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La autoridad, no la verdad, hace la ley.

Hobbes y la soberanía moderna del Estado

Edgar Straehle

(publicado en

https://conversacionsobrehistoria.info/2019/10/26/la-autoridad-no-la-
verdad-hace-la-ley-hobbes-y-la-soberania-moderna-del-estado/ )

La autoridad como problema

La historia del poder ha estado atravesada desde el principio por el problema y el


debate acerca de sus límites. Desde un lado, para minimizarlos o superarlos; desde el
otro, para reforzarlos y enfrentarse así a sus posibles excesos y arbitrariedades.

Toda esta compleja cuestión se encuentra en el epicentro de la génesis de la


moderna noción de soberanía, pero también la podemos hallar en la trayectoria de ese
concepto tan problemático, instrumentalizado y esquivo a nivel histórico como el de
autoridad. De ahí por ejemplo que en Roma se diferenciara con claridad la potestas de la
auctoritas, una diferencia que no solo afectaba a la titularidad de las mismas , sita en los
cónsules en representación del pueblo y en el Senado respectivamente, sino a la misma
comprensión del poder. Además, la autoridad tenía en general una connotación positiva
en aquellos tiempos (y que, en buena medida debido a su confusión actual con una
palabra mucho más reciente como autoritarismo, ha perdido en los nuestros). De hecho,
la auctoritas enlazaba con el verbo augere, que significaba “hacer crecer”, “promover”
o “expandir”. Y de ese campo semántico proceden otras palabras como auctor, auctio,
augurare e, indirectamente, incluso inaugurare. También augustus, la palabra que no
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por casualidad escogió Octavio para investirse como el primer emperador romano. La
auctoritas romana podía ser entendida con frecuencia como un principio dinámico que
promovía y espoleaba el crecimiento o la regeneración, el augmentum, de la fundación
de Roma.

Más que otro poder, la autoridad era y fue durante mucho tiempo un poder otro:
un poder cualitativamente distinto en muchos aspectos a la potestas. Cuando menos a
nivel ideal, la autoridad se sostenía sobre factores como el prestigio, el respeto, la
ascendencia, la ejemplaridad, la confianza, la influencia, la deferencia, la sabiduría, el
consentimiento o, en suma, un reconocimiento que no podía ser forzado o impuesto y
que, por ello, debía ser concedido u otorgado. Es decir, reposaba sobre factores que
excluían la imposición o la violencia (se hablará incluso de una auctoritas suadendi o
suasoria) y en los que importaba e incluso primaba el papel del otro (como aún sucede
cuando reconocemos a alguien como una autoridad moral o una en un tema específico).
De ahí, por ejemplo, que todavía el mismo Augusto se hiciera reconocer como tal por el
Senado. La idealización de su auctoritas se plasmó en las propagandísticas Res gestae
en las que describió tal acontecimiento con estas palabras.

Durante mis consulados sexto y séptimo, tras haber acabado la guerra civil, siendo
dueño de todas las cosas, gracias al acuerdo de todo el mundo, pasó el gobierno del
Estado a la jurisdicción del Senado y del pueblo romanos, cediendo mi poder. En virtud
de ese acto meritorio fui llamado, por decisión del Senado, Augusto, y fueron revestidas
públicamente con laureles las jambas de mi casa y se colocó la corona cívica sobre mi
puerta y se puso en la curia Julia un escudo de oro, que me otorgaron el Senado y el
pueblo romanos por mi valor y mi clemencia, por mi sentido de la justicia y del deber
religioso, como atestigua la inscripción que hay en el propio escudo. Después de aquel
momento, gocé de una autoridad superior a todos, mas nunca tuve poderes más amplios
que el resto de los que fueron colegas míos en las magistraturas.

