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La liquidación de la guerra con el Islam fue la respuesta a la presión cre ciente del norte
de Europa. También allí las pasiones religiosas adquirieron nueva fuerza: la rebelión en los
Países Bajos y la hostilidad de Inglaterra eran una afrenta a la sensibilidad católica de los
españoles y un duro golpe para sus intereses políticos y económicos. Ver a España como
paladín de la Contrarreforma supone ignorar el contenido secular de su política exterior, sus
malas relaciones con el papado y su evolución religiosa en el siglo XVI. Supone también
distorsionar el carácter de la Contrarreforma. Como hemos visto, España se había puesto al
frente de la reforma eclesiástica incluso antes de la aparición de Lutero y luego había abrazado
con entusiasmo la causa de Erasmo. Sin embargo, en el decenio de 1540 los erasmistas habían
sido dispersados, la Inquisición adoptaba una actitud cada vez más vigilante y era difícil
mantener la actitud conciliadora frente a los problemas religiosos.
Entre 1556, año en que se produce el retiro de Carlos V a Yuste, y 1563, en el que el
Concilio de Trento terminó finalmente sus deliberaciones, el clima de opinión religiosa en
España conoció una nueva transformación. La Inquisición española se hallaba ahora en manos
de otros elementos que hacían gala de una actitud de mayor intransigencia: Hernando de
Valdés, arzobispo de Sevilla e inquisidor general entre 1547 y 1566, y su consejero teológico el
dominico Melchor Cano. Las autoridades eclesiásticas colaboraban con el Estado, bajo la
dirección de Felipe II, que regresó a la península desde los Países Bajos en 1559. La vieja
generación de humanistas españoles había desaparecido. Tras la paz de Augsburgo, Carlos V
había renunciado a sus intentos de ejercer una labor arbitral entre Roma y los protestantes
alemanes, mientras que en Roma los sueños de reconciliación que alimentaban los reformadores
humanistas habían cedido ante la política más firme. El protestantismo había progresado hasta
ocupar posiciones inexpugnables: en Alemania y en Inglaterra estaba organizándose en
iglesias nacionales, mientras en Francia su poder iba en aumento. Al tiempo que las actitudes
se endurecían en toda Europa, había aparecido un elemento nuevo y más intransigente: el
calvinismo militante. Las autoridades españolas no tardaron en tomar conciencia de su
existencia, ya que penetró en los Países Bajos, y los escritos de sus imprentas llegaban hasta la
misma España. A medida que los disidentes españoles comenzaron a dirigirse a Ginebra,
París y los Países Bajos, la Inquisición comenzó a investigar más atentamente los posibles
contactos que habían dejado en el país.
A los ojos de las autoridades estas medidas estaban justificadas no sólo por el peligro
potencial del protestantismo en España sino por su mera existencia. La paz religiosa había sido
quebrantada por la nueva religión. En el decenio de 1550 se descubrió un grupo de luteranos
en Valladolid y otro en Sevilla. Cabe pensar que sin las investigaciones de la Inquisición
podrían haberse convertido en auténticas sectas protestantes, sobre todo porque sus principales
representantes no eran oscuros entusiastas como los de los iluministas sino hombres de cierta
posición en la sociedad civil y eclesiástica. El inspirador del grupo de Valladolid era,
probablemente, Carlos de Seso, un laico que había asimilado algunas de las nuevas doctrinas
en su Italia natal para llevarlas luego a España hacia 1550. Pero su figura más destacada era
Agustín de Cazalla, un canónigo de Salamanca, que había sido nombrado capellán de la corte en
1542 y había pasado nueve años en Alemania y en los Países Bajos en el círculo del emperador,
para regresar después a España. Era un notable predicador que no ocultaba sus opiniones
reformistas y no tardó en ser denunciado ante la Inquisición por supuestas doctrinas heréticas.
Cuando la Inquisición comenzó a actuar existían ramificaciones del movimiento en Zamora,
Palencia, Toro y Logroño.
jurisdicción sobre los obispos y era costumbre exculpar a quienes solicitaban perdón y
confesaban sus errores, lo que permitía a los herejes arrepentidos escapar a la pena capital. En
septiembre de 1558 dirigió un escrito al papado en el que afirmaba que la Inquisición
española necesitaba todo el apoyo y poder que pudiera conseguir. Por ello solicitaba un breve
papal autorizándolo a ir más allá de la legislación eclesiástica vigente y a condenar a los
culpables sin importar las circunstancias. Su petición tuvo una acogida favorable y los breves
papales de 1559 concedieron a la Inquisición una jurisdicción limitada incluso sobre los
obispos y la autorizaron a condenar a los penitentes aun cuando solicitaran medidas de
gracia, ya que se consideraba que su conversión no era sincera. Amparada en semejantes po-
deres, la Inquisición arremetió contra el grupo de Valladolid en dos autos de fe que
provocaron una enorme conmoción, en mayo y octubre de 1559. Cazalla, Rojas, Seso y doce
personas más fueron entregados al brazo secular y ejecutados.
