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Michel Henry
Traducción
Sebastián Montiel
Copyright© Les Belles Lemes - collection "Encre Marine", 2009 (extract from Romam)
ISBN13: 978-84-942195-1-1
Depósito legal: CO-1210-2014
www.nuevoinicio.es
Impreso en España
I
- ¿Desde cuándo se le han metido en la cabeza semejantes
pamplinas?
Por detrás del escritorio del médico jefe la cristalera deja ver el
parque. De la alta hilera de álamos que limita el césped se des-
prende una hoja y cae lentamente, girando sobre sí misma hasta
posarse en la hierba sin ruido . Los árboles se estremecen, cae
otra hoja, el viento del sur las arrancará todas. Y después volverá
la primavera, dorará las ramas, las yemas brotarán y todo vol-
verá a empezar. La naturaleza es eterna, pero yo lo sé y soy más
viejo que ella. Me invade una alegría sin límite.
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Levanta la mirada:
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-No.
Se retrepa en su sillón.
Estalla en carcajadas:
Finjo asombro:
- ¿Un farsante?
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Michel Henry
-¡Dios!
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¿Me las había arreglado para olvidar sus enredos por esta vez?
Soñaba que caminaba a lo largo de una albufera a la que sólo
una franja de arena separaba del mar. U na senda la cortaba en
dos partes. Me tendí allí sobre aquel dique y, con la cara a ras de
agua, contemplé sin cansarme el espejo cambiante del cielo. Los
reflejos anaranjados de las nubes se deslizaban por la superficie
perfectamente lisa antes de desaparecer, más allá de la costa, ha-
cia el mar. De repente - ¿había caído el viento? - modificaron
su curso, se reunieron en el centro de la albufera, se deformaron,
cambiaron sus contornos deshilachados por un trazado riguroso
y, como en un rompecabezas, un montón de cuadraditos ocre,
malva o púrpura, superponiéndose, ajustándose, equilibrándose,
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- ¡Silencio!
-¿Qué?
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- ¡Ven a verlo!
-Mira.
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- ... la que tiene la cabeza echada hacia atrás, con los cabe-
llos tocando el suelo, apoyada en una mano y con la otra en el
vientre, es Florence, se está masturbando!
Como yo seguía bien que mal mi camino por entre las cajas
dispuestas desordenadamente y las tablas amontonadas, topán-
dome a veces con obstáculos invisibles en el suelo mismo, Char-
les, que estaba familiarizado con aquellos lugares, me alcanzó
sin dificultad.
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-Mi madre .. .
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-José ...
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-¡Madre!
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- Estoy aquí.
Nos pusimos a reír los dos sin poder parar. Nos hizo falta
mucho tiempo para darnos cuenta de que estábamos tiritando,
de que la salida del domingo se había terminado desde la víspera
y de que nuestro sanatorio estaba lejos. Nos iban a preguntar,
con esa manera particular que tienen de plantear sus cuestiones
los que se arrogan como tarea aquí abajo la vigilancia de sus
semejantes, qué habíamos estado haciendo toda aquella noche.
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Al día siguiente, una vez aseado, fui a ver a Vania. Dos desco-
nocidos ocupaban la habitación. A pesar de estar seguro de no
haberme equivocado, llamé a las habitaciones vecinas con gran
insistencia, pregunté a las enfermeras, exigí explicaciones, alcé
la voz. Joseph hizo aparición, me llevaron a mi cama sin con-
templaciones, obligándome a acostarme y a tomarme una pasti-
lla. Cuando un poco más tarde, haciendo alarde de la mayor de
las calmas, solicité educadamente alguna información, supe que
de hecho Vania había sido trasladado con vistas a una nueva
serie de tratamientos, pero a pesar de mis súplicas no pude saber
adónde ni por cuánto tiempo. Una vez más me aconsejaban
conservar la sangre fría, en un tono que yo aprendí a obedecer.
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- Vania, lo llamé con dulzura, Vania ... soy yo, José. Nos
encontramos un domingo de invierno. ¡Acuérdate, Vania! Ha-
bíamos jurado no separarnos nunca.
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- ,, exhal o,, ·J
J ose., ,,
1 ose.
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co, es decir, aquella profunda energía sin emplear que hacía que
nos levantáramos a cualquier hora y vagáramos sin fin por los
pasillos, como fantasmas.
- Pero, mire usted, eso no cambia mucho las cosas. Sigo des-
plazándome, sobre todo en la oscuridad. Me dirigió una sonrisa
y se marchó cojeando.