El caso es que un poder ideal debía ser un poder revestido de auctoritas, pues en
caso contrario podía quedar desprestigiado o desautorizado; podía ser considerado
como arbitrario o tiránico, como un poder desnudo y solamente sustentado sobre sí
mismo o sobre otros resortes como la violencia o la coacción. La existencia de la
autoridad, al menos fácticamente, servía para evidenciar o defender la limitación o
posible revocabilidad de todo poder. De ahí que apareciera como una instancia exterior
al poder y, consiguientemente, de manera implícita declaraba que éste no podía ser

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absoluto, autosubsistente o completo. Según esta percepción, el poder no podía
depender exclusivamente de sí mismo, pues necesitaba el concurso de una instancia
externa (a menudo moral, espiritual o trascendente) para poder ser reconocido y ser
visto como legítimo. Es decir, lo que implícitamente señalaba la autoridad era la
impotencia relativa del poder.

Esta perspectiva también se concretó por escrito en textos célebres que siguieron
al Imperio romano, como la epístola Duo sunt enviada al emperador bizantino Anastasio
I (491-518) en la que el Papa Gelasio I (492-496) bosquejó la doctrina de las dos
espadas, la temporal (potestas) y la espiritual (auctoritas), o en expresiones como la
muy difundida de San Isidoro de Sevilla (560-636), quien en verdad la atribuyó a los
antiguos, de “rex eris si rectes facies; si non facias, non eris” (“serás rey si obras
rectamente; si no, no lo serás”). Para él, todo auténtico regir debía ser sinónimo de un
regir rectamente en donde detectaba un poco casual lazo etimológico. Si bien por unos
cauces distintos a los romanos , el conflicto entre la potestas y la auctoritas siguió muy
presente a lo largo de la Edad Media.

El refrendo de la autoridad podía autorizar (palabra que no por casualidad


también enlaza con la autoridad), confirmar, legitimar y reforzar a las instituciones de
poder, aparecer como su respaldo o contrafuerte. En este sentido, fue empleada como un
resorte adicional y como una especie de reserva o refuerzo de legitimidad con los que
obtener una obediencia pacífica y no conflictiva, no dependiente de la amenaza directa o
indirecta de las armas. De ahí que, lógicamente, el poder intentara a menudo apropiarse
de ella, aunque eso también explica las dificultades a la hora de estudiarla, pues el poder
ha tendido a querer identificarse y confundirse a nivel histórico con la autoridad. Por
ello, si desde una perspectiva filosófica se pueden definir el poder y la autoridad como
dos conceptos distintos, de facto, en cambio, no han dejado de entremezclarse. A decir
verdad, también por parte del Papado romano hubo diversas tentativas de que la Iglesia,
en aquel entonces considerada la institución de autoridad por excelencia, alcanzara una
plenitudo potestatis, fuera a nivel práctico, como con los pontífices Inocencio III (1198-
1216) y Bonifacio VIII (1294-1303), fuera a nivel teórico, como se plasma en la obra de
teólogos como Egidio Romano (1243-1316).

En cualquier caso, en tanto que forma de exterioridad al poder, la autoridad


evidenciaba la ambivalencia de este, pues también tenía la capacidad de desautorizar lo,

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fragilizarlo y minarlo. En muchos casos, aparecía de facto como una forma de
limitación del poder e incluso como una instancia desde la que organizar los
movimientos de resistencia o el contrapoder (algo que hemos analizado aquí). Como ha
explorado el historiador Edward Peters, fue un uso explotado en repetidas ocasiones por
la misma Iglesia y que contribuyó a la deposición de reyes no solamente por
comportarse como un rex iniquus o un rex tyrannus, quienes por ejemplo podían ser
asimismo excomulgados o anatemizados, sino también (como fue el caso de Sancho II
de Portugal) por conducirse como un rex inutilis.

La existencia de la autoridad reflejaba que el poder no podía estar sustentado


única y exclusivamente sobre el mismo poder y que requería un extra, un elemento
legitimador que por necesidad debía ser externo. Por culpa de una dimensión como la
provista por la autoridad, el poder no podía ser absoluto y no dependía solamente de sí
mismo, con lo que se arriesgaba a la hora de querer comportarse de una manera que
fuera arbitraria o injusta. En caso de hacerlo la desobediencia , y no solo por causas
religiosas, podría estar legitimada. De ahí el comúnmente llamado ius resistendi, el
derecho de resistencia a la opresión. Según lo escrito por el medievalista Aron
Gurevich,

el soberano que violaba el derecho se veía privado de las bases legales que sustentaban
su poder y sus súbditos quedaban liberados del juramento prestado. Los súbditos
estaban obligados también a defender la ley, incluso contra el rey que la infligiera. La
obligación de observar la ley no partía de un acuerdo sino de la concepción de la fuerza
universal del derecho al que todos estaban sometidos.

