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La razón de que todas las cosas obren para bien

1. La gran razón de que todas las cosas obren para bien, es el gran interés que Dios tiene en su
pueblo. El Señor ha hecho un pacto con ellos. “Me serán por pueblo, y yo seré a ellos por Dios” (Jer.
32:38). En virtud de este pacto, todas las cosas obran y deben obrar para el bien de ellos. “Yo soy Dios,
el Dios tuyo” (Sal. 50:7). Esta frase, “el Dios tuyo”, es la frase más dulce en la Biblia, implica las
mejores relaciones; y es imposible que existan estas relaciones entre Dios y su pueblo sin que todas las
cosas obren para el bien de ellos. Esta expresión, “el Dios tuyo”, implica:

(1) La relación de un médico: “El Médico tuyo”. Dios es un Médico competente. Él sabe qué es lo
mejor: Dios observa los diferentes temperamentos de los hombres, y sabe qué es lo que obrará más
eficazmente. Algunos tienen una disposición más dulce, y son atraídos por la misericordia. Otros son más
toscos y difíciles; Dios trata a estos de forma más enérgica. Algunas cosas se conservan en azúcar, otras
en salmuera. Dios no trata a todos por igual; tiene pruebas para los fuertes y tónicos para los débiles. Dios
es un Médico fiel y, por tanto, hace mejor uso de todo. Si Dios no te da lo que quieres, te dará lo que
necesitas. Un médico no trata tanto de agradar el paladar del paciente como de curar su enfermedad. Nos
quejamos de las duras pruebas que tenemos que soportar; recordemos que Dios es nuestro Médico y que,
por tanto, trabaja para curarnos más que para complacemos. El proceder de Dios para con sus hijos, aunque
sea doloroso, es seguro, y tiene como objeto curar; “para a la postre hacerte bien” (Dt. 8:16).

(2) Esta frase, “el Dios tuyo”, implica la relación de un Padre. Un padre ama a su hijo; por tanto, ya
sea una sonrisa o un golpe, es para el bien del hijo. “Yo soy tu Dios; tu Padre; por tanto, hago todo esto
para tu bien”. “Como castiga el hombre a su hijo, así el Señor tu Dios te castiga” (Dt. 8:5). El castigo de
Dios no tiene el propósito de destruir, sino de reformar. Dios no puede hacer daño a sus hijos, porque es
un Padre de corazón tierno: “Como el Padre se compadece de los hijos, se compadece el Señor de los que
le temen” (Sal. 103:13). ¿Buscará un padre la ruina de su hijo, el hijo que procede de él, que lleva su
imagen? En su hijo invierte todo su cuidado y su talento; ¿a quién le deja la herencia, sino a su hijo? Dios
es el tierno “Padre de misericordia” (2 Co. 1:3). Él engendra todas las misericordias y bondades en las
criaturas.
Dios es un Padre eterno (Is. 9:6). Era ya nuestro Padre desde la eternidad; antes de que fuésemos hijos,
Dios era nuestro Padre, y será nuestro Padre por la eternidad. Un padre provee para su hijo mientras vive;
pero el padre muere y entonces el hijo puede verse expuesto a algún perjuicio. Pero Dios nunca cesa de
ser Padre. Tú, que eres creyente, tienes un Padre que nunca muere; y si Dios es tu Padre, nunca puedes
verte perdido. Todas las cosas tienen que obrar para tu bien.

(3) Esta frase, “el Dios tuyo”, implica la relación de un Marido. Esta es una relación estrecha y dulce.
El marido busca el bien de su esposa; sería antinatural que buscara su destrucción: “Nadie aborreció
jamás a su propia carne” (Ef. 5:29). Hay una relación matrimonial entre Dios y su pueblo: “Tu marido
es tu Hacedor” (Is. 54:5). Dios ama cabalmente a los suyos. Los tiene esculpidos en las palmas de sus
manos (Is. 49:16). Los tiene puestos como un sello sobre su corazón (Cnt. 8:6). Dará reinos por su rescate
(Is. 43:3). Esto muestra cuán cerca están de su corazón. Si Él es un Marido cuyo corazón está lleno de
amor, entonces buscará el bien de su esposa. O bien la escudará de un daño, o lo tomará para lo mejor.

