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13 DE JUNIO

• [Artículo]
"La naturaleza como cuestión política. Alexander von Humboldt y las redes del
poder" (2017) de Bernat Lladó

La vida y la obra del geógrafo y naturalista prusiano Alexander von Humboldt continúa ejerciendo hoy en día una gran
fascinación. En parte porque su figura concentra y sintetiza los movimientos, las ideas e, incluso, las grandes
contradicciones de una época de cambios profundos como es la Europa del siglo XIX. Una de estas grandes
contradicciones es la relación entre ciencia y poder. Ciertamente, mientras que por una parte la ciencia reclamaba con
más fuerza que nunca su autonomía, su valor universal, su «pureza» y objetividad, por otra quedaba enredada a menudo
en cuestiones de poder político y económico. En una era en la que los países europeos intensificaban la carrera por el
control del mundo, la información y el conocimiento de la naturaleza significaban un posicionamiento de vanguardia a la
hora de afrontar este control. Y es también en este contexto donde podemos situar la innovadora obra geográfica de
Alexander von Humboldt.

20 DE JUNIO

• [DOCUMENTAL] "La expedición botánica al nuevo Reyno de Granada" [52'] [2008]


Universidad Nacional de Colombia
La Universidad Nacional de Colombia, en asocio con History Channel y City TV Colombia, presentaron en el año
2008 "La Expedición Botanica al Nuevo Reino de Granada: la expedición que aun no ha terminado", un documental de
52 minutos que analiza antecedentes, hechos frustraciones y logros de la real Expedición Botanica a la Nueva Granada.
El documental hace un recorrido por la historia de la expedición desde que Mutis imaginó este proyecto sin precedentes
para la ciencia del siglo XVIII hasta los esfuerzos que aun realizan botánicos por terminar la obra de este científico...

27 DE JUNIO

• "Lecciones de los ludditas" (2013) de Eliane Glaser


En 2017 se cumplieron 200 años del aplastamiento de la rebelión luddita, iniciada entre finales de 1811 y mediados
de 1812 en varios de los condados industriales ingleses. Recuperamos un artículo de la periodista Eliane Glaser que
analiza su pertinencia en un presente de generalizada tecnofilia...

4 DE JULIO

• "E.P. Thompson: Historia y lucha de clases" + "Tiempo, disciplina de trabajo y


capitalismo industrial" del libro Tradición, revuelta y consciencia de clase. Estudios
sobre la crisis de la sociedad preindustrial (1979) de EDWARD PALMER THOMPSON
[Es posible que, después de la lectura de ese texto, se transforme la percepción que tuvieron de todos esos relojes
que vieron en la salida de campo al Observatorio Astronómico Nacional]

11 DE JULIO

• "El instrumento científico y político en Frankenstein de Mary Shelley"(2012) de Martín


Yuchak
"La ficción montada por Shelley caricaturiza, deforma la idea misma del instrumento –como método científico y como
artefacto político– que se halla en los fundamentos
del pensamiento moderno. Pero esta deformación consciente de la realidad –la ficción–, este movimiento irónico de
mostrar la otra cara de la moneda no deviene en una condena absoluta del principio moderno del progreso en el
conocimiento racional como guía del ser humano, sino en lo que significa precisamente “mostrar la otra
cara”: “proporciona[r] a la imaginación un punto de vista para delinear las pasiones humanas más amplio”, tal como
afirma el Prefacio. Desde este punto de vista, ampliar el campo de la “imaginación” no se opone a ampliar el campo de la
“razón”, sino que ambas se hallan en función de producir un cambio en el sistema social y cultural".
• [ARTÍCULO] "Frankenstein & Ecocriticism" (2016) de Tim Morton
"Biología, hielo ártico, carne animal, paisajes alpinos, vegetarianismo, vida, muerte, no-muerte: podría pensarse que, con
temas tan jugosos como éstos, habría cientos de estudios específicamente dedicados a las lecturas ecológicas de la
novela de Mary Shelley. Sin embargo, no es este el caso..."

• [POST] "Rousseau y Frankenstein de Shelley. Frankenstein y Rousseau: Monstruos de


dos cabezas" (2009) de Alejandro Marzioni
"Rousseau, la Revolución Francesa y la dualidad conformada por el monstruo y Víctor Frankenstein: monstruos de dos
cabezas. Cada uno de estos textos, hechos históricos, obras filosóficas, son monstruos de dos cabezas que, al tiempo
que nos fascinan, nos producen todo tipo de rechazos, muchas veces oscilando entre la insurgencia y el
conservadurismo, la misantropía y la filantropía, el respeto por la sociedad y el amor a la soledad. Estos sentimientos
ambivalentes, encontrados, contradictorios, son propios de la experiencia del lector de Frankenstein y del lector de
Rousseau."
"La naturaleza como cuestión política. Alexander von Humboldt y las redes del
poder" (2017) de Bernat Lladó
La vida y la obra del geógrafo y naturalista prusiano Alexander von Humboldt continúa ejerciendo hoy en día una gran
fascinación. En parte porque su figura concentra y sintetiza los movimientos, las ideas e, incluso, las grandes
contradicciones de una época de cambios profundos como es la Europa del siglo XIX. Una de estas grandes
contradicciones es la relación entre ciencia y poder. Ciertamente, mientras que por una parte la ciencia reclamaba con
más fuerza que nunca su autonomía, su valor universal, su «pureza» y objetividad, por otra quedaba enredada a menudo
en cuestiones de poder político y económico. En una era en la que los países europeos intensificaban la carrera por el
control del mundo, la información y el conocimiento de la naturaleza significaban un posicionamiento de vanguardia a la
hora de afrontar este control. Y es también en este contexto donde podemos situar la innovadora obra geográfica de
Alexander von Humboldt.

Geografía, ciencia y cultura literaria

En los años cuarenta de la pasada centuria, René de Clozier afirmaba que Alexander von Humboldt y su compatriota Karl
Ritter habían sido los «fundadores» de la geografía moderna. Del primero destacaba su Cosmos, obra publicada en
cuatro volúmenes entre los años 1845 y 1858. Aunque en ciertos aspectos «anticuada», decía De Clozier, no por eso
dejaba de ser interesante. Entre otras cosas porque, en lugar «de estudiar los fenómenos climatológicos, botánicos y
geológicos por sí mismos y aisladamente, Humboldt los [examinaba] en sus recíprocas relaciones, en su distribución, es
decir, según el principio de coordinación que es la base de las indagaciones geográficas». Por tanto, lo que el resto de
disciplinas «disocian por el análisis de la experimentación, la geografía lo examina en el orden concreto de las cosas, en
su exuberante diversidad y mudable realidad, ya que la naturaleza no es una máquina muerta», como declaraba el propio
Ritter (De Clozier, 1956). Ahora bien, a pesar del interés evidente por la geografía, la influencia de Humboldt trasciende
los límites disciplinarios y académicos para alcanzar parte de la cultura literaria y libresca europea.

Cualquier persona que tenga interés por la historia del libro y la edición, ciertamente, debería pasar por este gran hito
que representa la obra global de Humboldt. Los treinta y cuatro volúmenes de su Viaje a las regiones equinocciales del
Nuevo Continente son un monumento a la imprenta. Fue tan grande y ambicioso el proyecto editorial del geógrafo
prusiano, que uno se ve tentado de preguntarse lo mismo que George Steiner (2008) ante la también
monumental Science and civilization in China, del historiador Joseph Needham. ¿Y si «estos miles de páginas de
erudición histórica y analítica, estas bibliografías con sus dimensiones monográficas, estos cientos de tablas estadísticas,
gráficos, cartas, mapas, diagramas e ilustraciones [constituyesen] de alguna manera una ficción?» De hecho, la pregunta
no es insensata si tenemos en cuenta no tan solo el hecho de que la «frontera entre realidad y ficción es de una fluidez
sutil», como indica Steiner (2008), sino sencillamente porque el propio Humboldt reivindicó más de una vez el papel de la
literatura en la construcción del saber geográfico. Andrea Wulf (2016), en una biografía reciente, ha sugerido incluso que
la compleja relación que Napoleón mantuvo con el geógrafo durante los años en que este vivió en París, entre 1808 y
1827, aparte de los recelos políticos fruto de la rivalidad entre países, podría ser el resultado de la competencia editorial
entre la obra de este y la Description de l’Égypte, una obra impulsada por el propio Napoleón Bonaparte tras la campaña
militar en el país del Nilo.