Entretanto, había sido descubierto un nuevo grupo luterano importante en Sevilla. Sus
inspiradores eran Juan Gil y el doctor Constantino Ponce de la Fuente, canónigos de la
catedral de Sevilla. Ninguno de ellos era realmente protestante. Egidio fue perseguido por la
Inquisición aproximadamente desde 1550, pero salió relativamente bien parado. En cuanto a
Constantino, había sido capellán de la corte y predicador, y como tal había acompañado al
príncipe Felipe a los Países Bajos y Alemania durante los años 1549 a 1551. Poco después de
establecerse como canónigo de Sevilla en 1556 fue atacado por su ascendencia judía y por
considerarse que sus doctrinas eran luteranas. Conducido a prisión en 1558, murió allí, para ser
posteriormente quemado en efigie como luterano, al igual que Egidio, después de su muerte.
Mientras tanto había aumentado el número de miembros del grupo sevillano, con dos centros
importantes, el monasterio jerónimo de San Isidro y la casa de Juan Ponce de León, hijo del
conde de Bailén. La Inquisición comenzó a actuar cuando descubrió dos cargamentos de libros
heréticos transportados desde Ginebra por Julián Hernández. Más de 800 personas fueron juz-
gadas por la Inquisición, muchas de ellas mujeres pertenecientes a familias de clase alta. En dos
autos de fe celebrados en 1559 y 1560 más de treinta víctimas fueron entregadas al brazo
secular para sufrir la pena de muerte y, como las retractaciones fueron menos numerosas que
en Valladolid, fueron más los que murieron en la hoguera.
dirigida por el inquisidor general al papado para que se le permitiera juzgar incluso a los
obispos.
Valdés sentía envidia de Carranza, por su brillante
carrera y el hecho de que su rival fuera elevado a la sede de
Toledo, premio que él esperaba obtener, sólo sirvió para
incrementar su odio. También Melchor Cano era enemigo
personal de Carranza. Así pues, su detención el 22-8-1559 no
fue un acto imparcial de justicia sino reflejo, en cierta medida,
del resentimiento personal de sus detractores. Por desgracia
para Carranza, su lenguaje teológico no era incisivo ni preciso y
aunque no era en modo alguno un hereje, utilizaba
expresiones exageradas que podían ser malinterpretadas. La
malicia de Valdés y de la Inquisición española mantuvo a
Carranza en prisión en Valladolid durante más de siete años.
Durante ese período su caso se convirtió en un enfrentamiento
por motivos jurisdiccionales entre Felipe II y la Inquisición
española por un lado y el papado por otro, mientras que el supuesto delito de herejía quedaba
en un segundo plano. A Valdés le sucedieron inquisidores como Espinosa y Quiroga, que
tenían sus prejuicios pero que no veían un hereje en cualquier sacerdote devoto. Ciertamente,
ya veremos que la Inquisición no había dicho la última palabra en la campaña por la
uniformidad, pero una vez superada la tensión inmediata de la década de 1550, el reinado de
terror iniciado por Valdés no se prolongó más allá de la duración de su cargo. Al mismo
tiempo, es útil recordar que la Inquisición española no fue un producto de la Contrarreforma,
pues existía desde el siglo anterior, antes de que apareciera el protestantismo. Y al lanzarla
contra la herejía en los primeros años de su reinado Felipe II no actuaba en colaboración con
Roma. Las relaciones entre España y el papado durante el pontificado de Pablo IV (1555-1559)
eran peores que nunca e impedían cualquier tipo de acción concertada.
Cuando Felipe II regresó a España en 1559 don Carlos tenía catorce años y había vivido
toda su infancia sin ver a su padre. Su abuelo, Carlos V, aterrado por su aspecto y su
temperamento, se negaba a verlo, y a que viviera con él en Yuste. Sus tutores, García de Toledo
y el humanista Honorato Juan, no lo encontraban más atractivo y, el segundo manifestó a
Felipe II su convicción de que el muchacho estaba enloqueciendo. Su malhadada herencia
estuvo en su contra desde el principio. Su padre y su madre eran primos, y ambos eran nietos
de Juana la Loca.
Los resultados de esa endogamia se aprecian, tal vez, en la forma grotesca de don
Carlos. Sin duda alguna Felipe ll había engendrado a un hijo que era anormal desde el punto
de vista mental y físico. Sin embargo, en 1560 las Cortes de Castilla reconocieron a don Carlos
como heredero del trono y Felipe II tomó las medidas necesarias para su crianza y educación.
