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Concluye Crespo que una economía sin referencia a la vida buena, es decir, sin atender a
ciertos fines comunes para la persona que vive en comunidad, pierde en cuanto a la
posibilidad de una política económica efectiva: la verdadera coordinación económica
requiere una coordinación moral previa, por lo que no es posible la neutralidad valorativa
Son interesantes también las reflexiones que hace Crespo acerca de la necesidad del
reconocimiento de ciertos fines comunes para una verdadera armonía y cohesión social,
problema urgente de la realidad nacional. El liberalismo individualista no reconoce fines
sociales explícitos, sino sólo los intereses particulares de cada individuo, cuya única
necesidad sería la coordinación. Por este motivo, la corriente económica dominante está
asociada a una absolutización del mercado, como el único y gran medio de coordinar esos
intereses. Esa sacralización del mercado lo ha llevado muchas veces a erigirse en la medida
de todas las cosas, e inclina a explicar toda la realidad en clave económica, sin reconocer,
en ocasiones, el valor inalienable y la dignidad de la persona, ni otros bienes sociales.
Por estas razones, el autor se propone, lúcidamente a nuestro juicio, liberar la economía
libre del liberalismo. Su intención es reinsertar en ella la consideración de la verdadera
libertad, con todas sus consecuencias: la imprevisibilidad de la acción humana; la moralidad
de los actos, en contra de la neutralidad valorativa defendida por los racionalistas, en pos
de una pretendida exactitud y rigurosidad científica; y la inexactitud y el carácter práctico
de las ciencias sociales, que por su naturaleza no admiten los mismos métodos de estudio
que las ciencias exactas.
Dicho de otro modo, Crespo considera que la sociedad que plantea el liberalismo
individualista desconoce el concepto de bien común. Vista desde fuera, quizás podría
afirmarse que se trata de una sociedad que busca el orden social por medio de la libertad,
y que sólo le faltaría un mínimo de preocupación por bienes como la solidaridad, la paz, la
prosperidad, la cultura, y/o la amistad, es decir, por algunos fines sociales comunes. Sin
embargo, ese “poco” ya implica un cambio de ethos: pasar de la mentalidad individualista,
que crea sus propios fines particulares, a la visión de la persona que es animal político y que
hace suyos los fines descubiertos.
Sin fines comunes, el aspecto normativo de la economía se reduce a fomentar la
coordinación de acciones individuales, una situación que es precaria, ya que los objetivos
en común son necesarios para el mismo cumplimiento coordinado de los fines particulares.
Según el autor, la causa profunda de las crisis económicas es muchas veces la falta de
conciencia de fines en común.
Lo que Crespo propugna no es una política centralista, sino la vieja idea del estado
subsidiario que fomenta el buen uso de la libertad.
Una economía que no considera la realidad de la libertad humana no podrá ser, según
Crespo, ni explicativa, ni predictiva, ni normativa. Por la libertad y la singularidad personal,
la coordinación en la sociedad no es automática. Para el autor, la escuela neoclásica ha
congelado la libertad. Los austríacos han añadido ignorancia y tiempo, pero no consideran
la libertad interior, sino que ven al individuo como un reactor determinado por causas
ignoradas y cambiantes en el tiempo. La pretensión racionalista de universalidad opaca, en
el fondo, la singularidad y la libertad.
Crespo propone volver a la economía entendida como ciencia práctica de acuerdo a la línea
aristotélica, porque es una ciencia que versa sobre la acción humana. Según él, ésta es la
fórmula epistemológica que resuelve los problemas de las diversas corrientes y recoge sus
contribuciones. Se trata de un enfoque que parte de la acción libre del hombre, acción que
es objeto de cierta imprevisibilidad y que tiene connotaciones morales.
Daniel Mansuy
Röpke
Para Hayek, las “reglas de conducta” que sostienen al orden de mercado sólo pueden ser
explicadas por procesos evolutivos, mientras que para Röpke la estabilidad del orden de
mercado reposa fuertemente sobre las virtudes morales —y por tanto sobre la libertad—
de quienes en él participan.
A este respecto, mientras Hayek puede ser concebido como miembro de una tradición de
pensamiento social que arranca al menos desde Mandeville, según la cual no existe una
conexión necesaria entre virtud moral y estabilidad política y social, Röpke muestra fuertes
afinidades con la aproximación aristotélica a la filosofía social, según la cual las virtudes
personales son un requisito necesario para la conservación del orden social.
Para Röpke, en cambio, una sociedad articulada en torno al mercado es un orden social
sumamente frágil, cuya estabilidad depende radicalmente de la familia y de las
comunidades intermedias, en la medida en que son ellas las que fomentan los hábitos
morales que hacen posible su estabilidad.
Virtudes Morales
Atria et al. distinguen entre una dimensión oscura del mercado, esto es, el mercado como
criterio de distribución, y una dimensión emancipadora del mercado, esto es, el mercado
como espacio de libertad.