Que Alexander von Humboldt reivindicó la literatura no solo nos lo indica su prosa, sino el dibujo que colocó en la portada
de su «Ensayo sobre la geografía de las plantas», volumen publicado en 1807 y que inauguraba los Viajes a las regiones
equinocciales. Dedicado a su gran amigo Goethe, el grabado muestra la figura de Apolo, dios de la poesía, alzando el
velo de una estatua que representa la Naturaleza. Como si el geógrafo fuera consciente de que para «descubrir» las
certezas últimas de la naturaleza, sus secretos más insondables, el significado humano de sus múltiples
manifestaciones, fuera necesaria la inspiración poética. El filósofo Pierre Hadot ha escrito no hace mucho un libro
examinando esta alegoría humboldtiana (Hadot, 2015). Reivindicación de la literatura, por cierto, que también incluía el
folclore popular; por eso Humboldt pidió asesoramiento, a la hora de redactar la parte de Cosmos dedicada al «Reflejo
del mundo exterior en la imaginación del hombre», a sus «nobles amigos» Jakob y Wilhelm Grimm (Humboldt, 2011, p.
211).

Sin duda, este interés por el arte y la literatura provenía del propio ambiente social. Nacido en una familia culta, próxima
a la corte del rey de Prusia, Humboldt y su hermano Wilhelm recibieron una educación clásica y rigurosa. Pronto
frecuentaron los entornos más liberales de la época, como por ejemplo los «salones berlineses», espacios vinculados al
movimiento ilustrado, núcleos destacados de la incipiente «república de las letras» y que surgieron durante el período
comprendido entre la Revolución Francesa y la guerra franco-prusiana de 1806 (Arendt, 2004). Es aquí donde el
geógrafo se familiarizó con ciertos debates científicos y filosóficos del momento. Aparte de su paso por la Universidad de
Gotinga y la Academia de Minería de Freiberg, también hay que destacar su amistad con Georg Forster, naturalista y
escritor reconocido con quien viajará, siguiendo en parte el curso del Rin, a Francia e Inglaterra. Los Cuadros de la
naturaleza de Alexander von Humboldt, su libro preferido, una «combinación de información científica y descripciones
poéticas», por decirlo como Andrea Wulf, y publicado en 1808, estaba directamente inspirado en los Cuadros del Bajo
Rin de Forster, editados a lo largo de la década de 1790 (Humboldt, 2003; Raffestin, 2016, pp. 40-41). También durante
esta década Humboldt conocerá dos figuras capitales: Goethe, con el que mantenía un vínculo que ya hemos destacado
y, sobre todo, Friedrich Schiller. Junto a su hermano Wilhelm, el cuarteto será conocido como el Círculo de Jena y será
uno de los centros de difusión del idealismo alemán. Si bien Humboldt difería en algunos aspectos sustanciales respecto
a la Naturphilosophie de Schiller, en otros estaba de acuerdo. Lo que de una manera u otra todas estas figuras
compartían era cierta idea de unidad, de armonía o de «coordinación», si lo queremos expresar con las mismas palabras
de De Clozier citadas más arriba. Esta unidad no solo había que observarla en el mundo físico, sino que venía a restituir
una partición que la cultura moderna había introducido desde un tiempo atrás: entre el sujeto de conocimiento y la
realidad exterior, objetiva. Lo que es común a toda la poesía romántica, a ambas orillas del Atlántico, desde Coleridge a
Emerson, es de hecho el esfuerzo por superar esta dicotomía y recuperar la supuesta correspondencia perdida con el
mundo.

Ciencia y viajes, o las redes del poder

Con todo, lo que marcó definitivamente la vida de Humboldt fue su gran viaje a las regiones equinocciales del Nuevo
Continente, como se llamaban en aquellos tiempos los trópicos. Aunque el topónimo «América» ya se había hecho
popular, no será hasta unos años más tarde y en plena disputa por la hegemonía europea del continente, cuando se
extenderá la idea de una «América Latina» (Mignolo, 2007). Con el permiso del monarca español, entonces Carlos IV,
Humboldt y Aimé Bonpland, botánico con quien había trabado amistad en París, partieron de La Coruña un 5 de junio de
1799. Uno de los objetivos científicos del viaje era poder confirmar la existencia de un canal natural entre las dos grandes
cuencas fluviales del continente sudamericano, la del río Orinoco y el Amazonas. Pero también es cierto que la
administración colonial esperaba información detallada de los recursos naturales del imperio, especialmente mineros.
Primer eslabón, por tanto, de esta cadena del poder que ligaba ciencia y política, naturaleza y dominio económico del
mundo. De este viaje deberíamos destacar, por su significado en la biografía del geógrafo, el ascenso al Chimborazo, un
volcán inactivo situado en el actual Ecuador y considerado en su momento la montaña más alta de la Tierra, por una
parte. Por otra, la visita que Humboldt hará hacia el final de su viaje al presidente de los Estados Unidos,

Ciertamente, con el material que reunió durante el ascenso al volcán, el geógrafo formuló por primera vez y mediante la
observación empírica, las múltiples relaciones existentes entre fenómenos físicos aparentemente heterogéneos. Su
volumen titulado «Ensayo sobre la geografía de las plantas», que hemos citado al inicio, fue el resultado del conjunto de
informaciones recopiladas durante la estancia en el Chimborazo. Es en este trabajo donde el «principio de coordinación»
propio de la geografía se hizo explícito por primera vez, en la medida en que Humboldt relacionaba la botánica, el clima y
la geología para dar cuenta de la distribución de las plantas. La expresión gráfica de este principio de coordinación fue
igualmente destacable, ya que, lejos de las tablas taxonómicas precedentes, Humboldt situó en un mismo plano de
representación variables relacionadas. El resultado fue un «cuadro» de naturaleza o naturgemälde, donde esta
funcionaba como un «todo» relacionado. Pero también algo dinámico, lo que nos lleva a su amistad con Jefferson.

Poco antes del retorno a Europa, Humboldt viajó a Washington, la nueva capital del país. El interés por conocer al
presidente de los Estados Unidos venía de algunas afinidades compartidas, como por ejemplo la pasión por el estudio de
la naturaleza. Asimismo, la idea de construir una república independiente basada en la pequeña y mediana explotación
agraria y familiar, que era el modelo social y territorial de la política jeffersoniana, comulgaba con ciertas ideas
revolucionarias de Humboldt. Por su parte, el presidente norteamericano estaba muy interesado en la información que
aquel pudiese tener sobre México, en un momento en el que los dos países se disputaban la frontera territorial. Ahora
bien, no es menos cierto que Humboldt y Jefferson divergían en un punto trascendental: el estatuto de los indios, los
negros afroamericanos y, en general, la esclavitud. Eso es coherente con dos formas diferentes de entender la
naturaleza. Si Jefferson defendía la esclavitud es porque creía en la inferioridad de los indios y los negros africanos.
Ahora bien, tan solo es posible establecer una jerarquía así si se tiene una «concepción genérica» de la naturaleza, es
decir, basada en géneros y clases. Por el contrario, podríamos afirmar que Humboldt concibe la naturaleza de forma
«genética o morfológica», por decirlo como Ernst Cassirer; es decir, para él, las múltiples manifestaciones «raciales»
tenían un origen «genético» común; los diferentes grupos humanos partían de un único «tronco» o familia, de la misma
forma que para Goethe todas las plantas remitían a la Urform, a una protoforma arquetípica (Cassirer, 2007). El
abolicionismo de Humboldt, la firme creencia en la igualdad de los hombres independientemente de su apariencia
externa, por tanto, no solo respondía al convencimiento de los ideales de la Revolución Francesa, que tanto le habían
influido a raíz del viaje a París con Georg Forster, sino que se apoyaban igualmente en las ciencias de la naturaleza. He
aquí una dimensión más de las redes del poder, de las conexiones entre la idea de naturaleza y el orden social.

Una vez en Europa, Humboldt se establecerá alternadamente entre París y Berlín. Sabe que la ciudad de la luz es el
entorno idóneo para ampliar sus estudios y difundir sus ideas. Existen instituciones científicas pioneras, una industria
editorial consolidada y un ambiente intelectual estimulante. Con todo, vivirá durante largas temporadas en Berlín;
especialmente a partir de 1827 y hasta su muerte, el 6 de mayo de 1859. A pesar de sus ideas liberales y republicanas,
Humboldt será nombrado camarlengo del rey de Prusia y eso le encadenará a la corte. Ni que decir tiene, sin embargo,
que, gracias a esta influencia, podrá financiar parte de su actividad científica e impulsar proyectos de otros. Y es una vez
más gracias a su prestigio científico y a las redes del poder que podrá atravesar todo el territorio ruso hasta sus confines
orientales, más allá de los Urales, en el límite del macizo de Altái. Fue el propio zar Nicolás I de Rusia quien pagó el
último viaje del geógrafo prusiano. Su interés principal era explorar las regiones mineras rusas para observar qué
minerales eran los más aptos para la fabricación de monedas. Una última trama de ciencia y poder.

