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LAS MUJERES Y LA MISIÓN DE LA IGLESIA

Mujeres en la Iglesia:
Cuestiones pendientes
L ucetta S caraffia *

Fecha de recepción: septiembre de 2019


Fecha de aceptación y versión final: octubre de 2019

Resumen
Aunque se han dado pasos importantes en la consideración de las mujeres en la
Iglesia, queda todavía mucho camino por recorrer. Las mujeres son habitualmente
consideradas por los clérigos como inexistentes o como obedientes servidoras. No
se tiene demasiado en cuenta la aportación de las mujeres en exégesis y teología y
tampoco su dedicación y servicio en países donde la escasez de sacerdotes hace que las
religiosas actúen de hecho como verdaderas diaconisas. Quizá las más importantes
causas de opresión de las religiosas en la Iglesia tienen que ver con la dificultad de
un recorrido intelectual del mismo nivel que los hombres, su ocupación frecuente en
trabajos al servicio de los eclesiásticos y los abusos sexuales sufridos en algunos casos.
Palabras clave: Iglesia, mujeres, espíritu crítico, elección democrática, obe-
diencia, servicio, preparación intelectual, abusos sexuales.

Women in the Church: Pending issues

Summary
Even though important steps have been taken regarding women in the Church,
there is still much to do. Women are often overlooked or deemed to be obedient

* Periodista y profesora de historia contemporánea. luceerne@gmail.com

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servants by clergymen. The contribution of women regarding exegesis and theology


is rarely taken into consideration. The same can be said of their dedication and
service in countries lacking priests, which leads to them acting as authentic deacon-
esses. Perhaps the most important causes of oppression of nuns in the Church relate
to the difficulty having the same level of education as men, frequently undertaking
jobs at the service of the Church and the sexual abuse suffered in some cases.
Key words: Church, women, critical spirit, democratic choice, obedience,
service, intellectual preparation, sexual abuse.

La situación de las mujeres en la Iglesia se está convirtiendo en una au-


téntica emergencia, de la que parece que las jerarquías eclesiásticas no se
dan cuenta. Habituadas desde hace siglos a considerar que las mujeres
son inexistentes o, como mucho, obedientes y serviciales asistentes, no
parecen percatarse de que la situación ha cambiado.
Es cierto que se ha dado algún paso adelante, pues debemos admitir que
con el papa Francisco se están moviendo por fin las cosas y algunas mu-
jeres, si bien una minoría, han sido elegidas para participar en las comi-
siones o en las congregaciones. ¿Es necesario alegrarse? Definitivamente
sí, debemos alegrarnos. Es un primer paso para admitir que existen y
acostumbrarse a escuchar su voz. Sin embargo, se trata siempre de mu-
jeres seleccionadas desde arriba, por lo general aplicadas y preparadas,
pero que garantizan a las jerarquías mantenerse fieles al punto de vista
eclesiástico. No son personas que traigan grandes novedades, que ayuden
a comprender lo que falta para conseguir una convivencia equilibrada
de hombres y mujeres en la Iglesia, es decir, no son mujeres capaces de
aportar un espíritu crítico.
Esto no sucede por falta de candidatas disponibles a proporcionar una
presencia más libre y crítica, sino porque la selección se preocupa invaria-
blemente de excluirlas. Sería diferente si quien seleccionase las candidatas
fuesen las organizaciones ya existentes, incluidas las religiosas, en las cua-
les las líderes son elegidas democráticamente por las participantes.
Estas organizaciones pueden convertirse en interlocutoras válidas de las
instituciones eclesiásticas y ser consultadas a la hora de tomar decisiones y

