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Débats | 2017
Polices urbaines recomposées – Les alcaldes de barrio dans les territoires hispaniques, XVIIIe-XIXe siècle – Coord. Arnaud Exbalin et
Brigitte Marin

Á P M

Alcaldes, langostas y negros en el barrio


de la Comadre. Los alcaldes de barrio y
la Superintendencia General de Policía
en Madrid (1823-1833)
Alcaldes, locusts and liberals in the neighbourhood of la Comadre: the alcaldes de barrio and the Superintendencia General de Policía in
Madrid (1823-1833)
[06/06/2017]

Résumés
Español English
La Superintendencia General de Policía, creada en 1824 durante la segunda restauración absolutista, alteró el
tradicional equilibrio jurisdiccional en Madrid. La nueva institución irrumpió en un espacio social ordenado por la
Sala de Alcaldes, el Corregimiento y los mecanismos de autorregulación popular. Las resistencias frente a la policía
estuvieron atravesadas por un discurso político de carácter realista y contrarrevolucionario. En el presente artículo
analizaremos las violentas palabras contra la policía pronunciadas por el alcalde de barrio Urbano García a través de
una aproximación micro-histórica a su circunscripción : el popular barrio de La Comadre (Lavapiés).

The Superintendencia General de Policia, created in 1824 during the second absolutist restauration, disturbed the
traditional balance of powers between institutions in Madrid. The new police burst into a pre-ordered arena, regulated
by tribunals as the Sala de Alcaldes and the Corregimiento, as well as popular “self-regulation”. Resistance against the
police was embedded in royalist and counterrevolutionary political discourses. This paper analyses the violent
anti-police statements of the alcalde de barrio Urbano García through a micro-historical approach to the
working-class neighbourhood of La Comadre (Lavapiés).

Entrées d’index
Keywords : police, justice, neighbourhood, popular royalism, counterrevolution
Palabras claves : policía, justicia, barrio, realismo popular, contrarrevolución

Notes de l’auteur
Este artículo se enmarca en el proyecto de investigación “Nuevas perspectivas de historia social en la ciudad de Madrid
y sus áreas de influencia” (HAR2014-53298-C2-2-P) http://cambiosyresistencias.es. No habría sido posible sin el
trabajo colectivo del Grupo Taller de Historia Social de la Universidad Autónoma de Madrid :
http://www.hisoriasocial.org/

Texte intégral

Las palabras de Urbano García


1 El 25 de mayo de 1827 – día de San Urbano – el alcalde sustituto del barrio de la Comadre celebraba su

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santo en una fonda de la plazuela del Matute. Entre vinos, exclamó que aquel día tenían un segundo
motivo para brindar porque los celadores reales iban a extinguirse “y pronto vendrá abajo toda la policía”1.
No era la primera vez que Urbano García – cirujano braguerista de los Reales Hospitales y “alcalde de
barrio toda su vida” – cargaba contra la policía2. A penas dos meses antes había exclamado “que era
menester degollar a todos los celadores reales y después quitar a la policía, que con la Sala de Alcaldes de
Corte era bastante, como siempre había habido”3. No en vano, la Superintendencia seguía sus
movimientos de cerca y le consideraba “uno de los más grandes enemigos de la policía”. También le
acusaba de “farolear” de su posición de alcalde de barrio y ser “amigo de mugeres y de borrascas hasta en
las Tabernas, a donde concurre con frecuencia, y sobre lo que está muy notado en el mismo Barrio”4.
2 El primer aspecto que nos trasladan las palabras de Urbano es el conflicto de competencias que
enfrentaba a los alcaldes de barrio con la nueva Superintendencia General de Policía. La Sala de Alcaldes
de Casa y Corte – de la que dependían los alcaldes de barrio – era el principal tribunal madrileño desde el
establecimiento de la Corte en 15615. Siguiendo la lógica jurisdiccional del Antiguo Régimen, desempeñaba
atribuciones de justicia, gobierno y policía, que se superponían a las desplegadas por el Corregimiento, el
ejército y los demás actores del entramado corporativo. En 1824 la Superintendencia irrumpió en este
complejo escenario, cuestionando las competencias del resto de instituciones y poniendo en peligro el
equilibrio jurisdiccional.
3 Durante nuestro periodo, Madrid estaba dividido en 10 cuarteles y 64 barrios, circunscripciones creadas
por la Sala para facilitar el control de la población. A la cabeza de cada uno de estos espacios se situaba un
alcalde – de cuartel o de barrio – encargado particularmente de vigilar su distrito acompañado por
escribanos, alguaciles y porteros de vara. Esta estructura “tradicional” se vio alterada tras la creación de la
Superintendencia de Policía. La nueva institución desplegó un comisario en cada cuartel y un celador en
cada barrio, respetando las circunscripciones de la Sala pero duplicando el número de agentes sobre el
territorio6. Más allá de los conflictos generados por esta duplicidad, la policía se proyectó como una
institución autónoma, situada al margen del entramado jurisdiccional y responsable exclusivamente ante
el monarca. Este modelo se venía pergeñando desde 1782, cuando Floridablanca impulsó la primera
Superintendencia de Policía para Madrid, duramente contestada desde su nacimiento por la Sala de
Alcaldes, el Corregimiento y el Consejo de Castilla, que consiguieron suprimirla diez años después7. Habría
que esperar hasta la segunda restauración absolutista (1823-1833) para que el nuevo proyecto policial se
consolidase definitivamente, despertando una vez más una amplia oposición tanto institucional como
social. En este contexto, entendemos por qué el alcalde de barrio Urbano García reclamaba volver al
modelo anterior, defendiendo “que con la Sala de Alcaldes de Corte era bastante, como siempre había
habido”.
4 Pero este conflicto de competencias, habitual entre las instituciones de la época, adquirió en este caso
tintes políticos. Urbano García era un realista exaltado, como lo eran los “amigos de su misma línea” con
quienes celebraba su santo en la fonda. La policía, en cambio, era considerada como una institución
moderada, acusada por los ultras de proteger a los liberales e introducir reformas afrancesadas ajenas a la
tradición española.
5 El tercer elemento que se desliza de este episodio reviste un carácter social. La policía afirma que
Urbano se rozaba “con la gente más ínfima del Pueblo bajo, en desmerito de la jurisdicción que ejerce”8.
Nuestro alcalde vivía en la calle de Jesús y María, en el barrio de la Comadre, corazón de los barrios bajos
de Madrid. Allí se mezclaba con los vecinos en las tabernas y desplegaba unas formas de sociabilidad
propias del “populacho”. Estos patrones de comportamiento se oponían a los de los “sujetos decentes” y
los “paisanos de levita” que vivían en el centro de la ciudad y saludaron mayoritariamente la creación de la
Superintendencia.
6 Partiendo de las palabras de Urbano García, trataremos de entender por qué, en el Madrid de la segunda
restauración absolutista, no resultaba extraño que un alcalde de barrio llamase públicamente a degollar a
la policía. Para ello desentrañaremos los hilos de un conflicto atravesado por aspectos sociales y políticos,
que nos acerca a dos formas enfrentadas de asomarse al escenario urbano e intervenir en las disputas
cotidianas de la población.

El escenario : el barrio de la Comadre


7 Urbano García vivía en la calle Jesús y María, número 6, cuarto bajo (ver plano 1). El barrio de su cargo
era uno de los principales núcleos industriales madrileños, poblado por jornaleros, pequeños artesanos,
trabajadores de la construcción y vendedoras ambulantes. Entre sus talleres y fábricas destacaba la
producción textil, con gran presencia de pasamaneros, sombrereros, costureras y calceteras. No en vano, la
Comadre era – junto a su vecino del Ave María – el barrio con mayor concentración de artesanos y el
segundo en cuanto al número de talleres textiles9.

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Plano 1 – El barrio de la Comadre (resaltado en amarillo) y el domicilio de Urbano García (rojo). Fuente : “Plano callejero de Madrid
en 1750”, Pinto, Virgilio y Madrazo, Santos (eds.), Madrid. Atlas histórico de la ciudad, p. 392 y 393

8 Nuestro barrio se extiende a largo de una pronunciada pendiente que desciende desde el antiguo
convento de la Merced (hoy plaza de Tirso de Molina) hasta la plaza de Lavapiés. Destaca por la presencia
de dos grandes manzanas alargadas en torno a las calles paralelas de Mesón de Paredes y la Comadre
(manzanas 50 y 56). La calle de Jesús y María – donde vivía nuestro alcalde – recorre doscientos setenta
metros antes de unirse a la de Lavapiés, para desembocar conjuntamente en la plazuela del mismo nombre
“como río creciente y majestuoso”10. La metáfora fluvial es oportuna porque estas calles circulan por el
curso de antiguos riachuelos, aspecto que ha dejado su huella en la orografía urbana11.
9 Junto a los artesanos, en la Comadre proliferaban los trabajadores descualificados, que a menudo tenían
que compaginar diferentes empleos para sobrevivir. En 1791, el alcalde del barrio se quejaba de que
cuando sus vecinos eran preguntados “por su ocupación y destino, dicen son mozos de la limpieza, otros
poceros, otros trabajadores del salitre y otros peones de albañiles, y todos los más ociosos la mayor parte
del año” :

Ni unos ni otros me hacen constar formalmente su industria, arte, oficio ni ocupación, estando a
cubierto de cualquiera sospecha contra ellos con solo decir son trabajadores, ejecutándolo cuando
quieren o les da la gana12.