La naturaleza, entre revolución y representación

Tiene razón Andrea Wulf cuando dice que Humboldt «inventó» la naturaleza. Desde el Chimborazo, el naturalista y
viajero «empezó a ver el mundo de otra manera. Concibió la tierra como un gran organismo vivo en el que todo estaba
relacionado y engendró una nueva visión de la naturaleza que aún hoy día influye en nuestra forma de comprender el
mundo natural» (Wulf, 2016, p. 24). Hay que tener en cuenta, sin embargo, que el ambiente cultural de Humboldt era ya
propicio a esta manera de entender la naturaleza. Algunos autores, de hecho, han identificado este ambiente con el
nombre de «neovitalismo», que, aparte de criticar la fragmentación del saber, se oponía a cierta «imagen mecanicista del
mundo», a la visión de la naturaleza como un «agregado muerto»; a la idea de un mundo constituido por fragmentos o
partes cuyas propiedades son independientes del entorno, del sistema o de la red que los engloba (Heinz, 1999). Quizá
la imagen espacial de esta concepción –antes también hemos dicho «concepción genérica»– sea la de los famosos
gabinetes de curiosidades, relativamente conocidos por la aristocracia y la burguesía de la época; salas que mostraban
de forma descontextualizada piezas y objetos del mundo natural a menudo sin ninguna coherencia interna. De hecho, el
propio Humboldt, en una visita a uno de estos gabinetes de curiosidades, se había disgustado profundamente ante la
«degradación de la ciencia a chatarra de museo» (Blumenberg, 2000, p. 287). En cambio, la idea de una comprensión
del mundo y la naturaleza como un todo viviente, relacionado y dinámico, era algo mucho más fascinante. Ahora bien, el
viajero prusiano no solo «inventó» la naturaleza en este sentido. Si podemos decir que fue original en algún aspecto, sin
duda diremos que renovó del todo su representación visual. Empezando por todos estos cuadros, pinturas con dibujos en
los que, y en medio de una naturaleza desbordante, podemos ver al propio Humboldt con sus instrumentos de medida
haciendo trabajo de campo. Existe una voluntad de mostrarse en el lugar de los hechos. Ya no es una actitud meramente
contemplativa; la naturaleza no se presenta como un espectáculo. Las ideas que describen el mundo no se reducen a la
facultad especulativa. El científico recoge muestras, observa en directo las especies vegetales, registra las temperaturas,
relaciona efectos y causas sobre el terreno. Forma parte de la realidad que observa. La certeza de las cosas no se
reduce a la autoridad de los textos sagrados o a los escritos de los clásicos: se tiene que «descubrir» mediante la
experiencia.

Sin embargo, la biografía de Humboldt nos descubre algo más complejo. De acuerdo, «inventa» una nueva manera de
observar y representar la naturaleza; pero sobre todo subraya las imbricaciones que a partir de este momento existen
entre naturaleza, ciencia y poder, como ya hemos tenido ocasión de avanzar. Sus viajes tienen finalidades científicas y,
al mismo tiempo, políticas o económicas. De la misma forma que el objetivo del Beagle, el barco con el que viajará
Darwin en 1831, más allá del pretexto científico, era calcular la posición exacta de los principales puertos del mundo, en
un momento en el que el imperio marítimo británico estaba construyendo su dominio. Pero las relaciones entre
naturaleza y política podían llegar a ser incluso más sutiles. Fijémonos, por ejemplo, en el debate que tenía lugar en los
círculos universitarios de Berlín alrededor de ciertas formaciones geológicas. Por una parte, los partidarios del
«neptunismo», que aseguraban que aquellas eran el resultado de una sedimentación lenta y gradual pero efectiva, en el
interior de un mar originario. Al otro extremo, los que proponían que la génesis de las rocas, especialmente basálticas,
era el resultado de un cataclismo súbito, de la fuerza eruptiva de los volcanes. No es extraño, en este sentido, que
Humboldt estuviese tan interesado en los volcanes. Sea como sea, sin embargo, el debate trascendía la ciencia, ya que,
aparte de cuestiones de carácter religioso –el neptunismo era congruente con la idea de un gran diluvio universal–,
algunos autores han sugerido que estaban en juego diferentes formas de entender el cambio social del poder, en un
momento en el que la burguesía hostigaba al Antiguo Régimen. A diferencia de los reformistas, los revolucionarios creían
que la única forma de ocupar el poder era mediante la transformación radical y súbita, violenta. Por eso cuando Simón
Bolívar, con quien Humboldt coincidió en París y en Roma, asume el liderazgo de la lucha contra el poder colonial,
utilizará en más de una ocasión el volcán como símbolo de la revolución (Wulf, 2016). Un capítulo a parte es el caso del
concepto y el uso humboldtiano del paisaje, que en su obra y por primera vez, pasó de ser una mera categoría estética a
tener una función política, además de científica (Farinelli, 1991; Lladó, 2013; Minca, 2007).

Seguramente ha sido por haber introducido el paisaje en el campo de las ciencias naturales y sociales que hoy día el
trabajo de Humboldt se ha recuperado tras unos años de silencio relativo. Coincide, de hecho, con eso que algunos
autores han identificado como el «retorno al paisaje» (Nogué, 2010). Un retorno que se expresa más allá del debate
académico; es un ejemplo la Ley 8/2005, de 8 de junio, de protección, gestión y ordenación del paisaje, adaptación
catalana a los principios del Convenio Europeo del Paisaje, del año 2000. El principio de «coordinación» entre disciplinas
o la perspectiva global y compleja de los fenómenos físicos, característico del trabajo humboldtiano, hacen que sus ideas
continúen igualmente vigentes. Pero lo que nos enseña la geografía de Humboldt es, sobre todo, que hoy en día la
naturaleza se ha convertido en una cuestión política. Que la ciencia forma parte de las redes del poder. Y que cualquier
persona que quiera estudiar todas las variantes de esta «cuestión política», hoy más candente que nunca, puede hacerlo
conociendo la vida y la obra del geógrafo prusiano: intereses económicos, influencias en la corte, metáforas natural-
políticas o representaciones aparentemente objetivas del mundo, por citar solo algunos ejemplos.

“Darkness" (1816) de Lord Byron


Les presentamos una suerte de poema-testimonio tras la catástrofe global del año 1815: la erupción del monte Tambora,
en Indonesia, que lanzó toneladas de ceniza a la atmósfera provocando un clima extrañamente oscuro en todo el
hemisferio norte y que pasó a la historia como «el año sin verano».

Tuve un sueño, que no era del todo un sueño.


El brillante sol se apagaba, y los astros
vagaban diluyéndose en el espacio eterno,
sin rayos, sin senderos, y la helada tierra
oscilaba ciega y oscureciéndose en el aire sin luna;
la mañana llegó, y se fue, y llegó, y no trajo
consigo el día,
Y los hombres olvidaron sus pasiones ante el terror
de esta desolación; y todos los corazones
se helaron en una plegaria egoísta por luz;
y vivieron junto a hogueras —y los tronos,
los palacios de los reyes coronados— las chozas,
los hogares de todas las cosas que habitaban,
fueron quemadas en las fogatas; las ciudades se consumieron,
Y los hombres se reunieron en torno
a sus ardientes refugios
para verse nuevamente las caras unos a otros;
Felices eran aquellos que vivían dentro del ojo
de los volcanes, y su antorcha montañosa:
Una temerosa esperanza era todo lo que el mundo contenía;
Se encendió fuego a los bosques – pero hora tras hora
Fueron cayendo y apagándose —y los crujientes troncos
se extinguieron con un estrépito—
y todo fue negro.

