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EL HIJO DEL REY

Michel Henry

Traducción
Sebastián Montiel

Editorial Nuevo Inicio


Granada 2014
Título original: Lefils du roi

Copyright© Les Belles Lemes - collection "Encre Marine", 2009 (extract from Romam)

Copyright edición en español© 2014 Editorial Nuevo Inicio S. L.

Traducción del francés por S. Montiel

Derechos de propiedad exclusivos de la traducción y de la edición


en español reservados para todo el mundo

Diseño de la portada: Armando Bernabéu


Maquetación: TADIGRA
Impresión: Luque S. L.

La edición de esta obra ha sido financiada por


la Fundación Nuevo Inicio, a la que agradecemos
extraordinariamente su colaboración

ISBN13: 978-84-942195-1-1
Depósito legal: CO-1210-2014

Editorial Nuevo Inicio S. L.


Pza. Alonso Cano sin
18001 Granada, España
Tlf: 00 34 958 216 246

www.nuevoinicio.es

Impreso en España
I
- ¿Desde cuándo se le han metido en la cabeza semejantes
pamplinas?

Se ha erguido y me examina con atención. Desde los codos


doblados la bata blanca forma un cono inmenso, que envuelve
a una silueta de antiguo jugador de rugby. En el vértice hay un
bosque de pelo enmarañado; entre la cabellera y la barba, un
cuadrado de carne rubicunda y la salud de una voz cantarina,
nada hostil.

- Bueno, José, ¿no dice usted nada? Reflexione, hombre,


lo que me cuenta es algo insensato, ¡no tiene sentido! Pretende
usted ser el hijo de un rey, pero usted fue al colegio y sabe tan
bien como yo que hace muchísimo tiempo que le cortaron el
cuello al último retoño de ese linaje. ¿Cómo explica usted eso?
¿Usted no es Matusalén? ¿Verdad?

Por detrás del escritorio del médico jefe la cristalera deja ver el
parque. De la alta hilera de álamos que limita el césped se des-
prende una hoja y cae lentamente, girando sobre sí misma hasta
posarse en la hierba sin ruido . Los árboles se estremecen, cae
otra hoja, el viento del sur las arrancará todas. Y después volverá
la primavera, dorará las ramas, las yemas brotarán y todo vol-
verá a empezar. La naturaleza es eterna, pero yo lo sé y soy más
viejo que ella. Me invade una alegría sin límite.

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El hijo del rey

- Dígame entonces, José, ¿me ha escuchado? ¿Quiere usted


responderme?

- El tiempo, digo yo, no tiene nada que ver con el asunto.

- ¿El tiempo no tiene nada que ver? ¡Esto es el colmo! ¡No


tiene usted treinta años y va a ser el hijo de un hombre muerto
hace dos siglos!

Apoyándose en sus puños voluminosos, el coloso se levanta


lentamente, alarga una mano por encima de la mesa y me agarra
de lo alto del brazo. Su cara está contra la mía, noto su aliento,
tiene una verruga en la aleta de la nariz, le salen pelos de las ore-
jas, los poros de su epidermis están dilatados y los veo como a
través de una lupa. Me pregunto cómo Sandra puede acostarse
con él. ¿Cómo una mujer puede acostarse con un hombre así,
acercarse, además, a un ser peludo y grasiento, con la piel blan-
quecina y al que su glotonería infantil convierte en un barrigón
desde que vuelve del servicio militar?

- Así pues, tras la muerte de su padre, su madre lo llevó a


usted en su vientre durante todo el transcurso de la era indus-
trial y vio pasar sobre la tierra tres o cuatro generaciones antes
de depositarlo a usted con mucho cuidado ante la puerta de un
orfanato de la Beneficencia Pública. Aquí entre nosotros, los
reyes raramente salen de la Beneficencia Pública.

Su respiración se ha hecho ruidosa, sus uñas se hunden en mi


hombro y por poco no grito.

- Escúcheme, José, no vaya usted ahora a escurrirse fingien-


do como de costumbre que me ha escuchado o me ha entendi-
do mal. Es inútil volver la cabeza, míreme a los ojos: ¿Puede un
hombre nacer varios siglos después de la muerte de su padre?
Eso es absurdo. ¿Sí o no?

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MichelHenry

Me irrita con sus preguntas.

- Es incomprensible, digo yo. ¿Acaso lo comprende usted


mejor que yo?

Se pregunta si me burlo de él. ¡Sí, me río de ti, Totor! Sólo


que no es necesario que tú lo sepas, al menos con certeza. Desde
mi interior retengo cada uno de los músculos de mi rostro, ni
una sola fibra se estremece, ni un solo hoyuelo se forma, ni una
sola arruga, y sé, sin verme, que permanezco impasible.

Se inclina hacia delante, su barba roza mi mejilla, su aliento


me arroja todos los microbios del hospital a la cara, su mirada
me taladra a quemarropa. Entre las aberturas de mis párpados
se introduce un rayo que penetra en la caja óptica de mi cráneo
para escudriñar todos los rincones de sombra - ¡sin embargo,
Totor, nunca sabrás lo que pienso! Extraña dimensión la del
mundo espiritual: puedes estar echado contra mí, tan cerca que
casi me tocas, y a la vez tan lejos que te estoy haciendo la puñeta
sin que puedas tener la menor prueba, a pesar de todas tus pro-
betas y de tus supermicroscopios.

La presión de las manos sobre mí se distiende, retrocede, se


sienta, palpa el dossier abierto ante él.

- Este tipo de accidente se da con frecuencia tras un debi-


litamiento general del organismo, aparece tras una grave enfer-
medad, una operación ... importante. No veo nada de eso en su
caso. Puede tratarse también de un traumatismo psicológico ...

Levanta la mirada:

- ¿No ha tenido usted ningún disgusto recientemente, con-


cerniente a su vida privada: algún problema afectivo ... sexual,
social, qué sé yo?

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El hijo del rey

-No.

- Vamos, esto no es nada grave, y se podría arreglar rápida-


mente, con sólo un poco de buena voluntad.

Se retrepa en su sillón.

- Mire usted, todo el mundo se cuenta bonitas historias sobre


sí mismo, es lo que mi colega Catalde llama "la historia continua-
da". En la mayoría de la gente, en los que se dicen normales, esos
sueños permanecen enterrados en la conciencia del sujeto, que se
cuida de no confesarlos, por miedo a que se burlen de él. Pero esa
reducción de nuestras aspiraciones infantiles a lo maravilloso y a
lo extraordinario, con su cortejo de realizaciones imaginarias y de
ilusiones, requiere un duro esfuerzo. Cuando el individuo ya no
es capaz de hacerlo, da curso libre al flujo de sus hazañas quiméri-
cas, y ese delirio asertivo, como lo llamamos nosotros, tiende a ha-
cerse permanente. Es lo que observamos en los sujetos débiles ...

Estalla en carcajadas:

- Es imposible clasificarlo a usted en esa categoría. ¡Su co-


ciente intelectual es el más alto del hospital, incluyendo a los
médicos! No le voy a ocultar nada. Algunos de mis colegas ba-
rajan la hipótesis de que sea usted un farsante.

Finjo asombro:

- ¿Un farsante?

- Alguno aparece de vez en cuando. Son perezosos que se


encuentran bien aquí, porque, al fin y al cabo, tienen aloja-
miento y comida gratis. O también gente que quiere esconder-
se. ¡No ponemos ninguna objeción a su permanencia una vez
que la farsa misma se diagnostica como una enfermedad!

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Michel Henry

- Estaría más tranquilo , le digo, si yo fuera un hombre como


los demás . Todo sería más simple y la vida más fácil.

- ¿Por qué sigue usted creyéndose el hijo de un rey? ¿No le


basta el argumento que le he dado? No me ha respondido nada,
¿no es así?

- Suponiendo que el rey haya muerto, quizás haya dejado


descendientes.

- ¿Conoce usted a alguno?

- Son desconocidos. Se ocultan ... para que no los maten


también. Usted mismo ha dicho que aquí hay personas que se
esconden.

-¡Dios!

Da una palmada sobre el borde de la mesa, se levantan las ho-


jas del dossier y sueltan una polvareda que se eleva lentamente
interponiéndose entre nuestras miradas de asombro. Las dimi-
nutas partículas danzan a contraluz anee los álamos dorados,
entran en la luz del parque y son como globos minúsculos y
resplandecientes, estrellas placeadas de Navidad, que centellean
un instante, giran y vuelven a bajar, anees de desaparecer de
pronto, engullidas en el remolino cósmico de una catástrofe im-
previsible: T otor acaba de estornudar, resopla como una foca.

- ¡Ya está bien, José! Siga con su fabulación infantil si eso le


divierte, pero se lo advierto, no saldrá usted de aquí sin haber
renunciado a sus tonterías.

Me mira otra vez, se calma, vuelve a adoptar su aspecto pater-


nal de gigante bueno.

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El hijodel rey

- Hay algo que no acierto a entender. ¿Cómo no ve usted


con más claridad lo que le interesa? Deje todo eso a un lado,
olvide ... su supuesta ascendencia. No vaya a enmohecerse aquí
durante años. Le espera a usted una existencia muy interesante.
Podría hacer un montón de cosas, no sé, ser profesor ...

Se levanta, me hinca los dedos, los árboles se agitan, una últi-


ma hoja se arrellana en el aire azul.

Le tengo horror a esas entrevistas, como ellos las llaman. Me


exasperan con sus preguntas estúpidas: "¿Cuándo nació usted?",
etc. - ¡como si uno pudiera saberlo, como si alguien se hubiera
dado cuenta alguna vez de que estaba naciendo! ¿No sería ne-
cesario para ello que ya existiera, que ya hubiera nacido? Vaya,
eso es lo que debería haberle respondido a T otar para cerrarle el
pico, pero siempre se me ocurren las cosas demasiado tarde, mi
falta de reflejos me entristece, me pongo nervioso, estoy furioso
con ellos y conmigo y, al final, no puedo dormirme.

¿Me las había arreglado para olvidar sus enredos por esta vez?
Soñaba que caminaba a lo largo de una albufera a la que sólo
una franja de arena separaba del mar. U na senda la cortaba en
dos partes. Me tendí allí sobre aquel dique y, con la cara a ras de
agua, contemplé sin cansarme el espejo cambiante del cielo. Los
reflejos anaranjados de las nubes se deslizaban por la superficie
perfectamente lisa antes de desaparecer, más allá de la costa, ha-
cia el mar. De repente - ¿había caído el viento? - modificaron
su curso, se reunieron en el centro de la albufera, se deformaron,
cambiaron sus contornos deshilachados por un trazado riguroso
y, como en un rompecabezas, un montón de cuadraditos ocre,
malva o púrpura, superponiéndose, ajustándose, equilibrándose,

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Michel Henry

constituyeron de pronto la fachada monumental de un palacio


sublime. Las altas murallas ceñidas por cuatro torres y perforadas
por tres grandes puertas resplandecían como una piedra de jaspe
cristalino. Era tan luminosa la aparición, tan fulgurante el brillo
de los colores con los que la visión alimentaba su carne, que pa-
recía que ya no hubiera ni sol ni luna, sino que ella se iluminaba
por sí misma dispersando a su alrededor, a través del mar, ahora
transparente como si hubiera caído en él un astro ardiente, y
sobre el azul incendiado que se desplegaba por encima de sus to-
rres, la irradiación de una aureola de santidad. El portón del cen-
tro se abrió y apareció un caballero tan blanco como su montura.
Bajando a galope la gran escalinata, hombre y animal entraron
en el agua, la espuma salpicaba el pecho palpitante del caballo
y rozaba los pies del caballero que galopaba derecho hacia mí.
Llegado a la orilla, saltó a tierra, se quitó el sombrero blanco con
un gesto amplio de saludo y me presentó su rostro: era yo.

Me desperté sobresaltado: estaban tocando suavemente a mi


puerta, como tras un momento de duda. Antes de que tuviera
tiempo de responder, apareció en el umbral un joven, titubean-
te; llevaba el mismo pijama que yo, el de los enfermos.

- ¿Te molesto? ¿No me reconoces? Soy Charles, estaba a


tu lado ayer en el refectorio cuando me obligaron a comer, ¿te
acuerdas?

Él era entonces el que, fuera de sí, se había levantado furioso


en mitad del almuerzo, después de que la vigilante se le hubiera
acercado por dos veces para convencerlo, amablemente al prin-
cipio, de que se tomara su comida.

- Nunca me jalaré esas judías, había aullado dando puñeta-


zos en la mesa y volcando los vasos, cuyo contenido se extendía
en regueros rosas por el mantel de papel. ¡Las judías provocan el
cólera, podéis metéroslas por donde os quepan!

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El hijo del rey

Y como Mathilde - era Mathilde aquel día, una joven


valiente, por otra parte - había intentado que se sentara de
nuevo, había cogido el plato y lo había lanzado por encima de
nuestras cabezas haciendo blanco en la gran cristalera. Todavía
puedo oír el estrépito de los vidrios, las risas de los comensales,
siempre encantados de asistir a este género de incidentes, los
gritos de Mathilde y después la voz terrible de J oseph.

- ¡Silencio!

Joseph siempre estaba allí cuando había un problema grave.


Al principio, de espaldas, con su bata blanca, yo lo confundía
con el médico jefe, porque también es alto y grueso; de frente,
tiene sin embargo un aspecto pasablemente más estúpido. Jo-
seph entró, pues, con uno de sus acólitos, fueron directamente
hacia mi vecino, lo cogieron cada uno de un brazo y, mientras
él los insultaba, negándose a moverse, lo sacaron fuera de la sala
con las piernas arrastrando por el serrín.

Sí, ciertamente era él, dejando ir hacia mí a través de la pe-


numbra una mirada dulce, esperando algo que yo no sabía.

- Bien, dije, ¿qué pasa?

- Ven a verlo, las chicas han empezado otra vez.

-¿Qué?

- ¿Cómo? ¿No estás al corriente? ¿Desde cuándo estás aquí?

Yo sabía que tenían lugar ciertos movimientos entre los in-


ternos del sanatorio para oponerse a la separación de sexos. La
protesta tenía por objeto la salida de los domingos, para la que
tenían autorización los menos enfermos, una vez cada dos sema-
nas, hombres y mujeres alternativamente, para que no pudieran

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Michel Henry

reunirse en los hoteles de la ciudad. En el hospital, los dos edifi-


cios que les estaban respectivamente reservados, se encontraban
separados por un patio donde se reunían cada día después de la
siesta bajo la mirada de vigilantes ariscos a los que los guardias
venían a prestar ayuda con el menor pretexto. Todo eso se iba a
acabar, decía Charles, gracias a las chicas, que no temían echar
mano de grandes remedios. •

- ¡Ven a verlo!

Yo dudaba. Está prohibido transitar de noche por los pasillos.


Mis relaciones con los médicos - con la excepción de Catalde
- no eran muy buenas y no tenía ganas de empeorarlas. Un
pensamiento me ayudó, no obstante, a decidirme. Creía que
había llegado el momento de comenzar mi acción en pro de los
otros enfermos y me era indispensable saber algo más de lo que
pasaba en aquel lugar. La ocasión era buena. Acepté seguir a mi
imprevisto visitante.

Me sorprendió su agilidad. Con las zapatillas en la mano, co-


rría silenciosamente hasta un extremo del pasillo, se aseguraba
de que el siguiente espacio estaba libre, me hacía una seña y
volvía a salir zumbando. Llegó a una escalera de servicio, subió
dos pisos de un tirón, abrió un armario empotrado, sacó una
banqueta, la colocó bajo una trampilla que descorrió y entra-
mos en un desván. Deslizándonos entre toda clase de objetos
insólitos, llegamos cerca de una claraboya que iluminaba vaga-
mente aquella leonera. Daba al patio.

-Mira.

Parcialmente oculta por el ramaje de los grandes almecinos


que proyectaban sobre ella sus aureolas sombrías, la ingrata fa-
chada disimulaba en la penumbra su fealdad de mil novecientos
treinta.

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El hijo del rey

- Míralas, todas desnudas, decía Charles, temblando, mue-


ven el vientre como danzarinas árabes, agitan los pechos. ¡Fíjate
en aquélla, en la última ...

Se esforzaba en guiar mi mirada con el dedo.

- ... la que tiene la cabeza echada hacia atrás, con los cabe-
llos tocando el suelo, apoyada en una mano y con la otra en el
vientre, es Florence, se está masturbando!

Tengo mala vista. Sin embargo, poco a poco me acostumbra-


ba a la oscuridad, distinguía los balcones, con sus barandillas.
Pero por más que abría los ojos como platos, tuve que rendirme
a la evidencia: estaban vacíos.

- No hay nadie, dije dirigiéndome a mi vecino perdido en


su ensoñación y cuyos labios se movían dulcemente.

Me había levantado y, a tientas en la oscuridad, me esforzaba


por volver a la trampilla.

- ¡Espérame, no te vayas! Escucha, es necesario que lo sepas


todo.

Como yo seguía bien que mal mi camino por entre las cajas
dispuestas desordenadamente y las tablas amontonadas, topán-
dome a veces con obstáculos invisibles en el suelo mismo, Char-
les, que estaba familiarizado con aquellos lugares, me alcanzó
sin dificultad.

- ¡Es culpa mía, apuntaba, soy yo el que trama todo esto!


Estoy ligado al sexo de las chicas mediante un imán, las elec-
trizo y se vuelven locas. Adoptan poses lúbricas y se ponen a
hacer montones de cochinadas. Yo soy la fuente de todas las
cochinadas del mundo, cada día invento alguna nueva. Violo a

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Michel Henry

las mujeres a distancia y las dejo embarazadas sin que ni siquie-


ra se den cuenta. ¿Conociste a la asistente social? Un día iba
yo paseando detrás de ella por el parque. Cuando me vio salió
corriendo hasta el laboratorio, se precipitó adentro, cerrando
rápidamente la puerta tras ella. No hizo nada: la deshonré a
través de la ventana. Ya no está aquí, te habrás dado cuenta: ha
debido solicitar la baja por embarazo.

- Hace dos años, me enviaron a una escuela de navegación


a vela, mi madre pensaba que el aire puro me sentaría bien. Allí
ocurrió algo espantoso. Durante una regata, le hice una mancha
enorme en el jersey al monitor. Tuve miedo de que se diera cuen-
ta, me acerqué a él por detrás y, cogiéndolo por los hombros, lo
arrojé al agua por encima de la borda. ¡Por supuesto, era para
lavarlo, para limpiar todo lo que había manchado! ¡Aquellos im-
béciles creyeron que yo había querido ahogarlo, como si los mo-
nitores de vela no supieran nadar! De vuelta al chalé donde toda
la familia estaba reunida, aproveché la emoción general para lle-
varme a mis dos sobrinitas al parque. Hasta la gente que no era de
la región estaba al tanto, los forasteros lo gritaban en la plaza del
mercado. Pensé que más valía entregarme. Interrogaron a las ni-
ñas. Naturalmente, lo negaron todo - ¡tú conoces a las mujeres!
-, las creyeron, o fingieron creerlas, y a mí me mandaron aquí.

Mientras Charles discurría, yo había acabado por encontrar


la trampilla. La banqueta estaba todavía en su sitio. Descolgán-
dome con las dos manos, tocaba con el pie la parte superior del
taburete. La luz y el calor de la planta habitada me reconforta-
ron. Mi compañero bajó también, estaba lívido.

- Soy un puerco, una basura, un animal salvaje al que hay


que aniquilar a toda costa. Sólo he hecho una cosa útil en mi
vida, el mes pasado, cuando salté por la ventana de mi habita-
ción del tercero. No hubo suerte, caí en el almecino y la cosa
quedó en una buena brecha en la espalda. Me encerraron e hi-

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cieron bien. Lo que me hace falta es un calabozo con barrotes


sólidos y paredes bien gruesas. Desgraciadamente, al cabo de
tres semanas, me han devuelto a una habitación normal, en la
planta baja. Los matasanos son completamente inconscientes,
no toman las precauciones que se requieren con un tipo como
yo, se contentan con razonar. "Si lo que usted dice es cierto
- ahora imitaba a T otor con gracia involuntaria -, si usted
deshonra a las mujeres a distancia, ¿cómo es que su pantalón no
se moja? ¿Eh? Explíqueme usted eso un poco". ¡Como si la tela
no se pudiera secar entretanto!

Me aguanté la risa al ver que tenía lágrimas en los ojos.

- Lo que no comprenden los médicos, empezó de nuevo


con dificultad, es que sólo hay un remedio para el repugnante
canalla que hay en mí, hay que debilitarlo progresivamente y
acabar con él por inanición. Me he dado cuenta de que cada vez
que recupero fuerzas mis fechorías se multiplican. Por eso debo
estar el mayor tiempo posible sin echarme nada al gaznate. U na
naranja al día, ése es el régimen ideal.

Me cogió del brazo con brusquedad.

- Sé perfectamente que las judías no provocan el cólera, ¿me


crees?, ¿verdad? Sólo que cada judía tiene una cantidad formi-
dable de calorías. Para mí son veneno, ¡y esos bestias quieren
meterme una bandeja entera! Tengo que inventar constante-
mente una razón para no comer, ¡es agotador! Siento que a cada
instante puedo hacer algo terrible. Mira, en este mismo mo-
mento, ¿ves?... ¿No te das cuenta de que voy andando con las
manos a la espalda? ¡Para no tocarme el pantalón! Y los médi-
cos, durante la visita, cuando salen de una habitación para en-
trar en la siguiente, ¿no van también con las manos a la espalda
triturándose los dedos? ¡Porque, si no se contuvieran, la fuerza
maligna que hay en mí los haría tocarse a ellos también!

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MichelHenry

Con labios exangües, saliva en las comisuras de la boca, mi


vecino parecía al borde de la crisis. Se había detenido un instan-
te para apoyarse en un radiador, pero rechazó el gesto de ayuda
que yo insinuaba.

- Ya no puedo hacer nada, ni siquiera puedo pasear. Si por


desgracia veo un tranvía o un tren, doy patadones a las piedras
para hacerlos descarrilar. Cuando se enceraron de que volvía a
mi región, los políticos detuvieron la construcción del ferroca-
rril que habían prometido a los habitantes para que los reeligie-
ran. En todas partes prosigo mi obra de muerte.

Nos arrastrábamos con dificultad por los pasillos que él ha-


bía atravesado como una flecha pocas horas anees. Parecía al
cabo de sus fuerzas. Lo llevé despacio hasta su habitación, se
dejaba hacer, habiendo perdido aparentemente toda voluntad.
Cuando lo dejé, en su mirada apareció como un resplandor de
bondad o de agradecimiento.

Apenas me había alejado unos pasos cuando se oyó un aullido


terrorífico. Me precipité dentro de la habitación. Inmóvil en la
posición de un hombre que camina de puntillas, todavía con
sus zapatillas en la mano, Charles parecía retomar poco a poco
sus ensoñaciones. Su vecino de la cama de al lado estaba sentado
muy erguido, con sus manos descarnadas alrededor del cuello
en gesto defensivo. Calvo, con los músculos atrofiados, cubierto
de una piel amarillenta y tensa que dejaba entrever los huesos de
la frente, de los pómulos y de la nariz, con los ojos totalmente
hundidos en las órbitas, el globo craneal del moribundo tenía
ya el aspecto de una calavera.

- ¿Ves?, murmuró Charles, sabe que tengo ganas de estran-


gularlo.

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El hijo del rey

Al oír estas palabras, el viejo dio un segundo grito más terrible


que el primero, tan violento que pareció prolongarse indefini-
damente, llenar codo el hospital, como el aullido de la sirena de
un barco se expande por todo el mar. Le hice una seña a Charles
para que se acostara. Con gestos invité también a su desgraciado
compañero a hacer otro tanto y le ayudé a cubrir de nuevo su
busto esquelético. Colocándome entre las dos camas, extendí
sobre ellos mis manos.

- No temáis, les dije.

¿Cuánto tiempo continué así siguiendo la lenta mutación de


sus corazones? Cuando quise retirarme, una voz que me costó
reconocer como la misma que había proferido aquellos gritos
dementes, una voz que no era más que un soplo y que yo adivi-
naba más que entender lo que decía, me rogó que no los dejara.

- Quédate con nosotros ... Pero, ¿tú quién eres?, preguntó


también.

No tuve tiempo de responder. Célestine - alias la enfermera


jefe - entraba.

- ¿Qué hace usted en esta habitación, a estas horas?, clamó


furiosa.

Empecé a farfullar, como había aprendido a hacer cada vez


que me encontraba en una situación complicada: sigue siendo
el mejor método para evitar dar explicaciones.

- Haría usted mejor en cuidar de sí mismo en lugar de ocu-


parse de los demás, prosiguió con el mismo tono desagradable.
Si vuelvo a sorprenderlo paseando de noche, se lo comunicaré
al médico jefe.

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MichelHenry

La miré con gesto sumiso. Puedes contarle lo que quieras,


pensaba yo en mi interior, vieja bruja, a T otor le importa un
bledo y a mí también.

El hospital psiquiátrico está situado al norte de la ciudad, en una


especie de explanada que una falla en el terreno calcáreo separa
de los barrios del centro. Al fondo de la garganta corre un río de
aguas ennegrecidas por los desechos de los ribereños. Las pen-
dientes, repletas de una espesa vegetación, sirven también de ver-
tederos y cuando, de tiempo en tiempo, se prende fuego, asciende
una humareda amarillenta desde los montones de inmundicias.

Sobre la meseta, en torno al hospital, se entrecruzan calles


silenciosas bordeadas de muros de piedra desnuda sobrepasa-
dos por grandes pinos inclinados. La primera vez que obtuve
autorización para salir me perdí por entre aquellas avenidas
arboladas, tan parecidas todas. Como no encontré a nadie a
quien preguntar el camino de vuelta, volví tarde y, a pesar de
mis explicaciones, el domingo siguiente no me dejaron salir. En
mi habitación, durante las interminables jornadas que pasaba
tumbado en la cama, soñaba con esas mansiones disimuladas
detrás de sus altas cercas y que parecen deshabitadas. Algunos
jardines son contiguos a nuestro parque pero, cuando se pasea
por sus límites nunca se oye nada. ¿Los propietarios sólo vienen
con el buen tiempo? Me puse a soñar con aquel barrio desierto
y esperaba el fin de semana porque, cuando hace buen tiempo,
es maravilloso salir, ir a donde buenamente se le ocurre a uno,
al acaso, como si a cada paso se fuera a producir un encuentro
imprevisto, como si se fuera a abrir una puerta, como si fueran
a salir unos niños persiguiéndose o alguna joven recatada yendo
a misa y esforzándose en ahogar el ruido de sus botines de cuero

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El hijo del rey

claro sobre los adoquines sueltos. Pero en cada cruce de calles


el espacio que se abría ante uno estaba vacío, una tras otra las
avenidas reflejaban la propia soledad, acrecentándola hasta la
angustia, y el color de la luz, más pálido a cada hora sobre las
piedras blancas de los largos muros, le decía a uno que la jorna-
da terminaba y que, otra vez más, no había pasado nada.

Intenté aproximarme al centro, llegar a la plaza del teatro


donde, según Mathilde, había algunas cafeterías con terrazas,
quioscos de prensa, puestos de helados y una multitud de perso-
nas llegadas del campo para encontrarse con otras y olvidar así
su tedio. Pero las calles por las que yo iba aquella tarde, pasado
el viejo puente de ladrillo que franquea el barranco , también
estaban desiertas. Las puertas cerradas de los antiguos palacios
impedían el acceso a sus célebres patios. A veces, al pasar por
una callejuela, de una ventana encaramada en lo alto escapaba
una música vulgar o el agua de la ropa tendida acertaba a gotear-
le a uno en el cuello. En la plaza, adonde finalmente conseguía
llegar yo, algunos trabajadores extranjeros vagaban sin rumbo.

Al final, prefería pasearme por fuera de la ciudad, lejos del


mundo de los hombres, allí donde la soledad ya no es una heri-
da, sino más bien una compañera con la que uno se entretiene .
Un domingo de invierno, estaba yo sentado en lo más alto de
un camino que asciende entre viñas. Ante mí, por encima de
un murete rosado, las hojas plateadas de un olivo dejaron de
moverse. Sentía en mi nuca el último rayo del sol. Un ruido
de pasos ligeros me sacó de mi ensoñación . En el extremo de
la senda, una silueta se perfilaba en una carrera desesperada, se
acercaba rápidamente y se hizo evidente que aquel desconocido
se precipitaba sobre mí. Creí reconocer al que acababa de dete-
nerse sin resuello, con el pelo pegado a las sienes por el sudor y
un poco de espuma en las comisuras de los labios. Él titubeaba y
yo tuve la intuición de que volvería a emprender la huida como
había venido. Me levanté y le tendí la mano.

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Michel Henry

La tomó. Su cuerpo se apaciguó, se pasó por los labios el


dorso de la mano libre, sólo su mirada conservaba la exaltación.
La tenía clavada en la mía, exacerbada y desconcertada, como
si ya no fueran las pupilas, sino el sufrimiento lo que le servía
de lente. Y permanecimos así, uno frente al otro, con las manos
estrechadas. El murete de la viña se volvió de un blanco lecho-
so, las cosas perdieron sus contornos y ya sólo quedamos en la
noche nosotros dos.

¿Quién obliga a confiarse de pronto a quien estuvo callado


tanto tiempo? ¿A causa de qué decidió confiarme Vania lo que
apenas se le cuenta a nadie? Buscaba con los ojos, a través de la
sombra, a quien lo escuchara en aquel lugar desconocido, como
si hubiera presentido de golpe que detrás de cada uno de noso-
tros hay otro ser dispuesto a ayudarlo que sólo espera una lla-
mada desesperada para aparecer a su lado. Vi cómo se animaba
la expresión de su boca, una fuerza más antigua que el tiempo
de su desdicha se deslizaba a través de las fibras de sus mejillas,
devolviéndoles su calor y poniéndolas en movimiento. Al prin-
cipio no fue más que una bocanada de sonidos ininteligibles. Y
Vania se puso a reír. Yo tenía la impresión de que se reía de sus
propias palabras que no tenían ningún sentido y de su entendi-
miento que se esforzaba por pensar pero cuyo pensamiento no
llegaba a tomar forma. Pero su voz estaba allí, tibia, irrecusable,
tanto más audible por cuanto que todo estaba negro y parecía
que solamente aquella voz y sus matices alocados llenaran el
mundo de un extremo al otro.

-Mi madre .. .

Ahora sí eran palabras, tímidas aún, titubeantes , frases que


componían trabajosamente su melodía, que escapaban como
una interrogación rápidamente perdida en la noche, con cada
músculo de su garganta listo para contraerse de nuevo y con Va-
nía dispuesto a recaer en sí mismo como en el fondo de su celda.

25
El hijo del rey

Yo había puesto mis dos manos sobre sus hombros, y en cada


uno de sus silencios lo estrechaba con tanta fuerza que parecía a
punto de perder la respiración.

-José ...

Y así es como pronunció mi nombre sin haberlo oído nunca,


lo mismo que yo había pronunciado el suyo sin conocerlo.

-José ... mi madre ...

Vivía con ella, pero tuvo que marcharse a provincias a bus-


car trabajo. Iba a verla por vacaciones. Un día, en el momento
de despedirse de ella, la vio por primera vez - es decir, tuvo
bruscamente el sentimiento de que ya no la volvería a ver. Se
había puesto su mejor vestido, su vestido de seda gris, su collar
de amatistas, se había peinado y cepillado el cabello con cuida-
do, abatiéndolo sobre el rostro ligeramente empolvado y llevaba
brazaletes brillantes en los brazos. Todas los adornos semejaban
estar pegados a un cuerpo escuálido y frágil. Por debajo del ves-
tido aparecían unas piernas tan delgadas que él creyó ver oscilar
la bienamada silueta y pensó que, si ella no se hubiera apoyado
en el marco de la puerta, con seguridad, se habría desplomado.
Volvió a subir los peldaños que acababa de bajar, tomó en sus
brazos a la vieja vacilante, la estrechó contra él más fuerte que
de costumbre y le rogó que evitara cualquier fatiga, pero como
todas las demás veces, era ella la que se inquietaba repitiendo la
letanía de las recomendaciones familiares.

Toda había comenzado en el tren. Llegaba a su destino de-


masiado tarde. Los que lo rodeaban en el asiento tenían el ros-
tro abotargado y el estómago revuelto por el movimiento caó-
tico del convoy - ¡a ellos tampoco los vería más! Se apoderó
de él una terrible angustia. Tuvo miedo de levantarse y gritar:
"¡Abrid los ojos, el tren va a llegar y nosotros dejaremos de ver-

26
Míchel Henry

nos para siempre, me oís, para siempre! ¡Vamos a morir todos


en la próxima parada!". Bien que mal llegó hasta el pasillo. Aga-
rrado a la barra de la ventanilla, sacando sus últimas fuerzas del
fondo de sí mismo, aguantó bien hasta la llegada. Y el suplicio
duró todavía varios siglos más mientras, apelotonados en la es-
trecha salida, molestándose unos a otros, entrechocando las ma-
letas, pisoteándose, los viajeros no acababan de bajar al andén.

En París, V ania no volvió a su casa. Sabía que no podría sopor-


tar la vista de los vestidos ordenados en el armario, ni siquiera la
de los tenedores, las cacerolas y el escurreplatos colocado en una
pequeña estantería encima del minúsculo fregadero. Vagaba por
las plazas, la gente iba en todas direcciones, y a veces se destaca-
ban dos ojos de entre la multitud. Vania seguía al desconocido y
cuando éste desaparecía de pronto, engullido por una puerta, la
angustia ascendía dentro de él hasta las sienes. El espectáculo de
las calles se le hizo intolerable. Apenas se había decidido Vania
a seguir la marcha laboriosa de un viejo cuya mirada lo había
traspasado sin verlo, un adolescente se cruzaba en su camino
obligándolo a dar media vuelca, pero luego surgía un tercer vian-
dante, y luego un cuarto, embarullando las pistas, y Vania corría
enloquecido de uno a otro, de derecha a izquierda, perdiéndolos
a todos, extenuado por una búsqueda sin fin. Tuvo la idea de
hacerse con algunos cuadernos en los que anotaría las direccio-
nes de las personas encontradas, suplicándole a cada una que le
proporcionara un medio para volver a verla. Pero mientras que
el pasmado interlocutor intentaba comprender y se hacía repetir
lo que quería exactamente V ania, diez sombras habían huido
de su lado; y los pequeños cuadernos de Vania permanecieron
vírgenes, porque él renunció rápidamente a anotar los únicos
resultados de sus múltiples intentos, las sonrisas irónicas cuando
no la irritación de la gente con prisa, las invectivas y los insultos.

Los verdaderos problemas comenzaron con las mujeres. Va-


nia las evitó durante mucho tiempo, temiendo su miedo, pero

27
El hijo del rey

cuando entre la muchedumbre percibía de pronto un perfil per-


dido, unos pies pequeños golpeando el suelo, un puño endeble
apretando el asa de un bolso, su corazón latía, sabía que allí se
ocultaba una vida que iba a encerrarse en su misterio. Mientras
que la multitud era densa y el chal de color se movía a una dis-
tancia constante de él, al ritmo de una marcha regular, Vania
se sentía casi bien, ligado al principio de toda cosa por un hilo
invisible que parecía no querer ni distenderse ni romperse. Pero
al llegar a los barrios periféricos, se hacía tarde, se oía el ruido de
los pasos acelerando al unísono, la joven se ponía nerviosa, cru-
zaba la calle, entraba en una tienda, desparecía en un edificio.
Tras una espera inútil tenía que irse solo.

Una noche, una jovencita se había puesto a correr, él tam-


bién corría. Ella había pedido socorro ante un bar iluminado
y habían salido algunos clientes que lo amenazaron. Habían
llevado a Vania a una comisaría. Si él hubiera minimizado el
asunto, hubiera salido de apuros con una reprimenda burlo-
na; en cambio, se había metido en confusas consideraciones y,
como le ordenaran que confesara sus verdaderas intenciones,
había acabado por declarar que "eran hacer retroceder el poder
de la nada". A esta afirmación incongruente le había seguido un
gran silencio, el comisario se había puesto ante una máquina
de escribir y Vania había tenido que dar su nombre, dirección
y profesión - omitiendo decir que ya no vivía en esa dirección
y que ya no ejercía ninguna profesión. En resumen, se le había
hecho una ficha policial que él había tenido que firmar.

Al salir titubeaba. Como ya no tenía fuerzas para caminar,


buscó el metro para volver a su lejana buhardilla . En los túne-
les volvió la antigua angustia. Cuando un tren se cruzaba con
otro y, tras la parada, arrancaba lentamente, cien rostros cansa-
dos empezaban a deslizarse cada vez más rápido, separándose
de golpe de la luz, perdidos para siempre. Vania se ahogaba.
Su vista se nublaba, los objetos se diluían, absorbidos por vas-

28
Michel Henry

tas playas de colores chillones. Las bombillas se convirtieron en


soles que giraban con un brillo insoportable. Las sacudidas del
vagón se transmitían a su cuerpo en forma de estremecimientos
gigantescos, el estruendo lo espantaba, dentro de su cráneo es-
tallaban sonidos de una estridencia inhumana. Vania intentaba
repeler la agresión tapándose los oídos, cerrando los ojos. Pero
entonces, aunque iba sentado, giraba sobre sí mismo, perdía el
equilibrio, llevado a toda velocidad, cabeza abajo, a lo largo de
inmensos corredores que oscilaban a su vez, hundiéndose ver-
ticalmente en un abismo terrorífico. Vania se aferraba a lo que
lo rodeaba, apretaba los puños, se agarraba a su asiento. Des-
graciadamente, entreabrió los ojos. Frente a él, envuelta en un
chal de punto basto, vestida con un feo jersey verde, una mujer
de cierta edad lo miraba con suspicacia. Sus ojos saltones tenían
una fijeza extraordinaria. Le apuntaban como proyectiles listos
para ser disparados y abatirlo. Y eso es lo que hicieron de pron-
to. Saliendo de sus órbitas, atravesando a tirones el espacio que
lo separaba de la viajera, llegaron a rozarle la mejilla, buscando
sus propios ojos para hundirlos y hacerlos entrar en su cráneo.
Vania se protegió el rostro con las manos.

Poco a poco el tumulto se aquietó, Vania percibió de nuevo


la marcha del convoy, la parada en las estaciones, la aceleración
progresiva de las salidas. En sus oídos habían cesado los silbi-
dos. Tuvo conciencia de encontrarse de nuevo en una posición
normal, con la cabeza en alto, los pies abajo. Se atrevió a mirar.
La mujer seguía sentada frente a él, sus ojos habían vuelto a su
lugar bajo las cejas pobladas. Seguía examinándolo pero sin hos-
tilidad e incluso le pareció, en un momento, que las comisuras
de sus labios gruesos y pintados se ahuecaban en una sonrisa.
Vania comprendió lo injusto que había sido con aquella mujer.
Volvía de su trabajo con un bolso lleno de objetos misteriosos
sobre las rodillas. Vania experimentó un sentimiento fraternal
por el viejo bolso, su contenido invisible y su extenuada propie-
taria. Observaba sus manos, sus anchos nudillos y pensaba que

29
El hijo del rey

no hay diferencia mayor que la existente entre unos dedos que


tocan un nocturno de Chopin y los que se cierran en torno al
asa de un cubo de basura. En la cara rosada de la viajera desapa-
recieron las arrugas, el vello de las mejillas se diluyó en un pol-
vo rosa, los globos de los ojos se hicieron menos prominentes
mientras que los ojos mismos se agrandaban desmesuradamen-
te. Bajo aquellos rasgos que se transformaban mágicamente, re-
conoció el rostro bienamado.

-¡Madre!

El suspiro se deslizó entre sus dientes. La mujer enrojeció.


Él le tendió los brazos, insinuando el gesto del abrazo. Ella se
levantó de un salto y tiró de la alarma. El tren se paró en medio
de un horrible estruendo. U nos policías se agitaban alrededor
de Vania. ¿Era la misma comisaría, el mismo comisario, la mis-
ma máquina de escribir? En el hospital lo examinaron varios
médicos, entre ellos un psiquiatra. Fue internado, yendo de es-
tablecimiento en establecimiento antes de acabar dando en el
nuestro. Rechazado en todas partes, se había encerrado en sí
mismo, sin esperar nada de los demás ni del mundo.

- Yo me parapetaba en mi habitación, ya no soportaba


nada ... ¡sobre todo los ruidos, los ruidos de los pasos que se
alejan, de las voces detrás de los tabiques, de todos esos seres que
no conoceremos nunca!

Y de repente, sin que yo pudiera prever su gesto, Vania se


arrojó sobre mí, aferrándose a la parte de atrás de mi chaque-
ta, sujetándome contra él con todas sus fuerzas. Me rodeaba el
torso y me sujetaba exactamente como un policía que atrapa de
improviso a un bandido y le impide huir.

- ¡Pero tú, exclamaba jadeando, tú estás aquí! ¡Tú estás aquí!

30
Michel Henry

- Estoy aquí.

Vania echó la cabeza atrás para verme mejor y asegurarse de


mi presencia. Su rostro se iluminó de golpe. Alrededor de noso-
tros algunos rayos de luz corrían a ras de suelo, exaltando cada
brizna de hierba. El olivo desplegó de nuevo ante nosotros sus
brazos de ser vivo. Las colinas emergían de la oscuridad como
islas radiantes, a cada instante un mar de sombra descubría un
poco más sus delicadas orillas. Y después el mundo entero en-
tró en la luz. Tan pronto nuestras miradas se dirigían hacia él,
cautivas de sus formas, que nos parecía descubrir por vez pri-
mera, como las volvíamos hacia nosotros mismos, maravillados
de reencontrarnos, con las facciones demacradas por la noche al
raso, la barba endurecida por el frío y el mismo resplandor rosa
de la aurora en el fondo de los ojos.

- ¡Nunca más volveremos a ser hombres infieles, que desa-


parecen en cada encrucijada!

Vania repitió esta frase lentamente, primero incrédulo y lue-


go cada vez más fuerte, cada vez más rápido, ¡pregonándola
como si tuviera la certeza, al expulsar cada una de sus sílabas, de
poseer la tierra!

Nos pusimos a reír los dos sin poder parar. Nos hizo falta
mucho tiempo para darnos cuenta de que estábamos tiritando,
de que la salida del domingo se había terminado desde la víspera
y de que nuestro sanatorio estaba lejos. Nos iban a preguntar,
con esa manera particular que tienen de plantear sus cuestiones
los que se arrogan como tarea aquí abajo la vigilancia de sus
semejantes, qué habíamos estado haciendo toda aquella noche.

Salimos corriendo. A cada alto que hacíamos, Vania me hacía


prometer que no nos perderíamos nunca más de vista. Ante la
caseta del conserje repitió con insistencia el número de su ha-

31
El hijo del rey

bitación, explicándome el camino más corto para llegar a ella.


Nos quedamos mucho tiempo juntos y quizás de hecho no nos
hubiéramos separado nunca si no hubiera aparecido un vigilan-
te. Mientras el guardia lo arrastraba, Vania tuvo tiempo todavía
de gritarme por encima del hombro su deseo de compartir una
habitación común.

Al día siguiente, una vez aseado, fui a ver a Vania. Dos desco-
nocidos ocupaban la habitación. A pesar de estar seguro de no
haberme equivocado, llamé a las habitaciones vecinas con gran
insistencia, pregunté a las enfermeras, exigí explicaciones, alcé
la voz. Joseph hizo aparición, me llevaron a mi cama sin con-
templaciones, obligándome a acostarme y a tomarme una pasti-
lla. Cuando un poco más tarde, haciendo alarde de la mayor de
las calmas, solicité educadamente alguna información, supe que
de hecho Vania había sido trasladado con vistas a una nueva
serie de tratamientos, pero a pesar de mis súplicas no pude saber
adónde ni por cuánto tiempo. Una vez más me aconsejaban
conservar la sangre fría, en un tono que yo aprendí a obedecer.

Permanecí en vela las noches siguientes. La angustia de Vania


estaba en mí. Me preguntaba cómo volver a ver a aquellos que
hemos conocido o con los que solamente nos hemos cruzado
alguna vez en nuestra tumultuosa existencia. ¿Qué hito nos ser-
virá de referencia, y en qué camino, para que, viéndolo de lejos,
corramos el uno hacia el otro, seguros de reconocernos? U na
inmensa gratitud me invadía porque Vania me hubiera dado
una señal de aquel tipo. Pero las precauciones que habíamos to-
mado se habían mostrado vanas ya desde el día siguiente. ¿Ser-
viría de algo escribirlo todo para que, en toda la tierra, algunos
desconocidos, con la misma página bajo los ojos, con el mismo
sentimiento en el corazón, ya sólo fueran uno solo? Pero, ¿cómo
iban a saber que estaban leyendo al mismo tiempo el mismo
libro? ¿Y quién les iba a decir que lo leyeran?

32
MichelHenry

Algunos meses más tarde - había llegado ya la primavera -


íbamos, como habíamos tomado por costumbre hacer cuando
nos dejaban libres, Lucile, Wanda, Barjone, Joannes y yo, y
todos los que se habían unido a nosotros, de habitación en ha-
bitación, saludando a los enfermos que albergaban aún algo de
juicio y llevándoles el consuelo de nuestra solicitud y, si en ese
momento teníamos, algunas golosinas.

- Es inútil que entres ahí, dijo Lucile, es un esquizofrénico


que ni siquiera se dará cuenta de tu presencia.

Abrí la puerta. En una cama - la otra estaba desocupada -


había un hombre encogido sobre sí mismo, con las pantorrillas
al aire, el pijama en desorden, la cabeza cubierta de una cabe-
llera hirsuta oculta tras los hombros. Me acerqué sin provocar
ninguna reacción en aquel hombre que vivía manifiestamente
en otro mundo. Cuando estuve a su lado le cogí la cara y la
levanté hacia mí. Me sobresalté:

- Vania, lo llamé con dulzura, Vania ... soy yo, José. Nos
encontramos un domingo de invierno. ¡Acuérdate, Vania! Ha-
bíamos jurado no separarnos nunca.

Yo hablaba despacio, en voz baja. Liberé sus manos , que él


tenía crispadas sobre las rodillas y las tomé en las mías, como
habíamos hecho al caer aquella noche. Yo me afianzaba en mí
mismo. Por el canal de mis dedos empezó a circular el flujo de
la vida, inundando aquel gran cuerpo inerte que se abandonaba
al mío. Hundí mi mirada en la suya, buscando con todas mis
fuerzas, más allá del globo de cristal, la potencia del ser sita en
el alma de cada uno. En el fondo del abismo apareció un mi-
núsculo resplandor, se agitaba incierto, titilaba muy lejos, en el
límite de las cosas, y después, agrandándose de pronto, corrió
hacia mí y, llenando la pupila , brilló como un puñal .

33
El hijo del rey

- ,, exhal o,, ·J
J ose., ,,
1 ose.

Nos reconocíamos maravillados, en nuestros labios se dibu-


jaban palabras que no se pronuncian, que nadie conoce. Una
luz inapercibida iluminaba nuestros rostros; lo mismo que en la
colina pedregosa, lo mismo que ante aquel olivo, todas las cosas
nos fueron dadas de pronto. No sabíamos que aquel instante
pudiera repetirse, que aquella plenitud estuviera siempre pre-
sente y que, a decir verdad, no nos deja jamás. Nos embargaba
una misma alegría, las lágrimas inundaban nuestras mejillas,
nos esforzábamos por respirar. A veces Vania dejaba escapar
una exclamación, otras veces sonreía vagamente, como si estu-
viera abrumado.

Un crujido me hizo darme la vuelta. Agolpados en la puerta,


sin atreverse a entrar, mis amigos nos miraban estupefactos.

- Acercaos, les dije, es Vania. Vendrá con nosotros. Ayu-


dadle a vestirse.

Entraron todos a la habitación, abrieron los cajones, prepa-


raron la ropa y ayudaron a Vania a asearse. Las chicas se esfor-
zaban por peinarlo, mientras yo le lavaba los pies. Joannes y
Barjone lo sostenían, porque Vania, que llevaba en cama dos
semanas, estaba muy débil. A pesar de su estado, decidimos lle-
varlo al parque, donde podría respirar y redescubrir el placer de
vivir. Al salir nos tropezamos con la enfermera jefe. Ya he dicho
que se llamaba Célestine y que se parecía a un cangrejo. Nos
ordenó que nos largáramos y que nos ocupáramos de nuestros
asuntos. Acercándose a Vania, intentó cogerlo del brazo. Inter-
pusimos nuestros cuerpos entre él y ella. Estupefacta y furiosa
por nuestra resistencia, se alejó prometiéndonos que tendría-
mos noticias suyas.

- ¡Vámonos antes de que cumpla sus amenazas!

34
MichelHenry

Dejamos el pasillo rápidamente, llevando a Vania, y nos fui-


mos fuera. Barjone quería que nos escondiéramos, pero yo no
era de la misma opinión.

- Busquemos un sitio al descubierto, dije, ante todo el mun-


do.

No lejos de los edificios se alzaba un pequeño cerro rodeado


de pinos enanos y de cipreses. Estaba cubierto de una hierba
recién brotada de la que Vania se maravillaba. Cogimos de un
cobertizo tres hamacas mugrientas y desvencijadas. Hubo una
para Vania, otra para mí y Lucile se tendió en la tercera. Sentado
sobre sus talones, Barjone silbaba. Charles se limpiaba las uñas
con delectación. Wanda se tumbó a sus anchas en el césped, con
su cabello suelto mezclado con las guirnaldas de la vegetación .
Joannes se arrodilló a mi lado, observando a Vania, que guiñaba
los ojos, volvía la cabeza hacia todos lados y nos sonreía.

Se levantó un viento leve que agitaba suavemente las copas de


los cipreses. Entre la hierba temblaban las afiladas hojas de los
lirios. Nos rozaba el perfume de la tierra. Por el cielo se desliza-
ban lentamente algunas nubes ligeras. Entre los brotes amarillos
de una haya cercana se perseguían los pájaros. Un mirlo penetró
en nuestro círculo y, envalentonado, brincaba a algunos pasos
de nosotros. Lucile lo señalaba con el dedo y los demás reíamos
viéndolo pavonearse y hacerse el interesante, picotear un gusa-
no en la tierra húmeda, o al menos fingirlo.

- ¿Los animales son como nosotros, me preguntó Barjone,


existen sólo para exhibirse?

-Algunos hombres son más que los animales, respondí, pre-


cisamente los que no luchan por el prestigio, los que no luchan
por nada.

35
El hijo del rey

Y después tuve la impresión de que éramos como el mirlo, de


que también a nosotros nos espiaban.

Ante la fachada del sanatorio había tres siluetas blancas vuel-


tas hacia nosotros. Creí reconocer al médico jefe rodeado de sus
ayudantes.

- Aparentemos no habernos dado cuenta de su presencia.

Estábamos callados. Se hicieron perceptibles miles de ruidos,


el viento contaba a los árboles la historia de su crecimiento.
Dejamos de escucharla. Olvidando todo, con los ojos medio ce-
rrados, tendiendo a veces una mano hacia los que nos rodeaban,
estábamos juntos para siempre.

Pero todo está embrollado en mi pobre cabeza. Cuento los


distintos acontecimientos de nuestra aventura como el azar los
va presentando ante mi memoria, en lugar de establecer entre
ellos una apariencia de orden . Es ciertamente necesario que ex-
plique cómo conocí a Joannes y a Archag, a Lucile y a Wanda,
y a Barjone, y cómo es que pudimos seguir todos reunidos en
la cumbre de aquel pequeño cerro alrededor de Vania mientras,
renunciando a castigarnos y dejándonos allí, sin duda a causa de
nuestra insignificancia, los médicos habían vuelto a las salas del
hospital y habían cerrado la puerta tras ellos.

De las jornadas que siguieron a mi internamiento sólo guardo


un recuerdo confuso. Iban transcurriendo todas de forma indi-
ferenciada, desplegando su duración ante mi espíritu debilitado
sin punto de referencia alguno. Por la mañana hacía aparición
una enfermera con su ración de medicamentos. Dejaba dos o

36
Michel Henry

tres pastillas blancas o rosas sobre mi mesilla de noche, invi-


tándome con una voz neutra a tomármelas antes del desayuno.
Media hora más tarde, una camarera traía media taza de té ya
frío acompañado de una magdalena endurecida. Después había
que esperar la visita de los médicos, cada vez más tardía, y la
mañana había acabado antes de que fuera posible idear algún
proyecto o emprender algo por uno mismo. Recuerdo la sensa-
ción de asco que precedía a las comidas. Palpaba la rugosidad
tosca de mis sábanas, su olor a ropa blanca todavía húmeda me
hacía soñar en algún albergue de montaña, donde las mujeres
hacían la colada en el agua helada del torrente antes de ten-
derla al viento de la nieve, en medio de una luz deslumbrante.
Desgraciadamente, el tufo a refrito y a salsa de bote que llega-
ban a bocanadas desde las entrañas del sanatorio me remitía de
nuevo a mi condición de enfermo. La pintura amarillenta de
las paredes había tomado el lugar del cielo. No me faltaba de
nada, es verdad, y me hubiera equivocado quejándome. Había
incluso una campanilla de llamada en cada habitación. Pero los
cuidados que proporciona una administración tienen poco que
ver con los que pudieran salir del corazón de una madre o de
una amante y, para apaciguar el omnipresente sufrimiento de
las crujías de este gran navío inmóvil para siempre, hubieran
hecho falta otras manos que las de los enfermeros y los médicos.
Había muchas mujeres, pero habían dejado su sensibilidad en
el vestuario y, una vez uniformadas, realizaban con precisión
una serie de gestos mecánicos que todavía hoy dudo que ha-
yan podido servir alguna vez de ayuda a unos pobres miserables
que tenían necesidad de todo menos de compresas, inyecciones
y termómetros. Lo que hacía tan penosas aquellas jornadas, y
algunas veces tan intolerables ciertas tardes de verano, cuando
todo se veía bajo el prisma de un calor ignominioso agravado
por el techo bajo y la luz se oscurecía gradualmente a través de
los barrotes de las ventanas, no eran los olores repentinos de-
masiado pronunciados ni todos aquellos detalles sórdidos ni el
orden inflexible de su aparición, era el hastío, un hastío aucénti-

37
El hijo del rey

co, es decir, aquella profunda energía sin emplear que hacía que
nos levantáramos a cualquier hora y vagáramos sin fin por los
pasillos, como fantasmas.

Una noche, yo no dormía. Unos ruidos sordos, parecidos a


martillazos repetidos, se acercaban lentamente, titubeaban ante
mi puerta, se alejaban y después volvían, pasaban de largo de
nuevo y así una y otra vez indefinidamente. Me decidí a salir.
Un hombre mayor, de pequeña estatura, venía hacia mí, cami-
naba ayudándose de un bastón. No pareció sorprenderse cuan-
do me vio y, sin más preámbulos, empezó a contarme su vida.
Perdí a mi mujer, me dijo, y desde entonces la echo de menos.
Como había hecho carrera en los ferrocarriles, disponía de una
tarjeta de circulación gratuita que le permitía viajar sin cesar, no
para ir a parte alguna, sino simplemente para partir. Pasaba las
noches en las salas de espera, tomando trenes con destino desco-
nocido, deteniéndose solamente en las fronteras, lavándose en
los retretes. Pasaron varios años antes de que volviera a su casa,
hasta el día en que lo habían traído aquí.

- Pero, mire usted, eso no cambia mucho las cosas. Sigo des-
plazándome, sobre todo en la oscuridad. Me dirigió una sonrisa
y se marchó cojeando.

¿Fue esa noche o fue otra la que había venido Charles a bus-
carme para asistir al supuesto jaleo de las chicas en sus balcones?
Poca gente es capaz de no hacer nada. Si hubiéramos elegido a
algunos de aquellos profesores eminentes y médicos forrados de
títulos que cuidaban de nosotros y, liberándolos de las impor-
tantes y abrumadoras funciones que realizaban y que los hacían
llegar inevitablemente tarde a las veladas mundanas con las que
clausuraban sus prolongadas jornadas, los hubiéramos arrojado
a algunos de aquellos camastros donde esperaban hastiados sus
pacientes de razón tambaleante, a mí me gustaría saber al cabo
de cuánto tiempo se habrían puesto ellos también a delirar, ase-

38
Michel Henry

mejándose hasta llegar a confundirse con aquellos desheredados


de entre los cuales yo hacía mis amigos. Iré más lejos aún, diré
que hace falta un temple de alma excepcional para soportar,
sin decir palabra y con una especie de inmutabilidad heroica,
el tiempo igualmente inmóvil de esas jornadas completamente
vacías. Sí, solamente aquellos seres a los que el sufrimiento ha
hecho tan pacientes como los animales son capaces de resistir
las atroces condiciones que se nos imponían. Por eso, cuando el
aullido repentino de un desgraciado que ya no podía más perfo-
raba la noche y me hacía incorporarme en el lecho para escuchar
temblando cómo se volvía a abatir el silencio sobre aquellos si-
niestros lugares, una inmensa piedad apretaba mis labios. Ya
no experimentaba ni cólera ni vergüenza porque sabía que lo
que nos asaltaba de improviso a través de los tragaluces no era
el grito de la demencia, sino que lo que acababa de resonar era
una petición de auxilio de la vida.