10 La utilización del concepto trabajador refleja la creciente proletarización del universo laboral
madrileño13. Cada vez eran más los habitantes – entre ellos muchos inmigrantes procedentes de las zonas
rurales – que nunca habían ejercido un oficio de continuo, empleándose “a lo que salga” a cambio de unos
reales. Por ello carecían de una identidad de oficio sólida, definiéndose a sí mismos como trabajadores y
situándose al margen del sistema corporativo.
11 Desgraciadamente no disponemos de una matrícula de habitantes del barrio de la Comadre, pero sí del
colindante de las Niñas de la Paz, que se extendía al oeste del límite marcado por la calle Mesón de
Paredes. De los 756 hogares censados en 1820, conocemos el oficio de casi el 75 % de los cabezas de
familia14. El 37 % desempeñaban oficios artesanales, el 26, 8 % eran jornaleros, y el 5,5 % se dedicaba a la
construcción. Entre los artesanos despuntaba el sector textil con un 9,3 %, con especial presencia de
pasamaneros, cabestreros y sombrereros. Los zapateros suponían un 8,4 %, los panaderos un 4,3 % y los
oficios de la madera (carpinteros y ebanistas) un 3,9 %. También estaban representados los oficios del
metal (herreros y cerrajeros), los impresores o los alfareros. No en vano, el alcalde de barrio que elaboró la
matrícula, Antonio Rodríguez, era maestro alfarero. En total, los vecinos de las Niñas de la Paz dedicados
al sector secundario ascendían al 66,7 %. El resto eran trabajadores no cualificados del sector servicios,
como los taberneros y traperos. Los escasos vecinos ajenos al universo del trabajo eran los empleados de
las fábricas, escuelas o instituciones benéfico-asistenciales.
12 Nos encontramos, en definitiva, ante un enclave de trabajadores situado en el corazón de los barrios
bajos madrileños, denominación que recibían los distritos populares de los extremos norte y sur de la villa.
Hasta 1802 el barrio de la Comadre había formado parte del cuartel de Lavapiés, para integrarse

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posteriormente en el de San Isidro, de nueva creación (ver planos 2 y 3). Pero, a pesar del cambio de
circunscripción, los vecinos siempre consideraron la Comadre como el centro de Lavapiés. Y es que la
percepción del espacio urbano que tenían los madrileños no siempre coincidía con la establecida sobre el
plano por las autoridades. No en vano, hoy en día todo el mundo conoce esta zona como Lavapiés, aunque
dicha circunscripción no existe oficialmente y el entorno pertenece el barrio de Embajadores. Para
complicar más las cosas, a pesar de su denominación oficial, el cuartel de Lavapiés – como los de
Maravillas o el Barquillo – siempre fue considerado un barrio por sus habitantes. El término cuartel
– “distrito en el que se divide una ciudad para su mejor gobierno económico y civil” – formaba parte del
discurso de la administración y nunca fue interiorizado por las clases populares. En el lenguaje cotidiano,
el espacio vivido – de límites difusos y cambiantes – fue denominado siempre barrio.
13 En resumidas cuentas, la identidad territorial de nuestros protagonistas era compleja, pues se sentían
vecinos del barrio de la Comadre y, simultáneamente, del barrio “grande” de Lavapiés. Estas identidades
se movilizaban de forma ostensible cuando los barrios populares competían entre sí, como queda de
manifiesto en el teatro popular o en las peleas a pedradas entabladas entre muchachos de barrios rivales.

Plano 2 – El barrio de la Comadre integrado en el cuartel de Lavapiés, en la división de la Sala de Alcaldes de 1768. Fuente : Pinto
y Madrazo (eds.), Madrid. Atlas histórico de la ciudad.

Plano 3 – El barrio de la Comadre integrado en el cuartel de San Isidro, de nueva creación, en la división de la Sala de Alcaldes de
1802. Fuente : Pinto y Madrazo (eds.), Madrid. Atlas histórico de la ciudad.

14 La vida de los habitantes de la Comadre se articulaba en torno a las calles, plazas y otros espacios de
sociabilidad al aire libre. Uno de los más interesantes era el conocido como Campillo de Manuela, un
pequeño ensanchamiento del terreno formado en la unión entre la calle de Jesús y María y la de Lavapiés
(ver planos 1 y 4). El escritor Diego Torres de Villarroel lo describió así en uno de sus pronósticos :

Azia los faldones más baxos de la gran barriada del famoso Labapies yace un buen remiendo de tierra,
todo descasado (quiero decir sin casas) que se dice el Campillo de Manuela15.

15 El autor se traslada a este espacio emblemático para describir las costumbres del pueblo bajo de Madrid,
encarnado en los tipos sociales de la maja y el manolo. En su descripción emerge la visión de unas elites
que sentían una mezcla de desprecio y fascinación por los habitantes de estos barrios. En el Campillo
encontramos a un grupo de vecinos, entre los que se había varios gitanos, bailando al son de la guitarra y el
pandero, acompañados por

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muchos Pícaros, y Pícaras, conocidos en estos tiempos por los nombres de Majos y Majas, y en los
pasados por Macarenos y Macarenas, Dayfes y Rufianes, Xaquetones y Denas, y con otros remoquetes,
con que cada día la vulgaridad ociosa los requiebra, los engríe, los entona y los hace más descarados y
perdidos.

16 Torres describe la particular forma de vestir de los hombres, “sumidos en sus capotes con los sombreros
acogotados hasta las narices”, es decir, ataviados con la capa y el sombrero de ala ancha cuya prohibición
desató el Motín contra Esquilache en 176616. Las mujeres “llevaban las trenzas al ayre” adornadas con “sus
moños a lo arriero”, mientras bailaban con una sensualidad que desafiaba la moral patriarcal : “empinadas
de gurupera, con las canillas de par en par y bastantemente retraídas del recato, del encogimiento y de la
moderación”17.
17 El texto citado no resulta excepcional, pues el barrio de la Comadre era uno de los escenarios predilectos
de la literatura costumbrista y el teatro popular. López Huerta ha puesto de manifiesto su singularidad,
rescatando varios sainetes y tonadillas inéditas ambientadas en sus calles. Una de estas piezas describe
“una celebración grupal” en la que los vecinos muestran “una honrosa conciencia colectiva de su
pertenencia al Barrio de la Comadre”18. La calle del mismo nombre es exaltada como “el eje soberano del
barrio” en versos como el siguiente :

Calle de la Comadre

que guapa eres

por señora del barrio todas te tienen.

18 Los barrios bajos fascinaban tanto a los madrileños acomodados como a los viajeros, que a modo de
incipientes flâneurs paseaban por sus calles para rodearse del exotismo de los manolos, las majas y los
gitanos. Pero transitar por estos distritos podía tornarse peligroso cuando la vestimenta y las maneras del
incauto visitante denotaban su posición social acomodada. Mesonero Romanos, nos advierte de que los
barrios extremos de Madrid – con Lavapiés a la cabeza – eran “una población aparte, aislada, hostil y
terrible para el resto de ella”19. Orgullosos de su forma de vestir y sus costumbres, sus habitantes miraban
con desprecio a los sujetos bien portados que imitaban las modas francesas. Los muchachos gustaban de
insultar, escupir y apedrear a quien se internaba en sus barrios portando levita, sombreros elegantes, o
cintas de seda en los zapatos. Dionisio Chaulié señala esta

“ojeriza a todo individuo que fuera, vestido con decencia”, de modo que “bastaba el más ligero indicio
de no ser de la ropa de aquéllos, para arrostrar un verdadero peligro transitando por las calles”20.

19 Incluso los agentes secretos de la policía sabían que su vestimenta les delataba cuando rondaban por
Lavapiés. En 1825, un celador reservado escuchó la conversación que mantenían varios vecinos junto a la
calle del Mesón de Paredes, en la que amenazaban con “arrastrar” a los ministros moderados. Tras
seguirles durante un tiempo, concluyó sus pesquisas afirmando que “como en aquel barrio es notado
cualquier sugeto decente que esté parado, y particularmente a aquellas horas, por no hacerme sospechoso,
me retiré”21.
20 Durante la década de 1820, los habitantes de los barrios populares madrileños habían perdido buena
parte del encanto romántico y comenzaban a ser cada vez más temidos por las clases medias. El pueblo
honrado que se había levantado contra los franceses en 1808 volvió sus navajas contra los liberales en
1823, desatando una persecución contra todo aquel sujeto vestido decentemente que fuera sospechoso de
ser negro (liberal). Junto a sus tradicionales navajas y garrotes, los trabajadores habían empezado a portar
los fusiles y sables que el gobierno absolutista puso en sus manos a través del cuerpo de voluntarios
realistas22. Los insultos contra los petimetres, lechuguinos y monsieures se tornaron en una persecución
violenta de carácter contrarrevolucionario sancionada por el clero regular y una parte de las elites
absolutistas. El pueblo bajo de Madrid había dejado de ser un objeto de curiosidad para percibirse como
una masa contrarrevolucionaria temible y fanatizada23. Las “rabaneras y gente baja”, los “zapateros de
viejo, traperos y poceros”, desataron asonadas antiliberales en las que asaltaban los cafés y casas de
comercio, maltratando comerciantes, propietarios y caballeros decentemente vestidos porque “olían a
negro”.
21 La Superintendencia General de Policía también fue víctima de las iras contrarrevolucionarias,
considerada como una institución extranjera que alteraba las tradiciones comunitarias y robaba al pueblo
a través de multas, licencias y chantajes. Además de “pícaros” y “ladrones”, los policías fueron tachados de
negros porque protegían a los liberales mientras perseguían a los “verdaderos realistas”. ¿Cómo es posible
que una institución creada por el absolutismo restaurado en 1824 fuese considerada como cómplice del
liberalismo ? Para entender por qué los alcaldes de barrio y los habitantes de los barrios bajos compartían
su odio hacia la Superintendencia, descenderemos de nuevo a las calles de la Comadre, para percibir la
cotidianeidad y la cercanía de la politización antiliberal.

