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Los intelectuales del orden

Por: Rodrigo Karmy Bolton / Publicado: 16.12.2019

Los intelectuales del orden se distinguen entre sí. No todos dicen lo mismo, pero en coyunturas
precisas como ésta, suelen homogeneizarse planteando, en general, un solo asunto: la “defensa del
orden”. Desde la reducción del problema a un asunto de “generaciones” (Peña) pasando por
denunciar la violencia presente en “otros” y jamás del propio sistema que ha sido impugnado
(Brunner), hasta quien, a pesar de su crítica a la actual Constitución, recientemente ha planteado
una lectura de Marx que lo instala como fuerza frenante frente a una supuesta asonada “anarquista”
que asola al país (Cristi) o, por último, aquél que llama a los chilenos a defender los “incuestionables”
éxitos del modelo (Navia).

Hace unas semanas se acaba de reeditar por la editorial Eterna Cadencia el libro Rancière. El
presupuesto de la igualdad en la política y en la estética de Federico Galende. El problema que
atraviesa su escrito es el del saber: cuando Jaques Rancière se encuentra con Joseph Jacotot –ese
profesor exiliado en Bélgica- comprende que su discipulado con el famoso Louis Althusser no puede
sostenerse.

El punto político en juego es el del estatuto del saber-poder: para Rancière –lector de Jacotot- la
política no se juega en la capacidad de algunos intelectuales de guiar, liderar o conducir
pastoralmente al pueblo hacia la “igualdad”, el “comunismo”, el “desarrollo” –lo que sea, porque
supuestamente el propio pueblo no puede hacerlo porque no “sabe”.

Al contrario, dirá Rancière en voz de Galende, cuando los intelectuales intentan guiar al pueblo lo
confiscan a mantenerse en la posición del subrogado, de aquél que efectivamente no puede pensar
por sí mismo porque es visto como una masa informe, pasiva, presta a recibir la “forma” de aquél
que sabe, que ejerce el poder y que le dice que es lo que debe hacer.

El pueblo necesitaría un guía porque dejado a su haber, sería una masa informe que, tal como ha
destacado toda la literatura reaccionaria desde el siglo XIX, dejado a su haber termina en la más
inconducente de las anarquías.

Los intelectuales del orden –si acaso la expresión no es una redundancia- siempre tienen ese afán
pastoral de querer lo mejor para el pueblo y conducirlo hacia su bien; esto es, hacia el “bien” que
ellos consideran –en tanto supuestamente “saben”- que es su “bien”. Tienen buenas intenciones
muchos de ellos pues, con toda su diversidad, siempre quieren salvar una civilización que, en su
perspectiva, parece estar siempre a punto de caer.

El chispeante encuentro de Rancière con Jacotot y su desprendimiento de Althusser motivado –nos


cuenta el libro de Galende- por el no casual advenimiento de Mayo 68 plantea una tesis diferente:
el principio de igualdad es un presupuesto performativo que abre a una práctica política en la que
la diferencia ontológica entre saber y no saber, entre el intelectual y quien no lo es queda
inmediatamente desactivada.

No deja de ser relevante esta reedición del libro de Galende: su primera versión fue en 2011 en
medio del tumulto del movimiento estudiantil y la horadación que éste significó al orden
guzmaniano del Reyno de Chile; su segunda versión ahora en la “reedición” de la asonada popular
en el 2019 que vuelve a atormentar al discurso del orden y, en especial a sus intelectuales.

Los intelectuales del orden se distinguen entre sí. No todos dicen lo mismo, pero en coyunturas
precisas como ésta, suelen homogeneizarse planteando, en general, un solo asunto: la “defensa del
orden”. Desde la reducción del problema a un asunto de “generaciones” (Peña) pasando por
denunciar la violencia presente en “otros” y jamás del propio sistema que ha sido impugnado
(Brunner), hasta quien, a pesar de su crítica a la actual Constitución, recientemente ha planteado
una lectura de Marx que lo instala como fuerza frenante frente a una supuesta asonada “anarquista”
que asola al país (Cristi) o, por último, aquél que llama a los chilenos a defender los “incuestionables”
éxitos del modelo (Navia). Todos estos intelectuales plantean un solo mensaje: la “defensa del
orden” frente a ese “otro” violento que justifica aplicar violencia llamada “legítima” (el “monopolio
de la violencia” –le llaman) y que gran parte de esta intelectualidad no ha dejado de reivindicar: ¿se
habrá encaminado todo esto más allá de los argumentos esgrimidos alguna vez por Ginés de
Sepúlveda acerca del concepto de la “guerra justa”? Lo dudo. ¿Qué orden defiende dicha
intelectualidad, en esta jerarquía entre los que saben y los que no saben? Ante todo, en Chile, el
orden portaliano que concebía un presidencialismo fuerte frente a un pueblo informe exento de
verdaderas virtudes republicanas. La guerra será legítima, la violencia policial será justa, por tanto.
Si se quiere “necesaria”.