Además, esta cuestión también entroncaba con las teorías del tiranicidio, como
la desarrollada tempranamente por Juan de Salisbury (1120-1180) en el Policraticus o
las realizadas por los jesuitas españoles Juan de Mariana (1536-1624) o Francisco
Suárez (1548-1617) poco antes de Thomas Hobbes (1588-1679), algo que este pensador
tuvo muy en cuenta a la hora de elaborar sus reflexiones, y que fueron especialmente
criticadas a raíz del magnicidio de Enrique IV de Francia en 1610 (razón por la que se
quemarán en este país el De Rege de Mariana y la Defensio Fidei de Suárez). Todavía
un escritor más tardío como John Milton (1608-1674) defenderá el ajusticiamiento del
rey en el contexto de la Revolución Inglesa y hablará incluso de un Right to depose a
Tyrant King en su texto El título de reyes y magistrados. En este mismo libro apuntó
que

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Cuando el pueblo, o cualquier parte de él, se levanta en armas contra el rey y su
autoridad como ejecutor de la ley en cualquier asunto civil o eclesiástico establecido, no
diré que se trata de rebelión si lo que ha sido ordenado (…) es ilegal, y si los súbditos
han buscado primero todas las formas debidas para remediarlo (y nadie está obligado
por la ley a más), sino que diré que es una renuncia absoluta tanto a la supremacía como
a la lealtad, que equivale, en una palabra, a una total y efectiva deposición del rey, y al
establecimiento de otra autoridad suprema por encima de ellos.

Hobbes y la autoridad

No es este el espacio para detenernos en analizar la compleja cuestión de la


autoridad, que hemos desarrollado en otros textos. Lo que me interesa es que toda esta
duplicidad y limitación del poder se encuentra en el origen del desarrollo de la moderna
noción de soberanía (un concepto que, en un sentido distinto, ya había comenzado a
circular con profusión en los últimos siglos de la Edad Media). Tanto Jean Bodin (1530-
1596) como Thomas Hobbes fueron plenamente conscientes de que la dimensión
limitativa inherente a la autoridad podía desembocar en una fuente de desunión, de
inestabilidad y de problemas internos. Bodin había padecido las consecuencias de las
cruentas guerras de religión en la Francia de la segunda mitad del XVI y Hobbes las de
una Revolución Inglesa por la que tuvo incluso que marchar al exilio, conflictos desde
los cuales se explica el tono y el contenido de sus reflexiones políticas.

Por esa razón, ambos pensadores se preocuparon por la importancia de la


seguridad y la estabilidad como dos de las bases fundamentales sobre los que sustentar
el Estado y se enfrentaron decididamente a las concepciones pluralistas y ascendientes
del poder. Lo que perseguían era una solución a l espectro de la división del poder y de
la guerra civil que tanto les obsesionaba. De lo que se trataba era que la sede del poder y
de la autoridad pasara a ser una sola y la misma, que no hubiera ninguna fuente legítima
de poder (físico o simbólico) alternativa y que se encontrara más allá del gobernante. De
ahí que tanto Hobbes como Bodin abogaran por la implantación de un poder fuerte y
calificado de soberano, que por lo tanto fuera definido como supremo, único, indivisible
e indiscutible , y que no dejara espacio para la existencia de lo que antes había recibido
el apelativo de autoridad. Para Hobbes, incluso, debía ser indisputable e incuestionable.
En el De Cive llegó a decir que el Estado siempre retiene para sí el primitivo derecho de

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guerra de tratar al discrepante como a un enemigo (en verdad, Hobbes sí que admitió
cierta resistencia pero no propiamente política sino más bien de carácter privado y
debido al irrenunciable derecho de protegerse a sí mismos por la propia fuerza).