La vida en la calle : autorregulación popular e


intervención policial
22 Para las clases populares madrileñas la calle era un espacio de vida, donde trabajaban y se divertían,
conversaban y discutían, compraban y vendían, comían y jugaban24. Los vecinos habitaban en cuartuchos

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insalubres, sin cocina ni sanitarios, por lo que buena parte de su vida se desarrollaba al aire libre. Esta
necesidad de espacios abiertos contrastaba con la morfología de Madrid, ciudad de callejuelas abigarradas
en la que cualquier espacio diáfano, por pequeño que fuera, era utilizado como centro de sociabilidad y
mercado. En el barrio de la Comadre había tres enclaves que cumplían esta función : la plaza de Lavapiés,
la plazuela de Ludones y el Campillo de Manuela (ver plano 4). Todos ellos eran en realidad pequeños
ensanchamientos provocados por la confluencia de varias calles.
23 En Madrid el espacio era un bien escaso, por lo que los conflictos generados en torno a su uso y
apropiación eran muy frecuentes. Las vendedoras ambulantes peleaban por un lugar en las plazuelas para
exponer sus mercancías, mientras anunciaban a voz en grito sus productos y trataban de llamar la
atención de los clientes. Los transeúntes esquivaban puestos improvisados, carruajes, animales y algún
que otro desperdicio arrojado por las ventanas. Las fuentes públicas se convertían en puntos de
conflictividad cotidiana, donde los aguadores y las vecinas se enzarzaban por dirimir quién llevaba “la vez”
para llenar sus cántaros.

Plano 4 – El barrio de la Comadre. Fuente : González, Juan Francisco, Madrid dividido en ocho cuarteles con otros tantos barrios,
Madrid, Miguel Escribano, 1770.

24 Los madrileños disponían de mecanismos para dirimir este tipo de conflictos, normas no escritas
sancionadas por la costumbre25. La violencia física era el último recurso, que a menudo iba precedido de
una escalada gradual de insultos, escupitajos, arañazos y tirones de pelo. Las difamaciones y burlas
pronunciadas en el espacio público se enmarcaban en un complejo ritual simbólico. La reputación y el
honor estaban en juego, por lo que una humillación sin respuesta podía poner en riesgo la posición social
del insultado. Los testigos actuaban como representantes de la comunidad, observando a los contendientes
e interviniendo cuando consideraban que el enfrentamiento tenía un carácter desigual. Los insultos y
peleas conformaban un “teatro callejero” en el que el público juzgaba la razón de las partes enfrentadas y
podía tomar parte en la reyerta para poner paz o decantarse por uno de los contendientes.
25 Esta autorregulación popular se regía por criterios diferentes a los empleados por las autoridades,
aunque no necesariamente antagónicos. Los límites de lo tolerable eran distintos, por lo que existía un
espacio para los ilegalismos populares : comportamientos perseguidos por la justicia pero admitidos por la
población. De este modo, cuando un representante de la autoridad intervenía en un conflicto, los testigos
valoraban si su actuación se ajustaba a las normas comunitarias o bien constituía una irrupción ilegítima
en el escenario urbano.
26 La documentación policial nos acerca a estos conflictos cotidianos que, tras un carácter aparentemente
anecdótico, revelan la existencia de una “ley de los trabajadores, que no está escrita sino inscrita en la
costumbre y los acuerdos verbales”26. A continuación presentaremos algunos ejemplos encuadrados en el
verano de 1827 y localizados en los puntos más conflictivos del barrio de la Comadre, que coinciden con los
espacios de sociabilidad popular : fuentes, mercados, tabernas y corralas.
27 En la fuente de la plazuela de Lavapiés, escenario de quimeras cotidianas, “se agarraron dos mujeres”

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porque una llamó puta a la otra27. Los insultos de carácter sexual eran los más comunes entre las mujeres,
existiendo en este caso el agravante de que la injuriada era casada y llevaba a su niño en brazos, de modo
que su reputación quedaba en entredicho28. Dejar sin respuesta una difamación de este tipo equivalía, a
ojos de los observadores, a asumirla de manera implícita. Tras pegarse “algunos cachetes” y tirarse
mutuamente del pelo, la situación se dio por zanjada y las contendientes “quedaron en paz”. Al defenderse
con éxito, la mujer insultada había logrado preservar su honor de cara a la comunidad, restableciendo así
el equilibrio.
28 El 25 de junio de 1827, Gabriel Tarifa, vecino del barrio, salió a la plazuela de la Comadre a vender unos
muebles de segunda mano. Joaquina Artalejo, una prendera que vivía en la misma plaza, percibió este
gesto como un acto de intrusismo profesional y comenzó a increparle. En su ayuda acudió su hijo, de oficio
zapatero, que residía en una buhardilla a escasos metros. Armado de un palo, causó varias heridas en la
cabeza del vendedor intruso, con un gesto que explicitaba las normas que regulaban la utilización del
espacio urbano : sólo las prenderas pueden vender muebles en esta plazuela29.
29 Nos trasladamos ahora a una taberna de la calle de la Comadre, donde un sujeto apodado el Sebero salió
a la puerta para pelearse con otro. Un tercer cliente acudió a separarles y recibió como respuesta un
navajazo. Mientras la gente se reunía al calor de lo sucedido “salieron otros dos pegándose bofetadas de
otra taberna”. En esta ocasión el vecino que intervino para mediar fue más efectivo que el primero, pues
“detrás de ellos salió con un palo y a ambos dos les pegó un palo a cada uno para desapartarlos sin haber
visto presentarse a otra autoridad alguna”30.
30 Cuando un conflicto tenía un carácter desigual y una de las partes estaba en desventaja, los testigos
intervenían como representación de la comunidad para nivelar la balanza. Durante una quimera entre una
vendedora de fruta y una de escabeche en la calle de la Merced esquina Relatores (junto a la fuente), un
buen número de personas se reunieron “al ruido” de una trifulca. Tras analizar la situación, “conociendo
que la una mujer era vieja y la otra joven”, “trataron la separación que era lo mejor, lo que verificaron
después de tirarse de los pelos de la cabeza”31.
31 La intervención de los testigos era también habitual en los casos de violencia contra las mujeres. En la
calle de la Comadre nº 31, manzana 50, un tal Alfonso inició una quimera con una mujer con la que tenía
trato “escandalizando a toda la vecindad”. En respuesta, un grupo de vecinas comenzó a increparle
“diciéndole que era un pícaro bribón y que iban a dar parte”. Alfonso las desafió a bajar a la calle y ellas “se
enredaron en palabras que parecían sus bocas un serrallo de ajos de puñetas”32. Como vemos, las corralas
o casas de vecindad de Lavapiés funcionaban como pequeñas comunidades que resolvían sus conflictos a
través de quimeras y enfrentamientos ruidosos que la policía interpretaba como alteraciones del orden.
32 Pero ¿qué papel jugaban las diferentes autoridades en este tipo de conflictos ? En el primer ejemplo, las
mujeres de la fuente quedaron en paz, por lo que no fue necesaria la intervención de terceras personas. En
el segundo, el hijo de la prendera fue arrestado por la policía y conducido a la comisión de Correos. En el
tercero, el agente que redactó el informe señala que no intervino “otra autoridad alguna” más que la del
vecino que arregló la disputa de manera salomónica armado de un palo. Algo similar sucedió en el cuarto
ejemplo cuando los observadores separaron a las vendedoras. En el quinto, observamos cómo las mujeres
consiguieron ahuyentar al hombre pero amenazaron con “dar parte” – probablemente al alcalde de
barrio – si persistía en su actitud.
33 En este escenario de autorregulación vecinal, las justicias y la policía desempeñaban un papel
ambivalente. Los vecinos acudían a las autoridades en circunstancias específicas, considerándolas como
una extensión del sistema de normas no escritas implementado por la comunidad. Cuando intervenían en
un conflicto, los dependientes de justicia debían ser cuidadosos y observar ciertas reglas si querían hacerse
respetar. La negociación y la mediación eran aspectos esenciales para lograr sofocar una pelea sin que los
contendientes aparcasen momentáneamente sus diferencias para cargar contra la autoridad. Esto es lo que
sucedió en otra de las reyertas que habitualmente tenían lugar en la fuente de la plazuela de Lavapiés.
Como de costumbre, “diferentes personas que se hallaban para coger la bez y llenar sus basijas reñían
altamente”. Alertados por las voces se acercaron varios soldados del cuerpo de guardia, que estaba
emplazado en aquel punto para “impedir quimeras”. Sin embargo

en lugar de separar la bulla que hocasionaban los que iban a por agua, enpezaron – particularmente
uno – a sacar el sable de la bayna y pegar injustamente a un paysano de los que estaban en dicha
fuente33.

34 Si hasta entonces los paisanos discutían entre sí, esta irrupción ilegítima de los soldados en el escenario
del conflicto provocó un giro en la situación. Ante la agresión contra un vecino indefenso, “se encendió
más el fuego y enpezaron todas las mugeres a salir a fabor del paysano”. Como vemos, la comunidad se
defendía colectivamente del abuso de poder cometido por los soldados. Lejos de rectificar, uno de los
militares abandonó su puesto de guardia y amenazó con “pasar quantas mugeres se presentasen con la
vayoneta, y lo mismo a los hombres”, palabras que resultaron “muy ajenas de poner la paz”. Como vemos,
la intervención de la tropa convirtió una trifulca cotidiana en un principio de motín, cuando los
espectadores – especialmente las mujeres – salieron en defensa de un paisano agredido. Lejos de mediar o
poner paz, la presencia militar echó más leña al fuego y contribuyó a unir en el mismo bando a quienes
antes peleaban, para defender el orden comunitario alterado.

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Figura 2 – La fuente de la plazuela de Lavapiés, donde podemos observar a los aguadores esperando “la vez” para recoger agua.
Fuente : Francisco Padilla y Ortiz, La Ilustración europea y americana, 1869.