Paso la adolescencia en Alcalá en compañía de don
Juan de Austria y Alejandro Farnesio, pero la
universidad no pudo dejar huella alguna en la
mente retrasada del hijo de Felipe II. Sólo hizo gala
de una habilidad: de escapar a sus guardianes para
buscar la compañía de una joven. En una de esas
escapadas cayó por las escaleras y resultó
gravemente herido en la cabeza. Felipe II se
apresuró a trasladarse a Alcalá con un médico, que
realizó la operación de la trepanación, un
tratamiento al que el príncipe consiguió sobrevivir.
cuestión de su matrimonio y Felipe acarició la idea de intentar desposarlo con María Estuardo,
pero pronto la abandonó. D. Carlos también deseaba ser gobernador de los Países Bajos, como
había prometido su padre a los Estados Generales en 1559. Pero a la vista de su incapacidad
política, los Países Bajos eran el último lugar al que podía ser enviado en aquellos años de
1560. La frustración sólo sirvió para empeorar la condición del príncipe, que comenzó a
criticar a su padre de forma abierta, convencido de que le negaba el cargo y el afecto sin
ninguna razón. Al mismo tiempo, caía en actos de violencia y sadismo sexual.
representar los intereses de los líderes rebeldes, Egmont y Hornes, y cuando el duque de Alba
informó desde Bruselas que había conducido a prisión al segundo, Felipe II capturó a su
agente y lo ejecutó tres años más tarde. También Montigny había estado en contacto con don
Carlos. En 1567, el príncipe había ideado ya otro plan para escapar a los Países Bajos y solicitó
a Éboli que le diera 200.000 ducados para llevarlo a cabo. Felipe II volvió a ser informado y
nuevamente decidió no actuar. Entonces, don Carlos escribió cartas a varios miembros de la
alta nobleza, pidiendo su ayuda para una gran empresa que estaba planeando. El monarca no
tardó en enterarse. Finalmente, el príncipe pidió a don Juan de Austria, que acababa de ser
nombrado capitán general de la armada española, que lo llevara a Italia, prometiéndole
Nápoles y Milán cuando triunfara su causa. Don Juan informó al rey de todo ello.
Para entonces Felipe II ya había decidido lo que había que hacer. Era su deber evitar
que la corona fuera a parar a manos de un hombre incapacitado para gobernar y que situaría
de nuevo a la monarquía en la situación de la que había sido rescatada por los Reyes Católicos.
También era importante impedir que contrajera matrimonio y tuviera un heredero, del que no
podía esperarse nada mejor. Sólo había dos soluciones: el confinamiento perpetuo o la muerte.
En la noche del 18 de enero de1568, Felipe II, acompañado de tres consejeros y un
destacamento de guardias, entró en la habitación de su hijo en el Alcázar de Madrid. Don
Carlos se despertó, confuso, y al ver a su padre preguntó si había venido a matarlo. Con su
habitual talante impasible, Felipe II se llevó consigo todos los documentos del príncipe, lo
entregó a los hombres armados y se marchó de la habitación. Ésa fue la última vez que vio a
su hijo. Mientras don Carlos permanecía confinado, Felipe II comunicó su decisión al cardenal
Espinosa, al príncipe de Éboli y al guardián del príncipe, el duque de Feria, y también pidió el
consejo de algunos distinguidos teólogos. Luego, antes de empezar a preparar un lugar más
adecuado, dio instrucciones sobre el régimen de vida de su hijo en su pequeña prisión del
Alcázar. Allí murió don Carlos el 25 de julio de 1568 en circunstancias todavía desconocidas.
Entra dentro de la lógica que Felipe II hubiera ordenado la ejecución de su hijo, pues
creía que estaba en juego el destino de la monarquía. Pero no sabemos si éste fue el caso. Las
diferentes versiones sobre la muerte de don Carlos –que su muerte fue ordenada por su padre y
que fue decapitado, estrangulado o envenenado, o que murió a causa de sus excesos en la
prisión–, son meras especulaciones, pues no existen pruebas fehacientes al respecto. Menos
fundamento histórico tiene aún la interpretación literaria y polémica del caso. Incluso sus
planes fantasiosos para escapar a los Países Bajos o a Italia –ninguno de los cuales supo
mantener en secreto– deben ser considerados más como producto de una mente desordenada
que como una conspiración calculada para subvertir la monarquía, de lo cual era totalmente
incapaz.