(4) Esta frase, “el Dios tuyo”, implica la relación de un Amigo. “Tal es mi amigo” (Cnt. 5:16). Un
amigo es — como dice Agustín— la mitad de nuestro ser. Procura y desea hacer bien a su amigo de alguna
manera; busca su bienestar como el suyo propio. Jonatán se aventuró a incurrir en el desagrado del rey
por su amigo David (1 S. 19:4). Dios es nuestro Amigo; por tanto, hará que todas las cosas se tornen para
nuestro bien. Hay falsos amigos; Cristo fue traicionado por un amigo; pero Dios es el mejor Amigo.
Él es un Amigo fiel. “Conoce, pues, que el Señor tu Dios es Dios, Dios fiel” (Dt. 7:9). Él es fiel en su
amor. Nos dio su mismísimo corazón cuando dio al Hijo de su seno. Esto fue un modelo de amor sin igual.
Él es fiel en sus promesas: “Dios, que no miente, prometió” (Tit. 1:2). Puede cambiar su promesa, pero
no puede quebrantarla. Él es fiel en su proceder, cuando aflige es fiel. “Conforme a su fidelidad me
afligiste” (Sal. 119:75). Nos está cribando y refinando como a plata (Sal. 66:10).
Dios es un Amigo inmutable. “No te desampararé, ni te dejaré” (He. 13:5). A menudo, los amigos
nos fallan en caso de apuro. Muchos tratan a sus amigos como las mujeres a las flores; mientras están
frescas las ponen en su seno, pero cuando empiezan a marchitarse las desechan. O como hace el viajero
con el reloj de Sol; si el Sol brilla sobre el reloj, el viajero se toma la molestia de mirar el reloj; pero si el
Sol no brilla sobre el mismo, lo deja de lado y no le presta ninguna atención. Así también, si brilla la
prosperidad sobre los hombres, entonces los amigos los toman en consideración; pero si hay una nube de
adversidad sobre ellos, no se les acercan. Pero Dios es un Amigo para siempre; Él ha dicho: “No te
desampararé”. Aunque David anduvo en la sombra de muerte, sabía que tenía a un Amigo a su lado. “No
temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo” (Sal. 23:4). Dios nunca aparta totalmente su amor de su
pueblo. “Los amó hasta el fin” (Jn. 13:1). Siendo Dios tal Amigo, hará que todas las cosas obren para
nuestro bien. No hay amigo que no busque el bien de su amigo.

(5) Esta frase, “el Dios tuyo”, implica una relación aún más estrecha, la relación entre la Cabeza y los
miembros. Existe una unión mística entre Cristo y los santos. A Él se le llama “cabeza de la iglesia” (Ef.
5:23). ¿No procura la cabeza el bien del cuerpo? La cabeza guía al cuerpo, lo comprende, es la fuente del
ánimo, envía influencia y consuelo al cuerpo. Todas las partes de la cabeza están colocadas para el bien
del cuerpo. El ojo está puesto, por así decirlo, en la atalaya, está de centinela para observar cualquier
peligro que pueda venirle al cuerpo, e impedirlo. La lengua es tanto una catadora como una oradora. Si el
cuerpo es un microcosmos, o un mundo en miniatura, la cabeza es el Sol de este mundo, de la cual procede
la luz de la razón. La cabeza está colocada para el bien del cuerpo. Cristo y los santos forman un cuerpo
místico. Nuestra Cabeza está en el Cielo y, ciertamente, no permitirá que su cuerpo sufra daño alguno,
sino que procurará su seguridad, y hará que todas las cosas obren para el bien del cuerpo místico.

2. Inferencias de la proposición de que todas las cosas obran para el bien de los santos
(1) Si todas las cosas obran para bien, de ello aprendemos que hay una providencia. Las cosas no obran
por sí mismas, sino que Dios las hace obrar para bien. Dios es el gran Dispensador de todos los
acontecimientos. Él hace que funcionen todas las cosas. “Su reino domina sobre todos” (Sal. 103:19).