Las frentes de los hombres, a la luz sin esperanza,


tenían un aspecto no terreno, cuando de pronto
los haces caían sobre ellos; algunos se tendían
y escondían sus ojos y lloraban; otros descansaban
sus barbillas en sus manos apretadas, y sonreían;
y otros iban rápido de aquí para allá, y alimentaban
sus pilas funerarias con combustible,
y miraban hacia arriba
con loca inquietud al sordo cielo,
El sudario de un mundo pasado; y entonces otra vez
con maldiciones se arrojaban sobre el polvo,
y rechinaban sus dientes y aullaban; las aves silvestres chillaban,
y, aterrorizadas, revoloteaban sobre el suelo,
y agitaban sus inútiles alas; los brutos más salvajes
venían dóciles y trémulos; y las víboras se arrastraron
y se enroscaron entre la multitud,
siseando, pero sin picar —y fueron muertas para ser alimento:
y la Guerra, que por un momento se había ido,
se sació otra vez—; una comida se compraba
con sangre, y cada uno se hartó, resentido y solo
atiborrándose en la penumbra: no quedaba amor;
toda la tierra era un solo pensamiento
y ese era la muerte,
Inmediata y sin gloria; y el dolor agudo
del hambre se instaló en todas las entrañas —hombres
morían—, y sus huesos no tenían tumba,
y tampoco su carne;
el magro por el magro fue devorado,
y aún los perros asaltaron a sus amos,
todos salvo uno,
Y aquel fue fiel a un cadáver, y mantuvo
a raya a las aves y las bestias y los débiles hombres,
hasta que el hambre se apoderó de ellos, o los muertos que caían
tentaron sus delgadas quijadas; él no se
buscó comida,
Sino que con un gemido piadoso y perpetuo
y un corto grito desolado, lamiendo la mano
que no respondió con una caricia —murió.

De a poco la multitud fue muriendo de hambre;


pero dos
de una ciudad enorme sobrevivieron,
y eran enemigos; se encontraron junto
a las agonizantes brasas de un altar
donde se había apilado una masa de cosas santas
para un fin impío; hurgaron,
y temblando revolvieron con sus manos delgadas y esqueléticas
en las débiles cenizas, y sus débiles alientos
soplaron por un poco de vida, e hicieron una llama
que era una burla; entonces levantaron
sus ojos al verla palidecer, y observaron
el aspecto del otro —miraron, y gritaron, y murieron—
De su propio espanto mutuo murieron,
sin saber quién era aquel sobre cuya frente
la hambruna había escrito Enemigo.
El mundo estaba vacío,
lo populoso y lo poderoso —era una masa,
sin estaciones, sin hierba, sin árboles, sin hombres, sin vida –
una masa de muerte— un caos de dura arcilla.

Los ríos, lagos, y océanos estaban quietos,


y nada se movía en sus silenciosos abismos;
las naves sin marinos yacían pudriéndose en el mar,
y sus mástiles bajaban poco a poco; cuando caían
dormían en el abismo sin un vaivén –
Las olas estaban muertas; las mareas estaban en sus tumbas,
Antes ya había expirado su señora la luna;
Los vientos se marchitaron en el aire estancado,
Y las nubes perecieron; la Oscuridad no necesitaba De su ayuda. Ella era el universo.

"Lecciones de los ludditas" (2013) de Eliane Glaser


En 2012 se han cumplido 200 años de la rebelión ludita, acontecida entre finales de 1811 y mediados de 1812 en
varios de los condados industriales ingleses. Recuperamos un artículo de la periodista Eliane Glaser que analiza
su pertinencia en un presente de generalizada tecnofilia.

Hace este mes doscientos años, grupos de tejedores artesanos comenzaron a reunirse de noche en los páramos que
rodeaban las ciudades de Nottinghamshire. Proclamando su lealtad al mítico Rey Ludd del bosque de Sherwood, y a
veces subversivamente travestidos con vestidos y sombreros de señora, los luditas organizaron incursiones para
destrozar la maquinaria de fábricas textiles que se extendieron rápidamente por el norte de Inglaterra. El gobierno
movilizó al ejército y declaró delito castigado con la pena capital la destrucción de telares: los levantamientos fueron
dominados hacia el verano de 1812.

Al contrario de lo que modernamente se supone, los luditas no se oponían a la tecnología en sí misma. Se oponían al
modo particular en que se aplicaba. Al fin y al cabo, había habido telares para hacer medias desde doscientos años
antes de que aparecieran los luditas, y no fueron ellos los primeros en hacerlos trizas. Su protesta se dirigía
específicamente a una nueva clase de fabricantes que minaba agresivamente los salarios, desmantelando los derechos
de los trabajadores e imponiendo una temprana forma corrosiva de libre comercio. A fin de demostrarlo, destruyeron de
modo selectivo las máquinas propiedad de los gerentes de fábricas que recortaban precios, dejando intacto el resto de la
maquinaria.

Los luditas originarios disfrutaron de un fuerte respaldo local, así como del destacado apoyo de Lord Byron y Mary
Shelley, cuya novela Frankenstein alude al lado obscuro de la Revolución Industrial. Pero en la era digital, el ludismo
como posición apenas resulta defendible. Igual que asumimos que los luditas originarios eran simplemente tecnófobos,
se ha vuelto impensable permitir objeciones políticas de mayor calado al rumbo que lleva en su trayectoria la tecnología
contemporánea.

Los promotores de la tecnología de Internet combinan el entusiasmo visionario con un realismo del te guste o no te
guste. De modo que el disentimiento se desecha como un rechazo irracional del progreso o una negativa a encarar lo
inevitable. Es el realismo lo que resulta especialmente difícil de contrarrestar, la noción de que la tecnología es una
fuerza imparable y no negociable enteramente separada de la acción humana. No queda mucho tiempo para la crítica
política cuando te están constantemente diciendo que "el mundo cambia rápidamente y tienes que mantenerte al tanto".
Lo que tiene su gracia, dado que la política llena los argumentos hasta de los más puros defensores de la tecnología.

Tal como ha hecho notar Slavoj Žižek, el lenguaje de defensa de Internet frases como el "flujo ilimitado de
información" y "el mercado de las ideas" refleja el lenguaje de la economía del libre mercado. Pero los tecnoprofetas
usan también la jerga revolucionaria izquierdista. La tenemos ahí en libros como The Wisdom of Crowds de James
Surowiecki y Here Comes Everybody, de Clay Shirky, y en el lema de Vodafone, "Poder para ti"; en la noción de que
los blogs, Twitter y los foros de diálogo de los diarios digitales crean un campo de juego equilibrado en el debate público;
y se ve en los incontables reportajes de revista sobre cómo Internet fomenta la protesta de base, coloca las herramientas
de producción cultural en manos de los aficionados y permite a la gente del común inmediato acceso a la información
que mantiene alerta a los dirigentes políticos. Esto no es Adam Smith, es Marx y Mao.

De hecho, ambas retóricas la del libre mercado y la de la emancipación de abajo arriba sirven para ocultar el
ascenso del capitalismo de amiguetes y la concentración de poder y dinero en lo más alto. Google está muy ocupado
adquiriendo “toda la información del mundo” [lema de un anuncio de Google]. Facebook va recogiendo nuestros datos
personales para el mundo que viene de la publicidad personalizada. Amazon está monopolizando el comercio de libros.
El abandono de la neutralidad de la Red significa control empresarial de la Red. Una vez que todos nuestros libros,
música, imágenes e información estén almacenados en la nube, serán propiedad de un puñado de conglomerados.
Mientras los comités de ética debaten los riesgos y méritos de la ingeniería genética y las tecnologías reproductivas,
nada se hace por regular la mercantilización de los seres humanos online que de modo tan escalofriante describe
Jennifer Egan en sus novelas distópicas como A Visit from the Goon Squad y Look at Me.

Cambio tecnológico no equivale automáticamente a progreso. Si así fuera, le estaríamos dando prioridad a la
investigación en energías renovables y la búsqueda de nuevos antibióticos. En cambio, el sector periodístico, la industria
editorial y musical se encuentran en declive terminal y un millón de pantallas publicitarias "al aire libre" se abren
parpadeando a la vida. Parece como si nos encaminásemos a un mundo en el que los periodistas no podrán exigir
cuentas a los políticos, ni los autores escribir libros ni los músicos producir otra cosa que no sean popurrís nostálgicos.
Pero será un mundo al que ciertos agentes las nuevas empresas mediáticas y sus anunciantes le van a sacar un
bonito partido. El cambio tecnológico no es producto ni de la evolución natural ni de una revolución espontánea. Lo
impulsan las élites empresariales que tienen el poder de disponer las cosas de acuerdo con sus intereses.

Habrá quien arguya que la tecnología crea inevitablemente ganadores y perdedores; que la ruta hacia la eficiencia
significa recortar precios y empleos. Que el progreso, dicho de otro modo, no siempre resulta bonito.

