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Características de la novela realista para Maupassant, según su prólogo de

Pedro y Juan:

Ilusión de lo verdadero

La novela no tiene como finalidad contar una historia, divertir o enternecer, sino
forzar al lector a comprender el sentido oculto de los sucesos. La vida debe
presentarse de manera muy semejante a la realidad pero con sencillez. En ella se
evidencia una visión personal del mundo mediante la ilusión de lo verdadero, es decir,
que se debe provocaruna profunda sensación de verdad.

Historia de los personajes:

La novela no está centrada en la trama o en los acontecimientos, sino en el devenir de


los personajes, que hacen una transición de una etapa de sus vida a otras, según las
circunstancias personales y los problemas que viven, así como los sentimientos que
hacen que esos personajes se transformen.

Selección de los hechos:

No se cuentan todos los acontecimientos que viven los personajes, sino aquellos que
son determinantes para mantener el interés de la historia, así resulten inadvertidos
para algunos lectores.

Psicología oculta:

No se explica extensamente el estado psicológico de los personajes. Se presentan


acciones o gestos mediante los cuales el estado de ánimo del personaje lo conduce a
una situación determinada.

Precisión en el lenguaje:

Siempre existen las palabras y los términos precisos para expresar lo que se quiere
dar a entender, por eso, el arte está en utilizar en el lugar preciso, las palabras
correctas y no recurrir a artificios del lenguaje.

NOVELAS
(Romans)
Publicado en el Gil Blas, el 26 de abril de 1882

En la cabecera de su nuevo volumen titulado Quatre Petit Romans, nuestro colega


Jean Richepin ha escrito un interesante prólogo, que los lectores del Gil Blas ya
conocen.
Este prólogo es una especie de análisis del libro, análisis hecho bajo un agradable
tono de obligado a convencer.
Encierra muchas cosas justas a mi parecer; pero contiene también la siguiente
frase: « La bonita malicia de inventariarme un apartamento con la minuciosidad de un
alguacil. El poderoso esfuerzo de advertir como el Sr. Chose tiene la nariz torcida,
como la Sra. Machin tiene la nuca girada, como unas personas cualesquiera gesticulan,
escupen, comen, y se dedican a todas su funciones ordinarias !»
Pues bien, esa frase me inquieta. Contiene en resumen todas las críticas, dirigidas a
las escuelas llamadas realistas, naturalistas, etc., que se pueden, creo, considerar en
bloque bajo esta denominación: «Escuelas de lo verosímil»
¡ Oh ! no niego que no se haya abusado a menudo de la descripción a ultranza; no
cuestiono que no se haya hecho con frecuencia lo principal de lo accesorio; no pongo
en duda que la psicología sea la cosa esencial de las novelas vivas, pero creo que
suprimir de esas obras la descripción, sería suprimir la indispensable puesta en
escena, destruir la verosimilitud palpable, quitar todo el relieve a los personajes,
arrancarles su fisonomía característica, y descuidar voluntariamente el darles el
famoso golpe de toque artístico. Eso sería, en una palabra, suprimir todo el trabajo del
artista para no dejar más que aflorar la tarea del psicólogo.
En toda novela de gran valor existe una cosa misteriosamente poderosa: la
atmósfera especial, indispensable en ese libro. Crear la atmósfera de una novela, hacer
sentir el medio donde actuarán los seres, es hacer posible la vida del libro. He aquí a lo
que debe limitarse el arte descriptivo; pero sin eso nada vale.
Vea con que cuidado Dickens sabe indicar los lugares donde se desarrolla la acción.
Y hace más que indicarlos, los muestra, los hace familiares, convirtiéndolos de ese
modo en más auténticos, incluso necesarios para la peripecias del drama que,
presentado en otro entorno, perdería su relieve y emoción.
Cuando nos presenta un personaje, lo describe hasta en sus tics, en las menores
costumbres de su cuerpo, en sus movimientos ordinarios; e insiste y se repite.
He citado a Dickens, porque hoy es un maestro indiscutible, que no es francés, y
que ese novelista ha llevado tan lejos como es posible el arte de dar una vida exterior
a sus figuras, hacerlas tangibles como seres encontrados, llevando hasta la
exageración esa necesidad del detalle físico.
La parte psicológica de la novela, que es seguramente la más importante, no
aparece pujante más que gracias a la parte descriptiva. El drama íntimo de un alma no
me encogerá el corazón si no veo bien claramente la figura tras la cual esa alma se
oculta.
Parece que se podrían clasificar las novelas en dos categorías bien distintas:
aquellas que son claras y aquellas que son vagas. Las primeras son las novelas bien
puestas en escena, las segundas las novelas explicadas simplemente por la psicología.
Algún extremo que sea el merito de estas últimas, siempre queda confuso para mí, y
pesado, haciéndomelas indigestas e indistintas. Ellas tienen su ejemplo en las notables
obras psicológicas de Stendahl cuyo valor no aparece más que por la reflexión, cuyas
cualidades parecen ocultas en lugar de saltar a los ojos, de ser luminosas, coloreadas,
puestas en su lugar por la mano de un artista.
Los interiores de los personajes tienen necesidad de ser comentados por sus
gestos.
¿ Acaso los hechos no son las traducciones inmediatas de los sentimientos y las
voluntades ? ¿ Explicar el alma por la lógica inflexible de las acciones, no es más difícil
que decir: - El Sr. X...pensaba esto, luego esto, hacía esta reflexión, luego esta otra, etc.,
etc. ? ¿ Describir el medio donde se desarrollará la aventura, de un modo tan claro que
esa aventura suceda allí como en su ambiente natural; mostrar los personajes tan
poderosamente que todos sus bajezas sean adivinadas nada más verlos; hacerles
actuar de tal modo que se desvelen al lector, únicamente por los actos, no sería eso
hacer verdadera novela, en la estricta y, al mismo tiempo, más grande acepción del
término ?
Voy más allá. Considero que el novelista no tiene nunca el derecho de calificar a un
personaje, de determinar su carácter mediante razones explicativas. Debe
mostrármelo tal cual es y no decírmelo. Yo no tengo necesidad de detalles
psicológicos. Yo quiero hechos, nada más que hechos, y llegaré a las conclusiones
totalmente solo.
Cuando se me dice: « Raoul era un miserable », no me emociono, pero me
estremezco si veo a ese Raoul comportarse como un miserable.
En el novelista, la filosofía debe estar velada.
El novelista no debe quejarse, ni chismorrear, ni explicar. Solo los hechos y los
personajes deben hablar. Y el novelista no debe concluir; eso solo pertenece al lector.
Esta cuestión de arte, muy confusa en muchos espíritus, daría tal vez la explicación
de los odios literarios. Hay personas que no pueden comprender que se les diga: « La
pobre mujer era muy desgraciada », aquellos no penetrarán nunca en los grandes
artistas cuyo misterioso poderío es del todo intencional, y sobrio en comentarios.
La obra lleva su indeleble marca por su materia y contextura; pero nunca se ve
surgir su opinión, ni sus deseos profundos de explicarse mediante razonamientos. Y
cuando describen, se diría que los hechos, los objetos, los paisajes se elevan, hablan, y
se cuentan a ellos mismo; pues hace falta una genial y total original impersonalidad
para ser un novelista auténticamente personal y grande.