Esto se refiere a su reino providencial. Las cosas no son gobernadas en este mundo por causas secundarias,
por los planes de los hombres, por las estrellas y por los planetas, sino por la providencia divina. La
providencia es la reina y gobernadora del mundo. Hay tres cosas en la providencia: la presciencia de Dios,
la determinación de Dios y la dirección que tiene Dios de todas las cosas en cuanto a sus períodos y
eventos. Cualesquiera que sean las cosas que funcionan en el mundo, Dios las hace funcionar. Leemos en
el capítulo 1 de Ezequiel acerca de las ruedas, y los ojos en las ruedas, y el movimiento de las ruedas. Las
ruedas son el universo entero; los ojos en las ruedas son la providencia de Dios; el movimiento de las
ruedas es la mano de la Providencia, que hace girar todas las cosas aquí abajo. Lo que algunos llaman azar
no es sino el resultado de la providencia.
Aprendamos a adorar la providencia. La providencia influye en todas las cosas aquí abajo. Es esta la
que mezcla los ingredientes, y forma todo el conjunto.
(2) Observemos el feliz estado de todo hijo de Dios. Todas las cosas obran para su bien, las mejores y las
peores. “Resplandeció en las tinieblas luz a los rectos” (Sal. 112:4). Las providencias más oscuras y
sombrías de Dios contienen luz. ¡En qué bienaventurada situación se encuentra el verdadero creyente!
Cuando muere va a Dios; y mientras vive, todo le hace bien. La aflicción es para su bien. ¿Qué daño le
hace el fuego al oro? Solamente lo purifica. ¿Qué daño le hace el aventador al trigo? Solo lo separa de la
paja. ¿Qué daño hacen las sanguijuelas al cuerpo? Solo succionan la sangre mala. Dios nunca utiliza su
vara sino para sacudir el polvo. La aflicción hace lo que la Palabra muchas veces no hace, “despierta […]
el oído de ellos para la corrección” (Job 36:10). Cuando Dios hace que los hombres se tiendan sobre sus
espaldas, entonces miran al Cielo. Cuando Dios golpea a su pueblo es como cuando el músico toca el
violín, lo que produce un sonido melodioso. ¡Cuánto bien les viene a los santos mediante la aflicción!
Cuando son molidos y quebrantados, desprenden su más dulce olor. La aflicción es una raíz amarga, pero
da un fruto dulce. “Da fruto apacible de justicia” (He. 12:11). La aflicción es el camino al Cielo; aunque
sea pedregoso y espinoso, es el mejor camino. La pobreza mata de hambre a nuestros pecados; la
enfermedad hace que la gracia sea más beneficiosa (2 Co. 4:16). El vituperio hace que el glorioso Espíritu
de Dios repose sobre nosotros (1 P. 4:14). La muerte cerrará la redoma de las lágrimas y abrirá la puerta
del Paraíso. El día de la muerte del creyente es el día de su ascenso a la gloria; por lo cual, los santos han
puesto sus aflicciones en el inventario de sus riquezas (He. 11:26). Temístocles, tras haber sido desterrado
de su propio país, obtuvo el favor del rey de Egipto, con motivo de lo cual dijo: “Habría perecido, de no
haber perecido”. Hay tantos hijos de Dios que dicen: “Si no hubiera sido afligido, habría sido destruido;
si no hubiera perdido mi salud y mis posesiones, habría perdido mi alma”
(3) Vemos, pues, qué estimulo tenemos para ser piadosos. Todas las cosas obrarán para bien. ¡Oh, que
esto induzca al mundo a amar la religión! ¿Puede haber mayor imán para la piedad? ¿Existe algo que
favorezca más nuestra benignidad que el hecho de que todas las cosas obrarán para nuestro bien? La
religión es la verdadera piedra filosofal que convierte todo en oro. Tomemos el aspecto más amargo de la
religión, el aspecto del sufrimiento, y veremos que hay consuelo en él. Dios endulza el sufrimiento con el
gozo; dulcifica nuestro ajenjo con azúcar. ¡Oh, qué soborno es este para que seamos piadosos! “Vuelve
ahora en amistad con él, y tendrás paz; y por ello te vendrá bien” (Job 22:21). Nadie perdió jamás nada
por su amistad con Dios. Por medio de esto te vendrá el bien, un bien abundante, las dulces destilaciones
de la gracia, el maná escondido; sí, todo obrará para bien. ¡Oh!, consigue, pues, la amistad de Dios, obtén
su interés.