Es verdad que a cada uno se le puede proponer una ocupa-


ción y que, aquí como en cualquier otra parte, se esfuerzan en
hacerlo. Por esa razón, la guapa Sandra, que realiza funciones de
psicoterapeuta y a cuya costa iba yo a aprender un poco más de
lo que hubiera querido, me propuso frecuentar su taller de cerá-
mica y alfarería. Sin embargo, como el horno ya no funcionaba,
nos dedicábamos a las alegrías más modestas del dibujo y el
modelado. Me instaló en un taburete ante un montón de barro
malva y blando cuyo contacto me daba mucho frío. Como yo
permanecía sin hacer nada, dijo Sandra:

- ¿Por qué no modela usted a un rey sentado en su trono?

Fui al cuarto de baño, me lavé las manos cuidadosamente y


salí sin volver al taller.

Sólo me acuerdo de aquel incidente para reírme. Cuando


abandone este lugar - y ciertamente lo abandonaré algún día

39
El hijo del rey

- pediré el favor de ir a ver a cada uno de aquellos a los que


he dado que hacer, también a los que andan por los sótanos,
pelando verduras y manipulando desperdicios, a los que nunca
vemos. Poniendo una rodilla en tierra, les rogaré que me otor-
guen su perdón y que acepten mi gratitud. Sé que también han
trabajado para mí, que el olor de las sábanas y de las escupide-
ras, de las basuras y de los excrementos, los clamores nocturnos
o el silencio insoportable de las tardes, la suciedad y la fealdad
de las cosas o de los seres, no fueron para ellos más agrada-
bles que para mí. Sé que Totor, al que en resumidas cuentas he
puesto ese mote sólo por afecto, ha hecho lo que ha podido para
lograr lo que él creía ser mi curación . A pesar de su supuesta
doblez, Catalde me traía en cada una de sus visitas la alegría
que proporcionan sin saberlo la inteligencia y la distinción. Y
tras su brillante discurso, que iba y venía como un mar feliz, he
descubierto más de una vez la intención de serme útil aleján-
dome insensiblemente de lo que él consideraba, también él, mi
delirio. La misma Sandra ya no me inspira hoy más que una in-
mensa piedad. Los procedimientos poco ortodoxos con los que
había obtenido su puesto, su manera demasiado consciente de
habitar su cuerpo, ese imperceptible contoneo que, junto con
una muy estudiada dicción, le daba aspecto de zorra, sobre todo
esa manía de repetir las teorías de moda reduciéndolas a una
especie de catecismo del que nosotros nos burlábamos al final
abiertamente, nada de todo eso es ajeno a la voluntad de vivir
que, no por transparentarse demasiado en algunos seres, viene a
ser menos conmovedora.

Sí, quiero ser justo. Si tengo que hacer algún reproche, no va


dirigido a nadie en particular. Más terrible aún que la fealdad y
el hastío, en estos lugares tan bien elegidos para estar apartados
de todo y de todos, aislados por estos altos muros que jamás
debe franquear grito alguno, más terrible que ellos, o quizás su
verdadera causa, es una impresión difícil de analizar porque es
imposible distanciarse lo más mínimo de ella, porque es una

40
Michel Henry

impresión en la que uno está sumergido enteramente, que se


insinúa por dentro de uno, que engulle toda la energía pro-
pia, que hacer arder las sienes, que solivianta el corazón, borra
los relieves, disuelve los objetos e incluso los pensamientos del
espíritu, y hasta el espíritu mismo, y lo deja a uno como una
simple cosa que sufre arrumbada en una cama, sin referencias
exteriores, sin voluntad ni recursos interiores. Desde mi llegada,
he estado rodeado de tinieblas. Nunca he sabido la naturaleza
de mi enfermedad - exceptuando una denominación exterior
que no quiere decir nada, uno de esos nombres griegos de los
que se adueña la ciencia para darse la ilusión de que se distingue
de la más crasa ignorancia - ni la explicación que daban de ella
los médicos y sólo más tarde he comprendido que, de hecho, no
tenían ninguna explicación. Me interrogaban, tenía conciencia,
por supuesto, de las preguntas que me hacían y de las respues-
tas que yo me esforzaba en dar, aun cuando las cuestiones que
me planteaban me parecían especialmente estúpidas. Pero me
di cuenta tarde de que las palabras que yo pronunciaba no te-
nían el mismo sentido para ellos que para mí. Me preguntaban:
¿Por qué lo ha abandonado a usted su padre?, ¿por qué, si es
todopoderoso, consiente en que esté usted en una situación tan
lamentable, entre los parias de la sociedad y que sea casi como
uno de ellos? Yo decía: Lo que ustedes llaman abandono quizás
sea sólo una prueba, una ocasión de acrecentar mi valor, de
mostrar que no soy indigno del destino excepcional al que se
me invita; ustedes hablan de apariencia miserable: ¡Y si yo les
dijera que tras ella se oculta el esplendor de una condición que
me atrevo a afirmar porque la experimento en mí a cada ins-
tante y porque me levanto de noche a llorar de alegría mientras
ustedes duermen!

Pero no servía de nada encolerizarse, cualquiera de mis decla-


raciones, aun cuando sólo revistiera la modesta forma de una
hipótesis, no podía tener la pretensión de valer por sí misma, re-
cibía inmediatamente un sentido diferente, sólo era un síntoma,

41
El hijo del rey

un signo de alguna otra cosa que residía en la buena voluntad de


ellos y que yo estaba condenado a ignorar para siempre. Así me
han ido despojando progresivamente de mi personalidad, de mi
alma y de mi cuerpo. No sólo lo que yo pensaba, sino también
lo que yo sentía, lo que yo experimentaba con total certeza en
mí, no era más que un engaño, un efecto de una causa que no
se me alcanzaba, de ese yo verdadero que ellos habían sustituido
por el mío y que me engañaba cada vez que yo creía realizar la
más mínima cosa por mí mismo. Dios sabe lo que han puesto
dentro de mí en lugar mío, qué inconsciente poblado de pesa-
dillas sádicas, de pulsiones inconfesables, de traumas indelebles.
Es terrorífico pensar que nuestra vida es una historia sin sujeto
ni héroes, resultado de fuerzas de las que nada sabemos y que
se enfrentan ciegamente a nuestras espaldas. Yo leía todo eso
en el par de ojos siniestros que, tras dos cristales elegantemente
rodeados de oro, se fijaban en mí, atravesando la apariencia de
mi ser hasta el infame secreto oculto en él. Una vez examinado,
no podía sospechar qué se había descubierto en mí , y cuando,
quitándose las gafas, el ayudante de T otor volvía hacia su jefe
un rostro terroso para compartir con él, en una mirada, lo que
acababa de descubrir con espanto más allá de mi epidermis, el
significado de esa mirada se me escapaba también, lo mismo
que la reacción de Totor, que se contentaba, además, con frun-
cir los labios y carraspear.

- Juegan una partida complicada, decía J onathan, todo el


tiempo fingen saber, moviendo la cabeza con apariencia de en-
tendidos . Sólo que ese famoso saber no nos lo comunican por
una causa: ¡porque no existe! Sí, tío, no saben nada, y la prueba
es que no hacen nada y que no pueden hacer nada. ¡Si supieran
algo, nos curarían, este hospital no estaría abarrotado y los que
se van no se irían siempre a la morgue o al cementerio!

- No te fíes, le decía también J onathan a Joannes - que era


quien me contaba esas palabras - ten cuidado con lo que dices.

42
Michel Henry

Con esos señores tus frases tendrán siempre un sentido distinto


del que tú les des ingenuamente y con ese sentido te atraparán
en sus redes, te liarán y acabarás cazado como una rata.

Estos consejos guiaron la actitud de aquellos que se habían


agrupado en torno a Jonathan, y esa actitud había sido espon-
táneamente la mía, al menos al principio. Nunca nos expresá-
bamos con franqueza, sino que, sabiendo que, fuera cual fuera
nuestra intención, nuestras manifestaciones serían interpretadas
de una manera que nos era imposible prever, y que corríamos el
riesgo de que se volvieran contra nosotros, les dábamos la ambi-
güedad y generalidad convenientes para que no se pudiera hacer
uso de ellas a nuestra costa. Ante la dificultad de actuar y de
hablar sin perjudicarnos, nos absteníamos y guardábamos silen-
cio, siempre que nos era posible. Se nos diagnosticaba entonces
de ataxia y se nos volvía a introducir en el engranaje de aquellos
síntomas que nos entregaban a nuestros amos atados de pies y
manos. Era necesario, por tanto, hablar, pero lo menos posible,
agitarse, pero moderadamente, guiándonos siempre por la idea
que nos formábamos de la idea que ellos se formaban de noso-
tros, para lo cual no disponíamos, en el mejor de los casos, más
que de conjeturas. ¡Así de impotentes éramos para derribar el
edificio de tinieblas que se había alzado pacientemente a nues-
tro alrededor! Como ellos estaban en posesión del secreto de
nuestra vida, cuya verdad se nos había sustraído, toda nuestra
existencia estaba penetrada de misterio. No solamente las con-
sultas de los médicos, las entrevistas con los psicólogos u otros
terapeutas, los múltiples exámenes y sus resultados, también las
máquinas a cuyas exigencias había que plegarse, los haces de
luz que se nos dirigían a los ojos, los cascos pegados a nuestras
frentes, las jeringas, los polvos, los baños, hasta el régimen ali-
menticio y las siestas obligatorias, todo flotaba fuera de nosotros
como un poder hostil que nos exigía la más completa sumi-
sión, sin prometer nada a cambio. Al contrario, cuanto más nos
hundíamos en una actitud servil, más aumentaba nuestro sen-

43
El hijo del rey

timiento de dependencia y de inseguridad, alimentándose de


nuestra sustancia y dejándonos como un árbol hueco a merced
de la primera tormenta.

No era solamente el significado de nuestra existencia, sino esa


misma existencia la que estaba en sus manos y con la que juga-
ban de manera monstruosa. El día de mi admisión me pusieron
en la mano una pastilla que tuve que tragar bajo la atenta vigi-
lancia de la enfermera. Lo hice sin desconfianza y caí enseguida
en un estado de estupor que duró todo el día. Apenas salía de
ese estado cuando, al mismo tiempo que la bandeja con la cena,
me ofrecieron un nuevo medicamento. ¿Era la misma enfer-
mera? En cualquier caso era la misma pastilla. Todavía puedo
verla, un cilindro blancuzco, parecido a la minúscula torreta de
un carro de combate, resaltando apenas en la superficie de un
platito de bordes altos. La verdad se me apareció como un re-
lámpago. Aprovechando un instante en que la habitación estaba
vacía, hice desaparecer rápidamente el comprimido. Yo deglutía
con dificultad ayudándome de varios tragos de agua cuando
volvió la vigilante. Nos miramos sonrientes . - ¿Ha dormido
usted bien?, me preguntó al día siguiente por la mañana. Res-
pondí afirmativamente y siempre volví a hacer lo mismo en lo
sucesivo.

Ya he dicho que las jornadas en el hospital transcurrían en


medio de un tedio insoportable. Supongo que eso les pasaba
a la mayor parte de mis desdichados compañeros. A mí no me
afectó tal cosa en absoluto. No sólo porque yo no me aburro
nunca, sino porque, desde el primer día, mi espíritu se mantu-
vo constantemente en vela. Garantizar mi propia defensa, no
tomar ningún medicamento, como yo había decidido desde el
principio, suponía una atención y una astucia continuadas. Si
algún otro enfermo compartía mi habitación, debía ocultarme
de él tanto como de las enfermeras. Pero fui rápidamente ad-
mitido a hacer mis comidas en el refectorio y, así, el número

44
Michel Henry

de personas a vigilar sin que se notara aumentó desmesurada-


mente. Si se trataba de las pastillas, las dejaba caer con facilidad
en una manga antes de tragarme el agua sola. Las dificultades
empezaban cuando el estimulante, el excitante o el calmante
- si es que no se trataba de los tres a la vez - se presentaban
en forma líquida. Hacía falta vaciar el vaso bajo la mesa en un
pestañear de ojos sin salpicar a nadie y teniendo cuidado de que
la mezcla no se extendiera hasta el pasillo, o bien abandonar la
sala con el contenido del vaso en la boca y escupirlo precipi-
tadamente en uno de los macetones de flores que adornaban
el vestíbulo. Debo decir que adquirí una gran habilidad en la
ejecución de tales maniobras . Según la situación de los lugares,
el número de vigilantes y el grado de embrutecimiento de los
compañeros, yo decidía enseguida qué conducta adoptar. Lle-
gué a estar demasiado seguro de mí mismo. Un día que tenía a
un lado a un adolescente perdido en sus sueños y que, al otro , el
sitio estaba vacío, aprovechando que Joseph estaba de espaldas,
tiré con descaro al suelo un jarabe rosa que podría tomarse por
un poco de vino aligerado con agua. Mi vecino se volvió lenta-
mente hacia mí. Ningún gesto turbó la falta de expresión de su
rostro, ningún movimiento de cejas, ninguna sonrisa: con los
ojos muy abiertos, estuvo mirándome mucho tiempo. Volví la
cabeza completamente ruborizado, me concentré en mi sopa,
tragando con dificultad en el transcurso de una interminable
comida, apenas tranquilo cuando vi a mi joven vecino de mesa
ocupado él también, al parecer, en comer.

Durante la tarde tuve tiempo para calibrar la gravedad de mi


imprudencia. Una denuncia aun involuntaria, un refuerzo en
la vigilancia, que ya me sería imposible de evitar, y acabaría en-
tregado a las drogas, parecido a uno de aquellos espantajos que
pasaban días enteros tirados sobre sus camastros, con la cabeza
reclinada sobre el pecho, apenas capaces de levantar un párpado
de vez en cuando. Pensé en huir, pero ¿dónde y con qué dinero?
Ir a buscar a aquel desconocido para abordar sin ambages la

45
El hijo del rey

cuestión o intentar embaucarlo, adivinar al menos sus intencio-


nes, comportaba un riesgo. Sin duda era preferible lo contrario,
evitarlo y hacerse olvidar. Mis ojos, a pesar mío, lo buscaban en
el comedor y en el patio, durante lo que llamábamos nuestros
recreos. Volví a ver aquel rostro dirigiéndose hacia mí por causa
del acontecimiento imprevisto, atribuyéndome algún insólito
designio que él intentaba penetrar. Y como después su mirada
se volvió hacia sí misma, su transparencia quedó velada, dando
paso a una meditación sin objeto en la que el adolescente se
perdió. Sí, desde que lo había visto, yo lo había amado, estaba
seguro de que nada malo me vendría nunca de su parce y, pasa-
da la primera emoción, mi inquietud se apaciguó.

Entró con precaución en mi habitación después de haber lla-


mado varias veces y haberse hecho repetir la invitación a pasar;
su modo de moverse estaba lleno de reserva, su palabra entre-
cortada de largos silencios.

- Vengo, acabó por declarar, de parce de Jonathan. ¿Loco-


noces?

No sé si mi respuesta negativa sorprendió a mi interlocutor,


en cualquier caso no le facilitaba la tarea y su titubeo se acre-
centó.

- No conozco a casi nadie, dije. Los que frecuentaba yo ya


se han marchado.

Esta explicación pareció convencerlo, se envalentonó:

-A Jonathan le gustaría saber quién eres tú.

El corazón me latía con violencia, bajé los ojos, reflexionando


a coda velocidad.

46
MichelHenry

-José, respondí, limitándome a decir mi nombre.

- Eso ya lo sabemos, pero ... dicen de ti ... en fin ...

- ¿Qué dicen?

- Que eres el hijo de un rey.

Pronunció esas palabras de un tirón, con una especie de an-


siedad extrema, sus labios temblaban, su mirada cobró una in-
tensidad completamente inusual en un muchacho de su edad.

Yo, a mi vez, le ofrecí mi rostro.

- Sí, dije lentamente, lo soy.

Se levantó de un salto y, saludándome apresuradamente, gira-


ba ya el pomo de la puerta.

- Y tú, ¿quién eres?

- Me llamo Joannes.

Lo retuve un poco más:

- En otro día en el refectorio ...

- No te preocupes. Los que estamos con Jonathan hacemos


todos como tú.

Se volvió a inclinar, con una encantadora mezcla de candor y


de turbación, y desapareció.

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El hijo del rey

Volvió al día siguiente. Parecía muy excitado.

- A Jonathan le gustaría verte. No sería bueno retrasarlo


demasiado.

-Vamos.

- Un poco más tarde, si no te importa. Ahora duerme ...


Está muy cansado, ¿sabes?Está mal, está muy enfermo.

Había pronunciado estas últimas palabras en tono confiden-


cial, en tanto que sus ojos se llenaban de lágrimas. Le indiqué
que se sentara cerca de mí y, cogiéndolo por el hombro, inten-
taba reconfortarlo. Me dijo que había compartido varias veces
la habitación con Jonathan.

- ¡Vaya suerte! Él nos lo ha enseñado todo, sabes. Nos ha


impedido tomar los medicamentos, nos ha mostrado cómo ti-
rarlos al retrete sin que se note. Desgraciadamente ...

Desgraciadamente, Jonathan no tomaba tantas precauciones.


A decir verdad, ya no tomaba ninguna en absoluto y se enfren-
taba abiertamente a los médicos. Sus relaciones con los vigilan-
tes y las enfermeras no podían ser peores. En cuanto aparecían,
les ordenaba perentoriamente que se largaran. Ellas le temían
porque un día una había pretendido hacerle tragar por fuerza
una píldora y había acabado en el suelo del pasillo con suban-
deja en la cabeza. Cuando llegó Joseph unos instantes después,
Jonathan esperaba en la entrada de su habitación con los brazos
en jarras, en una actitud tan terrible que el gorila prefirió darse
media vuelta.

- Es un fastidio, dije. Es mejor tirar las drogas como quien


no quiere la cosa.

48
MichelHenry

- Jonathan decía eso mismo también al principio. Todos


actuábamos a escondidas, como tú. Pero ha cambiado mucho
después ...

Mi vecino bajó la voz de nuevo como si temiera ser escu-


chado, como si nos acercáramos a un universo infinitamente
doloroso sobre el que planeara una amenaza, la amenaza de que
ese dolor se acrecentara hasta un extremo en que ya no fuera
posible soportarlo, donde ya no hubiera lugar más que para la
muerte. A mi lado, en la penumbra, el rostro puro de Joannes
se alteraba dejando transparentar un horror que él ya no era el
único en percibir.

- Todo esto, volvió a decir con pena, ha pasado por culpa


de Sandra. Nosotros no íbamos nunca a sus sesiones de psico-
terapia hasta el día en que empezaron a ser obligatorias. Como
la mayoría de los enfermos están completamente embrutecidos,
sólo nosotros podíamos abastecerla de clientela. Todos los días
estábamos los mismos, o casi. Al principio la cosa nos distraía. Y
después, poco a poco, Jonathan empezó a no soportarla. Ella se
daba muchos aires, alargaba el cuello como una oca. Planteaba
preguntas chocantes. A la gente le daba vergüenza soltar sus his-
torias. Ella insistía. Había silencios penosos. Para su desgracia,
un día la emprendió con J onathan. Quería obligarlo a salir de
su reserva, a mirarla, sabiendo que él siempre fingía no verla.
Decían que estaba enamorada de él. En cualquier caso, estaba
furiosamente celosa de Marietta y de Wanda, mucho más gua-
pas e inteligentes que ella, y que estaban siempre con J onathan.
En resumen, le soltó una de sus preguntas prefabricadas.

- ¿Cuál es su recuerdo más perturbador?

Fijaba sus ojos en Jonathan. Nosotros mirábamos de reojo al


suelo intentando no reírnos. Mientras, Jonathan hacía el paya-
so. Se puso a toser como si fuera a ahogarse, sacó un enorme

49
El hijo del rey

pañuelo de cuadros rojos, no acababa de aclararse la garganta,


lo hizo tanto y tan bien que la pantera - entre nosotros la lla-
mamos la pantera - comenzaba a impacientarse.

- ¿Bien?, preguntó poniendo los labios de culito de pollo.

- Resulta, dijo Jonathan, que no es un recuerdo de infancia.

- Las chicas empezaron a reírse por lo bajo, porque con ella


se trataba siempre de recuerdos de infancia.

- Es muy reciente, ocurrió la semana pasada ... aquí mismo.

- ¿De verdad? ¿Y a propósito de qué?

- ¡Cuando usted le preguntó a Charles cuál era su recuerdo


más perturbador!

Todo el mundo se partía, ya no podíamos más, no parábamos


de retorcernos de risa. Lo hacíamos adrede, ¿entiendes? Cuando
volvía la calma en un lado, alguien empezaba a dar hipidos, su
vecino lo imitaba, y así sucesivamente. En ciertos momentos,
todos aullábamos juntos tan fuerte como podíamos. Al final,
nos dio la risa tonta de verdad, acabamos enfermos.

Sandra también. Estaba pálida. Apretaba las mandíbulas.


Cuando se volvió a hacer el silencio, intentó retomar las riendas.

- ¿Sabe usted por qué se dedica a hacer estas penosas bro-


mas, Jonathan? ¿Sabe por qué convierte usted en una irrisión
esta búsqueda de nuestros primeros recuerdos? Porque tiene
usted miedo.

Lo dijo con una especie de odio.

50
MichelHenry

- Sí, tiene usted miedo, miedo a la verdad, Jonachan, y sus


compañeritos también tienen miedo. Sienten vergüenza. Por-
que es intolerable, ¿no?, tener que confesar ante todo el mundo
lo que uno no se atreve a decirse a sí mismo.

Se había puesto de pie, mirando por encima del hombro y


desafiando a los supuestos enfermos dispuestos en semicírculo
en torno a ella.

- Es verdad, dijo Wanda.

Wanda tiene un desparpajo fantástico, ¿sabes?, no tiene frío


en los ojos. Ha visto la vida de todos los colores, la conoce bien.
Se puede leer en su rostro. Verás que guapa es. Sandra la detes-
ta, pero desconfía de ella.

- ¿Qué dice usted?

- Digo que es verdad.

Wanda bajaba la cabeza ruborizada. Nosotros nos habíamos


vuelto hacia ella, nos preguntábamos qué iba a hacer.

- Entonces usted aprueba esto, pero se guardaría mucho,


usted también, de hacernos partícipes de su recuerdo más ...
más ...

- Tiene usted razón, no lo haré.

- ¿Y por qué?

- Porque es inconveniente.

Wanda hacía un esfuerzo por seguir seria mientras que San-


dra parecía cada vez más furiosa.

51
El hijo del rey

- La verdad nunca es inconveniente.

Wanda seguía callada, como abrumada.

- ¿Entonces?

- Bueno ... esto ... no, no puedo decirlo.

- ¡Debe usted decirlo!

- Es ... es cuando le vi la primera vez el pito a mi padre.

Sandra se contuvo.

- ¿En qué circunstancias?

- Hacía pipí.

-¿Cómo?

- ¡Sí! Estaba meando ... como Nietzsche.

- ¿Cómo Nietzsche?

Sandra echó a su alrededor una mirada enloquecida.

- ¡Sí! Nietzsche también meaba. Cuando estaba en Venecia


iba a hacer sus necesidades en los porches de los palacios. Toda
el mundo lo sabe.

Los cristales de la habitación temblaron. Charles, subido a


su silla, se daba grandes palmadas en los muslos. Barjone, que
se balanceaba, cayó hacia atrás y por un instante creímos que
se había hecho daño. Volvió a levantarse ahogándose de risa.
La tempestad volvió. Las grandes olas de la marejada sonora

52
Michel Henry

de la que sólo sabíamos que tenía su origen en nosotros nos


llevaban en volandas. Lo habíamos olvidado todo, estábamos
juntos, éramos felices.

La marisabidilla de Sandra fue incapaz de abandonarse al jú-


bilo general. Se sentía vejada. Quería la revancha. No perdía de
vista sus insignificantes objetivos, no abandonaba sus insigni-
ficantes funciones. Necesitaba continuar dirigiendo su grupo,
infligiéndonos sus ideas mezquinas e idiotas. Nosotros nadába-
mos en la dicha, estábamos solos en el mundo y resulta que algo
recomenzaba. Su voz silbaba, su rostro estaba descompuesto,
estaba fea.

- Sois unos cobardes, sí, tenéis miedo. Por eso formáis todo
este alboroto, para no escuchar, para ahogar mis palabras en este
escándalo de gente sin personalidad.

Nos desafiaba de nuevo:

- Lo que os hace temblar como pajaritos no son sólo los re-


sultados del análisis, toda vuestra vida está falta de coraje, habéis
venido a refugiaros aquí porque sois incapaces de enfrentaros
a la realidad, de mirar nada de frente. Por eso os refugiáis en
vuestros sueños, en vuestro delirio, vuestra existencia es sólo
una huida alocada a lo imaginario ...

Hizo una pausa, mirándonos de hito en hito con una sonrisa


malévola.

- Rechazáis las drogas. Pero es que no os hacen falta. Voso-


tros fabricáis vuestra propia droga, os perdéis en la humareda de
vuestro opio a lo largo de toda la jornada y odiáis todo lo que
podría disipar esa humareda ... Bueno, os calláis de pronto, ya
no decís nada. ¿A qué esperáis para poneros de nuevo a bromear
como los insignificantes imbéciles que sois?

53
El hijo del rey

Jonathan se puso en pie lentamente. Extendía sus largas pier-


nas, sus brazos, como un águila que bate despacio sus alas antes
de emprender el vuelo. Jonathan es muy alto, lo sabes, tiene el
cabello espeso como un animal salvaje, puede llegar a ser te-
rrible, sus ojos lanzan llamas. Nosotros estábamos deseando
aplaudir, la fuerza de Jonathan irradiaba a su alrededor, traspa-
saba nuestro cuerpo y nos reconfortaba. Si Sandra había creído
impresionarnos con su discurso, se equivocaba. Jonathan toda-
vía no había abierto la boca y ella no era ya más que una cotorra
asustada ante un ave de presa.

Joannes pareció reflexionar, y era una reflexión dolorosa.

- ¡Si lo hubiera sabido, dijo con una voz diferente, si yo lo


hubiera sabido! Me hubiera precipitado sobre Jonathan, lo hu-
biera sujetado por detrás por esa piel de cordero que lleva siempre
sobre los riñones a modo de chaqueta. Le hubiera suplicado: ¡No
respondas, Jonathan, no digas nada! ¡Sobre todo, no te molestes!
Lo que dice no tiene ninguna importancia, ninguna importancia,
hace mucho tiempo que no le prestamos la más mínima atención.

Pero resulta que me callé, me estuve quieto como los demás,


me apoyé en él una vez más, dejando que lo hiciera todo, que lo
soportara todo, la lucha contra los charlatanes, y también nues-
tras pequeñas marejadas en el alma. Siempre había uno que se
venía abajo. Íbamos a buscar a Jonathan, era él quien tenía que
levantarlo. Le infundía su energía, toda su energía, se la daba
todo el tiempo, a todo el mundo. No tiene nada de sorprenden-
te que ya no le quede ninguna, que ...

Joannes lloraba a mi lado. Lloraba como un niño, despacio,


sin ira, en silencio, inmerso en el antiguo río del dolor que lo
arrastraba y al que, sin fuerza tampoco, él se abandonaba. Fui al
armario a coger mi único pañuelo limpio y enjugué las lágrimas
del adolescente.

54
Michel Henry

- ¿Qué dijo Jonathan?, pregunté al cabo de un tiempo.

- Se puso a hablar en voz baja, en medio de un silencio for-


midable. Todos nosotros estábamos pendientes de sus labios,
también Sandra. Si se trata de miedo, decía, el que suscitamos
alrededor de nosotros es mucho más temible que el que expe-
rimentamos. Tiene usted razón, le tenemos miedo a la verdad.
Pero ¿quién puede expresar la verdad mejor que un loco? Un
hombre normal no arriesga, le enseñan a decir sólo lo que se
puede decir, a mentir todo el tiempo. Con un loco también se
está tranquilo, pero de otra forma, eso es así. Se le puede dejar
que suelte lo que sea porque como está loco todo lo que sale
de su boca es insensato. Pero supongamos, precisamente por-
que un loco lo dice todo, que ese discurso insensato se pone de
pronto a parecerse a la realidad y, lo que es más, a lo que está
en el fondo de esa realidad y que nunca se quiere ver. Sería la
desbandada: ¡Ya basta, ya basta! Está loco, hay que encerrarlo,
cerrarle el pico con pastillas y drogas.

Jonathan se acercó a Sandra:

- ¿Quieres que te diga la verdad sobre ti, la verdad que sólo


un loco puede decir?

Se miraban de frente y sin pestañear, muy pálidos los dos, él


inclinado hacia delante, con los brazos separados y las manos
abiertas. Ella había levantado el mentón y sostenía su mirada.

- Lo escucho.

- Eres nula e insignificante, no sabes más que repetir lugares


comunes que escuchas a tu alrededor en las veladas a las que vas
a mostrar tus nalgas a esos señores, no has hecho ninguna opo-
sición, ningún examen, no tienes ningún título para ocupar este
puesto. Lo has obtenido porque te acuestas con el médico jefe,

55
El hijodel rey

te han pasado por delante de cien candidatos más valiosos que


tú. Y por eso te crees con derecho a adoptar esos aires de gran-
deza, haciéndote la importante. Por eso estamos condenados a
sufrir tus gilipolleces, mientras te acaloras y la crema empieza a
derretirse en tus mejillas. Por eso, todo el personal te saluda en
voz baja por los pasillos, los jefes te sonríen y encuentran inge-
niosas tus observaciones. No es a ti, figúrate, a quien hacen la
corte, a pesar de tus colgantes, tus brazaletes en los tobillos, tus
blusas transparentes y tus melones bamboleantes. Antes de deli-
rar sobre nuestra vida supuestamente sexual e infantil, ocúpate
mejor de la tuya, pedazo de puta ...

Y continuó así. Nosotros lo animábamos con exclamaciones,


dábamos pisotones, jaleábamos cada golpe, le dábamos la vuelta
a las sillas y las lanzábamos al aire.

Al principio, la pantera había intentado reaccionar: "No po-


déis admitir la competencia en una mujer, machos orgullosos
que no aceptáis reconocerlo, etc.". Y después se calló. Cuando
salimos estaba desplomada en su sillón, con la cabeza echada
hacia atrás y los ojos cerrados.

A partir de aquel momento, Jonathan cambió. En aquella época


yo compartía con él la habitación. Todavía no lo habían aislado
en el pabellón especial. Cuando volvíamos por la noche, Jo-
nathan se tumbaba con el rostro inexpresivo y la mente ausente.
Yo pensaba que se aburría por mi culpa, que sé tan pocas cosas.
Pero no, le pasaba también con los demás, en mitad de nuestras
bromas se quedaba absorto en sus pensamientos sobre los que
no nos atrevíamos a preguntarle. Marietta, Wanda y Barjone
me llevaron aparte: ¿Qué le pasaba, qué hacía Jonathan cuando

56
Michel Henry

estaba solo conmigo? Yo no sabía qué responder. En cualquier


caso, dijo Wanda , cada vez tiene peor pinta, adelgaza por días.
Sin atrevernos a decir nada, imaginábamos que tenía una en-
fermedad fatal. Para gran vergüenza mía - aunque ellos me
lo habían pedido con insistencia e incluso Barjone me obligó a
hacerlo - me puse a observar a Jonathan. Durante una comi-
da, que se le servía de nuevo en la cama en razón de su extrema
debilidad, entré al cuarto de baño. En el espejo vi cómo tiraba
toda su comida al cubo de la basura. Me aparté de él otra vez
cuando le trajeron el postre, que corrió la misma suerte. Se lo
conté a Barjone. Jonathan eludía nuestras preguntas, pero Ma-
rietta y Wanda acabaron por descubrir la verdad. Al principio
nos sentimos aliviados. Sabíamos que existen enfermedades más
terribles que las del cuerpo y que los hombres, cuando urden
sus complots , golpean a sus víctimas más certeramente que las
leyes ciegas de las cosas.

- A mí también me gustaría saber la verdad.

-Jonathan teme por su vida. Desde que rechazó sus propo-


siciones y se burló de ella públicamente, Sandra decidió enve-
nenarlo. El médico jefe es su cómplice, ella ha bailado desnuda
delante de él para obtener la cabeza de Jonathan.

- ¿Pero, qué estás diciendo?

- Sí, ha vuelto a utilizar el mismo sistema que usó para ob-


tener su puesto.

-¿Qué?

- ¿No lo sabes? Sandra, al principio, no era más que una en-


fermera, con ambición para dar y tomar. Desde que llegó aquí,
se le metió en la cabeza volver loco al patrón, estaba todo el día
a su alrededor, con sus descotes y todo lo demás. No consiguió

57
El hijo del rey

casarse con él porque la mujer de Totor es la dueña de las accio-


nes de la clínica y no quiso venderlas. Sandra debió contentarse
con ser su amante. Él la invitaba a reuniones selectas con sus
compadres. Una noche de verano, con la excusa de que hacía
mucho calor, ella se desnudó completamente, bebía champán
en la botella y Totor, a gatas, le lamía el vino que le chorreaba
por los muslos.

- ¿Cómo se sabe eso?

- Lo dijo Jonathan.

- ¿Es que él hacía de carabina?

-Jonathan lo sabe todo, incluso aquello que no ha visto.

J oannes se volvió hacia mí lentamente:

- A ti, por ejemplo, nunca te ha visto y, sin embargo, sabe


quién eres.

Sí, yo amaba a Joannes, admiraba la sabiduría de sus respues-


tas, la seguridad de su intuición tan superior a la de un adulto.
Deseaba interrogarlo más adelante acerca de aquel al que me iba
a conducir, pero él continuaba su historia:

- Hizo tantas cosas, y tan bien hechas, que esos señores se


convencieron de que a los pobres diablos que somos nosotros
les hacía falta algo más que su ciencia inhumana, les hacía falta
alguien que los comprendiera, que les supiera hablar, sonreír-
les, llevarlos a que se expresaran por sí mismos, a liberarse. En
resumen, se creó, siempre con el dinero de la esposa del patrón,
un servicio complementario de psicoterapia, bajo la dirección
general de la susodicha Sandra.

58
MichelHenry

- ¿No es normal, le pregunté, que un hombre favorezca a la


mujer que ama? ¿No hacen eso mismo los padres con sus hijos?
Antes de que me trajeran aquí, frecuenté durante algún tiempo
cierta universidad: el personal femenino estaba formado por es-
posas, legítimas o no, de los profesores titulares. La vida quiere
las cosas así. ¿No tiene la vida siempre razón?

Joannes me miró atónito. Después se echó a reír:

- ¡Pero... esa pelandusca! Además, no ama a Totor. Desde


que nos reunimos con ella, empezó a echarle el ojo a Jonathan.
Hay que tener en cuenta que Jonathan no es un montón de
grasa, parece una estatua de marfil. Es bello. . . es casi tan bello
como tú.

- ¿Jonathan es quien te ha dicho que Sandra ... ?

- Han sido las chicas. Él le guarda siempre la distancia, ni


siquiera la veía. Eso es lo que ha acabado por sacarla de quicio.

- ¿Crees que verdaderamente ella desea su muerte?

- Jonathan lo cree. Hace mucho tiempo que está preocu-


pado. El personal sanitario tampoco ignoraba ciertamente que
algunos de nosotros rechazaban dejarse drogar. Por mucho que
nos escondamos, nos reconocen sin dificultad, estamos menos
embrutecidos que los demás. J onathan pensaba que los me-
dicamentos que nos distribuían ahora ya no eran verdaderos
medicamentos, eran falsos, sustancias inofensivas destinadas a
engañarnos, placebos. Los verdaderos estaban mezclados en los
alimentos y los tomábamos sin dudar. Hay países, decía él, en
los que se manipula la alimentación de la gente para que pien-
sen todos lo mismo, o para que no tengan ya más hijos, para
que se vuelvan todos dóciles y obedientes o, por el contrario, fe-
roces, si hay que hacer la guerra. Nosotros servimos de cobayas.

59
El hijo del rey

Charles y Marthe eran de la misma opinión: experimentaban


bruscamente cosas raras sin esperárselas y sin poder hacer nada
en contra. Nos roban el pensamiento, afirman, nos hacen hacer
lo que no queremos. Charles, en el fondo, no es malo. Patea las
piedras con todas sus fuerzas para que descarrilen los trenes, es
un impulso más fuerte que él, es muy desgraciado. En su rela-
ción con las mujeres también. Marthe se queja de estar constan-
temente dirigida, no son sólo imaginaciones suyas, experimenta
ciertas sensaciones a su pesar; cuando por casualidad la dejan
salir, acaba en barrios adonde no tenía intención de ir, se en-
cuentra con gente que le grita obscenidades y le propone citas.
Hay un hecho significativo: ya casi no se alimenta y, sin em-
bargo, no se le nota. Marietta y Wanda dicen que tiene pechos
voluminosos y michelines bajo el vientre. El profesor Catalde
prepara, estudiando su caso, una comunicación sobre la nu-
trición paradójica de los histéricos que supuestamente pueden
vivir con casi nada. Pesa meticulosamente lo que ingiere cada
día, la pesa a ella también y gana peso con regularidad. Como
es bajita, ahora es un verdadero tonel. Yo creo que hay algo
sospechoso en todo ello. O bien ella come a escondidas o bien
él le inyecta algo cuando duerme. La prueba es que Jonathan,
que ya no come de veras, está esquelético. Sólo que él no hace
trampas, con él no se hace comedia. ¡Oh! ¡Tengo miedo! ¡Qué
miedo tengo! ¡Jonathan va a morir, José!

Lo había dicho gritando. La onda sonora se hizo añicos contra


las pringosas paredes de la habitación, volvió sobre ella misma,
giró en redondo lentamente antes de debilitarse en su centro y
de acostarse entre nosotros dos en la cama. Los ojos de Joannes
se llenaron de nuevo de lágrimas, de nuevo yo lo reconforté.

- Hicimos lo que pudimos, ¿sabes?Marietta y Wanda bre-


gaban para encontrar alimentos, porque él aceptaba todo lo que
no viniera del hospital. Pero era difícil. Casi no teníamos dine-
ro, no podíamos salir los domingos, teníamos que esconder los

60
Michel Henry

productos que conseguíamos procurarnos, para conservarlos. Y


además esa alimentación no era buena ni equilibrada. Unas ve-
ces naranjas, otras chocolate, otras cebollas crudas. Habíamos
localizado la reserva del intendente en el sótano. A pesar de los
enormes candados de las puertas conseguimos entrar por un
tragaluz cuyo vidrio cortó Barjone. Había arroz, pastas y con-
servas. Pero Jonathan adivinó de dónde lo sacábamos todo y ya
no lo quiso. Entonces cambiábamos las cajas en el exterior por
otras cosas que venían de las tiendas de la ciudad o bien, cuando
conseguíamos salir entre semana, lo birlábamos directamente.
Un día pillaron a Auguste. El gerente, los polis y hasta los clien-
tes se le echaron encima. Pero él, ¿sabes?, se reía en sus narices.
Les dijo que estaba loco. Estaba bastante orgulloso de sí mismo
cuando lo trajeron.

- Mal hecho, dije yo.

- ¿Porque alertaba a los matasanos? Yo también pensaba lo


mismo. Pero no conseguía convencer a nadie. Desde que Jo-
nathan estaba enfermo, era todo una confusión. Cada uno pre-
tendía saber mejor que los demás lo que convenía hacer y no
hacía más que lo que se le ponía entre ceja y ceja. Sólo Marietta
y Wanda llegaban a algún resultado. Barjone también porque
se ponía de acuerdo con ellas y les ayudaba. Yo obedecía a Jo-
nathan y, cuando se callaba, a Barjone. ¡Menos mal que tú estás
aquí ahora!

Las cosas iban bien sólo cuando salíamos los domingos. Jo-
nathan volvía a ser él mismo. ¿De dónde sacaba las fuerzas? Ca-
minaba a grandes zancadas balanceando el torso, reía y cantaba.
Decía montones de cosas que nos esforzábamos en guardar en
nuestra memoria. Nos aconsejaba desconfiar de los títulos y de
la gente que los tiene. Saben aún menos que los demás. Para
arreglar las cosas hacía falta que nos ayudáramos todos. Había-
mos hecho una caja común. Cuando por casualidad cogíamos

61
El hijo del rey

el tranvía, pagaba Barjone. En general, íbamos a pie, aunque


fuera muy lejos. Salíamos temprano, rodeábamos la ciudad por
las colinas, llegábamos al piojoso barrio del este. Era uno de
esos sitios donde le roban a uno todo si es rico y le dan de co-
mer si es pobre. La gente tenía extrañas ocurrencias. No había
ni calles ni adoquinados ni hierba. Cuando soplaba el viento,
un polvo seco irritaba los ojos, papeles sucios volaban en todas
direcciones. Las casas eran diminutas, del mismo color que la
tierra, amarillas por la mañana, rojas por la tarde, a mediodía no
se las podía ver. Estaban cubiertas de ramaje, arbustos espinosos
les servían de cercas. Entrábamos en alguna de ellas detrás de
Jonathan, nos sentábamos en el suelo, al lado de los ocupan-
tes, que no hacían nada. Jonathan hablaba. Parecía conocerlos
desde siempre. Una vieja hacía que le pasaran un plato con al-
gunos patés de carne o con buñuelos, algunos vecinos traían
fruta. Todos lo escuchaban, Jonathan masticaba lentamente sin
siquiera darse cuenta. Sólo se concentraba en lo que les decía.
Para poder irse por la tarde hacía falta franquear el círculo de
oyentes en cuclillas; fuera habían encendido hogueras, algunos
rostros desconocidos emergían de las sombras.

Luego la semana volvía a empezar, más horrible que la ante-


rior. Jonathan ya no reconocía los platos que Marietta y Wan-
da habían preparado especialmente para él, rechazaba todo en
bloque, a pesar de nuestras súplicas. Lo veíamos dar vueltas,
cuando el hambre lo atenazaba , cerca de los cubos de basura
que volcaba buscando un pedazo de azúcar o algunas cáscaras
de patata. O bien se dirigía a las cocinas, intentando robar en
los armarios productos que todavía no hubieran sido manipu-
lados. Los cocineros lo habían sorprendido en varias ocasiones
y lo habían golpeado. Volvía a intentarlo titubeando, a menos
que Joseph y sus acólitos lo condujeran por fuerza a nuestra ha-
bitación. Charles y Marche le habían metido en la cabeza que lo
intentaban envenenar no sólo con los alimentos. Algunos apa-
ratos simulados tras las puertas emitían radiaciones. Los quepa-

62
MichelHenry

saban quedaban contaminados sin saberlo, pero el ruido de los


motores permitía descubrir la burda maniobra. En el momento
en que escuchaba un ronroneo de ese tipo - y en nuestro hos-
pital se oían en cada pasillo -Jonathan se ponía a correr a toda
velocidad y se precipitaba en el parque. Se desplomaba sobre la
hierba, al límite de sus fuerzas, y nosotros nos quedábamos en
silencio a su alrededor, desesperados.

Las noches, sobre todo, eran terribles. Jonathan ya no dormía.


Se daba cuenca de los conciliábulos de Sandra y de los médicos,
que habían decidido eliminarlo sin más dilación. A las cinco de
la mañana aparecerán, había predicho él, entre dos luces, cuan-
do estemos adormilados. Jonathan no perdía de vista su reloj,
seguía con la mirada, anhelante, el progreso inflexible de las
agujas que traía el instante en que vendrían a matarlo. Cuando
quieran apoderarse de mí, decía, escaparé de sus manos.

Una noche que ya no podía más, acabé por ceder al sueño. Un


ligero ruido, o quizás no sé qué instinto, me despertó. Jonathan
estaba subiendo a la balaustrada del balcón. Intenté cogerlo del
faldón de su pijama. Como es más pesado que yo, tiraba de mí
hacia fuera. Me levantó los pies del suelo, aunque conseguí que
quedáramos en equilibrio. Quedamos suspendidos en el vacío,
cada uno a un lado de la balaustrada.

-Te lo suplico, le dije, quédate con nosotros, no nos dejes.

- Debes irte con otro.

- Pero, ¿con quién?

Entonces fue la primera vez que pronunció tu nombre.

El hierro de la baranda me cortaba los brazos. Lo iba a soltar.


Le supliqué de nuevo. Había puesto el pie, sin darse cuenca, en

63
El hijo del rey

el borde del balcón. Conseguí mantenerlo contra la barandilla


y después pedí socorro y acabaron viniendo. No se daba cuenta
de nada, estaba como si ya nos hubiera dejado.

Joannes me cogió bruscamente del brazo. Una súbita certeza


iluminaba su rostro.

- ¡Tú podrás persuadido, sí, tú podrás! Comerá el alimento


que tú le des y no morirá. ¡Ven!

Nunca se sabe si se va a poder entrar en el pabellón especial.


Si en la portería acristalada de la entrada hay una enfermera,
lo pone a uno en la calle sin contemplaciones. Pero se puede
hacer que abandone su puesto un instante para ir a ver a algún
enfermo y en ese momento se puede uno colar. Si, en vez de
una enfermera, hay un vigilante, todo depende del interés que
ponga en la lectura de su periódico. En general, no levanta la
cabeza, uno pasa por delante farfullando algo, un número de
habitación, y se le gana la partida.

Desde que nos vio, Célestine-cara-de-cangrejo se dirigió ha-


cia J oannes a toda velocidad.

- ¡Otra vez usted! ¡Lárguese inmediatamente o entrará usted


aquí de verdad y no saldrá jamás!

Yo quería intervenir, pero mi compañero ya se había dado


media vuelta.

- V amos a pasar por los sótanos.

Igual que Charles, Joannes conocía todo un universo del que


yo jamás me había preocupado. Bajamos una escalerilla antes
de perdernos en un laberinto subterráneo de pasillos y cuartos
oscuros. Una luz verdosa que se filtraba a ratos por algunos tra-

64
MichefHenry

galuces facilitaba nuestro avance. Pero Joannes no la necesitaba,


giraba a un lado y a otro y hacía que nos inclináramos cuando
nos topábamos con alguna canalización colgada del techo. U na
última escalera nos condujo al centro del pabellón silencioso.
Joannes abrió una puerta y soltó una exclamación ahogada. La
estrecha habitación en la que entrábamos estaba vacía. Tuve
tiempo de notar que la ventana tenía barrotes en el exterior y
que las paredes estaban acolchadas. Sobre la cama, sin sábanas,
había dos mantas grises plegadas cuidadosamente. Atadas al so-
mier dos correas de cuero negro colgaban a cada lado. Joannes
fue hasta el armario. Estaba también vacío. Vino hacia mí titu-
beante y yo lo abracé.

Había llovido. Como siempre en tales casos, el acceso al par-


que estaba prohibido. El patio se había llenado de internos que
todavía se valían por sí mismos. Se dirigían allí por costumbre
más que con una finalidad precisa. Permanecían sin hacer nada,
inmóviles la mayoría, ignorando a sus vecinos. En un extremo
del gran rectángulo de suelo asfaltado se alza una especie de
cobertizo. Detrás de él queda un pequeño espacio aislado que
casi siempre está desierto. Precisamente allí me llevó Joannes.

Nlí me esperaba, más que inquieto visiblemente desampa-


rado, el grupito que Jonathan había constituido tan trabajosa-
mente y al que había hecho el don de su fuerza y alegría.

Joannes no tuvo necesidad de presentarme. Tampoco pro-


nunció los nombres de los que me rodeaban, y que perceptible-
mente esperaban algún acontecimiento imprevisto que los salva-
ra. Me miraban codos con una atención extrema, sin apartar sus
miradas de mis ojos todo el tiempo que duró aquel encuentro,

65
El hijo del rey

silencioso casi en su mayor parte, porque las palabras parecían


superfluas para proclamar la formidable certeza que transforma-
ba el fondo de nuestro ser en un bloque de piedra. Ante todos
aquellos rostros transparentes en los que cada uno expresaba,
según algún idioma misteriosamente asociado al pliegue de sus
labios o a la abertura de sus ojos, una sola verdad que nos reunía
allí de repente, yo me preguntaba cómo me había sido posible
estar a su lado sin verlos, sin saltar de gozo con tan sólo adivi-
nar a lo lejos uno de aquellos perfiles, o sin desfallecer, como
Vania, con sólo pensar que no pudiera volver a verlos. Sí, perdi-
dos entre la muchedumbre sin mirada de nuestros desdichados
compañeros, aquellos seres aureolados de luz que me rodeaban
estrechándome, habitados de un deseo desconocido por ellos
mismos, me devolvieron de pronto la conciencia de mí mismo
y de lo que yo había venido a hacer entre ellos.

Acercándome a cada uno, los fui saludando. Reconocí a Barjo-


ne, enérgico y dulce, con miles de pequeñas arrugas rojas irradian-
do de sus ojos, medio cerrados por haber soportado demasiado
tiempo el brillo del mar, a Archag, cuyo aspecto hosco expresaba
una furiosa necesidad de comprender, y a Jude, al que una tor-
tura interior impedía confiarse del todo. A su lado estaba erguida
Wanda, esculpida a grandes trazos por algún artista cercano a la
tierra. Sus pómulos marcados, sus ojos tan azules, su cabellera
dorada suelta hasta la cintura, recogían, exaltándola, la potencia
silenciosa de las grandes formas naturales. Wanda se abandonaba
al juego de esa potencia interior, la experimentaba desde dentro,
pero, como muy mujer que era, la percibía también desde fuera
como una apariencia exterior de cuyo encanto era consciente.
Había sufrido mucho y ese sufrimiento, que atenuaba el vigor de
sus facciones y hacía que sus párpados parecieran algo cansados,
alejando de ella para siempre toda pretensión, le daba a su en-
canto más naturalidad y una especie de calma bienhechora. Por-
que no estaba resentida con la vida por tantas heridas, solamente
buscaba comprenderla mejor para darse más plenamente a ella.

66
Michel Henry

Marietta se escondía detrás de Wanda. Pero yo sólo la vi a


ella. ¿A partir de qué arquetipo, conocido sólo por ellos, ha-
bían elegido los dioses modelar aquella cara, para que su diseño,
de una perfección casi excesiva, obligara al espectador cautivo a
reproducir su trazo indefinidamente en él? Marietta había na-
cido de la voluntad de la vida de golpearnos en la cara para
forzarnos, de una vez, a percibirla en todo su esplendor y a no
olvidarla más. Y, sin embargo, ante aquella fisonomía junto a la
cual el mundo se descomponía inexorablemente, era difícil no
experimentar una especie de desasosiego debido a la apariencia
tan frágil de aquella desconcertante belleza. Como si, aflorando
bajo la carne, agitando con un temblor imperceptible los labios
demasiado finos y los dedos alargados, recorriendo con un es-
tallido fugaz toda la sustancia de aquella efigie delicada, una
pasión demasiado viva, una sensibilidad exacerbada, amenazara
desde el interior su endeble equilibrio. Marietta parecía no ser
más que el envoltorio de un espíritu sufriente, y era imposible
contemplarla sin sufrir. El sufrimiento de Marietta era distinto
del de Wanda. No era aquel largo cortejo de catástrofes y de
dramas, aquella sucesión inverosímil de miserias, de violencias,
de abusos y de chantajes de toda especie con los cuales se había
confundido hasta entonces la joven polaca. Ninguno de esos
golpes con los que el destino gusta a veces de abrumar a un solo
ser, concentrando sobre él los males más extremos y refinados,
fue reservado a Marietta. Su desdicha fue mayor, era inapela-
ble, tenía su principio en ella misma. Hipernerviosa, magnética,
captora de los fluidos de la atmósfera, Marietta se comunicaba
telepáticamente con todo lo que hay de frustrado y de absurdo
en el mundo, y su angustia no tendrá fin. La cercanía de una
tempestad, el gemido de un animal en la otra vertiente de una
colina, el hambre de un niño, el nacimiento de un pensamiento
perverso, le causaban una inquietud atroz y, con las piernas tulli-
das de dolor, se veía obligada a sentarse. Lo percibía todo, todo
le hacía daño y le dolía todo el cuerpo. Lo que Catalde llamaba
dolores errabundos de la histeria - como si una palabra pudie-

67
ELhijo del rey

ra exorcizar la inmensa pena que atraviesa la tierra, sustituirla o


abolirla - estaban ligados en todo su cuerpo a cada fragmento
del universo por medio de algún filamento invisible que, al en-
trar en resonancia con dicho cuerpo, hacían que ella sucumbiera
a la suma de todas sus vibraciones. También el pasado y el por-
venir están ante sus ojos. En su memoria enferma, ella vuelve a
ver todo lo que un día fue causa de oprobio. Cada crimen de
la raza pérfida, cada dolor demasiado fuerte para quien ya no
podía más, deja una ligera señal en las comisuras de su boca,
todas las fechorías de una larga historia están en una sola de sus
sonrisas, en la mirada ansiosa que ella dirige a su alrededor. Lo
sabe todo, pensaba yo contemplándola fascinado, lo comprende
todo. Y cuando la aventura recomienza, adivina su final, todo
tiene para ella un aspecto de algo ya visto y flota en una bruma
un poco triste. Le hace falta una gran fuerza para vivir.

Según Catalde, sus enfermos son unos neurasténicos. Mire


usted a Marche, me dijo, es una persona inteligente e infinita-
mente estimable. Dejó una familia acomodada para irse a vivir
entre los pobres y compartir su penuria. Con su salario de obre-
ra sin cualificar se esforzaba en ayudar a los que la rodeaban en
el miserable entorno que ella había elegido. Llegó a acoger a una
prostituta que quería salvar. ¡Quería salvar el mundo! Vea usted
el resultado. La poca energía de la que dispone la ha derrochado
en múltiples actividades, que la dejaban agotada con sólo ima-
ginarlas. La quieren tanto las rameras del barrio que tuvieron
que traerla literalmente hasta aquí porque ya no tenía fuerzas ni
siquiera para caminar. Todavía hoy se interesa por montones de
cosas, inicia toda clase de estudios, me reclama una cantidad de
libros que no es capaz de aguantar en sus manos. En su deseo de
conocerlo todo quiere recorrer el mundo y se prepara para hacer
grandes viajes. Después de haber metido algunos andrajos irri-
sorios en una pañoleta anudada y de haberse conseguido algu-
nas monedas, se derrumba en una silla antes de haber llegado a
la puerta de su habitación. Estos enfermos son unos veleidosos.

68
Michel Henry

Y mire usted también a Marietta - aquí Catalde me echó una


mirada de reojo, pero yo he aprendido a acallar mis sentimientos
y permanecí impasible. A Marietta, que, se lo confieso a usted,
es alguien completamente excepcional y de una gran distinción,
no se le ha metido otra cosa en la cabeza, también a ella, que
socorrer a sus vecinas, principalmente a las que no le agradan.
Se afana en torno a Florence para ponerle una almohada bajo la
cabeza o hacer que coma o beba cuando la otra se niega obstina-
damente, no la deja desnudarse en público o entregarse a actos
obscenos y recoge sus vestidos esparcidos por todos los rincones.
Bien, si observo a Marietta sin que sospeche que lo hago, me doy
cuenta de que se vence muy rápidamente cuando se enfrenta con
esa furia, resulta que, aun haciendo como que la ayuda, se aferra
a ella para no caer. He llegado a sorprenderla representando mí-
micamente gestos de asistencia que verdaderamente no realiza-
ba, pasa vagamente la mano por encima de la cabellera de Solan-
ge, como si la peinara, acerca a sus labios un vaso imaginario y
le dice: "Bebe, pequeña, te sentará bien, pero no así, tan rápido,
más despacio", y hace como si secara las gotas de la sábana. No la
acuso de fingir, además, precisamente es incapaz de hacerlo, está
tan cansada que ya no distingue lo real de sus quimeras.

Siempre me he esforzado, en mis relaciones con Catalde, en


hacer gala de la misma cortesía que él usa para conmigo, pero
aquella vez me costó mucho, lo reconozco, conservar la calma.

- Pero ¿por qué está tan cansada, señor profesor?, le pre-


gunté en un tono un poco vivo. Porque es una neurasténica,
supongo, es decir, precisamente por estar tan cansada ...

Caminábamos con ese paso lento que generalmente se adop-


ta cuando el interés intelectual de una conversación ya no es
discernible del placer que procura. Catalde se detuvo en seco.
Bajo el cabello gris, la cuidada máscara del sabio se endure-
ció un instante, unas leves arrugas aparecieron en sus sienes, la

69
El hijo del rey

venda transparente de la incomodidad se enrolló en nuestros


puños inmovilizando nuestros brazos como los de un recluta en
posición de firmes. Y después, sin una palabra, reanudamos la
marcha armónicamente por un universo devastado.