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escuchadas por sus experiencias. Es verdad que para las jerarquías supon-
dría renunciar al estrecho control que mantienen sobre la mitad femenina
de la Iglesia, pero sería una auténtica revolución, beneficiosa y vital.
No debemos olvidar que el código de derecho canónico de 1983 abre a
los laicos (y, por tanto, también a las mujeres) muchas posibilidades de
participación institucional, aunque en la práctica es preciso vencer las
resistencias de quien, sin motivo ni apoyo jurídico, pretende excluirlas de
los papeles más importantes. En estos casos, al igual que en muchos otros,
los obstáculos solo se basan en la negativa de muchos a hacer realidad una
paridad por lo demás reconocida y aceptada, pero nunca concretada.
Sin embargo, esto no es suficiente. Es preciso que el trabajo intelectual
de las mujeres desarrollado durante estos años salga a la luz y comience
a formar parte del canon cultural de la Iglesia. Si se tuviese en cuenta de
verdad, se reabriría el debate sobre muchas interpretaciones oficiales de la
exégesis, de la teología y de la moral de forma radical y fructífera, y ten-
dríamos un cristianismo vivo, fértil y atractivo para los jóvenes.
No obstante, también resulta necesario ampliar y profundizar en el área
de reflexión de las mujeres sobre las mujeres, y abrirse a contribuciones
externas y debates sobre cualquier tema, y no solo limitarse a la exégesis
y la teología, que son las primeras vías abiertas por mujeres intelectuales
para desmantelar prejuicios arraigados.
Estas dos disciplinas, de hecho, si bien fundamentales para sacudirse pre-
juicios arraigados en la tradición católica, no dejan de ser una cuestión
interna de la comunidad de creyentes, los únicos interesados.
La historia, en cambio, puede aportar elementos esenciales para cambiar
el punto de vista crítico en cuanto a la relación entre mujeres y cristianis-
mo, con el fin de abrir nuevas hipótesis de trabajo dentro de la cultura
cristiana.
Es cierto que queda poca información sobre las mujeres en los Evangelios
y en la documentación de los primeros siglos y, además, se ha manipula-
do y olvidado, pero aun siendo poca, fue tan revolucionaria que cambió
la historia: la nueva religión cristiana no podía ignorarlas y, por tanto,
por primera vez en un contexto patriarcal las mujeres pudieron seguir su

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vocación religiosa, convertirse en monjas y hacer «carrera», es decir, con-


vertirse en santas. Una parte de las jóvenes no estaba destinada a cumplir
exclusivamente su destino biológico (lo cual no es poco) y marcó toda la
historia cristiana con una sólida presencia femenina.
El matrimonio también se definió, por primera vez, con derechos y obli-
gaciones iguales para ambos cónyuges. La indisolubilidad, en esencia, sig-
nificaba la prohibición del repudio de las mujeres estériles o consideradas
como tales, lo que devolvía a la esposa el estatus de ser humano igual al
del esposo, y no solo un papel definido por su función biológica.
Se trata de semillas que han germinado en las sociedades de matriz cul-
tural cristiana, las únicas en las que se ha reivindicado (y obtenido) la
emancipación femenina.
Reconocer esto serviría para que la Iglesia estuviese orgullosa de su tradi-
ción y, además, para que contemplase la igualdad entre hombres y muje-
res con otros ojos, es decir, no la viese como una imposición que le llega
a la Iglesia desde fuera, desde una modernidad ajena a su tradición, sino
como el desarrollo de una semilla interna.
El pensamiento de las mujeres sobre la historia de la Iglesia, y no solo
sobre la exégesis y la teología, por tanto, abre nuevas e importantes po-
sibilidades de pensar en el futuro para detectar nuevas vías de sacar a la
institución de la profunda crisis que está viviendo. La condición, claro
está, es que se respete e integre.
Es verdad que mientras la demanda fundamental de las mujeres más
comprometidas siga siendo el sacerdocio femenino, que a menudo se
acompaña con la demanda de legitimación de los anticonceptivos y el
aborto, no va a ser fácil comprenderse y dialogar. Parece más bien una
prueba de fuerza, basada sobre el hecho incontestable de que hoy en día,
ante la mirada del mundo, la desigualdad entre hombres y mujeres no
tiene la más mínima legitimidad.
En cambio, me parece más útil para las mujeres la vía que, partiendo de
los textos evangélicos y de la voz de las religiosas, aspira a reconstruir una
historia del cristianismo más cercana a las propuestas de Jesús.

