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La composición de lugar es el camino de Nazaret a Belén en compañía de María y José. San Ignacio
dice que veamos “con la vista imaginativa el camino desde Nazaret a Belén, considerando la
longura, la anchura, y si llano o si por valles o cuestas sea tal camino”. Y vamos contemplando el
encendido rostro de la Virgen María de Nazaret y la inmensa alegría de su esposo san José. San
Ignacio dice que la Virgen María caminaba “como se puede meditar piadosamente, asentada a un
asno con José y una ancila, llevando un buey para ir a Belén a pagar el tributo”. Y tú les
acompañas, llevando lo que necesitan para su sustento. Eres su esclavo. Ciento veinte kilómetros
separan Nazaret de Belén, unos cinco días andando. Descansarían un tiempo en Jerusalén y
saldrían de la ciudad, atravesarían el valle de Hinnom hasta la llanura de Refaím donde David
venció dos veces a los filisteos y de allí a los prados de los pastores de Belén hasta llegar a la
“ciudad del pan”.
En las contemplaciones de los misterios del Señor san Ignacio quiere que estemos presentes, que
lo vivamos de todo corazón y con toda el alma: “ver a las personas, es a saber, ver a nuestra
Señora y a José y a la ancila… Haciéndome yo un pobrecito, un esclavito indigno, mirándolos,
contemplándolos y sirviéndolos en sus necesidades, como si presente me hallase, con todo
acatamiento y reverencia; y después reflectir en mí mismo para sacar algún provecho”.
En el segundo punto san Ignacio nos dice: “mirar advertir y contemplar lo que hablan; y
reflictiendo en mí mismo, sacar algún provecho”.
El tercero “mirar y considerar lo que hacen, así como caminar y trabajar, para que el Señor sea
nacido en suma pobreza, y a cabo de tantos trabajos, de hambre, de sed, de calor y de frío, de
injurias y afrentas, para morir en cruz, y todo esto por mí. Después reflictiendo sacar algún
provecho espiritual”.
En este desamparo de los hombres José y María ven la mano de Dios y sufren con alegría ser
desechados de los hombres por ser pobres. En sus corazones se unieron humildad y pobreza con
paciencia y alegría. Escoge siempre para ti lo peor de tu casa, en la comida, en el modo de vestir.
Ponte siempre en el último rincón como José y María.
Quédate a solas con la Virgen y trata con ella todas las cosas de tu corazón. Pregúntale que sentía
en el suyo, sabiendo como sabía que sus entrañas eran templo vivo de Dios hecho niño. ¡El Hijo de
Dios vive en el seno purísimo de la Niña Hermosa de Nazaret! De ella recibía toda su vida, de Ella
dependía toda su vida ¡Qué misterio! ¡Dios depende de una humilde virgencita!
Hemos de entrar en lo más profundo de esta intimidad divina entre la Virgen María y su divino
Hijo. Así aprenderemos a recogernos con Jesús y María en nuestra oración diaria y, como la
Virgen, viviremos únicamente para Jesús y la salvación de las almas; gozándonos y alegrándonos
de tanto gozo y alegría de María y Jesús. Y viviremos en la tierra como viven los bienaventurados
en el cielo, en cuanto es posible a nuestra dañada naturaleza.
Otros viajeros caminaban junto a ellos criticando y maldiciendo aquella orden del César. La Virgen,
que vivía intensamente su vida interior de amor divino, no dejaba traslucir nada al exterior:
sencilla, simpática, alegre. Nadie sospechaba que esa jovencita era la Madre de Dios. Ni la vanidad,
ni la soberbia, ni el amor propio, ni el deseo de alabanzas…le hizo manifestar su secreto. ¡Ella es la
Madre de Dios! ¡Qué humildad! ¡Qué sencillez!
Un auténtico hijo de María Santísima jamás buscará las alabanzas de este mundo. Prefiere la
oscuridad, el silencio, la sencillez, la vida interior de fervor y de amor a Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Y, como Jesús, se hace esclavo de la Virgen María.