Dejemos esta cuestión que necesitaría para ella sola un volumen de argumentos.
Me he dejado llevar por una frase en lugar de hablar únicamente, como pretendía, del
muy notable volumen de Jean Richepin. El primer relato, Soeur Doctrouvé, es la simple
y poderosa historia de una pobre joven de noble familia que se sacrifica a su nombre,
deja a su hermano su parte de la herencia, y entra en el claustro a la hora del primer
estremecimiento de los sentidos. Hecha para el amor, se convierte pronto en una
especie de mística, de exaltada voluntaria, salvajemente religiosa; pero he aquí que se
entera de pronto de la boda de ese querido hermano con la hija, dos veces millonaria,
de un banquero judío; y todo se rompe en ella, todo, hasta su creencia en Dios; y
muere desesperada, victima de su heroico e inútil sacrificio. Sobria y poderosa, esta
novela da frío al corazón en su desnuda verdad.
El segundo relato, M. Destremeaux, es la curiosa historia de un pobre payaso
enriquecido que se enamora de una muchacha, y, arruinado de repente en la víspera
de la boda, se aleja solicitando tres años para rehacer su fortuna perdida.
Sale adelante. Pero, cegado por el amor, no había revelado al padre de su
prometida la humillante profesión de donde venía su dinero.
Entonces, en el momento de apoderarse de la felicidad prometida, se confiesa en
una larga y muy hermosa carta, llena de orgullo y de humildad, pero la familia
indignada le rechaza.
Luego, una noche, como la muchacha, ahora casada, asistía a los espectáculos
circenses, lo reconoce en el momento en el que él va a ejecutar un salto vertiginoso.
Ella da un grito; él la ve, arroja un beso hacia ella y, lanzándose al vacío, acaba
rompiéndose la cabeza a sus pies.
Me gusta menos el tercer cuento: Une Histoire de l'Autre Monde. Pero, tengo ese
defecto, pues debe ser un defecto el rebelarme contra las extraordinarias aventuras
que solo me dejan el mayor asombro que se haya podido imaginar de las cosas tan
inverosímiles.
El volumen se termina por una notable novela histórica, que es verdadera en el
fondo, aunque sorprendente, pues los personajes se llaman los Borgia.
Es el relato de los inicios del famoso César Borgia, ese hijo de papa que, amante de
su hermana Lucrecia, fue el rival de su padre, y el asesino de su hermano,,, y otras
cosas aún.
Esta espantosa historia, contada con un tono tranquilo de historiador y de
novelista que mira con interés a esos seres singulares, toma una intensidad natural en
los mismos hechos. Y es allí, en mi humilde opinión, donde se da el más excelente
fragmento del nuevo libro de Jean Richepin.

26 de abril de 1882

LOS BAJOS FONDOS


( Les bas-fonds )
Publicado en Le Gaulois, el 28 de julio de 1882

El Sr. Albert Wolff, criticando vehementemente las tendencias de la joven escuela


literaria, le reprocha no estudiar otra cosa que los bajos fondos, y añade, con razón: «
Pero esas palabras ( los bajos fondos ) no implican forzosamente solamente el estudio
de las muchachas y los borrachos, a los que se llama tan graciosamente, en esa
literatura, las desvergonzadas y los sucios. Los bajos fondos de la sociedad comienzan
con la decadencia de los caracteres, con la degradación del hombre, sea cual sea la
casta que se posea. ¡ Que amplio campo abierto a la observación del novelista !
Tenemos los bajos fondos de la aristocracia, de la burguesía, de los artistas, de los
financieros y de los obreros... »
Y, tomándome personalmente aparte, el Sr. Wolff me reprocha no haber
respondido francamente, el otro día, a Francisque Sarcey. Dejando toda cuestión
personal al margen, he reivindicado la libertad absoluta, para el novelista, de elegir su
tema como éste entienda. Hoy voy, si el Sr. Wolff lo permite, a ponerme
completamente de acuerdo con él sobre esta cuestión de los bajos fondos.
La bajofondomanía, que seguramente moleste, no es más que una reacción
demasiado violenta contra el idealismo exagerado que la precede.
Los novelistas tienen hoy, ¿no es cierto?, la pretensión de hacer unas novelas
verosímiles. Admitido este principio, una vez planteado este ideal artístico ( y cada
época tiene el suyo ), el estudio único y continuo de lo que se llaman los bajos fondos,
será tan ilógico como la representación constante de un mundo poéticamente
perfecto.
¿ Qué diferencia existirá entre una obra en la que todos los personajes son
tranquilos como estatuas, y otra obra cuyos personajes son viles y criminales ?
Ninguna. Tanto en una como en la otra subsistirá una tendencia hacia el bien como
hacia el mal, que no concordaría en nada con la pretensión adoptada de describir la
vida, es decir de ser más equitativo, más justo, más verosímil que la vida misma.
En la novela tal y como la entendían nuestros mayores, se buscaba la excepción, las
fantasías de la existencia, las aventuras extrañas y complicadas. Se creaba con eso una
especie de mundo en nada humano, pero agradable a la imaginación. Este modo de
proceder ha sido bautizado como « Método o Arte idealista. »
En la novela, tal como se la entiende hoy en día, se trata de suprimir las
excepciones. Se quiere hacer, por así decirlo, un promedio de los acontecimientos
humanos y deducir de ellos una filosofía general, o más bien extraer las ideas
generales de los hechos, de los hábitos, de las costumbres y de las aventuras que se
reproducen más generalmente.
De ahí esa necesidad de observar con imparcialidad e independencia.
La vida tiene unos tiempos que el novelista debe evitar elegir, según su
metodología actual. Las necesidades imperiosas de su arte deben incluso hacerle a
menudo sacrificar la estricta verdad por la simple y más lógica verosimilitud.
Por ejemplo, los accidentes son frecuentes. Los ferrocarriles arrollan a los viajeros,
el mar los engulle, las chimeneas aplastan a los paseantes durante los golpes de viento.
Ahora bien, ¿ qué novelista de la nueva escuela se atrevería, en medio de un relato, a
suprimir, mediante uno de esos accidentes imprevistos, a uno de sus personajes
principales ?
Siendo la vida de cada hombre considerada como una novela, cada vez que un
hombre muere de esa manera, es una novela que la naturaleza interrumpe
bruscamente. En ese caso, no tenemos el derecho de copiar a la naturaleza. Pues
debemos siempre tomar los promedios y las generalidades.
Entonces, no ver en la humanidad más que una clase de individuos ( que esta clase
sea alta o baja ), más que una categoría de sentimientos, más que un solo orden de
acontecimientos, es seguramente una seña de estrechez de espíritu, un signo de
miopía intelectual.
Balzac, al que todos citamos, sean cuales sean nuestras tendencias, porque su genio
era tan variado como comprendido, - Balzac consideraba la humanidad por conjuntos,
los hechos por masas, catalogaba mediante grandes series los seres y las pasiones. Si
hoy nosotros parecemos abusar del microscopio, y estudiar siempre el mismo insecto
humano, tanto peor para nosotros. Es que somos impotentes para mostrarnos más
amplios.
Pero, tranquilicémonos. La escuela literaria actual extenderá sin duda poco a poco
los límites de sus estudios, y se desembarazará, sobre todo, de tendencias adquiridas.
Mirándolo de cerca, la persistente reproducción de los « bajos fondos » no es, en
realidad, más que una protesta contra la secular teoría de las cosas poéticas.
Toda la literatura sentimental ha vivido desde tiempos indefinidos sobre la
creencia de que existían una serie de sentimientos y de cosas esencialmente nobles y
poéticas y que únicamente esos sentimientos y esas cosas podían proporcionar unos
temas a los escritores.
Los poetas, durante siglos, no han cantado más que a las muchachas, las estrellas, la
primavera y las flores. En el drama, las mismísimas bajas pasiones, el odio, los celos,
tenían incluso algún matiz de arrebato y de magnificencia.
Hoy, se ríe de los cantores de rosas, y se ha comprendido que todas las acciones de
la vida, que todas las cosas tienen, en el arte, igual interés; pero, tan pronto ha sido
descubierta esta verdad, los escritores, por espíritu de reacción, quizás se han
obstinado a no depender más que de lo opuesto de lo que se había celebrado hasta ese
momento. Cuando esta crisis haya pasado, y deberá tocar a su fin, los novelistas verán
con mirada precisa y espíritu equitativo todos los seres y todos los hechos; y su obra,
según su talento, abarcará lo más posible de vida en todas sus manifestaciones.
Es precisamente, por desprenderse de prejuicios literarios, que se han puesto a
crear otros totalmente opuestos a los primeros.
Si hay una divisa que debe considerar el novelista moderno, una divisa resumiendo
en algunas palabras lo que busca, lo que quiere, lo que intenta, no es más que ésta:
«Trato de que nada de lo que afecte a los hombres me sea ajeno»
Nihil humani a me alienum puto.