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De hecho, las religiosas desarrollan un papel fundamental en el testimo-


nio de una fe que tan duramente se pone a prueba: el cristianismo para
ellas no es una serie de normas ni un conjunto de conceptos teológicos
que hay que transmitir, sino una realidad sencilla y luminosa al alcance
de todos.
Su papel es esencial para transmitir una idea de Iglesia humana, capaz de
llegar al corazón de la gente precisamente porque se adscribe al núcleo
profundo del mensaje evangélico.
Sin embargo, estas valiosas testigos no cuentan; es como si no existiesen
para las jerarquías. Nunca se les pregunta cuando se toman las decisiones,
nunca se les escucha para debatir sus propuestas y proyectos. Ni siquiera
se les consulta cuando se abre un pequeño proceso para la selección de un
obispo en la zona donde viven, a menudo desde hace décadas, y que, por
tanto, conocen muy bien.
Mientras que la teología y la espiritualidad católicas exaltan a María como
eterno símbolo de la maternidad, sacralizado e inmóvil, y no como una
mujer plenamente humana, las mujeres auténticas, privadas de la palabra,
dejan de ser compañeras activas y escuchadas en la vida comunitaria. El
secuestro de su voz equivale a considerarlas menores de edad, y relega a las
religiosas a un estado de eterna inferioridad y obediencia.
No creo que el camino justo para resolver esta situación sea encontrar una
solución sacramental y, por tanto, clerical, como puede ser la diaconía,
si bien es cierto que en algunos casos podría servir para reforzar el papel
de la mujer. De hecho, lo que puede parecer, en teoría, una nueva eta-
pa de avances de la mujer en la institución asusta a muchas misioneras:
para ellas, que desde hace décadas desempeñan de facto un amplio papel
de diaconisas en lugares apartados donde quizás no llega más que un
sacerdote al año para consagrar las hostias, el proyecto no es en absoluto
atractivo. Tienen miedo de que la diaconía se le reconozca solo a mujeres
que realicen un curso de teología a tal efecto y que superen los exámenes
correspondientes. ¿Y a ellas, que llevan tantos años en el papel de diaco-
nisas de facto, qué les queda? Una hermana misionera en Etiopía me dijo,
con sentido del humor, que a unas les pondrían el sellito y a otras no.

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He aquí la realidad, mucho más compleja y sorprendente que cualquier


discusión teológica, que se manifiesta y revela la situación paradójica que
podría crearse con un nombramiento institucional. Naturalmente, en la
realidad, el peligro de las diaconisas no existe, como se ha visto, porque
su consagración como tales se considera demasiado próxima al sacerdocio
y, por tanto, peligrosa.
¿Ha pasado el peligro? Quizás para las misioneras, que podrían haber
sido consagradas diaconisas sobre el terreno. Sin embargo, supone un
gran obstáculo para las laicas que quieren colaborar con la Iglesia, como
las católicas comprometidas de los Países Bajos: en diócesis que están des-
apareciendo (se habla del cierre de cinco mil iglesias en pocos años) hay
mujeres que eligen generosamente ayudar a los inmigrantes, enfermos
o presos. Para desarrollar esta misión se inscriben al curso de asistentes
pastorales, que supone tres años de estudios en el seminario local más un
examen. En el curso se inscriben también hombres, que después pasan
a la preparación para el diaconado: como diáconos, tendrán prioridad
siempre sobre las asistentes pastorales en los encargos realizados por los
obispos. ¿Tenemos la certeza plena de que los nuevos diáconos lo harán
mejor que las mujeres? ¿No se trata más bien de una nueva forma de
clericalismo?
La situación es compleja, pero una cosa está clara: no se puede resolver
solo discutiendo de teología. Aunque el papa Francisco haya afirmado
más de una vez que es necesaria una «profunda teología de la mujer»,
bien sabemos que significa una antropología teológica de la cual la mujer
es el objeto, no el sujeto. Se trataría, pues, de una teología escrita por los
hombres para las mujeres, lo cual no tiene nada que ver con la teología
feminista, que lleva al menos veinte años siendo explorada por estudiosas
de probada preparación y seriedad.
Si bien es cierto que la exégesis femenina y la teología de las mujeres son
importantísimas y que el avance de los estudios en este campo ha am-
pliado el horizonte de las mujeres en la Iglesia, lo que les ha permitido
extender sus alas.
Si observamos la realidad, la grave crisis que está devastando la Iglesia no
se debe principalmente al hecho de que no conceda el sacerdocio a las