D. Carlos había sido aceptado por las Cortes como heredero al trono y, por tanto, su
padre se creyó obligado a justificar su arresto. Al día siguiente de su detención, Felipe II
ordenó a su correo mayor que retuviera toda la correspondencia y durante dos días no salió
ninguna carta de la capital. Entonces, el 22 de enero, el rey dio a conocer al mundo su versión
oficial, en cartas dirigidas al papa, a sus embajadores y a sus oficiales. Esas misivas se
limitaban a recoger los hechos objetivos de la detención del príncipe, con la apostilla de que su
deber lo había obligado a tomar esa dolorosa decisión. Más tarde, cuando comenzaron a
difundirse los rumores y el escándalo, defendió su actuación de forma más detallada en cartas
confidenciales que dirigió a todos aquellos cuya opinión consideraba importante. La esencia de
sus explicaciones es que ordenó al arresto de su hijo no porque hubiera cometido delito alguno,
sino porque su hijo no era responsable de sus acciones. Felipe II no llegó nunca a utilizar la
palabra «demente» al referirse a su hijo, pero era consciente de su estado, y sabía que era su
obligación arrestarlo, en parte en interés de su propio hijo, pero sobre todo para impedir su
advenimiento al trono, y tal vez con la intención de desheredarlo. La explicación más probable
de su muerte puede hallarse en sus excesos durante su confinamiento. Una breve huelga de
hambre fue seguida por un ataque de gula y, luego, por un consumo masivo de hielo y el
colapso final.
La tragedia de don Carlos fue también la de Felipe II. 1568 fue un año terrible para el
monarca, tal vez el peor de su reinado. Junto a los sinsabores políticos de los Países Bajos y de
Granada, su aflicción personal le afectó con terrible intensidad. Había perdido a dos esposas y
a su único hijo, éste en circunstancias que no tardaron en desatar un torrente de injurias por
toda Europa. Poco después moría su tercera esposa, a la que más había amado, dejándolo
totalmente desolado. Y todavía tenía que resolver el problema de encontrar un sucesor para el
trono. En noviembre de 1570 se casó con su cuarta y última esposa, Ana de Austria, hija de su
primo, el emperador Maximiliano II. Antes de que muriera diez años más tarde le dio cuatro
hijos varones y una niña, de los cuales sólo uno pudo superar la niñez, siendo éste el que
sucedería a su padre con el nombre de Felipe III. El amor del monarca hacia sus hijas, Isabel y
Catalina, era el de un hombre que se aferraba desesperadamente a los últimos vestigios de
una vida familiar.
También los moriscos eran fuente de preocupación por razones de seguridad, tanto
interna como externa. El bandolerismo y la piratería eran endémicos entre ellos. En la década
de 1560 bandidos que eran denominados bandoleros, salteadores o monfíes, según la región,
actuaban en toda la España morisca. Asimismo, piratas moriscos frecuentaban las costas de
Valencia y Andalucía casi con total impunidad. A medida que la campaña musulmana ganaba
en intensidad, los moriscos entraron en contacto con los jerifes de Marruecos, los piratas de
Tetuán y el sultán de Constantinopla. Los otomanos pretendían utilizar a los moriscos como
una quinta columna y, mientras los españoles centraban sus esfuerzos en la seguridad interna,
conquistar algunos de sus principales objetivos, como Chipre y Túnez. Espías moriscos fueron
enviados a Malta desde Constantinopla para recoger información sobre el poderío naval de
España. Por sí solos, estos incidentes tenían escasa importancia, pero ante la fuerza conocida
del enemigo y la insuficiencia de las defensas, las autoridades españolas creyeron que se estaba
fraguando una operación concertada en la que Granada iba a convertirse en cabeza de puente
para una invasión musulmana de España.
• Así pues, la crisis de Granada tenía raíces más profundas que el incremento de
la población morisca y su opresión a manos de los oficiales de la corona y de
los cristianos viejos.
• El odio y la desconfianza hacia los moriscos crecieron en proporción al peligro
procedente de Turquía y se desbordaron una vez iniciado el cerco de Malta.
• El odio se alimentaba de otras fuentes: del resentimiento popular ante la
prosperidad del artesano y del comerciante morisco
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Dos de los cabecillas de la rebelión de 1569 estaban relacionados con la industria de la seda: Aben Abó
era tintero y Aben Farax
• y del hecho, conocido por los cristianos, de que el Corán y no la Biblia era el
principal texto sagrado en Granada.
La tensión era ya muy fuerte antes de que el gobierno decidiera pasar a la acción, y la
ineptitud que demostró no fue más que la chispa que precipitó la explosión. En noviembre de
1566 el inquisidor general Diego de Espinosa preparó, junto con Felipe II, un edicto que
imponía diversas prohibiciones a los moriscos. El día de Año Nuevo de 1567, Pedro de Deza,
presidente de la Audiencia de Granada, promulgó el edicto y comenzó a imponer su
cumplimiento.
• Por la nueva disposición los moriscos de Granada estaban obligados a aprender
el castellano en el plazo de tres años, y a partir de entonces se consideraría
delito hablar, leer o escribir el árabe en público o en privado.
• Se les exigía también que abandonaran sus vestimentas, sus apellidos, sus
costumbres y sus ceremonias y se les prohibía la práctica del baño, so pretexto
de que ofrecía la oportunidad de practicar las abluciones rituales prescritas en el
Corán.