Cultura jurisdiccional y reforma policial. ¿Hacia


dos modelos enfrentados ?
35 Una vez que hemos entendido el sistema de equilibrios que condicionaba la intervención de las
autoridades, podemos abordar las diferencias existentes entre los alcaldes de barrio y la Superintendencia
de Policía. La figura del alcalde de barrio gozaba de una cierta legitimidad comunitaria, al tratarse de una
persona cercana que conocía a sus vecinos y establecía una relación directa y cotidiana con ellos. Su poder
coactivo era limitado, pues era un agente auxiliar dotado de una jurisdicción pedánea de rango inferior,
que sólo podían realizar arrestos in franganti, Aunque desde 1801 no eran elegidos por los vecinos – sino
nombrados por los alcaldes de Corte – pertenecían a un universo intermedio, que les situaba entre los
magistrados y la población34.
36 Frente a este modelo, la Superintendencia de Policía encarnaba un sistema de vigilancia pública
ejecutivo y sumario, impuesto desde el exterior. Los comisarios y celadores eran figuras ajenas al
entramado jurisdiccional previo, que no respetaban las normas consuetudinarias que regulaban el uso de
la calle. Sus atribuciones tenían un carácter excepcional y emanaban de la delegación directa del monarca.
Como denunciaban los vecinos, la policía actuaba como

un Ministerio separado, sin obligación de entenderse para ninguna de sus disposiciones, ni comunicar
los partes que reciba por los agentes secretos a ningún Ministro […] dando cuenta de todos sus
negocios directamente al Rey35.

37 Hemos de evitar, sin embargo, la tentación de idealizar la figura del alcalde de barrio, que constituía una
emanación de la jurisdicción de la Sala de Alcaldes y en ningún caso de los intereses de la población36. A
pesar de todo, resulta indudable que el alcalde de barrio se hallaba – en mayor o menor medida – inserto
en la comunidad y personificaba un modelo de mediación, arbitraje y proximidad. En la práctica, la clave
residía en que – para ser reconocido – debía respetar ciertos consensos comunitarios, emanados de los
mecanismos de autorregulación de conflictos. Este sistema de negociación se situaba en las antípodas de la
lógica de la Superintendencia, que irrumpía para imponer una normatividad ajena a la tradición y cuyos
agentes eran profesionales que trabajaban a cambio de un salario.
38 Para entender la oposición entre ambos “modelos”, recurriremos a un ejemplo concreto. En 1829, el
Subdelegado de Policía denunciaba que la Sala de Alcaldes actuaba con “una indulgencia perjudicialísima
a la sociedad y el orden público”. Para acabar con los robos en la Corte, proponía realizar “levas anuales”
para enviar a los “holgazanes” a trabajos forzados, interrogando a los sospechosos “breve y
sumariamente”. En los casos en que no pudiesen aplicarse penas ordinarias por falta de pruebas,
recomendaba que se aplicasen otras de carácter extraordinario. Para aplicar este mecanismo expeditivo
era necesario “proveer a la Policía de la fuerza activa y armada necesaria para perseguir a los criminales”37.
39 La Sala de Alcaldes se oponía a estas levas indiscriminadas, que acababan “recogiendo a montón a
cuatro medianamente culpables entre veinte desgraciados”. Los alcaldes argumentaban que la policía
debía limitarse a proceder – es decir, realizar las diligencias – mientras los tribunales se encargaban de
condenar. Esta delimitación de atribuciones garantizaba la “salvaguardia de los derechos del vasallo”, una
interesante fórmula que manifiesta el carácter garantista que se atribuía al entramado jurisdiccional. Por
el contrario, el Subdelegado de Policía acusaba a los jueces de “ingenuidad”, insistiendo en que “nada sino
la fuerza podrá oponer un dique contra la corrupción espantosa de las costumbres que se viene a los ojos”.
Concluía, además, cuestionando los fundamentos del modelo jurisdiccional, afirmando que “la
multiplicidad de fueros dificulta el proceder de la justicia”38.
40 A través de este ejemplo nos adentramos en el conflicto entre dos concepciones enfrentadas de la

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seguridad pública. Para la policía era necesario actuar de forma breve y expeditiva, acortando y
simplificando los procesos, puesto que la lentitud de la justicia amparaba la impunidad de los
delincuentes. Para la Sala de Alcaldes, la complejidad del entramado jurisdiccional permitía que los reos
tuviesen ciertas garantías y posibilidad de defensa. Se trataba de un modelo “procedimental”, sujeto a
reglas bien estipuladas y formalismos rigurosos. Por el contrario, el Subdelegado de Policía consideraba
que sólo las “curas paliativas” podían acabar con los robos en la Corte. Con un lenguaje similar, el
Intendente de Policía de Madrid criticaba la lentitud e ineficacia del procedimiento de la Sala, exigiendo
“medidas excepcionales para garantizar la seguridad” :

desde la instalación de esta Intendencia en junio de 1825, son infinitas las causas de robos y presos que
por ella que se han pasado a la Sala de Alcaldes, y seguramente la policía hubiera limpiado y limpiaría
de ladrones la Capital y sus inmediaciones si hubiera a su disposición un presidio correccional y
facultades para sustanciar y destinar a él a los delincuentes ; pero se observa que los presos al pasar a la
Sala vuelven a presentarse a los pocos días […] porque destinándolos a presidios desertan de camino y
nadie los reclama hasta que en fuerza de sus buenas mañas vuelven a la policía39.

41 Este debate era muy similar al que había tenido lugar en 1782, cuando Floridablanca estableció la
primera Superintendencia de Policía para Madrid. En aquel momento, el Consejo de Castilla acusó a la
policía de ser una institución “contraria a derecho”, que no estaba sujeta a “reglas fijas” y sentenciaba a los
reos sin juicio justo ni posibilidad de apelación. “La vida y el honor de los ciudadanos” quedaban a
expensas del “voto de un solo Magistrado”, motivo por el que “se quejan los sentenciados, alegando
indefensión, violencia y opresión”40. Los reos de la Superintendencia empleaban argumentos parecidos.
Juan Bauptista Blanc, arrestado por falsificar unos vales reales, clamaba contra los “inocentes que gimen
bajo la bárbara crueldad de la violencia, de la injusticia y la tirana”, viendo “violadas todas las leyes” y
destruida “la armonía civil”41. En 1792, el gobernador del Consejo de Castilla describía a los agentes de la
policía como “personas desconocidas que por lo común son de ínfima clase y expuestos a cometer
excesos”. Frente a ellos elogiaba el modelo de los alcaldes de barrio : “gente honrada que han merecido en
su elección la confianza y aprobación del Pueblo”42.
42 El modelo policial que se consolidó con la Superintendencia de 1824, formaba parte de un proyecto
reformista de mayor calado, cuyos orígenes pueden rastrearse en la Superintendencia de Floridablanca
(1782-1792) que fue brevemente restablecida por Godoy (1807), el Ministerio de Policía de José Bonaparte
(1809) y el Ministerio de Seguridad Pública (1815)43. Todos estos experimentos, de trayectoria breve y
accidentada, culminaron en 1824 con la creación de una policía autónoma, independiente de los “cuerpos
intermedios” (tribunales y consejos), centralizada y enfocada a la seguridad pública, que sus partidarios
concibieron como una punta de lanza de la reforma de la administración.
43 Los principales impulsores de la Superintendencia de 1824 fueron los ministros absolutistas moderados,
como Cea Bermúdez, López Ballesteros, el conde de Ofalia o el marqués de Zambrano. Aunque no
conformaban un grupo homogéneo, sus enemigos les acusaron de pertenecer a una “camarilla
afrancesada” que tenía secuestrada la voluntad del rey y conspiraba para establecer un sistema de Carta
Otorgada y permitir el regreso de los emigrados44. La Superintendencia de Policía fue señalada como una
de las principales piezas de este plan, una institución “negra” que protegía a los liberales y servía a los
designios de la “clica financiera y afrancesada”. Es indudable que esta imagen respondía a una
construcción de los ultras, que la utilizaban como arma arrojadiza contra sus rivales políticos. Lo cierto,
sin embargo, es que una parte del personal de la Superintendencia había desempeñado cargos en la policía
josefina. Cayetano Font y Closas, principal responsable de la policía reservada, había sido comisario
general de policía durante la ocupación francesa de Barcelona (1809-1810) y comisario especial de policía
de Mataró (1812)45. Lo mismo podemos decir de buena parte de los agentes secretos más importantes del
ramo46.
44 Las conexiones entre la policía absolutista y la josefina, entre la Superintendencia de 1824 y la de 1782,
fueron percibidas y movilizadas políticamente por los contemporáneos. Esto no puede conducirnos, sin
embargo, a trazar una genealogía del Estado Liberal que se remonte a las reformas ilustradas, con la
policía como elemento articulador47. Debemos diferenciar entre los proyectos sobre el papel y el
despliegue que tuvieron en la práctica los diferentes experimentos institucionales. Por un lado, los
defensores de la Superintendencia propugnaban una separación entre los ámbitos de la justicia y la
administración, así como la concentración de todos los resortes de poder en manos del monarca y el
Consejo de Ministros48. Este proyecto enlazaba con el discurso “administrativista” y la “ideología del
fomento” defendido por los Javier de Burgos y Sainz de Andino, germen del “Estado grande” desplegado
por los liberales moderados a partir de 184449.
45 Sin embargo, como bien han subrayado Marta Lorente y Fernando Martínez, en la práctica este proyecto
estuvo muy lejos de implementarse50. La policía, concebida en 1824 como una función desgajada del orden
jurisdiccional, acabó en muchos casos dependiendo de este mismo orden, pues sus funciones fueron
asumidas por los alcaldes ordinarios o pedáneos. En las localidades pequeñas, donde resultaba inviable
establecer un dependiente de policía, sus funciones fueron ejercidas por los alcaldes, quedando
subsumidas en el entramado jurisdiccional. El proyecto de una policía autónoma, articulada de forma
centralizada y ordenada jerárquicamente, tuvo que enfrentarse a la falta de recursos, así como a la
oposición de los letrados (golillas) y las autoridades locales.
46 La tensión se mantuvo hasta agosto de 1827, cuando sector “ultra” de la administración fernandina
consiguió arrebatar a los “moderados” el control de la policía. El Superintendente Recacho y sus hombres
más cercanos tuvieron que exiliarse, mientras Zorrilla – bajo los auspicios de Calomarde – implementaba
una verdadera “contrarreforma” en la institución. La Superintendencia se transformó en una

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Subdelegación, agregada al ministerio de Gracia y Justicia y dependiente del entramado jurisdiccional51.