Para Bodin y Hobbes, o bien el poder era único, indivisible y absoluto o bien,
propiamente hablando, no era digno de ser llamado poder. En otras palabras, o el poder
era soberano o no era poder, y naturalmente eso afectará a su comprensión de la
autoridad. Además, eso ayuda a explicar que el autor británico cargase las tintas contra
el ideal polibiano-ciceroniano de constitución mixta tan citado y reivindicado en
aquellos tiempos, ya que por el hecho de predicar la división del gobierno lo
consideraba como una incitación al caos y un sinónimo de la anarquía. Para Hobbes, la
construcción del Leviatán se justifica por su persistente obsesión en la seguridad sin la
cual no veía factible ningún proyecto político duradero.

A partir de este momento se consuma la ecuación entre poder y autoridad que


resulta fundamental para la emergencia del moderno concepto de soberanía, donde la
segunda, la autoridad, se convierte en un rostro adicional (y con frecuencia incluso más
injusto o arbitrario) del poder. En Hobbes, la autoridad queda integrada en el ámbito del
poder (soberano) y ambos términos, cuando son entendidos en clave política (pues el
capítulo 42 del Leviatán dedicado a la religión podría ser una excepción), pasan a ser
prácticamente intercambiables en la mayoría de sus textos.

Por esa razón, el autor británico, de manera paralela a la redefinición de


autoridad, también propone desautorizar las clásicas instituciones que estaban investidas
de autoridad: tanto la Universidad (que a su juicio se debe supeditar a los designios del
Estado y que vio como uno de los focos de la Revolución inglesa) como la Iglesia
(razón por la que polemiza con San Roberto Belarmino (1542-1621) en el más largo de
los capítulos del Leviatán, el 42). Respecto a esta, Hobbes asumirá unas posiciones
semejantes a las erastianas por la que las instituciones religiosas se deberán subordinar a
los intereses del Estado. Así pues, la Iglesia ya no aparece como una institución
espiritual independiente , una auctoritas como la reivindicada desde los tiempos del
Papa Gelasio I con su teoría de las dos espadas y desde donde podría desafiar o poner en
cuestión al poder. En Hobbes, el Estado se reserva para sí el derecho exclusivo de cómo
interpretar los textos sagrados. Como explica en el Behemoth, el escrito tardío de
Hobbes en el que aporta su lectura de la Revolución Inglesa, “en sí misma la religión no

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admite controversia: es una ley del reino y no debe ser objeto de discusión”. En un texto
mucho más temprano como The Elements of Law (equívocamente traducido al
castellano como Elementos del derecho) ya señaló que el poder soberano no estaba
sujeto a ninguna autoridad eclesiástica salvo la del mismo Cristo.

Por decirlo en pocas palabras, la articulación teórica del poder soberano en


Hobbes requiere la desautorización previa de lo que implicaba la autoridad, la absorción
de esta por el poder, y, por ello, entre otras cosas comporta de entrada la
deslegitimación de toda protesta y desobediencia públicas. O, como afirma el pensador
británico en el De Cive, supone la aplicación de la espada de la justicia sobre el
discrepante.

En este sentido, resulta altamente ilustrativo el cambio oportuno que con el


tiempo introdujo Hobbes en su concepción y denominación del contrato social. En un
principio, en el De Cive, lo denominó “pacto de sujeción” (pactum subiectionis) y luego
lo reconsideró como uno de autorización, consciente del vínculo etimológico que unía a
esta palabra con la autoridad y con el objetivo de mantener su presencia de algún modo
e investir así al poder de cierto aura de autoridad. Según Quentin Skinner, esta variación
se habría producido con el propósito de apropiarse del lenguaje empleado por los
escritores del bando parlamentario en la Revolución Inglesa (tales como Henry Parker,
William Bridge o Philip Hunton) y de legitimar así de un modo alternativo el poder
absoluto del Estado. Es decir, lo que hizo Hobbes fue capturar bajo otro significado una
de las palabras que más se estaban empleando en esos momentos para desafiar al poder
(arbitrario) del monarca Carlos I. Al definir el pacto como un acto de autorización, los
firmantes del contrato ya no son tratados como súbditos meramente pasivos sino que, en
verdad únicamente en teoría, se les otorga un rol activo y pasan a ser proclamados como
autores (otra palabra ligada a autoridad) de las acciones del Estado.