28 de julio de 1882

IVAN TOURGUENEFF
( Ivan Tourgueneff )
Publicado en el Gil Blas del 6 de septiembre de 1883

El nombre del destacado escritor que acaba de morir, estará en el futuro entre los
grandes nombres de la historia de las letras.
Cuando Rusia salga del difícil periodo por el que atraviesa; cuando ese pueblo
joven y nuevo haya tomado su lugar en la civilización y en las artes, se reconocerá
mejor que hoy a aquellos genios que han abierto el camino.
Tourgueneff ocupará la primera fila entre esos espíritus de primera hora, por su
talento y por el papel particular que él ha desempeñado en la política mediante las
letras.
No serán más que cinco o seis, los escritores que marcharán en cabeza de la joven
literatura en su patria.
Apenas conocemos sus nombres, nosotros que no sabemos nada de lo que existe
fuera de nuestra casa.
Estos son: Pouchkine, un Shakespeare adolescente, muerto en plena fase creativa,
cuando su alma, utilizando su expresión, se ampliaba, cuando « se sentía maduro para
concebir y dar a luz poderosas obras.»
Lo mataron en un duelo en 1837.
Lermontoff, un poeta byroniano más original incluso, más vivo, más vibrante y más
violento que el propio Byron.
Lo mataron en un duelo en 1841 a la edad de veintisiete años.
Gogol, un novelista de gran envergadura, un creador de la raza de Balzac y de
Dickens.
Queda uno, bien vivo, tan político como novelista y que acaba de desempeñar un
papel considerable en los últimos años; es el conde Léon Tolstoi, el autor de ese libro
que tuvo, excepcionalmente, un gran éxito entre nosotros: la Paix et la Guerre ( Guerra
y Paz ).
Finalmente, Ivan Tourgueneff que acaba de morir.

La carrera literaria de Tourguenmeff fue de las más agitadas y de las más


singulares.
Debutó joven, muy joven. Creyéndose poeta como todos los novelistas que
comienzan, había hecho algunos versos publicados sin gran éxito. Entonces, sintiendo
el desánimo alcanzarle, dispuesto a renunciar a las letras, iba a marcharse para
estudiar filosofía en Alemania, cuando un inesperado apoyo le vino del célebre crítico
ruso Belinski. Este hombre ejerció sobre el movimiento literario de su país una
decisiva influencia, y su autoridad fue más extensa y más dominante que la de ningún
otro crítico en ningún tiempo y en ningún lugar.
Dirigía por aquél entonces una revista llamada Le Contemporain, y pidió a
Tourgueneff un pequeño relato en prosa destinado a esa antología.
El joven Tourgueneff, ardiente, liberal, educado en plena provincia, en la estepa,
habiendo visto al campesino en su casa con sus sufrimientos y sus espantosas labores,
en su servilismo y miseria, estaba lleno de piedad para ese humilde y paciente
trabajador , lleno de indignación contra los opresores, lleno de odio hacia la tiranía.
Describió en algunas páginas las torturas de estos desheredados, pero con tanto
ardor, tanta verosimilitud, tanta vehemencia y estilo, que una gran emoción se
expandió, atenazando a todas las clases sociales.
Llevado por este rápido e imprevisto éxito, continúo una serie de cortos estudios
tomando siempre como modelo, el pueblo de los campesino; y como una multitud de
flechas yendo a golpear en el mismo objetivo, cada una de esas páginas alcanzaba en
pleno corazón a la dominación señorial, al odioso principio de la servidumbre.
Fue de este modo como se compuso ese libro, a partir de ese momento, histórico,
que tiene por título: Les Mémoires d'un Seigneur russe.
Pero cuando quiso reunir en volumen todos esos fragmentos aislados, la eterna
censura lo vetó.
La casualidad de un encuentro personal en el ferrocarril con uno de los miembros
de esta institución tutelar hizo obtener al joven autor la autorización solicitad al
personaje oficial quién pagaría con su plaza esta complacencia.
El libro tuvo una resonancia inmensa, fue secuestrado, y el autor, arrestado, pasó
un mes bajo los barrotes, no en una prisión como en las que se encierra a los hombres
condenados por esa clase de delito, sino en el talego con los vagabundos y los
ladrones; luego fue exiliado por el emperador Nicolás.
Su indulto, muy reclamado por el zarevich, tardó mucho en llegar. La razón puede
ser que sobre la petición del heredero imperial, Tourgueneff habiendo dirigido una
carta al soberano no se prosterna a sus pies sagrados ( variante de nuestra fórmula: «
Vuestro muy humilde y obediente servidor.» )
Regresó más tarde a su país, pero no viviría allí demasiado. Al final, el 19 de
febrero de 1861, el emperador Alexandre, hijo de Nicolas, proclama la abolición de la
servidumbre; y un banquete anual conmemorativo fue instituido, al que asistían todos
aquellos que habían tomado parte en este gran acto político. Ahora bien, en una de
esas reuniones, un célebre hombre de Estado ruso, Milutine, llevando una tostada a
Tourgueneff, le dijo: « El zar, señor, me ha encargado especialmente repetiros que una
de las causas que más le han decidido a emancipar a los siervos es la lectura de
vuestro libro Les Mémoires d'un Seigneur russe. »
Este libro es, en Rusia, popular y casi un clásico. Todo el mundo lo conoce, lo sabe
por corazón y lo admira. Fue el origen de la gran reputación de su autor como escritor
y como liberal ( se podría decir como liberador ) al mismo tiempo que fue el principio
de su inmensa popularidad.

Pero otro rol político estaba aun reservado a este escritor: es quién debía descubrir
y bautizar a los nihilistas.
Una vaga agitación, aún naciente, se producía en la nación rusa, como esos
fermentos de enfermedad que turban durante tiempo nuestro cuerpo antes de que se
pueda descubrir de que naturaleza está afectado. Ahora bien, Tourgueneff, observador
atento y profundo, es el primero en observar este nuevo estado de los espíritus, la
eclosión lenta de esta crisis de las enfermedades populares, esta fermentación política
y filosófica aún oscura, que debía asolar Rusia completamente.
En un libro que desato gran polémica: Pères et Enfants, constata la situación moral
de esta secta naciente. Para designarla claramente inventa, crea una palabra: los
Nihilistas.