La figura del Intendente provincial fue sustituida por la del subdelegado, cargo que recayó en los regentes
de las Audiencias y Chancillerías, o los Corregidores y Alcaldes Mayores. Esta “reacción letrada” desdibujó
la institución, recortó sus atribuciones y acabó con su independencia.
47 En definitiva, matizando las ideas de Lorente y Martínez, podemos concluir que si la Superintendencia
de 1824 no rompió con la concepción jurisdiccional fue a causa de la derrota política del proyecto
reformista impulsado por los absolutistas moderados, encabezado por el Superintendente Juan José
Recacho.
48 A pesar de todo, la policía se convirtió en un verdadero “laboratorio reformista” que dejó una profunda
huella en la transición hacia un régimen liberal moderado. Como subraya Pérez Núñez, “la primigenia
organización de 1824 se encuentra en la senda que desemboca en la creación en 1832 del Ministerio de
Fomento”52. Las Intendencias Provinciales, a pesar de los innumerables obstáculos a los que se
enfrentaron, constituyeron un aprendizaje para el establecimiento de los delegados gubernativos en las
provincias. No en vano, buena parte de los primeros subdelegados de Fomento había desempeñado cargos
en la administración policial53.
49 Por tanto, a pesar de las limitaciones y resistencias, la experiencia de la Superintendencia General de
Policía constituyó un antecedente para futuros proyectos reformistas y un desafío para el orden
jurisdiccional. La oposición que generó se articuló políticamente a través del discurso realista exaltado, en
el que letrados, empleados y oficiales convergieron con un sector de las clases populares. Estos grupos
vinculaban la reforma de la administración con la emergencia de una “comparsa moderada y afrancesada”,
protectora de los negros y francmasones, que proclamaba la reconciliación y quería establecer un sistema
de cámaras como en Francia.

Las resistencias contra la Superintendencia de


Policía
50 El debate sobre la legitimidad de la Superintendencia se proyectó de forma violenta sobre el espacio
urbano. Las palabras de Urbano García que encabezan este artículo no constituyen una excepción. Los
subalternos de los tribunales clamaban por la extinción de la policía, tiñendo el conflicto de competencias
de un discurso político de carácter ultra. El alguacil del Teniente de Corregidor

se explicaba esta mañana con la mayor violencia contra la Policía y los Señores Recacho
[Superintendente] y Balboa [Intendente] ; diciendo de estos dos Señores. que eran unos pícaros
negros : que ya les llegaría su San Martín y que el odio que les tienen todos los tribunales es cada vez
más grande ; por lo que no pueden ya subsistir mucho tiempo en sus destinos, ni la Policía tampoco,
pues no hace más que robar54.

51 En cuanto a las clases populares, disponían de motivos propios y cotidianos para odiar a la
Superintendencia. Los partes de la policía secreta nos trasladan el clamor de los arrieros contra los
celadores que les hacían perder “muchos días de jornada y gastos de posada”, mientras los vendedores
ambulantes denunciaban las multas e incautaciones de mercancía55. Los vecinos consideraban que las
nuevas licencias y cartas de seguridad eran un “robo general” y un “engaño”, que la Superintendencia no
servía más que para “sacar pesetas” y “que no debía existir tal ramo”56. Las comisarías estaban
“abandonadas” y los pobres eran tratados “con la mayor desvergüenza” por unos oficiales que “insultan a
todo el que lleva manta y no sabe explicarse con finura”57.
52 Los comisarios y los celadores eran figuras profesionalizadas, con salarios de 20.000 y 4.400 reales al
año respectivamente58. Sin embargo, para completar sus ingresos desempeñaban otras actividades,
además de recibir sobornos e imponer multas arbitrarias. Dos abogados disculpaban así su
comportamiento :

¿No quiere Vd. que un Celador cometa mil bajezas y admita cualquiera regalo que le den, y lo hagan
prostituir, si de sueldo no tiene más que 12 reales [diarios]59 ?

53 Los vecinos denunciaban que las multas se imponían “con picardía y por la golosina de la 3 ª parte”60.
En efecto, los subalternos que imponían una sanción se quedaban con la tercera parte de lo recaudado, por
lo que “están más prontos para sacar multas que para despachar pasaportes”61.
54 Estas prácticas eran comunes al conjunto de los subalternos de la justicia. Los alguaciles eran llamados
gatos porque arañaban (extorsionaban) a las clases populares. Un capricho de Goya nos presenta un
alguacil frente a un espejo que devuelve una imagen gatuna, mientras otro representa a una prostituta
siendo “desplumada” por un escribano y un alguacil con rostros felinos mientras un alcalde les hace capa
(encubre)62. La explicación manuscrita es clarificadora : “los Jueces superiores hacen capa regularmente a
los Escribanos y Alguaciles para que roben y desplumen a las putas pobres”. En 1823, los chisperos y
manolos madrileños se quejaban del restablecimiento de “las roscas y las uñas de los alguaciles”,
exclamando que querían “franceses y Rey absoluto […] pero sin alguaciles63”.

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Figura 3 – Dibujos de Francisco de Goya. Izquierda : Alguacil / Gato. Derecha : dibujo preparatorio del Capricho 21, ¡Qual la
descañonan ! Fuente : Museo del Prado.

55 Como vemos las críticas contra los subalternos de justicia eran habituales, pero la Superintendencia
supone una novedad porque su legitimidad misma era cuestionada por buena parte de la población. En
cierta medida, las críticas contra la justicia reproducen a escala inferior el modelo de cuestionamiento del
propio monarca : se culpa a la persona que desempeña el cargo, al subalterno corrupto, pero se refuerza la
figura y su función social.
56 En el caso de la Superintendencia, las muestras de desprecio eran tan habituales que los propios
vigilantes alertaban del “descrédito” general que sufría el ramo y de lo extendidas que estaban las voces
“denigrativas del establecimiento”, añadiendo que los vecinos se quejaban “con razón”. En las calles y
plazas se escuchaba “que son los de policía nada más que para pericos y pendangas y hacer capa a costa de
intrigas”, “que no se ha visto un modo de robar como el que tiene la policía” y “que más se puede decir
porquería que policía”64.
57 Más allá de la frecuencia de estas críticas, resulta significativo que muchas de ellas incidiesen en que los
agentes de policía no conocían el comportamiento y modo de vivir de los vecinos, principal cometido de los
alcaldes de barrio y fuente de su legitimidad como figuras de proximidad. Las “gentes particulares”
exclamaban que

los Celadores de Barrio no piensan más que en coger el sueldo y estafar lo que pueden, sin tener
cuidado de los sujetos que viven en sus Barrios y saber el modo de vivir de cada uno, culpando al
mismo tiempo a todos los dependientes de dicho ramo de que tanto V.S. [el Superintendente] como los
demás, no piensan más que en sacar dinero65.

58 Por otro lado, las fuentes muestran que la población no reconocía a los celadores de barrio como actores
legítimos para intervenir en los conflictos cotidianos. Cuando el del barrio de San Andrés entró a una
hostería a tomarse una chuleta, el mozo mostró su hostilidad cobrándole más que al resto de clientes. Ante
sus protestas, el amo y el mozo comenzaron a insultarle “llamándole tunante, que no le reconocían para
nada, enviándole a la mierda y al ajo, con otros improperios”. La osadía del propietario del establecimiento
llegó a tal punto que, “como si fuera una autoridad”, avisó a la tropa, que arrestó al celador hasta que “al
verle con el uniforme” los soldados le soltaron66.
59 En otra ocasión, dos porteros de la Sala arrinconaron al celador del barrio de Moriana “preguntándole
quién era”. Cuando el celador respondió mostrándoles su bastón de mando como “signo ostensible de su
destino”, uno de los porteros “le dio un manotón al bastón diciendo que aquello no valía nada y que él era
un Juez, enseñando el otro una rosca diciendo que era más de justicia que el Celador, y se lo llevaron
preso”67. Una vez arrestado, “le insultaron, diciendo le habían de quitar el uniforme por los pies y hacer ir
al celador a Presidio”. Como vemos en este episodio, los porteros cuestionan la autoridad del celador a
través de sus símbolos externos : el bastón y el uniforme. El bastón había sido portado tradicionalmente
por los alcaldes de barrio como símbolo de su jurisdicción, extendiéndose posteriormente a los comisarios
y celadores de la Superintendencia68. Para los porteros, el bastón del celador valía menos que su rosca,
porque incluso un subalterno de la Sala “era más de justicia” que un agente de policía69.
60 Los agentes de la Superintendencia tenían verdaderos problemas para hacerse respetar entre la
población. Los alcaldes de barrio y los alguaciles de villa desafiaban su autoridad y los desacreditaban
públicamente frente a los vecinos. Cuando un celador de policía de Lavapiés ordenó “a los que tienen
puestos de pan” que sacasen la licencia, el alguacil mayor les dijo “que cuando volviese otra vez el celador
no hiciesen caso”70. Los alguaciles animaban a los revendedores a desobedecer a la policía afirmando que
“no tiene facultades para quitar la fruta y demás géneros que cogían [y] que todos son un ato de
ladrones”71. Frente a los puestos ambulantes, exclamaban “que nada les importa la Policía, despreciando y
ridiculizando a los empleados del ramo y al establecimiento mismo”72.
61 Evidentemente, la relación de la población con los dependientes del Corregimiento y la Sala estaba lejos
de ser idílica. Pero la convivencia con estas figuras tradicionales del orden urbano se basaba en un
conjunto de equilibrios establecidos con el paso de los años y sancionados por la costumbre. La entrada de

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un nuevo actor en este escenario regulado, provocó que alcaldes, alguaciles y vendedoras se aliasen para
plantar cara a los intrusos. Además, las críticas a la Superintendencia reforzaban la legitimidad de los
alcaldes de barrio, que se presentaban como mediadores que actuaban desde el interior de la comunidad.
Aunque esta imagen fuera más idílica que real, servía para aglutinar el descontento popular y el de los
tribunales, para conformar un frente común contra la policía.