Al describir el contrato social como un pacto de autorización, ciertos trazos de la


autoridad pervivirían de algún modo en el modelo político hobbesiano, aunque en
realidad solo a título simbólico y puramente nominal, pues de facto la autoridad sería
transferida de manera absoluta, definitiva e irreversible por medio de la firma colectiva
del contrato. Este desplazamiento es fundamental, porque por esta firma, según Hobbes,
cada uno de los ciudadanos, aun en el caso de haber heredado el contrato firmado por
sus ancestros, pasa a ser considerado como autor y corresponsable de los actos llevados

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a cabo por el Estado, mientras que el soberano no es retratado más que como un simple
actor de las voluntades de los firmantes (y por tanto alguien que, en la medida en que
no es el origen de la acción, no debe poder ser juzgado por los súbditos). Como escribe
Thomas Hobbes en el Leviatán,

como cada súbdito es, en virtud de esa institución, autor de todos los actos y juicios del
soberano instituido, resulta que cualquier cosa que el soberano haga no puede constituir
injuria para ninguno de sus súbditos, ni debe ser acusado de injusticia por ninguno de
ellos. En efecto, quien hace una cosa por autorización de otro, no comete injuria alguna
contra aquel por cuya autorización actúa.

Con estas palabras Hobbes libera al monarca de la responsabilidad que pudiera


tener por sus errores o crímenes y la soberanía se presenta como un tipo de poder que no
puede ser tachado de injusto (luego veremos por qué), que no tiene por qué rendir
cuentas ante sus súbditos y que no puede ser juzgado por estos (quienes son elevados a
auténticos autores y responsables de lo sucedido pese a su nula capacidad decisoria). Lo
que se esconde tras la reformulación del contrato social como pacto de autorización, en
el fondo, es el recurso a la palabra autoridad para vaciarla de contenido e integrarla, ya
dentro del concepto de soberanía, en el Estado.

La soberanía aparece así como una suerte de fusión entre poder y autoridad y el
Estado se convierte al mismo tiempo en la sede única y a la vez conjunta del poder y de
la autoridad. Oficialmente, según Hobbes no hay ni puede haber ninguna autoridad
fuera del Estado y con ello se afirma que no puede haber una institución alternativa que
pueda desautorizarlo. Reformulando la célebre sentencia de Max Weber, podríamos
decir que el Estado pasa a reivindicar en lo sucesivo no solo el monopolio de la
violencia legítima sino también el de la autoridad legítima. En Hobbes, toda clase de
poder, simplemente por estar en el poder, debe ser reconocida como autoridad y
viceversa, la única autoridad es por definición el poder soberano. Lógicamente, se trata
de algo incompatible con la clásica interpretación de la autoridad. Ésta ya no se
consigue, se obtiene o se merece, sino que se posee como si fuera una propiedad privada
y exclusiva del Estado.

Uno de los pasajes donde más se constata el desprecio de Hobbes hacia la


dimensión de la autoridad es cuando apunta que una monarquía legítima o una tiranía en
realidad no son más que dos maneras de referirse a lo mismo, indicando que esa

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valoración sólo se diferencia por el hecho de que una es realizada por boca de sus
partidarios y la otra por la de sus detractores. Por la misma razón, afirmó que hay
exactamente la misma libertad en una ciudad republicana como la de Lucca que en la de
Constantinopla, en aquel entonces paradigma del despotismo. Para Hobbes, lo único
que puede deslegitimar a un gobierno es que no sea capaz de garantizar la seguridad de
sus súbditos, razón por la que no importará que para lograr semejante objetivo se
convierta en un tipo de gobierno despótico o injusto. Nada podría estar más lejos de la
tradición de pensamiento que apelaba a la sentencia de San Isidoro de Sevilla citada más
arriba.