El propósito que animaba estas medidas era acabar con la identidad nacional de los
moriscos para convertirlos en católicos españoles. Por el momento, los moriscos se limitaron a
negociar, como lo habían hecho en otras ocasiones, convencidos de que, como siempre, conse-
guirían, por medio de dinero, la suspensión de las medidas. Su representante, Jorge de Baeza,
se trasladó a Madrid para protestar ante Felipe II, mientras que su anciano notable Francisco
Núñez Muley presentaba un memorándum a Deza en el que manifestaba la lealtad de los
moriscos, tanto en el presente como en el pasado.
Los moriscos de Granada no tardaron en entrar en contacto con sus aliados en Valencia
y enviaron misiones a los países norteafricanos, a Argel y Tetuán, y también a Constantinopla,
La guerra de Granada
sobrevino para España en un mo-
mento en que sus recursos eran
mínimos y en que sus intereses se
hallaban en grave peligro. Además,
durante el primer año de las
hostilidades, estuvo paralizada a
consecuencia de la indecisión sobre
la táctica militar a adoptar. Era difí-
cil alcanzar a los rebeldes en sus
lugares recónditos de las montañas
y aislar a sus aliados en la costa,
pues era imposible bloquear la larga
línea costera de territorio rebelde
con sus innumerables calas y su fácil
acceso para los barcos procedentes
de Argel. En esas circunstancias, la
guerra se convirtió en una larga y
confusa sucesión de patrullas y
emboscadas, en las que predominó
la ferocidad, nacida de la desespera-
ción en los moriscos y de la
debilidad entre los españoles. Sólo
a partir de enero de 1570 el
comandante español don Juan de
Austria, impulsado por el temor a
una intervención musulmana desde
el exterior, decidió llevar a cabo una
campaña en toda regla. La nueva
orientación militar estuvo
acompañada de una política de
expulsión de las tierras llanas para
aislar a los rebeldes de las montañas. Por decreto de junio de 1569, 3.500 moriscos fueron
expulsados de la ciudad de Granada y dispersados por La Mancha. Los rebeldes de la
montaña, privados de apoyo, perseguidos de manera implacable, tuvieron que rendirse en el
transcurso del año 1570. La escena final se desarrolló en una cueva en Berchules, donde Aben
Abó fue muerto a puñaladas por sus propios seguidores.
El levantamiento había durado dos años y había agotado por completo los recursos
del país. Por tanto, las condiciones para la solución del conflicto tenían que ser duras. Se
decidió deportar a todos los moriscos del reino de Granada, hubieran participado o no en el
levantamiento, a otras partes de España. El 28 de octubre de 1570 se dio la orden de
evacuación, fijando don Juan de Austria la fecha del 1 de noviembre. Los moriscos,
encadenados y esposados, fueron conducidos en largos convoyes hacia las ciudades y aldeas de
Extremadura, Galicia, La Mancha y Castilla la Vieja. No todos llegaron a su destino: el duro
viaje invernal se cobró numerosas vidas y sus efectivos disminuyeron al menos en un 20–30%.
La expulsión no fue total y en 1587 vivían todavía en Granada unos 10.000 moriscos.
Los moriscos eran odiosos para la masa de la población porque evadían las
responsabilidades nacionales en los asuntos religiosos y bélicos, dedicándose sosegadamente
a incrementar su número. Pero, sobre todo, ganaban demasiado y gastaban demasiado poco.
Estas afirmaciones no son necesariamente ciertas; no existen testimonios estadísticos de que el
crecimiento demográfico entre los moriscos se produjera porque evadían sus responsabilidades
nacionales. Además, su situación económica variaba de una región a otra, y de uno a otro
grupo, pues también existía en su seno una estructura social. Sin embargo, lo que hacía a los
moriscos diferentes del resto de los españoles era su religión. Los moriscos siguieron siendo
inadaptados e inadaptables. España, que comenzó el período moderno de su historia tole-
rando a una numerosa minoría heterodoxa, terminó imponiéndole la sumisión, para
finalmente reconocer la derrota. La medida de expulsión adoptada en 1609 era un reflejo de la
impotencia.
El rey gobernaba en Aragón a través de su virrey y con el apoyo del Consejo de Aragón.
Tanto los virreyes como los consejeros eran nombrados por el rey, aunque todos los cargos en
Aragón estaban reservados exclusivamente a los aragoneses. Aparte de la administración, el
rey se veía limitado también por toda una red de leyes locales y prácticas legales.
• La justicia real en Aragón estaba administrada por la Audiencia de
Zaragoza, pero éste no era el único tribunal en Aragón.