Pero yo, detrás del pequeño cobertizo, rodeado de mis nuevos


amigos, yo que veía a Marietta por primera vez y que, inclinado
sobre ella, deslumbrado, me sumergía a través de su mirada di-
latada hasta el trasfondo de su alma, sabía qué inexplicable desa-
sosiego la hacía desfallecer y por qué, cuando los sanitarios o los
guardias le ordenan la acción más simple, su cuerpo se niega
repentinamente. No es la fiebre de ninguna enfermedad lo que
colorea súbitamente sus mejillas descarnadas, lo que hace brillar
con una llama demasiado viva sus ojos demasiado grandes, sino
el exceso de lo que comprende y de lo que siente. Todos noso-
tros elegimos con precaución en el amenazante universo que
nos rodea pequeñas cosas que nos convienen y que satisfacen
algún interés sin importancia. Y nos basta con el miedo de cada
día. ¡Oh Marietta, sacudida como la hoja de un álamo por to-
das las tempestades del mundo, atravesada por más flechas que
el santo atado a la columna, no sucumbes por debilidad, sino
por tu poder y preguntaré a Catalde qué ser dotado del don de
una doble vista y que lo sabe todo sería capaz de soportar lo
que ve! Pero Marietta sigue mirando a otros lugares, tiene otra
cosa en mente, la miseria de los desdichados de aquí abajo no le
basta. En el brillo de sus ojos hay como una forma permanente
de rechazo de todo lo que es vil y de negación del presente.
Nada encuentra gracia ante ella, y todo la abruma un poco más.
"Cuando me habla, me dijo un día Wanda, tengo la impresión
de ser una sirvienta, ¡es insoportable!". Y yo pensaba: ¡Ojalá que
ella pueda soportar a Wanda y a todos los demás, ojalá que la
perfección inscrita en su carne y que irradia de ella pueda no
hacer de su estancia entre nosotros algo demasiado horroroso,
oh sí, ojalá que ella pueda ser más fuerte que lo insoportable,
ojalá que ella pueda no estar loca!

70
Michel Henry

Yo iba hacia ella cuando, separándose de otro grupo que se


mantenía un poco en segundo plano, una extraña silueta se
puso en movimiento. Me preguntaba qué hacía que su forma
de caminar fuera tan titubeante y como entrecortada cuando
me di cuenta de que avanzaba de puntillas, como una bailarina
- aparte de eso, no tenía nada de esbelta ni de aérea, parecía
más bien un tapón de alberca, aunque extendía los brazos a los
lados, no para volar, sino con el único fin de mantener un pre-
cario equilibrio.

- Es Marthe, me susurró Joannes.

Le llevó tiempo franquear los pocos metros que nos separa-


ban, con los pies tensos prolongando exactamente la línea de la
pierna rígida y temblorosa, rozando apenas el alquitrán con su
extremidad, mientras que todo su cuerpo se contraía torpemen-
te en una actitud crispada y forzada que era evidentemente el
efecto de aquella forma de moverse tan singular y poco natural.

- ¿Ves?, me dijo cuando llegó a mi lado, no toco el suelo,


floto en el aire y así todo el tiempo. Me mantengo en una eleva-
ción constante que los médicos no pueden explicar. Dicen que
no es posible, que me apoyo en tierra, por poco que sea, cuando
en realidad hay como mínimo un centímetro entre mi zapato
y el suelo.

- Toda lo más un milímetro, afirma Catalde, ¡como si flotar


a un milímetro del suelo fuera menos milagroso que hacerlo a
un centímetro!

- Al no estar apoyada en nada , estoy en una posición muy


inestable. Cuando corre viento, doy vueltas y giro sobre mí mis-
ma como una hoja muerta, hago mil piruetas y corro el riesgo
de salir volando de verdad. Si la borrasca es demasiado fuerte,
me voy dentro tan rápido como puedo pegándome a las pare-

71
El hijo del rey

des, tengo miedo de que una ráfaga me lance por encima de los
tejados. ¡Soy tan ligera!

Por eso no como, a pesar de todas sus presiones. Querrían


que perdiera mi privilegio, que es un insulto a su mediocridad.
Un día, Catalde vino a buscarme muy amable y me propuso
comprobar científicamente mis "pretensiones". Pretende que
cuando estoy en estado de levitación debo pesar menos que de
ordinario. Como estaba cansada, consiguió que yo admitiera ese
principio. "Avíseme usted de su próxima ascensión". Cuando
ocurrió, me colocó en una balanza para constatar triunfalmente
que siempre indicaba el mismo peso - ¡sesenta kilos ochocien-
tos gramos para mi metro cincuenta y uno! Creía que me había
convencido con su subterfugio, pero ¿qué demuestra eso? Que
me mantengo en el aire a pesar de mis sesenta kilos, y se acabó.
¡Lo cual es aún más sorprendente! Y además, ¿qué tiene que ver
un milagro con sus viejas balanzas?, me atrevo a preguntarle a
usted. De hecho, Catalde estaba furioso, no comprende nada,
tampoco comprende cómo, sin comer nada, siempre conservo
el mismo peso. Es más, estoy algo más corpulenta.

Se acercó más y, con su vestido pegado al cuerpo, se metía


los dedos entre los pliegues del vientre. De pronto levantó ha-
cia mí una fisonomía asombrosamente vulgar. Sólo su mirada
atormentada me gustó, como si toda la pasión misteriosa de esta
mujer se hubiera refugiado en ella.

- Bueno, José, dime, tú que lo sabes todo, ¿estoy en contac-


to con el suelo, sí o no? Podrás comprobar por ti mismo que
cuando llueve a cántaros la suela de mis sandalias sigue total-
mente seca; si me das la orden de estirar el pie tanto como me
sea posible para alcanzar el suelo, haré lo que pueda, pero no
estés seguro de que llegue a tocarlo, despego como un avión.
¡Fíjate, mira!

72
MichelHenry

Se alzaba más, todo su ser vibraba por el esfuerzo que abo-


targaba la carne violácea de sus mejillas caídas y le cortaba el
aliento. ¡Cómo puede estar así horas enteras, pensaba yo, qué
terrible esa energía que equivoca su objeto!

- Lo importante, dije, es que seas buena.

Pareció sorprendida, más que decepcionada, por mi respues-


ta.

- ¿Buena?... Pero ¿cómo se puede ser buena en un mundo


tan malo? Pasan cosas terribles en los suburbios. No voy ni si-
quiera los domingos, por temor a que me rapten. En algunas
casas se comercia con mujeres, las más jóvenes se las dan a viejos
perversos, a las viejas las arrastran a sótanos y las despedazan vi-
vas, luego venden los trozos a saldo en carnicerías humanas para
consumo del público. La gente finge no darse cuenta del extra-
ño gusto que tiene la carne cuando se la sirven en espetones para
hacer menos reconocible su origen. Pero ¿y el olor?, ese atroz
olor a grasa quemada que se extiende por todas partes en torno
a los asaderos y que oprime la garganta desde que acerca uno la
nariz. Todo eso pasa por la noche, las bandas de asesinos aúllan
y cantan a voz en cuello para disimular los gritos de sus vícti-
mas. Algunas madres ahogan a sus hijos fingiendo que los lavan
en tinas, antes de echarse en brazos de sucios porteros borra-
chos. La policía acaba de descubrir bajo las murallas escondrijos
llenos de osamentas, pero se ha echado tierra al asunto. Había
demasiados políticos comprometidos y además ese comercio es
general. Aquí mismo ...

- ¿Aquí mismo?

- Cualquiera de los guardias puede recibir la orden de ma-


tarnos en cualquier momento. Afilan sus machetes en la cocina
mientras dormimos y se los esconden en las batas durante el día.

73
El hijo del rey

Van y vienen esperando la señal. En el momento en que uno de


nosotros empieza a molestar, lo eliminan.

- Pero, ¿qué dices?

-Jonathan ...

El círculo se cerró alrededor de nosotros dos. En todas aque-


llas caras ya familiares descubrí una expresión de duda que, en
Jude y en Wanda, llegaba hasta el esbozo de una sonrisa y, al
mismo tiempo, a una imprevista inmovilidad de la mirada, a
una inquietud sin límites, como si, la sola evocación del maes-
tro que acababan de perder hiciera que los desatinos más ex-
travagantes se transformaran de repente en evidencias de una
realidad trágica.

Marthe pareció disfrutar de su éxito.

-A todos los asesinos, volvió a decir con sosiego, se les plan-


tea el mismo problema, hacer desaparecer el cuerpo de sus víc-
timas. Aquí el problema se aborda científicamente.

Se volvió con cierto aire de solemnidad, señalando tras ella


una especie de hangar de una sola planta que unía los dos cuer-
pos principales de los edificios del sanatorio y que cerraba el
patio más allá del pequeño cobertizo. Sus paredes metálicas no
tenían ninguna abertura excepto algunos ventanales altos que
prolongaban el tejado vidriado. Aquella construcción prefa-
bricada, parecida a la nave de una fábrica, contrastaba con los
sólidos edificios donde nos alojábamos, pero no rivalizaba con
ellos más que por su fealdad. Estaba atravesada además por una
chimenea de ladrillo de una anchura y una altura excepcionales.
El dedo de Marthe apuntaba exactamente al extremo de aquel
monstruoso tubo y, con la mano levantada, pivotando lenta-
mente sobre la punta de los pies, nos miraba con desdén a uno

74
Michel Henry

tras otro, suplicándonos encarecidamente que nos abriéramos


de una vez a una verdad que no queríamos ver.

- Lo llaman las cocinas, dijo con voz sarcástica, y también


están ahí, según esos señores, la lavandería y no sé qué más co-
sas. Pero nadie ha llegado a ver los subterráneos. Están llenos
de hornos inmensos, ahí es donde queman los cadáveres que se
quieren quitar de encima. Nada de formalidades ni papeles que
rellenar, nada de rendir cuentas, nada de huellas. ¡Unos gramos
de carbón y ... ese humo!

Un humo opaco salía intermitentemente bajo la capucha de


la alta chimenea, se sucedían sin tregua bocanadas de un va-
por negruzco, cada una diseminando en el aire la precedente,
y desapareciendo a su vez empujada por otra nueva, como si,
agazapada en las entrañas de la tierra, aquella maquinaria in-
fernal, aquel animal monstruoso no cesara de escupir al cielo
las miasmas de sus pulmones corruptos. Y nosotros seguíamos
embelesados el jadeo de su respiración ardiente que el viento del
norte se llevaba a toda velocidad, desplegando inmensas ban-
deras grises que flameaban un instante antes de desgarrarse y
desaparecer tras los tejados.

Juntando sus manos por encima de la frente, Marthe hizo


como una copa que desplazaba a derecha e izquierda haciendo
el gesto de recoger, al término de su invisible caída, las partícu-
las de un fino polvo de hollín que la borrasca olvidaba llevarse
y cuya presencia se percibía por momentos cuando sus gotitas
aceitosas se pegaban a la piel.

- Son las cenizas de Jonathan.

Y luego, como si todo se hubiera consumado y no hubiera


ya nada más que decir, bajó las manos: separando las dos pal-
mas, despegando los dedos, Marthe deshizo la copa y dispersó

75
El hijo del rey

su contenido antes de recomenzar sus movimientos de pájaro


herido. Daba pasitos rápidos, describiendo una larga curva: le-
vantando los codos, giraba sobre sí misma, una vez, dos veces,
sin romper la línea de su trayectoria curva. Se apoyó en una
columna del cobertizo, recuperó el equilibrio y desapareció sin
volverse.

Todas las miradas se dirigieron a mí, se apoyaban en mí, me


tocaban, me atravesaban, me suplicaban, querían saber, yo de-
bía saber, yo debía responder.

-Jonathan no está muerto , dije; no morirá jamás.

- ¿Y las pretensiones de Marthe?

Era Jude, cuyo acento atormentado oía yo por vez primera.

- Está cansada. Comienza a creer en lo que ve.

- ¿Qué vamos a hacer?

- Lo que dijo Jonathan. Visitaremos a los demás enfermos


y les llevaremos libros, hablaremos con ellos. Iremos a los su-
burbios. Aceptaremos los alimentos del hospital pero nunca to-
maremos ninguna droga. Impediremos que las tomen los otros
y entonces se unirán a nosotros. Nos reuniremos todos los días
aquí o, cuando el parque esté abierto, en la pequeña colina ro-
deada de pinsapos y cipreses.

Allí era, me informó Joannes un instante después, donde ellos


se encontraban con Jonathan. Esa coincidencia les pareció un
signo. Los rostros se distendieron, la brisa del norte insuflaba en
nosotros una especie de alegría ligera.

- Confiamos en ti, exclamó Marietta.

76
Míchel Henry

Como yo había dicho que Jonathan no había muerto, algu-


nos creyeron reconocerlo varias veces en diversos lugares. Ar-
chag y Barjone lo vieron una noche cenando tranquilamente en
un albergue. Pero, cuando, abriéndose camino entre la gente,
llegaron a la mesa que ocupaba, estaba vacía. Otros contaron
que lo habían visto en el barrio gitano recitando poemas a los
que le ofrecían buñuelos. Se dijo incluso que un domingo, ha-
biendo ayunado él durante toda la semana, se encontró con
el cortejo nupcial de la hija de un rico comerciante. Interpeló
sin miramientos a los opulentos convidados y ellos, espantados
ante aquel gran cuerpo desarticulado, se detuvieron.

- El día del juicio, les espetó, os preguntarán si comprendis-


teis lo que vine a explicaros y os veréis obligados a responder:
No, no comprendimos nada, no lo entendimos, ni siquiera sa-
bíamos de qué nos hablaba. Entonces os preguntarán: Lo en-
contrasteis un domingo, en la boda de una de vuestras hijas, te-
nía hambre, ¿le disteis al menos de comer? Si podéis responder
que sí, se os perdonará mucho.

Se lo llevaron con ellos y, el día del juicio, se les tendrá en


cuenta. Otros, finalmente, aseguraron que Jonathan había vuel-
to y que era yo.

Pero aquel día, no dijeron nada de eso. Se apretaban a mi al-


rededor, yo sentía claramente sus respiraciones, nuestros dedos
y nuestras miradas se mezclaban. Cuando resonó la carripana
que nos reclamaba a nuestras habitaciones, me escoltaron hasta
el edificio de los hombres. En el momento de separarnos, Ma-
rietta se las arregló para quedarse un instante junto a mí.

- Sé quién eres tú, me dijo cuando estuvimos solos. Pero tú,


¿sabes quién soy yo?

- ¿No eres Marietta?

77
El hijo del rey

Pareció divertirse. Al ver cómo se animaba su fisonomía y


cómo la luz la coloreaba de matices delicados, yo pensaba en
cestos de frutas y en pájaros escondidos entre el follaje. Me
asombraba al ver hasta qué punto había sido creado para la fe-
licidad aquel ser demasiado perfecto. Puesto que sufre más que
los demás, pensaba yo, la dicha que conocerá no tendrá límite.

- Marietta es un apodo tras el que me oculto. Sólo tú co-


nocerás mi verdadero nombre y lo guardarás en secreto . Yo soy
Lucile.

Sonreí a mi vez acordándome de haber atribuido su belleza


fatal y un tanto extraña a un imaginario origen italiano. Pero
Marietta, o mejor Lucile, se había puesto seria e incluso había
adoptado una actitud algo grave.

- Soy, como tú, de ascendencia real y precisamente de la


misma que la tuya. Tú me perdiste hace mucho tiempo y hoy
me vuelves a encontrar. Soy tu hermana .

Sin dar tiempo a que el estupor se apoderara enteramente de


mi persona, me dejó bruscamente. Yo seguía su silueta llena de
gracia a través del patio desierto y me decía: Ella sí que se desliza
sobre el suelo sin rozarlo , sí, es verdad, ella no ha sido formada
del barro de los ríos.

Lo que ocurrió durante los días que siguieron a mi encuentro


con el pequeño grupo apiñado detrás del cobertizo fue algo,
no temo en absoluto asegurarlo, completamente extraordina-
rio. Aquellos seres machacados por la desgracia, encerrados en
sí mismos, abandonados por sus familias, sin amigos , sin más

78
Michel Henry

interlocutores que profesionales que disimulaban mal, tras sus


sonrisas prepotentes, su profunda indiferencia ante el intermi-
nable desfile de aquel rebaño de réprobos sin ningún proyecto
en el que amontonar los minutos y las horas de su existencia
lamentable, sin porvenir, sin más amor que el de su vida perdi-
da - y quizás ese amor se transformaba fácilmente en odio-,
todos aquellos histéricos, delirantes a títulos diversos con mayor
o menor gravedad, fóbicos, maníacos, depresivos, anoréxicos,
bulímicos, qué sé yo, que habían creído ver despuntar una luz
en su noche y que acababan de perderla, aquellos a los que la
brusca partida, o mejor, digámoslo, la muerte de Jonathan de-
jaba más desamparados de lo que estaban antes, todos, desde
que me vieron la primera vez, se llenaron de una misma alegría
inexplicable que ya no los dejaba.

Se dirá que yo llegaba en buen momento, que ocupaba un


sitio libre y les devolvía la esperanza, que transferían sobre mí el
peso de aquel gran deseo que Jonathan había sabido despertar
en ellos. Se dirá todo eso y muchas cosas más, se explicará todo
lo que se quiera, pero lo que las explicaciones nunca podrán ha-
cer es que un hombre experimente de pronto un sentimiento, es
inundarnos de aquella ebriedad que le sacaba solemnemente la
lengua al mugriento universo en el que por poco no habíamos
perecido, a los olores de los desinfectantes, a la espera sin fin
ante las puertas de los médicos, a los medicamentos y lavados
de todas clases, a la cocina grasienta, a Célestine que siempre
acudía jeringa en mano como un escorpión con el aguijón le-
vantado. Todo se transfiguró. Las cosas más simples se revistie-
ron de un encanto imprevisto, los tiradores de las puertas, las
barras metálicas de las camas que relucían en la penumbra. Nos
quedábamos pasmados ante una silla vieja, una lata de conserva
herrumbrosa, una cuchara de acero inoxidable.

- ¡Oh, oh, oh!, exclamábamos sin que nos importaran los


espectadores atónitos que se llevaban el dedo a la sien en cuanto

79
El hijo del rey

les dábamos la espalda. Haciendo nuestra ronda, los que iban


conmigo quedaban liberados de sus preocupaciones. Charles
dejaba de importunarnos con sus obscenidades y sus lamenta-
ciones. Daba golpes en las paredes, se reía a propósito de todo e
incluso sin propósito alguno, pero nadie se quejaba porque todo
el mundo estaba contento. Marche, siempre de puntillas, giraba
sobre sí misma como una peonza, aleteando con sus manos para
acelerar su rotación. La cara jovial de Barjone nos comunicaba
su confianza. Archag, que en otro tiempo había asombrado a
su prójimo con su vasta cultura, Archag, a quien el espectáculo
abrumador del mundo había tenido durante diez años en el más
completo mutismo - a quien un médico residente con zapatos
amarillos había clasificado entre los esquizofrénicos -, reencon-
traba de pronto su genio, las ideas afluían a su espíritu revigori-
zado, se sucedían tan rápido que apenas podía captarlas. Si se es-
forzaba por refrenar su flujo ininterrumpido y fijaba su atención
en alguna de ellas, esa idea se hinchaba como un globo luminoso
y en su halo mágico el mundo cambiaba, ¡el rostro de T otor se
hacía inteligente, el de Célesrine dejaba de parecer un adefesio!
Sentados a sus pies, lo escuchábamos reventando de risa, a él, al
mudo que había recobrado la palabra pero que, urgido por noso-
tros cuando estaba bebido a comunicarnos en detalle las transfor-
maciones alquímicas de sus conceptos, se esforzaba en vano por
describir sus evoluciones fantásticas , su nuez subía y bajaba como
un ascensor estropeado, sus labios se agotaban siguiendo el movi-
miento, su lengua se trababa y resulta que se ponía a tartamudear
como en la época de su infancia, sometida a una madre castra-
dora. Yo me levantaba y le ponía la mano en el hombro: boca,
cejas y nariz volvían a su lugar, el bello rostro semita recobraba
su aspecto sombrío y grave, un instante después reaparecían en
sus ojos medio cerrados el resplandor y el brillo del ingenio. Y
después, como los hilos entrecruzados de un surtidor, nuestras
risas caían, el estrato profundo de nuestra alegría se reformaba,
reabsorbiendo todo en ella, nuestros gritos y nuestros miedos,
nuestra agitación momentánea, nuestros silencios imprevistos.

80
Michel Henry

Sí, lo más notable de todo fue que, maravillados unos de


otros, nos descubríamos sorprendidos a nosotros mismos, en
una perfecta indiferencia de lo que experimentábamos con res-
pecto a lo todo lo que ocurría, en la inmovilidad de aquella
gran dicha que ya nada podría arrebatarnos. Que hacía buen
tiempo, íbamos al parque, nos dábamos las manos, caminando
despacio , cogiendo una brizna de hierba, inhalando un olor,
escuchando los pájaros . Cuando llovía, frioleros, nos estrechá-
bamos bajo el pequeño cobertizo . Hablábamos y éramos felices,
nos callábamos y éramos felices. Éramos felices al levantarnos
por la mañana, pensando en mil cosas, no pensando en nada,
sabiendo que las chicas vendrían a buscarnos por la tarde. Ve-
nían y éramos felices. Cuando algún enredo de los vigilantes, un
examen obligatorio o alguna visita las retenían en su pabellón,
un gran silencio hacía más audible la inmensa certeza que nos
indignaba. Algo indestructible había prendido en nosotros .

Que no se me malentienda sobre la causa de tal felicidad. Era ,


por supuesto, la felicidad de estar juntos. Y para todos aquellos
desheredados rechazados por el mundo que , como Vania, se
habían encontrado un día tirados sobre un camastro en el fondo
de nuestra prisión, teniendo como único pensamiento el rumiar
indefinido de los mismos acontecimientos dolorosos , ¡qué me-
tamorfosis, en efecto, qué felicidad, levantarse, correr hasta los
otros y no estar nunca más solos! Pero yo os pregunto qué mila-
gro hizo que aquello ocurriera. ¿Qué fiebre los despertaba de su
torpeza , qué fuerza, liberando a cada uno de sí mismo, los em-
pujaba hacia delante ? ¿Qué quería también Vania , que nunca
había encontrado nada , sino su propia desesperanza? ¿Qué bus-
caba en aquellos lugares desolados, o mejor, a quién, a quién?

Desde por la mañana, desde que nos daban autorización para


dejar la habitación, yo los oía llegar y reunirse al otro lado de mi
puerta, cada vez más numerosos, sin atreverse a entrar , hablan-
do en voz baja e impacientándose. Cuando yo fingía dormir,

81
El hijo del rey

Joannes se acercaba de puntillas, entreabriendo la hoja de la


puerta. - ¡Chitón, decía, José duerme aún! Entonces se aleja-
ban un poco, calmos a pesar de la espera, penetrados ya de la
gigantesca felicidad que iba a estallar a mi sola vista.

Si, por el contrario, me levantaba temprano - me gustaba


caminar descalzo por la hierba fría, reflexionar cuando la noche
moría, presentir sobre los troncos de los pinos de Alepo las pri-
meras luces del alba -, la insignificante tropa reunida ante el
número 22 se agitaba de golpe, traspasada de cierta inquietud,
alguno expresaba una duda sobre mi presencia, otro se resigna-
ba a llamar a la puerta. J oannes hacía aparición, llegaba a mi
cama vacía.

- ¡Es verdad, no está!

Era la desbandada. Yo debía estar en alguna parte del parque


y corrían a buscarme. En principio, estaba prohibido salir an-
tes del desayuno, pero ¡qué importa! Por itinerarios tortuosos,
pasando por los sótanos, evitando los puestos de enfermería o
a los jóvenes médicos que, entre ellos, adoptaban cierto aire
de importancia, se deslizaban al exterior y se lanzaban en mi
busca por grupos, pretendiendo todos ellos conocer mi rincón
favorito. Los veía surgir de entre los bosquecillos, atravesando
los espacios vacíos. Y luego se inmovilizaban de golpe, dudando
qué dirección tomar, antes de salir a grandes zancadas y des-
aparecer de nuevo en el bosque. Agazapado tras una cerca de
rosales, yo los dejaba hacer. Pasaban una y otra vez, jadeando
trabajosamente, impacientes y nerviosos, interpelándose entre
sí y llegando a discutir. - Os digo que está en la colina. -
¡Venimos de allí! - Entonces, ¿dónde? Yo me iba a escondidas
hasta el lugar que acababan de dejar y donde me descubrían
estupefactos, momentos más tarde, inmóvil en la cima de la pe-
queña cumbre, con los brazos abiertos, los ojos medio cerrados,
el rostro ofrecido a la luz de la mañana.

82
Michel Henry

- ¡Estabas ahí, exclamaban rodeándome, estabas ahí y no lo


sabíamos!

Tuve ocasión de aprender, si es que no lo hubiera sabido ya,


que la alegría de aquí abajo les parece a todos tan inverosímil que
la única forma en que cada uno intenta seducir a su hermano es
haciéndose pasar por más desgraciado que él. Pero en nuestra
dicha, demasiado aparente, había algo más que incongruencia,
había una especie de insolencia que paseábamos, muy a pesar
nuestro, en nuestras fisonomías en éxtasis y que no tardarían en
hacernos expiar. Porque si, al fin y al cabo, nadie cree en la feli-
cidad, ni siquiera los rebosantes de salud y los ricos, ni aquellos
profesores cargados de honores y sus ayudantes perfumados que
giraban a su alrededor como enjambres de avispas, ¿no era into-
lerable ver a los más desamparados en posesión de aquello que
ni el trabajo excesivo ni la valentía ni la bajeza pueden procurar?
¡En sus ojos era donde estaba la resignación, y allí donde ellos
creían no percibir más que angustia, sufrimiento implorante,
miseria muda, aparecía ante sus narices una vida todavía virgen,
una vida que salía corriendo detrás de mi persona, con la inten-
ción demasiado evidente de huir de ellos y de estar conmigo, con
el chiflado del 22, con el hombre de la corona invisible, que ellos
se esforzaban vanamente en acorralar en la red de su ignorancia!

Yo comprendía su furor y por qué, aun fingiendo dejarme


libre, se esforzaban en controlar y minimizar mi actividad. Pri-
mero estaba la sistemática denigración de aquella alegría que
hacía irrupción sin deberse a ningún acontecimiento feliz -
precisamente de ese tipo no ocurrían nunca - ni tampoco a sus
pastillas. Pero, ¿de verdad era alegría? ¿No consistía más bien en
una falsa percepción - entiendo también a los jóvenes médicos
residentes siempre forzados a encajar sus observaciones en los
esquemas académicos recién aprendidos - de ese estado de es-
tupor en que viven los más embrutecidos, de lo que ellos llaman
estado de idiocia?

83
El hijo del rey

Nosotros también conocíamos a la perfección aquel estado


por las visitas que, según el deseo de J onathan, hacíamos a esa
clase de enfermos, como a todos los demás de nuestro sanatorio.
Los tenían agrupados en salas contiguas a los despachos de los
médicos, no porque tuvieran necesidad de cuidados más delica-
dos o frecuentes, sino sencillamente, decía Jude, porque siem-
pre están tranquilos y no hacen ruido. Los encontrábamos sen-
tados en sus camas, cabizbajos, con los brazos colgando, caídos
de hombros, con las rodillas separadas, y los pies suavemente
posados en el suelo sobre su borde externo, como nos hizo notar
Joseph, muy orgulloso de haber reparado en ese detalle que ha-
bía oído durante una consulta y al que daba carácter científico.

- Lo que caracteriza a este estado de satisfacción crónica


- desde que Charles no violaba a distancia a las mujeres se
había convertido en un extraordinario comediante, imitaba,
gangueando un poco, la voz de tiple de Catalde - es que se
produce en ausencia de cualquier excitación física o intelectual.

- Es algo así como vuestra alegría sin motivo, silbó tras de


nosotros una voz de hiel. El médico residente de los zapatos
amarillos había entrado siguiéndonos. Su boca deformada por
un rictus irónico le daba un aspecto perpetuamente alegre. ¡Él
sí que se asemeja a los idiotas! Esa idea me divierte cuando me
encuentro con él y mi mirada, a pesar mío, va y viene entre su
sonrisa y sus zapatos. Pero aquella vez mis compañeros habían
palidecido ante su insulto.

- Los idiotas, repliqué, no hacen nada y tampoco compren-


den nada. Nosotros, en cambio, corremos todo el día, a pesar
de vuestros reglamentos, nos comprendemos y resulta que tam-
bién comprendemos lo que nos dicen, aun cuando no tenga
mucho sentido.

Y lo dejamos plantado allí.

84
Michel Henry

No me gustan mucho este tipo de enfrentamientos y los evito


en la medida de lo posible. Pero el grupo del que yo me encar-
gaba ahora estaba en sus comienzos, yo notaba su fragilidad y
era importante que recuperaran la confianza. El incidente que
relato, y otros del mismo orden que lo siguieron, tenían una
contrapartida enojosa que no se me ocultaba. El médico resi-
dente de los zapatos amarillos se convirtió en enemigo mío y
contribuyó grandemente a suscitar la desconfianza de los demás
médicos, y también la del personal subalterno, con respecto a
mí. Es verdad que nuestro comportamiento no podía dejar de
resultar sospechoso. ¿Por qué teníamos que vagar de habitación
en habitación para averiguar las necesidades de los enfermos
y ofrecerles nuestra ayuda? ¿Por casualidad carecían de algo?
¿No era suficiente el tratamiento clínico? ¿O acaso nos creíamos
nosotros, pobres diablos, más competentes que todos aquellos
curtidos facultativos? Un día que, seguido siempre de mi pe-
queña escolta, me dirigía a ver a Auguste, me topé de nuevo
con mi residente.

- ¿Qué, José, me saludó muy contento, pasando consulta?

A los enfermeros sobre todo, y a los auxiliares, que repro-


ducen al pie de la letra la actitud de superioridad benevolente
que ellos suponen que deben adoptar los que mandan, empe-
zábamos a ponerlos nerviosos. Seguían nuestros _vagabundeos
con sus miradas de una forma peculiar. Exasperados sin duda
por nuestra indiferencia, decidieron darnos un escarmiento y lo
hicieron así.

Habían ingresado recientemente a una chica que presentaba


síntomas de fabulación. Se creía prometida de un príncipe que
habitaba en un palacio y que no cardaría en venir a buscarla.
Durante la mayor parte del mes conseguía mantener su historia
dentro de sí misma. Los únicos signos de la gran aventura que
vivía eran algunos movimientos imperceptibles de sus labios y

85
El hijo del rey

una especie de resplandor que irradiaba a veces su rostro. Pero


cuando se le acercaba el tiempo de sus reglas, el nerviosismo
podía con su prudencia, hablaba de su futuro matrimonio a
cualquiera que se prestara a escucharla, describiendo los fastos
previstos y levantándose para responder a las aclamaciones del
gentío. Durante una de esas crisis, iba yo a decir de sinceridad,
habían traído aquí a la pobre criatura - creo que se llamaba
Cécile - y durante una de tales crisis se les ocurrió también a
algunos la idea de montar la pequeña farsa con la que esperaban
confundirme.

Un tal Germain, que en otro tiempo había estado ingresado


en nuestro hospital y que nada más salir de él había vuelto en
calidad de vigilante, y al que su estancia entre los locos le ha-
bía hecho albergar una especie de secreto resentimiento contra
ellos, ese Germain, pues, escoltado por algunos de sus com-
pañeros, entre ellos el gigantón de Joseph, así como dos o tres
mujeres que estaban de servicio ese día, persuadieron a la pobre
Cécile de que su prometido había llegado por fin y la conduje-
ron ante mí.

- Aquí está el príncipe, decían todos a la vez, señalándo-


me con el dedo y acompañando sus enfáticas declaraciones con
muestras de respeto más o menos grotescas e incluso, las muje-
res, de genuflexiones.

La chica se había detenido, desconcertada. Rehuyendo mi


ojos, miraba sin comprender nada mi pijama rayado de enfer-
mo con el que yo iba ridículamente ataviado.

- ¡Es él, exclamaban, qué guapo es! ¡Venga, haz un esfuerzo,


bonita, bésalo!

Joseph cogió la escoba que llevaba una de las mujeres y, dán-


dole la vuelta, me la puso detrás de la cabeza.

86
Mi chel Henry

- ¡Mira su corona , qué bien le sienta! Bueno, ¿a qué esperas?


¡Salúdalo, tú también, que es tu señor!

Cécile, por toda respuesta, se marchó llorando, en medio de


sus improperios y pullas.

Mis nuevos amigos nunca estaban lejos. Se precipitaron sobre


los burlones. Barjone arrancó la escoba de las manos de Joseph
para golpearlo con ella. Wanda y Lucile se arrojaron sobre las
mujeres que, agarradas por los pelos, chillaban aterrorizadas
después de haber pataleado de placer. Con una zancadilla súbi-
ta, Charles tiró por tierra a Germain , que lo obsequió con una
formidable blasfemia.

Con una sola palabra detuve a mis compañeros, ordenándo-


les que me siguieran al jardín. Me obedecieron al momento,
dejando estupefactos a nuestros adversarios. Como Cécile expe-
rimentara una recaída, los médicos , a pesar de nuestro silencio,
tuvieron noticia del asunto y Joseph y Germain recibieron una
reprimenda. Su hostilidad hacia nosotros se redobló. Yo sabía
que buscaban una ocasión de perderme, pero no dejaba entre-
ver mi inquietud.

Después de todo, nuestra alegría era la más fuerte. Nos acom-


pañaba todo el día y, ya lo he dicho, en cualquier cosa que
hiciéramos -, cuando, tumbados de espaldas entre las hierbas
de la pequeña colina contemplábamos durante horas cómo se
deslizaban las nubes por el cielo, o cuando, poniéndonos en
pie todos de un salto, nos poníamos a correr por las alame-
das hasta perder el aliento , persiguiéndonos y escondiéndonos
por turnos, o jugando con una pelota imaginaria cuyas maravi-

87
El hijo del rey

llosas evoluciones sobre los árboles seguíamos con la mirada y


los gestos. Pero, lo mismo que nuestras largas meditaciones en
silencio no podían compararse de buena fe con el estupor de
los aquejados de estupor beatífico, tampoco los juegos, para los
que inventábamos nuevas y, a veces, graciosas versiones, eran
comparables a los excesos y a las extravagancias de aquellos alte-
rados. Por ejemplo, a los de Florence.

Durante mucho tiempo, Florence había compartido habita-


ción con Solange, pero aquella convivencia era tan penosa y tan
perjudicial para la salud de ambas que Wanda y Lucile, vecinas
suyas y que, entre ellas, se entendían a las mil maravillas, decidie-
ron sacrificarse una vez más. Wanda se llevó consigo a la espanto-
sa Florence, mientras que Lucile se esforzaba por volver a levan-
tar a la delicuescente Solange. Wanda disimulaba además, bajo
su inagotable generosidad, el increíble gasto de energía, la suma
de valentía, inteligencia y paciencia requeridas para soportar y
para, a decir verdad, cuidar día y noche a una neurópata, fin-
giendo encontrar divertidas las incongruencias de su compañera
y contándonoslas como peripecias de un espectáculo burlesco.

Desde que se despertaba, Florence era presa de unas inago-


tables ganas de moverse. Después de deshacerse de la camisa
arrojándola hacia el techo, se ponía a bailar a un ritmo frenéti-
co. "Tengo electricidad en el cuerpo, vociferaba tras recuperar
el aliento, tengo que hacer hoy algo extraordinario, pero ¿qué,
qué?". Recorría la habitación con la mirada en busca de alguna
idea, se ponía a darle cuerda al reloj de péndulo y lo rompía,
abría los grifos antes de precipitarse desnuda en el pasillo arro-
jándose al cuello de los que encontraba, trepando a las barandi-
llas de la escalera, corriendo si no la paraban antes y arrojándose
al barreño de plástico azul que sirve de piscina a los niños del
intendente a la entrada del parque. Salpicaba a los guardias que
intentaban sacarla del barreño, mordiendo a los que se acer-
caban, arañando, dando bofetadas, debatiéndose, danzando de

88
MichelHenry

nuevo en el agua, clamando que quería ser libre y acostarse, si le


apetecía, con el médico jefe.

Cuando estas escenas se desarrollaban ya bien entrada la ma-


ñana, todos los hospitalizados que aún se valían por sí mismos
acudían a las ventanas, a pesar de las amonestaciones de Céles-
tine. Los más desvergonzados invadían el parque, mientras los
vigilantes, abrumados por el número, se esforzaban en vano por
echarlos de allí. Los médicos debían intervenir personalmente
y, a veces, elevar la voz para que el tumulto se apaciguara, des-
pués de que Joseph, llevando en brazos a Florence liada en una
manta de donde salían unas piernas furiosas, la hubiera llevado
a su habitación, donde la esperaba la pobre Wanda.

Florence pasaba sin solución de continuidad de ese estado


de sobreexcitación al abatimiento. Derrumbada sobre la cama,
se ponía a gemir, se quejaba de que constantemente se le im-
pidiera emprender aquello que la salvaría. Cuando le quedaba
un poco de fuerza le montaba una escena a Wanda, acusándola
de haber tomado partido por sus perseguidores. Florence habla
muy bajo mientras se trate de cosas reales. En cuanto su deli-
rio la envuelve, se pone a dar voces. Me acuerdo de una tarde
en que, a pesar del poco entusiasmo de nuestras compañeras,
la habíamos sacado de paseo. Mantenía un parloteo solitario e
incomprensible, apenas audible, cuando nos detuvimos ante un
gran charco que cortaba el camino. Éstos fueron sus alaridos:

- ¡Mi tío! ¡Queréis matar a mi tío! ¡No sabéis que mi tío vive
en los charcos! Vais a aplastarlo, vais a romperle la cabeza con
vuestras botas de soldado!

Cayó de rodillas, desecha en lágrimas, rozando la superficie


del agua con la punta de los dedos como si acariciara un rostro:

- ¡Mi tío! ¡Mi tío! ¡Mi pobre tío!, sollozaba.

89
El hijo del rey

En sus momentos de depresión, Florence es incapaz de hacer


dos cosas a la vez. Deja de comer si hay ante ella más de un
plato. No es capaz de coger alfileres de una caja que contenga
también botones. Cuando la visitan sus padres, los recibe por
separado, cree que su padre está muerto cuando su madre está
ante ella, y viceversa. No puede caminar a la vez que ve los árbo-
les - y eso es lo que pasó aquella tarde, después que ella hubo
terminado sus lamentaciones al borde de la charca: nos fue im-
posible hacer que se moviera. En vano intentó Wanda taparle
los ojos con sus manos. No sirvió de nada. Tuvimos que llevarla
a su pabellón bajo la mirada burlona del personal, encantado de
constatar el poco éxito de nuestros esfuerzos terapéuticos.

Verdaderamente, el caso de Florence es complicado. No es


sólo la desvergonzada a la que llama guarra todo el hospital -
como si, según decía Charles, las mujeres no fueran todas así si
estuvieran electrizadas. Sus accesos de obscenidad van precedidos
de un periodo más largo en el que la pobre criatura multiplica sus
precauciones e intenta por todos los medios exorcizar los fantas-
mas que la asedian. Se lava las manos continuamente, se abotona
cuidadosamente la blusa, elige un vestido que la tape hasta el
cuello. A pesar de sus abluciones, tiene constantemente la impre-
sión de estar sucia. Va una y otra vez al retrete y empuja como
una condenada para intentar evacuar todas las porquerías de las
que está llena. Es asqueroso, se lamenta, tener todos esos meados
en el vientre. Absorbe grandes cantidades de agua para eliminar-
los y lo único que consigue es orinar más. Catalde le ha anotado
algunos días una polidipsia y una poliuria de treinta litros o más.

En esa fase obsesiva todo la inquieta. Teme ser impertinente.


Si camina, ¿acaso no le muestra el culo a los hombres para enlo-
quecerlos? Teme las consecuencias imprevistas de sus actos. Si
le dice buenos días a alguno, ¿no lo convertirá en un adúltero?
Está rodeada de microbios contra los que lucha sin cuartel. A
ciertas horas se parapeta en su cuarto y se niega a abrir. Cuando

90
Michel Henry

Wanda o la enfermera acaban entrando, se precipita sobre ellas


con gasas empapadas de antiséptico queriendo desinfectarlas de
la cabeza a los pies, quema las cartas que le traen y ya no toca
nada, ya no come, ya no bebe - salvo sus propios excrementos,
salvo su propia orina.

A Wanda le cuesta trabajo reír, y a nosotros también, cuando


llegan las espantosas escenas a las que ha asistido: Florence de
rodillas, adorando sus heces, dispuesta a luchar como una furia,
a dar su vida, para impedir que alguien las toque.

- Son santas y sagradas, aúlla, provienen de mi cuerpo, que


ha sido alimentado con la leche de mi madre, y todo lo que
procede de mi madre es sagrado.

Si no nos da tiempo a intervenir , las absorbe, se embadurna


el rostro con ellas y la encontramos con la cabeza metida en la
escupidera, dando unos alaridos tan atroces cuando nos acerca-
mos, tan inhumanos, como ningún animal, ningún monstruo,
lo haya hecho jamás.

- ¡Soy un monstruo, masculla entonces entre sus mandíbu-


las contraídas, soy una cobarde!

Pero con eso, explica Wanda , sólo quiere decir que no ha


tenido el valor de llegar hasta el final de su acción, de superar
la aversión natural , ha dejado incompleta la comida sagrada,
traicionado a su madre , cedido ante los demás, abandonando
entre las manos enguantadas de las enfermeras que han acudido
una parte de la mierda que le arrancan de la boca como se hace
con una piedra de entre los dientes de un perro . Permanece allí,
a cuatro patas, jadeante, agotada, con los cabellos pegados a la
cara, con los estertores de un animal agonizante. Y es terrible,
terrible , la mirada que se filtra durante un instante por entre las
fétidas costras pegadas a sus mejillas.

91
El hijo del rey

Algunas veces, después de un crisis más violenta o si Wan-


da ha pasado horas razonando con ella, Florence se sume en la
duda. Es capaz de percibir su paso de la agitación al abatimiento.
Tengo ganas de cantar hasta desgañitarme, quiero ayudar a los
demás, amarlos y después, ¡crac!,se produce un chasquido en mi
cabeza, los hilos de mi cerebro se enredan, se propaga una onda
por mi columna vertebral, mi cuerpo se bloquea, el mundo se
ensombrece y todo se pone sucio. Ahora bien, no es posible que
todo sea sucio. Así pues, la suciedad sale de mí, soy yo quien la
expande a mi alrededor, quien se la comunica a las cosas, soy yo
la que tiene que cambiar, y entonces todo cambiará.

U na tarde fuimos testigos de una escena increíble. Caía una


lluvia fina, el asfalto del patio relucía, habíamos ido corriendo
a reunirnos en el pequeño cobertizo. Nos hizo volvernos un
ruido de tacones sobre el suelo. Una forma se desplazaba lenta-
mente, con aspecto cansado y nervioso. Yo pensaba en Marthe,
pero estaba a mi lado. Era Florence, caminando de espaldas,
describiendo vagas trayectorias por el patio desierto. De pronto
- ¿había tropezado con una piedra que no podía ver? - cayó
de espaldas en medio del silencio y quedó tendida allí, inmóvil
bajo el chaparrón que arreciaba. Fuimos hasta ella, tenía los
ojos cerrados, las gotas de lluvia perlaban sus cabellos, una dulce
sonrisa daba a su rostro un aire de paz inhabitual. Sólo cuando
intentamos levantarla y ponerla a cubierto pareció recobrar la
conciencia y, una vez más, el furor se apoderó de ella.

Wanda y Lucile asistieron al día siguiente a un incidente aná-


logo. Florence volvió a caer de espaldas en un pasillo del edificio
de mujeres y, en tanto que los médicos, una vez más, no com-
prendían nada, nuestras compañeras dieron con la explicación
del asunto. Cuando uno se pierde en un bosque, ¿qué tiene que
hacer?, les preguntó Florence. Volver sobre sus pasos hasta la
bifurcación en donde se ha extraviado. Florence creía que se
había equivocado en alguna parte de su vida, tenía que rehacer a

92
Michel Henry

la inversa todos los actos que había realizado a partir de ese mo-
mento, a fin de descubrir, al repetirlo, lo malo que la había con-
ducido hasta el callejón sin salida en que se encontraba ahora.
Quería volver a ponerse la camisa que llevaba el día que entró
al hospital. ¿Qué pude inventar con esto encima? Recomienza
entonces por el dédalo de pasillos los múltiples recorridos que
cree haber hecho, siempre al revés, es decir, de espaldas, y así es
como cae siempre y se hiere hasta el punto de que se plantean
ahora encerrarla en el pabellón especial. Un día le dijo a Wan-
da: ¡Cómo me voy a acordar de todo lo que he hecho, es un
rompecabezas! Pero una cosa es segura, lo que me ha extraviado
venía de mí, soy yo quien lo ha concebido en mi corazón y en
mi espíritu. Sólo lo que procede del espíritu es malo, mientras
que lo que viene de mi cuerpo, lo que viene de mi madre y ha
sido alimentado con la leche de mi madre, es bueno y santo.

Cuando dijo estas palabras dio un grito y, levantándose de un


salto, corrió a encerrarse en el baño. No para esconderse- ceder
a la decencia no era su fuerte - sino, W anda lo comprendió ense-
guida, para entregarse a sus abominaciones sin que esta vez nadie
se lo pudiera impedir. A pesar de la repugnancia que le causaba
dirigirse a ellos, Wanda advirtió a los vigilantes. Junto a ellos, de-
trás de la puerta, percibía ella el trajín que ya conocía tan bien, el
silbido del aire - durante sus crisis Florence sopla violentamente
por la nariz cada diez segundos -, las contorsiones del cuerpo y
luego los horribles lametones, los hipidos de la monstruosa de-
glución. Cuando por fin Joseph, empujando violentamente con
el hombro, hizo saltar el cerrojo, todos bajaron los ojos: detrás del
rostró mancillado una mirada demente ya no los veía.

93
El hijodel rey

- Yo soy peor que ella, infinitamente peor, yo sí que soy un


monstruo. Ella tiene razón, José, el cuerpo no es sucio, la que
está llena de fango es nuestra alma. Mi alma es una inmundicia,
soy una infame. ¡Te he mentido, José, recházame! ¡Te he dejado
creer que era una mujer como las demás, más o menos decente,
te he escondido los excrementos de mi corazón! ¡No sabes nada,
José, no sabes nada! Mi corazón es un vertedero de basuras del
que asciende una pestilencia que ningún animal podría respirar
sin caer exánime. ¡Sí, soy una infame, José, recházame! Ya no
me uniré más a los que te rodean, no soy digna de aparecer ante
ti. ¡Debo morir, José, aléjame de ti para siempre!

Iba a reunirme con mis amigos en la pequeña colina. Disi-


mulada tras unos arbustos me esperaba Wanda. Se ha echado a
mis pies, los abraza con tanta fuerza que no puedo dar un paso,
siento su respiración en mis tobillos, sus mejillas húmedas, las
convulsiones de su pecho. Sus largos cabellos esparcidos dibu-
jan olas de oro sobre la hierba nueva.

- ¿Qué es lo que no sé?

Me inclino hacia ella y, con mi mano, intento girar su cara,


que ella mantiene obstinadamente pegada al suelo, hacia mí.
Pero, como un animal grande inconsciente de su belleza, prisio-
nera de su herida, se abandona a sí misma por completo tirada
por tierra. O bien, si le sigue llegando alguna señal del mundo ,
es la de su vergüenza que la arroja un poco más dentro de ella
misma hacia el abismo de su mal.

Durante un tiempo prolongado la exhorto a confiarse, y du-


rante ese mismo tiempo ella rechaza hasta la posibilidad de una
justificación. Tras la persuasión, he tenido que emplear un tono
autoritario para que ella, muy lentamente, como un niño inti-
midado por un adulto y cuyo pensamiento acaba atravesando
las lágrimas, vaya formando muy despacio, entre silencios te-

94
Michel Henry

merosos, las sílabas y las palabras que exhala el exceso de su


dolor, lo mismo que un suelo húmedo exhala el perfume de la
vegetación cortada.

Wanda pertenecía a un medio miserable. Su padre, un obrero


sin cualificar, trabajaba intermitentemente. Su madre se apaga-
ba lentamente a causa de una tuberculosis sin tratar. Su herma-
na mayor, su hermanastra, se había marchado. Wanda, cuyo
padre tampoco se sabía muy bien quién era, siguió viviendo sola
con la lamentable pareja. El marido volvía borracho, roncando
y vomitando alternativamente en un rincón de la única habita-
ción. Cuando su madre empezó a agonizar, sólo Wanda se ocu-
paba de ella, pasando a su lado todo el tiempo, dándole a beber
agua con azúcar, porque la pobre mujer no podía tragar nada,
calentándola con la única manta, con sus vestidos y hasta con
su cuerpo cuando ya no quedaba otra cosa. Aquella noche, con
el padre roncando como siempre, la madre murió, pero Wanda,
agotada por la serie de vigilias ininterrumpidas, había intenta-
do salvar a la moribunda, apretándole las manos, exhortándola,
continuando sus cuidados hasta el alba, abriéndole la boca a la
fuerza para hacerla beber algo y consiguiendo sólo retirar de ella
coágulos sanguinolentos, sacudiéndola finalmente para que se
moviera y para que al menos un signo de vida viniera a negar la
horrible evidencia, esforzándose por sentarla y mantenerla en la
posición de alguien que estuviera vivo. Lo único que consiguió
Wanda con todos su esfuerzos fue tirar el cadáver de la cama.
Necesitó un tiempo infinito para levantarlo y volver a colocar-
lo sobre el colchón. Al final, comprendiendo la inutilidad de
lo que hacía, abandonó todos sus intentos , se tumbó de espal-
das en el suelo, imaginando que se acostaba, entre dos barreras
blancas, sobre la vía férrea que corta el extremo de la calle, allí
donde se acaban las casitas, donde comienza el campo, donde
su madre la llevaba a jugar, a ver pasar el tren que jadeaba atra-
vesando la llanura, arrastrando tras de sí, como una nube de ve-
rano en el cielo, la ropa tendida de su humareda. Pero lo que se

95
El hijo del rey

abatió de pronto sobre ella no fue la pequeña locomotora bajo


cuyas ruedas hubiera sido tan dulce morir, sino una chaqueta
áspera, unos brazos enormes, un rostro que apestaba a alcohol
y a tabaco-, era su padre, que se proponía hacer con ella, lo
comprendió poco a poco entre las luces del alba, lo que otras
veces hacía con su madre en mitad de la noche, después de lla-
marla quedamente para asegurarse de que la chica dormía y en
tanto que ella, silenciosa y helada, fingiendo el sueño, culpable
ya pero sin saber de qué, asistía horrorizada a las convulsiones
de unos cuerpos que parecían luchar, percibiendo durante un
tiempo que parecía no terminar las respiraciones jadeantes y los
gemidos de su madre mezclados con los chirridos del somier. Sí,
su padre se había abalanzado sobre ella y la había violado como
si nada, sin que ella se hubiera dado cuenta al principio, sin que
ella, dispuesta a morir y no distinguiendo bien lo que pasaba en
la oscuridad, hubiera opuesto la menor resistencia.

Y luego, olvidando por completo a su madre y dejándolo


todo allí, Wanda había vagado por las calles. Cada noche com-
partía la comida y la habitación de un desconocido. Aprendió a
elegir a su cliente, menos brutal, menos sucio y, si era posible,
menos pobre . Aprendió a vestirse, a cambiar de barrio. Esta-
ba de compras en el centro cuando una mujer la reconoció y
la llamó, era su hermana que se empeñó en llevarla a su casa,
una sencilla habitación en medio del cielo. Wanda supo que su
hermana vivía con un hombre sólo cuando éste entró y, estupe-
facta y tras haber intentado en vano marcharse y dejarlos solos,
los tres compartieron el único diván. Creyó revivir la pesadilla
que la acosaba. De nuevo cayó sobre ella el peso de los cuerpos
ahondando el lecho, las respiraciones sofocadas, los estertores.
Y una vez que hubo acabado, el hombre se volvió hacia ella y la
tomó también, sin que el asombro la dejara hacer o decir nada.

Y así se organizó la existencia. El hombre volvía cansado, pero


no saciado, como si, por el contrario, todo el trabajo de la jor-

96
Michel Henry

nada no fuera más que el precio a pagar por aquellos placeres


equívocos de los que no se hartaba. Quiso incluso que las dos
mujeres se abrazaran delante de él. Fue su hermana la que se
marchó.

-Todo eso no es nada , exclamó Wanda, cuya nuca tembla-


ba por el esfuerzo que hacía para esconder su rostro y hundirlo
más en la tierra, todo eso no es nada, José, ¡conóceme en todo
mi horror! Porque existe un grado de infamia muy superior a
esas perversiones que me parecían singulares sólo por mi extre-
ma juventud. Está esa especie de delectación que se distingue
de la misma abyección y que se convirtió poco a poco en la sus-
tancia de mi vida . No era el placer, sino el goce de entregarme a
él en condiciones degradantes lo que me hizo aceptar esas con-
diciones , y luego desearlas, y luego buscarlas. El hombre con el
que yo compartía noches espantosas y que tan bien conocía mi
deshonor , no desaprovechaba ni una ocasión sin recordármelo.
Yo había ocupado el lugar de mi hermana, y era ella la que
ahora vagaba por las calles y se entregaba a la prostitución. Me
trataba de puta antes de echarse sobre mí, me trataba de perra ,
pero ninguna perra ha gozado jamás de su desgracia ni ha saca-
do de su vergüenza un plus de voluptuosidad.

Durante el día yo estaba libre. Gustaba hasta la embriaguez


de aquella posibilidad de hacer lo que quisiera, de caminar al
acaso, de mirar los escaparates, a la gente, veía la ciudad con
los ojos de una extranjera que es dueña de todo su tiempo, para
quien todo es sorprendente, divertido , entretenido. Pero esas
inocentes ocupaciones que hubieran hecho las delicias de mu-
chas mujeres sólo eran un pretexto. ¿Qué quería yo? Envilecer-
me una y otra vez y alimentarme de mi envilecimiento. Miraba
a los hombres directamente a los ojos, divirtiéndome por poder
despreciarlos al mismo tiempo que a mí misma, siguiéndolos
por el puro goce de prostituirme, de revolcarme en el fango.
Cuando volvía, él leía todo eso en mi rostro impasible, me in-

97
El hijodel rey

sultaba y me pegaba, y las delicias de la noche seguían a las de


la tarde.

Un día volvió con mi hermana. Ella evitaba mi mirada y yo la


suya. Cuando nos acostamos, me apartó con violencia, echándo-
me contra la pared y haciéndome caer al suelo donde, herida en el
codo, me derrumbé. El abrazo de los dos fue tan apasionado que
parecía ser un abrazo de amor. Por primera vez tuve conciencia
de mi degradación sin sacar provecho de ella. Más tarde, mucho
más tarde, él me llamó y yo obedecí. Mi hermana se levantó,
la oí trastear en sus cosas y creí que se estaba vistiendo. Fue a
la ventana, tiró de la manecilla todo lo que pudo y la verdad se
me hizo clara. Quise levantarme, pero él me tenía sujeta por los
hombros. Vislumbré una forma que pasaba por encima del alféi-
zar y que, con un terrible grito, se arrojaba a la noche. Era una
noche luminosa, la nieve iluminaba toda la calle. Vi una mancha
oscura en el suelo, acudían los transeúntes, se preguntaban, se
acercaban con linternas. Olvidando vestirme me precipité afue-
ra gritando. Dijeron que estaba loca y me internaron aquí. Y es
verdad que, sin darme cuenta, me pongo a gritar por las buenas
en mitad de la noche. Todos los días me quitan una cuerda que
me ato alrededor del muslo para que sangre y me duela. Ya no
tengo necesidad del placer para conocer la vergüenza.

Wanda sollozaba. Ya no me fue posible discernir sus pala-


bras, dejó de articularlas del todo. Sólo una larga queja, como
una marejada de pena, subía y bajaba al ritmo de su respiración
entrecortada. Algunos sobresaltos recorrían su cuerpo grande y
abrumado, lloró durante mucho tiempo, estaba prisionera de
sus lágrimas. Quisó decir todavía alguna cosa más, pero no lo
logró. Al final, el tumulto de su dolor pareció apaciguarse y,
ocultando siempre su rostro, se secaba las mejillas. Después,
con una voz tan débil que no estoy seguro de haber oído bien,
me preguntó si podría seguir queriéndola, sabiendo que estaba
perdida, me preguntó si acaso no la despreciaba.

98
Michel Henry

- ¿Por tus sufrimientos?

- No, porque ni siquiera soy digna de sufrir.