Ahora bien, ¿a qué precio tiene lugar dicha “defensa del orden”? Al precio de obturar toda crítica a
su propio lugar de enunciación. Y no es que tengan “mala voluntad”: es que la estructura objetiva
de dominación les impide cuestionar el lugar de “saber” desde el que supuestamente hablan, no
pueden ver lo que la multitud ve. A pesar de tener conceptos teóricos que supuestamente les
permitirían ver mejor y con mayor agudeza (la sociología, el derecho, la economía para decir tres
saberes hegemónicos en el Chile actual), no pueden ver lo que, sin embargo, los chicxs que han
perdido sus ojos pueden ver. Los intelectuales del orden no ven porque ven y, en cambio, la multitud
ve precisamente porque, al ser despojada de sus ojos, ha sido privada violentamente de su
posibilidad de ver.
La clave de la reedición del librito de Galende es precisamente ésta: es un dispositivo capaz de
mostrar que lo que ha sido radicalmente destituido en esta sublevación ha sido la episteme
transitológica, esto es, el conjunto de saber-poder que condicionó los contornos epistémicos y
políticos de la transición.

Los “expertos” están desesperados. Van a los matinales, intentan obturar lo que ha saltado en
pedazos, reiteran la sorpresa sobre la sublevación cuando no habría ninguna razón para hacerlo.
Mal que mal, habríamos sido el “modelo” de la región: ¿qué mala fe podría hacer que alguien
quisiera sublevarse frente a este tan hermoso y paradisíaco orden?

Pues bien, una falla: en la generación, o en la introducción de un “otro” que conspira y que sólo la
brutalidad lexical del Presidente pudo denominar tan bien: “enemigo poderoso”. En este sentido,
todos estos intelectuales, sean afines a la derecha o a la ex Concertación, están con el Presidente y
su agenda de seguridad. Cerraron filas y seguirán haciéndolo para erigir un muro cognitivo en el que
la crítica sólo sea posible para defender el orden y desde el “privilegiado” e ilusorio lugar del saber.
Porque ellos no creen en el pueblo. No creen que el pueblo pueda pensar por sí mismo porque el
pensamiento no es privativo de algunos sino potencia de los cualquiera que en cualquier momento
puede asaltar la elegancia de sus palacios exigiendo una Asamblea Constituyente.

La reedición del libro de Galende nos muestra una reedición decisiva: la destitución de 2011 ha
terminado en 2019. El lugar del saber ha sido impugnado y la grieta abierta no podrá suturarse otra
vez mientras no se entienda que ninguna “explicación” sirve, porque precisamente ha sido el
régimen de la explicación el que ha sido destituido. El pastor con su saber explica a las ovejas las
bondades del paraíso y los peligros del infierno.

Pero cuando las ovejas dejan de serlo, el pastor se muestra como lo que siempre fue: un cazador: al
sumirse a-críticamente a la agenda de seguridad e insistir en el “detrás” que supuestamente estaría
manipulando a la revuelta chilena, sin contar con la pequeña posibilidad de que no se trate de
alguien que esté “detrás” manipulando esa supuesta masa informe, sino de la intensificación de la
propia potencia del pueblo, los intelectuales de orden –en armonía con las políticas de seguridad
aplicadas por el conjunto de la oligarquía- han desplegado una cacería policial sobre el pensamiento
intentando inocular miedo y construir un “enemigo poderoso” para que el pueblo retroceda y vuelva
a sus casas a escuchar el mensaje: “la AFP me explicó y yo entendí”.

Así, entonces: ¿de qué violencia hablamos cuando hablamos de violencia? La primera y más
fundamental violencia que la obra de Rancière se encarga de problematizar y que nuestra revuelta
destituyó, ha sido la de ese pastor “transitológico” situado en su pretendido lugar de saber que cree
que porque sabe (es decir, porque cree saber lo que el pueblo no sabe) puede articular una
democracia cupular consensuada entre expertos. Sin esa posición, no puede ejercer de pastor: el 18
de Octubre fue la ráfaga que, por un momento, suspendió el ensamble pastoral chileno.

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