Pero si la eficiencia fuera nuestra única meta, no estaríamos hablando de la creación de empleo como un fin en si
mismo. No nos inquietaríamos por el estancamiento salarial y el consiguiente desplome del gasto de los consumidores.
No estaríamos viendo en la tele a Kirstie Allsop [presentadora de programas de hogar y decoración en la televisión
británica] haciendo ramilletes de narcisos con alambre con el Instituto Femenino de Gales. Y dado que los puestos de
trabajo no solo tienen que ver con ganar dinero, sino también con la satisfacción y comunidad propias, el sueño de
principios del siglo XX que nos liberaría del trabajo se ha convertido en una pesadilla de tecnología que priva a la gente
no solo de su sustento sino de su entera razón de ser. Por no mencionar el hecho de que el “Smartphone” ha
convertido nuestro tiempo de ocio en trabajo.

Parece que hemos olvidado que la tecnología es una herramienta que podemos desarrollar para alcanzar ideales
democráticamente convenidos. Repasar los motivos de los rompetelares nos recuerda que la tecnología no sólo guarda
relación con las máquinas. Guarda relación con las alternativas y prioridades humanas y lo que significa de verdad el
progreso.
Eliane Glaser es periodista, productora de la BBC y autora de Get Real: How to Tell it Like it is in a World of Illusions.

"Rousseau y Frankenstein de Shelley. Frankenstein y Rousseau: Monstruos de


dos cabezas" (2009) de Alejandro Marzioni

Frankenstein y Rousseau.

La obra de Rousseau, riquísima en su temática y controvertida en su originalidad, se ubica en la historia sociocultural


como un puente entre la ilustración del siglo XVIII -a causa de su apasionada defensa de la razón y los derechos
individuales-, y el romanticismo del siglo XIX -por su enfática reivindicación de una intensa experiencia subjetiva en
desmedro del pensamiento estrictamente racional-. Considerado por esta última faceta como padre del romanticismo, la
crítica ha insistido en estudiar la huella del autor del Contrato social en la obra literaria de autores tales como Lord Byron,
Goethe, Schiller, Wordsworth, así como en la ensayística de intelectuales de la Revolución Francesa como Maximilien
Robespierre y Louis-Antoine de Sain-Just. Sin embargo, la novela Frankenstein o el prometeo moderno de Mary Shelley
es, dentro del romanticismo inglés, el texto literario más recurrentemente asociado al intertexto filosófico y lírico de
Rousseau. La novela de Mary Shelley deja que el lector encuentre, a lo largo de sus capítulos, numerosas alusiones que
nos evocan tanto la forma como el contenido de la obra roussoniana. Sin embargo, una de las características de
Frankenstein es que la lógica propia del texto, sin dejar de figurar a Rousseau, presenta una multiplicidad de fuentes y de
problemáticas que contienen, de manera condensada, a veces saturada, los temas fundamentales del contexto
sociocultural de su época. La novela atesora una riqueza que la hace depositaria de un espíritu de época tributario no
sólo de Rousseau sino de la mayoría de las preocupaciones de los intelectuales de su contexto histórico.
En su Introducción a la edición en español de Colihue Clásica, Jerónimo Ledesma insiste en la lógica propia de la obra –
una lógica ambigua, compleja-, en su capacidad de incorporar discursos ajenos pero amoldados en su discurso propio, y
sobre todo en el carácter original a la vez que polisémico, de modo que cualquier lectura que reduzca la novela a sólo
una de sus fuentes podría pecar de reduccionismo:

“Frankenstein está infestado de textos de otros. Sus mismos cimientos y estructuras parecen construidos con materiales
ajenos. Esto ha generado una investigación masiva de las fuentes de la novela, que rastrean la presencia ya de algunos
autores y obras, ya de ciertas temáticas o discursos (ciencia, religión, mujer, sexualidad, pacto fáustico, etc.)” .

Jerónimo Ledesma deja claro que el monstruo de Frankenstein está hecho de partes de cadáveres, especialmente de
cadáveres intelectuales, entre los cuales Rousseau, junto a Milton, Coleridge o Pierce Shelley, no es más que uno de
ellos, aunque pueda ser uno más notorio. Sin desconocer la verdad de esta pluralidad de fuentes, de esta lógica propia y
de esta riqueza de alusiones que hacen de este texto un poderoso receptáculo de su contexto sociocultural, de todos
modos considero que la presencia de Rousseau, tanto explícita como implícita, sigue siendo la fuente de inspiración más
importante de Frankenstein. Además, la tesis de que Rousseau ocupa en la novela de Mary Shelley un lugar central, no
desmiente en absoluto la tesis de que la novela pueda ser un texto de fuentes diversas, capaz de condensar en sí la
mayoría de los tópicos de su época. No la desmiente, más bien la acompaña: Rousseau mismo condensa la mayoría de
los tópicos de la época, de modo que un texto lleno de Rousseau es, sólo por eso, un texto lleno de su contexto
sociocultural. En esta línea crítica, este trabajo secunda la idea de teóricos como David Marshall, quién no duda al
afirmar que Rousseau es la presencia fundamental del texto literario de Mary Shelley, la certeza de que Víctor
Frankenstein y el monstruo no hacen otra cosa que “summarizing the life and carácter of Rousseau” .
Sobre la base de esta afirmación, se hará un recorrido sobre una serie de tópicos de Frankenstein que son, a la vez,
algunos de los mismos tópicos fundamentales de la obra de Rousseau, y que sostienen entre ellos un sistema de
correspondencias.

La educación.

El problema de la educación es un eje estructurante de Frankenstein, y se aborda con una impronta claramente
roussoniana.
El Emilio, una de las lecturas de Mary Shelley, resulta ser un intertexto muchas veces explícito, al punto que la novela
misma de Frankenstein puede considerarse un tratado sobre la educación. Sin excepción alguna, el bien y el mal son
consecuencias de una buena o mala educación. La historia de los personajes principales –y también la de los
secundarios- está generada, condicionada y atravesada por sus experiencias pedagógicas. Walton, Víctor Frankenstein y
el monstruo, las tres voces narradoras del texto, se presentan y cuentan su historia exponiendo, en primera instancia, la
educación que recibieron de manera formal o autodidacta. Las lecciones que recibieron, los libros que leyeron y la
influencia de sus maestros son los factores que determinan sus destinos. En mayor o menor medida, todos estos
personajes son víctimas y victimarios de su formación: sufren las consecuencias de haber sido mal formados y de formar
mal a otros. Walton, el primer narrador, enfatiza su condición de autodidacta, y observa que sus lecturas fueron los
motivos que lo llevaron a embarcarse en una peligrosa aventura desaprobada por su padre. Víctor construye a la
criatura, el origen de su desgracia, debido a una trayectoria educativa que, desde un principio, estuvo sellada por la
lectura de alquimistas y astrólogos del siglo XV (Cornelio Agripa, Alberto Magno y Paracelso) y por la influencia de sus
dos primeros maestros universitarios de Ingolstadt, Krempe –que comete el mismo error de su padre al burlarse de sus
lecturas- y Waldman –al incentivarlo con un método comprensivo-. Consumados los terribles resultados de su formación
científica, el doctor Víctor Frankenstein lamentará, mientras trata de influir a Walton, las consecuencias de no haber sido
orientado y prevenido por sus tutores de una manera acertada:

“no puedo dejar de observar aquí cómo desaprovechan los educadores las muchas oportunidades que poseen para
orientar a sus alumnos al conocimiento útil ”.