La opinión pública, siempre ciega, se indignó o se rió con sarcasmo. La juventud se


repartió en dos bandos; uno protestó, pero el otro aplaudió, declarando: « Es cierto,
solo él ha visto con precisión, nosotros somos lo que él afirma. » Es a partir de este
momento que la doctrina todavía latente, que estaba en el aire, fue formulada de un
modo preciso, de modo que los propios nihilistas tuvieron auténtica conciencia de su
existencia y de su fuerza, y formaron un partido temible.
En otro libro, Fumée, Tourgueneff sigue los progresos, la marcha de los espíritus
revolucionarios, al mismo tiempo que indica sus errores, las causas de su impotencia.
Entonces fue atacado por ambos bandos a la vez, y su imparcialidad azuzó contra él a
las dos facciones rivales.
En Rusia, como en Francia, es necesario pertenecer a un partido. Sea amigo o
enemigo del poder, crea en blanco o en rojo, pero hay que creer. Si usted se conforma
con observar tranquilamente, en escéptico convencimiento; su usted permanece ajeno
a las luchas que le parecen secundarias, o si, incluso perteneciendo a una facción, se
atreve a manifestar los fallos y las locuras de sus amigos, se le tratará como a un
animal peligroso; se le acorralará por todas partes; será injuriado, abucheado, tratado
de traidor y renegado; pues la única cosa que odian todos los hombres, tanto en
religión como en política, es la auténtica independencia de espíritu.
Tourgueneff era con razón considerado como un liberal. Habiendo descrito las
debilidades de los revolucionarios, se le trata como a un falso hermano. Él no continua
por ello menos sus estudios sobre este partido siempre creciente, tan curioso y tan
terrible, que hoy hace temblar al Zar; y su último libro: Terres vierges, indica con una
asombrosa claridad, el estado mental del nihilismo actual.
Tenía una independencia absoluta, una singular situación en su patria. Sospechoso
para las personas en el poder y sospechoso para los revolucionarios, era, en realidad,
un amigo fiel de unos y de otros y sin opinión. Los nihilistas refugiados en París
encontraban siempre su puerta abierta; también cada vez que hacía a Rusia su viaje
anual, sus amigos franceses temían alguna medida rigurosa gubernamental respecto
de él. La corte le trataba con consideración sin testimoniarle gran amistad. Pero la
juventud lo adoraba, le dedicaba unas ruidosas ovaciones en las calles de San
Petersburgo.

Su obra literaria es bastante considerable. No es este el lugar para analizarla.


Mencionemos sin embargo una bella novela: Les Eaux printanières.
Pero es tal vez en los relatos cortos donde se desarrolla la mayor originalidad de
este escritor que es un prodigioso contador.
Psicólogo profundo y artista refinado, sabe componer en algunas páginas una obra
absoluta, describir figuras completas en algunos trazos tan ligeros, tan hábiles que no
se comprende como semejantes efectos puede ser obtenidos con unos medios en
apariencia tan simples. Es un evocador de almas sin rival por hacernos penetrar en los
interiores de un ser en el que nos muestra también las apariencias como si se le viese,
y esto sin que se note nunca sus procedimientos, sus palabras, sus intenciones y sus
trucos de escritor. Sabe crear sobre todo la atmósfera de sus cuentos con un
incomparable genio. Se siente, desde que se lee una de sus obras, tomado de si mismo
en el medio que evoca, se respira el aire, se participa de las tristezas, de las angustias o
de las alegrías. Aporta a los pulmones un extraño y particular sabor, nos da el gusto de
sus libros como si se probase algún bebedizo deliciosamente margo.
También era un melancólico, pero un melancólico dulce, un resignado constatando
la miseria de las cosas y de los seres sin revolverse o indignarse. Da toda su nota
personal en sus obras maestras que se titulan l'Abandonnée, le Gentilhomme de la
steppe, Trois Rencontres, le Roi Lear de la steppe, le Journal d'un homme de trop.
Tenía, en literatura, las ideas más modernas y más avanzadas, estimando que el
novelista, no teniendo más modelo que la vida, no debe depender más que de la vida
tal y como ella es, sin combinaciones ni extraordinarias aventuras. Lo que se llama la
intriga en una novela lo indignaba, pues no comprendía como personas pueden ser de
espíritu tan ingenuo para interesarse por unos acontecimientos privados de
verosimilitud. Adoraba sin embargo a los poetas cuyo arte, por el contrario, consiste
en proporcionarnos visiones e ilusiones. Ponía en primera fila a Shakespeare, Goethe y
Pouchkine. Su espíritu claro se acomodaba mal a la abundancia sonora de Victor Hugo
que personifica la poesía francesa. Tal vez también el temperamento filosófico de
Tourguefneff se sorprendía del temperamento puramente soñador de Victor Hugo.
Las concepciones místicas, extrañamente deístas, las teorías religioso-fantásticas
del gran poeta francés, tiene una total ausencia de genio científico, y los arrebatos
sublimes pero ilógicos de su prodigioso genio poético despertaban dudas, reservas en
el espíritu claro de ese novelista filosofo que había descubierto una naciente
revolución y que se aferraba sobre todo a la idea, que penetra en los hombres tan
fácilmente, que amaba la ciencia positiva, y que fue, desde niño, rebelde a todo dogma,
a toda religión, a todo Dios, que permanecía siendo el ateo más tranquilo, el más
suave, pero el más determinado del mundo, totalmente indiferente a toda creencia
que incluso él mismo se sorprendía de perder el tiempo hablando de esas cosas.

6 de septiembre e 1883
ÉMILE ZOLA

( Émile Zola )

Publicado en la Revue politique et littéraire, el 10 de marzo de1883.

Es de los apellidos que parecen destinados a la celebridad, que suenan y que


permanecen en las memorias. ¿ Se puede olvidar a Balzac u olvidar a Hugo cuando
alguna vez se han oído pronunciar esas cortas y brillantes sílabas ? Pero, de todos los
apellidos literarios, el que quizás salta más bruscamente a los ojos y se agarra con más
fuerza al recuerdo es el de Zola. Destaca, como dos notas de clarín, violento,
escandaloso en el oído, la pronunciación de su brusca y sonora alegría. ¡Zola, que
llamada para el público ! ¡ que grito despierta ! y que fortuna para un escritor de
talento nacer dotado de este modo por el registro civil !

Y nunca un apellido mejor ha recaído sobre un hombre. Parece un desafío al combate,


una amenaza de ataque, un canto de victoria. ¿ Quién, de entre los escritores de hoy,
ha combatido más furiosamente por sus ideas; quién ha atacado con más brutalidad lo
que creía injusto y falso; quién ha triunfado más rápido y ruidosamente sobre la
indiferencia primero y la vacilante resistencia del gran público ?

La lucha fue prolongada sin embargo, antes de llegar al renombre; y como muchos de
sus antepasados, el joven escritor paso por duros momentos.

Nacido en París, el 2 de abril de 1840, Émile Zola pasa su infancia en Aix y no regresa a
París hasta febrero de 1858. Allí finaliza sus estudios, fracasando en el bachillerato, y
comienza entonces la terrible lucha con la vida. Esa lucha fue encarnizada; y durante
dos años, el futuro autor de los Rougon-Macquart vivió el día a día, comiendo cuando
podía, errante en la búsqueda de la huidiza moneda de cien céntimos, frecuentando el
monte de piedad como los restaurantes, y, a pesar de todo, componiendo versos,
versos incoloros, sin curiosidad de forma o de inspiración, de los que un cierto
número acaban de ser publicados gracias a los desvelos de su amigo Paul Alexis.

Él mismo cuenta que un invierno se mantuvo durante algún tiempo con pan mojado
en aceite, aceite de Aix que unos parientes le habían enviado; y declaraba
filosóficamente entonces:

« Habiendo aceite, uno no se muere de hambre.»


Otras veces, cazaba gorriones en los tejados y los asaba, ensartándolos con una varilla
de sujeción de las cortinas. En otras ocasiones, habiendo empeñado sus últimos trajes,
permanecía una semana entera en su domicilio, envuelto en su cobertura de cama, lo
que denominaba estoicamente « hacer el árabe ».