(4) Advirtamos la desdichada condición de los inicuos. Para quienes son piadosos, las cosas malas obran
para bien; para los malvados, las cosas buenas obran para su perjuicio.
(a) Las cosas temporales buenas obran para perjuicio de los inicuos. Las riquezas y la prosperidad no
son beneficios sino lazos, como dice Séneca. Las cosas mundanas les son dadas a los inicuos, como Mical
fue dada a David, para que les sean por lazo (1 S. 18:21). Se dice que al buitre el perfume le hace sentir
enfermo; lo mismo les sucede a los inicuos con el agradable perfume de la prosperidad. Sus misericordias
son como el pan envenenado que se da a los perros; sus mesas están servidas suntuosamente, pero hay un
anzuelo bajo el cebo: “Sea su convite delante de ellos por lazo” (Sal. 69:22). Todos sus goces son como
las codornices de Israel, que estaban sazonadas con la ira de Dios (Nm. 11:33). El orgullo y el lujo son
los hermanos gemelos de la prosperidad. “Engordaste” (Dt. 32:15). Entonces abandonó a Dios. Las
riquezas no solo son como la telaraña, inservibles, sino como el huevo de la serpiente, perniciosas. “Las
riquezas guardadas por sus dueños para su mal” (Ec. 5:13). Las misericordias ordinarias que tienen los
inicuos no son piedras de imán para atraerles a Dios, sino piedras de molino para hundirles más
profundamente en el Infierno (1 Ti. 6:9). Sus deliciosos manjares son como el banquete de Amán; después
de toda su fiesta señorial, la muerte pasará la cuenta, y tendrán que pagarla en el Infierno.
(b) Las cosas espirituales buenas obran para perjuicio de los inicuos. Estos liban veneno de la flor de
las bendiciones celestiales.
Los ministros de Dios obran para perjuicio suyo. El mismo viento que empuja un barco hacia el puerto,
empuja a otro barco hacia una roca. El mismo aliento en el ministerio que empuja a un hombre piadoso
hacia el Cielo, empuja a un pecador profano al Infierno. Los que vienen con la Palabra de vida en sus
bocas, son, sin embargo, para muchos olor de muerte. “Engruesa el corazón de este pueblo, y agrava sus
oídos” (Is. 6:10). El profeta fue enviado con un mensaje triste, predicarles un sermón fúnebre. A los
inicuos les va peor con la predicación. “Ellos aborrecieron al reprensor en la puerta de la ciudad” (Am.
5:10). Los pecadores se entregan más al pecado; ya puede decir Dios lo que quiera, que ellos harán lo que
les plazca. “La palabra que nos has hablado en nombre del Señor, no la oiremos de ti” (Je. 44:16). La
palabra predicada no es sanadora, sino endurecedora. ¡Y qué terrible es que los hombres se hundan en el
Infierno por medio de sermones!
La oración obra para perjuicio suyo. “El sacrificio de los impíos es abominación al Señor” (Pr. 15:8).
El inicuo está en un gran aprieto: si no ora, peca, si ora, peca. “Su oración sea para pecado” (Sal. 109:7).
Sería un desventurado juicio si todo el alimento que un hombre comiese se convirtiera en abscesos, y
engendrara enfermedades en el cuerpo; así es con el inicuo. La oración que debiera hacerle bien, obra para
su perjuicio; ora contra el pecado, y peca contra su oración; sus deberes están manchados de ateísmo,
cubiertos de hipocresía. Dios los aborrece.
La Cena del Señor obra para su perjuicio. “No podéis participar de la mesa del Señor, y de la mesa
de los demonios. ¿O provocaremos a celos al Señor?” (1 Co. 10:21, 22). Algunos profesantes continuaban
con sus fiestas idolátricas; sin embargo, venían a la mesa del Señor. El Apóstol está diciendo: “¿Provocáis
a ira al Señor?”. Las personas profanas banquetean en pecado; sin embargo, quieren venir a banquetear a
la mesa del Señor. Esto es provocar a Dios. Para el pecador hay muerte en la copa, “juicio come y bebe
para si” (1 Co. 11:29). De esta manera, la Cena del Señor obra para perjuicio de los pecadores
impenitentes. Después del bocado, Satanás entra.
