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La risoterapia pone fin a

los problemas de salud


Publicado por Lorena enagosto 13, 20190 Comentarios

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Seguramente no te resulte del todo extraña la afirmación de que la risa es salud.


Ahora más que nunca esta frase se perfila como una verdad científica que
empieza a acaparar hospitales y talleres particulares. Las personas necesitan
reírse para decirle adiós de decenas de males de nuestros tiempos.
¿Por qué la risa es salud?
Cuando la ciencia responde, el escepticismo calla, y este es uno de esos casos. Lo
que ocurre con la risa es que hace que el cuerpo produzca endorfinas.

Las endorfinas son neurotransmisores cuyo efecto se asocia a la morfina y a la


heroína. Cuando mantenemos relaciones sexuales, comemos chocolate (con
cacao, los símiles no valen), vemos bailar o practicamos ejercicio, segregamos
endorfinas. ¡Ah! Y por supuesto… cuando reímos.

¿Dónde se usa la risoterapia?


Además de existir talleres particulares al que cualquier persona con deseos de
llevar su vida al siguiente grado de bienestar puede asistir, la risoterapia se está
implementando en hospitales de Europa, Asia, Norteamérica y, de forma más
reducida, en América Latina.

Al haber quedado probado que la risa disminuye el dolor, hace que los
tratamientos médicos tengan mejor efecto y mejoran el ánimo de los pacientes,
cada vez son más los hospitales que se sirven de esta terapia.

La forma en que se hace en los hospitales es a través de payasos profesionales,


los cuales figuran en la propia nómina de las instituciones.

En el caso de los talleres, la dinámica es diferente, ya que no se le presenta a los


participantes una situación o una persona que les genere risa, sino que se les pide
que fuercen su risa, para que esta termine fluyendo de forma natural.

Sea cual sea el método que se utilice, ha quedado demostrado que funciona.
Beneficios de la risoterapia
 Es un shock de buena salud: además de ayudarnos a ejercitar los músculos
del estómago, genera un importante desgaste energético, con lo que propicia
un excelente descanso nocturno. Si estamos en tratamiento médico, este
tendrá mayor y más rápido efecto.

 Belleza: al oxigenarnos, nos mejora el aspecto de nuestra piel. A su vez,


mejora la circulación, con lo que nos da ese juvenil aspecto rozagante que
tantas veces le tomamos prestado a los cosméticos.

 Un futuro mejor: muchas veces ocurre que vemos a los problemas diez
veces más graves de lo que son. Un estado de ánimo decaído, producto de una
escasa actividad cerebral química, es suficiente para que el futuro se vea
negro. Si eres del grupo escéptico de personas, solo te pedimos que pruebes
una sesión de risoterapia y que al salir pienses en ese problema que tanto te
angustiaba. Verás como ahora se ve mucho más inofensivo.

 Adiós infecciones: las endorfinas producidas por la risa refuerzan el sistema


inmune, lo que crea una barrera ante las amenazas externas que implican los
virus y las bacterias.

 Anticancerígena: el cuerpo humano cuenta con células cancerígenas que el


sistema inmune se encarga de destruir. Sin embargo, basta una falla en dicho
sistema para que una de ellas se pase por alto y se desencadene la terrible
enfermedad. Uno de los factores que hacen fallar al sistema inmune es la falta
de endorfinas. Por lo tanto, la risa genera esos soldados capaces de hacerle
frente a los peligros más temibles que acechan nuestra salud.
Qué pensaba Julio Ramón Ribeyro
del derecho?
POR

MARTÍN BAIGORRIA CASTILLO

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Acaso el mayor cuentista peruano, y uno de los principales de Hispanoamérica,


fue también quien mejor logró tender los —no siempre pacíficos— lazos entre
el derecho y la literatura. Julio Ramón Ribeyro (Lima 1919-1994) escribió
tres novelas, diversas piezas teatrales, un diario personal (edición parcial en La
tentación del fracaso), ensayos (reunidos en La casa sutil), reflexiones libres (en
las admirables Prosas apátridas) y aun aforismos (los desencantados, a la vez
que precisos, Dichos de Luder). Pero el centro de su legado artístico lo conforma
el centenar de relatos breves que Ribeyro recogió bajo el título unitario de La
palabra del mudo.[1]

Ribeyro no solo sobresale por la calidad estética de su prosa y por el manejo


único del relato corto. En ese campo, es, sin duda, uno de los narradores más
apreciados por el público y por los especialistas. También se da en él una
singular confluencia de los planos literario y propiamente jurídico.[2] Así, se
observan en sus cuentos un uso exacto de la terminología y de las figuras legales
y procesales; la descripción de situaciones netamente jurídicas (tales como la
partición de una herencia, las cobranzas coactivas, la responsabilidad civil); y la
familiaridad con el razonamiento y la argumentación distintivos de la abogacía.