Se encuentra en uno de sus primeros libros, La Confession de Claude, muchos detalles


que parecen personales y que pueden dar una idea exacta de lo que fue su vida en esos
momentos.

Finalmente entra como empleado en la casa editorial Hachette. A partir de ese día sus
existencia estuvo asegurada, y cesó de hacer versos para dedicarse a la prosa.

Esta abundante poesía, fácil, demasiado fácil, como ya he dicho, apuntaba más a la
ciencia que al amor o al arte. Eran, en general, amplias concepciones filosóficas, de
esas cosas grandiosas que se versifican porque no son bastante claras para ser
expresadas en prosa. No se encuentran nunca en esos intentos, esas ideas largas, un
poco abstractas, también flotantes, pero penetrantes por una sensación de entrevista
verdad, de profundizar durante un instante descubierta, de visión sobre el infinito
intraducible, que adora el Sr. Sully-Prudhomme, el verdadero poeta filosofo, ni esos
tan tenues, tan menudos, tan finos, tan deliciosos y tan trabajadas galanterías de amor
donde destacaba por encima de todo Théophile Gautier. Es la suya una poesía sin
carácter determinado, y sobre la que Zola no se hace ninguna ilusión. Él mismo
confiesa con franqueza que al mismo tiempo de sus grandes impulsos líricos y
alejandrinos, cuando hacía el árabe en ese mirador desde donde su mirada descubría
Paris entero, a veces lo atravesaban unas dudas sobre el valor de sus cantos. Pero
nunca llegó a desesperar; y, en los mayores momentos de vacilación, se consolaba con
el siguiente pensamiento ingenuamente audaz: « A mi fe ¡ tanto peor ! si no soy un
gran poeta, seré al menos un gran prosista.» Tenía una fe robusta, derivada de la
íntima conciencia de un robusto talento, aún dormido, aún confuso, pero del que
sentía el esfuerzo para nacer, como un mujer siente remover al niño que lleva en ella.

Finalmente publica un volumen de cuentos: Les Contes à Ninon, de un estilo trabajado,


de una buena forma literaria, de un encanto real, pero donde no aparecían más que
vagamente las cualidades futuras, y sobre todo la extrema fuerza que debía desplegar
en su serie de los Rougon-Macquart.

Un año más tarde, nos daba La Confession de Claude, que parece una especie de
autobiografía, obra poco digerida, sin envergadura y sin gran interés; luego Thérèse
Raquin, un bello libro de donde salió un bonito drama; más tarde Madeleine Férat,
novela de segundo orden donde sin embargo se encuentran vivas cualidades de
observación.

Sin embargo Émile Zola había abandonado desde hacía algún tiempo ya la casa
Hachette y pasado por le Figaro. Sus artículos habían levantado polémica, su Salón
había revolucionado la república de los pintores, y colaboraba en varios periódicos
donde su nombre se daba a conocer entre el público.
Acomete la obra que debía levantar tanta polémica: Les Rougon-Macquart, que tiene
por subtítulo: Histoire naturelle et sociale d’une famille sous le second Empire.

La especie de advertencia siguiente, impresa sobre la portada de los primeros


volúmenes de esta serie, indica claramente lo que era la idea del autor.

«Fisiológicamente, los Rougon-Macquart son la lenta sucesión de los trastornos


nerviosos que se declaran en una saga familiar como consecuencia de una primera
lesión orgánica, y que determinan, según los medios de cada uno de los individuos de
esta saga, los sentimientos, los deseos, las pasiones, todas las manifestaciones
humanas, naturales e instintivas, cuyos productos toman los nombres convenidos de
virtudes o de vicios. Históricamente, parten del pueblo; se irradian en toda la sociedad
contemporánea; llegan a todas esas situaciones, por este impulso esencialmente
moderno que reciben las clases bajas caminando a través del cuerpo social; y cuentan
de ese modo el segundo Imperio con ayuda de sus dramas individuales, desde la
encerrona del golpe de Estado a la traición de Sedan.»

He aquí en que orden vieron el día las diversas novelas, aparecidas hasta el momento,
de esta serie

La Fortune des Rougon, obra larga que contiene el germen de los demás libros.

La Curée, primer cañonazo lanzado por Zola, y al que debía responder más tarde la
formidable explosión de L’Assommoir. La Curée es uno de las más notables novelas
del maestro naturalista, brillante y detallado, discutido y verdadero, escrito con
arrebato, en un lenguaje colorido y fuerte, un poco sobrecargado de imágenes
repetidas, pero de una incuestionable energía y de una indiscutible belleza. Es un
vigoroso cuadro de las costumbres y de los vicios del Imperio desde lo más bajo hasta
lo más alto de lo que se llama la escala social, desde los criados hasta las grandes
damas.

A continuación viene Le Ventre de Paris, prodigiosa naturaleza muerta donde se


encuentra la célebre Symphonie des Fromages, para emplear la expresión adoptada.
Le Ventre de Paris, es la apoteosis de los mercados, de las legumbres, de los pescados,
de las carnes. Se siente en ese libro la marea como los barcos pescadores que regresan
al puerto, y las plantas del huerto con sus sabor a tierra, sus perfumes sosos y
campestres. Y unas bodegas profundas del amplio almacén de los alimentos, subiendo
entre las páginas del volumen los asquerosos olores de las carnes pasadas, las
abominables tufos de las aves apiñadas, las pestes de las queserías; y todas esas
exhalaciones mezclándose como en la realidad, y uno tiene, leyendo, la sensación de lo
que ocurre cuando se pasa ante ese inmenso mercado de abastos: el verdadero
Vientre de París.
A continuación está La Conquête de Plassans, novela más sobria, estudio severo,
auténtico y perfecto de una pequeña ciudad de provincias, en la que un ambicioso
sacerdote se va convirtiendo poco a poco en el amo.

Luego apareció La Faute de l’Abbé Mouret, una especie de poema en tres partes,
donde la primera y tercera son, según opinión de muchos, los más excelentes
fragmentos que el novelista haya escrito nunca.

Fue el turno entonces de Son Excellence Eugène Rougon, donde se encuentra una
soberbia descripción de bautismo del príncipe imperial.

Hasta ese momento, el éxito fue lento en llegar. Se conocía el nombre de Zola, las
letras predecían su futura explosión, pero las personas de mundo, cuando se le
nombraba ante ellos, repetían: « ¡ Ah, sí ¡ La Curée », bien por haber oído hablar de ese
libro como por haberlo leído. Cosa singular: su notoriedad era más destacada en el
extranjero que en Francia; en Rusia sobre todo, se le leía y se le discutía
apasionadamente; para los rusos era ya y sigue siendo EL NOVELISTA francés. Se
comprende por otro lado la simpatía que ha podido establecerse entre este escritor
brutal, atrevido y demoledor y ese pueblo nihilista hasta el fondo del corazón, ese
pueblo cuya ardiente necesidad de destrucción se convierte en una enfermedad, una
enfermedad fatal, es cierto, teniendo en cuenta la poca libertad de la que goza
comparativamente con las naciones vecinas.

Pero he aquí que el Bien public publica una nueva novela de Emile Zola, L’Assomoir.
Se produce un verdadero escándalo. Piensen pues: el autor emplea corrientemente las
palabras más crudas de la lengua, no se amedrenta ante ninguna audacia, y sus
personajes siendo del pueblo, escribe en la lengua popular, el argot.

Esto conlleva protestas, bajas de suscriptores; el director del periódico se inquieta, el


folletín es interrumpido, luego es retomado por una pequeña revista semanal, La
République des Lettres, que dirigía por aquel entonces el gran poeta Catulle Méndes.