Cristo mismo obra para perjuicio de los pecadores perdidos. Él es “piedra de tropiezo y roca que hace
caer” (1 P. 2:8). Lo es por la depravación de los corazones de los hombres; pues en lugar de creer en Él,
tropiezan en Él. El Sol, aunque es puro y agradable por naturaleza, es dañino para los ojos irritados.
Jesucristo está puesto para caída, al igual que para levantamiento, de muchos (Lc. 2:34). Los pecadores
tropiezan en un Salvador, y arrancan la muerte del árbol de la vida. Al igual que los aceites químicos
hacen recuperarse a algunos pacientes, pero destruyen a otros, así también la sangre de Cristo, aunque
para algunos es medicina, para otros es condenación. Esta es la sin igual desdicha de aquellos que viven
y mueren en pecado. Las mejores cosas obran para perjuicio suyo; los estimulantes mismos matan.
(5) Aquí vemos la sabiduría de Dios, que puede hacer que las peores cosas imaginables se tornen para el
bien de los santos. Mediante una alquimia divina, puede extraer oro de la escoria. “¡Oh profundidad de
las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios!” (Ro. 11:33). Dios tiene el gran propósito de
proclamar la maravilla de su sabiduría. El Señor convirtió la cárcel de José en un escalón para su ascenso.
No había manera de que Jonás se salvase, sino siendo tragado. Dios permitió que los egipcios aborreciesen
a Israel (Sal. 106:41), y este fue el medio de su liberación. El apóstol Pablo estaba atado con una cadena,
y aquella cadena que le ataba fue el medio para extender el Evangelio (Fil. 1:12). Dios enriquece
empobreciendo; hace que aumente la gracia disminuyendo las posesiones. Cuando las cosas materiales se
alejan de nosotros, es para que Cristo se acerque más a nosotros. Dios obra de forma extraña; produce
orden a partir de la confusión, y armonía a partir de la discordancia. Frecuentemente utiliza a hombres
injustos para hacer lo que es justo. “Él es sabio de corazón” (Job 9:4). Puede cosechar su gloria del furor
de los hombres (Sal. 76:10). O bien los inicuos no causan el perjuicio que se proponían, o hacen el bien
que no se proponían. A menudo, Dios ayuda cuando menos esperanza hay, y salva a su pueblo de una
manera que ellos consideran destructiva. Utiliza la malicia del sumo sacerdote y la traición de Judas para
redimir al mundo. Por nuestras necias pasiones somos propensos a encontrar fallos en las cosas que
ocurren lo cual es como si un analfabeto criticara la filosofía, o un ciego sacara defectos al cuadro de un
paisaje. “El hombre vano se hará entendido” (Job 11:12). Los animales necios censurarán la Providencia,
y llevarán la sabiduría de Dios al tribunal de la razón. Los caminos de Dios son “inescrutables” (Ro.
11:33); han de ser admirados en lugar de sondeados. No existe ninguna providencia de Dios que no
contenga misericordia o maravilla. ¡Qué estupenda e infinita es esa sabiduría que hace que las más
adversas situaciones obren para el bien de sus hijos!
(6) ¡Aprendamos, pues, qué pocos motivos tenemos para estar descontentos con nuestras pruebas y
eventualidades exteriores! ¿Cómo?, ¿descontentos con aquello que nos hará bien? Todas las cosas obrarán
para bien. No hay pecados a los que los creyentes sean más propensos que la incredulidad y la impaciencia.
Están inclinados a desfallecer por incredulidad o a impacientarse. Cuando los hombres se enojan contra
Dios por descontento e impaciencia es señal de que no creen este texto. El descontento es un pecado de
ingratitud, porque tenemos más misericordias que aflicciones; y es un pecado irracional, porque las
aflicciones obran para bien. El descontento es un pecado que nos acarrea más pecado. “No te excites en
manera alguna a hacer lo malo” (Sal. 37:8). El que se excita está pronto a hacer lo malo; un Jonás irritado
era un Jonás pecador (Jon. 4:9). El diablo sopla las brasas de la pasión y el descontento, y luego se calienta
al fuego. ¡Oh, no alberguemos esta furiosa víbora en nuestro pecho! Que este texto produzca paciencia:
“A los que aman a Dios todas las cosas les ayudan a bien” (Ro. 8:28). ¿Estaremos descontentos con
aquello que obra para nuestro bien? Si un amigo le arrojara una bolsa con dinero a otro, y al arrojarla le
arañase la cabeza, no se preocuparía demasiado, al ver que por este medio había conseguido una bolsa
con dinero. Así también, el Señor puede herimos mediante aflicciones, pero es para enriquecernos. Estas
aflicciones producen en nosotros un peso de gloria, ¿y estaremos descontentos?