¿Fue esa noche o fue otra la que había venido Charles a bus-
carme para asistir al supuesto jaleo de las chicas en sus balcones?
Poca gente es capaz de no hacer nada. Si hubiéramos elegido a
algunos de aquellos profesores eminentes y médicos forrados de
títulos que cuidaban de nosotros y, liberándolos de las impor-
tantes y abrumadoras funciones que realizaban y que los hacían
llegar inevitablemente tarde a las veladas mundanas con las que
clausuraban sus prolongadas jornadas, los hubiéramos arrojado
a algunos de aquellos camastros donde esperaban hastiados sus
pacientes de razón tambaleante, a mí me gustaría saber al cabo
de cuánto tiempo se habrían puesto ellos también a delirar, ase-
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- ¿Qué dicen?
- Me llamo Joannes.
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-Vamos.
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- ¿Y por qué?
- Porque es inconveniente.
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- ¿Entonces?
Sandra se contuvo.
- Hacía pipí.
-¿Cómo?
- ¿Cómo Nietzsche?
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- Sois unos cobardes, sí, tenéis miedo. Por eso formáis todo
este alboroto, para no escuchar, para ahogar mis palabras en este
escándalo de gente sin personalidad.
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- Lo escucho.
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-¿Qué?
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- Lo dijo Jonathan.
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Las cosas iban bien sólo cuando salíamos los domingos. Jo-
nathan volvía a ser él mismo. ¿De dónde sacaba las fuerzas? Ca-
minaba a grandes zancadas balanceando el torso, reía y cantaba.
Decía montones de cosas que nos esforzábamos en guardar en
nuestra memoria. Nos aconsejaba desconfiar de los títulos y de
la gente que los tiene. Saben aún menos que los demás. Para
arreglar las cosas hacía falta que nos ayudáramos todos. Había-
mos hecho una caja común. Cuando por casualidad cogíamos
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des, tengo miedo de que una ráfaga me lance por encima de los
tejados. ¡Soy tan ligera!
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- ¿Aquí mismo?
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-Jonathan ...
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- ¡Mi tío! ¡Queréis matar a mi tío! ¡No sabéis que mi tío vive
en los charcos! Vais a aplastarlo, vais a romperle la cabeza con
vuestras botas de soldado!
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la inversa todos los actos que había realizado a partir de ese mo-
mento, a fin de descubrir, al repetirlo, lo malo que la había con-
ducido hasta el callejón sin salida en que se encontraba ahora.
Quería volver a ponerse la camisa que llevaba el día que entró
al hospital. ¿Qué pude inventar con esto encima? Recomienza
entonces por el dédalo de pasillos los múltiples recorridos que
cree haber hecho, siempre al revés, es decir, de espaldas, y así es
como cae siempre y se hiere hasta el punto de que se plantean
ahora encerrarla en el pabellón especial. Un día le dijo a Wan-
da: ¡Cómo me voy a acordar de todo lo que he hecho, es un
rompecabezas! Pero una cosa es segura, lo que me ha extraviado
venía de mí, soy yo quien lo ha concebido en mi corazón y en
mi espíritu. Sólo lo que procede del espíritu es malo, mientras
que lo que viene de mi cuerpo, lo que viene de mi madre y ha
sido alimentado con la leche de mi madre, es bueno y santo.
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- ¿Y mi hermana muerta?
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- ¡Lucile!
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Pasé.
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Asentí cortésmente .
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- ¡Excelencia! ¡Excelencia!
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- Esperadme allí.
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- ¡Lucile!
- Una cruz, decía, flota sobre las cabezas de los que van
a morir durante el año, se la puede observar a ciertas horas;
cuando los rayos de sol se vuelven horizontales, la iluminan un
instante, se la ve brillar. Antes de que me trajeran a este hospi-
tal, yo vivía en una casa de reposo, no en un sanatorio de locos
como éste, en un simple establecimiento de convalecencia. Por
la noche, me quedaba bajo el umbral de la entrada, discernía
el signo encima de algunos de los transeúntes, los llamaba para
anunciarles su próximo fallecimiento. La gente dejó de pasar
por allí. No obstante, una noche, pasó el hijo del panadero, le
avisé, murió; también pasó el notario, y la mujer del médico,
murieron. Los habitantes del pueblo me acusaron de brujería,
con la ayuda del médico y del guardia forestal me hicieron in-
ternar.