Matar langostas
62 La Superintendencia no podía compensar su falta de legitimidad recurriendo al empleo de la fuerza,
porque carecía de auxiliares armados. Comisarios y celadores debían pedir ayuda a la tropa o a los
dependientes de la Sala y el Corregimiento para enfrentarse a situaciones violentas o realizar arrestos.
Teniendo en cuenta las tensas relaciones que mantenía con el resto de instituciones, es fácil imaginar que
con frecuencia los agentes quedaban desamparados. La Superintendencia era una policía “sin brazos”,
incapaz de hacer cumplir por la fuerza sus providencias73.
63 La creación de una fuerza armada al servicio de la policía fue uno las principales demandas de la
institución, que sólo se verificó de manera parcial. En 1825 se puso bajo el mando de la Superintendencia
un regimiento de celadores reales, militares a caballo inspirados en la gendarmería francesa. Aunque el
número de hombres era insuficiente y muchos ni siquiera contaban con equipamiento y caballos, se
incorporaron progresivamente al servicio y comenzaron a acompañar a los celadores de barrio en sus
rondas.
64 Al constituir su brazo armado, los celadores reales se convirtieron en el cuerpo más odiado de la policía,
concentrando las críticas y las muestras de desprecio de la población. Los madrileños les bautizaron con el
apelativo de langostas, en referencia a la plaga de insectos que arrasaba las cosechas, dedicándoles un
amplio repertorio de insultos y burlas. Un peón de albañil del cuartel del Barquillo, al ver pasar a una
pareja de celadores reales, comenzó a increparles gritando : “puñeteros, sois del Regimiento de la langosta,
no podéis ser buenos, debíais estar todos ahorcados, ya os habéis jodido todos”74. En los corrillos callejeros
los vecinos llamaban a “matar langostas”, burlándose de ellos porque “querían imitar a los Chandarmes de
Francia” pero no eran más que “celadores de trapo”75.

Figura 4 – Uniforme de los celadores reales. Fuente : Exposición en el Parque del Buen Retiro de Madrid

65 El 22 de mayo de 1827 se publicó una real orden disolviendo el regimiento de celadores reales. Dos de
sus compañías pasaron a integrarse en una “fuerza de la policía de Madrid” al mando del Superintendente,
mientras que el resto quedaron a las órdenes del Capitán General76. Esta reforma respondía a las gestiones
del Superintendente, que llevaba meses peleando para conseguir una fuerza armada autónoma que no
dependiese del estamento militar. Sin embargo, en las calles se interpretó como el primer paso para la
extinción de los celadores reales y, por extensión, del conjunto de la policía. Esto desató las muestras de
júbilo entre la población, diciendo “que la langosta va a acompañar a la cadena y no vuelve más porque el
Regimiento se ha deshecho y el Rey no quiera ya Policía”, o que “habiendo caído el Regimiento de
Celadores Reales, es consiguiente que también cae la Policía […] pues hemos conseguido un triunfo en
echar abajo a tanto Ladrón como mantiene”77.
66 Fue en este contexto de alegría entre los enemigos de la policía cuando Urbano García pronunció las
palabras con las que arrancamos este artículo. Recordemos que nuestro alcalde brindaba porque

era también en celebridad de extinguirse el Cuerpo de Celadores Reales, que sólo quedan de estos dos
compañías, y que éstas quedan bajo las órdenes del Capitán General y no del Señor Superintendente,
por ser un Jefe Civil ; y que pronto vendrá abajo toda la policía78.

67 Las palabras de Urbano García no resultaban extraordinarias. Durante aquellos días se brindó en
muchas tabernas por la extinción de la policía. Tampoco era excepcional el llamamiento a “degollar a todos
los celadores reales” que había pronunciado dos meses antes79. Aquel mismo día, un grupo de sujetos

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vestidos con capas habían afirmado que “como para el domingo no saquen ese Regimiento de Madrid los
hemos de degollar como igualmente a todos los que dependan del Establecimiento”80. Por su parte, tres
voluntarios realistas exclamaron en una taberna “que todos los celadores eran unos pícaros, que todos
eran negros y que si se arma alguna gresca que tenían que morir todos”81.
68 Las críticas a la policía se revestían de un violento discurso de carácter ultrarrealista, que llamaba al
degüello de los celadores reales, los liberales y las autoridades moderadas. En los corrillos populares de
Lavapiés, las voces que animaban a matar langostas se mezclaban con las amenazas contra los negros. La
policía temía que se produjese un levantamiento antiliberal dirigido contra la policía y los rumores
aseguraban que “el pueblo bajo de los barrios bajos” iba a salir armado en cuadrillas acompañado de los
voluntarios realistas para “emprenderla con los celadores reales” y “armar una en contra de los negros”82.
Un abogado alertaba de las “expresiones subversivas” que se escuchaban en el barrio de la Comadre – calle
Mesón de Paredes – entre las “gentes del pueblo bajo”, “que lo que querían era que hubiese alboroto”83.
69 Los ataques contra la policía tomaron también un carácter festivo. La noche del 19 de junio de 1827, seis
sujetos celebraron los rumores sobre extinción de los celadores reales cantando “el entierro de la
Langosta”. De forma burlesca, parodiaban el entierro de la sardina, ceremonia tradicional que señala el fin
del Carnaval y el comienzo de la Cuaresma. Al llegar a la puerta del cuartel de los celadores reales, situado
en la calle de Santa Isabel (Lavapiés), se detuvieron gritando : “la Langosta tiene cerrada la puerta,
sigámosle cantando el entierro en vida”84.

Conclusión
70 Las palabras de Urbano García nos acercan al conflicto entre dos lógicas enfrentadas de entender la
policía y la vigilancia pública que, lejos de circunscribirse a una querella institucional, se proyectaban
políticamente sobre el escenario de los barrios bajos madrileños. Los alcaldes de barrio gozaban de una
legitimidad inserta en la tradición y los mecanismos de autorregulación popular que presidían la
resolución de los conflictos cotidianos. Lejos de remitir a un orden natural, armónico o estático, dicha
legitimidad se construía día a día, a pie de calle, a través de su contraposición con la lógica extraña
introducida por la Superintendencia General de Policía. La resistencia comunitaria frente a un elemento
extraño que debía ser expulsado del cuerpo social, se articuló a través de un violento discurso
contrarrevolucionario. Para los ultras, las reformas absolutistas eran una forma de introducir de manera
subrepticia las ideas liberales derrotadas en 1823. La Superintendencia de Policía formaba parte de un
proyecto de reforma de la administración cuyos defensores fueron tachados de negros o “mestizos”. No en
vano, desde mayo de 1825 – con la llegada a la Superintendencia de Juan José Recacho – la principal
preocupación política de la policía no habían sido los liberales sido los realistas exaltados. El grueso de sus
recursos y agentes se dedicaban a vigilar los círculos conspirativos ultras y las opiniones
contrarrevolucionarias que emergían de los barrios populares como la Comadre.
71 Los defensores de la Superintendencia sostenían que las elites ultras y el clero habían esparcido entre el
pueblo bajo un discurso contrario a la policía, sirviéndose de la manipulación y el soborno. Pero si
analizamos la cuestión desde abajo, si atendemos a los conflictos cotidianos alumbrados en los barrios,
observamos que los vecinos tenían motivos para oponerse a unos agentes que trataban de introducir una
serie de normas ajenas al entramado comunitario. La defensa de la figura del alcalde de barrio, como
representante de un orden anclado en la tradición, se acompañaba del rechazo violento de las reformas
institucionales. En una sociedad marcada por la experiencia de la guerra civil y la revolución, los
llamamientos al degüello de los liberales y la policía se insertaban en una concepción de la violencia
punitiva de carácter comunitario que articulaba la lectura de la actualidad política.
72 En definitiva, tanto la legitimidad comunitaria adquirida por la figura del alcalde de barrio como su
inserción en las luchas políticas, constituyen elementos construidos cotidianamente por parte de unos
sectores populares que en ningún caso fueron meros espectadores de los conflictos de competencias o las
pugnas entre las elites de poder. Por eso nunca podremos entender las palabras de Urbano García sin
insertarlas en la vida cotidiana de sus vecinos y vecinas del barrio de la Comadre.

Notes
1 Archivo Histórico Nacional [en adelante AHN], Consejos, leg. 12.314, parte del 25 de mayo de 1827, celador nº 42
2 Un cirujano braguerista era el que aplicaba bragueros : fajas o vendajes destinados a contener las hernias.
3 AHN, Consejos, leg. 12.314, parte del 21 de marzo de 1827, celador nº 83. “Farolear” significa presumir, ostentar o
jactarse de algo
4 AHN, Consejos, leg. 12.314, parte del 6 de julio de 1827, comisario de San Isidro.
5 Pablo Gafas, José Luis de, Justicia, gobierno y Policía en la Corte de Madrid. La Sala de Alcaldes de Casa y Corte
(1583-1834), Tesis doctoral, Madrid, UAM, 1998 ; Alloza, Ángel, La vara quebrada de la justicia. Un estudio histórico
de la delincuencia madrileña entre los siglos XVI y XVIII, Madrid, Catarata, 2000 ; Cubo Machado, Francisco Javier,
Advertencias para el ejercicio de la plaza de Alcalde de Casa y Corte. Prevención, represión y orden público : Una
policía en el Madrid del siglo XVII, Trabajo de Fin de Máster, Madrid, Ediciones UAM, 2013. URL :
https://libros.uam.es/ ?press =tfm&page =catalog&op =view&path %5B %5D =380&path %5B %5D =709&path %5B %5D =531-1
6 Sobre la estructura de la Superintendencia ver París Martín, Álvaro, “Se susurra en los barrios bajos” : policía,
opinión y política popular en Madrid (1825-1827), Tesis doctoral, Universidad Autónoma de Madrid, 2016, capítulo 3.
También “La policía y el pueblo : reflexiones sobre el control de la calle en Madrid durante la crisis del Antiguo
Régimen (1780-1833), en Veinticinco años después : avances en historia social y económica de Madrid, Madrid,

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Ediciones UAM, 2014, p. 421-461