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mujeres o tienda a ignorar el punto de vista crítico de las intelectuales fe-


ministas cristianas, sino que se ha desencadenado por problemas concre-
tos que afectan a la vida de las mujeres y que surgen del contacto directo
con las auténticas protagonistas de esta crisis, las religiosas.
Para las religiosas –y está claro que la forma en que son tratadas cons-
tituye el modelo que revela lo que piensa la Iglesia sobre las mujeres en
general–, los problemas fundamentales que hay que afrontar son tres,
relacionados entre sí por el nexo de la servidumbre: grandes dificultades
para acceder a un recorrido intelectual del mismo nivel que el masculino,
un trabajo servil para los eclesiásticos y abusos sexuales por parte de estos.
Para las religiosas que quieren continuar sus estudios en las universidades
pontificias siguiendo cursos iguales a los de los hombres (solo tienen la op-
ción de ser admitidas en facultades con becas si siguen enseñanzas breves de
nivel básico), la única posibilidad es trabajar y estudiar al mismo tiempo, y
trabajar significa realizar tareas domésticas para eclesiásticos o instituciones
masculinas. Por tanto, para ellas, el recorrido es más largo y más difícil y
solo lo consiguen las mejores. Como escribe la religiosa Rita Mboshu Kon-
go, «en esencia, se trata de una oferta de estudios de naturaleza claramente
inferior con respecto a la que disfrutan los hombres, como si la instrucción
de las mujeres fuese un problema facultativo y secundario».
El servicio para las monjas significa trabajo doméstico gratuito o casi gra-
tuito, sin límites de horarios, y en contextos en los que no son apreciadas
como religiosas, sino tratadas a menudo como auténticas siervas.
El «servicio» puede pasar al abuso sexual, y no solo en países en los que
la emancipación de la mujer aún está poco arraigada como los africanos
o asiáticos.
La condición de opresión y completa subordinación de las mujeres en la
Iglesia, por tanto, no puede resolverse a través de una especie de coop-
tación desde arriba a los niveles directivos, ya que la persistencia de una
subordinación tan sofocante en el mismo tejido de la institución impide
cualquier transformación hacia una igualdad real.
En la actualidad hay congregaciones femeninas que invierten en la pre-
paración cultural de alguna de sus hermanas, y recientemente se ha

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hecho hincapié, gracias a una campaña de la UISG, en la importancia de


estudiar el derecho canónico para las religiosas. Sin embargo, aún queda
mucho camino por recorrer, y las religiosas son percibidas por el clero
como una reserva inagotable de mujeres obedientes dispuestas a asistirles
en tareas de baja o mediana importancia. Da igual una que otra, basta que
sean eficientes y serviciales, como casi siempre es el caso. No obstante,
este inmenso ejército de siervas está conociendo una profunda crisis: las
jóvenes no quieren vivir su vocación religiosa como siervas de los sacerdo-
tes, por lo que se está asistiendo a una brusca caída en las vocaciones, que
solo resisten un poco en los monasterios de clausura, donde las mujeres
viven aisladas sin hombres a los que obedecer. Y este ejército de siervas ha
sido fundamental para la estabilidad de la Iglesia en estos años de crisis
y de caída de las vocaciones masculinas: las monjas dan testimonio en su
vida cotidiana de una fe sencilla y sincera, y sobre ellas recae el deber de
probar que se puede vivir una vida cristiana.
¿Qué pasará cuando desaparezcan? No parece que el clero se preocupe
mucho, tan habituado como está a no verlas y al mismo tiempo a dar
por sentada su presencia, considerada erróneamente secundaria, como si
no les uniese una misma vocación religiosa y como si el cristianismo no
previese el mismo camino espiritual para hombres y mujeres.
No todas las congregaciones están dispuestas a mandar religiosas «a ser-
vir», pero algunas, por lo general las más débiles y pobres, lo hacen para
obtener con ello una protección: suele ser una costumbre informal que el
sacerdote que se beneficia de los servicios de las hermanas –mejor si es un
obispo o cardenal– se convierta después en su intermediario y abogado
en la institución.
Es, por tanto, la situación general de debilidad lo que origina estas condi-
ciones serviles y de abusos sexuales, y que al mismo tiempo la reproduce,
provocando en muchísimas religiosas un sentimiento de inferioridad con
respecto al clero. Además, dicha inferioridad se confirma con otro factor
fundamental: las denuncias de abuso contra un sacerdote, un obispo o un
religioso ni siquiera se toman en cuenta. De las congregaciones compe-
tentes nunca se obtiene respuesta, solicitud de explicaciones ni investiga-
ciones: el silencio cómplice lo engulle todo.

