán dirigidas a crear normas y leyes
que obliguen coercitivamente a los ciudadanos por medio del poder legítimo, y
éste está legitimado precisamente porque aquéllos podrían admitir y aprobar,
puestos en la posición del legislador, las mismas razones que hubiesen impelido a
éste a sancionar esas leyes. Es esta exigencia la que compele a todo aquel que
quiere entrar en el debate público a fin de defender intereses y posiciones que
considera compartibles por otros ciudadanos a hacerlo bajo la forma neutra, desde

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el punto de vista de las concepciones omnicomprensivas, que establece el


contenido y los límites de la razón pública, ya que al hacerlo así estará
satisfaciendo una exigencia moral de la democracia, la del respeto a la igual
dignidad de las personas en su calidad de ciudadanos."

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IV. Conclusión

Deseo concluir con un reconocimiento y una rectificación. Es cierto, como señalan


Bertomeu y Vidiella, que "las demandas de equidad de los ciudadanos [...]
quedarían libradas a los resultados del debate parlamentario y a la paulatina
formación de una phrónesis pública que, como la de Pericles, sea capaz de
contemplar el bien no sólo para un individuo o un pequeño grupo, sino para
todos",28 solamente que este defecto de mi teoría –si constituye uno– es
compartido, en una u otra forma, por todas las demás teorías de la democracia
deliberativa. A mi juicio, necesariamente debe ser así, ya que el paso intermedio
de la deliberación en común es el que distingue estructuralmente esta concepción
radical de democracia de otras nociones de ésta, que precisamente rechazan
toda injerencia de principios morales en su constitución y en su desarrollo, ya que
únicamente reconocen como procedimientos formales los juegos de fuerza o el
decisionismo autoritario.

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Citas:

1. Cf. Rivera López, 2001, pp. 161-170.

2. Cf. Guariglia, 1996, pp. 38-46.

3. Cf. Von Wright, 1963, pp. 71 y 83-84.

4. Cf. Von Wright, 1963, pp. 42-49.

5. Cf. Von Wright, 1963, pp. 48-52.

6. Véase Kant, MS, pp. 512-514 (ed. Weischedel). Sobre la compleja


interpretación de los deberes perfectos e imperfectos y de su relación en
esta última obra de Kant, véase Kersting, 1993, pp. 192-195. La historia de
la división entre deberes perfectos e imperfectos en el derecho natural
desde S. Pufendorf en adelante está ampliamente tratada ahora por
Schneewind, 1998, pp. 132 y ss.

7. Cf. Kant, MS, Rechtlehre, § 46, pp. 432-433.

8. Cf. Rawls, 1987, pp. 5 y ss. = 1993, pp. 291 y ss.

9. Cf. Berlin, 1988, pp. 187 y ss., especialmente pp. 191 y ss.

10. Cf. Bertomeu y Vidiella, 2000, p. 304.

11. El significado de los términos es como sigue: A= aceptable, N= neutra. Para


el cuadro de todas las alternativas posibles, véase Guariglia, 1996, p. 132.

12. Para un argumento similar al que yo expongo aquí que separa los
contenidos esenciales de la constitución, como el esquema de iguales
derechos y libertades para todos los ciudadanos, por un lado, y las
exigencias del principio de la diferencia, que exceden el marco de esos
contenidos constitucionales, aunque requieren también una discusión dentro
de los marcos de la "razón pública", por el otro, véase Rawls, 1993, pp.
228-230.

13. Cf. Habermas, 1992, passim.

14. Una cómoda recopilación de los trabajos más representativos, con


exclusión de Nino y Alexy, se encontrará en Bohman y Rehg, 1999.

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Texto: “Una Ética Para el Siglo XXI”
Aut.: Osvaldo Guariglia

15. Cf. Rawls, 1999, p. 133.

16. Véase Cohen, en: Bohman y Rehg, 1999, p. 76.

17. Véanse, de Rawls, 1993, "Lecture vi", pp. 212 y ss., y 1999, pp. 131 y ss.

18. Cf. Rawls, 1999, p. 133.incluyendo especialmente los problemas de justicia


distributiva.

19. Cf. Habermas, 1992, pp. 372 y ss.

20. Habermas, 1992, p. 374.

21. Cf. Rawls, 1999, pp. 133-134.

22. Cf. Rawls, 1993, p. 243.

23. Cf. Habermas, 1992, pp. 154 y ss., y 1995, pp. 127-129.

24. Habermas, 1992, p. 138.

25. Cf. Guariglia, 1996, pp. 144-146; en el mismo sentido argumentó


recientemente Larmore contra Habermas, 1999, pp. 617-619.

26. Cf. Rawls, 1993, p. 225; Larmore, 1999, pp. 605 y ss.

27. Cf. Guariglia, 1996, pp. 198-200; Larmore, 1999, pp. 608-611.

28. Cf. Bertomeu y Vidiella, 2000, p. 304.Referencias

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