• La jurisdicción real encontraba la oposición de otro tribunal, el tribunal
del Justicia, formado por cinco miembros nombrados por la corona y
dieciséis por las Cortes aragonesas, y a su frente se hallaba un
Pero Felipe II no dejaba de ejercer cada vez más una mayor presión. A comienzos de
1588, convencido de que había llegado el momento de afirmar su autoridad y poner fin a la
insubordinación de los aragoneses, decidió nombrar a un virrey que no fuera del país, y que no
estuviera obsesionado por los fueros ni ligado a los intereses locales. Envió al marqués de
Almenara para que sustituyera en el cargo de virrey al conde de Sástago. Los defensores de
los fueros afirmaron que la ley exigía que todos los funcionarios reales de Aragón fueran
aragoneses. No estaba claro que esa norma se aplicara también al cargo de virrey, pero Felipe II
era profundamente legalista y deseaba ver su derecho reconocido en Aragón, no por la fuerza
sino por el tribunal del Justicia. Pero el momento era inoportuno. Sobre Almenara llovieron
fueros desde todas partes; condenado prácticamente al ostracismo e incendiada su casa,
regresó lleno de humillación a Castilla para informar al rey. Entonces, Felipe II depuso al
conde de Sástago y lo sustituyó por Andrés Simeno, obispo de Teruel, aragonés pero una
figura secundaria, fácil de manipular y que, evidentemente, fue nombrado con carácter
provisional. Cuando regresó Almenara en la primavera de 1590, con mayores emolumentos y
poderes, estaba claro que el monarca estaba decidido a que ejerciera la autoridad en Aragón,
con el título de virrey, si conseguía que la validez de su nombramiento fuera confirmada en el
tribunal del Justicia. Cuando la situación estaba llegando a un punto crítico, intervino un
nuevo factor al llegar a Zaragoza Antonio Pérez, que huía de Castilla, y reclamar la protección
de los fueros.
tenía contactos en Aragón, que probablemente guardaban sus documentos. En abril de 1590
escapó, ayudado por su esposa, de la prisión en Madrid y puso rumbo hacia la tierra de los
fueros. Muy pronto estaba bajo custodia protectora en la cárcel del Justicia.
Había elegido bien el momento porque en Aragón la defensa de los fueros era el
problema que ocupaba el primer plano, y el sentimiento regionalista estaba deseoso de utilizar
cualquier pretexto para resistirse a la corona. Antonio Pérez tenía apoyos en Aragón, el duque
de Villahermosa y el conde de Aranda entre los magnates y muchos otros en las filas de la
pequeña nobleza, todos ellos violentos defensores del sistema feudal. En Madrid, Pérez fue con-
denado a muerte después de haber huido. Entonces, el monarca entabló un proceso legal
contra él en el tribunal del Justicia acusándolo de haber tramado el asesinato de Escobedo
apoyándose en falsas acusaciones, de haber divulgado secretos de Estado y de haber huido de
la cárcel. Pero el lento procedimiento judicial permitió a Antonio Pérez hacer pública su
versión de los hechos, especialmente que había ordenado el asesinato de Escobedo siguiendo
instrucciones del monarca. Para impedir que Antonio Pérez siguiera capitalizando el proceso, y
en la convicción de que el veredicto sería de absolución, Felipe II retiró sus acusaciones, y
recurrió al único tribunal en España frente al cual de nada valían los fueros de Aragón y la
autoridad del Justicia: la Inquisición. El confesor del rey, Diego de Chaves, fraguó un proceso
en el que pudiera intervenir la Inquisición, y en mayo de 1591 Pérez fue trasladado desde la
prisión del Justicia a la de la Inquisición. Sus partidarios, encabezados por Heredia,
organizaron un tumulto en Zaragoza, durante el cual la multitud atacó a Almenara, que luego
moriría a consecuencia de las heridas, asaltó la prisión de la impopular Inquisición y rescató a
su nuevo ídolo para llevarlo de nuevo a la prisión del Justicia. Desde allí desarrolló Pérez su
actividad propagandística, atacando a la corte y a la Inquisición, instando al pueblo a defender
sus libertades incluso con las armas. Fue entonces cuando los partidarios de Antonio Pérez
hicieron planes para separar Aragón de la corona española y convertirla en una república, tal
vez bajo la protección del príncipe de Béarn, Enrique de Navarra. En los círculos
gubernamentales se temía que se estaba preparando en Aragón “un nuevo Flandes”.