(7) Vemos cumplida aquí este versículo de la Escritura: “Es bueno Dios para con Israel” (Sal. 73:1).
Cuando consideramos las providencias adversas, y vemos al Señor cubriendo a su pueblo de cenizas, y
embriagándolo de ajenjos (Lm. 3:15), podemos sentirnos inclinados a cuestionar el amor de Dios, y decir
que trata con dureza a su pueblo. Pero, ¡oh, no!, a pesar de todo, Dios es bueno para con Israel, porque
hace que todas las cosas obren para bien. ¿No es Él un Dios bueno, que torna todo en bien? Él echa fuera
el pecado e introduce la gracia; ¿no es esto bueno? “Somos castigados por el Señor, para que no seamos
condenados con el mundo” (1 Co. 11:32). La profundidad de la aflicción es para salvarnos de la
profundidad de la condenación. Justifiquemos siempre a Dios; cuando nuestra condición exterior sea peor
que nunca, digamos: “Sin embargo, Dios es bueno”.
(8) Observemos qué motivos tienen los santos para ocuparse frecuentemente en la acción de gracias. En
esto los cristianos son deficientes; aunque se aplican mucho a la súplica, se aplican poco a la acción de
gracias. El Apóstol dice: “Dad gracias en todo” (1 Ts. 5:18). ¿Por qué? Porque Dios hace que todo obre
para nuestro bien. Le damos las gracias al médico, aunque nos dé una medicina amarga que nos haga
vomitar, porque es para ponernos bien; le damos las gracias a cualquier hombre que nos haga un buen
servicio; ¿y no le daremos las gracias a Dios, que hace que todo obre para nuestro bien? Dios ama al
cristiano agradecido. Job le dio las gracias a Dios cuando le quitó todo: “El Señor quitó; sea el nombre
del Señor bendito” (Job 1:21). Muchos le dan las gracias a Dios cuando da; Job le dio las gracias cuando
quitó, porque sabía que Dios haría que obrase para bien. Leemos acerca de los santos con arpas en las
manos (Ap. 14:2), un emblema de alabanza. Vemos a muchos cristianos con lágrimas en los ojos y quejas
en la boca; pero hay pocos con arpas en las manos, que alaben a Dios en la aflicción. Ser agradecido en
la aflicción es una obra propia del santo. Toda ave puede cantar en la primavera, pero algunas aves cantan
en el crudo invierno. Casi todos pueden estar agradecidos en la prosperidad, pero un verdadero santo
puede estar agradecido en la adversidad; el buen cristiano bendice a Dios no solo en la aurora, sino también
en el crepúsculo. Bien podemos, en la peor adversidad, cantar un salmo de acción de gracias, porque todas
las cosas obran para bien. ¡Oh, apliquémonos a bendecir a Dios!; demos gracias a Aquel que nos brinda
su amistad.
(9) Pensemos que, si las peores cosas obran para el bien del creyente, ¡qué no harán las mejores cosas:
Cristo y el Cielo! ¡Cuánto más obrarán estos para bien! Si la cruz conlleva tanto bien, ¿qué no conlleva la
corona? Si tan preciosos racimos se crían en el Gólgota; ¿cuán delicioso no será el fruto que se cría en
Canaán? Si hay dulzura en las aguas de Mara, ¿qué no habrá en el vino del Paraíso? Si la vara de Dios
tiene miel en su extremo, ¿qué no tendrá su cetro de oro? Si el pan de aflicción es tan sabroso, ¿qué no
será el maná?, ¿qué no será la ambrosía celestial? Si el golpe y el azote de Dios obran para bien, ¿qué no
harán la sonrisas de su rostro? Si las tentaciones y los sufrimientos son motivo de gozo, ¿qué no será la
gloria? Si hay tanto bien en el mal, ¿qué no será ese bien donde no habrá ningún mal? Si las misericordias
disciplinarias de Dios son tan grandes, ¿qué no serán sus misericordias supremas? Por tanto, alentémonos
los unos a los otros con estas palabras.