Esta máxima del Emilio, que considera fundamental la orientación del maestro hacia su discípulo, es a la vez el problema
pedagógico que atañe al monstruo: el haber sido abandonado, el no haber podido contar con un tutor que lo formase, es
la peor falta del creador y la desgracia de la criatura creada. La falta de Rousseau, el abandono, confesada en las
Confesiones , es la misma falta de Víctor y la causa de todos los infortunios. La novela de M. Shelley puede leerse, así,
como una tragedia educativa en relación al incumplimiento de los deberes del tutor y las consecuencias que esto
conlleva en los alumnos. Según el Emilio, “un hombre abandonado a sí mismo entre los demás desde su nacimiento,
sería el más desfigurado de todos ”. La monstruosidad de la criatura, además de acusar a quienes violan las leyes
naturales, simboliza los desastres de la ausencia total de un tutor que guíe a su alumno para ayudarlo a desarrollar sus
facultades. El proyecto educativo del Emilio, controvertido hasta el límite de lo improbable, básicamente una ficción
hipotética de las que tanto repudiaba Burkle , esgrime un audaz ideal pedagógico que, lejos de la corrupción social y
ajena a todas las instituciones formales, pretende la conformación de un individuo en relación directa con la naturaleza,
aislado de toda noción de autoridad y servidumbre que termina exponiendo, como alumno ideal, el modelo de un
campesino virtuoso que se caracteriza por un oficio práctico –carpintería-, y que desdeña incluso la lectura con la única
excepción del Robinson Crusoe.
¿Por dónde empezar a la hora de exponer las distintas marcas textuales que hacen de Frankenstein un intertexto claro,
aún con distancia irónica, de la propuesta pedagógica del Emilio?
Toda la historia está impregnada de alusiones a este proyecto pedagógico que, enemigo de las formalidades y los
peligros de los vicios sociales, reivindican una vida sencilla pero íntegra, humilde pero virtuosa, siempre compenetrada
con una sabiduría que se considera inherente a la naturaleza. Así, Víctor destaca la virtud de su padre al abandonar
muchas de las tareas públicas de su profesión para consagrarse a la educación de sus hijos, una educación que se
destaca por un método eficaz y heterodoxo, basado en principios que nos recuerdan constantemente el proyecto del
Emilio: “Nuestros estudios nunca eran forzados. […] En lugar de que el estudio se nos volviera odioso por el castigo,
amábamos la disciplina.[…]Quizás no leímos tantos libros como los educados por los métodos convencionales, pero lo
que aprendimos se imprimió más profundamente en nuestra memoria”. Es de destacar la disposición de la familia
Frankenstein a hacerse cargo de parientes o huérfanos para ocuparse de su educación, y así evitar dejarlos en manos
de madrastras o comadronas, una de las máximas preocupaciones del libro primero del Emilio. Igualmente destacable es
la alusión a personajes que, evidentemente humildes ante la erudición y las ambiciones de Víctor o Walton, logran dentro
de su sencillez una virtud y una vida recta de la que éstos últimos se desvían. Walton, todavía enceguecido por sus
ambiciones, se refiere al contramaestre de su tripulación, un hombre que pasó toda su vida en un barco, que “apenas
tiene una idea que vaya más allá de sogas y velas”, pero que demuestra una nobleza y una entereza moral sumamente
destacables. Por lo demás, el pequeño Ernest, el único sobreviviente de la familia Frankenstein, es a la vez el joven
destinado a ser granjero, profesión propuesta por Elizabeth con argumentos de eco roussoniano: “la vida de un granjero
es muy saludable y feliz; y es la menos dañina y la más benéfica de las profesiones” . También la historia pedagógica de
Clerval, el amigo y compañero de formación de Víctor, nos remite al horizonte de ideas del Emilio. Entregado a las
lecturas de los romances, la poesía, los libros de fantasía, Clerval debe disputar con su padre para desarrollar su
formación intelectual. Su padre, un práctico mercader, le había dicho que puede hacer “diez mil florines al año sin el
griego”, participando de este debate roussoniano que, en desmedro de las ciencias y las artes, llega a exaltar las virtudes
de los oficios más modestos pero más útiles. Sin embargo, los estudios de Clerval son menos pecaminosos que los de
Víctor: lejos de interesarse por las ciencias que pretenden desafiar la naturaleza e ir más allá de lo posible, Clerval se
interesa por el mundo interior, por el alma humana, y tiene el acierto de valorar la sabiduría de la naturaleza. En efecto,
una vez realizada la obra funesta de Víctor, Clerval lo ayuda a salir de su estado de fiebre nerviosa y desesperación
mediante estudios orientalistas, una cultura en cuyas obras “la vida parece consistir en un sol tibio y un jardín”. Este
respeto por la grandeza de las pequeñas cosas y el amor por la naturaleza, termina consolando momentáneamente a
Víctor quien, sobre la influencia de su amigo, afirma que despertó los mejores sentimientos de su corazón por haberle
enseñado a “amar nuevamente el aspecto de la naturaleza y las caras alegres de los niños”. Sin embargo, el núcleo del
problema de la educación se ubica en la instrucción que recibe el monstruo de manera casi siempre autodidáctica. En
estos capítulos, tal vez los más notables de la novela, la cuestión pedagógica y el intertexto roussoniano resulta tan
explícito como implícito, y es aquí en donde se da al mismo tiempo el mayor nivel de homenaje y de distancia irónica. El
monstruo, un ser tan poco catalogable como el conjunto de la obra roussoniana, posible símbolo de ésta, es a la vez la
obra prometeica que viola la naturaleza y la criatura más natural del mundo. Parado con su enorme talle en medio de la
encrucijada entre el amor y el odio a la humanidad, entre la soledad y el deseo de sociedad, su educación, parodia y
homenaje de todas las teorías roussonianas, podría encabezarse con la siguiente cita del Emilio:
“Un alumno que está en contacto con la naturaleza, acostumbrado a bastarse a sí mismo, que no está adscrito a ningún
lugar, que no tiene ninguna tarea ni otra ley que su voluntad, se acostumbra a no dar un solo paso sin considerar sus
consecuencias; él no habla demasiado, actúa, no sabe una palabra de cuanto se hace en el mundo, pero sabe hacer
muy bien aquello que le conviene. Como está sin cesar en movimiento, se ve obligado a observar muchas cosas”
(Em.,p.133).

El monstruo, un autodidacta silvestre, encarna de manera confusa una suma de doctrinas y teoría que, indistintamente,
evocan el ensayo sobre el origen de las lenguas de Rousseau , la tabula rasa de Locke , y todas las discusiones sobre
aspectos morales y sociales que uno quiera y pueda analizar en esta criatura conformada con restos de doctrinas y
cadáveres. Sin embargo, bastaría escrutar las páginas del Emilio para seguir encontrando pedazos de Rousseau
insertados en cada uno de sus miembros. Dice Rousseau: “Nuestros primeros profesores de filosofía son nuestros pies,
nuestras manos, nuestros ojos” (Em.,p.140). El monstruo, al descubrir el maravilloso fuego, se quema para reflexionar,
como un rústico Heráclito, sobre lo extraño que resulta el que de una misma causa se produzcan efectos tan opuestos.
Tal como el hombre en estado de naturaleza, su mirada adánica, sin el auxilio de ninguna instrucción formal, se realiza al
descubrir “una luz que aparece en el cielo”, o que un sonido placentero provenía de la garganta de pequeños animales
alados. “¿Por qué la educación de un niño no comienza antes que él hable y que él oiga? (Em.,p.67)” se pregunta
Rousseau. En efecto, así comienza la educación del monstruo, pero tarde o temprano, gracias a la familia francesa, la
instrucción de la sociedad llega a su conciencia, y con ella las tribulaciones. Espiando por un agujero, siguiendo las
lecciones de francés impartidas a la joven Safie –quién, como compañera de estudios, nos recuerda a la Shopie de
Emilio-, el monstruo toma conciencia de la historia universal, de la organización social, de las costumbres y, para su
desgracia, de su propia situación en el mundo: “Y qué era yo”, se pregunta, cual un invertido narciso, al ver su rostro en
el espejo, la diferencia entre él y los hombres, y sobre todo al ser rechazado, atacado y despreciado por ellos. Los libros
que adquiere, significativos desde varios puntos de vista , le proporcionan un conocimiento que trae como consecuencia
una sucesión de desgracias y lamentos:

“Emilio aprenderá a leer y a escribir perfectamente antes de la edad de diez años, pero preferiría más que no supiese
leer nunca” (Em.,p.130).

Padeciendo la misma suerte que su creador, víctima de su propia sabiduría, el monstruo encarna otro de los tópicos
asociados al problema de la educación pero que merece un capítulo aparte: el conocimiento científico.
La ciencia.

En su Discurso sobre las ciencias y las artes, Rousseau escribió una frase que, con total pertinencia, podría haber
servido de epígrafe para el relato y la enseñanza que Víctor Frankenstein le transmite a R. Walton:

“Según una antigua tradición que de Egipto pasó a Grecia, un dios enemigo del reposo de los hombres fue el inventor de
las ciencias ”.