Todo lo anterior encuentra su expresión más paradigmática en la conocida frase


que da título a este escrito, “Authoritas (así la escribe Hobbes en realidad), non veritas,
facit legem”, que sirve como epítome de la naciente “mitología jurídica de la
modernidad”, por emplear la expresión acuñada por el historiador del derecho Paolo
Grossi. Para Hobbes, siguiendo también en esto a cierta corriente de los tiempos, lo que
hace ley a la ley (y lo que le confiere autoridad) no es su contenido sino la voluntad del
soberano y este retiene para sí tanto la espada de la guerra como de la justicia. En
Elements of Law ya había apuntado que, en el fondo, esas dos espadas no eran más que
una y que estaban unidas de manera inseparable y esencial al poder soberano.

Así se confirma lo que medio siglo antes Michel de Montaigne había


denominado la “mística de la autoridad”: esto es, que la ley debe ser obedecida no por
ser justa sino por el simple hecho de ser ley. El derecho no es más, como señala Paolo
Grossi, una especie de emanación de la sociedad civil que consiste en una suerte de
escucha, interpretación o lectura de los tiempos sino en un órgano e instrumento de
poder, que tiene su sede y su legitimidad en un conjunto de procesos formales y que es
exclusivamente dictada por el Estado. En esta línea ya apuntó Bodin que “el primer
atributo del príncipe soberano es el poder de dar leyes a todos en general y a cada uno
en particular”.

En este proceso, a juicio de Grossi, se impulsa la deliberada confusión e


identificación entre ley y derecho (que correr ía de este modo en paralelo a la de poder y
autoridad). De ahí que progresivamente se fuese considerando paulatinamente como
más natural y un deber la obediencia a leyes injustas y desprovistas de derecho. Según
este historiador del derecho, cada vez más, y especialmente fuera del ámbito anglosajón,

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el poder estatal se adueñó de la función jurídica, la monopolizó y la convirtió en un
instrumentum regni. Como conclusión llega a apuntar que “el drama del mundo
moderno consistirá en la absorción de todo el derecho por la ley”. O lo que en este caso
es lo mismo: la absorción de todo derecho por el Estado.

Para Hobbes toda ley, por el hecho de provenir del Estado y cumplir con los
protocolos formales establecidos , tiene que ser reconocida automáticamente como justa
y debe ser obedecida por el conjunto de la población. Al respecto también señaló por
ejemplo que “donde no hay poder común, la ley no existe; donde no hay ley, no hay
justicia” (en otras palabras, donde no hay Estado, no hay justicia) y que “no entiendo
por buena ley una ley justa, ya que ninguna ley puede ser injusta”. Por eso, la autoridad
de la ley ya no se funda preferentemente en un reconocimiento, en una sabiduría o en
una pretensión de justicia sino en la voluntad del poder soberano del Estado. De ahí
también por ejemplo lo que escribe Hobbes en el Diálogo entre un filósofo y un jurista,
obra en la que discute las tesis de Edward Coke (1554-1638) y con ello del Common
Law. En su opinión, la razón del rey (y no la de los jueces) es el anima legis, la summa
lex o la summa ratio.

En Hobbes, y en este aspecto contrasta con Jean Bodin, el derecho y la ley se


confunden una vez que el contrato ha sido firmado. O también arguye que el derecho es
aquello que está permitido por la ley. De manera ilustrativa, y a diferencia de los
modelos republicanos de la época, en Hobbes la libertad pasará a ser identificada con el
silencio de las leyes, es desplazada al terreno de lo privado y se corresponde a lo que
más tarde será retratado como “libertad negativa” (algo por lo que también ha sido
considerado como uno de los padres o precursores del liberalismo). En Hobbes no se da
el vivere libero de los republicanos.