Desde la aparición en volumen de la novela, una inmensa curiosidad se produce, las


ediciones se agotan, y el Sr. Wolf, cuya influencia es considerable sobre los lectores del
Figaro, se levanta en armas por el escritor y su obra.

Fue un éxito inmediato, enorme y sonoro. L’Assommoir alcanzó en muy poco tiempo
la más alta cifra de ventas nunca conseguidas por un volumen durante el mismo
periodo.

Después del gran estallido de este libro, publica una obra más suave, Una Page
d’Amour, historia de una pasión en la burguesía. Luego aparece Nana, otro libro
escandaloso cuya venta incluso sobrepasa la de L’Assommoir.

Finalmente la última obra del escritor, Pot-Bouille, acaba de ver el día.


II

Zola es, en literatura, un revolucionario, es decir un enemigo feroz de lo que acaba de


existir.

Cualquiera que tiene la inteligencia viva, un ardiente deseo de novedad, cualquiera


que posea las cualidades activas del espíritu, es forzosamente un revolucionario, por
hastío de las cosas que conoce demasiado.

Educados en el romanticismo, impregnados de las obras maestras de esta escuela,


totalmente sacudidos de impulsos líricos, atravesamos en principio el periodo de
entusiasmo que es el periodo de iniciación. Pero por muy bello que este sea, una forma
se vuelve fatalmente monótona, sobre todo para las personas que no se ocupan más
que de la literatura, que la hacen de la mañana a la noche, que en ella viven. Entonces
una extraña necesidad de cambio nace en nosotros; incluso las más grandes
maravillas, que nosotros admiramos apasionadamente, nos aburren porque
conocemos demasiado sus procesos de producción, porque somos de la casa, como se
dice. En fin, buscamos otra cosa, o más bien anhelamos otra cosa; pero esa « otra cosa
» la tomamos, la remodelamos, la completamos, la hacemos nuestra; y nos la
imaginamos, con buena fe, haberlo intentado.

Es de este modo que las letras van de revolución en revolución, de etapa en etapa, de
reminiscencia en reminiscencia; pues nada ahora puede ser nuevo. Los Sres. Victor
Hugo y Emile Zola no han descubierto nada.

Esas revoluciones literarios no se hacen sin gran alboroto, pues el público,


acostumbrado a lo que existe, no se ocupa más de las letras como del paso del tiempo,
poco iniciado en los secretos de la alcoba del arte, indolente para lo que no toque a sus
inmediatos intereses, no le gusta ser desviado de sus admiraciones establecidas, y
rechaza todo lo que le obligue a un trabajo de espíritu distinto al de sus asuntos.

Está apoyado en su resistencia por todo un grupo de literatos sedentarios, el ejercito


de aquellos que siguen por instinto los surcos trazados, a cuyo talento les falta
iniciativa. Aquellos no pueden nunca imaginar nada que no exista, y cuando se les
habla de las nuevas tendencias, responden doctoralmente: « No se hará nada mejor
que lo que hay » Esta respuesta es justa; pero admitiendo que no se hará mejor, se
puede bien convenir que se hará diferente. La fuente es la misma, sea; pero se
cambiará el curso, y los circuitos del arte serán diferentes, sus accidentes de otro
modo variados.

Asi pues Zola es un revolucionario. Pero un revolucionario educado en la admiración


de lo que quiere demoler, como un sacerdote que abandona el altar, como el Sr. Renan,
sosteniendo en definitiva la Religión, de la que una personas le han creído enemigo
irreconciliable.

Asi pues, atacando violentamente a los románticos, el novelista que se ha bautizado


naturalista emplea los mismos procedimientos de exageración, pero aplicados de un
modo distinto

Su teoría es esta: Nosotros no tenemos otro modelo que la vida puesto que no
concebimos nada más allá de nuestros sentidos; por consiguiente, deformar la vida es
producir una obra mala, ya que es producir una obra errónea. La imaginación ha sido
asi definida por Horacio:

Humano capiti cervicem pictor equinam

Jungere si velit, et varias inducere plumas

Undique co11atis membris, ut turpiter atrum

Desinit in piscem mulier formosa superne...

Es decir que todo el esfuerzo de nuestra imaginación no puede llegar más que a poner
una cabeza de hermosa mujer sobre un cuerpo de caballo, a cubrir ese animal de
plumas y convertirlo en un repugnante pez; o sea a producir un monstruo.

Conclusión: Todo lo que no es exactamente verdadero está deformado, es decir es un


monstruo. De ahí a afirmar que la literatura de imaginación no produce más que
monstruos, no hay mucha lejanía.

Es cierto que el ojo y el espíritu de los hombres se acostumbra a los monstruos, que,
desde entonces, cesan de serlo, puesto que no son monstruos más que por el asombro
que provocan en nosotros.

Asi pues, para Zola, solo la verdad puede producir obras de arte. No es necesario
imaginar. Hay que observar y describir escrupulosamente lo que se ha visto.

Añadamos a esto que el temperamento particular del escritor dará a las cosas que
describa un color especial, una forma propia, según la naturaleza de su espíritu. Él ha
definido así su naturalismo: « La naturaleza vista a través de un temperamento »; y
esta definición es la más diáfana, la más perfecta que se puede dar de la literatura en
general. Este TEMPERAMENTO es la marca de fábrica; y el mayor o menor talento del
artista imprimirá una mejor o peor originalidad a las visiones que él nos traducirá.
Pues la verdad absoluta, la seca verdad, no existe, no pudiendo nadie tener la
pretensión de ser un espejo perfecto. Nosotros poseemos todos una tendencia de
espíritu que nos lleva a ver, tanto de un modo, como de otro, y lo que parece verdad a
estos parecerá un error a aquellos. Pretender hacer verdad, absolutamente verdad, no
es más que una irrealizable pretensión, y se le puede a lo sumo comprometer a
reproducir exactamente lo que se ha visto, tal como se ha visto, a dar las impresiones
tal como se las ha sentido, según la impresionabilidad propia que la naturaleza ha
puesto en nosotros. Todas esas disputas literarias son entonces sobre todo disputas
de temperamento; y se erigen muy a menudo en cuestiones de escuela, en cuestiones
de doctrina, las tendencias diversas de los espíritus.

De este modo Zola, que batalla con encarnizamiento a favor de la verdad observada,
vive muy retirado, no sale nunca, ignora el mundo. ¿ Entonces que hace ¿ con dos o
tres notas, algunas informaciones venidas de un lado y de otros reconstituye unos
personajes, unos caracteres, el agita sus novelas. El imagina en definitiva, siguiendo lo
más cerca posible la línea que le parece ser la de la lógica, frecuentando la verdad
tanto como puede.

Pero hijo de románticos, romántico él mismo en todos sus procedimientos, lleva en él


una tendencia al poema, una necesidad de engrandecer, de engordar, de hacer unos
símbolos con los seres y las cosas. Siente fuertemente esta pendiente de su espíritu; la
combate sin cesar para acabar siempre cediendo. Sus enseñanzas y sus obras están
eternamente en desacuerdo.

Que importan, del resto, las doctrinas, puesto que solo las obras permanecen; y este
novelista ha producido admirables libros que conservarán, a pesar de su voluntad,
formas de cantos épicos. Esos son unos poemas sin poesía voluntaria, sin las
convenciones adoptadas por sus predecesores, sin ninguna de las cantinelas poéticas,
sin tomar partido, unos poemas donde las cosas, sean cuales sean, surgen iguales en
su realidad, y se reflejan alargadas, nunca deformadas, repugnantes o seductoras, feas
o bellas indiferentemente, en ese espejo de aumento pero siempre fiel y escrupuloso
que este escritor lleva en él.