La ciencia, poderosa impronta de la ilustración, atañe al problema de la educación y del conocimiento, y atraviesa, como
un factor negativo, la novela de M. Shelley. Ya desde el prefacio se indica que algunos científicos y fisiólogos alemanes
opinan que no es imposible lo que narra la ficción, lo cual es todo un disparador para analizar esta obra en el contexto
científico de su tiempo. Walton, al igual que Víctor en su momento, es un joven deseoso de emprender una carrera
científica que se presenta sin límite alguno para sus aspiraciones: “descubrir la fuerza milagrosa que atrae a la aguja” […]
“profundizar observaciones astronómicas” […] “averiguar el secreto del imán ”. Lo que Walton experimenta es, en sus
palabras, una “ardiente curiosidad”. Esta curiosidad ilimitada, prometeica, capaz de proceder enceguecida, sin ningún
reparo en sus consecuencias, es la misma que atormentaba a Víctor cuando, ya inmerso en sus estudios superiores,
pretendía descubrir la manera de evitar que existan las enfermedades, o que hubiera un modo de que el hombre sea
invulnerable a la muerte violenta. Su máxima aspiración, saber de dónde proviene la vida, se consuma hasta el punto de
lograr una obra que desafía y viola el orden de la naturaleza: encontrar el modo de avivar la materia inerte. La obra de
Víctor Frankenstein implica, desde un punto de vista roussoniano, el peor defecto del género humano: no aceptar la
naturaleza tal cual es. El principio del Emilio, tantas veces citado, y con razón, para demostrar el carácter roussoniano de
esta novela, resulta ciertamente ilustrativo:

“Todo es perfecto al salir de manos del hacedor de todas las cosas; todo degenera entre las manos del hombre. (…) Él lo
trastorna todo, lo desfigura todo, ama la deformidad, los monstruos; el no quiere nada tal y como lo ha hecho la
naturaleza, incluso el hombre…(Em.,p35)”.

La monstruosidad es, tanto en la novela de M. Shelley como en la obra de Rousseau, el resultado que logra el hombre al
salirse de la ley natural. Una obra que no provenga de la naturaleza no puede ser sino monstruosa: los monstruos que
engendra la razón ilustrada son los monstruos de la ciencia, el conocimiento abstraído de la ley misma de la vida. El
relato de Víctor, en el momento final de su vida, cuando no queda ya ninguna esperanza para su felicidad, procura, al
menos, evitar la desgracia en los otros: Víctor le dice a Walton y a nosotros, los lectores, que de ninguna manera puede
permitirse revelar el secreto de la vida, porque ello no conlleva otra cosa que la desgracia. El conocimiento que nos lleva
más allá del orden vital dispuesto por la naturaleza es el pecado del fruto prohibido, la única manzana que no hay que
morder. El precio de cometer este error es, en principio, el destierro permanente, la ruptura con todo orden natural que
implica una falta de armonía, una proscripción de la paz interior y la paz con el entorno. Pero tanto el problema de la
educación como el problema de la ciencia están relacionados con otros tópicos que merecen ser tratados aparte y tienen
que ver con los problemas en torno a la moral, la familia, y la soledad.

La moral, la familia y la soledad.

El problema de la moral es, tanto en Rousseau como en M. Shelley, un candente tema filosófico que no puede
desvincularse de ninguno de los demás problemas.
En Frankenstein este problema se presenta como una de las máximas aspiraciones de la autora: el Prefacio enfatiza que
escribe esta obra con un propósito moral, que es mucho más que una ficción , que no le es indiferente el modo en que el
lector pueda verse afectado con las tendencias morales de los personajes y que, al respecto de este propósito, persigue
el fin de “exhibir la amabilidad del efecto doméstico y la excelencia de la virtud universal”. Tal como sucede con la obra
de Rousseau, el problema de la moral conduce al hombre a un compromiso o a un aislamiento con respecto a su
entorno. Aquí es donde, sin salirnos de un parentesco, podemos identificar algunas divergencias entre Frankenstein y el
intertexto roussoniano: mientras que la novela de M. Shelley enfatiza el círculo doméstico y la virtud de la familia, la figura
virtuosa de Rousseau es más bien la del hombre solitario que, en la novela, se condensa en la figura de un Víctor caído
en falta, o del monstruo mismo. Sin embargo, tanto en Rousseau como en Frankenstein, el problema de la moral resulta
inseparable del problema social: los personajes de Mery Shelley se quedan solos cuando caen en falta, así como
Rousseau es condenado a la soledad debido a los vicios de las sociedades que condenan su obra y lo persiguen a causa
de sus virtudes. Mientras que para el Rousseau de las Confesiones la soledad es una felicidad, aunque se la impongan
como castigo, Víctor Frankenstein la sufre como un infortunio, ciertamente como un castigo merecido. Sin embargo, el
problema de la familia es lo que unifica los textos de los dos autores. Así se prueba con un fragmento correspondiente al
final del libro primero de las Confesiones:

“En el seno de mi religión, de mi patria, mi familia y mis amigos, habría vivido tranquila y dulcemente, cual convenía a mi
carácter, en la monotonía de una ocupación grata y de una sociedad propia para mi corazón. Habría sido buen cristiano,
buen ciudadano, buen padre de familia, buen artesano; en resumen: un hombre de bien. (…) En lugar de todo
esto…¡Qué espectáculo voy a presentar!” .

Esta presentación de la vida de Rousseau, palabras que podría haber pronunciado Víctor Frankenstein para presentar la
suya, expone claramente el intertexto. Las penas de Rousseau, la historia de su destierro y de sus infortunios con la
sociedad, comienzan desde el mismo día en que, movido por sus ambiciones, decide abandonar el hogar paterno y la
vida familiar. Esta es la desgracia de Víctor Frankenstein: un ginebrino que, como Rousseau, fue educado en la moral
protestante de una familia que se debía a su patria. Sin embargo, al contrario de la vida de Rousseau, marcada
prontamente por la orfandad y el abandono, la novela de M. Shelley, más centrada en las virtudes de la familia, enfatiza
la infancia feliz de Víctor y su pertenencia a una familia conformada por un linaje de hombres de Estado, comprometidos
con la Confederación y los deberes de su patria. Este virtuoso círculo doméstico, base del buen vivir y de la buena
sociedad, es lo que pierde Víctor Frankenstein al dejarse llevar por sus ambiciones científicas. Su tarea científica es en
todo punto inconciliable con el virtuosismo de la vida familiar, hasta el punto que termina por destruir a todos. Escribe
Rousseau en el Emilio: “No existe cuadro más encantador que el de la familia, pero un solo rasgo alterado desfigura a
todos los demás (Em.,p50)”. Una vez consumada la obra, y echado a andar el monstruo, ya no es posible volver al orden
familiar: por más que Víctor se proponga dejar la ciencia, desposarse con Elizabeth y no volver a desviarse de los
consejos de su padre, la cadena de desgracias que provoca este “rasgo alterado” empieza con la muerte de su hermano
menor para terminar, luego del asesinado de Elizabeth en su noche de bodas, con la de toda su familia: “si nadie dejara
que sus planes interfirieran con la calma de los afectos domésticos, Grecia no habría sido esclavizada, César habría
salvado a su país, América hubiera sido descubierta más gradualmente y los imperios de México y Perú no hubieran sido
destruidos”. Desde entonces, Víctor se convierte, como el Rousseau de las Confesiones, como su propio monstruo, en
un ser obligado a “errar incesantemente sobre la tierra”. A partir de aquí podemos analizar, a través de los escritos
autobiográficos de Rousseau, una serie de paralelismos imprescindibles entre todos estos textos. Conviene para ello
recordar el problema de las consecuencias del triunfo de sus conocimientos, causa de todas las desgracias, y volver al
punto pedagógico de sus respectivas formaciones.
Tal como le sucede a su creador, el monstruo experimenta la misma desdicha luego de haberse ilustrado mediante la
lectura de una serie de libros: “con el conocimiento se agravó la tristeza. ¡Ojala hubiera permanecido para siempre en mi
bosque natal, sin conocer ni sentir nada fuera del hambre, la sed y el calor”. En el mismo momento de la ilustración, el
monstruo siente lo mismo que sintió Víctor al final de su carrera: el deseo de convertirse, como el Rousseau de las
Ensoñaciones, en un ser despojado de las penas y las maldades de la sociedad humana; un hombre dispuesto a
terminar su vida -si los demás lo hubieran permitido- en un lugar como la isla de Saint-Pierre, destacable por lo salvaje e
incontaminado de su naturaleza. Un solitario sin más ocupación que la de compenetrarse con la naturaleza mediante el
placer de la botánica, pero prescindiendo de todo libro o laboratorio, y sobre todo “ignorante de cuanto se hacía en el
mundo ”.

Las confesiones, las ensoñaciones y las conclusiones.