- Cuando alguien sufre, dije, el sufrimiento se apodera de


todo su ser, no es otra cosa que su sufrimiento.

- ¿Y mi hermana muerta?

- ¿Qué mujer no tiene hoy un muerto en las manos?

- Pero ¿podemos hacer que el pasado deje de existir?

- En este momento, sólo existes tú.

Entonces, Wanda se irguió. En el crepúsculo, un resplandor


radiante transfiguraba sus lágrimas en gotitas de rocío.

- ¡José, exclamó, José, perdóname!

Alargué la mano hasta su frente.

- ¿Qué hacéis ahí?

Me volví contrariado. Quieto, a algunos pasos de nosotros, el


médico residente de los zapatos amarillos nos miraba con fijeza.

- Lo que jamás podrá hacer usted, le contesté.

Y, tomando a Wanda por la muñeca, la conduje hasta la pe-


queña colina. Cuando encontramos a nuestros amigos, resonó
la campana de la noche. Me admiraba que hubieran permane-
cido allí toda la tarde, tumbados cara al cielo, sabiendo bastarse
a sí mismos. A menudo me angustiaba por causa de ellos, pre-
guntándome qué harían cuando yo también, como Jonathan,

99
El hijo del rey

los dejara. La visión de su tranquila felicidad me reconfortó.


Se acercaron a saludarme, salvo - me di cuenta a mi pesar -
Jude y Lucile. Lucile, sin embargo, volvió sobre sus pasos.

- Ésa, me espetó al pasar, ésa siempre le echa a uno en cara


su desgracia.

- ¡Lucile!

- Lo sé, lo sé, no tenía que haber dicho eso. Y se alejó co-


rriendo.

Delante de la fachada del edificio principal tres siluetas blan-


cas, y luego cuatro - el residente había llamado a los médicos
- me miraban en silencio.

Ya he dicho que, tras la farsa frustrada de Cécile, el personal sub-


alterno nos acosaba con su hostilidad y que, bajo una fachada
de liberalidad, el cuerpo médico no alimentaba hacia nosotros
sentimientos mucho más tiernos. Que no vaya a creerse que me
equivoco y que, como ciertos enfermos, invento persecuciones
que no existen más allá de mi propio espíritu. Bastaba reflexio-
nar un poco sobre nuestra situación en aquel hospital para per-
cibir el germen de un conflicto inevitable. Porque si finalmente
mi poder aumentaba, el suyo disminuiría, y ellos lo sabían muy
bien. La afirmación que yo hacía de mi condición, su recono-
cimiento fulgurante por parte de mis amigos, y poco después
por parte de los demás enfermos, desposeía de cualquier crédito
a su complicada jerarquía y a la autoridad que esa jerarquía se
arrogaba. Cuando aparece un príncipe, las demás distinciones
se desvanecen. Delante de mí ya no cabría una diferencia signi-

100
MichelHenry

ficativa alguna entre el mismísimo T otar y el más modesto de


sus pacientes. ¿Cómo suponer que una gente que había luchado
toda su vida por hacerse un nombre, un sitio, que constituía
su propia definición, la fuente de su prestigio y de su riqueza,
iba a aceptar la pérdida repentina de todos esos privilegios? En
el fondo, si no se quiere reconocer a un rey es porque todo el
mundo se esfuerza por ser en su rincón un pequeño potentado
con irrisorias prerrogativas que le den alguna ventaja sobre su
vecino. Se trata solamente de ser un poco más que él. Mi sola
aparición barría de un golpe todos esos cálculos miserables. Por
mucho que yo fingiera, que inclinara la cabeza ante ellos, que
prodigara los "Señor Director" y los "Señor Profesor" a dies-
tro y siniestro, ellos no eran tontos y mis amigos tampoco. Se
mordían a veces los labios para no estallar de risa delante de sus
narices. Sí, verdaderamente, yo estaba de más y el único recurso
que les quedaba era, de una forma u otra, desembarazarse de mi
gravosa persona en el momento más oportuno.

¿Hay alguna duda? ¿Son necesarias pruebas? Voy a ofrecer


dos, tomadas al acaso, irrefutables. En una celda próxima a la
que ocupaban nuestras amigas había dos dementes hechas, al
parecer, para entenderse. La más joven presentaba un compor-
tamiento normal hasta que se acercaba la hora de las comidas.
Se ponía entonces furiosa , cerraba la puerta de un portazo en
cuanto entraban, empujando la puerta acolchada, se tapaba la
nariz y denunciaba maldiciendo los preparativos del complot.
La compañera de esta anoréxica era una rubia opulenta a la que
su bulimia ponía fuera de sí más o menos a las mismas horas.
No aguantaba en la habitación, se iba al rellano para olfatear,
miraba el reloj y se ponía a la mesa golpeándose las manos. Las
dos mujeres se calmaron desde el momento en que convinieron
en que una se comería la ración de la otra. Pero, atentos a la
báscula, los médicos deshicieron el pacto, enviando a comer a
ambas al refectorio, bajo la cuidadosa vigilancia de Célestine.

101
El hijo del rey

Ello dio lugar a un incidente cuyo sospechoso carácter su-


pongo que nadie se atreverá a cuestionar. Arriesgándose a atraer
al profesor Catalde, la gorda se puso a gritar diciendo que su
depresión provenía de una debilidad generalizada y ésta de una
subalimentación crónica que a su vez era consecuencia del tráfi-
co indecente del administrador que agotaba la caja del hospital
para construirse una casa con piscina de trescientos millones en
las afueras de la ciudad. Dichas acusaciones fueron repetidas a
coro. Saliendo de su torpeza habitual, cada enfermo se puso a
enumerar sus quejas. Algunos de ellos daban pisotones en el
suelo. Otros se subían a las sillas. Saltando con los dos pies jun-
tos sobre la mesa, Charles se las arregló para caer en medio de
la sopera, que se rompió esparciendo su contenido por todas
partes. El alboroto continuó hasta la aparición de T otor. Me
sorprendí de su poder: todos, enfermeras, guardias y enfermos,
parecían aterrorizados. Y entonces ocurrió algo increíble. En
lugar de dirigirse hacia la rubia y ajustar cuentas con ella, Totor
vino lentamente hacia mí.

-José, dijo con lentitud calculada, usted es el más razonable


de todos los que están aquí. Lo pongo por testigo: ¿El alimento
que se les sirve a ustedes es de buena calidad y suficiente en
cantidad?

Al jaleo lo había seguido un terrible silencio. Presentí la tram-


pa. Si yo reconocía que la alimentación era adecuada, pasaría
por un cobarde, o peor, como un traidor, a los ojos de la casi
totalidad de los internos y la ya frágil esperanza de que se unieran
algún día a mi causa se perdería para siempre. Si decía que no era
bastante buena, el riesgo no era menor: tendría que renunciar a
la aparente benevolencia de los médicos y de la administración, a
su relativa tolerancia, sin la cual sería imposible realizar mi obra.

- No me interesa esa clase de alimento, dije mirando hacia


otro lado. El hombre necesita otra cosa.

102
MichelHenry

T otor permaneció callado y en el futuro se guardó de hacer-


me en público preguntas como aquélla. Pero sus sospechas hacia
mí no hicieron sino crecer, y quizás el escándalo que acabo de
relatar fue el origen de las nuevas disposiciones que se tomaron
contra nosotros. Y ésa será la segunda prueba que propongo.

Tras la desaparición de Jonathan, habían cesado las sesiones de


psicoterapia, pues mis amigos se negaban a ir, como signo de
protesta, y Sandra no tenía ya ningún cliente peligroso a quien
vigilar. En el momento en que me hice cargo del grupito, como
por casualidad, decidieron reanudarlas. Con una ligera modifi-
cación, sin embargo, también interesante: ¡dichas sesiones ya no
serían colectivas, sino individuales! Mi actuación, por supuesto,
había hecho fracasar los penosos intentos de Sandra por recu-
perarnos a todos nosostros. Tenía que apartarme de su cami-
no. Muy alarmado, Joannes me informó de aquel nuevo golpe:
¿Qué iban a hacer Marthe, Florence o Charles solos frente a la
pantera? Estarán desamparados y se dejarán embaucar ...

- No te preocupes, le dije, cada uno de nosotros les contará


a los demás su entrevista con Sandra, discutiremos todos juntos
y convertir sus afirmaciones en causa de irrisión me será aún
. más fácil que en presencia suya.

El primero en ser llamado fue Charles. Lo esperábamos no sin


inquietud, tumbados sobre la hierba primaveral. Volvió muy
contento. Después de haberla escuchado hablar, según mi con-
sejo, había entrado en la senda de las confidencias. Inclinado
sobre su oído, la había informado bajo secreto de que se había
urdido contra ella un complot cuyos instigadores y participan-
tes no había querido desvelar - un intento de violación co-

103
ELhijo del rey

lectiva, para ser más precisos, y si podía darle un consejo, era


mejor que se parapetara con doble vuelta de cerrojo y que no le
volviera a abrir a nadie. Auguste y las chicas se habían partido
de risa, mientras que Barjone, Vania, Joannes y yo nos mirába-
mos consternados.

Llegó mi turno. Tras la finta y el divertimento, para ellos se


trataba ahora de golpear en la cabeza. Hacía bastante rato que
yo esperaba ante un tablero donde aparecía su nombre en una
placa muy nueva, cuando Sandra hizo aparición.

- ¡Llega usted tarde! Vine a buscarlo a las tres en punto y


no estaba usted aquí. Le he hecho esperar adrede para enseñarle
modales. Pase.

Pasé.

- ¿No le han enseñado a cerrar la puerta después de entrar?

Me volví: era verdad. Fui a cerrar tomando la precaución de


que la hoja de la puerta quedara entreabierta.

- Pensaba usted que no valía la pena venir. La sala de espera


está vacía y, por tanto, esta entrevista no tiene importancia. ¿O
acaso tiene usted miedo de quedarse a solas conmigo?

Y me clavó en la cara su inefable mirada azul.

Yo había resuelto ser amable. Hice un esfuerzo por conservar


la calma.

- Siéntese, dijo secamente.

Me fijé en el lujo, o para ser justos del todo, en el gusto exqui-


sito que exhibía este lugar tan distinto de los siniestros locales

104
Miche!Henry

en que nos alojábamos: todo era blanco - la moqueta, la ta-


picería, las cortinas - o transparente, como su mesa de cristal.
Sandra, vestida también de blanco, se había acercado a un ar-
chivador y, después de haber fingido buscar durante un tiempo
considerable, sacó un historial que supuse que sería el mío.

Siempre me ha parecido extraño que una parte de mi ser resida


en lugares diferentes de los que experimento en lo profundo de mí
mismo. ¿Qué podrían tener que ver conmigo aquellos pequeños
trazos negros, algunos dibujos parecidos a los que hacen los niños
o las observaciones anónimas almacenadas en fichas atravesadas
por agujeritos simétricos? ¿Y cómo se habían elaborado aquellos
documentos? ¿Se habían reunido algunos facultativos para pe-
garme en la espalda unas etiquetas sacadas directamente de las
ideologías de moda? Charles afirmaba que, en efecto, ese cipo de
deliberaciones tenían lugar, porque él escuchaba tras las puertas y
miraba por los agujeros de las cerraduras: los médicos se divertían
salvajemente a nuestras expensas, se contaban entre ellos las más
pintorescas y malévolas historias sobre nosotros, las anotaban en
una colección de tonterías con las que distraían a sus colegas en
los congresos internacionales; más aún, tenían la costumbre de
designarnos con motes, como nosotros hacíamos con ellos y, cosa
extraordinaria, aquellos señores me llamaban T otor, honrándome
con el mismo apodo que yo había otorgado al médico jefe.

Todo el mundo había estallado de risa, yo el primero, aunque


albergara en mi interior alguna duda sobre la autenticidad del
hecho relatado por Charles, a quien yo había sorprendido más
de una vez en flagrante delito de fabulación.

- ¿En qué está usted pensando?

Por un instante tuve la tentación de contárselo, por lo diver-


tido que me resultaba, pero, pensando en las relaciones entre
Sandra y el médico jefe, me contuve a tiempo.

105
El hijo del rey

- Tenía una idea, dije, pero se ha esfumado y sólo puedo


recordar que ya no la recuerdo.

- Espero, replicó ella con humor, que su notable inteligen-


cia no se parezca del todo a un colador. A pesar de todo, habrá
algún hecho que merezca su atención ... ¡Por ejemplo, su pre-
sencia aquí en un centro psiquiátrico!

Yo pretendía ante todo, expresándolo en su propio lenguaje,


someter a prueba a Sandra y calibrar exactamente qué teníamos
que temer de su parte. Había decidido también dejarla hacer y,
en cuanto a mí, decir lo menos posible.

Se embarcó en un largo discurso intentando establecer el ca-


rácter privilegiado de la condición de enfermo.

- ¡Claro que sí, decía, esto resulta paradójico sólo en apa-


riencia! Cuando se hospitaliza a alguien se le dispensa de todos
los penosos esfuerzos de la vida ordinaria, ya no tiene que ga-
narse la vida, no tiene que cocinar, se le sirve todo en bande-
ja. A ustedes se les proporcionan gratuitamente un montón de
servicios inmerecidos. ¿Tenía yo idea del precio de una jornada
de hospitalización, es decir, de lo que cada enfermo le cuesta a
la sociedad? Y además había otra dimisión, mucho más grave:
no sólo ya no había que hacer nada y ya no se hacía, sino que
sobre todo ya no era necesario reflexionar, tomar la más mínima
decisión, ya no había ninguna responsabilidad ...

- El profesor Catalde, farfullé - dado el cariz que estaba to-


mando la conversación, no me parecía mal recordarle el nombre
de quien me otorgaba su benevolente protección -, el profesor
Catalde estima que la extrema debilidad de los psicópatas ...

- Eso es cierto para la mayoría de ellos. Sin embargo, yo


me intereso de forma particular por otros que al parecer gozan
plenamente de sus capacidades psíquicas e intelectuales.

106
Michel Henry

Joannes me había avisado, la había visto hacer. Se perdía en


consideraciones generales que sacaba de cursos que había se-
guido en alguna parte para repetirlas en sus famosas sesiones. Y
después, de pronto, decía Joannes, a causa de alguna especie de
fluido misterioso, éramos sacados de nuestro ensueño y ya no
nos perdíamos ni una de sus palabras. En ese momento, aque-
lla bruja, fingiendo que continuaba con su aburrido análisis,
se descolgaba con una serie de observaciones más precisas, de
alusiones que se ajustaban como un guante a alguno de no-
sotros, envolviéndolo, embaucándolo, atándolo, apretando su
cuerpo y su alma como los tentáculos de un pulpo. Jadeando,
angustiados, tan pálidos como la víctima, seguíamos con terror
.los progresos de aquellos intentos de asfixia hasta que Jonathan
se ponía a estornudar. Sacando su pañuelo del bolsillo, desple-
gándolo solemnemente como un estandarte por encima de su
cabeza o como la batuta de un director de orquesta, marcaba el
compás, marcando con un mismo movimiento el crescendo del
furor de Sandra y nuestros estallidos de risa.

Tuve también la tentación de sacar mi pañuelo y sonarme en


él ruidosamente, como una trompeta.

- Imaginemos, decía Sandra, un hombre de extracción muy


modesta, salido de un medio humilde e incluso menos que eso:
de algún medio ...

Abrí los ojos como platos.

- ... un niño de la Beneficencia Pública, por ejemplo. Supon-


gamos, sin embargo, que ese niño posee una inteligencia superior
a la media, algunos dones verdaderos y sobre todo una voluntad
sin límites, una ardiente necesidad de hacerse valer, de realizar
todas las aspiraciones y los talemos que lleva en sí mismo con
carácter excepcional - ¡cuánto debe sufrir un ser como ése, qué
injustas, qué intolerables, deben parecerle las condiciones en que

107
El hijo del rey

se ve hundido! Ve a su alrededor gente que él sabe muy inferior,


colmada no obstante de todo lo que él se ve privado, riqueza,
relaciones, amistades, ve a los más mediocres cursar prolongados
estudios que él no puede ni siquiera soñar, es testigo de sus bri-
llantes carreras y percibe, herido, la seguridad que les procura su
inmerecido éxito. Y hasta los menos afortunados tienen, como
mínimo, una familia, unos padres que los quieren y les dan todo
lo que tienen. Pero él no tiene nada ni a nadie - nadie al alcance
de sus ojos en quien pueda leer que él es algo, que él lo es todo.
Ese muchacho, si lo cogemos en ese momento de su vida en que
toma conciencia de sí mismo y de los demás, ese adolescente des-
pojado de todo, herido, desamparado, ¿no tendrá necesidad de
creer y de hacer creer a los que lo rodean que él es infinitamente
más de lo que aparenta ser? ¿De que a pesar de las disposiciones
que la sociedad ha venido tomando a favor de los pobres, de los
que él forma parte, es libre y que su libertad es ilimitada, que entre
su lastimoso nacimiento y su limitado porvenir, es capaz no sólo
de superarse a sí mismo, sino de subvertir el mundo? ¿No tiene
padre? ¡Qué importa! Va a fabricarse una prestigiosa genealogía
que lo coloque, a él, supuesto inferior, muy por encima de todos
los demás, que haga de él un ser no solamente superior, sino dife-
rente, con otra esencia. La psicogénesis de esa paranoia ...

¿De dónde ha sacado eso?, me decía yo a mí mismo, mientras


Sandra continuaba su perorata usando un tono cercano al de los
encantamientos. Me preguntaba si habría sido T otar el que le
había hablado de mí en esos términos. ¿O acaso Sandra se había
reconvertido y copiaba ahora de Catalde? Hasta el momento
pasaba por ser una de esas grandes sacerdotisas del inconsciente.
Joannes me había revelado la extravagante escena en la que se
puso a discurrir sobre las motivaciones reprimidas de Jonathan.
"Y si pusiéramos su inconsciente en lugar del mío y el mío en
lugar del suyo, había explotado Jonathan, ninguno de los dos
tendríamos noticia de ello, por hipótesis, y todo se realizaría sin
que nos diéramos cuenta. Pero, ¿acaso iba a acabar usted siendo

108
Miche!Henry

inteligente y yo me iba a poner a recorrer los pasillos contoneán-


dome como una hetaira?". Esto desencadenó toda una historia.
Sandra se había quejado, y ¿a quién se había quejado , mire us-
ted por dónde? A su amante. Aunque los enfermos mentales se
consideran en principio irresponsables, se invitó a J onathan a
explicarse ante un consejo de médicos que se parecía mucho a
un tribunal. A partir de aquel momento, se habían redoblado
los problemas, lo habían aislado en el pabellón especial para
separarlo de sus amigos y debilitar su resistencia. A partir de
aquel momento, también, la inquietud de Jonathan pudo con
sus quebrantados nervios y tomó cuerpo su supuesto delirio .

- ¿Me está escuchando?

Asentí cortésmente .

- El pobre diablo, decía Sandra - y me di cuenta del imper-


ceptible cambio en su dicción , de su tono más natural, como si
mi falta de atención hubiera tenido por efecto quebrantar su con-
fianza- el pobre diablo que quiere convencerse de una grandeza
que en el fondo de sí mismo sabe que es ilusoria, tiene necesidad
de persuadir a los demás, la manifestación angustiada de su per-
sonalidad escarnecida reclama una confirmación exterior. Pero,
claro está, no es tan fácil pasar, a los ojos de la gente con cierta
educación o simplemente razonable, por un ser extraordinario
dotado del poder de curar o de descifrar el porvenir. Un profeta
se rodea de seres débiles, de hombres crédulos, de mujeres más
o menos histéricas, tras él se encuentra inevitablemente una co-
horte de desgraciados, de incapaces, de subnormales , que saben
inconscientemente, ellos también, el carácter insuperable de sus
malformaciones y de sus miserias y que tienen necesidad, ellos
también , de creer en el ser milagroso que los salvará- lo mismo
que el salvador necesita que crean en él. Y cuanto más confianza
pongan en él los demás, más aumentará su confianza en sí mis-
mo, acabará considerándose a sí mismo de buena fe como ...

109
El hijo del rey

- Una especie de psicoterapeuta, dije con suavidad.

Sandra se detuvo en seco, desconcertada. Observé la brusca


alteración de sus rasgos. No era sólo la palidez inhabitual en
una mujer segura de sí misma y cuya buena salud, como se suele
decir, daba gusto contemplar. En la prolongación de sus ojos
maquillados se había fruncido la piel, la sombra de ojos ya no
escondía las arrugas, sino que, al quedar interrumpida donde
ellas comenzaban, como el verde de la vegetación en las orillas
de un torrente abierto bruscamente por la tormenta, tenía el
efecto de subrayar sus efímeras líneas. Desde las comisuras de
su boca, un pliegue más profundo cortaba la mejilla. Y bajo la
carne que ya no revestían los colores de la juventud, se notaban
los huesos demasiado anchos, los angulosos contornos de un
esqueleto basto. Por primera vez vi a Sandra, la vi enteramen-
te, como ella había sido en otro tiempo, una joven enfermera
dedicada en cuerpo y alma a sus estudios, poniendo todas sus
fuerzas en la batalla de la vida. Y veo también como serás muy
pronto, echando atrás tus hombros para mantener erguidos los
pechos, amante envejecida que se aferra a un hombre que desea
dejarla, y aún más a esta pobre situación profesional adquirida
con tanto trabajo y que nosotros amenazamos con hacerte per-
der. Entonces será demasiado tarde para que encuentres otro
amante, porque no es mucho el tiempo que hay para deslizarse
dentro de la cama de un hombre y hacerse un hueco en esta so-
ciedad. Me daba cuenta de la terrible situación de aquella mujer
y una terrible emoción se apoderó de mí. Jonathan te condenó,
Sandra. Yo no te condeno, sólo siento piedad por ti y ...

Sandra estaba lívida ante mí. Yo había estado hablando en


voz alta y me di cuenta de golpe. Me sentí confundido, sin ha-
llar nada más que decir, y ella tampoco. Nos observábamos uno
a otro con una especie de espanto, como en otro mundo, como
dos seres arrancados de sus países, de sus tareas, de sus vidas,
proyectados por una explosión imprevista a un planeta desierto,

110
MichelHenry

que se encontraban de pronto frente a frente, con sus vestidos,


con sus hábitos, con sus máscaras hechos jirones.

- Tiene usted razón, dije con lentitud, no tengo familia.


¿Querría usted ser mi hermana?

Sandra pareció más desconcertada por mi tono benevolente


que por las palabras tan crueles que yo había pronunciado sin
querer- como si ella supiera desde siempre de aquel futuro sin
gloria que yo le dibujaba, mientras que la oferta de una amistad
sin objeto, sin designio y sin causa era para ella como un enig-
ma.

- En cualquier caso, volví a decir, no le haremos ningún


daño, no haremos nada contra usted. Mis compañeros vendrán
a escucharla con gusto y usted los recibirá de la misma forma.

Su boca se deformó, se esforzaba en articular algo. Por entre


los blancos dientes se deslizaban sonidos tenues, perdidos en el
espacio blanco de la habitación, ininteligibles, sea porque no
tuvieran sentido, sea porque yo ya no estuviera en condiciones
de darles ninguno. Todavía puedo oír su voz, mientras yo salía,
como la voz de una niña, esa voz tan humilde que tienen las
mujeres antes de echarse a llorar.

Cuando queríamos olvidar los problemas, nos íbamos a ver a


Auguste. Auguste vive solo en una habitación herméticamente
cerrada. Al principio, habían intentado asignarle un compañe-
ro, concretamente a Charles, pero habían tenido que separarlos
a causa de lo que Catalde llama incompatibilidad de humores.
Charles, olvidé decirlo, imagina - imaginaba en aquella épo-

111
El hijo del rey

ca - que sus genitales exhalan un olor insoportable. Además,


nunca hemos sido capaces de hacerle desechar del todo esa idea.
Ciertamente, admite que ya no huele - no más que los de-
más - pero sigue abriendo de par en par los ventanales del
sitio donde vive y se pone furioso si alguien intenta detener la
corriente de aire helado que únicamente no le molesta a él. Para
jugar a las cartas con él- es un campeón del bridge - algunos
enfermos se ponen, cuando la estación o la hora lo exigen, capa
y guantes y juegan con las narices enrojecidas y las jetas petri-
ficadas. U no creería estar viendo a un grupo de borrachos en
un garito. Cuando los reunieron, Auguste y Charles estuvieron
peleando toda la noche, el uno queriendo correr las cortinas,
el otro descorriéndolas y finalmente arrancándolas, el primero
esforzándose en cerrar la ventana, el segundo mordiéndole el
brazo para hacerle soltar la presa. Al alba, la habitación estaba
inservible. Hubo que dejar libres otras dos para alojar a los ago-
tados combatientes.

Parapetado en su antro, pues, Auguste nos recibe de buena


gana. Muestra hacia mis compañeros una condescendencia be-
nevolente que ellos soportan burlándose de él abiertamente,
mientras que a mí me trata de igual a igual, para mayor diver-
sión de todos ellos.

- ¡Ah, es usted, Excelencia, encantado de verlo! Y buenos


días también a sus amigos. Excúsenme un instante, estoy se-
llando esta carta para el Presidente de la República. Sí, es amigo
mío - si me permiten decirlo. No es una lumbrera, y a veces
tiende a olvidar que me debe el puesto. ¡Bah! No se lo tengo en
cuenta, es humano. Sin embargo, tengo que impedirle que haga
demasiadas tonterías. Bueno, ya está, los escucho.

En vez de escucharnos, habla indefinidamente de sí mismo


y, para nosotros, el espectáculo es gratuito. Auguste no sólo es
una eminencia intelectual que maneja los hilos de la política, es

112
Michel Henry

sobre todo un sabio inmenso cuya investigación ha dado lugar


a un extraordinario descubrimiento susceptible de modificar de
arriba abajo la faz de la tierra y la vida de la gente. La cuestión es
si los hombres están preparados o no para aceptar tal invención,
para soportar tal subversión. En todo caso, tenemos derecho a
la descripción lírica del estado en que él realizó su prodigioso
descubrimiento:

- Viví algunos instantes a los que la eternidad volverá una


y otra vez o, más bien, y no temo decirlo, instantes de los que
estará hecha la sustancia de la eternidad. Iba yo andando por el
parque, con el sol a la espalda. La sombra de mi cuerpo se des-
plazaba ante mí según mi movimiento, el rayo que la proyectaba
sobre el suelo y la fuente lejana de donde emanaba se abajaban a
la vez que mis hombros, al albur de mi voluntad. Mi ser se dila-
taba indefinidamente, yo alcanzaba todos los puntos del cosmos,
los mares lejanos, las estrellas que se ven y las que no se ven, lle-
vaba el mundo en mi pecho, poseía el universo. Sí, en momen-
tos como ésos, uno se siente verdaderamente creador, ya no se
teme nada porque todo proviene de uno mismo, ya no se teme la
muerte. Todos mis deseos se realizaban. Hacía correr el tiempo,
hacía que las ramas de los árboles se indinaran para saludarme.
Veía el porvenir, conocía todas las cosas y sabía producirlas, in-
terpretaba música sin haber aprendido, sin servirme de instru-
mento alguno. Estaba en todas partes. Por eso, no tengo ninguna
necesidad de salir de mi cuarto ni de ir a hacer observaciones in
situ, yo capto la realidad en la ley interior de su constitución, yo
soy esa ley. Yo soy el Protos, el Espíritu que sopla sobre las aguas,
el innovador absoluto. Veo con una brutal claridad lo que a los
demás les es accesible sólo a través de un resplandor debilitado.
Ya nunca tengo hambre. Todos los problemas están resueltos.
Todo me es dado inmediatamente. Apenas siento el chasquido
de una alegría más fuerte y ya estoy percibiendo la raíz cuadrada
de -2 o la solución de la cuadratura del círculo. Y me cuesta mu-
cho trabajo consignar todo eso en mis notas.

113
El hijo del rey

Con un movimiento de mentón Auguste señaló los folios que


cubrían la mesita que, según nos informó, la administración, no
pudiendo ya ignorar la importancia y la fama de sus trabajos,
había acabado por concederle.

-Y qué carga sería para un hombre corriente, dijo de nuevo,


mantener esta colosal correspondencia con el conjunto de las
sociedades científicas. Pero él hacía todo eso con una facilidad
extraordinaria, en un abrir y cerrar de ojos. La única dificultad
estaba en procurarse los sellos necesarios para franquear aquella
cantidad de correo. Pero, ¡bah!, a pesar de la negativa del im-
bécil del médico jefe a darle el dinero necesario, también ese
obstáculo sería superado por él.

Mientras mostraba con satisfacción la producción acumula-


da sobre lo que él llamaba la mesa de su despacho, Barjone se
levantó, acercó despacio la mano y, bajo la mirada por una vez
vagamente inquieta de nuestro huésped, cogió una ficha al azar.
La examinó atentamente, la volvió a poner en su lugar, cogió
otra, y después otra más, volviendo a dejarlas cuidadosadamen-
te después de haberlas leído.

- Pero, dijo con fingido asombro, ¡están todas en blanco, no


tienen nada escrito!

Auguste no nos dejó tiempo para reír, estaba exultante:

- Está bien pensado, ¿no? Dese cuenta de que una potencia


extranjera ha tenido la idea de procurarse fraudulentamente mis
documentos. Ha enviado aquí a sus espías.

- ¿Joseph?, inquirió Barjone.

Auguste adoptó una pose de entendido.

114
Michel Henry

- Cualquier otro en mi lugar estaría verdaderamente alar-


mado, yo he decidido sencillamente no volver a anotar nada
en esos folios. ¡Se van a quedar con un palmo de narices! De-
cididamente, concluyó, permanezco sereno hasta en las peores
circunstancias.

- Pero ¿y los documentos que han robado?

- ¡Eso es lo más divertido! Han tenido que reunir en una


asamblea secreta a todos los sabios de su país. Desde aquí puedo
verlos rompiéndose la cabeza con mis cálculos sin comprender
nada. ¡Qué pérdida de tiempo, los burlados son ellos!

Auguste se puso serio.

- Lo que he descubierto, repuso en un tono confidencial, no


será accesible a la humanidad hasta dentro de dos o tres siglos,
en el mejor de los casos. Por esa razón he renunciado a difun-
dirlo. Y además desconfío de las aplicaciones que se puedan
derivar de ello. Un poder tan formidable en manos profanas
llevaría a resultados desastrosos. Eso me diferencia de los inven-
tores ordinarios - excepción hecha de Leonardo da Vinci -,
más preocupados por la utilidad inmediata y también, todo hay
que decirlo, siempre presurosos por anunciar a la redonda y a
bombo y platillo sus insignificantes hallazgos. Auguste recobró
la respiración.

- Por mi parte, he renunciado a la gloria y por eso hoy se


me concede el céntuplo. No es una gloria que proceda de los
demás, reside en mí, está en potencia en mi ser como una carga
atómica formidable lista para estallar, acompaña mi vida entera,
es irradiada por cada uno de mis gestos, toca todo lo que yo
toco. De mi pluma salen rayos incandescentes, de cada uno de
esos papeles, de las patas de la mesa que los sostiene, una cla-
ridad cegadora como la de un dispositivo de soldadura, su res-

115
ELhijo del rey

plandor es tan violento que debo mantener siempre las cortinas


cerradas - Auguste las señaló con la mirada - y vigilar que
ningún resquicio deje pasar hacia el exterior ni un solo rayo:
saldría derecho hacia el cielo y formaría bolas de fuego visibles
hasta en China, soles como torbellinos que alterarían el orden
público, fascinarían a las multitudes y las harían abatirse sobre
esta casa, que se desplomaría por la presión.

Verán ustedes cómo esta gloria acabará repercutiendo sobre


todo lo relacionado con mi persona, quizás sobre ustedes mis-
mos, que han tenido la suerte de acercarse a mí. No sólo mis
intuiciones más geniales, sino incluso los hechos más insigni-
ficantes de mi entera existencia acabarán siendo objeto de un
verdadero culto. Irán en peregrinación a ver la casa de mis pa-
dres, la habitación donde nací, la pequeña biblioteca donde se
conservarán mis primeros libros. Querrán saber si me tomaba
la sopa de buen grado. Alabarán mis hazañas deportivas, porque
también en ese campo destacaba yo. A los tres años sabía mon-
tar en bicicleta, a los seis subía a los árboles cabeza abajo, a los
dieciocho estuve nadando un día entero en un río recorriendo
setenta y ocho kilómetros de un solo tirón contra la corrien-
te. Pero sobre todo recordarán cada una de mis palabras, serán
consignadas en un librito dorado, los niños de las escuelas las
aprenderán de memoria. Quizás lleguen a atribuirme algunas
afirmaciones para sacar algún provecho, pero el engaño se des-
cubrirá fácilmente, no tendrán el fulgor de las originales. Las
leyendas que se elaboran sobre mí se quedarán muy cortas en
relación con la realidad y la tarea de los historiadores será fácil.
¡Escuchen!

Auguste señaló con la mano en dirección a las cortinas o a lo


que las cortinas ocultaban.

-¿No lo oyen? ¡Auguste! ¡Auguste! La multitud viene a acla-


marme. ¡Qué tumulto! Ya no me atrevo a salir. En los barrios

116
Michel Henry

más recónditos, las madres se indinan para susurrar al oído de


sus hijos cuando me ven pasar. ¡Es Auguste!, cuchichean para
que yo no las oiga, ¡es Auguste! Después de todo, concluyó, no
es casualidad que me llame Auguste, en mí hay algo de decisivo
y de incomprensible.

Mientras Auguste hablaba, mis amigos hacían toda clase de


muecas de admiración sin perder por un instante su seriedad. El
que se reía pagaba una prenda, porque yo había prohibido que
se burlaran de él.

Barjone, sin embargo, no pudo aguantarse:

- Con la luz que sale de su pluma, preguntó levantando


tímidamente el dedo, ¿no podríamos conseguir iluminación
gratuita?

- ¡Y por qué no!, dijo Auguste, con el rostro radiante. Veo,


amigo mío, que usted me comprende.

Yo sentía piedad por él y, para llamar a mis compañeros al


orden, cuando nos íbamos le di el beso de la amistad. Él se in-
dinaba profundamente:

- ¡Excelencia! ¡Excelencia!

Aquella noche sentía que me ahogaba. Con la boca abierta, apo-


yado sobre los codos, buscaba el aire que me faltaba, pero no era
aire lo que penetraba en mis pulmones. Con cada aspiración,
un fluido acre, una especie de sustancia viscosa, medio sólida
medio líquida, progresaba lentamente a lo largo de mi tráquea,

117
El hijo del rey

corroyendo mi garganta, paralizando mi espíritu; en un último


sofoco, mi cuerpo entero se levantó y salté de la cama sudan-
do. Me rodeaba una luz débil, como si, anunciando una avería,
se hubiera debilitado bruscamente la intensidad de la corriente
eléctrica. A pesar de la penumbra, distinguí, filtrándose bajo la
puerta, un hilo de humo que se elevaba lentamente en la habi-
tación. Fui a la ventana y la cerré casi inmediatamente. El patio
estaba atestado de un vapor negruzco que por instantes se ilu-
minaba con relámpagos rojos. Había notado su reflejo ardiente
en mi rostro carmesí.

- ¡Joannes, levántate, hay fuego!

Pero tuve que sacudir al adolescente y llegar a abofetearlo para


que, por fin, respondiera a mi llamada. Salimos a toda prisa. El
pasillo, también pobremente iluminado, era atravesado por re-
gueros grises que venían de debajo de las puertas, pero que al
parecer refluían hacia las habitaciones. Nuestros desdichados
compañeros habían dejado sus ventanas abiertas; las emanacio-
nes del incendio, que subían del patio, los habrían aturdido ya
y no tardarían en asfixiarlos completamente.

- ¡Vamos a sacarlos!, le grité a Joannes.

Nos precipitamos hacia nuestros vecinos. Eran dos quin-


cuagenarios distinguidos cuyo silencio habíamos aprendido a
apreciar. Pero, bajo la aparente calma, ¡cuántos dramas! Los dos
hombres, dos homosexuales que habían vivido mucho tiempo
juntos antes de intentar matarse recíprocamente, se detestaban
hasta el punto de no intercambiar ni una mirada ni una palabra.
En el momento en que uno de ellos se ausentaba, su compañe-
ro le escribía una carta llena de insultos y la colocaba bien a la
vista sobre la mesa antes de salir a su vez. El otro entraba y le
respondía en el mismo tono. El de más edad estaba más bien
fuerte y el menor le llamaba obeso y comenzaba sus cartas con:

118
MichelHenry

"Inmundo Obeso", "Inflada Obscenidad", y otros calificativos


de ese género. Los médicos los habían separado y ellos cayeron
en una depresión, hubo que reunirlos de nuevo. La habitación
llena de humo estaba sumida en la oscuridad, el interruptor ha-
bía dejado de funcionar. A tientas, nos esforzábamos en levan-
tarlos de su lecho, pero volvían a caer como masas inertes. Tras
varios intentos, los dejamos caer y los arrastramos tirando de las
piernas , hasta conseguir llevarlos hasta el otro lado del tabique.
De nuevo fuimos incapaces de ponerlos en pie, a pesar de las
patadas que Joannes les propinaba en los costados. Abandonán-
dolos en el suelo atravesados en el pasillo, fuimos a las otras
habitaciones, llamando por todas partes , sin obtener respuesta
alguna , sacudiendo a los dormidos y haciéndolos tambalearse
antes de empujarlos al corredor, donde se derrumbaban uno
tras otro presas de un estupor más fuerte que su voluntad ador-
mecida. A la vista de todos aquellos cuerpos alineados como
en una morgue, un sentimiento de impotencia se apoderó de
nosotros. Y pensábamos con horror en todos los que todavía
reposaban en sus camas, condenados a una pronta asfixia. No
tendríamos ni fuerzas ni tiempo para moverlos a todos y lle-
varlos afuera, ni siquiera arrastrándolos y haciéndolos deslizarse
escaleras abajo sobre la espalda. El humo se espesaba por mo-
mentos a nuestro alrededor, la atmósfera se hacía irrespirable. Y
entonces la verdad se presentó ante mí: era imposible salvarlos a
no ser que pidiéramos ayuda. Había que dar la alarma. ¡Cómo
no lo habíamos pensado antes! Corrimos al puesto de Célesti-
ne: no había nadie . Nadie tampoco en la sala de guardia, ni en
ninguno de los lugares donde solían estar los sanitarios. Íbamos
en todas direcciones, enloquecidos. En un despacho , también
vacío, descolgué el teléfono: ¡la línea estaba cortada! A mi lado ,
Joannes estaba lívido, nos caía el sudor por las sienes. Un mis-
mo pensamiento pasaba por nuestras mentes. Por increíble que
pareciera, se imponía su evidencia de forma irresistible. ¡Porque
estaba claro que los edificios estaban desiertos! ¿Dónde estaban
los médicos residentes, los múltiples vigilantes cuya presencia

119
El hijo del rey

sufríamos día y noche? ¿Por qué no había sido activada la alar-


ma? ¡El hospital ardía tranquilamente y nadie se preocupaba
por tal cosa!

- ¡Vamos a comprobar las salidas!, le grité a Joannes, que


vacilaba. Aturdidos, cegados, sin resuello, usamos nuestras úl-
timas fuerzas para correr una vez más. Saltando los escalones,
llegamos hasta el portón de entrada. Estaba cerrado con cade-
nas. Con cerrojo también la puerta del parque. Pero, vigilancia
obliga, en su mitad había un rombo de cristal labrado. Subido a
los hombros de Joannes, con los pies por delante, hice saltar el
vidrio. La abertura era demasiado estrecha para que pasara un
cuerpo pero, por turnos, sacamos por ella las caras, aspirando
profundamente el aire de la noche, recuperando nuestro ánimo.

- Escucha, le dije a Joannes, no vamos a poder salvarlos a


todos. Elijamos a los mejores. Ve a buscar a Barjone y a Archag,
yo me ocupo de Vania e intentaré recoger de paso a Charles y
a Auguste. Nos volveremos a encontrar aquí. Juntos haremos
saltar el candado.

Vania reconoció mi voz y se levantó. Lo mismo ocurrió con


Charles, y también con Auguste, que no vio ningún inconve-
niente en dejar su reducto cuando supo que el hospital estaba
ardiendo. Envueltos en volutas cada vez más oscuras, con los
ojos cerrados, los rostros quemados, avanzábamos a tientas a lo
largo de las paredes. El humo se había acumulado en el extremo
del pasillo, ante la salida del parque, y estábamos ahogándonos.
Abrí un párpado para percibir con estupor que Barjone sacaba
del bolsillo un destornillador y empezaba a desarmar la cerra-
dura. Se resistía. A golpes de hombro, a patadas, echamos abajo
el montante de la puerta. Ya fuera, algunos de los nuestros se
derrumbaron, negándose a ir más lejos. Ordené que los llevaran
hasta la colina.

120
Michel Henry

- Escondeos entre los pinos, le espeté aJoannes, por si quie-


ren exterminar a los supervivientes.

- ¿Dónde vas tú?

- Esperadme allí.

Yo había distinguido, alzada contra la noche como una len-


gua de fuego, la inmunda chimenea roja sobre la que se perfila-
ban los reflejos de las llamas que la rodeaban, subiendo y bajan-
do como bailarinas de un ballet maldito. Estaban ardiendo las
calderas. Y detrás de las calderas estaba el pabellón de mujeres.
No habíamos pensado en ellas hasta ese instante y, sin embargo,
ellas iban a morir también. Llenando mis pulmones de aire fres-
co, corrí hacia allí más que preocupado, pensando que quizás
fuera demasiado tarde.

Hecho curioso, la construcción estaba abierta, sus pasillos


iluminados como en pleno día. En el alojamiento del portero,
nadie. Detrás de los cristales de los puestos de guardia, nadie.
Lo inverosímil y lo imprevisible fue que todas las celdas esta-
ban cerradas con llave. Intenté en vano derribar algunas puer-
tas, golpeando con todas mis fuerzas. Ningún signo de vida. Y
de nuevo volvió a mí el pensamiento que había tenido antes:
ante la inmensidad de la tarea había que limitarse al salvamen-
to de nuestras amigas. Me di cuenta entonces de que ignoraba
los números de sus habitaciones. ¿Dónde encontrarlas en aquel
laberinto? Empecé a caminar voceando sus nombres por todo
el edificio, me desgañitaba, escalaba las distintas plantas. Una
vez sin aliento, me detuve. Se hizo un silencio formidable, que
redobló mi angustia. Entonces apareció una silueta blanca al
extremo del pasillo. Yo la contemplaba estupefacto. Daba tres
pasos hacia mí, se detenía, se llevaba la mano detrás de la nuca
y, abriéndola del todo por encima de sus cabellos sueltos y
acercándola lentamente como para atrapar una presa, la volvía

121
El hijo del rey

a cerrar. Y luego la bajaba por delante de ella, la abría con pre-


caución, contemplando fijamente lo que había atrapado: nada.
Sin verme, la joven retomó la marcha en dirección a mí, volvió
a dar tres pasos y repitió su gesto. Siempre la misma mirada
fija, la misma mano vacía. Cuando estuvo a mi lado, me so-
bresalté:

- ¡Lucile!

Mi grito no la afectó. Pasaba continuando sus maniobras. La


cogí del brazo, ella lo retiró vivamente.

- Lucile, ¿qué estás haciendo?

Le impedí el paso. Alzó los ojos hacia mí, pareció percatarse


por fin de mi presencia. Después me reconoció y me sonrió.
Ahora me hablaba, pero como desde otro mundo, como si yo
nunca pudiera llegar a entender del todo sus palabras.

- Una cruz, decía, flota sobre las cabezas de los que van
a morir durante el año, se la puede observar a ciertas horas;
cuando los rayos de sol se vuelven horizontales, la iluminan un
instante, se la ve brillar. Antes de que me trajeran a este hospi-
tal, yo vivía en una casa de reposo, no en un sanatorio de locos
como éste, en un simple establecimiento de convalecencia. Por
la noche, me quedaba bajo el umbral de la entrada, discernía
el signo encima de algunos de los transeúntes, los llamaba para
anunciarles su próximo fallecimiento. La gente dejó de pasar
por allí. No obstante, una noche, pasó el hijo del panadero, le
avisé, murió; también pasó el notario, y la mujer del médico,
murieron. Los habitantes del pueblo me acusaron de brujería,
con la ayuda del médico y del guardia forestal me hicieron in-
ternar.

122
Michel Henry

Lucile pareció reflexionar:

- La cruz que tiene uno sobre la propia cabeza no se puede


ver, sólo se ve la de los demás. Pero yo, ahora, siento que la
tengo encima, noto la punta arañándome en mitad del cráneo,
querría saber si, en efecto, es la cruz ...

Lucile reiteró el gesto y, ante sus propios ojos aterrorizados,


separó lentamente los dedos vacíos.

Y luego volvió a darse cuenta de mi presencia:

- ¡Mírame tú!, exclamó con una voz casi terrible, ¿tengo una
cruz o no la tengo?

Adelanté la cabeza:

- ¡Es verdad, dijo con risa forzada, eres completamente mio-


pe, no distingues nada!

- Escucha, dije irritándome yo ahora, el hospital está ar-


diendo, vámonos de aquí!

Resonó una explosión, tan cerca que nos vimos arrojados al


suelo. Por efecto del calor, una cristalera acababa de volar en
pedazos, esquirlas de vidrio me azotaban la cara, sentía las finas
cortaduras que los cristales dibujaban en mi carne como líneas
de sangre trazadas por un verdugo monstruoso. La temperatura
subía con cada bocanada que el fuego escupía. Oleadas de ho-
llín caían sobre mí surcadas por relámpagos cegadores, el aire
no era ya más que un polvo incandescente, con cada inspiración
el veneno devastaba mi mente, iba a perder el conocimiento,
morirían todos, Wanda, Marthe ... Hice un terrible esfuerzo,
abrí los ojos: la luz inundaba nuestra pequeña colina. En torno
a mí, mis amigos estallaron en risotadas. Wanda y Lucile, con

123
El hijo del rey

hierbas alargadas me hacían cosquillas en la nariz, en las cejas.


J oannes les regañaba:

- ¿Por qué no lo dejáis dormir?

- Has pronunciado nuestros nombres, dijo Wanda, con lá-


grimas en los ojos.

El sol de abril me había dado dolor de cabeza. Disimulando


mi malestar, me estuve divirtiendo con ellos hasta que sonó la
campana de la noche.

Mi pesadilla me obsesionaba, su sentido estaba demasiado claro,


era demasiado espantoso también. ¿Cómo aceptar que la ma-
yoría de los internos estuvieran definitivamente perdidos? No
obstante eran ellos a quienes yo había entrevisto durante aquella
noche espantosa, privados de energía hasta el punto de ser inca-
paces de esbozar un gesto, de luchar contra el peligro, ni siquiera
de reconocer su presencia. La vida se había retirado de su carcasa
desecada, había que levantar sus párpados con el dedo para ha-
llar una mirada y en esa mirada deslavazada por la indiferencia
ya no había ningún interés por nada. Fuera cual fuera su edad,
habían llegado con mucho más allá de la vejez, al fin de su his-
toria, no porque hubieran agotado lo que le es dado al hombre,
sino sencillamente porque subsistir, respirar, era ya demasiado.
Tirados en sus jergones, vagamente iluminados por los resplan-
dores de lo siniestro, en verdad estaban dispuestos a morir, no
por valentía, sino porque, no acordándose ya de sí mismos, ni
siquiera se darían cuenta de su muerte. Muchos enfermos, es
cierto, habían intentado quitarse de en medio. Un día que yo le
preguntaba sobre la desaparición de Jonathan, el profesor Ca-

124
MichelHenry

talde me confesó que para no amedrentar a los supervivientes de


sus familias, camuflaban a esos suicidas demasiado frecuentes
bajo rúbricas anodinas, como neumonías en invierno y apople-
jías en verano. Pero, ¿por qué no se mataban todos aquellos a los
que el más simple apego a la vida había abandonado? Sin duda,
porque para darse muerte sigue haciendo falta la voluntad, hace
falta un deseo, por débil que sea, y la fuerza para realizarlo - y
ellos habían perdido ese deseo y esa fuerza hacía mucho. Lo que
los médicos llamaban embrutecimiento quizás fuera eso.

Para reconfortarme, pensaba en mis amigos: ¿sería más fácil


salvarlos? Yo los sabía muy vulnerables. Mientras estaban con-
migo, la confianza los elevaba sobre el temor y la dicha sobre la
angustia. Pero por la tarde teníamos que separarnos. Si todavía
yo los hubiera podido dejar solos, quizás cada uno hubiera me-
ditado los preceptos que yo acababa de confiarles, revivido los
acontecimientos del día, presentido los del mañana y la soledad
les hubiera parecido dulce. Pero las habitaciones eran dobles,
cosa que no era en modo alguno el menor defecto de nuestro
hospital y que hubiera bastado, por sí sola, para hacer inútiles
todos los demás tratamientos con los que nos amenazaban. La
poca energía que yo había conseguido insuflar en mis compa-
ñeros agotados hablándoles de mí, estrechándolos en mi seno,
era engullida por un vecino anormal cuyas manías, verborrea u
obstinado silencio no había más remedio que sufrir. Yo tenía la
suerte de tener conmigo a Joannes. A Archag, el menos desfa-
vorecido, le metían cada viernes en su celda a un viejo chocho
que su familia dejaba en el hospital para irse al campo y volver
a llevárselo el lunes, para así poder seguir cobrando su pensión.
Vania, que tenía sed de vida y la buscaba en los ojos de los de-
más, compartía su habitación con un constructor de órganos
que había quebrado y que creía haber muerto el año anterior.
Demostradme lo contrario, clamaba con furor a los que inten-
taban hacerlo razonar, ¿no muere gente cada día?, ¿qué inconve-
niente tenéis en que yo forme parte de la última hornada?

125
El hijo del rey

El resto del tiempo permanecía callado. En cambio, Barjone


cohabitaba con un antiguo pastor que cada dos o tres minutos
exclamaba con voz aguda: "¡Maldito, estoy maldito!". Total-
mente insomne a pesar de las drogas o a causa de ellas, pro-
seguía con sus exclamaciones hasta el alba, interrumpiéndolas
solamente, como si fuera adrede, cuando T otor los visitaba para
preguntarle a Barjone de qué se quejaba. Por poco no habían
sospechado que estaba influido por alucinaciones auditivas. Por
otra parte, Barjone, en cuyo rostro leíamos cada mañana los
estigmas del insomnio, no le tenía ningún rencor a su desgra-
ciado vecino, que sólo le había dirigido la palabra una vez para
explicarle que él vivía en el interior de su propio cráneo como
en un calabozo totalmente oscuro y sin salida. Exactamente
cada dos o tres minutos, se iluminaban en una pantalla negra
con una nitidez sorprendente unas palabras: "¡Maldito! ¡Mal-
dito!". Entonces, sin darse cuenta, él repetía esas palabras en
voz alta, sin sospechar que hubiera otra cosa en el mundo más
que el sepulcro donde él estaba encerrado. Cuando conseguía
adormilarse unos instantes, era para soñar que recorría indefini-
damente una ciudad semejante a un laberinto. U nos personajes,
siempre los mismos, aparecían en un baile de máscaras y, cuan-
do la agobiante fiesta tocaba a su fin, se quitaban la máscara
para saludarlo: eran su estómago, sus vísceras, sus testículos, los
lóbulos de su cerebro, los filamentos de sus nervios y la ciudad
era el cuerpo maldito del que jamás se podría evadir. A pesar
de todo, desde el exterior le llegaba una señal bajo la forma
de las imprecaciones que vociferaba en la habitación contigua
un viejo enjuto sentado medio desnudo en una tina. El pastor
comprendía ese flujo de palabras incoherentes que los médicos
atribuían a una fase aguda de la demencia: lenguaje implacable
y preciso, parecido al silbido de las víboras que eran frecuentes
en su región y que lo perseguían cuando, siendo adolescente,
con los pies desnudos sobre la grava recalentada, corría a des-
nudarse tras los arbustos del monte bajo y a tumbarse bocabajo
con el vientre apretado contra las losas ardientes.

126
Michef Henry

- ¿Sabes?, me dijo un día Joannes antes de dormirnos, esto


no puede continuar así mucho tiempo, van a estallar todos unos
contra otros. El pabellón de las chicas es un infierno. Solange es
aún más difícil de soportar que Florence, Lucile no puede más.

Y, como yo guardara silencio:

-José, me dijo, ce lo ruego, haz algo.

- Que Lucile y Wanda traigan con ellas a Solange cuando


vengan a reunirse con nosotros mañana.

No era tan fácil. Solange está lo que se dice hiperfatigada. No


se trata, hablando con propiedad, de un agotamiento físico, es
una especie de distracción innata, interrumpe bruscamente ese
esfuerzo interior que todos hacemos espontáneamente para vivir,
para guardar el equilibrio, y hay que precipitarse sobre ella para
retenerla e impedirle caer. En los últimos tiempos de su vida con-
yugal, cuando su marido la tomaba, llegaba a suspender la respi-
ración para no ser ya entre sus brazos más que una cosa muerta.

Tras varios intentos, Lucile y Wanda consiguieron por fin


conducirla a nuestra pequeña colina. En cuanto vimos de lejos
al extraño trío, los chicos se lanzaron al encuentro de aquella
sonámbula que las dos jóvenes mujeres se esforzaban en soste-
ner. Se dejó caer ame mí, con la espalda encorvada como la de
una vieja; su mirada no llegaba a mí a través del espacio, parecía
reptar por cierra y perderse en ella como un río que se agota.

Me puse de rodillas también, para que no tuviera que levantar


el rostro hacia mí. Entonces adelantó sus manos, tocándome en

127
El hijo del rey

cada punto de mi vestimenta, palpándome los brazos, el pecho,


buscando por todas partes el contacto con otra vida.

- Que no es tu marido, decían riendo Wanda y Lucile.

Sin oírlas, Solange me pasaba los dedos por los ojos y los
labios, se arrastró para estar más cerca y se pegó totalmente a
mí. Aplastado contra el mío, su cuerpo se fue irguiendo poco a
poco como si lo atravesara una nueva fuerza, levantó la frente,
su mirada perdida se concentró en la mía, abrió la boca, sin
estar segura de lo que iba a decir, y después le fueron afluyendo
las ideas, a ella que no llegaba nunca al final de una frase, que,
a decir de Catalde, se perdía por el camino cuando escribía una
carta, sin saber ni de qué se trataba ni a quién la dirigía. Solan-
ge, pues, diluida en su noche y a la que llamaban "la crepuscu-
lar", se puso a hablar abundantemente y, en primer lugar, de
ella misma, con una coherencia y una lucidez que asombraban
a mis amigos. Yo sabía que, abandonada por su novio la víspera
de la boda, había entrado en una depresión a la que pusieron fin
buscándole otro, rico y distinguido como ella, con quien se casó
y que le dio tres hijos.

- Todo el mundo me creía feliz, me explicó, y yo mismo


compartí esa ilusión. Yo hacía todos los gestos que se esperan
de una mujer de mi condición, pero era una extraña que se
prestaba a esa comedia, todo desfilaba ante mí en un universo
irreal. Formábamos una familia muy unida. Mis padres, mis
hermanos, mis hermanas, y nadie podía imaginar que yo no
viera en ellos ya más que sombras. Me hablaban, pero no había
nada en torno a sus palabras, ni carne ni sangre. Resonaban en
el vacío, se deshilachaban en el aire, ya no querían decir nada.
Qué cosa más horrible: estar cerca de los tuyos, poder tocarlos
y no sentir nada, oírlos y no prolongar dentro de uno mismo su
conversación, no vibrar ya con ellos ... Un día, un amigo de mi
padre me habló de él en su presencia.

128
Michel Henry

- Su padre, empezó a decir tomándolo por testigo.

- ¡Pero si éste no es mi padre!

El estupor fue general, me fui corriendo a mi habitación. Es-


taba confusa y, no obstante, por primera vez después de mucho
tiempo, las palabras que yo había pronunciado se correspon-
dían con lo que yo sentía. ¡Reencontrarse en una frase, tener
la impresión de verse a uno mismo, tocar el fondo del propio
ser, qué insólita aventura, qué milagro! Eso es lo que ocurrió en
aquel momento, y aquel instante se repitió los días siguientes
mientras que, desconsolados, todos mis familares se arremoli-
naban en torno a mi cama y yo me obstinaba en no reconocer
a nadie.

Todavía hoy, los médicos entran en mi habitación escoltados


por un supuesto miembro de mi familia.

- Su padre viene a verla, querida Solange, desea darle un


abrazo.

Yo me vuelvo y escondo el rostro porque sé muy bien que no


es mi padre, es un desconocido que se me acerca sin saber qué
decir y que de vez en cuando me mira oblicuamente.

- Hace usted llorar a su hermana, Solange, eso no está bien.


Ha hecho un largo viaje para verla.

- No es mi hermana.

- ¿Qué le hace a usted afirmar que no lo es?