Los nexos no se detienen en la producción cuentística de Ribeyro: en su


novela Los geniecillos dominicales (1965) la recreación de las vicisitudes de un
estudiante de Derecho, el desconcierto de las primeras prácticas en un estudio de
abogados y la consabida maraña de pasadizos del Palacio de Justicia de Lima se
encarnan en el protagonista, Ludo Tótem, que no es sino el alter ego del escritor.
De hecho, Los geniecillos dominicales, como lo ha revelado el propio Ribeyro, es
una novela perfectamente autobiográfica y casi un precoz ejemplo de la hoy tan
en auge «literatura de no ficción».[3]

***

Un aspecto poco conocido de la personalidad de Julio Ramón Ribeyro es el


dilema que hubo de enfrentar una vez terminados sus estudios de Derecho. Había
nacido en Lima el 31 de agosto de 1929, en el hogar constituido por
descendientes de juristas de renombre, aunque un tanto venidos a menos, por el
lado paterno, y de una familia provinciana más bien en ascenso, por la rama
materna.[4] El padre de Ribeyro era abogado titulado, pero dedicado al comercio.
Así, el futuro narrador se hallaba, desde la cuna, en una encrucijada vital:
¿rescatar el prestigio del apellido en el mundo forense o rendirse a su verdadera
vocación?

Todo indica que Ribeyro asumió muy en serio, y sin aparentes conflictos, su
supuesto destino como hombre de leyes. Cursó los estudios de Derecho en la
Pontificia Universidad Católica, de cuyas aulas egresa en 1952. Había tenido
entre sus compañeros de estudios a otros intelectuales en ciernes, como Pablo
Macera, Luis Felipe Angell de Lama (Sofocleto), los poetas Leopoldo Chiariarse
y Carlos Germán Belli y el literato Alberto Escobar.[5] En general, Ribeyro
obtuvo altas calificaciones, hecho que apunta hacia el genuino interés con que
siguió la carrera. Sin embargo, la inquietud literaria se mantenía latente y viva,
como se observa de numerosos pasajes de su diario personal, así como de las
entrevistas que concedió.[6]

Por un lado, durante sus años como alumno de leyes, Ribeyro se acerca a los
círculos de estudiantes de Letras de la Universidad de San Marcos. Un hecho
más significativo son las dudas que albergaba acerca de su propia aptitud como
forense: «Ser abogado ¿para qué? No tengo dotes de jurista —anotará en su
diario personal—, soy falto de iniciativa, no sé discernir y sufro de una ausencia
absoluta de verba».[7] César Delgado Barreto, compañero de estudios en la
Universidad Católica, recordaría, a su vez: «cumplía sus obligaciones como
estudiante, pero su preocupación siempre fue la literatura, sobre todo los
cuentos».[8]

En 1952, Ribeyro tenía ya publicados algunos cuentos en revistas de corta


circulación.[9] Obtiene una modesta beca para seguir estudios de periodismo en
España. A su regreso, el joven se enfrentaba a tres posibilidades: ejercer como
abogado y acceder a una plaza docente en San Marcos, abrazar el periodismo y
—la más riesgosa— convertirse plenamente en escritor. Lo cierto es que para
Ribeyro esas perspectivas le resultaban excluyentes. Hemos señalado ya la
inseguridad (real o presunta) frente a sus dotes para la profesión legal.

Pero una desconfianza más honda hacia la dura realidad del ejercicio del Derecho
en el Perú pareció contribuir a la decisión. En una entrevista concedida a Lorena
Ausejo un año antes de su deceso, Ribeyro declara acerca del Derecho en sí y
sobre la praxis concreta:

Como disciplina, la considero útil e interesante, porque me enseña a razonar, a


discurrir y a argumentar; pero no me gustaba el pleito, el juicio. Además, si
querías ser honesto llevabas las de perder. Recuerdo que quise trabajar en el
estudio de un gran abogado que había sido amigo de mi padre. Él me dijo que su
estudio no era grande ni poderoso y que mejor fuera a uno donde los asuntos no
se resolvieran ante las Cortes, sino directamente desde Palacio de Gobierno. Eso
me inhibió aún más. Terminé la carrera, pero prácticamente no la ejercí.
Practiqué un poco. Salvo uno o dos procesos, que no eran muy difíciles, los perdí
todos.

Y prosigue:

Lo que sí me gustaba era el Derecho penal, lo encontraba más novelesco. Eran


situaciones dramáticas. Pero los clientes de Derecho penal de esa época eran
gente muy miserable, sin recursos para pagarme. Incluso tenía que pagar los
gastos de mi cliente. En la actualidad el Derecho penal sí rinde, porque el tipo de
delincuente ha cambiado. Ya no son los rateritos de hace treinta años, sino que
son los grandes traficantes de drogas, los grandes funcionarios que han cometido
desfalco y que pueden alimentar fácilmente la bolsa de un penalista.[10]

No se sabría precisar, ante la lectura de estas líneas, si es el escritor o su antiguo


personaje Ludovico Tótem, el antihéroe de Los geniecillos dominicales, quien
pronuncia esas afirmaciones.

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