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Así lo atestiguan las monjas que han denunciado y las pocas de ellas que,
trabajando en las congregaciones, son conscientes de ello y tienen el valor
de susurrarlo.
La infravaloración de los abusos sexuales sobre las religiosas por parte de
las jerarquías eclesiásticas aún sigue siendo evidente: el Papa ha declarado
que están trabajando en ello, pero, por desgracia, no hay pruebas de ello.
Da la impresión de que más bien se espera que el escándalo surgido sea
breve y de menor impacto que el de la pederastia, en la que la denuncia
es obligatoria, aunque no intervenga la víctima, y en la que la edad de las
víctimas suscita una inmediata indignación.
Los abusos sufridos por las religiosas, en cambio, deben ser probados, ya
que se trata casi siempre de mayores de edad. Por ello, la situación puede
interpretarse fácilmente como una transgresión del voto de castidad, un
problema interno de la Iglesia que no implica violencia. Se podría decir
que las jerarquías eclesiásticas cuentan con esta ambigüedad para aplacar
la indignación pública, a la que podría ir seguida de una pérdida de inte-
rés en el problema, reducido a una consecuencia del celibato. Por suerte,
el movimiento #metoo y, en particular, la insistencia de los movimien-
tos de la mujer sobre la importancia del consentimiento para cualquier
tipo de contacto físico ayuda a comprender lo que sucede realmente.
Si se escucha a las religiosas afectadas, si se examinan detenidamente sus
casos, se deduce que la situación es muy grave, mucho más grave que el
#metoo, porque la situación de debilidad de las religiosas frente al clero es
claramente mayor que el de las mujeres laicas, al menos en entornos oc-
cidentales, donde casi siempre tienen la posibilidad de huir del violento.
Y, sobre todo, se comprende que la existencia generalizada de los abusos,
el hecho de que no sean casos aislados obra de alguna oveja negra sino un
sistema extendido y arraigado, desempeña un papel fundamental en el es-
tablecimiento y perpetuación de la inferioridad femenina, un fin último
sobre el cual, aunque en su mayoría de forma tácita, todo el clero parece
estar de acuerdo –incluidos aquellos que no abusan.
Muchísimos abusos permanecen ocultos. Para las víctimas, no hablar con
nadie sobre lo sucedido se convierte casi siempre en una forma de auto-
protegerse: un modo de protegerse de la vergüenza que las oprime.

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A estos motivos se suma el hecho de que el violador suele ser un eclesiás-


tico respetado y apreciado (o quizás temido) por la comunidad a la que
pertenecen las religiosas, y la víctima se da cuenta de las consecuencias
prácticas que tendría su declaración. Es decir: denunciar significaría du-
plicar la propia culpa.
Por lo demás, dado el silencio de las autoridades responsables del con-
trol, empezando por los obispos, ¿a quién se puede acudir? La señal más
evidente del completo desinterés, de no querer oír hablar de este tipo de
problemas es la falta de respuesta por parte de las autoridades, que nunca
tienen en cuenta las numerosas denuncias de este tipo que llegan a los
despachos de las congregaciones.
Para las mujeres el problema se complica: las monjas se quedan emba-
razadas y son obligadas a abortar (costeado por el sacerdote u obispo,
para evitar el escándalo) o a dar el niño en adopción si quieren y pueden
permanecer en la congregación.
Salir de la congregación con el niño no es fácil: excluidas durante años
del mundo laboral y por lo general repudiadas por sus familias a causa del
deshonor, no saben dónde ir con un recién nacido. Además, en cualquier
caso, deben ultrajar la que sentían como su vocación, una elección que
nunca le toca hacer al sacerdote implicado.
En estos casos, por desgracia numerosos, al dolor y a la humillación del
abuso se suma la violencia física de un aborto, el sentimiento de culpa
derivado de ello y el luto por la pérdida de un hijo. Sin embargo, parece
que todo este dolor no interesa a nadie: nunca se castiga a los culpables,
que, como mucho, son trasladados.
Durante el seminario sobre abusos celebrado en Roma en febrero de
2019, una monja nigeriana contó la violencia sufrida y los tres abortos a
los que fue obligada a someterse por un sacerdote. Su testimonio fue sin
duda el momento más dramático del encuentro, pero no ha cambiado
nada.
El hecho de que después las víctimas se vean obligadas con toda proba-
bilidad a escuchar al violador hablando desde el púlpito contra las ten-
taciones de la carne y bramando contra el aborto no hace sino aumentar

