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Muerte a la discusión racional, viva la

conversación atomizada
DIEGO BEAS

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La campaña de Donald Trump, el Brexit y el cambio climático son ejemplos de la
sustitución de un debate público razonado por el discurso interesadamente
atomizado que propicia Internet.

“Los hechos son sagrados, y la opinión es libre”. La frase, de C.P. Scott, director de The
Manchester Guardian (posteriormente The Guardian), formulada en 1921, se convirtió en
una máxima de varias generaciones de periodistas que aspiraban a producir el periodismo
de mejor calidad. Una especie de síntesis deontológica que ha estado en el centro de las
aspiraciones de los medios más prestigiad os del mundo desde entonces. Una forma
mucho más inteligente de entender y abordar el problema de la objetividad (¡que por
supuesto no existe!) en la práctica periodística. Los grandes medios de comunicación de
la era de los mass media han luchado una difí cil batalla por separar –y mantener
separada– la parte que concierne a los hechos (facts) y las opiniones (en algunos casos
llegando al extremo de asignar diferentes plantas en las redacciones para cada una de
estas tareas). Este modelo, grosso modo, es el que ha definido y dividido a la prensa de
calidad del resto a lo largo del último siglo. Sobre todo, a la prensa escrita.
Pero, a más de dos décadas ya de la masificación de Internet y de un tránsito hacia una
esfera pública digital en la que la información se emite a más velocidad que nunca, por
más canales, formatos y en mayor cantidad, ¿qué pasaría si la definición misma y base
epistemológica de lo que entendemos como “hechos” se pone en duda? Aún más, ¿qué
pasaría si la celebrada explosión de los canal es de información y las nuevas posibilidades
de “transparentarlo” todo están llevando en realidad a un deslavamiento progresivo de la
esfera pública? A un vaciamiento desde el interior (hollowing out) de uno de los pilares del
sistema democrático.
Esto es lo que Michael Patrick Lynch de la universidad de Connecticut intenta responder
en The Internet of Us: Knowing More and Understanding Less in the Age of Big Data. Un
libro tremendamente oportuno que intenta relacionar algunos de los debates
epistemológicos más antiguos con los efectos de la masificación de Internet y, sobre todo,
con la forma en la que algunos de los peores vicios cognitivos del ser humano se están
potenciando con el acceso virtualmente ilimitado al torrente de información que circula hoy
por la red. Lynch se enfrenta tanto a las novedades de estos vicios cognitivos y sus
consecuencias sociales como a los efectos que tienen en la construcción del relato y el
espacio público.
The Internet of Us. Knowing More and Understanding Less in the Age of Big Data
Michael P. Lynch
Nueva York: Liveright, 2016
236 págs.

El texto es mitad recordatorio de distintos debates sobre la naturaleza de la información y


el conocimiento que se han tenido en la cultura occidental a lo largo de los siglos; y mitad
un intento de interpretar esos debates a la luz de las nuevas realidades y hábitos
informativos surgidos del ámbito digital. Así, por ejemplo, Lynch comienza hablando del
argumento de Bertrand Russell en el que señalaba que más importante que el
conocimiento es la sabiduría, que Russell entendía como una combinación de
conocimiento, voluntad y sensibilidad. Una premonitoria advertencia, podríamos
interpretar, sobre por qué el aumento cuantitativo de información no necesariamente se
traduce en personas o sociedades más sabias (en algunos incluso ni siquiera más
informadas).

La hipótesis central de Lynch gira entorno a la idea de que aunque por una parte –y sin
ninguna duda– las tecnologías de la información en general y los nuevos medios de
comunicación digitales –más ágiles, diversos, descentralizados, etcétera– en particular
están ensanchando las posibilidades de acceder a información e incluso de adquirir
conocimiento, por otra parte –y esta más difícil de señalar– las mismas herramientas nos
están inhibiendo habilidades fundamentales de discernimiento y de capacidad de
construcción de espacios públicos con reglas básicas aceptadas por la mayoría. Estamos
eligiendo la rapidez, comodidad de acceso, volumen de información disponible, entre otros
aspectos, sobre formas de conocimiento que requieren de lo opuesto: orden, proceso,
sosiego, selección, criterio… Para Lynch –como tantos otros filósofos que han pensando
seriamente sobre estos asuntos– mayor conocimiento no siempre equivale a mayor
capacidad de entendimiento (understanding).