7 París Martín, Álvaro, “Mecanismos de control social en la crisis del Antiguo Régimen : la Superintendencia General
de Policía”, Jiménez Estrella, Antonio y Lozano Navarro, Julián J. (eds.), Actas de la XI Reunión Científica de la
Fundación Española de Historia Moderna, Volumen 1, Granada, Universidad de Granada, 2012, p. 838-851 ;
Fernández Hidalgo, Ana M ª, “La seguridad ciudadana en Madrid durante el siglo XVIII : la Superintendencia general
de policía y la Comisión Reservada”, en Anales del Instituto de Estudios Madrileños, 33 (1993), p. 321-356 ; Risco,
Antonio, “Espacio, sociabilidad y control social : la Superintendencia general de Policía para Madrid y su Rastro
(1782-1808)”, en Santos Madrazo y Virgilio Pinto (eds.), Madrid en la época moderna : espacio, sociedad y cultura,
Madrid, UAM/Casa de Velázquez, 1991 ; Sánchez León, Pablo y Moscoso Sarabia, Leopoldo, “La noción y práctica de la
policía en la Ilustración española : la Superintendencia, sus funciones y límites en el reinado de Carlos III (1782-1792),
en Actas del Congreso Internacional “Carlos III y la Ilustración”, vol. 1, Madrid, Ministerio de Cultura, 1989.
8 AHN, Consejos, leg. 12.314, parte del 25 de mayo de 1827, celador nº 42
9 Datos para los años 1787 y 1792 recogidos en Pinto, Virgilio y Madrazo, Santos (eds.), Madrid. Atlas histórico de la
ciudad, Siglos IX-XIX, Madrid, Lunwerg, 1995, p. 203, plano 87 y p. 207, plano 90. Ver también Nieto, José,
Artesanos y mercaderes. Una historia social y económica de Madrid (1450-1850), Madrid, Fundamentos, 2006.
10 Mesonero Romanos, Ramón de, El antiguo Madrid : paseos histórico-anecdóticos por las calles y casas de esta
villa, Madrid, Imprenta Mellado, 1861, p. 190
11 Pinto, Virgilio y Madrazo, Santos (eds.), Madrid. Atlas histórico de la ciudad, p. 92
12 “Libro de fechos del alcalde del barrio de la Comadre Pedro Regalado García Fuertes, año 1791”, AHN, Estado, leg.
3.011. Citado en Pinto, Virgilio (ed.), Historia del Barrio de Embajadores, Madrid, Ayuntamiento de Madrid, 2008,
p. 99
13 López Barahona, Victoria, Las trabajadoras en la sociedad madrileña del siglo XVIII, Madrid, ACCI/Libros del
Taller de Historia, 2017, p. 125-126.
14 “Matrícula del barrio de la Paz hecha por el Alcalde de dicho Barrio Don Antonio Rodríguez. Año de 1820”, Archivo
de la Villa de Madrid, Corregimiento, 1-263-14. Agradezco a Victoria López Barahona por haber puesto a mi
disposición el vaciado y análisis estadístico de esta fuente.
15 Torres de Villarroel, Diego de, El campillo de Manuela, pronóstico diario de quartos de luna…, Madrid, Andrés
Ortega, 1761. La cita procede de la p. 2 de la “Introducción al juicio del año de 1762”.
16 López García, José Miguel, El motín contra Esquilache, Madrid, Alianza, 2006. Sobre la vestimenta de las clases
populares madrileñas ver López Barahona, Victoria y Nieto Sánchez, José, “Dressing the Poor : The Provision of
Clothing Among the Lower Classes in Eighteenth-Century Madrid”, Textile History, 43 (I), 2012, p. 23-42. La
vestimenta como elemento de identidad y politización popular en París Martín, Álvaro, “Porque le olía a negro :
vestimenta, costumbres y politización popular en Madrid (1750-1840)”, en J. M. Imízcoz, M. García y J. Esteban,
Procesos de civilización : culturas de élites, culturas populares. Una historia de contrastes y tensiones, Universidad
País Vasco (en prensa).
17 Torres de Villarroel, op. cit.
18 Huertas Vázquez, Eduardo, “El singular escenario del barrio de la Comadre”, en Sala Valldaura, Josep María (ed.),
Teatro español del siglo XVIII, vol. 2, 1996, p. 525-548
19 Mesonero Romanos, Ramón de, El Antiguo Madrid, p. 196
20 Chaulié, Dionisio, Cosas de Madrid. Apuntes sociales de la Villa y Corte, Madrid, Tipografía de Manuel G.
Hernández, 1884, p. 242
21 AHN, Consejos, leg. 12.292, parte del 1 de julio de 1825, celador 2
22 Paris Martin, Álvaro, “Los voluntarios realistas de Madrid : politización popular y violencia contrarrevolucionaria”,
en p. Rújula y J.R. Solans (eds.) El desafío de la revolución : reaccionarios, antiliberales y contrarrevolucionarios
(siglos XVIII-XIX), Granada, Comares, 2017 (en prensa).
23 París Martín, Álvaro, “La construcción del pueblo bajo en Madrid. Trabajo, cultura y política popular en la crisis del
Antiguo Régimen (1780-1833)”, Sociología Histórica, nº 3, 2013, p. 337-366
24 Farge, Arlette, Vivre dans la rue à Paris au XVIIIe siècle, París, Gallimard, 1979
25 Sobre los mecanismos de autorregulación popular en las sociedades urbanas ver Nugues-Bourchat, Alexandre, La
police et les Lyonnais au XIXe siècle. Contrôle social et sociabilité, Grenoble, Presses universitaires de Grenoble,
2010 ; Capp, Bernard, When Gossips Meet. Women, Family and Neighborhood in Early Modern England, Oxford
University Press, 2003 ; Garrioch, David, Neighbourhood and Community in Paris, 1740-1790, Cambridge,
Cambridge University Press, 1986 ; Beik, William, Urban Protest in Seventeenth-Century France : The Culture of
Retribution, Cambridge, 1997.
26 López Barahona, Victoria, Las trabajadoras en la sociedad madrileña…, p. 162.
27 AHN, Consejos, leg. 12.320, parte del 10 de julio de 1827, vigilante nº 11, cuartel del Avapiés.
28 La centralidad de los insultos contra la “honestidad sexual” de las mujeres en las peleas cotidianas en Capp, op. cit.
p. 189.
29 Gabriel Tarifa vivía en la calle de la Comadre nº 26, manzana 56 y el hijo de la prendera la calle Mesón de Paredes
nº 22, manzana 56, cuarto buhardilla. AHN, Consejos, leg. 12.310, parte del 25 de junio 1827, comisario de San Isidro.
30 AHN, Consejos, leg. 12.338, parte del 15 de julio de 1827, vigilante nº 11, cuartel de Lavapiés.
31 AHN, Consejos, leg. 12.295, parte del 3 de junio de 1827, vigilante nº 5, cuartel de San Isidro
32 AHN, Consejos, leg. 12.314, parte del 14 de agosto de 1827, vigilante nº 11, cuartel del Avapiés.
33 AHN, Consejos, leg. 12.326, parte del 10 de agosto de 1827, vigilante nº 11, cuartel del Avapiés
34 Marin, Brigitte, “Los alcaldes de barrio en Madrid y otras ciudades de España en el siglo XVIII : funciones de
policía y territorialidades”, Antropología. Boletín oficial del Instituto Nacional de Antropología e Historia, 94,
enero-abril de 2012, p. 19-31 ; « L’alcalde de barrio à Madrid. De la création de la charge à l’amorce d’une
professionnalisation (1768-1801) », in Jean-Marc Berlière, Catherine Denys, Dominique Kalifa, Vincent Milliot (dir.),
Métiers de police. Être policier en Europe XVIIIe-XXe siècles, Rennes, Presses Universitaires de Rennes, 2008,
p. 165-176 ; Cuesta Pascual, Pilar, “Los Alcaldes de Barrio en el Madrid de Carlos III y Carlos IV”, en Anales del
Instituto de Estudios Madrileños, 19 (1992), p. 363-390 ; Martínez Ruíz, Enrique, La seguridad publica en el Madrid
de la Ilustración, Madrid, Ministerio del Interior, 1988 ; Aguilar Piñal, Francisco, Los Alcaldes de Barrio, Madrid,
Artes Gráficas Municipales, 1978
35 AHN, Consejos, leg. 12.312, parte del 1 de junio de 1825
36 Mathieu Aguilera ha subrayado que la legitimidad del alcalde de barrio se sitúa a medio camino entre la mediación