Los textos autobiográficos de Rousseau, particularmente Las confesiones y las Ensoñaciones de un paseante solitario,
se destacan por la voz narradora de un yo lírico que enfatiza su subjetividad. Este sesgo subjetivo y emocional que, en
desmedro del racionalismo ilustrado, da los sentimientos un estatuto de verdad, termina realizando, en sus propias
palabras, “una empresa que no tiene precedentes” y que conformaría las bases del movimiento romántico en toda
Europa. La novela de Mery Shelley es uno de los mejores ejemplos para demostrar la influencia de Rousseau en el
romanticismo inglés. El yo confesional roussoniano, intensamente subjetivo y recién divorciado de todos los paradigmas
ilustrados, cuyas marcas todavía le atormentan, se corresponden tanto en forma como en contenido con las primeras
personas que narran Frankenstein. Este parentesco es tan notable que por momentos toparemos con párrafos enteros
de Víctor o del monstruo que tranquilamente podríamos haber leído en las Confesiones o en las Ensoñaciones, y
viceversa:

“La primera sorpresa fue espantosa. Yo, que me sentía digno de amor y de estima, yo que me creía honrado, querido
como merecía serlo, me vi transformado en un monstruo horroroso como nunca había existido ”.

Esta frase de Rousseau, que podría haber pronunciado el monstruo de Mary Shelley luego de verse por primera vez en
el estanque , puede ser un punto de partida para considerar que, en las voces narradoras de Frankenstein, no hay otra
cosa que el espíritu y la pluma de Rousseau evocado con respeto y con distancia irónica. Así, la unión del monstruo y de
Víctor Frankenstein, pueden conformar las dos caras de una misma moneda, el alma y el cuerpo de un mismo ser que,
fusionándose permanentemente e invirtiendo sus papeles, se persiguen uno al otro hasta el punto de crearse y
exterminarse recíprocamente. La primera vez que Víctor ve al monstruo en Suiza, sus palabras son las siguientes: “veía
en él la imagen de mi propio vampiro, mi espíritu liberado de la tumba, obligado a destruir todo lo que yo amaba”. Las
ideas de Rousseau, que oscilan, a veces de un modo increíblemente armónico, entre la misantropía y el amor a la
humanidad, lo revolucionario y lo conservador, lo íntimo y lo popular, prefiguran esta danza macabra entre el creador y la
criatura del texto de Mery Shelley, confluencia de todos los tópicos del romanticismo. ¿Cómo no evocar el monstruo de
Frankenstein cuando leemos, al principio de las Confesiones, las palabras de un ser desplazado de la sociedad humana
que se presenta como alguien que no es como ninguno de cuantos ha visto, más aún, “como ninguno de cuantos
existen”? ¿Cómo evitar la imagen del Rousseau en el quinto paseo de las Ensoñaciones, navegando en el lago de
Bienne, cuando Víctor se abandona a su soledad en los paisajes de Belrive, muchas veces dispuesto a zambullirse en el
lago? Víctor Frankenstein y su creación, deliberando y midiéndose en la cumbre del Montanvert, son, sin más, Rousseau,
Rousseau mismo frente a su obra, aquella obra que lo ha condenado a la persecución, a la errancia, a la soledad,
aquella creación que lo ha dejado en la isla de Saint-Pierre frente a frente con su propia alma, aislado de todo y de todos.
Porque no sólo el tono, el estilo, la magnificencia del yo confesional de Frankenstein evocan el carácter precursor de las
autobiografías roussonianas: también lo hacen los hechos, el argumento, el entramado mismo de la historia. Por aquí y
por allá encontramos en el contenido de la novela hechos que asociamos fácilmente al escritor ginebrino: el deseo de
Walton, como el de Rousseau, de encontrar un amigo que lo comprenda; el incidente del monstruo con el niño, como el
de Rousseau con el hijo del tonelero en las Ensoñaciones; el juicio de Justine, ante la callada culpa de Víctor, como el
juicio del robo de la cinta en las Confesiones. Al respecto, es de destacar la imagen en la que el monstruo, despertando a
la existencia, comienza a descubrir el mundo con frases tales como “una suave luz apareció en el cielo y me produjo una
sensación de placer”. Esta escena se parece demasiado a la del accidente que sufre Rousseau en el segundo paseo de
las ensoñaciones, en tanto que, al despertar, vuelve a descubrir el mundo de manera adánica, tal como la criatura:

“Vi el cielo, algunas estrellas y un poco de verdor. Esta primera sensación constituyó un momento delicioso.(…) En ese
instante nacía a la vida y parecíame que con mi leve existencia llenaba todos los objetos que veía” (Ens., p.20).

Pero, más allá de estas similitudes argumentales, resulta evidente que el mayor grado de parentesco entre Rousseau y
los personajes de Frankenstein se halla en estas voces narradoras de Víctor y de su criatura, cuyos papeles y suertes se
entremezclan y fusionan generando, en su conjunto, un único ser desdoblado que ficcionaliza el intertexto roussoniano.
Víctor y el monstruo, leídos de esta manera, conforman una sola criatura representada en la relación del creador con su
obra que, a la vez, representa el intertexto roussoniano conformando una subjetividad dividida, deformada por pasiones y
paradojas, cuya suerte no es otra que la de ser aborrecidos por la sociedad y condenados a la soledad de una naturaleza
sabia, redentora, de la que nadie tendría que haberse desviado nunca. El hecho mismo de la monstruosidad literal nos
hace pensar que, al mismo tiempo de un homenaje, Rousseau es leído en la novela de M. Shelley con alguna distancia
irónica: este monstruo, un ser educado en la soledad, perseguido por los hombres y, pese a su origen, absolutamente
compenetrado con la naturaleza, representa bajo la forma de un hecho mucho de lo que en Rousseau es un concepto .
En conclusión, debemos notar que este carácter contradictorio, paradójico, bipolar de la novela, es al mismo tiempo lo
que caracteriza a la obra misma de Rousseau. Lecercle, en un estudio que lee la figura de Frankenstein en tanto un mito
moderno, enfatiza el carácter contradictorio de la novela como un rasgo estructural. Una de las claves más importantes
para explicar este carácter contradictorio está dada por el contexto histórico:

“Entre la generación de Godwin y de Shelley, media el triunfo de la reacción en Inglaterra, la revulsión frente al terror en
la mayoría de los intelectuales británicos favorables a la Revolución (como Wordsworth y Coleridge), el fracaso de ésta y
la guerra en Europa” .

Entre la admiración y el rechazo, el triunfo y el fracaso, la adhesión y la crítica a la Revolución Francesa propia de la
segunda generación romántica, tenemos pues una novela que, como la obra de Rousseau, nos sumerge en un mundo
discursivo lleno de tensiones. Lacercle observa que la novela de M. Shelley tiene, como elemento invariante, una tensión
entre la hybris y la rebelión, entre Prometeo y Fausto, entre naturaleza y sociedad. El monstruo mismo, malvado y
benévolo al mismo tiempo, es una mezcla de Adán y Satán que bien podría simbolizar la fascinación y el rechazo
simultáneos que experimentan los ingleses radicales ante la Revolución.

Podríamos pensar que la figura del monstruo nos suscita los mismos sentimientos encontrados que la obra de Rousseau
y la Revolución Francesa pudo haber generado en M. Shelley: por un lado, un inevitable sentimiento de rechazo, el
acatamiento de la condición monstruosa como tal; por el otro, un sentimiento de solidaridad, en incluso de admiración,
basado en el hecho mismo de que la sociedad, por su hostilidad e hipocresía, no es a nuestros ojos nada mejor que el
objeto de sus críticas y merece las garras de este ataque monstruoso, ¿no es esta la idea general de las Confesiones, un
texto que, al tiempo que expone sus propios defectos, persigue el propósito de denunciar los defectos ajenos, los de los
normales, los perseguidores, la sociedad entera?

Rousseau, la Revolución Francesa y la dualidad conformada por el monstruo y Víctor Frankenstein: monstruos de dos
cabezas. Cada uno de estos textos, hechos históricos, obras filosóficas, son monstruos de dos cabezas que, al tiempo
que nos fascinan, nos producen todo tipo de rechazos, muchas veces oscilando entre la insurgencia y el
conservadurismo, la misantropía y la filantropía, el respeto por la sociedad y el amor a la soledad. Estos sentimientos
ambivalentes, encontrados, contradictorios, son propios de la experiencia del lector de Frankenstein y del lector de
Rousseau así como del método mismo de éste último, un método tan controvertido como efectivo, resumido de manera
explícita en el libro segundo del Emilio y, sin duda alguna, un posible epígrafe para el prefacio de la novela de Mary
Shelley:

“Lectores vulgares, perdonadme mis paradojas: es preciso caer en ellas cuando se reflexiona, y sea cual sea lo que
podais decir, yo prefiero más ser hombre de paradojas que hombre de prejuicios” (Em., p.101).

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