Y allí es cuando la advertencia de Lynch se vuelve tan oportuna. “Toda tecnología se


utiliza antes de ser plenamente comprendida”, dijo alguna vez Leo n Wiesletier, exeditor
literario de The New Republic. “Hay una demora y, cuando estamos en medio de esa
demora, justo ahí es cuando tenemos que prestar atención: antes de que el río se asiente
en su nuevo curso”, complementa Lynch. El nuevo curso al que se refiere es el de la
información parcial, fragmentada, de fácil acceso por la que se caracteriza la web de hoy
día. Es decir, el síndrome de “o aparece en los primeros resultados de Google o no
existe”. Lynch lo llama “Google-knowing”; que se podría traducir por algo así como “saber
vía Google”.

Para Lynch, se trata de una nueva dialéctica en la adquisición del conocimiento. Una
nueva relación entre sujeto que busca información/conocimiento y la “máquina testimonial
de Internet”, que vomita respuestas. Una forma “fácil y rápida” de creer que tenemos
respuestas a problemas y cuestiones complejas que se empieza a afianzar como el default
en la búsqueda de nuevo conocimiento e información. Con ella también se comienza a
desarrollar un sesgo cognitivo, según el cual privilegiamos o damos mayor importancia a
información adquirida por canales digitales que por otras vías (recuerda a esa coletilla de
la publicidad de productos de mala calidad que terminaba con “Anunciado en televisión”).

El problema, argumenta Lynch, es que el Google-knowing, esa nueva forma de


relacionarse con la información, se está situando por encima de otras formas de
adquisición de conocimiento. “Comenzamos a tratarla como una forma más valorada,
natural, de acercarnos al conocimiento”; como si este simplemente se pudiera “descargar”
de Internet. Un cambio epistemológico de primer orden con múltiples consecuencias en
diferentes ámbitos.

Me centraré en solo uno de ellos: el de la esfera pública y el conflicto de la construcción


de narrativas sociales. Se ha escrito mucho sobre el surgimiento de diversos problemas en
el ámbito de la información y los medios de comunicación a partir de la irrupción de
Internet. Desde las “cámaras de eco” de Cass Sunstein (2001) hasta la “burbuja de los
filtros” de Eli Pariser (2011), pasando por otros autores como Zeynep Tufekci o Bruno
Latour, que han identificado diversos cambios importantes en las dinámicas entre
ciudadanía, medios de comunicación, ciencia, divulgación del conocimiento y sus
interacciones con la transformación tecnológica.

Sin embargo, ha sido Lynch quien ha puesto sobre la mesa el problema de la erosión
epistemológica de los hechos (facts). La multiplicación de la información y la atomización
ideológica del espacio de discusión pública está creand o una nueva forma de “saber” no
tanto basada en procesos de razonamiento y discusión pública/científica rigurosa y
ordenada, sino de propagación y réplica de “hechos” afines a causas ideológicas e
intereses concretos. Es decir, la discusión pública/científ ica deliberativa con normas
básicas de funcionamiento, criterios, métodos y sistemas de evaluación, está dando paso
a una discusión pública que en la práctica sitúa en el mismo nivel discusiones u opiniones
individuales basadas en evidencias de la “máquina testimonial de Internet” que las de
procesos pedagógicos deliberativos más complejos, robustos y perfeccionados a lo largo
de siglos de depuración. Se resquebraja, en otras palabras, el consenso sobre cómo
conformar consensos.