Pero, ¿quiénes fueron los que apoyaron a Antonio Pérez? La mayor parte de los
seguidores de Antonio Pérez procedían de la pequeña nobleza que trataban de conservar su
poder feudal frente a la monarquía o que actuaban movidos por un sentimiento de frustración
al verse excluidos de los cargos y ante las perspectivas que se abrían para ellos en una España
dominada por Castilla. Su cabecilla era Diego de Heredia. Naturalmente, el carácter feudal del
movimiento le impidió contar con el apoyo de la masa de la población. Su impacto sólo se dejó
sentir en Zaragoza, centro del gobierno regional y lugar donde se podía conseguir una
movilización multitudinaria. Así ocurrió cuando el rey intentó que Pérez fuera conducido a la
cárcel de la Inquisición el 14 de septiembre. Una vez más, Heredia y los suyos pasaron a la
acción, dispersaron a la guardia real y liberaron a Pérez. Los rebeldes se hicieron con el control
de la ciudad, convencieron al joven Justicia, Juan de Lanuza, y a la Diputación del Reino para
que les dieran su apoyo formal y advirtieron al rey que el envío de un ejército castellano a
Aragón supondría una violación de los fueros. Los magnates y los moderados, obligados a
elegir entre apoyar a la corona o unirse a los rebeldes, optaron por lo primero. Fuera de
Zaragoza la mayor parte de las poblaciones también apoyaron al rey.
años en París, en un exilio sin influencia y sin dinero. Allí murió en 1611, sin haber obtenido el
perdón de la corona española.
Las Cortes aragonesas fueron convocadas en Tarazona en junio de 1592 para que dieran
forma legal a los cambios pretendidos. Ninguna de las instituciones de Aragón fue supri-
mida, pero fueron remodeladas para responder a las exigencias del poder real. Se otorgó al
monarca el derecho de nombrar a un «virrey extranjero» y de esta forma se situó a Aragón en
un plano de igualdad con los demás reinos. La Diputación del Reino, comité permanente de
las Cortes, perdió en gran medida su poder de control sobre la utilización de los ingresos
aragoneses y sobre la guardia regional, y perdió el derecho de convocar conjuntamente a
representantes de las ciudades del reino. El Justicia podría ser destituido por la corona y de
esta manera el rey socavaba la independencia del cargo y el monopolio familiar que había
existido en él durante tanto tiempo. Se modificó también el nombramiento de los miembros
del tribunal del Justicia para que quedara bajo el control de la corona y se eliminaron muchos
anacronismos del sistema legal aragonés. Finalmente, para reforzar el poder del gobierno
central, Felipe II apuntaló el poder de la Inquisición a la que instaló en el palacio fortificado
de la Aljafería y la protegió con una guarnición real.
Las condiciones que se impusieron en Aragón fueron resultado de un compromiso entre
la monarquía y la nobleza feudal. Los nobles aragoneses prefirieron aceptar la autoridad del
rey como la mejor garantía de sus privilegios feudales, y el precio de ese pacto fue la erosión de
los fueros y la ampliación de la autoridad real.
5. ESTADO E IGLESIA.
Las controversias intelectuales que se plantearon durante la segunda mitad del XVI no
eran expresión del enfrentamiento entre la ortodoxia y la disidencia, sino que representaban
dos formas distintas de enfocar los estudios teológicos.
La tensión no hizo sino agravarse por efecto de las condiciones de la vida universitaria
en España. En el decenio de 1570 las diferentes órdenes religiosas se distribuían en dos bandos
inexorablemente antagónicos y luchaban de forma implacable por ocupar las vacantes
universitarias y eclesiásticas. El conflicto entre dominicos y jesuitas se libró con toda crudeza,
pero tal vez la rivalidad más profunda de todas era la que existía entre los dominicos y los
agustinos, rivalidad que coincidía en cierta manera con el enfrentamiento entre el viejo y el
nuevo saber.
Los primeros ataques fueron protagonizados por un grupo de escolásticos
conservadores encabezados por el malévolo León de Castro, un teólogo de Salamanca que
denunció ante la Inquisición de Valladolid a una serie de distinguidos eruditos agustinos.
Entre otros, Luis de León, profesor de teología en Salamanca, y Alonso Gudíel, cuya
especialidad eran las Sagradas Escrituras en la universidad de Osuna, fueron detenidos en
marzo de 1572. Gudiel fue acusado de dar un significado literal a los textos sobre el tema de
Cristo que excluía cualquier significado profético y alegórico. En junio de 1572, Hernando del
Castillo, condenó como herética la doctrina atribuida a Gudiel. Antes de que se diera solución
al caso Gudiel moría en prisión en abril de 1573. Más de diez años después, el inquisidor
general Quiroga, que no estaba conforme con el caso, lo reabrió y en esta ocasión Castillo
declaró a Gudiel libre de herejía.
una implantación a nivel internacional, fue el mayor desafío para las susceptibilidades
nacionales.
En 1595 los estragos de la edad y el exceso de trabajo se dejaban sentir con fuerza sobre
Felipe II. Consideraba que los reveses políticos formaban parte de su condición de soberano y
no le afectaban. Continuó con su incansable rutina de trabajo y superó periódicas crisis de
salud, hasta que en junio de 1598 sufrió un ataque especialmente virulento de la enfermedad
que lo indujo a trasladarse a El Escorial para preparar su muerte. Murió al amanecer del 13 de
septiembre de1598, cuando tenía 71 años.