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el sentimiento de culpa de las religiosas víctimas y su vergüenza. En no


pocos casos, este tipo de situaciones han terminado con el suicidio de
las religiosas. Es necesario recordar que el aborto es un pecado grave que
comporta la excomunión latae sententiae, es decir, sin que medie ningún
proceso.
Resulta evidente que la necesidad de mantener en secreto una relación se-
xual –por el miedo al castigo o a perder oportunidades profesionales dado
el estrecho vínculo que ha establecido siempre la Iglesia entre celibato y
poder– induce a muchos sacerdotes a mantener relaciones con personas
subordinadas a ellos para asegurarse su silencio. ¿Quién mejor que las
religiosas para responder a sus exigencias, también obligadas al voto de
castidad y siempre sometidas a las jerarquías eclesiásticas?
Las relaciones con las mujeres suponen siempre una ambigüedad: no
siempre son un crimen por definición, al contrario de lo conseguido en
los últimos años con las relaciones con menores.
Esta posibilidad de etiquetar la violencia como algo dentro del ámbito de
las relaciones consentidas ha supuesto sin duda una oportunidad para la
Iglesia de ignorar las denuncias y, en términos generales, negarse a asumir
el problema.
Precisamente debido a estos dos motivos –la esperanza de evitar el escán-
dalo calificando este tipo de relaciones como consentidas y el temor de
perder el control sobre la condena al aborto, aspecto clave de la moral
católica sobre la vida–, la institución se niega a indagar en las denuncias
y castigar a los culpables, lo que ha supuesto una multiplicación de los
casos.
Hoy vemos que las voces que están denunciando con mayor valentía y lu-
cidez las responsabilidades de la Iglesia con respecto a los abusos sexuales
son principalmente femeninas: solo Mary Collins, de hecho, dimitió de
la comisión sobre los abusos porque sus propuestas chocaban contra el
muro de indiferencia de los órganos de la Iglesia, proclamándolo en voz
alta a todo el mundo.
En Italia ha sido una madre la que se ha atrevido, con una serie de car-
tas públicas, a romper el silencio de las jerarquías y de la prensa para

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denunciar que el obispo que rechazó la denuncia de su hijo, violado por


un párroco, no solo no ha sido sancionado de ningún modo, sino que ha
sido nombrado arzobispo de la diócesis más importante de Italia: la de
Milán.
Ha sido una periodista, Isabelle de Gaulmeyn, la encargada de escribir
un largo y detallado reportaje sobre los abusos en la diócesis de Lyon, un
hecho tan dramático que ha conmocionado a las fuerzas inmovilistas que
seguían protegiendo a los encubridores. A Marie Jo Thiel le corresponde
el mérito de haber escrito el estudio más serio y documentado sobre los
abusos a menores en la Iglesia y, en el plano periodístico, es una mujer,
Nicole Winfield, quien ha iniciado la campaña de denuncia de los abusos
a las religiosas en un largo y documentado artículo para Associated Press.
A ellas me gustaría añadir la valentía de la denuncia de Donne Chiesa
Mondo, que ha obligado al Papa a admitir públicamente y por primera
vez el escándalo.
Otras mujeres destacables son Karline Demasure, que combate en este
frente desde la Universidad Gregoriana y que ha tenido el valor de permi-
tir la defensa de una tesis de doctorado sobre los abusos a las religiosas, y
sor Anna Deodato, que en un libro ha narrado los numerosos casos que
ha conocido durante su trabajo de asistencia psicológica a las víctimas.
No podemos olvidar a Véronique Margron, presidenta de la asociación
de religiosos de Francia y presidenta de la UISG, que ha animado a todas
las religiosas víctimas de abusos a denunciar. Desde el punto de vista
de las mujeres, solo podemos sentirnos orgullosas de nuestra contribu-
ción a este respecto.
Esperamos que esta realidad que ha quedado al descubierto afecte final-
mente a las jerarquías eclesiásticas para que se den cuenta por fin de que
las mujeres existen y tienen un importante papel histórico que no se pue-
de subestimar, y que comprendan que, por los motivos que acabo de
enumerar, el único modo en que la Iglesia puede salir del escándalo de los
menores y de las religiosas (escándalo que finalmente está saliendo a la
luz) es implicando en la operación a las mujeres, y otorgándoles cargos de
responsabilidad.