- Si fuera ella, me arrojaría a su cuello, la abrazaría hasta


ahogarla. Usted ve perfectamente que no hago nada de eso.

129
El hijo del rey

Solange reproducía esta escena con vivacidad, hasta el punto


de hacer brotar una sonrisa de nuestros labios.

- Es horrible, José, pierdo una tras otra a todas las personas.


Perdí primero a Ernestine, la sirvienta de mis padres que me
había criado, que era mi verdadera madre y a la que yo quería
como a una madre. Cuando me visitó, me pregunté si realmen-
te era aquella a la que yo había amado, aquella mujer marchi-
ta de aliento un poco fuerte. Yo la contemplaba con asombro
como a una campesina que viera por primera vez en el merca-
do vendiendo huevos. Después perdí a mi madre, y después al
buen Dios. No era ya capaz de rezar, me devanaba los sesos para
inventar algo que pudiera pedirle. Y después perdí a mi padre y
a mis hermanos y a mis hermanas y a todas mis amigas. Cuan-
do vuelven, me asombro de ver hasta qué punto se asemejan a
aquellos seres que lo eran todo para mí, que eran mi vida, pero
esa semejanza es una añagaza, no tengo ante mí más que simu-
lacros, simples envoltorios llenos de paja. Y cuando se acercan
para forzarme a reconocerlos, tiemblo al mirarlos al fondo de
sus ojos, porque sé muy bien que no son ojos que ven, sino ojos
de cristal, globos de plástico transparente tras los cuales no hay
nada. ¡Es terrorífico, es para volverse loco! Frecuento a personas
muertas, vago entre cadáveres. Dormía junto al cadáver de mi
marido. ¡Una noche, el cadáver se me acercó, quiso tomarme
entre sus brazos helados, creí morir yo también, chillé con todas
mis fuerzas!

Ante mí, Solange se puso a chillar de veras. Sus gritos suben


derechos hasta el centro del pequeño cerro, pasan por encima
de los árboles, van a alborotar el hospital. Le pongo la palma de
mi mano en la boca. Sus pupilas se agrandan y es como si ella
reencontrara la vista, una certeza casi terrible endurece sus ras-
gos un poco insulsos de ordinario y, cuando separo los dedos,
pronuncia en voz baja estas asombrosas palabras:

130
Michel Henry

- Sé por qué vacila el mundo y se hunde en la nada, por qué


mi padre y mi madre y mis hermanos no existen ya, lo sé con
exactitud y puedo decirlo, porque yo misma tampoco existo ya.
Si yo existiera, tendería mis manos hacia ellos y acariciaría sus
rostros, abriría los ojos y los reconocería, reposaría la cabeza en
el hombro de mi marido. Pero ya no tengo manos, ni cabeza, ni
boca para besar. Ya no tengo cuerpo: mi cuerpo se mantiene a
algunos metros de mí, más o menos lejos según que yo me en-
cuentre más o menos mal. Imaginaos qué atroz situación: ahora
no estoy en el mismo lugar que mi cuerpo, lo vería ligeramente
a la izquierda detrás de mí si me atreviera a darme la vuelta. Me
sobrecoge el vértigo cuando lo pienso.

-Vamos a ver, me dice el médico, voy a tomar su mano en


la mía - mire usted a ese espejo - y la paso sobre su rostro.
¿No es ése su rostro, su bello y simétrico rostro tan parecido al
de su madre, no es ésta su mano?

Veo una epidermis agujereada por cráteres de donde brotan


horribles pelos, veo unos ojos saltones y unos dientes de conejo.
Es verdad que hay una mano que se pasea por alguna parte, pero
no es mi mano, es una pinza para el azúcar como la del azuca-
rero de plata que me regalaron para mi boda. No soy yo quien
aprieta, alguien me imita y quiere hacerse pasar por mí. Cuando
hablo no es mi voz. En mí hay siete voces diferentes y ninguna
es la mía. Luchan por apoderarse de mi persona. La voz que oís
ahora es la de una comerciante de flores que perdió a su marido y
trabaja con los dedos en el agua helada. Esta voz es tan débil que
ni siquiera yo la oigo. En otro tiempo, en mí había una fuerza
que me empujaba hacia los demás, que quería alcanzarlos y fun-
dirse en ellos. Pero esa fuerza me ha abandonado, ya no tengo
nada que me impulse, no tengo suelo bajo los pies. Ya no tengo
deseos, ni siquiera el de curarme, y por eso no me curaré. No
experimento nada, y eso es lo terrible. Si Dios ya no me quiere
es por algo tan horrible que no me atrevo a formularlo. Porque

131
El hijo del rey

tampoco quiero. Si todos los míos están muertos es porque yo ya


no aspiro a su presencia. Ni siquiera sus muertes me causan pena
alguna. Si fuera desdichada, estaría salvada. Desgraciadamente,
nadie puede nada sobre sus sentimientos y por eso el mundo está
perdido, porque nuestros sentimientos se deterioran y se marchi-
tan, y porque ya no somos más que una concha vacía. Lo que
proporciona una idea de la muerte no es el exceso de sufrimien-
to, es la imposibilidad de sufrir. No estar aquí ya es una extraña
impresión. ¡Oh José, devuélveme a mí misma, devuélveme a mi
corazón, devuélveme a Solange, arráncame de la nada!

Solange se ha indinado hacia delante, con los brazos extendi-


dos como uno que se arroja al agua. La sujeto por los hombros y
la retengo contra mí. Su cabeza pende como separada del busto
y se balancea de derecha a izquierda. Lucile, Wanda, Barjone y
los demás están a mi alrededor, con aspecto enloquecido. Lucile
ha unido su mejilla a la de Solange y está más pálida que ella. Lo
mismo que ella, respira con dificultad, a pequeños tragos, pare-
ce que su aliento sea uno solo con el de la enferma. Las estrecho
a las dos entre mis brazos en tanto mis amigos se aferran a mi
ropa, uno de ellos se cuelga de mi manga y tira tan fuerte que se
desgarra. Es Joannes.

- ¡Arráncanos de la nada a nosotros también, grita, sácanos


del abismo!

Permanecemos así, aglutinados unos con otros, impidiéndo-


nos caer mutuamente. Y el tiempo, por encima de nosotros, ya
no es más que el azul del cielo.

- Cuando era pequeña - era la voz de la comerciante de


flores - y me habían regañado, me imaginaba que ya estaba
muerta. Veía a mi madre y a mis hermanos alrededor de mi
cadáver. Más tarde, cuando me casé, mi marido me condujo
a mi nueva casa. Admirando desde lo alto de la doble escalera

132
MichelHenry

la puerta de mármol blanco coronada por el pequeño frontón,


pensaba yo en el efecto que produciría el día de mi entierro
tapizada de negro, iluminada desde abajo por los cirios, los pel-
daños de la escalera atestados de porteadores preparados para
bajar mi ataúd, con mis hijos siguiéndome detrás, de la mano
de sus tíos y tías. Algo más tarde, caí enferma, me rodeaban mis
amigas, hablaban de la edad de las mujeres, sentí una angustia
terrible, yo me decía a mí misma que las mujeres envejecen, la
piel de sus pechos y de su vientre se seca y cuelga y enseguida
no seremos más que esqueletos. Otra vez, mi marido quiso fo-
tografiarme dándole el pecho a mi hijo recién nacido. Me pidió
que sonriera, pero ¿a santo de qué esa dicha si todos estamos
condenados a muerte, a santo de qué luchar? Más valdría acabar
inmediatamente. Pensaba que mi marido era un cobarde por no
acabar conmigo en el acto.

A veces pensaba en él de otro modo. Me acordaba de un via-


je. Era invierno, visitábamos un museo. Había mucho silen-
cio, los guardias habían dejado de ir de acá para allá. Me ha-
bía impresionado un cuadro. Era un paisaje de final de verano,
amenazaba tormenta, a través de un cielo negro un rayo de sol
iluminaba un recodo del camino, dos insignificantes personajes
se cruzaban sin verse, apresurándose cada uno hacia el refugio
más próximo. Pienso a menudo en ese cuadro porque se parece
a mi vida. Toda es sombrío, pero el velo se desgarra un instante,
se enciende un resplandor fugitivo, algunos seres se animan,
vuelvo a oír la voz de mi marido leyendo con atención el pros-
pecto del museo y acercándose después a mí y tomándome de
la mano. Vuelvo a sentir la impresión que llenaba mi corazón,
lo que yo llamaba mi felicidad. Ese recuerdo me causa una gran
tristeza, pero como esa tristeza es dulce, querría que durara para
siempre. En esos momentos me parece que voy a volver a la
vida, me siento cerca de los demás, salgo de la niebla, brilla so-
bre el mundo la luz de un proyector y de nuevo el proyector se
apaga, el cielo vuelve a ser negro, los insignificantes personajes

133
El hijo del rey

vuelven a refugiarse en sus casas. Ya no soy desgraciada, ya no


existo. Vosotros tampoco. Buenas tardes.

Solange se ha incorporado de golpe, soltándose de nuestras


manos que han quedado inertes por la sorpresa. Con un paso
bastante firme ha llegado hasta el edificio de ladrillo. La puerta
se abre ante ella, la rodean algunas siluetas y desaparecen con
ella.

-¡Mira!

J ude me ha cogido del brazo, levanta el suyo lentamente, señala


una ventana del segundo piso. Me ha parecido ver que algo
blanco se movía. ¿O es Jude el que me ha convencido de tal
cosa?

- Alguien nos observaba con un catalejo.

Dicen que la aguda vista de J ude no se equivoca nunca y la


angustia se apodera de nuevo de mis compañeros. Cuando la
campana nos llama para la cena, Jude me lleva a su lado. Su-
bimos por una escalera de servicio con cuidado de no hacernos
notar, recorremos un pasillo, penetramos en un local que sirve
para trabajos prácticos. En cada mesa hay un microscopio. En la
última, ante la ventana, hay un catalejo fijo sobre un soporte de
cobre. Apunta hacia el parque. Jude se inclina ante el objetivo.
Aguanta la respiración y después me invita a ocupar su lugar.
Poco a poco, a pesar de mi miopía, reconozco, entre dos pinos
que la encuadran como las verticales de una fotografía bien he-
cha, iluminada su preciosa hierba verde por un último rayo de
sol, la pequeña colina de donde venimos.

134
Michel Henry

Jude me mira con aire satisfecho.


- Bien, ¿qué dices?

- Está claro que nos vigilan, pero ¿y a nosotros qué? Os he


dicho que no tenemos que preocuparnos de eso. Lo importan-
te . . .

- ¿Que no nos preocupemos? Tenemo s que volver a hablar


de esto - baja bruscamente la voz -, pero aquí... hay micró-
fonos por todas partes.

El parque está desierto ahora, lo invaden las sombras. Jude


elige la maleza, mira con suspicacia a su alrededor, se pone el
dedo en los labios cuando intento hablar. A pesar del aire tibio,
siento escalofríos. No hay nadie detrás de esos arbustos y, sin
embargo , sé que me acecha una mirada, son dos ojos feroces
que escudriñan mi espíritu y mi corazón y que querrían cono-
cer mis proyectos con exactitud. Por mucho que nos alejemos
de los edificios, que deambulemos en busca de un abrigo más
tupido, la mirada sigue ahí y no me deja.

- Hace tiempo que quiero compartir contigo una grave


preocupación, me susurra al oído, ¡tiemblo por ti! Si hace uno
el esfuerzo de reflexionar sobre lo que pasa aquí, es evidente
que ellos no podrán aguantarte indefinidamente, eres demasia-
do peligroso. Barjone cree que están tan asombrados que van a
seguir dejándote hacer para ver hasta dónde puedes llegar. Me
he informado en el entorno de los jóvenes médicos externos: lo
que sorprende a los jefes es la adopción de un comportamiento
hipersocial por parte de los esquizofrénicos al tiempo que la
extensión a una colectividad de un delirio hasta ahora indivi-
dual ...

Me miró de reojo.

135
El hijo del rey

- Por eso adoptan con nosotros una aptitud tolerante. A


Catalde le gustas ya tan poco como a los demás, pero está in-
teresado por una experiencia de la que piensa sacar provecho.
Dicen que prepara una comunicación sobre ti, ya ha elaborado
una sobre Marthe, ¿sabes?

Guardé silencio, permitiéndole seguir con su tejemaneje.

- De lo que no se da cuenta Barjone, dijo de nuevo con


una voz sombría, es de que este respiro es provisional. Jonathan
también realizaba prodigios. Y eso no les ha impedido liqui-
darlo. Ésa es de hecho la razón por la que lo han matado. Se
aprestan a hacer lo mismo contigo, José. Se apoderarán de ti de
improviso. Te vigilan continuamente para poder sorprenderte
más fácilmente. Durante toda la tarde había alguien detrás de
ti. Lo saben todo sobre nosotros. Conocen nuestros escondites,
saben de nuestras citas, de nuestros pensamientos. Sólo hay una
cosa que ignoran, ésta. Jude se aseguró otra vez de que estába-
mos solos y sacó de su bolsillo un pequeño objeto envuelto en
papel. Era una bolsa.

- Hay bastante dinero , todo lo que he podido reunir. ¡Vete


lo más rápidamente que puedas, José, anticípate a sus manio-
bras! Y como yo dudara:

- Ayer mismo el médico residente de los zapatos amarillos


me abordó en el pasillo. ¿Sabes lo que me dijo? No se deje usted
ver demasiado con ése, será mejor para su salud.

Acercándose a mí, Jude me abrazó con fuerza antes de dejar-


me bruscamente, sin volverse.

En mi interior, yo sabía que él decía la verdad y que, aun


diciendo la verdad, mentía . Caminaba al azar, dejando que mis
pensamientos vagaran como en un sueño, y consciente, sin em-

136
Michel Henry

bargo, de que el mismo par de ojos salvajes estaban clavados en


mi nuca. Cuando volví en mí me encontraba en el patio, detrás
del cobertizo, en el lugar en que me encontré con mis amigos
por primera vez. La escena se presentó de nuevo ante mi mente
con una nitidez total, acompañada de detalles a los que no ha-
bía prestado atención. Jude estaba al lado de Wanda, un poco
en segundo plano. En cierto momento, su mano rozó la de la
joven, cuyo rostró permaneció impasible. Miraba recto delante
de ella, hacia mí. En su momento, yo me había preguntado si
no sería J ude el hombre con el que ella había compartido el
lecho junto con su hermana . Es el único farsante del hospital,
me dije de repente. Pensaba yo con terror en aquel que había
amado a la joven polaca hasta el punto de seguirla incluso en
la locura.

Joannes se estaba quedando dormido cuando llegué a nuestra


habitación.

- Creo, le dije sin preámbulo alguno, que Jude no sufriría


mucho si me viera salir corriendo.

- Jude tiene razón, me dijo con voz débil, y acabó de dor-


mirse.

¡Irse! Sólo se hablaba de eso en nuestro pequeño grupo.

-Tiene que irse, susurraba Judea su alrededor.

- Tiene que irse, respondían mis amigos a coro. Sólo que


ellos querían venir conmigo.

137
El hijo del rey

- ¿En qué estáis pensando?, les preguntaba yo.

- ¡Aprovechemos la salida del domingo para largarnos y el


lunes, cuando se den cuenta de nuestra ausencia, estaremos lejos!

-¿Dónde?

- En el Gausse. Hay un montón de apriscos abandonados.


Encontraremos con facilidad uno lo bastante grande para noso-
tros. O incluso alguna aldea antigua que podríamos reconstruir
a nuestro gusto.

- ¿Y qué comeremos?

- Tendremos ovejas, leche, queso, patatas.

- ¿Las ovejas las vamos a robar?

- Las compraremos, Jude tiene mucho dinero.

- ¿Cuánto tiempo pensáis que necesitarán los gendarmes


para echarnos mano y volvernos a traer aquí, a las celdas del
pabellón especial, más exactamente?

- Nos esconderemos subidos a los árboles.

- ¡Subidos a los árboles! ¿Marthe subirá a ellos de puntillas?

- ¡Te gusta ponernos nerviosos a todos con tus preguntas!,


exclamaban las chicas. ¿No sería maravilloso estar codos sen-
tados en torno al fuego, por las noches, mirando las estrellas.
Escucharíamos tus palabras y las grabaríamos en cortezas secas
de árbol que enterraríamos en vasijas de barro para las futuras
generaciones. No tendríamos ya más ocupación que confiarnos
unos a otros y amarnos.

138
Michel Henry

- ¿Lo mismo que hacemos aquí todos los días en nuestra


pequeña colina?

Parecieron desconcertados.

- Veo, a pesar de todo, una diferencia , volví a decir apro-


vechando mi ventaja. En vuestro idílico escenario, en vez de
repantigamos sin hacer nada, tendríamos que currar sin cesar
para no morir de hambre o de frío. Eso sin hablar de hacer guar-
dia noche y día ni de la necesidad de esfumarnos a la primera se-
ñal de alerta. Me cuesta imaginar a nuestras agotadas hermanas
realizando tales hazañas. Además, os veo un poco severos con
este sanatorio. Estamos alojados gratuitamente. Y la comida, a
condición de masticarla bien y de ingerirla despacio, se digiere
perfectamente .

- T enemas siempre a alguien sobre la chepa, es imposible


decir lo que uno piensa.

- Al contrario, ésa es la principal ventaja del hospital. En


cualquier otra parte, nos encerrarían inmediatamente, en tanto
que aquí después de todo sólo somos unos locos, nuestras afir-
maciones no tienen trascendencia alguna. Se sospecha que ni
siquiera creemos realmente lo que decimos, o que lo creemos
sólo en ciertos momentos.

- ¡Y las medicinas! ¡Y Célestine! ¡Y la Medusa! ¡YJoseph! ¡Y


Totor! ¡Ya hemos aguantado bastante aquí!

Tendían hacia mí sus rostros devastados por el insomnio. En


sus ojos espantados, yo nos veía vagando desde nuestras inhós-
pitas habitaciones al pringoso comedor, desde las lúgubres salas
de espera a los peligrosos laboratorios, bajo la amenaza de algún
nuevo tratamiento que quizás esta vez no resistirían ni nuestro
cuerpo ni nuestra mente. Teníamos que fingir, no estar en el

139
El hijo del rey

momento adecuado, aparecer sólo tras la partida del personal


cuando, una va los frascos sabiamente alineados y puestos bajo
llave y Célestine ya en su casa, podíamos por fin echarnos ago-
tados sobre nuestros lechos.

- ¿Y los demás?, pregunté.

- ¿Los demás enfermos?

- Sí, si nos vamos, ¿quién los sacará de su miseria? Jamás


sabrán quién soy yo!

Barjone avanzó hacia mí. Tenía mi confianza, sus compañe-


ros lo sabían; también tenía la de ellos, yo lo sabía.

- José, me dijo, nosotros estábamos de acuerdo contigo, les


hemos hablado, les hemos suplicado, lo hemos intentado todo.

Era verdad. Yo había hecho la lista completa de los hospi-


talizados en el sanatorio, pabellón de hombres, pabellón de
mujeres (mucho más numerosas estas últimas). A cada uno de
mis amigos les había asignado una tarea, un número concreto
de enfermos que visitar con regularidad, les había indicado, en
función de cada caso, la conversación a mantener, el compor-
tamiento a adoptar. Y también íbamos todos juntos, y yo con
ellos. ¡Qué espectáculo! ¡Y qué resultado!

La mayor parte de los desdichados a los que nos dirigíamos


ni siquiera se daban cuenta de nuestra llegada, habían olvidado
que estaban allí, nada tomaba forma ante su espíritu , ningún
misterio se escondía bajo su piel marchita, los días y las noches
pasaban en vano para ellos. En el fondo, pensábamos abruma-
dos, el constructor de órganos que cree haber muerto el año
pasado no está tan loco - no más que estos otros en todo caso,
que ni siquiera tienen ese pensamiento. Yo me decía también,

140
Michel Henry

ante tanta apatía, que aquel hombre había sufrido demasiado,


que la insensibilidad es quizás la última acción de la vida para
protegerse y no perecer. Pero, de esa forma, había tenido tanto
éxito en su empresa que ya nada la distinguía de la muerte. Asi-
mismo, cuando llegábamos al final de nuestras agotadoras giras
sin obtener ni un solo signo de inteligencia como respuesta a
nuestros acercamientos, ni el menor pliegue alrededor de aque-
llas bocas cerradas, en aquellas frentes lisas, y mis compañeros se
desanimaban, me parecía que también en ellos la vida dudaría
de sí misma y se secarían sus últimas fuerzas.

Lucile me tomó aparte. Me explicó que, desde que yo estaba


entre ellos, nuestros amigos se mantenían a la espera. No ya
sólo del momento de reencontrarse y abandonarse a la alegría
de estar juntos, sino de algún gran acontecimiento destinado a
poner completamente patas arriba el cuadro mezquino de su
existencia cotidiana. Una inmensa esperanza los embargaba,
arrancándolos de sus manías, proyectándolos hacia una época
meJor.

- Todos contienen el aliento, prosiguió ella - y vi cómo su


pecho se elevaba rápidamente como si, también ella, respirara
con dificultad -, observan cada uno de tus gestos, acechan la
señal.

- ¿La señal?

- La de echar abajo los muros, derribar las puertas, huir de


la prisión.

Me contó cómo en su última salida - pretextando un poco


de cansancio, yo me había quedado solo para reflexionar sobre
nuestra situación-, después de haberle sacado un poco de di-
nero a Jude, al que Barjone acababa de confiarle la caja, habían
comprado una pareja de canarios y, corriendo al jardín zooló-

141
El hijo del rey

gico, habían abierto la puerta de la jaula. Fue entonces cuando


concibieron el proyecto de irse todos juntos - ¡y tú, se indig-
naba Lucile, tú, nos propones cuidar de enfermos encamados!

Decidí dar un gran golpe.

Desde que oyó hablar de mí, Marcelline no cesó de interrogar


a sus vecinas. Las escuchaba con sus grandes ojos asombrados
y, sin embargo, nada de lo que decían la sorprendía verdadera-
mente. Poseía una especie de conocimiento interior de las cosas
que le permitía comprender lo que nunca había visto ni expe-
rimentado realmente por sí misma. Muy pronto tuvo el deseo
de venir a reunirse con nosotros. Desgraciadamente, la pobre
chica se encontraba atada a su lecho por una parálisis casi total
y tenía que contentarse con los relatos de Lucile y de Wanda,
también de Marthe e incluso de Solange, que parecía recobrar
poco a poco, al contacto con la joven impedida, el gusto por la
vida. Marcelline se reía al oír los mismos hechos contados de
formas tan distintas, lo cual los hacía, no dudosos, sino como
más evidentes y más extraordinarios aún.

Los padres de Marcelline habían desaparecido en circunstan-


cias misteriosas. Se decía que el marido había matado a su mu-
jer antes de darse muerte. La zona en donde estaba su granja,
en la ladera de una colina pelada, parecía también maldita, el
tedio se desprendía de sus horizontes angostos, de sus cañadas
circulares excavadas en la tierra descompuesta y blancuzca de
la meseta caliza. Lo único notable del cantón era el número
inususal de suicidos por ahorcamiento. Recogida por dos viejas
y ariscas tías llegadas para explotar la pequeña propiedad con la
ayuda de un jornalero cuya mirada la incomodaba, Marcelline

142
Michel Henry

faltaba a la escuela muy a menudo para ocuparse de trabajos


demasiado rudos para ella. U na noche no durmió por el sufri-
miento que le provocaba su cuerpo hinchado, especialmente
el vientre, que calentaba con sus manos para ahogar el dolor.
Al alba, había sangre por todas partes. Aterrada, sin atreverse a
hablar a nadie de aquel mal repugnante, como si se debiera a al-
guna infamia desconocida por ella, esperó para levantarse a que
todo el mundo se hubiera ido. Apretando una toalla bajo su fal-
da para contener el fluido que su organismo seguía secretando
sin que ella supiera por qué, llegó al río por caminos desusados.
No había nadie. Después de desnudarse rápidamente, entró en
el agua helada. Estaba apoyada con precaución sobre piedras
resbaladizas, ofreciendo su vientre desnudo a la corriente con
la esperanza de detener la vergonzosa hemorragia, cuando una
piedra rodó por el talud al tiempo que una silueta se escondía
detrás de los juncos. Marcelline perdió el equilibrio y cayó de
espaldas. Arrastrada por la corriente, presa de sus remolinos y
girando con ellos sobre un maravilloso tiovivo de luz y de hielo,
se dejaba llevar con los labios entreabiertos y los ojos medio
cerrados, flotando sobre la superficie y llevada río abajo a toda
velocidad, percibiendo la tierra al revés, como se la debe ver
desde el cielo, con los troncos negros de los grandes árboles
indinados sobre ella para saludarla y acariciarla al pasar con sus
sombras incorpóreas. Sus dolores habían desaparecido, ya sólo
experimentaba una felicidad inaudita, una especie de frescor
desconocido como si alguna nube invisible, deshilachándose
por encima de ella, dejara caer sobre su alma abandonada una
lluvia de rocío. Ya no tenía recuerdos. Desaparecidos así todos
los deseos que atenazan la desgraciada existencia de los adoles-
centes, todo aquello en lo que sueñan sabiendo vagamente que
nada ocurre nunca. Su único anhelo era permanecer en aquel
estado de dicha en que se encontraba.

Esa felicidad duraba todavía cuando percibió algunas voces


por encima de ella. Gritaban que había que envolverla en una

143
El hijo del rey

manta, ir a buscar una carreta, llevarla al ayuntamiento. Reco-


nocía algunas frases breves: "Cogedla por los hombros, voso-
tros, levantadla despacio, un poco más, dejadla tumbada", pero
nada de aquello le preocupaba, no sentía nada de lo que decían
que hacían con ella. Y la misma extraña impresión se reprodujo
un poco más tarde cuando algunos hombres con batas blancas
se dedicaron a ponerla sobre un costado, luego sobre el otro, a
doblar y estirar sus miembros, a palpar su vientre y sus múscu-
los. Veía sus rosotros inmóviles contra el suyo. Se acordó con
certeza de haber escuchado estas palabras: "Está en coma, creo
que está perdida". Había otras palabras flotando a su alrede-
dor. Hubo todavía más idas y venidas, más órdenes, luego una
puerta se cerró a cierta distancia, alguien volvió, debía de ser
una mujer, traía una bandeja que dejó secamente a su lado con
ruido metálico. U na cuchara tintineó en un vaso. Durante el
sueño - ¿estaba realmente dormida? - seguía experimentan-
do la misma felicidad, pero cuando quiso estirarse y después
volverse sobre el lecho, el único resultado de su esfuerzo fue un
dolor agudo en la base de la espalda. Su cuerpo ya no se movía,
como si toda su sangre se hubiera coagulado de repente, como
si sus muslos, su pelvis, su torso no formaran más que un solo
bloque de mármol blanco y frío. Cada nuevo intento volvía a
traer el dolor, hasta que finalmente se hizo continuo. La mante-
nía despierta toda la noche, la adormecía durante el día, acom-
pañando su duermevela y confundiéndose con él, acreciéndose
y apaciguándose al ritmo de su respiración.

-Y ésa es mi pobre vida, le decía a Lucile. Respiro y eso es


todo. Permanezco tumbada sin moverme, sin pensar en nada.
Al principio, escuchaba los ruidos, me decía: ¡Mira!, alguien
sube la escalera, la enfermera pasa a tomar las temperaturas,
llevan mesas con ruedas por el pasillo. Después empecé a es-
cuchar sin representarme ya lo que ocurría, sólo prestaba aten-
ción a las sonoridades, pero eran agudas y chirriantes las más
de las veces. Ahora sólo siento que estoy sintiendo, ya no ex-

144
MichelHenry

perimento más que mi propia existencia. Eso me sigue dando


grandes alegrías.

- ¿Qué alegrías?

-Todo lo que siento lo olvido y no puedo representármelo.


Tampoco soy capaz de expresarlo si alguien me lo pide. Es una
pura impresión. Me deslizo de nuevo sobre la espalda llevada
por un río tan ancho que no alcanzo a ver las orillas. Sólo veo el
cielo por encima de mí y en ese cielo vuelve la nube que se abre
con dulzura y derrama sobre mí su lluvia de oro. Es como una
bendición. Estoy sola en el mundo. No existe otra cosa que ese
delicioso frescor en mi corazón. En esos momentos, dejo de te-
mer mi aislamiento. Creo que si hubiera tenido a alguien cerca
de mí no habría podido experimentar nada parecido.

- Ayer, siguió Lucile, me dijo Marcelline que iba a morir.


Cometí el error de contarle la historia de una joven ninfa que,
para escapar a las solicitaciones de un enamorado, se tranformó
en laurel. Los pintores la han dibujado con el rostro y el busto
emergiendó apenas de las hojas y las ramas que ya se cierran so-
bre ella. Exactamente eso es lo que me pasa, me dijo Marcelline.
Lo que queda de vivo en mí se solidifica poco a poco, el frío de
la piedra asciende a lo largo de mi columna vertebral, hiela mi
nuca y paraliza su espíritu. Mi discernimiento disminuye de día
en día y pronto ya no sentiré nada. Pero, ¿qué te pasa, José, que
estás tan pálido?

Lucile había gritado. Mis amigos se arremolinaban en torno


a mí. Dejé de distinguir sus rasgos. Tras ellos, los arbustos de
la pequeña colina confundían sus ramajes, un velo se deslizaba
sobre mis párpados, el mundo desaparecía lentamente.

- ¡José!¡José! Decían, pero sus llamadas me llegaban ya sólo


como un lejano rumor.

145
El hijo del rey

Detrás de las cosas está el poder que las produce. Cada hom-
bre esconde, en lo más profundo de sí mismo, una fuente secre-
ta. Yo estaba descendiendo lentamente la escalera de peldaños
relucientes que conduce hasta ella. Sumergido en el agua pura
de la fuerza y llevado por ella, abriendo los brazos y estirándome
en toda mi envergadura, fui uno solo con ella, fluía a mi través,
corría a lo largo de las líneas de mi cuerpo, llenando todo mi ser
de su estrépito torrencial. Mis manos y mis rodillas temblaban,
mis dientes castañeteaban, mis cabellos se erizaban, mis ojos se
abrían. Me rodeó un torbellino de temor, que hizo recular a los
que se apretaban a mi alrededor. Percibí de nuevo sus rostros
enloquecidos, con la mirada vuelta hacia el sendero que, día tras
día, habíamos hollado al venir aquí. Vestida con un camisón
blanco que cubría sus pies descalzos, avanzaba con precaución
hacia nosotros una muchacha muy joven. Se acercaba paso a
paso, una pierna tras otra, desgarrando los bajos de su vesti-
do, inexorablemente, como quien ha descubierto el movimien-
to y la embriaguez de vivir. Sólo hicieron ademán de ayudarle
cuando, al entrar en nuestro pequeño círculo, pasó delante de
ellos, dirigiéndose hacia mí. Marcelline recorrió un metro más,
y luego otro, antes de caer de rodillas y deshacerse en lágrimas
abrazada a mí.

Yo había recomendado a mis amigos que no dijeran nada de


la escena a la acababan de asistir, pero no pudieron evitar ir a
contarles todo a los querían escucharlos e incluso a los que ape-
nas los soportaban. Las historias que circulaban por el hospital
eran a cuál más inverosímil. La nuestra, sin embargo, hizo su
efecto. Aunque los médicos no cesaron de declarar que, sin ser
banal, la brusca interrupción de una parálisis de origen mani-
fiestamente histérico no tenía nada de imposible desde un pun-
to de vista estrictamente científico, estaban muy serios.

Y además, Marcelline no era la única. Lucile también estaba


curada, ya no sentía ninguno de los múltiples dolores que la

146
Miche/Henry

asaltaban. La angustia que le causaba la vista de los desdichados


ya no iba a alojarse en sus piernas, su sufrimiento era puramente
moral. Wanda había dejado de ser presa de las terribles pesa-
dillas que la hacían despertarse sudando, ya no gritaba por las
noches, ya no se ponía - Lucile me lo aseguró y la Medusa dio
fe de ello en un informe a T otar que Machilde interceptó para
nosotros - la trenza de hierro alrededor de la pierna magulla-
da. Barjone dormía, Archag había vuelto a encontrar la calma;
en lugar de enredarse en sus frases, ajustaba los periodos hasta
arrancar nuestros aplausos, Charles y Florence habían puesto
fin a sus extravagancias, Solange se estaba reconciliando con los
suyos. Y Vania, el Vania que yo había conocido hacía sólo unas
semanas en el fondo del cuchitril donde se pudría en compañía
de un demente precoz, estaba en pie, bien afeitado, con los ojos
brillantes, sin dejarnos ya nunca y hablando sin cesar. Junto con
Barjone, Joannes y Archag, era el que ayudaba con más celo, se
acercaba a los demás en vez de huir de ellos y les apremiaba para
que se unieran a nosotros.

- ¿Relatar la curación de Marcelline es algo realmente tan la-


mentable?, me preguntó un díaJoannes avergonzado todavía de
haber infringido la consigna. Tenemos que darnos a conocer.
De todos los enfermos de este hospital no somos todavía una
docena los que estamos cerca de ti, y eso contando a Charles y
aAuguste.

-Ya es mucho, dije.

- ¿Quién se acordará de nosotros dentro de diez años, den-


tro de seis meses?

El último rayo de luz se filtraba a través del cristal deslustrado


y se posó sobre el rostro juvenil de Joannes, formando sobre su
cabeza un nimbo de oro.

147
El hijo del rey

- Escucha, le dije inclinándome hacia él: Has visto algo ex-


traordinario y lo que va a pasar será aún más extraordinario;
aunque de este acontecimiento sólo haya habido unos pocos
testigos, y testigos sospechosos desde muchos puntos de vista,
aunque deba dar lugar a chismes de toda clase, a los que se
irán añadiendo muchos otros, hasta el punto de recubrirlo to-
talmente y de hacer que se dude de su realidad, el nombre de
Marcelline será pregonado por todos los rincones de la tierra,
mientras la tierra persista.

U na gran inquietud se puso de manifiesto entre los hospitaliza-


dos tras el acontecimiento que acabo de relatar o que, más bien,
mis amigos se habían encargado de divulgar por mí. Cuando
nuestra tropa, cada vez más nutrida y ruidosa, circulaba a lo
largo de los corredores en otro tiempo desiertos, los menos im-
pedidos abandonaban sus lechos para asistir a nuestro desfile,
como lo llamaba Célestine con acritud, impotente ahora para
contenernos. Todo parecía revivir, las fisonomías más obtusas
se iluminaban, una mueca, un rictus, un hipo, un silbido, un
principio de convulsión limitado en algunos a un miembro y
que afectaba a otros en todo su ser, todo se convertía para noso-
tros en un modo de salvación, una emoción inusual se adueñaba
de aquellos espacios vacíos y de aquellas cabezas deshabitadas.

Por las tardes, principalmente, una vez que las chicas habían
venido a reunirse con nosotros delante del portón que daba al
parque, se daba un espectáculo singular, por no decir increíble.
Se oían gritos y exclamaciones de alegría allí donde, hacía algún
tiempo, reinaban el mutismo y el abatimiento. Aquellos que se
ocultaban tras su espantosa soledad, aquellos cuyas miradas se
evitaban, aquellos que daban bruscamente media vuelta en el

148
Michel Henry

momento en que parecía que alguien se acercaba a su lado, se


precipitaban unos hacia otros, todo el mundo hablaba al mis-
mo tiempo, los más insignificantes detalles se adornaban de un
encanto imprevisto, había tanto que hacer, tantos temas que
debatir que aquella jornada, zarandeada por un cataclismo ma-
ravilloso, no bastaría.

En el lugar donde nos reagrupábamos antes de partir hacia


nuestra pequeña colina se alzaba una bóveda dispuesta en se-
micírculo que cubría un paseo de arena bordeado de rosales. A
lo largo de él se disponían algunos sillones metálicos de com-
plicados dibujos adonde los enfermos iban a sentarse después
del almuerzo, ofreciendo al sol invernal la piel desecada de sus
caras de cera. Como no soportaban la luz, en verano echaban
hacia atrás sus asientos y los ponían al abrigo del emparrado,
dando cabezadas y dormitando hasta el momento de volver a
sus lechos.

Un día que nuestra banda pasaba como las cuentas de un ro-


sario ante aquella fila de efigies petrificadas, parecidas a estatuas
al aire libre, alguno preguntó:

- ¿Quién anda ahí?

-José, le dijeron. Como cada día, va a darles una conferen-


cia a sus admiradoras.

El hombre - yo iba a saberlo unos instantes más tarde -


no hablaba nunca y cuando por casualidad respondía a algún
médico o enfermero, había que aguzar el oído para escuchar
un hilillo de voz parecido al de un operado de laringe. En esta
ocasión, sin embargo, se desgañitaba tanto y tan bien que, a
pesar de la algarabía que envolvía nuestra marcha, acabé por
escucharlo:

149
El hijo del rey

- José! ¡José!, exclamaba.

Impacientes por reunirse, mis amigos le rogaban que no me


importunara, pero cuanto más le decían que se callara más gri-
taba él.

Volví sobre mis pasos. Tendió hacia mí un rostro de ciego,


pero se aferró a mi hombro. Joannes corrió a buscar una silla.
Me instalé junto al capitán Féoli.

Me acuerdo bien de aquella tarde. Una luz tibia anunciaba


la llegada de la primavera. En tanto declinaba el día, lo que yo
veía a mi alrededor empezó a asemejarse de manera extraña a lo
que mi vecino me describía, preso de una irresistible necesidad
de desahogarse, y reencontrando de golpe el uso de sus órganos
vocales y de su mente.

El capitán Féoli - hablo de los años que precedieron a su ac-


cidente - sólo comenzaba a vivir en el momento en que por fin
cerraba de un golpe la puerta de su despacho y dejaba tras él un
montón de papeluchos grasientos e imbéciles que se obstinaban
en poner sobre su mesa. Se trasladaba entonces rápidamente a
una vieja granja perdida cuyas instalaciones había reparado él
mismo. Servían sobre todo como alojamiento del pura sangre
sobre el que saltaba en cuanto llegaba. Y tacatá, tacatá, tacatá.
Galopaba hasta la noche por un paisaje compuesto de colinas
calcáreas, garrigas y bosquecillos de pinos. Región desierta que
disputaba a los conejos, a los pájaros y a algunos raros rebaños
de ovejas del color del suelo. Paisaje inmenso sobre el que se
deslizaba como sobre un mar solidificado. Con cada salto la
superficie entera de la tierra venía a darle un golpe amistoso en
el cogote. Encaramado a su montura, percibiendo todo desde
una buena altura, había encontrado su lugar aquí abajo entre la
tierra y el cielo, allí donde sopla el viento.

150
Michel Henry

Y luego, un día, sin saber por qué ni cómo, se había caído,


recibiendo sin duda, de paso, una coz en la nuca. Golpeado,
anonadado, incapaz de hacer un solo movimiento, había per-
manecido allí, rumbado de espaldas, con los ojos abiertos. Se
encontraba en el centro de un pequeño claro del bosque. Al-
gunos pinos, arbustos de boj y enebros marcaban su delicado
perímetro. Un roble solitario, uno de esos árboles verdaderos
que se encuentran todavía en esas landas que lentamente se
convierten en desiertos, se alzaba ante él, con sus ramas sepa-
radas como los brazos de un hombre en el suplicio de la cruz.
A su lado, en el suelo amarillo, había excrementos secos y los
largos tallos de las siemprevivas se estremecían entre las matas
de tomillo. La tierra estaba todavía caliente, quiso coger un
puñado, pero fue incapaz de mover los dedos. Nada se movía,
el caballo había desaparecido, no vendría nadie . Por otra parte,
el socorro hubiera sido ilusorio, algo se había roto definitiva-
mente en él, en la unión entre su cráneo y su columna verte-
bral. Aunque el universo se había detenido a la vez que la vida
de su organismo, tuvo uno de esos momentos de hiperlucidez
de los que hablamos algunas veces y de los que no sabemos si
realmente se producen.

- Comprendí que iba a morir, en media hora, en una hora


quizás. Estaba absolutamente seguro, pero esa seguridad no me
afectaba en nada, no experimentaba la menor pena, el más lige-
ro pesar. Mire usted, estoy casado, tengo un hijo. Me di cuenta
de que no los volvería a ver y, hecho extraordinario, ese pensa-
miento tampoco me afectó. Por eso me he permitido hablar de
hiperlucidez, porque en ese momento me di cuenta de la terri-
ble evidencia de que yo no los quería, para nada, y de que nunca
los había querido. Mi mujer se iba a quedar viuda, iba a tener
dificultades para educar a mí hijo , pues bien, me importaba un
bledo, allá ellos, sus problemas no me concernían y me dejaban
totalmente indiferente.

151
ELhijo del rey

Sentía que mis fuerzas se debilitaban, pero no perdía nada de


mi lucidez. Me veía morir, comparaba lo que me quedaba de
vida con la luz que acababa de invadir el claro del bosque donde
yo estaba. El sol poniente azotaba de lleno los arbustos, que to-
maban colores imprevistos. Sus pesadas hojas de oro macizo se
destacaban con una nitidez perfecta sobre el cielo casi invisible.
Por encima de las hierbas inmóviles, las siemprevivas parecían
joyas preciosas, adornadas en la extremidad de sus tallos con
piedras amarillas. Yo contemplaba todas estas cosas con admi-
ración, tenía la impresión de ver el mundo por primera vez,
pero, lo he dicho ya, no lamentaba nada. Después, la sombra se
extendió de repente a ras de suelo, sentí su frío en las mejillas,
las hierbas se apagaron, el sotobosque también. Los rayos de luz
se elevaban insensiblemente iluminando las ramas desde abajo.
A través del follaje, cada vez más sombrío, corrían de aquí para
allá resplandores semejantes a pájaros de fuego. La oscuridad
ganaba siempre, las últimas claridades se refugiaban en las cimas
y pronto no hubo más luz que en el ramaje del gran roble. En
unos segundos sería engullida a su vez por la noche y yo con ella
y ya no habría nada más.

Me desperté en el hospital, desgraciadamente - si es que se


puede hablar de despertarse. Estaba en la negrura, no veía nada,
no pensaba en nada. Me dijeron después que me había com-
portado más o menos normalmente, pero yo no tenía la menor
idea. Actuaba con una completa indiferencia, como si la cosa
no tuviera que ver conmigo. Ciertamente, me encontraba en
alguna parte, pero era como si no estuviera. Tenía la impresión
de estar muy lejos de todo, en un aislamiento total, encerrado en
una botella de cristal ahumado. Es verdad que había un mun-
do real, puesto que yo lo había conocido en otro tiempo, pero
¿dónde podía estar ahora? No salí de ese segundo estado hasta
que oí en la habitación vecina una voz aguda que protestaba por
la comida que le acababan de traer: "Si me trago esa mierda de
lentejas vuestras, ¿de qué color van a ser mis heces mañana?". En

152
Miche!Henry

aquel momento me pareció divertido, ¡aquello era gracioso! La


cortina que recubría mi conciencia se desgarró por un instante.
Hubo una chispa, algo empezó a brillar como unos ojos de gato
bajo un montón de leña. A partir de ese momento comencé
a existir un poco. Pero era extraño, veía como por el extremo
ancho de unos prismáticos, las cosas eran minúsculas, los indi-
viduos parecían muñecos, mi habitación, la cama, la mesa, las
sillas, los médicos, todo cabía dentro de un dedal. Me decía a
mí mismo: ¡Vaya, como sigan menguando un poco más, van a
desaparecer del todo! Percibía con extraordinaria precisión los
más mínimos detalles, y cuanto más pequeños eran con más ni-
tidez los veía. Los colores tenían una vivacidad excesiva, hasta el
punto de dañarme los ojos. Los cuchillos y las cucharas parecían
patas de insectos, los cuadros de mi manta caparazones dorados
de escarabajos. Y si, por casualidad, mi mirada tropezaba con un
insecto de verdad, me parecía mucho más real que un hombre.
Por momentos, las cosas recobraban su tamaño normal, pero
entonces se volvían confusas, ya no sabía lo que eran, no reco-
nocía a los que me cuidaban y, cuando se movían, las imágenes
de sus cuerpos se alargaban y se aplastaban completamente.

- Es algo clásico, me explicó uno de ellos, se debe a una


persistencia anormal de las imágenes retinianas en los casos de
astenia que siguen a un traumatismo importante.

Estoy de acuerdo. Pero lo que no explicó es por qué no sabía


en absoluto quién era yo, dónde estaba y lo que hacía allí.

- Lo sabe usted muy bien, usted recita correctamente su


nombre y su dirección, da usted informaciones exactas sobre su
vida pasada.

¡Eso es! Había encontrado la palabra exacta: yo recitaba,


como un loro, como un chiquillo, sin comprender lo que de-
cía. ¿Mi casa? No me imagino en absoluto dónde está, a qué se

153
El hijo del rey

parece, sería incapaz de encontrarla, ni siquiera con un plano.


¡Se da usted cuenta, no poder leer ya un plano, algo propio de
un oficial! ¡Ni siquiera comprendo lo que significan las direc-
ciones: delante, detrás, derecha, izquierda! Inmediatamente, el
enfermero que venga a buscarme me dirá: ¡Levántese! Y en mi
mente eso no corresponderá a nada. Tendrá que levantarme él,
cogerme de debajo de los brazos, hacerme pivotar y empujarme
a un lado, entonces podré seguirlo, puedo hacer trescientos me-
tros diarios, ni uno más, los cuento, para que no me engañen.

Estoy casi inválido, pero en mi cabeza es aún peor. Debió cas-


carse cuando ese maldito caballo me tiró. Supongo que codos
tenemos cierta energía disponible en el cerebro, es espantoso
cuando uno nota cómo se larga. No soy ya capaz de evocar un
recuerdo, es como un proyector de cine estropeado, las imáge-
nes no llegan a formarse, hay enorme saltos entre ellas, si por
casualidad representan algo, ya no sé cuándo ocurrió tal cosa
ni siquiera si pasó realmente. Le digo a usted que mi mujer me
molestaba todo el día. Yo tenía una amante. ¡Pues bien! Llego a
preguntarme si la he tenido de veras o si lo he leído en una mala
novela. De lo que estoy seguro es de que quería divorciarme.
La burra de mi mujer consiguió que me internaran para hacer
que fuera jurídicamente imposible y así continuar metiéndose
mi paga en el bolsillo. Por eso estoy aquí. Después de todo,
no se está peor que en otros sitios, es agradable dejarse llevar y
no pensar en nada. Sin embargo, algunas veces tengo miedo,
cuando empiezan a hormiguearme los dedos y siento cómo se
va mi vida.

- ¿De qué tiene usted miedo?, dije.

- Por insignificante que le parezca, tengo miedo de no vol-


ver a conseguir orientarme, de vagar por el mundo como un
perro sin amo. Tengo miedo de recibir otro golpe en la cabeza,
de atragantarme en la mesa y de que me dé hipo, de no com-

154
MichelHenry

prender lo que cuentan los demás y de volverlos locos a mi vez


poniendo un rostro estupefacto.

- Nada de eso le va a ocurrir, le dije suavemente, y puse mi


mano sobre la tela raída de su capote.

- Es curioso, volvió a decir al cabo de un momento, se vive y


no se presta atención a tal cosa, no se sabe lo que es la vida. Me ha
hecho falta estar medio muerto para comenzar a percibirlo. Hay
un murmullo constante, una especie de hormigueo lleno de res-
plandores luminosos, que en otro tiempo poblaban mi cerebro y
que cesó de repente cuando me caí. Y ahora sólo oigo un silencio
espantoso, en el que no resuena nada. No es ya el silencio de la
naturaleza, es el silencio del vacío. Y en lugar de luz, tengo delante
una cortina negra. Del abismo emerge un único recuerdo, el del
pequeño claro del bosque iluminado por el sol poniente. Cuando
su imagen se presenta ante mí, de nuevo creo que voy a morir, todo
se detiene, vuelvo a ver el gran roble y los arbustos que lo rodean, y
la magnificencia de sus copas refulgiendo con una claridad última.
Y entonces me digo: ¡Qué bella es la vida! ¡Si se pudiera vivir!

Había llegado el momento de reunir en una sola todas las ener-


gías que brotaban por todos lados y que acudían hacia mí y,
haciéndoles notar lo que buscaban sin saberlo, mostrarme a
ellas. ¡Entonces, sufrimiento y angustia serían barridos como
fantasmas, la antigua felicidad escondida en el corazón de todas
las cosas y que se debatía en vano en ellas haría irrupción por
todas partes, codos y cada uno experimentarían en sí mismos
la inevitable aparición y sus ojos, hasta ese momento apagados
por la resignación, brillarían de nuevo, deslumbrados por el res-
plandor de la corona radiante sobre mi frente!

155
El hijo del rey

Tomé conmigo a Barjone y a Joannes y les hice partícipes de


mi plan. Los encargué de organizar una gran fiesta, una especie
de banquete al que daríamos la mayor trascendencia posible.
No sólo los manjares serían abundantes y refinados y los vinos
generosos, sino que , para despertar el interés de los convidados
y cautivar sus espíritus , acompañarían a la comida toda clase de
manifestaciones , historias contadas por los nuestros, sainetes,
canciones e incluso verdaderas piezas teatrales. En cuanto a mí,
aprovechando el estado de euforia así provocado, elegiría el mo-
mento más oportuno para hacerme reconocer por todos.

Era importante , por tanto , que todos estuvieran allí, con sólo
una excepción, desgraciadamente, y yo atraería la atención de
todos sobre ese delicado asunto:

- Invitaréis también a los médicos, les dije, y al personal


sanitario , pero lo haréis de manera que no acepten, su presencia
bastaría para arruinar mi empresa. Tendréis cuidado asimismo
de minimizar la fiesta ante ellos, de reducirla a una especie de
cena recreativa, que permitirá que cada uno se encuentre con
sus amigos y exhiba sus talentos personales.

Barjone maniobró maravillosamente. Su verdadera inten-


ción pasó desapercibida , los médicos no vieron ningún incon-
veniente en nuestro proyecto, más bien al contrario. Además
de declinar nuestro ofrecimiento - dieron también un motivo
convincente para ese rechazo cortés, dejarnos a nosotros toda
la iniciativa - , hicieron gestiones en la administración para
que también aceptara. Nos propusieron incluso ayudarnos. Nos
concederían una suma de dinero correspondiente al coste de
una comida ordinaria y los cocineros prepararían los platos su-
plementarios que nos procuráramos . Algunos enfermos serían
autorizados a salir la víspera del día elegido - debía ser un
sábado por la noche - a fin de hacer en la ciudad las compras
necesanas.

156
Michel Henry

Mi visión de las cosas había sido justa . Para reunir a las perso-
nas hay que proponerles una meta, una acción inusual capaz de
absorber las energías que no usan y, antes de eso, despertarlas.
Nuestra idea suscitó un extraordinario entusiasmo. Sólo se ha-
blaba del asunto. Era imposible recorrer un pasillo, penetrar en
una habitación o incluso pasearse por el jardín sin oír hablar de
menús, de manjares increíbles, de magníficas cosechas y hasta
de champán. Rostros paralizados por el estupor se animaban
bruscamente, les brillaban los ojos, los labios volvían a animar-
se. Algunos enfermos fueron a ponerse a la mesa sin esperar, ne-
gándose obstinadamente a abandonarla , como si el prodigioso
festín prometido para un futuro todavía lejano estuviera ya allí.
Los más despiertos discutían sobre la mejor forma de cocinar un
pato, el personal sanitario también intervenía, se olvidaban las
tareas habituales, una especie de barahúnda continua llenaba el
establecimiento . Solange miraba con desprecio las recetas que
circulaban, se acordaba de pronto de entremeses prestigiosos
que ella reservaba en otro tiempo para sus invitados y se decla-
raba dispuesta a confeccionarlos para nosotros. Florence baila-
ba la samba prometiéndonos unas fantásticas trufas al güisqui.
Bombardeaba con sus demandas a todos los que encontraba: le
hacían falta litros y litros de nata fresca, kilos de chocolate, de
cualquier marca. Marthe, por su parte, preconizaba el alimen-
to completo. Se refería a ciertas declaraciones de Catalde. Los
enfermos se reían de que ella lo propusiera como autoridad .
Resultó que un inmenso saber, el del conjunto de las posibles
preparaciones del conjunto de los alimentos posibles, habitaba
entre nuestros desolados muros .

Estas proezas oratorias no dejaron atrás la realidad, ni mu-


cho menos. Desde que trascendió nuestra intención y se aceptó
nuestro programa, los trabajadores sociales hablaron sobre el
asunto , el personal subalterno hizo lo mismo y pronto estuvo al
corriente todo el barrio. Afluyó hacia nosotros un movimiento
de solidaridad con el que no habíamos contado y cuya ampli-

157
El hijo del rey

tud sorprendió a los que lo iniciaron. En el fondo, los locos son


desdichados, los más desdichados de los hombres. Como todos
los presos, despiertan la piedad de la gente, con la diferencia de
que ellos no han merecido esa terrible pena de la privación de la
libertad y tampoco los múltiples sufrimientos que soportan en
silencio durante meses y años, y que sólo finalizan, la mayoría
de las veces, con sus vidas. Hay también una especie de temor
religioso ligado a aquellos cuyo contacto con las más rudas pul-
siones del ser no está ya moderado por los cálculos de la razón o
las astucias de la sociedad. Puede que la solicitud de que fuimos
objeto no fuera tampoco ajena a los oscuros remordimientos
creados en la ciudad por nuestra sola presencia.

El caso es que, pobres o ricos, los dones afluyeron como tes-


timonio de una sencilla atención o de un pensamiento más
emotivo. Junto con ciertas cantidades de dinero, algunas ver-
daderamente importantes, y paquetes de comida y de diversos
productos de la misma calidad que los que hubiéramos encon-
trado en las tiendas, nos traían regalos más sutiles, más delica-
dos, cuya confección llevaba mucho tiempo. Algunas mujeres
mayores - la mayoría de estas almas generosas eran personas
de edad y mujeres - habían bordado manteles, sacado de sus
escondrijos antiguos candelabros, pintado velas y decorado al-
gunas lámparas. Nos ofreéían también planeas, flores e incluso
pájaros. Permanecíamos en pie en el locutorio reservado para
las visitas de los parientes para atender a los donantes. Nos con-
templaban asombrados, porque de pronto les parecíamos tan
normales como ellos y les devolvíamos sus mismos gestos: ellos
inclinaban la cabeza para saludarnos, nosotros nos inclinába-
mos para darles las gracias, ellos tendían hacia nosotros ma-
nos vacilantes cargadas de ofrendas, nosotros adelantábamos
las nuestras para recibirlas. Ellos pronunciaban trabajosamente
algunas palabras de ánimo y de buenos deseos, nosotros pro-
nunciábamos palabras de gratitud. Ellos experimentaban la in-
comodidad de los benefactores, nosotros la de los deudores. El

158
Michel Henry

último día, una mujer vieja y cansada, con la frente cubierta por
un velo, se arrastró hasta nosotros ayudándose de un bastón.
Lentamente, con dificultad, mientras nosotros nos preguntá-
bamos qué pensaría hacer, puso una rodilla en tierra y después
la otra. Sacando de un capazo informe un panecillo cubierto
de semillas de adormidera, nos rogó que perdonáramos lamo-
destia de su don y que no lo desecháramos. Como nosotros, a
nuestra vez, también nos habíamos puesto de rodillas, ella nos
dio su bendición para que llegáramos a ser felices - como su
hijo, muerto a los veinte años. Pero lo que nos impresionó o, al
menos, lo que más nos sorprendió fue reconocer entre el flujo
de los que deseaban manifestarnos su simpatía a la mayoría de
los auxiliares del hospital, de los enfermeros, de los vigilantes y,
entre ellos, a Célestine, sonriente, cargando con un cuenco de
mousse de chocolate.

Cuento lo que pasó en las febriles jornadas que precedieron


inmediatamente a nuestra fiesta. Pero la fecha había sido fija-
da con mucha antelación, porque queríamos disponer de varias
semanas para prepararla. Nos preocupaba sobre todo la puesta
a punto de los diferentes números del espectáculo, que exigía
cierto tiempo. Buscábamos un papel para cada uno, pero nos
pudimos ahorrar el trabajo: se presentaron numerosos volun-
tarios, que ocultaban, no obstante, sus intenciones por temor
a que les robaran sus ideas. Cada proyecto agrupaba a varios
participantes que trabajan a hurtadillas en un dormitorio, en un
rincón del parque, en una estancia del granero. En eso se ma-
nifestaba también la buena voluntad de la administración. Nos
dejaban hacer prácticamente todo lo que queríamos. Quien-
quiera que recorriese el hospital escuchaba gritos por todas
partes, risas que cesaban bruscamente al acercarse y que daban
paso a gestos silenciosos, a caras misteriosas. Se disimulaban de
pronto montones de cosas o le pedían a uno que pasara con los
ojos cerrados.