Su reinado había durado casi medio siglo e inevitablemente en España perduró la
huella de Felipe II durante algún tiempo. Había completado la unidad de la península y
perfeccionado su constitución. Sin embargo, Felipe II dejó a España al borde de una crisis,
porque los cimientos económicos de su poder eran todavía más frágiles que al comienzo del
reinado, y su gobierno no había hecho nada por mejorar su condición. En el decenio de 1590 la
vida era difícil para los españoles. Tras el alza constante de precios de la mayor parte de la
centuria hubo un rebrote adicional de la inflación al aproximarse su final que hizo más
difíciles aún las condiciones de vida. La situación del consumidor empeoró como consecuencia
del peso insoportable de los impuestos, que el gobierno elevó para tratar de superar las
dificultades en que se veía a causa de la inflación y para financiar las guerras en el exterior.
También los productores se vieron afectados por la inflación y los impuestos. Pero fue la
población necesitada de las ciudades y de las zonas rurales la más afectada por la dureza de la
recesión. Ahora, en el último decenio de la centuria, tres nuevas calamidades, las malas
cosechas, la peste y los millones, cayeron sobre ellos, todas en el espacio de unos pocos años.
Cuando los campesinos vivían en la indigencia, no había consumidores para la industria y la
recesión de la economía rural, consecuencia en parte de la acción del Estado, afectó también a
éste en sus ingresos y en su poder. Pocos sectores escaparon a las adversidades durante el
decenio de 1590.
El desastre no era total y por el momento España se salvó de las consecuencias de su
propia locura gracias al dinero que obtenía en América. Las defensas imperiales que erigió
Felipe II permitieron que los ingresos procedentes de las colonias continuaran inyectando vida
en la economía nacional. Los enormes gastos del Estado, los gastos suntuarios de la
aristocracia y la clase dirigente, y el deseo de todos los españoles de vivir de rentas y
pensiones indicaban de manera inequívoca que los españoles creían que la riqueza sólo se
hallaba en el dinero y en los intereses que éste producía. Cuando declinó el comercio
colonial, se produjo también el declive de España. Mientras tanto, la inercia del gobierno y la
mentalidad de la clase dirigente reforzaron las dos condiciones básicas que prepararon el
camino: la ausencia de producción y el estancamiento social.
Mientras España estuvo inmersa en las guerras en las que la comprometió Felipe II su
recuperación económica fue imposible. Todo el reino estaba abocado a la guerra en uno u otro
frente, durante muchos años en dos frentes a la vez –el Mediterráneo y los Países Bajos– y en
el decenio de 1590 en tres frentes al mismo tiempo, los Países Bajos, Inglaterra y Francia. En
los últimos 15 años de su reinado, el monarca español actuó sobre el supuesto de que la guerra
podía permitirle obtener cualquier objetivo que se propusiera. Pero no tenía orden de
prioridades. La mayor fuente de poder de España, y el mayor campo para la expansión de sus
ideales religiosos y políticos, era su imperio en América. Lo más lógico habría sido concentrar
los esfuerzos y los recursos en ese frente detrayéndolos de otros. Sin embargo, los Países Bajos
fueron la sangría más importante y permanente de los recursos españoles. Una vez que Felipe
II condujo allí un ejército y se comprometió en una campaña por tierra ya no pudo
desmovilizarlo. Año tras año la guerra devoró a sus hombres y su dinero y no pudo apartarse
de un conflicto que, tras la recuperación de las provincias del sur, no podía ganar.
A medida que los ejércitos y las flotas españoles consumían de manera insaciable los
recursos de la nación con recompensas cada vez menores, el espíritu de su población pasó de
la confianza a la duda y a una creciente desilusión por la grandeza. En las últimas Cortes
celebradas en el reino se dejaron oír voces discrepantes que protestaban contra los impuestos
crecientes y las guerras innecesarias. La petición de nuevos subsidios en 1593 suscitó un
memorable debate en el que un diputado tras otro aconsejaron al rey que se situara a la de-
fensiva y redujera sus pérdidas. El propio monarca había aprendido algunas lecciones al llegar
al final de su reinado. La situación de sus finanzas lo obligó a aprender algo. Intentó entonces
abandonar algunos de los frentes en el norte de Europa. En 1598 consiguió apartarse del frente
francés, pero no pudo hacer lo mismo en los Países Bajos; y por lo que respecta a Inglaterra
no veía alternativa alguna a la guerra. En cualquier caso, era difícil liquidar el pasado
imperialista de España, así como era difícil transformar su sociedad.
Bibliografía
− John Lynch, Los Austrias, 1516-1700. Editorial Crítica, 2003
− Alfredo Floristán, Historia Moderna Universal. Ariel Historia, 2002
Bibliografía complementaria
− Nicolau Eimeric y Francisco Peña, El manual de los inquisidores. Muchnik editores, Barcelona. 1983.