Tres ejemplos muy actuales no dejan ninguna duda sobre este tipo de problema: la
discusión sobre el cambio climático, el proceso de nominación del partido Republicano en
Estados Unidos y el Brexit en Reino Unido. Tres asuntos que tienen en común la voladura
de las bases racionales de la discusión pública para reemplazarla con una conversación
interesadamente atomizada que termina aplanando categorías de conocimiento, jerarquías
de prioridades públicas y cualquier atisbo de sentido común.

En el caso del cambio climático, es de sobra conocida la larga y penosa marcha que ha
seguido la discusión política para consensuar un plan de acción en contra de un problema
capital que atañe a todos. A pesar de que la ciencia lleva décadas demostrando que se
trata de un fenómeno provocado por activid ades humanas, hasta hace unos años era
todavía políticamente aceptable que un candidato a la presidencia de un gobierno lo
negara y basara su argumentación con toda seriedad en las razones esgrimidas por su
“primo”, que le aseguraba que no era posible pred ecir “ni el tiempo que va a hacer mañana
en Sevilla”. La discusión pública sobre la cuestión no solo ha sido entorpecida por esta
falta de rigor y seriedad por parte de figuras públicas de primer orden con aspiraciones de
gobierno, sino también por la ralentización interesada de la discusión científica, que utiliza
a la pseudociencia para sembrar el debate de obstáculos y hombres de paja. Aunque este
tipo de prácticas han existido desde hace décadas, la novedad es que ahora es mucho
más difícil separar el grano de la paja en esa esfera pública digital intencionadamente
inundada de datos falsos, parciales, de falsas narrativas, de bloques ideológicos e
intereses especiales que emplean batallones de asesores y lobistas para minar
meticulosamente los debates y procesos legislativos contrarios a sus intereses.

Lo ocurrido en las primarias del Partido Republi cano en EEUU durante la primera mitad de
2016 es ya un caso de estudio en sí mismo. En el que la ignominia e ignorancia han
conseguido ocupar el centro del espacio político. La magnitud del deterioro sufrido en la
conversación pública en EEUU a lo largo del último año y medio no tiene parangón. Las
escenas de los debates republicanos en las que los candidatos se gritaban todo tipo de
acusaciones estrafalarias y retaban al público a que las buscaran en Google marcarán un
hito en el derrumbamiento de la conversación pública de ese país.

Trump, y de manera diferente pero similar a la vez, Boris Johnson y Nigel Farage en Reino
Unido –los dos personajes clave del infame proceso que resultó ser el Brexit – se ubican
en una nueva categoría de figura pública que Jonathan Freedland bautizó en The
Guardian como “post-truth politicians”. Políticos en sociedades democráticas con esferas
públicas robustas que operan dentro de una realidad paralela retroalimentada por medios
de comunicación disminuidos debido a la fragmentación de la conversación y condiciones
económicas que les terminan convirtiendo –pensemos que involuntariamente– en
extensiones de un reality.
El trágico desenlace del Brexit, a fin de cuentas y como señaló Ignacio Molina en El
País el día después del referéndum, se debió fundamentalmente a la capacidad que
tuvieron los impulsores de la salida para utilizar a los medios para tergiversar “la mejor
Europa: la de la libre circulación de personas, la de las soberanías compartidas y el
pluralismo cultural, la que prefiere reglas trabajosamente consensuadas a supuestas
superioridades de los parlamentos nacionales”.
The Internet of Us no pretende articular una gran solución a este grave problema que
acecha a prácticamente todas las democracias avanzadas. Lo que intenta es ofrecer una
reflexión y advertencia concisa sobre algunas de las razones que lo están provocando.
Intenta señalar todo lo que perdemos –como individuos, como sujetos políticos, como
sociedades– cuando irreflexivamente clavamos la mirada en nuestros nuevos juguetes
digitales y dejamos de observar lo que en realidad sucede a nuestro alrededor.

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