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Carta a Venusi

Por Joaquín García-Huidobro

Estábamos a mediados de 2002 y recibí un correo electrónico muy especial, por dos motivos. El
primero, por la remitente. Una persona de esas que son auténticamente revolucionarias, sin
necesidad de poner bombas ni hablar mucho. El segundo, por el tema de su carta: me contaba que
una niña había decidido pasearse desnuda por Santiago, en una acción de arte. Me decía que no le
gustaría encontrarse con sus hijos ante semejante espectáculo y preguntaba qué podía hacer. No
supe qué contestarle en ese momento, pero de ahí nació esta carta.

Habría querido hacerte llegar esta carta de manera privada, pero no sé dónde vives y ni siquiera
cómo te llamas. Te ruego que disculpes mi ignorancia.
De un día para otro te has hecho famosa. Muchos hablan de ti y no faltan los que te halagan. Dicen
que eres valiente, porque te has atrevido a romper los tabúes de una sociedad pacata. Otros te
critican, pero tus partidarios dicen que lo tuyo es una actividad artística y que se ampara en la
libertad de expresión. No me meteré en tales honduras. Simplemente quiero contarte algunas cosas
en las que quizá no has reparado.
¿Has visto que, en casi todos los animales, el macho es mucho más bonito que la hembra? No hay
punto de comparación, por ejemplo, entre el gallo y la gallina, o entre el león y la leona. Sin
embargo, el hombre constituye una notable excepción, puesto que la belleza del cuerpo de la mujer
es incomparable. No te conozco, pero pienso que en tu caso sucede lo mismo. Probablemente eres
muy bella y te agrada que todos lo reconozcan. Te sorprende, en cambio, que siendo el cuerpo
humano algo bueno y bello, la casi totalidad de los seres humanos de la historia se hayan
preocupado de cubrirlo. No lo hacen sólo para abrigarse, sino para mantener fuera del alcance de la
vista algunas de sus partes, particularmente las que tienen que ver con el origen de la vida. ¿No te
parece curiosa esa tendencia? Me dirás que resulta retrógrado fijarse en lo que hacían nuestros
antepasados, sin embargo lo “retro” ha estado bastante de moda últimamente.
Hoy muchos nos dicen que el sexo hasta ahora ha sido un tabú y que es necesario romper con todos
los tabúes, comenzando por éste. Sin embargo, tabú significa tanto como “sagrado”. Es decir,
aquello que por su valor y dignidad merece un respeto especial. Los hombres se acercan a lo tabú
con una especial reverencia. ¿No consideras hermoso que los hombres reverenciemos algo?, ¿no te
atrae la idea de vivir en una sociedad en la que cosas como la vida sean consideradas sagradas, y
nadie se sienta con derecho a disponer de ellas? Un mundo con tabúes es un mundo en donde hay
cosas dignas de respeto.
¿Y por qué el cuerpo humano, y más específicamente el sexo, merece un respeto especial? Esto no
sucede porque sea malo, sino todo lo contrario: por su especial nobleza y dignidad. También por su
relación con una realidad que sólo tenemos los seres humanos: la intimidad. Hace muchos años, en
una ciudad alemana llamada Münster, hubo una terrible dictadura, encabezada por Juan de Leyden.
Entre otras cosas, prohibían que las casas tuvieran cerraduras y cortinas. Su razonamiento era muy
simple: “Si lo que usted está haciendo es bueno, no le importará que lo miren. Si se esconde a la
vista de la autoridad, es que está haciendo algo malo”. Estoy seguro de que, de haber vivido en esa
época, tú habrías protestado. Habrías dicho que los seres humanos tenemos cosas que son propias,
como nuestra vida familiar o el lecho conyugal, y que precisamente porque son tan propias, no las
abrimos a la vista de los extraños. Es una de las muchas diferencias que tenemos respecto de
nuestros parientes, los animales.
Pero hay más. Aunque hoy se insista mucho en la igualdad de mujer y varón, lo cierto es que somos
muy distintos. No hay contradicción: nos iguala nuestra dignidad y derechos, pero nos diferencian
muchas otras cosas, por ejemplo, nuestro cuerpo. Otra diferencia consiste en que los varones somos
particularmente vulnerables. Son muy pocos los que pueden verte desnuda sin conmoverse
profundamente. Y de la conmoción al deseo hay un solo paso. Esto no es inocuo: bien sabes que
hay una diferencia importante entre querer a una persona y el simple desear su cuerpo. La mujer no
es sólo hembra. Por eso seguramente te repugna el machismo, que no es capaz de ver a la persona,
sino que se la mira y trata como un material destinado a saciar determinados instintos.
El hombre parece fuerte, y en muchos aspectos lo es, pero, te insisto, en realidad resulta
profundamente vulnerable. Esto lo sabían bien nuestras abuelas. Por eso siempre había existido un
pacto implícito, en que las mujeres habían acordado no exhibir directamente toda su belleza. Habría
sido demasiado violento para los pobres varones. Ellas eran conscientes de que cada varón que las
veía en la calle podría haber sido su hijo, su hermano, su padre. En todo caso era el hijo, el hermano
o el padre de otras mujeres, con las que debían ser solidarias.
Por su parte, los varones habían acordado no emplear la fuerza física para conseguir la unión sexual
con una mujer. Aunque en muchos casos eso habría sido muy fácil, no era cosa de caballeros. Por
eso nos da hoy una auténtica repugnancia la figura del violador. Es un cobarde, un abusador, un
individuo que pretende conseguir con su musculatura lo que sólo puede ser fruto del amor y la
libertad. También nos desagrada el que se vale de la fuerza que le da el dinero: la prostitución es
algo muy triste, que ha arruinado la vida a millones de mujeres.
En suma, se trata de excluir la violencia, en sus diversas formas. Y aunque tú no lo quieras, lo que
haces puede ser muy violento. Aunque digas que es arte. El arte no justifica cualquier cosa: ¿no
recuerdas la indignación del pueblo norteamericano cuando un famoso músico dijo que el atentado
a las Torres Gemelas había sido una gran obra de arte, aunque maligna?
El arte se ha ocupado desde siempre del cuerpo femenino. Pero lo propio del buen arte es que
resulta capaz de mostrar el desnudo sin lesionar la intimidad. La Venus de Milo, la maja desnuda de
Goya, o la exposición “Cuerpos pintados”, que tuvo lugar hace un tiempo, no suscitan deseos de
posesión, sino de admiración ante la belleza. El límite es sutil pero importante. El arte, además, es
una tarea ardua. Miguel Ángel sufrió lo indecible para pintar esos magníficos desnudos de la
Sixtina. No en vano se compara siempre la creación artística con la concepción y el parto. Gozo y
dolor van mezclados.
No soy yo quien deba determinar lo que es arte y lo que no. Pero sí me atrevo a proponerte que
renuncies a esa forma de arte por amor a miles de tus conciudadanos, a los que, estoy seguro, no
querrás dañar. ¿Y por qué sucede que algo que —como tu cuerpo— en sí mismo es bueno pueda,
fuera de ciertos contextos, ser mal mirado? Esa es una larga historia. Una historia muy bonita, pero
que tiene un final muy triste, que sería materia de otra carta.

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Publicada en El Mercurio, 23 de junio de 2002. Recogido en J. García-Huidobro, Una locura bastante
razonable (Bicentenario, Santiago, 2006)

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