159
El hijo del rey

Yo me mantenía al margen de todos aquellos preparativos


que a mí también me ocultaban. Pero Joannes estaba en todas
partes. Compartía el papel de organizador con J ude y, a ese te-
nor, tenía derecho a las confidencias indispensables de los que
deseaban algún crédito. Había asistido a un ensayo de Marcelli-
ne, que imitaba exclusivamente con el movimiento de los labios
las veladas que todavía se celebraban en su tierra, todo un uni-
verso absurdo y conmovedor que se hacía presente allí de golpe.
Supe, también por Joannes, que Sandra intentaba ponerse al
frente de aquella efervescencia creadora, y había ofrecido sus
servicios para orientarla y coordinarla. ¡La pobre caía tan mal!
Charles se entrenaba para imitarla. Había corcado por la mitad
un balón de goma con el que pensaba apañarse unos pechos
ad hoc. Solange le había prestado sus chales y unos pendien-
tes. Tenía, al parecer, un aspecto inenarrable. Pero de todos los
proyectos que se tramaban en aquel relativo secreto se llevaba
la palma sin duda el "Diálogo de los dos Tocar" imaginado por
Barjone, que haría el papel de médico jefe, y por Vania, del
que se decía que tenía conmigo cierto parecido. Si alguna vez
un espectáculo conoció el favor del público antes incluso de ser
representado, ése fue dicho diálogo. Toda el mundo hablaba de
él, los médicos tanto como los enfermos y hasta en las cocinas se
inventaban réplicas, situaciones particularmente cómicas, hasta
el punto de que los autores pudieron inspirarse en lo que oían a
su alrededor. El mismo T otar, al cruzarse conmigo de improvi-
so en el vestíbulo, me saludo con una actitud risueña.

En cuanto a mí, no teniendo ya que preocuparme de mis


amigos, que andaban en sus preparativos, me retiraba, para me-
ditar a mis anchas, a las zonas más alejadas del parque, donde
Lucile venía a reunirse conmigo casi a diario.

160
Michel Henry

Aquel lugar se hallaba abandonado debido a la falta de fondos


de la institución. Se hacía difícil caminar por entre las hierbas
crecidas anárquicamente, a lo largo de los paseos llenos de ho-
yos. Pero la excesiva tensión en la que demasiado a menudo
vivía aquella joven se calmaba absorta en el esfuerzo de nuestra
difícil progresión, se diluía en el espacio del sotobosque. Asal-
taban a mi compañera pensamientos desenfadados, que yo adi-
vinaba en su rostro, mucho más resplandeciente a pleno cielo.
Se alzaba entonces una esquina del velo que cubría el misterio
de su belleza. Porque me parecía que el poder que había conce-
bido aquellas líneas de una pureza casi dolorosa, que yo estaba
siguiendo con la mirada, no era diferente del que yo percibía
fluyendo a través de los lazos del follaje. Una sola fuerza ha-
bía trazado el contorno de aquella boca, aquel perfil delicado,
la curva de aquel brazo cuya ligera presión notaba yo a veces
contra el mío, había hecho brotar aquellos pechos a la vez que
las yemas de las plantas, había desplegado las nervaduras de
aquellas hojas, había levantado aquellos árboles, había retorcido
aquellas ramas, saltando a cada instante de una forma a otra,
embriagándose con sus arabescos, perdiéndose en las compli-
cadas estructuras de aquella triunfal vegetación, buscando por
medio de los excesos de aquella invención continua una especie
de apaciguamiento y de término a su exaltación. La naturaleza
es un arte cuya clave hemos perdido, y yo le debía a Lucile ha-
berla reencontrado. Pero la misteriosa afinidad de la joven con
el mundo acababa ahí. Todo a nuestro alrededor, las plantas
obstinadas que se disimulaban unas a otras, la yedra al asalto de
los troncos sombríos, los ramajes dóciles al viento, las minús-
culas miosotas que rodeábamos con precaución, los montones
de hojas sin color del otoño precedente, todo aceptaba una ley,
la podredumbre prometida a las futuras floraciones, la arbo-
rescencia contenta de ser lo que era, encerrada en el círculo de
su crecimiento, realizando para siempre la esencia querida para
ella por la creación. Pero Lucile se adhería sólo por momentos
a la oscura voluntad de las cosas, su recomenzar indefinido la

161
El hijo del rey

deja indiferente, la naturaleza no provoca en ella más que tedio.


Como si la energía que en otro tiempo presidió la formación
de las tierras, de los mares y de las estrellas se hubiera retirado
de sus obras y, replegándose en el interior del frágil cuerpo de
la joven y en el esplendor de su mirada consciente de sí misma,
ardiera de nuevo en ella con su infinito deseo.

-Vania tiene razón, me dijo a quemarropa, y Jude también.


Nos observan como si fuéramos castores que construyen su pre-
sa. Pero la vida del hospital no puede amoldarse a nosotros,
tienen que recobrar el control y para ello quebrarán la fuerza
de donde proceden actualmente todas las iniciativas. ¡Intenta-
rán eliminarte y nos separaremos ... como lo estuvimos durante
tanto tiempo!

Repitió aquella frase escudriñándome con una insistencia


solemne, había en su mirada algo de patético y de suplicante,
una especie de invitación a captar en ella un sentido que se me
escapaba.

- Tenemos que prever desde ahora el medio de reencon-


trarnos cuando te hayan arrancado de mi lado. Conozco un
lugar, una vieja granja en ruinas, casi inaccesible. Aunque no
pudiéramos vivir en ella todos juntos, nos servirá de lugar de
encuentros secreto. ¿Vendrás a verla?, dime, José.

Dudando, le prometí ir a verla en breve con ella.

- ¡Es evidente, volvió a decir ella, que para reencontrarse


hace falta quererlo!

Guardé silencio.

- ¡Está claro! El verdadero obstáculo para el encuentro de dos


seres no son las dificultades materiales que, al fin y al cabo, sólo

162
Michel Henry

sirven de pretexto. El mal está en otra parte, José, y tú lo sabes


bien. Es un hastío, una especie de cansancio que nos remite a
nosotros mismos. ¡Mira cómo la vida separa con rapidez a los
amigos, a los maravillosos amigos de la infancia! Y no porque ha-
yan perdido su libreta de direcciones, no es por eso, sino sencilla-
mente porque han perdido las ganas de verse. ¡Y las parejas, José!
¡Qué distancia tan grande entre los que se encuentran cada día en
la misma habitación, en el mismo lecho! Sí, Vania tiene razón, la
muerte no viene desde fuera como una extraña a la que hubiéra-
mos olvidado convidar a la fiesta. Se nutre de nuestra indiferen-
cia, José, ¡somos nosotros los que morimos, es nuestro amor!

La voz de Lucile se alteró.

- Tú mismo, José - hace mucho tiempo, es cierto, en la


época de los lejanos años de nuestra infancia -, me prestabas
más atención que ahora y parecía agradarte más mi compañía.

Me invadía un principio de desasosiego, ocurría algo impor-


tante que yo no era capaz de identificar, ni siquiera de con-
cebir. Pero Lucile no me dejaba preguntarle. Parecía presa de
una emoción extrema. Su palidez natural se había vuelto im-
presionante, dos manchas rojas coloreaban sus pómulos, como
si coda su sangre se hubiera concentrado en aquel lugar. Por el
contrario, su cabello, sus cejas, sus ojos parecían más sombríos,
su mirada era casi aterradora.

- ¡Odio la muerte, dijo con una especie de rabia, detesto la


nada! Escucha, José, si queremos que la desesperación no vuelva
a atraparnos en sus garras, si después de habernos encontra-
do milagrosamente no aceptamos perdernos de nuevo y para
siempre, tenemos que hacer un pacto, sellar entre nosotros una
unión que no pueda romper fuerza alguna.

- ¿Un pacto, qué pacto?

163
El hijo del rey

- Intercambiemos nuestras voluntades. Ése es el pacto: cada


uno renuncia a su propia voluntad y se compromete a someterse
enteramente a la voluntad del otro. En cuanto a mí, por ejemplo,
yo dejo de ser mi propia voluntad, es la tuya la que habita en mí,
hago todo lo que quieras. En cuanto a ti, mi voluntad es la que está
en ti, ya sólo haces lo que yo quiera. Yo me habré convertido en
ti, tú te habrás convertido en mí, ya nunca nada podrá separarnos.

Y como yo seguía sin decir nada:

- José, te lo ruego, antes de que sea demasiado tarde, antes


de que vengan a por nosotros, hagamos esa alianza. Todas sus
artimañas se estrellarán contra ella. Porque podrán matarnos,
pero no podrán hacer que, hasta nuestro último aliento, tuco-
razón no lata en lugar del mío ni que el mío no haya ocupado el
lugar del tuyo. José, sellemos el pacto.

No pude reprimir, lo confieso, un gesto de impaciencia:

- No hay más que una voluntad, repliqué con ira, y es la


mía, es la del rey. En cuanto a ti, no tienes más que someterte,
como los demás.

Yo había dicho: "Como los demás". Han pasado muchos


años, y todavía veo el rostro lívido de Lucile, su aspecto enajena-
do, sus labios temblorosos, mientras permanecía paralizada. Sin
duda, no había comprendido del todo mis palabras, sin duda,
yo no había comprendido del todo las suyas. Se fue sin volverse,
su vestido claro se movía de un lado a otro entre el follaje. Sí,
todavía te veo, oh hermana mía muerta, cal como eras en aquel
instante y tal como te deslizarás bajo mis párpados cuando yo los
cierre a mi vez, y la quemadura de las lágrimas rodea mis ojos.

Al día siguiente, yo estaba de nuevo allí, más o menos a la


misma hora, en el mismo lugar. Había un cerezo silvestre del

164
Michel Henry

que yo recogía flores despreocupadamente. No la oí llegar. Se


arrojó a mis pies. Cogiéndome las manos , las cubría de lágri-
mas y de besos. Su emoción parecía mayor que la víspera. Tan
pronto alzaba los ojos hacia mí mirándome de hito en hito con
infinita ternura, como volvía la cabeza y se ponía a llorar. Pro-
nunciaba frases confusas.

-José, acabó por articular trabajosamente, no hay más que


una voluntad, y es la tuya, me someteré a ella en todo. No ten-
drás necesidad - me sonreía a través de sus lágrimas -, no
tendrás necesidad de darme órdenes, yo adivinaré tus pensa-
mientos y me conformaré a ellos. ¡Lo verás, José, no volverás a
tener queja de mí, José, José, oh José!

Volvió a sus sollozos. Me soltó Ja mano y se dejó caer en la


hierba como si, habiéndose dado por completo y agotado sus
fuerzas, ya no hubiera nada que pudiera sostenerla.

Permanecí largo tiempo arrodillado junto a ella, hablándole


con dulzura, intentando apaciguar su emoción más con la ento-
nación de mi voz que con el contenido de mis palabras. Final-
mente pareció volver en sí. Sus ojos se abrieron como platos, y
me contemplaba fijamente.

- ¡Eres tú, repetía, eres tú!

Una vez recuperada del todo, volvimos a nuestro paseo ha-


bitual. Caminábamos lentamente y respirábamos de la misma
forma. El sol poniente fluía entre los matorrales. Todo estaba
en silencio. Cuando, yendo de una copa a otra, un pájaro cruza-
ba de repente el aire inmóvil, veíamos su vuelo sin oírlo, como
en un sueño. A mi pesar, me acordaba del claro del bosque del
capitán Féoli, en aquel momento en que todo se detiene, en
que el alma angustiada se pregunta qué se apodera de ella, si
la muerte o la eternidad. A mi lado, Lucile seguía estando tan

165
El hijo del rey

pálida, parecía tan frágil, había tantas cosas misteriosas entre


nosotros que yo temía herirla de nuevo con alguna observa-
ción inoportuna. Convinimos en que nos contaríamos todo y
no volvería a haber jamás ningún malentendido entre nosotros.

- Mi madre no me quería. Cuando nací, al parecer, presentó


todos los signos de lo que entonces se llamaba una depresión
nerviosa. ¿Fue porque ya no quería más hijos o porque tuvo
que renunciar durante unos meses a su frívola existencia? El
caso es que yo, desde mi llegada a este mundo, no conocí otra
suerte que el sufrimiento. Cuando se piensa en ese ser totalmen-
te nuevo al que nada protege, cuya sola fortuna es la inmensa
necesidad de afección que la naturaleza pone en el corazón de
todo lo que crea, ¿hay desgracia mayor que amar sin ser ama-
do? Las manos que yo tendía, mis llamadas desconsoladas sólo
despertaban gestos de irritación, palabras secas que imponían
silencio. O bien mi madre dejaba con brusquedad la habita-
ción, dejándome sollozar sola toda la noche. Pero una fuerza
elemental vela aquí abajo sobre todo amor perdido. Yo tenía un
hermano, dos años mayor que yo, y me permitieron verlo por
fin, compartir mi vida con él. Dirigí hacia él todos los impulsos
que los desaires habían exasperado, lo mejor que había en mí
encontraba a menudo un objeto digno de su pasión. Me di sin
reservas a ese hermano querido, era todo para mí, yo era todo
para él. Nos criaba una nodriza. Encaramados a sus rodillas,
intercambiando risas y muecas, escuchábamos juntos las mis-
mas historias. Si eran tristes, tú mezclabas tus lágrimas con las
mías, te identificabas con el héroe para defender contra el dra-
gón mi frágil existencia. A la vez que los juegos, compartimos
nuestros primeros estudios. Yo me esforzaba en comprender lo
que tú me explicabas. Si hoy comprendo tan bien lo que dices,

166
Michel Henry

y más aún tus silencios, José, no es sólo porque somos de la


misma raza, sino también porque fui tu discípula cuando tú no
sabías todavía que eras mi maestro.

Así pasaban nuestras jornadas, tan dichosas y tan plenas que


parecían ser un único día y que hacían que el tiempo no existiera
para nuestros corazones exaltados. Por las noches, ocultos tras
las colgaduras del salón, agazapados bajo las consolas doradas,
admirábamos las fiestas. Podía ser un baile o un espectáculo de
ballet, un concierto o alguna comedia cuyo sentido adivinába-
mos a duras penas. Los actores vestidos de gala, las actrices ma-
quilladas, con sus cuerpos ceñidos por vestidos extravagantes,
apenas se distinguían de los espectadores y de las espectadoras
que se agolpaban en la gran estancia. Al contemplar a aquellas
mujeres tan engalanadas, yo te hundía las uñas en el brazo y te
advertía solemnemente que me mataría si te casabas alguna vez.
O que tendrías que hacerlo conmigo. Cuando finalmente, ago-
tados, volvíamos a hurtadillas a nuestra habitación, el cansancio
bastaba para cerrar nuestros ojos sobre los mismos sueños. El
deseo incesante de vernos era suficiente para abrirlos cada ma-
ñana. Si te escuchaba bañándote, cogiendo lo primero que tenía
a mano, un paño, una toalla o mi propia camisa, me precipitaba
sobre tu preciosa persona tiritando y te frotaba hasta perder
la respiración, del miedo que tenía a que enfermaras, porque,
antes de que llegara el tiempo de la desdicha, yo no tenía otra
inquietud que tú. Te estrechaba entre mis brazos para quitarte
el frío y sólo entonces mi madre se dignaba acordarse de que
yo existía. Se las arreglaba siempre para aparecer en aquellos
momentos, te separaba de mí , haciendo que me ruborizara con
alguna alusión infame, introduciendo no sé qué de ilícito en
nuestro amor puro.

Lucile levantó la cabeza y me examinó largamente, como para


asegurarse de que el rostro difuminado que ella percibía a través
del tiempo era el mismo que el del adulto de rasgos cansados

167
El hijo del rey

que la escuchaba boquiabierto. Alzó las manos, esbozando en


torno a mis hombros el gesto de envolverme de nuevo con el
vestido de la solicitud. Y luego me sonrió:

- ¡Ay!,suspiró, la felicidad de aquí abajo es muy corta.

Habían quemado el castillo, a nuestro padre lo habían asesina-


do, nuestra madre ... Ella oía aún su grito, el grito atroz de un ser
vivo que va a cesar de vivir y que ya no tiene palabras para lo que
le acontece - nuestra madre se había dado muerte. Arrancados
a los asesinos por el amor de nuestra nodriza y de su viejo padre,
comenzamos nuestro destino errante, ocultos durante el día en
granjas bajo la paja, viajando sólo por la noche. No obstante, se
nos concedió un respiro. Pasamos todo un invierno a orillas del
mar en una cabaña cuyas brechas había taponado el viejo. Nos
esforzábamos en colaborar haciendo pequeños trabajos, reu-
niendo ramas marchitas para hacer una escoba, empaquetando
algas secas y extendiéndolas por el suelo para que sirvieran de
colchones. Encontrábamos guijarros pulidos después de millo-
nes de años y yo pensaba, escuchando las explicaciones de mi
nodriza, que quizás nosotros tuviéramos también una ascenden-
cia tan antigua y sólida como aquellos trocitos de piedra lisa que
apretábamos en nuestras manos. Nuestros nuevos padres, como
los llamábamos, recorrían kilómetros para mendigar un saco de
harina, unos huevos, algunas verduras mustias. Solos, bajába-
mos a la playa a exponer nuestra piel cortada a un sol que ya no
calentaba. Mirábamos huir las nubes por un cielo descolorido,
abandonándonos al hálito profundo que nos llevaba con él y nos
levantaba suavemente, y ya no teníamos conciencia de nada.

Los campesinos que nos abastecían nos denunciaron, tuvi-


mos que volver a viajar. Fue entonces cuando el viejo nos confió
a un pastor. Nos prometió que volvería y no volvió. Los mili-
cianos, después de haber degollado a nuestra nodriza, que había
permanecido en la cabaña para despistarlos, acecharon al viejo

168
MichelHenry

para encontrar nuestro nuevo escondite. Consiguieron prender-


lo a pesar de su desconfianza y se lo llevaron con ellos. El viejo
sabía que a los que querían hacerles hablar les quemaban los
pies. Cuando la tropa marchaba sobre la cresta más elevada del
acantilado, se arrojó al vacío, su cuerpo dislocado saltaba sobre
las rocas antes de hundirse en el mar.

He reflexionado mucho sobre todos aquellos acontecimien-


tos, dijo de nuevo Lucile tras una pausa. Lo que más me llama
la atención del carácter excepcional de la protección de que fui-
mos objeto es que no se prestaba a seres ordinarios, ni siquiera
a niños cuya corta edad despierta piedad. Los que dieron todo
por nosotros no obedecían ningún deber, ningún instinto hu-
manitario, sino una prescripción sagrada. Por esa razón libraban
también nuestros enemigos una lucha a muerte. Era necesario
que nadie escapara, todo el linaje tenía que desaparecer, no po-
día continuar fluyendo ni una sola gota de esa sangre, no podía
seguir dándole color a un rostro, y nosotros, los descendientes,
éramos al final los más peligrosos, porque el asesinato de un rey
no es nada si no se perpetúa en el de sus hijos.

¿Entiendes, José? El encarnizamiento que pusieron, por una


parte, en querer suprimirnos y, por otra, en salvarnos, fue para
mí la prueba suprema de lo que éramos. No habrían movilizado
a todos aquellos policías, no habrían enviado a la muerte a los
que nos escondían si hubiéramos sido realmente lo que mani-
festaba nuestra triste apariencia de descamisados. Nuestra sola
existencia conllevaba necesariamente algo peligroso, algo sus-
ceptible de arruinar todo el edificio que habían intentado cons-
truir sobre la mediocridad general y el rechazo de la grandeza.

Pasamos un año con el pastor y, después, la red de la delación


se cerró de nuevo sobre nosotros. Y entonces ocurrió algo atroz.
Para aumentar las posibilidades de supervivencia de nuestra
raza y conseguir que al menos uno de los dos escapara, decidie-

169
ELhijo del rey

ron separarnos. Alguien tuvo una idea: presentarte ante la Be-


neficencia Pública como un niño abandonado. Porque, ¿quién
iba a reconocer a un rey bajo el uniforme de un pequeño paria
de la sociedad? Yo ... en medio de todas mis tribulaciones, sólo
pensaba en el bendito instante en que me sería dado volverte a
ver. Un extraño destino - pero era el mismo que el tuyo -
quiso que cuanto más me abajaba a los ojos de los hombres más
avanzara en el camino que iba a conducirme hasta ti. ¡Ycuando
al final hubo que beber el caliz hasta las heces y entrar en este
lugar de todas las miserias, era precisamente aquí donde yo iba
a reencontrarte!

Lucile se calló. Como siempre que estaba muy emocionada,


su fuerza se refugió en su mirada, que me buscaba debajo de
aquellos párpados doloridos, que era una pregunta abrasadora
para la que yo no tenía respuesta.

- ¿Es posible, José, que ya no te acuerdes de aquellos terri-


bles y maravillosos acontecimientos que vivimos juntos? ¿Has
olvidado los días benditos de nuestra infancia, la playa por la
que corríamos hasta perder el aliento para quitarnos el frío por
las tardes, cuando el viento atravesaba nuestros harapos, cuan-
do, más alto que nosotros, el mar empujaba hasta la arena sus
olas color de noche? ¿Y al pastor? Se parecía a Jonathan con sus
rizos rubios y su chaqueta de piel de cordero. ¡Ah, tú no cono-
ciste a Jonathan, José, lo mataron poco después de tu llegada! Al
pastor también lo mataron, lo mismo que al viejo, lo mismo que
a la nodriza. Me enteré más tarde, ¿sabes?, de que el pastor era
hermano de nuestra nodriza ... Y de los perros, ¿no te acuerdas
de los tres perros de pelo largo que nos seguían a todas partes
adonde íbamos? Sólo ladraban en caso de peligro. Cuando ha-
bían expulsado al extraño volvían jadeando a apretar su hocico
húmedo contra nuestras rodillas, había un espacio tan grande
en sus miradas que nuestro amor apenas podía llenarlo. Y del
olor a leche, José ... ¿es posible que no te acuerdes de nada?

170
MichelHenry

Lucile se plantó ante mí.

- Pero ¿có~o habríamos podido reconocernos, José, detrás


del pequeño cobertizo, si no nos hubiéramos conocido antes, si
no hubiéramos vivido juncos en el castillo de nuestro padre, allí
donde yo te amé por primera vez?

Y como yo seguía paralizado:

- De todo esto, prosiguió con una sonrisa indulgente, en-


contrarás pronto la prueba. Porque la vieja granja abandonada
que va a servirnos de refugio en la meseta es el aprisco donde
nos escondieron en otro tiempo. Cuando lo veas, sabrás que
estoy diciendo la verdad.

Como tenía por costumbre cuando yo tardaba en entrar


por lo que ella decía, Lucile me dejó bruscamente. Era tarde.
La campana para la cena ya había sonado, pero yo no me ha-
bía apresurado a entrar. Vagaba perdido en mis pensamientos
cuando me tropecé con Wanda.

- Lucile no está muy fina, me dijo con vivacidad, nos deja


colgados con todo el trabajo.

- Debe de encontrar mis palabras más interesantes que la


preparación del puré de patatas.

- Será del puré de castañas.

- Bueno, dije riendo. Mañana iremos a ayudarte.

- Es inútil, todo está preparado.

171
El hijo del rey

El día de la fiesta, el hospital presentaba una calma inusual.


El personal dejó el establecimiento temprano. Hubo un lige-
ro trajín en aquel momento, enfermeras y camareras deseaban
suerte a los internos antes de irse a casa para el fin de semana.
El silencio que siguió tuvo también un carácter insólito. No
era el simple cese de toda actividad, el abatimiento de la siesta.
Imagínese más bien el corazón del bosque cuando leñadores y
cazadores han acabado sus trabajo. Los pájaros echan a volar, y
algunos roces, algunas llamadas imperceptibles, anuncian pre-
cavidamente alrededor que la muerte ha hecho la maleta y que
la vida vuelve a comenzar. Así, las puertas se abrían sin ruido,
algunas sombras se deslizaban hacia misteriosos lugares de cita.
Había un gran ajetreo en las cocinas. Se iba a buscar a las chicas
- por una vez la prohibición de dirigirse a su pabellón estaba
en suspenso -, a mendigar un cepillo, una plancha, una última
ayuda para un disfraz. Los últimos ensayos tenían lugar un poco
por todas partes. Los encargados de preparar la sala del festín
impedían lisa y llanamente la entrada en ella. Todo el mundo
quería reservarse el efecto sorpresa. Yo estuve tumbado toda la
tarde en mi cama, reflexionando sobre lo que tenía que hacer,
decidido a aprovechar la ocasión, calibrando los riesgos y más
aún los límites que me imponía el estado de aquellos a los que
me iba a dirigir. De vez en cuando, Joannes llamaba a la puerta.
Estaba muy excitado, dividido entre el placer de desvelarme lo
que se tramaba y la promesa de guardar silencio.

Cuando vino a buscarme ya era de noche.

- Mira, me dijo, lo que te mandan las chicas.

De una caja decorada con esmero y cerrada con una cinta


salió una túnica de lino, tenía ese color pálido y uniforme, casi
inmaterial, que me gustaba tanto. La acompañaban un par de
chinelas doradas. Me quité mis vestidos usados, me puse la tú-
nica y seguí a Joannes.

172
MichelHenry

Mis amigos me esperaban. Contrastaba tanto su compostura


con su dejadez ordinaria que me costó trabajo reconocerlos. Me
habían dicho la víspera: "¡Esperemos que Florence no venga en
biquini!". Estaba vestida como es costumbre, me imagino, en su
ambiente y yo me maravillaba al descubrir, en relación a cosas
tan elementales como el vestido, tal combinación de mesura
y seducción. La compañeras de Florence estaban todas a cuál
más guapa. Solange le había prestado vestidos a todo el mundo,
dejando para ella el más sencillo . Con sus ojos pintados, sus
pómulos realzados con colorete, sus cabelleras cuidadosamente
peinadas, todos aquellos rostros en donde la enfermedad había
planteado una sombría pregunta y que me contemplaban como
si yo tuviera que responderla, me fascinaban. Los que estaban
frente a ellas con sus ropas de los domingos, sus camisas limpias
y planchadas, sus insólitas corbatas y sus zapatos bien lustrados,
no provocaban menos emoción. Tenían un aspecto grave y la
eminente dignidad de los hombres solos. Sí, pensaba yo al mi-
rarlos, no me he equivocado, son hermanos míos, son de una
raza de señores.

Todas llevaban ramas en las manos, que agitaron en cuanto


me vieron. Cuando llegaba a ellos, Florence se bajó la crema-
llera del vestido y, quitándoselo de un tirón, lo extendió a mis
pies a guisa de alfombra. Sus compañeras hicieron otro tanto y
nadie pensó en ofuscarse a la vista de todas aquellas mujeres en
combinación. Pisé con precaución los satenes y los brocados,
evitando las pedrerías incrustadas en las telas. Todos se inclina-
ban a mi paso. Yo los alzaba y los besaba. Reconocí a casi todos
los que se habían alineado a continuación de mis amigos y que
me saludaban igualmente. El capitán Féoli se cuadró dando un
taconazo.

El refectorio estaba irreconocible. En lugar de las luces de


neón que un lúgubre plafón derramaba sobre nosotros como
un resplandor de pesadilla, centenares de velas hacían vibrar el

173
El hijo del rey

espacio. Las horrorosas paredes grisáceas estaban cubiertas de


papel blanco, sobre el que se habían pintado grandes árboles
majestuosos, una guirnalda impresionante de frondosos ramajes
que danzaban con el viento y bajo los cuales fluían apacibles
arroyos. En las orillas color de albaricoque, discutían o bien se
ocupaban de alguna misteriosa tarea unos pequeños personajes,
con mentes absortas en algún pensamiento lejano. Al acercar-
me, para gran alegría de los que me rodeaban, di un grito: aquel
grupo pintado, repetido varias veces, era el nuestro y cada episo-
dio representado correspondía a un acontecimiento de nuestra
vida común. Yo estaba en el centro de cada una de las compo-
siciones y, cosa curiosa, vestido con la misma vestidura de lino
blanco que acababan de regalarme. Se me veía también conver-
sando abiertamente con T otor y Catalde. Por la ventana de una
extraña construcción neogótica se veía a Sandra celebrando uno
de sus foros, por sus muecas se podían reconocer todos y cada
uno de sus cabezas de turco. Me intrigaron por su tema, sin
embargo, algunas escenas. Al comprender de pronto que la re-
presentación que se iba a hacer inmediatamente después trataba
sobre ellas y que, de la misma forma que la decoración de las
cortinas de un teatro, pretendían ofrecer al público un aperitivo
del espectáculo, formulé mi reflexión en voz alta.

Archag estaba exultante.

- Eres tú, le dije, el que ha ideado toda esta decoración.

- Han participado otros, respondió enrojeciendo.

Noté que cada uno de los que estaban a mi alrededor espe-


raba, con una impaciencia mal contenida, que su obra fuera
reconocida. Los sorprendí designando al autor de cada retrato.

- ¡Vaya! ¿Quién es ese rey holgazán llevado en litera por dos


palurdos? ¡Pero si es Auguste! ¿Y aquélla? Es Marche caminando

174
Michel Henry

de puntillas. Veamos, añadí inclinándome y pegando la nariz a


la pared, ¿tocan el suelo los dedos de sus pies? ¡Y casi me partí
de risa: junto al retrato de Marthe, se veía el de Catalde, de ro-
dillas, con un metro en la mano, midiendo el intervalo!

Un huracán de alegría se abatió sobre nosotros, nos daba la


risa y ya no nos dejaba. Marthe, que al principio aparentaba
indiferencia, estaba roja de placer, arrastrada como nosotros por
la corriente de un río inmenso sobre el que bogábamos, con
los ojos cerrados, como Marcelline sobre su torrente helado.
Mis compañeros estaban en aquel instante tan cerca de mí, tan
abiertos, que decidí hablarles:

- Si alguien hace algo, dije, no es necesario que otro lo sepa.


De todos modos, el hecho queda inscrito en el libro.

- ¿Qué es el libro?, preguntó Lucile.

- Él mismo. Por eso, el juicio será terrible. Porque no tendrá


ni juez ni jurado, ni acusador ni abogado, ni perito ni testigo,
cada uno estará solo con lo que haya sepultado en su corazón y
ése será su juicio. Huir no le servirá de nada porque, por repen-
tina que sea su fuga, la sentencia correrá tan rápido como él y
nunca se retrasará ni un solo paso.

Leí la inquietud en sus rasgos.

- Supongamos, dije de nuevo, que un hombre roba unas


flores. ¿Para saber quién las ha robado tiene que volver al día
siguiente donde las ha tomado, estudiar las huellas de los pasos,
comprobar si la tierra pegada a sus suelas es efectivamente la
misma que la del parterre que él mismo hoyó la víspera?

Ahora bien, las mesas estaban cubiertas de flores magníficas.


Había también, en los pasillos, grandes plantas verdes seme-

175
El hijo del rey

jantes a las que había pintadas en las paredes. Joannes palide-


ció.

- Algunas de esas flores, dijo, nos las han dado, otras las
hemos comprado con el siinero que hemos recibido.

Le pasé un dedo por la mejilla.

- Lo sé, le dije, hoy codo está bien. Pero, ¿no me habíais


invitado a un banquete?

Volvió a aparecer la alegría. Riendo y cantando, me conduje-


ron a un sillón cubierto de lana blanca. Había un ramillete de
flores colocado a mi derecha. ¿Dónde había visto yo aquellos
grandes lirios azules parecidos a los pájaros exóticos que dibu-
jaba Barjone? En el parterre del administrador. Miré a Jude, le
temblaban las manos. ¿Por qué había cortado aquellas flores?
¿Para ahorrar dinero? Más bien, por los problemas que aquella
devastación me traería sin duda tras la fiesta.

Cuando mis amigos y sus invitados ocupaban sus lugares,


me admiraba que lo hicieran con tanta calma. Yo sabía que
la cuestión de las prelaciones había desatado tempestades. Sin
atreverse a dirigirse directamente a mí, cada una de las mujeres
de nuestro pequeño grupo había ido a ver a Barjone para con-
seguir sentarse a mi derecha. Yo había elegido a Lucile, que no
había pedido nada, y había encargado a Barjone que impusiera
un poco de orden. Después de haberle asignado a cada uno su
lugar, Barjone fue a sentarse detrás de los invitados.

Muchas mesas permanecían desocupadas. Mis amigos no


habían querido invitar a su fiesta más que a los enfermos que
presentaban un mínimo de inteligencia. Yo había insistido, sin
embargo, para que se enviara una invitación a todos: al menos
vendrían los que la comprendieran. Por eso se habían puesto

176
Michel Henry

servicios de sobra, a pesar de las reservas de Solange, que se que-


jaba de antemano de una sala de banquete medio vacía.

Algunas mujeres de servicio a las que Mathilde había persua-


dido para que se unieran a ella, algunas vecinas también, habían
venido a ayudarnos. Toda estaba listo, esperaban nuestra señal
para comenzar a servir. Barjone me interrogó con la mirada.

Habían cerrado la puerta del comedor , pedí que la abrieran


de nuevo. U na exclamación de sorpresa se propagó entre la con-
currencia. Los que se encontraban peor de entre los internados
en nuestro miserable establecimiento , los maníacos , los retrasa-
dos y los irreductibles de toda especie, todos aquellos a los que
se quería dejar de lado, todos aquellos seres sin mirada que un
destino imprevisto reunía de pronto, estaban en pie ante noso-
tros, apretados unos contra otros en el estrecho pasillo, descon-
certados al parecer por nuestra presencia y nuestro asombro y
sin saber qué hacer. Se habían puesto ellos también sus ropas de
domingo y aquellos trajes pasados de moda , aquellos vestidos
de seda ajada con sus echarpes de muselina, volvían a dar a los
que los llevaban, a aquellas caras demacradas y doloridas que
emergían de los cuellos duros y de los encajes, esa especie de
dignidad petrificada que se descubre en los retratos antiguos.

Me levanté y les hice gestos para que entraran. Pero, bien por-
que no comprendieran o bien porque su timidez los retuviera ,
no se movían. Barjone, Archag, Vania y los demás, también las
mujeres , fueron a su encuentro. Tornándolos del brazo, ani-
mando a los que dudaban , los traían con dulzura. Aquella tropa
patituerta se puso en marcha. Algunos arrastraban un pie tras
otro sin despegarlos del suelo, a la manera de los hemipléjicos,
otros se contoneaban y cojeaban como patos. Y se adivinaba
que aquellas incapacidades demasiado aparentes no eran nada
comparadas con las que solamente ellos conocían, y que disi-
mulaban con las pocas fuerzas que les quedaban.

177
El hijodel rey

Pero resulta que ese velo y ese pudor últimos cayeron tam-
bién. Mientras se iban acercando al ritmo de sus cuerpos débi-
les, leí en todos aquellos rostros vueltos hacía mí una angustia
inefable, una súplica muda, casi insufrible y, no obstante, tan
insistente que yo no separaba ya mi mirada de las suyas. Perci-
bía, a través del espejo de su locura, el fondo de su ser. Sabía que
no llegaban allí para comer o para beber o para distraerse, para
ninguno de los placeres que se dicen terrenales, lo habían olvi-
dado todo y lo habían perdido todo y, en la vertiginosa noche
por la que se deslizaban a toda velocidad, buscando en vano un
punto fijo al que aferrarse, sólo pedían una cosa, me la pedían
con las manos unidas y las rodillas temblorosas, con la frente
húmeda y aspecto despavorido, ¡me pedían que los salvara!

Conducidos todo el tiempo por mis amigos, penetraban len-


tamente en la sala del banquete. Descendí del pequeño estra-
do en el que me habían colocado. Inclinándome hacía ellos y
abrazándolos, le di un beso de bienvenida antes de llevarlos a
sus mesas. No paraban de entrar nuevos y Solange, recupera-
do su hábito de anfitriona, contaba con inquietud los sitios
libres. Sin embargo, todos encontraron un lugar donde sen-
tarse. Cuando vieron que había un sitio para cada uno y que
el número de asientos correspondía exactamente al de los in-
vitados que habían venido, Barjone, Joannes, Archag y los que
me rodeaban, quedaron sobrecogidos de espanto. Sólo Lucile,
abriéndose paso entre los que la rodeaban, se precipitó hacía
mí gritando:

- ¡Tú lo sabes todo!

Extendí los brazos, señalando en la última fila una silla vacía.


Se produjo un gran silencio. Mis vecinos miraban en la direc-
ción que yo había indicado antes de volverse hacia mí. Poco a
poco todos hicieron lo mismo. Como en una escena de ballet o
de teatro de marionetas, todas las cabezas se movían a la vez y,

178
Michel Henry

cuando se ofrecían a la luz, yo veía en las pupilas temerosas el


resplandor invertido de las velas.

- ¿No es posible, dije, que aún quede alguien por llegar?


¿No puede ser que hayamos cerrado la sala demasiado pronto?

Barjone y Joannes se levantaron a la vez, rodeando cada uno


por un lado el gran espacio que ocupaban las mesas atestadas.
Joannes corría más rápido y llegó primero a la puerta, que abrió
precipitadamente. Una de las hojas golpeó la pared como un
cañonazo.

Ante nosotros, el pasillo descubría sus negras fauces. Creímos


distinguir, moviéndose con lentitud sobre aquel fondo sombrío,
la silueta de un animal, al tiempo que percibíamos, a interva-
los regulares, una especie de deslizamiento. Cuando la forma
penetró por fin en la zona iluminada, reconocimos, andando a
gatas, con una cuerda en la mano, al enfermo de agorafobia de
la habitación 19. Lo queríamos mucho. Era un joven inteligen-
te, apto para seguir nuestras conversaciones y sacar provecho de
ellas. También él deseaba unirse a nosotros. Desgraciadamente,
era incapaz de salir de su habitación. Desde el momento en que
se le invitaba a ello, se apoderaba de él una loca ansiedad y era
presa de vértigos. Sufría este problema desde hacía varios años.
En su momento, había vivido con su madre en un chalé de las
afueras, se negaba a ir a la escuela y sólo se distraía en el pedazo
de tierra que rodeaba la casa. Será jardinero, decían los vecinos.
Había acabado sin poder franquear el umbral de la vivienda y
fue confiado a los médicos. Por mucho que éstos le explicaron
que la prohibición de salir simbolizaba un deseo prohibido y su
habitación el seno materno del que no se quería separar, no hizo
nada. Aceptó sus puntos de vista y compartió durante algún
tiempo sus creencias, pero lo acechaban los mismos vértigos y
el mismo terror al espacio. Al final, descubrió por sí mismo la
forma de ir más allá. Había atado una cuerda al pie de su cama

179
El hijodel rey

y, en tanto la tenía en su mano, podía alejarse por el pasillo. No-


sotros le proporcionábamos trozos de cordel que anudábamos
entre sí y finalmente un ovillo que extendió considerablemente
su campo de acción - a condición, sin embargo, de ponerse a
gatas desde que cruzaba la puerta. Y así se encontraba aquella
noche de rodillas ante nosotros, en el límite entre la luz y las
sombras, desenrollado ya todo su hilo y sin poder avanzar más.
Sólo unos metros lo separaban de las últimas mesas y del sitio
que quedaba vacante.

- ¡Dominique, exclamé, suelta esa cuerda y ven aquí!

Sus dedos crispados sobre el último nudo se entreabrieron


lentamente. Había levantado la cabeza, sus ojos desmesurada-
mente abiertos, en el límite de la consciencia, me miraban con
fijeza. Yo tendía las manos hacia él. Entonces adelantó una ro-
dilla y, con el torso doblado, el cuello hundido entre los hom-
bros, los codos separados, como un luchador enzarzado con un
adversario invisible, o como si levantara el mundo arrancándolo
de las fuerzas que lo mantenían cautivo desde siempre, se levan-
tó. U na vez en pie, inclinado hacia delante, nos pareció por un
instante que iba a caer. Pero movió una pierna, luego la otra, y
se puso a caminar. A su paso, todos se habían levantado. Mo-
vían las mesas y le abrían un camino hacia mí. Algunos brazos
se agitaban, dibujando en el aire movimientos mágicos como
para mantener el equilibrio de Dominique cuando se hacía más
precario, cada uno de sus pasos era subrayado con algún batir
de palmas, se oían chasquidos de lenguas, una mueca que debía
ser una sonrisa deformaba las fisonomías de ordinario petrifica-
das por el atontamiento, un resplandor se encendió por fin en la
mirada de los más locos, una especie de fuego de alegría.

Dominique estaba en pie ante mí, erguido. Y luego se incli-


nó, apoyó la frente en mi hombro y sentí cómo las lágrimas
humedecían mi túnica . Entonces, aprovechando que todas las

180
Michef Henry

miradas estaban vueltas hacia mí, Lucile se levantó. Sacó de un


envoltorio blanco una de esas coronas de papel dorado que los
pasteleros ponen en sus dulces junto con una haba el día de
Reyes. La había guardado desde entonces y ahora, con gestos
lentos y enfáticos, se volvió hacia los asistentes para mostrarles
el objeto y después hacia mí multiplicando las manifestaciones
de respeto y de temor, inclinándose varias veces y llegando a
arrodillarse, se me acercó finalmente y, poniendo la diadema
sobre mi cabeza, exclamó:

- ¡Es el hijo del rey, es el rey!

Todos los que se agolpaban a mi alrededor repitieron a coro


esas palabras. Me dieron una ovación sin fin y me dijeron que
un esquizofrénico que no había proferido un solo sonido desde
hacía años emitió, en aquella ocasión, un amago de hurra.

Apenas empezaron a apagarse las aclamaciones, Wanda juzgó


oportuno intervenir. Adoraba los perfumes y poseía , según de-
cían, las esencias de los más famosos. De un cesto oculto bajo
la mesa sacó unos frascos de formas extravagantes y, eligiendo
el más precioso, vino a abrirlo encima de mi cabeza, haciendo
caer sobre ella una lluvia de coriandro, de sándalo y de rosa
blanca, saturando mis vestidos con sus emanaciones. Inmedia-
tamente recorrió las mesas, aspergiendo a los comensales con
las más raras fragancias. U na especie de euforia se apoderó de
la concurrencia, los sumidos en el estupor de la idiocia dejaban
de sonreír para ponerse a olfatear , los más abiertos le echaban
un vistazo a sus vecinos: ¡Eh, eh, parecían decirles, esos efluvios
reemplazan ventajosamente a los del formol y las letrinas!

A veces, en medio de aquella efervescencia y mientras yo ad-


miraba la inteligencia de mis amigas, la constancia de sus es-
fuerzos por hacer aparecer mi condición y hacérsela visible a
los más disminuidos, me invadía la inquietud. Me preguntaba

181
El hijo del rey

si todo aquello no sería una trampa, si al fingir tolerar aquella


ceremonia, no habrían buscado los médicos sorprenderme en el
flagrante delito de querer establecer mi poder sobre las ruinas
del suyo. Quizás, mientras que en los invitados aumentaba el
entusiasmo, T otor o algunos de sus ayudantes nos observaban
por el agujero de una cerradura o por una abertura disimulada
en el ojo de alguno de los personajes pintados en las paredes:
con la de antorchas que iluminaban el salón era imposible ne-
garlo. O bien habían encargado a alguno de los participantes
que hiciera, al día siguiente, un informe detallado. Quizás no
tendrían que tomarse ese trabajo y Jude, a quien sin duda no le
gustaba el uso que Wanda había hecho de los perfumes que él
le había regalado (con el dinero de la caja común, dicho sea de
paso), se proponía denunciarme a la primera ocasión. Deseché
ese pensamiento, cuando un incidente imprevisto reavivó mis
temores.

Charles, que había desaparecido en el momento en que Luci-


le me coronaba, volvía con un gran cuchillo de carnicero en la
mano y lo hacía girar sobre su cabeza como un molinillo. Dio
un salto hacia mí y, subiéndose a una silla para que todos lo
vieran, declaró con voz estentórea:

- Proclamo a José director del hospital ocupando el sitio


y lugar del depuesto Totor. Son igualmente depuestos de sus
funciones el subdirector, el administrador, todos los médicos,
los enfermeros y las enfermeras, Sandra, los vigilantes, las cama-
reras, a excepción de Mathilde y de las que están aquí. ¡Supri-
mamos todos los reglamentos, haremos lo que nos plazca!

Hubo un momento de incertidumbre. Algunos se reían, otros


se pusieron a aplaudir y a aprobar a Charles. Los que no com-
prendían nada los imitaron y se pusieron a gritar con ellos:

- ¡Abajo el director! ¡Viva José!

182
Michel Henry

Archag intentó intervenir:

- ¿Y vosotros os imagináis que los médicos os van a dejar


hacer y a permitiros que vayáis tranquilamente a decirles que ya
no queréis sus servicios?

Charles estaba entusiasmado. Mostrando alternativamente su


cuchillo y su garganta, hizo el gesto de cortársela de un solo tajo.

- ¡El lunes por la mañana, nos apostamos detrás de las puer-


tas y cuando lleguen, los degollamos uno tras otro sin darles
tiempo a que exhalen un suspiro! Y los tiramos al río. Entonces
José será director ... y yo subdirector.

- ¿Cómo?, exclamó Auguste furioso, ¿tú, subdirector? Eres


totalmente incapaz. El subdirector seré yo. Tú serás adminis-
trador.

Ahora el turno fue para la ira de Jude:

- ¡Sólo faltaría eso! ¡Charles administrador! ¡La caja estaría


vacía al cabo de una semana! Cuando pienso en todo lo que he
hecho por vosotros y en la forma en que dilapidáis el dinero -
esos perfumes, por ejemplo ... Wanda se volvió exasperada y le
replicó severamente. Las chicas hicieron coro con ella. Todos se
pusieron a gritar a la vez y a lanzarse invectivas. En el tumulto
ya no se distinguían las palabras, sólo se veían las bocas defor-
marse y la cólera inflamar los rostros.

Yo contemplaba el reflejo de las velas en la copa que una


mujer mayor había donado para mí. Di un golpe en el vientre
irisado del cristal. Se hizo el silencio de golpe, un silencio tan
perfecto que se hizo audible la onda sonora del vidrio, vibrando
largo tiempo y propagándose por el espacio petrificado.

183
El hijo del rey

- Charles, dije despacio, ve a poner ese cuchillo donde lo


has cogido.

Charles interrumpió sus gesticulaciones. Seguía muy sorpren-


dido de pie en su silla y, habiendo dejado caer los brazos, su
cuchillo pendía como un sable a lo largo de su pantalón.

- Bueno, repuso. Y se fue hacia las cocinas sin protestar.

Me dirigí a todos:

- Comprended bien , intenté explicarles, lo que queremos.


No somos conspiradores. Otra administración no sería mejor.
Y si nosotros nos encargáramos de ella en lugar del médico jefe,
del administrador y de sus esbirros, nos volveríamos como ellos.
Dejémosles pues el cuidado de contar las cajas de conservas y de
birlar alguna de paso. Tenemos algo mejor que hacer. Y, dando
unas palmadas, ordené que sirvieran la comida.

Fue como un resorte maravilloso. Las mujeres se pusieron a


correr en todas direcciones. Se las oía bajar de cuatro en cuatro
las escaleras de las cocinas. La hoja de la puertecita se abría y se
volvía a cerrar con un golpetazo seco y en cada ocasión pene-
traban en la estancia los efluvios sucesivos de un olor sabroso
a asado o a guiso, del aroma delicioso de una preparación des-
conocida cuya progresión se podía contemplar en las caras de
los comensales. Uno tras otro, desde el momento en que los
alcanzaba la emanación, comenzaban a agitarse, levantando una
ceja, carraspeando, mordiéndose los labios, algunos poniéndose
a masticar y a tragar como si su plato estuviera ya lleno.

Me presentaban cada plato, yo lo nombraba en voz alta, pre-


guntando quién quería de él. Se levantaban las manos. Los que
no eran capaces de realizar ese gesto eran ayudados por sus ve-
cinos. Otros, que no comprendían, levantaban la mano todas

184
MichelHenry

las veces y en cada ocasión se les servía una ración completa. De


esa manera, cada uno recibía lo que deseaba, e incluso más. Tan
abundante era el alimento, debido a la cantidad imprevista de
regalos recibidos, que hubo para todos los invitados, compren-
didos aquellos con cuya presencia no se contaba - y eso que,
ante aquellas excelentes viandas, la glotonería excitaba el apetito
de todos por encima de las necesidades ordinarias. Pero aquello
era una fiesta, el vino llenaba los vasos, todos disfrutaban de
sutiles sabores cuyo gusto habían llegado a perder, se diluían en
una especie de dichosa barahúnda, compuesta de mido de tene-
dores, exclamaciones de asombro y suspiros de satisfacción, que
parecía confundirse con el aire que se respiraba sin avidez, con
el dulce calor que penetraba en todos al mismo tiempo que la
excitación y la alegría de estar juntos. Tal vez, aquel momento
de felicidad era también más que el momento mismo. Tal vez,
algunos se acordaban de antiguas fiestas y de árboles decorados,
pensaban en otras luces que iluminaban la noche, percibían que
lo que creían perdido para siempre no lo estaba de hecho, pues-
to que les era dado experimentarlo de nuevo, con más fuerza
aún, hasta el punto de tener que reprimir el llanto.

- José, dijo Joannes apoyando su frente en mi hombro, se


está bien aquí.

Mientras él pronunciaba esas palabras y dado que los comen-


sales, saciados, hacían una pausa, Wanda se colocó en el espacio
que se había dejado en medio de las mesas en previsión del es-
pectáculo. Se puso a cantar y se hizo el silencio. Era un silencio
muy antiguo, como si hubieran tenido que pasar muchos años
antes de que se pudiera oír una voz como aquélla. Todas se que-
daron inmovilizados al escucharla, los que tenían una cuchara
en la mano, los que abrían la boca o se rascaban la nariz, todos
permanecieron así sin acabar su gesto. Quizás habían acabado
su nariz, su boca y sus manos, hasta su existencia misma, atra-
pados por la melodía que ascendía y los llevaba con ella. La voz

185
El hijo del rey

de Wanda era un poco ronca y como cascada. Titubeó primero,


temblando ligeramente y sin atreverse a desplegar todo su vigor.
Se lanzaba, todavía con timidez, a la búsqueda de algún azar
compasivo, de algún encuentro soñado durante la noche de in-
vierno de su infancia, y decepcionada después, rota por la vida,
sin haber encontrado nada ni a nadie, volvía a caer, planeando
como un pájaro marino por encima de la superficie rugiente
del océano desencadenado, lanzando a su alrededor una última
súplica. Seguíamos anhelantes su caída lenta, mientras ella se
deslizaba a través de la tempestad hasta el abismo que iba a
engullirla cuando, con un movimiento de sus alas, consciente
de nuevo de su fuerza y abandonándose a ella, entregándose a
la dicha de cantar y embriagándose con su canto, volvió a subir
en una trayectoria irresistible, perforando las nubes, dejando
que estallara su alegría arriba en el azul, mucho más alta que la
tormenta, en el último rayo de un sol de púrpura. El fuego del
poniente teñía de sangre el pecho de Wanda, su inmensa cabe-
llera de oro brillaba y se balanceaba al ritmo de su pasión con-
tenida, codo su ser se estremecía, cada nota, asemejándose por
turnos a la larga queja de las olas y al grito del pájaro, tocaba a
cada uno en lo más profundo de su ser, encontrando de repente
el camino que conducía, más allá del recuerdo más desesperado,
hasta la simple alegría de sufrir y de sentir su sufrimiento y de
dejarse mecer por él. Cuando Wanda, tras sacudir una última
vez su cabellera de luz, volvió a su lugar, corrían las lágrimas por
las mejillas de los más idiotas.

Llegaron las lágrimas de la risa. Charles y Auguste se habían


reconciliado para imitar a Sandra en uno de sus números de
psicoterapia. Con el trasero marcado, el busto hinchado por
su medias pelotas de caucho, recitando nasalmente cantinelas
prefabricadas, desbocándose y casi cayendo cuando tropezaba
con las palabras, Charles nos hizo retorcernos de risa. Más sor-
prendente aún, Auguste, como luz del mundo, se representaba
a sí mismo con una asombrosa lucidez, hasta el punto de que,

186
Michel Henry

cuando hubo terminado, Archag le preguntó si todavía creía en


. .
sus mvenc1ones:

- Reconoce , en cualquier caso, que os han divertido mucho .

Cuando una parodia finalizaba, se servían nuevos platos, purés


y ensaladas refinadas. La aparición de los entremeses provocaba
exclamaciones. A los que ya no tenían más apetito se les servía un
vasito de orujo. Cuando una mujer mayor me presentaba el últi-
mo dulce, yo me decía: Lo ha hecho ella misma; también ella nos
da lo mejor que tiene. El diálogo de los dos T otor fue, tal como
se preveía, el colofón de la velada. V ania y Barjone, que lo repre-
sentaban , habían adaptado una parte de la farsa a las aptitudes de
los más incapaces y habían dejado las alusiones para los iniciados.
Mientras mis amigos se doblaban de risa, yo examinaba al pú-
blico. Había, especialmente entre las personas de edad llegadas
para prestarnos su ayuda, caras encantadoras. Brillaban con un
resplandor puro, como si la fiesta les permitiera revelar los tesoros
que escondían en su corazón desde que el último ser querido de
su entorno hubiera desaparecido. Todos los asistentes parecían
dispuestos a maravillarse y a disfrutar. Cuando daba comienzo
una secuencia particularmente más cómica , se veía cómo se vol-
vían hacia sus compañeros haciendo chasquear los dedos para in-
vitarlos a reír con ellos. Muchos, es cierto, no comprendían nada,
pero se dejaban ganar también por el entusiasmo, se movían y se
agitaban tanto o más que los demás, y su alegría no era menor.

Hubo diversión para raro , se siguió comiendo y bebiendo.


Oleadas de placer rompían contra la concurrencia, dejándola tan
asombrada de sí misma como de lo que veía, ávida solamente
de nuevas diversiones. Y luego, poco a poco, las exclamaciones
se hicieron más raras, el cansancio rivalizaba con la exaltación
y el tumulto, las cabezas caían sobre el pecho, los cuerpos se
amontonaban en los sillones. En un momento dado, un retra-
sado se levantó antes de desplomarse sobre la mesa. Los de más

187
El hijo del rey

edad y los más débiles habían abandonado ya la mesa, ayudados


por aquellos de sus compañeros que todavía se valían. Barjone,
Archag, Vania y los demás escoltaban regularmente a algunas si-
luetas inciertas que la fiesta agonizante devolvía a su soledad. Los
dos viejos pederastas se fueron zigzagueando cogidos del brazo;
Joannes, que los había llevado a su habitación, contaba al volver
cómo, tumbados sobre sus camas y vueltos el uno hacia el otro,
los dos hombres vomitaban en el mismo charco. Una tras otra,
las mujeres se habían retirado. Antes de salir, algunas venían a
saludarme y a darme las gracias. Lasvelas se apagaban tras haber
consumido toda su cera. Ahora, la sala estaba casi vacía, medio
sumergida en la oscuridad. Los que quedaban se habían dormi-
do y mis amigos, agotados, se adormecieron a su vez.

Mientras contemplaba el espectáculo mortificante de aque-


llas mesas abandonadas, aquellos manteles manchados y aque-
llas botellas vacías, se apoderó de mí una angustia inmemorial .
En las bandejas de estaño emergían de la salsa cuajada trozos de
carne, escamas de grasa rosa venían a morir en sus bordes como
olas de un mar helado. Una majestuosa tarta se desplomaba de-
rritiéndose lentamente sobre su soporte. Los ronquidos indife-
rentes transformaban la sala del banquete en un dormitorio de
soldados. Estábamos todos reunidos, pensaba yo, y no éramos
más que uno solo, y ahora ...

U na mano se posó sobre la mía.

- Ven, me dijo Lucile, es la hora.

- ¿Dónde quieres, pues, que vayamos?

- A la masía abandonada, me lo prometiste.

188
Michel Henry

Fuera, la noche llegaba a su término. No sentíamos cansancio


caminando a buen paso por entre el aire frío. Aquella locura
insólita a la que no me atreví a negarme había sido preparada
con cuidado. Lucile me condujo derecha a la estación de auto-
buses, donde no tuvimos que esperar. El viejo autocar en el que
habíamos subido se puso en movimiento tosiendo, con el ruido
del motor ahogado por el tintineo de las portezuelas desajusta-
das y la vibración de los cristales contra el metal. Iba lleno de
campesinos que volvían a sus pueblos, con sus confusos rasgos
inmovilizados por el tedio. Yo había debido de dormitar. Está-
bamos solos, Lucile y yo, cuando el vehículo comenzó a escalar
las rampas de la meseta hasta el último caserío, donde nos dejó
ateridos. Lucile me prometió que pronto estaríamos a resguar-
do, pero, apenas habíamos reconocido el sendero que había que
seguir, después de descender rápidamente por el talud de nues-
tra derecha, un hombre nos detuvo.

- Miren ustedes, nos dijo, lo que hacen los ladrones. Vean


ese agujero en la cerca, por ahí entran.