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- ¡Mírame tú!, exclamó con una voz casi terrible, ¿tengo una
cruz o no la tengo?
Adelanté la cabeza:
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Sin oírlas, Solange me pasaba los dedos por los ojos y los
labios, se arrastró para estar más cerca y se pegó totalmente a
mí. Aplastado contra el mío, su cuerpo se fue irguiendo poco a
poco como si lo atravesara una nueva fuerza, levantó la frente,
su mirada perdida se concentró en la mía, abrió la boca, sin
estar segura de lo que iba a decir, y después le fueron afluyendo
las ideas, a ella que no llegaba nunca al final de una frase, que,
a decir de Catalde, se perdía por el camino cuando escribía una
carta, sin saber ni de qué se trataba ni a quién la dirigía. Solan-
ge, pues, diluida en su noche y a la que llamaban "la crepuscu-
lar", se puso a hablar abundantemente y, en primer lugar, de
ella misma, con una coherencia y una lucidez que asombraban
a mis amigos. Yo sabía que, abandonada por su novio la víspera
de la boda, había entrado en una depresión a la que pusieron fin
buscándole otro, rico y distinguido como ella, con quien se casó
y que le dio tres hijos.
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- No es mi hermana.
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-¡Mira!
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Me miró de reojo.
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-¿Dónde?
- ¿Y qué comeremos?
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Parecieron desconcertados.
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- ¿La señal?
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- ¿Qué alegrías?
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Detrás de las cosas está el poder que las produce. Cada hom-
bre esconde, en lo más profundo de sí mismo, una fuente secre-
ta. Yo estaba descendiendo lentamente la escalera de peldaños
relucientes que conduce hasta ella. Sumergido en el agua pura
de la fuerza y llevado por ella, abriendo los brazos y estirándome
en toda mi envergadura, fui uno solo con ella, fluía a mi través,
corría a lo largo de las líneas de mi cuerpo, llenando todo mi ser
de su estrépito torrencial. Mis manos y mis rodillas temblaban,
mis dientes castañeteaban, mis cabellos se erizaban, mis ojos se
abrían. Me rodeó un torbellino de temor, que hizo recular a los
que se apretaban a mi alrededor. Percibí de nuevo sus rostros
enloquecidos, con la mirada vuelta hacia el sendero que, día tras
día, habíamos hollado al venir aquí. Vestida con un camisón
blanco que cubría sus pies descalzos, avanzaba con precaución
hacia nosotros una muchacha muy joven. Se acercaba paso a
paso, una pierna tras otra, desgarrando los bajos de su vesti-
do, inexorablemente, como quien ha descubierto el movimien-
to y la embriaguez de vivir. Sólo hicieron ademán de ayudarle
cuando, al entrar en nuestro pequeño círculo, pasó delante de
ellos, dirigiéndose hacia mí. Marcelline recorrió un metro más,
y luego otro, antes de caer de rodillas y deshacerse en lágrimas
abrazada a mí.
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Por las tardes, principalmente, una vez que las chicas habían
venido a reunirse con nosotros delante del portón que daba al
parque, se daba un espectáculo singular, por no decir increíble.
Se oían gritos y exclamaciones de alegría allí donde, hacía algún
tiempo, reinaban el mutismo y el abatimiento. Aquellos que se
ocultaban tras su espantosa soledad, aquellos cuyas miradas se
evitaban, aquellos que daban bruscamente media vuelta en el
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Era importante , por tanto , que todos estuvieran allí, con sólo
una excepción, desgraciadamente, y yo atraería la atención de
todos sobre ese delicado asunto:
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Mi visión de las cosas había sido justa . Para reunir a las perso-
nas hay que proponerles una meta, una acción inusual capaz de
absorber las energías que no usan y, antes de eso, despertarlas.
Nuestra idea suscitó un extraordinario entusiasmo. Sólo se ha-
blaba del asunto. Era imposible recorrer un pasillo, penetrar en
una habitación o incluso pasearse por el jardín sin oír hablar de
menús, de manjares increíbles, de magníficas cosechas y hasta
de champán. Rostros paralizados por el estupor se animaban
bruscamente, les brillaban los ojos, los labios volvían a animar-
se. Algunos enfermos fueron a ponerse a la mesa sin esperar, ne-
gándose obstinadamente a abandonarla , como si el prodigioso
festín prometido para un futuro todavía lejano estuviera ya allí.