¿No es El vientre de Paris el poema de los alimentos; La taberna el poema del vino, del
alcohol y de la borrachera; Nana el poema del vicio?

¿Qué es esto sino poesía elevada, sino la magnífica amplificación de la ganforra?

“Estaba de pie en medio de las riquezas amontonadas en su palacio, con una multitud
a sus pies. Como esos monstruos antiguos, cuyos temibles dominios se veían
sembrados de osamentas, asentaba sus plantas sobre cráneos y la rodeaban
catástrofes: la ruina furiosa de Vandeuvres, la melancolía de Foucarmont perdido en
los mares de China, el desastre de Steiner reducido á vivir como hombre honrado, la
imbecilidad satisfecha de La Faloise, el trágico hundimiento de los Muffat, y el blanco
cadáver de Jorge velado por Felipe, salido la víspera de la cárcel. Su obra de ruina y de
muerte era un hecho; la mosca que alzó el vuelo desde la basura de los arrabales,
llevando el fermento de las podredumbres sociales, había emponzoñado á esos
hombres, sin más que posarse en ellos. Estaba bien, era justo; había vengado á su
gente, los pordioseros y los abandonados. Y mientras que en un nimbo de gloria
ascendía su sexo é irradiaba sobre esas víctimas tendidas cual un sol saliente que
alumbra un campo de matanza, conservaba ella su inconsciencia de hermoso animal,
ignorante de su tarea, siempre buena chica.”

Por supuesto, lo que ha desencadenado contra Zola á los enemigos de todos los
innovadores es el atrevimiento brutal de su estilo. Ha desgarrado y roto los
convencionalismos de las conveniencias, literarias, pasando á través de ellas como un
payaso musculoso por un aro de papel. Ha tenido la audacia de la palabra propia, de la
frase cruda, restaurando así las tradiciones de la vigorosa literatura del siglo XVI; y
lleno de altivo desprecio por las perífrasis cultas, parece hacer suyo el célebre verso
de Boileau:

“Yo llamo al gato, gato, etc...”

Diríase que exagera hasta el reto ese amor a la verdad desnuda, complaciéndose en las
descripciones que se sabe han de indignar al lector, y atiborrándole de palabras
groseras para enseñarle a digerirlas, a que no vuelva a hacer ascos.

Su estilo amplio y muy figurado, no es sobrio y preciso como el de Flaubert, ni


cincelado y refinado como el de Téophile Gautier, ni sutilmente cortado, atildado,
complicado, delicadamente seductor como el de Goncourt; es superabundante e
impetuoso cual desbordado río que todo lo arrolla.

Habiendo nacido escritor, maravillosamente dotado por la naturaleza, no trabajó


como otros en perfeccionar hasta el exceso el instrumento que emplea. Se sirve de él
cual dominador, lo conduce y regula a su antojo, pero nunca le arranca esas pasmosas
frases que en ciertos maestros se encuentran. No es un violinista del idioma, y aun a
veces parece ignorar qué vibraciones prolongadas, qué sensaciones imperceptibles y
exquisitas, qué espasmos de arte producen ciertas combinaciones de palabras, ciertos
incomprensibles acordes de silabas, en el fondo de las almas de los refinados
fanáticos, de esos que viven para el verbo y no comprenden nada fuera de él.

Estos son contados, contadísimos, y nadie les comprende cuando hablan de su


idolatría por la frase. Se les trata de locos, sonriéndose, encogiéndose de hombros, y se
proclama que la “lengua debe ser clara y sencilla, nada más”

Tiempo malgastado hablar de música a personas que no tienen oído.


Emile Zola se dirige al público, al público grande, a todo el público, y no á los refinados
solamente. No tiene necesidad de tantas sutilezas; escribe claro, en hermoso estilo
sonoro. Ya basta.

¡Qué de burlas no se le han dirigido, qué chacotas groseras y siempre iguales! En


verdad que es fácil escribir de crítica literaria comparando eternamente a un escritor
con un pocero en funciones del servicio, á sus amigos con los ayudantes del pocero, y
sus libros con vertederos y alcantarillas. Este género de zumba no conmueve en
manera alguna á un creyente que ha medido sus fuerzas.

¿De dónde proviene ese odio? De múltiples causas. En primer término, la ira de las
gentes perturbadas en la tranquilidad de sus rutinarias admiraciones; después los
celos de ciertos colegas y la animosidad de otros a quienes hirió en sus polémicas; por
último, la exasperación de la hipocresía desenmascarada.

Porque Zola ha dicho en crudo lo que pensaba de los hombres, de sus arrumacos, y de
sus vicios ocultos tras apariencias de virtud; pero tan arraigada está entre nosotros la
hipocresía, que todo se permite menos eso. Sed lo que queráis, haced lo que se os
antoje, pero arreglaos de manera que os podamos tomar por hombres honrados En el
fondo os conocemos bien, pero nos basta con que aparentéis lo que no sois; y os
saludaremos y os daremos la mano cordialmente.

Emile Zola ha arrancado antifaces y se ha tomado sin vacilaciones la libertad de


decirlo todo, la libertad de referir lo que hace cada cual. No le ha engañado la
universal comedia, y no se ha querido mezclar en ella. Ha exclamado de este modo:

—“¿Por qué mentir así? No deslumbráis á nadie. Bajo todas las caretas, conócense
todas las caras. Al cruzaros unos con otros, os dirigís finas sonrisas que significan:
“Estoy en el secreto” Os cuchicheáis al oído los escándalos, las anécdotas escabrosas,
las interioridades sinceras de la vida; pero si algún atrevido se pone a hablar alto, a
referir con tranquilidad, sin aspavientos ni eufemismos todos esos secretos a voces de
la gente de mundo, alzase un clamoreo de indignaciones fingidas, pudores de Mesalina
y susceptibilidades de Roberto Macario. Pues bien, os desafío: ese atrevido seré yo.”

Y lo fué. En las letras, quizá nadie ha excitado más odios que Emilio Zola. Tiene por
añadidura la gloria de poseer enemigos feroces, irreconciliables, que en toda ocasión
caen sobre él como furiosos y emplean cualquier arma, al paso que él los recibe con
buenos modos de jabalí. Son legendarios sus colmillazos.

Si alguna vez los achuchones recibidos le han magullado un poco, ¡cuántas cosas posee
para consolarse. No hay escritor más conocido, más divulgado por todos los ámbitos
del mundo. En las más chicas ciudades extranjeras se encuentran sus libros en todas
las librerías, en todos los gabinetes de lectura. Sus más rabiosos adversarios no niegan
su talento, y el dinero que tanto le faltó, entra ahora en su casa á carretadas.
Emilio Zola tiene la rara fortuna de poseer en vida lo que muy pocos logran
conquistar: la celebridad y la riqueza. Contados son los artistas que obtuvieron esa
felicidad; al paso que son innumerables los que no han llegado a pasar por ilustres
sino después de muertos, y cuyas obras no se han pagado a peso de oro sino a sus
herederos.

III

Zola hoy tiene cuarenta y un años. Su tipo físico corresponde á su talento. Es de


estatura regular, algo grueso, de aspecto bondadoso, pero obstinado. Su cabeza,
parecida a las que vemos en muchos cuadros italianos antiguos, sin ser hermosa,
presenta gran carácter de energía y de inteligencia. Los cabellos cortos, se encrespan
sobre la despejada frente, y la nariz recta termina, como cortada de pronto por un
golpe de cincel sobrado brusco, encima del labio superior, sombreado por un bigote
negro, bastante espeso. Toda la parte inferior de la cara, rechoncha pero enérgica, está
cubierta de barba afeitada casi á flor de la piel. Los ojos negros, miopes, de mirar
penetrante y escudriñador, se sonríen, ya picarescos, ya irónicos; al paso que un
pliegue particularismo arremanga el labio superior de una manera festiva y burlona.