Por encima de la cerca en cuestión se veía un pequeño caserío


recién pintado cuyos encantos alababa el desconocido.

- ¡Si no pasaran extraños!, concluyó.

- Pero ¿qué le roban a usted?

- Una herramienta, cualquier cosa. Cogen por coger. Mi-


ren, no hace mucho, el último verano, yo había venido a ver
el sitio donde estaban mis melocotones. No quedaba ni uno.
Unos campistas estaban desayunándoselos. ¿Saben ustedes lo
que hice? No se lo dije por los melocotones, puesto que la na-
turaleza es de codo el mundo. Sólo que resulta que acababa de
fumigarlos y que es muy peligroso comérselos antes de los ocho
días.

189
El hijo del rey

Resulta que entonces se van corriendo a buscar al médico.


Una mujer me pregunta incluso que dónde está el cura. Me
había quedado con ellos. Dense ustedes cuenta de que ahora es
todavía peor. Conozco a un tipo que se había ido a la ciudad a
trabajar lavando platos en un bar ...

Hadan falta casi cinco horas para llegar a la alquería. Lucile


había comenzado a caminar de nuevo con lentitud, pero nues-
tro interlocutor nos escoltaba.

- Pues bien, un sábado, cuando volvía de su trabajo justo a


medianoche unos gamberros lo arrinconaron contra una pared,
lo golpearon con unas cadenas a pique de matarlo y todavía está
en el hospital.

No sabía yo, cuando me impacientaba con él, que me estaba


salvando la vida. Hoy tengo la dicha de pensar que, disimulan-
do nuestros sentimientos, nos despedimos de él con afabilidad.

Desde el momento en que nos quedamos solos, Lucile se lan-


zó con una extraña prisa por el antiguo sendero cuyas piedras
rodaban a nuestros pasos. Elegía los mejores sitios para pasar, as-
cendiendo con rapidez, aunque a mí me costaba trabajo seguirla
por entre las rocas sueltas cuyas esquirlas cada vez más duras me
hadan ofuscarme. Ella, que en el sanatorio debía interrumpir
todo lo que hacía para sentarse o incluso para acostarse, caminó
de una sola tirada durante todo el día, provocando mi asombro
y aún más mi angustia. Las mujeres captaron la mayor parte de
las energías del universo, ¡pero Lucile era tan endeble! Yo tenía
miedo de que, en aquella tensión hacia su meta, su voluntad so-
brepasara sus fuerzas. Y aquella meta también me hada estreme-
cer. Pero la sed y el cansancio diluían ya mis pensamientos. En
tanto que yo, presa de una especie de inocencia, me abandonaba
al movimiento regular de mi cuerpo, Lucile seguía inquieta a mi
lado. Continuaba avanzando con la mirada fija.

190
Michel Henry

- Lo hacen todo, decía, para que olvidemos quiénes somos.


Cada una de las atenciones que se nos da en el hospital se nos
da con una condición: que confesemos que somos como los
demás. Cuando hayamos renunciado a nosotros mismos esta-
remos curados. Entre tanto, nos demuestran que obedecemos
a la ley general y que nuestras ganas de comer, de dormir y de
hacer pis son exactamente las de codo el mundo. ¿Sabes? No
hace mucho que Tocar me largó un curioso discurso. Hace
falta que salga usted, me explicaba, una mujer como usted no
puede permanecer aquí indefinidamente. Necesita usted lle-
var una vida normal, una vida de mujer normal, vivir en una
verdadera pareja. Hay experiencias concluyentes que se han
hecho en el extranjero. Uno de mis colegas ha curado a una
enferma grave tras haber convivido con ella, quiero decir, tras
haber compartido totalmente con ella su existencia, día y no-
che, durante varios años. ¿Qué le parecería a usted un intento
de ese tipo? - ¿Y cuál sería el psiquiatra, pregunté bajando
los ojos? - Eh, bueno ... , eh ... Teniendo en cuenta cómo es
su personalidad, la tarea sólo se le podría confiar a un médico
experimentado. Por lo que a mí se refiere, yo estaría dispues-
to ... Estallé en carcajadas delante de sus narices, se puso rojo
y creo que no me queda otro remedio, en efecto, que dejar ese
hospital lo antes posible.

Lucile se había erguido, divertida por aquel recuerdo, se había


distendido de repente. Pareció interesarse por el mundo que la
rodeaba, aspiró profundamente el aire que bajaba de la monta-
ña, doblando los arbustos hasta tocar tierra.

- Sería extraordinario vivir aquí. ..

- Ya te dije que era imposible.

- ¿Incluso para dos?

191
El hijo del rey

- Los madroños, dije, maduran sólo una vez al año y son un


plato magro.

- Iríamos a pedir alimento a las granjas. Escalaríamos las


cimas para verlas de lejos, nos acercaríamos lentamente.

- A los agricultores de aquí no les gustan los vagabundos.


Nos soltarían sus perros.

- Entonces nos dirigiríamos a los pobres.

- Hoy ya no hay pobres.

- ¡Pues bien, no comeríamos absolutamente nada! Cuan-


do se está tanto tiempo en ayunas, lo sé perfectamente por
haber hecho varias veces huelga de hambre - lo dijo como
una especie de desafío - todo cambia alrededor, la fealdad
del mundo se difumina, las cosas se empequeñecen hasta ha-
cerse delgadas y transparentes como hojas de vidrio, todo el
ser se disuelve en una especie de deliciosa irrealidad. ¡Vaya!
Todo lo que la pobre Marthe imagina en su cabeza enferma,
su pie que ya no toca el suelo, su manera de arrastrarlo como
una hoja muerta que el viento barre de un golpe a diez metros
y las demás divagaciones de esa señorita, todo eso se experi-
menta de verdad. Muchos hombres, además, han vivido así,
prisioneros evadidos, campesinos expulsados de sus tierras,
ermitaños ... ¡Nosotros también en otro tiempo, acuérdate,
José! Entonces vagábamos como pobres criaturas insignifi-
cantes cogidos de la mano. Los que se cruzaban con nosotros
mudaban bruscamente de rostro, se ponían pálidos y tembla-
ban. Algunos se inclinaban ante nosotros, había mujeres que
se arrodillaban.

- ¿Pero no nos habían denunciado otros?

192
MicheLHenry

- ¡Veo que te acuerdas! Sí, fuimos denunciados. Pero no


codos eran asesinos. Recuerda , José, al viejo y a la nodriza, y al
pastor. Mira, ahí está la alquería.

Acabábamos de franquear un último puerto. El camino dis-


curría bajo una bóveda de pinos cuyos troncos parecían brotar
de la piedra. A nuestros pies, al fondo de una primera depre-
sión, se percibía a través de las hojas la mancha luminosa de un
claro en el bosque. Conforme nos aproximábamos, vi que era
parecida a la que me había descrito Lucile, dividida en niveles
diferentes por tapias bajas, algunas derrumbadas. En la parte
más elevada se extendía una construcción que había perdido
el techo. Algunas vigas calcinadas se destacaban sobre el vacío.
En medio del claro, compartiendo el espacio intermedio, una
formación de árboles muertos - cerezos o ciruelos, era difícil
decirlo a la vista de aquellos troncos secos con las ramas que-
bradas de color ceniza - contrastaba de manera singular con el
verde fuerte de la hierba que cubría todo.

Lucile me llevó al pie de un roble. Se había puesto de lado,


apoyada sobre un codo, con la mejilla en la palma de la mano.
Con el otro brazo señalaba algo, más allá del círculo oscuro
donde reposábamos, que sólo ella podía discernir. A veces en-
tornaba los ojos para ver mejor y, después, de golpe, reconocía
el objeto en cuestión, una sonrisa coloreaba la curva de su rostro
a contraluz y me indicaba:

- Mira el sendero, el que recomienza más allá de la masía y


se interna en el monte bajo. ¿Lo ves? Lo conocíamos hasta las
lágrimas . Tú te metías por él corriendo como un loco desde el
momento mismo en que nos daban permiso para jugar, y yo,
loca de miedo por la idea de perderte, te perseguía hasta quedar
sin aliento. Pero tú corrías siempre más rápido, para desdicha
mía. Luego te escondías detrás de la roca blanca y cuando yo
llegaba agotada y desesperada , te precipitabas sobre mí dando

193
El hijo del rey

un grito terrible. Yo re arañaba de rabia, tú re reías a rus anchas.


En rus brazos recuperaba la vida, mis lágrimas se secaban, en ru
mirada estaba el bien, una certidumbre que tranquilizaba mi
alma. Lo queríamos todo el uno del otro, y yo sabía que eso era
verdad para siempre. Como premio por ru maldad, yo recogía
para ri un ramillete de flores que rodeaba de tomillo para que
oliera más. Eran aquellas flores, en aquel camino, mira, allí está
la mata.

Lucile alargó el brazo, apartó las hojas que recubrían una pe-
queña planta rosa y malva y cortó una ramita. La pasaba bajo
su nariz aspirando con precaución, y era como si el pasado le
hiciera cosquillas.

- Huele, me dijo, es el mismo olor. Y mira cómo se ven los


ladrillos del horno pasada la esquina de ese muro. Ahí hacía el
pan el pastor con la harina que subíamos a escondidas de los
llanos. Era un pan delicioso ...

Lucile fijaba en mí su mirada con desesperación, sus labios


empezaron a temblar, apareció de nuevo la mancha roja en sus
pómulos, me contemplaba anhelante, con las pupilas dilatadas,
casi con espanto.

- ¡No me digas otra vez que no te acuerdas de nada! ¿Has


olvidado hasta nuestro amor? Te confieso ingenuamente, her-
mano mío, que si re hablo de aquel tiempo lejano, es con la
esperanza de hacer renacer en ti los sentimientos que entonces
me parecía a mí que eran los tuyos.

Y después, como a menudo ocurría, la fisonomía de Lucile


cambió bruscamente. Al parecer estaba decidida a ser paciente,
comprendiendo que hace falta mucho tiempo para que en no-
sotros se abra el camino oscuro que conduce a la infancia. Hizo
alusión a ciertos acontecimientos que se habían producido en

194
Michel Henry

el lugar mismo donde nos encontrábamos, a otros más anti-


guos que databan de la época en que vivíamos en el palacio de
nuestro padre. Añadía siempre detalles nuevos con la esperanza
de que si alguno de ellos volvía a mi memoria, todos los demás
resurgieran a la vez.

Finalmente se levantó, alzó el brazo sobre el que había estado


apoyada y, después de haberlo contemplado como si no fuera
su brazo, sino algún instrumento mágico que guardaba el secre-
to de nuestro ser, lo extendió ante ella, señalando con el dedo
levantado las formas de las arquitecturas cuyas imágenes quería
hacer revivir en mi espíritu o, si se trataba de algún incidente
ocurrido en aquel claro del bosque, apuntaba hacia él un índice
seguro que me invitaba a pensar, debido a la presencia de aquel
brazo perentorio, que el gesto que describía hacía más evidente,
más irrecusable, la realidad de lo que mostraba.

Lucile entornaba los ojos de pronto o incluso los cerraba del


todo, dándome a entender que unos párpados cerrados a menu-
do ven mejor que unos ojos abiertos, luego, volviéndose hacia
mí, me miraba con suspicacia, acechando en mi rostro el signo
de la duda o el de una mala voluntad que se negara a dejar que
se operara en él la acción salvífica del recuerdo.

- Te pasa exactamente igual que en aquellos tiempos, me


dijo. Abres los ojos como platos y no ves nada. Siempre era yo
la que tenía que hacerte notar lo que ocurría.

Y después su voz se hizo más tierna, más persuasiva, algo do-


loroso llegaba a dulcificar las ásperas inflexiones que tanto ama-
ba yo.

- Piensa, José, en lo que he hecho por ti. Desde que nos


separaron, me he pasado el tiempo mintiendo, he dado con
aplomo un nombre falso, me he fabricado la identidad de una

195
El hijo del rey

· extranjera para borrar mejor las pistas e impedir cualquier veri-


ficación, he contado a todos los magistrados una historia falsa
de mi vida, yo, que tengo horror a la duplicidad y que no puedo
soportar más que la rectitud. Mi extraordinaria existencia ha
estado regida por un único deseo, reencontrarte, José, a pesar
de todos los obstáculos, a pesar de los peligros. ¿Cómo explicar,
en medio de mis tribulaciones, la confianza sin límites que me
empujaba hacia ti, la certeza de que iba a volver a verte? ¡Con
lo grande que es el mundo! ¿Cómo descubrir en él a aquel que
ha sido creado para uno desde toda la eternidad, cuando ya no
se sabe nada de él y él mismo ha perdido hasta el recuerdo de la
imagen de uno? A menudo, por las noches, mis ojos se llenaban
de lágrimas, la desesperación me perforaba el pecho y, sin em-
bargo, yo me decía: Existe, lo he encontrado, por eso lo busco
y todo mi ser tiende hacia él. Por eso he rechazado todas las
ocasiones que he tenido de salir del hospital, y la última, la de
T otor, porque tú lo eras codo y no había ninguna otra cosa. ¿Y
ahora que un azar inaudito nos pone frente a frente, ahora que
por un verdadero milagro nuestros caminos se vuelven a cruzar
aquí, en este claro del bosque donde nos fue dado conocer del
todo nuestros corazones, sólo vamos a ser como extraños el uno
para el otro? ¡José!

- ¿Acaso el lugar que nos importa, preguntaba yo con dulzu-


ra, el país que buscamos, se encuentra en el mapa?

- ¡Claro que sí, es éste! Mira la chimenea, encima de la ha-


bitación que ha conservado su techo. Si comenzara a humear de
nuevo , ¿no iba a volver la vida?

Filtrándose a través de las ramas del roble, un rayo de luz rozó


la nuca de Lucile, se deslizó lentamente por entre sus mechones
rizados en triple espiral antes de posarse en su frente, aislándola
un momento del resto del mundo.

196
Michel Henry

- ¿Si estuviéramos casados, preguntó ella de repente, qué


comida querrías que te hiciera? Cocería el pan yo misma como
el pastor.

- Pero ¿cómo iba yo a tomarte por esposa, si tú eres mi


hermana?

Lucile salió de su ensoñación.

- ¡Qué importa!, dijo alzándose de hombros.

Y después tuvo una idea:

- ¡Al contrario! La sangre real no puede mezclarse con otra,


¡sólo podemos casarnos entre nosotros!

- Resulta, le dije, que por ser de condición real, me debo a


todos mis súbditos y no puedo abandonar a ninguno, ni siquie-
ra a Marthe o a Florence.

Lucile fingió no comprender:

- Es verdad, estalló, ¿preferirías tal vez vivir con Wanda? ¡Los


hombres son extraordinarios! Una mujer honesta les ofrece suco-
razón y cada instante de su vida y también su derecho a ser libre y
a pensar, les da todo para siempre y eso es apenas más interesante
que una infusión de manzanilla o que el pobre plato que ella se
propone prepararle a lo largo de toda su inimitable existencia.
Pero se presenta una intrigante, con un poco de barro de la calle
todavía pegado a los tacones demasiado altos, con el rostro aureo-
lado de una reputación dudosa o del recuerdo de un escándalo, y
es una criatura fascinante, ¡ya sólo está ella en el mundo!

Además, prosiguió sin prestar atención a mis risas, con Wan-


da prepárate para momentos difíciles. ¿No sabes lo que proyec-

197
El hijo del rey

ta? Preguntarte si debe casarse o no con Jude, que se lo suplica


desde que ella lo arrastró hasta su fango. Espera que tú le pro-
pongas otro marido. ¿Qué le dirás?

- No se trata de Wanda, están todos los demás.

- Pero, ¡si están locos!

- Nadie está loco.

- En cualquier caso, tú no les darás la felicidad; además, ni


siquiera tienen ya conciencia de su miseria. Han sufrido y han
usado sus fuerzas de tal forma que ya no son capaces de sufrir.

Y luego, de repente, Lucile alzó la voz, sus palabras casi grita-


das se mantuvieron un instante por encima de nosotros:

- ¿O acaso hay que permanecer a su lado para ir enterrán-


dolos uno tras otro?

Me había levantado. Al acercarme a la construcción vi que la


única puerta que no estaba inservible, la de lo que Lucile llama-
ba la cocina, estaba cerrada con candado. Se servían de las otras
estancias para dejar los animales por la noche.

- Todavía usan el aprisco, dije en dirección a Lucile que se


había acercado al pozo cuyo brocal medio derruido casi obtura-
ba el orificio. Flotaban unas tablas sobre una agua negra donde
se veían algunas arañas. Impedí que Lucile bebiera, a pesar de
nuestra sed. Tampoco habíamos comido nada desde el alba y el
cansancio se dejaba sentir en nosotros. El sol declinaba, el aire
era más fresco. Teníamos el tiempo justo para volver a la aldea
lejana y a nuestro asmático autocar.

198
MichelHenry

Lucile fue a sentarse en una de las paredes bajas que dividían


el calvero. Alzó los ojos y los paseó lentamente a su alrededor,
por las paredes sin techo, por la sombría formación de árboles
muertos, por los montones de piedras derrumbadas de donde
salían al acaso las llamaradas blancas de los majuelos.

Después se volvió hacia mí y me sonrió. Corrían algunas lá-


grimas por sus mejillas pálidas. Me acerqué, pero ella se había
levantado. Me dirigió una nueva sonrisa.

-Vámonos ya, me dijo, hace frío.

Caminamos mucho tiempo, ascendiendo una tras otra las


crestas que nos separaban del puerto. Llegados a la divisoria,
vimos delante de nosotros una extensión sin fin. La luz oblicua
del final de la tarde detallaba sus planos sucesivos. Más allá de
las tierras sombrías, bajo un cielo de azul frágil, se veía brillar el
mar. Lucilde me indicó, entre dos líneas de nivel, el emplaza-
miento de nuestra aldea y, sin esperar a más, emprendimos el
descenso.

El sol pasaba rasando las cumbres. Detrás de cada colina, el


sendero se sumergía en las sombras. Corríamos la mayor parte
del tiempo, evitando por poco las piedras en la oscuridad. Una
inmensa noche se desplegaba inexorablemente desde el pie de
cada mata de hierba hasta los confines del mundo. Se había
lanzado en nuestra persecución, la notábamos en los talones y
nos volvíamos sin cesar para conjurar su proximidad. A pesar de
nuestra carrera, el aire frío nos hacía temblar. Según la anchura
de la pista íbamos de lado a lado, buscándonos las manos, es-
trechándonoslas a veces y otras veces soltándonoslas si nuestro
avance así lo exigía. Otra amenaza se había alzado con la noche,
que hacía de cada sombra una escarpadura, una amenaza que se
alargaba indefinidamente delante de nosotros, que era como el
tentáculo silencioso que un animal invisible tendía hacia noso-

199
El hijo del rey

tros para engullirnos. Algunas aves de presa que se deslizaban


contra el fondo del cielo se acercaron, tendí los brazos, listo para
atraparlas y para asfixiarlas contra mi pecho si nos atacaban.
Habíamos vuelto a ser niños. Los árboles entremezclados, el
monte bajo, los espacios inciertos, las hondonadas, los calveros
entrevistos volverían a frecuentar nuestros sueños como vesti-
gios de un país desconocido, quitándonos hasta la garantía de
poseer nuestra propia vida. En el fondo de las miradas que nos
dirigíamos ya sin verlas, gota a gota, como agua en la oquedad
de una roca, se acumulaba el terror. El agotamiento confun-
día nuestras ideas, tibubeábamos y chocábamos a veces como
ciegos. Y después ocurrió lo que Lucile había dicho de los que
están en ayunas demasiado tiempo. Todo perdió su peso, nues-
tros cuerpos, las piedras, el camino. Avanzábamos con el espí-
ritu vacío, nuestras sensaciones parecían separarse de nosotros,
flotábamos en el aire helado como hojas muertas. Finalmente,
dos espectros se recortaron contra los faros que el viejo autocar
acababa de encender al arrancar. Sólo éramos ya el estruendo
de su vieja carcasa que se bamboleaba por una carretera llena
de baches. A pesar del jaleo, Lucile había acabado por dormirse
y cuando, empujada por algún traqueteo más rudo, su hombro
inhabitado llegaba a tocar el mío, una espada se hundía en mi
corazón y yo habría gritado como quien despierta en medio de
una pesadilla, si hubiera tenido fuerzas para hacerlo.

Todavía tuvimos que atravesar la ciudad muerta. Yo sostenía


a Lucile medio inconsciente. En el momento de dejarla ante la
portería del edificio de mujeres, quise tomar su rostro en mis
manos y volverlo hacia mí, pero ella lo evitó con un movimien-
to brusco. Como yo intentara acercarme de nuevo, el guardia
se interpuso ordenándome salir y volver a mi propio pabellón.

La calle que rodea el hospital es la más siniestra de todo aquel


suburbio. El alto muro de nuestra prisión, sin abertura alguna
que deje pasar la luz, sin ningún ornamento, por pobre que

200
Michel Henry

fuera, que rompa la imbécil fachada, compone con los cercados


bajos de los jardincillos que tiene en frente una insoportable asi-
metría. Quitándole el sitio al cielo, algunas farolas repugnantes
vertían de cuando en cuando su resplandor amarillento sobre
un espacio absolutamente desierto. Agotado, abrumado por la
brusca partida de Lucile, yo intentaba analizar lo que pasaba y,
hecho curioso, me vinieron a la memoria las palabras del hom-
bre de los melocotones. Me volví. Corriendo sin hacer ruido
alguno con sus suelas de goma, seis gamberros, dos o tres con
cadenas en las manos, me alcanzaron por la izquierda y uno
de ellos, que se me había adelantado, se detuvo delante de mí
para cortarme el camino . La fracción de segundo que me dio la
ventaja de saber me salvó. Salí como una bala por la derecha y,
amagando un puñetazo, evité a mi primer adversario, cuando,
bien porque yo resbalara o porque él me tocara al pasar, caí de
rodillas, con la cabeza vuelta de forma curiosa hacia mis asaltan-
tes. Lentamente, muy lentamente, a ras de suelo, deslizándose
sobre él como las imágenes de un ballet filmado a cámara lenta,
seis pares de botas venían hacia mí, pies sin tronco, zapatos sin
pies, objetos privados de significado, reducidos a su sola feal-
dad. Pero, sin duda, yo sólo me había tomado el tiempo de re-
botar sobre el adoquinado. La calle, el muro y las farolas con su
halo luminoso subían y bajaban al ritmo frenético de mi carrera
desenfrenada. Giré por fin ante la fachada y subí la escalera de
entrada. Estaba iluminada y la puerta cedió a mi presión. Al
ver que escapaba de ellos, los gamberros dieron media vuelta.
Desoyendo los reproches del portero, me di cuenta de que uno
de los zapatos de montaña que me había prestado Vania se ha-
bía roto por un lado y, cuando me indinaba para verlo mejor,
un violento dolor me bloqueó la rodilla. Mientras iba cojeando
por aquellos pasillos de olores familiares, al contacto con aquel
mundo de los incapacitados y los dementes, experimenté un
sorprendente sentimiento de seguridad y, por decirlo de algún
modo, de humanidad.

201
El hijo del rey

Desgraciadamente, aquella impresión apenas duró. A pesar


del cansancio, era incapaz de dormir. Cada vez que el sueño
comenzaba a cubrir con su tibia capa mi cuerpo dolorido, algo
se agitaba en el fondo de mi ser, se encendía una luz que ha-
cía retroceder las tinieblas de mi alma, una voz me susurraba:
¡Despierta, José, despierta! Cubierto de sudor, vencido por el
agotamiento, volvía a caer en el lecho, pero la voz se alzaba de
nuevo, la luz volvía a encenderse, un dolor que yo conocía muy
bien me pellizcaba la nuca: ¡la conciencia de peligro! ¿Qué pe-
ligro? Estaba protegido de los gamberros por los altos muros de
una prisión, por guardianes armados, por puertas con cerrojos.
Intenté calmarme. Pensaba en las amonestaciones de Célestine
en cuanto llegara, dentro de poco, a tomarme la temperatura.
Es verdad, la vida del hospital iba a reanudarse con su rutina
tranquilizadora y, sin embargo, mi inquietud no hacía más que
aumentar. Era ya una verdadera angustia. Mi frente estaba me-
tida en un torno, los calambres me atenazaban el pecho, la opre-
sión era tal que ya no podía respirar. Aunque estaba tumbado,
sentía que mi cabeza daba vueltas. Decidí levantarme y conse-
guí ponerme de pie. Encendí la luz. Entonces me di cuenta de
que no estaba Joannes. ¿Qué estaba haciendo? Iba de un lado a
otro de la habitación antes de sentarme en el borde de la cama.
Atenazado de nuevo por la angustia, me esforzaba en reflexio-
nar. Sabía que se preparaba algo espantoso, que una horrible
amenaza se cernía sobre nosotros y me era imposible imaginar
su naturaleza, no tenía ni idea de qué era. Sin poder aguantar
ya, me vestí y sólo entonces me desperté verdaderamente: todo
se me aclaró de repente y, sin poder retener un grito, me lancé
fuera del dormitorio.

Hay seres para los cuales hubiera sido mejor no haber naci-
do. Me lo decía a mí mismo a veces pensando en Germain y
para intentar excusarlo: cómo sufrió viéndose entre locos, qué
vergüenza debió experimentar ante la idea de ser como ellos.
Esa idea le dio la fuerza necesaria para escapar del mundo de la

202
Michef Henry

locura y para, franqueando de una vez la frontera invisible que


separa enfermeros y enfermos, hacerse un sitio entre aquellos
cuya relación con la locura es evidentemente escapar de ella,
puesto que su función es curarla. Odiaba a sus antiguos com-
pañeros de desgracia, y a mí particularmente. Un día que yo
pasaba cerca de él, le oí mascullar: "¡Cura a los demás y no es
capaz de curarse a sí mismo!".

Estaba de pie en mitad del pasillo donde yo acababa de


irrumpir. Desde que me vio, su mirada se iluminó con una ale-
gría siniestra, sus rasgos se retorcieron como los pedazos de una
anguila que se acaba de cortar en dos. Levantando los brazos,
pivotó sobre sí mismo y se vino contra mí, saboreando de an-
temano el efecto del veneno. ¿Cómo puede ser mala la alegría?
¿Cómo puede el odio proferir la verdad? No obstante, yo sabía
que lo que él iba a decir era verdad. Se clavaba ya en mi carne
la noticia maldita cuyas sílabas reunía él glotonamente en sus
labios deformes. Avanzaba sin parar, seguro de sí. Su silueta au-
mentó desmesuradamente, llenó todo el espacio, hasta el punto
de que su cráneo ovoide quedó atrancado entre las dos pare-
des grasientas del pasillo, de repente demasiado estrecho. En la
jeta blancuzca que se cernía sobre mí como una roca enorme a
punto de desplomarse, dos cuchillas de afeitar, dos grietas del
infierno dejaban que se filtrara su júbilo demente .

- Lucile está muerta, aulló con voz estentórea - y me pare-


ció que los muros vacilaban, que innumerables vidrios lejanos
se quebraban. Se ha tirado desde el tercer piso esta mañana, han
encontrado su cadáver dislocado sobre el alquitrán del patio,
detrás del cobertizo.

Caí de espaldas, tendiendo desesperadamente la mano hacia


un cuerpo al que aferrarme. Girándome para no ver al mons-
truo, llamé a Joannes con todas mis fuerzas, pero no salió nin-
gún sonido de mi garganta paralizada.

203
El hijo del rey

Joannes acudía. Me recibió en sus brazos. Vi por un instante,


junto al mío, su perfil de niño bañado en lágrimas. Las sentía
correr por mis mejillas y mezclarse con las mías. Y no hubo
nada más.

204
11
Han pasado meses. ¿O quizás años? Era primavera, ahora es
otoño. Pero ¿cuántos veranos han separado las dos estaciones?,
¿cuánto tiempo ha durado la noche? Yo era como un submari-
nista que ha descendido a aguas demasiado profundas, la oscu-
ridad a su alrededor es total, el aire le llega a faltar en los pul-
mones, tiene que regresar a la superficie, pero ¿dónde es arriba
y dónde abajo?, ¿en qué dirección nadar? Cada brazada puede
sumergirlo un poco más. ¡Oh, qué terrible debe ser ese instante
para quien sabe que la salvación está cerca y la muerte también,
y que cada esfuerzo, cada gesto, lo precipita al interior de las
negras fauces abiertas de par en par para engullirlo! ¡Oh, quién
podrá expresar la angustia del submarinista!

En las tinieblas que me envuelven, durante mucho tiempo


sólo discerní los vagos movimientos de mi cuerpo y luego, un
día - debía ser ése el día - un resplandor también, la claridad
difusa, lo he comprendido más tarde, de una ventana. Se des-
plazan algunas sombras por este universo subterráneo apenas
menos sombrío que el fondo negro de la habitación, a no ser
que sea el fondo de mi cerebro. También aquí llevan batas blan-
cas las enfermeras. Oigo, semejante a la caída de una catarata, el
estruendo del líquido que vierten en mi vaso. Hay que comer y
beber, recobrar fuerzas. Pero en cada alimento, en cada bebida,
vierten el narcótico que me reduce a la nada. ¡Oh noche que no
acaba, oh tinieblas que no van hacia la luz! Retengo cada boca-

207
El hijo delrey

do entre la lengua y el paladar para examinar detalladamente su


sabor, cada trago en la boca, escupiendo a escondidas todo lo
que tiene un gusto sospechoso. Observo los comprimidos que
estas diligentes criaturas depositan en el hueco de mi mesilla
de noche - tomar antes, durante, después de las comidas, por
la mañana al levantarse, por la noche al acostarse - y las esca-
moteo con voluptuosidad. Cada nueva astucia me devuelve un
poco de conciencia de mí mismo. En el interminable año carce-
lario de mejillas lívidas y olores a alcanfor, los días, a pesar de la
estación, van agrandándose uno tras otro. Semanas de pacien-
te y encarnizada lucha, y heme aquí completamente despierto,
comprendiendo de nuevo.

Me han cambiado de hospital. Éste es del todo nuevo, vidrio


y acero, paredes tapizadas de colores dulces, suelos de moqueta
plástica, puertas silenciosas. Silencioso también el personal sa-
nitario que se desliza por estos pasillos asépticos para ejecutar a
las mismas horas el mismo ballet. Aparece una enfermera varias
veces al día, pero nunca es la misma - tampoco las auxiliares o
el médico. Sólo cuentan los gestos, el trabajo siempre idéntico,
sin importar quién lo realiza. Poco importa, pues, el rostro que
emerge de esa bata blanca y lo sabe tan bien que permanece
impasible y sin verme. U na vez que una morenita un poco más
vivaz que las demás había venido a tomarme la temperatura, me
decidí a compartir con ella mis reflexiones:

- El ojo por el que vemos las cosas, le dije, no es diferente


del ojo por el que Dios nos ve a nosotros. Quien ve ese ojo ve
a Dios mismo ...

Tuvo un sobresalto y aflojó los dedos desdichadamente. Se


oyó un ruido de cristales rotos. Inclinados los dos sobre el linó-
leo azul pálido, contemplábamos los restos del termómetro. Se
largó sin decir palabra tras haberme echado una mirada poco
agradable. Unos instantes más tarde estaba de nuevo allí, tran-

208
Michel Henry

quila de nuevo, tendiéndome una píldora blancuzca y el tradi-


cional vaso de agua.

Las auxiliares eran más locuaces. Dos de ellas que venían jun-
tas y me ayudaban por la mañana a asearme, me mostraban
simpatía. Bromeaban y me traían a menudo algún suplemento
para el desayuno. Una mañana las encontré particularmente jo-
viales.

- ¿Sabe usted lo que hace su vecino cuando se le pone delan-


te un espejo para peinarse? ¡Saluda varias veces: "Buenos días,
Señor, buenos días", "Mis respetos, Su Alteza, mis respetos", y
todo eso inclinando la cabeza!

Reventaban de risa en tanto yo quedaba paralizado.

- Está tan majareta que ya no se reconoce. ¡Cree que es otra


persona! Al parecer, es el último estadio de la sífilis. ¡Ve usted,
don José, hay que ser prudente, hay que saber adónde se va!

- Lo que siempre me ha parecido extraño, dije yo, es que


uno pueda reconocerse en una imagen y saber que es precisa-
mente la suya.

Su alegría cesó de repente. Una especie de incomodidad se


extendió por la habitación como un almíbar pegajoso. Por mu-
cho que me reí a mi vez, fingiendo haber bromeado para di-
simular mi metedura de pata, aquella penosa estratagema no
hizo más que acrecentar el malestar. Terminaron aprisa su tarea
y nada más atravesar la puerta las oí reírse a carcajadas de nue-
vo, presas otra vez de su hilaridad como de un poder maléfico,
como si un espíritu socarrón levantara entre nosotros su barre-
ra y nos dejara en una parte y en otra, entregados a mundos
diferentes, con sus risas y sus silencios helados, su evidencia y
su locura, un acre río negro cuyos torbellinos vertiginosos en-

209
El hijo del rey

gullían las pobres certezas del otro y lo que parecía una razón
para vivir. Así, las palabras no serían, a partir de ahora, entre
nosotros más que una especie de compromiso, las manifesta-
ciones últimas de una cortesía con la que habíamos convenido
en cubrir como un velo el abismo sin luz y sin fondo que nos
separaba para siempre.

A pesar de las precauciones de que yo los rodeaba, mis in-


tentos de acercarme a los otros enfermos apenas fueron más
felices, debo reconocer. Renunciando a hacerles comprender de
primeras quién era yo y lo que esperaba de ellos, por mucho
que hubiera elegido temas de conversación intrascendentes, no
obtenía como respuesta el menor signo que me mostrara que
fuera comprendido. U na reflexión sobre el menú del día tenía
todo lo más, sobre los más despiertos, el poder de desencadenar
un comienzo de salivación, a condición de que la conversación
no hubiera tenido lugar durante la siesta. Ni siquiera esta ano-
dina forma de proceder me ponía al abrigo de toda sorpresa. Un
día que, sin saberlo, me había dirigido a un anoréxico, éste se
enfureció, me tiró a la cara un cenicero que tenía a mano, des-
trozando en su vuelo un farolillo al que alcanzó, con su corres-
pondiente bombilla y su trozo de techo. El guirigay sobresaltó
a las personas de servicio. Acudió una auxiliar, seguida de una
enfermera y de varios médicos. Toda esta pequeña multitud
pisaba trocitos de cristal que crujían como nieve helada. Con un
hilo de baba en la comisura de la boca, el anoréxico - pero ¿no
era sólo un anoréxico? - gesticulaba como un poseso, señalán-
dome con el dedo y acusándome de haberlo roto todo.

- ¿Usted qué hace aquí?, me preguntó secamente el médico


de más edad. Llevaba unas gafas de cristales finos con montura
dorada, como el ayudante de T otor, y me puse a temblar ante la
idea de que estuviera allí. Pero no, tenía la cara más rellena y su
tez era menos terrosa. En cualquier caso, mi confusión me dis-
pensó de responder. Un gorila - le parecía a Joseph, con algo

210
Michel Henry

de más impersonal aún en su fisonomía - me llevó del brazo


de vuelta a mi habitación.

Me tumbé en la cama presa del desánimo. Ciertamente, yo


había conocido dificultades análogas en nuestro viejo sanatorio
deteriorado y apestoso, que ahora me parecía una especie de
bendito remanso. Allí yo también había luchado, sufrido, expe-
rimentado el tormento de afrontar la necedad. Había medido el
tiempo y la paciencia que hace falta usar para que, en aquellos
rostros cerrados y más o menos semejantes a pegotes de tierra
que un escultor misterioso no hubiera acabado de modelar, se
encienda una luz, para que aquellos rasgos espesos se acoplen
en un movimiento, en una mímica, aun en la más grosera, que
les diera una apariencia cualquiera de significado. Cada día me
quitaba una ilusión. Me limitaba a proyectos más modestos.
Me decía ame los pasmados: si esos párpados que tienen todo el
aspecto de ser de plomo pudieran levantarse imperceptiblemen-
te y se filtrara en esa alma un hilo de luz, ya sería mucho. Y ante
los tontos: si esa sonrisa imbécil pudiera interrumpirse y for-
marse una arruga en esos cráneos pulidos como cantos rodados,
ya sería mucho también. Y finalmente el milagro se había pro-
ducido, aquellos ojos se habían abierto, aquellos oídos habían
escuchado. Y cuando había llegado el gran día, ellos mismos se
habían dirigido en masa a la sala del banquete.

¡Y qué decir de mis amigos! Desde por la mañana se pre-


guntaban: ¿De qué vamos a discutir hoy? Apenas engullido el
último bocado de la comida, corrían a reunirse en la pequeña
colina, acechando mi llegada, avisándose mutuamente de mi
proximidad: ¡Ahí está, es él! Me rodeaban, sin atreverse apenas
a plantear sus preguntas, exigiéndose silencio unos a otros. Me
divertía haciéndolos esperar, contemplándolos sin que ellos me
vieran: ¡Qué bellos son, pensaba yo, qué inteligentes! ¡Cómo
basta para transformar a un ser, para iluminar su mirada, que
aparezca una sola preocupación! Asimismo, cuando les hablaba

211
El hijo del rey

de algo diferente a lo que se suele hablar en este bajo mundo


no se sorprendían, como los imbéciles que me rodean ahora, y
no se iban riendo con sarcasmo. Se separaban con pasos lentos,
con aire grave. Algunos se apoyaban en un árbol, con la mirada
perdida, otros se tumbaban en la hierba, todos se habían ren-
dido a sí mismos y a lo inefable de la vida en ellos. Y la tarde
transcurría en la dicha del pensamiento. Si la frase propuesta
para reflexionar era más ardua, yo veía cómo la preocupación
turbaba su meditación soñadora, se volvían de un lado, del otro,
se agitaban antes de poner la mano en el hombro del vecino:
"¿Qué ha querido decir exactamente, murmuraban, esto, o esto
otro?". Se dispersaban en pequeños grupos por el parque, discu-
tiendo en voz baja antes de volver junto a mí, con el rostro ten-
dido hacia la luz, seguros de ser iluminados por ella. En aquellos
momentos de plenitud concibieron el proyecto de partir a los
bosques, abandonando completamente el mundo para abando-
narse al fulgor de la verdad. En aquel momento, había dicho
Lucile: ¡Eres el centro de una constelación, todo el que está en
torno a ti se convierte en una estrella! Cuando evocaba aquel
recuerdo, me costaba trabajo contener las lágrimas.

¡Ay!¿Dónde están mis amigos? ¿Dónde sus encantadoras dis-


putas, sus idas y venidas por aquellos pasillos llenos de pronto
del ruido de la vida? ¿En dónde ondea, Wanda, el oleaje de tu
cabellera de oro, en qué suelo se pierde, Marthe, el rastro de tus
pasos de bailarina herida? ¿Dónde está el tiempo en que estába-
mos juntos, dónde nuestra alegría que, con su plumero mágico,
volatilizaba la fealdad de las cosas, transfiguraba aquella casa de
los muertos en un palacio de luz? Un río sin color por donde
fluyen días inútiles me separa de aquella tierra lejana y se la roba
a mis ojos. Nunca sabré, Lucile, la tumba donde reposa tu cuer-
po de nácar- en qué fosa común el soplo de tu alma inmortal
se mezcla con el de los más infortunados, de todos aquellos a
los que amabas y cuyo corazón desgarrado habían percibido tus
ojos que todo lo ven. Habíamos prometido, Vania, no separar-

212
Michel Henry

nos nunca. ¡Ay! ¿En qué te ocupas hoy, a qué camino desierto
te has arrojado en vano persiguiendo mi sombra? Como a Jo-
nathan , me han arrancado de mis hermanos. ¡Lo mismo que
los trozos de un cuerpo descuartizado, nuestros miembros están
desperdigados por los cuatro rincones de la tierra!

Aquí estoy solo. El sufrimiento es mi única compañía. Como


una mujer acaparadora, me quiere sólo para él. Ha puesto su
marca indeleble en todo lo que yo amo y en mi frente su velo
negro. Nada llega hasta mí, nada penetra en mi corazón, sin su
consentimiento. Transforma todo lo que toca. Por el sufrimien-
to, cada cosa se convierte en su contraria, lo bello se hace feo y el
perfume nauseabundo, la confianza es sospechosa, la solicitud
entraña algún designio oculto, cualquier proyecto rezuma tedio ,
todo esfuerzo se hace insoportable y todo deseo es sórdido. No
hay un solo recuerdo que no sea trocado en pesar, ni una sola
sonrisa que no se convierta en mueca . La felicidad es desgracia
y la desgracia una desgracia aún mayor. La luz es una herida y
la oscuridad un tormento. El sonido de los pasos en el corredor ,
las puertas que se abren, las siluetas que se acercan e incluso el
gesto que una mujer esboza en la sombra, todo me es ocasión de
tristeza. El sufrimiento sólo piensa en él y no tolera a nadie más.
Es como un mar que todo lo sumerge, como un viento furioso,
todo se encorva a su paso y se pone a gemir. Es como una llama
devoradora. Su sustancia incandescente se ha convertido en la
sustancia de mi alma, mi ser ya sólo es una quemadura.

Sobre el contorno de esta herida ardiente gotean como perlas


las lágrimas, las tibias lágrimas que enjugo en mi rostro . Se dice
que las lágrimas son dulces y yo sé por qué. Quien llora ya no
piensa en nada, ha olvidado el mundo y sus miserias. Ya sólo
existe su pena y reposa en ella como en el regazo de una herma-
na buena. Es un sufrimiento dichoso, una dulzura que lo posee
a uno cuando todo está perdido. Como las lágrimas que brotan
bajo mis párpados, siento la vida que pasa a mi través y que me

213
ELhijo del rey

eleva con suavidad. Es una fuerza obstinada que no me pide


opinión y no tiene en cuenta mi desánimo. Su movimiento en
mí no se interrumpe. Lo experimento con total asombro y me
abandono a su triunfal irrupción. ¡Oh padre mío! ¡Oh sangre
real que fluye dentro de mí y me devuelve a la certeza de mi
condición primera!

Me he levantado e, inclinado sobre el espejo del lavabo, me


examino con atención. Algunos mechones dispersos pegados a
una frente empapada de sudor, el surco rosa de las lágrimas en
las mejillas hundidas, ese aire ausente sobre todo, a mí también
me cuesta trabajo reconocerme . Y cómo se me iba a reconocer
con este disfraz. Vuelvo a pensar en sus preguntas: "Si hubie-
ra un rey y usted fuera su hijo, ¿lo abandonaría en semejante
lugar? ¡Piénselo, vamos!". Siempre hay que pensar con ellos y,
para una vez que obedezco, la evidencia me deslumbra. Veo el
resplandor de mi mirada en el espejo y me pongo a temblar de
risa. Y si usted fuera el hijo de un rey, me decían también, ¿por
qué los demás no se prosternan ante usted? Porque no lo saben,
había respondido yo. ¡Y con razón!, decían divertidos. Sólo allí
lo supieron y lo dijeron. Y por eso me han arrancado de ellos y
a ellos los han arrancado de mí, nos han arrojado a estas casas
de locos, para ahogar el ruido de nuestras voces y convertirnos
en objetos de irrisión. Que se burlen, pues, de mí y que gocen
con mi oprobio, pero no me impedirán experimentar lo que
experimento ni ser lo que soy.

Es tan grande el contraste entre el pobre diablo que titubea


por los corredores, amedrentado, vestido con un pijama grotes-
co mal abotonado, y la profusión que asciende desde dentro de
mí y que me inunda, que se me ocurre una idea. En el fondo,
nada pasa por casualidad. No sin razón han vestido a un prín-
cipe con el hábito de un pobre. ¿No querrían sólo disimularlo
ante la mirada de los asesinos y salvarle la vida? ¿No se trata-
ría de un ardid provisional? ¿No será que algún burlón, con

214
MichelHenry

intención de despistar, ha decidido confundir a los malvados


dándole a cada cosa la apariencia de su contraria, a lo más ele-
vado la apariencia de lo más bajo? Me invade una certidumbre
deliciosa: ¡Estoy aquí de incógnito! Y que no me vengan más
a hablar de paranoia. Sé muy bien que no soy grande por mí
mismo, sino por mi padre. Sólo un rey ha podido engendrar un
ser tan extraordinario como yo. ¡Oh dicha de haber vuelto a la
dignidad de mi origen! ¡Oh alegría irrevocable! Iré con la cabeza
alta. Ya no temeré las miradas, no me engañarán más con todos
esos discursos que pretenden demostrarme que no soy nada o,
al menos, no gran cosa. Porque el sufrimiento me ha abierto
los ojos. Y así como me ha enseñado a percibir el horror oculto
bajo la belleza, la perfidia de los consejos desinteresados, la va-
nidad de los diagnósticos que se hacen dándose importancia, la
incoherencia de sus demostraciones tramposas, me ha mostrado
también de qué eran capaces todos esos parias, esos desahucia-
dos, y que en ellos hay más espíritu del que parece. Porque me
han reconocido cuando los otros se reían de mí, y hace falta
mucho espíritu para reconocer a un rey cubierto de andrajos.

Algunos me decían: No sería usted tan desgraciado si saliera


de su error y no se obstinara en su delirio. A fuerza de des-
conocer la realidad se estrella uno contra ella. Y yo les decía:
Precisamente porque estoy en la verdad soy tan desgraciado,
pero también porque soy tan desgraciado estoy en la verdad.
Acuérdense de Lucile, de sus manos temblorosas, de su mira-
da de dolor. Ella veía lo lejano y, permítanme que se lo diga,
ustedes tienen una vista singularmente corta al lado de la suya.
Desconfío de la clase de saber que se nos vende aquí. Desconfío
de él, no sólo porque nunca ha tenido el menor efecto sobre
nadie ni ha curado a nadie, sino por un detalle que me choca,
me refiero a ese aspecto de satisfacción que confiere a los que lo
ostentan. ¡Si fuera un saber verdadero, si no se tratara sólo de
probetas, balanzas y básculas, sino de transformar a alguien de
pies a cabeza, los que lo poseen también serían transformados!

215
El hijo del rey

Cuando los oigo perorar y aclararse la garganta carraspeando,


llego a preguntarme si su angustia no es más terrible que la de
los incapacitados de los que nos apiadamos, y si no habría sido
mejor para ellos que ocuparan el sitio de aquéllos en el lecho
del dolor. ¡Bendito sea el sufrimiento! ¡Bendita su mordedura,
bendito el torno en el que nos aplasta y nos aprisiona tan fuerte
que nuestra boca se resquebraja y que nuestra lengua cuelga,
que bajo nuestros párpados desgarrados los ojos se salen de las
órbitas! Al principio, cuando me encerraron en estos lugares
deshonrosos, cuando al recorrer sus pasillos sin luz, yo veía to-
dos esos cuerpos agitados por el mal, esos rostros crispados, esas
miradas perdidas y ese sufrimiento extendido por todas partes,
me decía: ¡Qué cosa más atroz, qué desgracia estar condenado a
la sinrazón y a no servir para nada! Y ahora, ahora que gracias a
él he encontrado a Wanda y a Lucile, a Marcelline y a Solange,
ahora que conozco la historia de Jonathan y la de Vania y que
sus manos están selladas a las mías para siempre, me digo: ¡Sí,
qué desgracia el sufrimiento, pero qué desgracia aún mayor no
haberlo conocido! Corro hasta el espejo e intento sorprender
en el resplandor que luce en el fondo de la mirada de los locos
el secreto que el sufrimiento me ha enseñado. Pero, ¡silencio,
alguien viene! Oigo pasos al otro lado de la puerta. Me tumbo
precipitadamente, me tapo con la manta hasta la barbilla y finjo
dormir.

Una noche, mis ojos se abrieron sobre un mar que nunca ha-
bían visto. Desplegaba lentamente unas olas grises cuyas crestas
estaban señaladas con una pincelada dorada. A los lejos, sobre
el horizonte más claro, se recortaba la forma graciosa de una
barca cuya vela blanca hinchada por el viento la impulsaba ha-
cia mí. Sobre su puente, acodada a la borda, una mujer joven

216
Michel Henry

me miraba. Parecía muy enferma, infinitamente triste. De sus


dedos caían rosas cortadas a ras de tallo, floraban en la superfi-
cie de un agua que las elevaba suavemente sin engullirlas. Noté
que quería hablarme y quizás me hablaba de hecho. Me pareció
percibir un débil murmullo. ¿O era quizás el de las olas, o el del
viento? No distinguía ninguna palabra. Intenté levantarme y
dirigirme a ella, pero una fuerza más poderosa que mi voluntad
me empujaba hacia atrás y me mantenía clavado en el lecho. La
aparición se tiñó de una tristeza aún mayor, ella me hizo una
señal con la mano y la barca se alejó lentamente. Llamé y mi
propio grito me despertó.

- No soy yo, debe ser un vecino, le dije a la enfermera que


acudió inmediatamente, pero yo estaba sudando y ella seguía
dudando a pesar de mis negaciones.

La noche siguiente, oí un ruido al otro lado de la ventana.


Alguien me hablaba, lo hacía a media voz para no llamar la
atención. Yo no comprendía siempre lo que me decía y, sin em-
bargo, charlamos mucho tiempo, en perfecto acuerdo. ¿Por qué
no viene usted?, escuché susurrar. Esca vez conseguí sacarme
del sueño. Apartando la cortina, abrí la persiana. Fuera había
mucha luz. No había nadie. Se ha desvanecido porque me he
despertado, pensaba yo, porque he querido verla.

Volvió todas las noches. La nave se detenía a media distancia


como si temiera los arrecifes de una orilla invisible - demasia-
do lejos para que yo pudiera distinguir los rasgos de la joven u
oír lo que me decía. Una vez, sin embargo, la barca hizo un in-
tento de penetrar en mi habitación. Inclinaron el mástil bajo la
puerta; al virar la popa el casco golpeó el marco al pasar antes de
chocar con el radiador. Se oyó un golpe sordo, el metal empezó
a vibrar, temí por un momento que se despertara todo el hos-
pital o que, dañada por el golpe, la barca hiciera agua y acabara
zozobrando. Pero continuó avanzando intermitentemente, ma-

217
El hijo del rey

niobró de nuevo y quedó inmóvil a los pies de mi cama. Yo veía


con claridad cerca de la verga un pequeño desgarro en la lona de
la vela que, cosa curiosa, seguía hinchada por la brisa ahora que
estábamos al abrigo del puerto. El puente estaba desierto, pero
yo sabía que había alguien en el interior de la nave, alguien que
venía de muy lejos para encontrarse conmigo. Sin duda, ella se
retrasaba retocándose, rectificando un mechón que el aire de
mar abierto había movido, difuminando en la parte alta de sus
mejillas el cerco demasiado sombrío de sus ojos. Finalmente,
subió a la pasarela.

- ¿Me reconoces?, dijo con voz sorda, dime, ¿me reconoces?

Estaba más pálida que de costumbre, sus ojos destelleaban,


sus labios permanecían cerrados en torno a una sonrisa indefi-
nible. Y, no obstante, me hablaba. Las palabras se formaban en
su garganta y, sin oírlas, yo las comprendía.

- Te reconocí, decía ella, yo sí te reconocí desde que te vi.


Me fie de ti y te seguí. Acmé de forma que los demás te reco-
nocieran a su vez y que también ellos te siguieran. Desde que
te vi, me sedujiste y lo que me sedujo fue también lo que me
perdió. Mirabas siempre más allá de lo que se ve, escuchabas
una voz imperceptible para los demás. Manifestabas una indi-
ferencia altiva hacia todo lo que nos rodeaba y un alejamien-
to tal de las cosas vulgares del hospital que a nosotros ya no
nos afectaban. No condenabas nada ni a nadie en tanto que se
hundía el objeto de nuestras miserables preocupaciones, había
nacido un mundo nuevo y maravilloso. Todo lo que tocabas se
transformaba, todos los que se te acercaban quedaban curados.
Nos decías, a Marcelline y a mí: No sois menos que las otras
mujeres, sino que sois más, no aceptáis ser comprendidas más
que como ese puro movimiento interior que sois, sentís horror
ante la sangre y ante los médicos. Y Marcelline, escapando a su
vergüenza, se había levantado. Decías asimismo: Las mujeres no

218
Michel Henry

son menos que los hombres, no lloran porque sean débiles, sino
porque perciben más. Y todos los dolores cuya marca inscribía
el mundo inexorablemente en cada punto de mi cuerpo habían
desaparecido como por encanto. Tu presencia era tan benefac-
tora que hasta los más necios lo notaban y venían a ti. Lo que
se descubría al mirarte no era el ser más adorable que hubiera
existido jamás, era la potencia misteriosa que te hacía ser lo que
tú eras. Eras como una obra de arte, José, la apariencia de lo que
se da a través de sus formas perfectas, eras la imagen de lo que
creíamos y la certeza de nuestro ser.

¡Oh José! Desde que te vi, te amé como no te ha amado nin-


gún otro ser. Te amé más que a mí misma. Aquí abajo nadie es
digno de ser amado. Porque eso es exactamente lo que quieren:
¡Ser amados! Sólo piensan en ellos, ni un solo instante han ce-
sado de ser ese niño de pecho que grita: ¡Yo quiero, yo quiero!
Quiero comer y beber, pero sobre todo quiero que se ocupen
de mí, quiero que me amen, a mí y a nadie más. ¡Amadme!
¡Amadme! ¡Sólo tú, José, tú que no pensabas nunca en ti, sino
solamente en la verdad que guardabas en ti y que querías dar-
nos, sólo tú eres digno de ser amado! Y yo, yo que percibía todo
eso y que lo sabía, te amé como tú nos habías enseñado a hacer-
lo. Cada día me sentía un poco más aprisionada en mí misma,
sólo estaba al aire libre en ti, cuando imaginaba lo que ocupaba
tu espíritu, cuando sufría tus penas y compartía tus alegrías.
Lo mismo que Vania, temblaba al imaginar perderte. Era tan
grande mi angustia que, para calmarla, a veces me decía: Puede
que tú desaparezcas antes que él. ¡Sí, ése era mi único consuelo,
la idea de que yo podría morir antes que tú y no perderte nunca!

Yo te amaba, José, hubiera querido darte todo. Si hubiera


tenido todos los tesoros del mundo, las efigies de marfil que
se colocan en los altares de los templos, las piedras más bellas,
los tejidos de seda, los tapices de los nómadas que día tras día
tejieron los esclavos con sus dedos doloridos, o si solamente

219
El hijodel rey

hubiera tenido leche fresca de oveja y pan perfumado, como la


leche y el pan que nos daba el pastor, te los habría dado. Pero
no tenía nada, más que mi cuerpo, y no lo quisiste. Un día, no
pudiendo más con tu indiferencia, para obligarte a verme al
menos una vez y a saber que yo estaba allí, tendí las manos hacia
ti, quise tomar tu rostro y volverlo hacia mí. Tú me rechazaste
con dureza, José, a mí, a tu hermana, a mí, a una princesa del
mismo rango que tú, me dijiste: ¡No me toques! Me trataste
como a una mujer inoportuna - ¿qué digo yo?, como a una
criatura impúdica, habitada por una voluntad malvada, y como
si yo fuera culpable. ¿Culpable de qué? ¿De amarte, de desearte?
¿De quién es la culpa? Nunca había amado a nadie, jamás ha-
bía atravesado mi carne la quemadura del deseo. Los hombres
son feos, y yo los odiaba. Pero tú eras hermoso, José, eras más
hermoso que Jonathan y más hermoso que las estatuas. Y yo te
deseé. Encendiste en mi corazón el fuego que quema para siem-
pre. Hiciste correr por mis venas la sangre del amor. Todo mi
ser tendía hacia ti. Mi alma era como una plaza vacía, como un
palacio desierto que espera la llegada del dueño, y tú no viniste.
Pero ¿qué hacer de mi deseo, José, si tú no lo querías? ¿Y cómo
suprimirlo de mi corazón sin destruirme? Eras todo para mí -
¡oh tú, novio imposible! Todos los ríos de la tierra no hubieran
apaciguado mi sed, todos los vientos del desierto no habrían
borrado tu imagen. Eras más semejante a mí que yo misma.
Ya no podía vivir si tu aliento no se mezclaba con el mío y tus
dedos con mis dedos. Nos hablabas de un amor más exigente.
Pero ¿qué más se puede exigir que ser de aquel al que se ama? ¿Y
cómo tomarlo y tocarlo sino con nuestras manos, cómo estre-
charlo y mezclarnos con él sino con nuestro cuerpo? Decías que
hay que amar a todos, incluidos Germain y J oseph, Sandra y el
médico residente de los zapatos amarillos, y llevarlos al mismo
tiempo que a los débiles a la sala del banquete. Pero ¿se puede
amar a todo el mundo? Tú te dirigías a ellos directamente, para
hacerlos nacer de la nada, querías crear hombres sin recurrir a
la mujer, moldear los espíritus, abrirlos a la luz, pero la luz está

220
MichelHenry

solamente en los ojos de las mujeres, José, esa luz sólo estaba en
mis ojos. ¿No lo sabías? ¡Pero tú mirabas hacia otro lado!