(10) Consideremos que si Dios hace que todas las cosas se tornen para nuestro bien, ¡qué apropiado no
será que nosotros hagamos que todas las cosas redunden para su gloria! “Hacedlo todo para la gloria de
Dios” (1 Co. 10:31). Los ángeles glorifican a Dios, cantan himnos divinos de alabanza. ¡Cuánto, pues,
debe glorificarlo el hombre, por quien Dios ha hecho más que por los ángeles! Nos ha dignificado por
encima de ellos al unir nuestra naturaleza a la divinidad. Cristo murió por nosotros, y no por los ángeles.
El Señor no solo nos ha dado del fondo común de su liberalidad, sino que nos ha enriquecido con las
bendiciones del pacto, nos ha concedido su Espíritu. Él procura nuestro bienestar, hace que todo obre para
nuestro bien; la libre gracia ha ideado un plan para nuestra salvación. Si Dios busca nuestro bien, ¿no
buscaremos nosotros su gloria?
Pregunta. ¿Cómo puede decirse con propiedad que nosotros glorificamos a Dios? Él es infinito en sus
perfecciones, y no puede recibir un incremento por nuestra parte.
Respuesta. Es cierto que, en un sentido estricto, no podemos proporcionar gloria a Dios, pero en un
sentido evangélico podemos. Cuando hacemos lo que está de nuestra parte para ensalzar el nombre de
Dios en el mundo, y hacemos que otros tengan pensamientos elevados y reverentes acerca de Dios, esto
lo interpreta el Señor como una glorificación de Él; de la misma manera en que se dice que alguien
deshonra a Dios cuando hace que el nombre de Dios sea vilipendiado.
Se dice que promovemos la gloria de Dios de tres maneras: (1) Cuando tenemos su gloria como meta;
cuando le concedemos el primer lugar en nuestros pensamientos, y hacemos de Él nuestro objetivo final.
Tal como todos los ríos corren al mar, y todas las líneas se encuentran en el centro, así también todas
nuestras acciones terminan y se centran en Dios. (2) Promovemos la gloria de Dios siendo fructíferos en
la gracia. “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto” (Jn. 15:8). La esterilidad refleja
deshonra sobre Dios. Glorificamos a Dios cuando crecemos en hermosura como el lirio, en altura como
el cedro, en fecundidad. como la vid. (3) Glorificamos a Dios cuando le damos la alabanza y la gloria de
todo lo que hacemos. Fue un discurso excelente y humilde el de cierto rey de Suecia; temía que el pueblo
le atribuyera a él la gloria debida a Dios, y esto le hiciera ser destronado antes de acabar su obra. Cuando
el gusano de seda teje su curiosa obra, se oculta a sí mismo bajo la seda, y no se le ve. Cuando hayamos
hecho lo mejor que podamos, debemos desvanecernos en nuestros pensamientos, y transferir la gloria de
todo a Dios. El apóstol Pablo dijo: “He trabajado más que todos ellos” (1 Co. 15:10). Se podría pensar
que estas palabras revelan orgullo; pero el Apóstol se quita la corona de su propia cabeza, y la pone sobre
la cabeza de la libre gracia: “Pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo”. Constantino acostumbraba a
escribir el nombre de Cristo sobre la puerta; así deberíamos hacer nosotros sobre nuestros deberes.
Empeñémonos en hacer que el nombre de Dios sea glorioso y renombrado. Si Dios busca nuestro bien,
busquemos nosotros su gloria. Si Él hace que todas las cosas redunden para nuestra edificación, hagamos
nosotros que todas las cosas redunden para su exaltación. Esto es todo cuanto cabe decir con respecto al
privilegio mencionado en el texto.1

1
Thomas Watson, Consolación divina, trans. Demetrio Cánovas Moreno, Segunda edición. (Moral de Calatrava,
Ciudad Real: Editorial Peregrino, 2006), 56–70.

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