Derroteros posteriores de la autoridad

A partir de este momento la autoridad, entendida más bien como lo que más
adelante recibirá el nombre de autoritarismo, pudo confundirse o identificarse con
mayor facilidad con el poder. Lógicamente, no se tratará de un proceso ni mucho menos
lineal, directo ni inmediato. A nivel práctico, tampoco uno fiel a un modelo hobbesiano
en el que el rol de la religión es completamente desplazado. De hecho, el concepto de

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soberanía tendrá más fortuna en su recorrido por el continente europeo, gracias también
al gran eco de la obra de Rousseau, que en los territorios anglosajones, pese a que la
influencia del autor del Leviatán en John Locke no sea tampoco desdeñable. En la
célebre Enciclopedia de d’Alembert y Diderot, por ejemplo, se dedicó un largo artículo
específico al hobbisme.

Un conocido ejemplo de este progresivo desplazamiento puede también ser


encontrado en un pensador en principio alejado de l marco hobbesiano como
Montesquieu (1689-1755), quien en El Espíritu de las Leyes abogó por una separación
de poderes y por sus características se refirió al poder judicial como una suerte de poder
“en cierto modo nulo” (en quelque façon nulle), pero sin relacionarlo en ningún
momento con un término como el de autoridad. Quién sabe si un siglo antes hubiera
empleado esta palabra para expresar la misma idea. Por su parte, en su conocido Del
contrato Social, Rousseau articula un pensamiento político en el que la misma autoridad
se difumina y se confunde con la noción de soberanía. En esta línea, deja caer frases
sintomáticas como que “el principio de la vida política está en la autoridad soberana” o
que “la autoridad soberana es simple y una, y no se la puede dividir sin destruirla”. Que
la autoridad sea soberana , como sucede en otros textos de la época, no es para Rousseau
algo así como un oxímoron o una contradicción.

La influencia del nuevo concepto de soberanía se hará notar en las sucesivas


constituciones promulgadas a lo largo de la Revolución Francesa, mas no es
mencionada en la Constitución americana de 1787 ni tampoco en la corsa de 1755 (sí,
en cambio, en el finalmente inacabado proyecto de constitución para Córcega que
Rousseau redactó en 1763). La soberanía, en este caso de la mano de la autoridad,
también aparece en el conocido tercer artículo de la Declaración de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano de 1789, el que señala que “la fuente de toda soberanía reside
esencialmente en la nación; ningún individuo, ni ninguna corporación pueden ser
revestidos de autoridad alguna que no emane directamente de ella”. Sin embargo, eso no
impidió que a su lado le acompañara un artículo 16 que expresaba una idea contraria a
la hobbesiana como que “una sociedad en la que la garantía de los derechos no está
asegurada, ni la separación de poderes determinada, no tiene constitución”. En la
Declaración de los Derechos de l Hombre y del Ciudadano de 1793, en cambio, se fue
todavía más allá. La soberanía, aquí ya adjetivada según el caso como nacional o
popular, tuvo una mayor presencia y se la llega a definir como indivisible,

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imprescriptible e inalienable. Ahora bien, al mismo tiempo se apunta en el último
artículo que “cuando el gobierno viola los derechos del pueblo la insurrección es para el
pueblo, y para cada porción del pueblo, el más sagrado de sus derechos y el más
indispensable de sus deberes”. Del derecho se pasa así al deber de resistencia. En un
caso extraño, el ideal de soberanía perduró a su modo, pero también fue empleado para
sostener aquello contra lo que Hobbes luchó. De todos modos, y pese a que el derecho
de resistencia haya sido también afirmado en textos como la Ley Fundamental de
Alemania de 1949 (en verdad en un añadido de 1968), en la Constitución griega de
1974 (en el artículo 120 se llega a plantear la resistencia como deber) o en la Carta de
los Derechos y Libertades Fundamentales de Chequia y de Eslovaquia de 1991, su
presencia en los documentos constitucionales en vigor no deja de ser minoritaria.