Los más despiertos discutían sobre la mejor forma de cocinar un
pato, el personal sanitario también intervenía, se olvidaban las
tareas habituales, una especie de barahúnda continua llenaba el
establecimiento . Solange miraba con desprecio las recetas que
circulaban, se acordaba de pronto de entremeses prestigiosos
que ella reservaba en otro tiempo para sus invitados y se decla-
raba dispuesta a confeccionarlos para nosotros. Florence baila-
ba la samba prometiéndonos unas fantásticas trufas al güisqui.
Bombardeaba con sus demandas a todos los que encontraba: le
hacían falta litros y litros de nata fresca, kilos de chocolate, de
cualquier marca. Marthe, por su parte, preconizaba el alimen-
to completo. Se refería a ciertas declaraciones de Catalde. Los
enfermos se reían de que ella lo propusiera como autoridad .
Resultó que un inmenso saber, el del conjunto de las posibles
preparaciones del conjunto de los alimentos posibles, habitaba
entre nuestros desolados muros .
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último día, una mujer vieja y cansada, con la frente cubierta por
un velo, se arrastró hasta nosotros ayudándose de un bastón.
Lentamente, con dificultad, mientras nosotros nos preguntá-
bamos qué pensaría hacer, puso una rodilla en tierra y después
la otra. Sacando de un capazo informe un panecillo cubierto
de semillas de adormidera, nos rogó que perdonáramos lamo-
destia de su don y que no lo desecháramos. Como nosotros, a
nuestra vez, también nos habíamos puesto de rodillas, ella nos
dio su bendición para que llegáramos a ser felices - como su
hijo, muerto a los veinte años. Pero lo que nos impresionó o, al
menos, lo que más nos sorprendió fue reconocer entre el flujo
de los que deseaban manifestarnos su simpatía a la mayoría de
los auxiliares del hospital, de los enfermeros, de los vigilantes y,
entre ellos, a Célestine, sonriente, cargando con un cuenco de
mousse de chocolate.
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Guardé silencio.
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- Algunas de esas flores, dijo, nos las han dado, otras las
hemos comprado con el siinero que hemos recibido.
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Me levanté y les hice gestos para que entraran. Pero, bien por-
que no comprendieran o bien porque su timidez los retuviera ,
no se movían. Barjone, Archag, Vania y los demás, también las
mujeres , fueron a su encuentro. Tornándolos del brazo, ani-
mando a los que dudaban , los traían con dulzura. Aquella tropa
patituerta se puso en marcha. Algunos arrastraban un pie tras
otro sin despegarlos del suelo, a la manera de los hemipléjicos,
otros se contoneaban y cojeaban como patos. Y se adivinaba
que aquellas incapacidades demasiado aparentes no eran nada
comparadas con las que solamente ellos conocían, y que disi-
mulaban con las pocas fuerzas que les quedaban.
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Pero resulta que ese velo y ese pudor últimos cayeron tam-
bién. Mientras se iban acercando al ritmo de sus cuerpos débi-
les, leí en todos aquellos rostros vueltos hacía mí una angustia
inefable, una súplica muda, casi insufrible y, no obstante, tan
insistente que yo no separaba ya mi mirada de las suyas. Perci-
bía, a través del espejo de su locura, el fondo de su ser. Sabía que
no llegaban allí para comer o para beber o para distraerse, para
ninguno de los placeres que se dicen terrenales, lo habían olvi-
dado todo y lo habían perdido todo y, en la vertiginosa noche
por la que se deslizaban a toda velocidad, buscando en vano un
punto fijo al que aferrarse, sólo pedían una cosa, me la pedían
con las manos unidas y las rodillas temblorosas, con la frente
húmeda y aspecto despavorido, ¡me pedían que los salvara!
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Me dirigí a todos:
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Lucile alargó el brazo, apartó las hojas que recubrían una pe-
queña planta rosa y malva y cortó una ramita. La pasaba bajo
su nariz aspirando con precaución, y era como si el pasado le
hiciera cosquillas.
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Hay seres para los cuales hubiera sido mejor no haber naci-
do. Me lo decía a mí mismo a veces pensando en Germain y
para intentar excusarlo: cómo sufrió viéndose entre locos, qué
vergüenza debió experimentar ante la idea de ser como ellos.