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Es verdad que actualmente están cambiando muchas cosas: muchas reli-


giosas luchan por vivir su vocación libremente y lo consiguen, siguiendo
los pasos de las pocas que lo consiguieron en el pasado, siendo finalmente
canonizadas.
Para conseguirlo, muchas congregaciones, aunque viven dentro de la
Iglesia, lo hacen en cierto modo aisladas, intentando mantener el menor
contacto posible con la institución. Lo dicen claramente: a su casa los
sacerdotes van a celebrar la eucaristía y nada más.
De esta forma, es verdad que consiguen un espacio de libertad y evitan
las humillaciones a las que están sometidas las religiosas que se dirigen al
Vaticano, pero su aislamiento priva a la Iglesia de aportes y experiencias
fundamentales.
Esta obediencia oblativa impuesta a las religiosas y considerada el centro
de su vocación, propuesta como modelo a todas las mujeres, no es solo
una praxis, sino que fue formalizada en dos documentos de Juan Pablo II.
El papa polaco lo convirtió en el tema central de su carta apostólica Mu-
lieris dignitatem, publicada en 1988 como conclusión del sínodo sobre
los laicos. Después de tantos años, de aquel llamamiento, en el recuerdo
general solo ha quedado esta afirmación: «La Iglesia expresa su agradeci-
miento por todas las manifestaciones del «genio» femenino aparecidas a lo
largo de la historia, en medio de los pueblos y de las naciones; da gracias
por todos los carismas que el Espíritu Santo otorga a las mujeres en la
historia del Pueblo de Dios, por todas las victorias que debe a su fe, es-
peranza y caridad; manifiesta su gratitud por todos los frutos de santidad
femenina». Y concluye diciendo que la Iglesia ora para que «todas las mu-
jeres se hallen de nuevo a sí mismas en este misterio y hallen su vocación
suprema».
Este documento ha quedado como el primer y único texto oficial del
magisterio en torno al papel de la mujer. Precisamente por esto, en el
momento de su proclamación, suscitó un cierto entusiasmo dentro del
mundo católico.
Si reflexionamos sobre estas frases, podemos pensar que esta vocación al
amor oblativo no es tanto el destino de la mujer, sino la esencia misma de

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la identidad cristiana y, por tanto, debería valer para cualquier cristiano,


ya sea hombre o mujer, y, en particular, para los sacerdotes, obviamente
destinados a servir y a vivir por los demás, como enseñó Jesucristo.
Al dar por supuesto que este sea el punto central de la vocación femenina,
Juan Pablo II parece no darse cuenta de que, de esta forma, está propo-
niendo solo a las mujeres ser cristianas, imitar a Cristo. Solo a las mujeres.
El modelo vocacional propuesto a los hombres, aunque no descrito con la
misma precisión, parece, en cualquier caso, ser diferente para garantizar
su complementariedad. Ahora bien, si se observa de cerca, es como si el
comportamiento cristiano enseñado por Jesús (servicio, amor al prójimo,
dedicación) sea un atributo exclusivamente femenino.
Actualmente muchas religiosas recuerdan con fastidio y sospecha el «ge-
nio femenino», que viven como una especie de estafa para perpetuar su
subordinación. Sin embargo, esta definición sigue siendo la guía de las
jerarquías en su relación con las mujeres. He aquí otra cosa que debe
cambiar, y pronto.

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