Por su parte, especialmente en la misma Inglaterra, también hubo pensadores


que captaron la importancia de los desplazamientos provocados por el pensamiento de
Hobbes. Por ejemplo, James Harrington (1611-1677) ya denunció prontamente el
desplazamiento semántico analizado en estas páginas. El principal in terlocutor contra el
que discutió en su célebre Oceana era justamente Hobbes, a quien se refirió con un
sobrenombre poco disimulado, el de Leviatán. Partiendo de obras clásicas como Ab
urbe condita de Tito Livio, Harrington reivindicó lo que llamó el antiguo espíritu de
prudencia, defendió la división del poder e hizo hincapié en la diferencia existente entre
poder y autoridad. Al respecto escribió por ejemplo que “un escritor docto puede tener
autoridad aunque carezca de poder; y un magistrado necio puede tener poder , aunque
por otra parte carezca de estimación o autoridad”. Uno de los momentos clave se da
cuando especifica que en su opinión el gobierno

no es otra cosa que el alma de una nación o ciudad; por lo tanto, lo que había de razón
en el debate de una república, sacado de manifiesto por los resultados, ha de ser virtud;
y siendo el poder soberano alma de una ciudad o nación, su virtud ha de ser derecho.
Pero el gobierno cuyo derecho es virtud y cuya virtud es derecho, es el mismo cuya
soberanía es autoridad y cuya autoridad es soberanía”.

Si la soberanía persiste, en su opinión, debía asimilarse a la autoridad y con ello


a la virtud, a l derecho o a la razón. Él mismo quiso asociar por eso las leyes a la virtud.
No debe sorprender que Harrington impugnase varias de las tesis más controvertidas
(así como más revolucionarias e influyentes del pensamiento de Hobbes), incluyendo
sus concepciones de libertad, soberanía o ley, o que apuntase enfáticamente que por

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supuesto que la ciudad de Lucca era mucho más libre que la de Constantinopla. En lo
que constituye un aspecto insuficientemente estudiado, se puede considerar que
Harrington fue un autor que realizó un ejercicio de pensamiento contrario al efectuado
por Hobbes. No solo se propuso mantener la disociación entre poder y autoridad, sino
que, posiblemente debido a la impronta de la tradición clásica y de un pensador como
Maquiavelo, se esforzó por dar mayor visibilidad y presencia a la autoridad en su
concepción de la república.

Ahora bien, con el transcurso del tiempo este tipo de voces fueron cayendo en el
olvido, la autoridad pasó a ser vista cada vez más como algo propio del Estado y la
noción de soberanía se consolidó como una expresión habitual del lenguaje político e
incluso revolucionario. La “democratización” de la soberanía, de hecho, pasó a ser
entendida no desde una disociación de sus componentes internos sino sobre todo a partir
de la limitación de su poder (para lo cual, se hablará por lo general de separación de
poderes o de contrapoderes, como si no se pudiera salir del paradigma del poder) o del
cambio o ampliación de su sujeto. Del monarca soberano individual se pasó a ideales
como los de la soberanía nacional o la popular, sin que por ello se cuestionara la noción
de poder que persistía detrás la soberanía, y así aparece todavía en muchas de las
constituciones actuales. De ahí que, aunque se haya intentado pensar más allá o en
contra de Hobbes, sigamos en buena parte siendo herederos de sus categorías de
pensamiento. Y eso no solo afecta al actual concepto de soberanía, sino también a esos
otros que le acompañan e incluso apuntalan; es decir, la autoridad, la libertad, la ley, el
derecho y, con todo ello, la misma noción de Estado en su acepción moderna.

(Este texto recoge otras investigaciones realizadas por el mismo autor y que se han
plasmado en textos como “The Problem of Sovereignty: Reading Hobbes through the
Eyes of Hannah Arendt”, Hobbes Studies, nº 32, 2019, pp. 71-91, “Thomas Hobbes and
the Secularization of Authority”, en Anna Tomaszewska y Hasse Hämäläinen (editores),
The Sources of Secularism: Enlightenment and Beyond, Palgrave MacMillan, Londres,
2017, pp. 101-120 y “Sentido común, poder y libertad. Una lectura de Hobbes desde la
filosofía de Arendt”, Pensamiento y Cultura, nº 18 (2), 2016, pp. 111-135).

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