Esa idea le dio la fuerza necesaria para escapar del mundo de la
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Han pasado meses. ¿O quizás años? Era primavera, ahora es
otoño. Pero ¿cuántos veranos han separado las dos estaciones?,
¿cuánto tiempo ha durado la noche? Yo era como un submari-
nista que ha descendido a aguas demasiado profundas, la oscu-
ridad a su alrededor es total, el aire le llega a faltar en los pul-
mones, tiene que regresar a la superficie, pero ¿dónde es arriba
y dónde abajo?, ¿en qué dirección nadar? Cada brazada puede
sumergirlo un poco más. ¡Oh, qué terrible debe ser ese instante
para quien sabe que la salvación está cerca y la muerte también,
y que cada esfuerzo, cada gesto, lo precipita al interior de las
negras fauces abiertas de par en par para engullirlo! ¡Oh, quién
podrá expresar la angustia del submarinista!
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Las auxiliares eran más locuaces. Dos de ellas que venían jun-
tas y me ayudaban por la mañana a asearme, me mostraban
simpatía. Bromeaban y me traían a menudo algún suplemento
para el desayuno. Una mañana las encontré particularmente jo-
viales.
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gullían las pobres certezas del otro y lo que parecía una razón
para vivir. Así, las palabras no serían, a partir de ahora, entre
nosotros más que una especie de compromiso, las manifesta-
ciones últimas de una cortesía con la que habíamos convenido
en cubrir como un velo el abismo sin luz y sin fondo que nos
separaba para siempre.
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nos nunca. ¡Ay! ¿En qué te ocupas hoy, a qué camino desierto
te has arrojado en vano persiguiendo mi sombra? Como a Jo-
nathan , me han arrancado de mis hermanos. ¡Lo mismo que
los trozos de un cuerpo descuartizado, nuestros miembros están
desperdigados por los cuatro rincones de la tierra!
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Una noche, mis ojos se abrieron sobre un mar que nunca ha-
bían visto. Desplegaba lentamente unas olas grises cuyas crestas
estaban señaladas con una pincelada dorada. A los lejos, sobre
el horizonte más claro, se recortaba la forma graciosa de una
barca cuya vela blanca hinchada por el viento la impulsaba ha-
cia mí. Sobre su puente, acodada a la borda, una mujer joven
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son menos que los hombres, no lloran porque sean débiles, sino
porque perciben más. Y todos los dolores cuya marca inscribía
el mundo inexorablemente en cada punto de mi cuerpo habían
desaparecido como por encanto. Tu presencia era tan benefac-
tora que hasta los más necios lo notaban y venían a ti. Lo que
se descubría al mirarte no era el ser más adorable que hubiera
existido jamás, era la potencia misteriosa que te hacía ser lo que
tú eras. Eras como una obra de arte, José, la apariencia de lo que
se da a través de sus formas perfectas, eras la imagen de lo que
creíamos y la certeza de nuestro ser.
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solamente en los ojos de las mujeres, José, esa luz sólo estaba en
mis ojos. ¿No lo sabías? ¡Pero tú mirabas hacia otro lado!
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- ¡Marietta!
- ¡Marietta!
-¿Sí?
Entorné los ojos. Con todas las drogas que durante este sueño
interminable he debido ingurgitar sin poder defenderme, mi
vista está peor que nunca. Veo las cosas a través de un velo, su
contorno se difumina y por mucho que me digo que el mundo,
reducido a algunas impresiones, es un poco menos feo, siento
irritación cuando no puedo reconocer a quien entra en mi ha-
bitación y pretende ocuparse de mí. Y cuando confundo a la
enfermera de la mañana con la de la noche, a una auxiliar con
otra, ellas no parecen alegrarse en absoluto.
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-No.
-¿Cómo?
- ¡Eslo último que hay que hacer! Eso significará más exáme-
nes, palabrería, precisamente todo lo que me horripila y me impide
dormir. Lo que pido es mucho más simple, mucho más natural ...
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- Apóyese en mí.
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- ¿Qué le ocurre?
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No se esperaba mi pregunta.
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-¿Y luego?
- ... electricidad.
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Protesté vagamente .
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- ¿Y bien?
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si hoy estás mucho mejor que ayer, esto está curado del todo!"
nos hacían reír a los dos. Y si tú no estabas, yo sabía que alguien
velaba, calculaba, disponía todo para dulcificar mi tormento.
¿Acaso se forman los hombres una imagen embellecida de la
mujer que los deja porque la soledad es tan difícil? Es verdad,
me gustaba tu lenguaje simple, y aunque hayas pasado a mi lado
sin verme y sin saber quién era yo, yo reservaré para ti, porque
tú eras buena, Marietta, un sitio en mi reino.
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