Tú lo eras todo para mí, y yo no lo era todo para ti. Yo te


lo di todo, y tú no me diste todo, no me diste nada, una son-
risa indulgente a veces, una palabra benévola, siendo así que
yo acababa de experimentar lo que tú decías y me esforzaba
en metérselo en el cerebro obtuso a mis vecinos. ¡Te hubiera
matado! Pensé hacerlo: ¡Así, me decía yo, podré tener al menos
una vez su cabeza querida entre las palmas de mis manos, por
una vez apretaré mis labios contra los suyos! Pero te amaba más
que a mí, José, no habría podido soportar la vista de tus labios
exangües, de tu mirada apagada, de tu cuerpo inerte. Preferí
matarme a mí misma. ¡Oh, no me lo reproches! No actué por
venganza ni por hacerte daño, suscitar tus remordimientos o la
pena de mi pobre existencia desolada. Sufría demasiado, eso es
todo. Si hubieras ido adonde te llamaba el mayor sufrimiento,
habrías venido a mí y me habrías amado. Yo te necesitaba más
que los demás porque te amaba más que ellos. Tú no lo supiste
y no te lo reprocho, a mí tampoco. Tan inmenso era mi deseo y
el sitio que excavaba para ti en mi corazón que, desde entonces,
ya no puedo bastarme a mí misma y ya no dispongo, sin ti, del
poder de vivir. Mira, incluso muerta, no me resigno a estar lejos
de ti. Admira, oh hermano mío, ese vínculo que no ha podido
romper mi partida. Desde que llega la noche, me deslizo en tu
lecho y, aprovechando que duermes, sabiendo que, por esta vez,
no me rechazarás, vengo a decirte al oído lo que no me habría
atrevido a confesar a la luz intensa de tu mirada. Perdóname si
me niego a someterme a mi suerte. Separada de ti, mi existencia
desamparada reposa demasiado pesadamente sobre ella misma.
Sabe que, entre todos lo que te amaban, ninguno tenía por ti
este desdichado afecto que me hace no encontrar mi ser más
que en ti. Déjame pensar que mi presencia, mezclada con la de
las sombras, ya no te importuna. Acuérdate de aquellas verda-
des misteriosas de las que nos hablabas al atardecer. Nos decías:

221
El hijo del rey

Pasará la tarde, llegará la noche, pero nunca estaréis solos. La


noche llegó y aquí estoy, en el lugar de tu promesa, allí donde el
cuerpo incorruptible de los amantes ...

- ¡Marietta!

Cuando uno sueña, no sabe que sueña, pero cuando se despierta,


o lo despiertan, lo sabe, ve colores de verdad, los sonidos que oye
son sonidos verdaderos. Y la llamada que aún resonaba en mi ca-
beza se repitió, inconfundible, mientras que, incorporado, apo-
yado en el borde metálico de la cama, yo sentía frío en la nuca.

- ¡Marietta!

La voz venía del pasillo. Jumo a la ventana, ocupada levan-


tando el estor, una silueta se volvió lentamente.

-¿Sí?

Entorné los ojos. Con todas las drogas que durante este sueño
interminable he debido ingurgitar sin poder defenderme, mi
vista está peor que nunca. Veo las cosas a través de un velo, su
contorno se difumina y por mucho que me digo que el mundo,
reducido a algunas impresiones, es un poco menos feo, siento
irritación cuando no puedo reconocer a quien entra en mi ha-
bitación y pretende ocuparse de mí. Y cuando confundo a la
enfermera de la mañana con la de la noche, a una auxiliar con
otra, ellas no parecen alegrarse en absoluto.

Aguanto la respiración. La silueta se dirige hacia la puerta y la


cierra con cuidado. No he podido darme cuenta de si, al pasar

222
Michel Henry

a mi lado, volvía la cabeza hacia mí. Me parece que lo ha hecho


con mucha rapidez. ¿O me engañaba mi loco deseo de verle el
rostro? ¿Sería posible que fuera ella? Germain me habría menti-
do. El odio que alimentaba contra mí le habría inspirado la fal-
sedad con la que sabía que me mataría. Pero ¿cómo se ha atrevi-
do? A menos que el golpe venga de más arriba: esta monstruosa
estratagema procede de un espíritu más sutil, ha sido concebida
para deshacerse de mí, como hicieron con Jonathan. ¿Acaso no
era yo tan molesto como él? Tal vez más: yo había desacreditado
su empresa, los enfermos acudían a mí, el viejo sistema ya no
tenía razón de ser, y tampoco los que se aprovechaban de él.

Me doy la vuelta en mi cama, presa de la agitación. ¿Las lá-


grimas de J oannes, las lágrimas que sentí correr por mi rostro,
no eran reales? ¡Pues claro! También ha creído la horrible no-
ticia, la han diseminado por todo el hospital, comprendido el
personal. Como no se han atrevido a separarme de mis amigos
ni a afrontar su cólera, han ideado este medio de eliminarme,
sumergiéndome en la noche. ¡Mi corazón late hasta romperse,
mi pecho va a estallar, me ahogo! Un vapor ardiente circula por
todo mi cuerpo sobresaltado. Tengo que averiguarlo. Tengo
que levantarme. Me giro hasta el borde del colchón, pongo los
pies en el suelo, espantado de oír el jadeo de mi propia respira-
ción. Las paredes se inclinan peligrosamente a mi alrededor. Me
aferro al larguero de la cama. ¡A fuerza de estar tumbado no soy
capaz de mantenerme en pie, me han reducido al estado de lar-
va! Calmémonos, procedamos lentamente. Consigo tumbarme
de nuevo. Una repentina resolución ilumina la habitación y me
comunica su fuerza. Lo que importa, en primer lugar, es reco-
brar el uso y el dominio de mi cuerpo. Voy a prepararme, me
ejercitaré todo el tiempo que haga falta, cada día me impondré
un esfuerzo mayor. ..

Ha vuelto a final de la mañana. Ha entrado sin llamar, como


hacen los sanitarios, se mueve en silencio, a la derecha, a la iz-

223
El hijo del rey

quierda, se para finalmente a mi lado. Lleva en la mano el inevi-


table platillo de comprimidos rosas, sin olvidar el vaso de agua.

Intento distinguir los rasgos de su rostro. A un metro son


todavía confusos y soy incapaz de saber si es ella.

- ¿Es usted, Marietta?

Mi pregunta le sorprende. ¿O es mi mirada insistente la que


la incomoda? Se impacienta:

- Bien, tómese las medicinas.

-No.

-¿Cómo?

Le explico quedamente que, a partir de ahora, necesito otro


tratamiento. Lo que me hace falta es ejercicio, aire libre, paseos
por el parque, en resumen, una actividad normal. Si permanez-
co todo el día hecho polvo sin hacer nada, ¿cómo quiere que
duerma si no es con esas pastillas que son veneno?

Ella parece cada vez más perpleja.

- Hay que decírselo a los médicos.

- ¡Eslo último que hay que hacer! Eso significará más exáme-
nes, palabrería, precisamente todo lo que me horripila y me impide
dormir. Lo que pido es mucho más simple, mucho más natural ...

Si es Lucile, ¿a qué espera para cogerme la mano, para arro-


jarse a mis brazos? No se mueve, visiblemente desconcertada.
Percibo su duda mejor que la claridad mortecina de la habita-
ción. Y luego, bruscamente, se va como vino, sin una palabra.

224
Michel Henry

La jornada transcurre en una espera insoportable. La incerti-


dumbre me destroza. Las hipótesis dan vueltas en mi cabeza dis-
locada. ¿Por qué no ha dicho nada? ¿Por qué no se hace recono-
cer? ¿Tiene miedo a que nos sorprendan? ¿O acaso teme que yo
experimente una emoción demasiado fuerte y quiere acostum-
brarme poco a poco a esa idea inaudita de que no está muerta,
sino que está ahí, viva, a mi lado - como si la irrupción de esa
presencia demasiado fuerte para mi cerebro enfermo pudiera
volver a sumergirlo en la noche con más seguridad que la atroz
noticia de su suicidio? Acecho los ruidos de pasos en el corre-
dor. Todas las veces me parece que se va a abrir la puerta, que
mis ojos van a ser incapaces de ver. Pero se alejan los pasos y no
entra nadie. Toda la tarde estoy dividido entre la esperanza más
loca y el abatimiento. Porque también podría ocurrir que no
fuera ella y que yo me hubiera engañado por una simple coin-
cidencia. Marietta es un nombre más bien raro en esta zona,
pero hay mucha inmigración desde hace una cincuentena de
años y ciertamente hay ahora más Mariettas. Lucile era morena,
más que morena, de pelo casi negro. Ésta me ha parecido rubia.
Pero lo mismo que ha vuelto a adoptar su nombre clandestino,
puede muy bien, desde el momento en que se oculta, haberse
teñido. Es hasta verosímil si se tiene en cuenta que ha querido
encontrarse conmigo borrando las pistas y evitando, por encima
de todo, que la reconozcan.

De nuevo unos pasos. Esta vez vienen, estoy seguro. La hoja


de la puerta gira lentamente sobre sí misma. El que entra no se
parece a los demás, se desliza sobre el suelo, todo su ser exhala
una especie de ligereza y de dulzura.

- Vamos a andar un poco.

Me ayuda a levantarme, a echar las piernas fuera del lecho.

- Apóyese en mí.

225
El hijo del rey

Al pie de la cama, con las manos agarradas al metal, ejecuto


escrupulosamente las flexiones que me indica, "para reconsti-
tuir su musculatura". Y después, recorremos el pasillo. Peldaño
tras peldaño bajamos la escalera del final. U na puerta acristala-
da se abre sobre los árboles.

- Ya hace fresco. Seguiremos mañana. Vendré a buscarlo un


poco más temprano.

Desde que me quedo solo me abandono a mi exultación.


Todo mi cuerpo tiembla. Ella es la que ha concertado esta cita
con el fisioterapeuta evitando pasar por los médicos - ¡no pue-
de ser otra, es Lucile!

Los días siguientes se redobla mi excitación. En el transcur-


so de una de nuestras primeras sesiones, mi fi.sio me dice que
trabaja en el establecimiento sólo a media jornada, que sólo se
ocupará de mí al comienzo de la semana. Muy bien. Pero ¿qué
pasa entonces? Que, en su lugar, veo venir a Marietta para ayu-
darme y guiar mis pasos titubeantes por las alamedas del par-
que. Y después, Marietta reemplazó del todo al fisio, pasaba sus
tardes junto a mí, acompañándome ciertamente en mis paseos y
sosteniéndome, pero ocupada en otras muchas cosas también y,
en primer lugar, en todo lo que apresurara mi curación. Y acabé
por comprender, al hilo de nuestras conversaciones cada vez
más animadas y frecuentes, que hacía todas aquellas cosas fuera
de sus horas de trabajo y por una especie de devoción gratuita.
Se apoderó de mí una nueva emoción: ¿Quién podía imponerse
esa tarea suplementaria y probablemente muy pesada - si se
tiene en cuenta que vivía lejos del hospital -, quién podía po-
nerse como meta principal, y pronto única, devolverme el gusto
por la vida, sino aquella que había franqueado mil peligros con
el único designio de reencontrarme? Cuando este pensamiento
bienaventurado pasaba por mi mente, yo apretaba el codo de
la joven, ella apretaba dulcemente el mío a su vez y ese signo

226
MichelHenry

me pareció durante mucho tiempo una prueba irrefutable de la


identidad de Lucile.

Otros indicios mantenían mi esperanza. Marietta me traía


prov1s1ones.

- Hace falta que recupere usted fuerzas, decía con mucha


rapidez, como si esas atenciones que se multiplicaban fueran
naturales o formaran parte de su trabajo.

Ahora bien, no se trataba, como ocurría con las auxiliares, de


género sustraído de la cocina o de otros enfermos. Los regalos de
Marietta - a los alimentos ahora se añadía ropa blanca, otro ves-
tuario y yo pensaba a mi pesar en la túnica blanca del banquete -
procedían de las tiendas de la ciudad, se las arreglaba para ponerlos
en mis cajones sin que yo lo supiera y, todavía más, sin que lo su-
piera el personal que comenzaba a cotillear, sobre todo desde que
la veían quedarse junto a mí durante el permiso del fin de semana.

Aquellos días, la actividad hospitalaria se había reducido al


mínimo, parecía que los enfermos hubieran olvidado su en-
fermedad o que, conscientes de la inutilidad de sus llamadas,
hubieran renunciado durante algunas horas a proferirlas y a
quejarse. En los pasillos desiertos se escuchaba de pronto un
ruido muy particular de pasos que tenían poco interés en ha-
cerse notar, que se apresuraban rozando apenas el suelo y que
el silencio hacía más insólitos. Recuerdo un domingo: apenas
Marietta había cerrado la puerta, se había quitado el abrigo,
soltado sus paquetes, apenas había notado yo en mi mejilla el
soplo de su respiración rápida, un enfermero, a quien la idea de
ocuparse de mí no se le había ocurrido en toda la mañana, creyó
oportuno hacerlo en aquel momento. - Sería usted más útil
si viniera cuando yo no estoy aquí, le replicó Marietta con una
altivez que ya no la abandonaría durante el tiempo que tuvo que
enfrentarse con los demás por mi causa.

227
El hijo del rey

Fuimos al parque. Bocanadas de viento tibio acariciaban el


césped, adivinábamos que se acercaban por el ruido que produ-
cían en las hierbas, por el balanceo de una rama, antes de que
nos alcanzaran sus corrientes invisibles. La joven me acercaba
flores, que yo debía reconocer por su aroma, con los ojos ce-
rrados, yemas apenas abiertas, peludas y dulces, como patas de
gato. Hablamos más que de costumbre. Todo era más lumino-
so, más preciso, más fácil. Yo tenía la impresión de estar des-
pierto de verdad, empujado como la naturaleza por una fuerza
nueva. Como había caminado durante largo rato sin pensar en
sentarme ni en apoyarme en su brazo, Marietta me lo indicó
y, por primera vez, me habló del porvenir. Iba a curarme, aho-
ra estaba claro, hasta los médicos más pesimistas convenían en
ello. Y además, era muy inteligente, eso era evidente desde que
yo consentía en participar en una conversación. La primavera
me esperaba no sólo en aquel parque, sino en todo lugar. .. don-
de bien me pareciera.

- ¿Quiere usted decir que voy a salir?

- Ha de tener aún un poco de paciencia. El tiempo de reco-


brar algo más de fuerzas.

- Pero ¿adónde iba a ir yo? ¡No tengo casa ni amigos, ni una


almohada donde reposar mi cabeza!

- ¡Cállese!, dijo ella llevándose un dedo a los labios. Y su


rostro se iluminó con una mueca tan ligera, tan confiada, que
tuve la sensación de haber mencionado algo en lo que ella so-
ñaba desde hacía tiempo y para lo que ya existía, en algún lugar
secreto, una solución tan sutil como indiscutible.

Y, sin embargo, en medio de aquella felicidad que surgía de la


visión de un árbol, de una sonrisa de Marietta o de una expre-
sión semejante a esa sonrisa, de su silueta blanca aparecida en el

228
Michel Henry

extremo de la alameda , aun en aquellos momentos que el tiem-


po detenido del domingo parecía arrancar al paso de los días,
una confusa incomodidad me impedía gustar de ellos, el movi-
miento que yo iniciaba de ir a su encuentro, de tomar su mano,
se interrumpía por sí mismo, yo experimentaba una especie de
repugnancia a reconocerla, como si no fuera ella en verdad la
que yo esperaba, o como si ella hubiera tomado otra apariencia.

Ella adivinaba mi desasosiego:

- ¿Qué le ocurre?

Yo decía: Nada. Yo pensaba: La voz de Lucile era bastante


más baja, tenía algo de precipitación, no era esta agua calma que
fluye lentamente en una llanura fértil, era el clamor de la orilla
y su inquietud infinita.

Con todos aquellos paseos, con la llegada de la primavera,


la vuelta del sueño, el final de los tratamientos químicos, mi
vista mejoraba. Era capaz de distinguir, a través del follaje, el
recorrido incisivo de los tallos cambiando constantemente de
dirección, como si la fuerza que los hacía crecer, insatisfecha
de sí misma, experimentara la necesidad, en cada fase de su ra-
mificación, de intentar algo nuevo. Aprendía a reconocer, con
la ayuda de Marietta, las diversas especies cuyas emocionantes
peculiaridades me hacía descubrir ella. Pero mis experiencias
visuales se interesaban sobre todo por la cara de la joven, me
acercaba a ella insidiosamente entornando los ojos. Surgien-
do de la neblina, sus rasgos se me hacían precisos poco a poco
como, a través de una lupa , los de los personajes de algún fresco
pintado en algún rincón sucio por el humo de un monasterio
bizantino. Y en tanto el espectáculo surgía de las sombras, una
lágrima venía de nuevo a velar mi mirada. Al final de la tarde la
duda ya no era posible. Me las arreglaba para colocar a Marietta
en el trayecto de los últimos rayos cuando, al hacerse horizon-

229
El hijo del rey

tales, dando de lleno en cualquier objeto vertical, iluminaban


sus menores detalles. Yo notaba entonces, entre dos ojos verdes
ligeramente oblicuos, el pequeño pliegue que mi desconcertan-
te actitud recortaba en una frente lisa, distinguía la expresión
de una boca bonita a la que un poco de amargura no hacía
renunciar a su altivez. Aunque se pueda teñir los cabellos, pen-
saba yo, es imposible que cambie la coloración de sus ojos: los
de Lucile no tenían esa transparencia de clorofila, eran negros,
eran sombríos como la tumba donde ella reposa, lejos de mí,
desconocida de los hombres.

Aquella tarde me alejé bruscamente de Marietta.

Para olvidar mi pena y recobrar la confianza mientras esperaba el


sueño, que de nuevo tardaba en llegar, a veces me decía: Después
de todo, poco importa que no sea ella. Todas las mujeres son igua-
les, todas tienen en el fondo de su ser la misma abnegación poten-
cial que es posible utilizar a poco que se sepa acogerlas y hablarles
con las palabras adecuadas. Marietta no tendrá, sin duda, el brillo
de Lucile, no lleva en sí esa carga de electricidad capaz de hacer
levantarse a su paso los párpados de los enfermos de sueño. Aun
no teniendo nada de extraordinario, no deja de tener cualidades. Y
además, y es un hecho decisivo, se encuentra al otro lado de la ba-
rricada, entre el personal sanitario. Le será muy fácil, una vez que
yo la haya persuadido, suprimir progresivamente las drogas y, en
lugar de llevar a los enfermos a las consultas de los médicos, con-
ducirlos con dulzura hacia mí. En este hospital debe haber un lu-
gar tranquilo donde yo pueda reunirlos y retomar mis enseñanzas.

Apenas había tenido ocasión de hablar a Marietta de mi con-


dición real. La tomaba de tal forma por Lucile que no tenía

230
MichelHenry

ninguna razón para recordarle lo que se suponía que ella sabía


tan bien como yo. Cuando me di cuenca de mi error, tuve otro
motivo para guardar silencio. Marietta era una chica valiente,
pero vivimos en un mundo en el que una afirmación de ese tipo
suscita inevitablemente las risas, porque en el mejor de los casos
pasa por una broma. Si, por el contrario, el que la formula pare-
ce serio, entonces sólo puede ser un loco y eso es precisamente
lo que yo era aquí , también a sus ojos, por consiguiente. Me
era, pues, extremadamente difícil abordar ese tema con ella y,
sin embargo, no podía evitar hacerlo si quería beneficiarme de
su ayuda o simplemente continuar frecuentándola. Yo tomaba
muchas precauciones, daba rodeos, haciendo simples alusiones
a mi origen, a la duplicidad, inevitable en las actuales circuns-
tancias, de mi persona y de mi acción, al carácter secreto de mi
misión entre los hombres. Desde el momento en que abordaba
ese tema, desgraciadamente, veía cómo la joven se contraía, el
pequeño pliegue entre los ojos cambiaba de forma cuando se
veía en ellos un relámpago hostil y, tras un silencio que bastaba
para romper la intimidad de nuestra conversación, ella comen-
zaba a hablarme de otra cosa con voz alterada .

Un domingo caminábamos apaciblemente. Ella evocaba de


nuevo un porvenir ahora muy cercano, una habitación clara, si-
lenciosa, a la altura de un parterre de árboles, donde yo estaría a
mis anchas y podría leer, meditar y, si el corazón me lo dictaba,
poner por escrito en papel vitela, un papel que ya no se encon-
traba en el mercado y que ella había tenido la oportunidad de
procurarse por medio de una amiga que volvía del extranjero,
algunos de mis grandes pensamientos. Tornando torpemente esa
atención amable por una alusión al objeto de mis preocupacio-
nes, confundiendo tal vez por un instante a mi compañera de
aquel día con la que con tanta justicia se llamaba hermana mía,
sacando valor de la idea de no estar solo para el cumplimiento de
mi tarea, me puse de nuevo a hablar sobre dicha tarea, abundan-
temente y con todo detalle, indicando la necesidad de formar,

231
El hijo del rey

antes de difundir mi doctrina y para encargarlo de ella, un peque-


ño grupo de discípulos firmes y convencidos, preguntando a Ma-
rietta si, entre todos aquellos enfermos, no veía ella a algunos un
poco menos incapacitados y que fueran aptos para aquel papel,
contando con ella para elegirlos y prepararlos para escucharme.

Me soltó la mano - y así me di cuenta de que me la había


cogido - y se apartó de mí con una especie de horror:

- ¿Cómo?, exclamó, ¿persiste usted en sus tonterías? ¿Des-


pués de todo el daño que se ha causado? ¡Tiene usted que per-
manecer aquí toda su vida!

Sin darse cuenta, había desanudado el chal que llevaba al cue-


llo y lo estaba triturando entre los dedos. Ella, tan tranquila de
costumbre, me hacía frente al modo de una furia, estaba sofoca-
da de rabia, ya no encontraba palabras y, por primera vez desde
que yo sabía que no era ella, me hizo pensar en Lucile.

- Toda una educación fracasada, murmuró para sí misma,


como si de hecho estuviera sola, como si yo ya no existiera.

Calibré de pronto mi extravío. El que medita se aleja sin du-


darlo de las marionetas que se agitan en la escena del mundo.
Habituado a descender a mi interior para reencontrar en el fon-
do de mi ser la corriente indudable de la vida, yo imaginaba
que, al estar los demás hechos a mi imagen y extraviados so-
lamente por un universo de necedad, bastaría reconducirlos a
aquel lugar original y dárselo a sentir para que, emocionados
por dicha revelación y embriagados por ella, se precipitaran tras
de mí en el cortejo sin fin de la exultación. ¡Qué desgracia! Es-
tán en sus pequeños quehaceres y su espíritu acaba haciéndose
parecido a aquello que les preocupa. No son capaces de percibir
lo que yo veo, no llega a sus oídos lo que yo oigo, no tienen ni
la menor idea de lo que yo siento, de lo que yo soy.

232
Michel Henry

Marietta seguía perorando. Sus trenzas desordenadas sobre


la cabeza se entremezclaban como serpientes, sus ojos promi-
nentes eran agresivos y vacíos como los de las rapaces, su boca
se deformaba, escupía en forma de sílabas cuchillos afilados. Yo
había soñado la noche anterior con un tren que penetraba en
un túnel. Pero las ruedas de los vagones se pegaban a los raíles,
los raíles al terraplén, el terraplén tiraba del paisaje, toda la tierra
fue arrastrada y se puso a deslizarse a toda velocidad hacia el os-
curo orificio - las casas derrumbándose, los árboles cortados y
despojados de sus hojas, los caminos, los cercados, los puentes.
Sólo quedé yo, erguido, con los pies clavados en un suelo tan
desnudo como el del desierto. De esa forma, Marietta fue trans-
portada de golpe al extremo de la alameda y después llevada fue-
ra de mi vista, mientras que la vegetación que me rodeaba, el sol
y hasta el aire que yo respiraba se iban a toda velocidad hacia el
horizonte, atrapados por aquel torbellino invisible, dejándome
solo y sin respiración en un astro muerto.

Silenciosa, paciente, más atenta todavía que de costumbre,


con la voz más dulce, Marietta multiplicó sus deferencias con-
migo durante los días que siguieron y, exceptuando nuestras
miradas que a veces se evitaban, y los temas de conversación, de
los que habíamos desterrado todo lo que pudiera aun tangen-
cialmente recordar el objeto de nuestra discordia, fue como si
no hubiera pasado nada. El enfrentamiento que nos había con-
movido hasta en el trasfondo de nuestro ser estaba en el espíritu
de cada uno de nosotros sólo como una pesadilla de la que el
otro ni siquiera sospechaba su presencia. La existencia retomó
su curso, por tanto, más precaria, desplegada por completo a
la sombra de un peligro que Marietta conjuraba con ayuda de
provisiones de vitaminas, paseos más largos y charlas calmantes.
Comer más y hacer ejercicio, ésa era la mejor manera de recu-
perar la salud - y por salud supongo que había que entender
la razón. Fue entonces cuando apareció la ergoterapia. El joven
equipo médico que dirigía el hospital tenía puestas en ella las

233
ELhijo del rey

mayores esperanzas. ¿Qué les hace falta en primer lugar a los


internados en un sanatorio sino olvidar su condición de enfer-
mos y de segregados? Es importante, por tamo, arrancarlos de la
cama, de la ociosidad, de esa incensante preocupación por ellos
mismos que los entrega sin protección a sus delirios y los aleja
cada día un poco más del mundo de los vivos. Para todo ello
hay un remedio, magistral, radical, en el que se habría podido
pensar antes: el trabajo. Si, como explica complacientemente el
médico jefe - ¿quién es?, ¿lo he visto alguna vez?, a mi pesar
pienso en T otor con una simpatía que me es imposible rechazar
del todo -, se hace trabajar a la gente toda la jornada, si se les
imponen actividades cuidadosamente reguladas, adaptadas por
supuesto a las fuerzas y aptitudes de cada uno, es evidente que
ya no habrá una gran diferencia entre el comportamiento de los
locos y el de los sanos, puesto que uno y otro se compondrán de
gestos perfectamente definidos y, en el límite, de una precisión
mecánica. U na vez absorbidas por el esfuerzo físico la práctica
totalidad de las energías del individuo, la parte correspondiente
al pensamiento y, al mismo tiempo, al delirio, disminuirá pro-
gresivamente.

Habíamos pasado a la aplicación de ese programa que, apa-


rentemente, contaba con la aprobación de Marietta. Cada día,
en algún lugar ad hoc, una decena de enfermos debidamente
seleccionados y para los cuales se habían descubierto en algún
armario olvidado antiguos uniformes quirúrgicos de estilo casi
deportivo, incluso pantalones cortos en caso de que el sol de me-
diados de mayo lo exigiera, se daban a las alegrías de los trabajos
campestres. Y así fue como, una buena mañana, en compañía
del fisioterapeuta que había vuelto a ocuparse de mí con aquel
motivo, salí con una pala en la mano y, a la espalda, una especie
de kimono con amplias sisas para no dificultar mis movimientos.

No tengo nada contra el trabajo manual, al contrario. Me


gusta el estado particular en que lo pone a uno, esa movili-

234
Michel Henry

zación de todo el ser, ese exceso de calor momentáneo - y


después ese frescor imprevisto, esas gotas de agua a flor de piel,
esa impresión de haber tomado un baño, de ser puro y de reco-
brar la firmeza. Yo me decía sobre todo, al aceptar dócilmente
la propuesta de los médicos, que se me presentaría ocasión de
entablar conocimiento de forma natural con otros enfermos -
los mejor dotados, si se puede decir así, los que al menos fueran
capaces de moverse y de comprender un mínimo de cosas. Iba
a reclutar de entre ellos a mi pequeña tropa , podría estudiarlos
de cerca, hablarles a mis anchas sin despertar ninguna descon-
fianza.

Estaban situados a intervalos de diez metros alrededor de un


cuadrado de tierra recién removida. Nadie se movía , al menos
en aquel momento, y mi llegada tampoco provocó movimiento
alguno, ni el más mínimo signo de interés. Más que tener en
la manos sus herramientas y estar preparados para servirse de
ellas, los pacientes de la ergoterapia tenían aspecto de agarrarse
a dichos útiles. Algunos, con el pie sobre el filo del metal pa-
recían esperar una orden. Un vigilante contemplaba de lejos la
escena. Indiferente a lo que pasaba o, mejor, a lo que no pasaba,
mi fisio me explicó cómo coger la pala para hundirla con un
golpe seco, hacerla bascular y soltar la tierra de manera que no
volviera a caer en el mismo sitio de donde había salido. Tras
haberme aconsejado que no me fatigara demasiado, sobre todo
al comienzo, me dejó con una sonrisa.

De vez en cuando , uno de mis nuevos compañeros se em-


pleaba en arañar el suelo. A pesar de mi insuficiencia visual, yo
no tardaba en darme cuenta de que los había de dos clases, los
que hacían lo que les parecía, sin conseguir siquiera conservar
un poco de tierra en sus palas o perdiéndola enseguida, y los
más hábiles o más inteligentes - y eran ésos los que yo me
esforzaba en observar-, que ejecutaban el gesto que se les ha-
bía enseñado de manera más o menos intermitente. De pronto

235
El hijo del rry

alguno de ellos, sin que se supiera por qué, empezaba a agitarse


frenéticamente, forcejeando tanto y con tanta intensidad que el
insólito jadeo llegaba a sacar de su estupor al pequeño grupo. El
vigilante parecía salir también de sus sueños y se acercaba lenta-
mente al energúmeno sudoroso a rogarle que dejara de retozar
y se calmara.

Inmóvil a mi lado, un mozo muy alto lo examinaba todo


sin decir palabra. Él, por su parte, nunca tocaba su pala, pero
su aspecto despegado y a veces despreciativo, la movilidad de
sus ojos en un rostro impasible, me hicieron interesarme por
él como por alguien diferente y susceptible, quién sabe, de
constituir el primer eslabón de la cadena que yo quería volver
a formar. Aprovechando que se había vuelto hacia mí, había
intentado en vano dirigirle la palabra. Me di cuenta entonces
de que, sin verme, miraba de reojo a mi vecino de la derecha,
que, doblado en dos, con una sonrisa estúpida en los labios,
parecía perdido en la contemplación de algo que pasaba junto a
sus pies, en dirección de lo cual extendió finalmente las manos
para cogerlo: era un trozo de lombriz de tierra que un golpe
de pico había partido por la mitad y que, incorporándose con
precaución, sostenía él entre el índice y el pulgar ante su rostro
maravillado. Y después, abriendo los labios como se hace para
gustar un vino o recibir un beso, dejó pasar el viscoso gusano.
¿Lo hacía de ordinario? El que lo miraba sin perderse ni uno
solo de sus movimientos se acercaba ahora, arrastrando su pala.
Pasó a mi lado sin prestarme ninguna atención y, llegado junto
al degustador todavía en éxtasis, bruscamente, sin que nada hu-
biera permitido adivinar su gesto, lo golpeó con todas sus fuer-
zas con la placa metálica en mitad del rostro. El hombre cayó
sin un solo grito. Me precipité hacia él. De la cabeza hundida
en un surco sólo se veía la nuca. Pequeñas oleadas de sangre
levantaban intermitentemente la oscura cabellera, chorreaban
por un cuadrado de carne antes de empapar los terrones, que
enrojecían poco a poco. Escuché sonidos de silbato. Acudieron

236
Michef Henry

siluetas con batas blancas, nos llevaron completamente alelados


a nuestras habitaciones.

Aquel desdichado acontecimiento no sólo se reveló fatal para


el pobre diablo, que murió unas horas más tarde: la ergoterapia
no le sobrevivió. Cuando vino a verme por la tarde, Marietta
parecía preocupada. Estaba al corriente de todo y me explicó
que otro incidente del mismo tipo había venido a contrariar
los proyectos del cuerpo médico. Aparte de sus funciones ad-
ministrativas, el director del hospital resultaba ser propietario
de una vasta extensión de vides. Había tenido la idea de contar,
para embotellar su vino, con el benévolo concurso del único
enfermo musulmán del establecimiento. Las convicciones reli-
giosas de éste no estuvieron a la altura de su trabajo: lo habían
encontrado borracho como un muerto ante una de las barricas
o, mejor dicho, muerto de verdad por la borrachera, hacía de
ello apenas cuarenta y ocho horas.

Y éste era, a decir verdad, el tercer fallecimiento en una se-


mana. Marietta me contó también, un poco confusa, que ella
misma y sus compañeras tenían la costumbre de tomar el sol
a la hora de la comida en una terraza que se les reservaba a tal
fin. Alguien había intentado sorprenderlas allí. Logró escalar
una canalización del agua de lluvia hasta el borde encementado,
estaba observándolas sin vergüenza alguna cuando, alertada por
una sombra insólita , una de las enfermeras lo vio y no pudo
evitar gritar . El mirón se soltó sin pensarlo, lo encontraron con
la columna vertebral rota en un macizo de flores blancas.

Este último drama no tenía, en principio, nada que ver con la


ergoterapia, pero el expediente administrativo al que dio lugar
tuvo todo en cuenta. Supe también por Marietta, que, a pesar
de la discreción a la que se debía, acababa por contarme todo,
que estos tres asuntos conmovieron el hospital. El director fue
cesado, el médico jefe y su equipo depuestos y - esto era lo

237
El hijo del rey

más importante, lo que inquietaba visiblemente a Marietta y la


ponía cada vez más nerviosa - la ergoterapia definitivamente
erradicada. De hecho, el fisio ya no vino más a buscarme y un
domingo que fuimos al lugar de aquella interesante y demasia-
do breve experiencia, que se había convertido en el lugar de un
asesinato, la hierba volvía a brotar entre los montones de tierra
desechos.

A partir de aquel momento fue cuando Marietta cambió real-


mente. Se había apoderado de ella una especie de pánico. Por
mucho que yo dijera - o, mejor, que ella dijera, porque era
ella la que lo decía - "este contratiempo no es importante,
bastará reemplazar esa gimnasia por otra, más armoniosa y más
completa, además, multiplicar los paseos, etc.", noté hasta qué
punto había quedado afectada. Aquel recurso al trabajo, o a lo
que se hacía pasar por tal, era en el fondo simbólico. Marietta
veía en ello la promesa de una "vida normal", expresión que
reaparecía sin cesar en su conversación. Ella también conside-
raba, sin duda, que cuanto más ocupado estuviera yo, y si fuera
posible en una actividad suficientemente sufrida, más rápida-
mente reencontraría mi equilibrio - y el equilibrio consistía
siempre en lo mismo, en el olvido de lo que yo era. A mi pesar,
la irritación ganaba terreno en mí a medida que yo leía con
más claridad su juego. Ella, por su parte, se contrariaba ante
la resistencia que yo oponía, aunque no fuera más que con mi
silencio, al proyecto al que se aferraba como única salida para
la situación en que yo me había colocado, y quizás para la suya.

Con la excusa de que tenía trabajo en casa, estuvo varios días


sin venir a verme, salvo las breves visitas profesionales de por la
mañana. Volvió un domingo. Recuerdo su voz. Era una voz in-
usual, la voz de alguien que ya no está sumergido en el curso de
su propia vida, sino que se ha alzado por encima de ella y, por
un instante, la contempla toda entera, su futuro al mismo tiem-
po que su pasado. En su palabra había como una certidumbre,

238
Michel Henry

una especie de gravedad altanera y, a la vez, algo de lastimero,


me hacía un ruego, una insistente invitación a reflexionar mien-
tras que todavía hubiera oportunidad y a aceptar aquello cuya
ineluctable necesidad ella se esforzaba en hacerme descubrir. El
mundo no era forzosamente bueno. Nunca lo sería - en cual-
quier caso no lo sería aquí. La salida del equipo médico anterior
era una catástrofe, yo debía saberlo. Eran jóvenes, en fin ... re-
lativamente jóvenes, por supuesto, compañeros de promoción.
El primero que habían nombrado para el hospital había he-
cho venir a los demás, formaban un grupo de colegas con ideas
abiertas y ella, una simple enfermera, había podido pedirles a
menudo lo que deseaba, sobre cualquier cosa- principalmente
sobre mí.

- ¿Y qué decían de mí?

No se esperaba mi pregunta.

- Bueno, volví a decirle, ¿dentro de qué categoría de chifla-


dos me clasificaban?

Seguía dudando. Pero había llegado la hora de la verdad, tal


vez la última ocasión de convencerme y, para conseguir mi ad-
hesión, hacía falta ir, sin duda, al fondo de las cosas. Algo mo-
lesta, a pesar de todo, me confesó que yo representaba a sus ojos
un caso de "delirio específico" y, como yo fingiera pedir más
explicaciones, ella, que tenía facilidad de palabra y casi elegancia
de discurso, comenzó a embrollarse al hablar y a ruborizarse.
En resumen, yo era normal, más que normal - se refirió una
vez más a mi inteligencia - excepto en un ámbito nítidamen-
te delimitado donde desgraciadamente ... bueno, sí, donde yo
deliraba.

- ¡Un mal ... localizado, dije para intentar que se sintiera


bien, nada realmente grave!

239
El hijo del rey

- Con el otro equipo, en efecto, no era demasiado grave,


pero a partir de ahora ha cambiado todo ...

Había recobrado su vehemencia. Los nuevos médicos eran


imbéciles, pretenciosos y asimismo dogmáticos. Consideraban
lastimosos los métodos, o más bien la ausencia de métodos, de
sus predecesores. Nunca se ha curado a nadie con discursos. O
bien se trataba de neurosis insignificantes, como las que por
otra parte padece la mayoría de la gente, y entonces es verdad
que uno se podría contentar con palabrerías, a condición de
hacerlo con rapidez y liberar las camas lo antes posible, porque
las camas son caras, o bien había que vérselas con enfermos de
verdad y entonces hacia falta emplear métodos de verdad, es
decir ...

Levanté las cejas con curiosidad.

- Lo sabe usted muy bien: primero química y luego ...

-¿Y luego?

- ... electricidad.

Marietta se acercó más. Se había arrodillado a los pies de mi


cama y por una vez veía su rostro. La voluntad de convencerme
abría de par en par sus ojos, separaba las palabras y era como si
el movimiento lento y un poco solemne de sus labios expresara
su sentido una segunda vez.

Estaban volviendo a estudiar los historiales de todos los enfer-


mos. Ella sabía, sí, ella sabía que el mío sería considerado favo-
rablemente y que estaban dispuestos a dejarme salir. En su casa
todo estaba dispuesto para acogerme. Había mandado pintar la
habitación que daba a los árboles. Ahora era totalmente blanca.
Allí podría hacer lo que quisiera.

240
MichelHenry

Hablaba rápido y yo notaba su respiración. También podría


pensar lo que yo quisiera. Después de todo , todos tenemos
nuestras ideas, y ¿qué importancia tiene eso? Lo que cuenta es
vivir. Me iban a citar en breve. Me iban a someter a examen.
Todo sería por mi bien. Sólo tenía que responder a todas las
preguntas que me hicieran de la manera más natural. Sólo en
caso de que me preguntaran si yo imaginaba aún ser. . .

- Usted minimizará la cosa. Hablará de ello sonriendo,


como se habla de un error pasado, de una especie de fabulación,
no muy maliciosa además, y sin sacar consecuencias de ello. Por
supuesto, a fecha de hoy usted ya no cree nada de eso. ·

Se levantó. Me miraba directamente a los ojos:

- ¡Importa muy poco lo que usted piense. Sólo tiene que


decirlo!

Repitió esa frase varias veces, en ocasiones de la forma en que


uno se dirige a un enfermo o a un niño, en un tono que no ad-
mite réplica, para intimado a la obediencia, otras veces con una
inflexión muy tierna y como una última súplica.

Estaba bien informada. U na mañana vinieron a avisarme de


que tendría que vestirme bien aquel día. Debía pasar una visita
médica importante y convenía tener buen aspecto . Tuve que
esperar hasta la mitad de la tarde y el tiempo se me hizo largo.

La sala en la que me hicieron entrar era grande y luminosa.


Delante de los ventanales que dejaban ver las extensiones de
césped del parque , había media docena de mesitas colocadas en

241
El hijo del rey

un arco de círculo, y detrás de cada una un médico. Tenía la


impresión de comparecer ante un tribunal. La angustia difusa
que habitaba en mí después de la última visita de Marietta se
concretó en cada punto de mi cuerpo, que se puso a temblar
como una hoja.

Una voz que quería ser cordial me invitó, no obstante, a sen-


tarme y, como yo no veía demasiado bien dónde tenía que ha-
cerlo, una mujer cuya presencia no había notado vino a colocar
una silla en mitad del espacio vacío y me ayudó a tomar asiento
en ella. Como punto de convergencia de todas las miradas, no
teniendo ningún objeto en el que apoyarme, tras el que pudiera
disimular una mínima parcela de mi ser, me sentía cada vez peor.

La voz seguía teniendo el mismo acento afectuoso. Se dirigía


a mí de la manera más natural, como se dirige uno a alguien que
le es familiar, cuyas ideas se conocen y con quien uno está de
acuerdo en todo o casi en todo. De hecho, mis palabras encon-
traban el favor de los que me escuchaban inclinando uno tras
otro sus cabezas en un mismo gesto de aprobación. Parecían
tener interés en ellas, incluso cuando yo hablaba de cosas muy
corrientes. Me gustaba pasear rodeado por la naturaleza. Bien,
eso está muy bien. Los días que hacía buen tiempo. Y cuan-
do llovía, ¿me ponía triste? ¿Me aburría solo en mi habitación?
¿Habría preferido tener un compañero?

Mientras hablábamos, el que dirigía la entrevista y ocupaba


la mesa del centro, justo en frente de mí, hojeaba un historial al
que a veces aproximaba su cara como para asegurarse que había
leído bien. O también se le ocurría alguna observación que ha-
cer, que luego juzgaba inútil formular, y yo volvía a oír el roce
del papel con los dedos al pasar las hojas.

- ¿Sabe usted contar?, me preguntó a quemarropa.

242
MichelHenry

Y como yo permaneciera inmóvil: ¿A partir de qué cifra, hasta


dónde?

- A partir de dos mil veinticuatro.

Conté. Los rostros se distendieron. Me acordé de Marietta


que preveía que todo iría bien y, por un instante, pensar en ella
me reconfortó. Se presentó, sin embargo, un nuevo obstáculo.
Yo tenía capacidades intelectuales indiscutibles, era apto para
un trabajo muy cualificado, bibliotecario, por ejemplo, o archi-
vero. Tal cosa convendría a mi temperamento calmo, dulce, un
poco salvaje a pesar de todo.

- ¿No es usted muy sociable?

Protesté vagamente .

- Nunca se le ve a usted en la sala de televisión.

Permanecí mudo de nuevo . Había que romper el silencio ,


pero todo lo que hubiera podido decir corría el riesgo de re-
novar la sospecha que me esforzaba en disipar. Cuando se me
ocurrió la respuesta adecuada - "me daña la vista" - era ya
demasiado tarde. Se planteaban otras cuestiones y, lo mismo
que las olas del mar golpean la embarcación por el través cuan-
do el piloto ha perdido su gobierno, sacudiéndola en todas
direccciones, me sorprendían de improviso una tras otra, no
porque no las comprendiera o porque se me ocurriera siempre
tarde la réplica correspondiente. Lo que se alejaba de mí era
la voluntad de tomarme en serio aquella justa , de seguir sus
sendas tortuosas e inútiles. Había que coger la pelota al primer
bote, devolverla con prontitud, hacer gala de oportunidad si
no de brillantez, en tanto que el tema del debate se perdía tras
una insignificancia pretendida, tras mediocridades de buena ca-
lidad. Conforme mi malestar se incrementaba, me di cuenta

243
El hijo del rey

de su causa. Todas aquellas palabras calmantes querían que me


confiara, hacerme bajar la guardia para sorprenderme mejor.
Levantaban a mi alrededor una cortina de humo que ocultaba
tras ella unos preparativos que iban a buena velocidad, de allí
saldría el golpe, invisible y fulgurante. Y el golpe salió y no por
previsto fue menos sorprendente.

La sociedad, decía mi interlocutor, necesita de todos aquellos


que la componen, cada individuo es como un adorno nuevo,
una expresión que concurre con todas las demás a la armonía
del conjunto. A la sociedad le interesa utilizar de la mejor forma
posible las aptitudes de cada uno, como asimismo a cada uno
le interesa servir a la causa general. Toda energía perdida, todo
talento desperdiciado, no es sólo un atentado a la idea de hu-
manidad, es un error imperdonable. Es necesario también, evi-
dentemente, que el individuo se conforme a las condiciones que
permiten su participación en la acción colectiva. Exceptuando
la incapacidad pura y simple, como se da en los retrasados o en
los inválidos, no quedan apenas motivos para sustraerse a ello
si no son - ¿cómo decirlo? - ciertas constelaciones de ideas
que la sociedad no puede admitir porque se oponen a su mismo
funcionamiento, por no decir nada de su intrínseca irraciona-
lidad. En el fondo, si yo había tenido que ser sometido a unos
cuidados prolongados, a pesar de mi valor, era únicamente en
razón de ... esa anomalía .

Se inclinó de nuevo sobre las hojas desplegadas ante él.

- Veo en estos documentos que el responsable del estableci-


miento donde usted estaba hospitalizado previamente se había
percatado ya de su capacidad intelectual; como posibilidad de
reinserción social, él había sugerido la enseñanza. Pero ¿qué di-
rían los padres de los alumnos si el profesor de sus hijos llegara
a clase con una corona de papel dorado en la cabeza?

244
Michel Henry

Se había levantado buscando mi mirada. Por encima de


su silueta blanca, yo contemplaba los árboles del parque. ¿El
tiempo pasa tan rápido? ¿La estación estaba ya tan avanzada?
Me pareció que una hoja amarilla atravesaba el cristal en dia-
gonal.

- ¿Y bien?, decía él, ¿y bien?

Daba golpecitos con el puño en la mesa metálica donde las


vibraciones se amplificaban desmesuradamente, chirriando y
silbando como un camión cargado de chatarra. A mi alrededor,
las paredes de la sala se acercaban, los rostros se agrandaban, los
ojos se abrían como mandíbulas. Por esas fauces abiertas de par
en par asomaban la cabeza unos minúsculos personajes, eran
arqueros tocados con un casco negro, que me apuntaban con las
flechas de sus arcos. Las flechas salían por oleadas, agujas incan-
descentes, puros estallidos de luz de una claridad insoportable,
que tenían como diana los huesos de mi cráneo, que eran tras-
pasados de parte a parte, laminando la sustancia de mi cerebro,
deshilachándola.

- ¿Y bien?

Abrí los ojos de nuevo. Las cosas habían retomado su aspecto


anterior, las paredes habían vuelto a su sitio, casi a una decena
de metros. La misma luz iluminaba el parque. El espacio de la
sala estaba vacío, libre de las brillantes flechitas. Todo lo más,
las caras que me rodeaban estaban más atentas, con esa atención
propia de nuestra época, hecha de una formidable indiferencia.
Soy un caso enojoso, pensaba yo, al que ya se le ha consagrado
mucho tiempo.

Al director del debate todavía le quedaba un poco de pacien-


cia:

245
El hijo del rey

- Veamos, aclaró, para nosotros ha llegado la hora de saber


si podemos reintegrarlo a usted a una vida normal. El princi-
pal obstáculo, el único a decir verdad, era hasta el momento
esa extraña convicción suya de que usted era el hijo de un rey
- convicción sin ningún fundamento objetivo, ¿está usted de
acuerdo en esto ahora?

Yo guardaba silencio. O más bien, fue el silencio el que nos


guardó a nosotros, a todos a la v~, en su mano, en sus dedos
que se cerraban sobre mi hombro, dedos por los que fluía, de
ellos a mí, la irritación que se había apoderado de sus cuerpos
cansados, sentados en asientos incómodos y que comenzaban,
todos ellos, a agitar.

Mi interlocutor hizo, no obstante, un esfuerzo, m~clado con


cierta irritación, y yo noté cómo llegaba hasta mí el esfuerzo al
mismo tiempo que la irritación, usando ambos un mismo canal
de fibras invisibles. Era un esfuerzo insistente - un aparato lo
bastante sensible habría registrado la ligera elevación de la tem-
peratura de sus hemisferios cerebrales - para hacerme recono-
cer que el mundo era simple, sólo que había que tomarlo como
él se nos daba a nosotros, considerar las cosas y a la gente tal
como aparecían ante nosotros, en el lugar y durante el tiempo
que lo hacían, porque no había nada más, después de todo. Era
un esfuerzo desinteresado, que no pretendía nada, ni siquiera
que yo abandonara la sala lo más rápidamente posible. Un es-
fuerzo igualmente conmovedor que quería - fuera a sabiendas
o no - lisa y llanamente salvarme.

- Nadie es malo, dije.

Todos levantaron la cabeza. Hubo un instante de vacilación,


oí cómo crujía la armazón de las sillas metálicas, cómo arañaban
sus pies el linóleo.

246
MichelHenry

El que me hablaba parecía también él despertar de un sueño.


Se inclinó hacia delante, su voz sonó mucho más fuerte:

- ¡Ésa no es la cuestión! Responda: ¿Es usted el hijo del rey,


sí o no?

- Usted lo ha dicho, lo soy.

Había dejado de mirarme. Su atención estaba en un punto


situado a mi espalda, tan ostensiblemente que me volví. Con el
índice apuntando todavía hacia abajo, la joven acababa de pre-
sionar un botón. La puerta se abrió. Entraron dos enfermeros,
que me cogieron cada uno de debajo de un hombro, y salimos,
como malhechores.

De entre la bruma de los días que siguieron, emergen a duras


penas dos acontecimientos. U na mañana, al venir a hacerme
la cama, una auxiliar que me distinguía con su amabilidad ya
antes de ser suplantada en ese papel por Marietta me dijo que
tenía un encargo para mí, precisamente de parte de Marietta.
Después de una noche en blanco, y a punto de dormirme, me
incorporé de un salto. Se trataba de lo siguiente: Marietta se ha-
bía tomado sus vacaciones anuales sin esperar, asimismo había
pedido su traslado y a su vuelta se iría a trabajar a otro hospital:
no la volveríamos a ver más.

El último lazo que me ataba al mundo acababa de romperse.


Tenía ganas de llorar, pero no por mí. ¡Querida Marietta, po-
bre Marietta! Me ayudaste a llevar la carga de mi pena cuando
te oía llegar por estas habitaciones desoladoras, tarareando una
canción, sin segundas intenciones. Tus "¡buenos días, José, pero

247
El hijo del rey

si hoy estás mucho mejor que ayer, esto está curado del todo!"
nos hacían reír a los dos. Y si tú no estabas, yo sabía que alguien
velaba, calculaba, disponía todo para dulcificar mi tormento.
¿Acaso se forman los hombres una imagen embellecida de la
mujer que los deja porque la soledad es tan difícil? Es verdad,
me gustaba tu lenguaje simple, y aunque hayas pasado a mi lado
sin verme y sin saber quién era yo, yo reservaré para ti, porque
tú eras buena, Marietta, un sitio en mi reino.

La tarde de aquel mismo día, irrumpieron en mi habitación.


Yo estaba adormilado una vez más, apenas ya sin luchar desde
que había empezado a desesperar de aquel mundo que me ig-
noraba. Penetraron todos a la vez en mi dormitorio, reuniendo
mis efectos personales, registrando por los rincones, dándome
finalmente la orden de levantarme y seguirlos.

- ¿Qué pasa? Pero, por favor, ¿qué pasa?

- Nada. Que lo cambiamos a usted de servicio.

Yo seguía dócilmente la procesión de mis porteadores cuan-


do, a la entrada del edificio al que me conducían, dibujada exac-
tamente sobre los cristales de la puerta, una inscripción, a pesar
de mi aturdimiento y de mi miopía, reunió sus letras una tras
otras ante mi espíritu estupefacto: Electroterapia.

Mis piernas se negaron a avanzar. Por un instante, sentí ganas


de morder los brazos velludos que tiraban de mis muñecas. La
suela de goma de mis zapatos derrapaba en el suelo de caucho
del pasillo. Divisé un radiador y me aferré a él, arqueando mi
cuerpo con todas mis débiles fuerzas para evitar que me arras-
traran más allá. Escuché órdenes, acudieron más siluetas. Me
arrancaron de mi punto de apoyo, me levantaron del suelo y,
con los pies golpeando el vacío, me llevaron dos colosos por
debajo de los hombros. Me quedaba solamente pedir ayuda,

248
Michel Henry

amotinar a mis hermanos para que todos supieran que se hacía


violencia a un hombre y acudieran en su socorro. Pero cada
grito que yo hubiera dado, cada sonido que hubiera proferido
ignorando las convenciones, me habría designado como enfer-
mo y enloquecido, al denunciarla hubiera justificado lo que me
hacía sufrir y redoblado las vejaciones. Y cada uno, en su habi-
tación, habría fingido dormir y no escuchar. Había caído en la
trampa, todo esfuerzo por salir de ella apretaría aún más sobre
mi cuello los hilos de la red.

La habitación adonde me arrastraban por fuerza, aunque yo


hubiera cesado toda resistencia, tenía para mí un aspecto de
algo conocido y, cuando el recuerdo que despertaba en mi es-
píritu se hizo más claro, me puse a temblar: volvía a verme con
Joannes buscando a Jonathan, vagando por los meandros del
pabellón especial, empujando por fin la puerta de lo que ha-
bía sido su última morada entre los hombres y el lugar de su
suplicio: era la misma celda vacía, con paredes acolchadas, con
cristales cerrados detrás de los barrotes y, sobre el colchón, ata-
das a los bordes metálicos, las mismas correas de cuero negro.
Me tumbaron en la cama, me ataron las correas a los pies, a mis
muñecas y, como protestara, uno de los verdugos me conminó
a callarme, amenzándome con una mordaza si no cerraba el
pico inmediatamente.

Volverán al alba, aprovechando mi agotamiento. Pegarán


a mis sienes los electrodos de la muerte. Mi cuerpo se agitará
como un pelele, proyectado hacia el aire, dislocado, descuarti-
zado, desarticulado. Tras cada descarga, tras cada espasmo, vol-
verá a caer de plano con todo su peso sobre la espalda. Para que
no se me rompa la columna vertebral, me colocarán un cojín
bajo los riñones. Me meterán en la boca un paño para que no
me trague la lengua ni me la corte con los dientes. En mi cara,
semejante a la de un perro descerebrado, con los ojos inyectados
en sangre, con sus aparatos demoníacos, sus polos negativos y

249
El hijo del rey

positivos, provocarán sin que yo me dé cuenta la baba en los


labios, todas las muecas del embotamiento, todos los gestos de
la demencia, la risa cuando nadie se ríe, la expresión de miedo
cuando nadie tiene miedo, la de sufrimiento cuando nadie su-
fre, y en mi espíritu laminado, lavado con lejía, limpio, blanco
como un lienzo, ya no habrá nada de hecho, ningún sentimien-
to personal, ninguna idea que sea mía, ninguna invención de mi
genio, sino el mismo montón de moléculas - cada una en el
lugar prescrito - que en el cráneo de los más obtusos .

La verdad es un grito. Mi garganta se desgarrará gritándola.


Sobre la tierra helada no se borrará el rastro de mi sangre. Vania
lo reconocerá. Se lo dirá a Barjone y aJoannes, que se lo dirán a
otros, y éstos a otros. Ha llegado mi hora. Aquí viene la cohorte
infame con el turbio resplandor del alba. El que viene a la cabe-
za lleva una linterna. ¡Qué estupor! Pero no, realmente no me
sorprende, lo sabía desde el principio: es Jude. Titubea como
un ciego. Vuelta hacia su interior, su mirada no descubre más
que odio. No obstante, me señala con el dedo. Se produce una
algarada. Barjone intenta detener el tropel. Se aferra a la oreja
de un gorila y se la arranca. Pero él cae a su vez, el flujo de los
perseguidores lo sumerge. Se acercan. Ya nada los separa de mí.
Van a adueñarse de mi cuerpo. Alzarán sobre mí la amenaza de
sus látigos para que yo baje la cabeza, para no leer más en mis
ojos quién soy yo y quiénes son ellos. Golpearán con todas sus
fuerzas. Harán estallar mis labios y la carne abotargada de mis
mejillas. Bajo mis párpados la sangre se mezclará con el sudor.
Sobre mi cabeza bamboleante colocarán la corona de la irrisión.
Se burlarán de mí, me insultarán. Y, si me muevo, redoblarán
sus golpes y, si llamo, taparán mi voz con sus invectivas. Si me
caigo, me pegarán para que me levante y así poder tirarme al
suelo una vez más. Si imploro, me escupirán en la cara y, si ten-
go sed, me darán vinagre para beber. Pero ¡qué importa! Con
procedimientos de ese tipo no pueden llegar hasta mí, puesto
que, pese a todo, yo soy el hijo del rey.

250
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