Toda su persona, oronda y fuerte, produce el efecto de una bala de cañón; lleva
resueltamente su apellido brutal, con dos sílabas que botan con el estampido de las
dos vocales. (La palabra italiana Zolla (se pronuncia dsola) , significa Terrón.—(N. DEL
T.)

Su vida es sencilla, muy sencilla. Enemigo del gentío, del barullo, de la agitación
parisiense, vivió al principio retiradísimo, en domicilios lejanos de los barrios
bulliciosos. Ahora vive refugiado en su quinta de Medan, que ya no abandona casi
nunca.

Sin embargo, tiene casa puesta en París, donde pasa unos dos meses al año. Pero
parece aburrirse en ella, y se aflige de antemano cuando le va á ser preciso dejar la
aldea.

En París como en Medan, sus costumbres son las mismas. Sus facultades para el
trabajo parecen extraordinarias. Se levanta temprano y no interrumpe su tarea hasta
la una y media de la tarde, para almorzar. Vuelve á sentarse á trabajar desde las tres
hasta las ocho, y a menudo hasta pone otra vez manos á la obra por la noche. De tal
manera, sin dejar de producir dos novelas anuales, ha podido suministrar durante
largos años un artículo diario al Sémaphore de Marseille, una crónica semanal á un
gran periódico parisiense y un extenso estudio mensual a una importante revista rusa.

Su casa no se abre sino para sus amigos íntimos, y permanece cerrada á cal y canto
para los indiferentes. Durante sus residencias en París, recibe por lo general el jueves
de noche. En su casa se encuentran su rival y amigo Alfonso Daudet, Turguenief,
Montrosier, los pintores Guillemet, Manet, Coste, los jóvenes escritores que se le
atribuyen como discípulos, Huysmans, Hennique, Céard, Rod y Pablo Alexis, con
frecuencia el editor Charpentier. Duranty era un concurrente habitual. A veces se
presenta Edmundo de Goncourt, que sale poco de noche porque vive muy lejos.

Para las gentes que buscan en la vida de los hombres y en los objetos de que se rodean
las explicaciones de los misterios de su espíritu, Zola puede ser un caso interesante.
Este fogoso enemigo de los románticos se ha creado en el campo y en Paris interiores
románticos enteramente.

En París, su dormitorio está colgado con tapicerías antiguas; un lecho estilo Enrique II
se adelanta al centro de la vasta estancia, iluminada por antiguas vidrieras de iglesia
que difunden sus luces multicolores sobre mil objetos de capricho, inesperados en
aquel antro de la intransigencia literaria. Por todas partes telas antiguas, bordados de
seda envejecidos, seculares ornamentos de altar.

En Medan es idéntica la decoración. La casa, una torre cuadrada al pie de la cual se


agacha una microscópica casita, cual un enano que viajase con un gigante, está situada
a lo largo de la línea del Oeste; y de rato en rato los trenes que van y vienen parecen
atravesar el jardín.

Zola trabaja en medio de una estancia demasiadamente grande y alta, iluminada en


toda su anchura por una galería de cristales que da á la llanura. Y ese inmenso
gabinete está colgado también con inmensos tapices, y lleno de muebles de todos
tiempos y países. Armaduras de la Edad Media, auténticas ó no, están próximas A
asombrosos muebles japoneses y graciosos objetos del siglo XVIII. La chimenea
monumental, con dos cariátides de piedra a los lados, podría quemar en un día un
monte de leña, la cornisa es dorada, y sobre cada mueble hay un montón de
cachivaches artísticos.

Y sin embargo, Zola no es coleccionista. Parece comprar por comprar, en revoltillo, al


azar de su capricho excitado, siguiendo los antojos de su vista, la seducción de las
formas y del color, sin preocuparse, como Goncourt, de los orígenes auténticos y del
valor innegable.

Por el contrario, Gustavo Flaubert tenía odio al bibelot, juzgando necia y pueril tal
manía.

En su casa no se encontraba ninguno de esos juguetes que se llaman “curiosidades”,


“antiguallas” ú “objetos de arte”. En París, su gabinete, colgado de persia, carecía del
encanto propio de los lugares habitados con amor y adornados con pasión. En su
quinta de Croisset, la vasta estancia donde se afanaba el tenaz trabajador, no tenía
más adorno en las paredes sino libros. Sólo de trecho en trecho, algunos recuerdos de
viaje o de amistad, y nada más.
¿No ofrece tal contraste un curioso tema de observación á los psicólogos
quintaesenciados?

En frente de la casa de Zola, detrás de la pradera separada del jardín por la vía férrea,
el novelista distingue desde sus ventanas la ancha cinta del Sena corriendo hacia Triel;
después, una llanura inmensa y aldehuelas blancas en las laderas, de lejanos ribazos, y
encima bosques que coronan las alturas. A veces, luego de almorzar, baja por una
encantadora alameda que conduce al río, cruza el primer brazo de éste en su barca
“Nana” y llega a la isla grande, parte de la cual acaba de comprar. Ha hecho construir
allí un elegante pabellón, donde cuenta recibir en verano a sus amigos.

Hoy, Zola parece que tiene abandonado el periodismo, pero su despedida de la batalla
cotidiana no es definitiva, y el día menos pensado le veremos renovar en la prensa la
lucha por sus ideas; porque es luchador de raza, y durante años ha combatido sin
tregua y sin el más pequeño desfallecimiento. Existen coleccionados en tomos todos
sus artículos doctrinales, y forman sus Oeuvre critique.

Sus clarísimas ideas están expuestas con raro vigor. Sus Documents litteraires, Les
romanciers naturalistes, Nos auteurs dramatiques pueden clasificarse entre los
documentos de crítica más interesantes y originales que existen. ¿Son concluyentes? A
esto se puede contestar: “¿Hay alguna cosa concluyente, indiscutible? ¿Hay una sola
verdad evidente y segura?»

Para completar la enumeración de sus libros de polémica, citemos Mes haines, Le


Roman experimental, Le Naturalisme au Théâtre y Une champagne.

El teatro es una de sus preocupaciones. Zola comprende, como todo el mundo, que
pasaron los enredos a la antigua, los dramas a la antigua, todo el antiguo sistema
escénico. Pero no parece haber dado aún con la nueva fórmula (para emplear su
expresión favorita), y sus ensayos, hasta la fecha, no han salido victoriosos, á pesar del
movimiento que produjo su drama Thérèse Raquin..

Este drama terrible causó en un principio un efecto de pasmo profundo; quizá el


mismo exceso de la emoción perjudicase su triunfo definitivo. Se ha tratado muchas
veces de volver a ponerlo en escena, sin obtener la decisiva victoria.

La seguida obra dramática de Zola, Les Héritiers Rabourdín se representó en el teatro


Cluny, bajo la dirección de uno de los hombres más audaces é inteligentes que de
mucho tiempo acá se han visto al frente de un teatro parisiense, M. Camilo
Weinschenk. La obra, aplaudida, pero no bien interpretada, desapareció de los
carteles.

Por último, Le bouton de Rose, en el Palacio Real, fue una verdadera caída, sin
esperanzas de desquite.
Zola acaba de terminar un gran drama tomado de La Curée, y se susurra que otra
pieza más. Pudiera ser que el papel principal de la primera de estas obras estuviese a
cargo de Sara Bernhardt.

Sea cual fuere el éxito futuro de esas tentativas dramáticas, es cosa probada ya que el
insigne escritor posee altísimas dotes para la novela, y que sólo esta forma se presta
del todo al completo desarrollo de su vigoroso talento

1883

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