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social y el servicio a la Corona. Aguilera, Mathieu, Les alcaldes de barrio de Madrid (1814-1844). Police urbaine et
notabilité de quartier à la fin de l’Ancien Régime, Memoria de Master dirigida por A. Lempérière, Université de Paris
I Panthéon-Sorbonne, 2010.
37 AHN, Consejos, leg. 51.566, 2 ª Caja, 1829.
38 Ibíd.
39 AHN, Consejos, leg. 12.280, oficio del Intendente de policía de Madrid, Trinidad Balboa, al Superintendente Juan
José Recacho, 6 de diciembre de 1826.
40 AHN, Consejos, leg. 1.285, exp. 1, Consulta del Consejo de Castilla sobre la Superintendencia de Policía, 26 de mayo
de 1792
41 AHN, Consejos, leg. 1.003, exp. 16, 28 de marzo de 1786.
42 AHN, Consejos, libro 1382, oficio del gobernador del Consejo de Castilla al gobernador de la Sala de Alcaldes, 15 de
marzo de 1792.
43 Un breve recorrido por estas experiencias en París Martín, Álvaro, “La policía y el pueblo…”, op. cit.
44 Como demuestra Jean-Philippe Luis, la utilización de las etiquetas “partido moderado” y “afrancesados” forma
parte de una construcción de los ultrarrealistas, para otorgar “coherencia y consistencia a un adversario concreto o
supuesto, mientras que la realidad se nos presenta mucho más fluida”. Las redes de poder que tejieron estos notables
respondían a criterios de paisanaje, familia o amistad y trascendían las fronteras políticas. Esto explica que los
“moderados” Ofalia, Casa Irujo, Burgos, Aguado y Miñano conspirasen junto con el “ultra” Ugarte para acabar con el
“moderado” Cea Bermúdez”. Luis, Jean-Philippe, “La Década Ominosa y la cuestión del retorno de los josefinos”, Ayer
95 (2014), p. 133-153.
45 Gil Novales, Alberto, Diccionario biográfico de España (1808-1833), 3 vols., Madrid, Fundación Mapfre, 2010
46 Sabemos que Juan María de Retz (que firmaba sus partes reservados como nº 4), Melitón Rico (nº 28) o Antonio
del Val (nº 82) tenían pasado josefino, así como Pío Gómez de Ayala, Ramón María Momero y Rodrigo Annesto.
López. Ver Fuentes, Juan Francisco, “Datos para una historia…” y López Tabar, Juan, Los famosos traidores, Madrid,
Biblioteca Nueva, 2001. La integración de funcionarios napoleónicos en los regímenes absolutistas restaurados no fue
en absoluto una particularidad española. Ver Caron, Jean-Claude y Luis, Jean-Philippe (coords.), Rien appris, rien
oublié ? Les Restaurations dans l’Europe postnapoléonienne (1814-1830), Rennes, Presse universitaires de Rennes,
2015
47 El artículo de Darío Barriera en este mismo dossier es una buena muestra de la necesidad de desmontar este relato
teleológico sobre la formación del Estado.
48 Luis, Jean-Philippe, L’utopie réactionnaire. Épuration et modernisation de l’état dans l’Espagne de la fin de
l’Ancien Régimen (1823-1834), Madrid, Casa de Velázquez, 2002 ; González Alonso, Benjamín, “Las raíces ilustradas
del ideario administrativo del moderantismo español”, en De la Ilustración al Liberalismo : Symposium en honor al
profesor Paolo Grossi. Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1995, p. 157-196 ; Esteban de Vega,
Mariano, “El estado y la administración central durante el reinado de Fernando VII”, en Historia Contemporánea, 17
(1998), p. 81-117
49 Pro, Juan, “El Estado grande de los moderados en la España del siglo XIX”, Historia y Política, 36 (2016), p. 19-48
50 Lorente, Marta y Martínez, Fernando, “Orden público y control del territorio en España (1822-1845) : de la
Superintendencia General de Policía a la Guardia Civil”, en RJUAM, nº 19, 2009, p. 195-210
51 Real cédula de 19 de agosto de 1827, modificando el decreto de 9 de enero de 1824 y el Reglamento de 20 de febrero
de 1824 sobre Policía general, José María de Nieva, Decretos de Fernando VII, Tomo XII, Madrid, Imprenta Real,
1828, p. 169-173.
52 Pérez Núñez, Javier, “El primer ministerio de fomento y sus delegados, 1832-1834. Otra perspectiva desde el caso
de Madrid”, Hispania, nº 217 (2004), p. 644
53 Pérez Núñez, Javier, Entre el ministerio de fomento y el de la gobernación. Los delegados gubernativos de Madrid
en la transición a la Monarquía constitucional, 1832-1836, Madrid, Ediciones UAM, 2011
54 AHN, Consejos, leg. 12.313, parte del 3 de mayo de 1827, celador 3.
55 AHN, Consejos, leg. 12.313, parte de abril de 1827, nº 47
56 AHN, Consejos, leg. 12.314, parte del 29 de julio de 1827
57 AHN, Consejos, leg. 12.313, parte de marzo de 1827
58 Reglamento de policía de Madrid, 20 de febrero de 1824, arts. 37 y 47.
59 Archivo Histórico de Protocolos de Madrid, 35.194, parte del 17 de enero de 1826, celador 6.
60 AHN, Consejos, leg. 12.317, parte del 9 de junio de 1827, vigilante nº 9, cuartel de San Isidro
61 Sobre el reparto de las multas, ver cap. XVII, art. 163 del Reglamento de Policía de Madrid, 1824
62 Francisco de Goya, ¡Qual la descañonan !, Capricho 21
63 Gaceta de Madrid, 19/06/1823
64 AHN, Consejos, leg. 12.314, parte del 14 de agosto de 1827, nº 47 y AHN, Consejos, leg. 12.317, parte del 3 de abril
de 1827, vigilante nº 8.
65 AHN, Consejos, leg. 12.313, parte del 10 de mayo de 1827, nº 63.
66 AHN, Consejos, leg. 12.339, parte del 28 de enero de 1827, comisario del cuartel de San Francisco.
67 AHN, Consejos, leg. 12.341, oficio de Balboa a Recacho, 8 de junio de 1827
68 Los comisarios de cuartel y los celadores de barrio debían portar un uniforme y un bastón, rematado con un puño
de oro en el primer caso y de marfil en el segundo. Reglamento de policía de Madrid, 20 de febrero de 1824.
69 El uniforme de los porteros de vara consistía tradicionalmente en un traje de golilla. La rosca que se menciona
– que también encontramos en las descripciones de los alguaciles – era probablemente un rollo circular de tela similar
al que los universitarios portaban en la beca (banda colocada sobre los hombros) que podía encajarse en la cabeza
haciendo las veces de bonete.
70 AHN, Consejos, leg. 12.314, parte del 10 de junio de 1827, 42.
71 AHN, Consejos, leg. 12.314, parte de junio de 1827, nº 47
72 AHN, Consejos, leg. 12.293, oficio de Balboa a Recacho, 14 de agosto de 1825
73 La expresión de “policía sin brazos” en Lorente y Martínez, “Orden público y control …”, p. 200.

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74 AHN, Consejos, leg. 12.317, parte del 13 de junio de 1827, vigilante nº 8, cuartel del Barquillo
75 AHN, Consejos, leg. 12.313, parte del 23 de marzo de 1827, celador nº 93.
76 Real Orden de 22 de mayo de 1827, sobre la reforma del regimiento de celadores reales. Ver AHN, Consejos, leg.
12.341. Madrid 1º de Junio de 1827.
77 AHN, Consejos, leg. 12.295, partes del 13 de junio de 1827, nº 95 y del 4 de junio de 1827, nº 94. La cadena a la que
se refiere es la cadena de presos que partían hacia los presidios de Andalucía y el norte de África.
78 AHN, Consejos, leg. 12.314, parte del 25 de mayo de 1827, 42
79 AHN, Consejos, leg. 12.314, parte del 21 de marzo de 1827, celador nº 83
80 AHN, Consejos, leg. 12.314, parte del 22 de marzo (referido a la noche anterior) de 1827, celador nº 59.
81 AHN, Consejos, leg. 12.317, parte del 23 de marzo de 1827, vigilante nº 8, cuartel del Barquillo
82 AHN, Consejos, leg. 12.314, parte de marzo de 1827,
83 AHN, Consejos, leg. 12.314, parte del 5 de abril de 1827, celador 6.
84 AHN, Consejos, leg. 12.295, parte del 20 de junio de 1827, nº 95

Table des illustrations


Plano 1 – El barrio de la Comadre (resaltado en amarillo) y el domicilio de Urbano García
Légende (rojo). Fuente : “Plano callejero de Madrid en 1750”, Pinto, Virgilio y Madrazo, Santos (eds.),
Madrid. Atlas histórico de la ciudad, p. 392 y 393
URL http://nuevomundo.revues.org/docannexe/image/70584/img-1.jpg
Fichier image/jpeg, 192k
Plano 2 – El barrio de la Comadre integrado en el cuartel de Lavapiés, en la división de la
Légende Sala de Alcaldes de 1768. Fuente : Pinto y Madrazo (eds.), Madrid. Atlas histórico de la
ciudad.
URL http://nuevomundo.revues.org/docannexe/image/70584/img-2.jpg
Fichier image/jpeg, 388k
Plano 3 – El barrio de la Comadre integrado en el cuartel de San Isidro, de nueva creación,
Légende en la división de la Sala de Alcaldes de 1802. Fuente : Pinto y Madrazo (eds.), Madrid. Atlas
histórico de la ciudad.
URL http://nuevomundo.revues.org/docannexe/image/70584/img-3.jpg
Fichier image/jpeg, 388k
Plano 4 – El barrio de la Comadre. Fuente : González, Juan Francisco, Madrid dividido en
Légende ocho cuarteles con otros tantos barrios, Madrid, Miguel Escribano, 1770.

URL http://nuevomundo.revues.org/docannexe/image/70584/img-4.jpg
Fichier image/jpeg, 368k
Figura 2 – La fuente de la plazuela de Lavapiés, donde podemos observar a los aguadores
Légende esperando “la vez” para recoger agua. Fuente : Francisco Padilla y Ortiz, La Ilustración
europea y americana, 1869.
URL http://nuevomundo.revues.org/docannexe/image/70584/img-5.jpg
Fichier image/jpeg, 152k
Figura 3 – Dibujos de Francisco de Goya. Izquierda : Alguacil / Gato. Derecha : dibujo
Légende preparatorio del Capricho 21, ¡Qual la descañonan ! Fuente : Museo del Prado.

URL http://nuevomundo.revues.org/docannexe/image/70584/img-6.jpg
Fichier image/jpeg, 324k
Figura 4 – Uniforme de los celadores reales. Fuente : Exposición en el Parque del Buen
Légende Retiro de Madrid

URL http://nuevomundo.revues.org/docannexe/image/70584/img-7.jpg
Fichier image/jpeg, 265k

Pour citer cet article


Référence électronique
Álvaro París Martín, « Alcaldes, langostas y negros en el barrio de la Comadre. Los alcaldes de barrio y la
Superintendencia General de Policía en Madrid (1823-1833) », Nuevo Mundo Mundos Nuevos [En ligne], Débats, mis
en ligne le 06 juin 2017, consulté le 12 juin 2017. URL : http://nuevomundo.revues.org/70584

Auteur
Álvaro París Martín
Maison des Sciences de l’Homme, Université Clermont Auvergne
a.parismartin@gmail.com

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