El mercado es liberador en el siguiente sentido: quienes concurren a él no tienen deberes
anteriores al contrato y, por tanto, “no están ligados ni por naturaleza ni por
tradición”[292]. Esta dimensión del mercado sería un espacio de liberación.
Dos preguntas surgen inmediatamente: 1) ¿no puede acaso el mercado tener efectos
positivos en las relaciones sociales, más allá de sus efectos “emancipadores” a nivel
individual?, 2) si el mercado no puede proveer los vínculos sociales que son necesarios para
la idea de realización recíproca, ¿es el régimen de lo público la única configuración
institucional que puede sopesar dicha carencia?
Así, como en el neoliberalismo el Estado es aquel que corrige las fallas de eficiencia de
mercado, para Atria et al. el Estado viene a corregir, si se me permite la expresión, una “falla
cultural” del mercado, a saber, su incapacidad de hacer que nuestros intereses se nos
aparezcan como comunes. Ahora bien, ¿qué hay del rol de otras instituciones, como la
familia y las sociedades intermedias, en el camino hacia el ideal político de realización
recíproca?
En estas materias es donde, creo yo, la formulación clásica del principio de subsidiariedad
se vuelve sumamente relevante. Por lo mismo, perfectamente se puede defender la idea
según la cual la política tiene algo que ver con la realización recíproca sin reducir las
posibilidades institucionales a dos: el Estado y el mercado.
En segundo lugar, el mercado no tiene por qué ser aceptado “a regañadientes”, sino que se
lo puede aceptar como una institución donde también es posible, sí, leyó bien, también es
posible, ver al “otro” como un amigo. Esto último no implica que la tradición desde la que
emana la subsidiariedad en sentido clásico no reconozca los posibles efectos negativos que
pueda tener el mercado en la vida social. Sin embargo, en esta tradición también se
reconoce que el mercado sí es capaz de generar vínculos sociales.
Permítaseme citar directamente un texto de la doctrina social de la Iglesia:
o [L]a actividad económica no debe considerarse antisocial. Por eso, el mercado no es
ni debe convertirse en el ámbito donde el más fuerte avasalle al más débil. La
sociedad no debe protegerse del mercado, pensando que su desarrollo comporta
ipso facto la muerte de las relaciones auténticamente humanas. Es verdad que el
mercado puede orientarse en sentido negativo, pero no por su propia naturaleza,
sino por una cierta ideología que lo guía en este sentido. No se debe olvidar que el
mercado no existe en su estado puro, se adapta a las configuraciones culturales
que lo concretan y condicionan. En efecto, la economía y las finanzas, al ser
instrumentos, pueden ser mal utilizados cuando quien los gestiona tiene solo
referencias egoístas. De esta forma, se puede llegar a transformar medios de por sí
buenos en perniciosos. Lo que produce estas consecuencias es la razón oscurecida
del hombre, no el medio en cuanto tal. Por eso, no se deben hacer reproches al
medio o instrumento sino al hombre, a su conciencia moral y a su responsabilidad
responsabilidad personal y social (Caritas in Veritae, n. 36)
o Para un análisis detallado de este punto, Véase Luigino Bruni, The Génesis and Ethos
of The Market
La última frase de esta cita me obliga a terminar con un punto que muchos descartan a
priori sin reparar en su importancia. Tanto en la propuesta de Atria et al., como en la gran
mayoría de los autores “neoliberales”, se hace completa abstracción del rol de las virtudes
en la vida social. Se trata de buscar un conjunto de instituciones para alcanzar un
determinado ideal político, “a pesar” de las disposiciones morales de los ciudadanos.
Piénsese por ejemplo en lo que Atria llama la “pedagogía lenta de la ley”. Cuando los
derechos sociales sean garantizados a todos, poco a poco, comenzaremos a ver al otro con
ojos de reciprocidad y no de codicia o conflicto. ¿Es posible esto sin el empeño por la virtud
de parte de los ciudadanos? Contra lo que piensa Atria, esto me parece realmente utópico.
Recuérdese que en la propuesta institucional de Atria et al. el mercado seguirá siendo el
principal motor del orden social; solo algunos bienes (por ejemplo, salud y educación)
operarán bajo el régimen de lo público. Si el mercado es tan corrosivo de las relaciones
sociales, ¿será suficiente con los derechos sociales para sopesar dichos efectos corrosivos?
Por el contrario, en la formulación clásica del principio de subsidiariedad las virtudes son
necesarias para el orden social, ya que el bien de una comunidad política se alcanza
mediante la perfección, desarrollo y actividad virtuosa de sus miembros. Es cierto que hay
instituciones que pueden ejercer una influencia negativa en las relaciones sociales, pero el
resultado final de dichos efectos pasa siempre por actos humanos, no por abstracciones
institucionales.